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Selección

de poemas del Premio Nobel de Literatura de 1948.

ebookelo.com - Página 2
T. S. Eliot

Poemas
ePub r1.0
Titivillus 28.05.18

ebookelo.com - Página 3
T. S. Eliot, 1956
Traducción: Marià Manent

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
LA CANCIÓN DE AMOR DE J. ALFRED
PRUFROCK

S’io credesse che mia risposta fosse


A persona che mai tornasse al mondo,
Questa fiamma staria sema piú scosse.
Ma perciocchè giammai di questo fondo
Non torno vivo alcun, s’i’odo il vero,
Senza tema d’infamia ti rispondo.

VÁMONOS, pues tú y yo,


cuando la tarde se tiende, perfilada en el cielo
como un paciente que han dormido con éter encima de una mesa;
vámonos por ciertas calles medio desiertas,
lugares retirados, con murmullos
de noches sin sosiego en hoteles baratos para una sola noche
y restaurantes con serrín y cáscaras de ostra:
calles que se prolongan como una controversia aburrida
con el designio malévolo
de plantearos una cuestión que os abruma…
Oh, no preguntes: «¿Qué es eso?»
Vámonos a hacer nuestra visita.

En la habitación van y vienen las mujeres


y hablan de Miguel Ángel.

La niebla amarilla que restriega su espalda contra la vidriera,


el humo amarillo que frota su hocico contra la vidriera
lamieron los rincones del atardecer,
se demoraron por los charcos que van a los desagües,
en sus espaldas cayó el hollín que se desprende de las chimeneas,
resbalaron por la terraza con un súbito brinco,
y al ver aquella noche de octubre sosegada
de nuevo se enroscaron en torno de la casa, para quedar dormidos.
Y en verdad que habrá tiempo
para el humo amarillo que se desliza por la calle
restregando su espalda por la vidriera;
habrá tiempo, habrá tiempo
para disponer un rostro que dé con los rostros que encontremos;
tiempo habrá para crear y asesinar,
y tiempo para todos los trabajos y días, con manos
que levanten y abandonen una pregunta en vuestro plato;

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tiempo para ti y tiempo para mí,
y tiempo aún para cien dudas
y para un centenar de puntos de vista y revisiones
antes de tomar té con tostadas.

En la habitación van y vienen las mujeres


y hablan de Miguel Ángel.

Y en verdad que habrá tiempo


para interrogar: «¿Me atrevo? ¿Me atrevo, ciertamente?»,
tiempo para volver atrás y bajar la escalera
con una calva incipiente
(ellos dirán: «¡Ya empieza a caérsele el pelo!»)
—con mi chaqueta matinal, y el cuello duro que al mentón alcanza,
con mi rica y modesta corbata, sostenida por un simple alfiler—
(ellos dirán: «¡Ya empieza a caérsele el pelo!»)
¿Me atrevo
a perturbar el universo?
Hay tiempo en un minuto
para decisiones y revisiones que cambiarán del todo en un minuto.

Pues yo los conozco a todos, sí, a todos,


y vi las mañanas, las tardes, los crepúsculos,
con cucharitas de café medí mi vida;
sé las voces que mueren, con cadencia apagada
bajo la música de un cuarto lejano,
¿cómo así, pues, voy a vanagloriarme?

Yo conozco los ojos, a todos los conozco—


los ojos que nos escudriñan en una frase formulada,
y cuando esté yo formulado, traspasado por un alfiler,
cuando esté clavado y retorciéndome en la pared,
entonces, ¿cómo empezaría
a escupir esos cabos de mis días y modos?
¿De qué presumiría?
Y sé también los brazos, a todos los conozco—
brazos blancos, desnudos y con brazaletes
(¡pero bajo la luz con un oscuro y leve vello!).
¿Es el perfume de un vestido
lo que me lleva a ser prolijo?
Brazos en una mesa o ciñendo algún chal.
¿De qué presumiría entonces
y cómo empezaría?

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¿Voy a decir que paseé por callejuelas a la luz del crepúsculo
y observé el humo que sale de las pipas
de hombres solitarios en mangas de camisa, oteando desde sus ventanas?…

Debí ser unas garras afiladas


corriendo en lo profundo de mares silenciosos.

¡La tarde y el crepúsculo duermen tan apacibles!


Acariciada por unos largos dedos,
dormida… fatigada… o simulando estar enferma,
en el suelo tumbada, aquí, cerca de ti y de mí.
Después del té, las pastas, los helados, ¿poseeré
la fortaleza para llevar el momento a su crisis?
Pero aunque yo he llorado, ayunado y rezado,
aunque vi mi cabeza (un poco calva) puesta en una bandeja,
no soy ningún profeta, pero esto no importa;
he visto tambalearse el cénit de mi grandeza,
he contemplado al eterno lacayo tomando mi abrigó y reír socarrón.
En una palabra: he temido.

