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CUENTOS

MORDACES












Cruz Silva









A mi querida hija, Mariana












ÍNDICE


La venganza del bebé
El Caballero del pensamiento
Cositas de artesanos
El último robo
Henry “El Comecaballo”
Morir a la una
Explicación del miedo










LA VENGANZA DEL BEBÉ


La temperatura en el pueblo bajaba notablemente, mientras la
fría neblina descendía sobre los transeúntes, árboles, casas, carros.
Era sábado y a tempranas horas se habían precipitado modestas
lluvias cuyas reminiscencias ahora quedaban fehacientes en las calles
de Belén en forma de charquitos que se negaban a desaparecer,
porque de alguna manera la tenue llovizna que aún persistía los
seguía alimentando. Pero esa bruma y su consecuente frialdad no
interrumpirían las celebraciones sabatinas, fiel costumbre cada fin de
semana en ese lugar, donde la gente se distinguía por ser amable y
hospitalaria. El "programa" para la noche era la celebración de un
bautizo en la casa de Laura Rodríguez, bella mujer muy querida y
admirada por todos. Años atrás ella había puesto muy en alto el
nombre de su pueblito, pues representó a su Estado en el Concurso
Miss Venezuela, y aunque no resultó electa, figuró entre las primeras
en llegar, además había incursionado en la farándula y actualmente
era una actriz de la televisión con algo de popularidad, no obstante
esto, nunca olvidaba a su pueblo y como evidencia palpable, en la
oportunidad que nos concierne, escogió su modesta casa de la calle
Urdaneta para la celebración del bautizo de su hija, cuestión que se
había demorado por razones de la impertinente lluvia. Al disiparse ésta
algo, comenzó a entrar a la casa mucha gente invitada y no invitada.
Los encargados del sonido pronto estuvieron amenizando el ambiente
con la música y los bailadores empezaron entonces a espantar el frío.
Tony Pérez, desde la caída de la tarde se encontraba en Belén.
Proveniente de Santa Lucía, Estado Miranda, había llegado a
Carabobo por cuestiones propias de su trabajo. Después que realizó
su diligencia, ya cuando moría el atardecer y era próxima la noche, se
distrajo un tiempo relativamente largo conversando con dos hermosas
belenenses que se le cruzaron y a quienes obviamente les había caído
muy bien. Cuando ellas se marcharon, Tony se percató que el autobús
de las siete de la noche, el último, lo había dejado. Fue así como
decidió pues, buscar a un amigo a quien no había visto desde unos
seis años atrás, conociendo de él solamente que residía en Belén,
nada más. Se ocupó entonces, de tratar de ubicarlo caminando calle
arriba y calle abajo, preguntándole a las personas que encontraba a su
paso por su amigo, pero por más que indagaba no podía lograr su
objetivo: encontrar a Gregorio Hernández, su ex-compañero del
Cuartel, quien lo podría alojar esa fría noche en su casa, ya que
carecía de dinero para pagar una habitación. Al irse penetrando más
las horas nocturnas todavía la búsqueda iniciada por Tony estaba
resultando infructuosa. Después de preguntar y preguntar, dio con la
casa, ubicada en la calle Urdaneta, en la parte baja del pueblo.
Caminó hasta allí, y para su desconcierto, no estaban sus habitantes.
La ubicación no distaba muchas cuadras de donde se celebraba la
fiesta del bautizo, con el ritmo de la salsa y el merengue convertidos
en movimientos cadenciosos por los bailadores. Y como joven y
amante de los "saraos", Pérez se coló poco a poco entre la gente allí
que gozaban de lo lindo. Se encontró con las dos jovencitas que había
conocido en la tarde, bailó mucho con ellas alternadamente e hizo
amistad rápidamente con otras personas. Se divertía mucho en el
“bonche”, danzando, comiendo y tomándose sus traguitos hasta que la
fiebre del baile le hizo olvidar que afuera hacía un frío intenso y que no
tenía donde dormir esa noche. “Todo estaba perfecto”, pensaba para
sí, “esto sí está chévere, me siento fino aquí en esta fiesta, estoy
pasándolo de lo mejor y me voy a lucir con estos panas, pues voy a
practicar un pasito de baile esta noche que todavía los de aquí no lo
conocen. ¡Ah!, ahí vienen más pasapalitos de los sabrositos. Parecen
huevos de codorniz pero no, no es nada de eso, son bolitas de queso
de mano. ¡Qué vaina tan buena inventan estos belenenses!, ¡dígame
esas que traen aceitunas por dentro! ¡Uupaa!, más ensaladita de
gallina, ¡Uf! ¡Qué rico huele!”. Fue tanta su glotonería que en menos de
dos horas se había engullido tres raciones de ensalada y unos tres o
cuatro refrescos, amén de unos wiskicitos y las sabrosas bolitas de
queso de mano. El llenado de panza fue tal que le impidió seguir
enseñando a los jóvenes el “pasito” de baile nuevo que estaba de
moda en la capital, e igualmente ya no podía seguir bailando los
rítmicos sones de la salsa y el merengue con que se animaba la fiesta.
A la llegada de la medianoche Pérez sintió que su abdomen estaba
demasiado prensado y decidió salir a la calle, donde sorpresivamente
se topó con su solicitado amigo Gregorio Hernández.
--¡Grego! ¡Grego! ¡Por fin te encuentro, hombre!
--¡Tony! ¡Tony Pérez! ¡Que sorpresa! ¡¿Y como que estabas
meneando el esqueleto, mi pana?!
--¡Pues sí, amigo mío! Tú sabes como soy yo de bonchón.
--¡Cónchale Tony!, ¡cuéntame!, ¿Qué es de tu vida?, ¿Estás
viviendo en Santa Lucía? ¿Cómo están la señora Jacinta y tu hermana
Gloria?
--Ellas están bien, muy bien y mi esposa está con ellas allá en
Santa Lucía, porque yo me casé ¿sabes? y ya tengo un hijo, un
muchachito bien bonito.
--¡Y qué raro tú por este pueblo! Alguna vaina andas buscando,
picarón, yo te conozco, mano, yo te conozco.
--Mira Grego, yo vine por aquí fue buscándote, chico, pero como
no te encontré en tu casa me metí aquí y bailé bastante y comí tanto
que... ¡mira como quedé repleto! ¡Ah! ¡Qué divino! ¡Qué divino! --
exclamó Tony, enseñando su abultado abdomen.
--¿Y pa qué más? ¿Y pa qué más? –bromeó Gregorio entre
risas.
--¿Dónde estabas tú metío, amigo? Te he estado buscado como
a palito e’romero desde hace rato y qué va, ni rastros tuyos.
Yo vengo llegando de Caracas, amigo mío, y mi mujer si no está
en casa, debe estar por llegar con el muchachito. Mira, ahora estoy
manejándole precisamente a Laurita, la dueña de la fiesta, la cantante.
No me meto a la fiesta porque estoy cansado, mano, muy cansado.
--¡Qué‚ bueno, mi pana! Yo me quedé varado aquí en Belén y
como no tengo dinero para pagar habitación me acordé de ti y decidí
buscarte, mano, para que me pongas a dormir así sea en el gallinero,
yo no le paro.
--Tranquilo, hermanito, tranquilo. Tú eres mi amigo y vas a
dormir dentro de la casa y en una cama. Además, eso va a ser ahorita
mismo porque ya está tarde, yo estoy rendido de sueño y mañana
también tengo que trabajar.
Gregorio Hernández y su mujer Lola Sánchez vivían
cómodamente en una pequeña vivienda de apenas dos cuartos más la
cocina-comedor y una salita, acompañados sólo por un bebé de
apenas seis meses. Aquella noche, el niñito y su blanca cunita fueron
a parar derechito a la sala, mientras que Tony Pérez ocupó la cama
que usaba el niño, ubicada en el cuarto que le asignaron. Algunos
minutos después que los dueños de casa quedaron completamente
rendidos, Tony comenzó a sentir como si su barriga iba a explotar. "El
baño", pensó, "tengo que ir al baño”, e inmediatamente se levantó.
Caminó a tientas por el cuarto y pronto se percató que el baño estaba
ubicado en el exterior de la casa, donde aún persistían rasgos de la
fría llovizna. Se dirigió hacia la puerta que daba al patiecito, pero no
pudo salir porque le habían echado llave a la cerradura. Estaba
encerrado. Una característica muy especial en Pérez era su timidez
para pocas cuestiones y como en este caso, era incomprensible
entender el motivo por el cual no se atrevía a llamar a su amigo para
que le abriera la puerta e ir afuera, parecía que estaba haciendo curso
para brutos, ya que por simple pena se sentía incapaz de llamar para
que le facilitaran el baño y así descargar su prensado abdomen.
Apretó entonces con fuerza su esfínter anal y se puso a idear un plan
para evacuar dentro del cuarto. Miremos sus pensamientos: “¿Y si
hiede? No, así no. ¿Y si defeco y lo envuelvo en periódicos para luego
botarlo en la mañanita? No, tampoco. Además, no tengo periódicos a
la mano. ¡Ah!, ya tengo la solución: traigo al bebé hasta esta cama, me
hago en la colchonetica de la cuna y ya está; en la mañana ellos
creerán que fue el muchachito quien se cagó".
Tony Pérez no volvió a pensar en más ideas de estas e
inmediatamente decidió ejecutar el plan tal y como lo previó en su
mente un poco maltrecha por los efectos de los tres whiskicitos.
Sigiloso y con el mayor cuidado para no despertar a las personas de la
casa, caminó hacia donde estaba el niño, lo extrajo de la cuna.
Seguidamente avanzó caminando como la Pantera Rosa hasta el
cuarto con el bebé en los brazos y lo acostó con cuidado en la cama
que le habían cedido para dormir lo que quedaba de la noche. Acto
seguido caminó en puntillas hacia la sala donde estaba la cuna, extrajo
la colchonetica plástica y la colocó en el piso cuidadosamente; se
montó sobre ella y con los pantalones bajados y en posición de
cuclillas comenzó a deponer, como dice “Er Conde del Guácharo”,
sintiendo un gran descanso a medida que defecaba. A los pocos
minutos su alivio fue notorio. "No se darán cuenta de mi maniobra",
pensó Tony otra vez, frenando una sonrisita irónica en la oscuridad.
Luego agarró la colchonetica más pesada ahora que antes, por
supuesto, y con un olorcito muy desagradable; con sumo cuidado la
alzó y la colocó dentro de la cuna, en su posición habitual. Hecho esto
caminó hacia el cuarto en busca del niño para acostarlo donde antes
estaba, pero apenas lo hubo alzado, Pérez se dio cuenta que el niñito
nadaba sobre un gran charco de pupú. Le había cagado la cama
ejecutando una venganza perfecta.









