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CABALLERO
Como a los arroceros del Huila, pronto les llegará su turno a los
algodoneros, a los paperos, a los cafeteros, a los zapateros y a los
músicos.
Hace veinticinco años Colombia exportaba alimentos (y no solo café). Ahora los
importa (incluyendo el café). ¿Qué queda hoy en el campo colombiano que todavía
sea rentable? Solamente la coca, que por ser ilegal escapa al control del gobierno. El
cual, en consecuencia, la persigue. (Por orden, no sobra decirlo, del gobierno de
Estados Unidos).
Piden tres cosas los promotores del paro agrario reunidos en la MIA (Mesa
Nacional Agropecuaria y Popular de Interlocución y Acuerdo). Una curiosa
organización de organizaciones que, curiosamente, no ha sido señalada todavía
(cuando esto escribo) como un torpedo terrorista manipulado por las Farc. Tal vez
lo sea. En todo caso, sus tres peticiones parecen dictadas por la más elemental
sensatez: poner fin a las fumigaciones de los cultivos ilícitos, suspender la
importación de alimentos de producción local, y revisar los tratados de libre
comercio firmados en los últimos años por Colombia.
Inútiles y dañinas porque no eliminan los cultivos ilícitos sino que los empujan
selva adentro, provocando más deforestación en un país que es casi el primero del
mundo en esa empresa destructora; y dañinas a secas porque no solo envenenan
los cultivos prohibidos, sino también todo lo que crece en torno: los cultivos de
pancoger, la gente, las aguas.
Así, por ejemplo, el TLC con los Estados Unidos le prohíbe a Colombia subsidiar
sus productos agropecuarios, no solo para la exportación sino para el consumo
interno; pero en los mismo días en que ese tratado entraba en vigor, el Congreso
norteamericano decidía duplicar los subsidios gubernamentales otorgados a su
propia agricultura, que pasaron de un golpe de 50.000 a 90.000 millones de
dólares anuales. (Porque también sus recetas de libre comercio son solo para la
exportación).
Como a los arroceros del Huila, pronto les llegará el turno a los algodoneros, a los
paperos, a los cafeteros, a los lecheros, a los criadores de pollos y de cerdos. Y a los
zapateros, y a los músicos.
¿Y a los gobernantes no? Sí, claro. Son ellos quienes han puesto a los demás en ese
brete, imponiéndoles su propia sumisión. La cual es voluntaria. Debida “a la
convicción, y no a la coacción”, para usar la frase de Ernesto Samper cuando
arrancaba en persona matas de coca para que no le quitaran la visa.