El Teatro Libre de Bogotá cumple cuarenta y cinco años de
actividad ininterrumpida a pesar de la financiación ínfima, los públicos escasos, los rezagos propios del desgaste corporal y la muerte. A pesar de Colombia. A pesar de todo. Un milagro. Porque en este país los trabajos en equipo y los esfuerzos colectivos no siempre salen bien, o son una ilusión, debido a la profunda (y antigua) conducta individual en nuestra cultura. Eso lleva a que las labores grupales no perduren. Menos en el arte, donde en ocasiones prima un deseo por sobresalir con cierto aire caudillista: se busca que una sola persona sea la estrella, uno solo el que triunfe o se convierta en leyenda. Siguiendo caminos totalmente diferentes, el Teatro Libre, como fundación y compacto proyecto artístico, está sustentado en un espíritu para el cual los criterios de trabajo no los dicta una sola persona ni existen unos actores más importantes que otros. No hay divas ni divos entre ellos. Si fuera tan solo por su ejemplo de persistencia en preservar al teatro como una labor donde la pluralidad y la suma de distintos talentos es lo primordial, ya habría dejado su huella en la historia escénica de Colombia. Por cierto, la historia del teatro moderno en Colombia es muy breve. Unas cuentas aproximadas arrojarían entre cincuenta o sesenta años de dramaturgia nacional, montajes de alto vuelo y, sobre todo, consolidación de agrupaciones. Por estos motivos no es exagerado decir que la historia del Teatro Libre de Bogotá llega a emparentarse con la mítica gestación de las artes escénicas del país hasta casi la simbiosis. Semejante afirmación se puede aplicar tan solo a dos grupos más (que le llevan pocos años de experiencia artística al Libre), el Teatro Experimental de Cali, TEC, fundado a principios de los sesenta por Enrique Buenaventura y el Teatro La Candelaria de Bogotá, la obra vital del maestro Santiago García, que durante 2016 celebró medio siglo de labores. Lo increíble de todo esto es que tanto el Teatro Libre como los otros dos colectivos siguen en pie, pese a la muerte, la enfermedad y los escollos diarios. Semana a semana, sin fatiga ni nostalgias, siguen ofreciendo puestas en escena para sus públicos fieles, forjados por ellos mismos con un tesón inaudito sin equivalentes en nuestra historia. Porque un proyecto estético en esta nación se encuentra condenado, desde antes de nacer, a durar poco. Las razones de la condena son bien conocidas: el apoyo público o privado resulta escaso, las artes no son prioritarias para la ciudadanía, el aparataje de la economía de mercado incluye a lo artístico exclusivamente cuando puede sacarle un jugoso provecho monetario. Las condiciones en las cuales nació el Teatro Libre no garantizaban una continuidad extensa para las búsquedas escénicas. Por mayo de 1973, y con objetivos cercanos a la militancia de izquierdas y al servicio comunitario, el grupo inició su andadura. Al principio, sin una sede propia y con el entusiasmo juvenil proveniente sobre todo del ámbito universitario (una fusión de nóveles creadores teatrales que estudiaban en la Universidad Nacional y en Los Andes), las propuestas escénicas estuvieron muy ligadas al proselitismo político y a una itinerancia que dio a conocer obras como ‘Tiempo vidrio’ (escrita por el también actos Sebastián Ospina) o ‘El sol subterráneo’ (del dramaturgo y luego escritor para niños Jairo Aníbal Niño) por gran parte de Colombia. En su etapa inicial muchos miembros de Teatro Libre abandonaron los compromisos estéticos con el fin de pasar a una actividad partidista o comunitaria más honda. La construcción del escenario y la readecuación de la sede central, a mediados de los setentas, marcó la pauta para que la agrupación abandonara sus esfuerzos propagandísticos y se volcara a explorar en el vasto repertorio de montajes que la ha distinguido y convertido en una referencia obligada. Pocos repertorios pueden compararse al del Teatro Libre en su afán por entender lo que sucede dentro de este país y dentro de las sociedades occidentales, no solo con el fin