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Thomas Merton

El hombre y su vida interior

Elvira Rodenas
Elvira Rodenas Ciller

Thomas Merton
El hombre y su vida interior

NARCEA, S. A. DE EDICIONES
En el nombre del Señor

Mi pequeño homenaje a Thomas Merton,


con el recuerdo, cariño y agradecimiento
a todos los monjes y monjas cisterciences

© NARCEA, S.A. DE EDICIONES, 2010


Avda. Dr. Federico Rubio y Gali, 9. 28039 Madrid. España
www.narceaediciones.es

Cubierta: Aderal

ISBN: 978-84-277-1531-8
Depósito legal: SE-5095-2010
Impreso en España. Printed in Spain
Imprime: Publidisa
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ción, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los ti-
tulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser consti-
tutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro
Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
ÍNDICE

Introducción ........................................................ 9

Un monje para el mundo


Primeros recuerdos ........................................... 13
Su experiencia de Dios...................................... 17
Conversión ...................................................... 20
En busca de “su camino” ................................... 26
El Padre Louis .................................................. 34
Su deseo de soledad: soledad en el mundo .......... 40
Thomas Merton ermitaño.................................. 47

Su idea de “hombre”
Conciencia de sí mismo..................................... 51
El hombre y su problema................................... 56
“Hijo de Dios”: un ser para el amor creado libre .. 58
Imagen y semejanza.......................................... 63
El espíritu cautivo ............................................. 66
Cristo nuestro mediador .................................... 70
Santidad e identidad.......................................... 75
El hombre espiritual y su nada ........................... 80
Felicidad y dolor ............................................... 85

Vida interior de “este hombre”


El “yo fragmentado” y el “yo interior” ................ 89
Sociedad sagrada y sociedad secular ................... 94

5
El encuentro con Dios ....................................... 97
De la fe a la sabiduría ........................................ 102
Esperanza y humildad ....................................... 107
“Crecer en Cristo”, una vida de caridad y miseri-
cordia .............................................................. 111
Hacer la voluntad de Dios.................................. 118
Soledad y comunión ......................................... 121
Renuncia cristiana y pureza de corazón............... 127
La santidad en Cristo, una vida en el Espíritu ...... 132
“La mujer vestida de sol” ................................... 137
Iglesia y santidad............................................... 139
Vida interior y trabajo ....................................... 145
Por la paz ........................................................ 150

Oración y contemplación
Vida cristiana y oración ..................................... 157
El hombre, un ser para la contemplación ............ 161
La búsqueda de Dios y su ausencia ..................... 165
¿Qué es la contemplación? ................................ 170
Oración mental y contemplación activa............... 177
Contemplación infusa y unión con Dios ............... 183

Epílogo
Asia, una puerta abierta al mundo: últimos días
en la vida de Thomas Merton............................. 191

6
ABREVIATURAS UTILIZADAS EN EL TEXTO

AV: Ascenso a la verdad, TM 1951


CCT: El camino de Chuang Tzu, TM 1965
CD: Humanismo cristiano. Cuestiones disputadas, TM 1960
CEC: Conjeturas de un espectador culpable, TM 1966
DA: Diario de Asia, TM 1973
DI: TM, Diarios. 1939-1960
DII: TM, Diarios. 1960-1968
DS: Diálogos con el silencio, TM 2001
EI: Experiencia interior, TM 1959
HN: El hombre nuevo, TM 1961
HNI: Los hombres no son islas, TM 1955
ILI: Incursiones en lo indecible, TM 1964
MC: Meditación y contemplación, TM 1948, 1960
MSC: La montaña de los siete círculos, TM 1948
NSC: Nuevas semillas de contemplación, TM 1961
OC: Oración contemplativa, TM 1969
PD: Pan en el desierto, TM 1953
PS: Pensamientos en soledad, TM 1958
PTO: Paz en tiempos de oscuridad, TM, 2004
Senda: Senda de la contemplación, TM 1948
SD: Sabiduría del desierto, TM 1960
SgJ: Signo de Jonás, TM 1952
VA: Amar y vivir, TM 1979
VC: Diario de un ermitaño (1964-65). Voto de conversación TM
VS: Thomas Merton: Vivir con sabiduría, Jim Forest 1991
VYS: Vida y santidad, TM 1963
ZPD: El zen y los pájaros del desierto, TM, 1968

7
INTRODUCCIÓN

Thomas Merton está considerado como uno de los gran-


des contemplativos del siglo XX. Una persona sin raíces católi-
cas y con una vida intensa de conocimiento del mundo, que
llegó a ser monje trapense después de un proceso de con-
versión influido por sus propias experiencias, profesores,
amigos, lecturas. Entró en la Trapa para ser contemplativo y
vivir en Dios en soledad y silencio, pero comprendió que se
puede ser contemplativo y estar en perfecta unión con la
vida del mundo, y así escribió sobre los problemas políticos,
sociales y de diálogo interreligioso de su tiempo. Conocía
bien el latín, el francés, el español y el inglés, y tuvo un fácil
acceso tanto a los Padres de la Iglesia y místicos, como a los
escritores de su época. Sus superiores le animaron siempre
a escribir, para que el mundo amara la vida contemplativa; y
en sus libros, fruto de su experiencia de vida, reflexiona so-
bre el camino espiritual hacia Dios. Un camino cuya cumbre
para todos los cristianos, es la contemplación.
Para entender la vida y la obra de este autor son impor-
tantes las palabras de Francisco Rafael de Pascual, OCSO,
que tuvo la suerte de conversar con los que fueron discípulos
suyos, leer sus libros y recorrer los mismos caminos que él
recorrió. Considera este autor que “quienes han sufrido y go-
zado el proceso de cambio de la orden cisterciense, en los úl-
timos treinta años de historia mundial y eclesial, tienen que
reconocer que el padre Louis, Thomas Merton, habría des-
plegado una de sus enormes sonrisas, cargadas siempre de

9
ternura, y habría reconocido en los momentos actuales mu-
chas de las ilusiones de su época monástica. Como pocos en
su tiempo, supo proyectar desde la soledad de su monaste-
rio, y desde las luchas de su corazón inquieto e insatisfecho,
una mirada compasiva sobre las personas, acontecimientos y
locuras de una sociedad, cada vez más desquiciada y necesi-
tada de una reconducción hacia unos valores olvidados. Fue
peregrino solitario en la misión de contradecir la obsesión de
la mayoría por las formas visibles y sociales de la vida, inclu-
so por las apariencias de la vida monástica”.
Según el arzobispo Jean Jadot: “No es un gran pensador
o filósofo, sino alguien con intuiciones, sentimientos y una
gran capacidad de ver hacia dónde caminar en un tiempo de
confusión. Se le recordará en la historia de la espiritualidad,
no como el hombre que abrió nuevos caminos, sino como al-
guien que volvió a abrir viejos caminos que habíamos olvida-
do. Tuvo la habilidad de hablar en términos nuevos sobre co-
sas, actitudes y valores que eran corrientes hace mil o mil
quinientos años”. Y nos dice Jim Forest, su biógrafo, que ante
todo, fue un monje que pasó muchas horas de su vida en ora-
ción y meditación, y esto sin duda ha marcado toda su obra.
Thomas Merton habla de temas de gran importancia en
nuestro mundo actual, como: Dios con nosotros y vida inte-
rior; ambición, orgullo, codicia, odio, ingratitud, pereza, y
humildad, amor, solidaridad, caridad, justicia social, sinceri-
dad, paz, creación, trabajo, transformación del mundo;
nuestro yo exterior unido a la diversión, y vida de oración y
contemplación; la soledad y los otros, comunión; vida de fe
que es vida de esperanza y caridad; importancia del hom-
bre en el mundo actual, su identidad, su santidad, su fin.
Merton trata en definitiva de buscar la verdad del hombre1.
1 A lo largo de todo el texto voy a utilizar la palabra “hombre” para referirme

al hombre y la mujer sin separación de género.

10
Me parecen de una gran actualidad, en nuestro mundo
secularizado, sus palabras: “Son muchos los cristianos que
no aprecian la grandiosa dignidad de su vocación a la santi-
dad, al conocimiento, al amor y al servicio de Dios; no co-
nocen las grandes posibilidades que nos da Dios en nuestro
camino de perfección, de gozar de su conocimiento y de su
amor; y otros que se consideran cristianos no tienen idea
del inmenso amor de Dios hacia ellos, y del poder de ese
amor para llevarlos a la felicidad”.
El autor describe su doctrina espiritual en sus libros, dia-
rios, cartas, desde el monasterio Santa María de Getsemaní
en Kentucky, siendo monje trapense. Su doctrina no es pura
especulación sino fruto de su experiencia de vida, Dios llamó
a su puerta a lo largo de toda su vida, igual que nos llama a
cada uno de nosotros, y Merton, nos ofrece claves para
nuestra respuesta y vida interior, que nos lleve a «cenar» y a
la unión con él. Pero no creamos que en sus obras vamos a
encontrar respuestas a las contradicciones y paradojas que
nos presenta la vida continuamente, que son las mismas con
las que él vivió: su deseo de “no-ser” para que Cristo lo fuera
todo en él y la egolatría de sí mismo; su crítica continua que
ayuda a cambiar el mundo y su deseo de desechar las cargas
del juicio, la censura, la crítica, para poder llegar a ser un
contemplativo; la vida de fe y la duda, pues no puede haber
fe si no hay duda; su inmenso deseo de soledad y silencio, y
su necesidad de vivir para los “otros”; la presencia de Dios y
su ausencia; la justicia social y la pobreza evangélica, frente a
la necesidad de estabilidad económica para poder llevar una
vida de oración… Cada uno de nosotros tenemos que resol-
ver nuestras propias contradicciones, encontrar nuestro pa-
pel en el mundo, y como nos dice Thomas Merton, solamen-
te podremos lograrlo en Cristo y con Cristo.
Por último mis agradecimientos al Profesor José Gª de
Castro SJ, porque en sus clases conocí y nació en mí el

11
deseo de estudiar a este autor por lo que siempre le esta-
ré agradecida; también al Profesor Santiago Arzubialde
SJ, porque sus clases de Espiritualidad me han ayudado a
sistematizar la doctrina espiritual de Thomas Merton que
aquí se presenta, y que a mi juicio constituye un auténti-
co, aunque breve, tratado de Teología Espiritual, total-
mente pegado a la Escritura y a la vida; a la Universidad
Pontificia Comillas, profesores, personal de administra-
ción y servicios, a su estupenda biblioteca, por los bellos
años allí vividos estudiando Teología, que sin duda han
marcado mi vida.
Pero el mérito de este libro no puede ser de nadie más
que de Thomas Merton. Las ideas y los textos que aquí se
presentan son los suyos. Mi única labor ha sido la de ras-
trear sus obras buscando su doctrina espiritual, seleccionar
los textos y ensamblarlos, o bien contarlos, formando un
cuerpo de doctrina. Se inicia el estudio con una breve des-
cripción de su vida y su proceso de conversión, pues creo
que ayudan a comprender su doctrina espiritual, y además
permiten conocer algunas de las facetas de la rica persona-
lidad de este autor, que desborda este libro.

Elvira Rodenas Ciller


elvirarodenas@telefonica.net

REFERENCIAS

F. R. de PASCUAL, Prólogo del libro La contemplación en la acción. Thomas Merton


de F. BELTRÁN LLAVADOR, San Pablo, Madrid, 1996.
R. E. DAGGY, El fuego de los dioses: una reflexión sobre el desarrollo espiri-
tual e intelectual de Thomas Merton, Cistercium, 197 (1994) 393-404.
J. FOREST, Vivir con sabiduría, PPC, Madrid, 1997, VS, 11.
T. MERTON, La senda de la contemplación, Rialp, Madrid, 1958, contiene el
escrito de What is contemplation? 1948, y otros escritos, trad. A. Ugalde y
M. del Pozo.

12
UN MONJE PARA EL MUNDO

Primeros recuerdos

Thomas Merton nace el 31 de enero de 1915 en Pra-


des, un pequeño pueblo de los Pirineos franceses, hijo de
Owen Merton, pintor de Nueva Zelanda, y de Ruth Jen-
kins, bailarina de Ohio. Allí fue bautizado en la iglesia angli-
cana, pues su padre, sin ser practicante, tenía una fe pro-
funda. Ante la I Guerra Mundial la familia se desplaza a
Estados Unidos a vivir con los abuelos maternos, a Dou-
glaston cerca de Nueva York. En 1918 nace su hermano
John Paul. Su madre muere de cáncer en 1921, y desde
entonces Thomas viaja con su padre allí donde se desplaza
para pintar, mientras su hermano se queda en casa con los
abuelos. Tenía diez años, cuando regresa con su padre a
Francia y experimenta que era volver a las fuentes de la
vida intelectual y espiritual del mundo al que pertenecía:
“Francia, me alegro de haber nacido en tu tierra y de que
Dios me haya devuelto a ti, antes de que fuera demasiado
tarde” 1.
De esa época recuerda las grandes catedrales, el canto
gregoriano, la armonía de los conjuntos, y la cantidad de
monasterios en ruinas de aquellas montañas. Fueron a vivir
1 T. MERTON, La montaña de los siete círculos, Porrúa, México, 1999,

del original The Seven Storey Mountain, 1948, su autobiografía, gran éxito co-
mercial que produjo muchas conversiones y le hizo famoso, MSC, 38.

13
a Saint Antonin una ciudad medieval amurallada, y es pre-
ciosa la descripción que hace de la ciudad con la iglesia en
el centro, una iglesia que se veía desde todas partes, y don-
de todas las calles confluían; el centro de la vida de la ciu-
dad, que con su capitel dirigido al cielo animaba a los hom-
bres a elevarse hacia Dios, y proclamaba su gloria; una
iglesia, que formaba parte del paisaje de la ciudad y de sus
colinas circundantes. Recuerda la colección de libros sobre
Francia de su padre, sus imágenes de catedrales y abadías
antiguas que le fascinaban y cautivaban su corazón. Con-
templaba las ruinas de Cluny y de la Grande Chartreuse, y
se imaginaba cómo habría sido allí la vida, y cómo su cora-
zón había sentido una cierta nostalgia de respirar el aire de
aquellos valles solitarios, y de escuchar su silencio.
A los once años empezó sus estudios, con niños de fa-
milias acomodadas, interno en el liceo Ingres de Montau-
ban, al que consideraba como una prisión. Niños que fue-
ra de la escuela eran pacíficos y hasta humanos, cuando
se juntaban dentro, parecía que algún espíritu diabólico de
crueldad, vicio, obscenidad, blasfemia, envidia y odio, les
uniera frente a toda bondad. Lo define como estar en
contacto con el cuerpo místico del diablo. Se hizo amigo
de niños pacíficos, con más ingenio que malicia, y con
ambiciones y sueños, y que desde el primer año escribían
novelas y discutían sobre ellas. Estos niños no podían
identificarse con el ideal de Francia que tenía su padre. Si
el mal es la ausencia de bien, el bien allí había sido co-
rrompido, y esto sólo era el ejemplo de lo que pasaba en
toda Francia y en el mundo. Cuando en 1928 salía del li-
ceo para ir a Inglaterra con su padre, su sensación era de
libertad.
En Inglaterra fue a vivir con su tía Maud, y en el otoño
de 1929 entró en la escuela pública de Oakham para pre-
parar su ingreso en la Universidad. Escribe: “Oakham, Oa-

14
kham, la lobreguez gris de las noches invernales en la bu-
hardilla, en la que siete u ocho chicos a la luz del gas, ruido-
sos, ansiosos, mal hablados, riñendo y gritando, bebíamos
y comíamos patatas, hasta sumirnos en el silencio, atonta-
dos y asqueados”. Durante su estancia allí tuvo que sufrir la
enfermedad de su padre, un tumor de cabeza, y cuando fue
consciente de su gravedad relata como se sintió: “Sin ho-
gar, sin familia, sin patria, sin padre, sin amigos, sin paz in-
terior o confianza o luz o comprensión propia..., sin Dios,
también sin Dios, sin cielo, sin gracia, sin nada”. Recuerda
la impresión que le causaban las visitas a su padre, con la
impotencia de no poder hacer nada por él. Cree sin embar-
go, que en aquellos días, su padre sin poder hablar, se en-
contraba unido a Dios, y que Dios le daba luz para enten-
der y hacer uso de su sufrimiento para su propio bien, para
perfeccionar su alma, un alma grande, de amplias miras,
llena de natural caridad; un hombre de una honradez inte-
lectual excepcional y gran sinceridad, que sin poder hablar,
se comunicaba a través de los iconos bizantinos que pinta-
ba. Su padre moriría en 1931 cuando tenía dieciséis años,
y esto le dejó triste y deprimido, pero cuando todo pasó, se
sintió libre, ¡libre de poder hacer todo lo que su voluntad
quisiera! Pero tuvieron que pasar cinco o seis años hasta
que comprendiera en qué cautividad había caído. Se convir-
tió en un auténtico hombre del siglo XX, el siglo de las bom-
bas y los gases tóxicos, un hombre con la sangre envenena-
da y viviendo en la muerte. Fue entonces cuando su abuelo
Pop organizó las cosas para que él y su hermano pudieran
disponer de una cantidad de dinero para poder vivir y pa-
gar sus estudios.
Aunque no fue negativo todo lo que le dejó Oakham, allí
descubrió al poeta W. Blake, y su amor por él fue una gra-
cia de Dios. Trataba de entender cómo era este hombre,
que siendo un revolucionario odiaba a revolucionarios

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como Voltaire y Rosseau, y comprendió que su rebelión era
la de los santos, la del amante de Dios que no podía sopor-
tar la piedad y religiosidad falsas, en las que el amor de
Dios había sido borrado por los convencionalismos. Para
Blake, la Iglesia católica era la única que enseñaba el autén-
tico amor de Dios, y sobre él haría más tarde su tesis de
máster en la Universidad de Columbia. Y este poeta, por la
gracia de Dios, despertó en su alma algo de fe y de amor, y
por él, de forma indirecta, se bautizó en la iglesia católica.
También leyó en esa época el Manifiesto comunista de
Marx y las pruebas de Duns Scoto sobre la existencia de un
Ser Infinito.
En 1933 entró en el Clare College de la Universidad de
Cambridge, lo que recuerda como un tiempo horroroso, a
pesar de haber conocido a Dante, pero siempre metido en
juergas y líos con los amigos, por lo que su tutor, su tío
Tom, ante su conducta irregular, le sugirió que marchara
con sus abuelos a Estados Unidos. Así a finales de 1934,
abandonó Europa para siempre alegrándose de no volver al
ambiente húmedo y enrarecido de Inglaterra, donde la gen-
te estaba moralmente muerta, lo que ocurría en toda Euro-
pa que se había convertido en un continente triste y lleno
de malos presagios con la amenaza de Hitler.
En la reflexión que hizo sobre su vida durante su viaje en
barco, encontró que sus sueños de fantásticos placeres eran
locos y absurdos, y que él mismo se había convertido en
una persona muy desagradable. Pensaba que se estaba pro-
duciendo en el mundo un florecimiento de lujurias y vanida-
des baratas, mezquinas y repulsivas, como no había ocurri-
do desde la antigua Roma; todo por un capitalismo que
fomenta cualquier mal, con tal de hacer dinero. Enonces no
era consciente de que sólo la infinita misericordia de Dios
ha impedido que nos despedacemos unos a otros, que aun-
que los hombres creen que las guerras prueban la inexisten-

16
cia de Dios, gracias a que Dios existe, hay hombres y muje-
res que superan el mal con el bien, el odio con el amor, la
codicia con la caridad, y la lujuria y la crueldad con la santi-
dad 2.
Más tarde recuerda estos hechos de su vida para su au-
tobiografía y escribe 3:

“¿Quién puede afirmar que aquellos años fueron buenos y


felices para mí? Yo era soberbio, egoísta, negaba a Dios
y me dominaba la glotonería y el placer. Todavía hoy estoy
poseído del mismo orgullo y miseria. De todas formas hay
muchas buenas cosas que recordar, pero incluso de niño
estaba demasiado lleno de rabia y de egoísmo, que hoy re-
sulta horrible recordar”.

Su experiencia de Dios

Durante su época en Douglaston, mientras vivió con sus


abuelos nunca fue a la iglesia. Fue su abuela de Nueva Ze-
landa, que había ido a visitarlos, la que le enseñó a rezar el
Padrenuestro. Un día, al oír las campanas llamando a misa
preguntó a su padre por qué ellos no iban, tenía entonces
cinco años. Más tarde cuando su padre tuvo que trabajar
como jardinero y organista de la iglesia episcopal de Dou-
glaston, irían los dos juntos, y recuerda que salía de la igle-
sia con un sentimiento agradable de haber hecho algo que
tenía que hacerse. Los abuelos eran protestantes aunque
sin saber bien de qué profesión. Para ellos todas las religio-
nes eran loables, menos la católica y la judía, y parece que
esta idea quedó grabada en su mente. Su madre frecuenta-
2 Cf. MSC, 31-32.37-38.45.51-54.62.74-75.80.86-91.96-97.126.131.

134-135; VS, 44-45.


3 T. MERTON. Diarios (1939-1960), Oniro, Barcelona, 1999. DI, 27-29.

17
ba las reuniones de los cuáqueros, y a una de esas reunio-
nes acudió con su padre, cuando su madre tuvo que mar-
char al hospital.
En Montauban, tampoco fue los domingos a la catedral
católica como hacían los demás chicos; se quedaba leyendo
en el liceo, y un ministro protestante explicaba la Escritura
al grupo que estaba en sus mismas condiciones. No se des-
prendía de esta enseñanza una espiritualidad profunda,
pero él agradeció ese algo de religión recibido. Fue su pa-
dre el que le inculcó la educación religiosa y moral, una for-
mación que surgía de las conversaciones de cada día. Su
padre era un hombre bueno y “un buen hombre, del tesoro
de su corazón produce buen fruto”. No recordaba las ense-
ñanzas del pastor, y en cambio nunca olvidaría la traición
de Pedro a Jesús, cómo Pedro había llorado amargamente,
y el amor a los enemigos, que su padre le había enseñado.
Finalmente los años en Inglaterra con su tía Maud, fue-
ron “sus años religiosos”, iba a la iglesia, se sentía sincera-
mente religioso y estaba feliz y en paz, era piadoso y dis-
frutaba con esas prácticas; sin embargo los frágiles muros
de su ilusión religiosa se derrumbaron en cuanto llegó a la
escuela pública en Oakham. Allí sufrió una seria enferme-
dad por gangrena en un dedo del pie y estuvo en el hospi-
tal durante varias semanas, pero el pensamiento de Dios o
la oración, no entraron en su mente —incluso los había re-
chazado— aunque consideró su mejoría como una gracia
de la misericordia de Dios; tenía diecisiete años. Pero cuan-
do estaba en la capilla y se rezaba el credo, él declaraba el
suyo propio: “no creo en nada”.
En su viaje a Roma, en las vacaciones de Pascua de
1933 antes de ir a Cambridge, fue donde tuvo un principio
de conversión. Se sentía mal, tenía la libertad con la que
había soñado pero no era feliz. Visitó la Roma imperial con
desgana, sin embargo se quedó impresionado por los fres-

18
cos de las iglesias católicas; se encontró con un arte lleno
de vitalidad espiritual, seriedad y pudor, sin pretensión, sin
fingimiento, sin nada teatral en torno suyo, su solemnidad
era su propia simplicidad, y empezó a vislumbrar su servi-
cio a unos fines superiores, espirituales, litúrgicos, que él
no podía comprender. Estaba fascinado por los mosaicos
bizantinos y se convirtió en peregrino que buscaba la ins-
trucción a través de aquellos altares, mosaicos y santuarios.
Allí empezó a comprender quién era aquella persona a la
que llamamos Cristo. Los santos habían dejado en las pare-
des de las iglesias palabras, que por la gracia de Dios, él
podía aprehender, aunque no descifrar del todo. La fuente
más real e inmediata de esa gracia, de ese conocimiento,
era Cristo mismo, presente en aquellas iglesias en todo su
poder, su humanidad y su presencia. Se quedaba solo con
el tremendo Dios y era él, el que le enseñaba quién era. En
su autobiografía escribe:

“Era un conocimiento oscuro pero verdadero, y en cierto


sentido más verdadero de lo que yo admitía. Fue en Roma
donde se formó mi comprensión de Cristo. Allí fue donde
por primera vez vi a quien ahora sirvo como mi Dios y mi
rey y que posee y gobierna mi vida”.

Se sintió asqueado por la falsedad y trivialidad de los li-


bros que había llevado para el viaje, entre ellos los poemas
de D. H. Lawrence, y empezó a leer y a encontrar sentido
al Nuevo Testamento. Siguió visitando iglesias, y compren-
dió que no las visitaba por el arte sino porque había algo
más que le atraía de ellas que le daba una gran paz interior.
Allí tuvo la convicción de que sus deseos y necesidades,
sólo podrían satisfacerse en esas iglesias de Dios.
Cuenta que una noche, despierto en su habitación con
la luz encendida, sin saber cómo, le pareció que su padre
estaba con él, se sintió abrumado con la visión de la miseria

19
y corrupción de su alma, y empezó a rezar con muchas lá-
grimas. Su padre se había convertido en un intermediario
entre Dios y él. A la mañana siguiente fue a Santa Sabina,
la iglesia de los dominicos, y por primera vez rezó en una
iglesia. Vio el claustro a través de una ventana, y escribe:
“Sentado al sol, sobre un muro, saboreé la alegría de mi
paz íntima, imaginando cómo mi vida iba a cambiar, cómo
me haría mejor”. Fue al monasterio trapense de Tre Fonta-
ne, visitó la iglesia, pero no quiso entrar en el monasterio
para no perturbar el silencio de los monjes; allí, en ese mo-
mento, pensó que le gustaría ser monje trapense.
En las vacaciones de verano con su familia americana si-
guió leyendo la Biblia, fue a las celebraciones de la iglesia en
la que su padre había sido organista, pero se sintió irritado
con el culto; fue a una reunión de los cuáqueros y se mar-
chó sin que terminara, leyó cosas sobre los mormones que
no le interesaron. Y perdió el interés por la religión cuando
comprobó que sus amigos tenían la suya propia: el culto a
Nueva York, su vida, sus teatros de variedades, cines y taber-
nas. Finalmente con su vida en Cambridge se borraron los
últimos resquicios de vitalidad espiritual y de libertad divina,
inculcada por Dios en su alma. Estaba esclavizado con las
cadenas de un insufrible dolor, y ésta es la auténtica crucifi-
xión de Cristo: Cristo muere una y otra vez con cada uno de
nosotros, que habiendo sido creados para participar del
gozo y de la libertad de su gracia, sin embargo le negamos 4.

Conversión

Tenía veinte años cuando entró en la universidad de Co-


lumbia de Nueva York, mientras vivía con sus abuelos en
4 Cf. MSC, 12-13.25.55-60.67.100-101.111-116.118-120.124; VS, 40.

20
Douglaston; más tarde pensaría lo mucho que le debía a
esta universidad. Encontró que Columbia estaba llena de
aire fresco y de luz, quizás porque la mayoría de los estu-
diantes trabajaban y apreciaban cada hora de clase recibi-
da, aunque para él no había mucho que apreciar, sólo la
buena relación entre profesores y alumnos. Además había
una estupenda y enorme biblioteca, de donde se podían sa-
car montones de libros. El lema de esta universidad religio-
sa, fundada por protestantes sinceros, era: “En tu luz, vere-
mos la luz”, y fue en este centro donde el Espíritu Santo iba
a mostrarle su luz a través de amigos, profesores y lecturas.
Columbia era considerada por muchos una universidad
comunista, y envuelto en ese mundo, Thomas pensaba que
si la sociedad está mal y las clases trabajadoras están opri-
midas por los empresarios, había que luchar para cambiar
la situación, había que luchar contra el capitalismo que te-
nía la culpa de la corrupción, y la mejor forma era desde
una posición comunista. Terminó siendo un piquete que
participaba en manifestaciones pacifistas: “barcos de guerra
no, libros sí”, “abajo las guerras”. Pero esa militancia acabó
cuando uno de los dirigentes vino a luchar en la guerra civil
española. Se preguntaba qué significaba un compromiso
para ellos que no creían en la ley natural ni en la concien-
cia, y llegó a la conclusión de que no tenían intención de
atarse a nada. Encontró otras contradicciones en las teorías
comunistas, tampoco veía claro el estado que propugna-
ban, y su parte activa en la revolución sólo duró tres meses.
Cree que debe a su profesor Van Doren el que su contribu-
ción comunista durara poco, pues ya entonces había pre-
parado su mente para “no aceptar cualquier estupidez”.
Este profesor no era católico, pero tenía un entendimiento
sobrio y sincero, sin ningún tipo de tendencias, y abrió y
preparó su mente para recibir la semilla de la filosofía esco-
lástica, lo que fue una gracia de Dios. Fue en sus clases

21
donde oyó algo sensato sobre las cosas fundamentales:
vida, muerte, tiempo, amor, pesar, miedo, sabiduría, sufri-
miento, eternidad.
Hacía una vida similar a la de Cambridge, salía con
amigos hasta altas horas de la mañana, hablaban, fuma-
ban, bebían, y escuchaban jazz. Preparaba su Bachillerato
en Artes, y escribía en distintas publicaciones universita-
rias, como la revista Jester a la que ilustraba con sus dibu-
jos. Iba al piso donde se editaba la revista y tocaba jazz en
el piano con un gran estruendo. Tenía una cierta capaci-
dad para el trabajo, la actividad y el goce; nunca había he-
cho tantas cosas al mismo tiempo y con tanto éxito. Las
cosas empezaban a resultarle fáciles, pero Dios quería lle-
varle por otros derroteros; tuvo una crisis de sobreexcita-
ción que le produjo una gastritis, y un amor no correspon-
dido que le hizo sentirse realmente mal. Además murió su
abuelo Pop, después su abuela, lo que le produjo una gran
tristeza. Ante la muerte de Pop, de una forma espontánea
se arrodilló a los pies de la cama y rezó. Luego pensaría
que era la forma de agradecerle toda su bondad a lo largo
de los años. Se había quedado solo con su hermano John
Paul, con el que recorría los cines cuando coincidían en
vacaciones.
Lo más real que Columbia le dejó, fue a sus amigos, “a
los que Dios reunió para sacarlos de la confusión en la que
todos se encontraban”. Lax, Gibney y Gerdy habían habla-
do sobre la posibilidad de convertirse al catolicismo. Lax te-
nía un profundo sentido de Dios, y junto con Gerdy, sería
finalmente bautizado en la iglesia católica cuando Thomas
ya era trapense.
También fueron importantes las muchas lecturas de
aquellos años. Se había inscrito en un curso sobre literatura
francesa medieval, y tuvo la oportunidad de leer El espíritu
de la Filosofía medieval de E. Gilson. Le desilusionó com-

22
probar que se trataba de un libro con una visión de acuerdo
con la doctrina de la iglesia católica, según el Nihil Obstat
impreso en la primera página. Asegura que si lo hubiera sa-
bido no lo habría comprado, sentía miedo de la autoridad
católica, y de “esa cosa temible y misteriosa del dogma ca-
tólico”. Tuvo la suerte de empezar a leerlo antes de desem-
barazarse de él, y allí encontró el fundamento de la idea de
Dios. Él nunca había tenido claro lo que los cristianos deci-
mos con la palabra “Dios”; no podía entender quién podría
ser ese Dios que era finito e infinito, eterno y cambiante,
sujeto a todas las variaciones que experimenta el ser huma-
no. Este descubrimiento le produjo un gran respeto por la
filosofía y la fe católica. Entonces tuvo grandes deseos de ir
a una iglesia y se dirigió a aquella en la que su padre había
sido organista; después reflexionaría que Dios quería que
empezara por el mismo camino por el que se había despe-
ñado, Dios no quería que fuese católico dejando detrás un
desprecio a otra iglesia.
Animado por Lax, leyó El fin y los medios de A. Hux-
ley, que critica la utilización de medios, como la guerra,
represalias, violencia, cuando se quiere obtener un buen
fin. Huxley sugiere que hay que estar libre de toda sumi-
sión, y para ello hay que reafirmar la voluntad y la inteli-
gencia, reivindicar el espíritu, y tener vida interior; y esto
sólo es posible a través de la oración y el ascetismo. Esta
revelación sobre la necesidad de una vida interior, espiri-
tual, incluida la idea de la mortificación, la aceptó como
buena para el mundo en que vivía, y empezó a leer libros
de filosofía oriental tratando de descubrir el sentido del as-
cetismo, que para Huxley era la liberación de nuestra per-
sonalidad real, la liberación del espíritu de la servidumbre
de la carne que puede destruir nuestra naturaleza. Entonces
conoció a Bramachari, un monje hindú de una nueva secta
dedicada a la oración y a la alabanza a Dios, que conocía

23
bien las distintas religiones protestantes, o la anglicana.
Merton quería conocer su opinión sobre la religión católica,
y él le dijo que creía que en las iglesias católicas se rezaba
realmente, y que el amor de Dios era un asunto de interés
real; pensaba que era una religión muy vital. Le aconsejó
que leyera la Imitación de Cristo de Kempis y las Confe-
siones de san Agustín, y Merton consideró que Dios había
hecho que el monje hindú recorriera todo ese largo camino
hasta América, para que le pudiera decir que volviera a la
tradición cristiana cuando se dirigía hacia el misticismo
oriental.
Después de obtener su diploma de Bachiller en Artes, se
especializó en Literatura Inglesa con su tesis La Naturaleza
y el Arte en William Blake, poeta del siglo XVIII, disidente
y defensor del misticismo, presentada en febrero de 1939.
Recuerda cómo disfrutó viviendo en contacto con el genio
y la santidad de este poeta que le hizo tomar conciencia de
que el único modo de vivir era en un mundo saturado de la
presencia de Dios. Por su relación con Blake, leyó Arte y
escolasticismo de J. Maritain, que le atrajo hacia el catoli-
cismo y al concepto de virtud. Así sin darse cuenta, cuan-
do empezaba a escribir su tesis, su conversión estaba prác-
ticamente completada, y aunque todavía no había ido
nunca a misa, ya entonces empezaba a querer dedicar su
vida a Dios. Sabía que Dios quería llevarle hasta él, y que le
guiaría en el camino.
Un domingo, en vez de acompañar a la chica con la
que salía, se encaminó a la iglesia de Corpus Christi para
ir a misa por primera vez. Le impresionó ver tanta gente
reunida de todas las edades y condición social, y escuchó
la homilía con gran atención. Decía el joven sacerdote que
Cristo era el Hijo de Dios, que en él, la segunda persona
de la Santísima Trinidad, Dios había asumido la naturaleza
humana, y por tanto Cristo era a la vez hombre y Dios;

24
sus actos eran los de Dios, y siendo Dios caminó entre
nosotros, y como nos amaba murió en la Cruz. Jesucristo
no era un simple hombre, un santo, un profeta, Jesucristo
es Dios, y esto lo sabemos porque ha sido revelado en la
Escritura y confirmado por la doctrina de la Iglesia. Pero
nadie puede creer por un simple acto del querer, si no re-
cibe de Dios una luz verdadera, un impulso de fe en la
mente y en la voluntad. Nadie puede ir a Cristo si el Padre
no le atrae hacia él. En la consagración, ante el impresio-
nante silencio, se sintió atemorizado y salió de la iglesia,
pero cuando pasaba por Broadway se sentía feliz y en paz,
como si hubiese recibido una gracia especial. Percibió la
ciudad más bonita, y tuvo la sensación de que entraba en
un mundo nuevo.
Su lectura se hizo más católica, volvió a leer Retrato del
artista adolescente de J. Joyce, fascinado con las descrip-
ciones que hacía de sacerdotes y su vida católica, y volvió a
tener la sensación de que los católicos saben bien lo que
creen. Estaba absorbido por la poesía de G.H. Hopkins SJ,
y cómo escribió al cardenal Newman para decirle que que-
ría convertirse al catolicismo. Esta idea le rondaba por la
cabeza, y no podía dejar de pensar en los jesuitas y en su
vida. De repente tomó la decisión y marchó a la iglesia en
la que había ido a misa por primera vez, para decirle al sa-
cerdote: “Padre, quiero hacerme católico”, y empezó su
instrucción sacrificando sus antiguas diversiones. Tenía una
inmensa prisa por bautizarse, y en su interior iba naciendo
su deseo de hacerse sacerdote. Recibió los sacramentos del
bautismo, la penitencia y la eucaristía el 16 de noviembre
de 1938, acompañado de sus amigos. Ed Rice fue su padri-
no 5. Así recuerda este momento 6:
5 Cf. MSC, 139-141.143-146.149.151.156-167.173-190.192-200.204-

214.217-218.
6 MSC, 225-227.

25
“¡Qué velos de noche oscura saltaron de mi entendimiento
para dejar entrar la íntima visión de Dios y su Verdad...!
Cristo oculto en la pequeña hostia se daba por mí y para
mí... en el templo en el que me había convertido. El único
eterno y puro sacrificio era ofrecido al Dios que moraba en
mí.
El sacrificio de Dios a Dios y yo sacrificado junto con Dios
e incorporado a su encarnación.
Cristo nacido en mí como en un nuevo Belén y sacrificado
en mí como en un nuevo Calvario, ofreciéndome a mi Pa-
dre que es el suyo para recibirme en su amor infinito.
Él me llamaba a mí desde sus inmensas profundidades”.

En busca de “su camino”

Después del bautismo se volvió a encontrar dentro del


mundo sin saber rezar, ni cómo llevar una vida más sobre-
natural; dejó de lado su idea de ser sacerdote y se relajaron
sus costumbres. Necesitaba un gran ideal para cambiar su
vida, y ése era el sacerdocio; si pensaba entrar en un semi-
nario o monasterio, tendría que empezar a adquirir hábitos
religiosos, y abandonar tanta diversión y mundanidad en su
vida. Iba a regatas, a beber, a charlar con los amigos hasta
altas horas de la madrugada, a los carnavales y a fiestas.
Después del largo camino de conversión recorrido en torno
a los confines del infierno, en vez de hacerse un católico ar-
diente y fuerte, se deslizaba hacia las filas de los millones de
cristianos tibios. Parecía que su conversión racional del en-
tendimiento no era suficiente. Comprendió que es también
necesaria la conversión de la voluntad para que “donde
esté tu tesoro, allí también esté tu corazón”. Quería ser es-
critor, poeta, crítico, profesor, pero sabía que no tenía nin-
gún tesoro en el cielo, todos los tenía en la tierra, quería
ser escritor o profesor pero sólo para su propia satisfac-

26
ción, por ambición, por su egolatría interna. Iba a misa
cada domingo y algún día entre semana, y confesaba, co-
mulgaba y leía libros espirituales, pero tomando notas de
todo aquello que pudiera servirle en una charla o debate
para su engrandecimiento personal. Alguna tarde visitaba
alguna iglesia para rezar, y quizás todo esto hubiera sido su-
ficiente para un católico ordinario, pero no lo era para él.
Escribe: “Cualquiera sea la tierra a la que Dios te ha condu-
cido no es como la tierra de Egipto de la que te sacó, no
puedes vivir como vivías allí. Tu antigua vida y hábitos es-
tán crucificados, no debes buscar vivir más, para tu propia
satisfacción... debes sacrificar tus placeres y comodidades
por el amor de Dios, y dar a los pobres el dinero que ya no
necesitas gastar en aquellas cosas”. Uno de los grandes de-
fectos de su vida espiritual era su falta de devoción a María,
a la Madre de Dios. Aunque creía en ella, para él era sólo
un símbolo que estaba en las catedrales y en cuadros; no
tenía ningún sentido de dependencia de ella, y tendría que
descubrirlo por experiencia.
Empezó a escribir, pero Dios permitió que no le publica-
ran sus escritos, quería llevarle por otro camino: “Dios que-
ría que no se enorgulleciera por las cosas de la tierra”. Es-
cribió versos, lo que nunca había podido hacer antes de su
conversión, y una novela, y rezó con una gran confianza en
Dios y en Nuestra Señora, para que la publicaran. El libro
no fue publicado, pero Dios contestó a su plegaria devol-
viéndole su vocación, pues dice: “Es conocido por los cató-
licos, que Dios siempre responde a nuestra súplica, y si no
nos da lo que le pedimos, es porque nos da algo mucho
mejor”. Pero seguía confuso y no encontraba el camino a
seguir. Fue Lax el que le dijo que para ser santo sólo hace
falta querer serlo y añadió: “¿No crees que Dios te hará
aquello para lo que te creó si tú consientes en ello? Lo que
tienes que hacer es desearlo”. Pero ¿cómo podía él ser san-

27
to con todos sus pecados? Parecía que todos eran mejores
cristianos que él, todos comprendían mejor a Dios que él, y
se preguntaba por qué él era tan tardo, tan confuso, tan in-
cierto, tan inseguro.
Finalmente un día que había estado hablando y bebien-
do con Rice, Gerdy, Gibney y Peggy hasta altas horas de la
madrugada, fueron todos a su casa. Era una costumbre co-
mún, que cuando estaban levantados hasta altas horas de la
madrugada, terminaran durmiendo en cualquier sitio, aun-
que fuera en el suelo. Después reflexionaría que si alguien
les hubiera insinuado dormir en el suelo como penitencia
por amor a Dios, lo hubieran considerado una ofensa a su
inteligencia y dignidad de hombres. Sin embargo les pare-
cía lo normal, después de una noche dedicada al placer.
Aquel día, estando con sus amigos, surgió la idea y dijo:
“Creo que voy a ingresar en un monasterio y hacerme sa-
cerdote”. Creyeron que bromeaba y volvió a repetir: “Voy a
ser sacerdote”. Cuando se quedó solo, marchó a la Iglesia
de san Francisco Javier, donde estaban celebrando una
Hora Santa con el Santísimo expuesto, y allí ante el Santísi-
mo mirando a la forma y sabiendo a quien miraba volvió a
decir: “Sí, quiero ser sacerdote, lo quiero con todo mi cora-
zón, si es tu voluntad Señor, hazme sacerdote... hazme sa-
cerdote”.
Una vez tomada la decisión faltaba saber a qué congre-
gación ir, por dónde empezar, cómo hacerse sacerdote. Se
inclinaba por los jesuitas que había conocido a través de
Hopkins, pero él necesitaba una regla que le separara del
mundo y le uniera con Dios, no una regla que le hiciera
apto para luchar por Cristo. Recurrió a D. Walsh, uno de
los profesores que influyó en su vida, para hablar de las dis-
tintas congregaciones; la orden que le llenaba de entusias-
mo era la cisterciense y sobre todo los cistercienses de la
estricta observancia, los trapenses, pero también hablaron

28
de los franciscanos, dominicos, benedictinos. Merton recor-
daba que seis años antes había pensado que le gustaría ser
trapense, pero como no comen carne dedujo que no sería
bueno para su salud; tampoco hablan y ayunan mucho. Le
preocupaba la clausura, el ayuno, las largas oraciones, la
vida en comunidad, la obediencia y la pobreza; pensaba
que su salud era débil y se derrumbaría, aunque por temor
a enfermar no había dejado de salir de noche, y de vaga-
bundear por la ciudad buscando diversiones poco sanas. Lo
mejor sería ser franciscano; fue a hablar con ellos, pero no
podía empezar el noviciado hasta el próximo año con los
demás novicios. Estaba feliz con la idea de ser sacerdote y
esto le había cambiado la vida. Comulgaba cada día y volvía
por la tarde a alguna iglesia para rezar. Leía libros espiritua-
les y de filosofía, daba clases en la Universidad de Columbia
y seguía escribiendo y trabajando en su Tesis Doctoral so-
bre Hopkins, para lo que tenía una beca.
Compró el libro Los ejercicios espirituales de san Igna-
cio y escribe 7:

“Dediqué todo un mes a los Ejercicios empleando cada día


una hora tranquila por la tarde..., sentado en el suelo con
las piernas cruzadas como Mahatma Gandhi..., empecé a
considerar la razón por la que Dios me había traído al
mundo, y fijé mi mente en la idea de la indiferencia a to-
das las cosas creadas en sí mismas, a la enfermedad o a la
salud, me sentí nuevamente aterrado..., y perdí el fruto de
esta meditación fundamental. Sin embargo alcancé el ver-
dadero valor de los Ejercicios cuando medité los pasajes de
la vida de Cristo. Seguí dócilmente las reglas de san Igna-
cio sobre “la composición de lugar”, me senté en la casa
de Nazaret con Jesús, María y José, consideraba lo que ha-
cían y escuchaba lo que decían; despertaba afectos, toma-
ba resoluciones, acababa en un coloquio y hacía un exa-

7 MSC, 272-274.

29
men de cómo había obrado la meditación. Todo era tan
nuevo e interesante, que estaba demasiado ocupado para
distracciones...”.

