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China demasiado tarde

Me advirtieron de que China estaba a punto de desaparecer. Así que


decidí viajar hacia allí en cuanto tuviera ocasión. Me la dieron a finales de
agosto del año 2000, año del dragón. Tres años después de Deng, gobernante
que dijo “Gato negro, gato blanco, lo importante es que cace ratones”.
Veinticuatro años después de Mao.

Veinticuatro años después de Mao, China todavía se presentaba como un


país comunista. La televisión lo recordaba cada noche, transmitiendo un serial
sobre la Larga Marcha. En chino, con subtítulos en chino. Estuviese donde
estuviese, en Beijing, en Xi’an, en Shanghai, siempre me quedaba la certeza
de que, al volver al hotel, él estaría allí, en el televisor, esperándome. El Gran
Timonel.

Su retrato seguía dominando la plaza de Tian’An Men. Notable lugar en


que se me ocurrió preguntar por la transición china al capitalismo. “No es
capitalismo. Es con carácter chino”, me dijo el guía. “¿Capitalismo con
carácter chino?”, pregunté. “No, no es capitalismo”, insistió el guía.

Junto a otros colegas, yo había sido invitado a hablar sobre el nuevo


teatro español y a conocer el nuevo teatro chino. Para ello, en cada ciudad que
visitamos se nos organizó un coloquio con la Asociación de Dramaturgos de la
provincia. Estos coloquios fueron más teatrales que todo el nuevo teatro que
vi en China.

El coloquio tenía lugar ante una gran mesa rectangular. Los chinos se
sentaban a un lado; nosotros, enfrente. Costaba recordar que estábamos allí
para hablar de teatro y no para negociar un tratado. Cuando les dirigíamos una
pregunta, los chinos miraban al más viejo, que señalaba quién de ellos debía
contestar.

El traductor se sentaba entre ellos y nosotros, en la cabecera de la mesa.


El traductor sufría.

El traductor sufría por tener que traducir la ignorancia recíproca. Los


españoles sólo éramos capaces de citar la ópera de Beijing. Los chinos
recordaban una única pieza española, “El pozo de la cabra”, que mencionaron
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en todos los coloquios. Acabamos descubriendo que “El pozo de la cabra” era
“Fuenteovejuna”, obra que consideraban muy conveniente para el pueblo.

El traductor sufría cuando preguntábamos el significado de “conveniente


para el pueblo”. Sufría más si preguntábamos por la censura. A esta pregunta,
la respuesta era unánime: no había censura en China, sino vigilancia a fin de
evitar obras inconvenientes. “¿Inconvenientes para qué?”, preguntábamos.
“Inconvenientes para el pueblo”, contestaban.

En un café de Beijing, a una hora en que la Asociación de Dramaturgos


nos liberaba de su exquisita hospitalidad, conocimos a artistas responsables de
obras inconvenientes para el pueblo. Estas gentes nos describieron las
condiciones en que hacían teatro, al margen de los circuitos oficiales.
Dedicaban lo mejor de su energía a juntar dinero para alquilar un local en que
exhibir sus espectáculos. Los más afortunados recibían ayuda del extranjero,
pero incluso éstos tenían que conformarse con mostrar su trabajo durante una,
dos, tres funciones. Hasta que la policía decretaba la suspensión por tratarse de
una obra inconveniente para el pueblo.

Obras convenientes para el pueblo: aquellas que exaltaban el esfuerzo


solidario y las que advertían de los peligros del mercado.

Una obra conveniente para el pueblo estaba siendo preparada por la


Compañía Central de Teatro Experimental, dependiente del Estado. La
compañía nos invitó a asistir a un ensayo de la pieza. En ella, la infinita
generosidad de la protagonista era recompensada por el amor de la comunidad
de inválidos con que vivía.

También resultaba conveniente para el pueblo la obra “Amanecer”, de


Cao Yu, patriarca de los dramaturgos chinos contemporáneos. La pieza,
escrita en 1930, se escenificaba en el asimismo oficial Teatro del Pueblo de
Beijing. “Amanecer” era una denuncia de la corrupta sociedad precomunista.
Pero su público del año 2000 parecía recibirla como advertencia contra una
futura China entregada al capital. Una China poblada de banqueros crueles y
desdichadas prostitutas. Por lo demás, casi todo en la puesta en escena de
“Amanecer” me recordaba al peor teatro de Occidente.

Nuestros colegas de la Asociación de Dramaturgos consideraban


“Amanecer” como un modelo a seguir.

“¿Y la ópera?”, preguntábamos. “¿No hay un teatro contemporáneo que


se alimente de la tradición de la ópera china?”.
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Según nuestros colegas, la ópera sólo interesaba a viejos y turistas.

Yo nunca había visto ópera china. Mi primer contacto con ella fue un
ensayo en Beijing, sin vestuario ni música. Era el director quien, con sus
palmadas, marcaba el ritmo a los actores. El ritmo era el nervio mismo del
espectáculo. En cuyo centro estaban el cuerpo del actor y una voz que era una
extensión viva de ese cuerpo.

