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ION AGHEANA HABLA SOBRE CIORAN*

Carlos Ariel Betancur


Octubre de 2018

Cioran prefería considerarse como un pensador, no como un filósofo. El filósofo


asume serios compromisos que le impiden pensar libremente; el pensador, en cambio, huye
a cualquier compromiso. El pensador –tal como lo entiende Cioran- no tiene por qué ser
coherente; el filósofo, en cambio, sí. No le perdonamos a un filósofo falta de coherencia.
Un filósofo declara, de manera explícita o no, la firmeza de unos presupuestos y construye
a partir de ellos todo un sistema explicativo del mundo. Este sistema no admite grietas. Sin
embargo, la vida es de otro modo. La vida tiene grietas. Ningún sistema puede, pues, decir
la vida. El sistema habla en un lenguaje distinto al lenguaje de la vida. El pensador puede
contradecirse y de ningún modo puede afirmarse que si así procede entonces es falto de
responsabilidad, negligente. Es la vida la que es irresponsable. El pensador sólo debe
exigirse explorar las cosas tal como si las viera por primera vez. Hay que pensar las cosas
viéndolas sin un aspecto preconcebido. El pensador pretende hablar en un lenguaje cercano
al lenguaje de la vida, no imponer un nuevo léxico; el filósofo, en cambio, ve el mundo con
el prejuicio de unos condicionamientos teóricos, usa un lenguaje que corresponde a su
teoría.
Para Cioran sólo lo afectivo es real: así declara una desconfianza radical ante la razón.
La razón obliga a ver sólo aquello que se quiere ver y, además, justifica el paso de la
opinión a la convicción. No hay nada más absurdo que poseer convicciones y certezas
porque la vida carece de ellas. Sólo aquellos que no piensan profundamente tienen
convicciones. La razón, también, es un camino inadecuado para alcanzar el Absoluto; sólo
la música y el éxtasis místico son legítimos medios de acceso. Sólo un camino no-racional,
un camino sin lenguaje, una vía absolutamente afectiva, puede conducir al hombre hacia la
realidad esencial. De hecho, existencialmente pensamos con los sentidos y no con el

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Se trata de una entrevista que Cañeque y Grau (2007) registran en Cioran: un pesimista seductor. Este texto
abordará brevemente –y a manera de resumen- algunas de las intervenciones de Ion Agueana. En razón de la
extensión de la entrevista y de la gran diversidad de temas que allí se tratan, se intentará fijar un foco de
atención relacionado con la diferencia entre ‘naturaleza’ e ‘historia’ o, en otras palabras, entre lo ‘esencial’ y
las ‘apariencias’, entre la ‘profundidad’ y la ‘superficie’, entre la ‘afectividad’ y la ‘razón’.

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intelecto. De aquí que cualquier enfermo piense más que un filósofo. La razón nos extravía
en la toma de consciencia de nuestro cuerpo y nuestro presente. La enfermedad, ese caso
extremo de padecimiento y de sensibilidad, hace tomar consciencia de aquello que somos.
Cuando sufrimos no se puede hacer más que sufrir, no está a nuestro alcance dejar de sufrir,
y esta evidencia nos ancla en la realidad.
Ante la desconfianza con respecto a la razón, Cioran reclama una actitud escéptica,
Cioran reclama la duda. La duda es un componente activo de la conciencia y representa una
modestia en lugar de la ambición por conocer el absoluto. No obstante, se trata de una duda
no sistemática. Tiene que recuperarse la duda del plano de la ideología. No hay que ordenar
ni imponerle límites a la duda. Dudar metódicamente no es dudar. La duda metódica es un
proceso o una vía más para llegar a la convicción. Y la duda des-metodizada tiene un
propósito radicalmente opuesto: contrariar toda afirmación concluyente.
Cioran también reclama locura. Pero no se trata de una forma de locura de esas que
se manifiestan cuando alguien adhiere a una ideología, cuando se construye una forma
totalizante y única de apreciar la vida. De hecho, la vida no tiene énfasis. Sólo se vive por
vivir. Y en esto consiste la ‘gracia’, el destello del Paraíso perdido en la tierra. La gracia,
ese ritmo natural de la existencia donde no interviene la voluntad humana; la gracia, que
redime al hombre de la perversión del deseo y del orgullo; la gracia, que resitúa el lugar de
la eficacia (santo moderno de la cultura) frente al privilegio de la naturaleza, es un arma de
combate frente a ese tipo de locura. Cioran habla de otra locura. En orden a esta
desconfianza ante los afanes racionales del hombre, Cioran aboga por una locura erasmista
que individualiza al desmentir las exigencias antivitales de la moral y la sabiduría. Se trata
de una locura que exige justicia para las pasiones humanas.
El hombre se individualiza cuando su vida corresponde, precisamente, al dinamismo
vital. Sólo es un hombre auténtico aquél que es indiferente, como indiferente es la vida.
Realmente la historia no tiene coherencia y no responde a ningún significado. Los
acontecimientos simplemente ocurren. La historia tiene, también, una indiferencia vital.
Pero la cultura ha obligado a pensar las cosas de otra manera: como si lo que sucede tuviera
un comienzo o persiguiera un fin.
Incluso en relación al suicidio, Cioran presenta una posición ciertamente indiferente.
Él no es ningún apologista del suicidio; lo que elabora, más bien, es un análisis con el