Entonces fue consciente de la absoluta necesidad de des-


prenderse de todas las cosas, de cargar con la cruz y seguir
a Cristo, porque todo lo demás es prisión y muerte. Antes
había llegado a esta idea intelectualmente, ahora lo sabía
por experiencia, y daba el asentimiento a esta verdad con
toda su alma y su corazón, no sólo con el entendimiento.
Fue operado de apendicitis, y sentirse querido y alimentado
en el hospital era como nacer de nuevo, la misma sensa-
ción que tenía con su vida espiritual.
Por Pascua Florida en 1940, marchó de vacaciones a
Cuba porque quería hacer una peregrinación hasta Nues-
tra Señora de la Caridad del Cobre, Reina de Cuba. Que-
ría pedirle a la Virgen que intercediera por él ante el Señor
para que le hiciera sacerdote: “Caridad del Cobre es a ti a
quien he venido a ver. Tú pedirás a Cristo que me haga su
sacerdote, y yo te daré mi corazón, y mi primera misa será
para ti, ofrecida a través de tus manos, en gratitud a la
Santa Trinidad, que se ha servido de tu amor para ganar-
me esta gracia”. Allí, en la iglesia de san Francisco de la
Habana, después de la consagración, cuando el sacerdote
dejó el cáliz sobre el altar, y el coro de niños rompió el si-
lencio cantando Creo en Dios con sus voces claras, llenas
de fervor, tuvo una experiencia de Dios que marcaría su
vida 8:

“Dentro de mí se produjo como un trueno, y sin percibir


nada extraordinario con ninguno de mis sentidos, sólo mis
ojos miraban lo que estaba pasando en la iglesia, conocí
con la más absoluta e incuestionable certeza, que ante mí,

8 DI, 40-42, 29 de abril, 1940.

30
entre el altar y yo, en algún lugar del centro de la iglesia,
elevado en el aire, o en cualquier otro lugar porque no ha-
bía un lugar, pero directamente ante mis ojos, o directa-
mente presente a otro “yo”, por encima del de los senti-
dos, estaba Dios en toda su esencia, todo su poder, Dios
en la carne y Dios en sí mismo, y Dios rodeado por los
rostros radiantes de los miles, de millones, del incontable
número que contemplaban su gloria y alababan su santo
nombre”.

En su autobiografía explica que era una luz brillante y


profunda, íntima y fuerte, que neutralizaba todas las otras
experiencias. Era intangible y sin embargo le hirió como un
rayo. Una luz ordinaria que se ofrecía a todos, a todo el
mundo y no había fantasía ni cosa extraña en ella. Era la
luz de la fe intensificada y reducida a una claridad extrema
y súbita. Era como sentirse deslumbrado por la presencia
de Dios, como entrar en contacto con Dios, con la verdad,
y no era algo especulativo y abstracto sino concreto, y per-
tenecía no sólo al orden del conocimiento, sino también al
orden del amor. Una luz que estaba por encima de cual-
quier deseo o apetito, purificada de toda emoción, limpia
de todo anhelo sensible, que le dejó una inmensa paz y un
gozo intenso, que nunca olvidó. No volvió a tener experien-
cias de este tipo y su oración siguió siendo fundamental-
mente vocal, aparte de la oración meditativa y afectiva más
o menos espontánea, que venía y marchaba, mientras él
iba y venía de aquí para allá. Aunque a veces su oración era
sólo un motivo de anticipar en esperanza y deseo su entra-
da en el noviciado, era un soñar despierto.
En el momento de entrar al noviciado pensó que los
franciscanos no sabían realmente cuál había sido su vida
pasada, tampoco habían indagado sobre su posible voca-
ción, incluso él mismo albergaba dudas sobre ella. Se sentía
aturdido y pensó que no sería un buen monje. Con toda

31
esta duda y zozobra, los franciscanos le dijeron que en esas
condiciones era mejor que no entrara. Y cuenta cómo al
salir de allí lloró amargamente.
Después de este fracaso y en pleno ambiente de guerra,
decidió vivir como religioso fuera del convento. Pensó que
podría unirse a una Orden Tercera, y pidió plaza como do-
cente en el colegio franciscano de san Buenaventura de Ole-
an, quería estar cerca del Santísimo. Rezaba la Liturgia de las
Horas y en sus horas libres salía a rezar las horas menores
por los campos. También escribía poemas. Fue entonces
cuando empezó a amar su tierra, Norteamérica: “Cuántas
millas de silencios ha hecho Dios en ti para la contempla-
ción, si la gente sólo comprendiera para qué son realmente
tus montañas y bosques”. Estuvo a punto de ser reclutado
para ir a la guerra, y pidió servir en el cuerpo médico como
asistente de hospital o camillero, quería evitar tener que tirar
bombas. En aquellos momentos le daba igual lo que pasara
con él, se sentía en paz pues su corazón estaba en manos de
Uno, que le amaba más de lo que él podría haberse amado
nunca. Una paz que era independiente del trabajo que hicie-
ra, de la casa donde viviera y de las condiciones externas,
una paz que el mundo no puede dar. Finalmente fue declara-
do inútil para el servicio militar porque le “faltaban dientes”.
En Semana Santa decidió hacer Ejercicios Espirituales
en el monasterio de los trapenses de Kentucky, que D.
Walsh le había recomendado. Leyó acerca de ellos en la
Enciclopedia Católica y le impresionó su forma de vida si-
milar a la de los cartujos. Era gente que se retiraba del
mundo y gustaba el maravilloso placer de la soledad y el si-
lencio. Eran pobres, no tenían nada, y por consiguiente
eran libres y lo poseían todo. Trabajaban con sus manos
para su sustento, todo lo que les rodeaba era sencillo, pri-
mitivo y pobre, y así buscaban a Cristo, pobre y repudiado
por los hombres. Se habían encontrado con Cristo que lle-

32
naba totalmente sus vidas, y Dios cada día derramaba sobre
ellos su paz y su gracia, les hablaba derrochando verdad, y
cada cosa que hacían se convertía en un acto de amor a
Dios. Estos hombres humildes, que se habían convertido en
nada por amor de Dios, rompían su corazón, y así fue
como el deseo de aquella soledad se abrió paso como una
herida en su interior; sin embargo, en su entendimiento, to-
davía golpeaba la idea de que no tenía vocación, no era
para el claustro, ni para el sacerdocio.
Una vez en la abadía de Getsemaní, recuerda cómo le
impresionaron los cantos de los salmos, los manantiales de
vida, de fuerza y de gracia que se desprendía de ellos, toda
la tierra rebrotaba con nueva fecundidad. Además estaba
en la casa de Nuestra Señora, Nuestra Señora de Getsema-
ní, y allí se vivía la sencillez y el frescor de la devoción del
siglo XII con san Bernardo. Cuando se marchaba del monas-
terio, le preguntaba a la Madre de su Cristo, cómo le dejaba
partir. Van Doren le comentó que el haber abandonado la
idea de ser sacerdote, cuando le dijeron que no tenía voca-
ción, era una señal de que realmente no la tenía. Esto fue
un dardo que le hirió en lo más profundo de su ser, y le hi-
rió todavía más porque Doren no era católico. Merton le
contestó que la Providencia había dispuesto las cosas para
que fuera trapense. Tenía la intensa convicción de que ha-
bía llegado la hora de ser trapense. Leyó La vida cister-
ciense y escribió a Getsemaní para solicitar ir de retiro en
Navidad, insinuando que iba como postulante. El día 10 de
diciembre de 1941, antes de Navidad, ya estaba en Getse-
maní. El hermano portero le preguntó: ¿Esta vez ha venido
para quedarse? Sí hermano, contestó, si usted quiere rezar
por mí. Eso es lo que he hecho —dijo—, rezar por usted 9.

9 Cf. MSC, 229-235.241.245.250. 255-259. 263-268. 279-281 .286.

288-290. 300-303. 310-311.319-323.328.332.370-371.379-380.

33
Thomas Merton recuerda entonces a la Madre de
Dios 10:

“Señora, cuando por la noche abandoné la isla que antes


fue tu Inglaterra, tu amor me acompañaba, aunque no pu-
diese saberlo, ni pudiera hacerme consciente de ello.
Y era tu amor, tu intercesión por mí ante Dios, quien dis-
ponía las aguas delante de mi barco, dejándome el camino
libre para otro país.
No estaba seguro de adónde iba, no podía ver lo que haría
cuando llegara a Nueva York. Pero tú veías más lejos y
más claro que yo, abrías los mares delante de mi barco,
cuyo camino me conducía a través de las aguas, a un lugar
con el que nunca había soñado, y que ya entonces me pre-
parabas, para que fuera mi rescate, mi abrigo y mi hogar.
Y cuando yo creía que no había Dios, ni amor, ni miseri-
cordia, tú me guiabas al centro de su amor y su misericor-
dia, y me llevabas, sin saber yo nada de ello, a la casa que
me ocultaría en el secreto de su faz”.

El padre Louis

“El dulce sabor de la libertad” son las palabras que utiliza


Merton para definir sus primeros años de estancia en el
monasterio. El monasterio fue para él una escuela donde
aprendió a ser feliz, teniendo a Dios por maestro. El padre
Abad le dijo que el comportamiento de cada uno de los
postulantes haría que la comunidad fuera mejor o peor, y
que cada uno de ellos iba a ejercer una gran influencia so-
bre los demás. También le dijo que quizás muchas almas
dependían de su perseverancia. Su recomendación final era
que fuera alegre, aunque no disipado, y que los nombres de
María y Jesús estuvieran siempre en sus labios. Aquel pri-

10 MSC, 132.

34
mer día, cuando empezaron a cantar el “Magnificat” en
Vísperas, casi lloraba de agradecimiento, de felicidad, de
gratitud por su vocación. Recibió el hábito el 21 de febrero
de 1942 con el nombre de hermano Louis. Y ora
diciendo 11:

“Permite que éste sea mi único consuelo: que dondequiera


yo esté, tú, mi Señor, seas amado y alabado.
Los árboles te aman sin conocerte... Pero en medio de to-
dos ellos, yo te conozco y conozco tu presencia.
En ellos y en mí, conozco el amor que ellos no conocen, y
me avergüenza la presencia de tu amor en mí.
¡Oh generoso y terrible amor, que tú me has dado, y que
no existiría en mi corazón, si tú no me amaras!
En medio de todos estos seres, que nunca te han ofendido,
soy amado por ti, que te he ofendido, y mis ofensas han
sido olvidadas por ti, aunque yo no las he olvidado.
Sólo una cosa te pido: que el recuerdo de ellas no me haga
temeroso de recibir en mi corazón el don del amor, que
has colocado en mí.
Lo recibiré porque soy indigno. Al hacerlo así, te amaré al
máximo, a pesar de lo que he sido, y daré mayor gloria a
tu misericordia.
Sé que mi amor es precioso, porque es tuyo antes que
mío. Precioso para ti, porque proviene de tu propio Hijo,
pero precioso todavía más, porque me convierte en un hijo
tuyo”.

Durante el primer año enceró suelos, trabajó en el bos-


que y en el campo, plantó y recolectó habas y guisantes, y
en verano trigo bajo un inmenso calor. Era entonces cuan-
do más postulantes dejaban el monasterio, pero él pensaba
que había que estar loco para abandonar un lugar así. Sa-
boreaba cada momento: “los largos atardeceres del verano

11 T. MERTON, Pensamientos en la soledad, Lumen, Buenos Aires, 2000,

del original Thoughts in Solitude, 1958, trad. Miguel Grindberg, PS, 84-85.

35
cuando el cielo estaba fresco, y se podía ver la media luna
sonriendo sobre el monasterio, mientras un olor de pino
mezclado con el olor de la cosecha, se cernía sobre los
monjes con la brisa, y la alegría al terminar el día y secarse
el sudor de la frente, y comprobar la vitalidad del valle con
el canto de los grillos, como un canto que subía hasta Dios
en una oración del atardecer; y la vuelta a casa rezando el
rosario”. Aprendió que tenía que aceptar la comunidad
como era, a cada uno con sus imperfecciones. Presentía
que los más sencillos eran los mejores, los que entraban en
la norma sin ninguna ostentación, no llamaban la atención,
hacían lo que se les pedía y eran felices. Otros trataban de
hacer cada cosa de la forma más perfecta y escrupulosa,
como si quisieran ser santos con su esfuerzo, otros no ha-
cían nada para santificarse. Era de estos dos grupos de los
que salía gente para volver al mundo.
Enfermó de gripe y fue trasladado a la enfermería; pen-
saba que allí iba a tener más soledad y tiempo para rezar,
pero en cuanto estuvo mejor tuvo que barrer la enfermería
y hacer otras tareas; concluyó que los monasterios produ-
cen muy pocos contemplativos puros, la vida es demasiado
activa, hay demasiadas cosas que hacer. Volvió a la enfer-
mería en el primer aniversario de su profesión solemne, lo
que consideró una gracia de san José, y en esa celda, aisla-
do, se sentía otra persona, su oración era distinta, se sentía
cerca de Dios, y sólo tenía que abandonarse en Dios, repo-
sar en él y amarle. Pensaba que el silencio y la soledad
son los lujos supremos de la vida.
En el verano de 1942 su hermano fue al monasterio
para ser bautizado. Pertenecía a las Reales Fuerzas Aéreas
de Canadá, con las que iba a participar en la II Guerra
Mundial. Thomas le instruyó en la fe; reconocía en él aque-
lla sed insaciable de paz, de salvación, de verdadera felici-
dad. Hablaron de sus vidas y sus tiempos tristes, y se pre-

36
guntaban si se puede ser feliz, sin fe, sin un principio que
trascienda todo. Después del bautismo, juntos tomaron la
comunión, y cuando le acompañaba al portón a despedirlo,
comprendió que quizás era la última vez que se iban a ver.
Más tarde recibió una carta diciendo que se casaba, y en la
Pascua de 1943 otra en la que le comunicaban que su
avión había desaparecido en una misión en el Mar del Nor-
te. Para él escribió un bello poema 12:

“Dulce hermano, en las horas que no duermo, para tu


tumba son mis ojos flores, y si no puedo comer mi pan,
mis ayunos serán almohadas donde moriste.
Si en el calor no encuentro agua para mi sed, mi sed te
hará manantiales, pobre viajero.
¿Dónde, en qué tierra desolada y humeante yace tu pobre
cuerpo, perdido y exánime? ¿En qué paisaje de tragedia tu
espíritu infeliz ha perdido el camino?
Ven, halla en mi trabajo un lugar de descanso y en mis pe-
sares posa tu cabeza, o más bien llévate mi vida y sangre y
cómprate un lecho mejor…”

El 19 de marzo de 1944 hizo su profesión temporal y


el mismo día tres años después, la profesión solemne con
los votos de pobreza, castidad, obediencia, conversión de
costumbres y estabilidad en la abadía de Getsemaní. Más
tarde escribiría que con el voto de estabilidad el monje re-
nuncia a la vana esperanza de encontrar el “monasterio
perfecto”. A la profesión temporal asistió Lax que ya ha-
bía sido bautizado, y a su vuelta llevó consigo un manuscri-
to con unos cuantos poemas, la mitad los había escrito en
el noviciado, el resto en el tiempo que estuvo en san Bue-
naventura; estos poemas le parecían ahora los de un ex-
traño. A partir de ese momento se dedicó mucho más a la

12 MSC, 412-413.

37
escritura; por una parte estaba su vocación contemplativa,
por otra parte su doble que quería ser escritor y tenía de
su parte a los superiores, que decían: “Escribir es una vo-
cación”.
Cuando hizo los votos solemnes ya no estaba seguro de
lo que significaba ser contemplativo, ni cuál era su voca-
ción, ni lo que significaba ser cisterciense. Llegó a la con-
clusión de que no comprendía mucho de nada. Sólo estaba
seguro de que el Señor quería que él hiciera esos votos, en
esa casa y ese día, y que después, lo único que debía hacer
era obedecer a los superiores. En el momento de la profe-
sión, cuando estaba con el rostro sobre el suelo, se reía; se
había hecho lo justo, y esto era asombroso porque no era
obra suya, sino lo que Dios había hecho en él. Entonces
comprendió: “Dios no quería que pensara en lo que él era,
sino en lo que era él. Y todavía más, Dios no quería que
pensara mucho sobre nada, pues él le iba a elevar sobre
todo pensamiento. El hermano Louis había llegado a la
conclusión de que ya no había separación entre él y Dios,
se sentía muerto en Cristo”. Reflexionaba que sólo hay una
cosa por la que merece la pena vivir y ésta es el amor, y
sólo existe una infelicidad: no amar a Dios.
El 26 de mayo de 1949 fue ordenado sacerdote. Sabía
que mucha gente de todo el mundo estaba rezando por él,
y se sentía amedrentado. Escribe que lo más perfecto de la
vida de cada hombre, es algo que pertenece sólo a cada
uno y a Dios; es lo que Dios ha planeado para cada uno, y
él había nacido para ser sacerdote, no sólo para él y Dios,
sino para los demás. Con la ordenación se sintió transfor-
mado, Dios había tomado su vida, los actos más sencillos
de cada día y los había elevado a un nivel sobrenatural.
Dios es amor, caridad capaz de convertir la tierra en cielo,
y dos aspectos de la caridad divina actuaban sobre él: la
gratitud y la clemencia; la gratitud era la manifestación del

38
amor de Dios que volvía al Padre; la clemencia la expresión
de la caridad de Dios, que actuaba en él y se extendía a sus
semejantes. Comprendió que no hay nada más importante
que amar a Dios y servirle con sencillez y alegría, sin buscar
nada espectacular, puesto que todo servicio a Dios, por pe-
queño que sea, se sublima al ser transfigurado por el amor
a él. El sacerdocio había convertido la caridad en algo muy
sencillo: dejar a Dios vivir en él y amar a aquel que le ama-
ba. Pensaba que cuando Nuestra Señora le diera parte de
su humildad, Dios le concedería más gracias para engran-
decer a los demás permaneciendo él en la nada, y esto se-
ría un gran gozo para él. Decía que ser sacerdote significa-
ba pobreza, no tener nada, no desear nada, y no ser nada,
sólo pertenecer a Cristo 13.
Más tarde reflexionaría sobre la función del sacerdote en
el mundo y escribe 14:

“El sacerdote es un instrumento humano visible de Cristo


que reina en el cielo, y que enseña, santifica y gobierna la
iglesia por medio de sus sacerdotes ungidos. Las palabras
del sacerdote y su doctrina son siempre las de aquel que le
envió. La acción del sacerdote para enseñar, aconsejar,
consolar, deben provenir de algo más que de sus fuerzas
humanas, sus actos tienen que estar apoyados en la acción
sacramental de Jesucristo y vivificados por la obra oculta
del Espíritu Santo… Su vocación consiste en mantener vi-
vos en el mundo la santidad y el poder santificador del
Sumo Sacerdote, Jesucristo. Y esto explica cuán bella y

13 Cf. MSC, 381-382.387-389.391-392.396-398.400-402.425-426; T.

MERTON, El signo de Jonás, Éxito, Barcelona, 1954, del original The Sign of
Jonas, 1952, trad. J.Fdz.Yáñez, SgJ1, 89-90, 19 de marzo, 1948; ahora edita-
do por DDD, Bilbao, 2007, SgJ2, 120-122; SgJ1, 14; SgJ2, 28; DI, 82, 20 de
abril, 1947; SgJ1, 163-164, SgJ2 211-213; SgJ1, 172-174, 29 de mayo 1949;
SgJ2, 224-226; SgJ1,170, 24 de mayo 1949, SgJ2, 222.
14 T. MERTON, Los hombres no son islas, Sudamericana, Buenos Aires,

1998, del original No man is an Island, 1955, trad. G. Meneses Ocón, HNI,
133-135.

39
cuán terrible es a un tiempo esta vocación. Un hombre dé-
bil, imperfecto, como cualquiera e incluso con menos do-
tes, o menos inclinado a la virtud que a los que es envia-
do…, y que siente dentro de sí mismo los mismos
conflictos de debilidad, irresolución y temor humanos, la
angustia de la incertidumbre, el desamparo y el miedo, y el
fuego ineludible de la pasión… El sacerdote no tiene senti-
do en el mundo si no es para perpetuar el sacrificio de la
cruz y para morir con Cristo en la cruz por amor de aque-
llos a quienes Dios quiere que el sacerdote salve”.

Su deseo de soledad: soledad en el mundo

Desde niño había mostrado un gran gusto por la sole-


dad, quizás por la vida que le tocó vivir, y había entrado en
Getsemaní buscando soledad y silencio, que no conseguía
encontrar; sentía que cuando se alejaba de la gente, era
cuando le invadía la presencia de Dios. Su búsqueda conti-
nua de soledad causó muchos problemas a sus directores,
que hicieron lo posible por darle una mayor autonomía.
Dom Frederic preocupado porque no podía dormir en el
dormitorio comunitario, le permitió utilizar una pequeña
habitación sobre la escalera, y así pudo disfrutar de una so-
ledad que necesitaba urgentemente. En su época, los mon-
jes dormían vestidos sobre jergones en un dormitorio co-
mún, que era frío en invierno y caluroso en verano, sólo
con medio tabique de separación entre las camas. Comían
pan, patatas, una manzana y café bien claro, no comían
pescado, carne ni huevos, y sólo tenían agua caliente dos
veces por semana. Pero a pesar de todas las dificultades se
sentía lleno de un amor que era consuelo, secreto, escondi-
do y oscuro, que bullía dentro de él, y le hacía decir: “amo
a Dios”. El amor era lo único que le permitía seguir adelan-
te, y le llevaba a las puertas de la eternidad.

40
Murió Dom Frederic y su último consejo fue que escri-
biera para que la gente amara la vida espiritual. El nuevo
abad Dom James buscó nuevas fuentes de financiación
para abordar ciertas obras necesarias en la abadía y el
mantenimiento de doscientos monjes. Se propuso hacer
rentable la agricultura, con nueva maquinaria que llenó de
ruidos el monasterio. Y el padre Louis llegó a la conclusión
que escribir era lo único que le daba acceso a la soledad y
a un cierto silencio, y esto le ayudaba a orar. Cuenta que
cuando hacía una pausa en su trabajo, contemplaba que
Dios se reflejaba en el espejo que había dentro de él, como
si Dios hubiera llegado hasta él mientras escribía, sin que
se hubiera dado cuenta. Dios era su orden y su celda, su
vida religiosa y su regla. Era Dios el que había dispuesto
todo para que él estuviera allí, donde podía verlo y descan-
sar en él.
Dom James abierto a los cambios, permitió a los monjes
profesos que pasearan por toda la propiedad del monaste-
rio. Merton pudo utilizar para escribir y orar la cripta donde
se guardaban los libros raros de la abadía. Empezó a dar
clases de teología a los novicios, lo que hizo durante dieci-
séis años; tenía miedo de que las clases le hicieran salir de
la soledad, sin embargo le introdujeron en la “auténtica so-
ledad”, en un nuevo desierto: la compasión, “selva terrible,
árida, el único desierto que florece alegremente, en el que
la tierra sedienta ofrece cursos de agua y los pobres lo po-
seen todo. No existen barreras capaces de contener a los
habitantes de esta soledad, en la que se vive solo pertene-
ciendo a todos sin pertenecer a nadie, como la hostia en el
altar que es el alimento de todos los hombres”. Dice que ya
no tenía vida espiritual, se había convertido en la indigen-
cia, el silencio, la pobreza y la soledad, porque había renun-
ciado a la espiritualidad para encontrar a Dios, que predica-
ba en el interior de su indigencia diciendo: “Derramaré

41
agua sobre el suelo sediento y torrentes sobre tierra reseca;
verteré mi espíritu sobre tu semilla y mi bendición sobre tu
brote. Entonces brotarán como hierba entre agua, como
álamos junto a corrientes acuáticas” (Is 44,3-4). Escribe:

“Muero de amor por ti, compasión, te tomo como mujer,


igual que Francisco se casó con la pobreza, me caso yo
contigo, reina de los ermitaños y madre de los pobres”.

Cuando analiza su vida comprende que la auténtica sole-


dad no es estar aislado, sino que en su soledad conocía más
a sus escolares y estaba más unido a ellos; sus mejores no-
vicios, y con los que estaba más unido, eran los más solita-
rios y a su vez los más caritativos. Cree que una vez que
Dios ha llamado a la soledad, cualquier cosa que se hace
conduce a ella, todo cuanto afecta a la persona la convierte
en ermitaño, si uno no se empeña en edificarse su propia
ermita. El padre Louis había encontrado una ermita donde
menos lo esperaba.
El exceso de trabajo le llevó al hospital, y cuando volvió
al monasterio al cabo de un mes, fue con la orden de des-
cansar. Llegó a la conclusión de que para pertenecer a Dios
hay que pertenecerse a sí mismo y para esto tenía que es-
tar “solo”, al menos internamente. No podía pertenecer a
nadie sino a Dios, y se sentía libre, nada de lo suyo perte-
necía a nadie, sólo a Dios. Tenía una absoluta soledad de la
imaginación, la memoria y la voluntad, y creía que su amor
al prójimo era limpio, no se sentía retenido por nadie, ni
por nada. Pero a veces, el rezo en el coro se le hacía difícil,
y pensaba que era el temor lo que le conducía a la soledad,
porque su corazón y su mente se alejaban de Dios para
caer en la idolatría de sí mismo.
En 1951 se convirtió en ciudadano norteamericano y el
abad Dom James le nombró guardabosques, para conce-

42
derle mayor soledad. Allí encontró una colina a la que bau-
tizó como Monte Carmelo de la que escribe en su diario
que era el más hermoso de todos los altozanos, la zona
ideal para la construcción de una ermita. Los montes le
cautivaban por su silencio, y a lo largo de todo el día, in-
cluso en el coro o en misa, le parecía estar en ellos; y
cuando estaba en ellos no podía pensar en nada que no
fuera Dios, tenía de él la misma conciencia que del sol, las
nubes, el cielo azul y los cedros. En los bosques leía a
los Padres del Desierto, una lectura que le llenaba de gran
serenidad.
Tuvo problemas con la censura de sus libros y pidió
permiso a sus superiores para entrar en la Camáldula,
creía que así podría conseguir una vida de mayor contem-
plación en pura soledad y sencillez, sin un control espiri-
tual y obediencia religiosa, y tendría mayor facilidad para
escribir. Los camaldulenses le animaron a unirse a ellos si
era dispensado de su voto de estabilidad, pero Dom Ja-
mes se opuso a la dispensa, considerando que su salva-
ción y la de muchos otros, dependía de su permanencia.
Escribe que si hubiera sido una cuestión de satisfacer sus
propios deseos y aspiraciones, se habría marchado, pero
había algo que le mantenía unido a Getsemaní, y esto era
la cruz. Dom James dio otro paso para ayudarle en su ca-
mino a la soledad y le permitió pasar unas horas al día en
una barraca de herramientas en la falda de una colina. A
esta ermita ocasional la llamó Santa Ana, allí pasó mo-
mentos de gran felicidad recobrando la unidad que decía
no era la suya sino la de Dios, Padre de la Paz. Tuvo es-
peranzas de entrar en los cartujos, pero no recibió permi-
so para el cambio. Aceptó visitar a un psicoanalista, que
llegó a la conclusión de que su deseo de mayor soledad
formaba parte de su ansia de atención pública, lo que le
humilló profundamente hasta sentirse destrozado. Enton-

43
ces pensó que quizás quería ir por el camino contrario al
querido por Dios y pidió el puesto de maestro de novicios
que había quedado vacante 15.
En mayo de 1958 tuvo la experiencia de Lousville que
marcó su vida 16:

“En Louisville... en medio del barrio comercial, me abrumó


de repente ver que amaba a toda esa gente, que no podía-
mos ser extraños unos a otros aunque nos desconociéra-
mos por completo. Era como despertar de un sueño de se-
paración, de falso aislamiento en un mundo especial, el
mundo de la renuncia y la supuesta santidad. Esa ilusión de
una existencia santa separada es un sueño. No es que
cuestione la realidad de mi vocación, ni de mi vida monás-
tica, pero el concepto de “separación del mundo” por el
hecho de hacer votos, es una simple ilusión... No por ha-
cer votos llegamos a ser una especie diferente de seres...
hombres de vida interior; aunque fuera del mundo, esta-
mos en el mismo mundo que los demás, el mundo de las
bombas, el odio racial, la tecnología, los grandes negocios.
Nosotros tomamos una actitud diferente ante esas cosas
porque pertenecemos a Dios, pero todos los demás tam-
bién pertenecen a Dios. Lo único es que nosotros tenemos
conciencia de ello y hacemos de esa conciencia una profe-
sión. Pero ¿nos da derecho eso a considerarnos diferentes
o mejores que otros? Esto no quita valor a mi soledad,
pues hace que uno se dé cuenta de estas cosas, con una
claridad que sería imposible a cualquiera sumergido en los
automatismos de una existencia colectiva. Mi soledad, sin

15 Cf. SgJ1, 17, SgJ2, 31; SgJ1, 25-26, 14 de enero, 1947, SgJ2, 40-41;

SgJ1, 110, 26 de septiembre, 1948, SgJ2, 147-148; DI, 105, 27 de junio,


1949; SgJ1, 221-223, 22 de diciembre, 1949, SgJ2, 292-293; SgJ1, 265, re-
sumen de 1950, SgJ2, 341; SgJ1, 289, 23 de junio, 1951;; SgJ1, 291-
292.294, 29 de noviembre1951, SgJ2, 374-375; DI, 127-130; DI, 154, 15 de
septiembre, 1952; DI, 160, 16 de febrero de 1953; VS, 107-113.117.125-129.
16 T. MERTON, Conjeturas para un espectador culpable, Pomaire, Barce-

lona, 1966, CEC, 146-148; recogido en Cistercium LIV (2002) 467-468; DI,
178, 19 de marzo, 1958.

44
embargo no es mía, pues ahora veo cuánto les pertenece a
ellos; por estar unido a ellos les debo el estar solo, y cuan-
do estoy solo, ellos no son ellos, sino mi propio yo. ¡No
son extraños!”

Fue entonces consciente de que tenía que abrirse a


algo nuevo y más importante: ver y amar a Dios en el
mundo entero, en toda la sociedad. Esta experiencia en
Louisville, marcó el tránsito entre sus primeros libros y su
vida monástica silenciosa, a un intenso contacto con el
mundo en los últimos años de su vida monástica. El padre
Louis se veía arrastrado a la soledad y también al compro-
miso con gentes y sucesos distantes del monasterio. Su
experiencia no le sugería que debía abandonar su vida
monástica, sino que la soledad auténtica es a la vez “no
presencia y asistencia, no participación y compromiso,
ocultamiento y hospitalidad, desaparición y llegada”. En-
tonces comenzó a abrir nuevas líneas de contacto y diálo-
go con gentes de fuera del monasterio, como B. Paster-
nak o D. Day que tuvo una gran influencia en sus ideas
pacifistas; le había impactado su radical compromiso por
la paz y que tratara de vivir el Evangelio con todas sus
consecuencias.
Una vez más tuvo deseos de vivir una mayor soledad en
unas condiciones de mayor pobreza; quería llevar una vida
auténticamente solitaria entre gente primitiva, a cuyas ne-
cesidades espirituales pudiera atender, una combinación en-
tre vida solitaria y vida misionera pura. Volvió a pedir per-
miso a sus superiores y a Roma para marchar, aunque
decía que lo único realmente necesario era una vida interior
de verdadero crecimiento en la dirección querida por Dios.
Pensaba lo difícil que le resultaría no volver a ver los bos-
ques del monasterio, y tuvo conciencia de lo mucho que
había fallado en el amor a su comunidad. J.E. Bamberger,

45
monje de Getsemaní, alumno y amigo suyo, escribe que
para un hombre del temperamento de Thomas Merton te-
nía que resultar difícil soportar la vida de comunidad: “Era
demasiado creador, independiente, enérgico, le resultaba
difícil sufrir lo vacío y falto de autenticidad, estaba ejercita-
do en la crítica social y era satírico. Con él aprendimos que
vivir con un profeta era de ordinario provechoso, con fre-
cuencia interesante y ocasionalmente exasperante. Aunque
a veces era injusto en sus críticas, era querido por la comu-
nidad por ser abierto, avanzado, entusiasta, exuberante, es-
pontáneo. Insistía en la soledad, el silencio y la meditación,
siempre con calor humano” 17.
Desde distintas partes de Latinoamérica recibió cartas
para que estableciera su ermita en sus tierras. El poeta Er-
nesto Cardenal también quería que se uniera a su comuni-
dad en Nicaragua. Cuando llegó la carta de Roma la leyó
delante del Santísimo Sacramento, en ella le recordaban
las palabras que había escrito en Los hombres no son is-
las donde afirmaba su vocación trapense, “no porque fue-
ra la mejor, sino porque era la que Dios había querido
para él”; sin embargo los cardenales habían omitido el
resto de la cita, en la que decía que si Dios quisiera algo
diferente, lo aceptaría al instante. Recomendaban que no
hubiera cambio por el gran escándalo que ello supondría
en un hombre tan famoso como él; sin ser la respuesta
que esperaba, se sintió aliviado pensando que ésa era la
voluntad de Dios. Se fue a dar un paseo y cuando desde
lejos apareció el monasterio, se echó a reír; ya no era el
mismo lugar, ya no le resultaba pesado, se había liberado
de él. Entonces pidió permiso a Dom James para elegir a
su director espiritual, incluso fuera del monasterio, y que

17 J.E. BAMBERGER, Más allá de la identidad. Personalidad de TM, Cis-

tercium 23 (1971), 24-36.

46
su correspondencia no fuera interceptada. Visitó a un psi-
cólogo de Louisville, Jim Wygal, que le ayudó a hacer
frente a su crisis de estrés y fue un gran amigo el resto de
su vida 18. Y escribe 19:

“Enciérrame en tu voluntad, Dios mío, encarcélame en tu


amor y en tu sabiduría, atráeme hacia ti. Jamás haré nada,
cuando el motivo sea únicamente mi propia satisfacción.
Deseo tu voluntad y tu amor. Me entrego ciegamente a ti.
Confío en ti. ¿Realmente deseas para mí la soledad? En-
tonces condúceme a ella y purifica el proceder de mi vo-
luntad y mis deseos. Quiero estar cerca de ti, sean cuales
sean mi oscuridad y mis miedos. Enséñame a hacer todas
las cosas a tu ritmo y a tu estilo”.

Thomas Merton ermitaño

En marzo de 1960 recibió una celda tranquila dentro del


monasterio con una vista preciosa, donde se sentía en el
borde del cielo. Disponía de una cama, su vieja mesa de es-
critorio, un taburete, tres iconos y un pequeño crucifijo he-
cho por Ernesto Cardenal. Había escrito a Juan XXIII des-
cribiendo su proyecto de monasterio donde intelectuales de
todo el mundo, de distintas profesiones religiosas, pudieran
acudir para retiros, y obtuvo permiso para la construcción
de una casa de campo en un pequeño promontorio a una
milla del monasterio, que llamó ermita de Santa María del
Carmelo. Tomó posesión de ella en el decimonoveno ani-
versario de su aceptación como postulante, en diciembre
de 1960; sólo podía estar allí unas horas al día, pero era

18 Cf. DI, 181, 5 de mayo, 1958; DI, 198-199.202-203.205-206, 16 de ju-

nio1959-17 de diciembre de 1959; VS, 135.137-138.


19 T.MERTON, Diálogos con el silencio, Ed. J. Montalvo. Sal Terrae, San-

tander, 2005, DS, 43.

47
como llegar a casa después de su vagabundeo y búsqueda
por el mundo. Se habían anunciado los proyectos para el
Concilio Vaticano II, y el Papa quería que los protestantes y
ortodoxos tuvieran un lugar destacado, por lo que los diálo-
gos ecuménicos que él estaba iniciando en Getsemaní no
podían ser más oportunos.
En agosto de 1965, empezó a vivir allí todo el día, in-
cluso se quedaba a dormir. Pablo VI le había mandado su
bendición. Sus responsabilidades frente a la comunidad
eran su misa diaria en la capilla, una comida caliente y una
conferencia a la comunidad los domingos para los monjes
que quisieran asistir. Se despidió de los novicios y les dijo
que Dios se manifiesta en todas las cosas cuando nos
abandonamos en sus manos. Pero después de tanta lucha
por convertirse en ermitaño, durante los primeros meses,
lejos de estar asentado, se sentía solo y aislado. Escribe en
su diario:

“Empiezo a experimentar el significado de la soledad


real; la mayor parte del día no hablo con nadie, y estoy
empezando a sentir la levedad, la extrañeza, el desampa-
ro de estar realmente solo, sin embargo me siento unido
a mis hermanos y sé que están rezando por mí; en un
sentido muy auténtico y solitario, mi venida a la ermita
ha sido una vuelta al mundo, no a las ciudades sino al
contacto directo y humilde con el mundo de Dios y su
creación, el mundo de la gente pobre que trabaja; cada
día veo más claramente la fecundidad de esta vida aquí,
con sus luchas, sus largas horas de silencio, de sol, de
bosques, de presencia de una gracia y una ayuda invisi-
bles; es una vida creativa y humillante, vida de búsqueda
y obediencia, sencilla, directa que requiere fortaleza, que
yo no tengo pero que me es dada; siento la necesidad de
la vida en común y ayer noche tuve conciencia de la ne-
cesidad de que los ángeles y los santos me acompañen
en mi soledad”.

48
Un día de lluvia en la ermita escribe 20

“La lluvia en la que estoy no es como la lluvia en las ciuda-


des. Llena los bosques con un ruido inmenso y confuso. La
escucho, porque me recuerda una y otra vez que el mundo
entero corre con ritmos que todavía no he aprendido a re-
conocer… La noche se puso muy oscura. La lluvia rodeaba
la cabaña entera… con todo un mundo de significación, de
secreto, de silencio, de rumores. ¡Qué bien estar sentado
aquí, absolutamente solo, en el bosque, de noche, mimado
por este prodigioso lenguaje ininteligible, perfectamente
inocente, el lenguaje más consolador del mundo, la charla
que hace la lluvia por sí sola al rebosar por todos los bor-
des…! Hablará mientras quiera, y mientras hable voy a es-
cuchar. Pero también voy a dormir, porque aquí en esta so-
ledad he aprendido otra vez a dormir. Aquí no soy ningún
extraño. Conozco a los árboles, la noche, la lluvia. Cierro
los ojos y al momento me hundo en el mundo de lluvia del
que soy parte… Soy extraño a los ruidos de la ciudad, de la
gente, a la codicia de la maquinaria que no duerme, al zum-
bido de fuerza que devora la noche. No puedo dormir don-
de se desprecia a la lluvia, al sol y la oscuridad…”

Se levantaba a las 2.30 de la mañana para los oficios de


la mañana, a lo que seguía una hora de meditación y lectu-
ra de la Biblia; hacía un ligero desayuno de té o café, algo
de fruta o miel, leía mientras comía y estudiaba hasta la sa-
lida del sol; oraba de nuevo y hacía algo de trabajo manual,
limpiaba la ermita y cortaba leña; hacia las nueve de la ma-
ñana rezaba unos salmos, y después escribía cartas hasta la
hora de ir al monasterio para decir la misa, seguida de la
comida caliente; volvía a la ermita, y continuaba leyendo y
rezando el oficio hasta la hora de la meditación, después
escribía, normalmente no más de una hora y media; alrede-

20 T. MERTON, Incursiones en lo indecible, Sal Terrae, Santander, 2004,

del original Raids on the Unspeakable 1966, ILI, 19-20.

49
dor de las cuatro rezaba otro oficio y cenaba un té o una
sopa y un bocadillo; hacía otra meditación y se iba a la
cama alrededor de las 7.30. Su método de meditación era
muy sencillo, se basaba en estar centrado en la presencia
de Dios, en su voluntad y en su amor, que es:“Estar centra-
do en la fe, lo único por lo que podemos conocer la pre-
sencia de Dios, es estar delante de Dios como si lo vieras,
sin aplicarle forma alguna, sino adorándole como algo infi-
nitamente más allá de nuestra comprensión, y si él quiere
puede transformar la nada en total claridad y para esto hay
que perderse en él que es lo Invisible”.
Muchos visitantes, budistas, vietnamitas, monjes hindúes,
profesores japoneses de zen, profesores de religión y mística
de la Universidad de Jerusalén, místicos sufíes, filósofos fran-
ceses, artistas, poetas europeos y de Sudamérica, fueron a la
ermita, y él pudo ir a Nueva York a conocer a D.T. Suzuki,
estudioso del zen japonés que ya tenía noventa y cuatro
años. Finalmente se le permitió decir misa en la ermita.
El abad Dom James dimitió porque también quería ha-
cerse ermitaño y le sustituyó Dom Flavian que permitió al
padre Louis salir fuera del monasterio a dar conferencias.
En marzo de 1966, le intervinieron de la columna en el
hospital de Louisville donde conoció a una estudiante de
enfermería de la que se enamoró; tuvo conciencia de que a
lo largo de la vida sólo Dios y ella le habían conocido ple-
namente. Pero hizo el compromiso perpetuo de seguir su
vocación de ermitaño si la salud se lo permitía. Siempre
había tenido en cuenta que por encima de todo estaba el
voto emitido y el tipo de vida que él mismo había elegido,
que sabía le suponía renuncias 21.

21 Cf. T.MERTON, Diarios. 1960-1968), Oniro, Barcelona, 2001, DII 35,

26 de diciembre, 1960; DII 149, 28 de agosto, 1965; DII, 151, 11de septiembre
de 1965; DII, 153, 6 de octubre, 1965; DII, 173-205, 10 de abril, 1966-10 de
septiembre, 1966; VS, 141-144.181-182.187-188.204-205.

50
SU IDEA DE “HOMBRE”

Conciencia de sí mismo

Thomas Merton escribe al principio de su narración


autobiográfica su idea del hombre:

«Libres por naturaleza pues a imagen de Dios hemos sido


creados, pero prisioneros de nuestra violencia y egoísmo,
a imagen del mundo que entre todos hemos confeccionan-
do. Un mundo que es el retrato del infierno, lleno de hom-
bres que han nacido para amar a Dios y que sin embargo
lo aborrecen y viven con temor y desesperadas apetencias
antagónicas en una sociedad que nos llena de embustes y
fantasías».

Antes de entrar en el monasterio reflexionaba, que des-


de Oakham y la muerte de su padre, había querido despo-
jar al mundo de todos sus placeres y satisfacciones, y no
había sido feliz, se había sentido vacío, despojado y desen-
trañado. Había devorado placeres y alegrías, y sólo había
encontrado dolor, angustia y temor. El mismo se había con-
vertido en una persona vana, egocéntrica, disoluta, débil,
sensual, indisciplinada, obscena, orgullosa y egoísta, en la
que no había sitio para la caridad, y llegó a la conclusión de
que no tenía que censurarse sólo a sí mismo sino también a
la sociedad en la que vivimos; se sentía un auténtico fruto
de su tiempo. Tampoco se sintió libre, sus pecados y faltas

51
le esclavizaban con un insufrible dolor, y era consciente de
que sería castigado a arder en las llamas de su propio infier-
no, a pudrirse en el infierno de su voluntad corrupta. Había
conocido el miedo que siempre acompaña a la lujuria y al
orgullo, y se preguntaba si es posible la felicidad sin un atis-
bo de trascendencia, si la única esperanza del hombre es
este mundo. Era la muerte del héroe, tenía heridas dentro
de sí que sangraban mortalmente. Consideraba que esa de-
rrota física y moral fueron la causa de su rescate posterior.
Más tarde comprendería que la auténtica felicidad es com-
partir la felicidad de Dios, la perfección de su libertad y de
su amor.
Cuando reflexiona sobre los hechos de su vida que le lle-
varon a su conversión, en todos encuentra la mano de Dios,
y comprende que el hombre por sí solo no puede nada.
Dios ha dado al hombre una naturaleza ordenada a una vida
sobrenatural, lo ha creado con un alma para ser perfeccio-
nada por él, y en un orden infinitamente más allá de los po-
deres humanos. No estamos destinados a una vida natural,
sino a una vida sobrenatural por un don gratuito de Dios,
para lo cual nuestra naturaleza tiene que ser perfeccionada
por la gracia santificante; sólo por la gracia de Dios podre-
mos participar en la vida de Dios, que es amor. Fuera de
Dios no hay nada, y todo lo que existe, lo ha hecho Dios
por el don gratuito de su existencia, por su amor. Nadie
puede creer por un simple acto del querer si no recibe de
Dios la luz verdadera, un impulso de fe en la mente y en la
voluntad; nadie puede ir a Cristo si el Padre no le atrae.
Sólo cuando el hombre está unido a Dios, es cuando se
siente totalmente libre y alcanza la auténtica paz; una paz
que es independiente de las condiciones externas, y que el
mundo no puede dar, sólo Dios. Entonces nuestro corazón
está en manos de uno que nos ama más de lo que nosotros
podríamos habernos amado nunca.

52
Fue consciente de la necesidad de una fe vital —para
nada sirve el racionalismo muerto y egoísta que había he-
lado su inteligencia y su voluntad durante años— y llegó a
la conclusión de que la única forma de vivir era en un
mundo saturado de la presencia y la realidad de Dios.
Pero este razonamiento seguía siendo intelectual, todavía
no había tocado su voluntad, y la vida del alma no es sólo
conocimiento, también es amor por el que el hombre se
hace uno con Dios. Comprendió que además de la con-
versión del entendimiento es necesaria la conversión de la
voluntad; el hombre tiene que estar unificado para llegar a
su plenitud humana, el entendimiento no puede separarse
del deseo. Se necesita una fe vital que nos lleve a la vir-
tud, pues no puede haber felicidad sin virtud con la que
conseguimos hábitos que nos conducen a la armonía, a la
perfección, al equilibrio, y sobre todo a la unión con Dios,
que es lo que constituye la paz perdurable. Solamente
cuando ya no estamos apegados a nuestra vida, es cuan-
do nuestros pecados anteriores dejan de tener importan-
cia; mientras exista algo de amor propio viviremos angus-
tiados.
Pensaba que si no fuera por su propia vanidad y orgullo,
vería claramente que todo lo bueno que había realizado en
la vida, no era propiamente suyo, era algo recibido de Dios
a través del amor, los dones y las oraciones de otras perso-
nas. No sólo Cristo había dado la vida por él, sino todos
aquellos que le amaron y se sacrificaron por él sin recom-
pensa ninguna, y a los que incluso había lastimado. Se la-
mentaba de cómo había aceptado esos dones como si él
fuera un dios al que se deben sacrificios, y creía que Cristo
también había sufrido con cada una de estas personas que
le amaron y a las que había respondido con su ingratitud y
su orgullo. Concluyó que lo único que nos da vida y nos sal-
va de la condenación, es el amor de los demás, por el que

53
tenemos que estar agradecidos; entender esto es lo que nos
hace humildes.
Cuando ya era monje trapense escribe:

“Es un glorioso destino ser miembro de la raza humana,


aunque sea una raza dedicada a muchos absurdos y aun-
que cometa terribles errores; sin embargo, el mismo Dios
la glorificó al hacerse uno de sus miembros… ¡Miembro de
la raza humana! Tengo el inmenso gozo de ser hombre,
miembro de la raza en la que se encarnó el mismo Dios.
¡Como si las tristezas y estupideces de la condición huma-
na me pudieran abrumar, ahora que me doy cuenta de lo
que todos somos! ¡Y si por lo menos todos se dieran cuen-
ta de ello! Pero no se puede explicar” 1.

