Вы находитесь на странице: 1из 338

Yolanda Colom

MUJERES EN LA ALBORADA

Ediciones del Pensativo


Colección Nuestra Palabra
Revolucionaria y educadora guatemalteca
con exp erien cia de varios lu stros en
docencia no oficial ni institucional entre
sectores sociales marginados, oprimidos
y explotados.
Durante once años militó en el Ejército
G uerrillero de los Pobres (EGP) y por
nueve años en Octubre Revolucionario.
P o ste rio rm e n te d ed ica d a al tra b a jo
editorial y divulgativo de la obra literaria
y política de M ario Payeras, dirigente
revolucionario, filósofo y escritor, fallecido
en 1995. C ofundadora y m iem bro del
equipo de formación de la Fundación para
la Democracia Manuel Colom Argueta.
A d em ás del p re se n te lib ro , ha
elaborado artículos, conferencias y docu­
m entos, m uchos de los cuales se han
p u b lica d o en p e rió d ic o s y re v ista s
culturales y políticas dentro y fuera del
país. Entre ellos: "A paratos ideológicos
d el e s ta d o " (1 9 7 1 ), " C r it e r io s y
m eto d o lo g ía de a lfa b e tiz a c ió n para
capacitar a dirigentes y activistas sociales
como alfabetizadores" (1974), "Insurgencia
y contrainsurgencia en Guatemala" (1984).
T a m b ié n ha e la b o r a d o n u m e ro sa s
ponencias y artículos sobre la obra política
y literaria de M ario Payeras, así com o
so b re la ex p e rie n c ia rev o lu c io n a ria
guatemalteca.
MUJERES EN LA ALBORADA
Yolanda Colom

MUJERES EN LA ALBORADA

Guerrilla y participación femenina


en Guatemala 1973-1978

Testimonio

E d icion es del P ensativo


Colección Nuestra Palabra
© Ediciones Artemis Edinter
Primera edición 1998
© Yolanda Colom 1998

© Ediciones Puerto, Puerto Rico


Segunda edición: 2000
© Yolanda Colom 2000

© Ediciones del Pensativo,


Tercera edición 2007
5a. Avenida Norte No. 29 Antigua Guatemala
Guatemala, Centroamérica
Teléfono: (502)7832-0729
Fax: 7832-1477

Correo electrónico: delpensativo@gmail.com


Página web: www.delpensativo.com

© Yolanda Colom 2007


Diseño de portada: Hanna C. Godoy Cóbar
Portada: Arnoldo Ramírez Amaya, noviembre 26 de 2006
ISBN: 99922-65-31-0

Diagramación: Nancí Franco Luin


Correcciones: Hanna C. Godoy Cóbar
Cuidado de edición: Gabriela Grijalva
A la memoria de los revolucionarios caídos en
silencio por la vida y la justicia en Guatemala.

A la memoria de Benedicto, quien me introdujo


en mundos de amor, belleza, sabiduría.

A la memoria de Mario Payeras revolucionario


universal, por sus sueños y sus ejecutorias.
AGRADECIMIENTO

Este libro no se habría escrito sin la iniciativa y el estímulo


de Norma Stoltz Chinchilla —Profesora y directora del
programa sobre estudios de la mujer en la Universidad
Estatal de California, en Long Beach —y de Bobbye Ortiz
(+1990) —Editora asociada de Monthly Review y destacada
activista de Women 's Intemational Resource Exchange, WIRE,
de Nueva York —. Para ellas mi profundo agradecimiento
por hacerme ver el valor humano, social y político de
dar a conocer algo de mi experiencia como ciudadana y
revolucionaria guatemalteca. Partes completas de este
trabajo son respuesta a sus inquietudes e interrogantes.

La autora
NOTA DE LA AUTORA*

Metamorfosis
Así como los caracoles guardan el eco del mar, así mi
corazón ha retenido sus memorias, sueños y muertos.
En el libro Mujeres en la alborada consigno un fragmento
de esas memorias, sueños y muertos; una fracción de la
gesta revolucionaria armada en el inicio de su segundo
ciclo; una ínfima partícula de lo acontecido en las mon­
tañas y selvas del noroeste. La mayor parte, la epopeya
de la población civil de aquella región, que resistió a los
embates del ejército con piedras, palos y machetes, está
por escribirse.
Con la elaboración de este libro cerré un ciclo de
más de veinte años de militancia vertiginosa e ininte­
rrumpida. En 1973 inicié el abandono de mi identidad
para sumergirme en el anonimato y la clandestinidad. Y
sólo comencé a retomarla en enero de 1995, a raíz de la
muerte sorpresiva de mi compañero. Ese hecho nos sacó
abrupta e inesperadamente de un anonimato de lustros:
a él muerto, a mí cuando vivía esa tragedia personal.
De ahí que lo narrado en este libro fue vivido por
Haydeé, Lucía, Manuela y Violeta. Fue escrito por Isabel
y Carmen. Y ha sido firmado por Yolanda.

Irrupción de la política en mi vida y opción por la mi­


litancia revolucionaria armada
La política irrumpió en mi vida sin buscarla, sin desearla.
Con ráfagas vigorosas y bruscas se volvió preocupación
temprana, aunque no tenía vocación para ella. Aspiraba a

* Palabras de la autora en la presentación de la primera edición de este


libro. Revisadas en enero de 2006.

9
una Guatemala digna y justa; a una sociedad más huma­
na, más feliz, más avanzada. Y con la fijación de tal ideal
fui uniendo mi destino al de quienes más necesitan ese
cambio y al de quienes comparten las mismas aspiracio­
nes. De ahí que mi compromiso con la gesta revolucio­
naria lo determinó el drama social de nuestro país.
En mi experiencia fueron la teoría y la práctica
revolucionarias las que me proporcionaron el conoci­
miento para comprender nuestra realidad social, y la
alternativa para participar en su transformación de ma­
nera organizada.
Pertenezco a una generación de revolucionarios
latinoamericanos forjada en un período de terrorismo
de Estado, de crisis del sistema político y de luchas por
la defensa de los más elementales derechos humanos,
laborales y ciudadanos que fueron anegadas en sangre,
muerte y exilio. Pertenezco a una de tantas generaciones
guatemaltecas que hemos atestiguado cómo los corazo­
nes que laten por la justicia, la verdad y la dignidad son
acosados a muerte. Y cómo el terror, la corrupción y la
intolerancia de los poderosos han hecho escuela dentro
de nuestra sociedad.
Los revolucionarios de mi generación nos rebela­
mos ante regímenes autoritarios, corruptos y violentos;
nos rebelamos ante el asesinato de miles de guatemaltecos
que se ganaban la vida honrada y dignamente; nos rebela­
mos ante la persecución, tortura y asesinato de centenares
de dirigentes, trabajadores, estudiantes e intelectuales
demócratas que actuaban dentro del marco de la ley; nos
rebelamos ante un sistema económico que reproduce la
miseria, la ignorancia y la violencia; nos rebelamos ante
una sociedad cuyas capas medias y altas permanecían
indiferentes —cuando no justificaban — el despiadado e
indiscriminado atropello de los más elementales derechos

10
humanos y ciudadanos contra sus compatriotas. Nos
rebelamos por dignidad, ideales y sentido del deber. Y
hacerlo implicó para nosotros entregar mucho más que la
vida y vivir mucho más que la muerte; trabajar al límite
de la resistencia humana prolongadamente; arriesgarlo
todo, renunciar a todo: a nuestros seres más queridos, a
nuestra identidad y preparación profesional, a nuestros
recursos y bienestar material; a nuestro descanso y tran­
quilidad. Lo dimos todo a cambio de nada en beneficio
propio porque creíamos en la posibilidad de construir
una sociedad mejor para todos.
Poseemos experiencia, capacidad de trabajo con
vocación de servicio, memoria de nuestros muertos, amor
por la vida y la libertad; y un corazón que sigue latiendo
por un mundo mejor.
Nuestro aliento libertario no se nutre de triunfos o
derrotas. Nuestra fuerza reside en las convicciones que nos
mueven, en la transparencia con que actuamos y en el empe­
ño que ponemos por transformar los sueños en realidad.
Las armas de fuego, de la clandestinidad y de la
guerra de guerrillas las tomamos, en primer lugar, para
defender la propia vida. En segundo lugar, para defen­
der los ideales y darlos a conocer. En tercer lugar, para
empuñarlas contra los cuerpos represivos y aquellos
poderosos que recurrían o propugnaban por la violencia
contra quienes disentían de sus posiciones, intereses y
privilegios ilimitados.
Ninguno de nosotros estábamos locos ni perver­
tidos para seguir tal camino habiendo otras alternativas.
Tomar las armas y optar por la vía armada nos violentó
en lo más profundo de nuestra calidad humana y voca­
ción de paz. Nos violentó en nuestras relaciones afectivas
y aspiraciones personales. Nos sometió a nosotros y
nuestros seres queridos a rigores materiales y psíqui-

11
cos indescriptibles y duraderos, cuyas consecuencias
seguimos experimentando todavía. Pero no dudamos en
dar el paso, ni nos arrepentimos, ni fue tiempo perdido,
dadas las motivaciones, las circunstancias y el momento
en que lo hicimos.
Rebelarse en armas cuando los detentadores del po­
der violan persistente e impunemente las leyes y nuestros
derechos más elementales no es un error ni un crimen.
Mucho menos un hecho inmoral, injusto o inútil. Para
nosotros era un derecho y un deber. Nuestro único delito
ha sido atrevernos a abandonar a quienes más queríamos;
atrevernos a arriesgar su vida y la nuestra; atrevernos a
renunciar a nuestro bienestar y tranquilidad; atrevernos a
desafiar al sistema imperante con la sola fuerza de nuestros
sueños, dignidad y convicciones "aunque sólo fuera para
ganarle al magno océano de la ignorancia, la miseria y el
horror un palmo" (Mario Payeras).

Causas, significado e interpretación de las


rebeliones sociales
En Guatemala han circulado durante décadas la versión
oficial y los análisis de quienes denostan a los movi­
mientos popular y revolucionario con la lucidez de la
ideología dominante, incluidos académicos extranjeros.
De manera que sistemáticamente han sido divulgadas
y asimiladas las versiones de lo que ellos quisieran que
fuéramos los revolucionarios: delincuentes, resentidos
sociales, irresponsables, fanáticos de ideologías "extra­
ñas", manipuladores de los pueblos indígenas y de los
jóvenes, provocadores, cobardes.
Pero tales calificativos no corresponden sino a quie­
nes, detentando el poder y estando obligados a defender
el Estado de Derecho, lo violan para imponer privilegios
de minorías, fraudes electorales y financieros, latrocinio,

12
crímenes de Estado. De ahí que la responsabilidad mayor
por las consecuencias de la rebelión social, así como de la
situación actual del país, recae, no cabe duda, en quienes
han detentado y siguen detentando el poder.
Aducir neutralidad o equilibrio para juzgar como
igualmente responsables al ejército —respaldado por
el aparato del Estado y las clases poderosas— y a las
fuerzas rebeldes —expresión organizada de los débiles y
agredidos por aquellos — es condescender y defender al
Estado y a las minorías acaudaladas que representa. Tal
posición descontextualiza histórica, económica, política
y socialmente los hechos. Y no considera las proporcio­
nes del desigual enfrentamiento, ni los móviles de uno
y otro contendiente. Pretender tal enfoque es falsear la
historia. La simplificación que de los hechos conlleva es
pragmática y fácil, pero no contribuye a comprender lo
sucedido ni a extraer las enseñanzas indispensables.
Tales enfoques ven la violencia de la acción revolucio­
naria y popular. Es más, les adjudican la causa de la violen­
cia en general, de los males sociales y del atraso del país.
Sin embargo, los generadores históricos y estructurales de
la violencia social y política han sido las clases poderosas y
el Estado que ellas han conformado. Y no sólo lo han sido
de la violencia armada —con su fuerza bruta, tecnológica
y de inteligencia contrainsurgente—, sino peor aún: lo son
de la violencia de los salarios de hambre y de las humi­
llaciones a la dignidad de los trabajadores; de la opresión
hacia los indígenas; del latrocinio y de la intolerancia polí­
tica y cultural. Todas ellas formas de violencia cotidianas,
silenciosas y letales que crean el caldo de cultivo para las
rebeliones. Pues los levantamientos sociales son reaccio­
nes históricas de los débiles cuando los gobernantes no
atienden equilibradamente las necesidades de los diversos
sectores sociales; y, además, cierran las vías legales y pací­
ficas para demandar el cumplimiento de la ley.

13
Las rebeliones sociales son hechos colectivos que
trascienden individuos, voluntades y análisis teóricos. Y
que confirman, una y otra vez, que no puede haber paz
y desarrollo sin trabajo, educación, justicia y dignidad
para todos.
Las guerrillas eminentemente campesinas e indí­
genas, como las descritas en Mujeres en la alborada, no se
explican por el influjo de alguna ideología particular,
no surgen de la noche a la mañana, no son producto de
manipulaciones o engaños. Son la expresión política más
aguda de una situación social explosiva, provocada por
un sistema económico que tiene a la mercancía, al dinero
y a la acumulación privada de bienes como su razón de
ser, y no al bienestar y a la dignidad humanas.
De ahí que las rebeliones, tragedias sociales no
deseables, no pueden valorarse ni comprenderse desde
el punto de vista de su utilidad, moralidad, legalidad,
éxito o fracaso.

Nuestra posición ante la derrota revolucionaria y nuestra


integración a la vida legal
Para quienes vivimos consciente y consecuentemen­
te nuestro compromiso, aceptar la derrota de la gesta
revolucionaria no significa renunciar a nuestros ideales
y principios. No significa renegar ni avergonzarnos de lo
actuado. No significa aliarnos ni servir al adversario. No
significa creer en el sistema imperante. Significa reflexionar
sobre lo actuado y extraer lecciones para el presente y el fu­
turo. Significa reconocer que una de las causas del fracaso
radicó en nuestros propios errores y limitaciones. Significa
volver a exponer la existencia por la justicia y la dignidad;
ahora sin las armas del anonimato, la clandestinidad, la
organización. Significa hacerlo en circunstancias también
adversas; pues ser crítico, sustentar principios y servir
causas justas es difícil en toda circunstancia y lugar.

14
Si aceptar la derrota revolucionaria requiere entereza
y dignidad, trabajar por la democracia en las condiciones
actuales lo requiere de la misma manera. De ahí que nos
presentamos con las alas del ideal desplegadas al viento y
con la dignidad firme ante la aurora detenida. Nos presen­
tamos con amor y amistad ante el hijo, a quien privamos
de nuestro cariño, cuidados y sustento en aras del ideal de
ayer, de hoy y de siempre. Nos incorporamos al esfuerzo
democratizador con la misma vocación de servicio y dis­
posición para trabajar por toda causa que apunte hacia
una sociedad mejor. Han cambiado las circunstancias y
las formas de lucha; no los ideales, las convicciones, ni las
necesidades sociales.

Razones para compartir estas vivencias


Escribí Mujeres en la alborada movida por el sentido del
deber hacia aquellos que aspiran a un mundo mejor y
creen en las enseñanzas de la experiencia social acumu­
lada. Para aquellos que saben que los hechos sociales son
fenómenos complejos y contradictorios que trascienden
a individuos y dirigentes. Y como aporte al rescate de la
memoria perseguida, acosada y traicionada por no pocos.
Pero también lo escribí en oposición a los partidarios del
"borrón y cuenta nueva", a los usurpadores, detractores
y represores de la palabra rebelde.
En el libro me concentro en los años que van de
1973 a 1978. Y me refiero a la experiencia vivida en el
altiplano occidental, montañas de los Cuchumatanes y
selvas de El Ixcán y El Petén. De ahí que los relatos son
reflejo de la primera época de una gesta que quiso abrir
camino hacia algo mejor para Guatemala, pero que años
después perdió el rumbo y fracasó por causas múltiples
en sus objetivos medulares.

15
La experiencia de escribir el libro
Escribir este libro significó volver a vivir los hechos con
una intensidad psíquica y emocional extenuante. Dolor y
alegría, miedo y valor, rabia y ternura, odio y amor aflora­
ron en mí con fuerza tan desbordante que, con frecuencia,
debí suspender su escritura por horas, días, semanas.
Vivir los hechos en aquellos años no implicó el desgaste
de escribirlos. Vivirlos entonces fue maravilloso porque
nos desbordaban los sueños, el entusiasmo, las certezas,
la juventud, el amor. Además, vivíamos el ascenso de la
lucha e ignorábamos la envergadura del precio social y
personal que pagaríamos por nuestros ideales y osadía.
Revivirlo lustros después fue durísimo porque estábamos
ante la derrota del sueño, ante el desencanto de oportu­
nismos y traiciones de excompañeros, ante el auge del
neoliberalismo y viviendo el exilio y la soledad política.
Definitivamente, la experiencia no es sólo producto
de lo logrado, de lo aprendido y de lo vivido al cabo de
una vida; sino también es el camino, el proceso y los es­
fuerzos que conllevó llegar a donde se está.

Guatemala, 1998

16
PRESENTACIÓN

Mujeres en la alborada es uno de los libros que podemos


leer para conocer Guatemala y entender su presente. Es
un material imprescindible para investigar la historia de
las guatemaltecas. Lo que Yolanda Colom relata es ya
parte del pasado, y en eso radica su importancia, porque
es un capítulo fundamental en las vidas de muchas de esa
generación, nacida a mitad del siglo XX. Es la narración
de hechos y momentos cruciales del país, y de sus mujeres
en particular.
A manera de etnografía, sin pretenderlo quizá,
une la descripción subjetiva y el análisis sociológico,
para darnos un panorama muy detallado de la comuni­
dad guerrillera y su entorno, del paisaje de la selva, sus
habitantes y secretos. Nos lleva a ver muy de cerca la
mentalidad que muchas jóvenes de entonces compartían
a través de ideales, valores y sueños. Entre líneas y a las
claras, encontramos descripciones sobre las condiciones
de vida de las mujeres, tanto del campo como de los cen­
tros urbanos, y aunque la lente sea personal, no faltan los
exámenes objetivos de la realidad. Sus apreciaciones y
juicios coinciden con corrientes de pensamiento comunes
en la Latinoamérica de entonces. En este sentido, es una
obra de su tiempo.
La Revolución, como forma de vida y opción
política fue un horizonte moral para quienes la convir­
tieron en eje de sus vidas. La militancia en condiciones
de clandestinidad, con las carencias y los riesgos que ello
planteaba, es expuesta aquí por una de sus protagonistas,
quien la desmenuza y la rearma como mosaico. El papel
que ella y sus más cercanos compañeros tuvieron dentro
de su organización, las discusiones, las acciones armadas,

17
las políticas propuestas, ponen al descubierto un mundo
desconocido u oculto, que hoy es preciso analizar y cono­
cer. En estas páginas hay reflexiones y dudas que están sin
resolver. La crítica y la autocrítica dejan abierta la puerta
a una evaluación siempre necesaria.
Los testimonios de quienes se involucraron en
distintas organizaciones políticas, sea como estudiantes,
sindicalistas, campesinas u obreras en los años setenta y
ochenta, comparten rasgos y escenarios que nos muestran
una parte de la historia de Guatemala que no estaba docu­
mentada. Las anécdotas, la alusión a costumbres, dichos,
nombres y lugares, nos ubica en una época en la que hubo
movilizaciones y cambios sociales que le abrieron la puer­
ta a prácticas culturales distintas. El abordaje de la autora,
su lenguaje, así como las vivencias que relata, dan cuenta
de un intento colectivo de construir otra Guatemala.
Si bien para entonces ya muchas mujeres en el
mundo luchaban por liberarse de la opresión patriarcal,
aquí todavía predominaba un sistema semifeudal, tanto
en la estructura económica, como en la ideología y sus
formas de expresión. Parecen increíbles las formas en
que se trataba y consideraba a las mujeres, sobre todo en
los medios más conservadores. En el cuadro que Yolanda
pinta con maestría, no faltan las ventas de muchachas, los
robos de novias, las golpizas, los abusos. Lo bueno es que
éstas se contrastan con las luchas y actitudes que asumen
otras contra la discriminación y por la justicia.
Semejantes empresas no estuvieron exentas de
obstáculos ni de yerros. La marcha hacia la victoria añora­
da fue dura, el desenlace y la derrota, dolorosos. Muchas
muertes y pérdidas acompañaron los pequeños triunfos
y avances, el balance que podemos hacer hoy tiene esos
referentes. Sin embargo el espíritu militante, rebelde y
contestatario, trajo consigo transformaciones individua­
les y sociales que hoy encontramos en las familias, en las
organizaciones y en los movimientos que sobrevivieron a

18
la confrontación con los poderes materiales y simbólicos,
cuestionándolos y retándolos.
Si vamos ahora a las áreas geográficas que apa­
recen en el libro, los cambios saltan a la vista: caminos
asfaltados, teléfonos celulares, construcciones modernas
y contaminación de los ríos están sustituyendo la belleza
de los bosques milenarios, con sus mariposas y aves.
Poblaciones que una vez abrigaron a familias indígenas
fueron arrasadas, cientos de cementerios y tumbas queda­
ron desperdigados por aquellos parajes naturales. Jóvenes
que entonces estaban apenas en la alborada de sus vidas,
dispuestas a todo, hoy son adultas maduras, con una carga
acumulada de saberes y experiencias. La injusticia contra
la que se combatía, la violencia, el deterioro ambiental,
la miseria siguen afectando a la mayoría de la población.
Muchas revolucionarias que empuñaron las armas antes,
hoy tienen en sus manos otras herramientas. La conciencia
de tener derechos y la capacidad de luchar por ellos sigue
iluminando el futuro.

Ana María Cofiño


Antigua, marzo 2008

19
MARIPOSAS DEL SUEÑO

Luego de un proceso de varios años, tomé la decisión de


renunciar a mi status social, a los títulos universitarios
y a mi aspiración de obtener riqueza material. En mis
circunstancias personales esa era la única manera de ser
consecuente en la práctica con lo que ya pensaba y creía.
Escogí a cambio aprender fuera de los marcos conven­
cionales y unir mis esfuerzos con aquéllos que, junto al
pueblo trabajador, construían en mi país el camino hacia
la emancipación.
Los partidos políticos me decepcionaban. Habían
nacido de la intervención yanqui de 1954 y del fanatismo
anticomunista de la guerra fría. Eran politiqueros y elec­
toreros; corruptos y cómplices por su silencio, cuando
no directamente responsables, de la represión contra el
pueblo. Ninguno representaba los intereses de obreros,
campesinos y capas medias trabajadoras. La adhesión de
sus miembros era, frecuentemente, oportunista o coyun­
tural. Los dirigentes de unos y otros se podían intercam­
biar sin que nada de fondo los modificara. Pues, unos
más otros menos, todos eran conservadores, ajenos a los
intereses populares y nacionales. Y los intentos por crear
partidos democráticos y con simpatía popular eran blo­
queados. Por eso aspiraba a incorporarme al movimiento
revolucionario. No veía otra alternativa. Sin embargo, no
sabía cómo ni con quiénes lo podía lograr. No conocía a
militantes de entonces y el movimiento revolucionario se
encontraba en su primer reflujo. El comandante guerrille­
ro Luis Turcios Lima había sido asesinado en octubre de
1966, en un provocado accidente automovilístico; Marco
Antonio Yon Sosa lo había sido a manos del ejército mexi­

21
cano en mayo de 1970. Y el terror contrainsurgente logró
desarticular bases y guerrillas en el oriente del país.
A comienzos de la década de los setentas, cuando
volví de una estancia en Europa, gobernaba Guatemala
el coronel Carlos Arana Osorio, representante de los
civiles y militares más represivos y reaccionarios del
país. Entonces no tenía bases objetivas para suponer
que seguía existiendo el movimiento revolucionario; no
conocía acciones ni pronunciamientos de organización
alguna. Sin embargo, confiaba en que habían sobrevivido
a la ofensiva contrainsurgente y que resurgirían en cual­
quier momento. Pero el tiempo pasaba y la oportunidad
de participar no se presentaba, así que algunos amigos
que compartíamos las mismas inquietudes integramos
un pequeño grupo. Nos dedicamos a estudiar teoría
política, el acontecer nacional y experiencias revolucio­
narias de otros países. Llevábamos poco tiempo de existir
cuando nos abordaron la Organización del Pueblo en
Armas —ORPA— y el Ejército Guerrillero de los Pobres
—EGP —. Ambas agrupaciones se encontraban en la
etapa de trabajo silencioso. Ninguna era conocida y aún
faltaba tiempo para que iniciaran su actividad pública.
Las dos organizaciones se preparaban para reivindicar
los intereses de sectores sociales que ningún partido legal
representaba desde 1954: campesinado pobre, población
indígena, obreros, semiproletarios y sectores de capas
medias. Opté por incorporarme al EGP.
Pocos años antes me había casado y por decisión
común con mi pareja no tuvimos familia de inmediato.
Por un lado la particularidad de nuestras inquietudes
laborales y políticas, y por otra nuestra precariedad
económica, hacían imposible conciliar las primeras con
la responsabilidad que entrañan los hijos, especialmente
para la mujer. No habría podido estudiar, viajar y trabajar
como lo hice en esos años cruciales para mi formación si

22
hubiera tenido hijos de inmediato. Además, tenía concien­
cia de los riesgos que en Guatemala conlleva la militancia
revolucionaria. No sólo para quien la ejerce, sino para sus
seres queridos, aun cuando ellos no tengan nada que ver
con las decisiones y actividades del militante. A la fecha
han sido asesinados u obligados al exilio familiares y
amigos que eran contrarios a su militancia o que nada
sabían al respecto. Principalmente si tales personas eran
democráticas o mostraban simpatía hacia el luchador
social. Y esto sucede también con familiares y amigos de
activistas y dirigentes del movimiento popular que nada
tienen qué ver con la revolución, pero que son conse­
cuentes e íntegros en su lucha reivindicativa. Y en aquel
entonces dudaba de mí misma en cuanto a si tendría el
valor de seguir activa una vez tuviera hijos. De ahí que
también decidiéramos tenerlos sólo cuando estuviéramos
ideológicamente sólidos, de manera que, pasara lo que
pasara, no renunciaríamos a nuestras convicciones ni al
compromiso militante adquirido. Pero no fue fácil pos­
poner varios años la maternidad. La contradicción nos
afloraba periódicamente, obligándonos a reiterar una y
otra vez la decisión. Los niños me gustan y tenía ilusión
de tener una familia numerosa. Por otra parte, me decía
a mí misma que debía tenerlos porque la participación
revolucionaria no se puede condicionar a que seamos o
no madres, y la mayoría de mujeres tenemos hijos en al­
gún período de nuestra vida. De manera que cuatro años
después de casada di a luz un varón. Me alegró mucho
que fuera hombre, pues consideraba que para él sería
menos dura la vida en caso me viera forzada a dejarlo.
Y yo tendría más valor para renunciar a él y confiarlo a
terceros si esa situación se daba.
Si bien estaba feliz con mi hijo, antes del primer
mes se me había derrumbado la imagen idealizada de la
maternidad que inconscientemente había interiorizado.

