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El "Tratado del Hombre" forma parte de la consideración de Dios como creador. Por
consiguiente, estudia al hombre en cuanto obra de Dios, formalmente, en cuanto creatura.
Por razones lógicas, el tratado del hombre sigue al tratado de los ángeles o creaturas
espirituales, y al de los seres materiales, en tanto que el hombre, compuesto de espíritu y
materia, participa de la naturaleza de ambos tipos de seres (q.75 Introd.); y además por una
razón derivada del relato bíblico de la creación, ya que el hombre es la última obra que Dios
realiza en la creación.
El sentido teológico del tratado motiva su ordenamiento y sus temas. En primer lugar, se
estudia la "naturaleza del hombre", que responde a la idea creadora que Dios se formó de
aquel. Luego se estudia lo relativo al "origen y modo de la creación del hombre".
Con respecto a la naturaleza del hombre, Santo Tomás estudia todo lo concerniente
al alma. Se la considera, primero, en cuanto a su esencia; segundo, en cuanto a su virtud o
fuerza operativa, es decir, como sujeto de facultades o potencias; y tercero, se consideran sus
respectivas operaciones. El cuerpo lo estudia sólo en cuanto que dice relación al alma (cf.
q.75 Introd.).
El ordenamiento del estudio sobre el alma del hombre invierte lo que en filosofía debe
ser el proceso normal para el estudio del hombre. Nuestro conocimiento natural parte siempre
de lo sensible, no conoce directamente las esencias de los seres, tampoco la propia esencia del
alma. Así, el examen filosófico del alma comienza con la consideración de los objetos a que
tienden sus operaciones y que determinan la naturaleza de éstas. Por las operaciones
conocemos las facultades (potencias) operativas que las realizan, y a través de éstas últimas
alcanzamos la esencia misma del alma en que se sustentan (objetos-operaciones-facultades-
alma).
Pero en teología, el análisis de las creaturas se hará acomodando nuestra reflexión a ese
conocimiento que Dios tiene de las cosas: partiendo de lo que en ellas es principio, causa y
acto de ser, a sus implicaciones y consecuencias. En concreto, al estudiar al hombre, la
teología tratará primero lo que toca al alma, luego, lo que se refiere a las potencias o
facultades, y por último, lo concerniente a las operaciones del alma.
Hay en esta parte del tratado de la STh una ausencia notable: en el desarrollo de las
operaciones de las potencias superiores del alma no se consideran las correspondientes al
apetito racional o voluntad y a su actividad libre (tampoco analiza los actos del apetito
sensitivo); Santo Tomás sólo se ocupa de la operación intelectiva. Esto se debe a que los actos
apetitivos (de la sensibilidad como de la voluntad o apetito superior) son objeto de estudio
para un moralista. Por eso se reserva el estudio de estos actos para cuando trate acerca de los
principios de la actividad ética (cf. I q.84 Introd.).
La consideración del origen primero del hombre es parte constitutiva del tratado y
hacia ella se ordena, de algún modo, el estudio anterior sobre la naturaleza del hombre.
Porque, en virtud de su naturaleza racional, el hombre es "imagen de Dios" y sujeto receptor
de la gracia sobrenatural. Tal naturaleza responde a la idea ejemplar que Dios tiene del
hombre, que acompaña y preside el acto creador y se refleja en la obra creada. Se trata
explícitamente sobre la condición en que el hombre fue creado, con su bondad intrínseca
tanto en sus aspectos de naturaleza como de gracia original.
Por tanto, se estudia, primero, el mismo proceso formativo del hombre, luego, el fin a que
se ordena el hombre, con los temas fundamentales de la imagen de Dios en el hombre y del
estado de justicia original y luego el modo de transmitirse la especie y la situación de su
descendencia si el primer hombre y la primera mujer no hubiesen perdido la condición
original en que fueron creados. Por último se trata sobre el paraíso, el lugar destinado para la
vida terrena del hombre.
Santo Tomás no continúa, aquí, con el estudio del "pecado original", porque lo reserva
para la parte moral de la STh. El pecado original, como todo pecado, no puede referirse a la
causalidad divina, sino a un defección en la actuación del hombre libre.
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c. Las facultades apetitivas (q.80-83).
- en general (q.80).
- del apetito sensitivo (q.81).
- del apetito racional o voluntad (q.82).
- del libre albedrío (q.83).
3. Del modo y orden de la intelección (q.84-89).
a. De cómo conoce las cosas materialmente (q.84-86).
b. De cómo el alma humana se conoce a sí misma (q.87).
c. De cómo conoce las realidades que le son superiores (q.88).
d. Del conocimiento de parte del alma separada del cuerpo (q.89).
En la Sagrada Escritura hay dos relatos de la creación del hombre que, teniendo
1
1Gn.1,27-31 y 2,4b-8.15-16
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relación a Dios. La creación del hombre es efecto de una peculiar acción divina que termina
en el hombre entero, no en una de sus partes o dimensiones. Esta afirmación antropológica no
es exclusiva del Génesis, sino que se repite a lo largo de toda la Escritura (cf. Jb.10,8-12;
Sl.139,13-15; 2Mac.7,22-23; Sb.15,11); no se limita a la humanidad original o al primer
hombre, la Biblia la extiende a todos y cada uno de los seres humanos.
d) El hombre aparece en los dos relatos como realidad unitaria. Frente a las
antropológicas dualistas, cuyo ideal consiste en dividir al hombre para liberarlo del peso de la
materia, esta visión es integradora de las múltiples dimensiones de lo humano en la unidad de
su ser. En tal ser se reconoce, por un lado, el carácter mundano, terreno, y por otro, la índole
subjetiva, personal, capaz de libertad y responsabilidad. En lugar de una estructura dualista
del tipo alma-cuerpo, espíritu-materia, lo que aquí se muestra es una estructura dialógica del
tipo "yo-tu".
e) En ninguno de los dos relatos se pretende dar un informe científico del origen del
hombre. El compilador responsable de la yuxtaposición no dudo en ofrecernos ambos
relatos, pese a las discrepancias, que en lo tocante al modo, se registran entre ellos, sin hacer
el menor intento de matizarlas. El judío piadoso buscaba, en su lectura, algo mas que una
descripción literal del cómo y el cuándo de la creación del hombre.
f) Tampoco los relatos pretenden dar una respuesta ontológica, sobre la esencia del
hombre, un discurso sobre el "quid", del ser "en sí". La misma ecuación hombre-imagen
de Dios no es sino una descripción funcional, lo que se nos ofrece es una reflexión sobre el
"ser para". Lo que más se aproxima a un planteo ontológico es algo modesto: 1. el hombre es
unidad; 2. el hombre, creatura de Dios, es un ser contingente; 3. el hombre es un ser
relacional. Lo que si se da al hombre es una supremacía axiológica. Y este tiene que ser el
punto de partida para una antropología cristiana.
g) Sorprende el escaso y tardío eco que los dos textos del Gn. suscitaron en el resto del
AT. El texto más significativo es el de Sir.17,1-14. Su interés radica en que nos da una idea
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de como leía el judaísmo del siglo II a.C. los relatos sacerdotal y yavista. Un dato a tener en
cuenta es el v. 8, donde Dios "presta" su propia mirada al hombre para que este "vea" la
creación con los ojos de aquel, y así perciba en ella "la grandeza de su gloria". El v. 12
recupera la conexión creación-alianza, pues el hombre ha sido creado para la relación
amistosa con Dios en el horizonte de un pacto salvífico universal. En todo el texto entiende
por "hombre" a toda la humanidad.