El hombre y su problema

Una de las características del ser del hombre es el com-


bate entre la vida y la muerte que tiene lugar dentro de nos-
otros; desde que nacemos, vivimos y morimos al mismo
tiempo, y cuando el hombre penetra dentro de sí y es cons-
ciente de ello, entra en un estado de agonía en el que se
mueve entre el ser y la nada. La respuesta que dé el hom-
bre a este problema no tiende a resolver un problema reli-
gioso, o a la conquista de la paz mental, sino que va mucho
más allá. El desenlace depende de nuestra elección entre la
vida o la muerte, y el problema es si podemos elegir la
vida, cuando dentro de nosotros nos debatimos entre el ser
y el no ser. El hombre, con sus propias fuerzas, no encuen-
tra una solución a esta agonía, y desemboca en la desespe-

1 Cf. MSC, 3.126.134-135.165-167.171-172.193.206-208.212.311; DI,

48-51, 2 de febrero, 1941; CEC, 148; DI, 178, 19 de marzo, 1958. La epifa-
nía de Louisville, Cistercium, 54, (2002), 467-468.

54
ración o el engaño. En estas condiciones, la esperanza es
un don de Dios, lo mismo que es la vida; vivimos por un
don de Dios y por ese mismo don, el hombre tiene espe-
ranza cuando ha llegado a la desesperanza. Una esperanza
cristiana de lo que no se ve, que no es sino comunión en la
agonía de Cristo, que se despojó de todo y fue obediente al
Padre hasta la muerte.
En este sentido, habla Merton de la «teología prometei-
ca». Existe, afirma, un misticismo prometeico basado en el
combate con los dioses para aquellos que no conocen al
Dios vivo. Prometeo, según la versión de Hesíodo, robó el
fuego de los dioses y ellos lo castigaron. Prometeo es la
imagen de la situación psicológica del hombre culpable, in-
seguro de sí mismo, de sus dones y de su fortaleza, rebelde,
frustrado, alienado, pero tratando siempre de hacer valer
sus derechos. Ve la lucha entre la vida y la muerte desde
una perspectiva errónea, su visión es de derrota y desespe-
ración; la vida no puede vencer a la muerte, pues los dioses
tienen todo el poder en sus manos. La teología se vuelve
prometeica cuando no cree en la misericordia de Dios, y
esta presunción va acompañada de la creencia en que la
perfección es algo ajeno a Dios, como robarle fuego a los
cielos.
Esta espiritualidad concibe que lo importante es la per-
fección, no Dios. En vez de buscar la realización del cristia-
no, que se encuentra en Dios, mediante la caridad y el des-
pojamiento de Jesucristo, se rebela contra él y trata de
invadir el cielo y robar el fuego divino para su propia divini-
zación. Prometeo no quiere la gloria de Dios, sino su pro-
pia perfección; había olvidado la tremenda paradoja de que
para ser perfecto hay que desprenderse de uno mismo y ol-
vidar nuestra perfección para seguir a Cristo. Para defender
su propio “yo”, Prometeo había olvidado a los “otros”. Y
esto es lo que Pablo vio claramente: la salvación pertenece

55
al orden del amor, de la libertad y de la entrega, sólo es
nuestra si la recibimos gratuitamente, porque es gratuita-
mente concedida. Esto es lo que ocurre en nuestros días,
cuando el hombre prefiere vivir en la muerte antes de
aceptar a Dios y su misericordia, y es la experiencia de
vida que Merton nos describe en su narración autobiográ-
fica.
La reivindicación más paradójica, y al mismo tiempo
más singular y característica del cristianismo, es que Cristo
con su resurrección ha vencido a la muerte, y por esta resu-
rrección el hombre también será resucitado con un cuerpo
espiritualizado, en una creación nueva. El hombre está au-
ténticamente vivo cuando toma plena conciencia del signifi-
cado real de su existencia, y de que su realización final o su
destrucción dependen de su capacidad para decidir por sí
mismo. Éste es el comienzo de la vida verdadera, una vida
que pasa por aceptar la misericordia de Dios que perdona
todas nuestras faltas y nos salva. El poderío real del hombre
está oculto en esa agonía que le hace clamar a Dios; es en-
tonces alguien indefenso pero al mismo tiempo omnipoten-
te, pues “puede hacerlo todo en el Invisible que lo fortale-
ce” (Sal 17). La vida verdadera no es la subsistencia
vegetativa del propio yo, ni la animalidad autoafirmativa o
autogratificante, es la libertad que, mediante el amor, tras-
ciende el yo para existir en el Otro. Es una libertad que
“pierde su vida a fin de encontrarla”, en vez de salvarla
para perderla.
Sin embargo existen personas que viven obsesionadas
por lo “mío” y lo que es de Dios. Esta tendencia es la que
llevó al hijo pródigo a pedir a su padre lo que consideraba
suyo, su herencia. La paradoja cristiana supone que todo lo
nuestro es al mismo tiempo absolutamente de Dios. El hijo
pródigo no roba nada, pero piensa que para encontrarse a
sí mismo debe poner aparte lo que considera suyo y explo-

56
tarlo para su realización personal. En el debate teológico
sobre el libre albedrío y la gracia, muchos teólogos se alinea-
ron con el hijo pródigo. Estamos tentados a proceder como
si todo lo concedido al libre albedrío le fuera arrebatado a la
gracia, y como si todo lo que se le concede a la gracia fuera
en detrimento de nuestra libertad. Es como si los teólogos
estuvieran obsesionados por lo que es estrictamente nues-
tro. Todo es nuestro porque todo es de Dios, si no le perte-
neciera a él, nunca podría pertenecernos a nosotros, y
todo lo que es suyo es su mismísimo Yo. Lo único que nos
pertenece es Dios mismo y, a su vez, cada uno de nosotros
somos suyos.
Hay otros que siguen pensando en lo que Dios debe dar-
les y en lo que ellos deben dar a Dios; ¿cuánto es un don
gratuito de Dios, y cuánto es un pago que nos debe? Es
como si Dios no quisiera que fuéramos libres, como si nos
regateara la libertad que nos da, como si el hombre se sal-
vara y llegara a la unión divina por el trueque de su libertad
por la gracia de Dios. El precio de la felicidad del hombre
sería la renuncia a su autonomía personal para vivir como
un esclavo de Dios, “un ser tan maravilloso que merece la
pena”. Y Dios no da elección, reparte su gracia a unos sí y
a otros no, y la gracia actúa infaliblemente, confisca el libre
albedrío y nos salva a pesar de nosotros mismos. Los pela-
gianos, en el extremo opuesto, consideran que Dios ha he-
cho libre al hombre, y él con su propio esfuerzo y con el
buen ejemplo y la inspiración de Cristo, construye su pro-
pia salvación. El hombre, de esta forma, es independiente
de Dios y responsable solamente ante sí mismo. Pero esta
idea que tanto gusta al hombre moderno, lleva implícita
una total contradicción: cómo el hombre que es natural,
puede llegar con sus medios naturales a lo sobrenatural. El
hombre por sus propios medios puede llegar a una beatitud
natural e imperfecta, pero éste no es el fin para el que he-

57
mos sido creados, sino el principio; Dios nos quiere como
amigos e hijos 2.

“Hijo de Dios”: un ser para el amor creado libre

El hombre ha sido creado como «hijo de Dios», porque


su vida desde el principio compartía el Espíritu de Dios.
Esto significa que estaba destinado a vivir y respirar al uní-
sono con Dios, a ver las cosas como él las veía, a amarlas
como él las amaba, y a conmoverse ante ellas extasiado
por el Espíritu de Dios. El hombre puede entrar en el inte-
rior de su ser como si se tratara de un templo de libertad y
de luz, y con los ojos del corazón puede permanecer cara
a cara con Dios, su Padre. La cúspide de la vida interior
es la contemplación, que es la perfección del amor y del
conocimiento de Dios. Podemos hablar con Dios y escu-
char sus respuestas. Dios nos dice que no sólo estamos
llamados a ser seres humanos, sino que tenemos una vo-
cación más elevada: ser hijos de Dios, estamos llamados
a ser «dioses, pues «dioses sois» (Jn 10,35; Sal 81,6). Dios
ha creado al hombre con una naturaleza ordenada a una
vida sobrenatural, y esta vocación de ser hijos de Dios sig-
nifica que debemos aprender a amar como Dios nos ama,
pues Dios es amor, y sólo amando como él ama, llegare-
mos a ser perfectos como nuestro Padre celestial es per-
fecto (Mt 5,48). Por este amor estamos llamados a trans-
formar y redimir el mundo, y a edificar el Reino de Dios
en la tierra.
La mayor dignidad del hombre, su facultad más esen-
cial y peculiar, el secreto más íntimo de su humanidad, es

2 Cf. T. MERTON, El hombre nuevo, Lumen, Buenos Aires, 1998, del ori-

ginal The New Man 1961, trad. M. Grindberg, HN, 9-16. 25-41.

58
su capacidad de amar. Esta facultad de la profundidad
del ser humano, imprime en él la imagen y semejanza de
Dios, y es la clave del sentido de nuestra existencia, de
nuestra salvación y la de toda la creación. El amor natu-
ral permite perpetuar a la humanidad en el tiempo,
mientras que la función del amor espiritual es de un al-
cance mayor: dar a la persona la posesión de la eterni-
dad, edificar el Reino de Dios, un reino espiritual de uni-
dad y de paz, que hace del ser humano el beneficiario de
la creación, su centro y su rey espiritual. El amor verda-
dero llena la vida de paz y comodidad, y lleva al hombre
a su máxima realización, que se alcanza trascendiéndose
a sí mismo.
El amor verdadero es la muerte y resurrección en Cris-
to, que conlleva que todos nos demos unos a otros y a la
Iglesia; que nos perdamos en la voluntad de Cristo y en el
bien de los otros, y muramos a nuestros propios intereses
para resucitar como otros cristos. Sin amor, el hombre
está aislado, separado de los otros y de Dios, de la ver-
dad, la sabiduría y la fortaleza, mientras que por el amor
entramos en contacto con nuestra esencia más profunda,
con nuestro propio yo, con los hermanos, y con la sabi-
duría y el poder de Dios. Es un amor que sólo se hace hu-
mano a través de Dios, que lleva al hombre a su plenitud
y perfección y le da su dimensión divina, pues le hace ser
hijo de Dios. Hemos sido creados para vivir en sociedad,
el amor de los demás nos da la vida, y nuestro amor a los
otros nos lleva a nuestra auténtica realización; por medio
de él, Dios extiende su amor sobre el mundo. Sin amor el
hombre “no es”.
Pero el amor tiene que buscar la realidad, si no frustra a
la persona que se ama en su ser más profundo. La realidad
del amor está determinada por la relación que establece en-
tre las personas en cuanto personas. Hay que amar a las

59
personas como personas y no como cosas, y esto es amar
a los otros como a uno mismo. Amar a otro como a un ob-
jeto es amarle como a una cosa que puede ser usada, ex-
plotada, disfrutada y luego abandonada. Para amar a otro
como persona hay que empezar por concederle su propia
autonomía e identidad, amarle “por lo que es” y no “por lo
que es para nosotros”, por su bien propio, no por el nues-
tro, y esto no es posible si el amor no nos transforma en la
otra persona, si no somos capaces de ver las cosas como el
otro las ve, amar lo que él ama y experimentar las realida-
des más profundas de su vida como si fueran las nuestras.
Ésta es también la base de nuestra relación filial con Dios;
la relación sujeto-objeto tiene que estar completamente ex-
cluida. Sólo llegaremos a conocer a Dios cuando lo encon-
tremos escondido por amor en nosotros mismos, y paradó-
jicamente esto sólo lo lograremos si salimos fuera de
nosotros mismos por medio del sacrificio. Sólo un amor
que nos vacíe de nuestra voluntad, nos hace capaces de en-
contrar a Cristo en el lugar antes ocupado por nuestra indi-
vidualidad.
Dios, además, en su autodeterminación sobrenatural,
hizo al hombre capaz de una libertad igual que la suya, y
para esto el hombre tiene que estar unido al Espíritu San-
to, que es el que nos hace libres. El hombre ha sido crea-
do libre de elegir su destino, pero sólo es auténticamente
libre cuando elige el bien por amor; como todo bien, per-
fección y felicidad se encuentran en la voluntad de Dios,
que es infinitamente buena, perfecta y bienaventurada, la
libertad sólo se puede dar en la sumisión y unión perfec-
tas a la voluntad de Dios. Si nuestra voluntad sigue a la
suya, llegaremos a su misma paz y felicidad infinitas,
mientras que si nos resistimos a ella, no seremos libres.
Dios además nos hizo inteligentes para así poder des-
arrollar nuestra libertad y nuestra capacidad de amar, y

60
para elevar nuestra mente hasta la búsqueda de la verdad;
para esto nos da su gracia que es Dios mismo dándose a
nosotros, ayudándonos a superar nuestras limitaciones,
deficiencias y debilidades.
El libre albedrío es la mera capacidad de elegir entre el
bien y el mal, es el límite más bajo de la libertad; permite
escoger el bien, pero en la medida en que también se pue-
de escoger el mal, no somos libres, pues una mala elec-
ción destruye la libertad. La perfecta libertad es la incapa-
cidad total de hacer una mala elección. Sólo la elección
que aspira al bien y además lo alcanza, hace que nos sinta-
mos felices, pues nos hace libres. La libertad no consiste
en un equilibrio entre buenas y malas acciones, sino en
amar y aceptar perfectamente lo que es realmente bueno
y odiar y rechazar lo que es malo, y quien rechaza todo
mal porque es incapaz de desearlo, es libre. Dios es infini-
to y en él no existe ninguna sombra de pecado o mal. Dios
es la libertad, sólo su voluntad es indefectible, cualquier
otra libertad puede fallar y destruirse por una elección
errónea. Toda libertad verdadera es un don sobrenatural
de Dios, una participación en su libertad, por el amor que
infunde en nuestras almas que nos une a él, primero en un
consentimiento perfecto y después en una unión transfor-
madora de voluntades. La libertad es un talento dado por
Dios, un instrumento de trabajo con el que construimos
nuestra vida y nuestra felicidad, es el elemento más precia-
do de nuestro ser; si renunciamos a él renunciamos a
Dios. La libertad nos hace personas constituidas a imagen
de Dios.
En el orden espiritual, es esclavo el hombre cuyas elec-
ciones han destruido en él toda espontaneidad y lo han en-
tregado a sus compulsiones, idiosincrasias e ilusiones. Este
hombre no puede gobernar su vida dirigida por sus pasio-
nes: miedo, codicia, lujuria, inseguridad, envidia, crueldad,

61
servilismo, y otras muchas. No puede defenderse de sí mis-
mo hasta que no tome decisiones espirituales, y para esto
tiene que resistir a la cegadora compulsión de la pasión. Si
vamos a vivir como hombres libres en el orden sobrenatu-
ral, tenemos que asumir opciones libres sobrenaturales, y
esto es obedecer a Dios por amor. No se trata del home-
naje de nuestra voluntad a la autoridad de Dios, es la li-
bre unión de nuestra voluntad con la de Dios por amor,
es la libre opción que nos hace hijos de Dios. No pode-
mos hacernos hijos de Dios por una obediencia que sólo
sea una renuncia ciega a nuestra autonomía; la libertad
espiritual consagra nuestra autonomía a Cristo, y en
Cristo al Padre.
El temperamento no predestina a una persona a la san-
tidad o a la reprobación. Todos los temperamentos pueden
servir para la salvación o para la ruina. El temperamento es
un don de Dios, un talento con el que tenemos que vivir;
no importa lo pobre o problemático que sea. Si se hace
buen uso de él y se dedica al servicio de buenos deseos, se
pueden conseguir grandes logros. Un hombre de tempera-
mento irascible puede tener más propensión a la ira que
otro, pero sigue teniendo la libertad de no ser iracundo. Su
inclinación a la ira es simplemente una fuerza de su carác-
ter que puede orientarse al bien o al mal según sus deseos.
La libertad humana no actúa en un vacío moral, pero la co-
erción desde afuera, las fuertes inclinaciones temperamen-
tales y las pasiones dentro de nosotros, en nada afectan a
la esencia de nuestra libertad, simplemente definen su ac-
ción imponiéndole ciertos límites, y esto le da un carácter
peculiar que le es propio.
El ser humano además es un intermediario entre Dios y
la creación, un sacerdote que le ofrece a Dios todas las co-
sas sin destruirlas ni dañarlas, llamado a cuidar y labrar el
jardín del Edén, y a contribuir por medio de su trabajo a la

62
creación de Dios en el mundo. Todas las cosas de la crea-
ción son nuestras porque son de Dios, y toda la creación
tiene que ser utilizada para dar gloria a Dios, para la revela-
ción de Dios al mundo. Adán no necesitaba trabajar en el
paraíso, hacía un trabajo desinteresado porque su alma se
lo pedía, y de esta forma daba gloria a Dios; un trabajo en
el que estaba unida la acción con la contemplación. El
hombre es un ser para la contemplación y para la acción,
según el plan de Dios, que cada tarde conversaba familiar-
mente con Adán mientras paseaba por el paraíso. Así el
lenguaje humano, antes de servir para la relación entre los
hombres, sirvió para la relación del hombre con Dios, para
la contemplación 3.

Imagen y semejanza

El segundo relato de la creación del hombre muestra a


Dios como un alfarero que modela su arcilla y sopla en su
boca el aliento de vida, sin embargo el primer relato, utiliza
un lenguaje más especulativo: “Hagamos al hombre a nues-
tra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Gn 1,26). Los
Padres de la Iglesia han interpretado estas palabras de dife-
rentes maneras. Para algunos, “la imagen divina” del hom-
bre se encuentra en el dominio del resto de la creación. El
hombre se asemeja a Dios porque como él es trabajador,
gobernante, creador y padre. Su creatividad, inseparable de
su naturaleza, es la “imagen de Dios”. La “semejanza” indi-

3 Cf. HN, 37-38.47-50.64-65.135-137; T. MERTON, Humanismo cristia-

no. Cuestiones disputadas, Kairós, Barcelona, 2001, del original Disputed


Questions 1960, trad. María Tabuyo y Agustín López, CD, 44-49. T. MERTON,
Nuevas semillas de contemplación, Sal Terrae, Santander, 2003, del original
New Seeds of Contemplation, 1961, trad. C. Blanco Moreno, NSC, 210-213.
PS, 19-20.

63
ca que la imagen se va perfeccionando mediante una co-
rrespondencia fiel al original, sería el hombre en el uso
efectivo de sus poderes, tal como los utilizaría Dios. El ser
humano, al gobernar el mundo, se convierte en un instru-
mento efectivo y en un imitador de su Padre divino. Dentro
del mundo que Dios creó, el hombre edifica un mundo
nuevo para sí mismo, una sociedad que es un microcos-
mos donde se refleja el orden establecido por Dios. Un
conjunto viviente donde las criaturas ensalzan a Dios, no
por sí mismas sino por el hombre en la sociedad. La socie-
dad misma se convierte en una prolongación del espíritu
santificado del hombre, un templo en el que toda la crea-
ción alaba a Dios.
Esta teoría concibe al hombre orientado hacia una vida
activa en el mundo, un hacedor, un artífice, que alaba a
Dios con las obras de sus manos y su inteligencia. Su pe-
cado sería la perversión de sus instintos activos, así el
hombre se alejaría de Dios para producir y crear, no la so-
ciedad y el templo de Dios que la creación exige para con-
sumarse, sino un templo para su propio poder. El mundo,
entonces, es explotado para glorificar al hombre, no para
la gloria de Dios. El poder del hombre se vuelve un fin
para sí mismo, y las cosas dejan de ser simplemente usa-
das, se desperdician y destruyen. Los hombres ya no son
creadores sino herramientas de producción, instrumentos
para el lucro. Y este proceso degenerativo llega a su máxi-
ma destrucción, cuando la sociedad no sólo maniobra con-
tra Dios, sino contra los intereses más fundamentales del
propio hombre.
Otros intérpretes del texto piensan que la imagen divina
está orientada hacia la unión contemplativa con Dios. El
hombre se asemeja a Dios mientras es un contemplativo,
un hombre de oración que clava la mirada en las cosas pro-
fundas de Dios. San Agustín busca a Dios en las profundi-

64
dades más íntimas de su propio espíritu, y no sólo se en-
cuentra a sí mismo, también encuentra la luz mediante la
que se ve tal como realmente es. En esta luz percibe a Dios
de quien procede la luz. La imagen de Dios se encuentra en
la estructura del alma: conciencia, pensamiento, amor. La
semejanza de Dios se alcanza cuando estas potencias llegan
a su plenitud a través de la experiencia espiritual de “aquel”
de quien son imagen. Cuando la conciencia, o memoria, se
vuelve conciencia de Dios, cuando la inteligencia se ilumina
con el entendimiento espiritual de Dios, y cuando la volun-
tad eleva al alma entera en un éxtasis de amor a Dios, en-
tonces la imagen se perfecciona en semejanza. Dice san
Agustín: “En esta imagen (que es el alma) la semejanza de
Dios será perfecta, cuando sea perfecta la visión de Dios”.
Esta doctrina está implícita en san Juan cuando escribe:
“Queridos ahora somos hijos de Dios (imagen), y aún no se
ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se
manifieste, seremos semejantes a él (semejanza) porque lo
veremos tal cual es” (1Jn 3,2). No se trata solamente de
una identificación nocional sino de una unión integral del
alma con la persona de Dios. Para este fin fuimos creados
imagen de Dios.
Se pueden resumir estas ideas diciendo que la imagen
de Dios es la cumbre de la conciencia espiritual del hom-
bre. Es la cima más alta de su realización personal, donde
por espíritu entendemos pneuma, el espíritu del hombre
unido al Espíritu de Dios. El espíritu del hombre dinamizado
y dirigido por el Espíritu de Dios, liberado por la fe profun-
da e iluminado por la sabiduría de Dios, que le hace decir a
Pablo: “El que se une al Señor se hace un solo espíritu con
él” (1Co 6,17) 4.

4 Cf. HN, 50-55.

65
El espíritu cautivo

El pecado de Adán fue la aceptación voluntaria de la


mentira sobre su relación con Dios, que destruyó su gusto
por la verdad. Adán quiso aumentar su sabiduría añadién-
dole el conocimiento del mal, y perdió la experiencia ple-
na del bien que Dios le había concedido gratuitamente.
Quiso ser como Dios, y por este pecado de orgullo, esta
honda e insaciable necesidad de irrealidad del hombre,
perdió su inmortalidad, la contemplación de Dios, y su po-
der sobre sí mismo y sobre la creación. Estas privaciones
no son una venganza de un Dios encolerizado, sino las
propias que conlleva la actitud de su acto. Adán perdió su
inmortalidad, porque su vida consistía en su unión con
Dios, que era su fuente de vida, y al cortar este contacto,
quedó reducido a la contingencia. También perdió su liber-
tad, no la de elección, su libertad frente al pecado, libertad
para alcanzar sin obstáculos el amor para el que había
sido creado.
El hombre cambió la espontaneidad de una naturaleza
ordenada y elevada con los dones de la gracia mística, por
las compulsiones, las ansiedades y las debilidades de una
voluntad abandonada a sí misma; una voluntad que no hace
lo que quiere sino lo que no quiere (Rm 7,15), odia lo que
debería amar y evita lo que debería procurar con todo su
ser. Adán se convirtió en su propio dios al que tenía que
servir. Las criaturas de la creación se rebelaron contra él y
esto le llevó a la ansiedad, a la inseguridad y al miedo, in-
cluso su cuerpo dominaba su espíritu, su mente, su volun-
tad. Trabajó con el sudor de su frente, porque el trabajo
que se hace por ambición personal, es una forma de escla-
vitud. El hombre sigue siendo hijo de Dios, pero con la ten-
tación de ser igual a Dios, lo que le lleva a elegir ser un dios
para sí mismo, sin amar a Dios, su Padre, y sin buscar por

66
amor la participación en su vida, su poder y su sabiduría. El
hombre se sitúa así como el sujeto único del universo,
como el centro del mundo, el único que piensa, quiere, de-
sea, disfruta y manda.
El pecado de Adán fue un doble movimiento de introver-
sión y extraversión: se retrajo de Dios hacia sí mismo tra-
tando de huir de Dios, y al no poder permanecer en ese es-
tado, cayó en la multiplicidad y la confusión de las cosas
externas. La materia, como todo lo creado por Dios, es
buena, incluso son buenas las pasiones, lo que no es bueno
es que el espíritu quede subordinado a la materia, que las
pasiones dominen a la razón. Pero el espíritu humano no
es capaz de entender este estado, y racionaliza y disculpa la
lujuria y la ambición de su ego carnal y egocéntrico. Magni-
fica las faltas de los otros para escapar de sus miedos y se
esfuerza en creer sus propias mentiras. Se entrega por en-
tero al trabajo, pero sin contemplación, y no alcanza paz ni
satisfacción. Es un trabajo frenético, como si se tratara de
un calmante que mitiga el dolor de un alma que fue hecha
para la contemplación. Si el hombre quiere volver a Dios
tiene que hacer el camino contrario al que hizo Adán: re-
traerse de las cosas externas y atravesar el centro de su
alma para encontrarse con Dios. El hombre tiene que en-
contrarse consigo mismo y descubrir dentro de sí la imagen
de Dios que lleva impresa.
En ese estado, el hombre es todavía imagen de Dios, y
aunque se aleje de él hacia regiones de irrealidad, su desti-
no original siempre le atormentará con la necesidad de re-
gresar a Dios, para ser auténticamente real. Si el hombre
solamente fuera un animal racional, podría vivir tranquila-
mente manteniendo su animalidad bajo el control de su ra-
zón, y podría encontrarse a sí mismo. Incluso podría llegar
a conocer a su Creador, distinguirlo de las criaturas como
la causa de todos los efectos, y experimentarlo como la

67
justificación absoluta del ser. Pero esto no es suficiente; lo
más hondo de nuestra conciencia, donde está grabada la
imagen de Dios, nos recuerda incesantemente que hemos
nacido con una libertad mucho más elevada y para una
realización mucho más espiritual. El hombre tiene un fin
sobrenatural y no puede descansar hasta que repose en
Dios, un Dios que no es simplemente el Dios de la natura-
leza, el Dios creador que puede ser objetivado por unas
pocas nociones abstractas. El Dios cristiano es el Dios vivo
que está por encima de todo concepto. No es el Dios al
que se llega por una simple unión imaginaria o moral, es
el Dios que se hace “un” solo Espíritu con nuestra alma.
Esta es la única realidad para la que hemos sido creados,
sólo en esta unión con Dios nos encontramos a nosotros
mismos y fuera de nosotros mismos, en Dios. Nuestro des-
tino consiste en ser infinitamente más grandes que nuestro
propio “yo”, pues según la Escritura: “Vosotros dioses
sois, todos vosotros, hijos del Altísimo” (Sal 81,6). La
angustia espiritual del hombre sólo se cura con el mis-
ticismo.
Por este pecado de la sociedad nacemos con un “yo”
falso, ilusorio, irreal. Venimos a la existencia bajo el signo
de la contradicción; a cada uno de nosotros nos sigue una
persona ilusoria que quiere existir fuera del alcance de la
voluntad y del amor de Dios, fuera de la realidad y fuera de
la vida. Este “yo” es sólo una ilusión, y no estamos muy do-
tados para reconocer las ilusiones que abrigamos acerca de
nosotros mismos, con las que hemos nacido y nutren las raí-
ces del pecado. No hay realidad subjetiva más grande que
el falso yo, todo pecado brota de la asunción de que este
falso yo; que sólo existe en nuestros deseos egocéntricos,
es la realidad fundamental de la vida a la que se ordenan to-
das las demás realidades del universo. Así nos sumimos en
el deseo de placeres, sed de experiencias, poder, honor, co-

68
nocimiento y amor, para hacer de este falso yo algo objeti-
vamente real; pero estamos vacíos, y los placeres y ambi-
ciones no pueden llenar nuestra vida.
El falso yo no puede identificarse con el cuerpo, que no
es malo ni irreal, tiene la realidad que Dios le ha dado, y
por tanto es “santo”. Nadie puede odiar o despreciar el
cuerpo que Dios le ha confiado, templo del Espíritu Santo,
pero el cuerpo no es la única realidad, como si la vida estu-
viera reducida a la experiencia sensitiva. Tampoco pode-
mos profanar nuestra unidad natural separando el cuerpo
del alma, pues no habría persona, realidad viva y subsisten-
te hecha a imagen y semejanza de Dios, ni podemos tratar
al alma como si fuera todo nuestro yo, el error del angelis-
mo. Para los que viven de esta forma, el cuerpo es una
fuente de falsedad y engaño, porque la persona consiente
la ilusión, encuentra seguridad en el autoengaño, y no quie-
re responder a la voz secreta de Dios que la llama a correr
la aventura y el riesgo de la fe.
La creación es santa y nada de lo que ha sido creado
por Dios puede ser un obstáculo para nuestra unión con él,
pero los hombres y mujeres utilizamos las cosas de la crea-
ción para adorar a nuestro falso yo, y así las corrompemos
y pervertimos, lo que no significa hacerlas malas, sino que
las usamos simplemente para aumentar el apego a nuestro
yo ilusorio. El obstáculo está en nosotros, que nos empeña-
mos en mantener nuestra voluntad autónoma, exterior y
egoísta, y así nuestro yo exterior, nuestro falso yo, se hace
nuestro dios. Hay quienes quieren salir de esta situación,
tratando las cosas de Dios como si fueran malas, y no ha-
cen más que confirmarse en una ilusión terrible. Adán echó
la culpa de su pecado a Eva, y Eva a la serpiente. Es una
actitud infantil para proteger el yo egoísta y confundir ese
ídolo con Dios; es el peor autoengaño, porque nos trans-
forma en seres fanáticos, incapaces de mantener contacto

69
con la verdad y de amar sinceramente, y nos hace crecer el
ego como algo santo, mientras todo lo demás es impío 5.

Cristo nuestro mediador

El ser humano, por sí mismo, no puede recuperar la


unión con Dios, y tampoco puede ser feliz sin descansar en
él. Se necesita un mediador que reúna en sí la naturaleza di-
vina y la naturaleza humana, para poder reestablecer en él
la comunión del hombre con Dios. Cristo, por el uso perfec-
to de su libertad en obediencia a la verdad, ha reintegrado al
hombre al orden espiritual, a la comunión original con Dios,
fuente de vida. La victoria de Cristo sobre la muerte ha eli-
minado la angustia del Adán caído, que somos cada uno de
nosotros, y la nueva vida, la vida en el Espíritu, «la vida en
Cristo», es comunicada al espíritu del hombre por el Espíritu
Santo, como una consecuencia directa de la resurrección del
Señor. Cristo con su muerte nos libera del pecado y de la
muerte, y su resurrección comunica vida a nuestras almas.
Con Cristo se inicia una “nueva creación”: todo fue hecho
por él y para él, pues ya desde el principio de los tiempos
estaba ejerciendo su mediación, que incluía a todos los hom-
bres en sí mismo. Si esta unión no hubiera estado implícita
en la creación, no podríamos habernos aprovechado de la
mediación redentora del Señor, que consiste en morir con él
para resucitar con él; en Cristo todos estamos unidos for-
mando su Cuerpo Místico. Cristo tuvo que sufrir hasta la
muerte en cruz, y todavía sigue sufriendo y trabajando para
que cada uno de nosotros nos unamos a él. Dice Jesús: «Yo
he venido para que tengan vida» (Jn 10,10), y la vida que él
vino a darnos es su propia vida.

5 Cf. HN, 53.81-82.87-93; NSC, 43-44.48-49; MSC, 171.

70
El cristianismo es más que un sistema ético. Jesús no
sólo nos enseña la vida cristiana sino que la crea en nues-
tras almas por acción del Espíritu Santo, y esto supone
una auténtica transformación interna. Aquel que está infi-
nitamente sobre nosotros, también está dentro de nos-
otros. Una trascendencia e inmanencia de Dios, que el
hombre experimenta a través de la acción del Espíritu San-
to. En la experiencia mística, el hombre se percata de la rea-
lidad de Dios como el otro, pero al mismo tiempo inma-
nentemente presente en él, y cuanto más consciente es el
hombre de su “otreidad”, más consciente es de su “mismi-
dad”, que lo une a él; una vida en Cristo que es una exten-
sión de la vida de Cristo resucitado, y que le hace decir a
Pablo: “No soy yo, es Cristo el que vive en mí (Ga, 2,20).
Cristo con su resurrección se ha convertido en el Cristo
místico y como tal nos incluye a todos los que creemos en
él. Según el teólogo F. Prat: «El Cristo natural nos redi-
me, el Cristo místico nos santifica; el Cristo natural murió
por nosotros, el Cristo místico vive en nosotros; el Cristo
natural nos reconcilia con su Padre, el Cristo místico nos
unifica con él» 6.
Cristo continúa siendo el hijo de María, el Hijo de Dios,
pero al vivir dentro de nosotros, es al mismo tiempo él mis-
mo y cada uno de nosotros. Mística y espiritualmente Cris-
to vive en nosotros desde el momento en que nos unimos a
él en su muerte y resurrección por el bautismo y una vida
cristiana. Esta unión no es un simple vínculo moral o unión
de voluntades, ni tampoco un nexo psicológico. Cristo de
una forma mística identifica a sus miembros consigo dándo-
les su Espíritu, y el Espíritu purifica la imagen de Dios en
nuestras almas: nos enseña la caridad, cura nuestra ceguera
espiritual, abre nuestros ojos a las cosas de Dios, toma

6 Recogido en HN, 129.

71
nuestra voluntad para que no caigamos cautivos de las pa-
siones y nos perfecciona amoldándonos a Cristo.
Cristo vive en nosotros místicamente de una forma natu-
ral y de una forma sobrenatural a través de las virtudes y el
amor. Estas dos vidas son dones de Dios; la vida sobrenatu-
ral eleva y perfecciona a la natural. Ambas formas de pre-
sencia de Cristo en nosotros se pueden separar, sin embar-
go en el plan de Dios están llamadas a ir juntas, y así el
hombre alcanza su “ser en Cristo”, la persona que Dios
quiere que sea. En el sentido cristiano más pleno, nuestra
realización personal se alcanza al compartir la orientación
total de Cristo hacia su Padre: “Cuando me haya ido y os
haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo
para que donde yo esté, estéis también vosotros” (Jn 14,3),
el lugar donde Cristo nos va a llevar es Dios.
Cristo además nos dice: “Yo soy el camino”, una expre-
sión simple, que esconde mucho más de lo que nosotros
podamos expresar; es una realidad, que sólo se puede co-
nocer desde el amor. Cristo es el camino al Padre, aquel
por el que “somos” y el principio de todo, el misterio que
sólo podremos conocer por la revelación de Jesús, el Hijo,
pues como dice Mateo: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo
y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). El
Hijo, por medio del Espíritu Santo, abre nuestras almas a la
revelación, y de esta forma “ascendemos” al Padre que está
en nosotros, como está en el Hijo pues dice Jesús: “Yo es-
toy en el Padre y el Padre está en mí”. Jesús ruega al Padre
para que sus discípulos también estén con el Padre, con el
Hijo y con el Espíritu Santo (Jn 17,21). El Espíritu Santo
derrama el amor en nuestros corazones, y así podremos
conocer que vivimos en Cristo, cuando nuestros corazones
estén rebosando amor a Dios, a los hombres y a la crea-
ción. La vida en Cristo es simplemente la inhabitación del
hombre con Dios, teniendo a Cristo como mediador.

72
La fe personal y la fidelidad a Cristo no bastan para ser
perfectos cristianos. No vamos a Cristo como individuos
aislados, sino como miembros de su Cuerpo Místico. Inclu-
so nuestra santidad es proporcional a nuestra capacidad
para servir como instrumentos de su amor, para establecer
el Reino de Dios en la tierra y edificar su Cuerpo. Cuanto
más demos a otros más recibiremos de Cristo; este influjo
místico no sólo es para nosotros, sino para los otros. Los
que más reciben son los que más tienen que dar, porque
quizás más se les ha perdonado (Lc 7,47-48), aunque son
los que más han sufrido y pasado mayor angustia los que
tienen una mayor capacidad de amar a Cristo en el herma-
no. El sufrimiento y la pobreza de espíritu les han enseñado
la compasión, y los han enriquecido espiritualmente. El
hombre, hasta que no conoce lo que significa la auténtica
misericordia ejerciéndola, no tendrá el conocimiento real de
lo que significa amar a Cristo. Sin amor y compasión por
los otros, nuestro aparente amor por Dios es sólo una fic-
ción.
Cada hombre y mujer tenemos que unirnos a Jesús en
su batalla para unir a todos con él. Si Cristo fuese una sim-
ple cabeza sin cuerpo, no habría reparado el daño causado
por Adán a la especie humana. Cristo repara este daño
con su resurrección haciéndonos miembros de su Cuerpo
Místico, y viviendo en nosotros como el principio de nues-
tra vida sobrenatural, pues: “Del mismo modo que llevamos
en nosotros la imagen del hombre terreno, también llevare-
mos la imagen del celeste” (1Co 15,49). Hay que llevar
una vida “incorruptible”, la que tiene su principio en el Es-
píritu y no en los apetitos desordenados, pues: “Quien
siembre su vida de apetitos desordenados, a través de ellos
heredará corrupción, más quien siembre en el espíritu, del
espíritu cosechará vida eterna” (Ga 6,8). Es necesaria una ba-
talla ascética unidos al Espíritu Santo, para llevar una vida

73
en Cristo que nos transforme y nos conforme a él. “Es con
Cristo, con quien tenemos que configurarnos de forma que
nos vayamos transformando en su imagen cada vez más
gloriosa, reflejando la gloria del Señor, como corresponde a
la actuación del Espíritu del Señor” (2Co 3,18). Cada día
nos vamos convirtiendo en una clara imagen de Dios, al
que veremos cara a cara sin intermediarios, una visión que
no será un simple descubrimiento de aquel que es, también
será el descubrimiento definitivo de nosotros en él. Sólo
cuando lleguemos a estar en los designios de Dios, será
cuando nos conozcamos a nosotros mismos y seamos lo
que realmente debemos ser; entonces nos realizaremos
como hombres y mujeres, tendremos una auténtica vida y
una conciencia plena de Dios, y nuestras almas reflejarán
como en un espejo la gloria de Dios.
La moralidad cristiana es una moralidad del amor, y no
puede haber amor sin la obediencia que une las voluntades
del amante y el amado, siempre que esta unión no sea for-
zada. Dios no quiere la oración de la compulsión, sino una
adoración que sea libre, espontánea y sincera, en espíritu y
en verdad. El cristianismo no es una religión de una ley,
sino de una persona; el cristiano no es la persona que cum-
ple las reglas de la Iglesia, sino un discípulo de Cristo. Res-
peta los mandamientos de la ley de Dios y los preceptos de
la Iglesia, pero su razón para ello es Cristo. El cristiano por
amor vive en libertad, pero la obediencia al mandato de
Cristo exige el sacrificio de nuestra voluntad, si nuestra vo-
luntad es carnal, compulsiva y engañosa. Sólo obedeciendo
a la verdad encontramos nuestra auténtica autonomía espi-
ritual. “La verdad os hará libres” (Jn 8,32), dice el Señor, y
los mandamientos de Cristo se resumen en uno: amor,
quien ama es libre y posee la verdad. El “mundo”, incluyen-
do en esta palabra a todos los que odian, porque son pri-
sioneros de sus estrechas ilusiones y sus mezquinos deseos,

74
no conoce este amor. Estos hombres no pueden conocer al
Espíritu y no pueden ser libres con la libertad de Jesús. Es-
tán atados a su vida, a sus pasiones, y son incapaces de ha-
cer otra cosa que no sea su “propia voluntad” esclavizada.
Son incapaces de amar libremente porque tienen miedo de
la libertad. Sólo el Espíritu Santo podrá franquear sus ba-
rreras y derramar el amor dentro de sus corazones 7.

Santidad e identidad

El hombre es consciente de que la vida tiene un sentido,


aunque no sea fácil de encontrar; su fin es descubrirlo y vi-
vir de acuerdo con él. La esencia de cada una de las cosas
de la creación es su santidad, es la huella de la sabiduría
y de la santidad de Dios en ellas. No hay dos seres creados
exactamente iguales, y en esta individualidad no existe im-
perfección; la perfección está en la identidad individual de
cada ser, cuanto más se asemeja una cosa a sí misma, tanto
más se asemeja a Dios, y así le da gloria. En los seres hu-
manos nuestra santidad es más que nuestra humanidad, y
el problema es descubrir cuál es nuestro verdadero ser. Dios
nos ha dado libertad para ser lo que queramos: verdaderos
y reales, o falsos y obligados a llevar una máscara tras otra.
Nuestra vocación no consiste simplemente en ser, sino en
trabajar junto a Dios en la creación de nuestra vida, nuestra
identidad y nuestro destino. Somos seres libres e hijos de
Dios y tenemos que participar activamente en la acción
creadora de Dios, en nuestra vida y en la de los otros, eli-
giendo la verdad. Estamos llamados a compartir con Dios

7 Cf. HN, 117-122.128-134.137-139; T. MERTON, Vida y santidad, Her-

der, Barcelona, 1964, del original Life and Holiness, 1963, trad. J. Vallverdú,
Aixalá, VYS1, 125-127. Una nueva versión, Sal Terrae, Santander, 2006, VYS2,
99-101.

