Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
Elvira Rodenas
Elvira Rodenas Ciller
Thomas Merton
El hombre y su vida interior
NARCEA, S. A. DE EDICIONES
En el nombre del Señor
Cubierta: Aderal
ISBN: 978-84-277-1531-8
Depósito legal: SE-5095-2010
Impreso en España. Printed in Spain
Imprime: Publidisa
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribu-
ción, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los ti-
tulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser consti-
tutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro
Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
ÍNDICE
Introducción ........................................................ 9
Su idea de “hombre”
Conciencia de sí mismo..................................... 51
El hombre y su problema................................... 56
“Hijo de Dios”: un ser para el amor creado libre .. 58
Imagen y semejanza.......................................... 63
El espíritu cautivo ............................................. 66
Cristo nuestro mediador .................................... 70
Santidad e identidad.......................................... 75
El hombre espiritual y su nada ........................... 80
Felicidad y dolor ............................................... 85
5
El encuentro con Dios ....................................... 97
De la fe a la sabiduría ........................................ 102
Esperanza y humildad ....................................... 107
“Crecer en Cristo”, una vida de caridad y miseri-
cordia .............................................................. 111
Hacer la voluntad de Dios.................................. 118
Soledad y comunión ......................................... 121
Renuncia cristiana y pureza de corazón............... 127
La santidad en Cristo, una vida en el Espíritu ...... 132
“La mujer vestida de sol” ................................... 137
Iglesia y santidad............................................... 139
Vida interior y trabajo ....................................... 145
Por la paz ........................................................ 150
Oración y contemplación
Vida cristiana y oración ..................................... 157
El hombre, un ser para la contemplación ............ 161
La búsqueda de Dios y su ausencia ..................... 165
¿Qué es la contemplación? ................................ 170
Oración mental y contemplación activa............... 177
Contemplación infusa y unión con Dios ............... 183
Epílogo
Asia, una puerta abierta al mundo: últimos días
en la vida de Thomas Merton............................. 191
6
ABREVIATURAS UTILIZADAS EN EL TEXTO
7
INTRODUCCIÓN
9
ternura, y habría reconocido en los momentos actuales mu-
chas de las ilusiones de su época monástica. Como pocos en
su tiempo, supo proyectar desde la soledad de su monaste-
rio, y desde las luchas de su corazón inquieto e insatisfecho,
una mirada compasiva sobre las personas, acontecimientos y
locuras de una sociedad, cada vez más desquiciada y necesi-
tada de una reconducción hacia unos valores olvidados. Fue
peregrino solitario en la misión de contradecir la obsesión de
la mayoría por las formas visibles y sociales de la vida, inclu-
so por las apariencias de la vida monástica”.
Según el arzobispo Jean Jadot: “No es un gran pensador
o filósofo, sino alguien con intuiciones, sentimientos y una
gran capacidad de ver hacia dónde caminar en un tiempo de
confusión. Se le recordará en la historia de la espiritualidad,
no como el hombre que abrió nuevos caminos, sino como al-
guien que volvió a abrir viejos caminos que habíamos olvida-
do. Tuvo la habilidad de hablar en términos nuevos sobre co-
sas, actitudes y valores que eran corrientes hace mil o mil
quinientos años”. Y nos dice Jim Forest, su biógrafo, que ante
todo, fue un monje que pasó muchas horas de su vida en ora-
ción y meditación, y esto sin duda ha marcado toda su obra.
Thomas Merton habla de temas de gran importancia en
nuestro mundo actual, como: Dios con nosotros y vida inte-
rior; ambición, orgullo, codicia, odio, ingratitud, pereza, y
humildad, amor, solidaridad, caridad, justicia social, sinceri-
dad, paz, creación, trabajo, transformación del mundo;
nuestro yo exterior unido a la diversión, y vida de oración y
contemplación; la soledad y los otros, comunión; vida de fe
que es vida de esperanza y caridad; importancia del hom-
bre en el mundo actual, su identidad, su santidad, su fin.
Merton trata en definitiva de buscar la verdad del hombre1.
1 A lo largo de todo el texto voy a utilizar la palabra “hombre” para referirme
10
Me parecen de una gran actualidad, en nuestro mundo
secularizado, sus palabras: “Son muchos los cristianos que
no aprecian la grandiosa dignidad de su vocación a la santi-
dad, al conocimiento, al amor y al servicio de Dios; no co-
nocen las grandes posibilidades que nos da Dios en nuestro
camino de perfección, de gozar de su conocimiento y de su
amor; y otros que se consideran cristianos no tienen idea
del inmenso amor de Dios hacia ellos, y del poder de ese
amor para llevarlos a la felicidad”.
El autor describe su doctrina espiritual en sus libros, dia-
rios, cartas, desde el monasterio Santa María de Getsemaní
en Kentucky, siendo monje trapense. Su doctrina no es pura
especulación sino fruto de su experiencia de vida, Dios llamó
a su puerta a lo largo de toda su vida, igual que nos llama a
cada uno de nosotros, y Merton, nos ofrece claves para
nuestra respuesta y vida interior, que nos lleve a «cenar» y a
la unión con él. Pero no creamos que en sus obras vamos a
encontrar respuestas a las contradicciones y paradojas que
nos presenta la vida continuamente, que son las mismas con
las que él vivió: su deseo de “no-ser” para que Cristo lo fuera
todo en él y la egolatría de sí mismo; su crítica continua que
ayuda a cambiar el mundo y su deseo de desechar las cargas
del juicio, la censura, la crítica, para poder llegar a ser un
contemplativo; la vida de fe y la duda, pues no puede haber
fe si no hay duda; su inmenso deseo de soledad y silencio, y
su necesidad de vivir para los “otros”; la presencia de Dios y
su ausencia; la justicia social y la pobreza evangélica, frente a
la necesidad de estabilidad económica para poder llevar una
vida de oración… Cada uno de nosotros tenemos que resol-
ver nuestras propias contradicciones, encontrar nuestro pa-
pel en el mundo, y como nos dice Thomas Merton, solamen-
te podremos lograrlo en Cristo y con Cristo.
Por último mis agradecimientos al Profesor José Gª de
Castro SJ, porque en sus clases conocí y nació en mí el
11
deseo de estudiar a este autor por lo que siempre le esta-
ré agradecida; también al Profesor Santiago Arzubialde
SJ, porque sus clases de Espiritualidad me han ayudado a
sistematizar la doctrina espiritual de Thomas Merton que
aquí se presenta, y que a mi juicio constituye un auténti-
co, aunque breve, tratado de Teología Espiritual, total-
mente pegado a la Escritura y a la vida; a la Universidad
Pontificia Comillas, profesores, personal de administra-
ción y servicios, a su estupenda biblioteca, por los bellos
años allí vividos estudiando Teología, que sin duda han
marcado mi vida.
Pero el mérito de este libro no puede ser de nadie más
que de Thomas Merton. Las ideas y los textos que aquí se
presentan son los suyos. Mi única labor ha sido la de ras-
trear sus obras buscando su doctrina espiritual, seleccionar
los textos y ensamblarlos, o bien contarlos, formando un
cuerpo de doctrina. Se inicia el estudio con una breve des-
cripción de su vida y su proceso de conversión, pues creo
que ayudan a comprender su doctrina espiritual, y además
permiten conocer algunas de las facetas de la rica persona-
lidad de este autor, que desborda este libro.
REFERENCIAS
12
UN MONJE PARA EL MUNDO
Primeros recuerdos
del original The Seven Storey Mountain, 1948, su autobiografía, gran éxito co-
mercial que produjo muchas conversiones y le hizo famoso, MSC, 38.
13
a Saint Antonin una ciudad medieval amurallada, y es pre-
ciosa la descripción que hace de la ciudad con la iglesia en
el centro, una iglesia que se veía desde todas partes, y don-
de todas las calles confluían; el centro de la vida de la ciu-
dad, que con su capitel dirigido al cielo animaba a los hom-
bres a elevarse hacia Dios, y proclamaba su gloria; una
iglesia, que formaba parte del paisaje de la ciudad y de sus
colinas circundantes. Recuerda la colección de libros sobre
Francia de su padre, sus imágenes de catedrales y abadías
antiguas que le fascinaban y cautivaban su corazón. Con-
templaba las ruinas de Cluny y de la Grande Chartreuse, y
se imaginaba cómo habría sido allí la vida, y cómo su cora-
zón había sentido una cierta nostalgia de respirar el aire de
aquellos valles solitarios, y de escuchar su silencio.
A los once años empezó sus estudios, con niños de fa-
milias acomodadas, interno en el liceo Ingres de Montau-
ban, al que consideraba como una prisión. Niños que fue-
ra de la escuela eran pacíficos y hasta humanos, cuando
se juntaban dentro, parecía que algún espíritu diabólico de
crueldad, vicio, obscenidad, blasfemia, envidia y odio, les
uniera frente a toda bondad. Lo define como estar en
contacto con el cuerpo místico del diablo. Se hizo amigo
de niños pacíficos, con más ingenio que malicia, y con
ambiciones y sueños, y que desde el primer año escribían
novelas y discutían sobre ellas. Estos niños no podían
identificarse con el ideal de Francia que tenía su padre. Si
el mal es la ausencia de bien, el bien allí había sido co-
rrompido, y esto sólo era el ejemplo de lo que pasaba en
toda Francia y en el mundo. Cuando en 1928 salía del li-
ceo para ir a Inglaterra con su padre, su sensación era de
libertad.
En Inglaterra fue a vivir con su tía Maud, y en el otoño
de 1929 entró en la escuela pública de Oakham para pre-
parar su ingreso en la Universidad. Escribe: “Oakham, Oa-
14
kham, la lobreguez gris de las noches invernales en la bu-
hardilla, en la que siete u ocho chicos a la luz del gas, ruido-
sos, ansiosos, mal hablados, riñendo y gritando, bebíamos
y comíamos patatas, hasta sumirnos en el silencio, atonta-
dos y asqueados”. Durante su estancia allí tuvo que sufrir la
enfermedad de su padre, un tumor de cabeza, y cuando fue
consciente de su gravedad relata como se sintió: “Sin ho-
gar, sin familia, sin patria, sin padre, sin amigos, sin paz in-
terior o confianza o luz o comprensión propia..., sin Dios,
también sin Dios, sin cielo, sin gracia, sin nada”. Recuerda
la impresión que le causaban las visitas a su padre, con la
impotencia de no poder hacer nada por él. Cree sin embar-
go, que en aquellos días, su padre sin poder hablar, se en-
contraba unido a Dios, y que Dios le daba luz para enten-
der y hacer uso de su sufrimiento para su propio bien, para
perfeccionar su alma, un alma grande, de amplias miras,
llena de natural caridad; un hombre de una honradez inte-
lectual excepcional y gran sinceridad, que sin poder hablar,
se comunicaba a través de los iconos bizantinos que pinta-
ba. Su padre moriría en 1931 cuando tenía dieciséis años,
y esto le dejó triste y deprimido, pero cuando todo pasó, se
sintió libre, ¡libre de poder hacer todo lo que su voluntad
quisiera! Pero tuvieron que pasar cinco o seis años hasta
que comprendiera en qué cautividad había caído. Se convir-
tió en un auténtico hombre del siglo XX, el siglo de las bom-
bas y los gases tóxicos, un hombre con la sangre envenena-
da y viviendo en la muerte. Fue entonces cuando su abuelo
Pop organizó las cosas para que él y su hermano pudieran
disponer de una cantidad de dinero para poder vivir y pa-
gar sus estudios.
Aunque no fue negativo todo lo que le dejó Oakham, allí
descubrió al poeta W. Blake, y su amor por él fue una gra-
cia de Dios. Trataba de entender cómo era este hombre,
que siendo un revolucionario odiaba a revolucionarios
15
como Voltaire y Rosseau, y comprendió que su rebelión era
la de los santos, la del amante de Dios que no podía sopor-
tar la piedad y religiosidad falsas, en las que el amor de
Dios había sido borrado por los convencionalismos. Para
Blake, la Iglesia católica era la única que enseñaba el autén-
tico amor de Dios, y sobre él haría más tarde su tesis de
máster en la Universidad de Columbia. Y este poeta, por la
gracia de Dios, despertó en su alma algo de fe y de amor, y
por él, de forma indirecta, se bautizó en la iglesia católica.
También leyó en esa época el Manifiesto comunista de
Marx y las pruebas de Duns Scoto sobre la existencia de un
Ser Infinito.
En 1933 entró en el Clare College de la Universidad de
Cambridge, lo que recuerda como un tiempo horroroso, a
pesar de haber conocido a Dante, pero siempre metido en
juergas y líos con los amigos, por lo que su tutor, su tío
Tom, ante su conducta irregular, le sugirió que marchara
con sus abuelos a Estados Unidos. Así a finales de 1934,
abandonó Europa para siempre alegrándose de no volver al
ambiente húmedo y enrarecido de Inglaterra, donde la gen-
te estaba moralmente muerta, lo que ocurría en toda Euro-
pa que se había convertido en un continente triste y lleno
de malos presagios con la amenaza de Hitler.
En la reflexión que hizo sobre su vida durante su viaje en
barco, encontró que sus sueños de fantásticos placeres eran
locos y absurdos, y que él mismo se había convertido en
una persona muy desagradable. Pensaba que se estaba pro-
duciendo en el mundo un florecimiento de lujurias y vanida-
des baratas, mezquinas y repulsivas, como no había ocurri-
do desde la antigua Roma; todo por un capitalismo que
fomenta cualquier mal, con tal de hacer dinero. Enonces no
era consciente de que sólo la infinita misericordia de Dios
ha impedido que nos despedacemos unos a otros, que aun-
que los hombres creen que las guerras prueban la inexisten-
16
cia de Dios, gracias a que Dios existe, hay hombres y muje-
res que superan el mal con el bien, el odio con el amor, la
codicia con la caridad, y la lujuria y la crueldad con la santi-
dad 2.
Más tarde recuerda estos hechos de su vida para su au-
tobiografía y escribe 3:
Su experiencia de Dios
17
ba las reuniones de los cuáqueros, y a una de esas reunio-
nes acudió con su padre, cuando su madre tuvo que mar-
char al hospital.
En Montauban, tampoco fue los domingos a la catedral
católica como hacían los demás chicos; se quedaba leyendo
en el liceo, y un ministro protestante explicaba la Escritura
al grupo que estaba en sus mismas condiciones. No se des-
prendía de esta enseñanza una espiritualidad profunda,
pero él agradeció ese algo de religión recibido. Fue su pa-
dre el que le inculcó la educación religiosa y moral, una for-
mación que surgía de las conversaciones de cada día. Su
padre era un hombre bueno y “un buen hombre, del tesoro
de su corazón produce buen fruto”. No recordaba las ense-
ñanzas del pastor, y en cambio nunca olvidaría la traición
de Pedro a Jesús, cómo Pedro había llorado amargamente,
y el amor a los enemigos, que su padre le había enseñado.
Finalmente los años en Inglaterra con su tía Maud, fue-
ron “sus años religiosos”, iba a la iglesia, se sentía sincera-
mente religioso y estaba feliz y en paz, era piadoso y dis-
frutaba con esas prácticas; sin embargo los frágiles muros
de su ilusión religiosa se derrumbaron en cuanto llegó a la
escuela pública en Oakham. Allí sufrió una seria enferme-
dad por gangrena en un dedo del pie y estuvo en el hospi-
tal durante varias semanas, pero el pensamiento de Dios o
la oración, no entraron en su mente —incluso los había re-
chazado— aunque consideró su mejoría como una gracia
de la misericordia de Dios; tenía diecisiete años. Pero cuan-
do estaba en la capilla y se rezaba el credo, él declaraba el
suyo propio: “no creo en nada”.
En su viaje a Roma, en las vacaciones de Pascua de
1933 antes de ir a Cambridge, fue donde tuvo un principio
de conversión. Se sentía mal, tenía la libertad con la que
había soñado pero no era feliz. Visitó la Roma imperial con
desgana, sin embargo se quedó impresionado por los fres-
18
cos de las iglesias católicas; se encontró con un arte lleno
de vitalidad espiritual, seriedad y pudor, sin pretensión, sin
fingimiento, sin nada teatral en torno suyo, su solemnidad
era su propia simplicidad, y empezó a vislumbrar su servi-
cio a unos fines superiores, espirituales, litúrgicos, que él
no podía comprender. Estaba fascinado por los mosaicos
bizantinos y se convirtió en peregrino que buscaba la ins-
trucción a través de aquellos altares, mosaicos y santuarios.
Allí empezó a comprender quién era aquella persona a la
que llamamos Cristo. Los santos habían dejado en las pare-
des de las iglesias palabras, que por la gracia de Dios, él
podía aprehender, aunque no descifrar del todo. La fuente
más real e inmediata de esa gracia, de ese conocimiento,
era Cristo mismo, presente en aquellas iglesias en todo su
poder, su humanidad y su presencia. Se quedaba solo con
el tremendo Dios y era él, el que le enseñaba quién era. En
su autobiografía escribe:
19
y corrupción de su alma, y empezó a rezar con muchas lá-
grimas. Su padre se había convertido en un intermediario
entre Dios y él. A la mañana siguiente fue a Santa Sabina,
la iglesia de los dominicos, y por primera vez rezó en una
iglesia. Vio el claustro a través de una ventana, y escribe:
“Sentado al sol, sobre un muro, saboreé la alegría de mi
paz íntima, imaginando cómo mi vida iba a cambiar, cómo
me haría mejor”. Fue al monasterio trapense de Tre Fonta-
ne, visitó la iglesia, pero no quiso entrar en el monasterio
para no perturbar el silencio de los monjes; allí, en ese mo-
mento, pensó que le gustaría ser monje trapense.
En las vacaciones de verano con su familia americana si-
guió leyendo la Biblia, fue a las celebraciones de la iglesia en
la que su padre había sido organista, pero se sintió irritado
con el culto; fue a una reunión de los cuáqueros y se mar-
chó sin que terminara, leyó cosas sobre los mormones que
no le interesaron. Y perdió el interés por la religión cuando
comprobó que sus amigos tenían la suya propia: el culto a
Nueva York, su vida, sus teatros de variedades, cines y taber-
nas. Finalmente con su vida en Cambridge se borraron los
últimos resquicios de vitalidad espiritual y de libertad divina,
inculcada por Dios en su alma. Estaba esclavizado con las
cadenas de un insufrible dolor, y ésta es la auténtica crucifi-
xión de Cristo: Cristo muere una y otra vez con cada uno de
nosotros, que habiendo sido creados para participar del
gozo y de la libertad de su gracia, sin embargo le negamos 4.
Conversión
20
Douglaston; más tarde pensaría lo mucho que le debía a
esta universidad. Encontró que Columbia estaba llena de
aire fresco y de luz, quizás porque la mayoría de los estu-
diantes trabajaban y apreciaban cada hora de clase recibi-
da, aunque para él no había mucho que apreciar, sólo la
buena relación entre profesores y alumnos. Además había
una estupenda y enorme biblioteca, de donde se podían sa-
car montones de libros. El lema de esta universidad religio-
sa, fundada por protestantes sinceros, era: “En tu luz, vere-
mos la luz”, y fue en este centro donde el Espíritu Santo iba
a mostrarle su luz a través de amigos, profesores y lecturas.
Columbia era considerada por muchos una universidad
comunista, y envuelto en ese mundo, Thomas pensaba que
si la sociedad está mal y las clases trabajadoras están opri-
midas por los empresarios, había que luchar para cambiar
la situación, había que luchar contra el capitalismo que te-
nía la culpa de la corrupción, y la mejor forma era desde
una posición comunista. Terminó siendo un piquete que
participaba en manifestaciones pacifistas: “barcos de guerra
no, libros sí”, “abajo las guerras”. Pero esa militancia acabó
cuando uno de los dirigentes vino a luchar en la guerra civil
española. Se preguntaba qué significaba un compromiso
para ellos que no creían en la ley natural ni en la concien-
cia, y llegó a la conclusión de que no tenían intención de
atarse a nada. Encontró otras contradicciones en las teorías
comunistas, tampoco veía claro el estado que propugna-
ban, y su parte activa en la revolución sólo duró tres meses.
Cree que debe a su profesor Van Doren el que su contribu-
ción comunista durara poco, pues ya entonces había pre-
parado su mente para “no aceptar cualquier estupidez”.
Este profesor no era católico, pero tenía un entendimiento
sobrio y sincero, sin ningún tipo de tendencias, y abrió y
preparó su mente para recibir la semilla de la filosofía esco-
lástica, lo que fue una gracia de Dios. Fue en sus clases
21
donde oyó algo sensato sobre las cosas fundamentales:
vida, muerte, tiempo, amor, pesar, miedo, sabiduría, sufri-
miento, eternidad.
Hacía una vida similar a la de Cambridge, salía con
amigos hasta altas horas de la mañana, hablaban, fuma-
ban, bebían, y escuchaban jazz. Preparaba su Bachillerato
en Artes, y escribía en distintas publicaciones universita-
rias, como la revista Jester a la que ilustraba con sus dibu-
jos. Iba al piso donde se editaba la revista y tocaba jazz en
el piano con un gran estruendo. Tenía una cierta capaci-
dad para el trabajo, la actividad y el goce; nunca había he-
cho tantas cosas al mismo tiempo y con tanto éxito. Las
cosas empezaban a resultarle fáciles, pero Dios quería lle-
varle por otros derroteros; tuvo una crisis de sobreexcita-
ción que le produjo una gastritis, y un amor no correspon-
dido que le hizo sentirse realmente mal. Además murió su
abuelo Pop, después su abuela, lo que le produjo una gran
tristeza. Ante la muerte de Pop, de una forma espontánea
se arrodilló a los pies de la cama y rezó. Luego pensaría
que era la forma de agradecerle toda su bondad a lo largo
de los años. Se había quedado solo con su hermano John
Paul, con el que recorría los cines cuando coincidían en
vacaciones.
Lo más real que Columbia le dejó, fue a sus amigos, “a
los que Dios reunió para sacarlos de la confusión en la que
todos se encontraban”. Lax, Gibney y Gerdy habían habla-
do sobre la posibilidad de convertirse al catolicismo. Lax te-
nía un profundo sentido de Dios, y junto con Gerdy, sería
finalmente bautizado en la iglesia católica cuando Thomas
ya era trapense.
También fueron importantes las muchas lecturas de
aquellos años. Se había inscrito en un curso sobre literatura
francesa medieval, y tuvo la oportunidad de leer El espíritu
de la Filosofía medieval de E. Gilson. Le desilusionó com-
22
probar que se trataba de un libro con una visión de acuerdo
con la doctrina de la iglesia católica, según el Nihil Obstat
impreso en la primera página. Asegura que si lo hubiera sa-
bido no lo habría comprado, sentía miedo de la autoridad
católica, y de “esa cosa temible y misteriosa del dogma ca-
tólico”. Tuvo la suerte de empezar a leerlo antes de desem-
barazarse de él, y allí encontró el fundamento de la idea de
Dios. Él nunca había tenido claro lo que los cristianos deci-
mos con la palabra “Dios”; no podía entender quién podría
ser ese Dios que era finito e infinito, eterno y cambiante,
sujeto a todas las variaciones que experimenta el ser huma-
no. Este descubrimiento le produjo un gran respeto por la
filosofía y la fe católica. Entonces tuvo grandes deseos de ir
a una iglesia y se dirigió a aquella en la que su padre había
sido organista; después reflexionaría que Dios quería que
empezara por el mismo camino por el que se había despe-
ñado, Dios no quería que fuese católico dejando detrás un
desprecio a otra iglesia.
Animado por Lax, leyó El fin y los medios de A. Hux-
ley, que critica la utilización de medios, como la guerra,
represalias, violencia, cuando se quiere obtener un buen
fin. Huxley sugiere que hay que estar libre de toda sumi-
sión, y para ello hay que reafirmar la voluntad y la inteli-
gencia, reivindicar el espíritu, y tener vida interior; y esto
sólo es posible a través de la oración y el ascetismo. Esta
revelación sobre la necesidad de una vida interior, espiri-
tual, incluida la idea de la mortificación, la aceptó como
buena para el mundo en que vivía, y empezó a leer libros
de filosofía oriental tratando de descubrir el sentido del as-
cetismo, que para Huxley era la liberación de nuestra per-
sonalidad real, la liberación del espíritu de la servidumbre
de la carne que puede destruir nuestra naturaleza. Entonces
conoció a Bramachari, un monje hindú de una nueva secta
dedicada a la oración y a la alabanza a Dios, que conocía
23
bien las distintas religiones protestantes, o la anglicana.
Merton quería conocer su opinión sobre la religión católica,
y él le dijo que creía que en las iglesias católicas se rezaba
realmente, y que el amor de Dios era un asunto de interés
real; pensaba que era una religión muy vital. Le aconsejó
que leyera la Imitación de Cristo de Kempis y las Confe-
siones de san Agustín, y Merton consideró que Dios había
hecho que el monje hindú recorriera todo ese largo camino
hasta América, para que le pudiera decir que volviera a la
tradición cristiana cuando se dirigía hacia el misticismo
oriental.
Después de obtener su diploma de Bachiller en Artes, se
especializó en Literatura Inglesa con su tesis La Naturaleza
y el Arte en William Blake, poeta del siglo XVIII, disidente
y defensor del misticismo, presentada en febrero de 1939.
Recuerda cómo disfrutó viviendo en contacto con el genio
y la santidad de este poeta que le hizo tomar conciencia de
que el único modo de vivir era en un mundo saturado de la
presencia de Dios. Por su relación con Blake, leyó Arte y
escolasticismo de J. Maritain, que le atrajo hacia el catoli-
cismo y al concepto de virtud. Así sin darse cuenta, cuan-
do empezaba a escribir su tesis, su conversión estaba prác-
ticamente completada, y aunque todavía no había ido
nunca a misa, ya entonces empezaba a querer dedicar su
vida a Dios. Sabía que Dios quería llevarle hasta él, y que le
guiaría en el camino.
Un domingo, en vez de acompañar a la chica con la
que salía, se encaminó a la iglesia de Corpus Christi para
ir a misa por primera vez. Le impresionó ver tanta gente
reunida de todas las edades y condición social, y escuchó
la homilía con gran atención. Decía el joven sacerdote que
Cristo era el Hijo de Dios, que en él, la segunda persona
de la Santísima Trinidad, Dios había asumido la naturaleza
humana, y por tanto Cristo era a la vez hombre y Dios;
24
sus actos eran los de Dios, y siendo Dios caminó entre
nosotros, y como nos amaba murió en la Cruz. Jesucristo
no era un simple hombre, un santo, un profeta, Jesucristo
es Dios, y esto lo sabemos porque ha sido revelado en la
Escritura y confirmado por la doctrina de la Iglesia. Pero
nadie puede creer por un simple acto del querer, si no re-
cibe de Dios una luz verdadera, un impulso de fe en la
mente y en la voluntad. Nadie puede ir a Cristo si el Padre
no le atrae hacia él. En la consagración, ante el impresio-
nante silencio, se sintió atemorizado y salió de la iglesia,
pero cuando pasaba por Broadway se sentía feliz y en paz,
como si hubiese recibido una gracia especial. Percibió la
ciudad más bonita, y tuvo la sensación de que entraba en
un mundo nuevo.
Su lectura se hizo más católica, volvió a leer Retrato del
artista adolescente de J. Joyce, fascinado con las descrip-
ciones que hacía de sacerdotes y su vida católica, y volvió a
tener la sensación de que los católicos saben bien lo que
creen. Estaba absorbido por la poesía de G.H. Hopkins SJ,
y cómo escribió al cardenal Newman para decirle que que-
ría convertirse al catolicismo. Esta idea le rondaba por la
cabeza, y no podía dejar de pensar en los jesuitas y en su
vida. De repente tomó la decisión y marchó a la iglesia en
la que había ido a misa por primera vez, para decirle al sa-
cerdote: “Padre, quiero hacerme católico”, y empezó su
instrucción sacrificando sus antiguas diversiones. Tenía una
inmensa prisa por bautizarse, y en su interior iba naciendo
su deseo de hacerse sacerdote. Recibió los sacramentos del
bautismo, la penitencia y la eucaristía el 16 de noviembre
de 1938, acompañado de sus amigos. Ed Rice fue su padri-
no 5. Así recuerda este momento 6:
5 Cf. MSC, 139-141.143-146.149.151.156-167.173-190.192-200.204-
214.217-218.
6 MSC, 225-227.
25
“¡Qué velos de noche oscura saltaron de mi entendimiento
para dejar entrar la íntima visión de Dios y su Verdad...!
Cristo oculto en la pequeña hostia se daba por mí y para
mí... en el templo en el que me había convertido. El único
eterno y puro sacrificio era ofrecido al Dios que moraba en
mí.
El sacrificio de Dios a Dios y yo sacrificado junto con Dios
e incorporado a su encarnación.
Cristo nacido en mí como en un nuevo Belén y sacrificado
en mí como en un nuevo Calvario, ofreciéndome a mi Pa-
dre que es el suyo para recibirme en su amor infinito.
Él me llamaba a mí desde sus inmensas profundidades”.
26
ción, por ambición, por su egolatría interna. Iba a misa
cada domingo y algún día entre semana, y confesaba, co-
mulgaba y leía libros espirituales, pero tomando notas de
todo aquello que pudiera servirle en una charla o debate
para su engrandecimiento personal. Alguna tarde visitaba
alguna iglesia para rezar, y quizás todo esto hubiera sido su-
ficiente para un católico ordinario, pero no lo era para él.
Escribe: “Cualquiera sea la tierra a la que Dios te ha condu-
cido no es como la tierra de Egipto de la que te sacó, no
puedes vivir como vivías allí. Tu antigua vida y hábitos es-
tán crucificados, no debes buscar vivir más, para tu propia
satisfacción... debes sacrificar tus placeres y comodidades
por el amor de Dios, y dar a los pobres el dinero que ya no
necesitas gastar en aquellas cosas”. Uno de los grandes de-
fectos de su vida espiritual era su falta de devoción a María,
a la Madre de Dios. Aunque creía en ella, para él era sólo
un símbolo que estaba en las catedrales y en cuadros; no
tenía ningún sentido de dependencia de ella, y tendría que
descubrirlo por experiencia.
Empezó a escribir, pero Dios permitió que no le publica-
ran sus escritos, quería llevarle por otro camino: “Dios que-
ría que no se enorgulleciera por las cosas de la tierra”. Es-
cribió versos, lo que nunca había podido hacer antes de su
conversión, y una novela, y rezó con una gran confianza en
Dios y en Nuestra Señora, para que la publicaran. El libro
no fue publicado, pero Dios contestó a su plegaria devol-
viéndole su vocación, pues dice: “Es conocido por los cató-
licos, que Dios siempre responde a nuestra súplica, y si no
nos da lo que le pedimos, es porque nos da algo mucho
mejor”. Pero seguía confuso y no encontraba el camino a
seguir. Fue Lax el que le dijo que para ser santo sólo hace
falta querer serlo y añadió: “¿No crees que Dios te hará
aquello para lo que te creó si tú consientes en ello? Lo que
tienes que hacer es desearlo”. Pero ¿cómo podía él ser san-
27
to con todos sus pecados? Parecía que todos eran mejores
cristianos que él, todos comprendían mejor a Dios que él, y
se preguntaba por qué él era tan tardo, tan confuso, tan in-
cierto, tan inseguro.
Finalmente un día que había estado hablando y bebien-
do con Rice, Gerdy, Gibney y Peggy hasta altas horas de la
madrugada, fueron todos a su casa. Era una costumbre co-
mún, que cuando estaban levantados hasta altas horas de la
madrugada, terminaran durmiendo en cualquier sitio, aun-
que fuera en el suelo. Después reflexionaría que si alguien
les hubiera insinuado dormir en el suelo como penitencia
por amor a Dios, lo hubieran considerado una ofensa a su
inteligencia y dignidad de hombres. Sin embargo les pare-
cía lo normal, después de una noche dedicada al placer.
Aquel día, estando con sus amigos, surgió la idea y dijo:
“Creo que voy a ingresar en un monasterio y hacerme sa-
cerdote”. Creyeron que bromeaba y volvió a repetir: “Voy a
ser sacerdote”. Cuando se quedó solo, marchó a la Iglesia
de san Francisco Javier, donde estaban celebrando una
Hora Santa con el Santísimo expuesto, y allí ante el Santísi-
mo mirando a la forma y sabiendo a quien miraba volvió a
decir: “Sí, quiero ser sacerdote, lo quiero con todo mi cora-
zón, si es tu voluntad Señor, hazme sacerdote... hazme sa-
cerdote”.
