Toda la misión pastoral que se desarrolla, de múltiples maneras, dentro de la Iglesia
está dominada por la palabra evangélica «Yo soy el buen pastor» (Jn 10,11.14). El hecho mismo de que esta declaración solemne se repita dos veces seguidas destaca su importancia. Jesús subraya así el significado de su presencia personal en la tierra. Entre las afirmaciones de identidad que comienzan por «Yo soy», ésta se impone de manera especial como una definición que ilumina todas sus actividades, pues revela un aspecto fundamental del sacerdocio de Cristo. La intención pastoral no es algo secundario; es más bien una síntesis de todas las aspiraciones que se expresan en la misión del Salvador. Es necesario recordar que la expresión usada no tiende directamente a indicar bondad, puesto que debería ser traducida literalmente como «el pastor hermoso» o «el pastor excelente». Se trata de un pastor que posee la perfección de todas las cualidades. La bondad es, por cierto, una cualidad propia del comportamiento de Jesús, pero no la que él quiere poner de relieve en estas circunstancias. Opone más bien su comportamiento como pastor al de los ladrones y bandidos que van a robar, matar y destruir. No menos evidente es el contraste con el mercenario que, por no ser pastor, abandona las ovejas y huye al ver llegar al lobo. Jesús no sólo no ha perseguido nunca su propio beneficio en sus relaciones con los hombres, sino que ha demostrado su amor diciendo: «El buen pastor da su vida por las ovejas». Él realiza el ideal del perfecto pastor por medio del don de su propia vida. Tan elevada es esta disposición del alma que supera el modelo de pastor que los escritos del Antiguo Testamento atribuyen a Dios. Dios había sido reconocido como una figura soberana del pastor, y repetidas veces había marcado la distancia entre su comportamiento y los numerosos defectos de los pastores humanos. Pero el Dios venerado por Israel no hubiera podido emprender la senda del sacrificio ofrecido por sus ovejas, pues ésta exigía la Encarnación. Como buen pastor, sólo el Hijo encarnado podía, por medio del sacrificio de la cruz, llevar hasta el final su generosidad. Jesús ha indicado claramente que este signo supremo de amor es la propiedad que distingue al buen pastor. Así todo el camino pastoral de la Iglesia ha sido orientado hacia ese modelo más alto de amor; el sacerdocio ha sido guiado, de manera definitiva, desde lo alto hacia un don generoso, semejante al del buen pastor.