Al fin y al cabo, hubiera valido la pena,


después del té, las tazas y la mermelada,
entre la porcelana y alguna charla nuestra,
hubiera valido la pena
iniciar el asunto sonriendo,
haber comprimido el universo en un balón
para hacerlo rodar hasta alguna cuestión abrumadora,
y decir: «Yo soy Lázaro que vuelve de la muerte,
llego para decíroslo todo, voy a contarlo todo» —
Si alguien, poniéndose un almohadón junto a la cabeza,
dijera: «No es eso lo que quise decir,
no es eso, en absoluto».
Hubiera valido la pena, al fin y al cabo,
hubiera valido la pena,
después de los ocasos, los zaguanes y las calles regadas,
después de las novelas, las tazas de té y las faldas que rozan el suelo —
¿y esto y mucho más?
No es posible decir exactamente lo que intento.
Pero como si una linterna mágica proyectase los nervios en una pantalla
hubiera valido la pena,
si alguien, arreglando un almohadón o arrojando un chal
y volviéndose hacia la ventana dijese:

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«No es eso, en absoluto,
lo que quise decir».

¡No! No soy Hamlet el príncipe, ni para tal me hicieron;


yo soy un cortesano, alguien que servirá
para llenar una jornada, iniciar una o dos escenas
o aconsejar al príncipe; sin duda un instrumento dócil,
político, meticuloso y cauto;
con frases muy sonoras, pero algo obtuso,
a veces, en verdad, un poco ridículo,
casi un bufón en ciertas ocasiones.

Envejezco… envejezco…
Llevaré el pantalón algo doblado.

¿Me peinaré hacia atrás? ¿Me atreveré a comer un melocotón?


Con pantalón de blanca franela me estaré paseando por la playa.
He oído las sirenas cantando, pero entre sí tan solo.

No creo que canten para mí.

Las he visto en alta mar cabalgando en las olas,


peinando la blanca cabellera del oleaje enfurecido,
cuando el viento remueve el agua blanca y negra.

Nos demoramos en las cuevas del mar


junto a doncellas marinas, engalanadas con algas rojas y pardas,
hasta que humanas voces nos despertaron y nos ahogamos.

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MAÑANA DESDE LA VENTANA

SE oye un tintineo de platos para el desayuno en las cocinas del sótano,


y en la calle; al borde de holladas aceras,
observo las húmedas almas de las sirvientas,
que, sin esperanza, en las puertas del patio germinan.

Las pardas olas de bruma hacia el aire me lanzan


rostros entrelazados, desde la calle profunda,
y arrancan a un transeúnte (con lodo en las faldas)
una sonrisa a nadie brindada, que por el aire se cierne
y, rozando los techos, se esfuma.

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TÍA ELENA

MISS Elena Slingsby era mi tía soltera,


y vivía en una casita, junto a una plaza elegante,
y, para cuidarla, contaba con cuatro sirvientes.
He aquí que, al morir, había silencio en el cielo
y silencio al final de la calle, en torno a su casa.
Los postigos cerraron y limpióse los pies el de la funeraria;
ocurrió aquello más de una vez: él bien lo sabía.
A los perros tocóles un pingüe legado,
pero a poco también llegó al papagayo la muerte.
Seguía sonando sobre la chimenea el reloj traído de Dresde,
y se sentaba sobre la mesa del comedor el lacayo,
que en las rodillas tenía a la segunda doncella —
la que fue siempre tan cuidadosa cuando su dueña vivía.

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LA FIGLIA CHE PIANGE
O quant te memorem virgo…

QUÉDATE en lo alto de la escalinata,


sobre una urna del jardín reclínate,
¡teje, teje, la luz del sol en tus cabellos!
Abrázate a tus flores con sorpresa apenada,
arrójalas al suelo y vuélvete
con un encono leve en tu mirada:
pero ¡teje, teje, la luz del sol en tus cabellos!

Así, que él se alejara no me importaría,


ni que ella se quedase, entristecida,
y, así, también hubiera él partido
como el alma abandona el cuerpo ajado y roto,
o deserta el espíritu del cuerpo asaz gastado.
Pero yo encontraría
algún camino llano, incomparablemente fácil,
que los dos conociéramos,
sencillo pero infiel, como alguna sonrisa o un apretón de manos.