EL CABALLERO DEL PENSAMIENTO


La muy bribona se fue ––pensó–– y ahora algo ronda cerca de
mí. Me acecha. Palpo esa imagen de sombra y huyo al envés. Es
necesario hacerlo para desistir de los desvaríos. La giratoria cruje una
vez más y me coloca ante un resplandor cual luminoso espejo. Mi otro
yo. Me veo. Camino, mi resplandor se desplaza. Una poderosa fuerza
impide que termine de cruzar la noche, mientras el tiempo se torna
virtuoso y me permite las palabras. Con ellas y por ellas presencio el
campo de la guerra, puedo ir a las escaramuzas, a las batallas. Nada
tan hacedero como servirse de aquel campo. Mis cabalgaduras están
en óptimas condiciones como el fiel concepto del entendimiento, entes
necesarios que efectúan enormes saltos, inimaginables, desde aquí
hasta lo eterno y que gracias a ellos abarco con la mirada las cosas
que posee el infinito. ¡Cuántas cosas! Es como el deseo de reivindicar
un alma y por eso mis baterías se enfilan con aguerrido talante hacia
esos menesteres. Vuelan las cosas desconocidas, rozan mis orejas,
mis párpados abren y cierran y las coloridas semblanzas se fabrican
en seguidillas. Grito y pregunto: ¡¿Es el viento?! "No. No. Son ladridos
que avisan la existencia de tu amada". ¡Mi amada! ¡Ay!. Día claro de
años ha... y cuando sus ojos se posaron sobre los míos advertí una
gran pasión. Germinó el amor. Del entorno salieron duendecillos a
celebrar el acontecimiento con canciones de esperanza; aún oigo con
embeleco el sonido agradable de las vocecitas. Hoy analizo los hechos
reales de otrora, ardientes pasajeros de mis cabalgaduras
destellantes, unas veces acá, otras allá, no quiero seguir, no quiero
seguir, no quiero seguir, pero es imposible parar porque los ladridos no
cesaron. Comienzo a construir una maravillosa verdad ante el mundo.
Al principio hubo paz, trance que solo los motivos de los poetas
pueden explicar. Me pleno de presencias y subimos a la nave que nos
paseará por el limbo. Nos convertimos en condiscípulos del Creador,
aferrados al novedoso poder que hubimos descubierto, fuente
revitalizadora que engendraba embates por parte de un ejército
contrario, gente que deseaba hacerlo todo difícil y desestabilizar mi
armonía, pero la uniformidad del macizo enamoramiento fue tal que no
sucumbió, sino que hubo potentes estratagemas para contrarrestar
esas y otras feroces arremetidas por parte del bando antagonista. Nos
sentíamos cómodos. Decidí hacer cosas de importancia; una de ellas
fue visitar el sur del país contiguo con el objeto de vender mis
posesiones. Me trasladé sin demora e hice las negociaciones que me
tomaron horas sin términos, empero, las cosas en ese lugar no
quedaron vendidas y regresé sin las monedas del precio y con los
documentos que demostraban que aún eran de mi propiedad. Esa
transacción me hizo conocer el infierno, a pesar de haber ido
preparado contra cualquier eventualidad. Jamás pensé que en
diferentes lugares se armaban fuerzas del mal contra mi ejército.
Detestaba aquellas posesiones, deseaba desprenderme de todo lo que
me unía al sur, donde viví solaz como un inicuo, ciego, sin estabilidad.
Desde un principio hube sentido el miedo que calaba mis huesos a
cada paso, y solicitaba a los dependientes del gran mercado una
carcasa de tortuga para hacerme invisible. Miedo tuve a las letras
amenazantes que hablaban de sapos, culebras y escobas, letras que
retrataban mi imagen y hacíanme parecer como posesión ajena, como
si mi humanidad fuese mercancía dentro de costales. El terror me
obligó a implorar la justicia, para entonces librar y ganar una de
nuestras primeras batallas. Flamearon cerca del campo de los cuerpos
inanimados, silbaron fuegos de artificio, fuimos al circo, vimos a los
bufo​nes sonrientes a nuestro paso. Llegaron luego los días que hay en
todos los años y con ellos fuimos confundiendo los meses, el tiempo y
la gente, mientras ella me cantaba al oído la canción de la maquinilla
de cortar tontos. Su voz. Sonido que bien llenaba mis escuchas. Pero
mi impertinencia no quería dejar ir el desasosiego. Me obligué a
pensar seriamente en los bandos del sur. En las noches, después que
mis pasos enfilaban hacia el rumbo establecido, mis sienes vibraban,
amuralladas con pensamientos vívidos y diversos. Orgulloso estaba,
dueño de ella y dueño de mí, ingredientes necesarios para vivir de
verdad. Soñaba fuerte, luego de divorciarme de la vigilia, con el ser
que saciaba el hambre sentimental de mi corazón, la dulce joven que
en aquellos tiempos daba su vida por la mía y que no aplacaba su sed
sin estar segura que lo mismo sucedía con mi sed. Fuentes de
irradiación divina brotaban por sus ojos, aquellas miradas que jamás
he vuelto a ver en mil rostros. Ignoro si existe algo igual, sin embargo
hoy no es el ayer del que no sé qué quiero ni para dónde se dirige,
solo sé que va deprisa como el veloz pensamiento que ennoblece
nuestra humana condición. Digo que Dios debe iluminar cada
milímetro del camino por donde ella se mueve, sus pasos, para que el
itinerario sea cierto, seguro y bondadoso, donde la equidad del amor
se compenetre con lo que se merece, una vía de sublime exclusividad
y que un alma como la suya sea sagrada en esencia y misericordia. En
aquellos tiempos serenos y felices, cuando no nos preocupaba el
futuro ni el pasado, se apareció de repente cerca del campo de los
inanimados una mala noche, seguida de otras dos, que hicieron
cosquillas a mi cabalgadura. Empezó así una distensión externa que
pudo ser contrarrestada por mi ejército actuando con una extraña
facultad que lo hacía parecer desconocido para nosotros mismos; bien
pues, los soldados no querían ir a la guerra. Los mal intencionados les
habían dicho que era optativo hacerlo. Lo que antes parecía una gran
unidad ahora presentaba flaquezas de insignificante grupeto. Me cegó
la ira, no sé por qué, no he podido averiguarlo a pesar del horario
ininterrumpido que me impuse para investigar. Recuerdo las miradas
excelsas de noche tras noche, miradas que estaban ocultando algo,
quizá celebrando mi decisión de no acudir a la guerra, suposiciones
quizá inciertas, pero amargas de verdad, ¿Era todo aquello lo de la
escritu​ra del destino?, Dios, no sé. Acabé de verla y aquí expiré de
verdad, tampoco lo sé, pero el puñal se fragmentó y la punzante pieza
quedó dentro de mi alma con sólo su asa afuera. Desde aquí el dolor,
la indiferencia y el desamor me han acompañado por estos años,
solicitando conmiseración, no de ella sino de mí mismo. Entonces,
desde los postigos de alguna parte de las ventanas del mundo se
contemplaba el final de la campaña de los malvados, los eventuales
ganadores que aseguraban la dominación plena de mis fuerzas y por
eso fue necesario entregar todos mis dominios, mis posesiones todas
las tuve que ceder, pero había una cubierta de acero sobre mi piel que
la sobreprotegía dado a mis triunfos anterio​res. Hubo secuelas como
hijas más fuertes que las madres. Luchas mentales dentro de
laberintos incorruptos, especie de holocaustos del pensamiento. Las
escaramuzas hostiles frente al campamento donde me guarecí
cesaron poco a poco. Estaba separado del campo de batalla
solamente por una franja de lodo, parte de un pantano inmenso, donde
la mayor concentración de mis refuerzos perecieron a medida que
intentaban cruzar, juntarse conmigo y reanimarme y planificar la
reconquista de las posesiones entregadas sin batallar, a pesar de lo
convencidos que estaban de mi excelencia como estratega que sabía
caer sobre las sombras huidizas cuando me lo proponía. En las
jornadas de barbarie me sobraba el coraje en demasía. No hubo
batalla, como dije antes, es pues cierta la desaparición de mi gente,
inmolados por sí mismos, por el dolor de verme derrotado sin luchar y
enclaustrado. Hay que dejar en claro que el ambiente tenía mil caras y
no todas ellas eran de gente amistosa, sino que muchos de aquellos
duros rostros deseaban bienes de sus enemigos y de esto ni soñar,
porque el supremo guerrero parecía darse por vencido, es verdad,
pero no permitió descalabros, aún tenía fe en el amor de Martha y no
la consideraba formando parte de los introvertidos contrarios. Fue una
noche de sombras infames cuando se difundió la nefasta noticia que
desdecía de las benevolencias de mi amada; suprimía atributos a su
vida, desde entonces hasta cuando verdaderamente se estableció en
su morada. Desde allí despertó el sentimiento de reconquista. Llegué a
la conclusión que todo fue un fallo mal entronizado, cuando una vez
más hubo un milagro en el mundo, cuando un silencio cargado de
culpas se sepultó y se abrieron muchos ojos para entender la verdad
de esto, la única realidad, un solo amor, un solo sueño, universalmente
diseñado por un ser omnipotente, al menos así lo creo ahora después
de ver tantos ejemplares de beldades. Ya se sabe cómo fue que se
detuvo mi carrera, ya se sabe que hubo derramamiento de lágrimas y
que un fabuloso banquete en honor a nuestra derrota fue organizado
por el enemigo. Mis servicios de inteligencia se colaron en el ágape.
Hubiera preferido haber sido yo el intruso mismo, con la intención de
provocar mi deceso, pero fui muy bien aconsejado por los viejos
prosistas a quienes había leído, esos legionarios de las letras que
conocen el imperio de los amores humanos, desde el más chico al
más grande, los mismos que a su tiempo hicieron sus entradas
triunfales en sus juventudes, después de lidiar contra escollos y
locuras, contra ojos abiertos que más que ver pensaban. A partir de
aquí, después del enorme banquete, que según supe fue de los más
espléndidos, dejé a las fuerzas naturales que siguieran su curso, y mi
ejército restante y yo con ellos, dando ejemplo ante el mundo,
atravesando las corrientes de caudalosos ríos, arribamos a la
encrucijada de lo irreal. Comencé a transitar por tortuosos caminos
como un autómata, empujado por las horas y los días sin llegar a
ninguna parte, sin encontrarme con nadie, sin ver otra cosa que no
fuera mi propia sombra reflejada en la conciencia, convirtiéndose en
recuerdos gratos que me alimentaban minuto a minuto para subsistir
entre la incertidumbre del caos. Los ojos de una imagen me llevaron a
la realidad, después de recorrer los contornos de mi morada del sur,
mal vendida una vez, donde hube llegado con las señales de mi
derrota impregnadas en todo el semblante. Caminaba informal,
hablaba sin coherencia, absorto estaba y oía sin entendimiento las
ideas expresadas. Desde aquel tiempo se me forjó un concepto mental
que como un tatuaje indeleble perdu​raría de por vida y de por muerte,
porque aquí y allá son presencias, como aleteos insólitos del
pensamiento, como sustentos del corazón puro y noble. No es como
dijeron los neutrales, que apostaban sus grandes tesoros, seguros de
ganar la guerra sosteniendo la idea de que mi sable jamás reentraría al
reino contrario. Ilusos ellos, estaban equivocados: allá estuve y
continúo estando hasta fenecer, miren, porque ese mundo interior es
una ventana al más allá, es la optimización de todo acontecer pasado,
presente o futuro, es más que la realidad, mucho más que el sol, todo
al alcance de los sentidos. Aquel país de las ilusiones tiene el reino
sempiterno ofrecido a los mortales que utilizan el pensamiento como
instrumento de trabajo. Hube llegado a esa tierra paradisíaca, tuve una
muy grande sorpre​sa al oír voces recriminándome no haber enfrentado
al opositor allá lejos, muy cerca del campo de los inanimados. Las
noticias habían corrido como pólvora encendida. Era desesperante
pensar que me encontraría con algún golpe desde las sombras,
disparado desde equis lugar; golpe de águila, de sierpe o no sé que
otro tipo de ser, pero ello obligó que cambiaran las cosas. Allí mismo
comenzaron las partidas de las cortesanas, escapáronse todas sin
hablarme, iracundas, huidizas, temerosas de ser también alcanzadas
por el zarpazo del cual decían que yo estigmatizaba. Pero no es la
misión ajena lo que encierra el contexto de este legajo. No es la nave
extraña la que se quiere abordar en presencia de los miles de pares de
oídos y ojos. Es la nuestra, muy por encima de los otros intereses.
Descorro con la imaginación el velo con que nos dotó la naturaleza, el
soberano entendimiento. Observo como van pasando los años y
nosotros situados en diversos lugares esperando siempre la llegada
del mensajero con las noticias que nos hará proceder. Así he estado
desde mi retirada, desde cuando sentí de verdad la aguda espina de la
derrota.
No se imagi​na mi amada cuan sufridos han sido mis
despertares, sin embargo la eximo de culpas por la indecisión que
estuve asumien​do por largo tiempo, como un enajenado mental que
desco​nocía el valor de las cosas. Muy a mi pesar he mantenido alerta
a mi gente, a mis tropas ahora y siempre de no cometer más errores
vitales. Parto veloz el día señalado, rumbo a un futuro sobre el pasado
y seguro estoy, lograré ver la belleza y la crueldad juntas. Pero antes
de seguir conviene describir a Martha. Digo que hermosos son sus
plantas que la han llevado por este mundo con magia, canturreando
con su voz de bellos matices, murmullos del agua, imitación de los
sonidos del Paraíso, sus piernas voluptuosas y llamativas,
jactanciosas, como columnas del templo de Diana, insólito su sexo,
vendaval de locuras; sus dos manzanas verdes, focos de agua en el
desierto; aquellas manos suaves que contacté mil veces, su
perfumado rostro, hermoso ojos, labios sutiles que conforman una
exquisita boca, y cerca de allí se conjuga la convergencia de la miel
con el calor del fuego y la frescura del rocío. Su cabellera de finos hilos
atrapan el aroma de la selva virgen y cuando su sonrisa aflora se
forma pues, un punto bello y cómico en su oval rostro. Fue la excelsa
diosa que no supe apreciar cuando el señor tiempo favorecía mis
pasos firmes de caballero sin panza. He podido seguir mi vida
buscando al Supremo y no a ella, y entonces no puede haber miedo en
el concierto de las letras que su nombre forman, pero sí a que no sea
verdad la premonición de un sueño, no me puedo arrepentir de nada,
su gracia ha sido emblema del amor que arde dentro de mí, sonido
que no se pierde sino que es aprehendido con ahínco por mi casa
mental. Los sentimientos me dicen que no debo aceptar que me
identifiquen con el destino, porque existen las posibilidades que se
piensen. Tengo que describir todas estas impresiones aún cuando es
de mi parecer que el subconsciente es el que opera, buscando
frenéticos asideros para convertir en palabras el dolor crónico que le
proporciona al corazón una bofetada de la mente. En particular me
encanta mucho que se busque el verdadero significado a las palabras:
las que hablan en silencio, las sugeridas en la mente del letrado y las
que batallan en el pensamiento del lector. Hay que amarlas para poder
sentir al gigante que vibra con la energía del Universo, repleta de
diferentes dilemas, amores, disciplinas, dimensiones que nos integran
a los intersticios del pensamiento y nos convierten en esencia terrible,
la que regresa de donde no está. Ahora que el alma y el corazón
femenino están al descubierto, descrito y conteste al compendio de
esta escritura, podemos mirar al infinito y buscar allí armaduras de
plata y oro y una gran cantidad de gladiadores frescos que me
acompañen a destruir al ejército usurpador.