23
Me parecía agotador dar de mamar frecuentemente de
día y de noche, cambiar pañales a cada poco, sacar el aire
al bebé luego de que comía. Sentía que era la de nunca
acabar, a pesar de que mi madre y mi abuela estaban al
lado y que yo no lavaba los pañales ni realizaba tareas
domésticas esos días. Pues nos habíamos trasladado a
casa de mis padres y allí había personal de servicio. Por
ese entonces nosotros vivíamos en el altiplano central. Fue
con la maternidad que me di cuenta cuán acostumbrada
estaba a una actividad independiente e intensa fuera del
hogar; y no dejaba de sentirme maniatada. Sin embargo,
esa situación duró poco, porque al mes de nacido ya
llevaba a mi hijo conmigo a todas partes. Y si por fuerza
mayor no podía hacerlo, lo dejaba al cuidado de alguna
familiar o amiga. Con cariño y solicitud, pero también
con firmeza, lo enseñé desde pequeño a ser sociable y
alegre; a no aferrarse a una sola persona, incluida yo; a
permanecer en la cuna o en el corral la mayor parte del
tiempo, incluso cuando familiares o amigos nos acom­
pañaban. No permití que lo acostumbraran al chineo ni
que al primer chillido lo cargaran. En un lapso pequeño
logré que se entretuviera contento en su espacio, hubiera
o no gente a su alrededor. Le platicaba y jugaba mucho
con él, pero sin sacarlo del encierro. Pronto partiríamos
al altiplano, lejos de familiares y amigos; trabajábamos y
no tendríamos quién nos ayudara con él, ni con las tareas
domésticas. Si nuestro hijo se acostumbraba a ser mimado,
sufriría mucho cuando no lo pudiéramos consentir.
En el curso del primer año de militancia desempeñé
diversas tareas: apoyo logístico y de comunicaciones en
función del frente guerrillero en el norte de El Quiché;
apoyo en servicios y seguridad a miembros de la Dirección
Nacional y veteranos fichados, en algunas de sus movili­
zaciones y reuniones de trabajo, aunque entonces no tenía
idea de cuáles eran sus funciones ni sus años de militancia.

24
Mucho menos cuáles eran sus identidades y dónde vivían.
Siempre los recogí y dejé en diversos puntos de la ciudad
o del país. Y los apoyaba en locales y con vehículos que yo
misma obtenía para el efecto. También realizaba activida­
des de formación política y cultural con compañeros de
extracción obrera y campesina provenientes de distintas
partes del país. Varios de ellos habían sido combatientes
o colaboradores en los años sesenta. Trabajaba con dos o
tres en grupo si se conocían entre sí y laboraban juntos.
De lo contrario lo hacía por separado con cada uno y en
diferentes sitios. Por otra parte, conociendo la dirección
mi experiencia docente, me encomendó la elaboración
de un método de alfabetización que pudiera ser imple-
mentado en la montaña. El analfabetismo campeaba de
la mano con la miseria; pero el deseo de superación era
generalizado y urgente la necesidad de elevar el nivel
cultural de nuestros miembros y bases.
En aquel entonces, cada quien sufragaba los gastos,
obtenía los recursos y resolvía por sus propios medios
cuanto problema enfrentara en el cumplimiento de sus
funciones. A nadie se nos ocurría pedirle recursos o dinero
a la organización. Éramos nosotros quienes la sosteníamos
e impulsábamos en cuanto podíamos, y no a la inversa. Y
le poníamos empeño a la tarea que fuera: gris, peligrosa,
solitaria. La Dirección Nacional, conociendo las necesi­
dades y nuestras capacidades, decía a cada quien lo que
debía hacer. Y ello frecuentemente no coincidía con los
deseos personales. A menudo debíamos subordinar los
intereses familiares o laborales a los de la organización.
Nos poníamos al servicio del proyecto revolucionario
sin reservas, sin trabas, sin condiciones. Firme y cons­
cientemente nos asumíamos parte protagónica de él. En
aquellos tiempos, aceptar la militancia significaba aceptar
ser corresponsable de los aciertos y errores, de los éxitos
y fracasos, de los peligros y las renuncias. Así se levantó

25
el proyecto del EGP en su fase anónima y en sus primeros
años de accionar público.
Algunas tareas las realizábamos en común con mi
compañero, pero otras eran diferentes para cada uno. En
estos casos no conocíamos lo que el otro hacía, dónde ni
con quiénes. Pero ambos cumplíamos actividades en la ca­
pital y en diversos puntos del país. El trabajo remunerado
daba margen para ello. Por eso lo habíamos escogido entre
otras posibilidades mejor pagadas y más cómodas, pero
que nos aprisionaban en rutinas y horarios que chocaban
con las tareas que teníamos.
A través del trabajo y de las actividades militantes
conocí diversas regiones del país. También me relacioné
con personas de muy diversas procedencias sociales,
culturales y políticas. Y desde entonces aprendí a valorar
la diversidad militante y su recíproca complementación;
pues diversas funciones, tareas y circunstancias requieren
características y capacidades diferentes. Asimismo, com­
prendí que el trabajo de la organización, para ser eficaz,
requería de todos: sentido de responsabilidad, disciplina
de trabajo y preocupación por la seguridad; así como
también respeto mutuo y discreción. De lo contrario, el
trabajo se atrancaba, se desarticulaba, se duplicaba; y la
indispensable buena relación entre los militantes se dete­
rioraba, afectando negativamente el trabajo del conjunto.
En especial, el chisme y los prejuicios son nefastos. Ade­
más, no existe el militante ideal que todo lo puede, que no
se equivoca, que carece de debilidades, que le simpatiza
a todos. De una u otra forma fui aprendiendo qué quería
decir "ser de carne y hueso" y "estar determinado por
la extracción social y el entorno". Ninguno entrábamos
formados como militantes, sino que nos forjábamos en
un proceso con altibajos y contradicciones y en el que
necesitábamos invertir toda la conciencia, el esfuerzo y
la sencillez de que fuéramos capaces. El empeño por su­

26
perarse, además, debía ser constante; como constante es
el riesgo de acomodarse, envanecerse, ser rebasado por
los acontecimientos.
En el curso de medio año, sin abandonar las otras
tareas, elaboré el método de alfabetización que me solici­
taron. El trabajo abarcaba dos dimensiones: la parte moti-
vadora e instructiva para aquellos que lo utilizarían —casi
todos campesinos, comerciantes ambulantes, artesanos
pobres, dirigentes comunales, jóvenes guerrilleros — y la
parte propiamente metodológica y de contenido adecuado
para el ámbito de las montañas del noroeste. Para realizar
dicha labor me apoyé en los postulados de Antón Maká-
renko, pedagogo soviético de principios de siglo, quien
dio nacimiento al método universalmente conocido que
lleva su nombre. Recién instaurado el poder de los soviets
en la Rusia Zarista, el nuevo gobierno le asignó a este
maestro de escuela el gigantesco trabajo —sin recursos,
sin dinero, sin infraestructura adecuada— de reunir y
educar para la vida y para el trabajo a niños y adolescen­
tes huérfanos, abandonados, ladronzuelos. Muchachos
que abundaban como producto del régimen zarista, de la
guerra civil y de la primera guerra mundial. Este maestro
bolchevique, sin especialización ni asesoría, se entregó de
lleno y de por vida a su nueva responsabilidad. Su gesta
pedagógica está plasmada en varios libros, dos de ellos no­
velados: Poema pedagógico y Banderas en las torres. También
recurrí a Paulo Freire, educador brasileño comprometido
con la emancipación de los sectores populares, quien dio
origen a una nueva pedagogía. Su primer libro, Pedagogía
del oprimido, apareció en 1969; lo leí recién editado y seguí
desde entonces la evolución y la polémica alrededor de
sus planteamientos.
Elaborar ese método fue un reto y una carrera contra
reloj, porque esperaba a mi hijo y quería concluirlo antes
de su nacimiento. Lo logré una semana antes. Algunos me­

27
ses después, a mediados de 1974, la dirección me propuso
visitar el frente guerrillero para impartir un cursillo sobre
el método que les había presentado. No me lo dijeron dos
veces, inmediatamente acepté. Me parecía una oportuni­
dad maravillosa. Por un lado conocería algo de la vida
revolucionaria en aquellas latitudes y, por el otro, iba a
someterse a la prueba de la práctica mi trabajo educativo.
En ese entonces, numerosos revolucionarios procedentes
de las capas medias urbanas considerábamos —tal vez
por romanticismo y por simplificar la gesta revolucionaria
cubana— que la militancia en la montaña era la máxima
e insustituible expresión de la realización revolucionaria.
Sin embargo, muy pocos vimos colmado nuestro sueño
porque también había necesidades de trabajo en la ciudad
y en otras partes del país.
Para realizar la visita al frente necesitaba varias sema­
nas. Mi hijo estaba pequeñito y debía dejarlo con alguna
familiar o amiga, sin levantar sospecha alguna sobre la
razón que me movía a hacerlo. El trabajo no le permitía al
papá asumir él solo su cuidado; pero juntos lo resolvimos
y comencé los preparativos.
En esta etapa no fue fácil la convivencia familiar.
La relación con padres y hermanos era a menudo con­
tradictoria y difícil debido a que desde chica no seguí
los patrones de comportamiento comunes a mi género
y medio social. Pero el hecho de haber sido buena estu­
diante y responsable en todo cuanto hacía amortiguaba
los choques. Y ellos veían que estaba contenta con mi vida
y segura de lo que hacía.

28
DESPERTAR EN LA ZONA REINA

Cuando realicé mi primera visita al destacamento gue­


rrillero, llevaba un año con la compañía inseparable de
una cápsula de cianuro. Se nos daba a los militantes de
entonces con la orientación de ingerirla en caso de caer
en manos de los cuerpos represivos. Era vieja historia,
aunque no tan absoluta como llegó a ser muy pronto, que
en Guatemala no hay presos políticos, ni consignados a
los tribunales por acusaciones de rebelión contra el régi­
men. El secuestro, la tortura y una muerte atroz eran la
respuesta inequívoca del régimen para todo demócrata,
luchador popular o militante revolucionario consecuente
y firme. Por eso me parecía natural y necesaria tal com­
pañía, y siempre tuve el cuidado de llevarla a mano y en
lugar seguro. Sin embargo, desde que la recibí, me inva­
dió una sensación de fatalismo respecto a que mi muerte
era inminente. No dudaba que me la tragaría si me veía
obligada a hacerlo, pero la odiaba tanto como al sistema
contra el que luchaba, porque amaba la vida y quería
servir al pueblo de la única manera en que es posible:
viva, sana y libre.
En la semana previa al viaje observé que la cápsula
cambió color, tornándose de blanca en amarillenta. Me
preocupaba que no fuera ya efectiva. Pero absorbida
por los preparativos olvidé preguntar a qué se debía su
transformación. De todas maneras la llevé a la montaña.
Y en la primera oportunidad que tuve se la mostré a
uno de los responsables del destacamento para ver si
me despejaba la duda. "Tira esa mierda lejos, ahora, y
olvídate de ella" me dijo enojado, y prosiguió: "Habría
que tragarla para saber si sirve o no, hasta ahora sólo uno
lo ha hecho y por error". Resulta que cierto compañero

29
cayó en una redada policial, práctica común en la capital
del país, en la que sin excepción se llevaban detenidos a
todos los hombres que en un momento dado estaban en
el área que se había decidido "limpiar", supuestamente
de delincuentes. El compañero tenía sus documentos en
orden y no era conocido, pero inexperto y sabiéndose
conspirador, temió ser descubierto. Así que llegando a
las instalaciones policiales se tragó la cápsula y se sentó
en un rincón a esperar la muerte. Estaba sufriendo retor­
tijones de estómago cuando por altavoz anunciaron que
quedaba libre. Con dificultad y asumiéndose en agonía se
paró, recibió sus papeles que habían sido requisados en
la detención y salió a la calle. Desesperado buscó ayuda
con compañeros, pero la misma no fue necesaria porque
los retortijones habían cesado y fuera del susto no tenía
nada. Vivió y nunca más tuvo problema alguno por haber
ingerido el cianuro. Sin embargo, a partir de entonces, las
opiniones sobre lo procedente o no de utilizarla se divi­
dieron. Lo cierto es que tiré mi cápsula en el momento en
que el compañero me dijo que lo hiciera. Y desde entonces,
salvo en momentos de peligro, dejé de sentir el inmenso
peso de la muerte.
Dada la forma en que fui preparada para ejercer
el magisterio, no concebía el éxito del cursillo sin contar
con material didáctico, especialmente si el curso iba a ser
breve y los participantes eran inexpertos. Además, que­
ría dejarles recursos para que cada uno dispusiera de lo
básico en su respectivo lugar de trabajo. Me era inconce­
bible, por ejemplo, carecer de pizarrón, ilustraciones y de
luz para trabajar de noche. Pero sabiendo que debíamos
caminar y que no tenía capacidad para llevar a cuestas
todo lo que necesitaba, pregunté si podían resolverlo.
La respuesta fue que podía llevar hasta setenta libras de
material didáctico. Ese era el peso que, según el dirigente
de la ciudad que me lo dijo, podría cargar el compañero

30
que me conduciría hacia el campamento guerrillero. Así
que preparé abundante material. El equipo personal, in­
cluido un mecapal, me sería entregado en el momento de
viajar. Por experiencia no dejaban en manos del novato
decidir qué era lo indispensable, pues todo principiante
de origen urbano consideraba necesarios objetos que ni él
ni nadie aguantaban a cargar. Entre ellos estaban toallas,
papel sanitario, zapatos o botas de repuesto, una tercera
mudada, desodorante, jabón, pasta dental, baterías de
repuesto. Algunos de estos artículos eran sustituidos así:
la toalla por un pañuelo paliacate que se retorcía cada
vez que se saturaba de agua y que tenía múltiples usos;
el papel sanitario por hojas y musgo; la pasta dental, de
uso colectivo cuando la había, por ceniza.
Llegado el día de partida me dirigí al sitio acordado.
No sabía entonces quién o quiénes llegarían a recogerme,
cómo era el vehículo ni hacia dónde nos dirigiríamos.
Mucho menos en qué lugar y a qué hora emprenderíamos
la caminata. Eran medidas elementales de seguridad que
todos acatábamos con discreción y disciplina. Me reco­
gieron puntualmente. Éramos cuatro, dos hombres y dos
mujeres. Tres íbamos al destacamento y uno regresaría a
la capital. Desde el anochecer cayó una lluvia torrencial
que no cesó sino al amanecer. El viaje fue largo y culminó
a media noche en una localidad en el norte de El Quiché.
Al aproximarnos al punto se nos orientó descender rá­
pido y arreglar las cargas sin hablar y sin encender luz.
Mientras eso hacíamos, de la oscuridad y del aguacero
surgieron tres compañeros. Dos de ellos volvían a la ciu­
dad, luego de una temporada en el destacamento, y un
tercero sería nuestro guía y quien transportaría el mate­
rial educativo. Sin embargo, quien me autorizó llevar los
recursos no tomó en cuenta que este compañero llegaba
a encontramos cansado y sin haber comido, pues durante
dos días y sus noches acompañó a los que salían, en una

31
marcha especialmente lenta, debido a que uno de ellos se
había fracturado un tobillo. El compañero, por lo tanto,
sólo tomó parte de las cosas. Por iniciativa propia sumé
el resto a mi carga. Partimos en silencio, sin luz, a paso
rápido. La lluvia, la oscuridad y el terreno tortuoso nos
dificultaban el avance, aunque los dos primeros asegura­
ban la secretividad de nuestra presencia. Habíamos hecho
contacto frente a un puesto de la Guardia de Hacienda, en
ese entonces única representante de los cuerpos represivos
en dicho poblado.
Caminando por callejas y veredas siempre en ascenso
y empantanadas, pasábamos entre casas cuyos perros nos
ladraban agresivos. Había trechos en los que a cada paso
las botas se hundían completamente en el fango, haciendo
ventosa, de manera que al intentar dar el siguiente paso el
pie se salía del calzado que quedaba atascado. Entre dos
teníamos dificultad para sacarlo. En otros tramos dábamos
dos pasos hacia delante, para luego deslizamos de regreso
sin poder sujetarnos a nada. Todo era lodo, agua y oscu­
ridad. Y para completar el cuadro nos extraviamos dos
horas, al cabo de las cuales nos encontramos en un punto
recorrido con anterioridad. Debimos repetir uno de los
trayectos con más lodazales para corregir la dirección.
El compañero que llegó a nuestro encuentro y el que
venía desde la capital eran veteranos del destacamento e
iban armados, la compañera y yo, no. La seguridad descan­
saba en múltiples factores y no tenía caso que, sin mayor
experiencia y en aquellos tiempos de anonimato de la
organización, portáramos armas en tales circunstancias.
Caminamos dos noches continuas, deteniéndonos
antes de la alborada, para escondernos entre la maleza
las horas de luz y reanudar la marcha al oscurecer. Debía
ser así pues atravesábamos sembradíos de maíz, a los
que llegaban a laborar los campesinos. Y aunque se había
iniciado el trabajo organizativo entre algunos de ellos,

32
por seguridad no debíamos evidenciar la ubicación ni los
movimientos del destacamento. De ahí que permanecimos
quietos y silenciosos más de doce horas. No comimos y
estuvimos en tensión debido a los perros —cada campe­
sino tiene, cuando menos, uno que lo acompaña a todas
partes— que varias veces llegaron a merodear nuestro
escondite. Si un animal insistía, el dueño atendería sus
ladridos, seguro de que había encontrado algo que me­
recía investigación. Afortunadamente logramos pasar
inadvertidos. Al oscurecer, después de que los lugareños
volvieron a sus casas, reanudamos la marcha en dirección
inversa a la suya. Un poco antes del segundo amanecer
alcanzamos la orilla de la montaña, donde podíamos
caminar de día y sin riesgo de encontrar gente. Descansa­
mos unas horas dentro de un cobertizo abandonado y al
despuntar el día, siempre sin probar bocado, proseguimos
nuestro camino. A partir de entonces avanzamos a rumbo,
sin seguir trazo alguno; estábamos en territorio conocido
por nuestros compañeros. Una vez dentro del bosque,
quien había ido a nuestro encuentro se adelantó, al paso
rápido propio de los veteranos. El cansancio y el peso de
la carga se multiplicaban al avanzar despacio, pero todo
novato sólo puede hacerlo así las primeras veces. Este
silencioso compañero era campesino pobre, indígena
achí, oriundo de Baja Verapaz, veterano de las bases de
Rabinal de los años sesenta y fundador del destacamento
del EGP. Padecía tuberculosis pulmonar y sus hijos vivían
de lustrar zapatos en la capital. Poco después salió tem­
poralmente de la montaña para curarse de ese mal.
Al dar aviso en el campamento nuestro guía, dos
compañeros acudieron a encontrarnos. Nos hallaron en
una húmeda vereda de mimbreros donde el musgo cubría
el tronco de los árboles y alfombraba el suelo. Los recién
llegados tomaron nuestras cargas y nos dieron a beber
chocolate frío. Cayendo la noche llegamos a nuestro desti­

33
no. Habíamos hecho el recorrido en el triple de tiempo que
utilizaban los veteranos. Estábamos aproximadamente a
3,000 m SNM, en las estribaciones del macizo montañoso
de la Zona Reina, parte a su vez del sistema orográfico
de Los Cuchumatanes. Se trataba de un campamento en
el corazón de un bosque tropical húmedo y muy frío,
instalado en una pendiente pronunciada de exuberante
vegetación, donde la niebla lo envolvía todo.
Mi estado físico era calamitoso: dos noches sin
dormir, más de 48 horas sin comer, sudada y enlodada
de pies a cabeza, empapada de agua helada, con una uña
en cada pie arrancada de raíz, con dolor de cabeza por la
presión del mecapal y con varias mataduras en la espalda,
producidas por el pizarrón que por falta de experiencia
para cargar me coloqué directamente a cuestas. Mi estado
anímico era insuperable: me sentía feliz. Haber llegado,
no importaba cómo, era lo que contaba.
Por aquel tiempo, y a pesar de estar en guardia al res­
pecto, tenía idealizada a la agrupación a la que me había
incorporado después de años de búsqueda. Pensaba que
era extensa y estructurada, y que tenía claridad sobre los
problemas fundamentales de nuestra sociedad. Nadie me
había dado motivos para considerarlo así y en el tiempo
que llevaba militando más bien había visto indicios de
lo contrario. Además, había leído sobre diversas gestas
revolucionarias en la historia de la humanidad y todas
eran similares en cuanto a la precariedad de las organiza­
ciones rebeldes. Pero inconscientemente trocaba realidad
por deseos.
Al ver al grupo, gracias a dicha idealización, supuse
que era uno entre los muchos que integrarían la orga­
nización. Y que habrían en esas inacabables montañas,
cuando menos, unos veinte como ese. Sólo tiempo des­
pués, ya incorporada a la guerrilla conocería la realidad:
era parte importante del único destacamento que tenía la

34
organización. Varios de sus integrantes eran fundadores
de ella y del destacamento; algunos eran miembros de la
Dirección Nacional y veteranos de los años sesenta otros.
Conocí a estos compañeros cuando todavía andaban
muy remendados, flacos, pálidos. Verlos en tan lamen­
table estado fue impactante. Sólo haciendo esfuerzos de
abstracción lograba persuadirme de que eran mis compa­
ñeros de lucha y uno de los baluartes de la revolución en
mi país. Pero más desconcertantes fueron los hechos que
presencié durante mi estancia. Por ejemplo, cuando el
compañero indígena que nos había conducido, todavía
con la misma mudada y visiblemente agotado —había
caminado y cargado, sin comer y casi sin dormir, más de
ochenta horas—, dirigiéndose a la colectividad preguntó:
"¿Dónde están los Conciertos de Brandenburgo?" Y luego
de que alguien le extendiera un casete, se tiró en el suelo
cuan largo era, a escuchar con deleite aquellos conciertos
de Bach. O cuando otro de ellos, el más pálido y ojeroso,
me pidió con la mayor sencillez imaginable que al volver
a la civilización le hiciera los siguientes favores: llevar flo­
res a la tumba de su abuela, quien lo crió y había muerto
cinco años atrás, mientras él se encontraba ausente; que
obtuviera para él la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak
y que le mandara una barra de chocolate.
Con el tiempo supe que el gusto por Bach se debía a
dos razones: durante meses sólo habían tenido ese casete
de música, llevado por alguien de la ciudad; y los violines
que se escuchaban en dichos conciertos les hacían recordar
a los compañeros indígenas su propia música, interpretada
con esos mismos instrumentos de cuerda. Y quien gustaba
de Dvorak era amante y conocedor de la música clásica.
Lamentablemente, mi cabeza no tenía alcance para
vincular aquellas necesidades humanas con la rebelión
armada, con guerrilleros palúdicos y con bosques cente­
narios de niebla y frío perennes.