Ella se marchó súbitamente, pero con el otoño


la imaginé durante muchos días,
durante muchos días, largas horas:
encima de sus brazos los cabellos, y sus brazos con tallos florecidos.
Y me pregunto: ¿cómo coincidieron?
Hubiera yo perdido, un gesto, una postura.
Con estos pensamientos todavía me asombran
la triste medianoche y el quieto mediodía.

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EL YERMO

II. Una partida de ajedrez

COMO un bruñido trono, la silla en que sentada


estaba, sobre el mármol brillaba: allí el espejo,
sostenido en columnas con vides y racimos esculpidos, en medio
de los cuales un áureo Cupido se asomaba
(otro detrás del ala ocultaba los ojos),
duplicaba las llamas que alzaban en sus siete brazos los candelabros,
cuya luz reflejábase sobre la mesa, mientras
el fulgor de sus joyas a su encuentro ascendía,
derramadas de estuches de raso en abundancia;
en destapados frascos de marfil y de vidrio
policromo, acechaban sus perfumes sintéticos
y extraños: polvo, ungüento o líquido; y turbaban
el sentido, anegándolo en aromas; movido en el aire que, fresco,
por la ventana entraba, subían los olores,
nutriendo la alargada llama de las bujías,
y su humo lanzaban contra los artesones,
en el tallado techo agitando diseños.
Un gran bosque marino, formándose en el cobre,
verde y anaranjado ardía, por la piedra policroma encuadrado,
y un delfín esculpido nadaba en su luz triste.
Sobre la chimenea antigua desplegábase,
como ventana dando a un paisaje silvestre,
la mudanza que tuvo Filomela, forzada
por el bárbaro rey tan rudamente; pero el ruiseñor llenaba
con voz inviolable todo el yermo,
y aun gritaba, y al mundo persigue todavía,
yog, yog, a oídos sucios…

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IV. Muerte en el agua

FLEBAS, fenicio, muerto ya hacía dos semanas,


el girar de gaviotas olvidó y el profundo moverse de los mares,
la ganancia y la pérdida.
Corrientes submarinas
recogieron sus huesos entre susurros. Mientras se hundía y levantaba,
las etapas pasó de vejez y edad moza,
y entró en el remolino.
Tú, gentil o judío,
que haces girar la rueda, mirando a barlovento,
piensa en Flebas, que fue, como tú, bello y alto.

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MIÉRCOLES DE CENIZA

COMO ya no confío en volver nuevamente,


como ya no confío,
como ya no confío en desear
la merced de este hombre, los designios del otro,
ya no me esfuerzo mucho buscando tales cosas
(¿por qué el águila vieja abriría sus alas?).
¿Por qué me afligiría
el perdido poder del reino cotidiano?

Puesto que no confío en conocer de nuevo


la gloria pasajera de una hora real,
puesto que yo no creo,
puesto que sé que no he de saber nunca
del único poder verdadero y fugaz;
como beber no puedo
donde florecen árboles y manan fuentes, puesto que nada nuevo existe.

Puesto que sé que el tiempo es siempre tiempo,


y que el lugar es siempre y solamente él mismo,
y lo actual lo es sólo por una sola vez
y para un Jugar único,
me alegra que las cosas sean tal como son,
renuncio al rostro bienaventurado,
y a aquella voz renunció
porque ya no confío en volver nuevamente,
por eso yo me alegro y algo debo erigir
para serme una causa de alegría.
Y ruego a Dios que sea benigno con nosotros
y me deje olvidar
aquello que en exceso discuto en mis adentros
y explicó en demasía.
Puesto que no confío en volver nuevamente
deja que estas palabras nos respondan
sobre lo que se ha hecho y no ha de repetirse,
procura que el juicio no nos sea tan duro.

Como no sirven ya estas alas para el vuelo,


sino para agitar en vano el aire,

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el aire que ahora es ligero y seco,
más débil y más seco que la voluntad misma,
enséñanos a amar las cosas sin apego,
enséñanos a estas sentados y tranquilos.

Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte;


ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.