En esta segunda empresa no habrá incisiones ocultas, porque
acudimos ambos bandos comprometidos ante los dioses, para que no
haya confabulaciones ni conjuras. En efecto, cuando llegó la segunda
mitad del mes de los insomnios emprendimos la marcha sobre
nuestros pasos, como una silenciosa expedición, con antorchas que
eran fe y escudos en forma de corazones en medio de la quietud de
los ensueños que querían transformarse en realidad y compenetrarse
con el tiempo, hacerme huir del mundo y proyectarme al pasado a
través del futuro, no errar, ir a la par del destino, evitar las adversas
jugadas de éste y conformarlo como dos paralelas. Una fiebre de
conquistas me animaba después de dos lustros, y mis nuevos
gladiadores estaban impacientes por llegar y vengar mi humillación de
otrora. Con denuedo fue planificada la misión de reconquista, con
estricto control todos sus aspectos fueron puestos a punto hasta cierto
nivel del periplo, lo que permitía una marcha perfecta y sincronizada
con las exigencias de los oráculos. Luego vimos el camino. Hubimos
de soportar los embates de la lluvia en plena montaña, los aluviones,
las crecidas de los ríos que propiciaron accidentes fatales y que
diezmaron mi ejército en cantidad pero lo fortalecieron dando más
bríos a sus restantes hombres, ciñendo en sus sienes coronas de
laureles antes de batallar, como digna justicia al valor, cada día más
amplio de aquellos seres de humo. Emergimos de las montañas al
vigesimonono día del mes, gritando de emoción al vislumbrar otra vez
los perímetros del campo de los inanimados. Atrás quedaron los
evidentes peligros proporcionados por la naturaleza, las penurias
sufridas por el atroz invierno y el lamentable recuerdo de los idos. Se
había realizado una travesía por el terreno virgen de la montaña. Esa
había sido la única forma de evadir a los corsarios, gente enemiga
diseminada por la vía tradicional que hubimos desechado a instancias
de los oráculos. Ahora era el momento de hacer reflexiones en cuanto
a la forma de penetrar y sorprender al enemigo. Por eso desplegamos
servicio de espionaje mientras acampábamos en las fronteras del
poblado. Era el momento de decidir, pero no de actuar, porque el mes
de los insomnios no acababa y era adverso a los propósitos de
reconquista directa. Mi gente estuvo de acuerdo en que llegásemos al
pueblo y que nos mezcláramos unos cuantos con los mercaderes,
otros con los parroquianos, disfrutar del calor de las hogueras,
mientras fenecían los últimos días. Todo esto se hizo de forma
satisfactoria hasta la última hora. El servicio de espionaje informó
sobre una gran bailanta donde fue vista Martha con una cara de
tristeza que daba pena asociarla con la hembra que había bailado
años atrás los mejores compases de la época. Cuando el insomnio
cesó de repente y acudió a nuestro pensamiento la imagen imponente,
viva, retórica y grandiosa de una realidad estructural, mi gente, mis
legionarios y gladiadores éramos uno solo conmigo, yo mismo,
comenzando mis pasos a recortar distancia. Era de noche. Llegué muy
cerca de su lar y rápidamente constaté que su ausencia estaba siendo
pregonada por los duendecillos traviesos, mis amigos, los mismos que
me dijeron que la habían visto salir acompañada rumbo al circo. El
disparo de una ballesta en mi corazón hubiera evitado estar
agonizante por tanto tiempo en este mundo hostil, una muerte
instantánea y cruenta le hubiera ahorrado a mis neuronas disipar
tantas energías por ese mundo pensante, pero las dos paralelas,
destino y yo, dejaban de serlo e iban a converger como un cúmulo de
pensamientos en una sola cabeza. Convertime entonces en adalid de
la pobreza en cuestiones del amor, estoy seguro de lo que afirmo
cuando mi plumilla imprime estas ideas sobre el papel húmedo a
causa de las aguas saladas de mis ojos. Amigos lúcidos, en la vida y
en la muerte, en estas cosas tan nuestras, tan humanas, hay
momentos que no se pueden callar, hay numerosas palabras que no
se pueden dejar de expresar, así sean las que se rompen como el
cristal y se olvidan. Culminó entonces el segundo intento de
reconquistar una franja de tierra que me pertenecía. Pero se perdió
todo el esfuerzo, no hubo una inteligencia atractiva a los dioses para
captar el blanco con la saeta sagrada, por el contrario, ésta fue hecha
trizas que más vale ocultar la pormenorización de la batalla perdida.
Retomo nuevamente las riendas al atardecer en mi vida. Husmeo a la
izquierda y a la derecha y observo que ya no están mis gloriosos
guerreros. Me han dejado solo, ¡Oh Dios!, estoy como entre piedras y
no husmeo al artista con el cincel y el martillo, no obstante el viento
sopla sobre mi frente y le quita la tibieza a mi alma y la hace fría como
una cacerola contentiva del secreto de las miles de horas que se han
fugado de mí, ellas transformándose en años y estos, repletos de
ingratitudes, me van cayendo a la espalda. Es como si todo se hubiese
perdido entre las sombras, como si mi corcel asumiese el tiempo, pero,
él se ennoblece conmigo apenas halo su dogal. No sé cómo es esta
travesía, no puedo catalogarla de corta o larga, lo que pasa es que a
veces se pone suave y me hace recobrar confianza para
desprenderme de mis andanzas errabundas. Lo que presencio a raíz
de tanta travesía es una dilatada línea de vida que me absorbe poco a
poco mi sangre. Cuando esa línea se volvió espiral y me atrapó no
quedó solamente un cuerpo desprotegido de las malicias humanas, de
las iracundas condiciones también creadas por humanos, sino de una
molesta ebriedad inmemorial venida del más allá. No fue tocado mi
corazón para nada, no hubo aquella musiquilla placentera que nos
delata cuando se esgrime una sonrisa idílica y esto es lo que conviene
a un sobreviviente como yo para intentar de nuevo arremetidas en
contra de las perspectivas. Muchos dirán que se ha apoderado de mí
la locura del alma, que no coordino con los hitos de la realidad y que
rielo sobre ascuas como hierro al rojo vivo; todos están reacios a
darme por cuerdo, dicen que mi mente trastabilla a zancadas, no
obstante deben darse por enterado de que tuve demasiadas virtudes
cuando gobernaba mi terruño. No me siento sobre la yerba verde en
las colinas de mis ideas a contemplar los hechos pasados, la triste
historia de la pérdida de tantas cosas tales como el amor y la guerra y
la memo​ria. Me vuelvo en silencio pensando con perspicacia.
Lo que ayer era deber y atributos de gloria hoy convive dentro
de mis sienes y mi conciencia. Alguien se adueñó de mi inteligencia,
alguien amenazó la cerviz de mis pensamientos y por ende ese
alguien será sorprendido muy pronto por mi presencia para imponer
eso de que acá-estoy-yo-dueño-de-todo-lo-que-hay-aquí, porque
ustedes estarán frente a mí como en una enorme estancia, oyéndome,
aprendiendo de mi locuacidad, celebrando mis chistaduras y mis
ocurrencias. Cuando todos mis detractores actuales estén al tanto de
mis innovadoras ideas para obtener el triunfo, nuevamente caerá sobre
ellos como un trueno violento esa noticia de mis condiciones
avasallantes. Vean ustedes cuan inútil e injusto fue la provocación
sufrida por este mortal que soy en la época en que cual adalid de los
combates intentaba conseguir victorias. Expreso en este manifiesto
que nunca tuve figura de asolador ni de vengador. Jamás di motivos de
asesinatos y desgracias, pero en mi propia cara me han dicho que
puedo ser más peligroso ahora cuando mi espíritu visionario raya en
las fronteras de la locura; eso es incierto, mi corazón rebosa de amor
al prójimo, en mi corazón se concentra mucho amor. La máquina
aviesa es mi memoria, por eso me autodenomino El Caballero del
Pensamiento, aunque esto parezca contradictorio. Reconozco que
tuve contrincantes astutos y audaces que me atacaron públicamente
en plazas y calles, por eso tuve que reaccionar como lo hice perdiendo
puntos por parte de la dama adorada, acción que como un mal
gigantesco no me permitía sostenerme sobre el mundo. Todo gesto de
bondad en mí para entonces había desapa​recido, esa fue la razón por
la que formé ejércitos hoy concentrados en campos de lápidas. No
estoy cansado, quiero aún más actividad, pero no para conseguir el
mandato sobre tierras sino, paradójicamente, para imponer la voluntad
de mi memoria. Vuelo pertinaz sobre el tiempo en este presente, sobre
la distancia, porque poseo mis facultades serenas, muy activas y
leales a mi entendimiento. Sería pretexto ridículo decir que no amo a
Martha, de eso ni una palabra, veremos. Me verá ella en la próxima
contienda, porque no todo es fácil en lo que concierne realizar un
imposible. Yo anhelo verla desatada de ese frío y madrugador
personaje que la trituró otrora con sus mandíbulas heladas. Yo quiero
verla en libertad. ¡Qué semblante el suyo, diosa en quien una vez fijé
mi vista! Jamás la he apartado de mis pensamientos a pesar estos
lustros transcurridos. Disfruté mucho del placer embriagador de
contarla como mi mejor posesión, por lo que nunca podré renunciar a
esos pensamientos, así como no puede renunciar el jugador al juego ni
el bebedor al vino.
Me enfrento ahora a los detractores del siglo, hombres sabios
que llevan a cabo y con verdadera audacia un recuento sobre el
acontecer nuestro. Ellos me han visto, han descubierto los lugares que
frecuento y cada vez que nos hemos topado en estos últimos meses
solo me han espetado miradas hostiles. En realidad no sé si debo
hablar de lo indecible, pero ya es tiempo de que no se burlen de mis
cosas pasadas y actuales. No quiero decir que mi inte​ligencia clara,
aguda y punzante se ha turbado. Mi intelecto permanece sobrio y sano
a pesar de tantas embestidas demoníacas. Por siempre he tratado de
permanecer a la expectativa y despierto, hasta los últimos momentos
cuando escribo moribundo y con mano trémula mi última obra, mis
vivencias. Todo es una transfiguración de mis aventuras amorosas, la
vez que de verdad un mortal amó demasiado a una dama, llegando,
eso sí, con ese ahínco enloquecedor a no perder una pizca de la
noción de la medida espiritual. Por fin llego a decir con claridad lo
esencial de mi relato, algo que no es falso ni es absurdo.
Con los años venideros nos daremos cuenta que no estaba
nada perturbado y que solo mi pensar descollante traspasaba las
barreras del tiempo y la distancia, así como la luz traspasa las
sombras. Cierto día a poco de haber descendido de los montes y
establecerme junto a mis consejeros decidí continuar observando
desde el catre a cien leguas de distancia del campo de los inanimados.
Estaba solo pero no indefenso, porque centenares de viejos
combatientes se me ofrecieron para reestructurar algo parecido a mi
antiguo ejército, esperaban el llamamiento. Bastaría sólo mi decisión,
pero realmente no quería buscar victorias que causaran dolor a otros,
por eso, con papel y carbón vegetal comencé a bosquejar un plan de
ataque. Durante una semana estuve planificando el trajinar de la
acción, y al finalizar llegué a la cruenta conclusión de que sí habría
nuevamente batalla, mas, mi ejército estaría conformado por un solo
hombre. Esto quiere decir que no incorporaría a filas a los ex -
batalladores tan leales y provechosos de antaño.
Particularmente yo era Primer Ministro en mi derredor y tenía
enfrente mi albedrío para jugar con él. El éxito me daría la razón
cuando llegaran los momentos de grandeza; mi genio laborioso al
bosquejar con exactitud el itinerario de guerra de un soldado,
confirmaba cuán audaces y ambiciosos eran mis interioridades. Es
natural que mi energía buscara desahogos y libertades, siempre con la
finalidad de continuar con la estratagema, desplegando la vela como
un buen barco lo haría. Estas y otras cosas observé y además vi que
era preferible para mí, que inventase mi propia guerra, que jugara a
ella y a la defensa y que también se inventase su enemigo. Lo hice así
porque mi valiente corazón me lo sugería a gritos y a ese camarada
jamás podía contrariársele, cualquiera hubiera sido su petición. ¡Por
fin! ¡Qué idea tan grande! Voy de nuevo en pos de algo que vale
mucho. Mi mente guardaba el secreto del objetivo de aquella empresa
tan enorme por la envergadura de su contenido. Un gran esfuerzo que
me levantaría o me hundiría dependiendo de los resultados, pero soy
tan optimista porque cien veces me he visto triunfante ante el enemigo.
¡Qué días tan grandes esos! Estaba llegando a ser feliz más de
la cuenta sin siquiera partir hacia mi suerte o quizá mi desgracia. El
campo de batalla en aquel otro país era ya algo desconocido para mí
por la larga ausencia. Me sentía seguro de mi triunfo sin aún saber a
qué cosa tendría que enfrentarme, todo parecíame perfecto, porque mi
maquinación estaba óptima; financieramente no había equívocos, ni
tácticamente, ya que no había negociaciones con segundas partes. A
pesar de la distensión de mi alma por lo que se avecinaba, no sentía
malestar alguno por dejar mi escondrijo cuando llegó el momento de la
partida que sucedió un día trece. Allí fue el inicio de la travesía. Los
nervios quisieron desbocarse porque sentía ansias de verme de una
vez en la fragua. Mi cabalgadura empezó a consumir el espacio, mi
adarga de cuero nuevo besaba la espada a veloz viento. Caballo
cambiado en cada estación, mientras mi piel era escama. Sobre
ardientes suelos me desplacé durante días descansando de sitio en
sitio solo lo necesario. Tan pronto estuve en el país donde moraba mi
amada arrebatada me convertí en un paisano común y visité la posada
más cercana del hogar de la ninfa. Faltaba poco para iniciarse la
escaramuza de la centuria, no obstante para recobrar fuerzas dormí
plácidamente dos días seguidos y así desaparecieron las escamas y el
cansancio y pude coherenciar mejor mis pensamientos e ideas, buscar
entonces la manera más apropiada para llegarme hasta la estancia
cerca del campo de los cuerpos inanimados y verla a ella hoy después
de tantos años de ausencia, contemplarla y sentir su albor romántico,
su atractivo aroma y su presencia singular como los tiempos aquellos
cuando fue mi fiel compañera. Un extraño ritmo da la bienvenida a mi
presencia en la casa de los bufones de la noche cuando hice mi
primera salida con ideas de tantear el pradal donde lucharía contra el
destino mismo. Llegué sobreponiéndome a las sombras que no eran
tantas y a mi paso vi caras que no me vieron, gente nueva, mozos. Vi
al viejo Malaquías, uno de mis antiguos guerreros que nunca pudo
escapar del infortunio en las lides porque quedóse ciego cuando una
antorcha volantina encendió su rostro. Observé la carpa grandiosa y
multicolor que albergaba la caterva o bandada de magos y mujeres de
escarlata, adivinadoras. Había función esa noche cuando nadie se
imaginaba mi intención de aprehender y crucificar al forajido que me
robó. Luego de terminada la función caminé hasta la plazoleta de las
flores vivientes, donde ellas mismas cambiaban sus perfumes por
sonrisas. En la noche fría y con mi capote grueso encima tomé hacia
un paraje concurrido por sentir que me halaban como si estuviera
atado a un cordel, pero al mismo tiempo el impulso era agradable
porque iba hacia mi derrotero: la calle del Junco, donde quizá
respiraba la hembra de mis desvaríos. De repente sentí su perfume. El
mortal que iba conformado por mi presencia sucumbió al éxtasis de las
transformaciones universales. Todo fue espléndido cuando me sentí
gran caballero de capa y espada, con vistosa vestimenta digna del rey
más ostentoso para lucir ante su amada. Y mi escolta estaba allí
conmigo aunque no había traído combatientes, eran escoltas de
humos amarillos que se transformaban en humanos jactanciosos por
su poderío. Eran los personajes más hermosos que mi imaginación
pudiera dibujar y ofrecer, creados a raíz de los pensamientos de un
solo hombre, como un emperador altisonante con su caballo reluciente
orlado de joyas imperiales, todo para lucimiento de alguien. Grandioso,
único entre lo único, arrojado caballero de mágica energía que
estremecía vergeles y transeúntes. No estaba delirando; mi mente
absorbía el subliminal cuadro y mi presencia giraba al ritmo celestial.
¡Qué grato era todo! Aquellas casas tan limpias, aquellos rostros, todo
se tornaba agradable cuando me sentía respirando el mismo aire que
ella. No importaba que eso que veían mis ojos resultase un espejismo
o una ilusión, algo novelesco, pero mi mente lo dibujaba. Había juegos
esplendorosos, había vistosos gladiadores en plena faena. Mas, he
aquí de nuevo, después de tanto tiempo, a mi bella hembra. ¡Oh!, pero
acompañada de Amador, el “cara triste”. Adiviné cuando supuse que
mi adversario estaba en la gloria, porque también imponía su voluntad
al pasar. Pero la artimaña de este hombre ya ha sido descubierta; sé
que su vida existe porque con su mucho dinero sobornó a los
magistrados de la Corte y fueron perdonados sus pecados. No sonríe
nunca. Estatua caminante. Ella no era tan joven como otrora. No está
en calma. Lo adivina mi pensamiento cuando se atisba.
Ambos no me ven porque no quiero que lo hagan, eso es parte
de mi estrategia en esta sin igual guerra donde participamos poca
gente y donde solo se peleará por la dignidad de un hombre a quien le
arrebataron su amor a la fuerza con trampas y ventajas alevosas. El
cortejo de gente muy bien vestida a aquella hora de la noche me hacía
recordar Amberes en tiempos santos, cuando nadie duerme y todos,
hasta los tullidos acuden a la plaza principal a adorar a un santo
Bocón. Los temerarios comecandela hacían disfrutar a la multitud con
su bailar sobre brasas y el juego de las antorchas encendidas. Allí
estaba el enano junto al parlanchín adivinándoles el pensamiento a los
incautos en el acto de turno. Reí con ganas cuando le adivinaron el
pensamiento a Amador, cuando se descubrió que todas las joyas que
llevaba eran piezas falsas, no sé cómo lo supo el parlanchinero, pero a
ojos vistas, aquellas joyas eran impresionantes. En mi derredor vi
muchos pares de ojos que me apuntaban como saetas, pero no en el
sentido de querer causarme alguna maldad sino impresionados por mi
presencia altiva, gallarda y elegante en aquel lugar donde germinaba
la efervescencia del combate fiero que se presentía en el ambiente, así
como se adivina la presencia de una tormenta cuando truena en el
cielo. Sentí entonces que ya estaba llegando el momento de actuar y
no lo pensé dos veces. Me aparté de la columna desde donde
disimuladamente observaba y salí hacia la calzada.
La multitud reinaba. Grité fuerte estas palabras: ¡Ven, fiero
verdugo, que hasta hoy respiras! Todos se volvieron sorprendidos por
el tono de mi voz altanero. Como señalé con el dedo al hombre que
había raptado a mi amada cinco lustros atrás, se volvió interesadísimo
al oír mi voz. Por fin su acompañante me vio, después de tantos años.
La sorpresa fue tal que cayó desvanecida y pálida. El caballero me vio
horrible. Esperé que estuviera preparado mientras observé a dos
imberbes levantar el cuerpo de la dama. De pronto, la embestida fue
rabiosa. La primera estocada casi me da y obligó a replegarme al
tiempo que ataqué a la enorme figura de Amador. La calle se plenó de
euforia por el fragor de aquel combate entre dos ejércitos simples
cuyas espadas doradas refulgían y chasqueaban en la noche. "¿Qué
quiere usted?", preguntó mi oponente en un momento cuando nos
topamos en mitad de la refriega. "A mi dama, quiero a Martha, la que
raptó hace años”. "¡Ah!, entonces es usted otra vez, pero ¡qué panzón
está, gran bobo!", replicó Amador. La ofensa. La lucha se tornó con
más fiereza que nunca. Los zarpazos de nuestras espadas iban y
venían soltando sus chasquidos. Cinco minutos, diez, mil o nada de
tiempo pasaba, porque demostrábamos la destreza de ser óptimos
guerreros.
La gente esperaba ver el final de aquello que parecía no tenerlo.
Luego lo inesperado. Mis ojos se toparon con los de Martha, de nuevo,
y me puso absorto el tiempo suficiente para que con un certero
zarpazo me cortaran la testa que cayó bruscamente en el suelo, aún
pensante y con un oído pegado al empedrado como para detectar los
latidos del corazón de la tierra misma, mien​tras que por el otro percibía
las hirientes palabras de Amador: “¡Insensato!, no debió venir a
entregar su vida como un mortal miserable, porque a decir verdad le
digo aunque no me oiga que sus escritos, sin saber durante mucho
tiempo que eran su cosecha, deleitaron mi espíritu durante numerosas
noches, gracias a mi dama que le colecciona y que le amó en demasía
cuando ella pasaba por los últimos días de la niñez. Sus obras en tomo
grueso y letra menuda reposan entre los mejores libros de leyendas en
mis estanterías y veo que aunque no quisiera, permanecerán grabados
en mi memoria porque yo, Amador Acuesto, soy muy conocedor de
letras. Sus locuciones me atropellaron llenas de fuego, plenas de
sorpresas cuando después les encontré aquel sentido tan mágico,
alcances que solo los poetas pueden igualar.
¡Oh!, ¡Qué buena pluma, Don Augusto! Me sumergí en sus
mundos; viví dentro de ellos como Príncipe, como Rey, como gran
heredero y gran prosopopéyico. Disfruté observando como su mente
atenta a la contingencia sufría de mil metamorfosis en las fantasías del
delirio onírico. Visité a través de sus letras el magma candente sin
abrasarme. ¡Ah!, Pero también me horroricé con la narración de las
cruentas batallas y correrías donde el morir no significó nada para
usted, donde el sufrimiento, aunque mitificado, se transformaba en la
realidad. Considero esto como demasiado cruel y sanguinario, decido
tomarlo de esta manera para equilibrar lo que hoy he hecho. No debió
venir aquella segunda vez ni mucho menos ahora que es la tercera y
última, cuando caprichosamente se creyó dueño de la dama más
espléndida que haya existido, no debió ser tan obcecado, ya que al
principio cuando la conoció y ella le amó le fue tan desleal, infiel y
arrogante que se ganó un poco de odio. No me arrepiento de haberle
decapitado con mi espada porque sé de lo que hubiera sido capaz de
hacer si hubiese resultado vencedor. Lo dicen claramente sus letras
cuando habla de venganzas y de muertos. Ahora termine de caer para
que le haga compañía a su testa que desde aquí veo tirada como un
fruto de cocotero. “¡Caiga pues!, ¡caiga yaaa!”
Esto lo dijo Amador porque mi cuerpo aunque inmóvil
permanecía inexplicablemente de pie y sin soltar la espada de la
diestra. De repente me moví como sin querer, como empujado por una
sobrenatural fuerza y avancé uno o dos pasos, o quizá fue la ilusión de
la inminente caída, pero no, continué de pie. Martha sufría de un
ataque de risas, corrió como una infanta, le echó los brazos al cuello a
Amador y lo besó. Mis lágrimas, el sudor y la sangre humedecieron el
piso, mas, no impidieron que lo observara todo. No sentí celos, nada, y
agradecí mucho al Supremo Creador por hacer desaparecer de mi
mente atribulada y ahora en el suelo, esas bajas pasiones. Confieso
que casi muero de verdad, pero de un susto mayúsculo, cuando un
águila encantada proveniente quizá del más allá irrumpió de sorpresa
en el sitio de los acontecimientos. Rozó mi pecho con su raudo volar.
Descendió planeando, tomó mi cabeza con sus garras, la alzó, y con
magia la colocó en mi cuello, donde quedó adherida tal cual estaba,
para permitirme continuar. ¡Maravilla! Todos se esfumaron por el
prodigio. Incluso Amador y Martha. Decidió la muy pícara proseguir
con sus risas fabricadas por este mundo de yerros. ¡Bribona! ¿Que por
qué tanto hablo y no duermo? ¡Al diablo! Este sillón crujiente me trae
más recuerdos de tantas cosas que abundan en mi corazón. Otro
tiempo, pido otro tiempo... que llegue otro tiempo.