35
Me bastó convivir unas semanas con ellos para
darme cuenta que el sentido del humor era generalizado
—aunque no faltaban el enojado y el gruñón del grupo — y
que poseían destacadas cualidades humanas y militantes.
Muchas de las cuales sólo se forjan en la defensa prolon­
gada de ideales bajo circunstancias adversas. Esas en las
que es preciso renunciar no sólo a la propiedad, sino a los
seres más queridos, a la identidad personal, al sol. Esas
en las que se dejan la salud y la juventud para siempre,
en el empeño por hacer valer los derechos de los más
pobres y de los más oprimidos. El peligro, la enferme­
dad o la muerte en cualquiera de sus expresiones eran
simples accidentes de trabajo para estos compañeros. Y
la pobreza material un resultado normal del oficio que a
ninguno preocupaba.
Fue ante esa realidad que comencé a comprender
los alcances del compromiso revolucionario en un país
como el nuestro. Realidad que no me desanimó, sino que
me motivó para dar todavía más de mí, y a respetar pro­
fundamente a todos aquellos que se entregan de manera
generosa a la causa de los explotados.
A varios se nos orientó usar gorra pasamontañas
para ocultar nuestros rasgos faciales. Y a las horas de
comer teníamos el cuidado de sentamos en círculo y de
espaldas hacia el centro para no vernos la cara mientras
comíamos. Realizábamos trabajos diferentes y no había
razón para que por un breve cursillo nos identificáramos
entre sí. Era regla elemental de seguridad que frecuente­
mente se violó en tiempos posteriores.
Los rayos y el calor del sol no penetraban a ningu­
na hora, aunque el cielo estuviera despejado, pues las
copas de los árboles se superponían unas a otras. De ahí
que siempre estuviéramos en penumbra y con la ropa
húmeda por el contacto inevitable con la vegetación y la
presencia de lluvia. Los compañeros que allí habitaban

36
llevaban años alimentándose de maíz; pues esa gramí­
nea era lo que cultivaba la población en mayor cantidad.
Preparaban un puré con harina gruesa de ese grano. Así
abundaba el maíz y su preparación era más rápida que
la de las tortillas o los tamales. Sin embargo, la obtención
de un quintal implicaba la movilización de varios com­
pañeros durante días, contando con el apoyo de la gente.
Para acceder al agua se descendía una ladera empinada y
lodosa de doce a quince metros de profundidad. Al fon­
do, entre abundantes helechos, se formaba un pequeño
remanso de agua helada y cristalina que caía en cascada
desde muy alto.
A la mañana siguiente de nuestro arribo, luego del
desayuno, pregunté a uno de los responsables en dónde
iba a trabajar. "Bueno, donde quieras. Prepara el lugar y
avísanos cuando estés lista" fue su respuesta. Volví la vista.
a todas partes y caminé por diversos rumbos del campa­
mento, pero no encontré un metro cuadrado plano y claro.
Todo era en declive y la vegetación tupida. El suelo de las
champas, donde dormían varios juntos para conjurar el
frío, y el área de la cocina, habían sido aplanadas a fuerza
de arrancarle bocados a la ladera. No había más que hacer
otro tanto para el "salón" de trabajo. Así que tomé el ma­
chete y empecé a descombrar un pedazo. Algunos de los
compañeros me observaban a distancia, callados y serios.
Quién sabe qué pensaban. En la caminata de entrada había
usado machete por primera vez en mi vida.
Cuando terminé con el desmonte procedí a sacarle
tierra a la vertiente, para hacer una terraza de dos por tres
metros. Debí arrancar con las manos piedras, troncos y
raíces. Para entonces un compañero de los que observaba
desenvainó su machete, sin decir palabra avanzó hacia
donde me encontraba y silencioso me ayudó a concluir el
trabajo. Era indígena. Tiempo después supe que también
era achí, campesino pobre, veterano de las bases rabina-

37
leras y fundador del destacamento guerrillero. Con la
realización de este trabajo comprendí que, como en otros
aspectos de la lucha, había que construir todo desde el
principio y vincular el trabajo manual con el intelectual. Y
que en aquellas condiciones realizar cada tarea conllevaba
trabajo físico, además de las capacidades específicas.
Con un piso y un techo de plástico, el "salón" estu­
vo listo. En la actividad participaron cuatro compañeros
y dos compañeras. Dos de los hombres eran dirigentes
comunales de los poblados más grandes de la zona ixil;
hablaban español tan bien como su idioma materno. Los
otros dos eran fundadores del destacamento y trabajaban
en organización entre los ixiles. Una compañera, pequeña
y frágil, era campesina de la costa sur y veterana del grupo
de Yon Sosa; había llegado sólo para recibir el cursillo.
Luego volvería a sus tareas organizativas en las planicies
cálidas del sur guatemalteco. La otra compañera se había
incorporado hacía un par de meses al destacamento y era
veterana de la resistencia urbana.
Posteriormente, el material para alfabetizar se
reprodujo en nuestra imprenta clandestina, y se distri­
buyó entre la organización. Pero varios años después la
experiencia pedagógica sintetizada en él, fue subestimada
y distorsionada por compañeros sin criterio docente, que
trabajaban en áreas rurales. En lugar de enriquecerlo y
mejorarlo gracias a la práctica, se le empobreció. En 1983
estaba extraviado o abandonado más por negligencia
que por fatalidad. Ese año se me orientó que hiciera de
nuevo el trabajo; pero no se me aportó la experiencia de
su aplicación ni conté con el material original. Quienes me
lo demandaron subestimaban el trabajo que conllevaba su
elaboración en esas condiciones. Otras tareas militantes
absorbían mi tiempo y no lo hice.
En los ratos libres realicé ejercicios de tiro real por
segunda vez en mi vida. La primera lo había hecho meses

38
atrás en los alrededores de la capital. También me ense­
ñaron a desarmar y armar una carabina M-1 con los ojos
vendados; y me hicieron ver que siempre debía hacerse
sobre un pedazo de tela o de plástico, colocando las piezas
en el orden que se quitaban. Este hábito mostraba su vali­
dez en los momentos de emergencia y oscuridad, y cuando
el arma se utilizaba entre la vegetación. Finalmente, me
dieron a leer un material sobre táctica militar guerrillera
que, a pesar de mis esfuerzos no logré entender esa vez.
Entonces no sabía de teoría militar, salvo lo referente a
operaciones de contrainsurgencia. Durante varios meses,
leer y escuchar sobre teoría militar me produjo el efecto
de un somnífero. Y lo mismo me sucedió, sólo que por
más tiempo, con la filosofía. Yo buscaba acción y no es­
tudio; pero desde el inicio el segundo fue tan vital como
la reflexión sobre nuestra práctica.
Abandonamos el campamento una tarde de junio.
La caminata fue más rápida que cuando entré porque más
que nada descendimos y no llovía; tampoco llevábamos
carga y había luna llena. Entre la una y las cuatro de la
madrugada, luego de nueve horas de marcha, dormimos
en el portal de una cárcel de aldea, donde nos protegieron
la niebla y el frío. Antes del amanecer reanudamos la
marcha pasando cerca de casas de madera y tejamanil, ro­
deadas de hermosas hortensias. Todos dormían a nuestro
alrededor, y los perros no sintieron nuestro paso. Entre
aroma de flores llegamos a la vera de un camino donde
nos mudamos de ropa. Luego, las mujeres abordamos el
vehículo que llegó a recogernos a la hora convenida. El
compañero guía retornó al campamento y nosotras aban­
donamos la región. Tenía ilusión de ver a mi hijo, quien
estaba cumpliendo cinco meses de edad.

39
EN SILENCIO Y SECRETO

En aquellos primeros años, cuando en la conducción de la


organización dominaban los criterios políticos y los acon­
tecimientos no nos habían desbordado, directamente y por
diversos medios se adquiría información sobre la realidad
concreta de los lugares donde buscábamos echar raíces.
De ahí que, luego de trabajar en Quetzaltenango y Toto-
nicapán, con mi compañero buscáramos un empleo que
nos permitiera instalarnos en Huehuetenango, El Quiché o
Alta Verapaz. Nos interesaban los municipios norteños de
tales departamentos, pues era donde se irradiaba el trabajo
político y organizativo del destacamento guerrillero del
EGP. Y a nosotros nos correspondía proporcionar a nues­
tros dirigentes —quienes se encontraban en la montaña o
clandestinos en las ciudades — un panorama económico,
político y cultural de esas zonas.
Logramos establecernos en la zona ixil, localizada
en las montañas de Los Cuchumatanes, al norte de El
Quiché. Sus cabeceras municipales eran pequeños pobla­
dos, compuestos de casas de adobe y teja o de ranchos de
paja, tejamanil y palizadas. Difícilmente llegaban a tener
tres mil habitantes cada una. La mayoría de la población
vivía dispersa en decenas de aldeas, caseríos y parajes,
unidos unos a otros por veredas. Salvo en Cotzal, no había
caminos interiores para el tránsito de vehículos. Todas las
localidades estaban bordeadas por bosques centenarios
de pino, pinabete, encino y ciprés. Son lugares siempre
verdes, húmedos y sumamente quebrados, donde llueve
más de ocho meses al año. En las partes más altas de Los
Cuchumatanes, al norte de esas cabeceras, hay un sinfín
de quebradas y ríos que, al unirse en su ruta hacia la
vertiente del golfo, forman los grandes ríos selváticos: el

41
Ixcán y el Xaclbal, afluentes del Lacantún que corre en
tierra mexicana; el Copón y el Tzejá, afluentes del Chixoy,
río limítrofe entre El Quiché y Alta Verapaz.
El empleo nos daba posibilidades de entablar relacio­
nes con autoridades y con exponentes del poder local. Y
también nos vinculaba con empleados públicos en las
áreas de salud, educación y servicios. De manera que
tuvimos acceso a lugares y recursos de interés. Por otra
parte, consultamos estadísticas, fotografías y mapas que
tuvimos al alcance sin llamar a sospecha sobre nuestro tra­
bajo militante. La regla de oro fue no mostrar interés por el
quehacer político ni por la problemática social. Evitamos y
declinamos relaciones con luchadores sociales y población
pobre, salvo por razones de vecindad y cortesía. Estos
vínculos los cultivaban compañeros indígenas, miembros
del destacamento. Y su trabajo no tenía relación directa
con el nuestro. Es más, no nos conocíamos entre sí.
Observamos acuciosamente la cotidianidad, los
días de mercado, las festividades y su calendarización;
el movimiento comercial, el ciclo agrícola y migratorio.
Recorrimos cabeceras municipales, aldeas y caseríos. No
pocas veces, la gente nos tomó por gringos o pastores
evangélicos y nos pidieron "moni" (money) y "píchur"
(picture).
Poco a poco desentrañamos cuál era la estructura
del poder local y cuáles eran sus vínculos con el poder
fuera de la región. Pero para lograrlo tuvimos que vivir
situaciones desagradables, aparentar valores propios de
dominadores, callarnos la boca.
A pesar de tener conocimiento sobre la rapacidad y
la violencia de quienes se enriquecen a costa del trabajo, la
dignidad y la vida ajenas, nos resultaba golpeante, hasta
increíble, ver los niveles que alcanzaba en esas regiones.
Había terratenientes y contratistas que seguían usando el
cepo y el látigo para castigar a los indígenas que come­

42
tían alguna falta o que no pagaban pequeñas deudas. Y
lo hacían con la mayor naturalidad y certeza de estar en
su derecho. Había usureros que como garantía de pago
de cantidades pequeñas con intereses leoninos —del 5 al
20 por ciento mensual, incluso semanal—, exigían joyas
ancestrales, productos agrícolas, escrituras o documentos
de casas y terrenos; o demandaban la servidumbre de es­
posa e hijos mientras se saldaba la cuenta. Personalmente
presencié un caso de estos cuando, cierto día, pagaba la
renta de nuestra casa a la propietaria. Ella era comerciante,
propietaria de varias fincas y casas, prestamista. Tenía
entonces más de sesenta años; era blanca nacida en la
región y viuda de un terrateniente y contratista. Sus hijos
eran profesionales, vivían en la capital y habían viajado
por el mundo. Ella no quiso salir del poblado donde nació.
Habitaba un caserón de esquina, frente a la plaza, acom­
pañada de fieles servidores indios. En esa oportunidad vi
y escuché cuando un campesino misérrimo le pedía más
días de plazo para pagarle un préstamo. Había llegado
acompañado de su mujer e hijos pequeños. La usurera res­
pondió que estaba bien, siempre que le dejara a la esposa
y sus niños sirviéndole en la casa. El hombre se fue solo.
Muchas deudas eran imposibles de pagar y el indígena
no sólo perdía pertenencias, casa, terreno o familia, sino
que permanecía trabajando de por vida para el acreedor.
Algunas deudas eran hereditarias.
Los hermanos Brol Galicia, propietarios de la finca
San Francisco en San Juan Cotzal, habían despojado de
sus tierras a numerosos campesinos; también se habían
apropiado de tierras comunales, valiéndose de trampas,
engaños y compra de autoridades. Desde años atrás
desarrollaron el colonato, pero pasadas varias décadas
decidieron despedir a los mozos colonos sin darles in­
demnización, compensación alguna o alternativa. Los
trabajadores suplicaron sin lograr nada. Los patrones

43
insistieron en que abandonaran los ranchos que habitaban
en terrenos de la finca. Los campesinos no se movieron...
¿A dónde podían ir si nacieron y trabajaron allí toda la
vida?; ¿si el salario devengado no les alcanzó sino para
medio comer?; ¿en dónde más podían laborar si no había
fuentes de trabajo en la zona y la finca usurpaba tierras
comunales? En respuesta, los finqueros derrumbaron
las viviendas con todo lo que tenían dentro. Para ello se
valieron de empleados de confianza, verdaderos esbirros.
Los indígenas rescataron lo que pudieron de entre los
escombros, y construyeron improvisadas champas donde
habían estado sus viviendas y huertos. Así continuaron su
resistencia pacífica, silenciosa, desesperada. La represión
se ensañó entonces en ellos y numerosos dirigentes indios
de la región fueron perseguidos y asesinados.
A comienzos de los setentas, la finca San Francisco
ocupaba la mayor parte del municipio de Cotzal. Tenía
una extensión aproximada de 111 caballerías (4,749.69
Has.) y pretendía expandirse todavía más. No sólo des­
pojaba impunemente, al igual que otros terratenientes
de la región, sino que hacía encarcelar a quienes se resis­
tieran a abandonar sus tierras y buscaran formas legales
de hacer valer su derecho. La finca producía alrededor
de 30 mil quintales de café y era una de las mayores
productoras de ese grano a escala nacional. Sus propie­
tarios compraban autoridades, violaban mujeres indias y
vivían cómodamente en cabeceras municipales aledañas
o en la capital del país. En el medio burgués pasaban por
personas honorables y distinguidas. Pero en la zona ixil,
capitalistas como ellos producían heridas profundas que
abonaban el terreno para la lucha de todos aquellos que
no se resignaban a tan injusto destino.
Las mayores fuentes de enriquecimiento y mo­
vilidad social en la zona eran la contratación de fuerza
de trabajo migratoria y el comercio. El sistema de con­

44
tratación fue introducido a través de agentes ladinos de
origen español, italiano, mexicano, entre otros. Y consistía
en que estas personas, que estaban vinculadas a una o
más plantaciones de la costa y bocacosta, se establecían
en regiones apartadas para contratar fuerza de trabajo
barata en los periodos de cosecha. Cada agente ganaba
una comisión proporcional al número de jornaleros que le
aportaba a las fincas. Tal suma de dinero era, en realidad,
una parte del salario de los trabajadores. Estos eran mo-
nolingües en su idioma mayense, analfabetos, no estaban
organizados y fácilmente eran engañados y maltratados.
Durante décadas, cuando no había caminos hacia la re­
gión, se desplazaron a pie desde sus lugares de origen
hasta las plantaciones, recorriendo 150 y más kilómetros
por cuenta propia. El sistema de contratación vinculó esas
regiones con el resto del país; generó el acaparamiento
de tierras indígenas en manos de ladinas; sentó las bases
del empobrecimiento acelerado de la población en esas
montañas. El cultivo del café a escala de exportación sig­
nificó para los indígenas de esa región peonaje por deuda,
colonato a distancia, paludismo, entre otras cosas.
Por su parte, en camiones propios, los comercian­
tes sacaban productos agrícolas locales obtenidos a bajo
precio para venderlos al doble o triple en mercados ma­
yores; e introducían productos industriales y agrícolas
procedentes de las ciudades y otras regiones. Visitando
las tiendas principales constatamos que los productos que
consumían los habitantes de esas montañas se reducían
a: hilos, telas, tintes textiles, calzado y artículos plásticos;
ropa de partida, sombreros, frazadas; sal, azúcar, panela,
chile, refrescos, licor, tabaco, candelas, fósforos; herra­
mientas agrícolas elementales, clavos, linternas, baterías;
abonos químicos, láminas para techar. En aquel tiempo
no detectamos que se vendieran localmente radios de

45
transistores, televisores o bicicletas, por ejemplo. Tampoco
vimos farmacias.
En una o dos generaciones, contratistas y comercian­
tes prosperaban vertiginosamente. Y cuando ya no podían
multiplicar su riqueza en la zona se trasladaban a la cabe­
cera departamental, o a la capital del país. O enviaban a
sus hijos a realizar estudios o a emprender negocios a esos
lugares. No pocas familias —de renombre nacional por su
riqueza —, acumularon así su capital. Basta remontarse a
los abuelos, si mucho a los bisabuelos, para comprobar
esa verdad.
Había ricos que antes de dar trabajo a un indígena,
que de ello dependía para sobrevivir, le exigían disponer
de la esposa o de las hijas para tener relaciones sexuales
con ellas. El mestizaje por esas y parecidas razones era
numeroso, inequívoco y se remontaba a finales del siglo
pasado, cuando los ladinos empezaron a llegar.
La masa indígena poseía o arrendaba tierras cansa­
das, quebradas o en laderas pronunciadas. Trabajaba con
su propia fuerza para lograr cosechas magras, las que no
alcanzaban sino para alimentarse una parte del año. Las
fuentes de trabajo escaseaban y en las pocas que existían
eran comunes los salarios de ocho, diez y quince centa­
vos por jornada de ocho y más horas, aunque algunos
llegaban a ganar hasta cincuenta centavos por jornal.
No había séptimo día, ni pago por horas extras; mucho
menos aguinaldos o prestaciones laborales. Los ingresos
monetarios de la población mayoritaria nunca llegaban
a veinte quetzales mensuales por familia. En esas condi­
ciones el costo de la vida y los impuestos, especialmente
el boleto de ornato, eran resentidos con agudeza por la
población paupérrima.
En las épocas de migración a la costa y bocacosta,
presenciamos cómo los trabajadores eran hacinados de
pie, tratados con grosería y tapados con lonas sucias o

46
impregnadas de insecticida. Así hacían un trayecto de
ocho o más horas entre su localidad de origen y la finca de
destino. Muchos viajaban con su esposa y sus hijos porque
todos contribuían al trabajo, o porque no quedaba alimento
alguno en la vivienda. El capitalista y su contratista, algunas
veces indígena y numerosas veces ladino, no velaban sino
por su ganancia. Ni la enfermedad ni la debilidad a causa
de las condiciones del transporte liberaban al indio de
su deuda. Y, salvo excepciones, en las fincas los alojaban
y alimentaban infrahumanamente. Eran altas las tasas
de mortalidad y de enfermedad entre los trabajadores
migratorios. Los ingresos que percibían los empleaban
para adquirir maíz, sal y ropa principalmente.
La región ixil, agrícola en su totalidad, dejó de ser
autosuficiente en maíz desde las primeras décadas de
este siglo, cuando comenzó el acaparamiento de tierras
en manos de los ladinos, quienes produjeron para ven­
der fuera de la región. Aunque el poder estaba en manos
de ladinos, habían algunos indígenas poderosos aliados
a ellos. Sin embargo, la estratificación económica de la
población india era escasa.
En las cárceles de las cabeceras departamentales se
encontraban prisioneros numerosos indígenas. No pocos
estaban detenidos por haber denunciado la usurpación
de tierras propias o comunales; por haber sido sorpren­
didos cortando leña —único combustible al que tienen
acceso — en áreas restringidas o de propiedad ajena; por
no haber pagado alguna deuda. Frecuentemente, estos
prisioneros no hablaban español, no conocían las leyes,
no tenían defensor ni traductor, no conocían su delito. Y
podían pasar años encerrados. Mientras tanto, los usurpa­
dores de tierras gozaban de libertad y usufructuaban sus
nuevos dominios; los traficantes de madera sacaban de
áreas restringidas o sin autorización, camiones con trozas
de árboles centenarios ante la vista de las autoridades; y los

47
usureros expoliaban sin cortapisas a sus deudores. En las
zonas norteñas de los departamentos de Huehuetenango,
El Quiché y Alta Verapaz no había hospitales ni centros de
salud. En algunas cabeceras municipales había una clíni­
ca pública pobremente equipada, atendida por personal
ladino —un médico y una enfermera — que no hablaban
el idioma local, que no se auxiliaban de traductor y que
proporcionaban una atención rutinaria, discriminadora y,
no pocas veces, deshumanizada. Varias veces fui a consulta
a estas clínicas a causa de malestares propios o de mi hijo.
Invariablemente él y yo éramos los únicos ladinos entre
numerosos pacientes indígenas. La mayoría eran mujeres,
niños y ancianos que llegaban caminando y sin comer des­
de aldeas remotas. Se veían cansados y tristes. Sus ropas
lucían raídas y sucias. Casi siempre guardaban silencio y
con paciencia de siglos hacían fila para ser atendidos, es­
peranzados en alguna cura para su mal de miseria. A veces
ellos mismos o el personal médico me decían que pasara
adelante; que no hiciera la cola que hacían todos. A unos
y a otros les parecía extraño que agradeciera, pero que no
aceptara y esperara mi turno. Al ser recibida me decían
cosas como: "Hubiera pasado antes, ellos están acostum­
brados a esperar"; o "son indios, no se preocupe". Cuando
comentaba algún caso grave al médico o a la enfermera, me
respondían que no había prisa porque, de todas maneras,
no podían hacer nada; que eso era de todos los días. Yo
comprendía lo limitado de sus recursos y el hecho de que
eran la última ramificación de un aparato estatal ineficaz,
y dentro de un sistema explotador y discriminador. Pero
me indignaba su actitud pasiva y conformista y el trato
que daban a las personas.
En la región había pocas escuelas primarias y la
mayoría se localizaba en la cabecera municipal y aldeas
vecinas. No pocas veces un solo maestro atendía dos y
tres grados simultáneamente. No había textos, material

48
didáctico ni bibliotecas. Los profesores solían ser ladinos
que no hablaban el idioma local y que, casi siempre, eran
discriminadores y terriblemente machistas. No existían
escuelas secundarias ni técnicas.
Para todo observador atento era perceptible la pro­
funda división entre indios y ladinos. La opresión de los
segundos sobre los primeros era evidente. Donde casi la
totalidad de la población era india, hablaba un idioma
mayense y era analfabeta, la mayoría de las autoridades
eran ladinas, sólo hablaban español y la educación se
impartía en castellano. La espiritualidad indígena era ca­
lificada de idólatra, de pagana; sus guías espirituales eran
llamados brujos. La fiesta local principal era celebrada por
separado y las autoridades sólo daban apoyo económico a
los eventos ladinos. Los indígenas eran mayoritariamente
trabajadores manuales, sirvientes, deudores. Los ladinos
eran casi siempre autoridades, patrones, grandes y media­
nos propietarios. Los ladinos se comportaban igualados
y confianzudos con las autoridades; los indígenas eran
respetuosos, incluso sumisos ante ellas. Los ladinos eran
tratados con deferencia y respeto en oficinas y estable­
cimientos de todo tipo; los indígenas con autoritarismo,
desprecio, desgano. Al ladino se le trataba de usted; al
indio, de vos. Los pocos indígenas que lograban formarse
como técnicos, maestros o profesionales emigraban en
busca de mejores oportunidades.
Nuestra actividad era intensa. Cuando no estába­
mos explorando la región, haciendo alguna entrevista
u observando un hecho, estábamos sistematizando la
información. Y nuestra jornada laboral se multiplicaba
porque debíamos atender el trabajo remunerado, las
tareas domésticas y a nuestro hijo. Sin embargo, duran­
te dos o tres horas diarias contábamos con el apoyo de
una joven ixil, quien lavaba nuestra ropa y cuidaba por
ratos al niño. Fue imposible prescindir de sus servicios,

49
puesto que todo hogar ladino tenía, cuando menos, una
empleada. Y la misma dueña de la casa la llevó sin que
se lo demandáramos. Cata era una muchacha vivaz,
no pasaba de los quince años y vivía en las afueras del
poblado. Visitamos a su familia algunas veces invitados
por sus padres. A ella le gustaba llevar a nuestro hijo a
la espalda, sujetado con su perraje; y así corretear por
callejas y veredas. Al niño le gustaba el juego; a mí me
daba temor que rodaran los dos por el suelo. Pero luego
de varias carreras me acostumbré y para alegría de todos
no hubo accidente alguno. Igualmente felices fueron mis
experiencias de recomendar a mi niño, por uno o más
días, a vecinas ladinas e indígenas. Lo cuidaban con amor
y preferencia, pues él era "regalado": se iba con todas las
personas y reía con facilidad. También era gordito, activo
y cometón; eso le gustaba a la gente.
Cuando nos instalamos en la región ixil yo tenía
más de diez años de conducir vehículos. Adolescente
aún, aprendí a hacerlo con pericia y en muy diferentes
circunstancias. Y, desde entonces manejé con frecuencia
en poblados y carreteras del país. Tenía experiencia e inde­
pendencia para hacerlo. Sin embargo, al conocer el tramo
entre Sacapulas y los poblados ixiles consideré que no me
atrevería a manejar allí; mucho menos de noche, con lluvia
o con niebla. Tuve miedo de recorrer sola, o acompañada
de mi hijo, ese camino estrecho, lodoso y flanqueado de
precipicios. Era una ruta solitaria que carecía de pobla­
ción, señalizaciones, servicios mecánicos, gasolineras.
Había tramos en los que, al encontrarse con otro vehículo
— generalmente camiones y c a m i o n e t a s uno
,- de los dos
debía maniobrar en retroceso decenas de metros, hasta
localizar un punto donde justamente, entre barranco y
paredón, los automotores cupieran uno al lado del otro
para continuar su ruta. Pero los vehículos patinaban en el
lodo y con frecuencia la neblina o la lluvia no permitían

50
la visibilidad más allá de dos o tres metros. El tráfico era
escaso, pero suficiente para requerir ese tipo de maniobra
dos o tres veces. Sin embargo, más tardé en sentir esos
temores que en recorrer ése y peores caminos.
En poco más de un año transporté a varios miem­
bros del destacamento. Salían a reuniones de trabajo o a
curarse. Durante el trayecto conversábamos poco y sobre
cuestiones generales, pues no debíamos dar evidencias ni
preguntar sobre el trabajo, vida y funciones respectivas. El
traslado de compañeros, el trasiego de recursos y el trans­
porte de comunicaciones se procuraban realizar en viajes
diferentes. Era una regla de oro no juntar dos o más mi­
siones, pues en el caso de tener problemas —de la índole
que fueran — serían más las implicaciones y dificultades.
Los contactos que realicé para llevar a cabo estas tareas
fueron puntuales, rápidos, sin saludos ni pláticas de por
medio. Eran tareas eminentemente operativas en las que
la disciplina, la discreción y la precisión eran fundamen­
tales. Las instrucciones las recibía de mi responsable, no
del pasajero de turno.
Sólo dos veces tuve dificultades con los compañe­
ros que transporté. Una de ellas fue con un compañero
indígena, fundador del destacamento y veterano de los
sesenta. Debíamos hacer el trayecto desde la capital hasta
un punto localizado entre Sacapulas y Nebaj. Llevábamos
dos horas de camino cuando él se aproximó a mí y acto
seguido me rodeó los hombros con su brazo. Me encabroné
y firme, pero calmadamente, le pedí que lo retirara y
volviera a su puesto. Él se sonrió y no se movió. Entonces
orillé el vehículo, paré el motor y mascando las palabras
le dije que o se corría o allí mismo se bajaba; que yo estaba
cumpliendo la tarea de llevarlo a un punto y nada más. Se
me quedó mirando con cara de incrédulo, pero se corrió. Mi
expresión de indignación no se prestaba a dudas. Tiempo
después nos volvimos a encontrar en algunos contactos y

51
tareas y, luego, coincidimos en el destacamento. Fuimos
buenos compañeros de trabajo. En otra oportunidad, ya
estando próximos al punto de descenso, un compañero
ladino me pidió que lo condujera a otro lugar. Este
quedaba bastante retirado y fuera de la ruta programada.
Le expliqué que llevaba otras instrucciones, que debía
reportarme a determinada hora en la capital y que ir a
donde él proponía introducía problemas de seguridad
no contemplados. Pero él insistió. Le dije entonces que lo
lamentaba y lo dejé donde me habían orientado. Se quedó
contrariado y, quizás, molesto conmigo. Informé sobre el
incidente y me respondieron que había hecho lo correcto;
pues el compañero tomó la iniciativa sólo pensando en
acortar significativamente su marcha, pero sin considerar
aspectos de seguridad míos. Este compañero también era
veterano de la lucha.
Eran tiempos de militancia intensa, de entrega
total a la construcción de la organización y al impulso de
la lucha por una Guatemala nueva. Nosotros no éramos
excepción, sino expresión de la membresía de entonces,
reclutada y probada con cuidado. Años después, durante
el auge revolucionario, los criterios y procedimientos
de reclutamiento se relajaron y las compuertas de la
organización se liberalizaron. La consecuencia fue
una cauda de graves errores políticos y militares, y el
aparecimiento de traidores e infiltrados en nuestras filas.
En un momento dado se nos orientó abandonar
la región, habíamos cumplido nuestra misión y no era
conveniente que continuáramos allí. Debimos garantizar
una retirada normal desde el punto de vista laboral y de sta­
tus. Para entonces, gracias al trabajo de otros compañeros,
la organización había echado raíces entre la población y se
aprestaba a realizar las primeras acciones públicas. Hasta
entonces todo había sido hecho en silencio y secreto.