Al finalizar el ensayo tuve ocasión de hablar con el protagonista. Estaba


ante mí, pero parecía hablarme desde otro tiempo. De algún modo, ante él me
encontraba ante muchos. Su padre había sido actor de ópera, y su abuelo, y su
bisabuelo, y todos ellos habían interpretado los mismos personajes que él, y
del mismo modo. Le pregunté si, en algún sentido, las óperas eran visitadas
desde un punto de vista contemporáneo, tal como se hace en España con las
obras del Siglo de Oro. Respondió que no: las óperas se montaban una y otra
vez tal y como se había hecho siempre. Sólo cuando viajaban fuera de China
eran recortadas en sus zonas menos atractivas para el público extranjero.

Más tarde asistí a representaciones de ópera con música, vestuario y


público en Beijing y en Xi’an.

Guardo en mi memoria, como un tesoro que no debo dejarme arrebatar,


la escena del reencuentro de un hombre y una mujer. Él giraba lentamente en
torno a ella pidiéndole perdón por una falta. No sé si el monólogo duró un
minuto o una hora. Ella nunca lo miró, pero jamás dejó de escucharlo. Al
final, la mujer entregó su perdón al enamorado. ¿O todavía no lo ha hecho y él
sigue girando alrededor de su silencio, hasta que ella le devuelva una mirada?

Recuerdo también la imagen de una mujer proclamando su inocencia


ante un tribunal, presentando su inocencia en el leve movimiento de sus
manos.

Recuerdo un combate entre un hombre y su enemigo. Parecían un


hombre y su otro, pero finalmente eran un hombre y él mismo.

Agradecí haber ido a China para estar allí. Supe que aquella experiencia
no iba a dejar intacta mi vida de hombre de teatro.

A primera vista, las situaciones, las relaciones, los personajes, parecían


dibujados a trazo grueso. Sin embargo, el dibujo resultante era de una
profunda complejidad. Pero se trataba de una complejidad distinta que la hoy
hegemónica en Occidente, que, ceñida al psicologicismo, suele basarse en la
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exposición minuciosa de las zonas -conscientes e inconscientes- en que se


fragmenta el sujeto. Aquí, la escena era compleja más bien en el sentido en
que lo es el mundo de los niños. Compleja como lo son los sueños.

Lo que había en escena no era tanto sujetos como fuerzas. De ahí que el
personaje fuese, ante todo, su gesto. El actor sostenía menos una biografía que
un afecto. Un único afecto. Lo que no era reducción, sino superación. Lo
particular, al concentrarse en su núcleo, se hacía universal. El amante era
todos los que aman. La mujer inocente, todos los inocentes.

La máscara no duplicaba el gesto, lo tensionaba. Entre el gesto del actor


y su máscara, en ese no lugar aparecía el personaje: una fuerza en un cuerpo.

Por eso el espacio era más un campo de fuerzas que un lugar donde se
movían los cuerpos. Así como el actor entero estaba en un solo gesto, todo el
espacio estaba en primer plano. Es decir, en el espectador.

A ello contribuía poderosamente la música, factor principal en la


construcción del espacio. No era ni ilustrativa ni comentadora. Su función no
era la de instruir al espectador sobre cómo valorar o qué sentir ante una
situación. De algún modo, la música era el motor secreto de la obra, y sus
ejecutantes, una suerte de coro protagonista: una fuerza mayor que envolvía
las fuerzas particulares.

Envuelto también yo por aquella música, pensé que el futuro del teatro
chino estaba en su pasado. Pensé que la ópera era una tradición magnífica
desde la que podía emerger un magnífico teatro futuro, el más conveniente
para el pueblo. Pero el nuevo teatro no parecía mirarla con orgullo. La ópera
resultaba lenta para los nuevos chinos, seducidos por la velocidad y el vértigo.
Repetitiva, para tiempos dominados por lo nuevo y lo efímero. Los autores,
los directores, los actores chinos no miraban hacia ella, sino hacia nosotros.
Nos miraban como su horizonte. Nos preguntaban cómo nos ganábamos la
vida.

Una noche, en un bar, escuché a unos borrachos cantando a grito pelado


algo que me sonó a ópera. De pronto, nuestro guía se sumó al coro de
borrachos. Luego me explicó que, durante la Revolución Cultural, algunas
óperas habían sido actualizadas con temática comunista y difundidas mil veces
por radio y televisión. Lo que estaban haciendo esos borrachos era reírse de
aquel momento de su vida, en que hombres y libros fueron quemados en
nombre de la recta cultura.
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El decimoséptimo mandamiento de los guardias rojos de Beijing,


guardianes de la Gran Revolución Cultural Proletaria, rezaba así: “Es preciso
renunciar a los perfumes, joyas, cosméticos, vestidos y calzados no
proletarios”. En agosto del año 2000, año del dragón, algunos de aquellos
antiguos guardianes de la ortodoxia se movían por Shangai en limusinas
negras. “Gato negro, gato blanco, lo importante es que cace ratones”.
Caminando por Shangai, me dije: “Te sientes en Nueva York, en Las Vegas o
en Disneylandia, pero no olvides que esto no es capitalismo. Es con carácter
chino”. Empecé a tararear una melodía de la ópera de Xi’am. Un niño me miró
como si me hubiese vuelto loco.

Me advirtieron de que China estaba a punto de desaparecer. Por eso viajé


hacia allí en cuanto tuve ocasión. Demasiado tarde.

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