Que el hombre sea creación de Dios es, tanto lógica como cronológicamente, la primera
afirmación de la antropología bíblica. Esta afirmación acerca del origen del hombre cobró
candente actualidad con la tesis darwinianas sobre el origen de las especies, y más
concretamente de la humana, a través de un proceso evolutivo que abarca toda la biosfera.
En 1859 y 1871 aparecen las dos obras más importantes de Charles Darwin. El impacto
de las mismas fue inmenso. Realmente la revolución darwiniana era mucho más traumática
que la revolución copernicana; la dimensión tiempo afecta al hombre más directamente que la
dimensión espacio.
La controversia sigue en este rumbo con alguna intervención eclesiástica oficial que habla
de una "peculiar creación del hombre". Pero habrá que esperar hasta la segunda década del
siglo XX para ver los primeros síntomas de una flexibilización en la oposición a toda forma
de evolucionismo. Se destacan Dordolot, Messenger y será decisiva la influencia de los
escritos de Teilhlard de Chardin.
b) La tesis evolucionista es inaplicable al origen del alma; en cuanto ésta, la fe católica obliga
a afirmar que es creación inmediata de Dios.
La encíclica, en verdad, no responde a la cuestión del origen del hombre, sino al origen
del alma y al origen del cuerpo. Esta respuesta no satisface a nadie; la fe sostiene que el
hombre (no el alma) es creación de Dios; el saber profano estima que el hombre, no el
cuerpo, es hijo de sus padres o efecto de la evolución (de la hominización). La interpretación
de Pío XII no resulta fácil de integrar con el dogma mariológico de la maternidad divina de
María. Si fuese madre del cuerpo de Jesús, sería difícil que se la reconociese como Madre de
Dios. En la solución papal existe un cierto dualismo antropológico . 1
1Al menos a nivel de la terminología utilizada, por lo tanto no resuelve la cuestión planteada que sustituye por otras
cuestiones: del origen de hombre se pasa al origen de dos partes del hombre.
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Un planteamiento correcto de la cuestión debe partir de uno de los datos básicos de la
antropología bíblico-teológica: el hombre es una unidad sustancial de espíritu y materia,
ambos principios siendo esencialmente diversos, están intrínseca y mutuamente
referidos. Lo que se diga de cualquiera de ellos dos, se dice de la unidad sustancial por ellos
constituida. Cuerpo y alma no existen por si mismos, sino que existen en y por el
hombre.
Fue Rahner quien profundizó en este planteamiento, y elaboraró una respuesta a esta
cuestión, la cual ha tenido una gran adhesión. Según Rahner, preguntarse por el origen del
hombre es preguntarse sobre el modo de actuar de Dios en el mundo. La cuestión es
cómo concebir la creación en el ámbito de una cosmovisión evolutiva. El mundo se desarrolla
a través de una cadena de causas intramundanas; Dios no es un eslabón de esa cadena. El
obrar de Dios no es detectable fenomenológicamente, ni puede serlo. Sin embargo, Dios ac-
túa en el mundo, no como parte de él, ni como eslabón intercalado en la cadena de las
causas creadas, sino como fundamento real y trascendental del proceso evolutivo
mundano, siempre mediante las causas segundas sin sustituirlas, sin interrumpirlas, sin
romper la cadena desde la raíz del ser creado.
Cuando queremos aplicar esta teoría general del obrar creador de Dios en el mundo a la
cuestión del origen del hombre, hay que tener en cuenta que el mismo Rahner advierte que,
cuando se plantea la cuestión del origen, el caso del "hombre número 1" y el "hombre número
N" no difieren metafísicamente, tanto que no valga la misma explicación para ambos. de ahí
que en su propuesta no se distinga entre hominización y generación. Por lo tanto Dios y los
padres (o los prehomínidos) son causa del hombre. Dios crea al hombre entero, y los pa-
dres lo son del hombre entero. Ninguna de las dos causalidades anula a la otra. Son dos
causalidades distintas: a) la causalidad trascendental de Dios la llamamos creación; b) a
la causalidad categorial de la creatura la llamamos generación u hominización.
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creación, surgir como producción desde la nada . 1
La afirmación de Pío XII es válida si por alma se entiende que alma no es una parte del
2
hombre, física y adecuadamente distinta de otra, sino el coprincipio espiritual en el que radica
el núcleo del ser personal humano.
Que el alma es creada inmediatamente por Dios significa, entonces, que el hombre
"uno", en cuanto persona, procede enteramente de un acto creador, el único que puede
poner en la existencia una entidad absolutamente nueva y definitivamente válida en sí
misma.
Cabe aquí la palabra de Schillebeeckx: "... el espíritu humano constituye un caso especial.
Como espíritu, no se puede hacerlo derivar de una estructura intramundana; es un comienzo
absoluto; si no, no sería libre, sino más bien el resultado de un acontecimiento natural, lo que
excluye de suyo la libertad. El que Dios cree al hombre de una manera particular significa
sencillamente que crea un ser cuya espiritualidad no puede ser efecto de los antepasados o de
la naturaleza. No podemos escaparnos de esta manera humana de hablar de una infusión del
alma si queremos salvar la libertad humana. Pero sin olvidarse de que la humanidad del
cuerpo es algo de la misma alma, la autocomunicación del alma al cuerpo, de donde resulta
precisamente que el hombre es hombre" . 3
Según la definición dogmática de Trento sobre el pecado original arroja las siguientes
notas: se trata de una "muerte del alma" que afecta interiormente a todos los seres humanos,
es superable sólo en virtud de la gracia de Cristo y se remonta a una acción histórica
pecaminosa. Recordemos que el ordenamiento de los cánones del Concilio de Trento era:
justicia original, pecado originante y pecado originado. De éstos tres temas tomaremos, aquí,
el primero: el estado de justicia original, dejando para el punto 2.2.3. los otros dos.
Tanto la patrística como la teología, desde la escolástica hasta entrado este siglo gustó de
especular profundamente sobre el estado de justicia original.
1La emergencia del yo personal sería, así, "el modelo de lo que realmente entendemos por creación: el alumbramiento de una
realidad nueva e intrínsecamente irreductible". J. Marías, "Antropología Metafísica", Madrid 1970, p.38.
La teoría del paraíso tiene su origen en San Agustín, pero una ancha franja de la
Tradición la considera secundaria o la ignora, y el Magisterio no se ha definido, aunque ha
habido una pretendida canonización de la doctrina en los Concilios Trento, Vaticano I y II.