52
MUJER NUEVA COMO GALLINA NUEVA

Mi conocimiento sobre la situación de la mujer en el alti­


plano se fue dando por oleadas. Fueron aproximaciones
sucesivas en las que mi capacidad de captación y reflexión
se dio en correspondencia con la experiencia que acu­
mulaba sobre la vida y mi país. Éramos niños cuando mi
padre intentó levantar una algodonera en Retalhuleu. En
ella pasábamos los meses de vacaciones escolares año con
año. Así conocimos de los trabajadores migratorios que
levantaban las cosechas de exportación. A la finca llegaban
todosanteros, de la etnia mam. A mí me llamaron la aten­
ción dos costumbres de ellos que entonces no comprendía:
que en la calurosa costa sur usaran sus trajes, propios para
tierras muy frías; y que varios fueran polígamos. El traje
lo usaban por identidad étnica; pero también porque su
pobreza no les permitía obtener ropa apropiada para el
calor. Uno de los trabajadores polígamos se llamaba Diego
Pu y anualmente llegaba con sus cuatro esposas y toda su
prole. Él se instalaba en un rancho próximo a las galeras de
los trabajadores que migraban solos. La primera mujer era
la de mayor edad y autoridad; ella organizaba y mandaba
a las demás. El ambiente doméstico era tranquilo y el modo
de dirigirse unas a otras, fraternal. Sus edades estaban
entre los 15 y los 35 años aproximadamente.
Con mis hermanos visitábamos la ranchería
porque era el único lugar habitado a nuestro alcance y
allí había otros niños. Y conocíamos por su nombre a
los trabajadores que llegaban año tras año. Yo veía que
todos eran muy pobres, y movida por la curiosidad le
pregunté a Diego Pu por qué tenía tantas esposas e hijos.
Me respondió que las mujeres sembraban y cosechaban
el maíz que cultivaban en tierras de la finca para su pro­

53
pia manutención; que ellas se ayudaban unas a otras en
el oficio de la casa y en el cuidado de los niños; y que
siendo varias nunca se sentían solas. En cuanto a los hijos
me respondió que desde pequeños servían para trabajar
y más tarde para mantenerlo, cuando él fuera viejo y no
pudiera valerse por sí mismo.
Años más tarde tuve oportunidad de vivir en di­
versos lugares poblados principalmente por indígenas.
Cuando llegué a cada uno de los pueblos donde residí no
tenía amigos ni conocidos. Además era ladina y extraña
para sus habitantes. Pero fue viviendo en esa región que a
mi acendrado gusto por usar perrajes, huípiles y listones
de colores se fue sumando un sentimiento de identidad y
solidaridad con las mujeres indígenas que, sin embargo,
no encontró cómo expresarse de inmediato. Ni ellas ni
yo estábamos organizadas alrededor de preocupaciones
comunes de ningún tipo, ni el trabajo respectivo nos colo­
caba en condiciones de acercamiento igualitario. A pesar
de ello, mientras desarrollé mi labor cultivé relaciones con
personas y familias indígenas de distinto nivel social.
Con frecuencia me movilizaba en transporte públi­
co para ir de un pueblo a otro. Sin temor a equivocarme
afirmaría que los choferes y ayudantes del servicio de
transporte extraurbano están entre las personas más
discriminadoras y verdaderamente insolentes hacia los
indígenas. Y no vi diferencia en el comportamiento de
los ladinos o los indígenas ladinizados que ejercen dichos
oficios. Ordenan, gritan, empujan, maltratan; se burlan,
hacinan y no pocas veces engañan a los indígenas que
pagan por ese servicio. Mientras tanto, con los ladinos,
especialmente si son mujeres, autoridades o personas
adineradas, son serviles.
Los domingos me gustaba viajar a Totonicapán,
para recorrer el mercado de dicha cabecera departamen­
tal. Anteriormente lo había visitado, atraída por el colo­

54
rido y la belleza de las artesanías que se exhibían; pero
también extasiada por los trajes de la multitud indígena
que se vestía de pájaros, flores y arcoiris. No obstante,
fue hasta que viví en esa región que cobré conciencia de
la envergadura de la dualidad cultural de mi país. Me
identificaba con ambos mundos. Había nacido y crecido
en el ladino, pero simpatizaba y me sentía fuertemente
atraída por el mundo indígena. Estaba a gusto en su me­
dio y experimentaba orgullo por compartir con ellos un
mismo suelo. Pero en ese mercado y entonces me sentí
extranjera en mi tierra. Por momentos me dedicaba a
observar y escuchar a las personas que en él estaban. La
vista se me perdía en todas direcciones y por largos ratos
no lograba ver ladinos. Todos a mi alrededor hablaban
quiché. Y no faltaba quien se dirigiera a mí llamándome
gringa con la mayor naturalidad. Este calificativo me
ofendía doblemente porque era guatemalteca y me sentía
orgullosa de serlo; y porque rechazaba la política de los
Estados Unidos hacia el Tercer Mundo y censuraba la
tolerancia o indiferencia de sus ciudadanos para con ella.
Pero el hecho de que me sucediera varias veces me dejó
pensando sobre la realidad guatemalteca. Y comprendí
que para estos compatriotas era yo tan extraña en su
mundo como cualquier extranjero.
Volví a alfabetizar después de varios años de no
hacerlo. Esta vez a dos señoras quichés que me lo pidieron.
Vivía en un pueblo indígena con pocos ladinos, donde
cada grupo étnico realizaba su vida social por aparte. La
segregación era tal que incluso había cementerios separados
para unos y otros. De ahí que el recelo mutuo fuera
acentuado y raras las relaciones interétnicas en términos
de igualdad y amistad. El hecho de que estas mujeres me
buscaran era un signo de confianza y una oportunidad
para cultivar mi acercamiento humano y social con ellas,
cuyo mundo específico me era desconocido. Eramos

55
vecinas. María y Chencha vivían de preparar comida y
de confeccionar coloridos adornos de papel de china para
vender. Nuestra relación había comenzado alrededor
de dichas actividades, pero pronto las trascendió. Nos
visitábamos y apoyábamos mutuamente en aspectos
domésticos y de salud. Varias veces compartí con ellas
tamalitos y atol de elote en su cocina, mientras conversaba
con la familia. La madre de ellas vivía preocupada por la
salud del esposo, quien ya viejo seguía migrando a las
plantaciones de la costa sur. Y cada vez que lo hacía volvía
enfermo de paludismo o intoxicado por las fumigaciones y
los abonos químicos. Incluso hubo ocasiones en que alguien
les avisó que lo fueran a recoger a alguna parte, porque
no podía caminar de la debilidad. Chencha esperaba a
su primer hijo. María tenía dos patojitos que se llamaban
Rafael y Judith. Tenían cinco y tres años respectivamente.
A diferencia de numerosos niños en situación de pobreza
que había conocido, éstos eran vivaces y desenvueltos.
Me visitaban con frecuencia por su propia iniciativa.
Cada vez que les abría la puerta el varoncito me decía en
perfecto español: "Venimos a platicar". Sus padres no les
enseñaban quiché, aunque era el idioma que usaban los
adultos de la casa para comunicarse entre sí. Tampoco
los vestían con sus trajes, mientras que los mayores sí lo
hacían. Me di cuenta que numerosos indígenas que vivían
en los poblados —comerciantes, maestros, intelectuales
entre ellos— razonaban que si los hijos hablaban español
y se vestían como ladinos, tendrían mejores posibilidades
de estudio y de trabajo cuando fueran mayores. Y sufrirían
menos la discriminación social. Sólo entre la burguesía
indígena, especialmente la quetzalteca, y en algunos
sectores medios encontré personas con una actitud firme
por hacer valer sus costumbres y su origen étnico.
Tanto en la región de Quetzaltenango y Totoni-
capán como en la zona ixil, a donde me trasladé a vivir

56
al año siguiente, el ideal de mujer que prevalecía entre
los indígenas era que fuera "galana". Es decir, hermosa,
bien dada, robusta; que no fuera ni gorda ni delgada.
Pues ello se consideraba signo de salud, de fertilidad, de
capacidad para dar hijos fuertes y de resistencia para el
trabajo. Asimismo, les gustaba que fuera alta y llevara el
cabello largo. Y junto a estos aspectos físicos debía tener las
siguientes cualidades: ser virgen, ser "honrada" (recatada
y no coqueta; que no hubiera tenido novio; que no platicara
con diversos muchachos, sino sólo con quien iba a ser su
marido); que fuera laboriosa y buena cocinera. También
debía ser obediente, paciente y humilde. Era importante
que perteneciera a una "buena familia". Es decir a una
que sustentara costumbres acordes a los valores del gru­
po étnico y que fuera de reconocida honorabilidad. De la
mujer casada se decía que se le admiraba si era un poco
gorda, sin manchas en la cara; y si tenía numerosos hijos
—especialmente varones— y sus hijas eran trabajadoras.
Se asumía que toda mujer debe obediencia y ser­
vicios al hombre, sea éste su padre, hermano, marido o
hijo. También debía estar bajo su tutela o autoridad. Por
ejemplo, la mujer campesina sólo se vinculaba a otras per­
sonas a través o acompañada de ellos. Lo único que podía
hacer sola era ir al río, a la pila o a la toma de agua para
lavar la ropa o acarrear el líquido; hacer leña en el monte
e ir al molino de nixtamal cuando lo había. O sea que po­
día ir a donde estuviera sola o a donde sólo frecuentaran
las mujeres y los niños. La mujer debía concentrarse en
atender los oficios domésticos y la familia, al tiempo que
debía evitar el trato con personas desconocidas, especial­
mente si eran hombres.
Múltiples veces visité el mercado de San Francisco el
Alto en el departamento de Totonicapán, cuya actividad
económica de los viernes era la mayor de cuanta plaza
había en la zona y donde el mercado de animales era el

57
único en la región. En cierta oportunidad, cuando recorría
este último vi a un anciano indígena acompañado por una
niña. Me llamó la atención porque no tenía animal alguno
para vender y no parecía estar comprando. Me aproximé
a él y luego de saludarlo le comenté algo sobre la intensa
actividad comercial. Al ver que el señor no se encerraba
en sí mismo, continué la plática y le pregunté qué lo traía
al mercado. Me dijo que daba a su nietecita, la niña como
de cinco años que estaba a su lado, a cambio de un quintal
de maíz. Incrédula y desconcertada le pregunté por qué
lo hacía. Ante mis ojos estaba a la venta —realmente en
trueque — un ser humano, una niña. ¿En pleno siglo XX y
en mi país? No podía creerlo. El hombre me respondió casi
llorando que estaban solos, que a él ya nadie lo empleaba
por estar viejo y enfermo. Hacía días que no comían y él
consideraba que ella estaría mejor con cualquier otra per­
sona, pues por lo menos tendría sustento. Mientras tanto,
él podría alimentarse algunas semanas con el maíz que le
dieran a cambio. Este cuadro rural me trajo a la mente los
miles de niños y ancianos de ambos sexos que sobrevivían
en la capital mendigando, recogiendo desperdicios en
los basureros, haciendo trabajos humildes a cambio de
comida. ¿Cuántos más vivían dramas similares a lo largo
y ancho del país? Conocía el mundo de la beneficencia
estatal y burguesa. En el mejor de los casos se trataba
de paliativos desbordados por la envergadura de las
necesidades sociales. Entonces me asaltaron numerosas
interrogantes sobre un sistema económico que producía
miles de casos similares y los dejaba a la deriva. ¿Quién
tenía derecho a juzgar a este anciano acorralado por el
hambre y la desesperanza? ¿Una niña, por el hecho de na­
cer en un hogar misérrimo, merecía el único destino de ser
entregada a quien fuera a cambio de ser alimentada? ¿Qué
debía y podía hacer yo? Me retiré llena de contradicciones
y sintiendo un odio terrible hacia quienes tenían en sus

58
manos la conducción del país y vivían en la opulencia a
costa del trabajo ajeno, la especulación y la apropiación
de los recursos nacionales.
Al lado de ese cuadro de miseria aparecían ante mis
ojos otros, los menos, de prosperidad y vitalidad. Y en gene­
ral, hechos que mostraban la diversidad del mundo indígena
y de las formas en que se percibían a sí mismos y a su cultura
quienes pertenecían a él. Bastaba con ver a mi alrededor para
captar la complejidad del problema. Por ejemplo, la casa que
ocupábamos pertenecía a una familia de la burguesía indíge­
na. Sólo nos quisieron alquilar dos piezas con acceso al baño
y a la pila. Otra pieza la rentaban a un matrimonio ladino
de la localidad y la parte principal de la casa, incluyendo la
cocina, permanecía deshabitada la mayor parte del tiempo.
Pues cada mes los propietarios viajaban desde Santa Cruz
de El Quiché para pasar un fin de semana en la casa. Tenían
propiedades y negocios en Totonicapán, El Quiché y la ca­
pital. Los hijos habían asistido a colegios católicos privados,
y quienes habían terminado la secundaria estudiaban en la
universidad nacional. Las mujeres de todas las generaciones
usaban sus trajes permanentemente, y todos hablaban con
fluidez quiché y español. Un abismo económico entre esta
familia y el anciano que cambiaba a su nieta por maíz. Pero
ambos casos eran expresión de un mismo grupo étnico. Y la
discriminación ladina afectaba a unos y otros.
Tina, en cambio, se absorbía en la lucha por el dia­
rio vivir. Aunque era joven aparentaba más edad de la
que tenía. Hablaba poco español y no la desvelaban los
problemas de la identidad ni de la discriminación. Su
energía y preocupaciones se agotaban en el trabajo por la
subsistencia. Ella pasó por la casa ofreciendo sus servicios,
pues lavaba ropa ajena. El esposo se encontraba en la costa
sur, vendiendo su fuerza de trabajo en las plantaciones
de agroexportación, y tardaría en volver varios meses.
Era la rutina laboral de ambos, año tras año, sin que sus

59
condiciones de vida mejorasen un ápice. No poseían tie­
rra y eran analfabetas. Sus ingresos daban para malvivir.
Con Tina acordamos que lavaría nuestra ropa una vez
por semana. Los precios que daba eran: 2 , 5 y 10 centavos
por pieza chica, mediana y grande, respectivamente. Tina
tenía dos hijos y cierto día le pregunté por ellos pues nun­
ca los llevaba. Resultó que se quedaban solos de lunes a
sábado, desde las siete de la mañana hasta la una o dos de
la tarde, cuando ella volvía. Los niños tenían año y medio
y cinco años. Le expresé mi inquietud por lo peligroso
de su medida, pues mientras visité las salas de medicina
y cirugía de niños del Hospital General de la capital, un
alto porcentaje ingresaba por accidentes domésticos. Y las
quemaduras provocadas por los fogones donde se cocina
en las viviendas pobres eran frecuentes. Tina respondió
que para evitarles accidentes los dejaba amarrados de la
cintura a un pilar del corredor; que la longitud del lazo
les permitía moverse sólo donde no había peligro y que
la soga del grandecito era un poco más larga, de manera
que alcanzara una jarrilla de atol. El fogón lo dejaba apa­
gado. Lo dijo con sencillez y naturalidad, explicándome
estoicamente que no tenía otra alternativa. Carecía de
familiares, vivía en las afueras del pueblo y su trabajo la
llevaba de una a otra casa durante cada jornada.
Con el tiempo Tina me invitó a su hogar. Pasó a
buscarme al terminar de lavar en otra casa. Recorrimos
varias calles hasta llegar a un callejón que ascendiendo
una ladera se perdía en los milperos. Su vivienda era la
última; aislada de las demás. Al entrar había un patio en
declive sin planta alguna, y al fondo una casa de adobe
y teja con piso de tierra. Vi a los niños amarrados en el
corredor; estaban sucios y sentados en el suelo. Lo primero
que la madre hizo fue desatarlos y abrazarlos amorosa­
mente, mientras les hablaba en su idioma. Luego vio si
habían tomado el atol. Los patojitos tenían mirada triste

60
y eran poco expresivos. La pobreza y la soledad los había
permeado quizás para siempre. Pero Tina estaba resigna­
da; su propia infancia no había sido muy diferente. No
pude sino pensar en la mía y aquélla que esperaba poder
ofrecer a mi hijo. Las nuestras eran las de la minoría, las
deseables para todos; pero que no conocían los miles de
niños que crecían silenciosos en los cuatro puntos cardi­
nales del país. Sólo el azar nos hacía nacer en uno u otro
mundo. No me era posible ignorar esto, encerrarme en
mi vida personal y hacer crecer a mi hijo en el pequeño
mundo de los privilegiados, dando la espalda a la realidad
que nos rodeaba.
A diferencia de Tina, Chepa provenía de las capas
medias. Su familia se había dedicado por generaciones a
la alfarería vidriada y su especialidad eran las piezas en
miniatura. Esta amiga pertenecía a un reducido grupo de
indígenas conscientes de su situación de discriminados.
La mayoría de sus integrantes eran maestros y denota­
ban desconfianza hacia el ladino, defendían su cultura y
eran críticos del régimen opresor. Años atrás, Chepa se
había recibido de maestra de educación primaria, pero
no encontró trabajo en su profesión. Se trataba de una
muchacha responsable, discreta, inteligente. Era bilingüe
y usaba su traje con orgullo. Cuando la conocí laboraba
en la tienda de una cooperativa textil en Quetzaltenango.
Originaria de otro poblado, viajaba diariamente a su lugar
de trabajo. No fue fácil ganar su confianza y su amistad.
Pero después de numerosos encuentros, unos por trabajo
y otros por iniciativa mía, la comunicación se estableció
entre nosotras y Chepa me invitó a su casa. Quería presen­
tarme con sus papás y mostrarme el taller de alfarería, por
cuyos productos yo había mostrado admiración. Cuando
llegué Chepa me introdujo con sus padres, pero pronto
se retiró con su madre a la cocina. Fue su papá quien me
llevó a conocer el taller que estaba en el mismo predio de la

61
casa. Con entusiasmo me explicó lo referente a la materia
prima y al proceso de elaboración de las vasijas de barro.
En la bodega, listas para entregar, tenía verdaderas obras
de arte. El señor había trabajado desde niño en ese oficio
y conocía en teoría y práctica cada una de sus fases. Por
el tiempo que los visité contaban con varios operarios, y
el propietario se dedicaba a supervisar y comercializar
la producción.
Al medio día me pasaron al comedor donde me
sorprendió ver sólo dos puestos, uno para el señor y el
otro para la visitante. Mi amiga y su madre nos sirvie­
ron en silencio, retirándose a la cocina. Allí comieron al
mismo tiempo que nosotros. Me di cuenta de ello desde
el principio y sugerente le dije al anfitrión por qué no
comíamos todos juntos. No me contestó. Ni siquiera me
volvió a ver cuando le hablé. Aunque era costumbre en
extensos sectores del campo que sólo el jefe de familia
comiera y conversara con una visita, yo pensaba que en
casa de Chepa ya no era así porque pertenecían a un sector
urbano medio en el que esa práctica se estaba abando­
nando. Además conocía el pensamiento de Chepa con
relación a ciertas costumbres. Pero estaba equivocada,
pues el predominio masculino en esa casa estaba intacto.
Me sentí mal y experimenté incomodidad al ser atendida
por Chepa y su mamá en esas condiciones. En ningún
momento de la visita pude conversar con ellas.
Conocía por lecturas y narraciones sobre la costum­
bre existente en numerosos lugares del campo guatemal­
teco de vender a las niñas y jovencitas en matrimonio.
Las particularidades que revestía esta práctica variaban
de un lugar a otro, pero la razón de fondo era la misma:
el nacimiento de una mujer no era bienvenido y a las hi­
jas se las consideraba una carga en la economía familiar.
Mientras tanto, el nacimiento de un varón era motivo de
alegría, de ceremonias especiales y de mejores atenciones

62
a la parturienta, especialmente en su alimentación. El
matrimonio concertado por los padres es una costumbre
indígena y campesina, heredada por generaciones y tole­
rada por el conjunto social. Algunas veces se da libertad
a la muchacha para decidir si quiere o no casarse con el
solicitante; pero generalmente se le induce o presiona para
que lo acepte. Las ceremonias y ritos que la caracterizan
en cada lugar o grupo étnico guardan la misma esencia:
los padres del muchacho, el hombre maduro interesado,
o alguna persona respetada de la comunidad en nombre
de ellos, visitan varias veces a los padres de la muchacha
para pedirla, para establecer los plazos de la entrega y
para determinar lo que deberán pagar por ella. El pago
puede ser simbólico o real y hacerse en forma, por ejem­
plo, de chocolate, aguardiente o trabajo. También puede
consistir en una cantidad de dinero. Entre 1974 y 1977,
una muchacha casadera podía obtenerse en la zona ixil
o en el Ixcán por Q60.00. En el mismo periodo una vaca
costaba Q90.00 en esa región. Si el pago era en trabajo, el
muchacho se trasladaba a vivir a la casa de los padres de
la novia para realizar labores agrícolas y domésticas para
ellos. El periodo de estancia oscilaba entre seis meses y
dos años. Pero leer y escuchar al respecto no me había
revelado el drama humano que frecuentemente protago­
nizaba la niña o jovencita involucrada.
Cierto día se presentó en mi casa una niña, hija de
un matrimonio conocido. Sorprendida por la inusual vi­
sita le pregunté qué la motivaba. Seria me dijo: "dejame
con vos. Yo te ayudo en la casa y sólo me das comida". E
inmediatamente agregó que la escondiera de sus papás.
Pensé que había cometido alguna falta o perdido algo
de valor. La duda se me despejó cuando me narró que la
noche anterior escuchó que sus padres tomaron la decisión
de venderla a un hombre que había mostrado interés por
ella. Su padre decía que ya les había costado mucho dinero

63
criarla y que era hora de que algún hombre la mantuviera.
La niña tenía doce o trece años. Al terminar de explicar
su situación rompió a llorar desconsoladamente, y entre
sollozos repitió que no quería irse con ningún hombre,
que deseaba seguir en la escuela y que si la iban a vender
prefería irse de su casa y trabajar para sostenerse. Me era
imposible ocultarla. La localidad era pequeña, todos nos
conocíamos y ella no podía pasársela eludiendo a quienes
me visitaran, ni encerrada entre cuatro paredes. Tam­
poco podía asumir una responsabilidad que me traería
problemas con sus padres, la comunidad y las autorida­
des. Pero sobre todo porque la situación de esta niña no
era excepcional sino común. Mi valoración personal al
respecto no podía ni debía ser impuesta; tampoco sería
aceptada por el simple hecho de exponerla. Pero hablé
con los padres de la niña y ella también lo hizo con ellos.
Creo que pensaron un poco más al respecto, pero no los
volví a ver ni conocí el desenlace del caso.
En el contexto de las ceremonias de pedida y de casa­
miento, donde participan padres, familiares y personas
destacadas de la comunidad, se les dan consejos a los
contrayentes. Son reveladoras algunas de las recomenda­
ciones dirigidas al novio: a la mujer no se le debe pegar
aunque cometa faltas, porque no es bueno hacerlo; no se
le debe atormentar; se le debe hablar con buena volun­
tad, con verdad; se deben evitar los pleitos y los gritos;
el hombre no debe tener querida ni debe emborracharse;
si hay problemas entre los dos deben separarse en paz y
cada uno buscar otra pareja.
Si la mujer resultaba estéril se le podía devolver y
recuperar el dinero pagado por ella. No sé qué criterios
utilizaban para determinar que la esterilidad era femenina
y no masculina. De hecho se sancionaba el adulterio de
la mujer, pero se toleraba el del hombre. Definitivamente
se censuraba el casamiento sin el consentimiento de los