Una vez tomada la decisión faltaba saber a qué congre-
gación ir, por dónde empezar, cómo hacerse sacerdote. Se
inclinaba por los jesuitas que había conocido a través de
Hopkins, pero él necesitaba una regla que le separara del
mundo y le uniera con Dios, no una regla que le hiciera
apto para luchar por Cristo. Recurrió a D. Walsh, uno de
los profesores que influyó en su vida, para hablar de las dis-
tintas congregaciones; la orden que le llenaba de entusias-
mo era la cisterciense y sobre todo los cistercienses de la
estricta observancia, los trapenses, pero también hablaron
28
de los franciscanos, dominicos, benedictinos. Merton recor-
daba que seis años antes había pensado que le gustaría ser
trapense, pero como no comen carne dedujo que no sería
bueno para su salud; tampoco hablan y ayunan mucho. Le
preocupaba la clausura, el ayuno, las largas oraciones, la
vida en comunidad, la obediencia y la pobreza; pensaba
que su salud era débil y se derrumbaría, aunque por temor
a enfermar no había dejado de salir de noche, y de vaga-
bundear por la ciudad buscando diversiones poco sanas. Lo
mejor sería ser franciscano; fue a hablar con ellos, pero no
podía empezar el noviciado hasta el próximo año con los
demás novicios. Estaba feliz con la idea de ser sacerdote y
esto le había cambiado la vida. Comulgaba cada día y volvía
por la tarde a alguna iglesia para rezar. Leía libros espiritua-
les y de filosofía, daba clases en la Universidad de Columbia
y seguía escribiendo y trabajando en su Tesis Doctoral so-
bre Hopkins, para lo que tenía una beca.
Compró el libro Los ejercicios espirituales de san Igna-
cio y escribe 7:
7 MSC, 272-274.
29
men de cómo había obrado la meditación. Todo era tan
nuevo e interesante, que estaba demasiado ocupado para
distracciones...”.
30
entre el altar y yo, en algún lugar del centro de la iglesia,
elevado en el aire, o en cualquier otro lugar porque no ha-
bía un lugar, pero directamente ante mis ojos, o directa-
mente presente a otro “yo”, por encima del de los senti-
dos, estaba Dios en toda su esencia, todo su poder, Dios
en la carne y Dios en sí mismo, y Dios rodeado por los
rostros radiantes de los miles, de millones, del incontable
número que contemplaban su gloria y alababan su santo
nombre”.
31
esta duda y zozobra, los franciscanos le dijeron que en esas
condiciones era mejor que no entrara. Y cuenta cómo al
salir de allí lloró amargamente.
Después de este fracaso y en pleno ambiente de guerra,
decidió vivir como religioso fuera del convento. Pensó que
podría unirse a una Orden Tercera, y pidió plaza como do-
cente en el colegio franciscano de san Buenaventura de Ole-
an, quería estar cerca del Santísimo. Rezaba la Liturgia de las
Horas y en sus horas libres salía a rezar las horas menores
por los campos. También escribía poemas. Fue entonces
cuando empezó a amar su tierra, Norteamérica: “Cuántas
millas de silencios ha hecho Dios en ti para la contempla-
ción, si la gente sólo comprendiera para qué son realmente
tus montañas y bosques”. Estuvo a punto de ser reclutado
para ir a la guerra, y pidió servir en el cuerpo médico como
asistente de hospital o camillero, quería evitar tener que tirar
bombas. En aquellos momentos le daba igual lo que pasara
con él, se sentía en paz pues su corazón estaba en manos de
Uno, que le amaba más de lo que él podría haberse amado
nunca. Una paz que era independiente del trabajo que hicie-
ra, de la casa donde viviera y de las condiciones externas,
una paz que el mundo no puede dar. Finalmente fue declara-
do inútil para el servicio militar porque le “faltaban dientes”.
En Semana Santa decidió hacer Ejercicios Espirituales
en el monasterio de los trapenses de Kentucky, que D.
Walsh le había recomendado. Leyó acerca de ellos en la
Enciclopedia Católica y le impresionó su forma de vida si-
milar a la de los cartujos. Era gente que se retiraba del
mundo y gustaba el maravilloso placer de la soledad y el si-
lencio. Eran pobres, no tenían nada, y por consiguiente
eran libres y lo poseían todo. Trabajaban con sus manos
para su sustento, todo lo que les rodeaba era sencillo, pri-
mitivo y pobre, y así buscaban a Cristo, pobre y repudiado
por los hombres. Se habían encontrado con Cristo que lle-
32
naba totalmente sus vidas, y Dios cada día derramaba sobre
ellos su paz y su gracia, les hablaba derrochando verdad, y
cada cosa que hacían se convertía en un acto de amor a
Dios. Estos hombres humildes, que se habían convertido en
nada por amor de Dios, rompían su corazón, y así fue
como el deseo de aquella soledad se abrió paso como una
herida en su interior; sin embargo, en su entendimiento, to-
davía golpeaba la idea de que no tenía vocación, no era
para el claustro, ni para el sacerdocio.
Una vez en la abadía de Getsemaní, recuerda cómo le
impresionaron los cantos de los salmos, los manantiales de
vida, de fuerza y de gracia que se desprendía de ellos, toda
la tierra rebrotaba con nueva fecundidad. Además estaba
en la casa de Nuestra Señora, Nuestra Señora de Getsema-
ní, y allí se vivía la sencillez y el frescor de la devoción del
siglo XII con san Bernardo. Cuando se marchaba del monas-
terio, le preguntaba a la Madre de su Cristo, cómo le dejaba
partir. Van Doren le comentó que el haber abandonado la
idea de ser sacerdote, cuando le dijeron que no tenía voca-
ción, era una señal de que realmente no la tenía. Esto fue
un dardo que le hirió en lo más profundo de su ser, y le hi-
rió todavía más porque Doren no era católico. Merton le
contestó que la Providencia había dispuesto las cosas para
que fuera trapense. Tenía la intensa convicción de que ha-
bía llegado la hora de ser trapense. Leyó La vida cister-
ciense y escribió a Getsemaní para solicitar ir de retiro en
Navidad, insinuando que iba como postulante. El día 10 de
diciembre de 1941, antes de Navidad, ya estaba en Getse-
maní. El hermano portero le preguntó: ¿Esta vez ha venido
para quedarse? Sí hermano, contestó, si usted quiere rezar
por mí. Eso es lo que he hecho —dijo—, rezar por usted 9.
33
Thomas Merton recuerda entonces a la Madre de
Dios 10:
El padre Louis
10 MSC, 132.
34
mer día, cuando empezaron a cantar el “Magnificat” en
Vísperas, casi lloraba de agradecimiento, de felicidad, de
gratitud por su vocación. Recibió el hábito el 21 de febrero
de 1942 con el nombre de hermano Louis. Y ora
diciendo 11:
del original Thoughts in Solitude, 1958, trad. Miguel Grindberg, PS, 84-85.
35
cuando el cielo estaba fresco, y se podía ver la media luna
sonriendo sobre el monasterio, mientras un olor de pino
mezclado con el olor de la cosecha, se cernía sobre los
monjes con la brisa, y la alegría al terminar el día y secarse
el sudor de la frente, y comprobar la vitalidad del valle con
el canto de los grillos, como un canto que subía hasta Dios
en una oración del atardecer; y la vuelta a casa rezando el
rosario”. Aprendió que tenía que aceptar la comunidad
como era, a cada uno con sus imperfecciones. Presentía
que los más sencillos eran los mejores, los que entraban en
la norma sin ninguna ostentación, no llamaban la atención,
hacían lo que se les pedía y eran felices. Otros trataban de
hacer cada cosa de la forma más perfecta y escrupulosa,
como si quisieran ser santos con su esfuerzo, otros no ha-
cían nada para santificarse. Era de estos dos grupos de los
que salía gente para volver al mundo.
Enfermó de gripe y fue trasladado a la enfermería; pen-
saba que allí iba a tener más soledad y tiempo para rezar,
pero en cuanto estuvo mejor tuvo que barrer la enfermería
y hacer otras tareas; concluyó que los monasterios produ-
cen muy pocos contemplativos puros, la vida es demasiado
activa, hay demasiadas cosas que hacer. Volvió a la enfer-
mería en el primer aniversario de su profesión solemne, lo
que consideró una gracia de san José, y en esa celda, aisla-
do, se sentía otra persona, su oración era distinta, se sentía
cerca de Dios, y sólo tenía que abandonarse en Dios, repo-
sar en él y amarle. Pensaba que el silencio y la soledad
son los lujos supremos de la vida.
En el verano de 1942 su hermano fue al monasterio
para ser bautizado. Pertenecía a las Reales Fuerzas Aéreas
de Canadá, con las que iba a participar en la II Guerra
Mundial. Thomas le instruyó en la fe; reconocía en él aque-
lla sed insaciable de paz, de salvación, de verdadera felici-
dad. Hablaron de sus vidas y sus tiempos tristes, y se pre-
36
guntaban si se puede ser feliz, sin fe, sin un principio que
trascienda todo. Después del bautismo, juntos tomaron la
comunión, y cuando le acompañaba al portón a despedirlo,
comprendió que quizás era la última vez que se iban a ver.
Más tarde recibió una carta diciendo que se casaba, y en la
Pascua de 1943 otra en la que le comunicaban que su
avión había desaparecido en una misión en el Mar del Nor-
te. Para él escribió un bello poema 12:
12 MSC, 412-413.
37
escritura; por una parte estaba su vocación contemplativa,
por otra parte su doble que quería ser escritor y tenía de
su parte a los superiores, que decían: “Escribir es una vo-
cación”.
Cuando hizo los votos solemnes ya no estaba seguro de
lo que significaba ser contemplativo, ni cuál era su voca-
ción, ni lo que significaba ser cisterciense. Llegó a la con-
clusión de que no comprendía mucho de nada. Sólo estaba
seguro de que el Señor quería que él hiciera esos votos, en
esa casa y ese día, y que después, lo único que debía hacer
era obedecer a los superiores. En el momento de la profe-
sión, cuando estaba con el rostro sobre el suelo, se reía; se
había hecho lo justo, y esto era asombroso porque no era
obra suya, sino lo que Dios había hecho en él. Entonces
comprendió: “Dios no quería que pensara en lo que él era,
sino en lo que era él. Y todavía más, Dios no quería que
pensara mucho sobre nada, pues él le iba a elevar sobre
todo pensamiento. El hermano Louis había llegado a la
conclusión de que ya no había separación entre él y Dios,
se sentía muerto en Cristo”. Reflexionaba que sólo hay una
cosa por la que merece la pena vivir y ésta es el amor, y
sólo existe una infelicidad: no amar a Dios.
El 26 de mayo de 1949 fue ordenado sacerdote. Sabía
que mucha gente de todo el mundo estaba rezando por él,
y se sentía amedrentado. Escribe que lo más perfecto de la
vida de cada hombre, es algo que pertenece sólo a cada
uno y a Dios; es lo que Dios ha planeado para cada uno, y
él había nacido para ser sacerdote, no sólo para él y Dios,
sino para los demás. Con la ordenación se sintió transfor-
mado, Dios había tomado su vida, los actos más sencillos
de cada día y los había elevado a un nivel sobrenatural.
Dios es amor, caridad capaz de convertir la tierra en cielo,
y dos aspectos de la caridad divina actuaban sobre él: la
gratitud y la clemencia; la gratitud era la manifestación del
38
amor de Dios que volvía al Padre; la clemencia la expresión
de la caridad de Dios, que actuaba en él y se extendía a sus
semejantes. Comprendió que no hay nada más importante
que amar a Dios y servirle con sencillez y alegría, sin buscar
nada espectacular, puesto que todo servicio a Dios, por pe-
queño que sea, se sublima al ser transfigurado por el amor
a él. El sacerdocio había convertido la caridad en algo muy
sencillo: dejar a Dios vivir en él y amar a aquel que le ama-
ba. Pensaba que cuando Nuestra Señora le diera parte de
su humildad, Dios le concedería más gracias para engran-
decer a los demás permaneciendo él en la nada, y esto se-
ría un gran gozo para él. Decía que ser sacerdote significa-
ba pobreza, no tener nada, no desear nada, y no ser nada,
sólo pertenecer a Cristo 13.
Más tarde reflexionaría sobre la función del sacerdote en
el mundo y escribe 14:
MERTON, El signo de Jonás, Éxito, Barcelona, 1954, del original The Sign of
Jonas, 1952, trad. J.Fdz.Yáñez, SgJ1, 89-90, 19 de marzo, 1948; ahora edita-
do por DDD, Bilbao, 2007, SgJ2, 120-122; SgJ1, 14; SgJ2, 28; DI, 82, 20 de
abril, 1947; SgJ1, 163-164, SgJ2 211-213; SgJ1, 172-174, 29 de mayo 1949;
SgJ2, 224-226; SgJ1,170, 24 de mayo 1949, SgJ2, 222.
14 T. MERTON, Los hombres no son islas, Sudamericana, Buenos Aires,
1998, del original No man is an Island, 1955, trad. G. Meneses Ocón, HNI,
133-135.
39
cuán terrible es a un tiempo esta vocación. Un hombre dé-
bil, imperfecto, como cualquiera e incluso con menos do-
tes, o menos inclinado a la virtud que a los que es envia-
do…, y que siente dentro de sí mismo los mismos
conflictos de debilidad, irresolución y temor humanos, la
angustia de la incertidumbre, el desamparo y el miedo, y el
fuego ineludible de la pasión… El sacerdote no tiene senti-
do en el mundo si no es para perpetuar el sacrificio de la
cruz y para morir con Cristo en la cruz por amor de aque-
llos a quienes Dios quiere que el sacerdote salve”.
40
Murió Dom Frederic y su último consejo fue que escri-
biera para que la gente amara la vida espiritual. El nuevo
abad Dom James buscó nuevas fuentes de financiación
para abordar ciertas obras necesarias en la abadía y el
mantenimiento de doscientos monjes. Se propuso hacer
rentable la agricultura, con nueva maquinaria que llenó de
ruidos el monasterio. Y el padre Louis llegó a la conclusión
que escribir era lo único que le daba acceso a la soledad y
a un cierto silencio, y esto le ayudaba a orar. Cuenta que
cuando hacía una pausa en su trabajo, contemplaba que
Dios se reflejaba en el espejo que había dentro de él, como
si Dios hubiera llegado hasta él mientras escribía, sin que
se hubiera dado cuenta. Dios era su orden y su celda, su
vida religiosa y su regla. Era Dios el que había dispuesto
todo para que él estuviera allí, donde podía verlo y descan-
sar en él.
Dom James abierto a los cambios, permitió a los monjes
profesos que pasearan por toda la propiedad del monaste-
rio. Merton pudo utilizar para escribir y orar la cripta donde
se guardaban los libros raros de la abadía. Empezó a dar
clases de teología a los novicios, lo que hizo durante dieci-
séis años; tenía miedo de que las clases le hicieran salir de
la soledad, sin embargo le introdujeron en la “auténtica so-
ledad”, en un nuevo desierto: la compasión, “selva terrible,
árida, el único desierto que florece alegremente, en el que
la tierra sedienta ofrece cursos de agua y los pobres lo po-
seen todo. No existen barreras capaces de contener a los
habitantes de esta soledad, en la que se vive solo pertene-
ciendo a todos sin pertenecer a nadie, como la hostia en el
altar que es el alimento de todos los hombres”. Dice que ya
no tenía vida espiritual, se había convertido en la indigen-
cia, el silencio, la pobreza y la soledad, porque había renun-
ciado a la espiritualidad para encontrar a Dios, que predica-
ba en el interior de su indigencia diciendo: “Derramaré
41
agua sobre el suelo sediento y torrentes sobre tierra reseca;
verteré mi espíritu sobre tu semilla y mi bendición sobre tu
brote. Entonces brotarán como hierba entre agua, como
álamos junto a corrientes acuáticas” (Is 44,3-4). Escribe:
42
derle mayor soledad. Allí encontró una colina a la que bau-
tizó como Monte Carmelo de la que escribe en su diario
que era el más hermoso de todos los altozanos, la zona
ideal para la construcción de una ermita. Los montes le
cautivaban por su silencio, y a lo largo de todo el día, in-
cluso en el coro o en misa, le parecía estar en ellos; y
cuando estaba en ellos no podía pensar en nada que no
fuera Dios, tenía de él la misma conciencia que del sol, las
nubes, el cielo azul y los cedros. En los bosques leía a
los Padres del Desierto, una lectura que le llenaba de gran
serenidad.
Tuvo problemas con la censura de sus libros y pidió
permiso a sus superiores para entrar en la Camáldula,
creía que así podría conseguir una vida de mayor contem-
plación en pura soledad y sencillez, sin un control espiri-
tual y obediencia religiosa, y tendría mayor facilidad para
escribir. Los camaldulenses le animaron a unirse a ellos si
era dispensado de su voto de estabilidad, pero Dom Ja-
mes se opuso a la dispensa, considerando que su salva-
ción y la de muchos otros, dependía de su permanencia.
Escribe que si hubiera sido una cuestión de satisfacer sus
propios deseos y aspiraciones, se habría marchado, pero
había algo que le mantenía unido a Getsemaní, y esto era
la cruz. Dom James dio otro paso para ayudarle en su ca-
mino a la soledad y le permitió pasar unas horas al día en
una barraca de herramientas en la falda de una colina. A
esta ermita ocasional la llamó Santa Ana, allí pasó mo-
mentos de gran felicidad recobrando la unidad que decía
no era la suya sino la de Dios, Padre de la Paz. Tuvo es-
peranzas de entrar en los cartujos, pero no recibió permi-
so para el cambio. Aceptó visitar a un psicoanalista, que
llegó a la conclusión de que su deseo de mayor soledad
formaba parte de su ansia de atención pública, lo que le
humilló profundamente hasta sentirse destrozado. Enton-
43
ces pensó que quizás quería ir por el camino contrario al
querido por Dios y pidió el puesto de maestro de novicios
que había quedado vacante 15.
En mayo de 1958 tuvo la experiencia de Lousville que
marcó su vida 16:
15 Cf. SgJ1, 17, SgJ2, 31; SgJ1, 25-26, 14 de enero, 1947, SgJ2, 40-41;
lona, 1966, CEC, 146-148; recogido en Cistercium LIV (2002) 467-468; DI,
178, 19 de marzo, 1958.
44
embargo no es mía, pues ahora veo cuánto les pertenece a
ellos; por estar unido a ellos les debo el estar solo, y cuan-
do estoy solo, ellos no son ellos, sino mi propio yo. ¡No
son extraños!”
45
monje de Getsemaní, alumno y amigo suyo, escribe que
para un hombre del temperamento de Thomas Merton te-
nía que resultar difícil soportar la vida de comunidad: “Era
demasiado creador, independiente, enérgico, le resultaba
difícil sufrir lo vacío y falto de autenticidad, estaba ejercita-
do en la crítica social y era satírico. Con él aprendimos que
vivir con un profeta era de ordinario provechoso, con fre-
cuencia interesante y ocasionalmente exasperante. Aunque
a veces era injusto en sus críticas, era querido por la comu-
nidad por ser abierto, avanzado, entusiasta, exuberante, es-
pontáneo. Insistía en la soledad, el silencio y la meditación,
siempre con calor humano” 17.
Desde distintas partes de Latinoamérica recibió cartas
para que estableciera su ermita en sus tierras. El poeta Er-
nesto Cardenal también quería que se uniera a su comuni-
dad en Nicaragua. Cuando llegó la carta de Roma la leyó
delante del Santísimo Sacramento, en ella le recordaban
las palabras que había escrito en Los hombres no son is-
las donde afirmaba su vocación trapense, “no porque fue-
ra la mejor, sino porque era la que Dios había querido
para él”; sin embargo los cardenales habían omitido el
resto de la cita, en la que decía que si Dios quisiera algo
diferente, lo aceptaría al instante. Recomendaban que no
hubiera cambio por el gran escándalo que ello supondría
en un hombre tan famoso como él; sin ser la respuesta
que esperaba, se sintió aliviado pensando que ésa era la
voluntad de Dios. Se fue a dar un paseo y cuando desde
lejos apareció el monasterio, se echó a reír; ya no era el
mismo lugar, ya no le resultaba pesado, se había liberado
de él. Entonces pidió permiso a Dom James para elegir a
su director espiritual, incluso fuera del monasterio, y que
46
su correspondencia no fuera interceptada. Visitó a un psi-
cólogo de Louisville, Jim Wygal, que le ayudó a hacer
frente a su crisis de estrés y fue un gran amigo el resto de
su vida 18. Y escribe 19:
47
como llegar a casa después de su vagabundeo y búsqueda
por el mundo. Se habían anunciado los proyectos para el
Concilio Vaticano II, y el Papa quería que los protestantes y
ortodoxos tuvieran un lugar destacado, por lo que los diálo-
gos ecuménicos que él estaba iniciando en Getsemaní no
podían ser más oportunos.
En agosto de 1965, empezó a vivir allí todo el día, in-
cluso se quedaba a dormir. Pablo VI le había mandado su
bendición. Sus responsabilidades frente a la comunidad
eran su misa diaria en la capilla, una comida caliente y una
conferencia a la comunidad los domingos para los monjes
que quisieran asistir. Se despidió de los novicios y les dijo
que Dios se manifiesta en todas las cosas cuando nos
abandonamos en sus manos. Pero después de tanta lucha
por convertirse en ermitaño, durante los primeros meses,
lejos de estar asentado, se sentía solo y aislado. Escribe en
su diario:
48
Un día de lluvia en la ermita escribe 20
49
dor de las cuatro rezaba otro oficio y cenaba un té o una
sopa y un bocadillo; hacía otra meditación y se iba a la
cama alrededor de las 7.30. Su método de meditación era
muy sencillo, se basaba en estar centrado en la presencia
de Dios, en su voluntad y en su amor, que es:“Estar centra-
do en la fe, lo único por lo que podemos conocer la pre-
sencia de Dios, es estar delante de Dios como si lo vieras,
sin aplicarle forma alguna, sino adorándole como algo infi-
nitamente más allá de nuestra comprensión, y si él quiere
puede transformar la nada en total claridad y para esto hay
que perderse en él que es lo Invisible”.
Muchos visitantes, budistas, vietnamitas, monjes hindúes,
profesores japoneses de zen, profesores de religión y mística
de la Universidad de Jerusalén, místicos sufíes, filósofos fran-
ceses, artistas, poetas europeos y de Sudamérica, fueron a la
ermita, y él pudo ir a Nueva York a conocer a D.T. Suzuki,
estudioso del zen japonés que ya tenía noventa y cuatro
años. Finalmente se le permitió decir misa en la ermita.
El abad Dom James dimitió porque también quería ha-
cerse ermitaño y le sustituyó Dom Flavian que permitió al
padre Louis salir fuera del monasterio a dar conferencias.
En marzo de 1966, le intervinieron de la columna en el
hospital de Louisville donde conoció a una estudiante de
enfermería de la que se enamoró; tuvo conciencia de que a
lo largo de la vida sólo Dios y ella le habían conocido ple-
namente. Pero hizo el compromiso perpetuo de seguir su
vocación de ermitaño si la salud se lo permitía. Siempre
había tenido en cuenta que por encima de todo estaba el
voto emitido y el tipo de vida que él mismo había elegido,
que sabía le suponía renuncias 21.
26 de diciembre, 1960; DII 149, 28 de agosto, 1965; DII, 151, 11de septiembre
de 1965; DII, 153, 6 de octubre, 1965; DII, 173-205, 10 de abril, 1966-10 de
septiembre, 1966; VS, 141-144.181-182.187-188.204-205.
50
SU IDEA DE “HOMBRE”
Conciencia de sí mismo
51
le esclavizaban con un insufrible dolor, y era consciente de
que sería castigado a arder en las llamas de su propio infier-
no, a pudrirse en el infierno de su voluntad corrupta. Había
conocido el miedo que siempre acompaña a la lujuria y al
orgullo, y se preguntaba si es posible la felicidad sin un atis-
bo de trascendencia, si la única esperanza del hombre es
este mundo. Era la muerte del héroe, tenía heridas dentro
de sí que sangraban mortalmente. Consideraba que esa de-
rrota física y moral fueron la causa de su rescate posterior.
Más tarde comprendería que la auténtica felicidad es com-
partir la felicidad de Dios, la perfección de su libertad y de
su amor.
Cuando reflexiona sobre los hechos de su vida que le lle-
varon a su conversión, en todos encuentra la mano de Dios,
y comprende que el hombre por sí solo no puede nada.
Dios ha dado al hombre una naturaleza ordenada a una vida
sobrenatural, lo ha creado con un alma para ser perfeccio-
nada por él, y en un orden infinitamente más allá de los po-
deres humanos. No estamos destinados a una vida natural,
sino a una vida sobrenatural por un don gratuito de Dios,
para lo cual nuestra naturaleza tiene que ser perfeccionada
por la gracia santificante; sólo por la gracia de Dios podre-
mos participar en la vida de Dios, que es amor. Fuera de
Dios no hay nada, y todo lo que existe, lo ha hecho Dios
por el don gratuito de su existencia, por su amor. Nadie
puede creer por un simple acto del querer si no recibe de
Dios la luz verdadera, un impulso de fe en la mente y en la
voluntad; nadie puede ir a Cristo si el Padre no le atrae.
Sólo cuando el hombre está unido a Dios, es cuando se
siente totalmente libre y alcanza la auténtica paz; una paz
que es independiente de las condiciones externas, y que el
mundo no puede dar, sólo Dios. Entonces nuestro corazón
está en manos de uno que nos ama más de lo que nosotros
podríamos habernos amado nunca.
52
Fue consciente de la necesidad de una fe vital —para
nada sirve el racionalismo muerto y egoísta que había he-
lado su inteligencia y su voluntad durante años— y llegó a
la conclusión de que la única forma de vivir era en un
mundo saturado de la presencia y la realidad de Dios.
Pero este razonamiento seguía siendo intelectual, todavía
no había tocado su voluntad, y la vida del alma no es sólo
conocimiento, también es amor por el que el hombre se
hace uno con Dios. Comprendió que además de la con-
versión del entendimiento es necesaria la conversión de la
voluntad; el hombre tiene que estar unificado para llegar a
su plenitud humana, el entendimiento no puede separarse
del deseo. Se necesita una fe vital que nos lleve a la vir-
tud, pues no puede haber felicidad sin virtud con la que
conseguimos hábitos que nos conducen a la armonía, a la
perfección, al equilibrio, y sobre todo a la unión con Dios,
que es lo que constituye la paz perdurable. Solamente
cuando ya no estamos apegados a nuestra vida, es cuan-
do nuestros pecados anteriores dejan de tener importan-
cia; mientras exista algo de amor propio viviremos angus-
tiados.
Pensaba que si no fuera por su propia vanidad y orgullo,
vería claramente que todo lo bueno que había realizado en
la vida, no era propiamente suyo, era algo recibido de Dios
a través del amor, los dones y las oraciones de otras perso-
nas. No sólo Cristo había dado la vida por él, sino todos
aquellos que le amaron y se sacrificaron por él sin recom-
pensa ninguna, y a los que incluso había lastimado. Se la-
mentaba de cómo había aceptado esos dones como si él
fuera un dios al que se deben sacrificios, y creía que Cristo
también había sufrido con cada una de estas personas que
le amaron y a las que había respondido con su ingratitud y
su orgullo. Concluyó que lo único que nos da vida y nos sal-
va de la condenación, es el amor de los demás, por el que
53
tenemos que estar agradecidos; entender esto es lo que nos
hace humildes.
Cuando ya era monje trapense escribe:
El hombre y su problema
48-51, 2 de febrero, 1941; CEC, 148; DI, 178, 19 de marzo, 1958. La epifa-
nía de Louisville, Cistercium, 54, (2002), 467-468.
54
ración o el engaño. En estas condiciones, la esperanza es
un don de Dios, lo mismo que es la vida; vivimos por un
don de Dios y por ese mismo don, el hombre tiene espe-
ranza cuando ha llegado a la desesperanza. Una esperanza
cristiana de lo que no se ve, que no es sino comunión en la
agonía de Cristo, que se despojó de todo y fue obediente al
Padre hasta la muerte.
En este sentido, habla Merton de la «teología prometei-
ca». Existe, afirma, un misticismo prometeico basado en el
combate con los dioses para aquellos que no conocen al
Dios vivo. Prometeo, según la versión de Hesíodo, robó el
fuego de los dioses y ellos lo castigaron. Prometeo es la
imagen de la situación psicológica del hombre culpable, in-
seguro de sí mismo, de sus dones y de su fortaleza, rebelde,
frustrado, alienado, pero tratando siempre de hacer valer
sus derechos. Ve la lucha entre la vida y la muerte desde
una perspectiva errónea, su visión es de derrota y desespe-
ración; la vida no puede vencer a la muerte, pues los dioses
tienen todo el poder en sus manos. La teología se vuelve
prometeica cuando no cree en la misericordia de Dios, y
esta presunción va acompañada de la creencia en que la
perfección es algo ajeno a Dios, como robarle fuego a los
cielos.
Esta espiritualidad concibe que lo importante es la per-
fección, no Dios. En vez de buscar la realización del cristia-
no, que se encuentra en Dios, mediante la caridad y el des-
pojamiento de Jesucristo, se rebela contra él y trata de
invadir el cielo y robar el fuego divino para su propia divini-
zación. Prometeo no quiere la gloria de Dios, sino su pro-
pia perfección; había olvidado la tremenda paradoja de que
para ser perfecto hay que desprenderse de uno mismo y ol-
vidar nuestra perfección para seguir a Cristo. Para defender
su propio “yo”, Prometeo había olvidado a los “otros”. Y
esto es lo que Pablo vio claramente: la salvación pertenece
55
al orden del amor, de la libertad y de la entrega, sólo es
nuestra si la recibimos gratuitamente, porque es gratuita-
mente concedida. Esto es lo que ocurre en nuestros días,
cuando el hombre prefiere vivir en la muerte antes de
aceptar a Dios y su misericordia, y es la experiencia de
vida que Merton nos describe en su narración autobiográ-
fica.
La reivindicación más paradójica, y al mismo tiempo
más singular y característica del cristianismo, es que Cristo
con su resurrección ha vencido a la muerte, y por esta resu-
rrección el hombre también será resucitado con un cuerpo
espiritualizado, en una creación nueva. El hombre está au-
ténticamente vivo cuando toma plena conciencia del signifi-
cado real de su existencia, y de que su realización final o su
destrucción dependen de su capacidad para decidir por sí
mismo. Éste es el comienzo de la vida verdadera, una vida
que pasa por aceptar la misericordia de Dios que perdona
todas nuestras faltas y nos salva. El poderío real del hombre
está oculto en esa agonía que le hace clamar a Dios; es en-
tonces alguien indefenso pero al mismo tiempo omnipoten-
te, pues “puede hacerlo todo en el Invisible que lo fortale-
ce” (Sal 17). La vida verdadera no es la subsistencia
vegetativa del propio yo, ni la animalidad autoafirmativa o
autogratificante, es la libertad que, mediante el amor, tras-
ciende el yo para existir en el Otro. Es una libertad que
“pierde su vida a fin de encontrarla”, en vez de salvarla
para perderla.
Sin embargo existen personas que viven obsesionadas
por lo “mío” y lo que es de Dios. Esta tendencia es la que
llevó al hijo pródigo a pedir a su padre lo que consideraba
suyo, su herencia. La paradoja cristiana supone que todo lo
nuestro es al mismo tiempo absolutamente de Dios. El hijo
pródigo no roba nada, pero piensa que para encontrarse a
sí mismo debe poner aparte lo que considera suyo y explo-
56
tarlo para su realización personal. En el debate teológico
sobre el libre albedrío y la gracia, muchos teólogos se alinea-
ron con el hijo pródigo. Estamos tentados a proceder como
si todo lo concedido al libre albedrío le fuera arrebatado a la
gracia, y como si todo lo que se le concede a la gracia fuera
en detrimento de nuestra libertad. Es como si los teólogos
estuvieran obsesionados por lo que es estrictamente nues-
tro. Todo es nuestro porque todo es de Dios, si no le perte-
neciera a él, nunca podría pertenecernos a nosotros, y
todo lo que es suyo es su mismísimo Yo. Lo único que nos
pertenece es Dios mismo y, a su vez, cada uno de nosotros
somos suyos.
Hay otros que siguen pensando en lo que Dios debe dar-
les y en lo que ellos deben dar a Dios; ¿cuánto es un don
gratuito de Dios, y cuánto es un pago que nos debe? Es
como si Dios no quisiera que fuéramos libres, como si nos
regateara la libertad que nos da, como si el hombre se sal-
vara y llegara a la unión divina por el trueque de su libertad
por la gracia de Dios. El precio de la felicidad del hombre
sería la renuncia a su autonomía personal para vivir como
un esclavo de Dios, “un ser tan maravilloso que merece la
pena”. Y Dios no da elección, reparte su gracia a unos sí y
a otros no, y la gracia actúa infaliblemente, confisca el libre
albedrío y nos salva a pesar de nosotros mismos. Los pela-
gianos, en el extremo opuesto, consideran que Dios ha he-
cho libre al hombre, y él con su propio esfuerzo y con el
buen ejemplo y la inspiración de Cristo, construye su pro-
pia salvación. El hombre, de esta forma, es independiente
de Dios y responsable solamente ante sí mismo. Pero esta
idea que tanto gusta al hombre moderno, lleva implícita
una total contradicción: cómo el hombre que es natural,
puede llegar con sus medios naturales a lo sobrenatural. El
hombre por sus propios medios puede llegar a una beatitud
natural e imperfecta, pero éste no es el fin para el que he-
57
mos sido creados, sino el principio; Dios nos quiere como
amigos e hijos 2.