COSITAS DE ARTESANOS


Y era que la había pretendido con afán, porque se prendó de
ella, como un loco, desde el primer día que la vio llegar al pueblo con
su madre y unos pesados bolsos que él mismo ayudó a llevar hasta la
casa que las mujeres iban a habitar en Tremaria, caserío metido en la
montaña, pero al lado de la carretera por donde pasaba mucha gente
de la capital rumbo a la playa. Esa vez del primer encuentro, por haber
llegado ambas mujeres muy acaloradas a su nueva residencia, no
dudaron ni un instante en aceptar la compañía del joven Cristian hasta
los pozos del río, a unos cuantos metros de la casa. El muchacho tenía
casi dos años en el vecindario, donde era muy apreciado por la gente,
a pesar de que lo tildaban de “raro”, pues se decía que así como le
gustaban las mujeres también le apetecían los hombres. Bueno, al ver
la joven tanta agua fresca de la naturaleza, no lo pensó dos veces, se
despojó de sus zapatos y del blue jean quedando con un short de licra
muy ceñido a su cuerpo y sin parpadeo se lanzó como una gran
clavadista al pozo, demostrando ser diestra nadadora, pues parecía
una enorme sardina con gran lucimiento allí en el Pozo de Cristal,
llamado así porque sus aguas transparentes permitían la intromisión
de la mirada muy adentro, a pesar de sus dos metros y más de
profundidad, hasta dejar ver los detalles más íntimos de las rocas del
fondo y de los coloridos peces. Después de su baño placentero, la
joven conversó animadamente con su nuevo amigo y ambos
descubrieron que tenían algo muy en común: eran artesanos, y según
sus palabras, afirmaban ser fabricantes manuales de diversos tipos de
collares de alambre, cueritos, placas, crucifijos, variadas figuras y otras
tantas cosas. Ella le mostró su nueva figurita del “Che” que traía para
vender en la playa y a su vez él le enseñó la muestra de un collar con
colmillos de tiburón.
Todo se suscitó como un choque inesperado, fortuito, una
confrontación de miradas insinuantes, más que todo por parte del
varón, lo que le dejó estigma en su pensamiento que le presagiaba
futuras consecuencias. Al transcurrir los días las visitas a la casa
planificadas por él, se suscitaron casi todos los sábados, pero siempre
para ser rechazado inteligentemente una y otra vez por la mujer. “No
puede ser, tú y yo solo somos amigos. Me caes bien, pero no, no...” En
este ataque infructuoso fueron pasándose los días y hasta los meses,
mientras que los esfuerzos del varón jamás se cercenaban, al
contrario, fueron creciendo a tal punto que comenzó a implorar ayuda
de Dios para conquistarla. Era tanto su empeño que hasta fue a misa
un domingo a rezarles a los santos y hasta ofrecerle penitencias para
que le ayudaran a conseguir su objetivo.
Un sábado cuando visitaba a Violeta, después del transcurrir de
casi seis meses de haberla conocido, conversaban animadamente en
la sala y como siempre, el hombre con su activa locuacidad le pedía a
Violeta que lo amara aunque fuera en poquita cantidad. Se había
acostumbrado a oír el rechazo dicho con la más dulce expresión
aunque con el tono de voz grave de la bella mujer, algo parecido al
tono de hablar de los hombres, pero para él, aquella era una voz tan
dulce que al oírla sentía sensaciones aberrantes al sentido auditivo, ya
por sus repetidos siseos, ya por su perfecta articulación de las
palabras. Persiana, de carácter arisco e imprudente siempre estaba al
acecho como madre fisgona, impertinente, pero la costumbre natural
masculina de enamorar a las mujeres no cejaba en el afán de
conquista. “¿Me aceptas como tu novio, Violeta?” Fue una pregunta
más de las tantas que le había hecho el artesano, pero esa tarde el
destino le iba a regalar una sorpresa. La joven oyó otra vez la petición
y lo observó de frente en silencio. De sus ojos comenzaron a surgir
lágrimas tenues. De repente la respuesta que dio fue especial: "Sí. Te
acepto como mi novio". El varón se sorprendió en demasía. Le
estaban diciendo que sí. Estaba anonadado, absorto, sobresaltado.
Quería brincar, correr y bailar de contento cuando contempló los ojos
de la hembra cautivadora que ahora sí se había decidido, ahora sí; un
amor convertido en recíproco esa tarde, en mutuo, porque él lo sentía
en el ambiente, y sus sentimientos entonces desembocaron en los
recuerdos y viajaron hasta los más ínfimos recodos del río y hasta el
más insignificante resquicio de los rincones del alma, porque tenía
pleno convencimiento de que esas nuevas miradas de ella expresaban
mucho más que las palabras, estaba seguro que el gusanillo del amor
de la mujer se había concatenado para entrar a formar parte del mismo
aire que respiraban, de su sangre, de su vida, de todo lo que a ambos
concernía. Persiana, la madre fisgona, estaba presente como siempre
esa otra vez cuando los jóvenes reían alegres celebrando el nuevo
noviazgo. La señora, como siempre allí estaba, como una espía,
oyendo a hurtadillas sus conversaciones. Lo hacía ya mecánicamente
y a veces casi sin querer contestaba alguna que otra pregunta que se
hicieran los ahora enamorados. Aunque todavía sorprendido por la
reciente aceptación, el artesano pensó en el matrimonio. El largo
tiempo de espera e insistencia le prodigó al fin satisfacción. Su
corazón de repente dio una voltereta hasta su cerebro y tuvo
sensaciones irreales como si visitara en vuelo vivo todos los planetas
del sistema solar. Ambos jóvenes deseaban besarse, amarse de
verdad, como se los pedía la ocasión y sus cuerpos, pero como
siempre, se estaban suscitando los espacios de imprudencias de la
señora. La joven se sentía avergonzada por esto, mas, pensaba que
nada podía hacerse para evitar las incómodas intromisiones de
Persiana, quien con mucha antelación le había advertido sobre las
supuestas consecuencias de los besos, una de ellas consistía en que
con esos actos se despertaban los apetitos sexuales y así se podía
llegar a situaciones peligrosas. Le había advertido que si alguien algún
día la quería hacer suya, que tendría que casarse como lo mandaba
Dios, con todos los honores de alguien como ella que se lo merecía
por ser su única descendiente. Le habría dicho que tuviera mucho
cuidado con eso porque de allí podría devenir una preñez no deseada
con sus lamentables consecuencias. A veces la joven se irritaba por
tantos consejos persuasivos y eran los momentos cuando con su
gruesa voz argumentaba su ya próxima mayoría de edad y de vez en
cuando le recriminaba los exagerados cuidados, la forma de ser tan
estricta. En aquel final del día, después que Cristian se marchó
brincando de contento, entre madre e hija se desató un verbal y
efímero sentimiento de confusión: aquella afirmaba que si hubiese de
consolidarse un noviazgo que tendría que existir amor de verdad,
serio, para siempre, a toda costa, lo mejor para ella, su única
descendiente, mientras que la hija, quien antes había estado muy
indecisa, ahora mostraba síntomas de brincona, según las palabras de
su madre, ahora cuando había decidido desentenderse de sus "no
rotundos" para aliviar el corazón de Cristian. A partir de entonces el
amor inobjetable les penetraba el alma a ambos, un amor vivo como
los colores de los peces que tanto les gustaba contemplar en las
profundidades del pozo de Cristal. Y continuaron las visitas, siempre
observados de reojo por Persiana, mientras los días pasaban y el
contento jovencito parecía no poder bajar del cielo; su felicidad no le
hacía acabar de entender que había sido agredido por la saeta del
amor después del “sí”, haciendo desaparecer su miseria amorosa de la
atmósfera como barrida por el viento. Otra tarde, cuando terminaba
una visita, Cristian se levantó de la silla y dio unos pasos hacia su
novia, mientras Persiana aguzó el oído más que de costumbre para oír
la despedida. “Quiero que nos casemos cuanto antes, mi amor”, le dijo
el joven. Ella respondió: “Sí, mi vida, yo lo deseo, casémonos”.
Persiana, desde el cuarto sonrió de inmensa satisfacción y replicó:
"Así es mija, así es, y tiene que ser cuanto antes, ahora sí pueden
besarse, ahora sí". Entonces el joven se acercó mucha más que todas
las veces hacia su amada, tomó sus manos y acercó su cara hasta la
de ella. Fue un beso especial, un beso cacheroso, porque cuando sus
labios se confundieron les llegó a ambos un recuerdo de meses atrás,
allá, sentados ante el Pozo de Cristal contemplando los felices
pececillos en su nado, confundidos con las piedras en lo más
profundo. Pero había que vivir la realidad, una realidad que los tres
personajes conocían y que no querían sentir, pues todo, todo lo
estaban dejando pasar de largo cegados por los diversos sentimientos
de los seres humanos. Persiana observó pormenorizadamente las
vicisitudes de aquel primer beso y cuando apenas Cristian se hubo
despedido y marchado se acercó a Violeta y la increpó: “¿Tú lo quieres
de verdad, mija?, preguntó la vieja. “Claro, mamá, claro. Yo adoro a mi
Cristian”.
Al siguiente sábado en horas del mediodía se reunieron
nuevamente los enamorados, ya novios formales. Hablaron mucho y
de muchas cosas, en la salita. Se dirigieron luego hacia el Pozo,
caminando agarraditos de la mano ese par de personas de voces
graves. Era pues un caso discordante como los que suceden en las
ciudades grandes, pero esta vez estábamos metidos en la montaña,
en aquel Caserío agrícola. Parados frente al pozo contemplaron la
belleza de la naturaleza, y se sorprendieron un poco, pues en las
aguas se estaba dejando ver un pez venido de quien sabe dónde,
mayor que los demás, un espécimen semejante a un pargo de esos de
agua salada, nadando bonito en las transparentes aguas, un animal
extraño que desentonaba con la forma de ser de los otros, no por su
envergadura, sino por la forma del balanceo de su colita,
sospechosamente igual a la forma de caminar de la artesana, y
entonces, cuando Cristian asió el cuerpo de su amada y lo atrajo hacia
el suyo comenzó a besarla con ansias reprimidas, con deseos
impúdicos, con amor del bueno, con todo y ganas fue que sintió en su
sexo el contacto de algo extraño, algo que crecía y se hacía
protuberante y caliente debajo de las faldas de Violeta, algo que
Persiana siempre trató de ocultar a la gente desde el alumbramiento y
también su vástago cuando fue levantándose como niña, jugando con
las muñecas que le compraba su madre y no quiso servir después
para lo que Dios lo hubo hecho. Mas, este incidente no le produjo ni
una pizca de sorpresa a Cristian, pues él era un forastero más
sinvergüenza que inocente, proveniente de la gran ciudad, donde
suceden a cada rato casos mucho más extraños. Después, aquellos
dos hombres sin importarles el mundo se tomaron de las manos y muy
sonrientes caminaron hacia un horizonte que les interesaba sólo a
ellos, a espaldas del río, dejando atrás el Pozo y sus peces.