64
padres. Es más, sin la decisión de ellos. Sin embargo, cada
vez con más frecuencia se daban este tipo de matrimo­
nios, especialmente en capas medias y altas. La mayoría
de mujeres y hombres tenían a lo largo de su vida varias
uniones matrimoniales. Pero cualquiera fuera el caso, eran
numerosos los testimonios sobre maltratos del hombre
hacia la mujer.
La niña que había buscado refugio conmigo y miles
más, estaban desahuciadas por el sistema de opresión
heredado de múltiples fuentes —sistemas económicos,
religiones, prácticas culturales; regímenes políticos, mise­
ria, ignorancia —. A mi juicio no se trataba de intervenir en
soluciones casuísticas y aisladas que no tocaban el fondo
del problema, ni movilizaban a las principales afectadas.
Conocí numerosas mujeres que llevaron una vida
marcada por el maltrato del hombre, y el miedo, la angus­
tia y las penalidades derivadas de ello. La mayoría sufrió
esa situación toda su vida, algunas optaron por separarse
después de años de soportarla. A otras les costó la vida y
el sufrimiento ilimitado de los hijos. El caso de Candelaria
y su madre llora sangre. Y no puede quedar en el silencio
porque siguen dándose problemáticas similares.
La madre de Candelaria provenía del sector quiché
más adinerado, y su familia poseía grandes extensiones
de tierra, comercio, ganado, aves de corral, recuas de mu-
las y vehículos. Y tenía numerosos mozos a su servicio.
El padre de Candelaria, por el contrario, era campesino
pobre y artesano de la palma y los sombreros. Aunque se
cumplieron todas las costumbres y ceremonias, se habían
casado con la oposición de la familia de ella y, de hecho,
entre los parientes políticos persistió el rechazo hacia
él, quien bebía en exceso y se violentaba. En ese estado
acostumbraba a golpear a su esposa. Además era exigen­
te en el hogar sin aportar para el gasto. La señora había
heredado buena cantidad de tierra cultivable, aunque a

65
sus hermanos varones les dieron bastante más que a ella.
También recibió capital en el momento de casarse. Pero
reiteradamente la sorprendieron las disposiciones que el
marido tomó para acabar con los bienes. Él gastó la he­
rencia de ella, y sus propios ingresos, principalmente en
licor, en una amante y en artículos para su uso personal.
De manera que los hijos crecieron en un ambiente de em­
pobrecimiento ascendente y conflictos familiares. Luego
de separarse temporalmente del marido varias veces y
ya empobrecida, la madre lo abandonó definitivamente,
quedándose con los ocho hijos que procrearon. Esta señora
les dijo a sus hijas que su error había sido desobedecer a
sus padres, quienes querían casarla con otro hombre.
Estando en cuarto año de primaria, Candelaria fue
retirada de la escuela por la madre para que le ayudara en
los oficios domésticos y en el cuidado de sus hermanos. Se
casó a los quince años fundamentalmente por presiones de
la madre, quien le decía que ya estaba en edad de buscar
alguien que la mantuviera. En el medio urbano donde
vivían ya se daba alguna rebeldía por parte de las jóvenes
indígenas ante los padres y las costumbres matrimoniales.
Sin embargo, Candelaria y sus hermanas obedecieron a la
mamá con el razonamiento de que no querían contrariarla.
Pero también por escapar de un hogar conflictivo en un
medio donde el matrimonio era el único camino accesible
para la mayoría de mujeres. De ahí que Candelaria se
hiciera novia de un maestro de educación primaria de
23 años que era quiché y trabajaba. Cuando la madre de
Candelaria supo que su pretendiente era profesor, se es­
meró en atenderlo y le concedió facilidades para ver a su
hija. Además, le dio un trato superior del que le daba a los
otros yernos, aunque éstos eran trabajadores y respetuo­
sos de sus otras hijas. La señora pensaba que el candidato
de Candelaria era mejor porque tenía estudio.

66
El primer año de vida en común la pareja marchó
bien. Pero pasado ese tiempo él cambió su comportamien­
to y empezó a maltratar a Candelaria. También comenzó
a reunirse con los amigos para beber, a comprarse buena
ropa y dejó de aportar dinero al hogar. Su agresividad
aumentó cuando ella le demandó el dinero para pagar las
rentas atrasadas de la casa y comprar alimentos para los
hijos. Él se negó a dar los recursos, aunque tenía salario
regular. Ante esa situación, Candelaria decidió trabajar.
Se dedicó a preparar y vender arroz con leche en el mer­
cado local. Sin embargo, el marido la hostilizó porque
no quería que saliera de la casa, "ya que podía conocer
a otro hombre". Pero siguió sin aportar el sustento fami­
liar, aunque se cuidó de aparentar que era un hombre
responsable. Además llevó a sus amigos a la casa para
que Candelaria les proporcionara alimentos. Pero cada
vez que ella le decía que no tenía comida para darles él
se enojaba y la golpeaba. También la celaba con ellos. Las
palizas se volvieron frecuentes y ella se dejaba pegar. Y
siempre que podía, ocultaba los hechos ante la familia
y la comunidad. Pero Candelaria comenzó a beber, sin­
tiendo al mismo tiempo remordimiento por hacerlo. Sin
embargo, no descuidó a los hijos y trabajó sin descanso
para procurarles su alimentación.
Así las cosas, llegaron a tener cuatro hijos. Cuando
Candelaria tenía seis meses de embarazo de su quinto hijo
y 25 años de edad, el marido llegó borracho y discutieron.
Él la emprendió a golpes con tal violencia que hizo abortar
a su esposa allí mismo. Familiares la llevaron al hospital
departamental, pero no la recibieron aduciendo que estaba
grave. Entonces la trasladaron a la capital del país, a 170
kilómetros de distancia. Pero Candelaria murió a las pocas
horas de haber sufrido la criminal golpiza. Nadie acusó al
agresor ante las autoridades. Los parientes de la víctima
razonaron que luego de lo que había hecho seguramente

67
asumiría sus responsabilidades familiares; mientras que
si era encarcelado, los hijos no tendrían de qué vivir. El
hombre no pagó su crimen ni ante la ley ni ante la co­
munidad; siguió ejerciendo la docencia y no asumió la
responsabilidad de los hijos. Fue la abuela materna, a la
edad de setenta años y traumada por la tragedia, quien
los tomó bajo su cuidado.
En esa región, como en muchas otras partes, el hom­
bre tenía derecho a decidir por la mujer, a mandarla, a re­
gañarla y golpearla a discreción. Hacerlo o no dependía de
cada hombre. Y había quienes no lo hacían, estableciendo
una relación de respeto, comprensión y cooperación. Pero
lo primero estaba socialmente permitido. Las agresiones
podían darse por las más variadas "razones". Por ejem­
plo, si no lo atendía como y cuando él quería; si le alzaba
la voz o disentía con lo que él afirmaba; si cometía algún
error o se atrasaba en sus tareas; si los niños lloraban o
se enfermaban. Ya no digamos si la mujer le reclamaba
las borracheras, el descuido de la familia o la existencia
de una amante. No pocas veces también padres y her­
manos procedían en forma similar con hijas y hermanas
respectivamente. Pues se consideraba que sólo ejerciendo
la fuerza el hombre hace valer su autoridad y que toda
mujer quiere por las malas. Era común que una vez con­
sumada la agresión, a la víctima se le asistiera para aliviar
su dolor. Pero no se cuestionaba el hecho violento contra
ella, ni se le aconsejaba defenderse, denunciar al marido
o abandonarlo. Más bien se suponía que algún motivo
tendría éste para agredirla; que "algo" habría hecho la
mujer para despertar su ira. Naturalmente, en estado de
embriaguez la agresividad del hombre aumentaba. Por
eso las mujeres solían esconder machetes, instrumentos de
labranza, cuchillos y palos en tales circunstancias. La ma­
yoría de ellas le tenía miedo a los hombres y raramente se
defendía cuando era agredida. Temían que les fuera peor

68
y que de todas maneras el hombre impusiera su voluntad.
Reclamarle una paliza al hombre era ganarse otra.
Cuando una mujer se cansa de tanto maltrato;
cuando se defiende físicamente y dice sus verdades al
hombre; cuando se hace de amante o abandona al mari­
do; cuando busca refugio en casa de sus padres, no suele
encontrar comprensión ni apoyo a su proceder. De hecho
se considera que debe tener paciencia, pensar en que los
hijos "necesitan un padre", mantenerse fiel a cualquier
precio. En parte estas consideraciones descansan en una
realidad aplastante para la mujer indígena campesina
y, en general, para la mujer de los sectores pobres: casi
siempre está embarazada o criando, rodeada de hijos
menores de edad; no conoce más oficio que el doméstico;
no habla el castellano, no lee ni escribe; no tiene fuentes
de capacitación ni de trabajo al alcance; no cuenta con
respaldo legal ni con prestaciones sociales; no dispone de
recursos ni ingresos suficientes para sostenerse a sí misma
y sacar adelante a los hijos. Pero, con las excepciones del
caso, las relaciones maritales también se dan en un marco
de valores dual y de prejuicios, dentro de una dinámica
de dominio y sometimiento que se retroalimenta y que
no se cuestiona.
Si un hombre no acostumbraba agredir a su esposa,
se comportaba de manera respetuosa con ella y la consul­
taba, no faltaba quienes lo censuraran. Le decían que no
era hombre, que llevaba corte en lugar de pantalón. Entre
estas personas había hombres y mujeres. Y hubo casos
en que suegras o madres instigaban al hombre para que
le pegara a la hija o a la nuera, diciéndole que así debía
hacer "para tener autoridad ante ella", "para que fuera
él quien mandara en la casa".
En las alcaldías municipales se presentan querellas
matrimoniales con frecuencia. La mayoría por maltratos hacia

69
la mujer o porque el hombre no aporta el sustento familiar.
En aquel entonces estas denuncias eran escuchadas por las
autoridades indígenas locales, quienes contribuían con con­
sejos y medidas concretas a su tratamiento o solución. Pero
en los juzgados de familia de las cabeceras departamentales,
atendidos generalmente por personal ladino y masculino,
prestaban atención a las denuncias por maltratos a la mujer,
sólo cuando ésta se presentaba con quebraduras y verdade­
ramente desfigurada por la paliza.
Sólo hasta que media mucha confianza las muje­
res expresan su sentir sobre su situación matrimonial
y sexual. Entre otras cosas manifiestan que no les gusta
llenarse de hijos, que quisieran practicar algún método
anticonceptivo aunque el hombre se opone; que viven
con el temor de quedar embarazadas de nuevo, pero
que se ven obligadas a satisfacer al hombre; que les son
desagradables las relaciones sexuales con los maridos
que las maltratan.
Otro de los problemas que afecta a la mujer es el
alcoholismo de los hombres, pues es causa de pleitos y
agresiones, de merma del sustento familiar y de recargo
de trabajo en ella. Por sus alcances, el alcoholismo cons­
tituye un flagelo social. Con el agravante de que debido
a la inmensa pobreza se consume principalmente cuxa,
licor de fabricación casera. Originalmente, esta bebida
la hacían de panela con maíz, cebada u otro cereal, en
ollas de barro. Pero con el empobrecimiento acelerado
de las últimas décadas y la penetración industrial, la
cuxa se comenzó a fabricar en toneles de metal oxidable,
fermentándola con substancias químicas que acortan el
tiempo de preparación. Esto ha sido dañino para la salud
colectiva porque se abusa en el uso de dichos recursos,
sobre cuyo manejo y riesgos no se tiene el conocimiento
ni el control necesarios. Por otra parte, el consumo de

70
licor se multiplicó a partir de los años ochenta, cuando
las desapariciones, las masacres y los traumas derivados
de ellas afectaron a cientos de comunidades indígenas.
Entonces ya no sólo los hombres sino también las mu­
jeres y los jóvenes se alcoholizaron. Supe de numerosas
personas que fallecieron por consumir en exceso la cuxa
fermentada con químicos. Pero la gente decía que había
que beber para olvidar las matanzas y los sufrimientos y
que había que gozar las fiestas porque a lo mejor iban a
morir pronto en manos del ejército.
Pero también conocí, por narraciones de sus protago­
nistas, destellos de lucha de mujeres indias por abrir cauce
a cambios en su vida. A finales de los años cincuenta,
por ejemplo, lograron sus primeras conquistas en el área
de Santa Cruz del Quiché. Pequeñas a la luz de nuestras
aspiraciones; inmensas a la luz de sus puntos de partida,
pues quienes se lanzaron por su consecución debieron
sufrir chismes —sobre todo de mujeres mayores —, mal­
tratos y palizas, así como realizar esfuerzos económicos.
Entre esos primeros logros estuvieron los siguientes:
poder llevar el nixtamal al molino eléctrico y liberarse
de su molida manual; poder arreglarse y peinarse todos
los días y no sólo cuando iban a misa o al mercado; usar
espejos para verse y arreglarse.
Entre 1964 y 1968 numerosas mujeres de Santa Cruz
y sus alrededores empezaron a participar en los clubes
de amas de casa impulsados por Desarrollo de la Comu­
nidad. Muchos esposos las apoyaron en este proyecto,
pero no pocas debieron hacerlo a sus espaldas y algunas
participaron en desafío abierto a la oposición de su pare­
ja. Los hombres que se oponían decían que sus mujeres
no entendían e iban a descuidar sus responsabilidades
familiares. Pero en realidad era porque las celaban y no
querían que salieran de la casa y participaran en activi­

71
dades, mayormente si ellos no estaban presentes y sí lo
estaban otros hombres. Sin embargo, la participación más
significativa de las mujeres se dio alrededor de los años
setenta, en las reuniones mixtas que realizaban los sindi­
catos campesinos de trabajadores migratorios. Ellas parti­
cipaban con entusiasmo, opinando sobre soluciones a los
problemas que enfrentaban los trabajadores migratorios y
sus familias. Mostraban mucha disposición a realizar todo
tipo de tareas y eran portadoras de mayor combatividad
que los hombres para reclamar, por ejemplo, la libertad de
algún dirigente encarcelado. Destacaban por no mostrar
miedo ante las autoridades civiles ladinas; querían dar su
opinión y declarar a favor del detenido. Pero no hablaban
español y alegando esa razón la autoridad, siempre ladina
y monolingüe, no les permitía intervenir.
Supe asimismo que a comienzos de la década del
setenta, la Acción Católica incorporó a las mujeres a
tareas fuera del hogar y de sus comunidades. Aunque la
mayoría eran tareas tradicionalmente hechas por ellas y
en función de eventos religiosos, les dieron la oportunidad
de salir de la casa, visitar otras localidades, conocer a otras
personas y proyectar su trabajo hacia la comunidad. Al
principio numerosas mujeres no aceptaron, argumentando
que no tenían permiso del esposo y no sabían si lo iban
a obtener. Esta limitante y las quejas que algunas se
atrevieron a exponer respecto al maltrato que recibían
de sus maridos, llevaron a que las más audaces y lúcidas
plantearan la necesidad de organizarse por sí mismas,
independientemente de las actividades de Acción Católica.
Apoyadas por la iglesia impulsaron un programa de radio
que logró salir al aire durante un año aproximadamente.
Se llamaba Voz de la mujer en el hogar y era dirigido y
transmitido por mujeres indígenas en lengua quiché. Los
temas abordados fueron: aseo personal, enfermedades de la

72
mujer, valoración de sí misma, importancia de combatir el
miedo a los hombres, los derechos de la mujer y recetas de
cocina. El impacto del programa trascendió las expectativas
de las organizadoras.
Numerosas mujeres, incluso de aldeas lejanas,
escuchaban el programa y se las arreglaban para mandar
cartas de felicitación y de agradecimiento, así como solici­
tudes y preguntas sobre diversos temas. El programa era
un estímulo, una esperanza, una ventana al mundo; una
compañía, una escuela para miles de campesinas disper­
sas en las montañas. Pero algunas mujeres, especialmente
de edad avanzada, fueron beligerantes en expresar su
desacuerdo con el programa. Consideraban que estaba
divulgando ideas "malas" porque iban contra las costum­
bres, contra las obligaciones de la mujer y la autoridad
del hombre. También afirmaban que no era honesto que
mujeres hablaran por la radio y ante grupos de personas;
que esas actividades correspondían a los hombres. Decían
que, cuando más, las mujeres podían hablar en activi­
dades y temas religiosos. Unos hombres expresaron su
desacuerdo con el tema de los derechos de la mujer ante
el hombre y la sociedad, "porque el hombre es la cabe­
za de la familia como Cristo es la cabeza de la iglesia."
Y hubo opositoras y opositores que fueron más lejos,
propagando que quienes impulsaban el programa eran
prostitutas, que estaban dando mal ejemplo a las mujeres
y que sus maridos no tenían los pantalones puestos. No
pocos hombres dijeron que el programa era responsable
de que tuvieran que golpear a sus mujeres para que de­
jaran de escucharlo. Se generaron tantos problemas que
se vieron obligadas a suspender la emisión.
En las cabeceras municipales de la región ixil, al­
gunos hombres opinaban que para casarse preferían a
mujeres de las aldeas, porque eran más trabajadoras, me­
nos exigentes y más sumisas que las del pueblo. Aunque

73
formalmente se censuraban las relaciones sexuales extra-
matrimoniales y el concubinato, éstos existían. Y como en
tantas partes, se daban más de lo que se aceptaba abier­
tamente. El concubinato interétnico, especialmente entre
hombre ladino y mujer indígena, era frecuente. No así el
matrimonio interétnico. Numerosas mujeres desaproba­
ban estas relaciones. Las ladinas porque recelaban de las
indígenas y veían en ellas una competencia desleal. Las
indígenas porque las consideraban expresión del abuso
y utilización de los ladinos hacia ellas. Pero se aceptaban
socialmente si el hombre reconocía la relación, asumien­
do las responsabilidades económicas para con la mujer
y los hijos que tuvieran. Los hombres ladinos veían tales
relaciones no sólo con tolerancia, sino con complacencia.
Incluso las consideraban muestra de hombría.
También conocí casos de poligamia de hombres
ladinos e indígenas, quienes mantenían a cada una de sus
esposas y proles en el mismo pueblo. La poligamia en la
zona ixil era tolerada si el hombre asumía la responsabi­
lidad económica de mantener a cada núcleo familiar. Y
hacerlo era factor de prestigio social. Y entre los indíge­
nas ricos había algunos que tenían amantes ladinas o se
casaban con ellas. En estos casos, los hombres impedían
que sus hijos hablaran el idioma indígena y que usaran
el traje correspondiente a su grupo étnico.
La violación de mujeres indias a manos de hombres
ladinos era frecuente en la zona ixil. Y generaba amargura,
rabia y odio entre los afectados. Pero no se denunciaba
por razones obvias: los violadores eran los poderosos de
la zona y la denuncia sólo acarrearía mayores problemas
a la víctima y sus familiares. Había ladinos ricos, como
Enrique Brol en Nebaj, famosos por la cantidad de hijos
que engendraron con mujeres indígenas. Se valían de
la fuerza, el chantaje, el engaño y la miseria de la gente.
Cuando se establecieron destacamentos militares en la

74
zona las violaciones se multiplicaron, especialmente
contra mujeres cuyos familiares hombres migraban para
trabajar o eran perseguidos.
Como fenómeno social, hasta donde pude observar
y averiguar, en el primer lustro de los setentas no existía
prostitución en la región. Alguna vez supe de una mujer
chajuleña que discretamente ofrecía a una hija jovencita
y a una mujer adulta a hombres que no eran del lugar a
cambio de unos centavos. Y en Nebaj conocí a una joven
ladina que ejercía la prostitución abiertamente. Originaria
de otra parte se había instalado allí con su madre y con
su pequeño hijo a comienzos de esa década. Los hom­
bres interesados la visitaban en su pequeño cuarto que
daba directamente a la calle. Sólo la frecuentaban ladinos
empleados temporalmente en la región y guardias de
Hacienda. Por ese tiempo no había destacamento militar
todavía. Por fuerana, ladina y prostituta era segregada y
carecía de relación social alguna. Conversé con ella varias
veces, pues pasaba frente a su cuarto, en cuyo exterior se
paraba largos ratos. Vivía miserablemente y era una mu­
jer triste. No se maquillaba y vestía como cualquier otra
mujer pobre del pueblo. Se alegraba cuando me detenía
a platicar con ella y me demostró su gratitud por hacerlo.
Se sentía sola y mal, pero veía con fatalidad su vida. Supe
que años después, cuando se instaló un destacamento
militar en el poblado, se hizo informante del ejército. Pa­
radójicamente, al poco tiempo fue torturada y asesinada
por los militares.
Alguna vez supe también que, de cuando en cuando,
llegaban hombres o mujeres desconocidos buscando jovenci-
tas para llevarlas a trabajar a la capital. Ofrecían colocarlas
como sirvientas en casas capitalinas. Pero en realidad las
conducían a burdeles donde los propietarios les pagaban
por llevarlas. Sin embargo, la información era vaga. Me
enteré, asimismo, que a finales de los años sesenta había

75
varias mujeres indígenas que en Santa Cruz del Quiché
ejercían el comercio carnal. Eran señoras abandonadas,
separadas o viudas que vivían con sus hijos y llevaban una
vida normal en el pueblo. Pero discretamente introducían
hombres en sus casas a cambio de dinero. Entre ellos se
sabía quiénes eran o ellas contaban con mujeres que les
conseguían clientes. Pero no había bares, burdeles ni
prostitución callejera o profesional.
Sé que, posteriormente, con la presencia militar y la
acción contrainsurgente del ejército la vida de la región
se trastrocó; que su acción punitiva conllevó violaciones
masivas durante años; que numerosas mujeres, viudas o
huérfanas a causa de la represión, fueron objeto de abusos
sexuales por parte de la tropa y de hombres de la zona
organizados en Patrullas de Autodefensa Civil; que de
esas relaciones resultaron cientos de embarazos e hijos no
deseados. Y que al poco tiempo de haber comenzado las
masacres y la tierra arrasada en el altiplano surgió la pros­
titución callejera de mujeres, jovencitas y niñas indígenas
en la ciudad de Guatemala y en otras partes del país.
Por los días en que nos instalamos en la zona ixil un
militante indígena, miembro del destacamento, volvía de
la capital a dicha zona. Se trasladaba en autobús público
en compañía de una militante ladina, quien se integraría
a la guerrilla. Veterana de los años sesenta, tendría alrede­
dor de 35 años. Era rubia, de ojos azules y robusta. Salvo
ella, en la camioneta todos los viajeros eran indígenas.
Llevaban buena cobertura en caso de topar con un control
militar u otro problema de seguridad. Y el compañero
conocía la zona y sabía las condiciones para moverse con
relativa seguridad en ella. Sin embargo, cuando llegaron
al final de la ruta, unos comerciantes ixiles que hacían
también el viaje se aproximaron al guerrillero. Al igual que
ellos, el compañero tenía dientes de oro, reloj de pulsera,
buena ropa y pasaba de treinta y cinco años. Creyéndolo

76
uno de su oficio le preguntaron en tono confidencial:
"¿Tu mujer?" —refiriéndose a la compañera —, "Sí" res­
pondió seguro nuestro compañero, hombre avezado en
situaciones imprevistas y sabedor de que ninguna mujer
se movía por ahí con un hombre que no fuera su marido.
"¿Cuánto te costó?" le preguntaron entonces los curiosos.
Pero el veterano de la lucha y fundador del destacamento
no estaba al día en el precio de las mujeres. Y sus pará­
metros para valorarnos habían cambiado hacía muchos
años. Sin embargo, para no denotar una forma de pensar
distinta en momento tan delicado, se aventuró a decir
que le había costado doscientos quetzales. Pero no tardó
en escuchar un comentario inesperado: "Te jodieron,
mano", le dijeron. "¡Si están a sesenta, hombre, y puras
patojas!". Disimulando su incomodidad, él se despidió
de ellos. Luego, ambos acomodaron sus pertenencias y
a paso rápido se perdieron por las callejuelas del lugar.
Caía la noche y les aguardaban largas horas de marcha
nocturna. El comienzo en la zona no fue alentador para
la militante.
Por nuestra parte recorrimos diversas aldeas de la
zona ixil. Debimos hacerlo a pie, pues era la única manera
de desplazarse en esas montañas. En cierta oportunidad
íbamos una compañera de la organización, mi compañero
y yo hacia la aldea Cocop, al este de Nebaj. Cuando había­
mos caminado un buen trecho, nos detuvimos en la tienda
de un paraje. El tendero era un anciano indígena.
Pedimos aguas gaseosas y procedimos a beberías.
Mientras nos refrescábamos, dirigiéndose al compañero
el señor le preguntó si nosotras éramos sus esposas. Él
respondió que una era su esposa y la otra una amiga de
los dos. Pero el señor se rió denotando incredulidad y
repitiendo que ambas debíamos ser sus esposas pues,
de lo contrario —observó—, no andaríamos con él por
esos lugares. Luego de otra negativa con la consabida

77
explicación, el compañero desistió de persuadirlo y se
dedicó a saciar la sed. Sin embargo, el anciano continuó la
plática: "vendeme una" le dijo serio. Su interlocutor, algo
molesto, le respondió que no, porque las mujeres no se
venden ni se compran. El señor, como si nada, le insistió
persuasivo: "vendeme una". Entonces el compañero, ya
en plan de bromear, le dijo que estaba bien, pero que
quería saber qué le ofrecía a cambio. "Ese gallo que anda
allí" respondió, señalando un hermoso gallo colorado. Ese
era nuestro valor de cambio, pues no éramos vírgenes ni
menores de veinte años. Y el hecho de ser ladinas, sanas
y todavía en los veinte no aumentaba nuestro valor ante
ese viejo ixil. Mi marido, señalando a nuestra compañera,
le dijo al hombre que se la daba. Pero el anciano, al tiempo
que me volteó a ver, replicó de inmediato: "No, vendeme
la otra". Por ver hasta donde llegaba el campesino, mi
compañero le respondió: "Te engañaría si te doy la que
querés, porque seguro se te va y sólo vas a perder tu gallo".
Pero el anciano se rió a carcajadas y le dijo taimado y
seguro: "No... no se va. Mujer nueva como gallina nueva: la
amarrás bien a un palo y así le das de comer por varios días
hasta que se acostumbre. Con el tiempo la soltás y seguro
que se queda". Y continuó diciendo, siempre dirigiéndose
al compañero, cómo las mujeres somos buenas frazadas
para el frío; que para chamarra del hombre servimos.
El trabajo revolucionario me parecía progresivamen­
te más complejo y urgente por cualquier lado que lo viera
y el sistema imperante irremediablemente putrefacto.
Pero al mismo tiempo veía lo difícil y prolongado de todo
cambio que significara justicia, humanización, felicidad.
Dolorosamente comprobaba que varias generaciones de
mujeres compatriotas estaban condenadas a seguir su­
friendo, porque no alcanzarían a vivir su emancipación.
Si mucho algunas vivirían parte de la lucha por la libe­
ración de futuras generaciones. La gesta revolucionaria

78
estaba llena de contradicciones y altibajos, pues éramos
hombres y mujeres formados en el sistema a transformar
quienes impulsábamos la lucha. Y las mujeres éramos
muchas veces portadoras de ideas y prácticas opresivas
hacia nosotras mismas.