de mostrarlo sino con el afán de sacudir las conciencias y las mentes de los públicos. ‘El rey Lear’, de Shakespeare, ‘La balada del café triste’ de Carson McCullers, ‘Seis personajes en busca de autor’ de Luigi Pirandello, son algunos de sus hitos. Así mismo ha dado cabida a ´propuestas dramatúrgicas colombianas como ‘Que muerde el aire afuera’ de Piedad Bonnett o la reciente ‘En este pueblo no hay ladrones’, adaptación del cuento homónimo escrito por Gabriel García Márquez. Hasta incluso la conquista de lo impensable o imprevisible, como por ejemplo escenificar adaptaciones de cuatro novelas del ruso Fiodor Dostoievski (escritas por la mano maestra de Patricia Jaramillo, alma literaria del grupo) o montar, completa, ‘La Orestiada’ de Esquilo (al respecto existe un testimonio de su reestreno en un documental dirigido por Diego García- Moreno, ‘La tragedia entre telones’, https://www.youtube.com/watch?v=IXEKSUsd0e8). Cada una de estas puestas en escena exhibe un rigor y una entrega únicos en nuestro medio. La acuciosa investigación va acompañada de actuaciones ejemplares y de un minucioso diseño de vestuario, musical y escenográfico elaborado por profesionales. En este sentido es preponderante el papel desempeñado por la producción ejecutiva y de campo, tareas en las que el Teatro Libre es pionero. A partir de los años ochenta las piezas teatrales estuvieron soportadas por una organización gerencial y ejecutiva que no improvisaba ni el más ínfimo detalle. El proceso que llevó al colectivo teatral a convertirse en una empresa cultural es un modelo para quien esté interesado en vivir (o sobrevivir) gracias al arte dentro de este país. Para Ricardo Camacho, director artístico del grupo, el factor que les ha permitido permanecer en el tiempo ha sido la creación de una escuela, la Academia del Teatro Libre, fundada a finales de los ochentas. Al propiciar la formación de jóvenes actores, dramaturgos y directores, se rompen atávicas brechas generacionales, se ofrecen visiones renovadas del trabajo teatral y se asegura que métodos, obras y metas no terminen estancándose. La conexión con sus públicos los ha llevado durante este medio siglo a recorrer el país entero y a llevar sus obras por muchos lugares de Europa y Norteamérica. Incluso tuvieron una memorable gira en China. Llegaron a presentar más de mil funciones de ‘La agonía del difunto’, una de sus indiscutibles obras clásicas escrita por Esteban Navajas, siempre con el mismo magnetismo hacia las personas que los observan, el poder que tienen para conjugar sobre el escenario lo literario, el brillo técnico, la vanguardia o el teatro tradicional. Es impresionante ver en escena a Héctor Bayona y a Jorge Plata, dos de los miembros activos más antiguos del grupo, sexagenarios pero muy fuertes. Jóvenes eternos, han sabido adaptarse a los tiempos que corren. El Libre ya ha incluido en su nómina a actores de corta edad que combinan su trabajo con los más experimentados. No se quedó con los guiños ni las manías de aquel teatro político de los setenta, sigue indagando en todos los modos de interpretar la condición humana. Quizás ese sea su más grande aporte no solo a la historia teatral de Colombia, sino a la historia colombiana a secas: un amor furioso y crítico por una realidad inasible, en muchas oportunidades incomprensible, vista a través de las metáforas, los juegos y los exorcismos del arte escénico. Para no cometer el crimen de olvidar y, también, para hacerle la catarsis a los sucesos reales sin esperar que los grandes medios ni las academias ni los poderes lo hagan por él. El Teatro Libre cumple cuarenta y cinco años dando una pelea que tal vez parezca perdida de antemano, pues, como tanto se ha dicho, el teatro es una escritura en el agua, un arar en el mar. Pero ser testigos de la dignidad con la que se ha mantenido, del magisterio que ha gestado y de su herencia inobjetable es un orgullo y un privilegio, justo en una nación que tiene muy pocas cosas de las cuales jactarse honestamente. Solo se le puede desear una larga, una interminable vida.