por Claudio Paolillo La señora Lucía Topolansky tiene una indiscutible virtud política: a diferencia de otros colegas suyos, no esconde lo que piensa y lo dice para que todo el mundo lo sepa. No anda con vueltas ni emplea palabras difíciles para llamarle al pan “pan” y al vino “vino”. Además, dado que inviste la calidad de primera senadora del gobierno, es la esposa del presidente de la República y ejerce un liderazgo palpable en el Movimiento de Participación Popular (MPP), grupo político del Frente Amplio que marca el rumbo de la actual asministración, todo lo que dice debe ser atendido con la mayor seriedad. El sábado 28 de abril, Telam —la agencia oficial de noticias del gobierno argentino— difundió una extensa entrevista con la senadora Topolansky, durante la cual habló de muchas cosas y, en particular, de lo que su gobierno pretende de las Fuerzas Armadas. (La información respectiva está detallada en la página 10 de esta edición de Búsqueda). Ella dijo, como algo casi natural, que su partido aspira a que los militares le respondan. “Precisamos Fuerzas Armadas fieles al proyecto nuestro”, afirmó. Opinó que la circunstancia de que el actual comandante del Ejército y el actual jefe del Estado Mayor de la Defensa sean hijo y hermano, respectivamente, de ciudadanos que estuvieron presos en el período de la dictadura, significa un cambio que “no se había visto” hasta ahora. Como si los lazos de parentesco fueran necesariamente vinculantes en materia política. La senadora continuó. “Yo no digo que esto tenga un efecto mágico inmediatamente y que de allí tengamos unas Fuerzas Armadas revolucionarias. No, no estoy diciendo eso; no soy tan utópica. Pero sí pienso que empezamos un camino distinto”, precisó. ¿Cuál sería ese “camino distinto”? Pues “transformar” a los militares y, para ello, “hacer un trabajo en esas cabezas”, de modo de intentar colocar a las Fuerzas Armadas “de nuestro (su) lado” a efectos de “sobrellevar cosas”. ¿Qué “cosas”? Un golpe de Estado, por ejemplo. “Tenemos que mirar muy bien lo que pasó en Venezuela. A Chávez lo salvó (en 2002) la movilización de la gente, pero hubo un puñado de militares que fueron decisivos. ¡Decisivos!”, afirmó. Y aludió a “un numerito”. “Preciso por lo menos un tercio de la oficialidad y la mitad de la tropa de mi lado, como una meta”, declaró. Y, por si fuera poco, reconoció: “Me gustaría todo”. Veamos: 1) la senadora aspira a partidizar a las Fuerzas Armadas (las quiere “fieles” a su “proyecto”); 2) habla de “Fuerzas Armadas revolucionarias” como algo muy utópico hoy día, aunque también lo desea; 3) plantea “hacer un trabajo” en las “cabezas” de los militares (¿tipo lavado de cerebro?); 4) agita el fantasma de un nuevo golpe de Estado en Uruguay cuando no existe ni la más remota posibilidad de que algo parecido a eso pueda suceder; 5) pide mirar la experiencia de la Venezuela del comandante Chávez (donde los militares son el brazo armado del partido del presidente y han sido forzados a asumir la consigna “Patria, Socialismo o Muerte”); 6) llega a ponerse metas sobre cuántos oficiales y soldados precisaría a su “lado”, por más que confiesa que los prefiere a todos. En un momento de sus manifestaciones a Telam, la senadora refiere a la Constitución y a las leyes. Pero la Constitución prohíbe expresamente todo lo que ella quiere. El artículo 77 dice que “los militares en actividad, cualquiera sea su grado, (...) deberán abstenerse, bajo pena de destitución e inhabilitación de dos a diez años para ocupar cualquier empleo público, de formar parte de comisiones o clubes políticos, de suscribir manifiestos de partido, autorizar el uso de su nombre y, en general, ejecutar cualquier otro acto público o privado de carácter político, salvo el voto”. Si esta premisa constitucional es vulnerada, la propia Carta prevé el pase de los antecedentes a la Justicia ordinaria. Lo que está en juego es demasiado claro y, también, demasiado importante: la Constitución prevé a texto expreso una fuerza militar no partidizada y la senadora Topolansky promueve una fuerza militar “fiel” al proyecto político de un partido; la Constitución prevé militares profesionale y la senadora Topolansky los quiere militantes políticos armados. O sea: la primera senadora del gobierno, que ya ocupó desde el 1° de marzo de 2010 la Presidencia de la República por ausencia simultánea del presidente y del vicepresidente, así como la Vicepresidencia de la República, propone violar la Constitución. A veces, los uruguayos tienden a confundir formas con esencias. Como el presidente dice de sí mismo —lo hizo esta semana durante el acto del 1° de Mayo— que es “un viejo ignorante y analfabeto”, como el ministro de Defensa habla ante un auditorio empresarial y emplea el más vulgar de los lenguajes para referirse a asuntos de alta sensibilidad y como la primera senadora del gobierno alude a temas de envergadura de manera “acanariada” y comiéndose las eses, entonces suele asumirse, consciente o inconscientemente, que los jefes tupamaros son “más o menos creíbles” y, por tanto, se les asigna una suerte de impunidad porque, en el fondo —se cree— “no saben bien lo que hacen ni lo que dicen”. Si Sanguinetti, Lacalle, Batlle o Vázquez se hubieran descrito a sí mismos durante sus mandatos como “ignorantes” o “analfabetos”, con buen tino mucha gente les hubiera pedido la renuncia ante tamaña confesión. Y si el principal senador del gobierno en cualquiera de los cuatro primeros períodos democráticos hubiera planteado violar la Constitución en reiteración real, su propia bancada lo marginaría. Pero no; los “tupas” son distintos. ¿Distintos en qué? Tienen el poder, legítimamente habido, en elecciones libres y limpias. Pero mientras esto sea una democracia republicana, el ejercicio del poder conlleva una serie de limitantes, prerrogativas y obligaciones que, si eran exigibles para sus antecesores, también lo son para ellos. Tomarse en serio lo que hacen los gobernantes es lo menos que pueden hacer los ciudadanos. No sólo por respeto a sí mismos sino también por respeto a quienes fueron designados por ellos mismos para que manejen sus asuntos en forma temporaria. La desacralización del poder es una cosa; pero reírse de las instituciones y de las esencias democráticas y republicanas es otra bien diferente y, por cierto, muy peligrosa.