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II

Señora, tres blancos leopardos debajo de un enebro


sentáronse en un frío atardecer, habiéndose cebado hasta saciarse
con mis piernas, mi corazón, mi hígado y todo lo que había
en el hueco redondo de mi cráneo. Y dijo Dios:
¿vivirán estos huesos?, ¿vivirán?,
y lo que había dentro de los huesos
(que estaban secos ya) dijo chirriando:
Gracias a la bondad de esta Señora,
y gracias a su encanto
y a que en su pensamiento honra a la Virgen,
tenemos gran fulgor. Yo que aquí estoy oculto
brindo mis actos al olvido
y a la posteridad del desierto y al fruto de la calabacera doy entero mi amor.
Así recobro yo mis intestinos,
los nervios de mis ojos, todo lo indigerible
abandonado por los leopardos. Se recoge la Dama
dentro de un manto blanco, para contemplación, dentro de un manto blanco.
Dejad que la blancura de los huesos expíe el olvido.
No existe vida en ellos. Tal como fui olvidado
y lo seré otra vez, así yo olvidaría
apegado, abstraído en mis designios. Y dijo Dios:
Al viento profetiza, únicamente al viento,
pues él te escuchará. Y los huesos chirriando
cantaron con la voz de la langosta:

Dama de los silencios,


serena y dolorida,
desgarrada e intacta,
rosa de la memoria,
rosa de la olvidanza,
exhausta y dando vida,
abrumada y tranquila.
La solitaria Rosa
que existe en el Jardín
donde todo amor fine,
donde acaba el tormento
del amor no saciado,
y el tormento mayor

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del amor satisfecho,
meta del infinito,
viaje sin arribada,
final de todo aquello
que ya nunca concluye,
discurso sin palabras,
palabra sin discurso,
gracia para la Madre,
gracia para el Jardín
donde todo amor fine.

Bajo un enebro cantaron los huesos, dispersos, fulgurantes:


Nos gusta estar dispersos, unos a otros no nos ayudamos,
bajo un enebro y al fresco del día, benditos por la arena,
se olvidan de sí mismos y de todos, unidos en la calma del desierto.
Ésta es la tierra que dividiréis, por suertes.
Ninguna división, ninguna unidad importa.
Ésta es la tierra. Tenemos nuestra herencia.

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III

En el primer recodo del peldaño segundo


me volví y contemplé abajo
el mismo ser ceñido al pasamanos
en medio del vapor del aire fétido,
en pugna con el diablo de la escalera, en cuyo
rostro, engañosamente, hay desesperación y hay esperanza.

En el tramo segundo
los dejé en contorsiones, caminando hacia abajo;
ya no había más rostros en la escalera oscura,
húmeda y mellada como la babeante boca de un anciano decrépito
o las dentadas fauces de un tiburón maduro.

En la primera vuelta del tercer peldaño


había una ventana con ranuras, convexa como el fruto de la higuera,
luego un espino en flor y una escena bucólica:
la robusta figura, vistiendo azul y verde,
con una antigua flauta a mayo solazaba.
Dulces son los cabellos al viento, los cabellos oscuros que lanzó las lilas y la
oscura cabellera;
el frenesí, la música de la flauta, las pausas y los pasos de la mente en el tercer
peldaño,
todo palideciendo más y más; fortaleza que vence a la esperanza, al desaliento
subiendo por el tercer tramo.

Señor, yo no soy digno,


Señor, yo no soy digno,
pero dime una palabra solamente.

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IV

¿Quién paseaba entre dos violetas?


¿Quién paseaba entre
las varias filas de verdes diversos,
con veste azul y blanca, el color de María,
tratando cosas insignificantes,
ignorando y sabiendo del eterno dolor?
¿Quién iba entre los otros, en tanto paseaban?
¿Quién dio fuerza a las fuentes y dio a las primaveras lozanía?

¿Y quién humedeció las rocas secas, dio firmeza a la arena,


vestida con azul de la consuelda, el color de María?
Sovegna Vos…

Están aquí los años transcurridos,


llevándose las flautas y los violines,
reponiendo a quien va entre el tiempo del sueño y la vigilia;

llevando en torno suyo, doblada y recogida, la luz blanca.


Los nuevos años pasan y retornan
a través de una nube esplendente de lágrimas,
los años que la vieja poesía restauran con renovado verso.
Redime al tiempo. Redime
en el más alto sueño la visión no leída,
mientras los unicornios enjoyados la dorada carroza se han llevado.

La silenciosa hermana del velo azul y blanco,


entre tejos, detrás del dios de aquel jardín
cuya flauta está muda, inclinó la cabeza, hizo un callado signo.

Mas se elevó la fuente y descendió el canto del ave.


Redime al tiempo, al sueño,
señal de la palabra no escuchada, no dicha.

Hasta que el viento entre los tejos mueva mil susurros.

Y después, ya nuestro destierro.

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V

Si la palabra perdida está perdida, si el verbo usado está ya usado,


si la palabra no dicha y no escuchada está no dicha y no escuchada;
tranquila está la Palabra no dicha, la Palabra no oída,
la Palabra sin una palabra, la Palabra dentro del mundo
y para el mundo;
y la luz brilló en las tinieblas
y contra el Mundo el intranquilo mundo dando vueltas aún,
en torno al centro del callado Verbo.
Oh pueblo mío, ¿qué te hice?