2 Cf. T. MERTON, El hombre nuevo, Lumen, Buenos Aires, 1998, del ori-
ginal The New Man 1961, trad. M. Grindberg, HN, 9-16. 25-41.
58
su capacidad de amar. Esta facultad de la profundidad
del ser humano, imprime en él la imagen y semejanza de
Dios, y es la clave del sentido de nuestra existencia, de
nuestra salvación y la de toda la creación. El amor natu-
ral permite perpetuar a la humanidad en el tiempo,
mientras que la función del amor espiritual es de un al-
cance mayor: dar a la persona la posesión de la eterni-
dad, edificar el Reino de Dios, un reino espiritual de uni-
dad y de paz, que hace del ser humano el beneficiario de
la creación, su centro y su rey espiritual. El amor verda-
dero llena la vida de paz y comodidad, y lleva al hombre
a su máxima realización, que se alcanza trascendiéndose
a sí mismo.
El amor verdadero es la muerte y resurrección en Cris-
to, que conlleva que todos nos demos unos a otros y a la
Iglesia; que nos perdamos en la voluntad de Cristo y en el
bien de los otros, y muramos a nuestros propios intereses
para resucitar como otros cristos. Sin amor, el hombre
está aislado, separado de los otros y de Dios, de la ver-
dad, la sabiduría y la fortaleza, mientras que por el amor
entramos en contacto con nuestra esencia más profunda,
con nuestro propio yo, con los hermanos, y con la sabi-
duría y el poder de Dios. Es un amor que sólo se hace hu-
mano a través de Dios, que lleva al hombre a su plenitud
y perfección y le da su dimensión divina, pues le hace ser
hijo de Dios. Hemos sido creados para vivir en sociedad,
el amor de los demás nos da la vida, y nuestro amor a los
otros nos lleva a nuestra auténtica realización; por medio
de él, Dios extiende su amor sobre el mundo. Sin amor el
hombre “no es”.
Pero el amor tiene que buscar la realidad, si no frustra a
la persona que se ama en su ser más profundo. La realidad
del amor está determinada por la relación que establece en-
tre las personas en cuanto personas. Hay que amar a las
59
personas como personas y no como cosas, y esto es amar
a los otros como a uno mismo. Amar a otro como a un ob-
jeto es amarle como a una cosa que puede ser usada, ex-
plotada, disfrutada y luego abandonada. Para amar a otro
como persona hay que empezar por concederle su propia
autonomía e identidad, amarle “por lo que es” y no “por lo
que es para nosotros”, por su bien propio, no por el nues-
tro, y esto no es posible si el amor no nos transforma en la
otra persona, si no somos capaces de ver las cosas como el
otro las ve, amar lo que él ama y experimentar las realida-
des más profundas de su vida como si fueran las nuestras.
Ésta es también la base de nuestra relación filial con Dios;
la relación sujeto-objeto tiene que estar completamente ex-
cluida. Sólo llegaremos a conocer a Dios cuando lo encon-
tremos escondido por amor en nosotros mismos, y paradó-
jicamente esto sólo lo lograremos si salimos fuera de
nosotros mismos por medio del sacrificio. Sólo un amor
que nos vacíe de nuestra voluntad, nos hace capaces de en-
contrar a Cristo en el lugar antes ocupado por nuestra indi-
vidualidad.
Dios, además, en su autodeterminación sobrenatural,
hizo al hombre capaz de una libertad igual que la suya, y
para esto el hombre tiene que estar unido al Espíritu San-
to, que es el que nos hace libres. El hombre ha sido crea-
do libre de elegir su destino, pero sólo es auténticamente
libre cuando elige el bien por amor; como todo bien, per-
fección y felicidad se encuentran en la voluntad de Dios,
que es infinitamente buena, perfecta y bienaventurada, la
libertad sólo se puede dar en la sumisión y unión perfec-
tas a la voluntad de Dios. Si nuestra voluntad sigue a la
suya, llegaremos a su misma paz y felicidad infinitas,
mientras que si nos resistimos a ella, no seremos libres.
Dios además nos hizo inteligentes para así poder des-
arrollar nuestra libertad y nuestra capacidad de amar, y
60
para elevar nuestra mente hasta la búsqueda de la verdad;
para esto nos da su gracia que es Dios mismo dándose a
nosotros, ayudándonos a superar nuestras limitaciones,
deficiencias y debilidades.
El libre albedrío es la mera capacidad de elegir entre el
bien y el mal, es el límite más bajo de la libertad; permite
escoger el bien, pero en la medida en que también se pue-
de escoger el mal, no somos libres, pues una mala elec-
ción destruye la libertad. La perfecta libertad es la incapa-
cidad total de hacer una mala elección. Sólo la elección
que aspira al bien y además lo alcanza, hace que nos sinta-
mos felices, pues nos hace libres. La libertad no consiste
en un equilibrio entre buenas y malas acciones, sino en
amar y aceptar perfectamente lo que es realmente bueno
y odiar y rechazar lo que es malo, y quien rechaza todo
mal porque es incapaz de desearlo, es libre. Dios es infini-
to y en él no existe ninguna sombra de pecado o mal. Dios
es la libertad, sólo su voluntad es indefectible, cualquier
otra libertad puede fallar y destruirse por una elección
errónea. Toda libertad verdadera es un don sobrenatural
de Dios, una participación en su libertad, por el amor que
infunde en nuestras almas que nos une a él, primero en un
consentimiento perfecto y después en una unión transfor-
madora de voluntades. La libertad es un talento dado por
Dios, un instrumento de trabajo con el que construimos
nuestra vida y nuestra felicidad, es el elemento más precia-
do de nuestro ser; si renunciamos a él renunciamos a
Dios. La libertad nos hace personas constituidas a imagen
de Dios.
En el orden espiritual, es esclavo el hombre cuyas elec-
ciones han destruido en él toda espontaneidad y lo han en-
tregado a sus compulsiones, idiosincrasias e ilusiones. Este
hombre no puede gobernar su vida dirigida por sus pasio-
nes: miedo, codicia, lujuria, inseguridad, envidia, crueldad,
61
servilismo, y otras muchas. No puede defenderse de sí mis-
mo hasta que no tome decisiones espirituales, y para esto
tiene que resistir a la cegadora compulsión de la pasión. Si
vamos a vivir como hombres libres en el orden sobrenatu-
ral, tenemos que asumir opciones libres sobrenaturales, y
esto es obedecer a Dios por amor. No se trata del home-
naje de nuestra voluntad a la autoridad de Dios, es la li-
bre unión de nuestra voluntad con la de Dios por amor,
es la libre opción que nos hace hijos de Dios. No pode-
mos hacernos hijos de Dios por una obediencia que sólo
sea una renuncia ciega a nuestra autonomía; la libertad
espiritual consagra nuestra autonomía a Cristo, y en
Cristo al Padre.
El temperamento no predestina a una persona a la san-
tidad o a la reprobación. Todos los temperamentos pueden
servir para la salvación o para la ruina. El temperamento es
un don de Dios, un talento con el que tenemos que vivir;
no importa lo pobre o problemático que sea. Si se hace
buen uso de él y se dedica al servicio de buenos deseos, se
pueden conseguir grandes logros. Un hombre de tempera-
mento irascible puede tener más propensión a la ira que
otro, pero sigue teniendo la libertad de no ser iracundo. Su
inclinación a la ira es simplemente una fuerza de su carác-
ter que puede orientarse al bien o al mal según sus deseos.
La libertad humana no actúa en un vacío moral, pero la co-
erción desde afuera, las fuertes inclinaciones temperamen-
tales y las pasiones dentro de nosotros, en nada afectan a
la esencia de nuestra libertad, simplemente definen su ac-
ción imponiéndole ciertos límites, y esto le da un carácter
peculiar que le es propio.
El ser humano además es un intermediario entre Dios y
la creación, un sacerdote que le ofrece a Dios todas las co-
sas sin destruirlas ni dañarlas, llamado a cuidar y labrar el
jardín del Edén, y a contribuir por medio de su trabajo a la
62
creación de Dios en el mundo. Todas las cosas de la crea-
ción son nuestras porque son de Dios, y toda la creación
tiene que ser utilizada para dar gloria a Dios, para la revela-
ción de Dios al mundo. Adán no necesitaba trabajar en el
paraíso, hacía un trabajo desinteresado porque su alma se
lo pedía, y de esta forma daba gloria a Dios; un trabajo en
el que estaba unida la acción con la contemplación. El
hombre es un ser para la contemplación y para la acción,
según el plan de Dios, que cada tarde conversaba familiar-
mente con Adán mientras paseaba por el paraíso. Así el
lenguaje humano, antes de servir para la relación entre los
hombres, sirvió para la relación del hombre con Dios, para
la contemplación 3.
Imagen y semejanza
63
ca que la imagen se va perfeccionando mediante una co-
rrespondencia fiel al original, sería el hombre en el uso
efectivo de sus poderes, tal como los utilizaría Dios. El ser
humano, al gobernar el mundo, se convierte en un instru-
mento efectivo y en un imitador de su Padre divino. Dentro
del mundo que Dios creó, el hombre edifica un mundo
nuevo para sí mismo, una sociedad que es un microcos-
mos donde se refleja el orden establecido por Dios. Un
conjunto viviente donde las criaturas ensalzan a Dios, no
por sí mismas sino por el hombre en la sociedad. La socie-
dad misma se convierte en una prolongación del espíritu
santificado del hombre, un templo en el que toda la crea-
ción alaba a Dios.
Esta teoría concibe al hombre orientado hacia una vida
activa en el mundo, un hacedor, un artífice, que alaba a
Dios con las obras de sus manos y su inteligencia. Su pe-
cado sería la perversión de sus instintos activos, así el
hombre se alejaría de Dios para producir y crear, no la so-
ciedad y el templo de Dios que la creación exige para con-
sumarse, sino un templo para su propio poder. El mundo,
entonces, es explotado para glorificar al hombre, no para
la gloria de Dios. El poder del hombre se vuelve un fin
para sí mismo, y las cosas dejan de ser simplemente usa-
das, se desperdician y destruyen. Los hombres ya no son
creadores sino herramientas de producción, instrumentos
para el lucro. Y este proceso degenerativo llega a su máxi-
ma destrucción, cuando la sociedad no sólo maniobra con-
tra Dios, sino contra los intereses más fundamentales del
propio hombre.
Otros intérpretes del texto piensan que la imagen divina
está orientada hacia la unión contemplativa con Dios. El
hombre se asemeja a Dios mientras es un contemplativo,
un hombre de oración que clava la mirada en las cosas pro-
fundas de Dios. San Agustín busca a Dios en las profundi-
64
dades más íntimas de su propio espíritu, y no sólo se en-
cuentra a sí mismo, también encuentra la luz mediante la
que se ve tal como realmente es. En esta luz percibe a Dios
de quien procede la luz. La imagen de Dios se encuentra en
la estructura del alma: conciencia, pensamiento, amor. La
semejanza de Dios se alcanza cuando estas potencias llegan
a su plenitud a través de la experiencia espiritual de “aquel”
de quien son imagen. Cuando la conciencia, o memoria, se
vuelve conciencia de Dios, cuando la inteligencia se ilumina
con el entendimiento espiritual de Dios, y cuando la volun-
tad eleva al alma entera en un éxtasis de amor a Dios, en-
tonces la imagen se perfecciona en semejanza. Dice san
Agustín: “En esta imagen (que es el alma) la semejanza de
Dios será perfecta, cuando sea perfecta la visión de Dios”.
Esta doctrina está implícita en san Juan cuando escribe:
“Queridos ahora somos hijos de Dios (imagen), y aún no se
ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se
manifieste, seremos semejantes a él (semejanza) porque lo
veremos tal cual es” (1Jn 3,2). No se trata solamente de
una identificación nocional sino de una unión integral del
alma con la persona de Dios. Para este fin fuimos creados
imagen de Dios.
Se pueden resumir estas ideas diciendo que la imagen
de Dios es la cumbre de la conciencia espiritual del hom-
bre. Es la cima más alta de su realización personal, donde
por espíritu entendemos pneuma, el espíritu del hombre
unido al Espíritu de Dios. El espíritu del hombre dinamizado
y dirigido por el Espíritu de Dios, liberado por la fe profun-
da e iluminado por la sabiduría de Dios, que le hace decir a
Pablo: “El que se une al Señor se hace un solo espíritu con
él” (1Co 6,17) 4.
65
El espíritu cautivo
66
amor la participación en su vida, su poder y su sabiduría. El
hombre se sitúa así como el sujeto único del universo,
como el centro del mundo, el único que piensa, quiere, de-
sea, disfruta y manda.
El pecado de Adán fue un doble movimiento de introver-
sión y extraversión: se retrajo de Dios hacia sí mismo tra-
tando de huir de Dios, y al no poder permanecer en ese es-
tado, cayó en la multiplicidad y la confusión de las cosas
externas. La materia, como todo lo creado por Dios, es
buena, incluso son buenas las pasiones, lo que no es bueno
es que el espíritu quede subordinado a la materia, que las
pasiones dominen a la razón. Pero el espíritu humano no
es capaz de entender este estado, y racionaliza y disculpa la
lujuria y la ambición de su ego carnal y egocéntrico. Magni-
fica las faltas de los otros para escapar de sus miedos y se
esfuerza en creer sus propias mentiras. Se entrega por en-
tero al trabajo, pero sin contemplación, y no alcanza paz ni
satisfacción. Es un trabajo frenético, como si se tratara de
un calmante que mitiga el dolor de un alma que fue hecha
para la contemplación. Si el hombre quiere volver a Dios
tiene que hacer el camino contrario al que hizo Adán: re-
traerse de las cosas externas y atravesar el centro de su
alma para encontrarse con Dios. El hombre tiene que en-
contrarse consigo mismo y descubrir dentro de sí la imagen
de Dios que lleva impresa.
En ese estado, el hombre es todavía imagen de Dios, y
aunque se aleje de él hacia regiones de irrealidad, su desti-
no original siempre le atormentará con la necesidad de re-
gresar a Dios, para ser auténticamente real. Si el hombre
solamente fuera un animal racional, podría vivir tranquila-
mente manteniendo su animalidad bajo el control de su ra-
zón, y podría encontrarse a sí mismo. Incluso podría llegar
a conocer a su Creador, distinguirlo de las criaturas como
la causa de todos los efectos, y experimentarlo como la
67
justificación absoluta del ser. Pero esto no es suficiente; lo
más hondo de nuestra conciencia, donde está grabada la
imagen de Dios, nos recuerda incesantemente que hemos
nacido con una libertad mucho más elevada y para una
realización mucho más espiritual. El hombre tiene un fin
sobrenatural y no puede descansar hasta que repose en
Dios, un Dios que no es simplemente el Dios de la natura-
leza, el Dios creador que puede ser objetivado por unas
pocas nociones abstractas. El Dios cristiano es el Dios vivo
que está por encima de todo concepto. No es el Dios al
que se llega por una simple unión imaginaria o moral, es
el Dios que se hace “un” solo Espíritu con nuestra alma.
Esta es la única realidad para la que hemos sido creados,
sólo en esta unión con Dios nos encontramos a nosotros
mismos y fuera de nosotros mismos, en Dios. Nuestro des-
tino consiste en ser infinitamente más grandes que nuestro
propio “yo”, pues según la Escritura: “Vosotros dioses
sois, todos vosotros, hijos del Altísimo” (Sal 81,6). La
angustia espiritual del hombre sólo se cura con el mis-
ticismo.
Por este pecado de la sociedad nacemos con un “yo”
falso, ilusorio, irreal. Venimos a la existencia bajo el signo
de la contradicción; a cada uno de nosotros nos sigue una
persona ilusoria que quiere existir fuera del alcance de la
voluntad y del amor de Dios, fuera de la realidad y fuera de
la vida. Este “yo” es sólo una ilusión, y no estamos muy do-
tados para reconocer las ilusiones que abrigamos acerca de
nosotros mismos, con las que hemos nacido y nutren las raí-
ces del pecado. No hay realidad subjetiva más grande que
el falso yo, todo pecado brota de la asunción de que este
falso yo; que sólo existe en nuestros deseos egocéntricos,
es la realidad fundamental de la vida a la que se ordenan to-
das las demás realidades del universo. Así nos sumimos en
el deseo de placeres, sed de experiencias, poder, honor, co-
68
nocimiento y amor, para hacer de este falso yo algo objeti-
vamente real; pero estamos vacíos, y los placeres y ambi-
ciones no pueden llenar nuestra vida.
El falso yo no puede identificarse con el cuerpo, que no
es malo ni irreal, tiene la realidad que Dios le ha dado, y
por tanto es “santo”. Nadie puede odiar o despreciar el
cuerpo que Dios le ha confiado, templo del Espíritu Santo,
pero el cuerpo no es la única realidad, como si la vida estu-
viera reducida a la experiencia sensitiva. Tampoco pode-
mos profanar nuestra unidad natural separando el cuerpo
del alma, pues no habría persona, realidad viva y subsisten-
te hecha a imagen y semejanza de Dios, ni podemos tratar
al alma como si fuera todo nuestro yo, el error del angelis-
mo. Para los que viven de esta forma, el cuerpo es una
fuente de falsedad y engaño, porque la persona consiente
la ilusión, encuentra seguridad en el autoengaño, y no quie-
re responder a la voz secreta de Dios que la llama a correr
la aventura y el riesgo de la fe.
La creación es santa y nada de lo que ha sido creado
por Dios puede ser un obstáculo para nuestra unión con él,
pero los hombres y mujeres utilizamos las cosas de la crea-
ción para adorar a nuestro falso yo, y así las corrompemos
y pervertimos, lo que no significa hacerlas malas, sino que
las usamos simplemente para aumentar el apego a nuestro
yo ilusorio. El obstáculo está en nosotros, que nos empeña-
mos en mantener nuestra voluntad autónoma, exterior y
egoísta, y así nuestro yo exterior, nuestro falso yo, se hace
nuestro dios. Hay quienes quieren salir de esta situación,
tratando las cosas de Dios como si fueran malas, y no ha-
cen más que confirmarse en una ilusión terrible. Adán echó
la culpa de su pecado a Eva, y Eva a la serpiente. Es una
actitud infantil para proteger el yo egoísta y confundir ese
ídolo con Dios; es el peor autoengaño, porque nos trans-
forma en seres fanáticos, incapaces de mantener contacto
69
con la verdad y de amar sinceramente, y nos hace crecer el
ego como algo santo, mientras todo lo demás es impío 5.
70
El cristianismo es más que un sistema ético. Jesús no
sólo nos enseña la vida cristiana sino que la crea en nues-
tras almas por acción del Espíritu Santo, y esto supone
una auténtica transformación interna. Aquel que está infi-
nitamente sobre nosotros, también está dentro de nos-
otros. Una trascendencia e inmanencia de Dios, que el
hombre experimenta a través de la acción del Espíritu San-
to. En la experiencia mística, el hombre se percata de la rea-
lidad de Dios como el otro, pero al mismo tiempo inma-
nentemente presente en él, y cuanto más consciente es el
hombre de su “otreidad”, más consciente es de su “mismi-
dad”, que lo une a él; una vida en Cristo que es una exten-
sión de la vida de Cristo resucitado, y que le hace decir a
Pablo: “No soy yo, es Cristo el que vive en mí (Ga, 2,20).
Cristo con su resurrección se ha convertido en el Cristo
místico y como tal nos incluye a todos los que creemos en
él. Según el teólogo F. Prat: «El Cristo natural nos redi-
me, el Cristo místico nos santifica; el Cristo natural murió
por nosotros, el Cristo místico vive en nosotros; el Cristo
natural nos reconcilia con su Padre, el Cristo místico nos
unifica con él» 6.
Cristo continúa siendo el hijo de María, el Hijo de Dios,
pero al vivir dentro de nosotros, es al mismo tiempo él mis-
mo y cada uno de nosotros. Mística y espiritualmente Cris-
to vive en nosotros desde el momento en que nos unimos a
él en su muerte y resurrección por el bautismo y una vida
cristiana. Esta unión no es un simple vínculo moral o unión
de voluntades, ni tampoco un nexo psicológico. Cristo de
una forma mística identifica a sus miembros consigo dándo-
les su Espíritu, y el Espíritu purifica la imagen de Dios en
nuestras almas: nos enseña la caridad, cura nuestra ceguera
espiritual, abre nuestros ojos a las cosas de Dios, toma
71
nuestra voluntad para que no caigamos cautivos de las pa-
siones y nos perfecciona amoldándonos a Cristo.
Cristo vive en nosotros místicamente de una forma natu-
ral y de una forma sobrenatural a través de las virtudes y el
amor. Estas dos vidas son dones de Dios; la vida sobrenatu-
ral eleva y perfecciona a la natural. Ambas formas de pre-
sencia de Cristo en nosotros se pueden separar, sin embar-
go en el plan de Dios están llamadas a ir juntas, y así el
hombre alcanza su “ser en Cristo”, la persona que Dios
quiere que sea. En el sentido cristiano más pleno, nuestra
realización personal se alcanza al compartir la orientación
total de Cristo hacia su Padre: “Cuando me haya ido y os
haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo
para que donde yo esté, estéis también vosotros” (Jn 14,3),
el lugar donde Cristo nos va a llevar es Dios.
Cristo además nos dice: “Yo soy el camino”, una expre-
sión simple, que esconde mucho más de lo que nosotros
podamos expresar; es una realidad, que sólo se puede co-
nocer desde el amor. Cristo es el camino al Padre, aquel
por el que “somos” y el principio de todo, el misterio que
sólo podremos conocer por la revelación de Jesús, el Hijo,
pues como dice Mateo: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo
y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). El
Hijo, por medio del Espíritu Santo, abre nuestras almas a la
revelación, y de esta forma “ascendemos” al Padre que está
en nosotros, como está en el Hijo pues dice Jesús: “Yo es-
toy en el Padre y el Padre está en mí”. Jesús ruega al Padre
para que sus discípulos también estén con el Padre, con el
Hijo y con el Espíritu Santo (Jn 17,21). El Espíritu Santo
derrama el amor en nuestros corazones, y así podremos
conocer que vivimos en Cristo, cuando nuestros corazones
estén rebosando amor a Dios, a los hombres y a la crea-
ción. La vida en Cristo es simplemente la inhabitación del
hombre con Dios, teniendo a Cristo como mediador.
72
La fe personal y la fidelidad a Cristo no bastan para ser
perfectos cristianos. No vamos a Cristo como individuos
aislados, sino como miembros de su Cuerpo Místico. Inclu-
so nuestra santidad es proporcional a nuestra capacidad
para servir como instrumentos de su amor, para establecer
el Reino de Dios en la tierra y edificar su Cuerpo. Cuanto
más demos a otros más recibiremos de Cristo; este influjo
místico no sólo es para nosotros, sino para los otros. Los
que más reciben son los que más tienen que dar, porque
quizás más se les ha perdonado (Lc 7,47-48), aunque son
los que más han sufrido y pasado mayor angustia los que
tienen una mayor capacidad de amar a Cristo en el herma-
no. El sufrimiento y la pobreza de espíritu les han enseñado
la compasión, y los han enriquecido espiritualmente. El
hombre, hasta que no conoce lo que significa la auténtica
misericordia ejerciéndola, no tendrá el conocimiento real de
lo que significa amar a Cristo. Sin amor y compasión por
los otros, nuestro aparente amor por Dios es sólo una fic-
ción.
Cada hombre y mujer tenemos que unirnos a Jesús en
su batalla para unir a todos con él. Si Cristo fuese una sim-
ple cabeza sin cuerpo, no habría reparado el daño causado
por Adán a la especie humana. Cristo repara este daño
con su resurrección haciéndonos miembros de su Cuerpo
Místico, y viviendo en nosotros como el principio de nues-
tra vida sobrenatural, pues: “Del mismo modo que llevamos
en nosotros la imagen del hombre terreno, también llevare-
mos la imagen del celeste” (1Co 15,49). Hay que llevar
una vida “incorruptible”, la que tiene su principio en el Es-
píritu y no en los apetitos desordenados, pues: “Quien
siembre su vida de apetitos desordenados, a través de ellos
heredará corrupción, más quien siembre en el espíritu, del
espíritu cosechará vida eterna” (Ga 6,8). Es necesaria una ba-
talla ascética unidos al Espíritu Santo, para llevar una vida
73
en Cristo que nos transforme y nos conforme a él. “Es con
Cristo, con quien tenemos que configurarnos de forma que
nos vayamos transformando en su imagen cada vez más
gloriosa, reflejando la gloria del Señor, como corresponde a
la actuación del Espíritu del Señor” (2Co 3,18). Cada día
nos vamos convirtiendo en una clara imagen de Dios, al
que veremos cara a cara sin intermediarios, una visión que
no será un simple descubrimiento de aquel que es, también
será el descubrimiento definitivo de nosotros en él. Sólo
cuando lleguemos a estar en los designios de Dios, será
cuando nos conozcamos a nosotros mismos y seamos lo
que realmente debemos ser; entonces nos realizaremos
como hombres y mujeres, tendremos una auténtica vida y
una conciencia plena de Dios, y nuestras almas reflejarán
como en un espejo la gloria de Dios.
La moralidad cristiana es una moralidad del amor, y no
puede haber amor sin la obediencia que une las voluntades
del amante y el amado, siempre que esta unión no sea for-
zada. Dios no quiere la oración de la compulsión, sino una
adoración que sea libre, espontánea y sincera, en espíritu y
en verdad. El cristianismo no es una religión de una ley,
sino de una persona; el cristiano no es la persona que cum-
ple las reglas de la Iglesia, sino un discípulo de Cristo. Res-
peta los mandamientos de la ley de Dios y los preceptos de
la Iglesia, pero su razón para ello es Cristo. El cristiano por
amor vive en libertad, pero la obediencia al mandato de
Cristo exige el sacrificio de nuestra voluntad, si nuestra vo-
luntad es carnal, compulsiva y engañosa. Sólo obedeciendo
a la verdad encontramos nuestra auténtica autonomía espi-
ritual. “La verdad os hará libres” (Jn 8,32), dice el Señor, y
los mandamientos de Cristo se resumen en uno: amor,
quien ama es libre y posee la verdad. El “mundo”, incluyen-
do en esta palabra a todos los que odian, porque son pri-
sioneros de sus estrechas ilusiones y sus mezquinos deseos,
74
no conoce este amor. Estos hombres no pueden conocer al
Espíritu y no pueden ser libres con la libertad de Jesús. Es-
tán atados a su vida, a sus pasiones, y son incapaces de ha-
cer otra cosa que no sea su “propia voluntad” esclavizada.
Son incapaces de amar libremente porque tienen miedo de
la libertad. Sólo el Espíritu Santo podrá franquear sus ba-
rreras y derramar el amor dentro de sus corazones 7.
Santidad e identidad
der, Barcelona, 1964, del original Life and Holiness, 1963, trad. J. Vallverdú,
Aixalá, VYS1, 125-127. Una nueva versión, Sal Terrae, Santander, 2006, VYS2,
99-101.
75
la obra de crear la verdad de nuestra propia identidad, es-
condida con Cristo en Dios, en su amor y en su misericor-
dia, pues sólo él puede hacer de nosotros lo mejor.
Para esto tenemos que enfrentamos a nosotros mismos
con nuestras limitaciones y aceptar a los demás con las su-
yas. Cada persona es responsable de su propia vida, nadie
va a decimos cuál es nuestra identidad si nosotros no so-
mos capaces de encontrarla, pero sólo nos encontraremos
a nosotros mismos por medio de los otros y en los otros,
en el encuentro de todos en Cristo. Entonces tenemos que
trabajar en él y con él, de una forma que sólo Dios puede
enseñamos; la contemplación es el don más precioso que
nos permite ver y comprender la obra que Dios quiere que
hagamos. Sólo identificándonos con aquel en quien están
escondidas la razón y la plenitud de nuestra existencia, en-
contraremos que nuestra existencia, nuestra paz, nuestra
alegría y felicidad, se basan en descubrir lo que somos, des-
cubriendo a Dios. Y esto que parece sencillo no podemos
realizarlo por nuestras propias fuerzas, pues sólo Dios pue-
de enseñarnos a encontrarlo.
Cuando estamos unidos a Dios poseemos todas las co-
sas en él; si amamos en todas las cosas la voluntad de Dios,
más que las cosas en sí, hacemos de la creación un sacrifi-
cio de alabanza a Dios, y éste es el fin para el que Dios
creó todas las cosas. La única alegría verdadera en esta
vida es escapar de la prisión de nuestro “falso yo”, y por
amor, llegar a la unión con la Vida, que canta y habita en la
esencia de cada criatura, en el centro de nuestra alma. En
su amor poseemos todas las cosas y gozamos de ellas, pues
en ellas encontramos a Dios. Si caminamos de esta forma
por el mundo, todo lo que encontramos, vemos, oímos o
tocamos, lejos de mancharnos nos purifica y siembra en
nosotros algo más de contemplación y de cielo. Sin esta
perfección, las cosas en vez de aportarnos alegría nos
76
aportan sufrimiento; sin amor a Dios todo lo que hay en el
mundo puede herirnos. El mundo está lleno de contradic-
ciones. Los que aún no amamos a Dios perfectamente po-
demos encontrar en la creación tanto la alegría de la bien-
aventuranza, como la pena de la pérdida de Dios, que es la
condenación. Entonces en lugar de adorar a Dios a través
de su creación, nos adoramos a nosotros mismos a través
de las criaturas.
La perfección del amor es proporcional a su libertad y
su libertad proporcional a su pureza. Obramos libremente
cuando actuamos con pureza en correspondencia al amor
de Dios. El amor puro no es servil, ni ciego, ni limitado por
el temor, sino confiado en el amor de Dios. El alma que
ama a Dios se atreve a elegir libremente, sabiendo que su
elección será perfectamente aceptable para el Amor. El
amor puro es prudente, está iluminado por una discreción
clarividente, sabe evitar el egoísmo que frustra la acción, y
ve los obstáculos, los evita o los vence. Es agudamente sen-
sitivo a las más leves señales de la voluntad de Dios y trata
de complacerlo sabiendo que Dios se complace con nuestra
intención de complacerlo.
Todos tenemos una vocación, todos estamos llamados
por Dios a compartir su vida y su reino; si encontramos ese
lugar seremos felices. Cada uno de nosotros tenemos que
cumplir nuestro destino según la voluntad de Dios: ser
lo que Dios quiere que seamos. Nuestro destino no es algo
que nos impone una divinidad sin corazón, sin nuestra elec-
ción, sino que es obra de dos voluntades, de dos amores.
No se puede resolver el problema de la vocación fuera de la
amistad y del amor de Dios, nuestro Padre, que nos ama
más de lo que nos amamos nosotros mismos. Dios está
más cerca de cada uno de nosotros de lo que nosotros esta-
mos de nosotros mismos. Aquel que está infinitamente por
encima de nosotros, el infinitamente “otro”, mora en nues-
77
tra alma y vigila cada movimiento de nuestra vida; su amor
actúa en nosotros para sacar bien de nuestras equivocacio-
nes y para vencer nuestros pecados.
El trabajo al que estamos llamados, no debe juzgarse por
su mérito intrínseco, sino por el amor de Dios oculto en él.
Dios nos llama a un lugar determinado donde quiere hacer-
nos el mayor bien, y donde podamos dejarnos a nosotros
mismos para encontrarlo a él. La misericordia de Dios quie-
re ser conocida, alabada y adorada con alegría, y cada vo-
cación debe ser vocación al sacrificio y al goce. Nuestra vo-
cación individual es la ocasión de encontrar ese lugar único
donde mejor encontrar la misericordia de Dios, conocer el
amor de Dios, y poder responder a ese amor con el nues-
tro. Cuando seguimos nuestra vocación, estamos libres de
preocupaciones, podemos buscar a Dios y encontrarlo, aún
cuando pueda parecer que no lo conseguimos. El agradeci-
miento, la confianza y la libertad, son los signos de que
hemos encontrado nuestra vocación y de que estamos vi-
viendo de acuerdo con ella. Estas señales nos dan paz en
el sufrimiento y nos enseñan a reír en la desesperación.
Y sabremos que hemos encontrado nuestra vocación
cuando cesemos de pensar en cómo vivir y comencemos
a vivir.