El Concilio de Trento menciona que el hombre había sido "constituido por Dios en
santidad y justicia"; la exégesis de este canon ha mostrado que el concilio no quiso definir
que "Adán" fuese creado con la posesión actual del don sobrenatural (por lo tanto bastaría con
una ordenación a ese don).
Así se entiende por que la teología describe el punto de partida de la historia, como estado
original de justicia; antes incluso de que el hombre actúe personalmente. El ser humano es
creado no para quedarse en una hipotética condición de naturaleza pura, sino para realizar su
apertura trascendental a Dios, más allá de su estructura ontológica. Previamente a su opción
libre, hay que contar con esta voluntad divina de autodonación, que no lo crea para decidir
después elevarlo a la comunión de su ser, sino que lo crea con la intención de subrayarlo.
La historia no comienza con el opción pecadora del hombre, sino con la voluntad
agraciante de Dios. Y el perfil concreto de ésto lo da el AT y se revela nítidamente en el NT.
Adán es "tipo" del futuro (Rm.5,14), figura del que había de venir. Es en Cristo donde Dios
La Encarnación tiene lugar, por tanto, no sólo para recuperar o sanear una situación
perdida o deteriorada, sino principalmente para cumplir lo oscuramente prometido en
la teología veterotestamentaria de los orígenes. Y así podemos precisar con mayor
justeza: el paraíso es el símbolo del Verbo encarnado, la imagen velada del mismo
Jesucristo en quien hemos sido elegidos "antes de la fundación del mundo" (Ef.1,4-5).
Por él y para él hemos sido creados. La creación es el primer esbozo de la Encarnación,
"misterio de divinización" . 1
La hipótesis de una gracia original que sería "gracia de Adán", y no de Cristo es algo
insostenible, pues concebiría la Encarnación como iniciativa terapéutica sobrevenida al hilo
de un desdichado accidente. De esta forma la teología del pecado acaba por enmascarar el
auténtico plan divino. Hay una única economía de salvación, no dos (ante lapsaria y
postlapsaria), y una única gracia, aquella por la que Dios ha querido desde siempre enriquecer
a la humanidad, recapitulada y divinizada en su Hijo.
B. ¿Dones preternaturales?
como problemático de explicar todo el mal que el hombre sufre. Para ello operó con una
exégesis maximalista e historizante de la SE (sobre todo de la perícopa yavista del paraíso y
la sentencia) y conectó sin mediaciones de ningún tipo los males físicos y estructurales al mal
moral (pecado), la situación religiosa del hombre frente a Dios a la situación concreta del
hombre frente a su propia condición creatural y frente al mundo y la historia.
1Tertuliano decía que: "cuando se modelaba el barro (en la creación) se pensaba en Cristo, el hombre futuro". De Carnis
Resurrectionis 6.
2Se entiende por tales aquellos dones que no superan la estructura ontológica de todas las naturalezas creadas, sino solo de
algunas. Por ejemplo, la inmortalidad angélica sería natural; no lo sería en el caso del hombre (mientras que un don
sobrenatural supera a cualquier creatura).
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del pecado original a título de pena o castigo del mismo. Este acoplamiento directo entre
realidades estructural y ontológicamente tan distintas se llegó hasta el punto de postular para
el hombre inocente los dones de la impasibilidad y la omnisciencia. Pero nunca se ha
producido un pronunciamiento de la fe eclesial autorizado sobre los mismos; no nos
detendremos en ésto.
El coeficiente penal de la muerte concreta, tal y como la experimenta hoy el ser humano,
¿debe emplazarse en el hecho físico biológico del deceso? Así lo entendieron San Agustín y
el Sínodo de Cartágo, de donde se deduciría que el don de la inmortalidad habría consistido
en la exención de la muerte física.
Pero la muerte humana es un fenómeno complejo: hay en ella una dimensión natural
inherente a la textura biológica del ser humano, que es religiosamente neutra; y hay además
una dimensión personal, el hombre es el único ser vivo que, amen de morir, se sabe mortal.
Esto conduce ineludiblemente a tomar una postura ante la muerte, a previvirla
anticipadamente. Aquí sí que no sólo cabe sino también es insoslayable, asignar al morir
humano un coeficiente religioso. Este acontecimiento es demasiado importante en la vida
humana para estar desprovisto de toda referencia al fin.
1El tener que morir podría ser "comprendido" por el hombre inocente como simple fenómeno biológico que no atenta a la
continuidad de su relación con Dios, sino que lo dispone para la consumación de dicha relación.
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de la comunión con Dios, el Viviente por antonomasia.
Así se consigue además, una mejor comprensión del carácter biógeno de la gracia; ésta es,
también ahora, portadora de vida, "... si uno come de este pan, vivirá para siempre" (Jn.6,51).
Se confirma así, la observación hecha más arriba: la situación-paraíso es símbolo de Cristo.
Dice de suyo exención de la concupiscencia. Pero tampoco aquí, resulta fácil la tarea de
fijar con precisión el sentido exacto del término clave.
El uso del término en teología se retrotrae a Rm.7,7s, donde San Pablo relaciona
estrechamente la "epithymía" y la "hamartía", en el marco de la experiencia de división
interior que aqueja al pecador. Así en línea mínima, la concupiscencia en sentido teológico
tiene que ver con la hipoteca con que el pecado grava la libertad humana, dificultando su
decisión por el bien e inclinado al mal. En este sentido el Concilio de Orange afirma que el
pecado "no ha dejado ilesa la libertad" (DZ 371 DB 174), la escolástica relaciona la concupis-
cencia con el pecado original y, en fin, Trento estipula que ella, si bien no es pecado en los
bautizados, "procede del pecado e inclina al pecado" (DZ 1515 DB 792).
Podría añadirse una reflexión complementaria. En el mudo hay una fuerza operante (la
"hamartía" de San Pablo) que invita al pecado. Aun siendo la concupiscencia la misma
entitativamente, antes y después del pecado, no lo es formalmente. Antes de que esta fuerza
irrumpa en la historia el ser humano no encuentra estímulos que lo inciten a pecar, que
asedien su voluntad y su libre opción. Después sí; las facultades apetitivas naturales en vez de
desplegarse en el clima propicio de una gracia virtual o actualmente presente, pero en todo
caso no contrarrestada oferta de otro signo, se ven constante y vigorosamente solicitadas para
el mal, que toca el corazón del hombre y lo incita a buscarse a sí mismo, a afirmarse
egocéntricamente.
Los llamados dones preternaturales no deberían ser vistos como elementos adjetivos
añadidos al don sustantivo de la gracia, sino como dimensiones propias de la situación
originaria, dimensiones que tienen como objetivo la perfecta autoposesión del hombre,
el sereno dominio de sí, su plena personalización, por vía de la participación del ser
mismo de Dios. Se evidencia que allí donde la gracia es asumida personalmente por el
hombre, se le confiere también con ella de forma incoativa pero real, los dones de la
inmortalidad y de la integridad, que no son, privilegios excepcionales de un presunto
situación de encantamiento disfrutada en el alba de la historia, sino que fluyen
connaturalmente de la comunión vital entre el hombre y Dios. En el orden presente la
consecución de la gracia y sus dones concomitantes, a diferencia de un estado de justicia
original, tiene que vencer la resistencia que le ofrece la fuerza del pecado. La
inmortalidad y la integridad se verán hostigadas por la muerte (sentida como
angustiosa) y por la concupiscencia (como solicitud al mal y escisión interior), en tanto y
porque la gracia coexiste con el pecado.