EL ÚLTIMO ROBO


Para extraerle la cartera con dinero del bolsillo a alguien, nada
más apropiado y perfecto que las manos de Darwin Durán; manos de
seda, manos mágicas, dignas del más grande prestidigitador que
quisiera hacer desaparecer conejos o cualesquiera otras cosas. Nunca
había pasado por la mente del muchacho la idea de hacer algún
cursillo para convertirse en mago, lógico porque nadie presenciaba sus
actos, no había cabida para la visión de los posibles espectadores,
pues las acciones subrepticias para “sacar” una cartera eran tan
perfectas que ni la propia víctima se enteraba al momento que
quedaba dar sin dinero. Otro aspecto delictivo del mozo, menos
frecuente y más peligroso, pero que sí realizaba de vez en cuando
eran los famosos arrebatones de cadenas de oro que hacía, primero,
para demostrarse a sí mismo que corriendo era un as de la velocidad y
segundo, para venderlo al aguantador y llevarle comida a su madre.
Falta de seso era la razón más apropiada, pues los cuellos de las
personas agraviadas a veces resultaban con leves lesiones y aquí sí
era verdad que sus víctimas se daban cuenta y todo el mundo lo veía
huir despavorido con pedazos de cadenas de oro guindando entre sus
dedos. Así era la vida de este mozo, quien con sus andanzas se
estaba labrando un camino al despeñadero. Conseguir la subsistencia
como lo estaba haciendo, robando con destreza y confiando en su
habilidad para correr significaba el caos en un ser humano. Muchacho
ágil y algo espigado, una tarde bajó del cerro donde vivía y comenzó a
pasearse por su ciudad. Encontrándose aburrido se subió al primer
autobús que se le detuvo. El colectivo arrancó y poco después se dio
cuenta que iba rumbo a la otra urbe, a unos treinta o cuarenta
kilómetros de su entorno. Al llegar al terminal bajó del autobús y
caminó dejándose guiar por sus pasos. Al cabo de algunos minutos se
detuvo para comprarse un refresco en un establecimiento comercial,
donde se topó con una de esas personas de la que escasas veces se
encuentran en esta vida, esas que irradian sapiencia y respeto, no
porque posean cualidades especiales, cuerpos musculosos y rostros
ácidos, sino por la afabilidad, sinceridad en las miradas y la entereza
de un ser humano. Tal era el semblante que exteriorizaba Graciano
Barrios, joven de unos veinticinco años, muy alto y con una sonrisa
franca que vendía por doquier. Para entonces Darwin no había
cumplido los quince y hacía poco tiempo que había fallecido su madre,
único ascendiente que pudo conocer y única familia. Quizá por la
crítica situación que afrontó desde pequeño, se hubo descarriado, ya
que se había olvidado de trabajar, no obstante muy dentro de sí sentía
la necesidad de hacerlo. No era adicto a ningún tipo de drogas,
aunque sí ducho en el “carterismo” y en el arrancar cadenas de los
cuellos de las muchachas y hasta de algunos hombres también,
porque el jovencito poseía las piernas especializadas para escapar a
gran velocidad y así fue que después de cada “jalonazo” burlaba a sus
más veloces perseguidores. Era un as también en este rubro de ser
perspicaz y escurridizo. Últimamente no le había ido del todo bien en
sus andanzas rateriles. En la ciudad donde se desenvolvía, las cosas
estaban cambiando. La Policía a cada instante apresaba a un ladrón y
Darwin estaba temiendo caer en las redes de la justicia. Por otro lado,
la gente estaba cosiéndose los bolsillos dejando de usar prendas de
oro en sus cuellos, y para colmo de sus males, le estaba resultando
sumamente difícil continuar residiendo en la barriada, por ya estar casi
identificado por las autoridades locales, no obstante, sólo un par de
veces había sido atrapado sin habérsele podido comprobar nada,
mientras que en otras ocasiones se escabulló victorioso con alguna
prenda entrelazada en sus dedos. Fueron esas eventualidades
compañeras de su suerte, las que le proporcionaron el placer de
saborear la posesión del dinero para aparecerse ante su madre con
algo de comida y la medicina que ella le hubo solicitado. Gustaba
también al muchacho el divertido juego de las maquinitas de vídeo,
donde la mayoría de las veces dejaba algo del producto de sus robos.
Tal era el retrato de Darwin Durán.
Aquella tarde del encuentro con Graciano Barrios fue como
producto de las casualidades, porque éste necesitaba con premura la
ayuda de alguien para subir unas pesadas cajas a un apartamento
recién arrendado. Varias de éstas yacían a su lado esperando por
manos y brazos que las hicieran subir, y allí estaba Darwin ávido de
dinero y con hambre, presto para ayudarlo... además, aquel hombre le
había inspirado confianza en alto grado desde el primer momento
cuando se toparon. Nunca antes se habían visto. A pesar de esto
surgió entre ellos la captación recíproca de un sentimiento fraternal.
--¡Hey amigo! ¿Cómo le va? -–saludó Graciano.
--¡Chévere, chévere!
--Necesito ayuda. ¿Quieres ganarte una platica?
--Claro.
--¿De dónde eres? –insistió Graciano.
--De Campo Alegre allá en Maracay, pero me vine de allá. No
tengo familia ni nada. Es más, no sé dónde voy a dormir esta noche.
Tengo hambre también.
--Eso no es problema. Si tienes hambre ya vamos a comer. Me
ayudas a subir estas cajas y listo. ¿Cómo te llamas, amigo?
--Darwin, así me dicen, ¿y tú?
--Yo me llamo Graciano. Ayúdame que yo te pagaré y podremos
ser muy buenos panas. No sé, pero me pareces buena persona.
--¡Claro!, ¡Claro que te ayudo! Mira mi pana, yo también creo
que me estoy topando con un buena gente. Vamos a ayudarte que
aquí hay bastante poder en estos brazos de amigo.
Fue el comienzo de una amistad que creció progresivamente. Al
terminar esta breve charla, los nuevos amigos cargaron cada uno con
dos cajas y caminaron alegres hacia un apartamento donde Barrios iba
a residir. El muchacho se desplazaba sonriente mientras iba
escuchando las explicaciones sobre el contenido de las cajas. Se
sorprendió cuando su amigo le manifestó que lo que había dentro de
ellas eran libros, parte de la edición de una novela del propio Graciano
Barrios, en cuya publicación había invertido hasta el último bolívar de
sus ahorros, y ahora, también por su propia cuenta, se dedicaba a
venderlos en los momentos cuando estaba desocupado. Darwin
estaba emocionado por lo que iba conociendo de aquel hombre. “Yo
creía que los que escribían libros eran personas chocantes, que no
hablaban con nadie, pero me equivoqué, este señor se ve tan sencillo,
igual que yo... pero debe tener mucho real”, pensó. Otro pensamiento
que le estaba royendo los sentidos era sobre su vida de malandrín, lo
que según vislumbraba su conciencia, que no lo conduciría a ningún
progreso, sino a la perdición. Ahora se había topado con aquel hombre
muy bien aplomado y sencillo y estaba entre la incertidumbre de si
portarse bien y trabajar con él o marcharse después de comer.
Un olor a pintura fresca resultaba agradable en el apartamento
que resplandecía de blancura. Barrios extrajo de la nevera algunas
yucas y una carne olorosa a condimentos y comenzó a acondicionarla
para luego freírla, mientras era observado por su amigo, sentado ante
la mesa del pequeño comedor. En poco más de media hora la cena
estuvo preparada y ambos comieron opíparamente.
--Bueno mi amigo, como tú estás viendo, yo tuve que aprender a
cocinar la comida desde que la mujer me botó de la casa –-dijo Barrios
como para sacar a su compañero “manos de seda” del ostracismo en
que caía--. Tengo que echarle pichón al asunto, sí señor, tengo que
subsistir. Si tú quieres puedes trabajar conmigo, yo te pagaré por
ayudarme a vender los libros y te aseguro que ese es un buen
negocio. Tengo que recibir unas cuantas cajas más de la Editorial.
--¡Cónchale, mi pana, muchas gracias! ¡No sabes tú cuánto te lo
agradezco! Sinceramente yo ando por ahí sin rumbo fijo y como mi
madre y única familia que tenía se me murió hace poco, ya no me
importa nada lo que hago, estoy tomando la vida como un juego y
hasta ladrón soy pues, mi pana, pero no agredo a nadie, trato por
todos los medios de no lastimar a nadie, eso sí, yo sé a quién puedo
quitarle una vaina. Ahí es cuando saco una cartera o se me queda una
cadena de oro enganchada en los dedos.
--Bueno, mi pana, eso de robar sí está malo, eso es peligroso y
desde este momento eso se acabó para ti. Métete eso en la cabeza,
de ahora en adelante vida nueva, nada de robos, ¿okey? No se hable
más de eso ¿okey?, y punto. Mañana cocinarás tú. Si no sabes yo te
indicaré cómo se hace. Mira Darwin, en ese gabinete está un libro de
esos que enseñan a preparar comida. Cuando puedas le echas una
ojeada para que aprendas a preparar carnes, espaguetis y otras
cosas.
--Yo... yo, yo no sé leer, amigo -–dijo Darwin, apenado.
--¡¿Cómo?! ¡No puede ser, muchacho!, no puede ser.
--Es verdad mi pana. Yo..., yo nunca pude ir a la Escuela. No
conocí a mi padre y mi madre siempre se la pasaba enferma y yo tenía
que rebuscarme para mantenernos. Ella murió hace dos meses y de
ahí para acá me eché al abandono, no hay vida. Cuando vivía no pudo
evitar que me convirtiera en ladrón... bueno casi, pero algo sí es cierto,
yo no soy mala persona, mi pana, no lo soy.
--Te entiendo, Darwin. No te preocupes que yo te ayudaré. Te
enseñaré a leer y a escribir. Se nota que tú eres inteligente y
aprenderás rápido para que leas mi novela. Te regalaré una de ellas
autografiada –-le dijo Barrios al tiempo que extraía un ejemplar de su
libro de una de las cajas. Sacó su bolígrafo del bolsillo y escribió algo
en una de las primeras páginas.
--¡Toma!, quiero que la leas, tú la vas a leer y eso será muy
pronto.
El muchacho se sintió tan agradecido que casi se le atoraron las
palabras. Cuando se repuso le prometió a su recién adquirido amigo
que le iba a poner interés a sus recomendaciones. Conversaron
mucho y de muchas cosas, y al final Darwin se quedó a vivir en el
apartamento de su amigo, aprovechando la confianza y la bondad
brindada por éste. Todo empezó de maravillas para un nuevo
estudiante que de por sí tenía una lucidez inigualable para captar el
conocimiento. Fue muy fácil y divertido iniciar el aprendizaje de la
lectura y la escritura, ya por la facilidad de entendimiento del alumno,
así como la capacidad docente del maestro, hombre que se ganaba la
vida como escritor independiente y además laboraba cómodamente
corrigiendo textos en un diario de la ciudad. Como educador tenía la
naturalidad que no se aprende en las aulas, razón por la cual
transmitía el conocimiento espontáneamente y de una forma
extraordinaria.
Al cabo de casi dos meses el progreso de Darwin Durán era tan
notorio que ya leía la prensa en alta voz y con una velocidad
razonable. Estaba descubriendo que la lectura era un mundo tan
fascinante como el que más, y hacia allí apuntaban sus ideas al
aprender con tanta avidez. En cuanto a su labor, se empeñaba en
ayudar mucho a su compañero en la venta de los libros en un puesto
de revistas que habían alquilado cerca del edificio, aprovechando para
ir desglosando la argumentación de la novela escrita por su amigo,
“Represalias de un vividor”, así como también realizaba otras
cuestiones tan necesarias para la subsistencia, pero como muchacho
inquieto cuya vivencia anterior era totalmente diferente a la actual,
cierta tarde se sintió sorpresivamente aburrido, nostálgico, quizá por la
carencia de acción en sus antiguas andanzas. No sabía en realidad lo
que le acontecía, parecía que la melancolía lo corroía y sucedió que ya
casi entrada la noche Barrios se apareció en el apartamento con una
alegría inmensa y acompañado de un fajo de billetes de los grandes,
cuya visión de ese dinero reconfortó inusitadamente al muchacho. Le
contó Barrios que le había llegado un golpe de suerte tremendo,
porque había hecho un negocio redondo al lograr la venta de los
derechos de un manuscrito suyo que estaba gestionando desde unos
meses atrás y que además del dinero que le habían adelantado existía
la posibilidad de conseguir mucho más. Barrios hablaba tan
emocionado de tantas cosas que momentáneamente le pareció estar
solo, uno, porque se había encontrado con un semblante de
ostracismo en la actitud de su compañero, y otro, porque no se había
dado cuenta que Darwin tenía el pensamiento puesto en el fajo de
billetes que había dejado sobre la mesa. Cenaron como todas las
noches y cuando llegó la hora de dormir, Darwin pudo ver claramente
cuando su amigo sin desconfianza de ninguna naturaleza colocó los
billetes dentro de una gaveta de la mesita de noche, cerca de la cama.
Su espíritu de amigo de lo ajeno, un poco apagado por los múltiples
consejos recibidos había despertado, y se dijo mentalmente:
“tremendo botín”. Sólo tenía que esperar a que Barrios se durmiera,
caminaría hasta la mesita, abriría la gaveta, metería la mano
cuidadosamente y ¡zas!, obtendría una cantidad considerable de
dinero, el dinero de su amigo, el hombre que le había brindado una
verdadera y desinteresada confianza. Por un resquicio de su mente
pensó que en otras ocasiones había sido fácil robar a personas que no
conocía, quizá tacañas, quizá no, pero en este caso todo era diferente.
Esta vez sería robar a alguien que le había proporcionado el
acercamiento al saber, alguien de quien había recibido afecto, comida
y techo. Por eso, su pensamiento estaba centrándose en que lo que se
estaba proponiendo hacer sería harto difícil. No obstante pudo más el
diablo, y cuando Barrios se durmió el robo se consumó rápido.
En la calle Darwin apuró el paso, hacia un lugar de la ciudad del
cual no tenía ni idea. Luego se subió a una de las últimas camionetas
de pasajeros que pasaban hacia el Terminal, donde llegó pocos
minutos más tarde. Entró al baño sin ganas de hacer nada, sólo con la
obsesión de saber cuánto dinero tendría en los bolsillos. Contó billete
tras billete mientras algo extraño le roía por dentro. Todo era como la
tragedia de Hamlet, pero allí estaban más de dos millones de bolívares
en billetes de los grandes. “¡Qué vida!” se dijo para sí. Pero, ¿a dónde
iría? No tenía casa, ni familiares, ni amigos, porque sinceramente se
había quedado solo y solo también había “trabajado” durante su
existencia. Amigos no tenía, porque el único era aquél a quien
acababa de robar, el que le estaba enseñando a leer y a escribir, a
escapar de la ignorancia, de la oscuridad. Se imaginaba la cara que
pondría Barrios cuando se despertara al día siguiente y se encontrara
con la novedad del robo y la pérdida de la confianza de un amigo.
Sentía frío, y los pensamientos entrelazados en su memoria lo estaban
abrumando. Parecía que su torpe cabecita le iba a estallar. Luego
comenzó a lloviznar, mientras caminaba como un sonámbulo por una
alumbrada calle repleta de bares y tascas. Los vehículos al pasar
producían sus sonidos característicos al aplastar los charcos de agua
sucia. Sin darse cuenta se encontró atacado por la intensa lluvia
acompañada de vientos fuertes que hacían adherir su ropa al cuerpo y
mojar los billetes que le había sustraído a Barrios, el que le había
enseñado a cocinar el pollo como el que acababa de ver en la Pollera.
Pero ahora no tenía hambre. Con el bolsillo repleto de dinero casi
nunca se siente hambre. Una idea extraña para él empezó a
atormentarlo: ahora quizá no podría cristalizar su sueño de convertirse
algún día en escritor, porque en realidad había llegado a admirar
fervorosamente al escritor Graciano Barrios, el autor de “Preludio del
Hambre”, esa gran obra que estaba comenzando a recorrer los
hogares de muchas ciudades, ya que se estaba vendiendo bien. No
podría hacer realidad su sueño y todo ello porque el diablo lo había
dominado. “¡Maldito diablo, maldito diablo, maldiiitoooo!”, pensaba
como queriendo gritar con sus dientes apretados para no volverse
loco. Minutos después, sentado frente a una máquina de jugar videos
meditaba solicitando ayuda de Dios y pensaba que si algún día lograba
aprender a plasmar sobre el papel muchas historias, cuentos o novelas
podría en el futuro ganar mucho más dinero del que tenía en su
bolsillo, lo reciente robado, y podría disfrutarlo sin remordimientos de
conciencia como el que ahora estaba sintiendo. Además, Barrios le
había dicho que robar era como comprar el pasaporte a la cárcel, y
que de allí a veces nunca se sale, y si se sale vivo bien seguro que es
vuelto un guiñapo humano. Darwin entonces se paró resuelto de
donde estaba. El bueno de Dios lo guió por donde debería seguir.
Mentalmente el jovencito le dijo un no rotundo al diablo y le tiró sendas
patadas japonesas al aire pensando que allí estaba el mismísimo rey
del infierno. Se dijo para sus adentros que debería regresar para dejar
de ser ladrón de una buena vez e ignorante también. Se metió la idea
entre ceja y ceja que debería devolverse precipitadamente hacia el
apartamento antes de que amaneciera. Y así fue. Ya en el lugar que le
era familiar, aquel apartamento que prácticamente había sido su
escuela, fue fácil penetrar a aquella hora de la madrugada, más,
cuando estaban en su poder las copias de las llaves de las puertas.
Barrios dormía plácidamente y según le pareció al joven arrepentido, ni
cuenta se dio el otro cuando los billetes empapados de agua fueron a
dar nuevamente al interior de la gaveta de la mesita de noche en el
cuarto. Apenas amaneció, Barrios se levantó y se dirigió al baño para
ducharse. Cuando terminó de hacerse su aseo personal se preparó
para salir, pensando que ya Darwin tendría listo el desayuno como lo
había acostumbrado. Al comprobar que no era así caminó hacia el
cuarto del muchacho y lo vio dormido como un lirón. Le sorprendió ver
rastros de agua cerca de la cama. Tocó los zapatos y la ropa del joven
y se dio cuenta que estaban empapados. No sabía la razón por la que
el muchacho había salido a mojarse, pero tampoco le prestó mucha
atención. Al entrar nuevamente a su habitación sacó el dinero de la
gaveta de la mesita causándole verdadera extrañeza que el fajo de
billetes estuviese empapado también. Por un momento no entendía
nada, pero luego se le iluminó la mente e intuyó algo que le hizo
sonreír sardónicamente. Se dirigió a la cocina a preparar café y algo
de comer, y al cabo de más de media hora el jovencito se levantó. El
café y la comida preparada por Barrios fue algo que lo sorprendió
porque eso era parte del trabajo que no pudo cumplir aquel día. Pero
más sorprendido quedó cuando su protector se le acercó y le introdujo
en uno de los bolsillos de la camisa unos cuantos billetes de los
grandes, diciéndole que se comprara unas mejores ropas y zapatos
nuevos porque de ahora en adelante su educación iba a ser una cosa
más seria, es decir, que el joven iba a asistir a un Centro Educativo de
verdad, pagado por la empresa periodística donde Barrios trabajaba, lo
que le depararía un futuro prometedor. Darwin no podía hablar. El
estado de alegría de su mente se debía a que, gracias a Dios, había
vencido al diablo y se sentía en su interioridad, sinceramente muy
apenado. Bajó la cabeza ante su amigo y por sus mejillas rodaron
gruesas lágrimas de verdad. Gotas de éstas se deslizaron con astucia
hasta el bolsillo de su camisa, en el lado del corazón, donde sutilmente
se confundieron con el agua de lluvia que daba humedad a los billetes.