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propósito de eliminar la carga de prejuicios que pesa sobre el hecho de acabar con la propia
vida. De algún modo, Cioran revela la dosis de locura en términos ideológicos que recae
sobre la apreciación acerca del suicidio. Él muestra los condicionamientos morales,
religiosos, culturales, políticos, etc., que condenan una práctica. Pero en el fondo Cioran es
indiferente pues no hay nada cierto en vivir y no hay nada cierto en morir. Nadie puede
asegurar que es mejor estar muerto. Además, el suicidio por sí mismo enseña una valiosa
importancia: se trata de algo estrictamente personal, como es personal el conocimiento, el
‘verdadero’ conocimiento, que no se ejecuta por razones externas. Un conocimiento
elaborado por encargo no es tal. Y un conocimiento que no haya nacido de las propias
afecciones tampoco lo es. Cioran, si bien no fue un apologista del suicidio, sí lo fue de la
pasión.
Se pierde la humanidad cuando se recurre exageradamente a la razón. La razón no
responde los asuntos ‘fundamentales’. Las definiciones no son más que las mentiras del
espíritu abstracto. El pensamiento sólo varía los adjetivos: siempre sufrimos pero el
sufrimiento ha sido considerado unas veces sublime, otras veces justo, otras absurdo, etc., y
sobre estas bases se han construido difíciles y complicadísimos laberintos argumentativos.
La filosofía está muy lejos del misterio de la vida, de lo esencial, porque no habla en un
lenguaje afectivo. La música, la poesía y la mística, en cambio, se acercan por esta razón.
La filosofía sólo acepta el raciocinio como modo de acceso a lo real. La filosofía persigue
la verdad aun cuando ella sea, en el fondo, un error insuficientemente vivido o pensado.
Por cuenta del estilo, la filosofía se sitúa por encima de la vida. La filosofía ha
subordinado el sentimiento a la razón. El pensador, para apartarse de este condicionamiento
que se deriva de la práctica filosófica misma, debe deshacerse de estilos y escapar de
fórmulas. El estilo surge allí cuando pensamos que el acento de una idea es más importante
que la idea misma. Se trata, de algún modo, de un ejercicio en que se voltea la mirada
puesta en el mundo para concentrarnos en nuestro lenguaje. De nuevo, las exigencias de
estilo impiden que el pensamiento hable en el lenguaje de la vida. Para Cioran, esto sugiere
que los grandes escritores ocultan algo y, por otro lado, los pequeños escritores están más
cerca de lo real y son más honestos: los primeros quieren pertenecer a su tiempo y para ello
requieren coherencia y practicar el estilo de moda. Para conocer a un autor no ayudan
mucho las obras; para este propósito resulta mejor revisar su correspondencia, donde

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aparece hablando el hombre y no el ‘profeta’. Todo esto explica, por lo demás, la aparición
del artista inteligente en la modernidad, un artista que toma su inspiración desde fuera, no
desde sus afecciones, que constituyen el verdadero puente entre lo real y él.
Hay otro mal de la cultura moderna. Tiene que ver con la valoración del tiempo. La
cultura goza con el ritmo vertiginoso, la rapidez, la celeridad, la eficacia de la vida,
mientras que la naturaleza guarda un ritmo sostenido; lo que la cultura apetece con
intensidad, la naturaleza reclama con duración. La cultura ha despachado una vieja
expresión, ‘Festina lente’, procede sin prisas, y ha pulverizado el presente. El presente
ahora aparece, quizá, como un simple tránsito hacia lo que viene, como una pieza más para
alcanzar un proyecto. Se ha codificado el presente en la escritura de un futuro ‘próspero’.
La modernidad, en fin, ha olvidado las palabras de Marco Aurelio: “el presente es el único
momento privilegiado de la existencia”.

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