Pero la Biblia añade además que el hombre es "imagen de Dios". Que el hombre es
unidad impone la fe cristiana el no al dualismo; que el hombre es imagen de Dios implica el
no al monismo, al menos en su versión materialista, aunque también, en su versión
espiritualista.
¿Cabe una tercera vía entre dualismo y monismo en relación al ser del hombre?
Trataremos de mostrar que esa tercera vía permite seguir utilizando el lenguaje alma-cuerpo,
afirmando en el hombre una dualidad no dualista y una unidad no monista.
La visión cristiana del hombre afirma su unidad en cuanto al origen: el hombre entero
fue creado por el mismo y único Dios, y afirma lo mismo en cuanto al fin: el hombre
entero será salvado en su integridad psicosomática y no en la supervivencia
fraccionarias de una de sus partes (inmortalidad del alma sola). Toda la economía de la
salvación supone esta unidad. Así la Encarnación, la Iglesia, los sacramentos, son la
concreción visible, palpable, corpórea, de la autodonación de Dios. Y si el don divino ha
asumido en la presente economía esa estructura sacramental, es sin duda, para hacerse
"connatural" a sus destinatarios.
No ha sido fácil para el cristianismo trasplantar la visión unitaria del hombre (bíblica) al
ámbito cultural grecolatino. La cultura antropológica dominante estaba marcada por versiones
populares del platonismo y por diversas corrientes gnósticas. Fue precisamente la infiltración
de corrientes gnósticas en las comunidades cristianas lo que alertó a los Padres de los tres
primeros siglos, primeramente en la cristología y en la soteriología. La reflexión cristológica
obliga a percatarse de que el hombre no es sólo alma y de que el cuerpo pertenece también a
la autenticidad de la condición humana. De lo contrario las tres tesis nucleares del credo
cristiano (Encarnación, Redención por la muerte, Resurrección) resultarían insostenibles.
Así es que entre los apologistas se comprende que reivindiquen unánimemente la unidad
del hombre, aunque en el modo de concebir esta unidad se distingan dos grandes corrientes:
1. La tradición alejandrina y occidental, que 2. La tradición de inspiración asiático-
acentuará el elemento anímico-espiritual del antioquena que subrayará la corporalidad.
hombre.
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La figura de Justino ilustra claramente el esfuerzo de síntesis que llevará a cabo el
pensamiento cristiano entre los elementos bíblicos-semíticos y las categorías helenista, con
una característica dialéctica de proximidad y diferenciación. Rechaza la doctrina platónica de
la naturaleza divina del alma, de su preexistencia y de su transmigración en los cuerpos.
Su discípulo Taciano niega que el alma sea inmortal por naturaleza, si bien puede no
morir por gracia. En este rechazo de la inmortalidad "natural" del alma se está presuponiendo
la homologación "inmortal-divino", propiamente helenista.
Para Ireneo y Tertuliano, en suma, no basta con decir (como ya hicieron los apologistas)
que el hombre es imagen de Dios. Hay que decir que es tal en cuanto "cuerpo-carne". Y
ello sobre todo porque la imagen de Dios por antonomasia es el Verbo hecho carne.
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En la antropología de San Agustín pesan decisivamente sus antecedentes maniqueos y la
mediación platónica con la que logró desembarazarse del maniqueísmo y convertirse al
cristianismo. No es de extrañar que el obispo de Hipona aborde con una cierta propensión
dualista la cuestión del hombre. Dicha propensión se evidenciará en la suspicacia con que
nuestro doctor contempló siempre el cuerpo y, sobre todo, la dimensión sexual de la persona,
así como en el primado que otorga al alma. Con todo Agustín rechaza vehementemente la
doctrina platónica de la preexistencia de las almas y, lo que es más importante, integra el
cuerpo en la verdad del hombre (unidad de cuerpo y alma). Ahora bien, Agustín parece
concebir la unión alma-cuerpo como mera interacción dinámica, fuertemente jerarquizada: el
alma usa el cuerpo a modo de instrumento. Pero, pese a ésto, sería manifiestamente
exagerado hablar de dualismo o platonismo estricto en San Agustín, pero tampoco podemos
negar que su influencia en el pensamiento cristiano inclinó a éste hacia unas formas de
pensamiento platonizante y, en lo que atañe a la antropología, a una comprensión del ser
humano en la que el momento de la "composición" prima sobre el de la "unidad", y el alma se
destaca hegemónicamente sobre el cuerpo.
alma racional y cuerpo". Pero no se precisa que tipo de unión se da entre estos dos elementos
constitutivos.
hombre tiene una sola alma racional e intelectual" (contra Focio que hablaba de dos). Este
canon no dejará de influir a la hora del debate sobre la unicidad de la forma del ser humano .4
Hugo de San Víctor sostiene que el alma es lo que Dios ha creado a su imagen y
semejanza; de ahí que sea inmortal. El cuerpo, en cambio, fue creado a imagen del animal, de
ahí su corruptibilidad. Pero, merced a la unión con el alma, se le concede (por "beneficium
creatoris") participar en la inmortalidad de esta. Alma y cuerpo son sustancias completas que
se unen en la unidad de la persona. La definición boeciana de persona la refiere Hugo de San
Víctor exclusivamente al alma, el cuerpo no entra en la razón de persona. El paso siguiente
consiste en la homologación hombre-alma con la consecutiva devaluación del cuerpo. El alma
separada sigue siendo persona y mejora con la separación. La unión cuerpo-alma no sería una
unión substancial.
La disputa entre las dos corrientes parece acceder a un punto muerto. La concepción
aristotélica del alma-forma esencial del cuerpo tiene la innegable ventaja de suministrar una
segura base de sustentación a una visión del hombre como unidad psicofísica y, por ende,
explica bien la fe resurreccionista. Pero tiene también un inconveniente: en cuanto forma del
cuerpo, el alma aristotélica está demasiado ligada a la materia para no resultar afectada por la
naturaleza y el destino de ésta: no se ve cómo un alma-forma del cuerpo pueda ser espiritual y
rebasar la mortalidad propia del mismo.
En suma, la doctrina platónica del alma ponía en peligro la unidad sustancial que el
hombre es; la doctrina aristotélica de la unidad sustancial cuestionaba la espiritualidad
e inmortalidad del alma. La filosofía griega planteaba, pues, un dilema espinoso: o se
situaba al alma tan cerca de la divinidad que se desgarraba la unidad del hombre, o se
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la concebía tan internalizada en la materialidad corporal que se la hacía perecedera
como el propio cuerpo.