75
la obra de crear la verdad de nuestra propia identidad, es-
condida con Cristo en Dios, en su amor y en su misericor-
dia, pues sólo él puede hacer de nosotros lo mejor.
Para esto tenemos que enfrentamos a nosotros mismos
con nuestras limitaciones y aceptar a los demás con las su-
yas. Cada persona es responsable de su propia vida, nadie
va a decimos cuál es nuestra identidad si nosotros no so-
mos capaces de encontrarla, pero sólo nos encontraremos
a nosotros mismos por medio de los otros y en los otros,
en el encuentro de todos en Cristo. Entonces tenemos que
trabajar en él y con él, de una forma que sólo Dios puede
enseñamos; la contemplación es el don más precioso que
nos permite ver y comprender la obra que Dios quiere que
hagamos. Sólo identificándonos con aquel en quien están
escondidas la razón y la plenitud de nuestra existencia, en-
contraremos que nuestra existencia, nuestra paz, nuestra
alegría y felicidad, se basan en descubrir lo que somos, des-
cubriendo a Dios. Y esto que parece sencillo no podemos
realizarlo por nuestras propias fuerzas, pues sólo Dios pue-
de enseñarnos a encontrarlo.
Cuando estamos unidos a Dios poseemos todas las co-
sas en él; si amamos en todas las cosas la voluntad de Dios,
más que las cosas en sí, hacemos de la creación un sacrifi-
cio de alabanza a Dios, y éste es el fin para el que Dios
creó todas las cosas. La única alegría verdadera en esta
vida es escapar de la prisión de nuestro “falso yo”, y por
amor, llegar a la unión con la Vida, que canta y habita en la
esencia de cada criatura, en el centro de nuestra alma. En
su amor poseemos todas las cosas y gozamos de ellas, pues
en ellas encontramos a Dios. Si caminamos de esta forma
por el mundo, todo lo que encontramos, vemos, oímos o
tocamos, lejos de mancharnos nos purifica y siembra en
nosotros algo más de contemplación y de cielo. Sin esta
perfección, las cosas en vez de aportarnos alegría nos

76
aportan sufrimiento; sin amor a Dios todo lo que hay en el
mundo puede herirnos. El mundo está lleno de contradic-
ciones. Los que aún no amamos a Dios perfectamente po-
demos encontrar en la creación tanto la alegría de la bien-
aventuranza, como la pena de la pérdida de Dios, que es la
condenación. Entonces en lugar de adorar a Dios a través
de su creación, nos adoramos a nosotros mismos a través
de las criaturas.
La perfección del amor es proporcional a su libertad y
su libertad proporcional a su pureza. Obramos libremente
cuando actuamos con pureza en correspondencia al amor
de Dios. El amor puro no es servil, ni ciego, ni limitado por
el temor, sino confiado en el amor de Dios. El alma que
ama a Dios se atreve a elegir libremente, sabiendo que su
elección será perfectamente aceptable para el Amor. El
amor puro es prudente, está iluminado por una discreción
clarividente, sabe evitar el egoísmo que frustra la acción, y
ve los obstáculos, los evita o los vence. Es agudamente sen-
sitivo a las más leves señales de la voluntad de Dios y trata
de complacerlo sabiendo que Dios se complace con nuestra
intención de complacerlo.
Todos tenemos una vocación, todos estamos llamados
por Dios a compartir su vida y su reino; si encontramos ese
lugar seremos felices. Cada uno de nosotros tenemos que
cumplir nuestro destino según la voluntad de Dios: ser
lo que Dios quiere que seamos. Nuestro destino no es algo
que nos impone una divinidad sin corazón, sin nuestra elec-
ción, sino que es obra de dos voluntades, de dos amores.
No se puede resolver el problema de la vocación fuera de la
amistad y del amor de Dios, nuestro Padre, que nos ama
más de lo que nos amamos nosotros mismos. Dios está
más cerca de cada uno de nosotros de lo que nosotros esta-
mos de nosotros mismos. Aquel que está infinitamente por
encima de nosotros, el infinitamente “otro”, mora en nues-

77
tra alma y vigila cada movimiento de nuestra vida; su amor
actúa en nosotros para sacar bien de nuestras equivocacio-
nes y para vencer nuestros pecados.
El trabajo al que estamos llamados, no debe juzgarse por
su mérito intrínseco, sino por el amor de Dios oculto en él.
Dios nos llama a un lugar determinado donde quiere hacer-
nos el mayor bien, y donde podamos dejarnos a nosotros
mismos para encontrarlo a él. La misericordia de Dios quie-
re ser conocida, alabada y adorada con alegría, y cada vo-
cación debe ser vocación al sacrificio y al goce. Nuestra vo-
cación individual es la ocasión de encontrar ese lugar único
donde mejor encontrar la misericordia de Dios, conocer el
amor de Dios, y poder responder a ese amor con el nues-
tro. Cuando seguimos nuestra vocación, estamos libres de
preocupaciones, podemos buscar a Dios y encontrarlo, aún
cuando pueda parecer que no lo conseguimos. El agradeci-
miento, la confianza y la libertad, son los signos de que
hemos encontrado nuestra vocación y de que estamos vi-
viendo de acuerdo con ella. Estas señales nos dan paz en
el sufrimiento y nos enseñan a reír en la desesperación.
Y sabremos que hemos encontrado nuestra vocación
cuando cesemos de pensar en cómo vivir y comencemos
a vivir.
El hombre santo ama las cosas creadas y goza con ellas
usándolas de una forma sencilla y natural. Los santos esti-
man la belleza, la bondad y las cosas agradables, además de
sentir agrado con sus oraciones y actos de piedad interio-
res. La amabilidad del santo y su dulzura proceden de la do-
cilidad a la luz de la verdad y a la voluntad de Dios. El santo
puede hablar del mundo, sin hacer referencia a Dios, de
forma que lo que dice da gloria a Dios y despierta en otros
el amor a Dios. Los ojos de los santos santifican todo lo
que es bueno y sus manos consagran todo cuanto hacen a
la gloria de Dios, no se ofenden por nada ni juzgan los pe-

78
cados humanos, porque no conocen el pecado. Sólo cono-
cen la misericordia de Dios y saben que su misión en la tie-
rra es llevar esa misericordia a todos los hombres. En los
santos encontramos que existe una gran coincidencia entre
la perfecta humildad y la perfecta integridad. El santo es
distinto de todos porque es humilde. La humildad consiste
en ser la persona que somos realmente ante Dios, y esto
no es una cuestión de apariencias, opiniones, gustos, sino
que se encuentra en lo profundo del alma. La persona hu-
milde toma del mundo lo que le ayuda a encontrar a Dios y
prescinde de todo lo demás, es capaz de ver con claridad
que lo bueno para ella puede no serlo para los demás. La
humildad supone un profundo refinamiento del espíritu,
una paz, un tacto y un sentido común, sin los que no hay
moralidad sana. No es humilde quien insiste en ser lo que
no es, que equivale a decir que sabes mejor que Dios quién
eres y quién debes ser. Hay que tener una humildad heroica
para ser uno mismo, la persona que Dios quiere que seas,
que incluso nos puede llevar a pensar que esta honestidad
es puro orgullo 8.
Escribe Thomas Merton 9:

“Mi vocación es la que yo amo, no porque crea que es la


mejor de la Iglesia, sino porque es la que Dios ha querido
para mí.
Si yo tuviera alguna evidencia de que él quería algo distinto
para mí, al instante me encaminaría hacia ello.
Mi vocación es la mía y la de él, no la abracé a ciegas, él la
escogió por mí cuando su infinito conocimiento de mi elec-
ción me movió a escogerla para mí mismo.
Conozco esto bastante bien cuando pienso en aquellos
días en que yo no podía elegir, hasta que llegó la hora
de él”.

8 Cf. HNI, 125-128.131-132.NSC, 45-48.51-57.114-115; PS, 73.


9 HNI, 129-130.

79
El hombre espiritual y su nada

El hombre espiritual es aquel que busca a Dios a través


de una vida espiritual que supone recibir el don del Espíritu
Santo y su caridad. La vida espiritual es ante todo vida, no
es sólo vida mental, vida de pensamientos, ni una vida de
sensaciones, una vida de sentimientos, un “sentir” y experi-
mentar las cosas del espíritu y las cosas de Dios. Tampoco
es una vida concentrada en las altas cumbres del alma, que
excluye la mente, la imaginación y el cuerpo; si fuera así no
sería vida en absoluto. El hombre debe estar vivo por com-
pleto: cuerpo, alma, mente, corazón, espíritu, y todo debe
elevarse y transformarse por la acción de Dios. Una vida
puramente mental es destructiva si lleva a sustituir la vida
con pensamientos y las acciones con ideas; la actividad del
hombre no puede ser puramente mental porque no es una
mente desencarnada. Nuestro destino es vivir lo que pensa-
mos, porque a menos que vivamos lo que conocemos, no
llegaremos a conocerlo. Sólo cuando nuestro conocimiento
es parte de nosotros por la acción, entramos en la realidad
de nuestros conceptos. Vivir como un animal racional no
significa pensar como un hombre y vivir como un animal;
vivir no sólo es pensar, vivir es el ajuste constante del pen-
samiento a la vida y de la vida al pensamiento, y así la vida
siempre es nueva. Debemos pensar y vivir como hombres,
somos una unidad de cuerpo y alma y como tal tenemos
que vivir. Y vivimos espiritualmente cuando vivimos como
hombres y mujeres que buscan a Dios.
No existe verdadera vida espiritual fuera del amor de
Cristo, somos espirituales porque somos amados por él. El
cristiano vive por completo en Cristo, vive en la fe de su re-
dención y en el amor de su Redentor, que murió por nos-
otros. Si conocemos la grandeza del amor de Jesús nunca
temeremos ir hacia él, con nuestra pobreza, debilidad, pos-

80
tración espiritual y dolencia, sólo entonces esperaremos su
misericordia. El signo más certero de que hemos recibido la
comprensión del amor de Dios, es que apreciamos nuestra
propia pobreza a la luz de su infinita misericordia. Tenemos
que amar nuestra pobreza como Jesús la ama, es tan valio-
sa para él que murió en la cruz para presentarla al Padre y
para dotarnos con los dones de su infinita misericordia.
Cuanto más contentos estemos con nuestra pobreza, más
cerca estaremos de Dios; entonces la aceptaremos con paz,
sin esperar nada de nosotros, esperándolo todo de Dios.
También debemos amar la pobreza de los otros como Jesús
la ama, mirándolos con sus ojos compasivos, pero no po-
dremos tener compasión por los demás si no estamos dis-
puestos a aceptar el perdón por nuestros propios pecados.
No sabremos realmente perdonar hasta que sepamos qué
significa ser perdonados, y alegrarnos de ser perdonados
por nuestros hermanos. Este perdón de unos a otros es lo
que hace que el amor de Jesús se manifieste en nuestras vi-
das, actuando como él hizo con cada uno de nosotros. El
salmista dice: “Yo soy pobre y desdichado pero el Señor se
ocupará de mí. ¡Tú eres mi auxilio y libertador, no te retra-
ses, Dios mío!” (Sal 40,18).
En este sentido es importante nuestra propia “nada”,
esa experiencia de nuestras deficiencias e impotencia. Para
conocerla tenemos que amarla, y para amarla debemos ver
que es buena y aceptarla. Una experiencia sobrenatural de
nuestra contingencia es la humildad, que nos permite amar
y valorar, por encima de todo lo demás, nuestro estado de
desamparo metafísico y moral ante Dios. Para amar nues-
tra nada no podemos repudiar nada que sea nuestro, nada
de lo que tenemos, nada de lo que somos, todo es bueno
puesto que proviene de Dios y atrae la misericordia de
Dios. Para amar nuestra nada tenemos que amarnos a nos-
otros mismos. El hombre humilde se ama a sí mismo y bus-

81
ca ser amado y honrado, no porque el amor y el honor le
sean debidos sino porque no le son debidos. Busca ser
amado por la misericordia de Dios. Ruega ser amado y
ayudado por sus semejantes, pues sabiendo que no tiene
nada, sabe que lo necesita todo, y no teme pedir lo que ne-
cesita. El hombre espiritualmente pobre ama su propia in-
suficiencia. El hombre orgulloso, por el contrario, se ama a
sí mismo, piensa que es más merecedor de amor, respeto y
veneración, que cualquier otro, y ama su propia ilusión
y autosuficiencia. Cree que debe ser amado por todos y por
Dios, y reclama el honor de tener lo que ningún otro tiene;
el humilde, sin embargo, mendiga algo de lo que los demás
han recibido.
La humildad es una virtud, no una neurosis. Nos libera
para que actuemos virtuosamente, sirviendo a Dios después
de conocerlo, haciendo lo que es realmente bueno, apar-
tando nuestra voluntad de lo que sólo es aparentemente
bueno. Una humildad que congele nuestro ser y frustre
toda actividad saludable no es humildad, sino una forma
disfrazada de orgullo que seca las raíces de la vida espiritual
y nos imposibilita para ofrecernos a Dios. Es difícil ser real-
mente humilde. Thomas Merton ora así al Señor 10:

“Señor, tú nos has enseñado a amar la humildad, pero no


hemos aprendido.
Sólo aprendimos a amar su superficie externa, la que vuel-
ve encantadora y atractiva a la persona.
Si fuésemos realmente humildes sabríamos hasta qué pun-
to somos farsantes
Enséñame a vivir una humildad que me muestre sin cesar
mi ser mentiroso.
Que busque ser tan verdadero como sea posible, aunque
descubra que mi verdad está llena de embustes.

10 Cf. PS, 52-53.

82
Esto es lo terrible de la humildad: jamás la terminamos de
lograr.
Tú, Señor, fuiste humilde. Pero nuestra humildad está llena
del orgullo de saberlo todo acerca de ella, y sólo somos ca-
paces de hacer muy poco”.

La pereza y la cobardía son dos de los mayores enemi-


gos de la vida espiritual, y se vuelven los más peligrosos
cuando son disfrazados de discreción. Esta ilusión es fatal
porque la discreción es una de las virtudes más importantes
porque nos enseña lo que Dios quiere de nosotros al tiem-
po que nos muestra nuestra obligación de corresponder a
las aspiraciones de la gracia y a la voluntad de Dios. La pe-
reza y la cobardía anteponen nuestra comodidad al amor
de Dios, temen las incertidumbres del futuro porque no de-
positan la confianza en Dios. Mientras la discreción nos ad-
vierte del esfuerzo malgastado, para el cobarde todo esfuer-
zo es un desperdicio. La discreción nos muestra dónde se
malgasta el esfuerzo. La pereza huye de todo riesgo, la dis-
creción del riesgo inútil, aunque exige los riesgos que de-
mandan la fe y la gracia de Dios. Jesús nos dijo que el Rei-
no de los Cielos debía ser ganado por la violencia, dando a
entender que sólo podía obtenerse con el precio de ciertos
riesgos. Tarde o temprano, si queremos seguir a Cristo, te-
nemos que arriesgarlo todo a fin de ganarlo todo. Tene-
mos que apostar sobre lo invisible y arriesgar todo lo que
podemos ver, saborear y sentir, aunque el riesgo merece la
pena porque no hay nada más inseguro que el mundo
transitorio, “porque la apariencia de este mundo pasa”
(1Co 7,31).
Sin coraje nunca podremos alcanzar la simplicidad. La
cobardía nos mantiene con la mente dividida, vacilantes en-
tre el mundo y Dios. En esta vacilación no hay fe verdade-
ra, y nunca alcanzaremos la certeza si jamás nos rendimos

83
a la autoridad de un Dios invisible. La vacilación es la muer-
te de la esperanza y hace imposible la oración verdadera,
no se atreve del todo a pedir algo, y si lo hace está tan in-
segura de ser escuchada, que en el mismo acto de pedir
busca, con prudencia humana, una respuesta provisoria
(Cf. St 1, 5-8). Y ¿para qué nos sirve orar si tenemos tan
poca confianza en Dios, que en el mismo momento de
la oración nos dedicamos a planificar nuestra propia res-
puesta?
El pecado es un castigo a la ingratitud, como dice Pablo
a los gentiles que no estaban agradecidos por conocer a
Dios, no lo glorificaban como Dios, ni le daban gracias (Rm
1,21). Vivimos en constante dependencia de la misericor-
diosa bondad del Padre, y nuestra vida entera debe ser una
vida de gratitud constante a la ayuda que viene a nosotros
en todo momento. Si no amamos a Dios es porque no lo
conocemos, porque Dios es amor. Nuestro conocimiento
de Dios se perfecciona con la gratitud, cuando somos agra-
decidos y nos regocijamos en la experiencia de la verdad.
No hay término medio entre la gratitud y la ingratitud, quie-
nes no son agradecidos, pronto empiezan a quejarse de
todo. Quienes no aman, odian, por eso la tibieza, que no
es indiferencia sino odio disfrazado de amor, resulta tan de-
testable. El alma tibia, no es “fría o caliente”, ni ama fran-
camente ni odia francamente, es un estado en el que se re-
chaza a Dios y su voluntad, pero se mantiene la apariencia
de amarlo a fin de preservar una supuesta dignidad. A esta
condición llegan los que no reconocen las gracias de Dios,
pues si se reconociera todo lo recibido, no se podría ser
cristiano a medias. La gratitud verdadera y la hipocresía no
pueden coexistir, son totalmente incompatibles. La gratitud
nos hace sinceros y si no es así, es porque nuestra gratitud
no es verdadera. Estar agradecidos es reconocer el amor de
Dios en todo lo que nos ha dado, por eso quien es agrade-

84
cido sabe que Dios es bueno no por referencias, sino por
propia experiencia.
Leer la Escritura debería ser un acto de homenaje al
Dios de la verdad. Con la lectura abrimos nuestros corazo-
nes a palabras que expresan la inmensa realidad que él es,
la realidad de que él lo ha creado todo. La lectura constitu-
ye un acto profundamente vital, no sólo de nuestra inteli-
gencia, sino de nuestra completa personalidad, que queda
absorbida y renovada por el pensamiento, la meditación, la
oración o incluso la contemplación. Las ideas y las palabras
no son el alimento de la inteligencia ni una verdad abstracta
que sólo nutre la mente, sino la verdad entera, la realidad,
la existencia, algo que puede abrazarse y amarse, algo que
puede sustentar el servicio de nuestras acciones. Cristo, la
Palabra encarnada, es el Libro de la Vida, en el que leemos
a Dios 11.

Felicidad y dolor

La vida de este mundo está llena de dolor, que es lo


contrario del placer, aunque no necesariamente lo contrario
de la felicidad o la alegría. No hemos sido creados para el
placer sino para la alegría espiritual, y no conocer la dife-
rencia, significa que no se ha empezado a vivir. El placer es
egoísta, sin embargo la alegría espiritual florece en la ex-
pansión de la libertad y llega a su consumación en el amor
desinteresado para el que el hombre ha sido creado. El pla-
cer es limitado, y es aniquilado por el dolor y el sufrimiento,
mientras que la alegría espiritual ignora el sufrimiento o lo
utiliza para purificarse de su mayor obstáculo, el egoísmo.

11 Cf. PS, 23-24; 28-31.34-38.44.52.91.

85
El placer puede ser la muerte de la alegría; quien ha cono-
cido la verdadera alegría a veces desconfía de él, pero
quien conoce la alegría nunca desconfía del dolor, porque
puede servirle para afirmar y gustar la libertad.
El cristiano tiene que aceptar el sufrimiento y además
hacerlo santo. Si el sufrimiento es simplemente aceptado
con paciencia, no hace nada al alma o quizás pueda endu-
recerla. Sólo cuando el sufrimiento se consagra a Dios por
la fe, tiene valor; sufrir creyendo en Dios es humildad. La
humildad nos dice que el sufrimiento es un mal que debe-
mos esperar en la vida, a veces a causa del mal que hay en
nosotros, y que causamos al mundo y a la creación. Pero
por la fe sabemos que la misericordia de Dios se da a los
que lo buscan en el sufrimiento y creen que se puede ven-
cer el mal con el bien, por la gracia de Dios. Entonces el
sufrimiento se convierte en un bien que nos capacita a reci-
bir en abundancia la misericordia de Dios y, aunque por sí
mismo no nos hace buenos, nos capacita para hacernos
mejores y para consagrar a Dios nuestra persona. Es la
cruz de Cristo la que nos permite la aceptación del sufri-
miento y su santificación, pues es la fuerza de Dios (1Co
1,18), pero la cruz de Cristo no diría nada del poder del su-
frimiento, si no fuera por tratarse de aquel que venció al su-
frimiento y la muerte con su resurrección. Así sólo puede
consagrar sus sufrimientos a Dios, el que cree que Jesucris-
to ha resucitado y que el sufrimiento y la muerte con él,
han perdido todo su significado.
El sufrimiento y su consagración sólo pueden entenderse
a la luz del bautismo. El bautismo nos da nuestra identidad
en Cristo y la conformidad espiritual en sus sufrimientos. El
bautismo nos introduce en el Cuerpo Místico de Cristo, nos
hace miembros a unos de otros, nos hace vivir en la vida de
Cristo y madurar en su cruz. El bautismo nos da la vocación
personal e incomunicable de reproducir en nuestra vida, la

86
vida, los sufrimientos y la caridad de Cristo. Somos miem-
bros del Cuerpo de Cristo, en él estamos todos unidos por
lo que no sufrimos solos; los que no conocen a Cristo su-
fren en soledad, y su sufrimiento no es comunión. El cristia-
nismo es Cristo viviendo en nosotros, su amor es mucho
más fuerte que la muerte, y la muerte es un triunfo. Cono-
cer la Cruz, no es únicamente conocer nuestro sufrimiento,
sino saber que somos salvados por sus sufrimientos, es co-
nocer a Cristo y su amor; experimentar que él nos ama, y
que en su amor, el Padre nos ama a través del Espíritu San-
to. Esto explica la relación entre el sufrimiento y la contem-
plación; la contemplación, a través de la sabiduría divina,
penetra en el misterio del amor de Dios, que no es sino la
pasión y resurrección del Señor.
Un mal mucho mayor que el sufrimiento físico es el
odio que convierte la vida en un infierno. Los que odian
han sido arrojados a su propio fuego, quieren librarse de
los otros, no porque odien lo que ven en los otros, sino
porque saben que los otros odian lo que ven en ellos; reco-
nocen en los otros lo que detestan en sí mismos: egoísmo,
impotencia, agonía, terror y desesperación. El mal es la
ausencia del bien, de una perfección que debiera existir; lo
que atrae a los hombres a los actos perversos no es el mal
que hay en ellos, sino el bien, aunque visto bajo un aspec-
to falso con una perspectiva deformada. El bien, así visto,
no es más que una trampa que nos lleva al disgusto, fasti-
dio y odio. Los pecadores lo odian todo porque su mundo
está lleno de traición, ilusión vana, decepción, y así resul-
tan las personas más fastidiosas del mundo, porque son las
más fastidiadas y a las que la vida les resulta tediosa. Sin
embargo cuando se ama la voluntad de Dios, se encuentra
a Dios y su alegría en todas las cosas y en todos los hom-
bres. Nuestro Dios es un fuego devorador. Si por amor
nos transformamos en él, su fuego será nuestra alegría

87
eterna 12. Thomas Merton, como hombre, ora al Señor di-
ciendo 13:

“Dios mío, en la soledad he descubierto que tú has desea-


do el amor de mi corazón, tal cual es: el amor del corazón
de un hombre.
He conocido, por tu gran misericordia, que el amor del co-
razón de un hombre que está abandonado, quebrado, em-
pobrecido, es más amable para ti y atrae la mirada de tu
piedad, y que ése es tu deseo y consuelo, para estar más
cerca de los que te aman y te llaman Padre...
La soledad me ha enseñado que no debo ser un dios o un
ángel para agradarte, que no debo volverme una inteligen-
cia pura, sin sentimientos ni imperfecciones humanas, an-
tes de que escuches mi voz.
Tú no esperas que me vuelva grande para estar conmigo,
para escucharme y contestarme. Mi pequeñez y mi humani-
dad te han llevado a hacerme tu igual, descendiendo a mi ni-
vel y viviendo en mí, mediante tu misericordioso cuidado...
Padre mío, sé que me has convocado para vivir a solas
contigo, para aprender que si no fuera un simple hombre,
capaz de todos los errores, de todo mal y de un frágil y
errático afecto por ti, no sería capaz de ser tu hijo. Deseas
el amor del corazón de un hombre, porque tu divino Hijo,
también te ama con el corazón de un hombre, y él se hizo
hombre para que mi corazón y su corazón, puedan amarte
con un mismo amor, que es amor humano, nacido y movi-
do por el Espíritu Santo.
Si no te amo con amor de hombre, con simplicidad de
hombre y con la humildad de ser yo mismo, nunca pala-
dearé la plena dulzura de tu paternal misericordia, y tu
Hijo hubiera muerto en vano.
Es necesario que yo sea humano y siga humano a fin de
que la cruz de Cristo no quede vacía. Jesús no murió por
los ángeles, sino por los hombres”.

12 Cf. NHI, 81-90; NSC, 138-140.265-267.


13 PS, 104-105.

88
VIDA INTERIOR DE “ESTE HOMBRE”

El “yo” fragmentado y el “yo” interior

Uno de los problemas que tiene el hombre actual es que


no está unificado, vive dividido entre numerosos comparti-
mentos distintos, pensamientos, deseos, voluntad. Y lo pri-
mero que tiene que hacer es buscar su unificación, de for-
ma que cuando digamos «yo», haya alguien perfectamente
definido que responda a ese pronombre personal. Normal-
mente cuando el hombre dice «yo creo», lo que está dicien-
do es que cree lo que dice una colectividad que se esconde
detrás de sí mismo. Incluso decir «yo deseo», a veces, es
simplemente aceptar aquello que te han impuesto. Hay
hombres que han perdido su propia subjetividad aunque di-
gan «yo» con gran agresividad. Este «yo» no es el que puede
estar ante la presencia de Dios y tratarle como a un auténti-
co tú. Este hombre nunca será un contemplativo, y su mira-
da interior, narcisista, le llevará a una experiencia de sí mis-
mo aunque crea que es una experiencia de Dios.
Encontramos en el hombre dos “yo” distintos: “el yo ex-
terior” 1, que manipula a los objetos para poseerlos, a los
1 Jesús en su predicación habla del interior y de lo exterior del hombre (Mt

7,15. 23,25; Lc 11,39-40). «De dentro del corazón del hombre salen los malos
pensamientos y las malas intenciones, la envidia, la soberbia, la insensatez» (Mt
12,34.15,11; Mc 7,21). Mientras que el hombre de gran corazón tiene un gran
tesoro (Lc 6,45; Mt 12,35). Pablo también distingue al hombre exterior, marcado
por su caducidad, del hombre interior, que se renueva cada día con la fuerza del

89
otros, a Dios y a sí mismo, y el “yo interior”, que es una
espontaneidad libre a la que no se puede engañar, ni mani-
pular, y que sólo aparece cuando el hombre se encuentra
en calma y en silencio. Nada ni nadie puede seducirlo, pues
sólo responde a la atracción de la libertad divina. El “yo in-
terior” no es una parte de nuestro ser, “es” nuestro ser, el
nivel más elevado, personal y existencial que pueda darse.
Es la vida misma, nuestra vida espiritual cuando rebosa vida,
que sustenta y mueve todo cuanto hay en nosotros. No es
algo que tenemos, es algo que somos, es una cualidad indefi-
nible de nuestro ser, es tan secreto como Dios, y como Dios
elude cualquier concepto que trate de penetrarle por comple-
to. En cada experiencia espiritual, ya sea religiosa, moral o
artística, hay presencia del yo interior, pues sólo entonces al-
canzará cierta profundidad. El «yo exterior» es el que vive una
vida frenética que trata de evitar el miedo a la muerte a tra-
vés del escapismo, la novedad, la variedad, la búsqueda de
nuevas satisfacciones que nunca le sacian y le dejan decep-
cionado. En estas condiciones, el hombre está alienado, sin
libertad, pues está sujeto a múltiple necesidades.
En el interior de nuestro ser hay un punto de nada que
no está tocado por el pecado, ni por la ilusión, un punto de
pura verdad que pertenece enteramente a Dios, y desde el
que Dios dispone de nuestras vidas. Ese punto es inaccesi-
ble a las fantasías de nuestra mente y a las brutalidades de
nuestra voluntad, es la gloria de Dios en nosotros. Es como
su nombre escrito en nosotros, con nuestra indigencia,
nuestra dependencia y nuestro ser hijos de Dios. El yo inte-
rior es una fuente de conocimiento de Dios; el hombre es
imagen de Dios y en su yo más interior, como en un espe-

Espíritu Santo (2Co 4,16-18). Pablo en su interior se complace en la ley de Dios, y


sin embargo se siente acosado por una fuerza de pecado que actúa dentro de él, tal
que no hace lo que quiere sino lo que aborrece (Rm 7,15-23). Para Pablo solamente
con la fuerza del Espíritu Santo, podremos crecer interiormente (Ef 3,14-16).

90
jo, Dios se refleja a sí mismo. Si el hombre entra dentro de
sí mismo, primero se encuentra con su propio yo, y cuando
trasciende este yo, su verdadero yo se encuentra con el “yo
soy” del Todopoderoso. Nuestro conocimiento de Dios pro-
viene de él, es una participación sobrenatural en la que
Dios se revela a sí mismo, y sólo cuando el yo interior des-
pierta, el hombre es consciente de la presencia de Dios
dentro de él, por medio de la fe.
Muchos libros de espiritualidad dan la falsa impresión de
que al yo interior se llega desde el aislamiento y la introver-
sión, pero nuestro yo interior no puede estar aislado del
mundo y de los otros, aunque se necesitan las condiciones
adecuadas de aislamiento e introversión para su despertar.
Entonces tendremos una visión más profunda y espiritual
del mundo y de los otros. Tampoco llega el hombre a su yo
interior por la autoafirmación personal, nadie puede llegar
a una autorrealización personal si no es consciente de per-
tenecer a una colectividad, si no tiene conciencia de ser un
“yo” enfrentado a un “tú”, donde los demás son nuestro
complemento.
El cristiano no está solo con Dios, sino que es “uno” con
todos los cristianos en Cristo. Su yo interior es inseparable
de Cristo, con el que forma el Cuerpo Místico de Cristo;
paradójicamente, el yo interior, el santuario de nuestra sole-
dad más personal e individual, es el que está más unido al
“tú” al que nos enfrentamos, y al que es más capaz de
comprender desde su propio conocimiento, por el amor en
el Espíritu. El yo más profundo, Cristo morando en nos-
otros, despierta por obra del amor, pues no puede existir si
no hay otro a quien amar. Nuestro yo más profundo no
sólo ama a Dios, también a los hermanos, en un amor
guiado por el Espíritu de Cristo, que busca más el interés
de la comunidad que el interés de la persona o sus placeres
transitorios. La contemplación consigue el despertar de

91
Cristo en nosotros, la instauración del Reino de Dios en
nuestro yo más íntimo; esto es el despertar del yo interior.
Previene Thomas Merton sobre lo que llama el “yo exte-
rior profundo”, los niveles más profundos del yo exterior
atado al mundo exterior, que no tiene nada que ver con el
hombre interior, en total libertad espiritual. También nos
previene de la barbarie moderna que reduce al individuo,
en nombre de la modernidad y la tecnología, a un sujeto to-
talmente alienado, que puede llegar a un estado de éxtasis
política arrastrado por el odio, el miedo y las burdas aspira-
ciones políticas, o por las falsas religiones que llevan a los
individuos a la posesión demoníaca, arrebatos y magia.
El simbolismo es importante para despertar el yo inte-
rior, el culto tiene que establecer una conexión entre el rito
exterior y el yo interior de las personas, pero hoy parece
que los ritos han perdido esa fuerza, y sólo son capaces de
despertar las emociones inconscientes del yo exterior. Los
profetas del Antiguo Testamento arremetieron contra ese
tipo de culto, como Jesús contra los fariseos.
Cuando el hombre no está unificado se divide entre dos
leyes: la ley del pecado y la de Dios. La gracia es la que
unifica al hombre y lo identifica con Dios. La gracia signifi-
ca que no hay oposición entre el hombre y Dios, es amis-
tad con Dios, que nos hace inteligentes y libres para des-
arrollar nuestra libertad y nuestra capacidad de amar, y
para elevar nuestra mente hasta la búsqueda de la verdad.
Para esto necesitamos la gracia que nos ayuda a superar
nuestras limitaciones, deficiencias y debilidades, y nos lleva
a conocer nuestro yo más profundo y verdadero oculto con
Cristo en Dios, pues hasta que no hayamos conocido este
yo interior, no nos conoceremos como personas auténticas,
ni conoceremos a Dios. El “yo” al que se opone la gracia
es el “superego” despótico, desordenado y confundido, la
conciencia rígida y deformada que constituye nuestro

92
auténtico dios secreto, y que defiende su trono ante el ad-
venimiento de Cristo. Él ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu Santo para liberar nuestra mente de la inmadurez,
del miedo alienante, del prejuicio tenaz y de nuestros senti-
mientos de culpa. Muchos cristianos se niegan a ver esto,
consideran que el poder de Cristo para librarnos del peca-
do, no es una auténtica liberación real del pecado, sino que
Cristo de esta forma ratifica sus derechos sobre nosotros.
Pero sólo con Cristo, que es la verdad, el hombre alcanza
la auténtica libertad cuando es lo que debe ser: imagen de
Dios 2.
Si no estamos unificados no podremos hablar de la uni-
dad de los cristianos y de todos los hombres, mientras que
si buscamos la unidad para todos, también podremos alcan-
zar la unidad dentro de nosotros mismos. La unidad no
consiste en refutar todo matiz de protestantismo o de las
otras religiones cristianas, sino en afirmar la verdad que
hay en ellas y seguir adelante; esto sirve también para los
musulmanes, hindúes, budistas…
Thomas Merton escribe 3:

“Si puedo unir en mí mismo el cristianismo y la devoción del


pensamiento de oriente y occidente, de los Padres griegos y
latinos, de los místicos rusos y los españoles, puedo preparar
en mí mismo la reunión de los cristianos separados.
De esa unidad secreta e inexpresada que hay en mí mismo
puede acabar por salir una unidad visible y manifiesta de
todos los cristianos.
Si queremos que oriente y occidente alcancen la unidad,
no lo conseguiremos si una de las divisiones se impone so-

2 Cf. T. MERTON, La experiencia interior, Oniro, Barcelona, 2004, del ori-

ginal The Inner Experience. Notes on contemplation 1959, trad. Nuria Martí,
El, 24-28.33-35.41.43-47.49-54.62.82; CEC, 148, La epifanía de Louisville,
Cistercium, 54 (2002) 468; HN, 37-39.
3 CEC, 22. 134-135; DI, 167-168, 28 de septiembre, 1957.

93
bre la otra. Hemos de dar cabida a todos los mundos di-
vididos dentro de nosotros mismos, y trascenderlos en
Cristo”.

Sociedad sagrada y sociedad secular

El hombre no vive aislado sino en sociedad, en relación


con los otros hombres y con Dios. El mundo es bueno en
sí, pues ha sido creado por Dios, aunque, a veces, utiliza-
mos el vocablo “mundo” para indicar todo lo malo que hay
en la sociedad. En este contexto, la palabra secular identifi-
ca lo que hay en el mundo de temporal, lo que cambia pero
siempre vuelve al mismo punto de partida. La vida se secu-
lariza cuando la basamos en vanos deseos y en la ilusión de
la novedad, que siempre terminan devolviéndonos al mis-
mo punto de partida. La vida secular es una vida frenética,
que trata de evitar el miedo a la muerte, a través del esca-
pismo de la novedad y de la variedad. Cuanto más susten-
tamos los deseos seculares, más decepcionados quedamos,
y con mayor desesperación buscamos nuevas esperanzas o
deseos vanos, que no llevan a ninguna parte. En esta socie-
dad secular, que cada vez busca mayores satisfacciones sin
saciarse nunca, surgen los proyectos más injustos, malva-
dos, o incluso criminales. Se hace una gran exaltación de la
libertad, que no es sino una gran esclavitud por la cantidad
de cosas a las que el hombre está encadenado. El hombre
esta alienado y se convierte en una cosa, sujeto a lo que es
inferior y exterior a él, dejando de ser una persona; cada
vez está más sujeto a numerosas necesidades, y por tanto
al desasosiego, insatisfacción, angustia, miedo, pero sobre
todo, al sentimiento de culpa por ser infiel a su propia ver-
dad interior. Para huir de este sentimiento, se hunde más
en la falsedad de su yo exterior comprometido con la diver-

94
sión, que supone una huida de lo que es más real y genui-
no, de la vida y de la experiencia real.
En la sociedad sagrada, el hombre no admite depender
de nada exterior a él, su único amo es Dios que le lleva a la
libertad total. Dios nos gobierna liberándonos y elevándo-
nos a lo sobrenatural. El hombre utiliza todas las cosas de la
creación, las domina, y no deja que las cosas le dominen a
él. Desgraciadamente, en la tierra no existe una sociedad
puramente sagrada, sólo existe en el cielo. La sociedad más
sagrada es la formada por aquellos hombres y mujeres uni-
dos por un amor cristiano altruista y sacrificado, que no
busca su propio interés. Están liberados de la esclavitud a la
diversión, renuncian a sus propios placeres y a la satisfac-
ción inmediata, para aliviar las necesidades de los demás,
contribuyendo a que se libren de sus ataduras externas y
busquen su propia verdad. Pero la sociedad más sagrada
también tiende a secularizarse por nuestra naturaleza hu-
mana, e incluso algunas de las realidades más sagradas,
como la eucaristía, a veces pierde su sentido y sólo sirve,
para algunos creyentes, como una búsqueda de aprobación
social o para aplacar la sensación de ansiedad que experi-
mentan. Para evitar esta secularización, el hombre tiene
que enfrentarse a la oscuridad y al vacío en el que se queda
cuando se encuentra solo consigo mismo.
Tenemos que comprender que la misericordia de Dios
ha transformado nuestro vacío en su templo, y que en esa
oscuridad se oculta su luz. La actitud sagrada es la que no
huye del vacío que sentimos en nuestro interior, sino que lo
penetra sobrecogida con un respeto reverencial, siendo
consciente del Misterio. Y éste es el descubrimiento más
importante de la vida interior.
Al yo exterior le aterra el aparente vacío y la oscuridad
de su yo interior, y mientras exista ese miedo al aburrimien-
to y a su propia nada, la transformación del hombre será

95
imposible. El descubrimiento del yo interior sólo se consi-
gue por la gracia de Dios, que es lo que nos permite apar-
tarnos de las diversiones inmediatas, y reconocer que nues-
tro vacío interior es una profundidad infinita, que es la
plenitud. Sólo por medio de la gracia llegaremos a encon-
trarnos, no sólo a nosotros mismos, sino a Dios; entonces
nuestra nada se convertirá en plenitud. Para esto se necesi-
ta humildad, no hace falta ningún talento especial, sino un
dolor que se expresa como amor y confianza. El hombre
propiamente secular cree amarse a sí mismo pero en reali-
dad se odia, pues no es capaz de estar a solas consigo. Y
como se odia, también odia a Dios, porque no es capaz de
afrontar y aceptar la soledad interior que nos lleva hacia él;
la rebelión contra su pobreza interior se convierte en orgu-
llo, un orgullo que le fabrica un yo ilusorio. La persona sa-
grada, por el contrario, no se odia a sí misma, no teme a
su soledad, ni se avergüenza de estar a solas con ella, con
la que se siente en paz y que le permite acercarse a Dios en
quien puede encontrar a los otros. Esta persona es capaz
de ayudar a los demás a encontrar a Dios en su interior y
de inculcarles confianza en sí mismos.
El hombre secular es esclavo de sus ideas preconcebidas
y prejuicios, mientras que el hombre sagrado está libre de
cualquier prejuicio y es flexible en las respuestas a los vaive-
nes de la vida. La actitud sagrada es fundamentalmente
contemplativa, mientras que la actitud secular es activa. Lo
cual no significa que puedan existir actividades basadas en
el amor a Dios y a los hombres, que son fuertemente acti-
vas, pero incluso esta actividad sólo es sagrada en cuanto
tiende a la contemplación. Uno de los factores decisivos
que separan al hombre mundano del contemplativo o sa-
grado, es el amor, pues según el evangelio de Juan: “Si
alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará,
vendremos a él y viviremos en él..., el que no me ama no

96
guarda mis palabras” (Jn 14,23-24). Sólo la absoluta y
completa docilidad a la voluntad de Dios es la que nos per-
mite saborear las cosas espirituales 4.
Thomas Merton escribe 5:

“Las verdaderas soluciones no son las que imponemos a la


vida conforme a nuestras teorías, sino las que la vida mis-
ma ofrece a quienes se disponen a recibir la verdad. Nues-
tra tarea es separarnos de los que prometen soluciones cla-
ras e infalibles, y desconfiar de todas las teorías
semejantes, no con espíritu de negación o derrota, sino
confiando en la vida misma y en la naturaleza… y, si usted
me lo permite, en Dios sobre todo. Pues desde que el
hombre ha decidido ocupar el lugar de Dios, se ha mostra-
do como el más ciego, el más cruel, el más mezquino y el
más ridículo de todos los dioses falsos. Para llamarnos ino-
centes tenemos que negarnos a olvidar esto, y hacer todo
lo que podamos para que los demás se den cuenta de
ello”.

El encuentro con Dios

A lo largo de la vida nos encontramos con Dios, y lo co-


nocemos cuando descubrimos que él nos conoce. La expe-
riencia de Dios es un maravillarse de que él nos tiene en su
mente, pues no podríamos buscarle si él no nos estuviera
buscando a nosotros. A Dios no hay que recordarlo, a Dios
hay que descubrirlo cada día. Podemos empezar a buscarlo
en la desolación, sintiendo sólo su ausencia, pero el mero
hecho de buscarlo demuestra que ya lo hemos encontrado,
y llegaremos a conocerlo cuando lo encontremos escondido

4 EI, 81-89.
5 ILI, 64.

97
por amor en nosotros mismos. Esto sólo lo lograremos si
salimos fuera de nosotros mismos por medio del sacrificio.
Sólo un amor que nos vacíe de nuestra voluntad, puede ha-
cernos capaces de encontrar a Cristo en el lugar antes ocu-
pado por nuestra individualidad. Si continuamos orando,
tendremos conciencia de quién es él, y encontraremos que
ha sido él, el que nos ha encontrado. Thomas Merton ora
diciendo 6:

“Señor mío, vos habéis escuchado el clamor de mi cora-


zón, porque vos fuisteis el que clamó dentro de mí.
Perdonadme por haber tratado de evocar vuestra presen-
cia en mi silencio.
Es a vos a quien corresponde crearme dentro de vuestro
silencio.
Y sólo de esta forma de ser nuevo, puedo salvarme de la
idolatría...”.

Existe un punto dentro de nosotros donde podemos en-


contrar a Dios, con su realidad infinita y en un contacto real
y experiencial. Éste es el lugar de Dios, su santuario, el pun-
to donde nuestro ser contingente depende de su amor. Dios
nos pronuncia con una palabra que contiene una parte de
su pensamiento, aunque nunca será capaz de abarcar la voz
que la pronuncia; si somos conformes al pensamiento que él
quiso que encarnáramos, nos llenaremos de su realidad, en-
contraremos a Dios por todas partes en nosotros, estaremos
perdidos en él, en él nos encontraremos y seremos salvados.
Encontrar a Dios es más que el simple abandono de todas
las cosas que no son Dios y vaciarse de imágenes y deseos.
El que consigue vaciar la mente de todo pensamiento y
todo deseo se puede retirar al centro de sí mismo, pero no
encontrará realmente a Dios. Ningún ejercicio natural puede

6 HNI, 207.

98
poner a la persona en contacto con Dios, si él no se expre-
sa en nosotros y no pronuncia su nombre en el centro de
nuestra alma. Nuestro descubrimiento de Dios es ser descu-
biertos por él. No podemos ir a buscar a Dios en el cielo, él
baja del cielo y nos encuentra. Nos ve desde el fondo de su
infinita realidad, que está en todas partes, y su mirada nos
da un nuevo ser, una nueva mente, en la que lo descubri-
mos. Conocemos a Dios sólo en la medida en la que él nos
conoce a nosotros, y nos hacemos contemplativos cuando
Dios se descubre a sí mismo en nosotros, si atravesamos el
centro de nuestra nada y entramos en la realidad infinita,
donde despertamos como nuestro verdadero yo.
Dios se conoce a sí mismo en todas las cosas que existen
y las cosas existen porque él las ve, son buenas porque él las
ama, con un amor que es su intrínseca bondad; todas las
cosas reflejan a Dios en la medida en la que él las ama. Pero
aunque Dios está en todas las cosas con su conocimiento, su
amor, su poder, su solicitud, no es necesariamente percibido
y conocido por ellas. Dios solamente puede ser conocido y
amado por aquellos a quienes ha dado parte, libremente, en
su conocimiento y en su amor. Para conocer y amar a Dios
es preciso que él habite en nosotros de una forma nueva, no
sólo en su poder creador sino en su misericordia, no sólo
en su grandeza, sino en su pequeñez, por la que se vacía de
sí y desciende a nosotros para vaciarse en nuestra vaciedad,
a fin de llenarnos de su plenitud. Cuando Dios, que lleva en
sí el secreto de nuestra identidad, empieza a vivir en nos-
otros no sólo como el Creador, sino como nuestro otro y
verdadero yo, es cuando se descubre y perfecciona nuestra
identidad. Es entonces cuando se cumple que: “Vivo, pero
no yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2, 20).
La presencia de Dios en nosotros se inicia con el bautis-
mo, pero hasta que no somos capaces de realizar actos de
amor conscientes, no surte efecto en nuestra vida espiri-

99
tual. Cuando asentimos a la voluntad y la misericordia de
Dios, en cada uno de los acontecimientos de nuestra vida,
apelando a nuestro yo interior y despertando nuestra fe,
nos encontramos en la presencia de la majestad escondida.
Esta presencia puede parecernos como una cosa objetiva
fuera de nosotros; los primeros santos y profetas la descri-
bieron como luz, ángel, ser humano, fuego abrasador o
gloria resplandeciente sostenida por querubines, sólo de
esta forma podían sus mentes hacer justicia a la suprema
realidad que experimentaban; una majestad que no vemos
con nuestros ojos, que está por entero dentro de nosotros
mismos, y que se nos comunica en la misión de la Palabra
y el Espíritu del Padre. Es la misericordia de Dios que se
nos revela entregándose a nosotros y despertando nuestra
identidad como hijos y herederos de su Reino, cuya venida
pedimos en el Padrenuestro. Es entonces cuando estamos
preparados para recibir la gloria de Dios en nosotros. Y
éste es nuestro auténtico yo.
El primer paso hacia el encuentro con Dios consiste en
conocer la verdad acerca de nosotros mismos, y descubrir
lo que hay en nosotros de ilusorio. Si consideramos como
experiencia de Dios lo que es una simple ilusión, llegare-
mos a una especie de silencio interior que será prontamen-
te perturbado por una profunda corriente de inquietud y de
ruido. Es la tensión de un alma que trata de asirse a sí mis-
ma en el silencio, cuando no posee la verdad que la apaci-
güe con un silencio superior. El dios de los filósofos vive en
el entendimiento que le conoce, y vive en cuanto es conoci-
do pero muere en cuanto se le niega. El Dios verdadero, a
quien los filósofos pueden conocer a través de sus abstrac-
ciones, da vida al entendimiento que es conocido por él,
actúa en el alma por medio de su misericordia, y despierta
el conocimiento de su presencia, de forma que no sólo lo
conocemos sino que lo amamos al comprender que vivimos

100
en él. “El Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob no es un
Dios de muertos sino de vivos” (Mt 22,32).
Cristo es el Dios vivo, y todos aquellos para quienes él es
Dios, vivirán para siempre. Será nuestro Dios si le pertenece-
mos totalmente, si hemos pasado de la muerte a la vida; para
esto tenemos que salir de nuestra debilidad y comprender
nuestra nada, y esto será imposible si conservamos la ilusión
de nuestra fuerza. Es imposible encontrar a Dios si nos bus-
camos continuamente a nosotros, si vivimos para nosotros
en vez de vivir para Dios. Dios está siempre ahí, su luz da
testimonio de su presencia y nos recuerda que podemos vol-
vernos a él tan pronto como dejemos de amar las tinieblas y
amemos la luz. Lo encontraremos cuando seamos conscien-
tes de que lo necesitamos, aunque olvidamos esta necesidad
cuando con autosuficiencia nos complacemos en las buenas
obras que realizamos. Por eso serán los pobres y desampara-
do los primeros en encontrarlo, pues el hijo verdadero de
Dios tiene que ser humilde, perfecto, dócil, solitario 7.
Cuando esta experiencia de Dios es obra de la gracia, es
fresca y nueva, no la recuperación de algo pasado. Es una
experiencia de contacto con el Espíritu Santo y con Cristo,
el Dios vivo, que nos hace hombres nuevos y nos transfor-
ma. Y lo descubrimos si nos dejamos transformar por él.
Escribe Thomas Merton 8:

“¿Cómo empezaremos a conocer quién eres, si no empe-


zamos a ser algo de lo que tú eres?
¿Cómo empezaremos a conocer que eres bueno si no de-
jamos que nos hagas buenos?
¿Cómo podremos evadir el conocimiento de que eres bue-
no, si nadie puede impedirte hacernos el bien que tú
quieres?”.