¿Dónde encontrar el verbo, dónde resonaría la palabra?


No será aquí, pues hay poco silencio,
ni en el mar, ni en las islas,
ni en tierra firme, en el desierto o en país lluvioso,
para los que se mueven en tinieblas,
en las horas del día o de la noche;
no están aquí el buen tiempo ni el lugar indicado;
no hay un lugar de gracia para quienes evitan aquel rostro,
no hay un tiempo de júbilo para los que caminan entre estrépitos y aquella voz
deniegan.

La hermana que se oculta tras un velo


¿rogará por aquellos que en lo oscuro pasean y te escogen a ti y a ti se oponen;
por los que ha lacerado una cornada, entre dos estaciones,
o bien entre dos tiempos, entre una hora y otra,
entre palabra y palabra, entre un poder y otro, por lo que en lo oscuro aguardan?
La hermana que sé oculta tras un velo,
¿rogará por los niños de la puerta
que alejarse no quieren, y no tienen plegaria?

¿Rogará por aquellos que eligen y se oponen?

Oh pueblo mío, ¿qué te hice?

La hermana que se oculta tras un velo,


entre delgados tejos, ¿rogará por aquéllos, que la ofenden
y están acobardados y no pueden rendirse
y afirman ante el mundo, y entre las rocas niegan,
en el desierto último, entre las rocas últimas y azules,

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desierto en el jardín, jardín en el desierto desecado,
echando por la boca la marchita semilla de manzana?

Oh pueblo mío.

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VI

Aunque ya no confío en volver nuevamente,


aunque ya no confío,
aunque en volver ya no confío

oscilando entre pérdida y ganancia


en este breve tránsito donde los sueños cruzan,
y pueblan el crepúsculo entre el nacimiento y la muerte
(bendecidme, Padre), aunque no ansío desear estas cosas
desde la ancha ventana hasta la costa granítica
las blancas velas huyen todavía hacia el mar, se abren hacia el mar,
con las alas intactas.

Y el corazón perdido se envara y regocija


en la lila perdida y en las voces del mar que se apagaron
y el espíritu débil se apresta a rebelarse
contra el curvado cetro de oro y el perdido olor a mar,
se apresta a recobrar
el grito de la chocha y el inquieto chorlito;
los ojos ciegos crean.
vacías formas entre las puertas marfileñas
y el aroma renueva el gusto a sal en la tierra arenosa.

Es éste el tiempo tenso entre el morir y el nacimiento,


el sitio de la soledad donde tres sueños cruzan
entre rocas azules,
pero cuando las voces agitadas desde el tejo se van a la deriva,
deja que al otro tejo sacudan y conteste.
Bendita hermana, santa madre, espíritu dé la fuente, espíritu del jardín,
no sufras que se burle de nosotros lo falso,
enséñanos a amar sin apego, a las cosas,
enséñanos a estar sentados, quietamente
en medio de estas rocas;
que nuestra paz esté en la voluntad Suya
incluso en estas rocas,
hermana, madre
y espíritu del río, espíritu del mar,
no dejes que nos separemos.

Y deja que mi grito llegue a Ti.

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VIAJE DE LOS REYES MAGOS

«FUE frío el camino en la ida;


la peor temporada del año
para un viaje, y un viaje tan largo:
los caminos hundidos y un áspero tiempo,
el invierno muerto, baldío».
Y los camellos maltrechos, dolidos los pies, refractarios,
acostándose sobre la nieve, que ya se fundía.
Nostalgia, a veces, sentíamos
de los palacios de estío en el monte, con sus terrazas,
de las muchachas de seda trayendo un jarabe de frutas.
Y juraban, gruñían los hombres de los camellos,
y se escapaban, y echaban en falta su licor, sus mujeres;
y se apagaban las lumbres nocturnas, y nos faltaba cobijo;
y las ciudades nos eran hostiles, y poco afables las villas,
y eran sucias las aldehuelas, y altos los precios;
un duro tiempo tuvimos.
Al fin, preferimos viajar sólo de noche,
a ratos durmiendo,
y al oído nos cantaban las voces: decían
que era todo locura:

Luego, al rayar el alba, llegamos a un valle templado,


húmedo, más allá de las nieves, que olía a vegetación, con un río
ágil, y un molino girando en la noche,
y tres árboles en el cielo bajo;
y un viejo caballo blanco al galope, en el prado.
Después, llegamos a una taberna, con pámpanos en el dintel:
estaba abierta una puerta, y vimos seis manos jugando a los dados,
con monedas de plata,
y unos que daban con el pie en los pellejos vacíos.
Pero nadie supo informarnos, y seguimos andando,
y por la noche llegamos, y en momento oportuno, no antes,
encontramos aquel lugar; acaso diréis que fue empresa cumplida.