El hombre santo ama las cosas creadas y goza con ellas
usándolas de una forma sencilla y natural. Los santos esti-
man la belleza, la bondad y las cosas agradables, además de
sentir agrado con sus oraciones y actos de piedad interio-
res. La amabilidad del santo y su dulzura proceden de la do-
cilidad a la luz de la verdad y a la voluntad de Dios. El santo
puede hablar del mundo, sin hacer referencia a Dios, de
forma que lo que dice da gloria a Dios y despierta en otros
el amor a Dios. Los ojos de los santos santifican todo lo
que es bueno y sus manos consagran todo cuanto hacen a
la gloria de Dios, no se ofenden por nada ni juzgan los pe-
78
cados humanos, porque no conocen el pecado. Sólo cono-
cen la misericordia de Dios y saben que su misión en la tie-
rra es llevar esa misericordia a todos los hombres. En los
santos encontramos que existe una gran coincidencia entre
la perfecta humildad y la perfecta integridad. El santo es
distinto de todos porque es humilde. La humildad consiste
en ser la persona que somos realmente ante Dios, y esto
no es una cuestión de apariencias, opiniones, gustos, sino
que se encuentra en lo profundo del alma. La persona hu-
milde toma del mundo lo que le ayuda a encontrar a Dios y
prescinde de todo lo demás, es capaz de ver con claridad
que lo bueno para ella puede no serlo para los demás. La
humildad supone un profundo refinamiento del espíritu,
una paz, un tacto y un sentido común, sin los que no hay
moralidad sana. No es humilde quien insiste en ser lo que
no es, que equivale a decir que sabes mejor que Dios quién
eres y quién debes ser. Hay que tener una humildad heroica
para ser uno mismo, la persona que Dios quiere que seas,
que incluso nos puede llevar a pensar que esta honestidad
es puro orgullo 8.
Escribe Thomas Merton 9:
79
El hombre espiritual y su nada
80
tración espiritual y dolencia, sólo entonces esperaremos su
misericordia. El signo más certero de que hemos recibido la
comprensión del amor de Dios, es que apreciamos nuestra
propia pobreza a la luz de su infinita misericordia. Tenemos
que amar nuestra pobreza como Jesús la ama, es tan valio-
sa para él que murió en la cruz para presentarla al Padre y
para dotarnos con los dones de su infinita misericordia.
Cuanto más contentos estemos con nuestra pobreza, más
cerca estaremos de Dios; entonces la aceptaremos con paz,
sin esperar nada de nosotros, esperándolo todo de Dios.
También debemos amar la pobreza de los otros como Jesús
la ama, mirándolos con sus ojos compasivos, pero no po-
dremos tener compasión por los demás si no estamos dis-
puestos a aceptar el perdón por nuestros propios pecados.
No sabremos realmente perdonar hasta que sepamos qué
significa ser perdonados, y alegrarnos de ser perdonados
por nuestros hermanos. Este perdón de unos a otros es lo
que hace que el amor de Jesús se manifieste en nuestras vi-
das, actuando como él hizo con cada uno de nosotros. El
salmista dice: “Yo soy pobre y desdichado pero el Señor se
ocupará de mí. ¡Tú eres mi auxilio y libertador, no te retra-
ses, Dios mío!” (Sal 40,18).
En este sentido es importante nuestra propia “nada”,
esa experiencia de nuestras deficiencias e impotencia. Para
conocerla tenemos que amarla, y para amarla debemos ver
que es buena y aceptarla. Una experiencia sobrenatural de
nuestra contingencia es la humildad, que nos permite amar
y valorar, por encima de todo lo demás, nuestro estado de
desamparo metafísico y moral ante Dios. Para amar nues-
tra nada no podemos repudiar nada que sea nuestro, nada
de lo que tenemos, nada de lo que somos, todo es bueno
puesto que proviene de Dios y atrae la misericordia de
Dios. Para amar nuestra nada tenemos que amarnos a nos-
otros mismos. El hombre humilde se ama a sí mismo y bus-
81
ca ser amado y honrado, no porque el amor y el honor le
sean debidos sino porque no le son debidos. Busca ser
amado por la misericordia de Dios. Ruega ser amado y
ayudado por sus semejantes, pues sabiendo que no tiene
nada, sabe que lo necesita todo, y no teme pedir lo que ne-
cesita. El hombre espiritualmente pobre ama su propia in-
suficiencia. El hombre orgulloso, por el contrario, se ama a
sí mismo, piensa que es más merecedor de amor, respeto y
veneración, que cualquier otro, y ama su propia ilusión
y autosuficiencia. Cree que debe ser amado por todos y por
Dios, y reclama el honor de tener lo que ningún otro tiene;
el humilde, sin embargo, mendiga algo de lo que los demás
han recibido.
La humildad es una virtud, no una neurosis. Nos libera
para que actuemos virtuosamente, sirviendo a Dios después
de conocerlo, haciendo lo que es realmente bueno, apar-
tando nuestra voluntad de lo que sólo es aparentemente
bueno. Una humildad que congele nuestro ser y frustre
toda actividad saludable no es humildad, sino una forma
disfrazada de orgullo que seca las raíces de la vida espiritual
y nos imposibilita para ofrecernos a Dios. Es difícil ser real-
mente humilde. Thomas Merton ora así al Señor 10:
82
Esto es lo terrible de la humildad: jamás la terminamos de
lograr.
Tú, Señor, fuiste humilde. Pero nuestra humildad está llena
del orgullo de saberlo todo acerca de ella, y sólo somos ca-
paces de hacer muy poco”.
83
a la autoridad de un Dios invisible. La vacilación es la muer-
te de la esperanza y hace imposible la oración verdadera,
no se atreve del todo a pedir algo, y si lo hace está tan in-
segura de ser escuchada, que en el mismo acto de pedir
busca, con prudencia humana, una respuesta provisoria
(Cf. St 1, 5-8). Y ¿para qué nos sirve orar si tenemos tan
poca confianza en Dios, que en el mismo momento de
la oración nos dedicamos a planificar nuestra propia res-
puesta?
El pecado es un castigo a la ingratitud, como dice Pablo
a los gentiles que no estaban agradecidos por conocer a
Dios, no lo glorificaban como Dios, ni le daban gracias (Rm
1,21). Vivimos en constante dependencia de la misericor-
diosa bondad del Padre, y nuestra vida entera debe ser una
vida de gratitud constante a la ayuda que viene a nosotros
en todo momento. Si no amamos a Dios es porque no lo
conocemos, porque Dios es amor. Nuestro conocimiento
de Dios se perfecciona con la gratitud, cuando somos agra-
decidos y nos regocijamos en la experiencia de la verdad.
No hay término medio entre la gratitud y la ingratitud, quie-
nes no son agradecidos, pronto empiezan a quejarse de
todo. Quienes no aman, odian, por eso la tibieza, que no
es indiferencia sino odio disfrazado de amor, resulta tan de-
testable. El alma tibia, no es “fría o caliente”, ni ama fran-
camente ni odia francamente, es un estado en el que se re-
chaza a Dios y su voluntad, pero se mantiene la apariencia
de amarlo a fin de preservar una supuesta dignidad. A esta
condición llegan los que no reconocen las gracias de Dios,
pues si se reconociera todo lo recibido, no se podría ser
cristiano a medias. La gratitud verdadera y la hipocresía no
pueden coexistir, son totalmente incompatibles. La gratitud
nos hace sinceros y si no es así, es porque nuestra gratitud
no es verdadera. Estar agradecidos es reconocer el amor de
Dios en todo lo que nos ha dado, por eso quien es agrade-
84
cido sabe que Dios es bueno no por referencias, sino por
propia experiencia.
Leer la Escritura debería ser un acto de homenaje al
Dios de la verdad. Con la lectura abrimos nuestros corazo-
nes a palabras que expresan la inmensa realidad que él es,
la realidad de que él lo ha creado todo. La lectura constitu-
ye un acto profundamente vital, no sólo de nuestra inteli-
gencia, sino de nuestra completa personalidad, que queda
absorbida y renovada por el pensamiento, la meditación, la
oración o incluso la contemplación. Las ideas y las palabras
no son el alimento de la inteligencia ni una verdad abstracta
que sólo nutre la mente, sino la verdad entera, la realidad,
la existencia, algo que puede abrazarse y amarse, algo que
puede sustentar el servicio de nuestras acciones. Cristo, la
Palabra encarnada, es el Libro de la Vida, en el que leemos
a Dios 11.
Felicidad y dolor
85
El placer puede ser la muerte de la alegría; quien ha cono-
cido la verdadera alegría a veces desconfía de él, pero
quien conoce la alegría nunca desconfía del dolor, porque
puede servirle para afirmar y gustar la libertad.
El cristiano tiene que aceptar el sufrimiento y además
hacerlo santo. Si el sufrimiento es simplemente aceptado
con paciencia, no hace nada al alma o quizás pueda endu-
recerla. Sólo cuando el sufrimiento se consagra a Dios por
la fe, tiene valor; sufrir creyendo en Dios es humildad. La
humildad nos dice que el sufrimiento es un mal que debe-
mos esperar en la vida, a veces a causa del mal que hay en
nosotros, y que causamos al mundo y a la creación. Pero
por la fe sabemos que la misericordia de Dios se da a los
que lo buscan en el sufrimiento y creen que se puede ven-
cer el mal con el bien, por la gracia de Dios. Entonces el
sufrimiento se convierte en un bien que nos capacita a reci-
bir en abundancia la misericordia de Dios y, aunque por sí
mismo no nos hace buenos, nos capacita para hacernos
mejores y para consagrar a Dios nuestra persona. Es la
cruz de Cristo la que nos permite la aceptación del sufri-
miento y su santificación, pues es la fuerza de Dios (1Co
1,18), pero la cruz de Cristo no diría nada del poder del su-
frimiento, si no fuera por tratarse de aquel que venció al su-
frimiento y la muerte con su resurrección. Así sólo puede
consagrar sus sufrimientos a Dios, el que cree que Jesucris-
to ha resucitado y que el sufrimiento y la muerte con él,
han perdido todo su significado.
El sufrimiento y su consagración sólo pueden entenderse
a la luz del bautismo. El bautismo nos da nuestra identidad
en Cristo y la conformidad espiritual en sus sufrimientos. El
bautismo nos introduce en el Cuerpo Místico de Cristo, nos
hace miembros a unos de otros, nos hace vivir en la vida de
Cristo y madurar en su cruz. El bautismo nos da la vocación
personal e incomunicable de reproducir en nuestra vida, la
86
vida, los sufrimientos y la caridad de Cristo. Somos miem-
bros del Cuerpo de Cristo, en él estamos todos unidos por
lo que no sufrimos solos; los que no conocen a Cristo su-
fren en soledad, y su sufrimiento no es comunión. El cristia-
nismo es Cristo viviendo en nosotros, su amor es mucho
más fuerte que la muerte, y la muerte es un triunfo. Cono-
cer la Cruz, no es únicamente conocer nuestro sufrimiento,
sino saber que somos salvados por sus sufrimientos, es co-
nocer a Cristo y su amor; experimentar que él nos ama, y
que en su amor, el Padre nos ama a través del Espíritu San-
to. Esto explica la relación entre el sufrimiento y la contem-
plación; la contemplación, a través de la sabiduría divina,
penetra en el misterio del amor de Dios, que no es sino la
pasión y resurrección del Señor.
Un mal mucho mayor que el sufrimiento físico es el
odio que convierte la vida en un infierno. Los que odian
han sido arrojados a su propio fuego, quieren librarse de
los otros, no porque odien lo que ven en los otros, sino
porque saben que los otros odian lo que ven en ellos; reco-
nocen en los otros lo que detestan en sí mismos: egoísmo,
impotencia, agonía, terror y desesperación. El mal es la
ausencia del bien, de una perfección que debiera existir; lo
que atrae a los hombres a los actos perversos no es el mal
que hay en ellos, sino el bien, aunque visto bajo un aspec-
to falso con una perspectiva deformada. El bien, así visto,
no es más que una trampa que nos lleva al disgusto, fasti-
dio y odio. Los pecadores lo odian todo porque su mundo
está lleno de traición, ilusión vana, decepción, y así resul-
tan las personas más fastidiosas del mundo, porque son las
más fastidiadas y a las que la vida les resulta tediosa. Sin
embargo cuando se ama la voluntad de Dios, se encuentra
a Dios y su alegría en todas las cosas y en todos los hom-
bres. Nuestro Dios es un fuego devorador. Si por amor
nos transformamos en él, su fuego será nuestra alegría
87
eterna 12. Thomas Merton, como hombre, ora al Señor di-
ciendo 13:
88
VIDA INTERIOR DE “ESTE HOMBRE”
7,15. 23,25; Lc 11,39-40). «De dentro del corazón del hombre salen los malos
pensamientos y las malas intenciones, la envidia, la soberbia, la insensatez» (Mt
12,34.15,11; Mc 7,21). Mientras que el hombre de gran corazón tiene un gran
tesoro (Lc 6,45; Mt 12,35). Pablo también distingue al hombre exterior, marcado
por su caducidad, del hombre interior, que se renueva cada día con la fuerza del
89
otros, a Dios y a sí mismo, y el “yo interior”, que es una
espontaneidad libre a la que no se puede engañar, ni mani-
pular, y que sólo aparece cuando el hombre se encuentra
en calma y en silencio. Nada ni nadie puede seducirlo, pues
sólo responde a la atracción de la libertad divina. El “yo in-
terior” no es una parte de nuestro ser, “es” nuestro ser, el
nivel más elevado, personal y existencial que pueda darse.
Es la vida misma, nuestra vida espiritual cuando rebosa vida,
que sustenta y mueve todo cuanto hay en nosotros. No es
algo que tenemos, es algo que somos, es una cualidad indefi-
nible de nuestro ser, es tan secreto como Dios, y como Dios
elude cualquier concepto que trate de penetrarle por comple-
to. En cada experiencia espiritual, ya sea religiosa, moral o
artística, hay presencia del yo interior, pues sólo entonces al-
canzará cierta profundidad. El «yo exterior» es el que vive una
vida frenética que trata de evitar el miedo a la muerte a tra-
vés del escapismo, la novedad, la variedad, la búsqueda de
nuevas satisfacciones que nunca le sacian y le dejan decep-
cionado. En estas condiciones, el hombre está alienado, sin
libertad, pues está sujeto a múltiple necesidades.
En el interior de nuestro ser hay un punto de nada que
no está tocado por el pecado, ni por la ilusión, un punto de
pura verdad que pertenece enteramente a Dios, y desde el
que Dios dispone de nuestras vidas. Ese punto es inaccesi-
ble a las fantasías de nuestra mente y a las brutalidades de
nuestra voluntad, es la gloria de Dios en nosotros. Es como
su nombre escrito en nosotros, con nuestra indigencia,
nuestra dependencia y nuestro ser hijos de Dios. El yo inte-
rior es una fuente de conocimiento de Dios; el hombre es
imagen de Dios y en su yo más interior, como en un espe-
90
jo, Dios se refleja a sí mismo. Si el hombre entra dentro de
sí mismo, primero se encuentra con su propio yo, y cuando
trasciende este yo, su verdadero yo se encuentra con el “yo
soy” del Todopoderoso. Nuestro conocimiento de Dios pro-
viene de él, es una participación sobrenatural en la que
Dios se revela a sí mismo, y sólo cuando el yo interior des-
pierta, el hombre es consciente de la presencia de Dios
dentro de él, por medio de la fe.
Muchos libros de espiritualidad dan la falsa impresión de
que al yo interior se llega desde el aislamiento y la introver-
sión, pero nuestro yo interior no puede estar aislado del
mundo y de los otros, aunque se necesitan las condiciones
adecuadas de aislamiento e introversión para su despertar.
Entonces tendremos una visión más profunda y espiritual
del mundo y de los otros. Tampoco llega el hombre a su yo
interior por la autoafirmación personal, nadie puede llegar
a una autorrealización personal si no es consciente de per-
tenecer a una colectividad, si no tiene conciencia de ser un
“yo” enfrentado a un “tú”, donde los demás son nuestro
complemento.
El cristiano no está solo con Dios, sino que es “uno” con
todos los cristianos en Cristo. Su yo interior es inseparable
de Cristo, con el que forma el Cuerpo Místico de Cristo;
paradójicamente, el yo interior, el santuario de nuestra sole-
dad más personal e individual, es el que está más unido al
“tú” al que nos enfrentamos, y al que es más capaz de
comprender desde su propio conocimiento, por el amor en
el Espíritu. El yo más profundo, Cristo morando en nos-
otros, despierta por obra del amor, pues no puede existir si
no hay otro a quien amar. Nuestro yo más profundo no
sólo ama a Dios, también a los hermanos, en un amor
guiado por el Espíritu de Cristo, que busca más el interés
de la comunidad que el interés de la persona o sus placeres
transitorios. La contemplación consigue el despertar de
91
Cristo en nosotros, la instauración del Reino de Dios en
nuestro yo más íntimo; esto es el despertar del yo interior.
Previene Thomas Merton sobre lo que llama el “yo exte-
rior profundo”, los niveles más profundos del yo exterior
atado al mundo exterior, que no tiene nada que ver con el
hombre interior, en total libertad espiritual. También nos
previene de la barbarie moderna que reduce al individuo,
en nombre de la modernidad y la tecnología, a un sujeto to-
talmente alienado, que puede llegar a un estado de éxtasis
política arrastrado por el odio, el miedo y las burdas aspira-
ciones políticas, o por las falsas religiones que llevan a los
individuos a la posesión demoníaca, arrebatos y magia.
El simbolismo es importante para despertar el yo inte-
rior, el culto tiene que establecer una conexión entre el rito
exterior y el yo interior de las personas, pero hoy parece
que los ritos han perdido esa fuerza, y sólo son capaces de
despertar las emociones inconscientes del yo exterior. Los
profetas del Antiguo Testamento arremetieron contra ese
tipo de culto, como Jesús contra los fariseos.
Cuando el hombre no está unificado se divide entre dos
leyes: la ley del pecado y la de Dios. La gracia es la que
unifica al hombre y lo identifica con Dios. La gracia signifi-
ca que no hay oposición entre el hombre y Dios, es amis-
tad con Dios, que nos hace inteligentes y libres para des-
arrollar nuestra libertad y nuestra capacidad de amar, y
para elevar nuestra mente hasta la búsqueda de la verdad.
Para esto necesitamos la gracia que nos ayuda a superar
nuestras limitaciones, deficiencias y debilidades, y nos lleva
a conocer nuestro yo más profundo y verdadero oculto con
Cristo en Dios, pues hasta que no hayamos conocido este
yo interior, no nos conoceremos como personas auténticas,
ni conoceremos a Dios. El “yo” al que se opone la gracia
es el “superego” despótico, desordenado y confundido, la
conciencia rígida y deformada que constituye nuestro
92
auténtico dios secreto, y que defiende su trono ante el ad-
venimiento de Cristo. Él ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu Santo para liberar nuestra mente de la inmadurez,
del miedo alienante, del prejuicio tenaz y de nuestros senti-
mientos de culpa. Muchos cristianos se niegan a ver esto,
consideran que el poder de Cristo para librarnos del peca-
do, no es una auténtica liberación real del pecado, sino que
Cristo de esta forma ratifica sus derechos sobre nosotros.
Pero sólo con Cristo, que es la verdad, el hombre alcanza
la auténtica libertad cuando es lo que debe ser: imagen de
Dios 2.
Si no estamos unificados no podremos hablar de la uni-
dad de los cristianos y de todos los hombres, mientras que
si buscamos la unidad para todos, también podremos alcan-
zar la unidad dentro de nosotros mismos. La unidad no
consiste en refutar todo matiz de protestantismo o de las
otras religiones cristianas, sino en afirmar la verdad que
hay en ellas y seguir adelante; esto sirve también para los
musulmanes, hindúes, budistas…
Thomas Merton escribe 3:
ginal The Inner Experience. Notes on contemplation 1959, trad. Nuria Martí,
El, 24-28.33-35.41.43-47.49-54.62.82; CEC, 148, La epifanía de Louisville,
Cistercium, 54 (2002) 468; HN, 37-39.
3 CEC, 22. 134-135; DI, 167-168, 28 de septiembre, 1957.
93
bre la otra. Hemos de dar cabida a todos los mundos di-
vididos dentro de nosotros mismos, y trascenderlos en
Cristo”.
94
sión, que supone una huida de lo que es más real y genui-
no, de la vida y de la experiencia real.
En la sociedad sagrada, el hombre no admite depender
de nada exterior a él, su único amo es Dios que le lleva a la
libertad total. Dios nos gobierna liberándonos y elevándo-
nos a lo sobrenatural. El hombre utiliza todas las cosas de la
creación, las domina, y no deja que las cosas le dominen a
él. Desgraciadamente, en la tierra no existe una sociedad
puramente sagrada, sólo existe en el cielo. La sociedad más
sagrada es la formada por aquellos hombres y mujeres uni-
dos por un amor cristiano altruista y sacrificado, que no
busca su propio interés. Están liberados de la esclavitud a la
diversión, renuncian a sus propios placeres y a la satisfac-
ción inmediata, para aliviar las necesidades de los demás,
contribuyendo a que se libren de sus ataduras externas y
busquen su propia verdad. Pero la sociedad más sagrada
también tiende a secularizarse por nuestra naturaleza hu-
mana, e incluso algunas de las realidades más sagradas,
como la eucaristía, a veces pierde su sentido y sólo sirve,
para algunos creyentes, como una búsqueda de aprobación
social o para aplacar la sensación de ansiedad que experi-
mentan. Para evitar esta secularización, el hombre tiene
que enfrentarse a la oscuridad y al vacío en el que se queda
cuando se encuentra solo consigo mismo.
Tenemos que comprender que la misericordia de Dios
ha transformado nuestro vacío en su templo, y que en esa
oscuridad se oculta su luz. La actitud sagrada es la que no
huye del vacío que sentimos en nuestro interior, sino que lo
penetra sobrecogida con un respeto reverencial, siendo
consciente del Misterio. Y éste es el descubrimiento más
importante de la vida interior.
Al yo exterior le aterra el aparente vacío y la oscuridad
de su yo interior, y mientras exista ese miedo al aburrimien-
to y a su propia nada, la transformación del hombre será
95
imposible. El descubrimiento del yo interior sólo se consi-
gue por la gracia de Dios, que es lo que nos permite apar-
tarnos de las diversiones inmediatas, y reconocer que nues-
tro vacío interior es una profundidad infinita, que es la
plenitud. Sólo por medio de la gracia llegaremos a encon-
trarnos, no sólo a nosotros mismos, sino a Dios; entonces
nuestra nada se convertirá en plenitud. Para esto se necesi-
ta humildad, no hace falta ningún talento especial, sino un
dolor que se expresa como amor y confianza. El hombre
propiamente secular cree amarse a sí mismo pero en reali-
dad se odia, pues no es capaz de estar a solas consigo. Y
como se odia, también odia a Dios, porque no es capaz de
afrontar y aceptar la soledad interior que nos lleva hacia él;
la rebelión contra su pobreza interior se convierte en orgu-
llo, un orgullo que le fabrica un yo ilusorio. La persona sa-
grada, por el contrario, no se odia a sí misma, no teme a
su soledad, ni se avergüenza de estar a solas con ella, con
la que se siente en paz y que le permite acercarse a Dios en
quien puede encontrar a los otros. Esta persona es capaz
de ayudar a los demás a encontrar a Dios en su interior y
de inculcarles confianza en sí mismos.
El hombre secular es esclavo de sus ideas preconcebidas
y prejuicios, mientras que el hombre sagrado está libre de
cualquier prejuicio y es flexible en las respuestas a los vaive-
nes de la vida. La actitud sagrada es fundamentalmente
contemplativa, mientras que la actitud secular es activa. Lo
cual no significa que puedan existir actividades basadas en
el amor a Dios y a los hombres, que son fuertemente acti-
vas, pero incluso esta actividad sólo es sagrada en cuanto
tiende a la contemplación. Uno de los factores decisivos
que separan al hombre mundano del contemplativo o sa-
grado, es el amor, pues según el evangelio de Juan: “Si
alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará,
vendremos a él y viviremos en él..., el que no me ama no
96
guarda mis palabras” (Jn 14,23-24). Sólo la absoluta y
completa docilidad a la voluntad de Dios es la que nos per-
mite saborear las cosas espirituales 4.
Thomas Merton escribe 5:
4 EI, 81-89.
5 ILI, 64.
97
por amor en nosotros mismos. Esto sólo lo lograremos si
salimos fuera de nosotros mismos por medio del sacrificio.
Sólo un amor que nos vacíe de nuestra voluntad, puede ha-
cernos capaces de encontrar a Cristo en el lugar antes ocu-
pado por nuestra individualidad. Si continuamos orando,
tendremos conciencia de quién es él, y encontraremos que
ha sido él, el que nos ha encontrado. Thomas Merton ora
diciendo 6:
6 HNI, 207.
98
poner a la persona en contacto con Dios, si él no se expre-
sa en nosotros y no pronuncia su nombre en el centro de
nuestra alma. Nuestro descubrimiento de Dios es ser descu-
biertos por él. No podemos ir a buscar a Dios en el cielo, él
baja del cielo y nos encuentra. Nos ve desde el fondo de su
infinita realidad, que está en todas partes, y su mirada nos
da un nuevo ser, una nueva mente, en la que lo descubri-
mos. Conocemos a Dios sólo en la medida en la que él nos
conoce a nosotros, y nos hacemos contemplativos cuando
Dios se descubre a sí mismo en nosotros, si atravesamos el
centro de nuestra nada y entramos en la realidad infinita,
donde despertamos como nuestro verdadero yo.
Dios se conoce a sí mismo en todas las cosas que existen
y las cosas existen porque él las ve, son buenas porque él las
ama, con un amor que es su intrínseca bondad; todas las
cosas reflejan a Dios en la medida en la que él las ama. Pero
aunque Dios está en todas las cosas con su conocimiento, su
amor, su poder, su solicitud, no es necesariamente percibido
y conocido por ellas. Dios solamente puede ser conocido y
amado por aquellos a quienes ha dado parte, libremente, en
su conocimiento y en su amor. Para conocer y amar a Dios
es preciso que él habite en nosotros de una forma nueva, no
sólo en su poder creador sino en su misericordia, no sólo
en su grandeza, sino en su pequeñez, por la que se vacía de
sí y desciende a nosotros para vaciarse en nuestra vaciedad,
a fin de llenarnos de su plenitud. Cuando Dios, que lleva en
sí el secreto de nuestra identidad, empieza a vivir en nos-
otros no sólo como el Creador, sino como nuestro otro y
verdadero yo, es cuando se descubre y perfecciona nuestra
identidad. Es entonces cuando se cumple que: “Vivo, pero
no yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2, 20).
La presencia de Dios en nosotros se inicia con el bautis-
mo, pero hasta que no somos capaces de realizar actos de
amor conscientes, no surte efecto en nuestra vida espiri-
99
tual. Cuando asentimos a la voluntad y la misericordia de
Dios, en cada uno de los acontecimientos de nuestra vida,
apelando a nuestro yo interior y despertando nuestra fe,
nos encontramos en la presencia de la majestad escondida.
Esta presencia puede parecernos como una cosa objetiva
fuera de nosotros; los primeros santos y profetas la descri-
bieron como luz, ángel, ser humano, fuego abrasador o
gloria resplandeciente sostenida por querubines, sólo de
esta forma podían sus mentes hacer justicia a la suprema
realidad que experimentaban; una majestad que no vemos
con nuestros ojos, que está por entero dentro de nosotros
mismos, y que se nos comunica en la misión de la Palabra
y el Espíritu del Padre. Es la misericordia de Dios que se
nos revela entregándose a nosotros y despertando nuestra
identidad como hijos y herederos de su Reino, cuya venida
pedimos en el Padrenuestro. Es entonces cuando estamos
preparados para recibir la gloria de Dios en nosotros. Y
éste es nuestro auténtico yo.
El primer paso hacia el encuentro con Dios consiste en
conocer la verdad acerca de nosotros mismos, y descubrir
lo que hay en nosotros de ilusorio. Si consideramos como
experiencia de Dios lo que es una simple ilusión, llegare-
mos a una especie de silencio interior que será prontamen-
te perturbado por una profunda corriente de inquietud y de
ruido. Es la tensión de un alma que trata de asirse a sí mis-
ma en el silencio, cuando no posee la verdad que la apaci-
güe con un silencio superior. El dios de los filósofos vive en
el entendimiento que le conoce, y vive en cuanto es conoci-
do pero muere en cuanto se le niega. El Dios verdadero, a
quien los filósofos pueden conocer a través de sus abstrac-
ciones, da vida al entendimiento que es conocido por él,
actúa en el alma por medio de su misericordia, y despierta
el conocimiento de su presencia, de forma que no sólo lo
conocemos sino que lo amamos al comprender que vivimos
100
en él. “El Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob no es un
Dios de muertos sino de vivos” (Mt 22,32).
Cristo es el Dios vivo, y todos aquellos para quienes él es
Dios, vivirán para siempre. Será nuestro Dios si le pertenece-
mos totalmente, si hemos pasado de la muerte a la vida; para
esto tenemos que salir de nuestra debilidad y comprender
nuestra nada, y esto será imposible si conservamos la ilusión
de nuestra fuerza. Es imposible encontrar a Dios si nos bus-
camos continuamente a nosotros, si vivimos para nosotros
en vez de vivir para Dios. Dios está siempre ahí, su luz da
testimonio de su presencia y nos recuerda que podemos vol-
vernos a él tan pronto como dejemos de amar las tinieblas y
amemos la luz. Lo encontraremos cuando seamos conscien-
tes de que lo necesitamos, aunque olvidamos esta necesidad
cuando con autosuficiencia nos complacemos en las buenas
obras que realizamos. Por eso serán los pobres y desampara-
do los primeros en encontrarlo, pues el hijo verdadero de
Dios tiene que ser humilde, perfecto, dócil, solitario 7.
Cuando esta experiencia de Dios es obra de la gracia, es
fresca y nueva, no la recuperación de algo pasado. Es una
experiencia de contacto con el Espíritu Santo y con Cristo,
el Dios vivo, que nos hace hombres nuevos y nos transfor-
ma. Y lo descubrimos si nos dejamos transformar por él.
Escribe Thomas Merton 8:
101
De la fe a la sabiduría
102
aceptación de Dios por la fe es la base de la vida espiritual
y de nuestra transformación.
En las primeras comunidades cristianas, la fe no era una
simple aceptación de verdades sobre Jesús con sus deriva-
ciones morales y espirituales, ni la puesta en práctica de las
enseñanzas de Cristo. La verdadera fe era aquella que re-
chazaba todo lo que no fuera Cristo con el fin de que toda
vida, verdad, esperanza, realidad pudieran buscarse y ha-
llarse en Cristo. Esto no significa renunciar al universo ma-
terial, ni a la creación de Dios, sino rechazar las normas
perversas por las que el hombre hace mal uso de la crea-
ción, al tiempo que arruina su vida. “Lo que era para mí
ganancia ahora lo considero pérdida a causa de Cristo...
nada vale la pena si se compara con el conocimiento de
Cristo Jesús, mi Señor... por él he sacrificado todas las co-
sas y todas las tengo por basura con tal de ganar a Cristo y
ser hallado en él, no con mi justicia, la que viene de la Ley,
sino por la que viene por la fe en Cristo” (Flp 3,7-10). Para
el cristiano, Cristo lo es todo, y todo lo que no es Cristo es
escoria. El cristiano, una vez ha encontrado, a Cristo se sien-
te llamado a romper con todo lo que no sea él, a mantener-
se fiel a ese amor por difícil que a veces pueda parecer y a
confiar en él con una confianza completa, abandonando
toda su vida en sus manos.
La fe es un poder sobrenatural y dinámico que irrumpe
revolucionando la vida espiritual y corporal. Es la acepta-
ción de la persona de Cristo como manantial de poder
salvador y de nueva vida. Pero Cristo no sólo es nuestra
vida, también es nuestro camino y nuestra verdad para lle-
gar hasta el Padre (Jn 14, 6). La fe es una luz intelectual
por la que conocemos al Padre en el Verbo encarnado (Jn
14, 8-14), es un conocimiento oscuro y misterioso que co-
noce desconociendo, pues creer es conocer sin ver (2Co
5,7). Y como nada de lo que se ve, se oye o se entiende es
103
Dios, tenemos que entrar en la tiniebla y el silencio para
encontramos con él. La iluminación por la fe no se alcanza
por la actividad natural de nuestra inteligencia, se necesita
la acción sobrenatural del Espíritu Santo que produce una
certidumbre superior al conocimiento científico. Dice el Se-
ñor: “Nadie puede venir a mí a menos que lo traiga el Pa-
dre que me ha enviado” (Jn 6,44). La fe es un don gratuito
que Dios da a quienes estén dispuestos a aceptarlo con hu-
mildad y simplicidad de corazón, confiados no en el presti-
gio humano o el poder político, sino en la palabra de Dios
que habla en su Iglesia (Mt 11,25-27).
Es necesario disponer nuestros corazones para la acep-
tación de la fe, estudiando, leyendo, rezando. Tenemos
que leer las Escrituras para conocer lo que Jesús nos ha
revelado y conocer el Magisterio de la Iglesia, pero sobre
todo tenemos que rezar continuamente a Dios para pedirla
o nos la siga dando. Y así la oración se convierte en el
acto auténtico de la vida de fe. Jesús nos dijo que el Reino
de Dios está abierto para aquellos que piden, y el don de
Dios se da al que lo busca en el nombre del Señor: “Pedid
y recibiréis”(Jn 16,23). La fe será concedida a los que
sepan pedirla con humildad, perseverancia, insistencia (St
1,5-8).