7 Cf. NSC, 58-63; HNI, 206-211.214-216.


8 NHI, 207.

101
De la fe a la sabiduría

La auténtica fe consiste en la necesidad de confiar en


Cristo, de abandonar la vida en sus manos. La fe no es
emoción, ni sentimiento, ni un impulso ciego del subcons-
ciente hacia lo sobrenatural, ni una necesidad del ser huma-
no, ni la sensación de que Dios existe, ni el convencimiento
de que estamos salvados o justificados. No es algo entera-
mente subjetivo e interno, ni sólo es fuerza del alma, ni
algo que mana de dentro del alma, ni algo tan puramente
tuyo que no se pueda comunicar o compartir. No es un
mito personal, ni opinión o convicción basada en un análi-
sis racional o en una prueba científica. La fe es un asenti-
miento intelectual, “creemos porque queremos creer”,
que perfecciona nuestra mente y la pone en posesión de
una verdad que la razón por sí sola no puede captar. Con-
duce hacia un contacto vital con un Dios que está vivo, no
hacia la visión de un “primer principio” abstracto, elabora-
do a partir de silogismos ofrecidos por la evidencia de las
cosas creadas. La fe es un don de Dios, nadie puede creer
si no recibe de Dios la luz verdadera, un impulso de fe en la
mente y la voluntad. Pero la fe es mucho más. Es una com-
prensión, un contacto, una comunión de voluntades.
Por la fe no sólo aceptamos proposiciones reveladas por
Dios y alcanzamos la verdad por un camino que la inteli-
gencia y la voluntad no pueden recorrer por sí solas, sino
que por la fe recibimos a Dios, decimos sí al Dios invisible e
infinito aceptando plenamente esta afirmación, no sólo por
su contenido, sino por aquel que la hace. La fe es una co-
munión con la luz y la verdad de Dios, que no termina en
una declaración sobre Dios, sino en Dios mismo; no es
mera conformidad con unas verdades, es vida que abarca a
todo nuestro ser y penetra en nuestras profundidades don-
de Dios está presente y revela al hombre a sí mismo. Esta

102
aceptación de Dios por la fe es la base de la vida espiritual
y de nuestra transformación.
En las primeras comunidades cristianas, la fe no era una
simple aceptación de verdades sobre Jesús con sus deriva-
ciones morales y espirituales, ni la puesta en práctica de las
enseñanzas de Cristo. La verdadera fe era aquella que re-
chazaba todo lo que no fuera Cristo con el fin de que toda
vida, verdad, esperanza, realidad pudieran buscarse y ha-
llarse en Cristo. Esto no significa renunciar al universo ma-
terial, ni a la creación de Dios, sino rechazar las normas
perversas por las que el hombre hace mal uso de la crea-
ción, al tiempo que arruina su vida. “Lo que era para mí
ganancia ahora lo considero pérdida a causa de Cristo...
nada vale la pena si se compara con el conocimiento de
Cristo Jesús, mi Señor... por él he sacrificado todas las co-
sas y todas las tengo por basura con tal de ganar a Cristo y
ser hallado en él, no con mi justicia, la que viene de la Ley,
sino por la que viene por la fe en Cristo” (Flp 3,7-10). Para
el cristiano, Cristo lo es todo, y todo lo que no es Cristo es
escoria. El cristiano, una vez ha encontrado, a Cristo se sien-
te llamado a romper con todo lo que no sea él, a mantener-
se fiel a ese amor por difícil que a veces pueda parecer y a
confiar en él con una confianza completa, abandonando
toda su vida en sus manos.
La fe es un poder sobrenatural y dinámico que irrumpe
revolucionando la vida espiritual y corporal. Es la acepta-
ción de la persona de Cristo como manantial de poder
salvador y de nueva vida. Pero Cristo no sólo es nuestra
vida, también es nuestro camino y nuestra verdad para lle-
gar hasta el Padre (Jn 14, 6). La fe es una luz intelectual
por la que conocemos al Padre en el Verbo encarnado (Jn
14, 8-14), es un conocimiento oscuro y misterioso que co-
noce desconociendo, pues creer es conocer sin ver (2Co
5,7). Y como nada de lo que se ve, se oye o se entiende es

103
Dios, tenemos que entrar en la tiniebla y el silencio para
encontramos con él. La iluminación por la fe no se alcanza
por la actividad natural de nuestra inteligencia, se necesita
la acción sobrenatural del Espíritu Santo que produce una
certidumbre superior al conocimiento científico. Dice el Se-
ñor: “Nadie puede venir a mí a menos que lo traiga el Pa-
dre que me ha enviado” (Jn 6,44). La fe es un don gratuito
que Dios da a quienes estén dispuestos a aceptarlo con hu-
mildad y simplicidad de corazón, confiados no en el presti-
gio humano o el poder político, sino en la palabra de Dios
que habla en su Iglesia (Mt 11,25-27).
Es necesario disponer nuestros corazones para la acep-
tación de la fe, estudiando, leyendo, rezando. Tenemos
que leer las Escrituras para conocer lo que Jesús nos ha
revelado y conocer el Magisterio de la Iglesia, pero sobre
todo tenemos que rezar continuamente a Dios para pedirla
o nos la siga dando. Y así la oración se convierte en el
acto auténtico de la vida de fe. Jesús nos dijo que el Reino
de Dios está abierto para aquellos que piden, y el don de
Dios se da al que lo busca en el nombre del Señor: “Pedid
y recibiréis”(Jn 16,23). La fe será concedida a los que
sepan pedirla con humildad, perseverancia, insistencia (St
1,5-8).
En el mundo actual se niega o se pone en duda la exis-
tencia de Dios. El problema de la fe se reduce “al problema
de la existencia de Dios”, pero sin fe es imposible ser grato
a Dios. “Para acercarse a Dios es preciso creer que existe y
que no deja sin recompensa a los que lo buscan” (Hb
11,6). La vida de fe presupone la existencia de un Dios en
quien creer, y esta fe tiene que ser inteligente. No saca su
luz de la razón o el intelecto, sino de una luz que proviene
de más allá de nuestra limitada comprensión. Es una luz
que trasciende la razón y que le hace decir a san Anselmo:
“Creo para poder comprender”. La cuestión de la existen-

104
cia de Dios está siempre abierta a la investigación racional,
incluso puede demostrarse científicamente, la dificultad es-
triba en que la demostración científica no es convincente si
sus términos no son aceptados o comprendidos previamen-
te, lo que ocurre a muchos. Es difícil razonar con ellos des-
de las posiciones de los que por la simple razón de nuestra
existencia, por la captación del mundo y de cuanto nos ro-
dea, por nuestra contingencia, nos encontramos cada día
con la cuestión del ser puro y absoluto, implicado en nues-
tra existencia relativa y contingente. “Lo invisible de Dios,
su eterno poder y su divinidad, se ha hecho visible desde la
creación del mundo a través de las cosas creadas” (Rm
1,20). Esta intuición primera es un simple dato de la expe-
riencia humana, pero es el punto de partida de todo razo-
namiento filosófico, que puede despertar la inteligencia y
guiarla hasta un acto de fe. Esta posición, que es razonable,
es una permanente invitación a la fe, solamente si nos co-
locamos en contra de ella, negándola o reinterpretándola,
con argumentos conscientes a veces llenos de prejuicios,
nos separamos de lo que ya es el camino de la auténtica fe.
La fe nunca contradice a la razón ni depende de ella, no
aniquila a la razón, la completa, pero siempre que exista un
equilibrio entre ellas. Es necesario evitar los dos extremos:
credulidad y escepticismo, superstición y racionalismo.
Para llegar a la fe necesitamos ser veraces. El instinto
del hombre le lleva a buscar la verdad, pero no es posible
conocer la verdad si no se dice. Parece que hoy los hom-
bres admiran la sinceridad porque hace atrayente a la per-
sona, no por la verdad misma. Les gusta ser sinceros para
que los demás los quieran, no porque amen la verdad, has-
ta el extremo de llegar a la injusticia cuando utilizan su ver-
dad para luchar contra la verdad. Somos como Pilatos, nos
preguntamos por la verdad, para después crucificar la que
tenemos ante los ojos. Si buscamos la verdad, tenemos

105
que buscar la respuesta. Pilatos no la buscó, creyó que la
pregunta no podía ser contestada y, por tanto, que la ver-
dad no existía.
La veracidad, la sinceridad y la fidelidad son parientas
cercanas. La sinceridad es fidelidad a la verdad. La fidelidad
es veracidad efectiva en nuestras promesas y resoluciones.
La veracidad nos hace fieles con nosotros mismos, con
Dios y con la realidad circundante. La sinceridad conlleva
una sencillez de espíritu que se mantiene por la voluntad de
ser veraz, por la obligación de manifestar la verdad y de de-
fenderla. La sinceridad en su sentido más pleno es un don
divino, una claridad de espíritu que sólo nos viene con la
gracia, pues si no nos hacemos “hombres nuevos”, creados
en santidad y verdad, no podremos evitar la mentira y el
doble sentido de las cosas. Nuestra cómoda sociedad pare-
ce que ha perdido el sentido de la veracidad, todo el mundo
ha aprendido a mofarse de ella o a ignorarla. Es difícil ser
sinceros cuando no nos conocemos a nosotros mismos ni a
los demás, y cuando lo que pensamos de los otros está in-
fluenciado por lo que pensamos de nosotros mismos. La
sinceridad es imposible sin humildad y sin amor sobrenatu-
ral. El temor es quizás el mayor enemigo de la sinceridad,
pues muchos temen seguir su conciencia; prefieren acomo-
darse a las opiniones de los otros antes que a la verdad de
su propio corazón. Esto no es lo que Dios quiere para cada
uno de nosotros, que tendrá que decirnos: “No te conozco”
(Cf. Mt 25,12).
La verdad nos hace santos porque Jesús oró para que
fuésemos “santificados en la verdad”. Ahora parece que la
ciencia nos hace soberbios, pero si la ciencia es verdadera
debe hacernos humildes y también santos; no hay verdad
en la soberbia. La verdad tiene que hacernos veraces para
con nosotros mismos y para con Dios, y por tanto más rea-
les y más santos. El problema de la sinceridad es un proble-

106
ma de amor: es sincero el hombre que ama la verdad con
amor puro 9.
Poco antes de morir Thomas Merton escribe 10:

“La fe significa duda. La fe no es la supresión de todas las


dudas, sino su superación, y las dudas se superan atrave-
sándolas. El hombre de fe que nunca ha experimentado la
duda es que no es un hombre de fe. Consecuentemente el
monje también tiene que afrontar en el fondo de su ser la
duda, y caminar a través de lo que algunas religiones lla-
man la Gran Duda, para irrumpir más allá de la duda en
una certeza que es muy profunda, pues no se trata de una
certeza personal, sino de la certeza de Dios mismo en
nosotros. La única realidad última es Dios que vive y mora
en nosotros. No nos justifica ninguna de nuestras acciones,
somos llamados por Dios que nos invita a penetrar en la
irrelevancia de nuestra vida, para encontrar la importancia
en él. Y esta relevancia en él no es algo que podamos con-
seguir o poseer; solamente puede ser recibido como un
don”.

Esperanza y humildad

La esperanza es un don de Dios y a su vez un acto libre


de nuestra voluntad. Sin esperanza la fe sólo nos da conoci-
miento de Dios, y sin amor y esperanza conocemos a Dios
como un extraño. La esperanza nos arroja en los brazos de
la misericordia y providencia divina. Cuando esperamos en
Dios, conocemos que es misericordioso y lo experimenta-

9 Cf. NSC, 141-147; VYS1, 108-121; VYS2, 87-97; PS, 171-179; T.

MERTON, El ascenso a la verdad, Sudamericana, Buenos Aires, 1958, del origi-


nal The Ascent to Truth, 1951, trad. A.L. Bixio, AV, 41.
10 T. MERTON, Diario de Asia, Trotta, Madrid, 2000, del original The

Asian Journal of Thomas Merton, trad. F.R. de Pascual y F. Beltrán Llavador,


DA, 268.

107
mos. Por la fe conocemos a Dios a quien no vemos, por la
esperanza poseemos a Dios sin sentir su presencia; enton-
ces las verdades de fe se convierten en asunto de convic-
ción personal e íntima. Cuando esperamos a Dios, es por-
que ya lo poseemos, pues la esperanza es la confianza que
él crea en nuestras almas como evidencia secreta de que ha
tomado posesión de nosotros. Dice el Señor: “Buscad pri-
mero el Reino de Dios y su justicia y se os dará lo demás”
(Mt 6,33). La esperanza sobrenatural es la virtud que des-
poja al hombre de todas las cosas para darle la posesión de
todas las cosas; como no se espera lo que ya se tiene, la
vida en esperanza es una vida de pobreza y humildad. La
esperanza es proporcional al desprendimiento y lleva al
perfecto desprendimiento. Si uno se abandona en las ma-
nos de la Providencia tendrá todo lo que espera.
Algunos creen que confían en Dios y en cambio pecan
contra la esperanza. Si confiamos en la gracia de Dios,
también debemos confiar en nuestras fuerzas naturales
que son un don de Dios. No seremos humildes si no cono-
cemos que somos buenos, y que lo bueno que hay en nos-
otros, no es nuestro, sino de Dios. Si creemos en la gracia
de Dios también tenemos que creer en nuestro libre albe-
drío, sin el cual la gracia se derramaría sin objeto en nues-
tras almas. Si creemos que él puede amarnos, también de-
bemos creer que nosotros podemos amarle a él, y si
amamos a Dios es porque esperamos algo de él, que sabe-
mos nos ama. Todos nuestros deseos pueden fallar menos
el deseo de ser amado por Dios, y para esto necesitamos
querer amarlo. Nuestra libertad será perfecta cuando nin-
gún otro amor pueda impedir nuestro deseo de amar a
Dios, y para esto necesitamos el ascetismo que se basa en
la esperanza. La esperanza nos enseña a negarnos a nos-
otros mismos y al mundo, no porque el mundo sea malo,
sino porque necesitamos una esperanza sobrenatural que

108
nos eleve sobre todas las cosas temporales. De nuestra es-
peranza depende la libertad de todo el universo, pues
es prenda del nuevo cielo y de la nueva tierra, en la que to-
das las cosas serán lo que Dios ha dispuesto que sean y re-
surgirán en Cristo con nosotros.
Debemos guardarnos de toda esperanza vana, que en
realidad es una tentación a desesperar. Cuántas personas
han perdido la fe por las falsas ilusiones, han puesto la fe y
la esperanza en la paz espiritual, el consuelo, el equilibrio
interior, el respeto a sí mismas, y cuando llegan las dificulta-
des y las cargas reales de la vida madura, se percatan de su
debilidad y pierden la paz y con ella la fe. No debemos po-
ner nuestra esperanza en el consuelo espiritual porque la fe
es mucho más profunda, y debe serlo para poder subsistir
cuando estemos enfermos o no tengamos confianza en
nosotros. Sólo la persona humilde es capaz de aceptar la fe
en estas condiciones. Si fuéramos realmente humildes no
nos ocuparíamos de nosotros mismos, sólo nos importaría
Dios, no tendríamos ilusiones que defender y seríamos li-
bres. Sólo la persona humilde puede hacer grandes cosas y
con una gran perfección, pues no se preocupa de cosas se-
cundarias como su reputación o sus intereses. La persona
humilde no teme al fracaso, ni nada, ni siquiera a sí misma,
porque la perfecta humildad implica perfecta confianza en
el poder de Dios, ante el que ningún otro poder tiene signi-
ficado alguno y para el que no hay obstáculos. La humildad
es el signo más seguro de nuestra fuerza.
La desesperación es la forma extrema del amor propio;
el ser humano llega a ella cuando vuelve la espalda delibe-
radamente a toda ayuda por el placer de “saberse perdido”.
Es la máxima expresión de un orgullo tan grande y obsti-
nado, que prefiere la miseria de la condenación antes que
aceptar la alegría de las manos de Dios, y reconocer que él
está por encima de nosotros y que no podemos cumplir

109
nuestro destino por nosotros mismos. Quien es verdadera-
mente humilde no puede desesperarse, porque la persona
humilde no se compadece de sí misma. El comienzo de la
humildad es el principio de la bienaventuranza y de la per-
fecta alegría. La humildad tiene en sí misma la respuesta a
todos los grandes problemas de la vida humana, es la clave
de la fe y el comienzo de la vida en el espíritu. En la perfec-
ta humildad desaparece todo egoísmo, el alma ya no vive
para sí, ni en sí misma, sino para Dios, está perdida, su-
mergida y transformada en él. El que se humilla será ensal-
zado, porque su espíritu ya no vive para sí mismo ni en el
nivel humano, ha sido liberado de todas las limitaciones y
vicisitudes de la condición humana, y puede sumergirse en
los atributos de Dios, cuyo poder, magnificencia, grandeza
y eternidad se hacen nuestros a través del amor y la humil-
dad. Si somos incapaces de ser humildes, no podremos vi-
vir en la alegría, porque sólo la humildad es capaz de des-
truir el egocentrismo que imposibilita la alegría.
También tenemos que huir de la falsa humildad, una
humildad que considera una muestra de orgullo el deseo de
alcanzar la perfección de la contemplación o la cima de la
unión mística de Dios, que debieran ser las mayores ilusio-
nes de la vida espiritual, porque sólo de la unión con Dios,
podremos llegar a la perfecta humildad. La perfección de la
humildad se encuentra en la unión transformante, y sólo
Dios puede llevarnos a esa pureza a través de la prueba in-
terior. Desear a Dios es la raíz de nuestra búsqueda de la fe-
licidad, aunque es peligroso pensar que Dios no es más que
la satisfacción de nuestras necesidades y deseos. No se pue-
de pensar que si se reciben consuelos espirituales y virtu-
des, es porque se ha trabajado lealmente en el servicio a
Dios. Estamos entendiendo mal lo que significan la pobreza
espiritual, el vacío, la desolación y el abandono total. La ex-
periencia contemplativa es un don gratuito de Dios, un sig-

110
no de la bondad de Dios que nos capacita para creer más
firmemente en su bondad y confiar más en él. Pero no de-
bemos sorprendernos si la contemplación nace del puro va-
cío, en la pobreza, el abandono y la noche espiritual 11.
Thomas Merton ora al Señor diciendo: 12

“Mi Señor, mi esperanza está sólo en tu cruz.


Tú por tu humildad y muerte me has librado de toda vana
esperanza...
¿Por qué querría ser rico si tú eres pobre? ¿Por qué tendría
que acariciar en mi corazón la esperanza de una perfecta
felicidad en esta vida, si tú moriste clavado en una cruz?
Esta esperanza estaría condenada a la frustración, que no
es otra cosa que desesperación.
Mi esperanza está en lo que el ojo jamás ha visto, en lo
que el corazón del hombre no puede sentir... en lo que la
mano del hombre nunca ha tocado…
No me permitas confiar en lo que puedo retener entre los
dedos.
Permite que mi esperanza esté en tu misericordia, no en
mí mismo.
Permite que mi esperanza esté en tu amor, no en la salud,
la fuerza, el ingenio o los recursos humanos”.

“Crecer en Cristo”,
una vida de caridad y misericordia

Con la fe se inicia una nueva vida, “vida de crecimiento”


hacia una madurez y perfección finales, que llega a su ple-
nitud, para el cristiano, con la manifestación de Cristo en
nuestras vidas. “Cuando aparezca Cristo, que es vuestra
vida, también vosotros apareceréis gloriosos con él” (Col

11 Cf. NHI, 30-38; NSC, 192-201.


12 PS, 32-33.

111
3,4). En nosotros se revela el gran misterio del amor de
Dios por el mundo en su plan de restablecer todas las cosas
en Cristo (Ef 1,9-10). Esta vida de crecimiento en Cristo
tiene que ser una vida de caridad, que nos lleve a trabajar
para establecer el Reino de Dios en la tierra y edificar el
Cuerpo de Cristo, como instrumentos del amor a Dios. La
fe personal y la fidelidad a Cristo no bastan para ser perfec-
tos cristianos, pues no vamos a Cristo como individuos ais-
lados, sino como miembros de su Cuerpo Místico. Según
Juan: “Quien dice que está en la luz y odia a su hermano,
todavía está en las tinieblas. Quien ama a su hermano está
en la luz y nada le hará tropezar”(1Jn 2,9-11). Por la ley de
Cristo estamos obligados a preocuparnos de las necesida-
des del hermano porque no hay caridad sin justicia. Pero la
caridad que se practica porque nos hace meritorios a los
ojos de Dios y satisface la necesidad interior de “hacer el
bien”, es inmadura, incluso irreal.
La verdadera caridad es amor que implica una profunda
preocupación por las necesidades del otro. Muchos proble-
mas entre países se han producido por carencia de amor,
incluso en algunos casos se ha invocado al cristianismo
para justificar la injusticia y el odio. El cristiano tiene que
mirar de frente las desgracias que no son voluntad de Dios,
sino la consecuencia de la incompetencia, la injusticia y la
confusión económica y social de nuestro mundo. El mismo
Jesucristo describe el juicio final tomando la caridad como
el criterio central de la salvación (Mt 25,31-46). La caridad
cristiana carece de sentido sin actos exteriores y concretos
de amor. El cristiano no es digno de este nombre si no se
desprende de sus posesiones, su tiempo y sus preocupacio-
nes, con el fin de ayudar a los menos afortunados; no basta
con dar una cierta cantidad de dinero, si no nos entrega-
mos nosotros mismos a los más desfavorecidos. El cristiano
tiene que identificarse con el pobre haciéndose pobre con

112
él, como Cristo (St 2,2-7), para ser uno en Cristo. Quien
no entiende esto, no entiende la profundidad del cristianis-
mo.
En las primeras comunidades cristianas no había necesi-
tados, todos los que poseían campos y casas las vendían
para repartir a cada uno según sus necesidades. Nadie ne-
gaba a aquellos hombres su derecho a poseer tierras y a
conservar lo que tenían o a venderlo y distribuir el dinero.
Pero ese derecho implicaba la obligación de satisfacer las
necesidades de los otros tanto como las propias. Si tene-
mos dinero, quizás debiéramos pensar que Dios ha querido
que así sea para que encontremos alegría y perfección re-
partiéndolo. No es fácil decir a los necesitados que acepten
su pobreza como voluntad de Dios, cuando se dispone de
todo lo necesario; si queremos que nos crean debemos
compartir su pobreza y ver si somos capaces de aceptarla
como voluntad de Dios.
Estamos llamados a dar lo que tenemos y lo que somos;
cuanto más deseemos darnos más verdaderamente sere-
mos. La caridad es vida y riqueza de su Reino, y en él, los
mayores son los más pequeños, los que no han guardado
nada para sí, más que su deseo de dar. El que trata de rete-
ner lo que es y lo que tiene conservándolo para sí mismo,
entierra su mina, y cuando el Señor vuelva para el juicio,
no tendrá más que lo que tenía al principio; mas los que se
han hecho menos a sí mismos dando lo que tenían, encon-
trarán que “son” y tienen más de lo que tenían. Jesús dijo:
“Al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará inclu-
so lo que tiene” (Lc 19,26). De todos los amores, la caridad
es el único que no es posesivo porque busca el mayor bien
para el amado y no hay mayor bien que el amor, todos los
demás bienes están contenidos en él. La caridad trae la paz
verdadera porque está en perfecta concordia con todo lo
que es bueno, y no teme ningún mal pues habiendo dado

113
todo lo que tiene, no le queda nada que perder, es perfecta-
mente libre y siempre hace lo que le place, pues no quiere
más que amar. Sin caridad el conocimiento es infructuoso,
pues sólo desde la caridad podremos penetrar en la bondad
oculta de las cosas, allí donde no llega el conocimiento sin
amor. Sólo el amor puede conocer verdaderamente a Dios
pues Dios es amor.
Sin embargo cuando la caridad es poco perfecta siente
temor, no es perfectamente libre. Está en la oscuridad por-
que no se ha abandonado en las manos de Dios al que to-
davía no conoce. Pero ningún esfuerzo nuestro, por sí solo,
puede hacer perfecto nuestro amor. La paz, la certidumbre,
la libertad, la falta de temor del amor puro son dones de
Dios. Dios nos hace esperar hasta nuestra donación total,
hasta que el don de nuestra caridad llegue a su perfección,
y Dios esté pronto para recibirlo. La caridad es un amor
que fortalece a los que aman, en el secreto de su propio
ser, de su integridad, de su contemplación de Dios. Un
amor así lleva hacia Dios pues viene de él y conduce a una
unión estrecha con él. Cuanto más cerca estamos de Dios,
más cerca estamos de aquellos que están próximos a él;
sólo podremos llegar a amar a otros amándole a él, que los
comprende en las profundidades de su propio ser. De otra
forma si somos malhumorados pensaremos que ellos tam-
bién lo son, si somos tímidos pensaremos que ellos son co-
bardes, y si somos carnales encontraremos nuestra carnali-
dad reflejada en todo aquel que nos atrae. Sólo Dios posee
el secreto de la caridad por la que podemos amar a otros,
no solamente como nos amamos a nosotros mismos, sino
como él nos ama.
El comienzo de este amor consiste en permitir a los que
amamos que sean perfectamente lo que “son”; hay perso-
nas que no descubren la bondad que hay en ellas, hasta que
nos les damos la caridad que hay en nosotros. Hasta tal

114
punto somos hijos de Dios, que amando a otros podemos
hacerlos buenos y amables, pese a ellos mismos. Estamos
obligados a ser perfectos como nuestro Padre celestial es
perfecto (Mt 5,48), y esto significa que no hemos de mirar
lo malo de los otros, sino darles una parte de lo bueno
nuestro, a fin de hacer salir lo bueno que Dios ha puesto en
ellos.
Existe una gran diferencia entre amar a Dios en los
hombres y en amar a los hombres en Dios. Una vida en la
que amamos a Dios en los hombres es una vida activa,
mientras que el contemplativo ama a los hombres en Dios.
Cuando amamos a Dios en los hombres, tratamos de des-
cubrir a Dios en cada individuo, y cuando amamos a los
hombres en Dios, no buscamos a los hombres, sino que los
encontramos en él sin buscarlos. Si se ama a los hombres
en Dios, se puede encontrar a los hombres sin apartarse de
Dios; si se busca a Dios en los hombres, se le encuentra sin
apartarse de ellos. En ambos casos, cuando la caridad está
plenamente madura, el hermano a quien se ama no nos se-
para de Dios. Jesús no vino a buscar a Dios en los hom-
bres, sino que atrajo a los hombres hacia sí muriendo en la
cruz para poder ser Dios en ellos. La caridad tiene su base
en Cristo, porque toda caridad consiste en su vida en nos-
otros. Él nos atrae hacia sí, nos une a todos en el Espíritu
Santo y nos eleva consigo a la unión con el Padre.
La filosofía, que es abstracta, habla de sociedad y bien
común, la teología que es concreta habla de Cuerpo Místi-
co y de Espíritu Santo. El bien común no mueve nuestra
voluntad, mientras que “la caridad de Cristo ha sido derra-
mada en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rm
5,5). El bien común es vago y tímido para amortiguar nues-
tras pasiones y nada puede hacer para defenderse de ellas,
sin embargo el Espíritu Santo promulga en nuestro corazón
una ley de amor que mata el egoísmo y nos eleva como

115
hombres nuevos en Cristo. El bien común no nos comunica
ninguna fuerza, no nos enseña nada acerca de la vida y de
Dios, espera pasivamente nuestro homenaje y no murmura
si no recibe ninguno. En cambio, “el Espíritu acude en ayu-
da de nuestra flaqueza” (Rm 8,26), y el Padre nos fortalece
por su Espíritu “para que crezcamos interiormente y Cristo
habite por la fe en nuestros corazones y vivamos arraigados
en el amor” (Ef 3,17). El bien común ensancha nuestros
horizontes, pero lo único que nos ofrece es un compromiso
universal en el que los intereses de los seres humanos pue-
dan realizarse sin demasiado conflicto. El Espíritu Santo
nos eleva a un mundo nuevo, al orden sobrenatural donde
el Espíritu de la promesa nos da a conocer las cosas que es-
tán ocultas en Dios: “Hemos recibido el Espíritu que viene
de Dios para que conozcamos lo que gratuitamente nos ha
dado. El Espíritu lo escudriña todo, incluso las profundida-
des de Dios” (1Co 2,12.10). Las cosas que nos revela el
Espíritu Santo constituyen el verdadero bien común: el
bien infinito que es Dios mismo, y se nos da para que po-
damos amar al Padre en el Hijo y ser amados por él como
ama a su Hijo.
El cristiano tiene que ser misericordioso. Sabemos que
nuestra flaqueza nos ha abierto el cielo, nos ha traído la
misericordia de Dios, porque “cuando flaqueo entonces
soy fuerte” (2Co 12,10). Nuestra infelicidad es la simiente
de toda nuestra alegría, incluso el pecado ha desempeña-
do un papel involuntario en la salvación de los pecadores,
porque la misericordia divina puede sacar los mayores
bienes de los mayores males. El pecado no hace nada
bueno, pero el amor de Cristo y la misericordia de Dios
han destruido su fuerza tomando sobre sí su carga. La mi-
sericordia cristiana es la clave de la transformación del
mundo en el que parece reinar el pecado. El cristiano no
se escapa del mal, ni es dispensado de sufrir, ni es arreba-

116
tado de la influencia y efectos del pecado, ni es impeca-
ble. El cristiano desgraciadamente peca, no ha sido com-
pletamente librado del mal, pero su vocación es librar al
mundo del mal y transformarlo mediante la oración, la re-
nuncia, la caridad y sobre todo con la misericordia de
Dios. Dios ha puesto la misericordia dentro de nosotros
para que podamos elegir entre el bien y el mal, y con el
bien podamos vencer el mal. Dios ha dejado el pecado en
el mundo a fin de que pueda haber perdón, no el perdón
de Dios que nos purifica, sino el perdón de unos a otros,
con el que manifestamos que él vive por su misericordia
en nuestro corazón.
“Bienaventurados los misericordiosos porque ellos al-
canzarán misericordia” (Mt 5,7). Podremos alcanzar mise-
ricordia de Dios siempre que tengamos misericordia de los
otros, pues es la misericordia de Dios la que obra a través
de nosotros, cuando los tratamos como él nos trata a nos-
otros. Su misericordia santifica nuestra pobreza por la
compasión que sintamos de la pobreza de los otros como
si fuera nuestra. Nuestra compasión tiene que ser un refle-
jo de la misericordia divina, y no se aprende sin sufrimien-
to. Si queremos conocer a Dios tenemos que aprender a
entender las flaquezas e imperfecciones del prójimo, como
si fueran nuestras. Hemos de sentir su pobreza como Cris-
to experimentó la nuestra.
La misericordia de Dios no suspende las leyes de causa y
efecto. Cuando Dios nos perdona el pecado, extermina
también su culpa, pero sus efectos y su castigo permane-
cen. Es en el castigo del pecado donde la misericordia de
Dios se identifica más evidentemente con su justicia. El pe-
cado es una violación del amor de Dios, y su justicia hace
imposible que esta violación sea reparada perfectamente
por algo distinto a su amor. Los que rechazan su misericor-
dia y su amor, se encuentran en un estado de injusticia con

117
Dios. Se da entonces una paradoja fundamental: rechazar
la misericordia de Dios en Cristo es la consumación de
nuestra injusticia. Sólo la misericordia de Dios puede hacer-
nos justos en el sentido sobrenatural, puesto que la exigen-
cia fundamental de la justicia divina es que aceptemos la
misericordia de Dios.
Cuando amamos a otros con el amor de Dios, vence-
mos el mal del mundo por la caridad y la compasión de
Dios, y al tiempo extirpamos el mal de nuestro corazón 13.

Hacer la voluntad de Dios

La espiritualidad de Jesús está basada en hacer la volun-


tad del Padre, y esto mismo debe ser para el cristiano. Su
voluntad es que todos nos salvemos y que todos coopere-
mos en la salvación y santidad de los demás, y para esto
necesitamos voluntad de servir, como Cristo que es el úni-
co santo, mediante el cual la santidad de Dios se comunica
y revela a toda la creación. La santidad cristiana se basa en
la unión con Dios en Cristo; todo fruto espiritual en nuestra
vida depende de esta unión obrada por el Espíritu Santo, y
sólo desde esta unión podremos llevar una vida de virtud y
caridad. Somos santos con la santidad de Cristo, Cristo es
nuestra santidad. La perfección cristiana no es un logro del
que podamos gloriarnos, es un don de Dios. Nuestros es-
fuerzos deben ir encaminados a eliminar los obstáculos
para la unión con él: egoísmo, desobediencia y el apego a
todo lo contrario al amor de Dios.
La santidad tiene su expresión más plena en la cruz de
Cristo, que significa la muerte a nuestro ser diario para vi-

13 Cf, VYS1, 125-134; VYS2, 99-107; NSC, 190-191; HNI, 152-161.186-


193.

118
vir en un nivel nuevo. Nuestro camino de perfección tiene
que ser de amor, gratitud y confianza en Dios, asumiendo
nuestros fallos y limitaciones que quedan sometidos a la
acción purificadora y transformadora del Salvador. La san-
tidad está basada en el amor a Dios que nos lleva a servir-
le, a conocerle, a comulgar con él en la oración y a aban-
donarnos en él en la contemplación. Nuestra principal
preocupación no debiera ser encontrar éxito, placer, salud,
vida, dinero, descanso, ni siquiera sabiduría y virtud, y mu-
cho menos sus contrarios: sufrimiento, fracaso, enferme-
dad o muerte. En todo cuanto suceda, nuestro único de-
seo, nuestra única alegría debiera ser, saber que es lo que
ha querido Dios para nosotros. En esto se encuentra su
amor y, al aceptarlo, se lo devolvemos y nos damos con
amor a él; entonces encontraremos a aquel que es la vida
eterna. Si consentimos a su voluntad con gozo y la cumpli-
mos con alegría, tendremos su amor en el corazón, nues-
tra voluntad será igual a su amor, y nos convertiremos en
lo que él es, en amor.
La voluntad de Dios se nos presenta en todas las situa-
ciones de la vida como una invitación interior de amor
personal. La concepción de que la voluntad de Dios se
abate sobre nosotros con implacable hostilidad, lleva a los
hombres a perder la fe en un Dios al que no pueden amar.
Con esta idea de Dios será imposible que busquemos el os-
curo e íntimo misterio del encuentro que tiene lugar en la
contemplación, lo único que querremos será huir lo más
lejos posible de él y escondernos de su rostro para siem-
pre. Sin embargo nuestra idea de Dios, por perfecta que
sea, nunca será adecuada para expresar lo que Dios es
realmente; nuestra idea de Dios dice más de nosotros que
de Dios; tenemos que aprender que el amor de Dios nos
busca a nosotros y nuestro bien en todas nuestras circuns-
tancias.

119
Este amor busca nuestro despertar que implica la muerte
de nuestro yo exterior, pues si estamos identificados con él,
no podremos evitar el miedo a la venida de Dios a nos-
otros. Solamente cuando hayamos comprendido la dialécti-
ca de la vida y la muerte, podremos correr los riesgos de la
fe, y hacer las elecciones que nos librarán de nuestro yo fal-
so abriéndonos a una nueva realidad. Todas las situaciones
de la vida llevan inscrito algún indicio de la voluntad de
Dios, y todo lo que suponga la verdad, la justicia, la miseri-
cordia o el amor, debe ser interpretado como algo querido
por Dios. Consentir en su voluntad es aceptar ser veraz,
decir la verdad, o al menos buscarla, y respetar los dere-
chos de los otros que son la expresión del amor y la volun-
tad de Dios. Quien hace caso omiso de los derechos y ne-
cesidades de los otros no puede abrigar la esperanza de
caminar en el camino querido por Dios, pues se ha aparta-
do de la verdad y la compasión, y por tanto de Dios 14.
Thomas Merton ora al Señor diciendo 15:

“Dios y Señor mío, no tengo idea de adónde voy.


No veo el camino que se abre ante mí. No puedo saber
con certeza dónde terminará.
Tampoco me conozco realmente a mí mismo, y el hecho
de pensar que estoy cumpliendo tu voluntad, no significa
que la esté cumpliendo realmente.
Pero creo que el deseo de agradarte, de hecho te agrada, y
espero tener ese deseo en todo cuanto haga. Sé que si lo
hago así, tú me llevarás por el camino recto, aún cuando
puede que yo no lo sepa.
Por eso confiaré siempre en ti aunque parezca estar per-
dido y en sombras de muerte. No he de temer pues tú
siempre estás conmigo y jamás vas a dejarme solo ante el
peligro”.

14 Cf. VYS1, 54-62; VYS2, 48-55; NSC, 37-40.


15 PS, 69.

120
Soledad y comunión

El yo interior, nuestro yo verdadero, llega a su madurez


a través del vacío y la soledad, una soledad unida al mundo
en una existencia social. En esta soledad aprendemos que
somos uno con Dios y en ella encontramos verdad, fuerza,
luz y sabiduría, mientras que su ausencia nos lleva a la con-
fusión. El auténtico solitario es el que huye de la diversión
por la diversión, y está llamado a tomar una decisión difícil:
discrepar de los que imaginan que la llamada a la diversión
y al autoengaño es la voz de la verdad. Para esto, el hombre
tiene que enfrentarse a todo su misterio en presencia de
Dios. En esta soledad interior, el ser humano se hace res-
ponsable de su vida interior y descubre que Dios vive en él
y él en Dios. Este hombre tiene una vocación misteriosa y
aparentemente absurda de unidad sobrenatural, busca en sí
mismo una unidad simple y espiritual, y cuando la encuen-
tra, se convierte en unidad de todos los seres humanos, una
unidad más allá de la separación, el conflicto, el cisma.
La soledad no es aislamiento o introversión, pues nues-
tro yo interior no puede estar aislado del mundo. La verda-
dera soledad es la interior, que no es separación del mun-
do, y para llegar a ella hay que aceptar nuestra auténtica
situación en relación a los otros. Dios nos ha dado talentos
y virtudes, no sólo para nosotros mismos, también para
los demás miembros del Cuerpo de Cristo. Entender esto
nos hace humildes. El solitario está llamado a renunciar a
toda ilusión cómoda, para ser leal a Dios; el precio de esta
fidelidad es la humildad, un vacío en el corazón, en el que
no tiene cabida la presunción, la soberbia o el egoísmo.
Pero si el solitario no está vacío e indiviso en lo más pro-
fundo de su ser, no será más que un individualista, su in-
conformismo no es más que un acto de rebeldía en el que
sustituye los ídolos e ilusiones de la sociedad por los suyos

121
propios. El individualismo es futilidad y locura que sólo lle-
va a la ruina.
El verdadero solitario no renuncia a nada que sea huma-
no y básico en su relación con los “otros” porque la verda-
dera soledad tiende a la unidad con los otros. Esta unidad
implica soledad y la necesidad de estar físicamente solo
cuando la colectividad tiende a engullir a la persona en la
masa sin forma ni rostro. Hay que ir al desierto, no para
huir de los hombres, sino para encontrarlos en Dios. Los
hombres y mujeres tenemos una gran capacidad de amar y
de solicitud por los seres creados, pero sin un cierto grado
de soledad no puede haber compasión. Si el hombre se
pierde en la rueda de la máquina social, no se puede sentir
responsable de las necesidades humanas. Este hombre es el
que está auténticamente solo y perdido en una muchedum-
bre en la que no vive en comunión. El hombre masa tiene
poco que comunicar, es el solitario el que tiene muchas
más cosas que decir, no porque utilice muchas palabras,
sino porque lo que dice es nuevo, sustancial, único, es pro-
pio sólo de él. Tiene algo que comunicar a los demás, algo
personal que compartir, algo real que dar, porque él mismo
es real. La persona es auténticamente humana si vive en
comunión y mantiene un diálogo auténtico con los otros.
Vivir en medio de los otros y no compartir nada más que el
ruido común y la distracción general, aísla a la persona, la
separa de la realidad, la divide y la aleja de los otros y de su
verdadero yo.
Escribe Thomas Merton 16:

“El hombre solitario es feliz, aunque nunca se divierta.


Sabe adónde va aunque no está seguro del camino, pues
sólo lo sabe recorriéndolo. No conoce la ruta por adelanta-
do y cuando llega, llega. Unas llegadas que habitualmente

16 CD, 140-141.

122
son salidas de lo que parece un «camino», que no puede
comprenderse. El hombre en este estado sólo posee su so-
ledad, su pobreza interior y la riqueza de su vacío. Un va-
cío que contiene a Dios, lo rodea y lo sumerge en él. Tan
grande es su pobreza que ni siquiera ve a Dios, y tan gran-
de es su riqueza que está perdido en Dios y perdido para sí
mismo. Nunca está lo bastante lejos de Dios para verle en
perspectiva o como un objeto, simplemente está absorto
en él. Este hombre es feliz en su soledad y no se considera
un solitario, en oposición a los que realmente lo son, pues
tiene a Dios… Esta soledad que a veces es espantosa, y a
veces una carga, es más preciosa para él que cualquier
otra cosa, pues es la voluntad de Dios”.

El cristiano está en el mundo pero no es del mundo, y


para que no nos olvidemos de ello tienen que existir perso-
nas que renuncien completamente al mundo. Hoy en día
cuando el «mundo» se encuentra en todas partes, incluso en
el desierto, el solitario, que ha renunciado a él, mantiene su
función única y misteriosa, y dondequiera que esté se sabe
unido a todos los cristianos por medio del Espíritu Santo.
La vocación a la soledad es una vocación de silencio, po-
breza y vacío, un vacío que tiene como fin la plenitud o si
se quiere la contemplación.
La contemplación cristiana no es como la iluminación
pagana lograda por medio de una técnica ascética sino que
es la conciencia de la misericordia divina que transforma y
eleva nuestro vacío y lo convierte, en la presencia del amor
perfecto, en la perfecta plenitud. El ermitaño cristiano pue-
de estar más cerca del corazón de la Iglesia que alguien que
esté en plena actividad apostólica. Siempre han existido
hombres que han abandonado su vida activa, por una for-
ma especial de amor, no por rechazo. Estos hombres, de-
signados misteriosamente por Dios, se caracterizan por una
pureza especial y una gran simplicidad de corazón. En su

123
desierto de soledad y vacío el miedo a la muerte y la necesi-
dad de autoafirmación son ilusorios, asumen la angustia
universal y la situación ineludible del hombre mortal, no se
encierran en sí mismos, residen en la soledad, la pobreza,
la indigencia de todos los hombres, y así imitan a Cristo.
En Cristo, Dios asume la soledad y el abandono de to-
dos los hombres. Cristo fue al desierto y fue tentado, y la
soledad, la tentación y el hambre de los hombres se convir-
tieron en la soledad, la tentación y el hambre de Cristo. Je-
sús fue al desierto libre de todo, de la ley, los hombres, el
“mundo”; el don de verdad con el que rechazó los tres tipos
de ilusión que se le ofrecían en la tentación, seguridad, re-
putación y poder, puede llegar a ser también nuestra ver-
dad si sabemos aceptar el don. Es algo que se nos ofrece
en la tentación. Jesús marchó al desierto libre de todo, y to-
dos nosotros tenemos que hacer lo mismo, salir con Cristo
al desierto dejando la ley del mundo y de los hombres, y lu-
char contra el poder del error. Thomas Merton se pregunta
¿dónde está el “poder del error”, no estará en nosotros
mismos?
La soledad física, el silencio exterior y el recogimiento
real, son necesarios para quien quiere llevar una vida con-
templativa, pero son tan sólo medios para un fin y si no
comprendemos el fin, no haremos un buen uso de los me-
dios. La verdadera soledad es un abismo de soledad interior
que se abre en el centro de nuestra alma, un hambre que
ninguna cosa creada podrá jamás satisfacer; quien la en-
cuentra, está vacío. La podemos encontrar en todas partes,
pero guarda una cierta relación con un espacio real y con
el aislamiento físico de las ciudades y los pueblos. Debería
ser un rincón donde nadie pudiera encontrarnos, molestar-
nos u observarnos, y en el que pudiéramos liberarnos de las
tensiones que nos atan por la vista, el sonido, el pensa-
miento o las personas. Jesús nos dice: “Tú, cuando vayas a

124
orar, entra en tu aposento y después de cerrar la puerta,
ora a tu Padre en lo secreto”. Las iglesias de las ciudades
son a veces lugares pacíficos de soledad donde la persona
puede buscar refugio de los afanes mundanos. En estas
tranquilas casas de Dios, llenas de su presencia, allí donde
nadie nos conoce, entre unos pocos desconocidos anóni-
mos, podemos arrodillarnos en silencio, y aunque no sepa-
mos orar, podemos estar callados y respirar con tranquili-
dad. En este lugar, nuestra mente puede descansar y olvidar
sus preocupaciones, sumergirse en el silencio y adorar al
Padre en lo secreto.
La verdadera soledad interior también puede ser vivida
en medio del mundo y su confusión. Nuestro autor llama la
atención sobre las personas consagradas a Dios cuya vida
está llena de inquietud y no desean realmente estar solas.
Admiten que la soledad exterior es buena, pero que es me-
jor vivir la soledad interior en medio de los otros. En la prác-
tica, su vida está devorada por actividades y estrangulada
por ataduras, les encanta organizar encuentros, banquetes,
conferencias, charlas, escriben cartas... y consideran que es-
tán haciendo grandes cosas para difundir el Reino de Dios.
En realidad, la soledad interior es imposible para ellas, la te-
men y hacen todo lo posible por huir de ella.
Hay que ir a la soledad no sólo con el silencio de las pa-
labras, también con el silencio del corazón, el silencio de
todos los deseos desordenados. Entonces el Señor nos ha-
bla, con un silencio profundo escondido en medio de nues-
tro yo, y lo recibimos cuando pronunciamos con el corazón
la palabra de la fe, que puede despertar el silencio de Cristo
en el corazón de los que escuchan. Así empezarán a guar-
dar silencio y reflexionar, porque habrán comenzado a des-
cubrir su «yo verdadero». El silencio es la fuerza de la vida
interior, entra misteriosamente en la composición de todas
las virtudes y las preserva de la corrupción. Las virtudes tie-

125
nen que ser silenciosas pues tienen su raíz en Dios, y sin si-
lencio son pasajeras, sólo ruido exterior. Si llenamos nues-
tra vida de silencio viviremos en esperanza y Cristo vivirá
en nosotros; si no nuestra vida se desperdiciará en palabras
inútiles y no oiremos a Cristo que habla y vive en las pro-
fundidades de nuestro corazón, en el silencio. El hombre
que ama a Dios ama también el silencio y encuentra mo-
mentos para orar. En el silencio se aprende a discernir y los
que huyen de él viven en la confusión.
La vida solitaria debe ser ante todo una vida de oración.
No rezamos para oírnos a nosotros mismos sino para que
Dios pueda escucharnos y respondernos; no buscamos
cualquier respuesta sino la respuesta de Dios. El solitario
tiene que ser un hombre dedicado a Dios, solícito en la pu-
reza de su oración, cuidadoso de no sustituir las respuestas
de Dios por las suyas, de no convertir su plegaria en un fin
en sí misma, y de mantenerla escondida, sencilla, nítida.
Así podrá olvidar que su perfección depende de su oración
y vivir a la expectativa de las respuestas de Dios. Esto pue-
de parecer una contradicción puesto que la oración está
fundada en la plegaria de petición, pero con su petición, el
solitario, lejos de malograr la pureza de la oración, la guar-
da y la preserva. Cuando el solitario, más que cualquier
otro, presenta su pobreza y sus necesidades a Dios, su ple-
garia es una expresión de su pobreza; llegará a conocer a
Dios sabiendo que su oración siempre será respondida 17.
Thomas Merton escribe 18:

“Dejadme buscar el don del silencio, la pobreza, la soledad,


donde todo lo que toque se convierta en plegaria;

17 Cf. CD, 120-123.130-131.144; HNI, 221.225.229-232; NSC, 71-

75.97-100; T. MERTON, La sabiduría del desierto, BAC, Madrid, 1997, SD,


11-37; ILI, 27-28; PS, 88-89.
18 PS, 80.