Eso, recuerdo, ocurrió ya hace tiempo,


y lo haría otra vez; mas fijaos,
fijaos en esto:
¿hacia dónde fuimos llevados:
a un Nacimiento o a una Muerte? Hubo de Nacer, ciertamente,
y lo vimos, sin duda. Había visto nacimientos y muertes,

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pero pensé que eran distintos; nos fue aquel Nacimiento
dura, amarga agonía, como la Muerte, como muriendo nosotros.
Volvimos a nuestro hogar, a estos reinos,
pero ya sin sentirnos aquí sosegados, con las creencias antiguas,
y un pueblo extranjero, aferrado a sus dioses.
Grata me fuera otra muerte.

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CANTO PARA SIMEÓN

¡AH, Señor! Los jacintos romanos florecen en búcaros,


y el sol invernal se desliza junto a las lomas nevadas;
la obstinada estación aquí se detuvo.
Leve es la vida, que espera ya un viento de muerte,
como una pluma en el envés de la mano.
El polvo al sol y el recuerdo por los rincones,
esperan el viento que hiela y al país muerto conduce.
Danos tu paz.
Muchos años por esta ciudad he caminado,
he guardado la fe y el ayuno, he dado a los pobres,
he recibido y he brindado el honor y la holgura.
En mi umbral nadie se vio jamás rechazado,
¿Quién tendrá en su recuerdo mi casa, donde los hijos que nacerán de mis hijos
han de vivir, cuando el tiempo de la tristeza llegare?
Se irán a un sendero de cabras, a un hogar de raposa,
huyendo del rostro extranjero y de la espada extranjera.

Antes del tiempo de azotes, de sogas y quejas,


otórganos tu paz.
Antes de la estación del Monte de angustia,
antes de la hora indudable de la amargura materna,
ahora, en la naciente estación de la muerte,
déjale al Niño, al callado Verbo que nadie pronuncia,
concede el consuelo de Israel a uno que tiene
ochenta años y ya no posee mañana.
Sea según Tu palabra.
Ellos Te alabarán y en cada generación tendrán sufrimientos,
con gloria y escarnio,
luz sobre luz, por la escalera de los Santos subiendo.
El martirio no será para mí, ni el arrobo de pensamiento y plegaria,
la suprema visión no me espera.
Otórganos tu paz.
(Y una espada el corazón ha de herirte;
también el tuyo).
Cansado estoy cíe mi vida y de las vidas de quienes me sigan,
muero en mi muerte y en las muertes de quienes me sigan.
Deja que parta tu siervo
cuando Tu salvación hayan visto sus ojos.

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ANIMULA

«DE la mano de Dios el alma simple surge»


hacia una tierra llana con luces cambiantes y rumores,
hacia la luz, la sombra, la tierra seca o húmeda, helada o calurosa;
moviéndose entre patas de mesas y de sillas,
cayendo o elevándose, codiciosa de besos y juguetes,
audazmente avanzando y alarmada de pronto,
refugiada en el vértice del brazo o la rodilla,
con deseo de estar segura y firme, contemplando gozosa
el fragante fulgor del árbol navideño;
complacida con viento, con luz del sol y océano;
estudiando el diseño que el sol traza en el suelo
y a los ciervos corriendo en torno a una bandeja plateada;
confunde lo real y lo fantástico,
con los juegos de naipes se contenta, con los reyes y reinas,
con lo que hacen las hadas y cuentan los sirvientes.
Y la pesada carga del alma en crecimiento
confunde, irrita más, día por día;
semana por semana confunde, irrita más
con los imperativos del «es» y «se asemeja».
¿Debe o no debe hacerlo? ¿Desear o inhibirse?
El dolor de vivir, la droga de los sueños
ciñen el alma chica, en el asiento junto a la ventana,
y con la Enciclopedia Británica allí cerca.
De la mano del tiempo nacida el alma simple,
vacilante, egoísta, cojeante y deforme,
incapaz de avanzar o de volver sobre sus pasos,
temiendo la caliente realidad, los bienes ofrecidos,
y negando la sangre inoportuna;
sombra y espectro de su propia sombra,
dejando unos revueltos papeles en la estancia polvorienta,
viviendo por vez primera en el silencio, ya después del viático.