En el mundo actual se niega o se pone en duda la exis-
tencia de Dios. El problema de la fe se reduce “al problema
de la existencia de Dios”, pero sin fe es imposible ser grato
a Dios. “Para acercarse a Dios es preciso creer que existe y
que no deja sin recompensa a los que lo buscan” (Hb
11,6). La vida de fe presupone la existencia de un Dios en
quien creer, y esta fe tiene que ser inteligente. No saca su
luz de la razón o el intelecto, sino de una luz que proviene
de más allá de nuestra limitada comprensión. Es una luz
que trasciende la razón y que le hace decir a san Anselmo:
“Creo para poder comprender”. La cuestión de la existen-
104
cia de Dios está siempre abierta a la investigación racional,
incluso puede demostrarse científicamente, la dificultad es-
triba en que la demostración científica no es convincente si
sus términos no son aceptados o comprendidos previamen-
te, lo que ocurre a muchos. Es difícil razonar con ellos des-
de las posiciones de los que por la simple razón de nuestra
existencia, por la captación del mundo y de cuanto nos ro-
dea, por nuestra contingencia, nos encontramos cada día
con la cuestión del ser puro y absoluto, implicado en nues-
tra existencia relativa y contingente. “Lo invisible de Dios,
su eterno poder y su divinidad, se ha hecho visible desde la
creación del mundo a través de las cosas creadas” (Rm
1,20). Esta intuición primera es un simple dato de la expe-
riencia humana, pero es el punto de partida de todo razo-
namiento filosófico, que puede despertar la inteligencia y
guiarla hasta un acto de fe. Esta posición, que es razonable,
es una permanente invitación a la fe, solamente si nos co-
locamos en contra de ella, negándola o reinterpretándola,
con argumentos conscientes a veces llenos de prejuicios,
nos separamos de lo que ya es el camino de la auténtica fe.
La fe nunca contradice a la razón ni depende de ella, no
aniquila a la razón, la completa, pero siempre que exista un
equilibrio entre ellas. Es necesario evitar los dos extremos:
credulidad y escepticismo, superstición y racionalismo.
Para llegar a la fe necesitamos ser veraces. El instinto
del hombre le lleva a buscar la verdad, pero no es posible
conocer la verdad si no se dice. Parece que hoy los hom-
bres admiran la sinceridad porque hace atrayente a la per-
sona, no por la verdad misma. Les gusta ser sinceros para
que los demás los quieran, no porque amen la verdad, has-
ta el extremo de llegar a la injusticia cuando utilizan su ver-
dad para luchar contra la verdad. Somos como Pilatos, nos
preguntamos por la verdad, para después crucificar la que
tenemos ante los ojos. Si buscamos la verdad, tenemos
105
que buscar la respuesta. Pilatos no la buscó, creyó que la
pregunta no podía ser contestada y, por tanto, que la ver-
dad no existía.
La veracidad, la sinceridad y la fidelidad son parientas
cercanas. La sinceridad es fidelidad a la verdad. La fidelidad
es veracidad efectiva en nuestras promesas y resoluciones.
La veracidad nos hace fieles con nosotros mismos, con
Dios y con la realidad circundante. La sinceridad conlleva
una sencillez de espíritu que se mantiene por la voluntad de
ser veraz, por la obligación de manifestar la verdad y de de-
fenderla. La sinceridad en su sentido más pleno es un don
divino, una claridad de espíritu que sólo nos viene con la
gracia, pues si no nos hacemos “hombres nuevos”, creados
en santidad y verdad, no podremos evitar la mentira y el
doble sentido de las cosas. Nuestra cómoda sociedad pare-
ce que ha perdido el sentido de la veracidad, todo el mundo
ha aprendido a mofarse de ella o a ignorarla. Es difícil ser
sinceros cuando no nos conocemos a nosotros mismos ni a
los demás, y cuando lo que pensamos de los otros está in-
fluenciado por lo que pensamos de nosotros mismos. La
sinceridad es imposible sin humildad y sin amor sobrenatu-
ral. El temor es quizás el mayor enemigo de la sinceridad,
pues muchos temen seguir su conciencia; prefieren acomo-
darse a las opiniones de los otros antes que a la verdad de
su propio corazón. Esto no es lo que Dios quiere para cada
uno de nosotros, que tendrá que decirnos: “No te conozco”
(Cf. Mt 25,12).
La verdad nos hace santos porque Jesús oró para que
fuésemos “santificados en la verdad”. Ahora parece que la
ciencia nos hace soberbios, pero si la ciencia es verdadera
debe hacernos humildes y también santos; no hay verdad
en la soberbia. La verdad tiene que hacernos veraces para
con nosotros mismos y para con Dios, y por tanto más rea-
les y más santos. El problema de la sinceridad es un proble-
106
ma de amor: es sincero el hombre que ama la verdad con
amor puro 9.
Poco antes de morir Thomas Merton escribe 10:
Esperanza y humildad
107
mos. Por la fe conocemos a Dios a quien no vemos, por la
esperanza poseemos a Dios sin sentir su presencia; enton-
ces las verdades de fe se convierten en asunto de convic-
ción personal e íntima. Cuando esperamos a Dios, es por-
que ya lo poseemos, pues la esperanza es la confianza que
él crea en nuestras almas como evidencia secreta de que ha
tomado posesión de nosotros. Dice el Señor: “Buscad pri-
mero el Reino de Dios y su justicia y se os dará lo demás”
(Mt 6,33). La esperanza sobrenatural es la virtud que des-
poja al hombre de todas las cosas para darle la posesión de
todas las cosas; como no se espera lo que ya se tiene, la
vida en esperanza es una vida de pobreza y humildad. La
esperanza es proporcional al desprendimiento y lleva al
perfecto desprendimiento. Si uno se abandona en las ma-
nos de la Providencia tendrá todo lo que espera.
Algunos creen que confían en Dios y en cambio pecan
contra la esperanza. Si confiamos en la gracia de Dios,
también debemos confiar en nuestras fuerzas naturales
que son un don de Dios. No seremos humildes si no cono-
cemos que somos buenos, y que lo bueno que hay en nos-
otros, no es nuestro, sino de Dios. Si creemos en la gracia
de Dios también tenemos que creer en nuestro libre albe-
drío, sin el cual la gracia se derramaría sin objeto en nues-
tras almas. Si creemos que él puede amarnos, también de-
bemos creer que nosotros podemos amarle a él, y si
amamos a Dios es porque esperamos algo de él, que sabe-
mos nos ama. Todos nuestros deseos pueden fallar menos
el deseo de ser amado por Dios, y para esto necesitamos
querer amarlo. Nuestra libertad será perfecta cuando nin-
gún otro amor pueda impedir nuestro deseo de amar a
Dios, y para esto necesitamos el ascetismo que se basa en
la esperanza. La esperanza nos enseña a negarnos a nos-
otros mismos y al mundo, no porque el mundo sea malo,
sino porque necesitamos una esperanza sobrenatural que
108
nos eleve sobre todas las cosas temporales. De nuestra es-
peranza depende la libertad de todo el universo, pues
es prenda del nuevo cielo y de la nueva tierra, en la que to-
das las cosas serán lo que Dios ha dispuesto que sean y re-
surgirán en Cristo con nosotros.
Debemos guardarnos de toda esperanza vana, que en
realidad es una tentación a desesperar. Cuántas personas
han perdido la fe por las falsas ilusiones, han puesto la fe y
la esperanza en la paz espiritual, el consuelo, el equilibrio
interior, el respeto a sí mismas, y cuando llegan las dificulta-
des y las cargas reales de la vida madura, se percatan de su
debilidad y pierden la paz y con ella la fe. No debemos po-
ner nuestra esperanza en el consuelo espiritual porque la fe
es mucho más profunda, y debe serlo para poder subsistir
cuando estemos enfermos o no tengamos confianza en
nosotros. Sólo la persona humilde es capaz de aceptar la fe
en estas condiciones. Si fuéramos realmente humildes no
nos ocuparíamos de nosotros mismos, sólo nos importaría
Dios, no tendríamos ilusiones que defender y seríamos li-
bres. Sólo la persona humilde puede hacer grandes cosas y
con una gran perfección, pues no se preocupa de cosas se-
cundarias como su reputación o sus intereses. La persona
humilde no teme al fracaso, ni nada, ni siquiera a sí misma,
porque la perfecta humildad implica perfecta confianza en
el poder de Dios, ante el que ningún otro poder tiene signi-
ficado alguno y para el que no hay obstáculos. La humildad
es el signo más seguro de nuestra fuerza.
La desesperación es la forma extrema del amor propio;
el ser humano llega a ella cuando vuelve la espalda delibe-
radamente a toda ayuda por el placer de “saberse perdido”.
Es la máxima expresión de un orgullo tan grande y obsti-
nado, que prefiere la miseria de la condenación antes que
aceptar la alegría de las manos de Dios, y reconocer que él
está por encima de nosotros y que no podemos cumplir
109
nuestro destino por nosotros mismos. Quien es verdadera-
mente humilde no puede desesperarse, porque la persona
humilde no se compadece de sí misma. El comienzo de la
humildad es el principio de la bienaventuranza y de la per-
fecta alegría. La humildad tiene en sí misma la respuesta a
todos los grandes problemas de la vida humana, es la clave
de la fe y el comienzo de la vida en el espíritu. En la perfec-
ta humildad desaparece todo egoísmo, el alma ya no vive
para sí, ni en sí misma, sino para Dios, está perdida, su-
mergida y transformada en él. El que se humilla será ensal-
zado, porque su espíritu ya no vive para sí mismo ni en el
nivel humano, ha sido liberado de todas las limitaciones y
vicisitudes de la condición humana, y puede sumergirse en
los atributos de Dios, cuyo poder, magnificencia, grandeza
y eternidad se hacen nuestros a través del amor y la humil-
dad. Si somos incapaces de ser humildes, no podremos vi-
vir en la alegría, porque sólo la humildad es capaz de des-
truir el egocentrismo que imposibilita la alegría.
También tenemos que huir de la falsa humildad, una
humildad que considera una muestra de orgullo el deseo de
alcanzar la perfección de la contemplación o la cima de la
unión mística de Dios, que debieran ser las mayores ilusio-
nes de la vida espiritual, porque sólo de la unión con Dios,
podremos llegar a la perfecta humildad. La perfección de la
humildad se encuentra en la unión transformante, y sólo
Dios puede llevarnos a esa pureza a través de la prueba in-
terior. Desear a Dios es la raíz de nuestra búsqueda de la fe-
licidad, aunque es peligroso pensar que Dios no es más que
la satisfacción de nuestras necesidades y deseos. No se pue-
de pensar que si se reciben consuelos espirituales y virtu-
des, es porque se ha trabajado lealmente en el servicio a
Dios. Estamos entendiendo mal lo que significan la pobreza
espiritual, el vacío, la desolación y el abandono total. La ex-
periencia contemplativa es un don gratuito de Dios, un sig-
110
no de la bondad de Dios que nos capacita para creer más
firmemente en su bondad y confiar más en él. Pero no de-
bemos sorprendernos si la contemplación nace del puro va-
cío, en la pobreza, el abandono y la noche espiritual 11.
Thomas Merton ora al Señor diciendo: 12
“Crecer en Cristo”,
una vida de caridad y misericordia
111
3,4). En nosotros se revela el gran misterio del amor de
Dios por el mundo en su plan de restablecer todas las cosas
en Cristo (Ef 1,9-10). Esta vida de crecimiento en Cristo
tiene que ser una vida de caridad, que nos lleve a trabajar
para establecer el Reino de Dios en la tierra y edificar el
Cuerpo de Cristo, como instrumentos del amor a Dios. La
fe personal y la fidelidad a Cristo no bastan para ser perfec-
tos cristianos, pues no vamos a Cristo como individuos ais-
lados, sino como miembros de su Cuerpo Místico. Según
Juan: “Quien dice que está en la luz y odia a su hermano,
todavía está en las tinieblas. Quien ama a su hermano está
en la luz y nada le hará tropezar”(1Jn 2,9-11). Por la ley de
Cristo estamos obligados a preocuparnos de las necesida-
des del hermano porque no hay caridad sin justicia. Pero la
caridad que se practica porque nos hace meritorios a los
ojos de Dios y satisface la necesidad interior de “hacer el
bien”, es inmadura, incluso irreal.
La verdadera caridad es amor que implica una profunda
preocupación por las necesidades del otro. Muchos proble-
mas entre países se han producido por carencia de amor,
incluso en algunos casos se ha invocado al cristianismo
para justificar la injusticia y el odio. El cristiano tiene que
mirar de frente las desgracias que no son voluntad de Dios,
sino la consecuencia de la incompetencia, la injusticia y la
confusión económica y social de nuestro mundo. El mismo
Jesucristo describe el juicio final tomando la caridad como
el criterio central de la salvación (Mt 25,31-46). La caridad
cristiana carece de sentido sin actos exteriores y concretos
de amor. El cristiano no es digno de este nombre si no se
desprende de sus posesiones, su tiempo y sus preocupacio-
nes, con el fin de ayudar a los menos afortunados; no basta
con dar una cierta cantidad de dinero, si no nos entrega-
mos nosotros mismos a los más desfavorecidos. El cristiano
tiene que identificarse con el pobre haciéndose pobre con
112
él, como Cristo (St 2,2-7), para ser uno en Cristo. Quien
no entiende esto, no entiende la profundidad del cristianis-
mo.
En las primeras comunidades cristianas no había necesi-
tados, todos los que poseían campos y casas las vendían
para repartir a cada uno según sus necesidades. Nadie ne-
gaba a aquellos hombres su derecho a poseer tierras y a
conservar lo que tenían o a venderlo y distribuir el dinero.
Pero ese derecho implicaba la obligación de satisfacer las
necesidades de los otros tanto como las propias. Si tene-
mos dinero, quizás debiéramos pensar que Dios ha querido
que así sea para que encontremos alegría y perfección re-
partiéndolo. No es fácil decir a los necesitados que acepten
su pobreza como voluntad de Dios, cuando se dispone de
todo lo necesario; si queremos que nos crean debemos
compartir su pobreza y ver si somos capaces de aceptarla
como voluntad de Dios.
Estamos llamados a dar lo que tenemos y lo que somos;
cuanto más deseemos darnos más verdaderamente sere-
mos. La caridad es vida y riqueza de su Reino, y en él, los
mayores son los más pequeños, los que no han guardado
nada para sí, más que su deseo de dar. El que trata de rete-
ner lo que es y lo que tiene conservándolo para sí mismo,
entierra su mina, y cuando el Señor vuelva para el juicio,
no tendrá más que lo que tenía al principio; mas los que se
han hecho menos a sí mismos dando lo que tenían, encon-
trarán que “son” y tienen más de lo que tenían. Jesús dijo:
“Al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará inclu-
so lo que tiene” (Lc 19,26). De todos los amores, la caridad
es el único que no es posesivo porque busca el mayor bien
para el amado y no hay mayor bien que el amor, todos los
demás bienes están contenidos en él. La caridad trae la paz
verdadera porque está en perfecta concordia con todo lo
que es bueno, y no teme ningún mal pues habiendo dado
113
todo lo que tiene, no le queda nada que perder, es perfecta-
mente libre y siempre hace lo que le place, pues no quiere
más que amar. Sin caridad el conocimiento es infructuoso,
pues sólo desde la caridad podremos penetrar en la bondad
oculta de las cosas, allí donde no llega el conocimiento sin
amor. Sólo el amor puede conocer verdaderamente a Dios
pues Dios es amor.
Sin embargo cuando la caridad es poco perfecta siente
temor, no es perfectamente libre. Está en la oscuridad por-
que no se ha abandonado en las manos de Dios al que to-
davía no conoce. Pero ningún esfuerzo nuestro, por sí solo,
puede hacer perfecto nuestro amor. La paz, la certidumbre,
la libertad, la falta de temor del amor puro son dones de
Dios. Dios nos hace esperar hasta nuestra donación total,
hasta que el don de nuestra caridad llegue a su perfección,
y Dios esté pronto para recibirlo. La caridad es un amor
que fortalece a los que aman, en el secreto de su propio
ser, de su integridad, de su contemplación de Dios. Un
amor así lleva hacia Dios pues viene de él y conduce a una
unión estrecha con él. Cuanto más cerca estamos de Dios,
más cerca estamos de aquellos que están próximos a él;
sólo podremos llegar a amar a otros amándole a él, que los
comprende en las profundidades de su propio ser. De otra
forma si somos malhumorados pensaremos que ellos tam-
bién lo son, si somos tímidos pensaremos que ellos son co-
bardes, y si somos carnales encontraremos nuestra carnali-
dad reflejada en todo aquel que nos atrae. Sólo Dios posee
el secreto de la caridad por la que podemos amar a otros,
no solamente como nos amamos a nosotros mismos, sino
como él nos ama.
El comienzo de este amor consiste en permitir a los que
amamos que sean perfectamente lo que “son”; hay perso-
nas que no descubren la bondad que hay en ellas, hasta que
nos les damos la caridad que hay en nosotros. Hasta tal
114
punto somos hijos de Dios, que amando a otros podemos
hacerlos buenos y amables, pese a ellos mismos. Estamos
obligados a ser perfectos como nuestro Padre celestial es
perfecto (Mt 5,48), y esto significa que no hemos de mirar
lo malo de los otros, sino darles una parte de lo bueno
nuestro, a fin de hacer salir lo bueno que Dios ha puesto en
ellos.
Existe una gran diferencia entre amar a Dios en los
hombres y en amar a los hombres en Dios. Una vida en la
que amamos a Dios en los hombres es una vida activa,
mientras que el contemplativo ama a los hombres en Dios.
Cuando amamos a Dios en los hombres, tratamos de des-
cubrir a Dios en cada individuo, y cuando amamos a los
hombres en Dios, no buscamos a los hombres, sino que los
encontramos en él sin buscarlos. Si se ama a los hombres
en Dios, se puede encontrar a los hombres sin apartarse de
Dios; si se busca a Dios en los hombres, se le encuentra sin
apartarse de ellos. En ambos casos, cuando la caridad está
plenamente madura, el hermano a quien se ama no nos se-
para de Dios. Jesús no vino a buscar a Dios en los hom-
bres, sino que atrajo a los hombres hacia sí muriendo en la
cruz para poder ser Dios en ellos. La caridad tiene su base
en Cristo, porque toda caridad consiste en su vida en nos-
otros. Él nos atrae hacia sí, nos une a todos en el Espíritu
Santo y nos eleva consigo a la unión con el Padre.
La filosofía, que es abstracta, habla de sociedad y bien
común, la teología que es concreta habla de Cuerpo Místi-
co y de Espíritu Santo. El bien común no mueve nuestra
voluntad, mientras que “la caridad de Cristo ha sido derra-
mada en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rm
5,5). El bien común es vago y tímido para amortiguar nues-
tras pasiones y nada puede hacer para defenderse de ellas,
sin embargo el Espíritu Santo promulga en nuestro corazón
una ley de amor que mata el egoísmo y nos eleva como
115
hombres nuevos en Cristo. El bien común no nos comunica
ninguna fuerza, no nos enseña nada acerca de la vida y de
Dios, espera pasivamente nuestro homenaje y no murmura
si no recibe ninguno. En cambio, “el Espíritu acude en ayu-
da de nuestra flaqueza” (Rm 8,26), y el Padre nos fortalece
por su Espíritu “para que crezcamos interiormente y Cristo
habite por la fe en nuestros corazones y vivamos arraigados
en el amor” (Ef 3,17). El bien común ensancha nuestros
horizontes, pero lo único que nos ofrece es un compromiso
universal en el que los intereses de los seres humanos pue-
dan realizarse sin demasiado conflicto. El Espíritu Santo
nos eleva a un mundo nuevo, al orden sobrenatural donde
el Espíritu de la promesa nos da a conocer las cosas que es-
tán ocultas en Dios: “Hemos recibido el Espíritu que viene
de Dios para que conozcamos lo que gratuitamente nos ha
dado. El Espíritu lo escudriña todo, incluso las profundida-
des de Dios” (1Co 2,12.10). Las cosas que nos revela el
Espíritu Santo constituyen el verdadero bien común: el
bien infinito que es Dios mismo, y se nos da para que po-
damos amar al Padre en el Hijo y ser amados por él como
ama a su Hijo.
El cristiano tiene que ser misericordioso. Sabemos que
nuestra flaqueza nos ha abierto el cielo, nos ha traído la
misericordia de Dios, porque “cuando flaqueo entonces
soy fuerte” (2Co 12,10). Nuestra infelicidad es la simiente
de toda nuestra alegría, incluso el pecado ha desempeña-
do un papel involuntario en la salvación de los pecadores,
porque la misericordia divina puede sacar los mayores
bienes de los mayores males. El pecado no hace nada
bueno, pero el amor de Cristo y la misericordia de Dios
han destruido su fuerza tomando sobre sí su carga. La mi-
sericordia cristiana es la clave de la transformación del
mundo en el que parece reinar el pecado. El cristiano no
se escapa del mal, ni es dispensado de sufrir, ni es arreba-
116
tado de la influencia y efectos del pecado, ni es impeca-
ble. El cristiano desgraciadamente peca, no ha sido com-
pletamente librado del mal, pero su vocación es librar al
mundo del mal y transformarlo mediante la oración, la re-
nuncia, la caridad y sobre todo con la misericordia de
Dios. Dios ha puesto la misericordia dentro de nosotros
para que podamos elegir entre el bien y el mal, y con el
bien podamos vencer el mal. Dios ha dejado el pecado en
el mundo a fin de que pueda haber perdón, no el perdón
de Dios que nos purifica, sino el perdón de unos a otros,
con el que manifestamos que él vive por su misericordia
en nuestro corazón.
“Bienaventurados los misericordiosos porque ellos al-
canzarán misericordia” (Mt 5,7). Podremos alcanzar mise-
ricordia de Dios siempre que tengamos misericordia de los
otros, pues es la misericordia de Dios la que obra a través
de nosotros, cuando los tratamos como él nos trata a nos-
otros. Su misericordia santifica nuestra pobreza por la
compasión que sintamos de la pobreza de los otros como
si fuera nuestra. Nuestra compasión tiene que ser un refle-
jo de la misericordia divina, y no se aprende sin sufrimien-
to. Si queremos conocer a Dios tenemos que aprender a
entender las flaquezas e imperfecciones del prójimo, como
si fueran nuestras. Hemos de sentir su pobreza como Cris-
to experimentó la nuestra.
La misericordia de Dios no suspende las leyes de causa y
efecto. Cuando Dios nos perdona el pecado, extermina
también su culpa, pero sus efectos y su castigo permane-
cen. Es en el castigo del pecado donde la misericordia de
Dios se identifica más evidentemente con su justicia. El pe-
cado es una violación del amor de Dios, y su justicia hace
imposible que esta violación sea reparada perfectamente
por algo distinto a su amor. Los que rechazan su misericor-
dia y su amor, se encuentran en un estado de injusticia con
117
Dios. Se da entonces una paradoja fundamental: rechazar
la misericordia de Dios en Cristo es la consumación de
nuestra injusticia. Sólo la misericordia de Dios puede hacer-
nos justos en el sentido sobrenatural, puesto que la exigen-
cia fundamental de la justicia divina es que aceptemos la
misericordia de Dios.
Cuando amamos a otros con el amor de Dios, vence-
mos el mal del mundo por la caridad y la compasión de
Dios, y al tiempo extirpamos el mal de nuestro corazón 13.
118
vir en un nivel nuevo. Nuestro camino de perfección tiene
que ser de amor, gratitud y confianza en Dios, asumiendo
nuestros fallos y limitaciones que quedan sometidos a la
acción purificadora y transformadora del Salvador. La san-
tidad está basada en el amor a Dios que nos lleva a servir-
le, a conocerle, a comulgar con él en la oración y a aban-
donarnos en él en la contemplación. Nuestra principal
preocupación no debiera ser encontrar éxito, placer, salud,
vida, dinero, descanso, ni siquiera sabiduría y virtud, y mu-
cho menos sus contrarios: sufrimiento, fracaso, enferme-
dad o muerte. En todo cuanto suceda, nuestro único de-
seo, nuestra única alegría debiera ser, saber que es lo que
ha querido Dios para nosotros. En esto se encuentra su
amor y, al aceptarlo, se lo devolvemos y nos damos con
amor a él; entonces encontraremos a aquel que es la vida
eterna. Si consentimos a su voluntad con gozo y la cumpli-
mos con alegría, tendremos su amor en el corazón, nues-
tra voluntad será igual a su amor, y nos convertiremos en
lo que él es, en amor.
La voluntad de Dios se nos presenta en todas las situa-
ciones de la vida como una invitación interior de amor
personal. La concepción de que la voluntad de Dios se
abate sobre nosotros con implacable hostilidad, lleva a los
hombres a perder la fe en un Dios al que no pueden amar.
Con esta idea de Dios será imposible que busquemos el os-
curo e íntimo misterio del encuentro que tiene lugar en la
contemplación, lo único que querremos será huir lo más
lejos posible de él y escondernos de su rostro para siem-
pre. Sin embargo nuestra idea de Dios, por perfecta que
sea, nunca será adecuada para expresar lo que Dios es
realmente; nuestra idea de Dios dice más de nosotros que
de Dios; tenemos que aprender que el amor de Dios nos
busca a nosotros y nuestro bien en todas nuestras circuns-
tancias.
119
Este amor busca nuestro despertar que implica la muerte
de nuestro yo exterior, pues si estamos identificados con él,
no podremos evitar el miedo a la venida de Dios a nos-
otros. Solamente cuando hayamos comprendido la dialécti-
ca de la vida y la muerte, podremos correr los riesgos de la
fe, y hacer las elecciones que nos librarán de nuestro yo fal-
so abriéndonos a una nueva realidad. Todas las situaciones
de la vida llevan inscrito algún indicio de la voluntad de
Dios, y todo lo que suponga la verdad, la justicia, la miseri-
cordia o el amor, debe ser interpretado como algo querido
por Dios. Consentir en su voluntad es aceptar ser veraz,
decir la verdad, o al menos buscarla, y respetar los dere-
chos de los otros que son la expresión del amor y la volun-
tad de Dios. Quien hace caso omiso de los derechos y ne-
cesidades de los otros no puede abrigar la esperanza de
caminar en el camino querido por Dios, pues se ha aparta-
do de la verdad y la compasión, y por tanto de Dios 14.
Thomas Merton ora al Señor diciendo 15:
120
Soledad y comunión
121
propios. El individualismo es futilidad y locura que sólo lle-
va a la ruina.
El verdadero solitario no renuncia a nada que sea huma-
no y básico en su relación con los “otros” porque la verda-
dera soledad tiende a la unidad con los otros. Esta unidad
implica soledad y la necesidad de estar físicamente solo
cuando la colectividad tiende a engullir a la persona en la
masa sin forma ni rostro. Hay que ir al desierto, no para
huir de los hombres, sino para encontrarlos en Dios. Los
hombres y mujeres tenemos una gran capacidad de amar y
de solicitud por los seres creados, pero sin un cierto grado
de soledad no puede haber compasión. Si el hombre se
pierde en la rueda de la máquina social, no se puede sentir
responsable de las necesidades humanas. Este hombre es el
que está auténticamente solo y perdido en una muchedum-
bre en la que no vive en comunión. El hombre masa tiene
poco que comunicar, es el solitario el que tiene muchas
más cosas que decir, no porque utilice muchas palabras,
sino porque lo que dice es nuevo, sustancial, único, es pro-
pio sólo de él. Tiene algo que comunicar a los demás, algo
personal que compartir, algo real que dar, porque él mismo
es real. La persona es auténticamente humana si vive en
comunión y mantiene un diálogo auténtico con los otros.
Vivir en medio de los otros y no compartir nada más que el
ruido común y la distracción general, aísla a la persona, la
separa de la realidad, la divide y la aleja de los otros y de su
verdadero yo.
Escribe Thomas Merton 16:
16 CD, 140-141.
122
son salidas de lo que parece un «camino», que no puede
comprenderse. El hombre en este estado sólo posee su so-
ledad, su pobreza interior y la riqueza de su vacío. Un va-
cío que contiene a Dios, lo rodea y lo sumerge en él. Tan
grande es su pobreza que ni siquiera ve a Dios, y tan gran-
de es su riqueza que está perdido en Dios y perdido para sí
mismo. Nunca está lo bastante lejos de Dios para verle en
perspectiva o como un objeto, simplemente está absorto
en él. Este hombre es feliz en su soledad y no se considera
un solitario, en oposición a los que realmente lo son, pues
tiene a Dios… Esta soledad que a veces es espantosa, y a
veces una carga, es más preciosa para él que cualquier
otra cosa, pues es la voluntad de Dios”.
123
desierto de soledad y vacío el miedo a la muerte y la necesi-
dad de autoafirmación son ilusorios, asumen la angustia
universal y la situación ineludible del hombre mortal, no se
encierran en sí mismos, residen en la soledad, la pobreza,
la indigencia de todos los hombres, y así imitan a Cristo.
En Cristo, Dios asume la soledad y el abandono de to-
dos los hombres. Cristo fue al desierto y fue tentado, y la
soledad, la tentación y el hambre de los hombres se convir-
tieron en la soledad, la tentación y el hambre de Cristo. Je-
sús fue al desierto libre de todo, de la ley, los hombres, el
“mundo”; el don de verdad con el que rechazó los tres tipos
de ilusión que se le ofrecían en la tentación, seguridad, re-
putación y poder, puede llegar a ser también nuestra ver-
dad si sabemos aceptar el don. Es algo que se nos ofrece
en la tentación. Jesús marchó al desierto libre de todo, y to-
dos nosotros tenemos que hacer lo mismo, salir con Cristo
al desierto dejando la ley del mundo y de los hombres, y lu-
char contra el poder del error. Thomas Merton se pregunta
¿dónde está el “poder del error”, no estará en nosotros
mismos?
La soledad física, el silencio exterior y el recogimiento
real, son necesarios para quien quiere llevar una vida con-
templativa, pero son tan sólo medios para un fin y si no
comprendemos el fin, no haremos un buen uso de los me-
dios. La verdadera soledad es un abismo de soledad interior
que se abre en el centro de nuestra alma, un hambre que
ninguna cosa creada podrá jamás satisfacer; quien la en-
cuentra, está vacío. La podemos encontrar en todas partes,
pero guarda una cierta relación con un espacio real y con
el aislamiento físico de las ciudades y los pueblos. Debería
ser un rincón donde nadie pudiera encontrarnos, molestar-
nos u observarnos, y en el que pudiéramos liberarnos de las
tensiones que nos atan por la vista, el sonido, el pensa-
miento o las personas. Jesús nos dice: “Tú, cuando vayas a
124
orar, entra en tu aposento y después de cerrar la puerta,
ora a tu Padre en lo secreto”. Las iglesias de las ciudades
son a veces lugares pacíficos de soledad donde la persona
puede buscar refugio de los afanes mundanos. En estas
tranquilas casas de Dios, llenas de su presencia, allí donde
nadie nos conoce, entre unos pocos desconocidos anóni-
mos, podemos arrodillarnos en silencio, y aunque no sepa-
mos orar, podemos estar callados y respirar con tranquili-
dad. En este lugar, nuestra mente puede descansar y olvidar
sus preocupaciones, sumergirse en el silencio y adorar al
Padre en lo secreto.
La verdadera soledad interior también puede ser vivida
en medio del mundo y su confusión. Nuestro autor llama la
atención sobre las personas consagradas a Dios cuya vida
está llena de inquietud y no desean realmente estar solas.
Admiten que la soledad exterior es buena, pero que es me-
jor vivir la soledad interior en medio de los otros. En la prác-
tica, su vida está devorada por actividades y estrangulada
por ataduras, les encanta organizar encuentros, banquetes,
conferencias, charlas, escriben cartas... y consideran que es-
tán haciendo grandes cosas para difundir el Reino de Dios.
En realidad, la soledad interior es imposible para ellas, la te-
men y hacen todo lo posible por huir de ella.
Hay que ir a la soledad no sólo con el silencio de las pa-
labras, también con el silencio del corazón, el silencio de
todos los deseos desordenados. Entonces el Señor nos ha-
bla, con un silencio profundo escondido en medio de nues-
tro yo, y lo recibimos cuando pronunciamos con el corazón
la palabra de la fe, que puede despertar el silencio de Cristo
en el corazón de los que escuchan. Así empezarán a guar-
dar silencio y reflexionar, porque habrán comenzado a des-
cubrir su «yo verdadero». El silencio es la fuerza de la vida
interior, entra misteriosamente en la composición de todas
las virtudes y las preserva de la corrupción. Las virtudes tie-
125
nen que ser silenciosas pues tienen su raíz en Dios, y sin si-
lencio son pasajeras, sólo ruido exterior. Si llenamos nues-
tra vida de silencio viviremos en esperanza y Cristo vivirá
en nosotros; si no nuestra vida se desperdiciará en palabras
inútiles y no oiremos a Cristo que habla y vive en las pro-
fundidades de nuestro corazón, en el silencio. El hombre
que ama a Dios ama también el silencio y encuentra mo-
mentos para orar. En el silencio se aprende a discernir y los
que huyen de él viven en la confusión.