126
donde el cielo sea mi plegaria, los pájaros sean mi plega-
ria, el viento en los árboles sea mi plegaria, pues Dios está
en todas las cosas”.

Renuncia cristiana y pureza de corazón

Para llegar a la unión con Cristo que es la verdad que


nos hace libres, para alcanzar la libertad basada en valores
verdaderos y en la firme adhesión a la voluntad de Dios, y
para llegar a la pureza de corazón y al silencio interior, se
necesita la renuncia cristiana, que nos prepara para que
el Espíritu Santo saque lo mejor que hay dentro de nos-
otros. La finalidad de la renuncia es dar paz al alma turba-
da por preocupaciones, dolores y fatigas que acompañan
a las afecciones desordenadas. El ascetismo es el principal
enemigo de las preocupaciones, porque arranca toda plan-
ta en la que crecen frutos de angustia. El asceta verdadero
es un hombre tranquilo y feliz. La renuncia cristiana nos
ayuda a encontrar la auténtica felicidad eliminando de nos-
otros el egoísmo, el orgullo, la autocomplacencia, en los
que no hay libertad sino cautividad. Jesucristo exigió a sus
discípulos negarse a sí mismos, tomar su cruz y seguirle,
porque “quien quiera salvar su vida la perderá pero quien
la pierde por Cristo la ganará” (Mc 8,35). Las palabras del
Apóstol también son inequívocas: “Si vivís según la carne
moriréis, más si por el Espíritu mortificáis los hechos de la
carne, viviréis” (Rm 8,13). El ayuno y la penitencia sólo
adquieren su verdadero sentido si tienden a nuestra total
donación a Dios; es entonces cuando se alcanza una felici-
dad que es sublime y cuando se encuentra la alegría supre-
ma en todas las cosas, porque Dios lo es todo en todo.
Dios nos pide que le demos todo, pues “el que no está con
Cristo está contra él”, y “los que son de Cristo Jesús han

127
crucificado su carne con las pasiones y concupiscencias”
(Ga 5,24).
El cristianismo no es estoicismo, ni la cruz nos santifica
destruyendo el sentimiento humano. El desapego no es in-
sensibilidad. Muchos ascetas han fracasado porque sus reglas
y prácticas ascéticas han matado su humanidad en vez de li-
berarla, desarrollarla y enriquecerla con todas sus capacida-
des. El santo es un “hombre” perfecto, un templo del Espíri-
tu Santo, que según su estilo reproduce algo del equilibrio, la
perfección y el orden que encontramos en el carácter huma-
no de Jesús. El alma de Jesús, unida hipostáticamente a la
Palabra de Dios, disfrutaba de la visión de Dios y también de
las más simples e íntimas de nuestras emociones humanas:
afecto, piedad, pena, felicidad, deleite, pesadumbre, indigna-
ción, asombro, hastío, ansiedad, miedo, consuelo y paz. Si
carecemos de sentimientos humanos no podremos amar a
Dios del modo que se supone debemos amarlo: como hom-
bres y mujeres. Y si no respondemos al afecto humano no
podremos ser amados por Dios del modo que él quiere
amarnos: con el corazón de Cristo, el Hijo de Dios.
La vida ascética debe ser ejercida con un respeto supre-
mo a todos los elementos constitutivos de nuestra persona-
lidad. La mortificación de los sentidos, la imaginación, el
juicio, la voluntad deben estar destinados a purificarnos.
Nuestros cinco sentidos están embotados por los placeres
desordenados y la renuncia les restituye su vitalidad natural,
nos ayuda a pensar con claridad, a juzgar sensatamente, a
fortalecer nuestra voluntad y a afinar la emoción y la sensi-
bilidad humana, nunca refrenándolas. En este camino de
perfección, la gracia de Dios a través de Cristo produce en
nosotros un ansia de virtud que él nos hace capaces de
gustar antes de poseerla plenamente y que no nos va a de-
jar en el camino. El verdadero ascetismo es el que está
guiado por el Espíritu Santo, y se caracteriza por su equili-

128
brio e intensidad. El verdadero asceta no es el que no des-
cansa, es el que lo hace a su tiempo y en la medida debida.
El santo se santifica tanto por el ayuno como por la comida
y por las oraciones nocturnas si van unidas al sueño. El
cristiano sabe que el Espíritu Santo no le va a pedir renun-
ciar sin ofrecerle algo más elevado y perfecto, sabe que el
Señor promete el ciento por uno a los que dejándolo todo
le siguen (Mt 19,29). La mortificación por sí misma no tie-
ne sentido, el cristiano muere para vivir, pues la cruz es el
signo de la victoria de Cristo sobre la muerte, el signo de
la vida.
No sólo tenemos que renunciar a lo malo que hay en
nosotros sino también a muchas cosas buenas. Es un error
creer que la creación es mala y buscar la santidad y la sal-
vación por medio de un ascetismo exagerado, que separa
al hombre de la creación. La verdadera soledad va unida a
la pureza de corazón, al desapego de las cosas del mun-
do, a los falsos valores de este mundo. Esta pureza de co-
razón nos lleva a la unión con Cristo, que es la verdad que
nos hace libres. Nadie que busque la liberación y la luz en
la soledad, que supone la libertad espiritual, puede abando-
narse a todas las solicitudes de una sociedad de comercian-
tes, publicistas y consumidores. Hay que aceptar que nadie
puede llevar una vida plenamente sana y decente si no es
capaz de decir “no”, en ocasiones, a sus apetitos físicos
naturales; no se es realmente libre si no se puede renun-
ciar a comer, beber, fumar, satisfacer la curiosidad, la sen-
sualidad o ver algún tipo de televisión, siempre que apetez-
ca. Quien está dominado por las cosas, ha renunciado a la
libertad espiritual y se ha convertido en un esclavo de sus
impulsos corporales. La vida interior conlleva guardar pu-
ros nuestros ojos, silenciosos nuestros oídos y serena nues-
tra mente, respirando el aire de Dios y trabajando bajo su
cielo.

129
Pero si tenemos que vivir en la ciudad y trabajar con má-
quinas ruidosas, tomar el metro y comer en lugares con ra-
dio o televisión, donde el alimento destruye la salud, y los
sentimientos de los que nos rodean nos llenan de hastío, no
debemos impacientarnos, sino aceptarlo como manifesta-
ción del amor de Dios y como semillas de soledad planta-
das en nuestra alma. Debemos buscar el silencio sanador
del recogimiento y mantener un sentimiento de compasión
hacia quienes han olvidado este concepto; nosotros sabe-
mos que existe y que es la fuente de paz y alegría.
No hay mayor ascetismo que la amarga inseguridad del
trabajo de los verdaderos pobres, del ignorado, despreciado,
olvidado, del que no conoce la respetabilidad ni la comodi-
dad, del que recibe órdenes y trabaja duro por poco o nada,
algo que la mayoría de las personas piadosas tratan de evi-
tar. En este contexto, la renuncia más difícil y más necesaria
es la renuncia al resentimiento. El problema es que el hom-
bre tiene que vivir en sociedad, con una dependencia servil a
un sistema, a una organización o a personas a las que des-
precia y odia, y no obstante se ve llevado a aprobar y acep-
tar aparentemente aquello que realmente odia. Es tener un
“yo” servil y dependiente, que expresa su servilismo elogian-
do y adulando al tirano a quien está sometido contra su vo-
luntad. El resentimiento en estas condiciones, hace posible
que se sobreviva al absurdo de la existencia, es el último re-
curso de la libertad en medio de la confusión pero, aunque
sea un recurso para sobrevivir, no es saludable. No es una
expresión auténtica de integridad personal, sino la protesta
muda de un organismo psicofísico maltratado, al que si se
fuerza demasiado puede convertirse en un enfermo mental.
Puede ocurrir que, en realidad, no seamos capaces de existir
si no nos sentimos dominados; entonces el resentimiento
puede ayudarnos a aceptar la situación, pero no nos da la
salud, es sólo la justificación de la pretensión de que sería-

130
mos libres si pudiéramos. Muchas veces no son otros los
que nos impiden ser felices, somos nosotros que no sabe-
mos lo que queremos y en lugar de admitirlo, pretendemos
que otra persona nos está impidiendo ejercer nuestra liber-
tad. Pero mientras queramos vivir en pura autonomía, vivi-
mos como siervos de otros, o como miembros alienados de
una organización. Paradójicamente, es la aceptación de
Dios la que nos hace libres y nos libera de la tiranía humana,
pues al servir a Dios ya no podemos vivir en servidumbre
humana. Dios no invitó a los hijos de Israel a dejar la esclavi-
tud de Egipto, sino que se lo ordenó.
Uno de los aspectos más importantes de la soledad y de
la pureza de corazón es su íntima dependencia de la casti-
dad, que no es la renuncia a toda actividad sexual, sino el
uso correcto del sexo. En este ámbito, la negación de uno
mismo es muy importante, pues de todos los apetitos natu-
rales es el más difícil de controlar. El sexo es un bien natu-
ral querido por Dios y forma parte de su misterio de amor
y misericordia hacia los seres humanos. Pero el apego des-
ordenado al placer sexual es una de las debilidades huma-
nas más frecuentes y lamentables, incluso se considera que
ningún ser humano normal puede abstenerse por entero de
él. Sin embargo, el dominio de sí mismo no sólo es acepta-
ble, también posible y esencial para la vida interior y con-
templativa. Esto exige esfuerzo, vigilancia, paciencia, hu-
mildad y confianza en la gracia divina. La lucha por la
castidad nos enseña a confiar en un poder espiritual supe-
rior a nuestra naturaleza, que es una preparación indispen-
sable para la oración interior. La castidad no es posible sin
sacrificios ascéticos en otros muchos ámbitos, exige una
vida de ayuno, de templanza, ordenada, modesta, con do-
minio de la curiosidad, moderación de la propia agresividad
y otras muchas virtudes. La perfecta castidad introduce a la
persona en un estado de soledad espiritual, paz, tranquili-

131
dad, claridad, amabilidad y alegría que la dispone plena-
mente para la meditación y la oración contemplativa 19.

La santidad en Cristo, una vida en el Espíritu

La perfección y la santidad de Dios son un misterio para


nosotros. Ser santo es algo misterioso y escondido, que
además parece contradecirse, pues Dios se vació en Cristo,
se hizo hombre y habitó entre pecadores, incluso fue consi-
derado un pecador y condenado a muerte como blasfemo.
Cristo fue condenado a la cruz porque no estuvo a la altura
del concepto de Dios y santidad del pueblo. No era santo
de la manera que se esperaba y por consiguiente no podía
ser Dios, y fue olvidado y abandonado incluso por él. Era
como si el Padre hubiera negado al Hijo, como si el poder
y la misericordia de Dios hubieran fracasado estrepitosa-
mente. Pero al morir en la cruz, Cristo manifestó la santi-
dad de Dios en aparente contradicción consigo misma, era
la negación y el rechazo de todas las ideas humanas de san-
tidad y perfección. La sabiduría de Dios se hizo locura para
los hombres, su poder se manifestó como debilidad y su
santidad se hizo profana, según ellos. La Escritura nos dice
que lo grande a los ojos de los hombres es una abomina-
ción a los ojos de Dios, que sus pensamientos no son nues-
tros pensamientos. Si queremos ser santos tenemos que re-
nunciar a nuestra sabiduría y a nuestro modo de ser,
negarnos a nosotros mismos, vaciarnos como él hizo, a fin
de vivir no en nosotros, sino en él. Nada de esto se puede
lograr con nuestro esfuerzo personal, tenemos que abando-
nar todos los caminos que los hombres y mujeres podemos

19 Cf. Senda, 15-19.22-25.33-35; HNI, 96-98; NSC, 101-105.123-

125.257-260; PS, 21-22.26.

132
seguir o comprender. Nosotros, que estamos sin amor, no
podremos llegar a ser amor si el Amor no nos identifica
con él, pero si él envía su amor, para actuar y amar en nos-
otros y en todo cuanto hacemos, seremos transformados,
descubriremos quiénes somos y poseeremos nuestra verda-
dera identidad perdiéndonos en él. Y esto es la santidad.
La santidad cristiana no es una cuestión de perfección
ética. Comprende todas las virtudes pero es mucho más que
todas las virtudes juntas. La santidad no sólo está constituida
por buenas obras o incluso por el heroísmo moral; se basa
en la unión con Dios en Cristo, que expresa bien san Pa-
blo. San Juan también deja claro que nuestro fruto espiritual
proviene de la unión con Cristo, pues sólo transformados
por nuestra unión con Dios en Cristo, podremos llevar una
vida de virtud y de caridad. La vida cristiana no consiste en
unirnos a Dios por medio de la virtud, es la unión con Dios
en Cristo, por medio del Espíritu Santo, que nos lleva a ex-
presar todo nuestro amor y nuestro nuevo ser mediante ac-
tos de virtud. Unidos a Cristo, él manifiesta su virtud y su
santidad en nuestras vidas. Nuestros esfuerzos debieran es-
tar encaminados a eliminar todos los obstáculos que nos im-
pidan llegar a esa unión: egoísmo, desobediencia y apego a
todo lo que es contrario a su amor.
Cristo es el único santo y a través de él la santidad de
Dios se comunica y revela a toda la creación. Se es santo
con la santidad de Cristo, o mejor, Cristo es santo en nos-
otros, él es nuestra santidad, sabiduría, justicia para que el
que se gloríe, se gloríe sólo en el Señor (1Co 1,24.30-31).
Cristo, hombre y Dios, es la revelación de la santidad oculta
del Padre, que ningún ojo puede ver, ni ninguna inteligen-
cia contemplar. La perfección cristiana no es una aventura
ética o un logro del que el hombre pueda gloriarse, sino un
don de Dios que lleva al alma al abismo del misterio a tra-
vés del Hijo por medio del Espíritu Santo. La salvación,

133
meta de todo cristiano individual y de la comunidad cristia-
na, es la participación en la vida de Dios que nos ha sacado
de las tinieblas para llevarnos a su luz (1Pe 2,9). A través
de Cristo nos hacemos partícipes de la naturaleza divina
(2Pe 1,4), cuando su poder, su amor y su luz divina trans-
forman nuestra vida por la acción del Espíritu Santo. Este
amor y luz divina, que constituyen la gracia de Dios por la
que Cristo se manifiesta al mundo a mayor gloria del Pa-
dre, nos acerca a la obra de Dios: “La recapitulación de to-
das las cosas en Cristo” (Ef 1,10).
La verdadera santidad tiene su expresión más plena en
la cruz de Cristo. Esta cruz significa la muerte a lo que nos
resulta normal y familiar, la muerte a nuestro ser diario, a
fin de poder vivir en un nivel nuevo: nuestro ser antiguo re-
sucitado en Cristo, el hombre nuevo totalmente transfor-
mado, espiritualizado, divinizado en Cristo. El camino de la
perfección no es la huida de un ser con el que estamos in-
satisfechos o disgustados, sino asumir la responsabilidad de
nuestra vida tal como es, con sus fallos y limitaciones, pero
sometida a la acción purificadora y transformadora del Sal-
vador. Hay gran cantidad de jóvenes que tienen buenas in-
tenciones, pero están desorientados y no pueden captar
este hecho elemental; están sedientos de perfección, pero
sienten un morboso desprecio de sí mismos, que a veces
pasa por humildad. La tarea de darnos a Dios y de renun-
ciar al mundo es profundamente seria y no admite compro-
misos. Si queremos ser hombres y mujeres interiores y es-
cuchar la voz de Dios dentro de nosotros, no basta meditar
sobre el camino de perfección, hay que hacer además sacri-
ficios, oración y renuncia. No basta con hacer obras por
Dios, si nuestro corazón está falto de amor por Cristo, nece-
sario para la perfección verdadera. El amor a Dios debe lle-
varnos no sólo a servirle sino a conocerle, a comulgar con él
en la plegaria y a abandonarnos a él en la contemplación.

134
La santidad de la vida cristiana está basada en el amor al
Dios vivo, a la divina persona de Jesucristo, y en el amor a
los hermanos en Cristo. El camino cristiano de perfección
es de amor, de gratitud y de confianza en Dios; nuestra san-
tidad es una cuestión de amor y de alabanza, por la com-
prensión de que nuestra vida cristiana es la vida de Cristo
resucitado, que es fructífera dentro de nosotros. Cristo da
luz y vigor a su Iglesia, y nuestra única y constante preocu-
pación debiera ser hacer la voluntad de Dios, sabiendo que
aún en los momentos de tinieblas, Cristo guía nuestros pa-
sos. Dice Pablo: “Ya no hay condenación para los que es-
tán en Cristo Jesús, porque la ley del Espíritu que da la vida
en Cristo Jesús, te ha liberado del pecado y de la muerte”
(Rm 8,1-3). El hombre santo no busca su gloria sino la de
Dios, querer ser santo es querer ser “perfecto” como el Pa-
dre del cielo es “perfecto”, como Cristo es perfecto. Para
ser perfectos como Cristo debemos aplicarnos a ser perfec-
tamente humanos como él lo fue. La santidad no consiste
en ser menos humanos, sino en una mayor capacidad de
sufrimiento, comprensión, simpatía, humor, alegría, y valo-
ración de las cosas bellas y buenas de la vida. La gracia
sana todo lo humano y lo eleva a un nivel espiritual.
La verdadera santidad no consiste en vivir sin las criatu-
ras, sino en usar las criaturas para hacer la voluntad de
Dios, para dar gloria a Dios. Consiste en usar la creación
de Dios de forma que todas las cosas que toquemos, use-
mos y deseemos den gloria a Dios. Santo es el que está en
contacto con Dios en todo momento y en toda circunstan-
cia, el que está unido a Dios desde lo más profundo de su
ser, que ve y palpa a Dios en todos los hombres y en todas
las cosas, en la creación entera. Dios no puede ser glorifi-
cado por nada que viole el orden establecido por él, que
trastornó el pecado original, pero no podemos usar las co-
sas del mundo para la gloria de Dios, si no nos controla-

135
mos, nos pertenecemos a nosotros mismos y estamos so-
bre el poder de apetitos desordenados 20.
Del taoísmo de Chuang Tzu, que igual que los evange-
lios considera que perder la vida es ganarla y perseguir la
vida para nuestro propio bien es perderla, recoge Thomas
Merton 21:

“Si uno puede vaciar el propio bote, que cruza el río del
mundo, nadie se le opondrá, nadie intentará hacerle daño.
Si deseas engrandecer tu sabiduría y avergonzar al igno-
rante, cultivar tu carácter y ser más brillante que los de-
más, no podrás evitar las calamidades.
Quien está contento consigo mismo ha realizado un traba-
jo carente de valor.
El éxito es el principio del fracaso, la fama es el comienzo
de la desgracia.
Quien puede librarse del éxito y de la fama y descender y
perderse entre la masa de los hombres, fluirá como el Tao,
sin ser visto, se moverá con la propia vida, sin nombre ni
hogar.
Él es simple, sin distinciones, según todas las apariencias
es un tonto, sus pasos no dejan huella, no tiene poder al-
guno, no logra nada, carece de reputación.
Dado que no juzga a nadie, nadie lo juzga.
Así es el hombre perfecto: su bote está vacío”.

Del budismo zen recoge la enseñanza 22:

“No hacer nada de lo que es malo.


Hacer todo lo que es bueno.

20 Cf. Senda, 29-31; VYS1, 74-76.84-88. 95-98.144-145; VYS2, 64-

66.71-74.79-82.115-118; NSC, 58-59.79-81.


21 T. MERTON, El camino de Chuang Tzu, Lumen, Buenos Aires, 1996,

del original The Way of Chuang Tzu, 1965, trad. Supervisada por Pablo Valle.
CCT, 11.97-98.
22 T. MERTON, El Zen y los pájaros del deseo, Kairós, Barcelona, 2005,

según el original Zen and the birds of apetite 1968, trad. Rolando Hanglin.
ZPD, 137.

136
Purificar totalmente nuestro corazón.
He aquí lo que Buda enseñó”.

“La mujer vestida de sol”

“La mujer vestida de sol” (Ap 12,1-2), es el título que


utiliza Thomas Merton para referirse a la Virgen María,
Madre de Dios, cuya santidad es la más escondida de todas.
Apenas sabemos quién y qué fue la Virgen, pero creemos
que su santidad es la más perfecta después de la de Cristo,
su Hijo, que es Dios. Sobre Nuestra Señora, Jesús sólo dijo
unas cuantas palabras importantes: que está llena de la más
perfecta santidad creada. Su santidad está escondida en
Dios y para encontrarla tenemos que escondernos en él y
compartir con ella su humildad, su escondimiento, su po-
breza, su ocultamiento y su soledad. Conocerla así es en-
contrar la sabiduría. En la persona humana, real y viva de
la Virgen, se encuentran la pobreza y la sabiduría de los
santos, cuya santidad es una participación en su santidad,
porque Dios quiere que todas las gracias lleguen a los hom-
bres a través de ella, por lo que amarla y conocerla es des-
cubrir el verdadero significado de todo y tener acceso a
toda sabiduría. Sin ella el conocimiento de Cristo es pura
especulación, en ella se transforma en experiencia, pues
Dios le dio la humildad y la pobreza sin las que no se puede
conocer a Cristo. La santidad de la Virgen es el silencio, el
único estado en el que Dios puede ser oído, y donde la voz
de Dios se convierte en experiencia para nosotros.
Dios le otorgó el vacío, la soledad interior y la paz, sin los
que no podemos vaciarnos del ruido del mundo y de nues-
tras pasiones y llenarnos de Dios. Aunque es apropiado pre-
sentarla como reina sentada en un trono por encima de los
ángeles, esto no debe hacernos olvidar que su privilegio más

137
elevado es su pobreza y que su mayor gloria es haber vivido
totalmente escondida siendo nada en la presencia de Cristo.
Dice Thomas Merton que a veces olvidamos esto y con-
sideramos a la Virgen María como un ser casi divino por
derecho propio, con gloria, poder o majestad particular,
que la coloca al mismo nivel que Cristo. Pero la doctrina de
la Iglesia nos recuerda que la gloria de la Virgen está en su
nada, y en el hecho de ser “la esclava del Señor”. La Vir-
gen es bienaventurada, no por ninguna virtud o prerrogati-
va pseudodivina, sino por todas sus limitaciones humanas y
femeninas. Sólo la fe y la fidelidad de esta “esclava”, llena
de gracia, permitieron que se convirtiera en el instrumento
de Dios. La obra hecha en María fue de Dios: “El Poderoso
ha hecho obras grandes por mí”. La gloria de María es la
gloria de Dios en ella; la Virgen, más que nadie, puede de-
cir, que no hay nada que no haya recibido de él, por media-
ción de Cristo. Ésta es su mayor gloria, sin tener nada pro-
pio, no puso ningún obstáculo a la misericordia de Dios,
que pudo realizar su obra sin encontrar ninguna dificultad
por la presencia de un yo egoísta en ella.
El auténtico significado de la devoción a la Virgen hay
que verlo a la luz de la encarnación. No podemos separar
al hijo de la madre, pues la que estuvo más próxima a Dios
en este misterio fue la que participó del modo más perfecto
de este don. El Hijo de Dios, al vaciarse de su majestuoso
poder, haciéndose niño y abandonándose en completa de-
pendencia al cuidado amoroso de una madre humana, cen-
tró en ella la atención y quiso que compartamos con él, su
agradecimiento y amor hacia ella. Creemos que María fue
asunta al cielo porque nosotros, también un día, por la gra-
cia de Dios, moraremos donde ella mora. La realidad más
grande del misterio de María es que ella no es nada por sí
sola, Dios manifestó su gloria y su amor en ella. Nuestra
santidad depende del amor maternal de María; las personas

138
que comparten su intimidad con Dios son las que compar-
ten la alegría de su pobreza y sencillez, las que están ocul-
tas como ella lo estuvo.
Por tanto, es una gracia inmensa, que una persona que
vive en el mundo pierda el interés por todo aquello que la
absorbe y descubra en su alma hambre de pobreza y sole-
dad. Este es el don más precioso de los dones de la natura-
leza y de la gracia: el deseo de estar escondido, de ser tenido
en nada por el mundo, de despojarse de la consideración
autocomplaciente y disiparse en la nada, en la inmensa po-
breza que es la adoración a Dios. Un absoluto vacío, pobre-
za y oscuridad, que encierran dentro de sí el secreto de la
auténtica alegría, porque están llenos de Dios. La verdadera
devoción a María consiste en buscar ese vacío, encontrarlo
es encontrarla y permanecer escondido en sus profundida-
des es estar lleno de Dios como ella lo está, compartiendo
su misión de llevarlo a los hombres. Todas las generaciones
tienen que llamarla bienaventurada pues todas reciben a
través de ella la alegría y la vida sobrenaturales que Dios les
concede. Nuestra fe en Dios estará incompleta si no reco-
nocemos en ella a la Madre de Dios. Dice Thomas Merton
que la Iglesia es la única que puede encontrar el lenguaje
apropiado para enaltecerla como conviene, y se atreve a
aplicarle las palabras inspiradas que Dios dedica a su sabi-
duría (Gn 3,15; Is 7,14; Mi 5,2-3) 23.

Iglesia y santidad

El cristiano forma parte de la Iglesia. Cuando la gente se


aproximaba a Jesús durante su vida pública, él apelaba a lo
más íntimo del ser humano y los acogía preguntando:

23 NSC, 179-187.

139
“¿Qué quieres?”, “¿no crees?”, incluso la mujer que sólo
había tocado el borde de la túnica de Jesús, cuando la mul-
titud se agolpaba a su alrededor, tuvo su respuesta. El po-
der que salía de Jesús era el poder de su amor. A partir de
entonces, la Iglesia es el Cuerpo unido de todos aquellos
que han entrado en diálogo con Cristo, aquellos que han
sido llamados por su nombre, o mejor, por un nombre nue-
vo que nadie conoce sino quien lo dio y quien lo recibió.
No es el Cuerpo de los que han oído hablar de Cristo o han
pensado en él, es el Cuerpo de aquellos que lo conocen en
su dimensión mística, en los que Cristo vive por la fe, y es-
tán arraigados en su amor que supera todo conocimiento y
que nos llena de la plenitud de Dios (Ef 3,17-21). Cristo
nos dio un mandamiento nuevo: que nos amemos unos a
otros como él nos ama.
Para conseguir la perfección cristiana, Jesucristo nos ha
dejado sus enseñanzas, los sacramentos de la Iglesia y to-
dos los consejos que nos enseñan la forma de vivir más
perfectamente en él y por él. La Iglesia nos prepara y pro-
tege externamente, mientras que interiormente estamos
guiados por el Espíritu de Cristo. La Iglesia no es una sim-
ple organización o institución, es visible y reconocible por
sus enseñanzas, su gobierno, su culto, pero a semejanza de
Cristo, vive y actúa de una forma humana y de una forma
divina. Puede haber imperfecciones en sus miembros y en
su jerarquía, pero su imperfección está inseparablemente
unida a su perfección, purificada en su santidad, mientras
permanece en unión viva con Cristo. A través de los miem-
bros de su cuerpo, el Redentor santifica, guía, nos instruye,
y se sirve de todos nosotros para expresar su amor a todos
sus miembros. Ésta es la auténtica naturaleza de la Iglesia;
la vida cristiana no es un asunto meramente individual, sino
también una cuestión de crecimiento en Cristo, de profun-
dizar en nuestro contacto con él dentro y mediante la Igle-

140
sia, y por consiguiente en una participación en la vida de la
Iglesia, el Cuerpo Místico.
Esto no significa que la perfección espiritual sea una
simple cuestión de compromiso con la Iglesia, pues no se-
remos realmente santos si no buscamos a Dios dentro de
nosotros. El edificio verdadero de la Iglesia es la unión de
los corazones en amor, sacrificio y trascendencia personal,
pero la fortaleza de este edificio depende de cómo el Espíri-
tu Santo toma posesión del corazón de cada persona, y no
de cómo nuestra conducta exterior se organiza y disciplina
dentro de la Iglesia. El orden dentro de la Iglesia no es un
fin en sí mismo, ni tampoco la santidad. La obra más im-
portante, más real y duradera del cristiano, se lleva a cabo
en las profundidades del alma y nadie puede conocerla sino
Dios. Esta obra no es una cuestión de fidelidad a unas me-
didas visibles y generales, sino que es el acto solitario inte-
rior, angustioso, casi desesperado de la fe, por el que afir-
mamos nuestro íntimo compromiso y entrega a la voluntad
de Dios. Nuestra fe es una rendición total a Cristo; en él y
en su Iglesia ponemos todas nuestras esperanzas, y es de
él, de su misericordia y amor, del que esperamos nuestra
auténtica fuerza y santidad.
Las palabras de Pablo apuntan a la Iglesia como “sacra-
mento” de la continuación de la encarnación de Cristo en
la tierra. Cristo habita en cada uno de nosotros como habi-
ta en toda la Iglesia. Cada uno de nosotros somos Cristo en
la medida en que él vive en nosotros. La Iglesia entera es
Cristo, y cada uno de sus miembros es Cristo en la medida
en que es capaz de trascender sus propias limitaciones indi-
viduales y elevarse sobre sí mismo para alcanzar el nivel de
la vida de Cristo, que pertenece a toda la Iglesia. Es el mis-
terio de la pluralidad dentro de la unidad, que es un miste-
rio de amor. En Cristo cada uno de nosotros de distintas ra-
zas y culturas, viviendo en épocas diferentes, hemos sido

141
reunidos y elevados sobre nuestro yo limitado, en una uni-
dad de amor místico que nos hace “uno” en cuerpo y espí-
ritu (Ef 2,18; 4,4-6); y quienes son uno con Cristo son tam-
bién uno con los otros y con el Padre (Jn 17,21). Esta
unidad del Cuerpo Místico depende de que los miembros
alcancen la madurez en Cristo, la plena humanidad espiri-
tual, responsabilidad y libertad en Cristo para recibir su Es-
píritu y juzgar todas las cosas (1Co 2,15). Quien no vive
plenamente en Cristo no puede comprender la naturaleza
real del misterio de Cristo, la unión de muchos en uno,
porque no es capaz de llegar al nivel del amor de Cristo.
En el amor de los que nos llamamos cristianos puede ha-
ber tendencias erráticas. Una tendencia “romántica” es la
de aquellos que buscan a Cristo, pero no lo hacen en el
amor de todos los que le rodean; aman a la humanidad
pero no a los hombres con los que conviven, es una eva-
sión romántica que hace que el amor a la humanidad se
convierta en amor a sí mismo. Otra tendencia romántica es
la de los que dicen amar a Cristo, pero sólo buscan una ex-
periencia mística o un grado de oración determinado, que
termina en un falso misticismo, o en quietismo, sustituyen-
do a la fe y al amor verdadero. En otro sentido, el exceso
de legalismo también puede sustituir al auténtico amor. En
la Iglesia, como en toda sociedad, es necesaria una cierta
estructura, ley y disciplina; por eso hay una autoridad jurídi-
ca y una jerarquía de ministerios a través de los cuales el
Espíritu Santo manifiesta la voluntad de Dios. Rechazar
esta autoridad y pretender que se ama a Dios y a la Iglesia
es una pura ilusión, aunque la obediencia y la disciplina no
pueden por sí mismas garantizar la unión del Cuerpo Místi-
co de Cristo. La Iglesia es un organismo vivo que no se
mantiene unido por medios puramente externos, sino por
su propio principio de vida interior que es el mismo amor
divino, el Espíritu Santo. La simple obediencia sin amor

142
sólo produce obras muertas o conformidad exterior, pero
no comunión interior. El cristiano no ama simplemente por
cumplir los mandamientos, ama porque ese hermano es
Cristo, y busca el parecer de la Iglesia porque el culto de la
Iglesia es el culto que Cristo ofrece al Padre.
La religión cristiana es sacramental. Los sacramentos
son señales místicas de la acción libre y espiritual del amor
de Dios en nuestras almas. La acción visible externa por la
que se confiere un sacramento, no es algo que hace que
Dios nos dé la gracia, aun cuando la recibamos, es una se-
ñal necesaria para nosotros, no para Dios. La gracia de
Dios podría dársenos sin ningún signo exterior, pero en tal
caso la mayoría de nosotros no estaríamos capacitados
para aprovecharnos del don, de recibirlo con eficacia y co-
rresponder a él con el amor de nuestro corazón. Necesita-
mos estas señales sagradas como causas de gracia en nos-
otros, aunque con ellas no estemos ejerciendo presión
alguna sobre Dios. Dios quiere comunicarnos su luz y com-
partir con nosotros su vida, y él mismo determina la forma
en la que lo hace y la coparticipación que espera de nos-
otros. Jesús quiere que vayamos a él, pero no sólo a través
de la fe, sino por todos los sacramentos, y particularmente
con la eucaristía, que significa y simboliza nuestra integra-
ción mística en el Señor y produce lo que significa: “Quien
come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él,
así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6, 56-57).
La acción más santificadora para un cristiano es recibir a
Cristo en el misterio eucarístico y participar místicamente
en la muerte y resurrección de Cristo que nos hace “uno”
en él, en espíritu y verdad. La eucaristía debe ser el centro
de nuestra oración, en la que como víctimas nos ofrecemos
al Padre celestial en unión de Jesús.
A través de la fe y de los sacramentos participamos en
la vida de Cristo, un misterio cristiano que se opera y com-

143
pleta en nosotros por medio del rito sacramental de la Igle-
sia. Por el bautismo nos hacemos miembros de Cristo,
nuestras almas quedan limpias del pecado, alejadas de de-
seos egoístas, liberadas de la servidumbre de la corrupción,
para así poder adorar al Dios vivo. Tenemos que bautizar-
nos para entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5), pero para
que el bautismo sea fructífero es necesario recibir con él
una nueva vida en Cristo, darnos para siempre a Cristo,
renunciar al pecado y llevar una vida de caridad, significa
vivir con la dignidad de nuestro ser en Cristo, que es vivir
como hijos de Dios. Los sacramentos son los medios ordi-
narios por los que se concede al alma esta secreta presen-
cia de Dios, aunque esta gracia no se comunica a quien no
está convenientemente dispuesto a recibirla.
Dios viene a nuestro interior para ser conocido y adora-
do, para participar con nosotros en un perpetuo banquete
espiritual, en el que no hay saciedad de alegrías espiritua-
les, lo contrario de lo que pasa con los placeres sensuales,
que terminan produciendo hastío. Jesús en el Apocalipsis
nos demuestra su deseo por esta íntima comunión con las
almas, y nos dice: “Estoy a la puerta y llamo: si alguno es-
cucha mi voz y abre la puerta, yo entraré y cenaré con él y
él conmigo” (Ap 3,20).
La Escritura constituye la vida y el ser de la Iglesia, y
cada uno de nosotros que somos Iglesia estamos obligados
a estudiarla continuamente. Casiano nos recuerda que de-
bemos ser constantes en su lectura y su meditación, para
que llene nuestros corazones y nos transforme en la imagen
de Cristo. Tenemos que convertirnos en arcas de la alianza,
pero para entender bien su sentido espiritual se necesita
pureza de corazón y la oración contemplativa verdadera 24.

24 Cf. CD, 55-57.63-69; VYS1, 79-83.89-94; VYS2, 67-71.74-79; Senda,

82-83; T. MERTON, Pan en el desierto, Lumen, Buenos aires, 1997, del origi-
nal Bread in the Wilderness, trad. Miguel Grinberg, PD, 30-31.44.

144
Vida interior y trabajo

No podemos separar la vida de fe del trabajo, pues se-


gún la doctrina de la Iglesia, es una de las actividades hu-
manas que contribuyen a hacernos santos. El Verbo de
Dios se hizo carne, habitó entre nosotros y trabajó por un
mundo más justo, por lo que nuestro trabajo tiene un ele-
mento sobrenatural: la prolongación de la misión empren-
dida por Cristo en su existencia humana. El cristiano no
puede llevar una auténtica vida cristiana, simplemente confi-
nada a los reclinatorios de su iglesia parroquial y a unas po-
cas oraciones en casa sino que tiene que entrar en conside-
ración de los muchos problemas que afectan a los humanos
de todo el mundo. Todos estamos implicados en los proble-
mas, no sólo por nuestra vocación cristiana, también por
nuestra naturaleza humana, y todos tenemos que cooperar
en el gran esfuerzo por resolverlos con equidad y eficacia.
Nuestro trabajo no puede ser un simple medio de ganar
lo imprescindible para vivir sino una expresión del ser hu-
mano. El trabajo humano debiera ser una actividad profun-
damente humana y satisfactoria en sí, con un salario justo
que permitiera el mantenimiento de la familia y llenara las
necesidades fundamentales del hombre, tanto psicológicas
como espirituales. El problema es el contexto social desor-
denado en el que nos movemos, donde el trabajo ha perdi-
do este carácter y se ha hecho irracional, así los trabajos ru-
tinarios en cadena en los que el hombre se convierte en
una máquina más, o en aquellos negocios, cuya única finali-
dad es ganar dinero, para los que la familia y amigos pasan
a un segundo plano. En estas condiciones ¿cómo es posible
buscar el sentido espiritual de nuestra actividad? El desor-
den que vive en estos momentos la sociedad no puede re-
solverse con un simple ajuste interior subjetivo por muy es-
piritual que sea.

145
Las exigencias de un trabajo pueden ser consideradas
expresión de la voluntad de Dios; hacer el trabajo de mane-
ra atenta cuidadosa, respetando la naturaleza y buscando su
finalidad, llevan a la unión con Dios. Dios trabaja a través
nuestro, nos convertimos en su instrumento; el trabajo no
es un obstáculo para la contemplación, sino que purifica y
pacifica la mente. Si por el contrario el trabajo es antinatu-
ral, frenético, angustiado, realizado bajo la presión de la
avaricia, del miedo o de cualquier otra pasión desordenada,
no puede ser dedicado a Dios. La tarea de colocar el traba-
jo en el lugar que le corresponde en la vida cristiana, más
que un proyecto personal e interior de los individuos, tiene
que ser una obligación objetiva de la Iglesia y de toda la so-
ciedad humana.
El cristiano hará más santo su trabajo si se preocupa in-
teligentemente del orden social y de los medios políticos
efectivos, que mejoren las condiciones sociales. Ésta es una
gran labor con muchas ramificaciones políticas, económi-
cas, de negocios, que afectan tanto a la vida de la nación,
como a la comunidad internacional. Es fundamental el hu-
manismo de la vida cristiana, porque si no se entiende
bien, puede parecer una contradicción. Hemos hablado de
escoger lo divino, pero el modelo a seguir es claro: “El Ver-
bo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Si el Verbo se
hizo carne, adoptó la naturaleza humana excepto el pecado
y dio su vida para unir a la raza humana en su Cuerpo Mís-
tico, tiene que existir un auténtico humanismo, que no sólo
sea aceptable, sino algo esencial al misterio cristiano en sí.
Este humanismo no puede ser una glorificación de las
pasiones de la carne, sino un humanismo que acepte todos
los valores que son esenciales al hombre por su creación
por Dios, unos valores que Dios ha querido restaurar de
una forma recta aplicándoselos a Cristo. La salvación no
significa desprenderse de todo lo humano: razón, amor por

146
la belleza, ansia de afecto humano, confianza en la protec-
ción, orden y justicia en la sociedad, necesidad de trabajo,
comida y sueño. El cristianismo no puede menospreciar es-
tas cosas, pero no puede existir santidad genuina sin la di-
mensión de preocupación humana y social. Hay que tomar
parte activa en la solución de los problemas urgentes que
afectan a nuestra sociedad y a nuestro mundo. La doctrina
social cristiana tiene que ser una parte integrante del con-
cepto cristiano de la vida. La tarea del cristiano no puede
ser un simple interesarse por la justicia social, tiene que de-
fender y restaurar los valores básicos humanos sin los que
la gracia y la espiritualidad tienen muy poco significado en
la vida del hombre.
Se pregunta Thomas Merton si la “calle” puede ser un
lugar habitado. La calle no puede ser simplemente un lugar
por donde se pase o sólo sirva para el paso de coches o
para hacer dinero con los negocios, un lugar inseguro al ser
una tierra de nadie. Así la calle se convierte en un lugar
alienante y lo mejor que podemos hacer es cerrar las per-
sianas para no ver nada. No, la calle tiene que ser un lugar
habitado en el que la gente disfrute estando allí, donde la
gente esté presente con su propia personalidad, su plena
identidad, como gente real, gente feliz.
Vivir es más que sumisión, es creación, es crear nuestro
mundo propio como una escena de felicidad personal. Hay
que bailar en la calle, aunque esto no cambie el hecho de
los alquileres demasiado altos, de los problemas con la ba-
sura… No importa, hay que empezar a cambiar la calle y la
ciudad, y así descubriremos nuestra capacidad para trans-
formar nuestro propio mundo. La celebración supone la
creación de una identidad común, de una conciencia co-
mún, una fiesta en la que todos nos unimos con la alegría
que surge del amor. Nos gusta estar juntos, bailar juntos,
hacer juntos cosas animadas y divertidas, y reírnos de lo

147
que hemos hecho, y luego ver las fotografías. Una fiesta es
una locura, la locura de no rendirse, es el comienzo de la
confianza y consecuentemente del poder. Si damos alegría
y belleza a nuestras vidas al darnos mutuamente alegría y
amor, estaremos manifestando un poder que “ellos”, los
“otros”, no pueden tocar, y podremos ser los artesanos de
una alegría que jamás imaginaron. Con su oro han arruina-
do nuestras vidas, pero nosotros con amor las haremos arder
de amor, y transformaremos las ruinas de nuestra existencia
en oro de auténtico valor: el valor infinito de la identidad hu-
mana en un corazón que confía en el amor. Éste es el princi-
pio del poder y de la transformación que algún día podremos
ver. La calle puede convertirse en un espacio habitado cuan-
do se convierta en espacio de fiesta 25.
La grave pregunta que el tiempo nos plantea a nosotros,
hombres y mujeres modernos, es cómo recuperar la ino-
cencia y pureza perdidas, o mejor, cómo advertir que aún
las poseemos en plena industrialización, en plena globaliza-
ción, y rodeados de la propaganda de la “vida fácil”. Cómo
actualizar la sabiduría trascendental en un mundo que nos
exhorta a aumentar nuestro conocimiento cada vez más.
Debemos hallar una respuesta y esto es urgente; “ya no
volverán los Padres del Desierto: velemos a la espera de un
nuevo sol que se eleve sobre el horizonte del egoísmo y la
sordidez” 26. Thomas Merton ora al Padre diciendo 27:

“Justifica mi alma, oh Dios, pero llena también mi volun-


tad con el fuego de tus fuentes.
Brilla en mi mente aunque tu resplandor eclipse mis expe-
riencias, pero ocupa mi corazón con tu inmensa vida.

25 Cf. VYS1, 135-148; VYS2, 107-117; NSC, 40-42; T. MERTON, Amar

y vivir, Oniro, Barcelona, 1997, del original Love and Living, publicación póstu-
ma, 1979, trad. Joaquín Adsuar, VA, 69-79.
26 ZPD, 127-151.
27 NSC, 64-65.