Ruega, pues, por Guiterriez que deseó poder y prontitud,


y por Boudin, que voló hecho pedazos,
por quien atesoró una gran fortuna,
y por quien se alejó en su propia senda.
Ruega por Floret, a quien mató el sabueso entre los tejos,
y ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestro nacimiento.

ebookelo.com - Página 27
MARINA

Quis hie locus, quae


regio, quae mundi plaga?

QUÉ mares, qué riberas, qué rocas y qué islas,


qué aguas envolviendo a la proa,
y olor a pino y el tordo cantando entre la niebla,
qué imágenes retornan,
oh, hija mía.

Aquellos que afilan los colmillos del perro, significando muerte,


aquellos que relumbran con la gloria del colibrí, significando muerte,
aquellos que se sientan en la zahúrda del gozo, significando muerte,
aquellos que sufren el éxtasis de los animales, significando muerte,

se trocaron en seres incorpóreos, a la merced del viento,


de un hálito de pinos; y la niebla, con gorjeo silvestre,
disipóse al llegar aquí esta gracia.

¿Qué es ese rostro, menos claro y más claro,


el pulso de este brazo, menos fuerte y más fuerte?
¿Son propios o prestados? Más lejos que los astros, más cerca que los ojos.
Entre las hojas murmullos y risas apagadas y un andar presuroso
bajo el sueño, donde todas las aguas se reúnen.
El bauprés se agrietó con el hielo, y el calor resquebrajó la pintura.
Yo hice esto, lo olvidé
y ahora recuerdo.
El aparejo flojo y el velamen podrido,
entre junio y septiembre.
Sin saberlo, esto hice, consciente sólo a medias, sin saber esto mío.
Hace agua el tablón de aparaduras, las maderas del barco necesitan ajuste.
Esta forma, este rostro, esta vida
viven para vivir en un orbe de tiempo más allá de mí mismo;
por esta vida dejad que yo renuncie a la mía, a mi verbo por
aquella palabra no dicha,
la desvelada en los labios abiertos, la esperanza y los nuevos navíos.

Qué mares, qué riberas, qué islas de granito


cerca de mis cuadernas
y el tordo que me llama entre la niebla,
hija mía.

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ARRECIÓ EL VIENTO A LAS CUATRO

ARRECIÓ el viento a las cuatro,


arreció el viento rompiendo las campanas
y aquí, entre vida y muerte se mecía;
en el reino soñado de la muerte
el eco vigilante de la sombría lucha
¿es un sueño o quizá será otra cosa,
cuando la superficie del río ennegrecido
es una faz con lágrimas, sudando?
Yo vi a través del río ennegrecido
la luz del campamento con un temblor de lanzas extranjeras.
Allende el otro río de la muerte,
blanden su lanza aquí los jinetes, los tártaros.

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CARTA PARA UN PATO DEL PARQUE

LA prolongada luz agita el lago,


tiemblan las matinales energías,
oblicuamente pende la aurora sobre el césped;
aquí no hay lagartija ni mortal serpiente,
sólo dos holgazanes: los patos, macho y hembra.
Yo vi resplandeciente la mañana,
ya tuve el Pan y el Vino.
Dejad que estos mortales y alados seres tomen
aquello que bien tienen merecido,
y pellizquen el pan, también el dedo,
mejor que si engulleran el gusano reptante;
.pues sé, y así debieras tú saberlo,
que pronto, inquisitivo, invadirá el gusano
nuestra bien preservada complacencia.

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PAISAJES

I. New Hampshire

EN el pomar las voces de los niños,


entre el tiempo de flores y el tiempo de las frutas:
la cabeza dorada y la cabeza roja
entre la verde punta y las raíces.
Aquí ven a cernerte, ala negra, ala parda;
veinte años, y adiós, primavera:
el hoy es triste y triste es el mañana:
cúbreme bien, esplendor de las hojas;
ala negra, cabeza dorada,
id juntas y meceos,
brincad entre canciones,
meceos hasta la cumbre del manzano.

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II. Virginia

RÍO encarnado, río,


fluyendo lentamente, el calor es silencio;
no hay voluntad tranquila como un río
sosegado. ¿Podrá el calor moverse
sólo en silbos de pájaro burlón, que se escucharon
antaño? Sosegadas, las colinas
esperan. Los umbrales esperan. Blancos, púrpura,
los árboles esperan, esperan, se retardan,
caen. Vivos, vivos,
no moviéndose nunca. Y, moviéndose siempre,
los férreos pensamientos se vinieron conmigo,
y ahora me acompañan,
río encarnado, río.