79
PRUEBAS DE FUEGO PARA EL CORAZÓN

En abril de 1975, meses antes de incorporarme al desta­


camento guerrillero de las montañas del noroeste, la
organización me orientó viajar a la ciudad de México
y permanecer en ella varios meses. Debía contribuir en
la captación de relaciones políticas y solidarias cuando
nuestra organización todavía estaba en el anonimato. Y
también colaborar en la formación política de compatrio­
tas, la mayoría mujeres con hijos, que se integrarían en
breve al trabajo en el interior. Diferentes circunstancias de
índole familiar, derivadas de la persecución o asesinato
de sus padres o esposos, las habían llevado a vivir lejos de
Guatemala. Pero estaban al tanto de la realidad del país,
querían volver al terruño y eran receptivas al mensaje
revolucionario de nuestra organización.
Me despedí de algunos familiares, arreglé maletas
con lo indispensable y partí llevando conmigo a mi peque­
ño hijo. Llevaba instrucciones de hospedarme en un hotel
determinado, en donde me buscarían los próximos días.
No llevaba ninguna referencia más, ni conocía a persona
alguna en el país vecino.
En esta nueva etapa trabajé bajo la dirección de un
veterano de la lucha revolucionaria. Era el compañero
Antonio Fernández Izaguirre, quien había sido dirigente
estudiantil, activista político y escritor en los años del
gobierno democrático de Jacobo Arbenz. En aquel enton­
ces también dirigió el periódico Vocero Estudiantil En la
década de los sesenta participó en la resistencia urbana
y luego fue fundador del Ejército Guerrillero de los Po­
bres. Estuvo entre los quince compañeros que integraron
el destacamento que se asentó en el norte del Quiché en
1972. Había sido destinado a México para desarrollar el

81
trabajo de solidaridad. Se trataba de un compañero con
amplia cultura, de pensamiento político y revolucionario
profundo, respetuoso de todos nosotros. Su modo de ser
era sencillo, discreto, austero; le gustaba la poesía y la
música clásica. Su lugar de origen era Cuilco, remoto muni­
cipio del departamento de Huehuetenango. Lo conocí
acompañado de su esposa y de sus pequeñas hijas. El 4 de
junio de 1981 fue detenido y desaparecido en un operativo
de inteligencia en la costa sur. Se pretendió hacer creer
que había caído por errores operativos elementales en un
retén militar. Pero obviamente se debió a otras razones:
trabajo de infiltración en nuestras filas o traición de algún
miembro de la organización.
Meses antes de partir, aunque habíamos seguido
trabajando como equipo para la organización, mi com­
pañero y yo habíamos roto nuestra relación de pareja.
Con esa ruptura terminaban cinco años de matrimonio
entre nosotros. Nos habíamos conocido meses antes de
mi graduación como maestra, participando en activida­
des de formación y proyección social en "El Cráter", una
agrupación de jóvenes dirigida por religiosos que, a partir
de la doctrina socialcristiana, estudiaba la realidad social
del país. Él tenía las mismas inquietudes sociales que yo,
estaba próximo a concluir sus estudios universitarios y
trabajaba. También me apoyaba en las diversas activida­
des que yo desarrollaba. Así que compartiendo aspiracio­
nes sociales y manteniendo cada uno espacios propios, la
relación se estableció y avanzó.
Nuestro casamiento fue un dolor de cabeza para
mi familia. Aunque tenía amistades y me relacionaba
socialmente con numerosas personas, no anuncié mi ca­
samiento ni invité a mis amistades. Quise algo diferente
de lo que es la costumbre, evitar gastos a nuestras fami­
lias y ahorrar dinero para viajar de inmediato a Europa,
donde mi compañero estaba becado. Así que realizamos

82
nuestro matrimonio en una capilla modesta sin decorados,
sin música y sin trajes de boda. Sólo nos acompañaron
familiares muy próximos. Cumplimos con lo esencial de
las leyes religiosa y civil, sin las convenciones sociales.
Respeto y comprendo a quienes recurren a ellas, pero a
mí me son ajenas.
A lo largo de nuestra relación compartimos experien-
cias felices, pero también tuvimos dificultades que
finalmente condujeron a la ruptura definitiva. Así que el
viaje a México no sólo era una tarea más que asumía con
responsabilidad, sino que lo consideraba oportuno en
el aspecto personal. Necesitaba estar lejos de mi excom­
pañero y de la familia, especialmente porque los meses
siguientes al rompimiento fueron conflictivos, dolorosos,
desagradables.
Las tareas en México eran de carácter temporal para
mí, porque me habían asignado a la montaña, modalidad
de militancia a la que siempre había aspirado. De ahí que
emprendiera el viaje con entusiasmo y tranquilidad.
En México mis jornadas de trabajo pronto fueron
agotadoras. Cumplía tareas que implicaban visitar diver­
sas personas, estudiar y preparar reuniones; realizaba ejer­
cicios físicos para estar en condiciones de incorporarme a
la guerrilla; compartía tareas domésticas en la casa donde
vivía y atendía a mi hijo. A él lo llevaba conmigo a todas
partes. Pesaba entonces más de 25 libras y yo tenía una
mochila especial para llevarlo a la espalda y acomodar su
ropa y alimentos del día. Pero cargarlo de siete de la ma­
ñana a siete de la noche diariamente resultó agotador para
ambos. Nos movíamos en una ciudad grande y siempre
en autobuses y metro repletos de gente. Por las noches,
luego de bañarlo, darle de comer y acostarlo, lavaba los
pañales y preparaba el trabajo del día siguiente.
Vivíamos siete personas —cuatro adultos y tres
niños— en un apartamento de dos dormitorios en la co­

83
lonia Roma. Sobrevivíamos todos con el salario de una
compañera, quien trabajaba de secretaria en una oficina.
Ella era viuda de un revolucionario de los años sesenta,
secuestrado por el ejército frente a ella y sus pequeños
hijos, una noche lejana en la ciudad de Guatemala. Tortu­
rado y asesinado apareció días después en el oriente del
país. Traumada por el acontecimiento y temiendo por sus
hijos, viajó al exterior. Había sido bailarina y en giras de
su grupo conoció diversos países; también era maestra de
educación primaria. Pero las vicisitudes del exilio la lleva­
ron a emplearse varios años como obrera en una fábrica.
Cuando la conocí, sus hijos salían de la adolescencia y me
llamó la atención la forma como se relacionaba con ellos.
Había amor inmenso unido a respeto, confianza y amistad.
Entre ellos no habían tabúes ni secretos. Eran relaciones
de estable suavidad y sencillez que se mantuvieron en los
años posteriores, aun en el marco de una situación familiar
y económica muy difícil, dramática no pocas veces. Pero
nunca les escuché quejas ni reclamos a la vida militante
a la que los tres se entregaron por años. Ejemplarmente
los supo encauzar por el camino revolucionario y el amor
a Guatemala. Ha sido una mujer eficaz y valerosa en
sinfín de tareas operativas de alto riesgo. Con firmeza y
modestia ha pasado las pruebas del fuego, la prisión y la
tortura; así como aquellas de las inacabables tareas grises
que conlleva una militancia prolongada.
En los días de México nuestra colectividad consistía
en cinco adultos, dos adolescentes y cinco niños meno­
res de seis años. Nos vestíamos fundamentalmente con
ropa usada que nos proporcionaban algunas relaciones.
Nuestra alimentación era frugal, debido a la estrechez
económica, aunque tomábamos leche en abundancia, la
cual nos era donada por una colaboradora. Llevábamos
una vida sencilla y laboriosa con paseos dominicales en
los parques de la ciudad.

84
Ante mi cúmulo de trabajo, una de las compañe­
ras y los dos jóvenes —un hombre y una mujer— me
ayudaron una temporada con el cuidado del niño. Pero
ellos también necesitaban tiempo para estudiar y realizar
otras actividades. Así que al cabo de algunas semanas, el
responsable del grupo me comentó que había una familia
obrera que estaba en disposición de cuidar a mi hijo. La
propuesta era que él viviera con ella de lunes a viernes y
yo lo tuviera el fin de semana. Le manifesté mi acuerdo y
al día siguiente me acompañó a la casa de dichas personas.
Fue así que conocí a una familia y a un barrio obrero de
la ciudad de México, pues las relaciones que yo atendía
eran intelectuales que vivían en zonas residenciales al
sur de la ciudad.
Se trataba de una familia extensa y muy pobre.
Vivían juntos abuelos, hijos e hijas casados y nietos. En
un espacio pequeño habían construido, poco a poco y con
materiales diversos, varios cuartos que daban a un patio
común. En éste corrían aguas negras a flor de tierra y se
criaban juntos niños y animales domésticos. Cuando vi
aquel cuadro de pobreza sentí algo terrible de sólo pensar
en dejar a mi hijo allí. Temía que enfermara entre aquella
promiscuidad y falta de higiene. Había diez niños entre
hermanos y primos; el mayor no pasaba de ocho años. Mi
hijo sería el más pequeño, el número once. Durante el día
permanecían al cuidado de la abuela Sara y de Carmen, su
hija menor, quien tenía dieciséis años y asistía a la escuela
por las tardes. La familia sabía que éramos revolucionarios
guatemaltecos y por eso se solidarizaba con nosotros. Se
mostraron felices cuando llegamos y nos invitaron a comer
con ellos. Pasamos el día juntos. No sólo no esperaban ni
aceptaron ayuda económica alguna por los gastos que mi
hijo les ocasionaría, sino que deseaban saber exactamente
qué quería que le dieran de comer, cuáles eran sus horarios
y mis costumbres para cuidarlo. Yo estaba sufriendo un

85
choque interno con la realidad material que veía; pues fue
hasta ese momento que me di cuenta que una cosa era mi
disposición personal a enfrentar esas y peores condiciones
de vida en aras de la revolución, y otra estar dispuesta a
someter a mi hijo de año y medio a ellas, sobre todo sin
estar a su lado. Sentí que el mundo se me caía encima,
pero hice esfuerzos enormes —los suficientes para tran­
quilizarme y no denotar temores—, y traté de razonar
con sensatez. Les manifesté lo mucho que valoraba su
solidaridad, que agradecía su apoyo y que atendieran a
mi hijo exactamente igual que a los demás niños. Y por
dentro me decía persuasivamente: "Si estos diez pequeños
chorreados y vivaces están bien, ¿por qué no lo habría de
estar el mío?". Sin embargo, al caer la tarde me despedí y
alejé de la vivienda con un nudo en la garganta.
Era la prueba más dura a la que me sometía hasta ese
momento de mi vida. Podía haberla rechazado, pues no
era una obligación sino una propuesta. Las otras compa­
ñeras vivían con sus hijos pequeños al lado y si mis tareas
eran más, o yo asumía mayores compromisos, era porque
tenía capacidad y disposición para hacerlo. Y de ninguna
manera porque me las exigieran o me presionaran.
Ha habido diversas formas de participar en el movi­
miento revolucionario. Se podía colaborar periféricamen­
te, asumiendo tareas que permiten llevar una vida familiar
y laboral normal, por ejemplo. Aunque las contingencias
de la lucha podían dar al traste con tal estabilidad en
cualquier momento. Pero la necesidad de que hubiera
militantes profesionales —dedicados constantemente a
la organización, que acumularan experiencia en diversos
campos del trabajo, que asumieran tareas y funciones que
requieren disponibilidad permanente, que antepusieran
las necesidades de la lucha a las propias— caía por su
peso. Si los proyectos políticos que se desarrollan den­
tro del sistema y que disponen de recursos abundantes,

86
necesitan un contingente de partidarios profesionales,
la causa revolucionaria los necesita en mayor número,
tiempo y dedicación.
Cada quien decidía la modalidad que quería según
su disposición y posibilidades. Sin embargo, era una tradi­
ción que las mujeres fuéramos casi siempre colaboradoras.
Una especie de retaguardia de los padres, los hermanos,
los novios, los maridos, los hijos y hasta los amigos. Y las
formas de colaborar se reducían, salvo excepciones, a rea­
lizar tareas domésticas, mandados y compras para núcleos
de militantes; a criar y educar a los hijos propios y ajenos;
a escribir a máquina, reproducir y trasladar materiales
escritos; a cuidar enfermos y heridos; a trasladar mensajes
y encubrir actividades que otros realizaban. No desprecio
esas tareas. Al contrario, sé que son necesarias y las valoro
profundamente. Y es estimulante que numerosas mujeres
y hombres las hagan en función de la causa popular y
revolucionaria. Pero yo no aspiraba a esa perspectiva. Y
la posibilidad de militar manteniendo a los hijos consigo
no sólo lleva riesgos calculados de caer en manos de los
cuerpos represivos junto con nuestros seres más queridos,
sino que me parecía una decisión injusta, incluso egoísta
para con mi hijo. Pues la militancia revolucionaria en las
condiciones de clandestinidad y confrontación que se
Kan impuesto en Guatemala es muy dura. Más tempra­
no que tarde se convierte en inestabilidad habitacional y
laboral, en desplazamientos geográficos, en actividades
que chocan con la dinámica familiar y social habitual.
Además somete a los niños a una disciplina estricta por
razones de seguridad; y a desatenciones de nuestra parte,
forzadas por las prioridades del trabajo organizado. Si
tal régimen de vida es difícil para quienes lo asumimos
conscientemente, ¿cómo no lo va a ser para nuestros ni­
ños? No quería ese régimen de vida para mi hijo, preferí
buscarle otras alternativas y correr otro tipo de riesgos.

87
Sin embargo, la forma en que los militantes resolvemos
la situación y perspectiva de nuestros hijos es una deci­
sión personal. Cada quien procede como puede y mejor
le parece. Y respecto a ello existen tantos puntos de vista
como padres, circunstancias y etapas de la lucha hay.
Todavía me estremezco cuando me recuerdo de esos
momentos. Me dolió y me costó mucho esa decisión, pero
no dudé en tomarla. No lo lamento ni me arrepiento. En
circunstancias similares lo volvería a hacer. Para mí era
una cuestión de consecuencia militante desde cualquier
ángulo que la enfocara. A mi niño también le costó adap­
tarse. La primera semana, aunque comió bien, lloraba
mucho por las noches y se bajaba de la cama que compar­
tía con varios niños. Entonces se refugiaba debajo, en un
rincón donde dormían unos perritos. Allí lo encontraban
por las mañanas. La familia me lo dijo preocupada el
primer fin de semana que llegué por él. Si bien me causó
mucho pesar, mantuve la decisión de que siguiera con
ellos, en la medida que estaban dispuestos a probar otro
tiempo. Por mis estudios sabía que todo cambio implica
un período de adaptación y conocía el límite normal para
un niño. Pensé que sólo si mi hijo lo rebasaba tomaría la
decisión de regresarlo conmigo y plantearía una reducción
de actividades. Pero no fue necesario. En el curso de la
segunda semana dejó de entristecerse, durmió en la cama
colectiva y se integró al grupo familiar sin reservas. Se
llenaba de felicidad e impaciencia cuando me veía llegar
a recogerlo; pero se quedaba tranquilo y jugando cuando
lo regresaba. Al concluir mi estancia en México lo recogí
definitivamente. Se habían encariñado con él y me pedían
que se los dejara, con mayor razón si en breve yo me iría
para la montaña. Él también era afectuoso con ellos y había
adquirido la maña de que si no era el primero a quien la
abuela besaba al volver del mandado, le armaba teatro.
Durante esa temporada se desarrolló mucho: aprendió
a jugar en grupo, a defenderse cuando lo agredían; a
correr, a subir y bajar pequeñas gradas; empezó a tomar
café y a comer poquitos de chile con tortilla, alimentos
que no figuraban en su dieta anterior. E imitando a los
mayorcitos, dio por pedir dinero para comprar dulces en
la tienda del barrio. No se enfermó para nada y lo recogí
tan gordito y risueño como lo había llevado. Bastó una
dosis de antiparasitario para que sacara las lombrices de
la panza.
En esta experiencia, como en muchas otras antes
y después, comprobé la constante de generosidad y
solidaridad de las familias trabajadoras, sin distingo de
fronteras ni grupos étnicos. Rasgos sólo comparables en
su magnitud con la pobreza en que viven. Años después
la militancia me llevó de nuevo a México y acompañada
de mi hijo quise visitar a esta inolvidable familia obrera.
Pero en la transformada ciudad de doce años después,
mi memoria no fue capaz de localizar la vivienda. Varias
veces me dirigí al área y recorrí las calles conocidas sin
éxito. Posteriormente averigüé que la familia se había
dispersado hacía años y que ninguno de sus miembros
vivía más en esa dirección.
Cuando el viaje de regreso a Guatemala fue in­
minente, pedí a mis padres que viajaran a encontrarse
conmigo en México. Ellos atendieron mi llamado con
prontitud. Entonces les expliqué mi compromiso revolu­
cionario, pero les dije que trabajaría en el exterior para que
se preocuparan menos. Y les pedí que se hicieran cargo
de mi hijo por dos años. Ellos sabían que el papá estaría
cerca y que lo atendería con cariño y responsabilidad;
pero tenía las limitaciones propias del trabajo remunerado
y de la militancia. Por eso necesitábamos de su apoyo.
Y yo me sentiría más tranquila si se quedaba con ellos,
cerca de su papá y en nuestro país. El plazo de dos años
lo establecí a partir de mi idealismo de entonces. Si bien

89
me parecía una eternidad en el plano de la relación con el
niño, también me parecía una pequeñez en comparación
con las necesidades de la lucha y del pueblo trabajador de
mi país. Ingenuamente creía entonces que en ese tiempo,
más o menos, la revolución habría cobrado fuerza y estaría
en las puertas del triunfo. O que, por lo menos, habrían
tantos militantes que yo podría conciliar la militancia con
la familia. De manera que retomaría el cuidado de mi hijo
para no separarme más de él.
Mis padres se volvieron al país terriblemente tristes
por esa nueva separación que yo determinaba; y por la
perspectiva de vida por la que me veían optar. Les daba
terror que algo me sucediera. Sin embargo, mi papá me
dijo que se sentía orgulloso y que saludara los compañe­
ros de su parte. Aunque preocupada por el dolor de mis
papás, esa y muchas veces más en los años posteriores
permanecí serena y segura de lo que hacía. Confiaba en
que se repondrían con el tiempo y me alegraba que mi hijo
estuviera cerca de su papá, quien lo quería y extrañaba
mucho. Una semana después de despedirme de ellos en
México, volví discretamente al país y me alojé en una casa
clandestina. Estando allí, el padre del niño me lo llevó para
que lo tuviera conmigo los dos últimos días de estancia en
la ciudad. Nos separamos con alegría, como lo haríamos
en adelante después de cada encuentro.
Al progresivo alejamiento de mi medio social años
atrás, se sumó mi ruptura con todos los lazos familiares.
Hacia ninguna de esas separaciones me animaron senti­
mientos de rechazo o desapego. Al contrario, dejaba un
mundo donde había sido feliz y privilegiada. Renunciaba
a mis seres más queridos, a las amistades y a numerosas
personas apreciadas sin despedidas ni explicaciones.
Personas por las cuales mis sentimientos de afecto siguen
intactos a la vuelta de los años. Pero para entonces mi
identificación y compromiso con los sectores populares

90
y la organización pesaban más en mi conciencia. Sin em­
bargo, eventualmente me sorprendo pensando en lo feliz
que sería encontrarme de nuevo con familiares y amigos.
Quién sabe cuáles sean sus recuerdos de nuestra relación;
quién sabe si todavía piensen en mí. Pero me gustaría
verlas. En todos estos años no me comuniqué con ellas;
podría haberlo hecho, pero temía exponerlas o generarles
inquietudes a las que no podía responder. Estando activa
en el movimiento revolucionario, especialmente cuando
estas personas no lo sabían, me parecía una impruden­
cia que podría acarrearles problemas. Por eso opté por
romper de tajo, a sabiendas del dolor, la incomprensión
o el desconcierto que ello significó para no pocos. Y tam­
bién asumí con plena conciencia las implicaciones que
representaba dejar un hijo pequeñito. Nuestro drama y
nuestros problemas no eran mayores ni más importantes
que los del pueblo al cual me debo.
Pero esas rupturas fueron y siguen siendo dolorosas.
Si las realicé y las mantengo es porque las características
de mi experiencia militante y las circunstancias políticas
de mi país así lo aconsejan. A la fecha han pasado die­
ciocho años de separación. Los dos años iniciales se han
multiplicado por muchos.
Mi padre no supo que había vuelto al país, y
mucho menos que estaba en la montaña, aunque vivía
la incertidumbre de mi ubicación. Murió nueve meses
después de nuestra despedida, a la edad de cincuenta y
ocho años. Estuvo hospitalizado de gravedad varios días,
y no lo supe porque la familia no podía localizarme. Al
poco tiempo de su deceso, una de mis cuñadas murió en
un accidente automovilístico. Además del dolor que esta
nueva pérdida representó para, la familia, para mi mamá
implicó hacerse cargo temporalmente de cuatro nietos me­
nores de tres años, incluido mi hijo. Esto le hizo más difícil
asimilar mi distanciamiento y militancia política. Además

91
debió enfrentar esa responsabilidad por varios años sin
tener el pensamiento ni la compañía de mi padre. Creo
que ella también albergó la esperanza de que yo volviera
a ver al niño, a quedarme con él. Pero los años pasaron y
no pude hacerlo. Los acontecimientos se desenvolvieron
con tal complejidad y vertiginosidad que mi compromiso
militante se profundizó de igual forma.
Mi hijo ha crecido lejos de mí ininterrumpidamente.
Actualmente es un hombre y forja su destino a través del
trabajo, del estudio y de sus propias aspiraciones. No ha
heredado ningún recurso material ni financiero de sus pa­
dres ni de familiar alguno. Depende de su propio esfuerzo
para salir adelante. Sé que le está costando, pero me siento
orgullosa de él. Hasta donde me ha sido posible he estado
al tanto de su vida, salud y vicisitudes; aunque no ha po­
dido ser con la frecuencia deseada. A dieciocho años de
haberme separado de él creo que ambos hemos sido afortu-
nados. Tanto ha sido así por su desenvolvimiento positivo
en todos los aspectos básicos, como por el sinnúmero de
personas —conocidas y desconocidas, revolucionarias
o no, compatriotas y extranjeras — que le han brindado
cariño, cuidados, alegrías y bienestar material. Es más,
siento un profundo agradecimiento hacia todas ellas, pues
además de darle lo que yo no he podido, le han infundido
respeto y cariño por mi persona; o cuando menos, se han
reservado ante él sus propias opiniones.
Creo que tengo un hijo que ha sabido ser fuerte
ante la adversidad que le ha tocado vivir; que ha sabido
darse a querer y adaptarse a muy diversas y difíciles si­
tuaciones; que ha estudiado lo suficiente para cursar sus
estudios sin retrasos, a pesar de los cambios de familia,
escuela, país, idioma y calendarios escolares. Y, al mismo
tiempo, ha sido cariñoso y respetuoso conmigo, aunque
con las contradicciones y altibajos propios de nuestras

92
circunstancias. Nuestros breves y ocasionales encuentros
han sido felices y las despedidas naturales, como si nos
fuéramos a encontrar de nuevo en pocas horas.

