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El coloquio tenía lugar ante una gran mesa rectangular. Los chinos se
sentaban a un lado; nosotros, enfrente. Costaba recordar que estábamos allí
para hablar de teatro y no para negociar un tratado. Cuando les dirigíamos una
pregunta, los chinos miraban al más viejo, que señalaba quién de ellos debía
contestar.
en todos los coloquios. Acabamos descubriendo que “El pozo de la cabra” era
“Fuenteovejuna”, obra que consideraban muy conveniente para el pueblo.
Yo nunca había visto ópera china. Mi primer contacto con ella fue un
ensayo en Beijing, sin vestuario ni música. Era el director quien, con sus
palmadas, marcaba el ritmo a los actores. El ritmo era el nervio mismo del
espectáculo. En cuyo centro estaban el cuerpo del actor y una voz que era una
extensión viva de ese cuerpo.
Agradecí haber ido a China para estar allí. Supe que aquella experiencia
no iba a dejar intacta mi vida de hombre de teatro.
Lo que había en escena no era tanto sujetos como fuerzas. De ahí que el
personaje fuese, ante todo, su gesto. El actor sostenía menos una biografía que
un afecto. Un único afecto. Lo que no era reducción, sino superación. Lo
particular, al concentrarse en su núcleo, se hacía universal. El amante era
todos los que aman. La mujer inocente, todos los inocentes.
Por eso el espacio era más un campo de fuerzas que un lugar donde se
movían los cuerpos. Así como el actor entero estaba en un solo gesto, todo el
espacio estaba en primer plano. Es decir, en el espectador.
Envuelto también yo por aquella música, pensé que el futuro del teatro
chino estaba en su pasado. Pensé que la ópera era una tradición magnífica
desde la que podía emerger un magnífico teatro futuro, el más conveniente
para el pueblo. Pero el nuevo teatro no parecía mirarla con orgullo. La ópera
resultaba lenta para los nuevos chinos, seducidos por la velocidad y el vértigo.
Repetitiva, para tiempos dominados por lo nuevo y lo efímero. Los autores,
los directores, los actores chinos no miraban hacia ella, sino hacia nosotros.
Nos miraban como su horizonte. Nos preguntaban cómo nos ganábamos la
vida.