HENRY EL COMECABALLO


Se llevaron a Henry reclutado, cierto día cuando se le ocurrió
salir hacia la ciudad. No opuso resistencia en lo absoluto porque,
pensaba para sus adentros, que de nada valdría estar metido de por
vida en el monte sin más esperanza que la de ser un obrero más,
como otros jóvenes, quienes nunca se preocuparon por salir a la
ciudad a progresar y dejar de ser simples agricultores o pescadores.
Durante su entorno militar conoció facetas muy distintas a las que
había vivido en el campo. Perfeccionó un poquitico su lectura y
escritura, pues sólo poseía los conocimientos elementales de un
cuarto grado que a duras penas remontó en su terruño, hasta los
diecisiete años cuando arrancó para la ciudad. En el Ejército aprendió
a desenvolverse entre sus compañeros, nuevos y antiguos, pues
cumplía a cabalidad las órdenes emanadas de sus superiores y se
hizo obedecer después cuando por su carisma autoritario logró
ascender progresivamente hasta Cabo Primero. Conoció las armas de
guerra, aprendió a conducir los vehículos de transporte, y cuando ya
se le acababa el tiempo de servicio y se aproximaba la fecha de la
baja, sintió como que se le hubo sembrado y germinado la costumbre
del uniforme. Intentó pues reenganchar en las filas de la tropa, mas,
sus famosos ronquidos parecidos al ruido del motor de un Volkswagen
en marcha, impidieron que lograra su anhelo. El Sargento Brito,
encargado de la selección para los reenganches detestaba al Cabo
Henry por eso y otras cuestiones, igualmente el resto de los
compañeros del dormitorio, pues nadie podía conciliar el sueño
mientras él dormía. Regresó a su casa al cabo de dos años, no
quedándole otra alternativa que enrolarse en la Policía. Dando tumbos
permaneció muchos años en estas otras filas, donde se distinguió por
ser un policía implacable con los antisociales y con mucha gente no
antisocial. Tumbos porque dentro de la corruptela, la arbitrariedad y la
deshonestidad con el Cuerpo Policial y la sociedad, no se sabía dónde
terminaba el policía y empezaba el ladrón, hasta que lo jubilaron casi a
los cincuenta años, con la jerarquía de Sargento Segundo. Por último,
ya en su madurez y gracias a un buen padrino que lo admiraba por ser
duro con el hampa, fue nombrado jefe civil del lugar donde nació. En
este rol de autoridad y desde el comienzo de su ocaso, cuando no
pudo ser aguantado por la gente, sus peripecias fueron muy notorias a
través del verbo de la gente.
Una mañana dominguera cuando no llovía, ni el calor era tan
sofocante, llegó Henry todo sudado con su arrastre de pies
característico hasta el lugar donde se transmitía un programa radial. El
gordo vestía una camisa tipo almilla o franela empapada de sudor. Por
asuntos de estrenarse como autoridad en aquel pueblito costero del
Caribe, se atrevió a sentar frente a un micrófono para contestar las
preguntas que habría de hacerle el animador. El pasillo de la Jefatura
estaba concurrido y por supuesto como nueva autoridad fue invitado a
participar. Por la calle principal se desplazaban personas en uno y otro
sentido, así como muchos niños correteando alegres en sus bicicletas,
mientras los presentes aglomerados observaban curiosos el
desenvolvimiento del locutor y los técnicos con sus aparatos durante
las entrevistas. Cuando el animador terminó con uno de sus invitados
se dirigió luego al gordo, quien más que huidizo sudaba a chorros por
su faz muy mal cuidada. Con una sonrisa de asustadizo recibió por sus
oídos la primera interrogación del locutor, quien lo increpó:
--Díganos señor Henry, ¿a qué actividades se dedicaba usted
antes de ser nombrado Prefecto de este pueblo?
--Bueno yo vengo de sé jefe de seguridá del Hotel El Perico aquí
en Chirimoya. Además desto, me he mantenío con un ganaíto que
tengo poray. También tengo una lanchita allá en la boca, ¡je, je, je!
--Mire, ¿y usted como que venía corriendo? Lo noto como
cansado.
--No, no, no. Lo que pasa es que le estaba echando comía a
unas gallinitas que tengo ahí y entonces se me barajustó el gallo pa’ la
calle y me puse a perseguilo. Eso fue.
Ante una nueva interrogación sobre las actividades que debería
iniciar como primera autoridad recién nombrada en el pueblo, contestó:
--A mi dijieron bien clarito, caray, allá en la capital deste Estado,
cónchale, que trabajara con cuidaíto, con cuidaíto, que tuviera mucho
cuidao y que llevara las cosas chaflaniaíto, chaflaniaíto por aquí.
--¿Tiene algún mensaje para la ciudadanía, planes o proyectos
a corto plazo?
--Sí, sí, cómo no. Mis planes son que el que esté echando vaina
hay que espescuezalo, hay que espescuezalo. ¡Plan de machete y
plomo, plomo con ellos! ¡Je, je, je!
Estas palabras las decía el recién nombrado Prefecto, mientras
gesticulaba con sus extremidades superiores como imitando que
rebanaba una mortadela invisible con un cuchillo también imaginario.
La noticia de su nombramiento sorprendió a todos en el pueblo, menos
a unos cuantos personajes con las mismas características que aquel,
quienes se regocijaban por haber logrado imponer un tirano que los iba
a proteger a ellos, a sus propiedades, a sus negocios, y además, que
iba a hacer lo que ellos impusieran.
Pero por allí se paseaban otros personajes, hijos del pueblo. Era
la misma gente que siempre está latente y a quienes les duele lo malo
que le sucede al pueblo en sí, los que caminan de noche y de día por
las estrechas calles de Chirimoya y Puerto Colón. Comenzaron a
lamentarse al enterarse de esa noticia, algunos casi lloraban:
“¿Cómo es posible Dios bendito? ¿Por qué permitiste eso mi
Gran Señor? Ese bicho de Prefecto. Esto es fin de mundo, mi Dios.
Ese sinvergüenza, ese cochino que lo obligaron a irse jubilado por no
botarlo, ya que cometía tantos desmanes, faltas a la moral, ese perro...
¡No!, ¡No puede ser! ¡Qué riñones!”
Era obligado oír estos comentarios en cualquier parte del pueblo
donde se concentraban personas, en la playa, en la Panadería, en la
plaza, en el malecón. A cada instante se aparecía alguien con un
chiste nuevo acerca de las “bondades” del nuevo titular. El tiempo fue
pasando y los casos bochornosos, más que pintorescos llegaron para
desdicha de muchos coterráneos y visitantes cada vez que estos
tenían que enfrentarse de alguna forma con el susodicho funcionario.
Bueno, a través del espacio y el tiempo vemos que la época del
Carnaval llegó. El grueso de la gente se va al campo y a las playas,
quieren disfrutar de algo diferente y ¿qué más indicado que
aprovechar el asueto y enrumbarse hacia Chirimoya, campo, montaña,
ríos y playa juntos?, nada mejor.
--Eso es, que no se nos olvide nada. Monten también la cava
con las salchichas que vamos a comer asadas allá en la playa, --dijo
Franco Garaban, quien acompañado de su esposa Patricia y sus dos
hijos varones, Arnaldo y Freddy se disponían a viajar desde Valencia
hacia Chirimoya en aquella época de Carnaval.
--Papá, el carro tiene el mataburros flojo, ¿por qué será papá? --
preguntó Arnaldo, muchacho de dieciséis años, quien ya era un
avezado mecánico.
--Vamos a revisar eso, chico, -–dijo Franco, acercándose hacia
la parte delantera del carro.
--Fíjate papá, mira como se mueve ese bicho, tiene varias
tuercas flojas.
--Oye, sí es verdad. Dile a Freddy que traiga las llaves. Vamos a
apretar esas tuercas. Menos mal que te diste cuenta.
Bueno, esta familia puso a punto su automóvil y emprendió su
rumbo hacia Chirimoya. Después de rodar por casi dos horas
disfrutando la belleza del paisaje natural que brinda adentrarse por
esos rumbos, llegaron al primer caserío y poco después otros y otros,
hasta que después de tanto rodar entraron al pueblo. Cuando se
desplazaban por la calle principal rumbo a la playa sucedió que fueron
sorprendidos por la presencia de un caballo que se les atravesó de
improviso sin poder ser esquivado. El “mataburros” del rústico mató al
caballo secamente cayendo a un lado de la carretera. El hombre
asustado maniobró su vehículo que no había sufrido percance alguno
e inmediatamente, creyendo que había hecho algo muy grave y que
nadie lo observaba, emprendió su regreso a casa sin haber disfrutado
del viaje planificado con tanto cariño. Apenas empezaba a salir del
pueblo a toda velocidad se dio cuenta que era perseguido por una
camioneta pickup blanca. Era nada más y nada menos que el famoso
Henry, quien rápidamente valiéndose de su conocimiento de las
distintas curvas y rectas de la carretera les dio alcance.
--¡Párense, párense, sinvergüenzas! ¿Es que ustedes no me
van a pagar el caballo que me mataron? –Dijo apuntando
amenazadoramente a la familia con un revólver-- ¡Párense ahí si no
quieren que los espescuece y los cosa a plomo, carajo!
El rústico se detuvo a un lado de la carretera. Los ocupantes se
bajaron asustados al ver tanta agresividad de la persona que los
perseguía.
--Oiga señor, pero no nos apunte con esa arma, por favor, tenga
cuidado que nosotros no somos delincuentes, por favor.
--¡Ahh! ¿Tan asustaos verdá coños e´pepa? Tienen que pagá
ese caballo, carajo, tienen que pagámelo porque era mío.
--Bueno señor pero ¿quién es usted?
--¿Quién voy a sé pues? El dueño del caballo.
--Yo no tuve la culpa, señor, el caballo se me atravesó, mi mujer
está muy nerviosa y por eso es que me devuelvo rápido a la ciudad, yo
no tuve la culpa y no quiero verme metido en problemas porque ando
con la familia. Dígame ¿Podemos llegar a un acuerdo? ¿Cuánto vale
el caballo, señor?
--Bueno así sí nos entendemos, cómo no, caray, no faltaba más.
Deme cincuenta mil bolívares, que yo me encargo de enterralo y se
acaba la vaina.
--¡Está bien, está bien! Tome el dinero y déjenos ir tranquilos –-
dijo Franco, sacando su cartera y después la cantidad de dinero
indicada por Henry.
--¡Okey!, ¡Okey!, pero acuérdense carajo que a ustedes les
puede salí cárcel por matá a ese caballo. Lo que pasa es que como yo
estoy viendo que ustedes son una familia pues, los voy a dejá que se
vayan. Pero eso sí, se van rápido, rapidito. Se pierden desta vaina y no
le vayan a decí a nadie, ¡a nadie! que yo los alcancé, no se lo digan a
nadie por bien de ustedes. ¿Me prometen esa vaina?
--Sí, claro que sí, como usted diga, señor, no se preocupe,
señor. Nosotros nos vamos rápido de aquí, esté tranquilo, nosotros nos
vamos ya.
Y así fue. La gente del rústico emprendió su regreso a casa, sin
disfrutar de playas, sin el dinero, pero mucho más tranquilos. El gordo
se montó en su vehículo esgrimiendo una sardónica sonrisa en su cara
redonda y se regresó hacia donde estaba el caballo muerto. Al llegar
vio mucha gente aglomerada alrededor del cadáver equino, un potro
joven realengo de los que deambulaban por Chirimoya. Apagó su
vehículo, se bajó y caminó hacia el grupo. Luego se dirigió a los
jóvenes y no tan jóvenes allí presentes y les dijo:
--Necesito cinco voluntarios que se quieran ganá este litro de
anís y mil bolos ca´ uno pa´ enterrá ese caballo.
La propuesta no se hizo esperar. Rápidamente corrieron cinco
musculosos jóvenes hacia donde estaba el Prefe y convinieron con el
trato especificado. Fueron en busca de picos y palas para abrir un
hueco y enterrar el caballo muerto. Cuando llegaron con las
herramientas, Henry llamó a uno de ellos, un negrito cocoliso y le dijo
al oído:
--Hazte el loco y mientras estos hacen el gueco tú le cortas un
piazo de muslo al caballo y lo montas en la camioneta. Cortas unas
lonjas de la parte más gruesa, la parte más gorda, y tranquilo que yo
los cubro con la camioneta y corro de aquí a los curiosos pa´ que nadie
se dé cuenta. Dale rápido, pues, “manga miá”.
Henry así lo hizo, movió su carro y llamó a los mirones un poco
retirado del sitio de los acontecimientos, con el cuento de que quería
hablar con ellos. Les hizo saber que no deberían obstaculizar el paso,
pero la gente sonreía porque conocían sus marramuncias y esto era lo
que estaba haciendo, distraerlos, mientras el negrito por allá junto al
caballo sacó un filoso cuchillo rápidamente y con mucha destreza y
casi sin ser observado, cortó unos grandes pedazos de carne de
ambos muslos del cadáver equino, aproximadamente como unos ocho
kilogramos, sobrepasándose evidentemente de lo acordado. Luego
envolvió la carne en una camisa que cargaba amarrada a la cintura y
la llevó hasta donde estaba estacionado el vehículo del Prefe. Colocó
su carga en la parte trasera, no sin antes decirle al dueño que le
guardara a cada uno de los que estaban abriendo el hueco un kilito de
carne para la cena. Henry asintió y entonces arrancó con su carga de
carne hacia la casa de una conocida suya, a unas pocas cuadras de
allí. Cuando llegó se estacionó todo atravesado en la calle, como
siempre solía hacerlo y se bajó del vehículo, agarró la carne de caballo
y caminó unos cuantos metros hacia la puerta de la casa, casi a la
orilla del río.
--¡Rosenda!, ¡Rosenda!, ¡Palo quemao!, ¿dónde estás? –-Llamó
con su ronca voz—- tú si eres sortaria mi negra, ven a vé lo que te
traje, ven a vé, ¡je, je, je!
--¿Qué es lo que es? ¿Vienes a comé sancocho? Hoy no hice,
aquí lo que tengo es ñame e´palo frito -–contestó la mujer llamada
Rosenda, al momento que salía a recibir la visita. Era una negra alta,
flaca, a quien en el pueblo por mal nombre le decían la “palo quemao”.
--No hombre mi negra, yo no te vengo a pedí, yo más bien te
traigo. Mira lo que te traigo mi amor, pura carne, pura carne roja y de
cacería, ¡je, je, je!
--Cónchale, ¿y qué tipo de animal cazaron?
--Una danta, chica, tú sabes que allá en la montaña hay
bastante. Eso tá prohibío matá a esas bichas y yo voy a tené que meté
preso a toitos esos cazadores. Oritica acabo de decomisá esa danta
que cazaron allá en la sierra. Te traigo un piazo pa´ que no comas
tanto pescao, mi negra, ¡je, je, je! Mira, hazme el favor y frítame un
piazo, frítame un piacito como un kilo, que tengo bastante hambre;
agárrate como dos kilos pa´ ti y divídeme cinco piazos como de un kilo
en cinco bolsas y se los guardas a los muchachos que me están
haciendo un trabajo ahí en la parcelita mía, ¡Je, je, je!
--Sí, sí, ya entendí completico. ¡Cónchale Henry!, ¡qué carne tan
bonita! Es rojiiita. Déjame pues adobate un piazo pa´ fritátelo. Espérate
ahí que voy a buscá perejil.
Charlando estuvo Henry con la negra Rosenda por una media
hora, hasta que ésta le entregó envuelto en un pedazo de cartón como
un kilo de carne frita, cuyo divino aroma invitaba al paladar. El gordo
enseguida comenzó a degustarla con gran regocijo. Masticaba
bocanadas dobles, como si el hambre lo acosara demasiado. Con su
carne frita en la mano se despidió de la negra Rosenda y se marchó
en su carro hacia donde enterraban lo que quedaba del caballo. Al
llegar continuó comiendo y cuando ya los muchachos estaban por
terminar se apareció un ciudadano de nombre Polo Casanueva, quien
dijo ser el dueño del caballo.
--¡Bueno! ¿Y quién me paga mi caballo? ¿Quién fue el que me
mató el caballo? Dime, Henry, ¿quiénes fueron?
El aludido, con la boca llena, se apresuró a contestar:
--Fueron unos tipos en un jeep, señor Polo. Yo los perseguí a
toa carrera, pero mire por más que lo intenté no los pude arcanzá y me
dejaron la peluca. ¡Cómo corren esos sinvergüenzas, señor Polo!,
¡Cómo corren!, pero yo ya llamé pa´ Maracay y el Comandante de allá
me prometió que iban a montá violentamente una alcabala pa´
agarrálos en la alcabala. Esos tipos no se nos van a escapá, ¡qué va!,
esos grandes carajos los tenemos que agarrá, ¡je, je, je”! ¿No quiere
comerse un piacito e´ carne desta, señor Polo?, es danta, señor Polo,
es una danta que le decomisé a unos cazadores que no son de aquí y
vienen pa´ cá a matanos a los animales prohibíos, ¿Quiere un piacito,
jefe?, ¡Je, je, je!
A casi un año en el cargo, una tarde en la sede de la Prefectura
se suscitó un movimiento de protesta en contra del Prefecto, a quien le
había quedado el remoquete de “El comecaballo”, pues los negritos no
pudieron guardarle el secreto por mucho tiempo. Bueno pues, la gente
estaba cansada, no aguantaba más, querían terminar con todas las
anomalías que se suscitaban. Por eso los descontentos, más que todo,
mujeres, tomaron por asalto el Despacho. Aquello se constituyó como
un auténtico despelote. Los palos y piedras destrozaron puertas y
ventanas y las llamas de los neumáticos prendidos presentaban un
peligro para las instalaciones, gracias a Dios fueron controladas por la
intervención de los policías. El carro de Henry resultó con casi toda la
tapicería quemada y él salió despavorido intentando huir de la turba,
mas, el pueblo le salió al frente y Henry “el comecaballo” barrió el
suelo con su panza. Todo el mundo estaba feliz, pues se pensaba que
hasta allí llegaban los desmanes, no obstante, la realidad parecía otra,
porque aquel gordo, levantándose cómico y sonriente habló fuerte para
que lo oyeran:
--Na me importa, na me importa porque yo tengo a mi padrino,
ya viene mi padrino, ya ustedes van a vé, ¡je, je, je!
Y en verdad, no sólo llegó uno, sino tres. Lo socorrieron rápido y
todo el escándalo se calmó después de la intervención del trío. El que
llevaba la voz cantante, un hombre de color ya entrado en años muy
bien vestido y con los dedos y el cuello llenos de oro, le dijo:
--Okey “Comecaballo”, okey, yo creo que es bueno que te vayas
tomando unas vacacioncitas, porque el pueblo va a acabá contigo.
Mañana hablaré pa´ que te paguen y te vayas a descansá tranquilito.
Bueno, y ahora que digo tranquilito, me recuerdo del nombre de un
candidato bueeeno pa´ este cargo. Es ese carajo que llaman
Tranquilino. Vamos a vé si lo ponemos de Prefecto, vamos a vé si lo
ponemos...