Un primer tímido ensayo de síntesis entre las dos posiciones es el de Pedro Lombardo,
quien habla de un "apetito natural" del alma hacia el cuerpo y sostiene que el alma encarnada
no es persona (lo es el hombre entero), pero el alma separada sí, puesto que la personalidad es
participada al cuerpo, no constituida por él; algo semejante había dicho Hugo de San Víctor.
Veamos a Santo Tomás de Aquino, quien elabora una síntesis original de las posiciones
hasta entonces encontradas. Las ideas filosóficas que el toma prestadas solo son útiles en la
medida que experimentan, en el contacto con la fe, una profunda remodelación. La pregunta
era si una sustancia espiritual incorruptible puede ser forma de un cuerpo corruptible,
constituyendo con él una real unidad de ser . La respuesta es afirmativa: toda la realidad del
1
alma se agota en comunicar su ser a la materia. El alma tomista no es ni una sustancia que
desempeña el papel de forma ni una forma que no podría ser una sustancia, sino una forma
que posee y confiere la sustancialidad. Por eso:
a) El alma racional es forma, no por sus potencias ni virtualidades sino por su propia
esencia; es forma sustancial. Por su esencia es espíritu y por su esencia es forma del cuerpo.
Sólo realiza su esencia incorporándose: las funciones animadoras son su autorealización.
c) Lo que llamamos cuerpo no es sino la materia informada por el alma; no preexiste a esta
función informante, ni coexiste con ella; el cadáver no es sino materia, no cuerpo humano.
d) El alma tampoco preexiste como tal al cuerpo. Sin embargo es una forma que no depende
del cuerpo en cuanto a su ser, lo que permite afirmar su postexistencia o incorruptibilidad. La
inmortalidad predica normalmente la existencia agraciada del hombre entero.
e) Alma y cuerpo no son dos sustancias que existan por separado, sino que existen en tanto
substancialmente unidas. El hombre no es un compuesto de dos sustancias, sino una sustancia
compleja surgida de dos principios de ser y que debe su sustancialidad a uno de ellos: el alma
humana comunica su ser, en el que subsiste, al cuerpo.
Vamos a exponer, ahora, la reacción a Santo Tomás. El ensayo de Santo Tomás no está
excento de ambigüedades, que se destacan en la misma formulación de la tesis central: el
alma es forma ¿del cuerpo o de la materia prima?, y sobre todo, en el vidrioso tema del alma
separada. A tales ambigüedades se refieren varios comentaristas actuales. La presencia de
estos interrogantes explica mejor, al menos en parte, la conflictiva recepción que experimentó
en su tiempo el modelo antropológico de Santo Tomás. No extraña que la teología postomista
abandone, salvo contadas excepciones, la doctrina de la unicidad de la forma y se incline por
un pluriformismo, aún admitiendo comúnmente que:
a. El hombre consiste en la unidad cuerpo- b. El alma se une substancialmente al cuerpo.
alma.
La intuición latente en las teorías pluriformistas es que espíritu y materia, alma y cuerpo,
distan tanto entre sí que sólo pueden unirse mediante una (o más) forma (s).puente que acorte
(n) distancias. El esquema pluralista será simplificado por Escoto. La materia informada por
el alma no es la materia prima (como se sugiere en la versión tomista) sino la ya estructurada
por una forma propia, la forma "corporeitatis". Pero ésta sólo puede ser llamada forma en un
sentido análogo, si se compara con la que da al entero compuesto su actualidad (el alma
racional). De esta información del alma surge la "humanidad", "entidad positiva" que no es ni
el alma ni el cuerpo, sino "la conjunción en la distinción de ambos".
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dificultad de hacer comprensible que el hombre es un ser uno; de dos o más sustancias no
puede surgir más que la unión accidental. Si se responde que se trata de sustancias
incompletas cabe preguntar de nuevo qué es lo que las une.
Esta preocupación creciente por el carácter estrictamente unitario del hombre va a ser
recogida y oficializada en el Concilio de Vienne. Si el Concilio Letrán IV se había
concentrado en afirmar, contra el dualismo, que el hombre se constituye por el alma y el
cuerpo, Vienne dará un paso más, aseverando que estos dos elementos se unen
substancialmente: "el alma es verdaderamente, por sí misma y esencialmente, forma del cuer-
po" . "Verdaderamente": la afirmación no es meramente especulativa, sino que atañe al orden
1
objetivo. "Por sí misma": no por (mediante) otras formas; la función informante del alma se
ejerce inmediata y directamente. "Esencialmente": la esencia o razón de ser del alma no es
sino informar el cuerpo. De ahí que el resultado sea una unión sustancial, no accidental. Cabe
notar que el Concilio parte de la naturaleza humana de Cristo , para pasar luego a la
2
Según el Concilio de Vienne, toda comprensión del hombre que entienda la relación
alma-cuerpo como no esencial y la unidad del ser humano como sustancial se sitúa al
margen de la antropología cristiana. Esta es la imagen del ser humano que nos daba la
Biblia: el hombre es una unidad psicofísica, anímico corpórea.
Con el Concilio de Vienne, por sorprendente y lamentable que resulte, parece cerrarse la
historia de la reflexión cristiana sobre el problema alma-cuerpo. En los siete siglos que van de
Vienne al Vaticano II, salvo un paréntesis en el Lateranense V, ni la teología ni el Magisterio
no harán sino reiterar esta o aquella teoría tradicional, y revalidar a Vienne . 3
Hay que esperar al Concilio Vaticano II para dar con una nueva aproximación al tema.
En GS 14-15 se recogen los datos primeros de la antropología bíblica: el carácter unitario del
hombre y su superioridad frente al resto de los seres mundanos. Su "condición corporal lo
convierte en síntesis del universo material"; no le es lícito despreciar esa condición, antes
bien, "debe tener por bueno y honrar su propio cuerpo". El hombre es comprendido en la
doble referencia a Dios y al mundo. El tradicional binomio alma-cuerpo es retraducido con
las expresiones "interioridad" (apertura a Dios) y "condición corporal" (inserción en el
mundo). Contra la lectura uniteralmente materialista de lo humano, se subraya que la
3Cf. DZ 2828 DB 1655 contra Günther; DZ 2833 contra Baltzer, DZ 3224 DB 1914 contra Rosmini.
160
dimensión espiritual, lejos de ser "ficción ilusoria", es un dato accesible en la experiencia que
el hombre hace de sí mismo.
2. Reflexiones sistemáticas.
La trayectoria seguida por las declaraciones del Magisterio representa una progresión
creciente hacia las afirmación de la unidad del hombre, a través de tres grandes hitos:
a. Los textos magisteriales, b. Vienne da un paso más c. Asevera categóricamente el
hasta Letrán IV inclusive, cuando enseña que alma y Vaticano II (GS 14) que "el
hablan de una naturaleza cuerpo se unen hombre es uno en cuerpo y
humana que consta de (o está substancialmente, pero el alma".
constituida por ) alma y sujeto de su asidero es todavía
cuerpo. el alma.