93
UNA MAÑANA DE OCTUBRE

En el viaje que emprendí hacia el altiplano noroccidental


días después no fui de piloto como en otras ocasiones, sino
de acompañante; y sería yo quien descendería del vehículo
en algún punto. Conducía un viejo amigo, compañero de
inquietudes sociales y peripecias contestatarias desde los
años estudiantiles. Nos habíamos incorporado al EGP en
la misma época. Él provenía de una familia oriental, de
raigambre campesina y comerciante, allegada al MLN, el
partido anticomunista más caracterizado. Pero emigró a
la capital para realizar estudios universitarios y se había
graduado hacía poco tiempo. Instalado definitivamente
en la urbe, él y su compañera optaron por el camino de
la lucha revolucionaria.
Eran muy pocos los que, proviniendo de las ciu­
dades, se incorporaban y persistían en la montaña. Los
pocos que lo hacían generalmente permanecían algunas
semanas, o meses a lo sumo. No lograban adaptarse a los
rigores de la lucha en esas latitudes; y tampoco soportaban
la lejanía de sus seres queridos y de la vida citadina. Pero
en la montaña había múltiples tareas y actividades que
era necesario desplegar y en las cuales podía colaborar.
De ahí que estuviera determinada a pasar las pruebas que
fueran necesarias como militante y como mujer.
Esa vez llevábamos un lote de armas largas que tenían
el mismo destino que yo: el destacamento. Debíamos pasar
un puesto de control militar y para esa fecha ya habían tenido
lugar las primeras acciones político-militares públicas en El
Ixcán y Los Cuchumatanes. íbamos tranquilos pero silencio­
sos. Cuando llegamos al retén nos detuvieron como era
usual con todo vehículo que pasara, especialmente en horas
de oscuridad. Preguntaron a dónde íbamos y, sin pedir que

95
descendiéramos o abriéramos el vehículo, alumbraron y
observaron su interior por las ventanillas. Nos dieron paso
y continuamos nuestro camino.
Era época de lluvias, pero ese día estuvo despejado
y la noche se presentó sin amenazas de agua. Cuando
estuvimos próximos al lugar de contacto me quité los
zapatos, me puse dos pares de calcetines y luego botas de
hule. Estas eran el calzado que mejor resultado daba en
las andanzas del destacamento; a la vez tenía demanda
entre la población de la región porque eran resistentes y
baratas. Inmediatamente acomodé mi equipo, incluida
una mochila, dentro de una sábana maletera y le coloqué
a ésta un mecapal de cuero. La primera parte de la mar­
cha sería en área poblada y, si bien era hora en que todos
duermen, ocasionalmente se encontraban por los cami­
nos comerciantes ambulantes, trabajadores migratorios
u otras personas. Por eso debía vestirme como lo hacían
los campesinos indígenas de la zona y cargar a la usanza
local. Revisé mi arma, una escuadra 45, y la coloqué en
mi cintura, escondida bajo la camisa. La llevaba cargada
y con seguro. En el cinturón de cuero colgué un machete
envainado. Poco antes de llegar al punto de desembar­
co, observamos las señales que significaban proceder.
Respondimos a las mismas y continuamos hasta el lugar
exacto. Allí el compañero detuvo el vehículo, apagando
motor y luces. Descendimos rápidamente, tomé el equi­
po y me alejé unos metros hacia donde no fuera visible
desde el camino. Simultáneamente el compañero sacó
el armamento, mientras varios compañeros que estaban
tendidos entre el monte se incorporaron silenciosamente.
Terminado el descenso de la carga, quien me condujo al
punto subió al vehículo y se retiró.
No reconocí a ninguno de los compañeros con
quienes me quedé y pronto me di cuenta que no eran
miembros del destacamento, sino compañeros de la po­

96
blación. Pues hablaban quedamente en ixil y, en lugar de
trasegar las armas monte adentro y preparar con presteza
las cargas, las tomaban de una en una y se las intercam­
biaban unos a otros en la misma orilla de la carretera. Tan
próxima a ellos me encontraba que alcanzaba a distinguir
que las contemplaban con admiración y emoción. Estaban
tranquilos y platicando quién sabe qué en su idioma.
Al ver que ninguno organizaba la retirada de punto tan
peligroso, pregunté al que estaba más cerca quién era el
responsable del grupo. En castellano me respondió: Taltu­
za. Pregunté dónde estaba este compañero y dirigiéndome
a él, que también estaba embebido con el armamento, le
dije que distribuyera el cargamento y emprendiéramos
la retirada con prontitud. Y que más adelante, donde
estuviera despoblado, nos detuviéramos a comer.
Animadamente, Taltuza dio órdenes en ixil. Todos
se repartieron la carga equitativamente, la protegieron
del sereno y de las miradas extrañas y se la colocaron a
mecapal sobre la espalda. Luego se formaron uno tras
otro. Taltuza me ubicó al centro de la columna, próxima
a él, y dio orden de emprender la marcha. Éramos alre­
dedor de doce.
Sobre el mecapal llevaba, al igual que todos, som­
brero de petate de ala recta y cinta negra. Mi pelo largo
iba recogido bajo la copa. Esa noche fue la primera de
numerosas marchas en las que iría sola como mujer, como
ladina y como capitalina. Casi siempre sobresaliendo del
grupo por mi estatura. La organización en esas montañas
era y sería eminentemente campesina e indígena.
En esa oportunidad llevé como carga lo que serían
mis bienes terrenales: un toldo, una hamaca y una mochila
de popelina nailon; dos mudadas de ropa, un suéter y una
chumpa livianos; un pequeño poncho de Momostenango;
un paliacate, una gorra pasamontañas, una boina verde
olivo y toallas sanitarias lavables; tres metros de plástico

97
y dos bolsas grandes del mismo material; una linterna,
una lima para afilar; un plato y un pocilio de peltre; una
cuchara de acero inoxidable; un cepillo de dientes, un
peine y un encendedor recargable; dos agujas y un cono de
hilo nailon; dos cuadernos y un lapicero. También llevaba
un reloj que mi padre me regaló la última vez que nos
vimos y una navaja suiza, compañera inseparable desde
mis años adolescentes de Muchacha Guía. Y mi equipo
militar: un cinturón, dos cartucheras con sus respectivos
depósitos cargados, una funda para pistola, una brújula,
equipo de limpieza de armas y la pistola que llevaba al
cinto. Ya estando en la montaña elaboraría mi propio arnés
y recibiría una granada de mano y un fusil.
Debíamos avanzar en columna cerrada, sin encen­
der luz y sin hablar. Recorrimos una hondonada poblada
de casas dispersas y dividida, de este a oeste, por un río
pequeño. Los perros de las viviendas próximas a la vereda
ladraban hostiles a nuestro paso. Al otro lado de la hoya
alcanzamos la base de una gigantesca montaña, que en
los mapas aparecía como una de las cumbres más altas
de la región. Habiendo quedado atrás el área habitada,
el responsable ordenó detener la marcha. Después de
unos minutos la reanudamos por una senda que se veía
transitada de siglos. Por trechos, de tanto uso, el suelo
estaba hundido entre los altos bordes que indicaban el
nivel original del piso. Esta parte de la marcha, toda en
área despoblada, fue un ascenso constante y sin tregua,
en un perfecto zigzag que comenzó al pie de la montaña y
concluyó cuando alcanzamos la cima. Fue un tramo agota­
dor que iniciamos a 1,500 m SNM y que alcanzó su punto
más alto pasados los 2,700 m SNM. Fueron alrededor de
tres horas de marcha a paso lento, pero sostenido y sin
parada alguna. Debíamos llegar a nuestro destino antes
del amanecer y el tiempo apremiaba. Y aunque descansar
normaliza la respiración agitada por el esfuerzo, el clima

98
de esas latitudes enfría en cuestión de segundos el sudor,
haciendo indeseable el descanso. En la cumbre sentimos
un frío intenso, así que envueltos en la niebla emprendi­
mos el descenso por la vertiente norte de la montaña.
En las pendientes la respiración recobra el ritmo
normal, pero la tensión de las piernas, debido al cuida­
do de afianzar cada paso en graderíos irregulares y sin
visibilidad, hacen que el esfuerzo físico sea tan grande
como en los ascensos. Además, las piernas tiemblan por
el cansancio acumulado y las sienes deshabituadas al
mecapal, y la espalda a la carga, duelen crecientemente.
Una hora después de haber iniciado el descenso
llegamos a un área poblada. No distinguía sino algunas
cercas, pero el ladrido de perros era señal de la proximi­
dad de viviendas. Minutos antes del amanecer traspasa­
mos una barda y penetramos en una casa de adobe y teja.
Adentro había un fogón en el suelo y dos mujeres estaban
a su alrededor. Una de ellas era indígena y dueña de la
casa; la otra era mulata y militante organizadora. Mis
compañeros de viaje depositaron sus cargas en el suelo,
se despidieron ceremoniosamente y se dispersaron por
múltiples veredas buscando sus hogares. Sólo entonces
me percaté que todos eran hombres maduros, curtidos
por el trabajo y los sufrimientos. En el preciso momento
en que la compañera indígena me extendía una escudilla
con caldo de gallina y tortillas calientes, amaneció en las
afueras.
Con la compañera pasamos el día escondidas y
alertas en un lugar discreto de la vivienda, para no per­
turbar la vida de la misma ni dar motivo a problemas de
seguridad para sus moradores. Al poco tiempo de haber
caído la noche, en la casa se presentó el compañero in­
dígena que me había conducido en la primera visita a la
guerrilla un año atrás. Ahora trabajaba como organizador
en la zona ixil y tenía la responsabilidad de conducirme

99
a otro lugar esa misma noche. Él tomó parte de mi carga,
nos despedimos de la gente de la casa y bajo una lluvia
torrencial emprendimos camino. A paso rápido, sin
encender luz y calladamente, bordeamos el poblado de
Cotzal. Al detectar la aproximación de alguien debíamos
escondemos entre el monte de los costados, y allí esperar a
que el desconocido se alejara. La oscuridad y la tempestad
mantuvieron en secreto nuestra presencia.
Las armas, salvo las de uso nuestro, quedaron
atrás. Serían transportadas en viaje separado por com­
pañeros de la población distintos a los que las habían
llevado al punto anterior. En el nuevo lugar las recibirían
miembros del destacamento.
Luego de cinco horas de camino, llegamos a otra
casa. Estábamos empapados y enlodados a pesar del plás­
tico con que nos cubrimos. Era la una de la madrugada y
hacía frío intenso. En el corredor del frente nos esperaba,
acuclillado junto a una fogata, el dueño de la vivienda.
Su esposa y sus hijos dormían en la única habitación que
había. Luego de saludarnos solícitamente, nos condujo
junto al fuego para secarnos y para que nuestros cuerpos
recobraran su calor. Nos ofreció refresco caliente que tenía
en una jarrilla sobre el fuego. Se trataba de unos polvos
industriales con sabor artificial que se vendían en sobres
de papel. En la ciudad se tomaban fríos y azucarados al
medio día o en horas de calor. Esa noche los tomamos
calientes y sin azúcar. Una vez que nuestra ropa estuvo
seca, el compañero nos guió a la troje, donde dormimos
unas horas sobre tablas de pino. Había multitud de pul­
gas, pero el cansancio logró que conciliáramos el sueño a
su pesar.
El plan contemplaba que allí estuviera aguar­
dándonos otro compañero, miembro del destacamento y
originario de la zona. Y que quien me condujo hasta allí
se retirara de inmediato a otra parte. Pero ese compañero,

100
nuevo recluta, no llegó. Preocupado, el cuadro organi­
zador no quiso retirarse y dejarme sin saber qué había
sucedido con él. Temprano por la mañana apareció quien
no había llegado a la cita. Se había emborrachado y llegaba
en lamentable estado. Se acostó a dormir donde pudo y así
pasó el día. Nosotros permanecimos quietos y silenciosos
en la troje. Limpiamos las armas y mantuvimos el oído
atento a cualquier sonido extraño o señal de alarma. Los
compañeros de la casa realizaron sus actividades habi­
tuales y al atardecer le dieron caldo al compañero indis­
puesto. Luego mi acompañante habló con él. Se trataba
de un joven fornido que dijo estar listo para emprender
camino en cuanto cayera la noche. Así que reacomodé mi
carga y me despedí de quienes se quedaban.
El alcoholismo, mal profundamente arraigado
en nuestra sociedad, era enemigo de nuestro esfuerzo
emancipador. Durante varios años fue la causa número
uno —durante más de cinco años la única — de caídas en
manos enemigas, de fallas en el trabajo y de problemas
de seguridad en la montaña.
Llovía de nuevo, aunque levemente, y debíamos
hacernos acompañar por un macho cargado con provi­
siones. Así que el guerrillero, cargando a mecapal por
delante, jalaba al animal; y yo, detrás de ambos, cargada
a la vez con mis bártulos, arriaba a la bestia como podía.
Atravesamos un plan sembrado de milpa y tomamos un
extravío extraordinariamente empinado y lodoso. Resba­
lábamos una y otra vez mientras tratábamos de asirnos
a matas y raíces. Lo hacíamos a tientas, pues la regla de
oro seguía siendo no encender focos. Pero el macho, que
nos desconocía a ambos, se resistía a caminar e insisten­
temente se atrancaba y trataba de volver hacia atrás. Era
el primero y único medio de transporte propiedad del
destacamento. Había costado Q60.00 —lo mismo que

101
una mujer joven— y estaba al cuidado del campesino
cuya vivienda acabábamos de abandonar. Era prime­
ra vez que se le encomendaba transportar carga sin ir
acompañado de su cuidador. Así que después de batallar
infructuosamente con él y estando todavía próximos a la
casa, el compañero me propuso que retuviera al peculiar
transporte conmigo, mientras él se volvía en busca de
ayuda. Sentí la espera eterna porque sabía que la marcha
requería varias horas de oscuridad para atravesar una
zona densamente poblada. Al cabo de un rato aparecie­
ron mi acompañante y el responsable del macho. Con su
cuidador al lado avanzó obediente y rápido, hasta donde
lo permitía la pendiente que escalábamos. Era la ruta más
corta, pero la más escabrosa, que bordeando Cotzal por
el norte llegaba a un punto periférico de Chajul. Final­
mente alcanzamos una cumbre, y ya bastante al norte de
este poblado caminamos por planes y filos cubiertos de
llano y sin fango. Avanzamos entonces por un camino de
herradura, ancho y trajinado, que conducía al noroeste
del municipio.
Amaneciendo llegamos a un punto donde el com­
batiente detuvo la marcha. Descargamos al mulo y nos
despedimos de nuestro acompañante, quien volvió a su
casa seguido por el expreso. Nosotros nos apartamos
del camino penetrando en un bosque denso. Rompi­
mos monte con el cuerpo, tratando de no dejar huella,
y acarreamos hacia lugar seguro los bultos. Contenían
maíz, sal y azúcar. Los protegimos cuidadosamente con
plásticos, de manera que ni la lluvia ni la humedad del
suelo y la vegetación los dañaran. Había amanecido. Nos
adentramos en la montaña a paso rápido, guiándonos por
el sentido de orientación del compañero. A las ocho de
la mañana arribamos a un campamento y, sin presenta­
ciones ni saludos, varios compañeros fueron enviados a

102
recoger lo que acabábamos de esconder. Sólo entonces se
nos ofreció bebida caliente y se me indicó donde colocar
mis cosas. Más tarde convocaron a una reunión en la que
se me presentó al grupo; cada quien saludamos y dimos
nuestro nombre clandestino.
La mayoría de los presentes eran, como yo, nuevos
reclutas; veteranos del destacamento había dos o tres.
Los demás se encontraban en rumbos y tareas distintas.
Los novatos, salvo el caso de una compañera también
proveniente de la ciudad, eran jóvenes ixiles. Dos de ellos
habían recibido su bautismo de fuego participando en
el ajusticiamiento de Luis Arenas —El Tigre de Ixcán —,
terrateniente feroz y explotador de ixiles. Pero algunos
todavía portaban honda y, cuando les correspondía su
turno de guardia, no faltaba quien aprovechara la ocasión
para tirarle piedras a los pájaros, en lugar de ejercer la
vigilancia del caso. La mayoría hablaba poco castellano y,
a excepción de uno, no sabían leer ni escribir. Provenían
de las capas campesinas más pobres.
Ese primer día de campamento me bañé y cambié
ropa, luego de tres días sin poder hacerlo. Acomodé mis
pertenencias donde me indicaron y entregué algunos en­
cargos. Entre estos estaban el Recurso del Método, de Alejo
Carpentier y Cien años de Soledad, de García Márquez.
Enseguida, el responsable del día me explicó la situación
operativa y las medidas de seguridad que debíamos ob­
servar. También me dio a conocer los criterios de organi­
zación de la colectividad y el horario de actividades.
Al segundo día me incorporaron a la rutina militar
y doméstica, tareas en las que participábamos todos sin
distingo de edad, antigüedad, funciones o sexo. Sólo la
enfermedad que botaba al suelo era razón de exonera­
ción. Y ese mismo día, por orientación del responsable,
comencé la labor de alfabetización. No teníamos entonces

103
cuadernos ni materiales de lectura, así que echamos mano
de cualquier papel: de cajetillas de cigarros, de etiquetas
de latas, de restos de periódicos.
Era época de cocuyos, coleópteros que emiten luz
intensa en la oscuridad. Quien no sabe de su existencia o
no los ha observado en circunstancias de vida silvestre, los
confunde fácilmente con luz de linterna. Pero esto, como
muchísimas cosas más, no se lo explican a una. Es la prác­
tica la que lleva a saberlo. Así que la primera noche que
hice guardia no tenía idea sobre ellos. Y el conocimiento
de las luciérnagas no basta para explicarse este fenómeno
luminoso tan potente y grande. Observando cuidadosa­
mente el sector que me habían indicado comencé a verlos
a lo lejos. Entre la vegetación aparecían y desaparecían,
algunos dirigiéndose hacia donde me encontraba. Afi­
naba mis oídos para detectar si algún ruido acompañaba
la luz, pero no escuchaba sino sonidos de la naturaleza.
Entonces razonaba en el sentido de que ningún soldado
o desconocido avanzaría a esas horas de la noche con luz
hacia nosotros. Pero no dejaba de tener miedo y mantenía
el arma sin seguro, lista para disparar. Así pasé la hora
de turno, atenta y silenciosa en mi puesto, viendo luces
por aquí y por allá o escuchando ruidos extraños, aunque
propios del bosque tropical húmedo donde me encontra­
ba. Me sentí feliz cuando llegó el relevo.
En esos primeros días, estando de guardia diurna,
también me desconcertó el rugido del mono aullador. Su
poderosa voz —después lo supe — se escucha a kilómetros
de distancia, dando la impresión de estar muy próxima
a quien la oye. Pero confunde porque su sonido parece
el de un enorme felino. Sólo la experiencia lleva a distin­
guir un rugido del otro. Sabía que no había jaguares en
esas cumbres, pero no conocía de la existencia de tales
monos. Y mientras lo averigüé no dejé de sentir escozor
esa primera vez. Aprovechando el desconocimiento que

104
sobre la naturaleza teníamos, los veteranos no perdían
oportunidad para jugar bromas a los nuevos, incluidos
los jóvenes campesinos, quienes no se habían adentrado
en la montaña más allá de sus milperíos.
En ese agrupamiento comenzó mi aprendizaje de
sobrevivencia en la montaña, del arte guerrillero y de la
vida colectiva del destacamento. Entre otras cosas apren­
der a juntar fuego con leña siempre húmeda sin papel,
ocote ni combustible alguno; moler maíz seco; edificar
construcciones rústicas; afilar machete; acomodar hamaca
y toldo recurriendo a la ingeniosidad y la habilidad de
apoyarse en una naturaleza que debíamos dañar lo menos
posible. De manera que, al abandonar el lugar, nuestra
huella fuera imperceptible o posible de borrar. Aprender
a orientarse en el terreno; a distinguir diversidad de mo­
vimientos, huellas y ruidos propios de la vegetación y los
animales, de aquéllos producidos por los seres humanos;
a desplazarse silenciosamente, sin lastimar las armas, sin
permitir que la carga se trabe en el montarral, sin caer.
Pero lo que más se me dificultó fue reprimir la risa, aque­
llas carcajadas espontáneas que nacen libres y felices del
corazón. Reía mucho y no pocas veces me llamaron la
atención. Y es que esa expresión humana podía delatar
nuestra presencia y ocasionar problemas de seguridad.
La razón caía por su peso, pero la rebelde costumbre del
espíritu le jugaba la vuelta una y otra vez. Quizás fue la
privación que resentí más entonces; y la primera que me
reveló en toda su dureza la realidad de la lucha en las
montañas. Sin embargo, una vez disciplinada esa mani­
festación de alegría, no faltaron las tormentas eléctricas,
las lluvias torrenciales o el ruidoso caudal de un río que
nos permitieron reír y cantar a todo pulmón.
Desde el momento que conocí a la guerrilla me per­
caté de que debíamos renunciar también al sol, al cielo
azul y al firmamento. De la realidad allende las copas de

105
los árboles nos llegaban los relámpagos, los truenos y los
diluvios; pero no el arcoiris ni las estrellas. De ahí que la
ocasional filtración de un rayo de sol fuera motivo de júbi­
lo colectivo y de organización de turnos para usufructuar
su calor y su luz.
Fue allí donde por primera vez comí ratón de
montaña. Abundaban en el lugar y varios de los jóvenes
reclutas los cazaban, y asados a las brasas se los comían.
Así complementaban su nueva dieta de harina de maíz
que sustentaba bastante menos que las tortillas. Uno de
ellos, solícito pero también midiéndome —al fin y al cabo
era mujer, ladina y capitalina para ellos—, me ofreció uno
que acababa de asar. No dudé en aceptarlo y lo engullí
tranquila haciéndome a la idea de que se trataba de pollo..
"Hazañas" como ésta no se podían descartar en un colec­
tivo tan heterogéneo y joven, especialmente cuando una
provenía del sector acomodado y opresor de la sociedad.
Gané puntos ante la juvenil y observadora concurrencia.
Pero no ante los veteranos, quienes reprobaban por exa­
gerado, decían, cazar y comer ratones.
Una mañana de octubre de 1975 comenzaron para
mí nuevos caminos de lucha social y aprendizaje sobre
la vida y mi país. Tenía entonces 28 años y permanecería
tres más en el destacamento guerrillero sin salidas ni
descanso alguno.

106
EN LOS MONTES DE JUIL

A partir de mi llegada a la montaña contamos con cuatro


meses de relativa tranquilidad. Pues comenzando febrero
el ejército desencadenó una ofensiva en la sierra. Mientras
tanto, tuve tiempo para habituarme a la vida del destaca­
mento. Emprendimos la marcha, mientras la retaguardia
se quedó borrando las huellas de nuestra estancia, para
luego alcanzamos a paso rápido. Aunque a pocas horas de
lugares densamente poblados, nos movíamos en una zona
de silencio, penumbra y humedad. El frío y la niebla eran
permanentes en ese bosque centenario. Nos detuvimos
algún tiempo en una hondonada. Allí continué alfabeti­
zando y participé por primera vez en un operativo de se­
guridad llamado descubierta; así como en la construcción
de un tapexco grande para almacenar provisiones. Pronto
iniciaríamos una etapa de entrenamiento y reorganización
del destacamento y nos correspondía crear condiciones
para recibir a los compañeros que ascenderían a la sierra
provenientes de la selva del Ixcán.
Nos habíamos estacionado en un sitio poco seguro
porque entre nosotros iba un compañero enfermo, cuya
condición física no permitió desplazarnos más lejos de las
áreas trajinadas por mimbreros. Era fundador del desta­
camento y miembro de la Dirección Nacional. Unos días
después, cuando reunió fuerzas, continuamos la marcha.
Apenas cuatro meses antes había estado postrado con
pulmonía; precisamente mientras dirigía el operativo
contra el terrateniente más odiado y temido de la región.
Ahora llevaba varios días con temperatura de 40°, fuer­
tes dolores de cabeza y extrema debilidad. Así estuvo
varias semanas sin que supiéramos qué mal le aquejaba.
Muchos años después supimos que se trató de una bruce-

107
losis. Pero en aquel entonces todo lo que pudimos hacer
fue bajarle la fiebre a ratos con alcohol y antipiréticos;
y darle de beber un pocilio de incaparina diariamente.
Este alimento, cuando lo teníamos, se reservaba para los
enfermos y convalecientes. No podíamos introducirla en
grandes cantidades porque su preservación no se lograba
en nuestras condiciones ambientales.
Los últimos días de octubre nos instalamos en un
tercer lugar. Allí esperamos la llegada de quienes en las
planicies selváticas habían realizado operaciones. A su
arribo nos reuniríamos los alzados en armas en las mon­
tañas del noroeste. Sólo estarían ausentes los cuadros
organizadores. Varios eran fundadores del destacamento
y la mayoría eran indígenas provenientes de la misma re­
gión. Estos compañeros permanecerían en sus escondites
trabajando con la población organizada.
Al momento de la llegada del contingente de la selva,
yo cubría la guardia sobre el área de acceso de cualquiera
que siguiera nuestro trillo. Me habían instruido sobre la
probabilidad de su arribo en el curso de mi turno; pero
debía mantenerme alerta porque igualmente podrían no
ser ellos quienes aparecieran. Estaba sabida de lo que de­
bía hacer a partir de detectar la aproximación de cualquier
persona. Ubicada en alto, desde la posición de observación
se divisaba, a lo lejos, un palo largo tendido sobre un río
encallejonado. Era un paso obligado para todo aquel que
en nuestra dirección quisiera cruzar tal obstáculo. Debía
observarlo atentamente y esperar a que quien lo atrave­
sara se aproximara al área de vigilancia para pedir seña
y proceder en consecuencia. Sin embargo, las numerosas
personas que súbita y velozmente pasaron sobre el tronco
desaparecieron entre la maleza y no se aproximaron a mi
posición. Tampoco percibí movimiento alguno ni escuché
ruido de vegetación agitada por su avance en todo mi