MORIR A LA UNA

Doce y cuarto. A gatas lograron salir por la boca del túnel. El
barro los había pintado de negro como el color de la noche, pero iban
contentos pues el plan les estaba saliendo bien. Corramos.
Esperaremos más adelante, hay que cuidar el plan. La oscuridad nos
ayuda. Pero rápido. Rápido chamo, agachadito. Traspusieron como
trescientos metros casi a rastras en la espesura, hacia el cerro. Luego
avanzaron otro tramo por el lecho cenagoso de una quebrada hasta
que, jadeantes, se detuvieron en una hondonada. Aquí los
esperaremos, aquí mismo es, ahí está la piedrota. El plan va saliendo
fino. “Vitico” era el que hablaba, pues “Tapara” se había quedado sin
las palabras, quizá por la emoción de verse libre o por el cansancio.
¡”Tapara”! ¡Se nos mojó el “tabaco”! ¡Qué vaina! No importa. ¡Ánimo!
¡Ánimo! Sacó del bolsillo la botellita de aguardiente a casi terminar que
llevaba muy bien guardada y se la pasó a su compañero. Bebe. Ellos
no tardarán en llegar aquí. Descansemos. En grupo nos cuidaremos
mejor. No nos descubrirán. Después de terminar con lo que quedaba
en la botellita “Tapara” comenzó a sentir somnolencia. ¡Ohh! ¿Qué es
esto? Se estaba quedando dormido sin querer. El otro se dio cuenta,
no hizo caso y aprovechó unos minutos para escudriñar el cielo muy
oscuro y solitario. En la silente soledad escuchó el espasmo de los
últimos estertores de “Tapara”. Okey. Eres libre. ¡Vete al infierno
negrito del carajo! ¡Ah! ¡Qué bien! Allí vienen. ¡Muchachos!, por aquí,
por aquí. Se aparecieron uno tras el otro en el lugar convenido, tal cual
lo previsto. Como también venían arrastrándose estaban igual de
sucios, envueltos de barro semejando lombrices de tierra. Los recién
salidos eran “Catire” y “Chato”. ¡Vamos! ¿Qué pasó con “Tapara”?
¡Epa “Tapara”! ¡Levántate que nos vamos! El monte estaba picante,
pero ni eso hizo levantar a “Tapara”, algo le había pasado. “Chato”
insistió después tocándole sus manos y orejas. El cuerpo de “Tapara”
conservaba la temperatura cálida, pero rápido se dieron cuenta sus
amigos que estaba cadáver. Un infarto. ¡Vámonos! Pobre “Tapara”, no
aguantó la emoción de ser libre. Todavía no lo somos, falta cruzar el
cerro antes que los guardias se enteren, démonos prisa, pobre
“Tapara”. El que habló de último fue “Vitico”. La noche continuaba
negra, como la piel del muerto.