148
Que mis ojos no vean en el mundo más que tu gloria. Que
mis manos no ocupen nada que no sea para tu servicio.
Que mi lengua no pruebe más pan que aquel que me dé
fuerzas para alabar tu misericordia.
Cantando tus himnos escucharé tu voz y oiré todas las ar-
monías que has creado.
Haz que use todas las cosas con una sola razón: encontrar
mi alegría dándote gloria.
Presérvame, sobre todo, del pecado que pone el infierno
en mi alma. Líbrame de la lujuria que ciega y envenena mi
corazón.
Presérvame del amor al dinero, fuente del odio, de la avari-
cia y de la ambición que sofoca mi vida.
Guárdame de las obras muertas de la vanidad y de la labor
ingrata que destruye a los artistas que trabajan por orgullo,
dinero y fama, y ahoga a los santos bajo la avalancha de su
celo inoportuno.
Restaña en mí la fétida herida de la codicia y de los apeti-
tos que agotan a mi naturaleza desangrándola.
Aniquila la serpiente de la envidia que envenena el amor y
mata toda alegría.
Desata mis manos y libra mi corazón de la desidia. Libéra-
me de la pereza que se disfraza de actividad cuando no se
me pide que sea activo, y de la cobardía que hace lo que
no se pide, para evitar el sacrificio.
Dame la fuerza que te sirve en silencio y en paz.
Dame la humildad, pues sólo en ella se alcanza el descan-
so y líbrame del orgullo que es la más pesada de las car-
gas.
Toma posesión de mi corazón y de mi alma entera con la
sencillez del amor.
Ocupa toda mi vida con el único pensamiento y el único
deseo de amor, para que no ame por causa del mérito, ni
de la perfección, ni de la virtud, ni de la santidad, sino sólo
por Ti. Pues sólo hay una cosa que puede satisfacer el
amor y recompensarlo: Tú mismo.”

149
Por la paz

Al mismo tiempo que Thomas Merton reflexionaba y


publicaba libros sobre temas espirituales, empezó a escribir
sobre temas políticos y contra de la guerra. Consideraba
que no puede haber ninguna razón lógica que la justifique,
y que el mundo iba lanzado de cabeza a una horrible des-
trucción. En una carta dirigida a Dorothy Day 28 se pregun-
taba cuál podría ser el papel del cristiano ante las crisis, si
debiera cruzarse de brazos y aceptar la guerra como la in-
evitable voluntad de Dios, o adoptar una actitud activa.
Creía que los cristianos deberían impulsar por todos los
medios, con su fe y su esperanza en Cristo, y con amor a
Dios y al hombre, la tarea que Dios nos ha impuesto en el
mundo de hoy: luchar por la abolición total de la guerra,
pues mientras no sea abolida, el mundo continuará en un
estado de locura y desesperación. Comprendía que la solu-
ción a los problemas es muy compleja y que la misma Igle-
sia no está capacitada para dar soluciones claras y decisi-
vas. Pero pensaba que había que predicar la paz, practicar
la no violencia y utilizar la oración y el sacrificio como las
armas más efectivas contra la guerra.
Estos escritos no fueron aceptados por los censores ge-
nerales de la Orden, pues no los consideraron apropiados
para un monje, y recibió la orden de no escribir más sobre
la paz, lo que consideró como una falta de sensibilidad ha-
cia los valores cristianos y eclesiásticos y hacia el verdadero
sentido de la vocación monástica. Consideraba que la vitali-
dad de la Iglesia depende de su renovación espiritual, inin-
terrumpida, continua y profunda, en el contexto histórico
determinado, siempre buscando la verdad del hombre en el
mundo que es el establecimiento del Reino de Dios. En esta

28 Carta a Dorothy Day, 1985. VS, 151.

150
renovación es fundamental la posición del monje, la perso-
na que está más en armonía con la dimensión espiritual de
las cosas; pues si el monje no ve, ni oye, si no dice nada, la
renovación estará en peligro y puede quedar totalmente pa-
ralizada. El monje no puede ser simplemente el que rece
aquello que se le obligue a rezar, sin espontaneidad y origi-
nalidad. Por eso, su libro La paz en la época poscristiana
nunca se publicó, sin embargo partes del mismo fueron fo-
tocopiadas y se difundieron, de acuerdo con sus superiores,
entre los teólogos y obispos que preparaban el texto sobre
la misión social de la Iglesia para el Concilio Vaticano II.
Thomas Merton escribe 29:

“La fe cristiana habilita o debiera habilitar al hombre para


no dar un consentimiento sin reservas a las políticas, los
programas, y las organizaciones de los hombres, o a las in-
terpretaciones oficiales del proceso histórico. Hacer tal cosa
es una idolatría, la misma idolatría rechazada por los prime-
ros mártires que no encendían incienso a los emperadores.
Mientras que los apóstoles, debido a su denuncia y a su des-
apego del mundo, podían sentarse en doce tribus y juzgar a
las doce tribus de Israel, las políticas erradas de los hombres
contienen en sí mismas el juicio de Dios sobre su sociedad.
Cuando la Iglesia identifica sus políticas con las de ellos, ella
también es juzgada con ellos, pues en esto ha sido infiel y
no es verdaderamente Iglesia. Ha admitido la misma secreta
idolatría del poder. El poder de la Iglesia, que no es verda-
deramente Iglesia si es rica y poderosa, contiene en sí mis-
ma el juicio que comienza en “la casa de Dios”.

Los cristianos sostenemos la creencia de que Cristo vino


a este mundo como Príncipe de la Paz, Cristo es nuestra

29 T. MERTON, Diario de un ermitaño. Un voto de conversación, (Dia-

rios1964-1965). Lumen, Buenos Aires, 1998, según el original A Vow of con-


versation. Journals 1964-1965, trad. Miguel Grinberg. VC, 145, 30 de noviem-
bre, 1964.

151
paz (Ef 2,14). Los profetas esperaban ilusionados al Mesías
como Príncipe de la Paz (Is 9,5). El reino mesiánico sería
un reino de paz, con el hombre reconciliado con Dios y
con las fuerzas de la naturaleza (Os 2,20-22). Todo el mun-
do conocería la misericordia de Dios (Is 11,9) y todos los
hombres podrían vivir en paz (Is 54,13). Con la venida del
Espíritu Santo (Hch 2,17), los primeros cristianos estaban
convencidos de que el advenimiento del reino de paz había
tenido ya lugar en el contexto de la Iglesia. La naturaleza
humana había sido asumida por el Logos en la encarna-
ción, y Cristo había muerto por “todos” los hombres, con
objeto de vivir en todos, pues todos somos “uno” en Cristo
Jesús (Ga 3,28).
Estamos obligados a tratar a cada hombre como si fuera
Cristo, y de respetar su vida y sus derechos como si fueran
los de Cristo. El amor a los enemigos que propugna Jesús
no es simplemente la expresión de un ideal moral cristiano,
sino una manifestación de la fe escatológica; un don esca-
tológico del Cristo resucitado (Jn 20,19), que no puede al-
canzarse por ningún programa ético o político. La paz cris-
tiana es uno de los frutos del Espíritu Santo (Ga 5,22), y un
signo de la presencia de Dios en el mundo; por el contrario
la división, el conflicto, la disensión, el cisma, los odios y las
guerras son la evidencia de la existencia pecaminosa, no re-
generada ni transformada en el misterio de Cristo (1Co
1,10; St 3,16). El cristiano no puede evitar implicarse en
los asuntos del mundo, pero pertenece a un reino de paz
“que no es de este mundo” (Jn 18,36). Los cristianos esta-
mos llamados a luchar por la paz (Mt 5,9), que significa imi-
tar a nuestro Salvador que no se defendió con doce legiones
de ángeles, y dejó que lo colgaran en la cruz (Mt 26,53).
Sin amor a los enemigos no puede haber ninguna trans-
formación personal y social; allí donde estén ausentes la
compasión y el amor, acciones aparentemente no violen-

152
tas, sólo enmascaran la profunda hostilidad, el desprecio y
el deseo de derrotar y humillar al oponente. Fuera de toda
ideología política particular, el pacifismo hunde sus raíces
en la vida espiritual. Se necesita la oración para que se pro-
duzca un profundo cambio en la mentalidad del mundo, un
auténtico cambio interior, el cambio completo del corazón.
Todos estamos necesitados de una purificación interior que
es la profunda necesidad de poseer en nosotros el Espíritu
Santo, para ser poseídos por él. Esto tiene que ir acompa-
ñado de desprendimiento para servir sólo a la causa de
Cristo. La esperanza no está en lo que pensamos que po-
demos hacer, sino en Dios, que está haciendo algo bueno
sin que nosotros lo podamos ver; sólo cumpliendo su vo-
luntad, estaremos colaborando con él en este proceso.
El miedo es la raíz de todas las guerras, no tanto el mie-
do que los seres humanos se tienen unos a otros, sino el
miedo que tienen a todo. Los hombres no confían en sí
mismos, no pueden confiar en nada porque han dejado a
Dios. Lo peligroso no es el odio que sentimos hacia los
otros, sino el odio a nosotros mismos, que es demasiado
profundo y poderoso para poder ser afrontado consciente-
mente, que nos hace ver nuestro mal en los demás y nos
incapacita para verlo en nosotros mismos.
Es fácil identificar al pecado con el pecador cuando se
trata de otro, si se trata de nosotros, vemos el pecado, pero
nos resulta difícil identificarlo con nuestra voluntad y nues-
tra malicia, y lo interpretamos como un error involuntario,
e inconscientemente nos liberamos de la culpa y se la trans-
ferimos a otro. Intensificamos nuestro sentido del mal y nos
sentimos culpables por cosas que no son malas en sí. Nos
obsesionamos con el mal y derrochamos nuestras energías
intentando explicar, castigar este mal o librarnos de él
como podemos. Enloquecemos con nuestra preocupación
y la única salida es la violencia, al tiempo que creamos un

153
enemigo apropiado al que cargamos con todas las culpas.
En este contexto, cuando el mundo se encuentra sumido en
la confusión moral, cuando no sabe qué pensar, no puede
ser salvado de la guerra universal, por los meros esfuerzos y
buenas intenciones de los pacifistas. No vemos la única ver-
dad que nos ayudaría a resolver nuestros problemas éticos
y políticos: que todos estamos más o menos equivocados,
que todos tenemos la culpa, que todos estamos bloqueados
por nuestras motivaciones, nuestro autoengaño, avaricia,
fariseísmo, y tendencia a la hipocresía y a la agresividad.
Es una locura sentimental esperar que los seres huma-
nos tengamos confianza unos en otros, aunque sí podemos
confiar en Dios, Dios es capaz, con independencia de la
malicia y del error humano, de proteger a los hombres con-
tra sí mismos, de una forma inexplicable. Si el hombre pue-
de confiar en Dios y amarlo a él, también puede amar a
aquellos en quienes no puede confiar; quizás entonces po-
damos tener la esperanza de llegar a la paz en la tierra, no
por las manipulaciones y la sabiduría de los hombres, sino
por la misericordia de Dios. Critica el autor las muchas
oraciones por la paz, al tiempo que se siguen construyendo
submarinos nucleares y armamentos cada vez más sofistica-
dos. Y piensa que la paz que el mundo pide no es la “paz
verdadera”. La paz que se pide es libertad para explotar a
otros sin miedo a la venganza, para robar a otros, para de-
vorar los bienes de la tierra, sin interrumpir ningún placer
para alimentar a aquellos a quienes se mata de hambre por
la codicia. Dios no puede conceder esta paz, que no es la
paz verdadera. Hay que amar al prójimo y a Dios por enci-
ma de todo, y en vez de odiar a los hombres belicistas,
odiar nuestros apetitos y el desorden de nuestra alma, que
son las causas de la guerra. Y escribe: “Si amas la auténtica
paz, ama a tu prójimo y ama a Dios por encima de todo…
si amas la paz odia la injusticia, la tiranía, la avaricia… pero

154
odia estas cosas en ti mismo no en los demás”. No puede
haber paz en este mundo si no existe disciplina moral y reli-
giosa, que lleve al hombre a la fe y a la caridad, y tampoco
puede haber felicidad si el hombre no tiene vida interior.
Los santos están “en el mundo” padeciendo sus conflic-
tos y aunque puedan parecer derrotados y destruidos (Ap
13,7), confían en Dios que determinará su destino y les li-
brará de la destrucción final; no prestan atención a la lucha
por el poder mundano, ni tratan de influir ni de enzarzarse
en él por su propio beneficio y supervivencia, sino que es-
peran la “Jerusalén celestial” que bajará del cielo junto a
Dios engalanada como una novia (Ap 21,2) 30. Thomas
Merton ora al Padre 31:

“Te pido, Padre, que me enseñes a ser un hombre de paz


que contribuya a traer la paz al mundo.
Enséñame a ejercitarme en la verdad y en la no violencia y
a tener paciencia y coraje para sufrir por la verdad.
Envíame tu Santo Espíritu, úneme a tu Santo Hijo, hazme
uno en él, para tu mayor gloria. Amén”.

30 Cf. VS, 150-153.158-163.165-172; NSC, 127-137; T. MERTON, Paz

en tiempos de oscuridad, DDB, Bilbao, 2006, según el original Peace in the


Post-Christian Era, 2004, trad.F. Campillo Ruiz, PTO, 115-120.
31 DS, 125.

155
ORACIÓN Y CONTEMPLACIÓN

Vida cristiana y oración

Recuerda Thomas Merton que las palabras: “Orad en


todo momento” (1Ts 5,17), son un mandato, porque la
oración es tan importante para la vida interior, como la
respiración lo es para el cuerpo. Lucas narra cómo la vida
de Jesús se realizó en un clima de oración, porque “debe-
mos orar sin desfallecer” (Lc 18,1). Por la oración, el
hombre se presenta ante Dios con gratitud, confianza,
adoración, arrepentimiento, consciente de que Dios está
dentro de él, y de que su fin es la transformación de nues-
tra mente y nuestro corazón para tener los mismos senti-
mientos que tuvo Cristo: obediencia, humildad y total
entrega por amor. Por la oración el hombre se abre al Es-
píritu Santo que nos llena de amor y nos ayuda a seguir la
voluntad divina. La oración es una actividad para todos, y
somos los seglares los que más la necesitamos. El caos de
la sociedad moderna es el resultado de nuestra indiferen-
cia, es la corrupción de un cuerpo muerto que ha perdido
su vida de oración. La luz de Dios ilumina a todos los hom-
bres pues todos hemos sido llamados a la santidad, a la
unión con Dios, al amor y a la perfecta felicidad, pero los
hombres descuidamos la gracia concedida y los medios
que Dios nos da para este fin, como la oración, que es el
primero y fundamental.

157
Hay muchos obstáculos para una vida de oración y uno
de ellos es la ignorancia. Muchos hombres y mujeres que
se consideran buenos cristianos no saben orar, ni lo que la
oración es realmente, o consideran que la única oración es
la vocal 1. Merton recoge dos definiciones populares de ora-
ción de san Juan Damasceno: “una elevación de la mente y
del corazón a Dios” y “una petición a Dios de las cosas que
son para nuestro bien”. No podemos pedir sin levantar el
corazón a Dios, y no podemos levantar el corazón a Dios
sin pedirle, al menos, que oiga nuestra oración. La oración
es una actividad espiritual de las potencias del alma, la inte-
ligencia y la voluntad, y del amor sincero, no es un simple
automatismo piadoso, ni un formalismo externo, o pura su-
perstición; cuanto más oremos, más capaces seremos de
vencer nuestras pasiones y de controlarnos a nosotros mis-
mos. La oración cristiana no es algo que el hombre ejecuta
ante un oyente lejano y silencioso, sino una actividad divina
que la gracia de Dios obra en nosotros con nuestra libre
disposición. Según san Pablo, es el Espíritu Santo el que
nos enseña a orar, y ora por nosotros: “Porque nosotros
no sabemos pedir lo que nos conviene, más el Espíritu San-
to aboga por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26).
La oración procede de la gracia que inunda nuestros cora-
zones cuando llegamos a ser templos de Dios, y se vale de
las virtudes teologales infusas, fe, esperanza y caridad, para
movernos hacia Dios. Por la oración, el hombre, desde lo

1 T. MERTON, La oración contemplativa”, PPC, Madrid, 1998, OC, del

original Contemplative Prayer 1969, trad. E. Esteban Sebastián. Recuerda Tho-


mas Merton lo que ha sido la oración monástica a través de los tiempos, desde las
primeras oraciones de los Padres del Desierto basadas en expresiones cortas: “Se-
ñor ven y ayúdame”, “Señor mío Jesucristo ten compasión de mí” que influyeron
en el Hesicasmo del monte Athos del S. XIII-XIV. Recuerda a Juan Crisóstomo
Gregorio de Nisa, Evagrio Póntico, Gregorio Magno, S. Benito, S. Bernardo, Ec-
khart, Tauler, Juliana de Norwick, Ruysbroeck, Sta. Catalina de Siena, García de
Cisneros, S. Ignacio, la Imitación de Cristo, Sta.Teresa, S. Juan de la Cruz...En
SD, recoge los dichos de los Padres del Desierto.

158
más profundo de sí mismo, se presenta ante el Señor, es
consciente de que Dios está dentro de él, y de que ora por
la inspiración del Espíritu Santo pues no podríamos pro-
nunciar el nombre de Jesús en amor y verdad, si él no nos
inspirara (1Co 12,3). Las tres personas de la Trinidad actú-
an en nosotros, se hacen presentes en nuestro interior
cuando nos volvemos hacia Dios por medio de su gracia. Si
amamos a Dios es porque él nos amó primero (1Jn 4,10),
y cuando recibimos ese amor, es porque estamos dando un
primer paso en el camino a la santidad.
Oramos tal como somos y nos hacemos como somos
por la forma de dirigirnos a Dios. Quien nunca ora es el
que ha huido de sí mismo, porque ha huido de Dios. La
oración la inspira Dios en el fondo de nuestra insignifican-
cia: es el movimiento de confianza, gratitud, adoración,
arrepentimiento que nos pone ante Dios, viéndole a él y
viéndonos a nosotros mismos a la luz de su verdad infinita;
es el impulso que nos mueve a pedirle misericordia, fortale-
za espiritual y la ayuda material que necesitamos. Quien no
pide nunca a Dios, no sabe quién es Dios y quién es el
hombre, porque no sabe cuánto necesita a Dios. La ora-
ción verdadera confiesa la absoluta dependencia humana
del Señor de la vida y de la muerte, es un contacto vital y
profundo con aquel a quien conocemos, no sólo como Se-
ñor, sino como Padre. Cuando oramos verdaderamente es
cuando realmente “somos”, y alcanzamos nuestra más alta
perfección. Cuando dejamos de orar volvemos a caer en la
nada, estamos dormidos o muertos, puesto que la razón
principal de nuestra existencia es el amor y el conocimiento
de Dios.
Aunque hay diversas formas de oración, la verdadera
es la que conduce la mente y el corazón hacia Dios. Cuan-
do lo amamos y gustamos en su infinita misericordia, es
cuando conocemos que somos hijos de Dios. En la oración

159
podemos recibir un gran consuelo que puede pasar a temor
en momentos de angustia cuando somos conscientes de la
imperfección y presunción de nuestro amor a Dios. Es un
momento de conversión; el hombre que con paciencia
puede enfrentarse a esta sequedad y abandono, y sólo pide
hacer la voluntad de Dios, es el que penetra en la oración
más pura: la contemplación. Según la parábola del sembra-
dor son muchos los hombres que sienten el impulso de la
oración pero lo rechazan. Fracasan porque no tienen idea
de lo que se trata, están sumergidos en una ignorancia casi
total de las cosas de Dios. Muchas de las semillas de Dios
las arrebatan los pájaros: el perjuicio, la superstición, la fal-
sedad y el pecado. Otros son como rocas, y aunque estén
deseosos de recibir la verdad de Dios, oyen bonitos sermo-
nes y leen libros espirituales de moda, pero no permiten
que la semilla eche raíces. Otros son buenos y llevan una
vida religiosa, pero no se toman la molestia de hacer rendir
sus talentos sobrenaturales, no cultivan sus almas que termi-
nan llenas de maleza en las que la palabra de Dios se ahoga
por los placeres, negocios y ansiedades de este mundo.
Nuestro trabajo debe ser guardar limpias nuestras almas
para poder responder a la gracia de Dios, y para esto nues-
tra vida de oración tiene que ser también una vida de sacri-
ficio, si no sería un simple formalismo que caería en la ruti-
na, y el amor en la indiferencia. La oración es una actividad
espiritual que ocupa las facultades más elevadas de nuestra
alma, y debe ser un acto de amor sincero. Cuando rezamos
bien ejercitamos nuestra inteligencia y trabajamos con la
voluntad, y cuanto más oremos más fortalecemos estas fa-
cultades. Como el cuerpo y el alma forman una unidad, no
podremos elevar nuestra inteligencia y voluntad a Dios, sin
consagrarle nuestro cuerpo, el trabajo de nuestras manos y
todas aquellas cosas y personas con las que trabajamos. Así
santificamos todas las cosas y entonamos un himno de ala-

160
banza a su Creador. Además, la oración cristiana tiene que
ser una expresión plena de la necesidad religiosa del alma
humana. El hombre es un ser individual y al tiempo un
miembro del Cuerpo Místico de Cristo. Tan importante es
la oración privada como la oración pública en la Liturgia y
en los cultos propios de cada cultura 2.

El hombre, un ser para la contemplación

Dios creó al hombre como un contemplativo, pero por


el pecado de Adán, cayó de la unidad de la contemplación
a la multiplicidad, a la complicación y a la distracción en
una existencia terrenal activa. Al no estar centrado en Dios,
ni en su yo espiritual más íntimo, se convirtió en su propio
dios, y para compensar la dura existencia y la frustración
por la separación de Dios, tuvo que afirmarse, admirarse y
complacerse a sí mismo, a expensas de los demás.
En estas condiciones, cuando la mente está esclavizada
por todo lo que es exterior, pasajero, ilusorio y trivial, el
hombre deja de reconocer su yo interior, su verdadero yo, y
su identidad en el Espíritu de Dios, está exiliado de sí mis-
mo y de Dios y su búsqueda de la “felicidad” es una huida
cada vez mayor que hace que pierda su semejanza con él.
Pero el hombre tiene que volver al “paraíso” para encon-
trar su propia identidad, que se consigue con la venida del
Señor.
El propio Dios se convierte en hombre para que el hom-
bre se convierta en Dios; para esto el hombre tiene que
perderse a sí mismo y unirse a él, un Dios hecho hombre
que muere en la cruz para demostrarnos su amor. El hom-

2 Cf. Senda, 41-57.60-61.63-66; HNI, 53-55.

161
bre en íntima comunión con Dios, en la muerte y resurrec-
ción de Cristo, tiene que hacer resurgir su verdadero yo, su
yo íntimo, con la muerte de su yo exterior por medio de la
fe y del amor a Dios. Es volver a saborear la vida eterna,
es conocer al Dios verdadero y a su enviado, Jesucristo
(Jn 17,3).
Para esto Cristo tiene que ser Dios, si no nuestra unión
con él sólo sería una ilusión: “Si Cristo no resucitó vana es
nuestra fe” (1Co 15,14). El nuevo Adán es el que ha de-
vuelto a la naturaleza humana su condición espiritual y ha
hecho que sea posible nuestra divinización. Fue fundamen-
tal que san Atanasio defendiera la divinidad de Cristo frente
a los arrianos; sólo por la resurrección y la ascensión del
Señor, el hombre ha recuperado su condición espiritual y
es posible nuestra divinización. Atanasio utilizaba la fórmula
de Ireneo: “Dios se convirtió en hombre para que el hom-
bre pudiera convertirse en Dios”. Si el Hijo del Hombre se
hizo Dios, fue para transformar al hombre en Dios, a fin de
que Dios pudiera revelarse en el hombre y todos pudiéra-
mos convertirnos en hijos de Dios en Cristo.
La teología cristiana de la contemplación se basa en la
unidad de las dos naturalezas de Cristo, divina y humana;
unidad que a su vez presupone la unidad del ser humano.
Desde la encarnación, Dios y el hombre se han hecho inse-
parables en la persona de Jesucristo. Esto no significa que
el orden sobrenatural no se haya impuesto sobre la natura-
leza creada desde el exterior, sino que la propia naturaleza
se ha transformado y sobrenaturalizado. Ya no hay división
alguna entre la naturaleza y la sobrenaturaleza en la perso-
na que vive y actúa por la gracia de Cristo, que habita en
ella. Según Máximo el Confesor: “Dios desea en todo mo-
mento convertirse en hombre en aquellos que se lo mere-
cen”. La naturaleza humana se ha sobrenaturalizado, y esto
para los Padres griegos significa que Cristo ha tomado po-

162
sesión de nuestras almas y nuestros cuerpos y nos ha divini-
zado. Una vida divina que está oculta y latente en nuestro
interior hasta que la desarrollemos por medio del ascetismo
y una vida de caridad, hasta llegar a un nivel más alto de
contemplación, a una profunda participación en la vida de
Cristo, participación espiritual en la unión entre el hombre
y Dios, que es la unión hipostática. Sólo si nos vaciamos de
nuestras pasiones exteriores y egoístas como autoafirma-
ción, codicia, concupiscencia, podremos ser hijos de Dios
en Cristo, y tener el Espíritu de Cristo. Entonces recupera-
remos nuestro yo verdadero y nos convertiremos en el
“hombre nuevo”.
En Cristo la naturaleza humana asumida pertenece a la
persona del Verbo de Dios, por lo que todo cuanto Cristo
tiene de humano es divino. Sus pensamientos y acciones,
su misma existencia, sus obras, son las de una persona divi-
na, y a su vez, Cristo por su naturaleza humana es un hom-
bre idéntico a nosotros, que piensa, siente y actúa según
nuestra propia naturaleza, aunque a un nivel de conciencia
y del ser totalmente trascendente y divino. Su conciencia y
su ser constituyen la conciencia y el ser del propio Dios. No
existe ninguna escisión entre las naturalezas divina y huma-
na en Cristo, entre la humanidad y la divinidad de Cristo,
un ser histórico en la tierra, dos naturalezas que sin confun-
dirse son “una”. Igual que nuestro cuerpo y nuestra alma
son una unidad en nosotros, nuestra salvación no consiste
en rechazar el cuerpo para liberar el alma del domino del
poder material. En Cristo, su vida, su ser, sus acciones, son
tan importantes como los pensamientos y las acciones de
su alma. Cuando Cristo descendía por las calles de Galilea,
el hombre que caminaba por ellas era Dios.
En el discurso de Nuestro Señor en la última cena, su
testamento espiritual, estableció los fundamentos de la teo-
logía mística y de la perfección cristiana. Prometió a sus

163
discípulos el mayor de todos los dones, el Espíritu Santo
que es infinito, amor increado, Dios mismo que procede de
Dios Padre y del Hijo, a los que une por el lazo de la cari-
dad infinita que es la propia naturaleza de ambos, su natu-
raleza hipostática que es donación del uno al otro. Jesús
cuando estaba a punto de morir, saca con insistencia el
tema de su presencia física y material; iba a abandonar a
sus discípulos para vivir en ellos de una forma mística y es-
piritual por medio de su Espíritu Santo. Cristo no iba a es-
tar entre sus miembros como un simple recuerdo, modelo,
o buen ejemplo, tampoco iba a guiarlos y a controlarlos
desde la lejanía. En Cristo el espacio infinito entre Dios y el
hombre se salva por la encarnación, y en nosotros, a través
de la presencia invisible del Espíritu Santo. Cristo está pre-
sente entre nosotros, más presente que si lo estuviéramos
viendo con nuestros ojos, puesto que nos hemos convertido
en “otros Cristos”.
Este conocimiento y amor infundidos dentro de nues-
tros corazones por el Dios del amor que se nos manifies-
ta, es esencialmente la misma felicidad, el goce bienaven-
turado en el cielo: “Ésta es la vida eterna, que te
conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesu-
cristo” (Jn 17,3). Este conocimiento íntimo de la Santísi-
ma Trinidad y de Jesús, el Verbo encarnado, abre infinitas
profundidades de alegría y de paz al alma cristiana con-
templativa, pues: “Esto os he dicho para que participéis
en mi gozo y vuestro gozo sea completo” (15,11); “la paz
os dejo, la paz os doy; una paz que el mundo no puede
dar” (14,27). La alegría del contemplativo se consuma en
la unión perfecta: “Yo les he dado a ellos la gloria que tú
me diste a fin de que sean uno, como nosotros somos
uno. Yo en ellos y tú en mí para que sean perfectamente
uno” (17,22-23). Jesús y el Padre son uno, Jesús es el
Hijo de Dios; por esta confesión le quitaron la vida. El Pa-

164
dre y Jesús son una sola cosa, y Jesús hace las mismas
obras de su Padre (10,30.37-38).
La contemplación es el conocimiento consciente y expe-
riencial de la misión del Hijo en el Espíritu, una recepción
del Verbo que no sólo es vida sino luz. Dice Jesús: “Yo soy
la luz del mundo. El que me siga no caminará en tinieblas,
tendrá la luz de la vida... si me conocierais a mí conoceríais
a mi Padre...” (Jn 8, 12.19); “¿tanto tiempo estoy con vos-
otros y no me habéis conocido?...el que me ha visto a mí,
ha visto a mi Padre... Yo soy el camino, la verdad y la vida.
Nadie puede llegar hasta el Padre si no es por mí... ¿no
creéis que estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras
que yo os digo no son mías. Es el Padre, que vive en mí, el
que está realizando su obra” (14, 9.6-7.10) 3.

La búsqueda de Dios y su ausencia

Buscar a Dios es alejarse de la ilusión y los deseos mun-


danos de las obras que Dios no quiere, de una gloria que es
sólo ostentación humana; es mantener la mente libre de
confusión a fin de que nuestra libertad pueda estar siempre
a disposición de su voluntad; es guardar silencio en el cora-
zón para escuchar la voz de Dios y cultivar la libertad inte-
lectual de las imágenes de las cosas creadas, para recibir el
secreto contacto de Dios en un amor oscuro; es amar a to-
dos los seres humanos como a nosotros mismos y descan-
sar en humildad; es encontrar la paz retirándose del conflic-
to y la competición; es desechar las pesadas cargas del
juicio, la censura, la crítica y arrojar el peso de las opinio-
nes que no estamos obligados a llevar; es tener una volun-
tad siempre dispuesta a recogerse en sí misma, y sacar to-

3 Cf. EI, 63-79; Senda, 90-92.

165
das las potencias del alma de su centro más profundo para
reposar sólo en Dios; es reunir todo lo que somos, tene-
mos, podemos sufrir, hacer y ser, y abandonarlo todo en
Dios para hacer su santa voluntad. Y después esperar la
paz en el vacío y en el olvido de las cosas.
Los hombres y mujeres por el pecado original somos
egoístas y egocéntricos; incluso cuando queremos agradar a
Dios, tendemos a satisfacer nuestra ambición, que es enemi-
ga de Dios, y a mantener en nosotros viva la ilusión que se
opone a la realidad de que Dios vive dentro de nosotros.
Hasta el deseo de contemplación puede ser impuro si olvi-
damos que la verdadera contemplación significa la destruc-
ción de nuestro egoísmo; supone la pobreza y la limpieza de
corazón, y aunque nuestra voluntad esté justificada, si nues-
tra mente no pertenece a Dios tampoco le pertenecemos
nosotros; si nuestro amor no se eleva hasta él, sino que se
dispersa en su creación, significa que hemos reducido su
vida en nosotros en una formalidad que le impide que ejerza
en nosotros una influencia vital. Quien no esté despojado,
desnudo y tenga alma de pobre, tenderá a hacer las cosas
por su propio bien y no por la gloria de Dios. Será virtuoso
no porque ame la voluntad de Dios, sino porque admira sus
propias virtudes; las frustraciones del día le provocarán
amargura e impaciencia y le harán ver su mediocridad e in-
significancia. Incluso los que han hecho profesión de piedad
compiten entre sí, como Santiago y Juan competían para
sentarse a la derecha o a la izquierda del Señor en el Reino.
Thomas Merton escribe en su diario el pensamiento que
tuvo después de la misa solemne de la fiesta de Santiago 4:

“El deseo de amar a Dios, el deseo de la perfecta unión


con Dios no significa nada si no está inspirado y guiado

4 SgJ, 104, 25 de julio, 1948.

166
por la gracia, y no está conformado con la voluntad divina.
Nuestro deseo de Dios debe provenir de Dios, y ser guiado
por su santa voluntad para que signifique algo en el orden
sobrenatural”.

Dios no nos abandona nunca, aunque a veces parece es-


tar ausente; si no lo conocemos bien, no comprenderemos
que él puede estar más presente cuando está ausente. Hay
dos clases de ausencias, una que nos condena, otra que nos
santifica. Si Dios nos condena es porque adoramos a otros
dioses y le rechazamos a él; aun así Dios está presente, pero
su presencia es negada por la presencia del ídolo. Por el
contrario, su ausencia puede santificarnos; Dios vacía el
alma de todos los ídolos y las preocupaciones que puedan
interponerse entre nuestro rostro y el suyo. Él está presente
y su presencia es confirmada y adorada, está mucho más
cerca de lo que lo estamos nosotros de nosotros mismos,
aunque no lo veamos. Pero el que quiera aferrarse a él y te-
nerlo asido, lo pierde, pues Dios es como el viento que so-
pla donde le place. Hay que amarlo como a quien llega de
donde no se sabe y se dirige a un lugar que no conocemos,
y nuestro espíritu tiene que ser libre y puro como el suyo,
para poder seguirlo donde vaya.
No seremos puros y libres si él no nos hace; sin embar-
go, si él nos enseña a seguirlo al desierto de su libertad, ya
no sabremos donde estamos, porque estaremos con él, que
está al mismo tiempo en todas partes y en ninguna. No
amamos al Señor perfectamente si no le permitimos que
esté ausente, tenemos que respetar su libertad de estar au-
sente, no podemos someter a Dios a nuestra propia volun-
tad, nuestras oraciones no nos dan esa potestad. Los que
nunca están separados de Dios son los que jamás le discu-
ten su derecho a separarse de ellos. Nunca lo pierden, por-
que se dan cuenta de que no merecen encontrarlo, y de

167
que a pesar de su indignidad, ya lo han encontrado. Él los
ha encontrado primero y no los dejará marchar. Dios no
puede quedar encerrado en el recinto de nuestras ideas, lo
conocemos mejor cuando nuestro entendimiento le ha de-
jado marchar. Tampoco el contemplativo puede retener a
Dios en los estrechos límites de su corazón, pues el Señor
se escapa y lo deja en su prisión, en su destierro. Sin em-
bargo, quien deja al Señor su libertad, adora al Señor en su
libertad, y recibe la libertad de los hijos de Dios; amará
como Dios y será arrebatado como cautivo de la libertad in-
visible del Señor. Un Dios que permaneciera inmóvil dentro
del campo de nuestra visión, a duras penas sería un destello
del verdadero Dios siempre transeúnte.
Escribe Thomas Merton 5:

“El Señor viaja en todas direcciones al mismo tiempo.


El Señor llega de todos los rumbos al mismo tiempo.
Doquiera estemos encontraremos que Él acaba de partir.
Donde vayamos descubriremos que Él acaba de llegar an-
tes que nosotros”.

Se pregunta Thomas Merton qué significa conocer a


Dios, y dice que el sabio ha luchado por encontrarlo en su
sabiduría y ha fracasado, el justo ha tratado de asirlo en su
justicia y ha perdido el juicio. Solamente el pecador, súbita-
mente derribado por el rayo de la misericordia, cae de rodi-
llas adorando su santidad. Ha visto lo que reyes desearon
ver y no vieron, lo que los profetas predijeron y no pudie-
ron contemplar, lo que los hombres de la antigüedad esta-
ban cansados de esperar cuando les sorprendió la muerte.
Sólo el que ha visto la misericordia de Dios, su infinito
amor, comprende que él no puede ser objeto de tratos hu-
manos, porque Dios quiere darnos gratuitamente lo que

5 HNI, 213.

168
nunca podríamos merecer. Dice el Señor: “¿No puedo ha-
cer con lo mío lo que quiero?”(Mt 20,15). La característica
suprema de su amor es la libertad infinita, y aunque está li-
bre de toda necesidad, su amor sale a buscar al necesitado,
no para darle un poco, sino para dárselo todo. Dios desea
colmar nuestras necesidades librándonos de todas nues-
tras posesiones, para darse a sí mismo a cambio de ellas.
Si queremos pertenecer a su amor debemos permanecer
vacíos de todo, no para tener necesidades, sino porque
los haberes del mundo nos hacen necesitados. Los hijos
de Dios son humildes, perfectos, dóciles y solitarios. La li-
bertad del don de Dios que es la vida, exige la respuesta
de nuestra libertad: un acto de obediencia escondido en el
secreto de nuestro yo interior. Encontramos al Señor
cuando encontramos su don de vida en lo más profundo
de nosotros y nuestras raíces más profundas toman con-
ciencia de que viven en él. Si consentimos en depender
de su don y de su libertad, tendremos una auténtica vida
interior.
Los actos buenos de la vida suponen el consentimiento a
las indicaciones de la misericordia de Dios, a los movimien-
tos de su gracia. Entonces podemos llegar a la perfección,
al amor que no busca otra cosa que responder con bondad
a la Bondad, con amor al Amor. Amor semejante soporta
todo y es igualmente feliz en la acción que en la inacción,
en la existencia o en la disolución. Tenemos que obedecer
con nuestro existir, pues de esta obediencia fundamental,
que es un don y de una adecuada correspondencia a este
don, es de donde brotan todos los demás actos de obedien-
cia. La fecundidad plena de la vida espiritual comienza con
el agradecimiento por la vida, por el agradecimiento de es-
tar en Cristo 6.

6 Cf. NSC, 63-66.77; HNI, 212.214-217.

169
Thomas Merton escribe 7:

“¡Ojalá sienta yo el mandamiento de su amor en las raíces


de mi existencia!
¡Ojalá entienda yo que no doy mi consentimiento para
existir, sino que existo para dar mi consentimiento”.

¿Qué es la contemplación?

La contemplación es la unión de nuestra mente y nues-


tra voluntad con Dios en un acto de amor que nos permite
entrar en contacto con él. Es la más alta expresión de la
vida intelectual y espiritual del hombre, la vida misma acti-
va y consciente de que está viva, es prodigio espiritual y
espontáneo temor reverencial ante el carácter sagrado del
ser, es gratitud por la vida, el conocimiento y el ser, es
comprensión profunda de que en nosotros la vida y el ser
proceden de una Fuente invisible. La contemplación es la
conciencia de la realidad de esa fuente, a la que se conoce
de una manera oscura e inexplicable, pero con una certeza
más allá de la razón y la fe, se conoce sin ver y sin cono-
cer, y más allá de “todo saber” o “no saber”. Es una muer-
te a nosotros mismos por amor a la vida, que nos hace
abandonar todo lo que podemos conocer o atesorar: cono-
cimiento, experiencia, gozo, para entrar en una vida más
elevada.
El contemplativo conoce a Dios como si hubiera sido in-
visiblemente tocado por él. Tocado por aquel que no tiene
manos, pero es la realidad pura y la fuente de todo lo que
es real. Es un repentino don de “toma de conciencia” del
ser infinito, raíz de nuestro ser limitado, una comprensión

7 HNI, 216.

170
de nuestra realidad contingente recibida como un don gra-
tuito de su amor. La contemplación es también la respuesta
a una llamada de aquel que no tiene voz, y sin embargo ha-
bla en todo lo que existe, y en las profundidades de nuestro
propio ser. Es el don de Dios que, en su misericordia, com-
pleta la escondida y misteriosa obra de la creación en nos-
otros, iluminando nuestra mente y nuestro corazón. Nues-
tra vida natural queda completada, transformada, elevada y
consumada en Cristo por obra del Espíritu Santo, que nos
lleva a decir: “Ya no vivo yo, es Cristo el que vive en mí”
(Gal 2,20).
La experiencia contemplativa no se puede enseñar; hay
que experimentarla. Cuanto más se intenta analizar más se
la vacía de su contenido real, pues está más allá del alcance
de las palabras y de los razonamientos. Describir reacciones
y sentimientos es situar la contemplación en la conciencia
superficial, allí donde la reflexión puede observarla, y don-
de no se encuentra. La contemplación no es una función del
yo exterior. Nuestro yo externo y superficial no es eterno ni
espiritual, y no puede estar unido a Cristo. La contempla-
ción es precisamente la conciencia de que ese yo, no es
nuestro yo verdadero que no puede hablar de sí mismo
pues su verdadera naturaleza es estar oculto, ser anónimo y
no identificado en la sociedad. La contemplación no llega a
la realidad por un proceso de deducción, es un despertar
intuitivo en el que nuestra realidad libre y personal se hace
consciente de su profundidad existencial abierta al misterio
de Dios.
La contemplación no es devoción ni tendencia a encon-
trar paz y satisfacción en los ritos litúrgicos, que son un
gran bien y una preparación necesaria para la experiencia
contemplativa, pero no pueden constituir por sí mismos
esa experiencia, tampoco tiene nada que ver con el tempe-
ramento de la persona. No es trance, ni éxtasis, ni audición

171
súbita de palabras inexpresables, ni visión de luces, ni el
fuego y la dulzura de las emociones que acompañan a la
exaltación religiosa, ni el sentimiento de ser arrebatado e
introducido en la liberación por el frenesí místico. Normal-
mente estas experiencias proceden de las emociones del in-
consciente somático no del yo profundo, aunque puedan
acompañar a una experiencia religiosa profunda y auténti-
ca. No es don de profecía, ni capacidad de escrutar los se-
cretos de los corazones humanos, aunque puedan acompa-
ñarla sin ser lo esencial. Tampoco es la experiencia de ser
arrebatado por el entusiasmo colectivo en nombre de la na-
ción, la raza, un partido, una secta. Estas falsas místicas
son peligrosas porque seducen y pretenden satisfacer a
quienes ya no sienten ninguna necesidad espiritual profun-
da o verdadera, constituyen el opio del pueblo pues ador-
mecen las conciencias de sus necesidades más profundas y
personales.
La contemplación no es una evasión de los conflictos, la
angustia o la duda; por el contrario, la experiencia contem-
plativa despierta una angustia trágica que abre en lo pro-
fundo del corazón muchas preguntas, examina y cuestiona
la falsa fe cotidiana, que es la fe humana, y la aceptación
pasiva de opiniones convencionales, que es la norma de
nuestra vida. La auténtica contemplación es incompatible
con la complacencia y con la aceptación autosuficiente de
opiniones interesadas. El contemplativo sufre la angustia de
comprender que “ya no sabe qué es Dios”, porque Dios no
es una cosa, un qué. Precisamente una de las característi-
cas de la contemplación es que en ella nos encontramos
con un “quién”, Dios, el tú ante el que nuestro yo más ínti-
mo despierta a la conciencia. En la contemplación, las no-
ciones abstractas de la esencia divina no desempeñan nin-
gún papel importante, porque son reemplazadas por la
intuición concreta basada en el amor de Dios, de Dios per-

172
sona como objeto de amor. Dios es el “Yo Soy” ante el que
con nuestra voz más personal e inalienable, respondemos:
“yo soy”.
La palabra “contemplación” es demasiado vaga para dar
idea de la fuerza espiritual de la experiencia de Dios. Ha-
bría que reforzar la palabra, y para ello nada mejor que re-
cordar el intenso temblor experimentado por Moisés en el
monte Horeb, cuando Dios le habló desde la zarza que ar-
día y le avisó de que estaba pisando tierra santa. La con-
templación cristiana implica un cierto pavor sagrado, un
bendito sobrecogimiento difícil de expresar.
La contemplación es la obra del Espíritu Santo que ac-
túa en nuestras almas, a través de los dones de sabiduría y
entendimiento, para aumentar y perfeccionar nuestro amor
por Dios. Estos dones que se nos conceden en el bautismo,
deben ser aumentados por la gracia libre de Dios, aunque
la Providencia divina considera conveniente que unas per-
sonas desarrollen estos dones más que otras, quizás en fun-
ción de su deseo de recibirlos, y por su colaboración con la
gracia. El Espíritu Santo no se manifiesta a quienes no de-
sean conocerlo, y no puede haber deseo de Dios sin un mí-
nimo conocimiento de él. La contemplación supone amar a
todos los seres como a nosotros mismos, descansar en hu-
mildad y en paz, tener una voluntad dispuesta a recogerse
sobre sí misma y a llevar las potencias del alma a reposar
sólo en Dios.
La contemplación es un poderoso medio de santifica-
ción; es la obra del amor y no hay nada más efectivo para
aumentar nuestro amor a Dios. La contemplación infusa
está íntimamente unida al amor más puro y más perfecto a
Dios, y a un conocimiento profundo de él a través de esa
unión de amor. Es un conocimiento de Dios, que los que
no han recibido este don, sólo tendrán cuando lleguen al
cielo. Todos podemos pedir este don por medio de la ora-

173
ción, a condición de que dejemos nuestro deseo de las co-
sas para llegar al único bien en quien está nuestra alegría, y
en quien recobramos todo a lo que habíamos renunciado.
El don de la contemplación no es para los que están distan-
ciados de Dios, ni para los que limitan su vida interior a
unos rutinarios ejercicios de piedad y de cultos realizados
por obligación. Su corazón no pertenece a Dios, no están
interesados en él, están llenos de ambiciones, problemas,
comodidades, placeres, intereses mundanos, ansiedades y
temores.
Una de las paradojas de la vida mística es que no po-
demos entrar en nuestro centro más profundo y llegar
hasta Dios, si no somos capaces de salir completamente
de nosotros mismos, de vaciarnos y de darnos a otras
personas, con la pureza de un amor desinteresado. No
podemos encontrar a Dios si nos replegamos sobre nos-
otros mismos y nos aislamos de todas las realidades exter-
nas, encerrándonos en nuestra propia mente. Ésta sería
una de las peores ilusiones, aunque afortunadamente, los
que lo han intentado no lo han conseguido. Sólo posee-
mos a Dios cuando él invade nuestras facultades con su
luz y su fuego infinito, tomando posesión de nosotros.
Cuanto más nos identificamos con Cristo más lo hacemos
con los que se identifican con él, entonces su Espíritu será
nuestra única vida, nos amaremos unos a otros y amare-
mos a Dios con el mismo amor con el que él nos ama. Un
amor que es Dios mismo.
Cristo oró para que todos los hombres fuéramos uno
con él, como él era uno con su Padre, en el Espíritu Santo,
y cuando nos convertimos en lo que realmente estamos
destinados a ser, descubrimos que nos amamos los unos a
los otros, que vivimos en Cristo y Cristo en nosotros, que
todos somos uno en Cristo, y que él es el que ama en nos-
otros. La perfección de la vida contemplativa se consigue

174
cuando un mar de amor se extiende a través del único
Cuerpo de todos los elegidos; si no la contemplación es in-
completa. Cuantos más son los que están unidos en la con-
templación, mayor es la alegría de todos hasta llegar a gus-
tar la gloria de Dios, a compartir su don infinito
reconociendo a Dios en los otros, conociendo que él es
nuestra vida y que todos somos uno en él. El contemplativo
no se aísla del mundo sino que se libera de su yo externo y
egoísta por la humildad y la pureza de corazón. Cuanto
más solos estamos con Dios, más unidos estamos unos con
otros, en la actividad, el trabajo, la comunicación; cuanto
más solos, más juntos estamos.
Para alcanzar esta perfección de amor, que es la con-
templación de Dios en su gloria, es necesario que permita-
mos que su amor nos consuma enteramente y nos una a él.
Dios, que es un fuego que consume, nos purifica de nues-
tras individualidades egoístas para fundirnos en la totalidad
de la perfecta unidad, pero mientras no se produzca esta
purificación permaneceremos separados o incluso opuestos
unos a otros, lo que ha ocurrido a lo largo de la historia, in-
cluso entre los santos y religiosos. Cristo ha sufrido esta
desmembración. Su cuerpo físico fue crucificado por Pila-
tos y los fariseos, y su cuerpo místico ha sido descuartizado
por la agonía de la desunión que alimenta y vegeta en
nuestras almas, inclinadas al egoísmo y al pecado.
La avaricia y la codicia han engendrado incesantes divi-
siones que han desencadenado las guerras. Sólo en la
unión con nuestros hermanos en Cristo, descubrimos a
Dios. Lo conocemos porque su vida empieza a penetrar en
nuestras almas, su amor posee nuestras facultades, y descu-
brimos quién es él por la experiencia de su misericordia que
nos libera de la prisión de nuestro egoísmo. La verdadera
huida del mundo no puede ser por la evasión de los conflic-
tos, la angustia o el sufrimiento, la verdadera huida tiene

175
que ser de la desunión y la separación, hacia la paz y la
unidad en el amor con los otros seres humanos. Si escapa-
mos del mundo limitándonos a dejar la ciudad para ocultar-
nos en la soledad, lo único que hacemos es llevar la ciudad
con nosotros; sin embargo, podemos estar fuera del mundo
aun permaneciendo en él, si dejamos que Dios nos libere
del egoísmo y vivamos sólo para el amor. La auténtica hui-
da del mundo tiene que ser la huida del egoísmo.
Cada momento de nuestra vida siembra en nosotros se-
millas de perfección y contemplación, que son la voluntad
de Dios. Estas semillas tienen que madurar para dar fruto, y
para esto tiene que haber un diálogo ininterrumpido de
amor con Dios. Muchas de estas semillas perecen y se pier-
den, porque no estamos preparados para recibirlas; las se-
millas sólo pueden brotar en la tierra buena de la libertad,
la espontaneidad y el amor. Estas semillas son nuestra pro-
pia identidad, realidad, felicidad y santidad, mientras que no
aceptar la voluntad de Dios es rechazar nuestra plenitud y
nuestra existencia.
Nuestra naturaleza es buena en sí, aunque tendemos a
mantener en nosotros viva la ilusión que se opone a la rea-
lidad de que Dios vive dentro de nosotros. Incluso cuando
queremos agradar a Dios, tendemos a satisfacer nuestra
ambición que es la enemiga de Dios. Sólo podremos llegar
a la unión con Dios si nos vaciamos de todo apego exterior,
si nos alejamos de la ilusión, el placer, los deseos munda-
nos, la gloria que sólo es ostentación humana. Hay que
mantener la mente libre de confusión a fin de que nuestra
libertad pueda estar a disposición de su voluntad, guardar
silencio en el corazón para escuchar la voluntad de Dios y
cultivar la libertad intelectual para recibir el secreto contac-
to de Dios y de su amor 8.