Hay, por tanto, una cada vez más nítida formulación. Se pasa de "el hombre tiene alma y
cuerpo" a "el hombre es en cuerpo y alma". Pero ¿qué significa la afirmación de que le hombre
es uno? Con ella se trata de expresar la conciencia originaria que el yo tiene de sí mismo: la de
un yo encarnado que se percibe simultáneamente como carne animada o como alma encarnada.
La experiencia testifica además, que toda acción, pasión o vivencia humana es corpóreo-
espiritual, psicofísica. Hay, si, actos preponderadamente espirituales o preponderadamente
corporales. Pero no hay actos puramente espirituales o corporales. La más alta acción humana de
la historia, el acto redentor de Cristo, comprendió una dimensión interior o espiritual (la voluntad
de entregarse amorosamente por nosotros), y la plasmación corpórea de esa disposición anímica
en los sucesos de la pasión .
1
1Cf. Heb.10,5-10
161
El espíritu finito es impensable a extramuros de la materialidad que opera como su
expresión y su campo de realización. A su vez, el cuerpo es justamente el modo de ser del
espíritu: "a la esencia del espíritu humano en cuanto espíritu pertenece su corporeidad".
Habría que proponer la unidad alma-cuerpo de tal modo que aparezca imposible la
autorealización del espíritu al margen de la materia, y eso no sólo en determinado momento
de su historia sino siempre y necesariamente. El hombre entero es, en definitiva, alma y a la
vez cuerpo. Es alma en tanto que es totalidad una está dotada de una interioridad, densidad
y profundidad tales que no se agotan en la superficialidad del hecho físico biológico. Es
cuerpo en tanto que dicha interioridad se visibiliza, se comunica y se autoelabora históri-
camente en el tiempo y en el espacio.
Advirtamos que no todo lenguaje alma-cuerpo es sin más dualista. Una cosa es distinguir
momentos estructurales diversos en una realidad única, y otra numerarlos como si fueran
unidades sumables. El dualismo tiene que ver no con la afirmación del alma y el cuerpo, sino
con determinado modo de interpretar su relación mutua.
Hablar del hombre como ser uno no debe equivaler a una concepción unilateralmente
monista que báscula crónicamente entre la doble tentación del angelismo y el animalismo. El
hombre no es ni un ángel venido a menos ni un mono que ha tenido éxito; ni un espíritu
degradado ni un animal optimizado. El cristianismo no reniega de ningún sector de la
realidad, no impone la censura previa ni al espíritu ni a la materia, trata de abarcar a ambos en
una síntesis coherente. El lugar privilegiado de esa síntesis es el hombre, donde las dos
posibles formas del ser creatural se encuentran para unirse substancialmente.
La unidad que el hombre es supone la distinción de sus dos factores estructurales. El alma
no es el cuerpo, y viceversa. Tal distinción no sólo es posible sino que desde un punto de
vista teológico, es también recta, exigida por el dogma y justificada. Ahora bien, dicha
distinción no es "adecuada", "es algo metafísico y se podría decir metaexistencial"; esto es,
"no deja posibilidad a una separación existencial entre cuerpo y alma".
El hombre es todo entero y al mismo tiempo lo uno y lo otro, alma y cuerpo. Más el
alma y el cuerpo no son idénticos ente sí.
No es posible dar una definición del cuerpo que el hombre es. No sólo porque no es
posible contar con una definición solvente de materia, sino y sobre todo porque siendo (y no
teniendo) cuerpo el ser humano se identifica con él; el definidor no puede entrar en lo
definido salvo que pretenda ser a la vez sujeto y objeto de una misma operación.
a. Ser-en-el-mundo. "Ser en" es más que "estar en". El mundo es para el hombre un
elemento constitutivo, los dos relatos de creación subrayan este carácter terreno, mundanal de
"Adán". La inserción del hombre en el cosmos es natural. La realidad del cuerpo no confina
con la propia piel; es, en cierto sentido, coextensiva del mundo. Cuerpo y mundo son
magnitudes que se implican mutuamente.
b. Ser-en-el-tiempo. En tanto que cuerpo, el hombre está inmerso en ese tipo de duración
continua y sucesiva que llamamos tiempo. La condición humana es condición itinerante; le
cabe aprender, rectificar, convertirse, arrepentirse. Al ser en el tiempo la realidad del hombre
consiste en un ir haciéndose progresivamente; mas que en un ser hecho o un hacerse
instantáneamente. De aquí parte el planteamiento de una moral de actitudes, más que de
actos; los actos cuentan en la medida en que van fraguando la actitud del decurso temporal de
la existencia
e. Expresión comunicativa del yo. Por el cuerpo el hombre se dice a sí mismo; el cuerpo es
la mediación de todo encuentro, el hombre uno manifestándose, el sacramento o el símbolo
de la realidad personal. esta función comunicativa se condensa en el rostro. Y el rostro de
Cristo es el espacio de la hierofanía absoluta; por eso "el que me ha visto a mí me ha visto al
Padre" (Jn.14,9), y el que ve al otro tiene que verle a El (Mt.25,35s.). Es decir que el único
modo de ver al otro verdaderamente es viendo en él a Cristo; de no ser así, se está viendo
algo no a alguien.
163
Resumiendo, sobre el alma se pueden proponer dos cuestiones: si es ("an sit") y qué es
("quid sit"). El pensamiento cristiano entiende el "quid" del alma teologalmente, es decir, más
existencial-soteriológicamente que ontológicamente: el alma es la capacidad de referencia
del hombre a la verdad, al amor eterno. Esta idea existencial-sotereológica sería
incomprensible si se dijese que el hombre es, no ya cuerpo, sino "sólo" cuerpo, silenciándose
su ser alma (o espíritu).
Por otra parte, y en términos ontológicos, por alma hay que entender, al menos, el
coprincipio espiritual del ser uno del hombre. La diversidad funcional, estructural, cualitativa
del ser cuerpo propio del hombre está exigiendo una peculiaridad ontológica del mismo ser
hombre: un "quid" superestructural, un principio esencialmente transestructural y
transorgánico. La dimensión teologal reclama la misma apoyatura ontológica.
Podemos, sí, hechas estas acotaciones previas hacer una descripción fenomenológica del
ser alma.
¿En qué consiste el aburrimiento? En la percepción de un tiempo sin devenir, sin meta,
detenido y convertido en pura nada. El aburrimiento pugna por "matar" el tiempo. En el
extremo opuesto se sitúa la impaciencia, sensación de que falta tiempo. También el
impaciente pretende manipular su tiempo, más no para matarlo, sino para apresurarlo. En las
dos tesituras se da el mismo denominador común: como no hay un ajuste perfecto entre
hombre y mundo, tampoco lo hay entre hombre y tiempo.
En una antropología unitaria muerte es el fin del hombre entero. Si a ese hombre a pesar
de la muerte se le promete un futuro, dicho futuro sólo puede pensarse adecuadamente como
resurrección. Lo que aquí resulta problemático es el concepto de inmortalidad. Habrá que
precisar que se entiende bajo tal concepto en la antropología cristiana y que relación existe
entre inmoralidad y resurrección. En todo caso está claro que la categoría cristiana clave es
"resurrección" no "inmortalidad".