La vida solitaria debe ser ante todo una vida de oración.
No rezamos para oírnos a nosotros mismos sino para que
Dios pueda escucharnos y respondernos; no buscamos
cualquier respuesta sino la respuesta de Dios. El solitario
tiene que ser un hombre dedicado a Dios, solícito en la pu-
reza de su oración, cuidadoso de no sustituir las respuestas
de Dios por las suyas, de no convertir su plegaria en un fin
en sí misma, y de mantenerla escondida, sencilla, nítida.
Así podrá olvidar que su perfección depende de su oración
y vivir a la expectativa de las respuestas de Dios. Esto pue-
de parecer una contradicción puesto que la oración está
fundada en la plegaria de petición, pero con su petición, el
solitario, lejos de malograr la pureza de la oración, la guar-
da y la preserva. Cuando el solitario, más que cualquier
otro, presenta su pobreza y sus necesidades a Dios, su ple-
garia es una expresión de su pobreza; llegará a conocer a
Dios sabiendo que su oración siempre será respondida 17.
Thomas Merton escribe 18:
126
donde el cielo sea mi plegaria, los pájaros sean mi plega-
ria, el viento en los árboles sea mi plegaria, pues Dios está
en todas las cosas”.
127
crucificado su carne con las pasiones y concupiscencias”
(Ga 5,24).
El cristianismo no es estoicismo, ni la cruz nos santifica
destruyendo el sentimiento humano. El desapego no es in-
sensibilidad. Muchos ascetas han fracasado porque sus reglas
y prácticas ascéticas han matado su humanidad en vez de li-
berarla, desarrollarla y enriquecerla con todas sus capacida-
des. El santo es un “hombre” perfecto, un templo del Espíri-
tu Santo, que según su estilo reproduce algo del equilibrio, la
perfección y el orden que encontramos en el carácter huma-
no de Jesús. El alma de Jesús, unida hipostáticamente a la
Palabra de Dios, disfrutaba de la visión de Dios y también de
las más simples e íntimas de nuestras emociones humanas:
afecto, piedad, pena, felicidad, deleite, pesadumbre, indigna-
ción, asombro, hastío, ansiedad, miedo, consuelo y paz. Si
carecemos de sentimientos humanos no podremos amar a
Dios del modo que se supone debemos amarlo: como hom-
bres y mujeres. Y si no respondemos al afecto humano no
podremos ser amados por Dios del modo que él quiere
amarnos: con el corazón de Cristo, el Hijo de Dios.
La vida ascética debe ser ejercida con un respeto supre-
mo a todos los elementos constitutivos de nuestra persona-
lidad. La mortificación de los sentidos, la imaginación, el
juicio, la voluntad deben estar destinados a purificarnos.
Nuestros cinco sentidos están embotados por los placeres
desordenados y la renuncia les restituye su vitalidad natural,
nos ayuda a pensar con claridad, a juzgar sensatamente, a
fortalecer nuestra voluntad y a afinar la emoción y la sensi-
bilidad humana, nunca refrenándolas. En este camino de
perfección, la gracia de Dios a través de Cristo produce en
nosotros un ansia de virtud que él nos hace capaces de
gustar antes de poseerla plenamente y que no nos va a de-
jar en el camino. El verdadero ascetismo es el que está
guiado por el Espíritu Santo, y se caracteriza por su equili-
128
brio e intensidad. El verdadero asceta no es el que no des-
cansa, es el que lo hace a su tiempo y en la medida debida.
El santo se santifica tanto por el ayuno como por la comida
y por las oraciones nocturnas si van unidas al sueño. El
cristiano sabe que el Espíritu Santo no le va a pedir renun-
ciar sin ofrecerle algo más elevado y perfecto, sabe que el
Señor promete el ciento por uno a los que dejándolo todo
le siguen (Mt 19,29). La mortificación por sí misma no tie-
ne sentido, el cristiano muere para vivir, pues la cruz es el
signo de la victoria de Cristo sobre la muerte, el signo de
la vida.
No sólo tenemos que renunciar a lo malo que hay en
nosotros sino también a muchas cosas buenas. Es un error
creer que la creación es mala y buscar la santidad y la sal-
vación por medio de un ascetismo exagerado, que separa
al hombre de la creación. La verdadera soledad va unida a
la pureza de corazón, al desapego de las cosas del mun-
do, a los falsos valores de este mundo. Esta pureza de co-
razón nos lleva a la unión con Cristo, que es la verdad que
nos hace libres. Nadie que busque la liberación y la luz en
la soledad, que supone la libertad espiritual, puede abando-
narse a todas las solicitudes de una sociedad de comercian-
tes, publicistas y consumidores. Hay que aceptar que nadie
puede llevar una vida plenamente sana y decente si no es
capaz de decir “no”, en ocasiones, a sus apetitos físicos
naturales; no se es realmente libre si no se puede renun-
ciar a comer, beber, fumar, satisfacer la curiosidad, la sen-
sualidad o ver algún tipo de televisión, siempre que apetez-
ca. Quien está dominado por las cosas, ha renunciado a la
libertad espiritual y se ha convertido en un esclavo de sus
impulsos corporales. La vida interior conlleva guardar pu-
ros nuestros ojos, silenciosos nuestros oídos y serena nues-
tra mente, respirando el aire de Dios y trabajando bajo su
cielo.
129
Pero si tenemos que vivir en la ciudad y trabajar con má-
quinas ruidosas, tomar el metro y comer en lugares con ra-
dio o televisión, donde el alimento destruye la salud, y los
sentimientos de los que nos rodean nos llenan de hastío, no
debemos impacientarnos, sino aceptarlo como manifesta-
ción del amor de Dios y como semillas de soledad planta-
das en nuestra alma. Debemos buscar el silencio sanador
del recogimiento y mantener un sentimiento de compasión
hacia quienes han olvidado este concepto; nosotros sabe-
mos que existe y que es la fuente de paz y alegría.
No hay mayor ascetismo que la amarga inseguridad del
trabajo de los verdaderos pobres, del ignorado, despreciado,
olvidado, del que no conoce la respetabilidad ni la comodi-
dad, del que recibe órdenes y trabaja duro por poco o nada,
algo que la mayoría de las personas piadosas tratan de evi-
tar. En este contexto, la renuncia más difícil y más necesaria
es la renuncia al resentimiento. El problema es que el hom-
bre tiene que vivir en sociedad, con una dependencia servil a
un sistema, a una organización o a personas a las que des-
precia y odia, y no obstante se ve llevado a aprobar y acep-
tar aparentemente aquello que realmente odia. Es tener un
“yo” servil y dependiente, que expresa su servilismo elogian-
do y adulando al tirano a quien está sometido contra su vo-
luntad. El resentimiento en estas condiciones, hace posible
que se sobreviva al absurdo de la existencia, es el último re-
curso de la libertad en medio de la confusión pero, aunque
sea un recurso para sobrevivir, no es saludable. No es una
expresión auténtica de integridad personal, sino la protesta
muda de un organismo psicofísico maltratado, al que si se
fuerza demasiado puede convertirse en un enfermo mental.
Puede ocurrir que, en realidad, no seamos capaces de existir
si no nos sentimos dominados; entonces el resentimiento
puede ayudarnos a aceptar la situación, pero no nos da la
salud, es sólo la justificación de la pretensión de que sería-
130
mos libres si pudiéramos. Muchas veces no son otros los
que nos impiden ser felices, somos nosotros que no sabe-
mos lo que queremos y en lugar de admitirlo, pretendemos
que otra persona nos está impidiendo ejercer nuestra liber-
tad. Pero mientras queramos vivir en pura autonomía, vivi-
mos como siervos de otros, o como miembros alienados de
una organización. Paradójicamente, es la aceptación de
Dios la que nos hace libres y nos libera de la tiranía humana,
pues al servir a Dios ya no podemos vivir en servidumbre
humana. Dios no invitó a los hijos de Israel a dejar la esclavi-
tud de Egipto, sino que se lo ordenó.
Uno de los aspectos más importantes de la soledad y de
la pureza de corazón es su íntima dependencia de la casti-
dad, que no es la renuncia a toda actividad sexual, sino el
uso correcto del sexo. En este ámbito, la negación de uno
mismo es muy importante, pues de todos los apetitos natu-
rales es el más difícil de controlar. El sexo es un bien natu-
ral querido por Dios y forma parte de su misterio de amor
y misericordia hacia los seres humanos. Pero el apego des-
ordenado al placer sexual es una de las debilidades huma-
nas más frecuentes y lamentables, incluso se considera que
ningún ser humano normal puede abstenerse por entero de
él. Sin embargo, el dominio de sí mismo no sólo es acepta-
ble, también posible y esencial para la vida interior y con-
templativa. Esto exige esfuerzo, vigilancia, paciencia, hu-
mildad y confianza en la gracia divina. La lucha por la
castidad nos enseña a confiar en un poder espiritual supe-
rior a nuestra naturaleza, que es una preparación indispen-
sable para la oración interior. La castidad no es posible sin
sacrificios ascéticos en otros muchos ámbitos, exige una
vida de ayuno, de templanza, ordenada, modesta, con do-
minio de la curiosidad, moderación de la propia agresividad
y otras muchas virtudes. La perfecta castidad introduce a la
persona en un estado de soledad espiritual, paz, tranquili-
131
dad, claridad, amabilidad y alegría que la dispone plena-
mente para la meditación y la oración contemplativa 19.
132
seguir o comprender. Nosotros, que estamos sin amor, no
podremos llegar a ser amor si el Amor no nos identifica
con él, pero si él envía su amor, para actuar y amar en nos-
otros y en todo cuanto hacemos, seremos transformados,
descubriremos quiénes somos y poseeremos nuestra verda-
dera identidad perdiéndonos en él. Y esto es la santidad.
La santidad cristiana no es una cuestión de perfección
ética. Comprende todas las virtudes pero es mucho más que
todas las virtudes juntas. La santidad no sólo está constituida
por buenas obras o incluso por el heroísmo moral; se basa
en la unión con Dios en Cristo, que expresa bien san Pa-
blo. San Juan también deja claro que nuestro fruto espiritual
proviene de la unión con Cristo, pues sólo transformados
por nuestra unión con Dios en Cristo, podremos llevar una
vida de virtud y de caridad. La vida cristiana no consiste en
unirnos a Dios por medio de la virtud, es la unión con Dios
en Cristo, por medio del Espíritu Santo, que nos lleva a ex-
presar todo nuestro amor y nuestro nuevo ser mediante ac-
tos de virtud. Unidos a Cristo, él manifiesta su virtud y su
santidad en nuestras vidas. Nuestros esfuerzos debieran es-
tar encaminados a eliminar todos los obstáculos que nos im-
pidan llegar a esa unión: egoísmo, desobediencia y apego a
todo lo que es contrario a su amor.
Cristo es el único santo y a través de él la santidad de
Dios se comunica y revela a toda la creación. Se es santo
con la santidad de Cristo, o mejor, Cristo es santo en nos-
otros, él es nuestra santidad, sabiduría, justicia para que el
que se gloríe, se gloríe sólo en el Señor (1Co 1,24.30-31).
Cristo, hombre y Dios, es la revelación de la santidad oculta
del Padre, que ningún ojo puede ver, ni ninguna inteligen-
cia contemplar. La perfección cristiana no es una aventura
ética o un logro del que el hombre pueda gloriarse, sino un
don de Dios que lleva al alma al abismo del misterio a tra-
vés del Hijo por medio del Espíritu Santo. La salvación,
133
meta de todo cristiano individual y de la comunidad cristia-
na, es la participación en la vida de Dios que nos ha sacado
de las tinieblas para llevarnos a su luz (1Pe 2,9). A través
de Cristo nos hacemos partícipes de la naturaleza divina
(2Pe 1,4), cuando su poder, su amor y su luz divina trans-
forman nuestra vida por la acción del Espíritu Santo. Este
amor y luz divina, que constituyen la gracia de Dios por la
que Cristo se manifiesta al mundo a mayor gloria del Pa-
dre, nos acerca a la obra de Dios: “La recapitulación de to-
das las cosas en Cristo” (Ef 1,10).
La verdadera santidad tiene su expresión más plena en
la cruz de Cristo. Esta cruz significa la muerte a lo que nos
resulta normal y familiar, la muerte a nuestro ser diario, a
fin de poder vivir en un nivel nuevo: nuestro ser antiguo re-
sucitado en Cristo, el hombre nuevo totalmente transfor-
mado, espiritualizado, divinizado en Cristo. El camino de la
perfección no es la huida de un ser con el que estamos in-
satisfechos o disgustados, sino asumir la responsabilidad de
nuestra vida tal como es, con sus fallos y limitaciones, pero
sometida a la acción purificadora y transformadora del Sal-
vador. Hay gran cantidad de jóvenes que tienen buenas in-
tenciones, pero están desorientados y no pueden captar
este hecho elemental; están sedientos de perfección, pero
sienten un morboso desprecio de sí mismos, que a veces
pasa por humildad. La tarea de darnos a Dios y de renun-
ciar al mundo es profundamente seria y no admite compro-
misos. Si queremos ser hombres y mujeres interiores y es-
cuchar la voz de Dios dentro de nosotros, no basta meditar
sobre el camino de perfección, hay que hacer además sacri-
ficios, oración y renuncia. No basta con hacer obras por
Dios, si nuestro corazón está falto de amor por Cristo, nece-
sario para la perfección verdadera. El amor a Dios debe lle-
varnos no sólo a servirle sino a conocerle, a comulgar con él
en la plegaria y a abandonarnos a él en la contemplación.
134
La santidad de la vida cristiana está basada en el amor al
Dios vivo, a la divina persona de Jesucristo, y en el amor a
los hermanos en Cristo. El camino cristiano de perfección
es de amor, de gratitud y de confianza en Dios; nuestra san-
tidad es una cuestión de amor y de alabanza, por la com-
prensión de que nuestra vida cristiana es la vida de Cristo
resucitado, que es fructífera dentro de nosotros. Cristo da
luz y vigor a su Iglesia, y nuestra única y constante preocu-
pación debiera ser hacer la voluntad de Dios, sabiendo que
aún en los momentos de tinieblas, Cristo guía nuestros pa-
sos. Dice Pablo: “Ya no hay condenación para los que es-
tán en Cristo Jesús, porque la ley del Espíritu que da la vida
en Cristo Jesús, te ha liberado del pecado y de la muerte”
(Rm 8,1-3). El hombre santo no busca su gloria sino la de
Dios, querer ser santo es querer ser “perfecto” como el Pa-
dre del cielo es “perfecto”, como Cristo es perfecto. Para
ser perfectos como Cristo debemos aplicarnos a ser perfec-
tamente humanos como él lo fue. La santidad no consiste
en ser menos humanos, sino en una mayor capacidad de
sufrimiento, comprensión, simpatía, humor, alegría, y valo-
ración de las cosas bellas y buenas de la vida. La gracia
sana todo lo humano y lo eleva a un nivel espiritual.
La verdadera santidad no consiste en vivir sin las criatu-
ras, sino en usar las criaturas para hacer la voluntad de
Dios, para dar gloria a Dios. Consiste en usar la creación
de Dios de forma que todas las cosas que toquemos, use-
mos y deseemos den gloria a Dios. Santo es el que está en
contacto con Dios en todo momento y en toda circunstan-
cia, el que está unido a Dios desde lo más profundo de su
ser, que ve y palpa a Dios en todos los hombres y en todas
las cosas, en la creación entera. Dios no puede ser glorifi-
cado por nada que viole el orden establecido por él, que
trastornó el pecado original, pero no podemos usar las co-
sas del mundo para la gloria de Dios, si no nos controla-
135
mos, nos pertenecemos a nosotros mismos y estamos so-
bre el poder de apetitos desordenados 20.
Del taoísmo de Chuang Tzu, que igual que los evange-
lios considera que perder la vida es ganarla y perseguir la
vida para nuestro propio bien es perderla, recoge Thomas
Merton 21:
“Si uno puede vaciar el propio bote, que cruza el río del
mundo, nadie se le opondrá, nadie intentará hacerle daño.
Si deseas engrandecer tu sabiduría y avergonzar al igno-
rante, cultivar tu carácter y ser más brillante que los de-
más, no podrás evitar las calamidades.
Quien está contento consigo mismo ha realizado un traba-
jo carente de valor.
El éxito es el principio del fracaso, la fama es el comienzo
de la desgracia.
Quien puede librarse del éxito y de la fama y descender y
perderse entre la masa de los hombres, fluirá como el Tao,
sin ser visto, se moverá con la propia vida, sin nombre ni
hogar.
Él es simple, sin distinciones, según todas las apariencias
es un tonto, sus pasos no dejan huella, no tiene poder al-
guno, no logra nada, carece de reputación.
Dado que no juzga a nadie, nadie lo juzga.
Así es el hombre perfecto: su bote está vacío”.
del original The Way of Chuang Tzu, 1965, trad. Supervisada por Pablo Valle.
CCT, 11.97-98.
22 T. MERTON, El Zen y los pájaros del deseo, Kairós, Barcelona, 2005,
según el original Zen and the birds of apetite 1968, trad. Rolando Hanglin.
ZPD, 137.
136
Purificar totalmente nuestro corazón.
He aquí lo que Buda enseñó”.
137
elevado es su pobreza y que su mayor gloria es haber vivido
totalmente escondida siendo nada en la presencia de Cristo.
Dice Thomas Merton que a veces olvidamos esto y con-
sideramos a la Virgen María como un ser casi divino por
derecho propio, con gloria, poder o majestad particular,
que la coloca al mismo nivel que Cristo. Pero la doctrina de
la Iglesia nos recuerda que la gloria de la Virgen está en su
nada, y en el hecho de ser “la esclava del Señor”. La Vir-
gen es bienaventurada, no por ninguna virtud o prerrogati-
va pseudodivina, sino por todas sus limitaciones humanas y
femeninas. Sólo la fe y la fidelidad de esta “esclava”, llena
de gracia, permitieron que se convirtiera en el instrumento
de Dios. La obra hecha en María fue de Dios: “El Poderoso
ha hecho obras grandes por mí”. La gloria de María es la
gloria de Dios en ella; la Virgen, más que nadie, puede de-
cir, que no hay nada que no haya recibido de él, por media-
ción de Cristo. Ésta es su mayor gloria, sin tener nada pro-
pio, no puso ningún obstáculo a la misericordia de Dios,
que pudo realizar su obra sin encontrar ninguna dificultad
por la presencia de un yo egoísta en ella.
El auténtico significado de la devoción a la Virgen hay
que verlo a la luz de la encarnación. No podemos separar
al hijo de la madre, pues la que estuvo más próxima a Dios
en este misterio fue la que participó del modo más perfecto
de este don. El Hijo de Dios, al vaciarse de su majestuoso
poder, haciéndose niño y abandonándose en completa de-
pendencia al cuidado amoroso de una madre humana, cen-
tró en ella la atención y quiso que compartamos con él, su
agradecimiento y amor hacia ella. Creemos que María fue
asunta al cielo porque nosotros, también un día, por la gra-
cia de Dios, moraremos donde ella mora. La realidad más
grande del misterio de María es que ella no es nada por sí
sola, Dios manifestó su gloria y su amor en ella. Nuestra
santidad depende del amor maternal de María; las personas
138
que comparten su intimidad con Dios son las que compar-
ten la alegría de su pobreza y sencillez, las que están ocul-
tas como ella lo estuvo.
Por tanto, es una gracia inmensa, que una persona que
vive en el mundo pierda el interés por todo aquello que la
absorbe y descubra en su alma hambre de pobreza y sole-
dad. Este es el don más precioso de los dones de la natura-
leza y de la gracia: el deseo de estar escondido, de ser tenido
en nada por el mundo, de despojarse de la consideración
autocomplaciente y disiparse en la nada, en la inmensa po-
breza que es la adoración a Dios. Un absoluto vacío, pobre-
za y oscuridad, que encierran dentro de sí el secreto de la
auténtica alegría, porque están llenos de Dios. La verdadera
devoción a María consiste en buscar ese vacío, encontrarlo
es encontrarla y permanecer escondido en sus profundida-
des es estar lleno de Dios como ella lo está, compartiendo
su misión de llevarlo a los hombres. Todas las generaciones
tienen que llamarla bienaventurada pues todas reciben a
través de ella la alegría y la vida sobrenaturales que Dios les
concede. Nuestra fe en Dios estará incompleta si no reco-
nocemos en ella a la Madre de Dios. Dice Thomas Merton
que la Iglesia es la única que puede encontrar el lenguaje
apropiado para enaltecerla como conviene, y se atreve a
aplicarle las palabras inspiradas que Dios dedica a su sabi-
duría (Gn 3,15; Is 7,14; Mi 5,2-3) 23.
Iglesia y santidad
23 NSC, 179-187.
139
“¿Qué quieres?”, “¿no crees?”, incluso la mujer que sólo
había tocado el borde de la túnica de Jesús, cuando la mul-
titud se agolpaba a su alrededor, tuvo su respuesta. El po-
der que salía de Jesús era el poder de su amor. A partir de
entonces, la Iglesia es el Cuerpo unido de todos aquellos
que han entrado en diálogo con Cristo, aquellos que han
sido llamados por su nombre, o mejor, por un nombre nue-
vo que nadie conoce sino quien lo dio y quien lo recibió.
No es el Cuerpo de los que han oído hablar de Cristo o han
pensado en él, es el Cuerpo de aquellos que lo conocen en
su dimensión mística, en los que Cristo vive por la fe, y es-
tán arraigados en su amor que supera todo conocimiento y
que nos llena de la plenitud de Dios (Ef 3,17-21). Cristo
nos dio un mandamiento nuevo: que nos amemos unos a
otros como él nos ama.
Para conseguir la perfección cristiana, Jesucristo nos ha
dejado sus enseñanzas, los sacramentos de la Iglesia y to-
dos los consejos que nos enseñan la forma de vivir más
perfectamente en él y por él. La Iglesia nos prepara y pro-
tege externamente, mientras que interiormente estamos
guiados por el Espíritu de Cristo. La Iglesia no es una sim-
ple organización o institución, es visible y reconocible por
sus enseñanzas, su gobierno, su culto, pero a semejanza de
Cristo, vive y actúa de una forma humana y de una forma
divina. Puede haber imperfecciones en sus miembros y en
su jerarquía, pero su imperfección está inseparablemente
unida a su perfección, purificada en su santidad, mientras
permanece en unión viva con Cristo. A través de los miem-
bros de su cuerpo, el Redentor santifica, guía, nos instruye,
y se sirve de todos nosotros para expresar su amor a todos
sus miembros. Ésta es la auténtica naturaleza de la Iglesia;
la vida cristiana no es un asunto meramente individual, sino
también una cuestión de crecimiento en Cristo, de profun-
dizar en nuestro contacto con él dentro y mediante la Igle-
140
sia, y por consiguiente en una participación en la vida de la
Iglesia, el Cuerpo Místico.
Esto no significa que la perfección espiritual sea una
simple cuestión de compromiso con la Iglesia, pues no se-
remos realmente santos si no buscamos a Dios dentro de
nosotros. El edificio verdadero de la Iglesia es la unión de
los corazones en amor, sacrificio y trascendencia personal,
pero la fortaleza de este edificio depende de cómo el Espíri-
tu Santo toma posesión del corazón de cada persona, y no
de cómo nuestra conducta exterior se organiza y disciplina
dentro de la Iglesia. El orden dentro de la Iglesia no es un
fin en sí mismo, ni tampoco la santidad. La obra más im-
portante, más real y duradera del cristiano, se lleva a cabo
en las profundidades del alma y nadie puede conocerla sino
Dios. Esta obra no es una cuestión de fidelidad a unas me-
didas visibles y generales, sino que es el acto solitario inte-
rior, angustioso, casi desesperado de la fe, por el que afir-
mamos nuestro íntimo compromiso y entrega a la voluntad
de Dios. Nuestra fe es una rendición total a Cristo; en él y
en su Iglesia ponemos todas nuestras esperanzas, y es de
él, de su misericordia y amor, del que esperamos nuestra
auténtica fuerza y santidad.
Las palabras de Pablo apuntan a la Iglesia como “sacra-
mento” de la continuación de la encarnación de Cristo en
la tierra. Cristo habita en cada uno de nosotros como habi-
ta en toda la Iglesia. Cada uno de nosotros somos Cristo en
la medida en que él vive en nosotros. La Iglesia entera es
Cristo, y cada uno de sus miembros es Cristo en la medida
en que es capaz de trascender sus propias limitaciones indi-
viduales y elevarse sobre sí mismo para alcanzar el nivel de
la vida de Cristo, que pertenece a toda la Iglesia. Es el mis-
terio de la pluralidad dentro de la unidad, que es un miste-
rio de amor. En Cristo cada uno de nosotros de distintas ra-
zas y culturas, viviendo en épocas diferentes, hemos sido
141
reunidos y elevados sobre nuestro yo limitado, en una uni-
dad de amor místico que nos hace “uno” en cuerpo y espí-
ritu (Ef 2,18; 4,4-6); y quienes son uno con Cristo son tam-
bién uno con los otros y con el Padre (Jn 17,21). Esta
unidad del Cuerpo Místico depende de que los miembros
alcancen la madurez en Cristo, la plena humanidad espiri-
tual, responsabilidad y libertad en Cristo para recibir su Es-
píritu y juzgar todas las cosas (1Co 2,15). Quien no vive
plenamente en Cristo no puede comprender la naturaleza
real del misterio de Cristo, la unión de muchos en uno,
porque no es capaz de llegar al nivel del amor de Cristo.
En el amor de los que nos llamamos cristianos puede ha-
ber tendencias erráticas. Una tendencia “romántica” es la
de aquellos que buscan a Cristo, pero no lo hacen en el
amor de todos los que le rodean; aman a la humanidad
pero no a los hombres con los que conviven, es una eva-
sión romántica que hace que el amor a la humanidad se
convierta en amor a sí mismo. Otra tendencia romántica es
la de los que dicen amar a Cristo, pero sólo buscan una ex-
periencia mística o un grado de oración determinado, que
termina en un falso misticismo, o en quietismo, sustituyen-
do a la fe y al amor verdadero. En otro sentido, el exceso
de legalismo también puede sustituir al auténtico amor. En
la Iglesia, como en toda sociedad, es necesaria una cierta
estructura, ley y disciplina; por eso hay una autoridad jurídi-
ca y una jerarquía de ministerios a través de los cuales el
Espíritu Santo manifiesta la voluntad de Dios. Rechazar
esta autoridad y pretender que se ama a Dios y a la Iglesia
es una pura ilusión, aunque la obediencia y la disciplina no
pueden por sí mismas garantizar la unión del Cuerpo Místi-
co de Cristo. La Iglesia es un organismo vivo que no se
mantiene unido por medios puramente externos, sino por
su propio principio de vida interior que es el mismo amor
divino, el Espíritu Santo. La simple obediencia sin amor
142
sólo produce obras muertas o conformidad exterior, pero
no comunión interior. El cristiano no ama simplemente por
cumplir los mandamientos, ama porque ese hermano es
Cristo, y busca el parecer de la Iglesia porque el culto de la
Iglesia es el culto que Cristo ofrece al Padre.
La religión cristiana es sacramental. Los sacramentos
son señales místicas de la acción libre y espiritual del amor
de Dios en nuestras almas. La acción visible externa por la
que se confiere un sacramento, no es algo que hace que
Dios nos dé la gracia, aun cuando la recibamos, es una se-
ñal necesaria para nosotros, no para Dios. La gracia de
Dios podría dársenos sin ningún signo exterior, pero en tal
caso la mayoría de nosotros no estaríamos capacitados
para aprovecharnos del don, de recibirlo con eficacia y co-
rresponder a él con el amor de nuestro corazón. Necesita-
mos estas señales sagradas como causas de gracia en nos-
otros, aunque con ellas no estemos ejerciendo presión
alguna sobre Dios. Dios quiere comunicarnos su luz y com-
partir con nosotros su vida, y él mismo determina la forma
en la que lo hace y la coparticipación que espera de nos-
otros. Jesús quiere que vayamos a él, pero no sólo a través
de la fe, sino por todos los sacramentos, y particularmente
con la eucaristía, que significa y simboliza nuestra integra-
ción mística en el Señor y produce lo que significa: “Quien
come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él,
así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6, 56-57).
La acción más santificadora para un cristiano es recibir a
Cristo en el misterio eucarístico y participar místicamente
en la muerte y resurrección de Cristo que nos hace “uno”
en él, en espíritu y verdad. La eucaristía debe ser el centro
de nuestra oración, en la que como víctimas nos ofrecemos
al Padre celestial en unión de Jesús.
A través de la fe y de los sacramentos participamos en
la vida de Cristo, un misterio cristiano que se opera y com-
143
pleta en nosotros por medio del rito sacramental de la Igle-
sia. Por el bautismo nos hacemos miembros de Cristo,
nuestras almas quedan limpias del pecado, alejadas de de-
seos egoístas, liberadas de la servidumbre de la corrupción,
para así poder adorar al Dios vivo. Tenemos que bautizar-
nos para entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5), pero para
que el bautismo sea fructífero es necesario recibir con él
una nueva vida en Cristo, darnos para siempre a Cristo,
renunciar al pecado y llevar una vida de caridad, significa
vivir con la dignidad de nuestro ser en Cristo, que es vivir
como hijos de Dios. Los sacramentos son los medios ordi-
narios por los que se concede al alma esta secreta presen-
cia de Dios, aunque esta gracia no se comunica a quien no
está convenientemente dispuesto a recibirla.
Dios viene a nuestro interior para ser conocido y adora-
do, para participar con nosotros en un perpetuo banquete
espiritual, en el que no hay saciedad de alegrías espiritua-
les, lo contrario de lo que pasa con los placeres sensuales,
que terminan produciendo hastío. Jesús en el Apocalipsis
nos demuestra su deseo por esta íntima comunión con las
almas, y nos dice: “Estoy a la puerta y llamo: si alguno es-
cucha mi voz y abre la puerta, yo entraré y cenaré con él y
él conmigo” (Ap 3,20).
La Escritura constituye la vida y el ser de la Iglesia, y
cada uno de nosotros que somos Iglesia estamos obligados
a estudiarla continuamente. Casiano nos recuerda que de-
bemos ser constantes en su lectura y su meditación, para
que llene nuestros corazones y nos transforme en la imagen
de Cristo. Tenemos que convertirnos en arcas de la alianza,
pero para entender bien su sentido espiritual se necesita
pureza de corazón y la oración contemplativa verdadera 24.
82-83; T. MERTON, Pan en el desierto, Lumen, Buenos aires, 1997, del origi-
nal Bread in the Wilderness, trad. Miguel Grinberg, PD, 30-31.44.
144
Vida interior y trabajo
145
Las exigencias de un trabajo pueden ser consideradas
expresión de la voluntad de Dios; hacer el trabajo de mane-
ra atenta cuidadosa, respetando la naturaleza y buscando su
finalidad, llevan a la unión con Dios. Dios trabaja a través
nuestro, nos convertimos en su instrumento; el trabajo no
es un obstáculo para la contemplación, sino que purifica y
pacifica la mente. Si por el contrario el trabajo es antinatu-
ral, frenético, angustiado, realizado bajo la presión de la
avaricia, del miedo o de cualquier otra pasión desordenada,
no puede ser dedicado a Dios. La tarea de colocar el traba-
jo en el lugar que le corresponde en la vida cristiana, más
que un proyecto personal e interior de los individuos, tiene
que ser una obligación objetiva de la Iglesia y de toda la so-
ciedad humana.
El cristiano hará más santo su trabajo si se preocupa in-
teligentemente del orden social y de los medios políticos
efectivos, que mejoren las condiciones sociales. Ésta es una
gran labor con muchas ramificaciones políticas, económi-
cas, de negocios, que afectan tanto a la vida de la nación,
como a la comunidad internacional. Es fundamental el hu-
manismo de la vida cristiana, porque si no se entiende
bien, puede parecer una contradicción. Hemos hablado de
escoger lo divino, pero el modelo a seguir es claro: “El Ver-
bo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Si el Verbo se
hizo carne, adoptó la naturaleza humana excepto el pecado
y dio su vida para unir a la raza humana en su Cuerpo Mís-
tico, tiene que existir un auténtico humanismo, que no sólo
sea aceptable, sino algo esencial al misterio cristiano en sí.