La mente de “Chato”
trabajaba aprisa. Hubo
suerte y aprovechamos el
túnel. Qué bien. Qué
bueno es que otros
trabajen para uno. ¡Qué
sabroso es ser libre de
nuevo! Mañana me
pierdo de aquí,
Maracaibo city caballero
¿oíste hermano? ¿Nos
vamos? “Catire” y
“Chato” eran los únicos
de los cinco hijos varones
de Zardila Gómez que
quedaban en este
mundo, pues los otros
habían pasado a mejor
vida a manos de la
justicia y en batalla con
los mismos delincuentes.
“Tapara” era un vecino de
la calle Cumaná, en La
Guaricha, y desde muy
temprana edad se había
criado en casa de los
Gómez, en cuyas
ambientaciones aprendió
todas las malas mañas
habidas y por haber en
las lides de la
malandrería. Estos tres
angelitos, de rateros
robaquintas se habían
convertido en unos
hábiles atracadores, tan
escurridizos que casi
nunca eran atrapados.
Sus fechorías eran
cometidas lejos del lugar
donde residían, pues la
señora Zardila estaba
siempre pendiente de que
nunca robaran por el
barrio. Ella se había
convertido en una
cómplice alcahueta de los
muchachos, pues cada
vez que de madrugada
regresaban de sus
“trabajitos” se alegraba,
ya que le encantaba
contar los billetes entre
sonrisa y sonrisa y así se
había convertido
prácticamente en la
“administradora” de los
botines. Siempre tenía la
precaución de depositar
lo suficiente en el banco
para alguna eventual
“caída” de sus hijos y de
“Tapara”, quien estaba
considerado como otro
más de la familia. Eran
cuestiones irremediables,
pues las vidas de esos
jóvenes estaban
enmarcadas entre los
límites de la cárcel y la
libertad. La buena
señora, por su instinto
maternal los aconsejaba,
a veces hasta les
suplicaba llorosa
recordando la suerte de
sus otros vástagos, pero
su flaqueza de carácter la
dejaban mal parada
frente a la decisión de
ellos. Un mal día para
éstos, cuando
acompañados de otras
dos sanguijuelas
incursionaban en una
entidad bancaria fueron
sorprendidos por las
autoridades. Sólo ellos
dos fueron apresados, los
otros no, porque se les
adelantó la muerte.
Fueron abatidos a plomo
limpio por los policías y
unos vigilantes. Zardila
agradeció al Creador una
vez más, sus hijos
estaban a salvo. Desde el
siguiente Domingo
comenzaron nuevamente
sus visitas a la cárcel, el
mismo calvario, las
mismas afrentas. Los
viajes, las colas, las
requisas, pero ya todo
era costumbre, la rutina
igual que había empleado
con sus hijos mayores, ya
muertos por haber
transitado por la senda de
lo incorrecto, ahora la
empleaba con los otros
jóvenes. Gran parte del
tiempo también la estaba
ocupando en hacer las
gestiones con el abogado
que siempre se llevaba
una buena tajada del
dinero guardado para
solventar estos
menesteres. Pasaron los
días muy aprisa para la
mente atribulada de la
señora; los muchachos la
acosaban. ¿Qué dijo el
abogado? ¿Cuándo
salimos? La cosa se
complicó. En esta
oportunidad el leguleyo
no pudo hacer casi nada,
motivado a que el caso
era de envergadura. Se
murieron el policía y el
cliente. Insiste mamá,
prométele que le vamos a
pagar bien. Después de
haber transcurrido más
de cinco meses
encerrados, ya casi sin
esperanzas de salir
conocieron a un recién
llegado. Me llamo Víctor
Carmona, pero pueden
decirme “Vitico”. ¿Qué
hiciste? Maté un tipo.
Pero mentía. “Vitico” no
había matado a nadie. Se
las ingenió al intentar
robarse un carro para
conseguirse con los tres
juntitos. Los andaba
buscando. Juró
encontrarlos hasta en la
tumba y sacarlos si era
preciso y poder cumplir la
venganza que con mucho
esmero había urdido y
que de una vez por todas
calmaría su angustia.
Aquellos tres eran los
mismos que habían
matado a su hermano y
habían violado a su
cuñada. Ella también
había muerto, pues no
soportó la afrenta ni el
dolor de haber perdido a
su esposo. Eso sí, antes
de morir pudo hablar con
Víctor e identificar a los
autores del hecho
monstruoso cuyo
recuerdo no lo dejaba
vivir tranquilo. No se lo
permitían en la memoria
los sonidos de las
palabras de Luisa, su
cuñada, lloriqueos que
aún percibía como
zumbidos. Y ahora los
veía de cerca. Por lo visto
todo le estaba saliendo a
pedir de boca y los iba a
tener como sus
compañeros de celda. No
lo conocían. Ellos no
merecen estar en
ninguna parte, ni aquí
siquiera. Deben morir.
Pero aquí no tiene
sentido la muerte, ya que
un preso no vale nada.
Debo exterminarlos fuera
de aquí. Estar preso y
estar muerto. No, no es la
misma cosa. Okey
“Vitico”, no pienses
tanto... te quedas como
lelo. ¿Tienes cigarros?
De pinga pana, aquí vas
a estar bien con nosotros,
no te preocupes. Ya mi
mamá nos dijo que tú la
habías conocido y que te
empataste con Katiuska,
que tú de vez en cuando
nos mandabas cigarros
desde allá afuera, que
estabas viviendo en el
barrio y que te estabas
preocupando por
nosotros. Eso está
bueno, chamo. Pero lo
malo es que caíste preso
en vez de continuar
afuera. Desde allá es de
donde nos pueden
ayudar a salir, ¿cómo fue
eso que caíste, mi pana?
Una pelea con un tipo por
un carro. Lo partí. Yo no
voy a durar mucho aquí,
yo me escapo por
cualquier parte y si
quieren que yo les diga
algo, bueno pues,
escuchen: esta es la
segunda vez que yo
caigo, conozco esta
cárcel muy bien, conozco
mucha gente aquí,
guardias y vigilantes que
parecen honrados, pero
no lo son. Ya
inventaremos, ya
inventaremos. Los días
fueron pasando. Al cabo
de un mes “Vitico” ya no
aguantaba la actuación.
Los cuentos de “Chato”
casi le hacían perder el
control. Una tarde llegó
del patio, alegre. Llamó a
sus compañeros: ¿se
acuerdan que yo les dije
que conocía esta cárcel
muy bien? Okey. Ya
contacté la persona que
nos va a ayudar a
escapar. Ya le entregué el
dinero que me dio mi
familia junto con el que
nos trajo la señora
Zardila. Nos iremos esta
misma noche. A las doce
en punto van a venir a
buscarnos. Nos llevarán a
la entrada oculta de un
túnel que está por aquí
mismo dentro del edificio
que es por donde nos
vamos a escabullir de
aquí para salir muy atrás
de la carretera, en el
monte. El Negro dice que
primero nos lleva a dos y
después los otros, o sea
una división
momentánea, él sabe su
cosa. Mucho cuidado
muchachos, no hablen
con nadie que sea
extraño a nosotros, este
es un negocio delicado.
El Negro Antonio no
perdona. ¿Quién es ese
Negro Antonio, “Vitico”?
Es un vigilante que desde
hace tiempo se está
haciendo rico ayudando a
escapar a los presos.
Puso a otros a abrir un
hueco con una entrada
supe secreta que oculta
muy bien. Esos presos
que abrieron ese túnel
eran de su entera
confianza, se escaparon
y nadie supo. Ya saben,
nadie habla. Esta noche
nos toca a nosotros.
Ahora vamos a dar un
recorrido por allí,
compraremos dos
carteritas de aguardiente
que nos caliente.
Recuerden: comenzamos
a las doce, primero
“Tapara” y yo, después
ustedes dos. Así
comenzó la odisea del
escape. El túnel estaba
hecho por otros presos
que se habían
escabullido antes. El
funcionario era quien
conocía el secreto. Doce
y media. Ahora ya
estaban afuera, casi a las
puertas de la libertad.
¡Vamos! ¡Mucho cuidado!
Viene la parte más
peligrosa, tenemos que
bordear ese cerro antes
que amanezca. Nos
separemos. ¡Pobre
“Tapara”! Marchaban por
la oscuridad, casi a gatas,
silenciosos, cruzando
primero un gran maizal.
Después brincaron una
cerca y de aquí comenzó
a presentarse el monte
agreste. No nos
perdamos. Siempre hacia
delante. Recuerden el
“Pico del Águila”, es la
guía. Estamos como a mil
quinientos metros.
Apúrense, no desmayen.
¡Pobre “Tapara”! ¡Pobre
“Tapara”! ¡Qué mala
suerte tuvo! La noche se
tornaba más negra y
húmeda y el caminar
subrepticiamente por
aquellos parajes que
circundaban ya bastante
lejos de la Penitenciaría
significaba que ya
estaban a salvo. Se
detuvieron un momento a
descansar. La voz de
“Chato” sonaba hueca:
oigo como que “Tapara”
me llama. ¿Tú no,
“Catire”? ¿Y tú, “Vitico”?
Escucho que me dice:
“¡Libres otra vez! ¡Libres!”
Beban. Beban. “Vitico”
ofreció la otra botellita
plana que sacó de no se
sabe dónde. ¡Beban! Los
otros lo hicieron, menos
él, quien solo jugó con el
frasco cerca de sus
labios. En la oscuridad se
vale todo. Algo pasaba.
Había comenzado una
somnolencia colectiva en
los otros. Solo “Vitico” lo
sabía. Sí, libres. Y deben
morir libres, imbéciles. En
su interioridad se sumía
en los recuerdos de las
muertes de sus seres
queridos. El propio
infierno vivido por su
hermano Efraín y la
esposa de éste, Luisa,
meses atrás, allende la
distancia y el tiempo,
cuando en su camioneta
repleta de cosas,
viajaban hacia la
Hacienda “Los Curas”,
ubicada en un sector
montañoso entre los
poblados de “La
Guaricha” y “El Deleite”.
Para llegar hasta allá
dejaron la vía principal y
se adentraron a través de
una solitaria carretera de
tierra ensombrecida por
la fronda de muchos
árboles. En aquellos
parajes fueron asaltados
por un grupo de tres
antisociales: “Chato”,
“Catire” y “Tapara”. Luego
los golpes recibidos por
Efraín en el suelo, boca
abajo que casi lo dejaron
inconsciente, los
lloriqueos de la mujer, sus
gritos acompañados con
la infame violación. No
me veas coño e tu madre
porque te quiebro. ¡Que
no nos veas chico! ¡Mete
la cabeza en el suelo! Las
patadas. Matémoslo.
Apúrate “Chato” que
después voy yo. ¡Ja, ja,
ja!, sécala, pues pajúo.
Ahora yo, ahora me toca
a mí. Menéate perra, no
sirves pa’ un coño. Me
estás viendo. Me estás
viendo. Es mejor que
matemos a este carajo.
Nos puede reconocer por
ahí en la calle. No
dispares marico, cuidao
con vaina, pueden venir
los dueños de esto,
vámonos. Si nos
reconoce en la calle y nos
busca vaina lo
quebramos. ¡Que no nos
veas, chico! Y ¡Pum! ¿Tú
eres loco? ¡Le diste
“Catire”! ¡Coño, corre!
¡Vámonos de aquí!
Corrieron. El disparo fue
certero, en la frente.
Efraín quedó boca arriba,
con los dos ojos abiertos,
como queriendo salir de
sus órbitas. Luisa estaba
casi desmayada pero aún
tenía la conciencia vívida.
“Vitico” nunca pudo
olvidar la cara que su
cuñada puso cuando le
contó todo aquello,
cuando le dijo que eran
tres, que a uno de los
bandidos le decían
“Chato”, el otro “Catire” y
había un tercero que era
un negrito. Después vino
el suicidio. Ella ingirió
gramonzón. A partir de
aquel momento “Vitico”
comenzó a indagar. Se
valió de todas las
artimañas que pudo
utilizar y con bastante
trabajo averiguó el
nombre del barrio donde
vivían los malandros, sus
apodos, sus familias.
Estaba jugando con
fuego cuando comenzó a
pasearse por las calles
de “La Guaricha” sin
ningún plan específico,
pues en realidad tenía
miedo de perecer a
manos de los maleantes
sin poder consumar su
venganza, no obstante
utilizaba toda su
inteligencia para ejercer
un buen papel de
detective siniestro en
busca de la venganza.
Por aquellos tiempos
andaban los facinerosos
en busca de dinero del
grande como ellos decían
en su argot por el mundo
de la delincuencia:
Escuchen muchachos,
los cinco juntos y sin
miedo. “Kiko” y
“Mambelas”, como ya
tienen más experiencia
en este tipo de atraco
irrumpirán en la parte de
adentro, serán los
encargados de someter a
todo el mundo mientras
sacan todo el dinero. Yo,
“Catire” y “Tapara”
estaremos por fuera en
espera de ustedes que
vendrán con la “postura”.
Nosotros desde afuera
controlaremos la retirada
con el carro prendido y
estaremos atentos a todo.
Si llega la policía y
podemos “pirarnos” lo
haremos, mano, pero si
tenemos que enfrentarlos
no les enfrentaremos,
pero yo creo que esto no
va a suceder porque ya
todo lo tenemos muy bien
planificado y sabemos
cómo es la vigilancia
policial en ese banco. Así
que mañana, antes de la
hora indicada, todos nos
reuniremos en el bar de
Freddy, nos tomarnos
unos roncitos y luego
hacemos el trabajo como
debe ser. Al día siguiente
el “trabajito” se les
convirtió en tragedia.
Murieron “Kiko” y
“Mambelas”. También
murió un transeúnte y un
policía. Víctor lo supo y
se alegró de que no
hubieran muerto los tres
que andaba buscando, a
manos de otro, porque a
partir de ese momento su
meta era matarlos,
liquidarlos, triturarlos,
vengar la muerte de su
hermano, vengar la
muerte de Luisa. Por eso
se transformó o mejor
dicho ya estaba
transformado en el peor
de los vengadores para
buscarlos hasta dentro de
la misma cárcel. Tenía
que entrar allí y cumplir
su cometido. Pero ¿cómo
hacerlo? Todo a su
tiempo. Nada más fácil
que robarme un carro y
dejar que me atrapen
sanito y salvo. Bueno,
todo a su tiempo. Era una
persona jovial y muy hábil
para relacionarse con la
gente, lástima que lo
corroía el rencor y que
también delinquía.
Recorrió el barrio de
palmo a palmo. Se
documentó bastante,
ubicó la casa del “Catire”,
“Chato” y “Tapara”. Hizo
amistad con los vecinos
de la señora Zardila,
igualmente con ella y su
hija Katiuska, ésta,
rápido, lo inscribió en su
colección de machos. Fui
muy amigo de tu
hermano mayor. Fui su
confidente cuando
trabajábamos en
Caracas. ¡Cómo nos
divertíamos en el
“Urupagua”! Señora
Zardila, Katiuska, el
destino me puso aquí.
Vamos a echar pa’ lante.
¡Ay “Vitico”!, mis
morochos te quieren decir
papá. Que me digan, que
me digan y también los
otros. Somos una sola
familia. Cuenten conmigo
mujeres, para sacar a los
muchachos de la cárcel...
y cumplió. La una en
punto. ¿Qué pasa? Me
duermo, ¿qué nos
diste...? ¡Uggg! Estoy
mareado, voy a caer,
¡Aggg! Yo también.
¡Ayúdame “Chato”! ¡Me
ahogo! “Vitico” los
observaba con una tenue
sonrisa. Vio cuando
ambos se desplomaban
agonizantes.



EXPLICACIÓN DEL
MIEDO

Estaba asustado, pero


contento. Tenía la
seguridad que los
millones guardados en el
banco, los carros, aquella
casa de dos plantas, más
otra de habitaciones para
alquilar iban a ser míos,
solamente míos. Luego
buscaría otra compañera,
una compañera acorde a
mi forma de ser, no como
Virginia que me tenía el
mundo hecho cuadritos
casi desde el mismo día
que nos pusimos a vivir
juntos. Cuando llegué a la
ciudad, con poquita plata,
sólo en alquilar una
habitación en su casa
casi se me fueron los
realitos. No tuve suerte
para los trabajos, aunque
busqué bastante, pero se
me presentó la ocasión
de que ella, la dueña de
todo aquello, se
enamorara de mí. Para
entonces, recién llegado
del pueblo y sin
experiencia, no lo pensé
y accedí, ansiando a
tener algo. Bueno, amor
de ella hacía mí había,
pero yo no la quería. Sin
poder remediarlo me
enamoré fue de la
muchacha de servicio,
Nebraska, con quien
mantuve entonces unas
relaciones de las más
lindas y de las más
escondidas. Virginia
nunca se dio cuenta,
pues Nebraska y yo nos
convertimos en unos
magos para que jamás
nos descubriera. Ahora
me estaba convirtiendo
en el asesino de Virginia,
si se tragaba el veneno.
Sí, porque solamente
vivimos en paz como tres
meses y después no me
dejaba tranquilo. Me tenía
vigilado, supervigilado y
aún más, después que
logró que yo fuera su
legítimo esposo. No sé
cómo aguanté estos dos
años. Quizá fue por
mantenerme cerca de
Nebraska. Acepté aquello
del casamiento porque
siempre hube sido
ambicioso. Todavía me
suenan en los sentidos
las palabras de ella: “Que
no te encuentre con otra
porque te la mato,
¿oíste?”. “¿Por qué llegas
tan tarde?”. “No te presto
más el carro”.
Inútil fue lograr convencerla para que se calmara. Yo le dije
hasta el cansancio que se quedara tranquila, que me dejara vivir a mi
manera y que la cuidaría hasta el día que muriera, porque me aseguró
que sufría del corazón y en una más que otra dejaría este mundo
donde no tenía más familia que yo, así me lo dijo varias veces. Pero se
empeñó en celarme hasta de mis amigos y últimamente desconfiaba
de la Nebraska. ¿Resultado?: un par de enemigos viviendo juntos. Lo
único bueno de ella era que dejaba que yo le robara algo de dinero,
quizá porque hasta masoquista era. Ahora todo estaba por concluir.
Aquella noche, después que me aseguré que se tomara el
café con una minúscula gotita de aniquilina salí a caminar hacia el
centro, como siempre lo hacía. Eran como las diez de la noche y si mis
cálculos no erraban, dentro de dos horas más o menos o en el propio
sueño, el veneno produciría su efecto letal: “temblor en todo el cuerpo,
adormecimiento de la lengua, de la cara”. Estando en el cine no pude
concentrarme en la trama de la película. ¿Cómo? Después salí a dar
una vuelta por El Riacho, donde me deleité con el espectáculo musical
hasta después de la medianoche. Todo marchaba tal cual lo planifiqué:
apenas llegara y encontrara a Virginia sin vida avisaría a su médico,
nuestro amigo León, y después a la funeraria. Repasé mi estado
mental y recordé que días antes el doctor León, hombre adicto al
dinero fácil, después de venderme el pequeño frasco de aniquilina e
indicarme los pasos a seguir, me había prometido que apenas
recibiera mi llamada se trasladaría a casa para suscribir el
correspondiente certificado de defunción: muerte por ataque cardiaco,
y de inmediato yo le cancelaría sus dos millones contantes y sonantes.
Ya eso era cosa hablada. Pero, menuda sorpresa. Como a las dos de
la madrugada cuando llegué a casa, ya no podía ocultar el
nerviosismo, los árboles se me abalanzaban y las nubes se evadían
del cielo a una velocidad espeluznante. Quizá ya me había graduado
de asesino. El solo pensarlo hacía que viera visiones, pero si no lo
hacía así quizá nunca podría ver los millones. Eso me reconfortaba.
No tenía marcha atrás y siguiendo el devenir de los
acontecimientos, constaté en mi libreta el número telefónico del
médico loco, el único humano poseedor de mi secreto, su secreto:
“ardor intenso en el estómago, enfriamiento patético, contracciones,
trastornos sensoriales, sensación de tristeza y por último, la muerte”.
Al llegar y aprestarme a entrar me cerraron el paso. Tremenda
sorpresa: era un PTJ, le vi su credencial. Me asusté más. Al
identificarme como Edgardo Araujo, esposo de Virginia Estanga, me
dijo que yo parecía hijo de ella, pero no rió. En ese momento salieron
del interior de la casa dos funcionarios más. Uno de ellos, alto, de
frente amplia me preguntó si yo era Edgardo Araujo. Afirmé. “Lo
lamento mucho, ha muerto su esposa, acompáñenos hasta la sala,
necesitamos conversar con usted”. Hice un gesto de sorpresa que ya
había ensayado. Temblaba mi semblante, mientras el sudor helado me
invadía a esa hora de la madrugada. El otro, un joven espigado, fue el
que dio comienzo al interrogatorio: “¿Cuántas personas viven en esta
casa?” “Tres: la difunta, la muchacha de servicio que está libre y yo,
pero en esa parte del fondo viven como cinco inquilinos”. “¿Qué hizo
usted esta noche?, por favor debe tener alguna explicación.” Conté
pormenorizadamente sobre mi salida; le dije el nombre de la película,
sobre mi recorrido, }sobre la tasca El Riacho y los cantantes, todo muy
bien coherenciado. Al terminar me dijo que todo lo que le conté
concordaba con lo que habían investigado. Luego fue que me di
cuenta de la presencia de Nebraska, a quien habían ido a buscar y que
por lo visto ya había sido descartada de sospechas, pues se
marchaba. “¿Cuánto tiempo tenían ustedes de casados?” “Dos años y
medio”, contesté. “¿Usted fue el último que la vio con vida?” “Sí”. Los
PTJ me acosaban con otras tantas preguntas y yo no podía sacarle
nada con respecto a saber el nombre de la persona que había avisado
a la policía. Luego, con el fragor de la angustia que ya me delataba fui
sintiendo un miedo intenso. Algo me pasaba, todos me veían y me
retrataban como el victimario, estaban jugando con mi desesperación,
se divertían con mi culpabilidad. “¿Y entonces?” preguntó el inspector
de frente amplia viéndome intensamente a los ojos. Al oír esta
pregunta no sé qué me sucedió. Me paré de la silla de un brinco y
llevándome las manos a la cabeza les grité: “Está bien, está bien.
¿Para qué más preguntas? Yo la maté, yo la maté”. Los funcionarios
se sorprendieron: “¡Diablos! ¡Qué puntería la tuya! ¡El disparo fue en
toda la frente!





Nota del autor

En algunos cuentos extraídos de casos reales, he tratado de
respetar el habla auténtica y coloquial de los personajes.
Septiembre 2017

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