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III. Usk

DE súbito no quiebres la rama, ni esperanza


tengas de hallar el ciervo,
blanco, escondido tras del blanco pozo.
De soslayo mirando, no busques lanza, viejos
hechizos no pronuncies, y déjalos dormidos.
«Báñate un poco, pero no en lo hondo»,
y los ojos dirige
hacia donde las sendas se hunden, se levantan;
busca allí solamente,
donde luz gris se funde en aire verde,
capilla de ermitaño, rezo de peregrino.

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DE «LOS DRY SALVAGES»

(Los Dry Salvages — probablemente les trois


Salvages —son un grupito de rocas, con un
faro, frente a la costa NE. del Cabo Ana
(Massachussets). Salvages se pronuncia de modo
que rime con assuages. Groaner: una boya silbante).

NO sé mucho de dioses; mas pienso que el río


es un fuerte dios pardo — hosco, bravío, intratable,
aunque algo paciente, por frontera tenido, al principio;
útil y poco seguro acarreando el comercio:
entonces, sólo un problema para quien edifica los puentes.
Y ya resuelto, olvidan casi al dios pardo
los que habitan ciudades; pero sigue implacable,
guardando sus estaciones y enojos, destructor que recuerda
lo que olvidan los hombres. Sin honores ni culto
de quienes la máquina adornan, pero esperando, al acecho, esperando.
Su ritmo estaba presente en la estancia del niño;
a la puerta del cercado de abril, en el ailanto frondoso;
en el olor de las uvas, sobre la mesa, en otoño;
y, ya anochecido, en el corro, con luz de gas, del invierno.

Está en nosotros el río, y el mar está en torno;


también el mar es el borde de la tierra, el granito
que alcanza, las playas donde van echando
vestigios de lo que se creó en otros tiempos remotos:
la estrella de mar, el paguro, el espinazo de alguna ballena.
Los charcos donde a nuestros ojos curiosos se ofrece
el alga más delicada y la anemone marina.
Al aire lanza lo que perdemos: la jábega rota,
la maltrecha nasa para la langosta, el remo quebrado
y la ropa de muertos de extrañas tierras. Posee el mar muchas voces,
muchos dioses y voces.
La sal está en la roca silvestre,
en los abetos, la bruma.
El aullar de los mares
y su ladrido son voces distintas,
que muchas veces se oyen a un tiempo: el gemir de las cuerdas,
la amenaza y caricia en la ola que rompe encima del agua,
el murmullo lejano en los dientes graníticos,
y, quejumbroso, el aviso del cabo cercano,

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todas son voces marinas, y la boya que silba y jadea,
hacia el hogar, agitándose, y también la gaviota;
y en la opresión de la niebla callada,
la campana que dobla
mide un tiempo que no es nuestro tiempo, y la tañe sin prisa
la marejada de tierra; es un tiempo
más vetusto que el de los cronómetros, más viejo
que el tiempo contado por ansiosas, cuitadas mujeres,
que yacen despiertas, calculando el futuro, intentando
deshilar, desatar, deshacer el ovillo
del pasado y del porvenir, y juntarlos,
entre la medianoche y la aurora; cuando el pasado es engañó
y no tiene futuro el futuro, antes de la guardia del día;
cuando el tiempo se para y nunca termina;
y la marejada de tierra, que existe desde el principio,
hace sonar
la campana.

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THOMAS STEARNS ELIOT, conocido como T. S. ELIOT (St. Louis, Misuri; 26 de
septiembre de 1888 - Londres; 4 de enero de 1965) fue un poeta, dramaturgo y crítico
literario anglo-estadounidense. Representó una de las cumbres de la poesía en lengua
inglesa del siglo XX. Según José María Valverde, en efecto, «la publicación de The
Waste Land convierte a T. S. Eliot en la figura central de la vida poética en lengua
inglesa. […] La crítica saludó el complejo y oscuro poema […] como símbolo de una
época de desintegración, que trataba desesperadamente de poner algún orden en el
creciente caos aplicando mitologías y formas heredadas del pasado».
Eliot nació en los Estados Unidos y se trasladó al Reino Unido en 1914, con 25 años.
Se hizo ciudadano británico en 1927, con 39. Acerca de su nacionalidad y del papel
de ésta en su trabajo, afirmó: «[Mi poesía] no hubiese sido la misma si hubiese
nacido en Inglaterra, y tampoco si hubiese permanecido en Estados Unidos. Es una
combinación de cosas. Pero en sus fuentes, en sus corrientes emocionales, viene de
Estados Unidos».
El crítico Edmund Wilson afirmó de Eliot: «Es uno de nuestros auténticos poetas
únicos».
En 1948 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura «por su contribución
sobresaliente y pionera a la poesía moderna».

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