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A PROPOSITO DE LA DESTITUCION DE PIEDAD CORDOBA Y DE LA MUERTE DEL

MONO JOJOY.

Hace días me hice el propósito de no volver a escribir sobre temas de la actualidad colombiana,
quizás equivocadamente, pero fundada mi decisión en los artículos de prensa y, fundamentalmente,
en los comentarios soeces y desproporcionados, de los ciudadanos que los firman. No se dan
cuenta que esa actitud descalifica, ética y moralmente, aun llevando razón, a quienes los suscriben.
Pero debemos de convenir que su actitud es el reflejo de una política de desinformación, de
desconocimiento de las instituciones que nos rigen, de ignorancia supina sobre los manejos del
poder, de miedo a lo que ocurre a lo largo y ancho del país, de sometimiento a los dictados de la
violencia, de incredulidad ante la ineptitud o la complacencia de los jueces, de sometimiento a
quienes utilizando los medios de comunicación narcotizan a los ciudadanos falseando la verdad
creando paraísos y nirvanas donde solo existe odio, resentimiento, fanatismo y desdén por el otro
que piensa diferente, sirviendo, a contra pelo de la opinión pública, a quienes quieren imponer,
desde la caverna, el pensamiento único, que les permita obrar a sus anchas incumpliendo los
principios que han jurado defender.
Hoy, después de las lecturas de los diarios y de los comentarios anexos, sobre los temas motivo de
esta nota, me propongo llamar la atención de los ciudadanos, especialmente de los jóvenes, en aras
de las buenas maneras, de la reconciliación entre los ciudadanos, apostando por salvaguardar los
principios fundamentales de nuestra Carta Magna, de modo significativo en lo referente a la libertad
de expresión, fundamento sin el cual, la democracia no es posible. Nada agregamos cuando
afirmamos que el fallo es del sistema político y, menos aun, cuando señalamos con el dedo a
nuestro legitimo contradictor, al opositor, sea este comunista, fascista, liberal o conservador.
Debemos comprender que la disposición al desacuerdo, al libre disenso, así se lleve a extremos
fastidiosos, es la columna vertebral de una sociedad abierta. La democracia exige, para no
naufragar en el marasmo de las opiniones hechas, de la existencia de individuos que se opongan a la
opinión de las mayorías, porque una democracia de consensos, como el frente nacional, o de pactos
permanentes entre partidos políticos para repartirse el poder, no será una democracia que perdure
mucho tiempo.
Entiendo que a las comunidades les resulta más sencilla la vida cuando todos parecen estar de
acuerdo sobre su gobernabilidad, lejos de ideas reformistas por buenas que ellas sean, en aras de
salvaguardar las convenciones y las formas de convivencia, optando por rechazar al disconforme.
Pero también tenemos que aceptar que la vida, desde esa perspectiva restringida, será menos activa
y poco satisfactoria. Quien observe con detenimiento las sociedades, las naciones en que su
actividad democrática natural se ha detenido, vera que sus instituciones se han desintegrado y que
el caos reina para satisfacción de unos pocos que medran a costa del sufrimiento general de los
ciudadanos para los cuales gobiernan. Es el precio que se paga por acallar la voz de los
disconformes, aceptando luego, en silencio, un círculo cerrado de opiniones y de ideas en el que
nunca se permite la voz de la oposición, ni para escuchar el grito desgarrador del silencio impuesto
por la fuerza. Me dirá, algún avispado lector, que no es el caso colombiano, solo debo afirmar que,
aparentemente las personas siguen siendo libres de decir lo que les venga en gana, pero cuando sus
opiniones se apartan de lo que dice el statu quo, son apartadas y marginadas de la sociedad, cuando
no, asesinadas u obligadas al exilio. Los ejemplos de este proceder son múltiples en el país, y al
parecer, observando los últimos acontecimientos, está lejos de cerrase.
Creo que los ciudadanos en general, los intelectuales y los jóvenes en particular, están en mora de
participar activamente en la vida política de la nación. No podemos aceptar “el no me importa la
política”, porque es dejar en manos de desaprensivos la forma en que debemos gobernarnos, la
forma en que debatimos nuestros intereses comunes, el problema no es, ni se centra en saber, si
estamos o no de acuerdo con un acto legislativo sino en la forma en que se debate y los actores
interesados o no en que salga adelante. Es asombroso observar como las sociedades han ido
aceptando, sin protestar, la invasión indebida de sus derechos personalísimos, por no hablar de la
invasión de Irak, el racismo, la homofobia, las diferencias de clases, etc. En el siglo pasado los
intelectuales fueron la voz en defensa de las libertades: Se identificaron con las protestas contra el
abuso de poder por parte del estado secundados por los jóvenes que exigían un cambio de las
instituciones que consideraban caducas y alejadas de la realidad social a las que se aplicaban. Hoy,