Aclaremos que la cuestión es más filosófica que teológica; la teología se interesa por el
asunto sólo en función del dato de fe: el hombre es uno en cuerpo y alma, que a su vez está
estrechamente vinculado con verdades cardinales del Credo (encarnación del Verbo,
redención por la muerte, resurrección de los muertos, sacramentalidad de la gracia, etc.).
165
3. El hombre ser personal: "Imagen de Dios".
Con todo lo anterior hemos tratado de responder a la pregunta sobre el "quid" del hombre.
La repuesta fue: el hombre es una naturaleza psicoorgánica, unidad sustancial de espíritu y
materia. La pregunta que nos planteamos, ahora, es sobre quién es el hombre, dado que no
se limita a ser algo sino que es alguien; no sólo tiene una naturaleza sino que es persona,
sujeto que dispone de su naturaleza.
A este origen religioso de la idea de persona parece orientar igualmente una constatación
que resulta ya tópica y que se encuentra en autores de muy diversas ideologías: el
pensamiento griego no conoció ni el término ni el concepto de persona.
La terminología antropológica griega ilustra esta carencia del concepto persona; en ella se
privilegian categorías de esencia ("ousía"), sustancia ("hypóstasis") y naturaleza ("physis").
El término griego "prósopon", que luego serviría para denotar nuestra idea, designa en
primera instancia la máscara de teatro o, a lo sumo, la faz no sólo del hombre, sino de los
animales e incluso de Helios, el sol; de su uso teatral parece haber surgido el latino per-sona
(de "personare", resonar), que recoge la función amplificadora de la voz de los actores.
Fue con ocasión de los debates sobre el misterio de la Trinidad cuando se atacó por
primera vez explícitamente el problema no meramente terminológico, sino metafísico, de la
distinción entre naturaleza o esencia y sujeto o persona. Lo que Dios es (la naturaleza divina)
se realiza en tres sujetos distintos, sin que por ello se multiplique esa naturaleza, que sigue
siendo única. Se constató asimismo que lo que constituye a los sujetos divinos, no es la
naturaleza, el "esse in", que es común y único, son la relación, el "esse ad". Dios no es sólo
"logos", la idea pura e intransitiva; es "dia-logos", capacidad infinita de apertura
comunicativa y realización consumada de esa capacidad.
166
pronto, la relación es una de las formas primigenias de lo real, al constituir la realidad
suprema que son las personas divinas.
Habrá que esperar, sin embargo, a la teología medieval para asistir a la elaboración
técnica del concepto de persona creada, esto es, al desarrollo especulativo de la idea en el
campo especifico de la antropología. Para entonces, otro intrincado debate dogmático, el que
ocupó a la tradición cristiana con la indagación en el misterio cristológico, habrá
proporcionado un nuevo elemento de referencia y una confirmación de la distinción entre
naturaleza y persona: la realidad humana de Cristo es completa en la línea de la naturaleza,
sin por ello ser persona humana. Las ambigüedades terminológicas se solventan en
Calcedonia: para designar a la persona en contraposición a la naturaleza ("physis") se utilizan
los términos "prósopon" e "hipóstasis" indistintamente .
1
Para bien o para mal, la definición de Boecio va a hacer época; ningún otro ensayo
definitorio en la teología medieval podrá escapar de su radio de acción, ni siquiera de
aquellos que se sitúan críticamente ante él.
Con Santo Tomás, la línea iniciada por Boecio se consolida. En su definición de persona
es capital la noción de subsistencia: por tal entiende aquella realidad que existe en y por sí,
no en otra . Persona es lo más perfecto de toda la naturaleza, a saber, "el ser subsistente en
2
Santo Tomás hace de la categoría imagen de Dios está fuertemente influida por el
intelectualismo aristotélico.
La definición de Duns Escoto está más próxima a Ricardo de San Víctor que a Boecio:
"persona es la sustancia incomunicable de naturaleza racional". Mientras que la naturaleza es
comunicable, la persona es incomunicable. Con esta definición pretende salvaguardar la
singularidad e irrepetibilidad de la persona individual, así como su autonomía e
independencia ontológica.
Es hora de sintetizar el trayecto recorrido y extraer el saldo resultante del mismo. Después
de veinte siglos, la noción de persona continúa siendo sorprendentemente inestable; parece
condenada a oscilar indefinidamente entre dos polos de un sustancialismo des-relacionado y
de una relación desustanciada. Lo cierto es que tampoco se comprende muy bien por qué han
de plantearse antinómicamente los dos polos anteriores. Persona es, por de pronto, el ser que
dispone de sí; el momento de la subsistencia (Santo Tomás) o de la "suidad" (Zubiri) es la
infraestructuras óntica ineludible para una atinada concepción del ser personal. En esa
configuración óntica está dada la capacidad para la relación, tanto en la respectividad e
intencionalidad propias del ser-espíritu (con su apertura constitutiva a lo otro), como en la
1Ib. a.3
Para recuperar el concepto de persona será preciso retomar el hilo teológico de nuestro
tema. Recordemos algo ya dicho: la Biblia no posee el término persona, pero si la idea; ésta
se contiene en la descripción bíblica del hombre como ser relacional. De sus tres relaciones
constitutivas (Dios, mundo, tú humano), hay una que, según el pensamiento bíblico, es
primera y fundamental: la relación a Dios. Si el hombre es creado como "imagen de Dios",
eso significa que Dios entra en la autocomprensión del hombre, la idea de la afinidad Dios-
hombre es la expresión veterotestamentaria de aquello a lo que llamamos personalidad.
Veamos por qué.
No sólo Dios es le tú del hombre, sino que el hombre es el tú de Dios. Al crear al hombre
Dios no crea una naturaleza más entre otras, sino un tú; lo crea llamándolo por su nombre,
poniéndolo ante sí como ser responsable, dador de respuesta, sujeto y parte activa del diálogo
interpersonal. Dios crea una persona. Las otras dos relaciones (mundanidad, socialidad) son
también constitutivas de la personalidad humana, pero, por decir, en acto segundo; ellas son
posibles porque advienen a Dios, quien ha hecho de él una entidad a la vez subsistente y
referible.
De este llamamiento nativo a ser el tú de Dios deriva la dignidad del ser humano. Todo
hombre es algo único e irrepetible, posee el valor de lo insustituible. El hecho de que Dios lo
1Sería útil completar este desarrollo histórico de la noción de persona con un estudio sobre lo elaborado al respecto desde la
modernidad hasta nuestros días; cosa que no tomaremos en cuenta aquí porque queremos señirnos a la problemática teológica
de la cuestión sin detenernos en las distintas opiniones de las escuelas filosóficas modernas y contemporáneas.
169
ha creado porque lo quiere por sí mismo, como fin y no como medio, hace del hombre
concreto singular un absoluto que no puede ser puesto en función de nada.