Este humanismo no puede ser una glorificación de las
pasiones de la carne, sino un humanismo que acepte todos
los valores que son esenciales al hombre por su creación
por Dios, unos valores que Dios ha querido restaurar de
una forma recta aplicándoselos a Cristo. La salvación no
significa desprenderse de todo lo humano: razón, amor por
146
la belleza, ansia de afecto humano, confianza en la protec-
ción, orden y justicia en la sociedad, necesidad de trabajo,
comida y sueño. El cristianismo no puede menospreciar es-
tas cosas, pero no puede existir santidad genuina sin la di-
mensión de preocupación humana y social. Hay que tomar
parte activa en la solución de los problemas urgentes que
afectan a nuestra sociedad y a nuestro mundo. La doctrina
social cristiana tiene que ser una parte integrante del con-
cepto cristiano de la vida. La tarea del cristiano no puede
ser un simple interesarse por la justicia social, tiene que de-
fender y restaurar los valores básicos humanos sin los que
la gracia y la espiritualidad tienen muy poco significado en
la vida del hombre.
Se pregunta Thomas Merton si la “calle” puede ser un
lugar habitado. La calle no puede ser simplemente un lugar
por donde se pase o sólo sirva para el paso de coches o
para hacer dinero con los negocios, un lugar inseguro al ser
una tierra de nadie. Así la calle se convierte en un lugar
alienante y lo mejor que podemos hacer es cerrar las per-
sianas para no ver nada. No, la calle tiene que ser un lugar
habitado en el que la gente disfrute estando allí, donde la
gente esté presente con su propia personalidad, su plena
identidad, como gente real, gente feliz.
Vivir es más que sumisión, es creación, es crear nuestro
mundo propio como una escena de felicidad personal. Hay
que bailar en la calle, aunque esto no cambie el hecho de
los alquileres demasiado altos, de los problemas con la ba-
sura… No importa, hay que empezar a cambiar la calle y la
ciudad, y así descubriremos nuestra capacidad para trans-
formar nuestro propio mundo. La celebración supone la
creación de una identidad común, de una conciencia co-
mún, una fiesta en la que todos nos unimos con la alegría
que surge del amor. Nos gusta estar juntos, bailar juntos,
hacer juntos cosas animadas y divertidas, y reírnos de lo
147
que hemos hecho, y luego ver las fotografías. Una fiesta es
una locura, la locura de no rendirse, es el comienzo de la
confianza y consecuentemente del poder. Si damos alegría
y belleza a nuestras vidas al darnos mutuamente alegría y
amor, estaremos manifestando un poder que “ellos”, los
“otros”, no pueden tocar, y podremos ser los artesanos de
una alegría que jamás imaginaron. Con su oro han arruina-
do nuestras vidas, pero nosotros con amor las haremos arder
de amor, y transformaremos las ruinas de nuestra existencia
en oro de auténtico valor: el valor infinito de la identidad hu-
mana en un corazón que confía en el amor. Éste es el princi-
pio del poder y de la transformación que algún día podremos
ver. La calle puede convertirse en un espacio habitado cuan-
do se convierta en espacio de fiesta 25.
La grave pregunta que el tiempo nos plantea a nosotros,
hombres y mujeres modernos, es cómo recuperar la ino-
cencia y pureza perdidas, o mejor, cómo advertir que aún
las poseemos en plena industrialización, en plena globaliza-
ción, y rodeados de la propaganda de la “vida fácil”. Cómo
actualizar la sabiduría trascendental en un mundo que nos
exhorta a aumentar nuestro conocimiento cada vez más.
Debemos hallar una respuesta y esto es urgente; “ya no
volverán los Padres del Desierto: velemos a la espera de un
nuevo sol que se eleve sobre el horizonte del egoísmo y la
sordidez” 26. Thomas Merton ora al Padre diciendo 27:
y vivir, Oniro, Barcelona, 1997, del original Love and Living, publicación póstu-
ma, 1979, trad. Joaquín Adsuar, VA, 69-79.
26 ZPD, 127-151.
27 NSC, 64-65.
148
Que mis ojos no vean en el mundo más que tu gloria. Que
mis manos no ocupen nada que no sea para tu servicio.
Que mi lengua no pruebe más pan que aquel que me dé
fuerzas para alabar tu misericordia.
Cantando tus himnos escucharé tu voz y oiré todas las ar-
monías que has creado.
Haz que use todas las cosas con una sola razón: encontrar
mi alegría dándote gloria.
Presérvame, sobre todo, del pecado que pone el infierno
en mi alma. Líbrame de la lujuria que ciega y envenena mi
corazón.
Presérvame del amor al dinero, fuente del odio, de la avari-
cia y de la ambición que sofoca mi vida.
Guárdame de las obras muertas de la vanidad y de la labor
ingrata que destruye a los artistas que trabajan por orgullo,
dinero y fama, y ahoga a los santos bajo la avalancha de su
celo inoportuno.
Restaña en mí la fétida herida de la codicia y de los apeti-
tos que agotan a mi naturaleza desangrándola.
Aniquila la serpiente de la envidia que envenena el amor y
mata toda alegría.
Desata mis manos y libra mi corazón de la desidia. Libéra-
me de la pereza que se disfraza de actividad cuando no se
me pide que sea activo, y de la cobardía que hace lo que
no se pide, para evitar el sacrificio.
Dame la fuerza que te sirve en silencio y en paz.
Dame la humildad, pues sólo en ella se alcanza el descan-
so y líbrame del orgullo que es la más pesada de las car-
gas.
Toma posesión de mi corazón y de mi alma entera con la
sencillez del amor.
Ocupa toda mi vida con el único pensamiento y el único
deseo de amor, para que no ame por causa del mérito, ni
de la perfección, ni de la virtud, ni de la santidad, sino sólo
por Ti. Pues sólo hay una cosa que puede satisfacer el
amor y recompensarlo: Tú mismo.”
149
Por la paz
150
renovación es fundamental la posición del monje, la perso-
na que está más en armonía con la dimensión espiritual de
las cosas; pues si el monje no ve, ni oye, si no dice nada, la
renovación estará en peligro y puede quedar totalmente pa-
ralizada. El monje no puede ser simplemente el que rece
aquello que se le obligue a rezar, sin espontaneidad y origi-
nalidad. Por eso, su libro La paz en la época poscristiana
nunca se publicó, sin embargo partes del mismo fueron fo-
tocopiadas y se difundieron, de acuerdo con sus superiores,
entre los teólogos y obispos que preparaban el texto sobre
la misión social de la Iglesia para el Concilio Vaticano II.
Thomas Merton escribe 29:
151
paz (Ef 2,14). Los profetas esperaban ilusionados al Mesías
como Príncipe de la Paz (Is 9,5). El reino mesiánico sería
un reino de paz, con el hombre reconciliado con Dios y
con las fuerzas de la naturaleza (Os 2,20-22). Todo el mun-
do conocería la misericordia de Dios (Is 11,9) y todos los
hombres podrían vivir en paz (Is 54,13). Con la venida del
Espíritu Santo (Hch 2,17), los primeros cristianos estaban
convencidos de que el advenimiento del reino de paz había
tenido ya lugar en el contexto de la Iglesia. La naturaleza
humana había sido asumida por el Logos en la encarna-
ción, y Cristo había muerto por “todos” los hombres, con
objeto de vivir en todos, pues todos somos “uno” en Cristo
Jesús (Ga 3,28).
Estamos obligados a tratar a cada hombre como si fuera
Cristo, y de respetar su vida y sus derechos como si fueran
los de Cristo. El amor a los enemigos que propugna Jesús
no es simplemente la expresión de un ideal moral cristiano,
sino una manifestación de la fe escatológica; un don esca-
tológico del Cristo resucitado (Jn 20,19), que no puede al-
canzarse por ningún programa ético o político. La paz cris-
tiana es uno de los frutos del Espíritu Santo (Ga 5,22), y un
signo de la presencia de Dios en el mundo; por el contrario
la división, el conflicto, la disensión, el cisma, los odios y las
guerras son la evidencia de la existencia pecaminosa, no re-
generada ni transformada en el misterio de Cristo (1Co
1,10; St 3,16). El cristiano no puede evitar implicarse en
los asuntos del mundo, pero pertenece a un reino de paz
“que no es de este mundo” (Jn 18,36). Los cristianos esta-
mos llamados a luchar por la paz (Mt 5,9), que significa imi-
tar a nuestro Salvador que no se defendió con doce legiones
de ángeles, y dejó que lo colgaran en la cruz (Mt 26,53).
Sin amor a los enemigos no puede haber ninguna trans-
formación personal y social; allí donde estén ausentes la
compasión y el amor, acciones aparentemente no violen-
152
tas, sólo enmascaran la profunda hostilidad, el desprecio y
el deseo de derrotar y humillar al oponente. Fuera de toda
ideología política particular, el pacifismo hunde sus raíces
en la vida espiritual. Se necesita la oración para que se pro-
duzca un profundo cambio en la mentalidad del mundo, un
auténtico cambio interior, el cambio completo del corazón.
Todos estamos necesitados de una purificación interior que
es la profunda necesidad de poseer en nosotros el Espíritu
Santo, para ser poseídos por él. Esto tiene que ir acompa-
ñado de desprendimiento para servir sólo a la causa de
Cristo. La esperanza no está en lo que pensamos que po-
demos hacer, sino en Dios, que está haciendo algo bueno
sin que nosotros lo podamos ver; sólo cumpliendo su vo-
luntad, estaremos colaborando con él en este proceso.
El miedo es la raíz de todas las guerras, no tanto el mie-
do que los seres humanos se tienen unos a otros, sino el
miedo que tienen a todo. Los hombres no confían en sí
mismos, no pueden confiar en nada porque han dejado a
Dios. Lo peligroso no es el odio que sentimos hacia los
otros, sino el odio a nosotros mismos, que es demasiado
profundo y poderoso para poder ser afrontado consciente-
mente, que nos hace ver nuestro mal en los demás y nos
incapacita para verlo en nosotros mismos.
Es fácil identificar al pecado con el pecador cuando se
trata de otro, si se trata de nosotros, vemos el pecado, pero
nos resulta difícil identificarlo con nuestra voluntad y nues-
tra malicia, y lo interpretamos como un error involuntario,
e inconscientemente nos liberamos de la culpa y se la trans-
ferimos a otro. Intensificamos nuestro sentido del mal y nos
sentimos culpables por cosas que no son malas en sí. Nos
obsesionamos con el mal y derrochamos nuestras energías
intentando explicar, castigar este mal o librarnos de él
como podemos. Enloquecemos con nuestra preocupación
y la única salida es la violencia, al tiempo que creamos un
153
enemigo apropiado al que cargamos con todas las culpas.
En este contexto, cuando el mundo se encuentra sumido en
la confusión moral, cuando no sabe qué pensar, no puede
ser salvado de la guerra universal, por los meros esfuerzos y
buenas intenciones de los pacifistas. No vemos la única ver-
dad que nos ayudaría a resolver nuestros problemas éticos
y políticos: que todos estamos más o menos equivocados,
que todos tenemos la culpa, que todos estamos bloqueados
por nuestras motivaciones, nuestro autoengaño, avaricia,
fariseísmo, y tendencia a la hipocresía y a la agresividad.
Es una locura sentimental esperar que los seres huma-
nos tengamos confianza unos en otros, aunque sí podemos
confiar en Dios, Dios es capaz, con independencia de la
malicia y del error humano, de proteger a los hombres con-
tra sí mismos, de una forma inexplicable. Si el hombre pue-
de confiar en Dios y amarlo a él, también puede amar a
aquellos en quienes no puede confiar; quizás entonces po-
damos tener la esperanza de llegar a la paz en la tierra, no
por las manipulaciones y la sabiduría de los hombres, sino
por la misericordia de Dios. Critica el autor las muchas
oraciones por la paz, al tiempo que se siguen construyendo
submarinos nucleares y armamentos cada vez más sofistica-
dos. Y piensa que la paz que el mundo pide no es la “paz
verdadera”. La paz que se pide es libertad para explotar a
otros sin miedo a la venganza, para robar a otros, para de-
vorar los bienes de la tierra, sin interrumpir ningún placer
para alimentar a aquellos a quienes se mata de hambre por
la codicia. Dios no puede conceder esta paz, que no es la
paz verdadera. Hay que amar al prójimo y a Dios por enci-
ma de todo, y en vez de odiar a los hombres belicistas,
odiar nuestros apetitos y el desorden de nuestra alma, que
son las causas de la guerra. Y escribe: “Si amas la auténtica
paz, ama a tu prójimo y ama a Dios por encima de todo…
si amas la paz odia la injusticia, la tiranía, la avaricia… pero
154
odia estas cosas en ti mismo no en los demás”. No puede
haber paz en este mundo si no existe disciplina moral y reli-
giosa, que lleve al hombre a la fe y a la caridad, y tampoco
puede haber felicidad si el hombre no tiene vida interior.
Los santos están “en el mundo” padeciendo sus conflic-
tos y aunque puedan parecer derrotados y destruidos (Ap
13,7), confían en Dios que determinará su destino y les li-
brará de la destrucción final; no prestan atención a la lucha
por el poder mundano, ni tratan de influir ni de enzarzarse
en él por su propio beneficio y supervivencia, sino que es-
peran la “Jerusalén celestial” que bajará del cielo junto a
Dios engalanada como una novia (Ap 21,2) 30. Thomas
Merton ora al Padre 31:
155
ORACIÓN Y CONTEMPLACIÓN
157
Hay muchos obstáculos para una vida de oración y uno
de ellos es la ignorancia. Muchos hombres y mujeres que
se consideran buenos cristianos no saben orar, ni lo que la
oración es realmente, o consideran que la única oración es
la vocal 1. Merton recoge dos definiciones populares de ora-
ción de san Juan Damasceno: “una elevación de la mente y
del corazón a Dios” y “una petición a Dios de las cosas que
son para nuestro bien”. No podemos pedir sin levantar el
corazón a Dios, y no podemos levantar el corazón a Dios
sin pedirle, al menos, que oiga nuestra oración. La oración
es una actividad espiritual de las potencias del alma, la inte-
ligencia y la voluntad, y del amor sincero, no es un simple
automatismo piadoso, ni un formalismo externo, o pura su-
perstición; cuanto más oremos, más capaces seremos de
vencer nuestras pasiones y de controlarnos a nosotros mis-
mos. La oración cristiana no es algo que el hombre ejecuta
ante un oyente lejano y silencioso, sino una actividad divina
que la gracia de Dios obra en nosotros con nuestra libre
disposición. Según san Pablo, es el Espíritu Santo el que
nos enseña a orar, y ora por nosotros: “Porque nosotros
no sabemos pedir lo que nos conviene, más el Espíritu San-
to aboga por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26).
La oración procede de la gracia que inunda nuestros cora-
zones cuando llegamos a ser templos de Dios, y se vale de
las virtudes teologales infusas, fe, esperanza y caridad, para
movernos hacia Dios. Por la oración, el hombre, desde lo
158
más profundo de sí mismo, se presenta ante el Señor, es
consciente de que Dios está dentro de él, y de que ora por
la inspiración del Espíritu Santo pues no podríamos pro-
nunciar el nombre de Jesús en amor y verdad, si él no nos
inspirara (1Co 12,3). Las tres personas de la Trinidad actú-
an en nosotros, se hacen presentes en nuestro interior
cuando nos volvemos hacia Dios por medio de su gracia. Si
amamos a Dios es porque él nos amó primero (1Jn 4,10),
y cuando recibimos ese amor, es porque estamos dando un
primer paso en el camino a la santidad.
Oramos tal como somos y nos hacemos como somos
por la forma de dirigirnos a Dios. Quien nunca ora es el
que ha huido de sí mismo, porque ha huido de Dios. La
oración la inspira Dios en el fondo de nuestra insignifican-
cia: es el movimiento de confianza, gratitud, adoración,
arrepentimiento que nos pone ante Dios, viéndole a él y
viéndonos a nosotros mismos a la luz de su verdad infinita;
es el impulso que nos mueve a pedirle misericordia, fortale-
za espiritual y la ayuda material que necesitamos. Quien no
pide nunca a Dios, no sabe quién es Dios y quién es el
hombre, porque no sabe cuánto necesita a Dios. La ora-
ción verdadera confiesa la absoluta dependencia humana
del Señor de la vida y de la muerte, es un contacto vital y
profundo con aquel a quien conocemos, no sólo como Se-
ñor, sino como Padre. Cuando oramos verdaderamente es
cuando realmente “somos”, y alcanzamos nuestra más alta
perfección. Cuando dejamos de orar volvemos a caer en la
nada, estamos dormidos o muertos, puesto que la razón
principal de nuestra existencia es el amor y el conocimiento
de Dios.
Aunque hay diversas formas de oración, la verdadera
es la que conduce la mente y el corazón hacia Dios. Cuan-
do lo amamos y gustamos en su infinita misericordia, es
cuando conocemos que somos hijos de Dios. En la oración
159
podemos recibir un gran consuelo que puede pasar a temor
en momentos de angustia cuando somos conscientes de la
imperfección y presunción de nuestro amor a Dios. Es un
momento de conversión; el hombre que con paciencia
puede enfrentarse a esta sequedad y abandono, y sólo pide
hacer la voluntad de Dios, es el que penetra en la oración
más pura: la contemplación. Según la parábola del sembra-
dor son muchos los hombres que sienten el impulso de la
oración pero lo rechazan. Fracasan porque no tienen idea
de lo que se trata, están sumergidos en una ignorancia casi
total de las cosas de Dios. Muchas de las semillas de Dios
las arrebatan los pájaros: el perjuicio, la superstición, la fal-
sedad y el pecado. Otros son como rocas, y aunque estén
deseosos de recibir la verdad de Dios, oyen bonitos sermo-
nes y leen libros espirituales de moda, pero no permiten
que la semilla eche raíces. Otros son buenos y llevan una
vida religiosa, pero no se toman la molestia de hacer rendir
sus talentos sobrenaturales, no cultivan sus almas que termi-
nan llenas de maleza en las que la palabra de Dios se ahoga
por los placeres, negocios y ansiedades de este mundo.
Nuestro trabajo debe ser guardar limpias nuestras almas
para poder responder a la gracia de Dios, y para esto nues-
tra vida de oración tiene que ser también una vida de sacri-
ficio, si no sería un simple formalismo que caería en la ruti-
na, y el amor en la indiferencia. La oración es una actividad
espiritual que ocupa las facultades más elevadas de nuestra
alma, y debe ser un acto de amor sincero. Cuando rezamos
bien ejercitamos nuestra inteligencia y trabajamos con la
voluntad, y cuanto más oremos más fortalecemos estas fa-
cultades. Como el cuerpo y el alma forman una unidad, no
podremos elevar nuestra inteligencia y voluntad a Dios, sin
consagrarle nuestro cuerpo, el trabajo de nuestras manos y
todas aquellas cosas y personas con las que trabajamos. Así
santificamos todas las cosas y entonamos un himno de ala-
160
banza a su Creador. Además, la oración cristiana tiene que
ser una expresión plena de la necesidad religiosa del alma
humana. El hombre es un ser individual y al tiempo un
miembro del Cuerpo Místico de Cristo. Tan importante es
la oración privada como la oración pública en la Liturgia y
en los cultos propios de cada cultura 2.
161
bre en íntima comunión con Dios, en la muerte y resurrec-
ción de Cristo, tiene que hacer resurgir su verdadero yo, su
yo íntimo, con la muerte de su yo exterior por medio de la
fe y del amor a Dios. Es volver a saborear la vida eterna,
es conocer al Dios verdadero y a su enviado, Jesucristo
(Jn 17,3).
Para esto Cristo tiene que ser Dios, si no nuestra unión
con él sólo sería una ilusión: “Si Cristo no resucitó vana es
nuestra fe” (1Co 15,14). El nuevo Adán es el que ha de-
vuelto a la naturaleza humana su condición espiritual y ha
hecho que sea posible nuestra divinización. Fue fundamen-
tal que san Atanasio defendiera la divinidad de Cristo frente
a los arrianos; sólo por la resurrección y la ascensión del
Señor, el hombre ha recuperado su condición espiritual y
es posible nuestra divinización. Atanasio utilizaba la fórmula
de Ireneo: “Dios se convirtió en hombre para que el hom-
bre pudiera convertirse en Dios”. Si el Hijo del Hombre se
hizo Dios, fue para transformar al hombre en Dios, a fin de
que Dios pudiera revelarse en el hombre y todos pudiéra-
mos convertirnos en hijos de Dios en Cristo.
La teología cristiana de la contemplación se basa en la
unidad de las dos naturalezas de Cristo, divina y humana;
unidad que a su vez presupone la unidad del ser humano.
Desde la encarnación, Dios y el hombre se han hecho inse-
parables en la persona de Jesucristo. Esto no significa que
el orden sobrenatural no se haya impuesto sobre la natura-
leza creada desde el exterior, sino que la propia naturaleza
se ha transformado y sobrenaturalizado. Ya no hay división
alguna entre la naturaleza y la sobrenaturaleza en la perso-
na que vive y actúa por la gracia de Cristo, que habita en
ella. Según Máximo el Confesor: “Dios desea en todo mo-
mento convertirse en hombre en aquellos que se lo mere-
cen”. La naturaleza humana se ha sobrenaturalizado, y esto
para los Padres griegos significa que Cristo ha tomado po-
162
sesión de nuestras almas y nuestros cuerpos y nos ha divini-
zado. Una vida divina que está oculta y latente en nuestro
interior hasta que la desarrollemos por medio del ascetismo
y una vida de caridad, hasta llegar a un nivel más alto de
contemplación, a una profunda participación en la vida de
Cristo, participación espiritual en la unión entre el hombre
y Dios, que es la unión hipostática. Sólo si nos vaciamos de
nuestras pasiones exteriores y egoístas como autoafirma-
ción, codicia, concupiscencia, podremos ser hijos de Dios
en Cristo, y tener el Espíritu de Cristo. Entonces recupera-
remos nuestro yo verdadero y nos convertiremos en el
“hombre nuevo”.
En Cristo la naturaleza humana asumida pertenece a la
persona del Verbo de Dios, por lo que todo cuanto Cristo
tiene de humano es divino. Sus pensamientos y acciones,
su misma existencia, sus obras, son las de una persona divi-
na, y a su vez, Cristo por su naturaleza humana es un hom-
bre idéntico a nosotros, que piensa, siente y actúa según
nuestra propia naturaleza, aunque a un nivel de conciencia
y del ser totalmente trascendente y divino. Su conciencia y
su ser constituyen la conciencia y el ser del propio Dios. No
existe ninguna escisión entre las naturalezas divina y huma-
na en Cristo, entre la humanidad y la divinidad de Cristo,
un ser histórico en la tierra, dos naturalezas que sin confun-
dirse son “una”. Igual que nuestro cuerpo y nuestra alma
son una unidad en nosotros, nuestra salvación no consiste
en rechazar el cuerpo para liberar el alma del domino del
poder material. En Cristo, su vida, su ser, sus acciones, son
tan importantes como los pensamientos y las acciones de
su alma. Cuando Cristo descendía por las calles de Galilea,
el hombre que caminaba por ellas era Dios.
En el discurso de Nuestro Señor en la última cena, su
testamento espiritual, estableció los fundamentos de la teo-
logía mística y de la perfección cristiana. Prometió a sus
163
discípulos el mayor de todos los dones, el Espíritu Santo
que es infinito, amor increado, Dios mismo que procede de
Dios Padre y del Hijo, a los que une por el lazo de la cari-
dad infinita que es la propia naturaleza de ambos, su natu-
raleza hipostática que es donación del uno al otro. Jesús
cuando estaba a punto de morir, saca con insistencia el
tema de su presencia física y material; iba a abandonar a
sus discípulos para vivir en ellos de una forma mística y es-
piritual por medio de su Espíritu Santo. Cristo no iba a es-
tar entre sus miembros como un simple recuerdo, modelo,
o buen ejemplo, tampoco iba a guiarlos y a controlarlos
desde la lejanía. En Cristo el espacio infinito entre Dios y el
hombre se salva por la encarnación, y en nosotros, a través
de la presencia invisible del Espíritu Santo. Cristo está pre-
sente entre nosotros, más presente que si lo estuviéramos
viendo con nuestros ojos, puesto que nos hemos convertido
en “otros Cristos”.
Este conocimiento y amor infundidos dentro de nues-
tros corazones por el Dios del amor que se nos manifies-
ta, es esencialmente la misma felicidad, el goce bienaven-
turado en el cielo: “Ésta es la vida eterna, que te
conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesu-
cristo” (Jn 17,3). Este conocimiento íntimo de la Santísi-
ma Trinidad y de Jesús, el Verbo encarnado, abre infinitas
profundidades de alegría y de paz al alma cristiana con-
templativa, pues: “Esto os he dicho para que participéis
en mi gozo y vuestro gozo sea completo” (15,11); “la paz
os dejo, la paz os doy; una paz que el mundo no puede
dar” (14,27). La alegría del contemplativo se consuma en
la unión perfecta: “Yo les he dado a ellos la gloria que tú
me diste a fin de que sean uno, como nosotros somos
uno. Yo en ellos y tú en mí para que sean perfectamente
uno” (17,22-23). Jesús y el Padre son uno, Jesús es el
Hijo de Dios; por esta confesión le quitaron la vida. El Pa-
164
dre y Jesús son una sola cosa, y Jesús hace las mismas
obras de su Padre (10,30.37-38).
La contemplación es el conocimiento consciente y expe-
riencial de la misión del Hijo en el Espíritu, una recepción
del Verbo que no sólo es vida sino luz. Dice Jesús: “Yo soy
la luz del mundo. El que me siga no caminará en tinieblas,
tendrá la luz de la vida... si me conocierais a mí conoceríais
a mi Padre...” (Jn 8, 12.19); “¿tanto tiempo estoy con vos-
otros y no me habéis conocido?...el que me ha visto a mí,
ha visto a mi Padre... Yo soy el camino, la verdad y la vida.
Nadie puede llegar hasta el Padre si no es por mí... ¿no
creéis que estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras
que yo os digo no son mías. Es el Padre, que vive en mí, el
que está realizando su obra” (14, 9.6-7.10) 3.
165
das las potencias del alma de su centro más profundo para
reposar sólo en Dios; es reunir todo lo que somos, tene-
mos, podemos sufrir, hacer y ser, y abandonarlo todo en
Dios para hacer su santa voluntad. Y después esperar la
paz en el vacío y en el olvido de las cosas.
Los hombres y mujeres por el pecado original somos
egoístas y egocéntricos; incluso cuando queremos agradar a
Dios, tendemos a satisfacer nuestra ambición, que es enemi-
ga de Dios, y a mantener en nosotros viva la ilusión que se
opone a la realidad de que Dios vive dentro de nosotros.
Hasta el deseo de contemplación puede ser impuro si olvi-
damos que la verdadera contemplación significa la destruc-
ción de nuestro egoísmo; supone la pobreza y la limpieza de
corazón, y aunque nuestra voluntad esté justificada, si nues-
tra mente no pertenece a Dios tampoco le pertenecemos
nosotros; si nuestro amor no se eleva hasta él, sino que se
dispersa en su creación, significa que hemos reducido su
vida en nosotros en una formalidad que le impide que ejerza
en nosotros una influencia vital. Quien no esté despojado,
desnudo y tenga alma de pobre, tenderá a hacer las cosas
por su propio bien y no por la gloria de Dios. Será virtuoso
no porque ame la voluntad de Dios, sino porque admira sus
propias virtudes; las frustraciones del día le provocarán
amargura e impaciencia y le harán ver su mediocridad e in-
significancia. Incluso los que han hecho profesión de piedad
compiten entre sí, como Santiago y Juan competían para
sentarse a la derecha o a la izquierda del Señor en el Reino.
Thomas Merton escribe en su diario el pensamiento que
tuvo después de la misa solemne de la fiesta de Santiago 4:
166
por la gracia, y no está conformado con la voluntad divina.
Nuestro deseo de Dios debe provenir de Dios, y ser guiado
por su santa voluntad para que signifique algo en el orden
sobrenatural”.
167
que a pesar de su indignidad, ya lo han encontrado. Él los
ha encontrado primero y no los dejará marchar. Dios no
puede quedar encerrado en el recinto de nuestras ideas, lo
conocemos mejor cuando nuestro entendimiento le ha de-
jado marchar. Tampoco el contemplativo puede retener a
Dios en los estrechos límites de su corazón, pues el Señor
se escapa y lo deja en su prisión, en su destierro. Sin em-
bargo, quien deja al Señor su libertad, adora al Señor en su
libertad, y recibe la libertad de los hijos de Dios; amará
como Dios y será arrebatado como cautivo de la libertad in-
visible del Señor. Un Dios que permaneciera inmóvil dentro
del campo de nuestra visión, a duras penas sería un destello
del verdadero Dios siempre transeúnte.
Escribe Thomas Merton 5:
5 HNI, 213.
168
nunca podríamos merecer. Dice el Señor: “¿No puedo ha-
cer con lo mío lo que quiero?”(Mt 20,15). La característica
suprema de su amor es la libertad infinita, y aunque está li-
bre de toda necesidad, su amor sale a buscar al necesitado,
no para darle un poco, sino para dárselo todo. Dios desea
colmar nuestras necesidades librándonos de todas nues-
tras posesiones, para darse a sí mismo a cambio de ellas.
Si queremos pertenecer a su amor debemos permanecer
vacíos de todo, no para tener necesidades, sino porque
los haberes del mundo nos hacen necesitados. Los hijos
de Dios son humildes, perfectos, dóciles y solitarios. La li-
bertad del don de Dios que es la vida, exige la respuesta
de nuestra libertad: un acto de obediencia escondido en el
secreto de nuestro yo interior. Encontramos al Señor
cuando encontramos su don de vida en lo más profundo
de nosotros y nuestras raíces más profundas toman con-
ciencia de que viven en él. Si consentimos en depender
de su don y de su libertad, tendremos una auténtica vida
interior.
Los actos buenos de la vida suponen el consentimiento a
las indicaciones de la misericordia de Dios, a los movimien-
tos de su gracia. Entonces podemos llegar a la perfección,
al amor que no busca otra cosa que responder con bondad
a la Bondad, con amor al Amor. Amor semejante soporta
todo y es igualmente feliz en la acción que en la inacción,
en la existencia o en la disolución. Tenemos que obedecer
con nuestro existir, pues de esta obediencia fundamental,
que es un don y de una adecuada correspondencia a este
don, es de donde brotan todos los demás actos de obedien-
cia. La fecundidad plena de la vida espiritual comienza con
el agradecimiento por la vida, por el agradecimiento de es-
tar en Cristo 6.
169
Thomas Merton escribe 7:
¿Qué es la contemplación?
7 HNI, 216.
170
de nuestra realidad contingente recibida como un don gra-
tuito de su amor. La contemplación es también la respuesta
a una llamada de aquel que no tiene voz, y sin embargo ha-
bla en todo lo que existe, y en las profundidades de nuestro
propio ser. Es el don de Dios que, en su misericordia, com-
pleta la escondida y misteriosa obra de la creación en nos-
otros, iluminando nuestra mente y nuestro corazón. Nues-
tra vida natural queda completada, transformada, elevada y
consumada en Cristo por obra del Espíritu Santo, que nos
lleva a decir: “Ya no vivo yo, es Cristo el que vive en mí”
(Gal 2,20).
La experiencia contemplativa no se puede enseñar; hay
que experimentarla. Cuanto más se intenta analizar más se
la vacía de su contenido real, pues está más allá del alcance
de las palabras y de los razonamientos. Describir reacciones
y sentimientos es situar la contemplación en la conciencia
superficial, allí donde la reflexión puede observarla, y don-
de no se encuentra. La contemplación no es una función del
yo exterior. Nuestro yo externo y superficial no es eterno ni
espiritual, y no puede estar unido a Cristo. La contempla-
ción es precisamente la conciencia de que ese yo, no es
nuestro yo verdadero que no puede hablar de sí mismo
pues su verdadera naturaleza es estar oculto, ser anónimo y
no identificado en la sociedad. La contemplación no llega a
la realidad por un proceso de deducción, es un despertar
intuitivo en el que nuestra realidad libre y personal se hace
consciente de su profundidad existencial abierta al misterio
de Dios.
La contemplación no es devoción ni tendencia a encon-
trar paz y satisfacción en los ritos litúrgicos, que son un
gran bien y una preparación necesaria para la experiencia
contemplativa, pero no pueden constituir por sí mismos
esa experiencia, tampoco tiene nada que ver con el tempe-
ramento de la persona. No es trance, ni éxtasis, ni audición
171
súbita de palabras inexpresables, ni visión de luces, ni el
fuego y la dulzura de las emociones que acompañan a la
exaltación religiosa, ni el sentimiento de ser arrebatado e
introducido en la liberación por el frenesí místico. Normal-
mente estas experiencias proceden de las emociones del in-
consciente somático no del yo profundo, aunque puedan
acompañar a una experiencia religiosa profunda y auténti-
ca. No es don de profecía, ni capacidad de escrutar los se-
cretos de los corazones humanos, aunque puedan acompa-
ñarla sin ser lo esencial. Tampoco es la experiencia de ser
arrebatado por el entusiasmo colectivo en nombre de la na-
ción, la raza, un partido, una secta. Estas falsas místicas
son peligrosas porque seducen y pretenden satisfacer a
quienes ya no sienten ninguna necesidad espiritual profun-
da o verdadera, constituyen el opio del pueblo pues ador-
mecen las conciencias de sus necesidades más profundas y
personales.