8 Cf. NSC, 23-39.54-55.63.83-89.95-96; EI, 79-81.94; Senda, 88-90.

176
Oración mental y contemplación activa

Para llegar a la contemplación se necesita un camino de


preparación y perfeccionamiento de la mente y la voluntad,
por medio de la gracia y del conocimiento de Dios en la
oración mental. La oración mental nos recoge de nuestras
actividades y preocupaciones de cada día y nos hace cons-
cientes de la presencia de Dios y de su amor en nosotros;
un amor que nos mueve a un mayor amor. Hay que distin-
guir la meditación filosófica, que es la búsqueda de la ver-
dad por la razón y termina en la inteligencia, de la oración
mental o meditación religiosa, que nace del amor, mueve
nuestro intelecto y nuestra voluntad y nos lleva a un mayor
amor a Dios, para lo que es necesario comprender bien el
mensaje cristiano de los textos evangélicos y de la Liturgia,
a través de la meditación. La meditación nos lleva a captar
nuestra indigencia y nuestra impotencia, tal que cuanto
más impotentes nos sintamos tanto más deseemos conocer
y amar a Dios. Sólo cuando se supere el nivel de conoci-
miento y se entre en la más oscura tiniebla nos estaremos
acercando a Dios.
El fin de la oración mental es la unión con Dios a través
de Jesucristo, y su gran provecho llevarnos a la comunión
con las Tres Divinas Personas que habitan en las profundi-
dades de nuestras almas. La oración mental debe conducir-
nos a una amorosa y vital conciencia de la presencia de
Dios con nosotros, por unos caminos que no son siempre
fáciles, agradables ni consoladores, pues para elevar el
alma a Dios necesitamos la purificación de nuestros senti-
dos internos, que obra el Espíritu Santo en nosotros. El se-
creto del progreso en la oración descansa en la aceptación
humilde de la sequedad espiritual y de la prueba interior.
Hay que saber que como en todo “camino de perfección”,
el camino, es la cruz. El éxito de nuestra meditación no se

177
mide por las brillantes ideas que concebimos, ni por las
grandes resoluciones que tomamos, ni por los sentimientos
o emociones que experimentan nuestros sentidos externos.
Estamos meditando bien cuando empezamos a compren-
der, en cierta medida, a Dios, aunque esto no es suficiente,
porque cuanto más se acerca uno a Dios, menos importa
entenderle a él, o a cualquier cosa relacionada con él. Pue-
de que la meditación sólo nos lleve a comprender nuestra
impotencia para conocer a Dios, y que lleguemos a pensar
que la meditación es inútil. Sin embargo cuanto más impo-
tentes nos sentimos, tanto más deseamos ver y conocer a
Dios. La tensión entre nuestros deseos y nuestro fracaso
nos produce un doloroso anhelo de Dios, que al parecer,
nada puede satisfacer. Este desconcierto, oscuridad y an-
gustia causados por nuestros deseos impotentes prueban el
éxito de nuestra meditación; para seguir adelante es nece-
sario una fe profunda, sinceridad en la oración y humildad.
La oración mental trata de poner en contacto nuestra
alma con el Dios vivo, y si sólo produjera imágenes, ideas y
afectos que pudiéramos comprender, sentir y apreciar, no
habría realizado su tarea. Sólo cuando se supera el nivel del
conocimiento y de la imaginación es cuando nos acerca-
mos a Dios, y cuando nos introducimos en la tiniebla, en la
que como no podemos pensar en él, nos vemos obligados
a ir hacia él desde la fe, la esperanza y el amor ciegos. Es
entonces cuando hay que luchar para no abandonar la ora-
ción mental, hay que volver a ella cada día, a pesar de la di-
ficultad, la sequedad y el dolor que podamos sentir. Final-
mente será la gracia de Dios la que realizará el proceso. Y
puede ser que lleve al alma a una simple oración afectiva,
en la que la voluntad con pocas palabras, o con ninguna,
penetre en la tiniebla donde Dios está escondido, con de-
seo sobrenatural y confiado de conocerlo y de amarlo; o
puede ocurrir, que conscientes por la fe de que Dios está

178
presente, nos abandonemos con una sencilla mirada con-
templativa que mantiene nuestra atención puesta en Dios,
que está en cualquier lugar de esa densa nube.
La oración mental es por naturaleza algo personal e in-
dividual; es Cristo el que ora en nosotros. Los deseos y las
penas de nuestro corazón se elevan hacia el Padre celestial
como los deseos y penas de su Hijo, gracias al Espíritu San-
to que nos enseña a rezar, clamando al Padre en nosotros,
“pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como
conviene; más el Espíritu intercede por nosotros con gemi-
dos inefables” (Rm 8,26-27). El objetivo de la oración es
despertar al Espíritu Santo que mora en nosotros y armoni-
zar nuestros corazones con su voz, de forma que dejemos
al Espíritu hablar y orar en nuestro interior, y seamos lo
más conscientes posible de su oración dentro de nuestros
corazones. Esto supone la dificultad de mantener una aten-
ción constante en la sinceridad de nuestro corazón. Nunca
debemos llevar a la oración mental nada que no sintamos o
deseemos sinceramente sentir.
Muchas veces nuestra oración se vuelve fría e indiferente
porque llegamos con unas aspiraciones que no sentimos o
no son verdad en ese momento de oración. La sinceridad
pide que hagamos lo que podamos para salir de la rutina y,
si no nos apetece rezar, será más honesto reconocerlo ante
Dios, que asegurarle que tenemos un gran fervor. Si admiti-
mos la verdad empezaremos la oración en un estado de hu-
mildad, reconoceremos nuestra necesidad de esforzarnos, y
quizás seamos premiados con la gracia de la compunción,
el reconocimiento de nuestra indigencia y frialdad, así
como de nuestra necesidad de Dios. Para un hombre sin
compunción, la oración es un trámite frío que le centra en
sí mismo, mientras que para quien tiene este sentimiento,
la oración le pone cara a cara con Dios en una relación
“yo-tú” que no es imaginaria sino real, espiritual y personal.

179
El fundamento de esta realidad es nuestro sentimiento de
necesidad de Dios, unido a la fe en su amor por nosotros.
Thomas Merton llama la atención sobre el problema de
las distracciones, y nos dice que aprendemos verdadera-
mente a orar y a amar, en el momento en el que la oración
se vuelve imposible y nuestro corazón se hace de piedra.
Considera que si nunca hemos tenido distracciones es que
no sabemos orar. El secreto de la oración es el hambre y la
visión de Dios, que es un sentimiento mucho más profundo
que el lenguaje o el afecto. Quien está perseguido por mul-
titud de pensamientos e imágenes, está obligado a orar en
la profundidad de su corazón, mejor que el que tiene su
mente llena de conceptos claros, propósitos brillantes y ac-
tos de amor fáciles. Por eso es inútil atormentarse por las
distracciones, que a menudo son inevitables en la vida de
oración. Y no es una buena salida usar un libro para orar,
pues la oración puede degenerar en una simple lectura es-
piritual perdiéndose gran cantidad de su fruto, o incluso
arruinando la meditación. Es mucho más provechoso resis-
tir pacientemente las distracciones y aprender algo de nues-
tra impotencia e incapacidad. La única función de la men-
te, la memoria y la imaginación, en la meditación, es poner
nuestra voluntad en presencia de Dios; pero si alguien ya
está acostumbrado a meditar, de la manera más espontá-
nea, su voluntad se dedicará a su labor de amar a Dios en
la oscuridad y el silencio, mientras que la memoria, la men-
te y la imaginación no tendrán tarea real. Entonces la apa-
rición de imágenes, aunque puedan muy bien perturbarnos,
y sean las distracciones más temidas por los santos, son las
más inofensivas; si el que medita es sabio, sólo tiene que
seguir atento a Dios y rechazarlas.
Las distracciones que realmente hacen daño a la oración
y apartan nuestra voluntad de su profunda y pacífica ocu-
pación con Dios, son aquellas que dirigen a la voluntad a la

180
elaboración de los proyectos que nos han preocupado du-
rante todo el día; para los que están llevando una dura car-
ga, es difícil liberarse de esas cosas en el momento de la
oración. Entonces nuestra meditación degenera en una se-
sión mental sobre nuestros problemas de distinta naturale-
za. Por eso no conviene entregarse a un trabajo muy acti-
vo, que no permite despejar la mente de todas las cosas
materiales, si no se hace nada por disminuir la presión del
trabajo antes de la oración.
La esencia de la oración es la voluntad de orar; lo úni-
co que importa es el deseo de encontrar a Dios y de amar-
lo. Si hemos deseado conocerlo y amarlo, ya hemos hecho
lo que se esperaba de nosotros. Es mucho mejor desear a
Dios, sin ser capaces de pensar claramente en él, que tener
maravillosos pensamientos sobre él, si nuestra voluntad no
tiene el deseo de unirse a él. En cualquier caso y cuales-
quiera que sean nuestras distracciones, debemos esforzar-
nos por orar pacientemente, incluso sin palabras, para cen-
trar nuestro corazón en Dios, que se hace presente en
nosotros a pesar de lo que pueda pasar por nuestra mente.
Su presencia no depende de lo que pensemos sobre él,
pues si Dios no estuviera en nosotros no podríamos existir.
Este recuerdo de su presencia, debe ser el ancla más segura
en la tempestad de distracciones y tentaciones de las que
debemos ser purificados.
A través de la meditación se puede llegar a una forma de
contemplación activa cuando con la ayuda de la gracia y
con sus razonamientos, nos acercamos a Dios con amor.
Todos los medios de la vida interior: lecturas, meditación,
oración mental, se ponen en marcha para comprender y
amar a Dios; despiertan y preparan la inteligencia y vuelven
el corazón a Dios. Esta contemplación nos hace obedientes
y humildes para buscar a Dios con la voluntad, nos hace
atentos a Dios y a sus deseos, nos ayuda a pensar en él en

181
vez de en el mundo, a agradarle más que a gozar de lo mun-
dano, a confiar y a abandonamos en él. Esta contemplación
es esencial para la vida cristiana, pues en ella el cristiano
aprende a dirigir su vida bajo la mirada de Dios. La miseria
por sí sola no puede ser el camino hacia la unión contem-
plativa, se necesita un cierto grado de seguridad económica
para proporcionar un mínimo de estabilidad sin el cual es di-
fícil llevar una vida de oración, aunque el contemplativo de-
biera compartir algunas de las privaciones de los pobres.
Sin embargo, la mayoría de los cristianos no llegarán a
ser puramente contemplativos aquí en la tierra, sin que esto
signifique que aquellos cuya vocación sea esencialmente ac-
tiva estén excluidos de todas las gracias de una profunda
vida interior. Hay muchos cristianos que sirven a Dios con
una gran pureza de corazón en una vida sacrificada y acti-
va. Su vocación no les permite encontrar el silencio, la so-
ledad y el sosiego necesarios para quedarse a solas con
Dios. Están muy ocupados sirviendo a los hombres y sus
temperamentos tampoco se prestan a una vida contempla-
tiva, aunque saben cómo encontrar a Dios en cada momen-
to. Viven y trabajan en su compañía, saben que Dios está
dentro de ellos y sin darse cuenta, su humilde oración es
tan profunda y tan interior que les lleva a los umbrales de la
contemplación. Están mucho más cerca de Dios de lo que
pudieran imaginar, por su abandono a la voluntad de Dios
en todo lo que hacen y sufren 9. Thomas Merton ora al Pa-
dre diciendo 10:

“Renuncio Dios mío, a mi afición desmedida a la paz, al


deleite y a la dulzura de la contemplación, de tu amor y tu

9 Cf. T. MERTON, Meditación y contemplación, PPC, Madrid, 1999, con

los escritos de TM: Spiritual Direction and Meditation 1960 y What is Contem-
plation? 1948, trad. M. L. Lezcano, MC, 48-49.82-84; NSC, 224-234.258;
Senda, 76-83.98-99.101-103; EI, 92-94.
10 DS, 39.

182
presencia. Me entrego a ti para amar tan sólo tu voluntad
y tu gloria.
Ya sé que si tú quieres que renuncie a mi manera de de-
searte, es únicamente para que pueda poseerte de veras y
llegar a la unión contigo.
En adelante, intentaré con tu gracia, no empeñarme en
ser “un contemplativo”, en adquirir por mí mismo esa per-
fección.
En cambio, te buscaré sólo a ti, no en la contemplación ni
en la perfección, sino sólo a ti. Puede que entonces sea ca-
paz de hacer las sencillas cosas que tú quieres que haga, y
que las haga como es debido, con intención pura y perfec-
ta, en el silencio, la oscuridad y la paz más absoluta, escon-
dido incluso de mi propio yo y libre de mi deletérea estima”.

Contemplación infusa y unión con Dios

La contemplación pasiva, infusa o mística es una intui-


ción nacida del amor. Es un don de Dios que trasciende to-
das las posibilidades humanas del hombre. Dios da este don
en la medida en la que el orante esté limpio y vacío de toda
afección por las cosas. Esta contemplación se caracteriza
por ser una luz en la oscuridad que permite conocer desco-
nociendo, pues trasciende los conceptos y sensaciones. Es
un contacto con Dios en la oscuridad que proviene de la
unión interior con él. El amor por sí solo basta para la con-
templación, es su fin y su recompensa, pues el mismo acto
de amar es la mayor recompensa del amor. La luz infusa
sobrepasa nuestra naturaleza y nuestra mente, flota en la
atmósfera de la comprensión de una realidad que es oscura
y serena, y que lo incluye todo. Ya no se desea nada más;
el abismo de libertad que se abre en el interior saca al hom-
bre de su personalidad y lo introduce en la inmensidad de la
libertad, la alegría y en el don de entendimiento.

183
En la contemplación infusa no siempre todo es felicidad,
comprensión, alegría, consolación. A veces la paz está es-
condida bajo el dolor, la oscuridad o la aridez. La presencia
de Dios siempre trae al alma paz y fortaleza, pero cuando
hemos sido reducidos a la conciencia extrema de nuestra
impotencia. En la experiencia se encuentra un especial
consuelo en la convicción de que el alma se está dejando
guiar por el amor de Dios, y al mismo tiempo se siente una
inmensa sensación de impotencia, que produce una espe-
cial angustia. En estos momentos sólo la fe, la obediencia y
la paciencia serán las guías para avanzar en el silencio.
Hemos sido creados para la contemplación por la que
conocemos y amamos a Dios tal como es, percibido en una
profunda experiencia que supera todo conocimiento natu-
ral. Aunque todos seremos contemplativos en el cielo, mu-
chos también están destinados a entrar en esta vida sobre-
natural ya en la tierra. La simplicidad y obviedad de la luz
infusa que la contemplación derrama en el alma, la despier-
ta a un nuevo nivel de conciencia, en un ámbito en el que
nunca hubiera podido sospechar, y que sin embargo le pa-
rece familiar. Las formas ordinarias de ver y conocer están
llenas de ceguera, fatiga e incertidumbre, comparadas con
la pura y pacífica comprensión del amor, en la que el con-
templativo puede ver la verdad siendo absorbido por ella.
La certeza natural más profunda no es más que un sueño,
comparada con la contemplación que es un despertar. El
alma se eleva de la tierra como Jacob se despertó de su
sueño y exclama: “Verdaderamente Dios está en este lugar
y yo no lo sabía”.
Aún cuando esta luz sobrepasa absolutamente nuestra
naturaleza, parece normal ver como se ve, poseer la clari-
dad en las tinieblas, tener una certeza absoluta sin la menor
muestra de evidencia lógica, estar llenos de una experiencia
que trasciende la experiencia y permite entrar con serena

184
confianza en profundidades que nos dejan totalmente mu-
dos. Dios toca al hombre y su contacto que es vacío, lo va-
cía. Lo mueve con una simplicidad que lo simplifica. La
mente flota en la compresión de una realidad, que es oscu-
ra y serena, y que lo incluye todo. Ya no se desea nada
más. No falta nada más. La única pena, si es que la pena
es posible, es la conciencia de que todavía se vive fuera de
Dios. El instinto sobrenatural enseña que el abismo de liber-
tad que se ha abierto en el interior del hombre, lo saca fue-
ra de su personalidad y lo introduce en la inmensidad de la
libertad y la alegría. Es la misma persona pero empezando
a existir, lo de antes ya no cuenta, ahora está sumergida
en su pobreza y es libre para entrar y salir del infinito. No
hay nada que pueda penetrar esta paz; sólo la humildad
puede dar la delicadeza y cautela instintivas que impidan
buscar los placeres y satisfacciones que se puedan com-
prender y gustar en esa oscuridad. Si se pide algo para
uno mismo, se mancha y desperdicia el don profundo que
Dios quiere comunicar en el silencio y el reposo de nues-
tras facultades.
No hay nada que se pueda hacer, sólo disponerse a reci-
bir este don reposando en el corazón de la pobreza y res-
ponder a los dones de Dios con acción de gracias, felicidad
y alegría. Lo que alaba a Dios es el vacío ante el abismo de
su realidad, el silencio del hombre en la presencia de su si-
lencio, y su alegría en el seno de la oscuridad serena, don-
de su luz lo absorbe. Es una experiencia que responde bien
a las palabras: “Bienaventurados los limpios de corazón
porque ellos verán a Dios”. Cuando se vuelve a caer en la
confusión, queda una cicatriz en el corazón que quema y
recuerda que hemos vuelto a ser lo que todavía “no so-
mos”, y no nos está permitido permanecer allí donde Dios
desearía que estuviéramos. Éste es el don de entendimien-
to: salimos de nosotros mismos para entrar en el gozo del

185
vacío, donde sólo existe la verdad de Dios, sin límites, sin
mancha, es la verdadera luz que brilla en todos. Es la luz de
Cristo que está en medio de nosotros y que no conocemos.
Thomas Merton escribe 11:

“Aún cuando soy libre de ir y venir, en el momento en el


que intento hablar o pensar sobre ello quedo excluido... y
vuelvo a mi exterior
Sin embargo descubro que puedo reposar en esta noche,
en esta insondable paz sin perturbación ni ansiedad, mien-
tras la imaginación y la mente permanecen de algún modo
activas fuera de ella...
Es un don que viene a mí desde el seno de esa noche sere-
na y depende por entero de la decisión del Amor...”.

Podríamos pensar que la contemplación infusa conlleva


felicidad, comprensión, consolación, alegría, pero algunas
veces la paz está escondida bajo el dolor, la oscuridad o la
aridez. Es verdad que la presencia de Dios en la contem-
plación siempre trae al alma paz y fortaleza, pero cuando
se ha sido reducido a la conciencia extrema de impotencia
e incapacidad. La contemplación es la luz de Dios actuando
directamente sobre un alma debilitada y cegada por sus
apegos externos a causa del pecado original, y la luz de
Dios, como la luz del sol en un ojo enfermo, causa dolor. El
amor de Dios es demasiado puro, y el alma, impura, enfer-
ma y debilitada por su egoísmo, es repelida por la pureza
infinita de Dios, sin entender el sufrimiento producido por
su luz. El alma tiene una idea de Dios llena de narcisismo y
amor propio, y su luz contradice, destruye y rechaza todas
las ideas que el alma se había formado de él. La experien-
cia de Dios en la contemplación infusa es una contradicción
clara de todo lo que el alma había imaginado, porque el

11 Cf. NSC, 238.

186
fuego del amor de Dios lleva a cabo un despiadado ataque
contra el narcisismo del alma, apegada a los consuelos hu-
manos.
La contemplación infusa, tarde o temprano, provoca
una auténtica y terrible revolución interior. La dulzura de la
oración desaparece, es imposible realizar la meditación, o
incluso se convierte en odiosa, las funciones litúrgicas pare-
cen una carga insoportable, la mente no puede pensar, y la
voluntad se hace incapaz de amar, la vida interior se llena
de oscuridad, sequedad y dolor, y el alma llega a pensar,
que por sus muchas infidelidades, su vida espiritual ha llega-
do a su fin. Es un momento decisivo en la vida de oración,
en el que muchas de las personas llamadas a la contempla-
ción, se retiran, como lo hicieron los discípulos de Jesús
ante su dura doctrina (Jn 6,61-67). Cristo ha iluminado los
corazones con un rayo de luz, pero cegados con la intensi-
dad, esta luz se convierte en un rayo de oscuridad. El alma
se rebela, quiere ver, saber adónde va y confiar en su pro-
pia inteligencia y voluntad, en sus propios juicios y decisio-
nes; quiere ser su propia guía. El alma, en estas condicio-
nes, no es capaz de percibir las cosas del Espíritu de Dios.
Cristo nos ha dado su cruz que es un escándalo, y el alma
no puede ir más allá, huye de las cosas interiores y se su-
merge en el trabajo o en las prácticas piadosas externas.
“La luz brilló en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibie-
ron” (Jn 1,5).
Pero en la contemplación infusa siempre hay un ele-
mento positivo. Bajo el sufrimiento, en la oscuridad, en el
dolor, se encuentran señales de que Dios está en medio.
La sequedad es una purificación que pertenece al orden
de la oración infusa; si el alma busca a Dios en la aridez,
la oscuridad y el contratiempo, si se deja guiar por las ins-
piraciones concretas que Dios le envía en cada momento,
aunque las distracciones puedan importunarle, y si en-

187
cuentra en ello una gran serenidad, es señal de que está
ante la oración infusa. Aunque la señal más segura es la
poderosa, misteriosa y simple atracción, que sujeta al
alma prisionera en la tiniebla y la oscuridad, de forma que
aunque esté llena de aflicción y derrota, no quiere huir de
esta aridez.
Todos los bienes creados la dejan insatisfecha y tiene la
convicción de que la alegría, la paz y la plenitud son algo
que solamente pueden encontrarse en esa noche solitaria
de aridez y de fe. Algunas veces esta atracción es tan pode-
rosa que destruye todos los sufrimientos del alma y anula su
dolor y su impotencia; el alma llega a estar totalmente ab-
sorbida en ese deseo de paz inexplicable, que sabe que
puede encontrar en esa soledad y oscuridad. El alma, sin
saberlo, se deja guiar a través de esa noche oscura de la fe
por la fuerza de un amor oscuro que ella todavía no ha lle-
gado a comprender. Es entonces cuando empieza el resur-
gir, cuando consciente de que en esa oscuridad ha encon-
trado al Dios vivo, el alma se turba ante la idea de que Dios
está allí, y de que su amor la rodea y absorbe por todas
partes, no hay ninguna realidad importante fuera de Dios,
el amor infinito, lo demás no importa y aunque la oscuridad
permanece tan oscura como siempre, parece más resplan-
deciente que el día más luminoso. El alma ha entrado en un
mundo nuevo, rico en experiencias que trascienden el nivel
del conocimiento humano y de todo amor natural.
A partir de aquí su vida ha quedado transformada. Pue-
de que los sufrimientos externos, y las dificultades y traba-
jos se multipliquen, pero su vida interior ha llegado a ser
algo muy simple. Consiste en un único pensamiento: amor,
sólo Dios. En todas las cosas, los ojos del alma están fijos
en él, pues él lo es todo. Esta visión incluye en sí misma
toda petición y adoración en un sacrificio continuado ofre-
cido a Dios en reparación incesante. Es un amor puro que

188
Dios infunde en el alma unificando y elevando todas sus
potencias a él, separando cada vez más sus apetencias y
afectos de este mundo y de las cosas perecederas. Sin dar-
se cuenta, el alma hace grandes progresos y se enriquece
con muchas virtudes cristianas, aunque no sea consciente
de ello, pues sólo tiene los ojos puestos en Dios. Entonces
empieza la madurez de la vida espiritual, lo que llamamos la
vía iluminativa, en la que el alma se aproxima hacia la
completa unión con Dios, donde se encuentra la santidad y
la verdadera perfección cristiana.
Una de las paradojas del camino iluminativo es que el
despertar y la iluminación del hombre interior va unido al
oscurecimiento y la ceguera del hombre exterior. A medida
que nuestra conciencia espiritual se va despertando, nues-
tra conciencia exterior y mundana se va aturdiendo y obsta-
culizando. Y cuando la conciencia espiritual interior empie-
za a despertar, es necesario apagar las luces discursivas y
racionales a las que estamos acostumbrados en la medita-
ción, aunque no hay que esforzarse mucho pues es una la-
bor realizada por Dios, pero el contemplativo tiene que co-
laborar con él y no esforzarse en seguir sus hábitos de
oración, que le han llevado a su estado de contemplación
pasiva.
En este camino iluminativo existe otra gran paradoja:
cuando empieza la vida mística, se tiene la sensación de que
la vida espiritual ha llegado a su fin, que se está retrocedien-
do en el camino, hay una firme sensación de forcejeo y
oposición. Es la batalla de Jacob con el ángel (Gn 32,24-
29), la del hombre exterior con el hombre interior. En reali-
dad es una batalla con Dios; nuestro yo interior es el agente
de la semejanza de Dios en nuestra alma, y la batalla es en-
tre nuestra fuerza almacenada en el yo exterior, y la fuerza
de Dios, que es la vida y la realidad del yo interior. Este po-
der es superior a nuestra propia fuerza, es el poder del

189
amor, que brota secretamente del interior del mismo adver-
sario, el poder de Dios que nos hace fuertes, y no le deja-
mos marchar hasta que nos haya bendecido, como Jacob
con el ángel, hasta que seamos merecedores de un nuevo
nombre, como Jacob fue llamado Israel, “el que ve a Dios”.
Este nombre nuevo es el que nos hace contemplativos, es
un nuevo ser y una nueva forma de experimentar. Sin em-
bargo no sabemos el nombre de nuestro adversario, ya que,
incluso, desconocemos nuestro yo interior, como también
desconocemos a Dios. El gozo del contemplativo se consu-
ma en la perfecta unión 12. Thomas Merton recuerda 13:

“Un maestro le preguntó a Chuang: “Muéstrame dónde se


encuentra el Tao”. Chuang replicó: “No hay lugar alguno
donde se encuentre. El Tao es grande en todas las cosas,
completo en todas, universal en todas, total en todas, estos
aspectos son distintos, pero la realidad es una.
Por tanto ven conmigo al palacio de ninguna parte, donde
toda la multitud de cosas son una, donde se puede hablar
de lo que no tiene límite ni fin. Ven conmigo a la tierra del
no-hacer donde el Tao es simplicidad, quietud, indiferen-
cia, pureza, armonía, serenidad, y donde todos estos nom-
bres me dejan indiferente, porque sus distinciones han des-
aparecido. Mi voluntad carece de objetivo allí. Si está en
ninguna parte, ¿cómo iba a ser consciente de ella?; si va y
vuelve, no sé dónde ha estado descansando, no sé dónde
irá a parar al final. La mente queda indecisa en el gran va-
cío, allí el más alto conocimiento queda liberado.
Aquello que da a las cosas su razón de ser no puede ser de-
limitado por las cosas. El límite de lo ilimitado se llama “ple-
nitud”. La carencia de límites de lo ilimitado se llama vacío.
El Tao es el origen de ambos, pero él mismo no es ni pleni-
tud ni vacío. Causa el ser y el no-ser, y no es ser ni no-ser.
Une y destruye, pero no es ni la totalidad ni el vacío”.

12 Cf. EI, 79.109-114.132-134; NSC, 235-242.246-247; Senda, 105-114.


13 CCT, 106-108.

190
EPÍLOGO

Asia, una puerta abierta al mundo:


últimos días en la vida de Thomas Merton

A comienzos de 1968, el padre Louis recibió una invita-


ción para ir a Bangkok a una reunión de abades benedictinos
y cistercienses para promover la renovación monástica en el
mundo. Quería aprovechar para visitar algunos lugares zen
en el camino. Antes había recibido otras muchas invitaciones
que había rechazado. En su diario escribe que “pensaba en-
contrar en Asia, algo o alguien que le ayudara en su propia
búsqueda espiritual” 1. Hasta el final de su vida Thomas Mer-
ton fue un peregrino en busca de vida interior. Visitó Calcuta,
Nueva Delhi, el Himalaya para visitar al Dalai Lama, Madrás,
Ceilán y Bangkok, como recoge su Diario de Asia.
En Calcuta dio una conferencia informal sobre “Visión
del monacato”, que no era lo que tenía preparado ante la
gran pobreza con la que se encontró. Habló del monje
como una persona marginal, que se sitúa deliberadamente
al borde de la sociedad con el fin de profundizar en la expe-
riencia fundamental del hombre; el monje es una persona
que busca algo más profundo que la muerte, a Dios, la reali-
dad última. Se lamentó del temporal monástico de la época
y defendió a todos los que intencionadamente se hacen irre-

1 DII, 251, 9 de septiembre de 1968.

191
levantes. Habló de convergencia y unidad religiosa, y dijo
que el nivel más profundo de la comunicación es la comu-
nión, ese nivel donde no hay palabras, pues está más allá de
ellas, aunque esto no significa descubrir una nueva unidad,
porque ya todos somos uno y debemos ser lo que somos.
Subrayaba la importancia de una comunicación seria entre
contemplativos de diferentes tradiciones, disciplinas y religio-
nes, lo que podría contribuir al desarrollo del hombre en un
momento crucial de la historia de crisis y de elecciones funda-
mentales. Consideraba que existía el peligro de perder una he-
rencia espiritual acumulada por cientos de generaciones de
santos y contemplativos, y que era importante que este ele-
mento de libertad trascendente, se conservara intacto para lle-
gar a una plena madurez del hombre universal. Era consciente
de estar dando testimonio de una conciencia universal nueva,
que podría ser de libertad y visión trascendente, o de una enor-
me niebla de trivialidades mecanizadas y de clichés éticos, lo
que supone una gran diferencia, que merecería la atención de
todas las religiones y de las filosofías humanistas no religiosas.
Le solicitaron que hiciera la oración de clausura, y pues-
to en pie pidió que todos se levantaran y unieran sus ma-
nos. Les hizo ver que estaban tratando de crear un nuevo
lenguaje de oración, y que este lenguaje tenía que brotar de
algo que trascendiera todas las tradiciones, a través de la
mediación del amor; las cosas que están en la superficie
son nada, lo que está en lo profundo es lo real pues somos
criaturas del amor. Les pidió que trataran de concentrarse
en el amor que había en ellos, y estaba entre todos. Reco-
noció que no sabía exactamente qué decir, y que iba a guar-
dar un momento de silencio, luego dijo:

“Señor Dios, somos uno contigo. Tú nos has hecho uno


contigo. Tú nos has enseñado que si permanecemos abier-
tos unos a otros, tú moras en nosotros.

192
Ayúdanos a mantener esta apertura, y a luchar por ella
con todo corazón. Ayúdanos a comprender que no puede
haber entendimiento mutuo si hay rechazo.
Señor, aceptándonos unos a otros de todo corazón, plena-
mente, totalmente, te aceptamos a ti y te damos gracias,
te adoramos y te amamos con todo nuestro ser, porque
nuestro ser es tu ser, nuestro espíritu está enraizado en tu
Espíritu.
Llénanos, pues, de amor y únenos en el amor, conforme
seguimos nuestros propios caminos, unidos en este único
Espíritu que te hace presente en el mundo, y que te hace
testigo de la suprema realidad que es el amor.
El amor ha vencido, el amor es victorioso. Amén” 2.

Desde Calcuta tuvo la oportunidad de ir a visitar al Da-


lai Lama a Dharamsala en el Himalaya. Un monje le ense-
ñó el método de control interior mientras se medita y tam-
bién el “gran camino de toda comprensión”. Con el Dalai
Lama habló de técnicas de concentración y de teorías de
conocimiento. Aprendió que los lamas se oponen a la so-
ledad absoluta, que sólo debe ser un medio para el com-
promiso, y que lo importante para ellos es la compasión.
Su modelo de santidad está centrado en el amor y en la
compasión. Hablaron de los métodos de dominar las pa-
siones y sobre el sentido de los votos, si eran una forma de
iniciación espiritual, si una vez hechos se seguía progre-
sando en la vida espiritual, y sobre los grados de ese pro-
ceso. Le preguntaban qué sucedía si un monje moría sin
haber logrado la “iluminación perfecta”. Y fue consciente
de que aparte de la pobreza también había visto la belleza de
la India 3.

2 DA, 281.
3 DA, 65-66, 24 de octubre 1968, 267-269.278-279; DA, 132-133, 8 de
noviembre, 1968.

193
En Sri Lanka visitó Polonnaruwa, una antigua ciudad de-
rruida, lugar de peregrinación conocido por sus colosales esta-
tuas de Buda esculpidas en piedras enormes, donde la más im-
presionante es la figura yacente del Buda dormido. Y escribe 4:

“Me permitieron acercarme a los budas, descalzo y tranqui-


lo, mis pies sobre la hierba y la arena húmedas. Después, el
silencio de aquellos extraordinarios semblantes. Sus amplias
sonrisas. Enormes y a la vez sutiles. Sin preguntar nada, sa-
biéndolo todo, sin rechazar nada: una paz que no procedía
de la resignación emocional, sino del “vacío”, de quien ya lo
ha visto todo, sin tratar de desacreditar a nadie ni a nada, sin
refutación, sin establecer ninguna otra argumentación… Me
sentí aliviado y agradecido por la evidente claridad de las fi-
guras… Mientras miraba esas figuras, de repente, como en
una sacudida me sentí proyectado fuera de la visión habitual
medio atada que tenemos de las cosas, y se hizo evidente y
obvia una claridad interior que parecía brotar desde las mis-
mas rocas…La cuestión aquí reside en que no hay ningún
enigma, ni problema, ni misterio alguno porque lo que real-
mente importa, está claro. Todo es vacío y todo es compa-
sión… No recuerdo haber tenido nunca este sentimiento de
belleza y de autenticidad espiritual fundiéndose juntos en una
iluminación estética. Quiero decir que sé y he visto aquello
que andaba buscando a oscuras. Esto es Asia por encima de
toda sombra o apariencia, Asia pura, clara y completa. No
necesita nada y puede permanecer en silencio, desconocida
y sin propaganda. No necesita ser descubierta, somos nos-
otros los que necesitamos descubrirla.

Participó en la reunión de Bangkok y dio su conferencia


el 10 de diciembre de 1968, sobre “Marxismo y perspecti-
vas monásticas” 5. Ese mismo día murió electrocutado en
un absurdo accidente, cuando parece se había duchado y se

4 Cf. DA, 212-214; DII, 283-284, 4 de diciembre, 1968.


5 DA, 289-304.

194
preparaba para descansar un rato antes de seguir las sesio-
nes. Las últimas entradas en su diario son de los días 7 y 8
de diciembre en los que cuenta sus planes de viaje.
Creo que este último párrafo es un buen compendio de
su vida y de su oración 6:

“Desde mi cuna, Cristo, te he conocido en todas partes, y


aunque haya pecado, he podido entrar en ti, y he sabido,
que tú eras mi mundo.
Tú has sido mi Francia y mi Inglaterra, mis mares y mi
América.
Tú has sido mi vida y mi aire”.

6 DS, 127.

195
COLECCIÓN “ESPIRITUALIDAD”
libros publicados

ALBAR, L.: Descenso a las profundida- - Una espiritualidad desde abajo.


des de Dios.
HANNAN, P.: Tú me sondeas.
ANGELINI, G.: Los frutos del Espíritu.
ASI, E.: El rostro humano de Dios. La JÄGER, W.: En busca del sentido de la
espiritualidad de Nazaret. vida.
AVENDAÑO. J. M.ª.: La Hermosura de JOHN DE TAIZÉ: El Padrenuestro... un
lo pequeño. itinerario bíblico.
- Dios viene a nuestro encuentro.
LAFRANCE, J.: Cuando oréis decid:
– Apuntes de vida y esperanza.
Padre...
– Huellas de Dios en las afueras de la
ciudad. - El poder de la oración.
- El Rosario. Un camino hacia la ora-
BALLESTER, M.: Hijos del viento. ción incesante.
BEESING, M.ª y otros: El eneagrama. - La oración del corazón.
Un camino hacia el autodescubri- - Ora a tu Padre.
miento. LAMBERTENGHI, G.: La oración me-
BIANCHI, G.: Otra forma de vivir. dicina del alma y del cuerpo.
BOADA, J.: Fijos los ojos en Jesús. LOEW, J.: En la escuela de los grandes
- Mi única nostalgia. orantes.
- Peregrino del silencio. LÓPEZ VILLANUEVA, M.: La voz, el
BOHIGUES, R.: Una forma de estar en amigo y el fuego.
el mundo: Contemplación. LOUF, A.: El espíritu ora en nosotros.
BOSCIONE, F.: Los gestos de Jesús. La - Mi vida en tus manos.
comunicación no verbal en los Evan- - Escuela de contemplación. Vivir según
gelios. el “sentir” de Cristo.
BOYER, M. G.: Mi casa, el primer lu- LUTHE, H. y HICKEY, M.: Dios nos
gar de oración. quiere alegres.
EIZAGUIRRE, J.: Una vida sobria, hon- MARTÍN, F.: Rezar hoy.
rada y religiosa. MARTÍN VELASCO, J.: Testigos de la
ESTRADE, M.: Shalom Miriam. experiencia de la fe.
FERDER, F.: Palabras hechas amistad. MARTÍNEZ LOZANO, E.: El gozo de
FERNÁNDEZ-PANIAGUA, J.: Las ser persona.
Bienaventuranzas, una brújula para – ¿Dios hoy? Creyentes y no creyentes
encontrar el norte. ante un nuevo paradigma.
- El lenguaje del amor. - Donde están las raíces.
- Nuestra cara oculta. Integración de la
GÓMEZ MOLLEDA, D.: Pedro Poveda, sombra y unificación personal.
hombre de Dios. MARTÍNEZ OCAÑA, E.: Cuando la
- Cristianos en una sociedad laica. Palabra se hace cuerpo... en cuerpo
GRÜN, A.: Buscar a Jesús en lo coti- de mujer.
diano. - Cuerpo espiritual.
- Evangelio y psicología profunda.
- La mitad de la vida como tarea espi- MARTINI, C. M.: Cambiar el corazón.
ritual. MAURIN, D.: Un camino hacia Dios.
- La oración como encuentro. MERLOTTI, G.: El aroma de Dios. Me-
- La salud como tarea espiritual. ditaciones sobre la creación.
- Nuestras propias sombras. MORENO DE BUENAFUENTE, Á.:
- Nuestro Dios cercano. Palabras entrañables.
- Si aceptas perdonarte, perdonarás. - Voz arrodillada. Relación esencial.
- Su amor sobre nosotros. - Voy contigo. Acompañamiento.
- A la mesa del Maestro. SAMMARTANO, N.: Nosotros somos
- Habitados por la Palabra. testigos.
- Desiertos. Travesía de la existencia. SEQUERI, P.: Sacramentos, signos de
OSORO, C.: Cartas desde la fe. gracia.
- Siguiendo las huellas de Pedro Poveda.
TEPEDINO, A. M.ª: Las discípulas de
PACOT, S.: Evangelizar lo profundo del Jesús.
corazón. TOLIN, A.: De la montaña al llano.
PAGLIA, V.: De la compasión al com-
promiso. Claves para en encuentro con
PÉREZ PRIETO, V.: Con cuerdas de Jesús.
ternura. TRIVIÑO, M.ª. V.: La oración de inter-
POVEDA, P.: Amigos fuertes de Dios. sección.
- Vivir como los primeros cristianos.
URBIETA, J. R.: Treinta gotas de Evan-
RAGUIN, Y.: Plenitud y vacío. El cami- gelio.
no zen y Cristo.
RECONDO, J. M.: La esperanza es un VAL, M.ª T.: Orantes desde el amanecer.
camino. VEGA, M.: Contemplación y Psico-
RÓDENAS, E.: Thomas Merton, el hom- logía.
bre y su vida interior.
RUPP, J.: Dios compañero en la danza ZUERCHER, S.: La espiritualidad del
de la vida. eneagrama.

COLECCIÓN “ICONO”
libros publicados

CLÉMENT, Oliver. Unidos en la ora- SIMONOS PETRAS, E. de: Luz en la


ción. Padrenuestro. Oración al Espí- noche.
ritu Santo. Oración a San Efrén.
SORA, Nilo de: Memoria de Dios. Guía
DONADEO, María: El icono. Imagen de
para orar siempre.
lo invisible.
GRANADO, Carmelo: Los mil nombres UN MONJE DE LA IGLESIA DE
de Jesús. Textos espirituales de los ORIENTE: Amor sin límites.
primeros siglos.
UN CARTUJO: Ver a Dios con el cora-
MATTA EL MESKIN: Consejos para zón. La práctica de la oración del
la oración. Introducción de Jaume corazón.
Boada.
UN MONJE CONTEMPLATIVO: Dios
NOUWEN, H. J. M.: La belleza del
Señor. Rezar con los iconos. amor nos deifica.

PENNINGTON, B.: y BOLSHAKOFF, S.: WARE, Kallistos: El Dios del misterio y


En busca de la verdadera sabiduría. la oración.

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