Así, sólo la relación al Absoluto absoluto de Dios puede hacer de la creatura contingente
que el hombre es un absoluto relativo. El hombre puede es valor absoluto, porque Dios se
toma al hombre absolutamente en serio. En su ser-para-Dios se ubica la raíz de la
personalidad del hombre, y consiguientemente, el secreto de su inviolable dignidad y valor.
Cristo, hombre entre los hombre, ha venido a confirmar decisivamente el valor absoluto
de la persona humana. Pues de cada hombre puede decirse con verdad que por é murió el
Hijo de Dios en persona, el precio de cualquier ser humano es la vida del Dios encarnado.
Lo dicho hasta el momento debe ser completado por otra intuición bíblica básica: la
apertura trascendental a Dios se actúa, de hecho y necesariamente, en la mediación categorial
de la "imagen de Dios". El diálogo con el tú divino se realiza ineludiblemente en el diálogo
con el tú humano. En la interlocución amorosa con ese ser se ejercita el hombre en la tarea de
escuchar y responder al Ser cuyo de cuyo amor procede.
En el amor personal al tú personal creado "se cumple toda la ley y los profetas", este acto
de amor es simultáneamente el más crisolado acto de fe, al ser apertura y acogida de la
realidad misteriosa del absoluto creado, trasunto, sacramento e imagen del Absoluto increado.
El incapaz de amistad es incapaz de religión. El cristianismo consiste en hacer del semejante
un prójimo, y del prójimo un hermano.
En resumen: al ser Dios el fundamento del ser personal del hombre, es a la vez el
fundamento de las relaciones yo-tú como relaciones interpersonales. Desde él cabe decir
con entera verdad que el hombre es una manera finita de ser de Dios. El hombre merece
al hombre el mismo respeto sacro que merece Dios; la majestad inviolable de éste se
pone a prueba en la dignidad intangible de aquel . 1
1Con todo ésto no queremos negar la posibilidad de un reconocimiento del otro como sujeto personal y valor absoluto en el
horizonte de la compresión no teísta de lar realidad.
170
decir, en el tú humano sacramento de Cristo.
La constitución pastoral del vaticano II desarrolla en su primera parte una precisa síntesis
de los temas mayores de la antropología cristiana. Este ensayo de síntesis se formula así: "es
la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar.
Es, por consiguiente, el hombre, y por cierto el hombre uno y entero, cuerpo y alma, corazón
y conciencia, inteligencia y voluntad, quien centrará las explicaciones que van a seguir" . Para
1
lenguaje conciliar es categórico al excluir que puede haber otra instancia que tutele más
eficazmente el valor absoluto del hombre: no hay ley humana que pueda garantizar la
dignidad personal y la libertad con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo
confiado a la Iglesia .
3
real (que debe someterse al orden personal, y no al contrario), sea el propio orden social (que
debe subordinarse al bien de la persona humana).
1Cf. GS núm.3
2Cf. Ib.núm.19
"La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre" . Con esta
1
expresión el Concilio llama la atención sobre la estrecha conexión que existe entre la libertad
y la persona. Si la persona es un sujeto responsable, dador de respuesta, y si la
responsabilidad presupone la libertad, entonces es claro que los conceptos de persona y
libertad se implican mutuamente.
Hay que ir al concepto más amplio de libertad que entiende a ésta como facultad
entitativa (no meramente electiva) consistente en la aptitud que posee la persona para
disponer de sí en orden a su autorealización.
1GS núm.17
172
histórico, cultural, etc. entonces, una toma libertad auténtica, en opción por mi libertad
de postura ante Dios. suma, incluye los sólo será auténtica y
momentos del coherente si entraña
compromiso y de la una opción por la
fidelidad. libertad de los demás,
semejantes y
hermanos míos.
173
cerrado sobre sí mismo, privado de toda relación intersubjetiva, es una entelequia. El hombre
nace dotado de dos herencias: la genética y la cultural. Las primeras etapas de la vida humana
exigen de tal forma la comunidad que sin ella esa vida no consigue realizarse humanamente.
En estas primeras etapas, la educación es esencialmente receptiva, el ser humano va
madurando como persona en la adopción de ideas, valores, costumbres, etc., que le
suministran el grupo social en el que está incardinado. Nadie puede comenzar su historia
personal desde cero; hay en ella un ineludible punto de partida, que es la historia de los
demás. De ahí que hayamos hablado antes de libertad humana como libertad situada.
Los dos relatos de la creación del hombre se hacen eco del carácter social del ser humano.
Este reconocimiento de la dimensión social del hombre, consignado ya en los documentos
básicos de la antropología bíblica, traspasa todo el AT y se concentra en la concepción de la
"personalidad corporativa": la comunidad se condensa en unas figura singular; la persona
singular participa de la suerte de la comunidad. Son significativos al respecto los textos en
que se oscila entre el individuo y el grupo, lo singular y lo colectivo, y viceversa . 1
Israel se concibe a sí mismo como una comunidad en alianza con Yavé. No son los
individuos aislados sino el pueblo el que es elegido por Yavé . La comunidad es un
2
Estas dos ideas serán desarrolladas en el cap.2 de la GS. Allí se dice que Dios ha querido
a la humanidad como una sola familia, basada en que todos hemos sido creados a imagen y
semejanza de Dios (comunidad de origen) y que todos somos llamados a un sólo e idéntico
fin (comunidad de destino). Además, socialidad y persona no deben entenderse oponiéndolas.
Aunque se subraye el primado de la persona, que frente a la sociedad es un valor absoluto.
Sin embargo, teniendo en cuenta que la Biblia no conoce la tesis de una "muerte total"
(aniquilación), y reconocer, también, el esfuerzo hecho por los católicos para precisar el
sentido que atribuyen a su aserción de la inmortalidad del alma y el alcance exacto de la
respectiva definición del Concilio Letrán V .
2
Cuando Letrán V define la inmortalidad del alma, su intención es atajar el error de Pietro
Ponponazzi, según el cual, el alma racional no es singular y propia de cada hombre, sino que
es un principio universal participado en cada ser humano; por el contrario el alma propia es
mortal. Lo que negaba en realidad era la victoria sobre la muerte de la persona singular
concreta. Letrán V define la inmortalidad no de un alma espíritu puro sino la del alma forma
del cuerpo; se está apuntando pues a la supervivencia del hombre entero, a lo que bíbli-
camente se denomina resurrección.
Para poder hablar de resurrección del mismo sujeto personal de la existencia histórica
tiene que haber en tal sujeto algo que sobreviva a la muerte, que actúe como nexo entre las
dos formas de existencia (la histórica y la metahistórica), sin lo que no se daría en rigor
1GS núm.24
El aserto definido por Letrán no conlleva necesariamente una ontología del alma, ni
impone el esquema del alma separada (la problemática del estado intermedio quedaba fuera
de la intención conciliar), ni exige que la inmortalidad enseñada sea una inmortalidad
"natural"; puede ser ya "gracia". La acción resucitadora de Dios no se ejerce sobre la nada o
el vacío del ser sino sobre uno de los coprincipios del ser del hombre singular, cuya
persistencia hace posible la resurrección del mismo e idéntico yo personal.
177