La contemplación no es una evasión de los conflictos, la
angustia o la duda; por el contrario, la experiencia contem-
plativa despierta una angustia trágica que abre en lo pro-
fundo del corazón muchas preguntas, examina y cuestiona
la falsa fe cotidiana, que es la fe humana, y la aceptación
pasiva de opiniones convencionales, que es la norma de
nuestra vida. La auténtica contemplación es incompatible
con la complacencia y con la aceptación autosuficiente de
opiniones interesadas. El contemplativo sufre la angustia de
comprender que “ya no sabe qué es Dios”, porque Dios no
es una cosa, un qué. Precisamente una de las característi-
cas de la contemplación es que en ella nos encontramos
con un “quién”, Dios, el tú ante el que nuestro yo más ínti-
mo despierta a la conciencia. En la contemplación, las no-
ciones abstractas de la esencia divina no desempeñan nin-
gún papel importante, porque son reemplazadas por la
intuición concreta basada en el amor de Dios, de Dios per-
172
sona como objeto de amor. Dios es el “Yo Soy” ante el que
con nuestra voz más personal e inalienable, respondemos:
“yo soy”.
La palabra “contemplación” es demasiado vaga para dar
idea de la fuerza espiritual de la experiencia de Dios. Ha-
bría que reforzar la palabra, y para ello nada mejor que re-
cordar el intenso temblor experimentado por Moisés en el
monte Horeb, cuando Dios le habló desde la zarza que ar-
día y le avisó de que estaba pisando tierra santa. La con-
templación cristiana implica un cierto pavor sagrado, un
bendito sobrecogimiento difícil de expresar.
La contemplación es la obra del Espíritu Santo que ac-
túa en nuestras almas, a través de los dones de sabiduría y
entendimiento, para aumentar y perfeccionar nuestro amor
por Dios. Estos dones que se nos conceden en el bautismo,
deben ser aumentados por la gracia libre de Dios, aunque
la Providencia divina considera conveniente que unas per-
sonas desarrollen estos dones más que otras, quizás en fun-
ción de su deseo de recibirlos, y por su colaboración con la
gracia. El Espíritu Santo no se manifiesta a quienes no de-
sean conocerlo, y no puede haber deseo de Dios sin un mí-
nimo conocimiento de él. La contemplación supone amar a
todos los seres como a nosotros mismos, descansar en hu-
mildad y en paz, tener una voluntad dispuesta a recogerse
sobre sí misma y a llevar las potencias del alma a reposar
sólo en Dios.
La contemplación es un poderoso medio de santifica-
ción; es la obra del amor y no hay nada más efectivo para
aumentar nuestro amor a Dios. La contemplación infusa
está íntimamente unida al amor más puro y más perfecto a
Dios, y a un conocimiento profundo de él a través de esa
unión de amor. Es un conocimiento de Dios, que los que
no han recibido este don, sólo tendrán cuando lleguen al
cielo. Todos podemos pedir este don por medio de la ora-
173
ción, a condición de que dejemos nuestro deseo de las co-
sas para llegar al único bien en quien está nuestra alegría, y
en quien recobramos todo a lo que habíamos renunciado.
El don de la contemplación no es para los que están distan-
ciados de Dios, ni para los que limitan su vida interior a
unos rutinarios ejercicios de piedad y de cultos realizados
por obligación. Su corazón no pertenece a Dios, no están
interesados en él, están llenos de ambiciones, problemas,
comodidades, placeres, intereses mundanos, ansiedades y
temores.
Una de las paradojas de la vida mística es que no po-
demos entrar en nuestro centro más profundo y llegar
hasta Dios, si no somos capaces de salir completamente
de nosotros mismos, de vaciarnos y de darnos a otras
personas, con la pureza de un amor desinteresado. No
podemos encontrar a Dios si nos replegamos sobre nos-
otros mismos y nos aislamos de todas las realidades exter-
nas, encerrándonos en nuestra propia mente. Ésta sería
una de las peores ilusiones, aunque afortunadamente, los
que lo han intentado no lo han conseguido. Sólo posee-
mos a Dios cuando él invade nuestras facultades con su
luz y su fuego infinito, tomando posesión de nosotros.
Cuanto más nos identificamos con Cristo más lo hacemos
con los que se identifican con él, entonces su Espíritu será
nuestra única vida, nos amaremos unos a otros y amare-
mos a Dios con el mismo amor con el que él nos ama. Un
amor que es Dios mismo.
Cristo oró para que todos los hombres fuéramos uno
con él, como él era uno con su Padre, en el Espíritu Santo,
y cuando nos convertimos en lo que realmente estamos
destinados a ser, descubrimos que nos amamos los unos a
los otros, que vivimos en Cristo y Cristo en nosotros, que
todos somos uno en Cristo, y que él es el que ama en nos-
otros. La perfección de la vida contemplativa se consigue
174
cuando un mar de amor se extiende a través del único
Cuerpo de todos los elegidos; si no la contemplación es in-
completa. Cuantos más son los que están unidos en la con-
templación, mayor es la alegría de todos hasta llegar a gus-
tar la gloria de Dios, a compartir su don infinito
reconociendo a Dios en los otros, conociendo que él es
nuestra vida y que todos somos uno en él. El contemplativo
no se aísla del mundo sino que se libera de su yo externo y
egoísta por la humildad y la pureza de corazón. Cuanto
más solos estamos con Dios, más unidos estamos unos con
otros, en la actividad, el trabajo, la comunicación; cuanto
más solos, más juntos estamos.
Para alcanzar esta perfección de amor, que es la con-
templación de Dios en su gloria, es necesario que permita-
mos que su amor nos consuma enteramente y nos una a él.
Dios, que es un fuego que consume, nos purifica de nues-
tras individualidades egoístas para fundirnos en la totalidad
de la perfecta unidad, pero mientras no se produzca esta
purificación permaneceremos separados o incluso opuestos
unos a otros, lo que ha ocurrido a lo largo de la historia, in-
cluso entre los santos y religiosos. Cristo ha sufrido esta
desmembración. Su cuerpo físico fue crucificado por Pila-
tos y los fariseos, y su cuerpo místico ha sido descuartizado
por la agonía de la desunión que alimenta y vegeta en
nuestras almas, inclinadas al egoísmo y al pecado.
La avaricia y la codicia han engendrado incesantes divi-
siones que han desencadenado las guerras. Sólo en la
unión con nuestros hermanos en Cristo, descubrimos a
Dios. Lo conocemos porque su vida empieza a penetrar en
nuestras almas, su amor posee nuestras facultades, y descu-
brimos quién es él por la experiencia de su misericordia que
nos libera de la prisión de nuestro egoísmo. La verdadera
huida del mundo no puede ser por la evasión de los conflic-
tos, la angustia o el sufrimiento, la verdadera huida tiene
175
que ser de la desunión y la separación, hacia la paz y la
unidad en el amor con los otros seres humanos. Si escapa-
mos del mundo limitándonos a dejar la ciudad para ocultar-
nos en la soledad, lo único que hacemos es llevar la ciudad
con nosotros; sin embargo, podemos estar fuera del mundo
aun permaneciendo en él, si dejamos que Dios nos libere
del egoísmo y vivamos sólo para el amor. La auténtica hui-
da del mundo tiene que ser la huida del egoísmo.
Cada momento de nuestra vida siembra en nosotros se-
millas de perfección y contemplación, que son la voluntad
de Dios. Estas semillas tienen que madurar para dar fruto, y
para esto tiene que haber un diálogo ininterrumpido de
amor con Dios. Muchas de estas semillas perecen y se pier-
den, porque no estamos preparados para recibirlas; las se-
millas sólo pueden brotar en la tierra buena de la libertad,
la espontaneidad y el amor. Estas semillas son nuestra pro-
pia identidad, realidad, felicidad y santidad, mientras que no
aceptar la voluntad de Dios es rechazar nuestra plenitud y
nuestra existencia.
Nuestra naturaleza es buena en sí, aunque tendemos a
mantener en nosotros viva la ilusión que se opone a la rea-
lidad de que Dios vive dentro de nosotros. Incluso cuando
queremos agradar a Dios, tendemos a satisfacer nuestra
ambición que es la enemiga de Dios. Sólo podremos llegar
a la unión con Dios si nos vaciamos de todo apego exterior,
si nos alejamos de la ilusión, el placer, los deseos munda-
nos, la gloria que sólo es ostentación humana. Hay que
mantener la mente libre de confusión a fin de que nuestra
libertad pueda estar a disposición de su voluntad, guardar
silencio en el corazón para escuchar la voluntad de Dios y
cultivar la libertad intelectual para recibir el secreto contac-
to de Dios y de su amor 8.
176
Oración mental y contemplación activa
177
mide por las brillantes ideas que concebimos, ni por las
grandes resoluciones que tomamos, ni por los sentimientos
o emociones que experimentan nuestros sentidos externos.
Estamos meditando bien cuando empezamos a compren-
der, en cierta medida, a Dios, aunque esto no es suficiente,
porque cuanto más se acerca uno a Dios, menos importa
entenderle a él, o a cualquier cosa relacionada con él. Pue-
de que la meditación sólo nos lleve a comprender nuestra
impotencia para conocer a Dios, y que lleguemos a pensar
que la meditación es inútil. Sin embargo cuanto más impo-
tentes nos sentimos, tanto más deseamos ver y conocer a
Dios. La tensión entre nuestros deseos y nuestro fracaso
nos produce un doloroso anhelo de Dios, que al parecer,
nada puede satisfacer. Este desconcierto, oscuridad y an-
gustia causados por nuestros deseos impotentes prueban el
éxito de nuestra meditación; para seguir adelante es nece-
sario una fe profunda, sinceridad en la oración y humildad.
La oración mental trata de poner en contacto nuestra
alma con el Dios vivo, y si sólo produjera imágenes, ideas y
afectos que pudiéramos comprender, sentir y apreciar, no
habría realizado su tarea. Sólo cuando se supera el nivel del
conocimiento y de la imaginación es cuando nos acerca-
mos a Dios, y cuando nos introducimos en la tiniebla, en la
que como no podemos pensar en él, nos vemos obligados
a ir hacia él desde la fe, la esperanza y el amor ciegos. Es
entonces cuando hay que luchar para no abandonar la ora-
ción mental, hay que volver a ella cada día, a pesar de la di-
ficultad, la sequedad y el dolor que podamos sentir. Final-
mente será la gracia de Dios la que realizará el proceso. Y
puede ser que lleve al alma a una simple oración afectiva,
en la que la voluntad con pocas palabras, o con ninguna,
penetre en la tiniebla donde Dios está escondido, con de-
seo sobrenatural y confiado de conocerlo y de amarlo; o
puede ocurrir, que conscientes por la fe de que Dios está
178
presente, nos abandonemos con una sencilla mirada con-
templativa que mantiene nuestra atención puesta en Dios,
que está en cualquier lugar de esa densa nube.
La oración mental es por naturaleza algo personal e in-
dividual; es Cristo el que ora en nosotros. Los deseos y las
penas de nuestro corazón se elevan hacia el Padre celestial
como los deseos y penas de su Hijo, gracias al Espíritu San-
to que nos enseña a rezar, clamando al Padre en nosotros,
“pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como
conviene; más el Espíritu intercede por nosotros con gemi-
dos inefables” (Rm 8,26-27). El objetivo de la oración es
despertar al Espíritu Santo que mora en nosotros y armoni-
zar nuestros corazones con su voz, de forma que dejemos
al Espíritu hablar y orar en nuestro interior, y seamos lo
más conscientes posible de su oración dentro de nuestros
corazones. Esto supone la dificultad de mantener una aten-
ción constante en la sinceridad de nuestro corazón. Nunca
debemos llevar a la oración mental nada que no sintamos o
deseemos sinceramente sentir.
Muchas veces nuestra oración se vuelve fría e indiferente
porque llegamos con unas aspiraciones que no sentimos o
no son verdad en ese momento de oración. La sinceridad
pide que hagamos lo que podamos para salir de la rutina y,
si no nos apetece rezar, será más honesto reconocerlo ante
Dios, que asegurarle que tenemos un gran fervor. Si admiti-
mos la verdad empezaremos la oración en un estado de hu-
mildad, reconoceremos nuestra necesidad de esforzarnos, y
quizás seamos premiados con la gracia de la compunción,
el reconocimiento de nuestra indigencia y frialdad, así
como de nuestra necesidad de Dios. Para un hombre sin
compunción, la oración es un trámite frío que le centra en
sí mismo, mientras que para quien tiene este sentimiento,
la oración le pone cara a cara con Dios en una relación
“yo-tú” que no es imaginaria sino real, espiritual y personal.
179
El fundamento de esta realidad es nuestro sentimiento de
necesidad de Dios, unido a la fe en su amor por nosotros.
Thomas Merton llama la atención sobre el problema de
las distracciones, y nos dice que aprendemos verdadera-
mente a orar y a amar, en el momento en el que la oración
se vuelve imposible y nuestro corazón se hace de piedra.
Considera que si nunca hemos tenido distracciones es que
no sabemos orar. El secreto de la oración es el hambre y la
visión de Dios, que es un sentimiento mucho más profundo
que el lenguaje o el afecto. Quien está perseguido por mul-
titud de pensamientos e imágenes, está obligado a orar en
la profundidad de su corazón, mejor que el que tiene su
mente llena de conceptos claros, propósitos brillantes y ac-
tos de amor fáciles. Por eso es inútil atormentarse por las
distracciones, que a menudo son inevitables en la vida de
oración. Y no es una buena salida usar un libro para orar,
pues la oración puede degenerar en una simple lectura es-
piritual perdiéndose gran cantidad de su fruto, o incluso
arruinando la meditación. Es mucho más provechoso resis-
tir pacientemente las distracciones y aprender algo de nues-
tra impotencia e incapacidad. La única función de la men-
te, la memoria y la imaginación, en la meditación, es poner
nuestra voluntad en presencia de Dios; pero si alguien ya
está acostumbrado a meditar, de la manera más espontá-
nea, su voluntad se dedicará a su labor de amar a Dios en
la oscuridad y el silencio, mientras que la memoria, la men-
te y la imaginación no tendrán tarea real. Entonces la apa-
rición de imágenes, aunque puedan muy bien perturbarnos,
y sean las distracciones más temidas por los santos, son las
más inofensivas; si el que medita es sabio, sólo tiene que
seguir atento a Dios y rechazarlas.
Las distracciones que realmente hacen daño a la oración
y apartan nuestra voluntad de su profunda y pacífica ocu-
pación con Dios, son aquellas que dirigen a la voluntad a la
180
elaboración de los proyectos que nos han preocupado du-
rante todo el día; para los que están llevando una dura car-
ga, es difícil liberarse de esas cosas en el momento de la
oración. Entonces nuestra meditación degenera en una se-
sión mental sobre nuestros problemas de distinta naturale-
za. Por eso no conviene entregarse a un trabajo muy acti-
vo, que no permite despejar la mente de todas las cosas
materiales, si no se hace nada por disminuir la presión del
trabajo antes de la oración.
La esencia de la oración es la voluntad de orar; lo úni-
co que importa es el deseo de encontrar a Dios y de amar-
lo. Si hemos deseado conocerlo y amarlo, ya hemos hecho
lo que se esperaba de nosotros. Es mucho mejor desear a
Dios, sin ser capaces de pensar claramente en él, que tener
maravillosos pensamientos sobre él, si nuestra voluntad no
tiene el deseo de unirse a él. En cualquier caso y cuales-
quiera que sean nuestras distracciones, debemos esforzar-
nos por orar pacientemente, incluso sin palabras, para cen-
trar nuestro corazón en Dios, que se hace presente en
nosotros a pesar de lo que pueda pasar por nuestra mente.
Su presencia no depende de lo que pensemos sobre él,
pues si Dios no estuviera en nosotros no podríamos existir.
Este recuerdo de su presencia, debe ser el ancla más segura
en la tempestad de distracciones y tentaciones de las que
debemos ser purificados.
A través de la meditación se puede llegar a una forma de
contemplación activa cuando con la ayuda de la gracia y
con sus razonamientos, nos acercamos a Dios con amor.
Todos los medios de la vida interior: lecturas, meditación,
oración mental, se ponen en marcha para comprender y
amar a Dios; despiertan y preparan la inteligencia y vuelven
el corazón a Dios. Esta contemplación nos hace obedientes
y humildes para buscar a Dios con la voluntad, nos hace
atentos a Dios y a sus deseos, nos ayuda a pensar en él en
181
vez de en el mundo, a agradarle más que a gozar de lo mun-
dano, a confiar y a abandonamos en él. Esta contemplación
es esencial para la vida cristiana, pues en ella el cristiano
aprende a dirigir su vida bajo la mirada de Dios. La miseria
por sí sola no puede ser el camino hacia la unión contem-
plativa, se necesita un cierto grado de seguridad económica
para proporcionar un mínimo de estabilidad sin el cual es di-
fícil llevar una vida de oración, aunque el contemplativo de-
biera compartir algunas de las privaciones de los pobres.
Sin embargo, la mayoría de los cristianos no llegarán a
ser puramente contemplativos aquí en la tierra, sin que esto
signifique que aquellos cuya vocación sea esencialmente ac-
tiva estén excluidos de todas las gracias de una profunda
vida interior. Hay muchos cristianos que sirven a Dios con
una gran pureza de corazón en una vida sacrificada y acti-
va. Su vocación no les permite encontrar el silencio, la so-
ledad y el sosiego necesarios para quedarse a solas con
Dios. Están muy ocupados sirviendo a los hombres y sus
temperamentos tampoco se prestan a una vida contempla-
tiva, aunque saben cómo encontrar a Dios en cada momen-
to. Viven y trabajan en su compañía, saben que Dios está
dentro de ellos y sin darse cuenta, su humilde oración es
tan profunda y tan interior que les lleva a los umbrales de la
contemplación. Están mucho más cerca de Dios de lo que
pudieran imaginar, por su abandono a la voluntad de Dios
en todo lo que hacen y sufren 9. Thomas Merton ora al Pa-
dre diciendo 10:
los escritos de TM: Spiritual Direction and Meditation 1960 y What is Contem-
plation? 1948, trad. M. L. Lezcano, MC, 48-49.82-84; NSC, 224-234.258;
Senda, 76-83.98-99.101-103; EI, 92-94.
10 DS, 39.
182
presencia. Me entrego a ti para amar tan sólo tu voluntad
y tu gloria.
Ya sé que si tú quieres que renuncie a mi manera de de-
searte, es únicamente para que pueda poseerte de veras y
llegar a la unión contigo.
En adelante, intentaré con tu gracia, no empeñarme en
ser “un contemplativo”, en adquirir por mí mismo esa per-
fección.
En cambio, te buscaré sólo a ti, no en la contemplación ni
en la perfección, sino sólo a ti. Puede que entonces sea ca-
paz de hacer las sencillas cosas que tú quieres que haga, y
que las haga como es debido, con intención pura y perfec-
ta, en el silencio, la oscuridad y la paz más absoluta, escon-
dido incluso de mi propio yo y libre de mi deletérea estima”.
183
En la contemplación infusa no siempre todo es felicidad,
comprensión, alegría, consolación. A veces la paz está es-
condida bajo el dolor, la oscuridad o la aridez. La presencia
de Dios siempre trae al alma paz y fortaleza, pero cuando
hemos sido reducidos a la conciencia extrema de nuestra
impotencia. En la experiencia se encuentra un especial
consuelo en la convicción de que el alma se está dejando
guiar por el amor de Dios, y al mismo tiempo se siente una
inmensa sensación de impotencia, que produce una espe-
cial angustia. En estos momentos sólo la fe, la obediencia y
la paciencia serán las guías para avanzar en el silencio.
Hemos sido creados para la contemplación por la que
conocemos y amamos a Dios tal como es, percibido en una
profunda experiencia que supera todo conocimiento natu-
ral. Aunque todos seremos contemplativos en el cielo, mu-
chos también están destinados a entrar en esta vida sobre-
natural ya en la tierra. La simplicidad y obviedad de la luz
infusa que la contemplación derrama en el alma, la despier-
ta a un nuevo nivel de conciencia, en un ámbito en el que
nunca hubiera podido sospechar, y que sin embargo le pa-
rece familiar. Las formas ordinarias de ver y conocer están
llenas de ceguera, fatiga e incertidumbre, comparadas con
la pura y pacífica comprensión del amor, en la que el con-
templativo puede ver la verdad siendo absorbido por ella.
La certeza natural más profunda no es más que un sueño,
comparada con la contemplación que es un despertar. El
alma se eleva de la tierra como Jacob se despertó de su
sueño y exclama: “Verdaderamente Dios está en este lugar
y yo no lo sabía”.
Aún cuando esta luz sobrepasa absolutamente nuestra
naturaleza, parece normal ver como se ve, poseer la clari-
dad en las tinieblas, tener una certeza absoluta sin la menor
muestra de evidencia lógica, estar llenos de una experiencia
que trasciende la experiencia y permite entrar con serena
184
confianza en profundidades que nos dejan totalmente mu-
dos. Dios toca al hombre y su contacto que es vacío, lo va-
cía. Lo mueve con una simplicidad que lo simplifica. La
mente flota en la compresión de una realidad, que es oscu-
ra y serena, y que lo incluye todo. Ya no se desea nada
más. No falta nada más. La única pena, si es que la pena
es posible, es la conciencia de que todavía se vive fuera de
Dios. El instinto sobrenatural enseña que el abismo de liber-
tad que se ha abierto en el interior del hombre, lo saca fue-
ra de su personalidad y lo introduce en la inmensidad de la
libertad y la alegría. Es la misma persona pero empezando
a existir, lo de antes ya no cuenta, ahora está sumergida
en su pobreza y es libre para entrar y salir del infinito. No
hay nada que pueda penetrar esta paz; sólo la humildad
puede dar la delicadeza y cautela instintivas que impidan
buscar los placeres y satisfacciones que se puedan com-
prender y gustar en esa oscuridad. Si se pide algo para
uno mismo, se mancha y desperdicia el don profundo que
Dios quiere comunicar en el silencio y el reposo de nues-
tras facultades.
No hay nada que se pueda hacer, sólo disponerse a reci-
bir este don reposando en el corazón de la pobreza y res-
ponder a los dones de Dios con acción de gracias, felicidad
y alegría. Lo que alaba a Dios es el vacío ante el abismo de
su realidad, el silencio del hombre en la presencia de su si-
lencio, y su alegría en el seno de la oscuridad serena, don-
de su luz lo absorbe. Es una experiencia que responde bien
a las palabras: “Bienaventurados los limpios de corazón
porque ellos verán a Dios”. Cuando se vuelve a caer en la
confusión, queda una cicatriz en el corazón que quema y
recuerda que hemos vuelto a ser lo que todavía “no so-
mos”, y no nos está permitido permanecer allí donde Dios
desearía que estuviéramos. Éste es el don de entendimien-
to: salimos de nosotros mismos para entrar en el gozo del
185
vacío, donde sólo existe la verdad de Dios, sin límites, sin
mancha, es la verdadera luz que brilla en todos. Es la luz de
Cristo que está en medio de nosotros y que no conocemos.
Thomas Merton escribe 11:
186
fuego del amor de Dios lleva a cabo un despiadado ataque
contra el narcisismo del alma, apegada a los consuelos hu-
manos.
La contemplación infusa, tarde o temprano, provoca
una auténtica y terrible revolución interior. La dulzura de la
oración desaparece, es imposible realizar la meditación, o
incluso se convierte en odiosa, las funciones litúrgicas pare-
cen una carga insoportable, la mente no puede pensar, y la
voluntad se hace incapaz de amar, la vida interior se llena
de oscuridad, sequedad y dolor, y el alma llega a pensar,
que por sus muchas infidelidades, su vida espiritual ha llega-
do a su fin. Es un momento decisivo en la vida de oración,
en el que muchas de las personas llamadas a la contempla-
ción, se retiran, como lo hicieron los discípulos de Jesús
ante su dura doctrina (Jn 6,61-67). Cristo ha iluminado los
corazones con un rayo de luz, pero cegados con la intensi-
dad, esta luz se convierte en un rayo de oscuridad. El alma
se rebela, quiere ver, saber adónde va y confiar en su pro-
pia inteligencia y voluntad, en sus propios juicios y decisio-
nes; quiere ser su propia guía. El alma, en estas condicio-
nes, no es capaz de percibir las cosas del Espíritu de Dios.
Cristo nos ha dado su cruz que es un escándalo, y el alma
no puede ir más allá, huye de las cosas interiores y se su-
merge en el trabajo o en las prácticas piadosas externas.
“La luz brilló en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibie-
ron” (Jn 1,5).
Pero en la contemplación infusa siempre hay un ele-
mento positivo. Bajo el sufrimiento, en la oscuridad, en el
dolor, se encuentran señales de que Dios está en medio.
La sequedad es una purificación que pertenece al orden
de la oración infusa; si el alma busca a Dios en la aridez,
la oscuridad y el contratiempo, si se deja guiar por las ins-
piraciones concretas que Dios le envía en cada momento,
aunque las distracciones puedan importunarle, y si en-
187
cuentra en ello una gran serenidad, es señal de que está
ante la oración infusa. Aunque la señal más segura es la
poderosa, misteriosa y simple atracción, que sujeta al
alma prisionera en la tiniebla y la oscuridad, de forma que
aunque esté llena de aflicción y derrota, no quiere huir de
esta aridez.
Todos los bienes creados la dejan insatisfecha y tiene la
convicción de que la alegría, la paz y la plenitud son algo
que solamente pueden encontrarse en esa noche solitaria
de aridez y de fe. Algunas veces esta atracción es tan pode-
rosa que destruye todos los sufrimientos del alma y anula su
dolor y su impotencia; el alma llega a estar totalmente ab-
sorbida en ese deseo de paz inexplicable, que sabe que
puede encontrar en esa soledad y oscuridad. El alma, sin
saberlo, se deja guiar a través de esa noche oscura de la fe
por la fuerza de un amor oscuro que ella todavía no ha lle-
gado a comprender. Es entonces cuando empieza el resur-
gir, cuando consciente de que en esa oscuridad ha encon-
trado al Dios vivo, el alma se turba ante la idea de que Dios
está allí, y de que su amor la rodea y absorbe por todas
partes, no hay ninguna realidad importante fuera de Dios,
el amor infinito, lo demás no importa y aunque la oscuridad
permanece tan oscura como siempre, parece más resplan-
deciente que el día más luminoso. El alma ha entrado en un
mundo nuevo, rico en experiencias que trascienden el nivel
del conocimiento humano y de todo amor natural.
A partir de aquí su vida ha quedado transformada. Pue-
de que los sufrimientos externos, y las dificultades y traba-
jos se multipliquen, pero su vida interior ha llegado a ser
algo muy simple. Consiste en un único pensamiento: amor,
sólo Dios. En todas las cosas, los ojos del alma están fijos
en él, pues él lo es todo. Esta visión incluye en sí misma
toda petición y adoración en un sacrificio continuado ofre-
cido a Dios en reparación incesante. Es un amor puro que
188
Dios infunde en el alma unificando y elevando todas sus
potencias a él, separando cada vez más sus apetencias y
afectos de este mundo y de las cosas perecederas. Sin dar-
se cuenta, el alma hace grandes progresos y se enriquece
con muchas virtudes cristianas, aunque no sea consciente
de ello, pues sólo tiene los ojos puestos en Dios. Entonces
empieza la madurez de la vida espiritual, lo que llamamos la
vía iluminativa, en la que el alma se aproxima hacia la
completa unión con Dios, donde se encuentra la santidad y
la verdadera perfección cristiana.
Una de las paradojas del camino iluminativo es que el
despertar y la iluminación del hombre interior va unido al
oscurecimiento y la ceguera del hombre exterior. A medida
que nuestra conciencia espiritual se va despertando, nues-
tra conciencia exterior y mundana se va aturdiendo y obsta-
culizando. Y cuando la conciencia espiritual interior empie-
za a despertar, es necesario apagar las luces discursivas y
racionales a las que estamos acostumbrados en la medita-
ción, aunque no hay que esforzarse mucho pues es una la-
bor realizada por Dios, pero el contemplativo tiene que co-
laborar con él y no esforzarse en seguir sus hábitos de
oración, que le han llevado a su estado de contemplación
pasiva.
En este camino iluminativo existe otra gran paradoja:
cuando empieza la vida mística, se tiene la sensación de que
la vida espiritual ha llegado a su fin, que se está retrocedien-
do en el camino, hay una firme sensación de forcejeo y
oposición. Es la batalla de Jacob con el ángel (Gn 32,24-
29), la del hombre exterior con el hombre interior. En reali-
dad es una batalla con Dios; nuestro yo interior es el agente
de la semejanza de Dios en nuestra alma, y la batalla es en-
tre nuestra fuerza almacenada en el yo exterior, y la fuerza
de Dios, que es la vida y la realidad del yo interior. Este po-
der es superior a nuestra propia fuerza, es el poder del
189
amor, que brota secretamente del interior del mismo adver-
sario, el poder de Dios que nos hace fuertes, y no le deja-
mos marchar hasta que nos haya bendecido, como Jacob
con el ángel, hasta que seamos merecedores de un nuevo
nombre, como Jacob fue llamado Israel, “el que ve a Dios”.
Este nombre nuevo es el que nos hace contemplativos, es
un nuevo ser y una nueva forma de experimentar. Sin em-
bargo no sabemos el nombre de nuestro adversario, ya que,
incluso, desconocemos nuestro yo interior, como también
desconocemos a Dios. El gozo del contemplativo se consu-
ma en la perfecta unión 12. Thomas Merton recuerda 13:
190
EPÍLOGO
191
levantes. Habló de convergencia y unidad religiosa, y dijo
que el nivel más profundo de la comunicación es la comu-
nión, ese nivel donde no hay palabras, pues está más allá de
ellas, aunque esto no significa descubrir una nueva unidad,
porque ya todos somos uno y debemos ser lo que somos.
Subrayaba la importancia de una comunicación seria entre
contemplativos de diferentes tradiciones, disciplinas y religio-
nes, lo que podría contribuir al desarrollo del hombre en un
momento crucial de la historia de crisis y de elecciones funda-
mentales. Consideraba que existía el peligro de perder una he-
rencia espiritual acumulada por cientos de generaciones de
santos y contemplativos, y que era importante que este ele-
mento de libertad trascendente, se conservara intacto para lle-
gar a una plena madurez del hombre universal. Era consciente
de estar dando testimonio de una conciencia universal nueva,
que podría ser de libertad y visión trascendente, o de una enor-
me niebla de trivialidades mecanizadas y de clichés éticos, lo
que supone una gran diferencia, que merecería la atención de
todas las religiones y de las filosofías humanistas no religiosas.
Le solicitaron que hiciera la oración de clausura, y pues-
to en pie pidió que todos se levantaran y unieran sus ma-
nos. Les hizo ver que estaban tratando de crear un nuevo
lenguaje de oración, y que este lenguaje tenía que brotar de
algo que trascendiera todas las tradiciones, a través de la
mediación del amor; las cosas que están en la superficie
son nada, lo que está en lo profundo es lo real pues somos
criaturas del amor. Les pidió que trataran de concentrarse
en el amor que había en ellos, y estaba entre todos. Reco-
noció que no sabía exactamente qué decir, y que iba a guar-
dar un momento de silencio, luego dijo:
192
Ayúdanos a mantener esta apertura, y a luchar por ella
con todo corazón. Ayúdanos a comprender que no puede
haber entendimiento mutuo si hay rechazo.
Señor, aceptándonos unos a otros de todo corazón, plena-
mente, totalmente, te aceptamos a ti y te damos gracias,
te adoramos y te amamos con todo nuestro ser, porque
nuestro ser es tu ser, nuestro espíritu está enraizado en tu
Espíritu.
Llénanos, pues, de amor y únenos en el amor, conforme
seguimos nuestros propios caminos, unidos en este único
Espíritu que te hace presente en el mundo, y que te hace
testigo de la suprema realidad que es el amor.
El amor ha vencido, el amor es victorioso. Amén” 2.
2 DA, 281.
3 DA, 65-66, 24 de octubre 1968, 267-269.278-279; DA, 132-133, 8 de
noviembre, 1968.
193
En Sri Lanka visitó Polonnaruwa, una antigua ciudad de-
rruida, lugar de peregrinación conocido por sus colosales esta-
tuas de Buda esculpidas en piedras enormes, donde la más im-
presionante es la figura yacente del Buda dormido. Y escribe 4:
194
preparaba para descansar un rato antes de seguir las sesio-
nes. Las últimas entradas en su diario son de los días 7 y 8
de diciembre en los que cuenta sus planes de viaje.
Creo que este último párrafo es un buen compendio de
su vida y de su oración 6:
6 DS, 127.
195
COLECCIÓN “ESPIRITUALIDAD”
libros publicados
COLECCIÓN “ICONO”
libros publicados