tanto unos como otros, quizás sometidos por el miedo, hablan y escriben a contrapelo de lo que
ocurre en las sociedades avanzadas. Los ciudadanos en general, los intelectuales y los jóvenes en
particular no deben olvidar que si renuncian a la política activa abandonan a la nación en manos de
políticos corruptos, de funcionarios mediocres y venales, y al vaivén de los intereses desmedidos
de las multinacionales y de los grupos de presión. Por lo mismo no debemos abandonar el desafío
de la renovación tanto de las instituciones cuando la costumbre lo demanda como de la clase
política existente cuando sus principios y valores lesionan el interés general.
El disentir, la disconformidad, la disidencia, la oposición siempre han sido obra de mentes jóvenes
y renovadoras. Para corroborar este aserto basta con mirar las páginas de la historia: la revolución
Francesa, La revolución Americana, La independencia de América del Sur, La revolución de
Octubre, el New Deal, la Europa de la posguerra, el movimiento del 68, fueron movimientos
liderados por jóvenes. Frente a los excesos del poderes más probable que los jóvenes los afronten y
exijan su solución, que se resignen a ser sometidos y a acallar sus conciencias. Pero, como ocurre
hoy día, también, debido mas a la desinformación y a la persistencia de los desarreglos sociales, que
se sometan más que sus mayores a caer en el apoliticismo desviando sus intereses hacia cosas
superfluas, o a aquellas otras que llaman su atención y que llenan intelectualmente el espacio vacío
que les deja la política, como las ONG, Green Peace, médicos sin fronteras, etc., con la disculpa de
que, “la degradación política no es cosa nuestra”. No son conscientes de que la sociedad en que
viven, las instituciones que se ha dado solo podrán seguir existiendo en la medida en que su
compromiso con la gestión de la cosa pública no decaiga.
Todo lo que tiene el ciudadano para defender el interés general son las elecciones a los consejos
municipales, a las asambleas, a los cuerpos legislativos y al ejecutivo. Son estos los únicos medios
que poseemos para convertir la opinión ciudadana en acción ejecutiva dentro de la ley para poder
convivir en paz y armonía. Por todo ello es fundamental la garantía de las libertades ciudadanas, en
especial, aquella que defiende la libertad de expresión, la expresión del legitimo contradictor. El
fracaso de la democracia trasciende las fronteras y nos muestra ante extraños como fieras en un
estado fallido. Jóvenes, que no sea ese nuestro destino, actuemos siempre en política como si
estuviéramos frente a una catástrofe inminente: Espíritu crítico, imaginación permanente y
voluntad de acción ejecutiva. Para salir del subdesarrollo necesitamos leyes nuevas, sistemas
electorales diferentes, participación activa de todo el espectro político: Liberales, conservadores,
comunistas, socialistas, fascistas, socialdemócratas, etc., restricciones efectivas a los grupos de
presión, legislar con rigor la financiación de los partidos políticos, encontrar los medios legales para
que las autoridades elegidas o no respondan por sus acciones ante la ley y ante los ciudadanos a
quienes se deben y que son en ultimas quienes con sus impuestos les pagan.
El encabezamiento de esta nota indicaba que íbamos a hablar de Piedad Córdoba y del Mono Jojoy.
No lo he hecho, pero sí de las causas que dan lugar al extravío de algunos ciudadanos y al peligro
que entraña el desconocimiento del derecho constitucional de la libre expresión dentro del arco
social y parlamentario. Los jueces no están para judicializar la política sino para hacer respetar la
ley y perseguir a los criminales. Fueran más efectivos, y le sirvieran mas a la nación y a la
democracia, si persiguieran con ahínco y denuedo a los criminales, a los paramilitares, a quienes
desde el deber de defender a las instituciones se han dedicado a ofrecer el denigrante espectáculo de
los falsos positivos, si utilizando todos los medios que les ofrece el código penal pusieran entre
rejas a todos los que se han enriquecido ilícitamente, medrando del presupuesto desde los cargos
públicos, o aceptando sobornos para cometer cohechos y prevaricatos. Los jueces no deben olvidar
que del buen cumplimiento de gestión que se les ha encomendado, de la correcta aplicación de la
ley, depende de forma sustantiva la supervivencia de la democracia.
Hoy, visto lo visto, ante la invasión abusiva de nuestros derechos personalísimos los ciudadanos
tenemos que organizarnos en asociaciones efectivas que nos permitan acceder, por derecho, en las
decisiones que afecten la vida comunitaria. Ello requiere la exigencia irrenunciable de un cambio
fundamental en las estructuras institucionales. Leyes nuevas que le permitan al ciudadano una
mayor participación democrática en las decisiones que afecten a la sociedad. Los jóvenes y los
intelectuales tienen la obligación de encabezar esta cruzada.
Carlos Herrera Rozo

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