108
sector de observación. Y si bien la velocidad del paso y
tas enormes cargas a mecapal me hicieron suponer que se
trataba de los compañeros, no tenía certeza de ello. De ahí
que, pasado el tiempo prudencial durante el cual debieron
acercarse, me entró duda sobre qué hacer. Había orden
estricta de no abandonar la guardia por ningún motivo;
pero las señales previstas para comunicarme con el cam­
pamento no correspondían a tal circunstancia. Así que
corrí ladera arriba para reportar el hecho a la dirección.
Al estar narrando lo sucedido me percaté que desde un
costado me observaban dos desconocidos barbados con
sendos pocilios de bebida humeante en las manos. Una
vez terminé, uno de ellos me dijo con sorna que gracias
por avisar, pero que eran ellos quienes se aproximaron.
Luego bromeó que si de mí dependía la seguridad an­
daríamos mal. No me hizo gracia y seria le pregunté por
qué no ascendieron por el frente. Me respondió que, por
su propia seguridad, prefirieron evadir la entrada lógica
para penetrar al campamento por el lado contrario. Y
agregó que era medida precautoria por aquello de que
fuera el ejército y no nosotros quienes los estuviéramos
esperando.
Luego del feliz reencuentro de unos y la presenta­
ción de otros, y después de dos días de descanso para los
recién llegados, nos desplazamos a otra parte. En el nuevo
punto permanecimos tres meses en intensa actividad y
con algunos sobresaltos por señales de peligro.
En los días próximos a la Navidad me llegó carta del
padre de mi hijo. Me contaba en detalle sobre él, tranquili­
zándome al respecto; me participaba el nuevo rumbo
que había tomado su corazón y me enviaba un poemario
cuya dedicatoria decía: "Para la guerrillera de corazón
proletario/' Me alegraron la carta y el libro porque signi­
ficaban que la etapa conflictiva de nuestra ruptura había

109
sido superada. En cuanto a las festividades de fin de año,
lo único que las distinguió de los demás días fue que en
lugar de café o atol, bebimos leche en la cena.
Casi todos los integrantes del destacamento eran
trabajadores pobres —campesinos desposeídos o mini-
fundistas, artesanos, pequeños comerciantes y obreros
agrícolas—; indios y ladinos provenientes de la costa sur,
del oriente y de múltiples lugares de las sierras y selvas
del noroeste. Pocos habían asistido a la escuela primaria
y todos se iniciaron en el trabajo desde la infancia. Y tanto
entre los alzados en armas como entre la población orga­
nizada había de todas las filiaciones políticas y religiosas.
Desde miembros del MLN hasta viejos simpatizantes del
régimen arbencista y de las guerrillas de los sesenta. No
faltaba quien expresara serio y convencido frases como
ésta: "Soy del MLN, pero mi vanguardia es el EGP". Co­
nociendo los procedimientos y las circunstancias en que
la población trabajadora se afilia a los partidos electoreros,
o participa en diversos credos religiosos, y trabajando
constantemente a su lado, sabíamos que ni una ni otra
filiación afectaba la prioridad y secretividad de su relación
con nosotros. Quienes proveníamos de las ciudades y de
las capas medias no llegábamos al diez por ciento, inclu­
yendo a los fundadores que todavía se encontraban en la
montaña. Y las mujeres éramos cinco: dos campesinas y
tres provenientes de las capas medias de la capital. Nos
habían precedido dos compañeras de origen urbano, ve­
teranas de las guerrillas anteriores. Pero una permaneció
sólo seis meses y estaba de vuelta en la ciudad; y la otra,
quien por entonces estaba de organizadora en Cotzal, sólo
permanecería un par de meses más en el frente. Era una
compañera muy vital y animosa, con ascendencia negra,
cuyo seudónimo de entonces era Sandra. Ella cayó en
un operativo de inteligencia contrainsurgente en la ca­
pital a finales de 1981 o comienzos de 1982. Al igual que

110
muchos otros casos, está desaparecida sin que sepamos
si fue muerta o permanece en alguna de las cárceles clan­
destinas. Tenía entonces un hijo y una hija.
Varios días dedicó la dirección de la montaña a la
estructuración del crecido destacamento, que se había
multiplicado varias veces en el curso del último año.
Habían quedado atrás los tiempos en que quince revo­
lucionarios eran todo su caudal. Y habían pasado cuatro
años desde su fundación. Entonces se crearon organismos
nuevos, se reglamentó la vida cotidiana en sus múltiples
aspectos, se impulsaron entrenamientos y se implemento
un intenso abastecimiento y almacenamiento de recursos.
Las estructuras recién establecidas iniciaron de inmediato
su trabajo y a partir de la práctica se fueron afinando sus
funciones. Había movimiento y actividad febril porque,
al mismo tiempo que nos organizábamos internamente,
nos preparábamos para emprender acciones en áreas
densamente pobladas de la zona ixil. Y preveíamos como
reacción a ellas operativos contra nosotros.
Para entonces, según llegué a saber más tarde, la orga­
nización desplegaba trabajo organizativo en tres planos es­
tratégicos: la montaña, el llano y la ciudad, conceptos que
significaban regiones de desarrollo político y militar. El
plano estratégico de la montaña estaba entonces formado
por un solo frente —el del norte y centro del Quiché —,
integrado por zonas de bases populares organizadas en
la selva y en la tierra fría. El trabajo político abarcaba or­
ganización interna, organización de la población, educa­
ción básica y formación política, propaganda y relaciones
internacionales. El trabajo militar incluía organización de
unidades militares permanentes y de fuerzas irregulares
locales, adiestramiento de ambas y operativos diversos.
Finalmente, desplegábamos actividades relativas a la
logística y a las comunicaciones. En el periodo de mayor

111
desarrollo —1978-1981 — la organización llegó a tener en
actividad cinco frentes y dos zonas guerrilleras.
Estábamos ubicados por encima de los 2,500 m SNM,
en los meses más fríos del año cuando también llueve.
Vivíamos con la ropa generalmente húmeda. Todo lo que
cada uno poseíamos para protegernos era un suéter, una
chumpa y un poncho livianos. Pues por las constantes
movilizaciones, llevando siempre nuestras pertenencias
a cuestas, no podíamos disponer de ropa gruesa ni nu­
merosa. Por eso el frío inducía a algunos, especialmente a
los originarios de tierras cálidas, a buscar la proximidad
del fuego cada vez que tuvieran oportunidad. Pero al
poco tiempo varios de ellos comenzaron a tener dolores
reumáticos y moretones en las piernas. Y a más de alguno
se le había derretido la punta de las botas y se había que­
mado un dedo del pie por acercarse excesivamente a las
llamas. En nuestras circunstancias, la experiencia había
demostrado que tales dolencias provenían de sentarse
continuamente en lugares húmedos y de aproximarse
demasiado al fuego. De ahí que fuera obligatorio el uso de
pequeños plásticos para colocarlos donde nos sentáramos;
y se había orientado mantenerse a distancia del fogón. Lo
primero se cumplía sin problemas; todos portábamos a
mano un pedazo de nailon donde sentarnos, aunque fuera
por unos segundos. Pero de la lumbre no había manera
que se alejaran varios compañeros. Y las recomendaciones
de Servicios Médicos no eran atendidas por los afectados,
a pesar de los dolores y las molestias que padecían.
Luego de fracasar varias veces para persuadirlos,
nos percatamos que los reticentes eran jóvenes con rasgos
machistas acentuados. Así que quienes integrábamos
los equipos de Educación y Servicios Médicos —todas
mujeres— decidimos darles argumentos a su medida,
sabiendo que los tales no eran ciertos. En reunión colectiva
y guardando la seriedad del caso les explicamos que el

112
calor del fuego, a la distancia en que ellos se colocaban,
provocaba esterilidad e impotencia sexual. Santo reme­
dio. Es más, todos los aludidos —y también otros que no
estaban implicados — no sólo dejaron de aproximarse al
fuego, sino que para cocinar se colocaron sobre el pantalón
un grueso costal de fibra de henequén.
La dirección conocía el problema de salud y el reitera­
do fracaso en convencer a quienes lo padecían. Nuestra
picara y eficaz ocurrencia le causó gracia y no nos desdijo
de inmediato. Sin embargo, por aparte —aunque sin dejar
de reírse por el éxito rotundo y por lo divertido de las esce­
nas y los comentarios de la colectividad al respecto — nos
llamó la atención por recurrir a argumentos que no eran
verdad. Y al colectivo se le explicó lo correspondiente. La
aclaración, sin embargo, no predispuso a los afectados,
ni mermó la autoridad de nuestros equipos de trabajo.
Todos siguieron cumpliendo la orientación, pero el uso
del costal se instituyó por largo tiempo. "No vaya a ser"
decían precavidos los compañeros.
Por ese tiempo participé en mi primera misión de
abastecimiento, pues un grupo fue enviado a un día de
camino para recibir abastos. La ruta que emprendimos
no se basaba en trazo alguno, ni era conocida para la
mayoría de nosotros. Sólo el seguimiento de un acimut
determinado nos llevaría al punto deseado. Debido a los
obstáculos que presentaba fue bautizada Ruta de Mambises
por sus exploradores. Efectivamente, aquel trayecto era
difícil como pocos, pero bello: tenía tramos p le tó r ic os de
begonias blancas y rosadas, orquídeas, caídas de agua
cristalina y helechos exuberantes. Desplazarse por ella
significaba descolgarse, arrastrarse, pasar sobre palos
resbalosos. En ciertos lugares escalamos verticalmente
en tierra suelta y pedregosa sin donde asirse; entonces
debíamos tener el cuidado de no resbalar ni desprender
piedras que pudieran golpear a quienes ascendían debajo

113
de uno. También avanzamos por laderas tortuosas; cuan­
do menos, caminábamos en terreno siempre quebrado.
Por toda carga llevábamos poncho, toldo y plástico para
tendemos en el suelo por la noche; también maíz para
alimentarnos. De manera que pudiéramos transportar
recursos al máximo de nuestra capacidad. Sin embargo,
el desplazamiento no era menos duro por eso. Sudábamos
abundantemente, la respiración era agitada y nuestros
rostros estaban encendidos por el esfuerzo. Ibamos em­
papados de sudor y humedad. Después de varias horas
de avance ininterrumpido hicimos un alto. Pero bastó
un momento de inmovilidad para que el sudor se nos
helara sobre la piel, haciéndonos temblar. De tal suerte
que preferimos reanudar la marcha, sintiendo que el aire
nos faltaba y que el corazón estaba a punto de estallar. El
esfuerzo era tal que escuchábamos nuestros latidos.
Culminando la tarde llegamos al punto de espera
y de inmediato nos dedicamos a recoger leña, construir
una champa común para dormir, techar la cocina.
Estábamos hambrientos, cansados y con frío, pero de
buen ánimo. Algunos compañeros fueron destacados
para explorar el lugar donde nos dejarían las vituallas y
otros los relevarían en la guardia. Pues no hacían contacto
con la población sino uno o dos de nosotros. El resto
nos arremolinábamos en la cocina, único lugar cubierto
donde podíamos permanecer de pie, y protegernos de
la tempestad que se desencadenó esa noche y que cesó
varios días después. Nos orientaron hacer un agujero en
el suelo y juntar fuego dentro de él; al retirarnos bastaría
con enterrarlo para quitar su rastro. Pero donde quiera
que escarbábamos brotaba agua como la que corría en la
superficie. Además la leña estaba saturada de humedad
y los más hábiles para encender fuego fracasaban una y
otra vez. Hasta la media noche logramos comer e irnos
a dormir.

114
El siguiente día fue de espera infructuosa, pues al­
gún contratiempo impidió a nuestros compañeros llegar
a la cita. Tampoco lo hicieron a la reserva prevista vein­
ticuatro horas después. Entonces, el mando envió a un
combatiente en dirección inversa a la que debían recorrer
los compañeros. Este mensajero indagaría sobre las causas
del atraso y las perspectivas de la transportación de ios
recursos. A otros dos nos envió de vuelta al campamento
para informar del retraso que la tarea experimentaba; y de
la decisión suya de permanecer en el punto el tiempo que
fuera necesario. Arribamos al campamento anocheciendo.
Enlodada y empapada de pies a cabeza, y luego de varios
días sin bañarme, lo hice en la quebrada que corría en nues­
tro asentamiento. Para entonces la niebla y la oscuridad
cerraban la visibilidad y el frío calaba los huesos.
Desde años atrás, cuando solicité la incorporación
al destacamento, aspiraba a formarme como combatiente.
Es decir, adiestrarme militar y operativamente de acuerdo
a los requerimientos que exigía el arte guerrillero en la
montaña. Dada mi procedencia urbana esta capacitación
requería, entre otras cosas, abundante práctica sobre el
terreno. Pues era la única manera de conocerlo y recorrerlo
con independencia y agilidad; de cultivar el sentido de
orientación; de aprender a desplazarse con sigilo; de desa­
rrollar todos los sentidos para detectar a tiempo al ejército
o a extraños. Aspiraba a participar en la base y ello me
parecía un reto suficiente. En la ciudad y en México me
había despedido con alegría de papeles, libros, máquina
de escribir, reuniones prolongadas, oficinas y salones de
clase, convencida de que el tiempo de ellos había pasado
para mí y que no tendrían nada qué ver con mi actividad
en la montaña.
No sólo no aspiraba a asumir responsabilidades,
sino que deseaba no tener ninguna más allá de las
correspondientes al combatiente de base. Pensaba así

115
porque estaba consciente de mi calidad de novata en el
frente, así como de mis límites políticos y militares. Por
otra parte, quería ganar a partir de la práctica y el esfuer­
zo propio mi lugar en ese medio guerrillero, campesino,
indígena y masculino. Tenía claro lo que en él significaba
proceder de capas medias, ser mujer y capitalina. No idea­
lizaba mi nuevo medio de trabajo al respecto y no quería
funciones que complicaran mi proceso de adiestramiento
e integración.
Sin embargo, estos propósitos personales chocaron
de entrada con la realidad social de las montañas y las
necesidades de la organización allí. Para comenzar, mis
características físicas no me permitían la movilidad que
a la luz del día por caminos, veredas y poblados podían
tener mis compañeros oriundos del campo sin hacerse
notar, fueran indios o ladinos, hombres o mujeres. Por
otro lado, mi condición de alfabeta, maestra, organizadora
espontánea y militante con cierto nivel político me coloca­
ba en una situación de obligada responsabilidad, tuviera
o no funciones asignadas. Las cuales de todas maneras
me fueron dadas muy pronto. Comencé castellanizando,
alfabetizando y apoyando a mis compañeros en la ejer-
citación de la lectura y la escritura. Al mes ya compartía
con otra compañera la responsabilidad de la formación
política e ideológica de los miembros del destacamento
y de los cuadros organizadores surgidos de la población.
Estos últimos llegaban periódicamente al destacamento
para reunirse con la dirección, a la cual informaban y
consultaban. Pero con nosotras estudiaban temas que la
dirección orientaba, que los mismos compañeros deman­
daban y que nosotras considerábamos procedentes según
cada caso. Paralelamente a este trabajo, y respondiendo
a las necesidades que surgían, la dirección elaboraba
materiales de formación que nosotras reproducíamos a
máquina, desarrollábamos y explicábamos vinculando

116
su contenido a la realidad concreta donde trabajaban
nuestros compañeros. Los primeros materiales que se
escribieron trataban los temas de quiénes éramos, por qué
y para qué luchábamos, cuáles eran nuestros criterios de
reclutamiento, cómo debíamos organizamos y qué prin­
cipios debían regirnos; cómo caracterizábamos a nuestro
país; qué era y cómo debíamos impulsar la autodefensa de
la población y qué era la propaganda armada. Esta última
era la modalidad de acción que pensábamos desplegar
ampliamente, en una primera fase de actividad pública
en las zonas densamente pobladas.
En aquellos años ya circulaban entre la población
comentarios sobre nuestra presencia. Eran en su mayoría
producto de la imaginación de la misma gente o fruto de la
desinformación del ejército. Entre los primeros, por ejem­
plo, se decía que éramos perseguidos por la ley, prófugos
que nos resistíamos a ser sometidos por la autoridad de
los ricos; que éramos luchadores por una causa justa pero
que seríamos vencidos por ser pobres y pocos; que éramos
gente honrada que no hacía daño a los trabajadores y que
castigaba a los poderosos; que teníamos capacidad para
convertirnos en troncos, animales o plantas para no ser
descubiertos; que éramos fuertes y altos, y que ingería­
mos pastillas que quitaban el hambre. El ejército, por su
parte, propagó ideas tendentes a desprestigiarnos. Fue un
vano afán por descalificarnos porque todas sus variantes
eran torpes y denotaban desprecio por la inteligencia y el
sentido común de la población. Decía, por ejemplo, que
éramos extranjeros que invadíamos el país y traíamos
ideas ajenas a los intereses de los guatemaltecos; que
éramos ladrones, delincuentes, asesinos. O comunistas
dirigidos y financiados desde el exterior, cuyas inten­
ciones eran, entre otras, que las esposas e hijas de cada
quien fueran de todos los hombres; arrancar a los niños
del seno familiar para educarlos en contra de los padres;

117
obligar a todos a vestirse igual y comer lo mismo; acabar
con la religión; quitar a los pobres su casa, su ropa y sus
herramientas de trabajo.
Con la p ro p ag an d a arm ad a p reten d íam o s
presentamos a la población y decirle directamente quiénes
éramos y por qué luchábamos con las armas en la mano. En
la selva esa forma de lucha se había desplegado con éxito,
y al respecto se contaba con experiencia. En la sierra, el
ajusticiamiento del Tigre de Ixcán, con su mitin explicatorio
en idioma ixil, era su principal antecedente.
Al mes de incorporarme a la guerrilla, no sólo
me encontraba absorbida en actividades de educación
básica y formación política, sino que también cumplía
con mis obligaciones colectivas de subsistencia. Por otro
lado, participaba en las actividades militares rutinarias
como eran los entrenamientos, ejercicios, simulacros de
planes de emergencia, guardias diurnas y nocturnas,
exploraciones, entre otras. De manera que no sólo tenía
el día ocupado desde el amanecer hasta entrada la noche,
sino que cuando todos se retiraban a dormir —y mientras
me duraron las energías de reserva—, todavía trabajaba
un par de horas alumbrándome con candela. Sentada en
el suelo, usando la mochila por respaldo y mis piernas
por mesa, corregía ejercicios, ponía muestras, reproducía
materiales a máquina —único recurso de impresión a
nuestro alcance y que sólo dos o tres sabíamos usar con
destreza y calidad ortográfica —; también consignaba lo
que en el terreno militar iba observando y aprendiendo.
Estaba especialmente interesada en sistematizar los
conocimientos militares guerrilleros y antiguerrilleros
acumulados por los veteranos, para que los mandos y los
cuadros organizadores dispusieran de un manual básico
que facilitara y mejorara el aprendizaje de todos. Pues
entonces todavía regía el empirismo, la improvisación y
la casuística en el adiestramiento.

118
Cierta mañana mientras trabajaba oí que machetea­
ban un árbol ladera arriba de donde me encontraba. Como
escuchaba el ruido muy cerca salí a indagar, pues la caída
natural era en dirección a mi lugar. Un compañero del
mando había solicitado permiso para tumbar un gigantes­
co encino y proveernos de buena leña. La impresión que
tuve fue de que el árbol me alcanzaría al caer; entonces
le pregunté al talador si no era prudente que me pusiera
a buen resguardo y retirara mi toldo y mochila del lugar.
Molesto me respondió que cómo podía creer que él bota­
ría tal árbol sin estar seguro de que no me caería encima.
Atenida a su experiencia campesina, volví bajo mi toldo
y con la máquina sobre las piernas continué escribiendo.
Sin embargo, mantuve la inquietud sobre el alcance de
la frondosa copa. Pasado un rato el árbol se cimbró y,
súbitamente, cayó con toda la fuerza de su peso. Ante el
ensordecedor crujido, al tiempo que la ramazón extrema
caía encima de mí, no alcancé a reaccionar. La rapidez
del hecho y el estupor que me produjo lo imposibilitaron.
Sin embargo, al ver que mi techo se había desbaratado,
pero que yo no había sufrido daño alguno, opté por
reacomodarme entre las ramas y continuar mi trabajo.
Mientras tanto, los compañeros que metros abajo estaban
en la cocina salieron de ella alarmados por el retumbo, y
vieron cómo el árbol alcanzaba mi puesto. Pasado el susto
general y viendo que yo estaba bien, algunos hicieron
comentarios sobre mi supuesto valor y sangre fría. Uno
incluso agregó: "Ni siquiera dejó de escribir a máquina".
Pero yo estaba asustadísima y pensando en lo absurdo de
morir en un accidente así.
En el destacamento de ese entonces se conformaron,
desde el inicio, pautas de convivencia que rompían con los
patrones prevalecientes en nuestra sociedad, en lo referente
a la división del trabajo según procedencia clasista, pertenen­
cia étnica o sexo. Asimismo con relación a la contraposición

119
entre trabajo intelectual y trabajo manual; y también en lo
concerniente a las condiciones de vida de quienes dirigen
o cumplen funciones de responsabilidad a determinado
nivel y los miembros de la base. En la dirección había
claridad e interés por impulsar cambios en estos aspectos.
Las mujeres, por ejemplo, con el hecho de incorporamos
al destacamento nos liberábamos de las tareas domésticas,
maritales y familiares, de por sí absorbentes y cotidianas. Es
decir, allí no había segunda jornada de trabajo para noso­
tras, ni relego a nuestras funciones tradicionales. Desde el
punto de vista de género disponíamos del mismo tiempo,
derechos y obligaciones que los hombres para adiestramos,
formamos y participar en todas las actividades propias del
oficio revolucionario en la montaña. Y todos nos encontrá­
bamos fuera del marco familiar, social y laboral donde nos
habíamos desenvuelto hasta el momento de integramos
al destacamento. Por lo tanto, estábamos libres de com­
promisos y presiones de tales medios. En general, éramos
pocos los que teníamos pareja e hijos; y entre las mujeres
yo era la única con descendencia.
En cambio, esta situación nos ofrecía una perspectiva
de vida y de trabajo radicalmente nueva. A las mujeres
nos planteaba el reto de desarrollar funciones, habilidades
y conocimientos nuevos en los campos de la política, lo
militar, lo agrícola y lo organizativo. Como también en
lo relativo a la sobrevivencia en la sierra y en la selva con
un mínimo de recursos; y a la incursión en actividades
tradicionalmente masculinas en nuestro medio, como
son la caza y la pesca. Y ello en el marco de una organiza­
ción revolucionaria en la que algunos de sus dirigentes y
militantes cuestionábamos valores como el machismo, la
opresión de la mujer, la doble moral, el tabú sexual, el mito
de la virginidad, entre otros. Pero esta lucha en nuestra
organización apenas comenzaba a someterse a la prueba
de la práctica, en un proceso contradictorio de logros

120
parciales y reversibles. Las mujeres teníamos el derecho
de reclamar nuevos valores y comportamientos. Pero de
la conciencia, transformación y lucha nuestra dependía en
buena medida que ese proceso avanzara. De nuestro esfuer­
zo, capacidad de aprendizaje y desempeño se derivarían
las responsabilidades que nos asignaran. Pero también
dependía del proceso de transformación de los hombres
dentro de la organización, quienes eran mayoría.
Un elemento básico de nuestra labor formativa era
hacer ver que la lucha por una vida digna no es sólo un de­
recho y una necesidad; sino también una responsabilidad
que entraña deberes, disciplina y sacrificios. Entre ellos
estudiar, superarse culturalmente y cambiar numerosas
costumbres e ideas que heredamos de la sociedad actual
y que son trabas para nuestro proceso emancipador. Sin
embargo, subestimábamos entonces la profundidad de los
efectos de la opresión, de la miseria y del aislamiento de la
región. No comprendíamos —y hacerlo habría significado
el desánimo o la parálisis probablemente —, que para ser
irreversibles las convicciones y la cultura revolucionaria
deben surgir sobre un sustrato de cultura universal, y so­
bre una experiencia colectiva de lucha que las masas con
las que trabajábamos no tenían aún. Así como acompañar­
se de una fuerza política y militar dirigente que tampoco
nosotros habíamos alcanzado en aquel entonces. Pero la
situación de apremio material y espiritual en ese sector
social, y el carácter autoritario y represivo del régimen
no daban base para procesos lentos y evolutivos. Había
que asumir los riesgos y las contradicciones de la naciente
gesta revolucionaria.

121
MUJERES DE OBSIDIANA

Como parte de la labor formativa entre la población


simpatizante, la organización realizaba diversas activi­
dades. Por temporadas éstas se sucedían unas a otras.
A campamentos específicos llegaban los más decididos
y discretos para construir la organización y difundir las
ideas revolucionarias en sus localidades. Participé por
primera vez en estos eventos algunos meses después del
cursillo sobre alfabetización, en 1974.
En esta ocasión el campamento estaba localizado
en rumbo diferente, en una cumbre. Llanos, pajonales y
bosques de pinabetes de nostálgico aroma conformaban
el paisaje. El agua sólo se presentaba en forma de llovizna,
escarcha y rocío; debiéndose acopiar de musgos, hojas y
recipientes que durante la noche eran depositarios de este
líquido vital. Con paciencia colectiva lográbamos reunir
diariamente la cantidad indispensable para preparar la
comida y la bebida. Imposible lavar ropa o bañarse. Era
noviembre y aunque el sol alumbraba varias horas, el frío
calaba nuestros huesos día y noche. Para conciliar el sueño
era necesario acomodarse unos junto a otros, bajo toldos
plásticos, y colocar comales con brasas al rojo vivo junto
a los pies. Noche a noche nos dormíamos escuchando los
lúgubres y lastimeros aullidos de los coyotes que mero­
deaban el campamento.
Estábamos a una altura aproximada de 3,000 m
SNM y rodeados de población. Por cualquier lado que
se descendiera, luego de horas de caminata, se llegaba a
tierras cultivadas y viviendas campesinas. Y muy cerca
de nuestra posición se localizaban varias cabeceras muni­
cipales. Por eso los movimientos del grupo se hacían con
sigilo. Sin embargo, la presencia de tropas, autoridades o

123
extraños en los alrededores la conoceríamos con el tiempo
suficiente para tomar las medidas del caso. La población
organizada velaba por nuestra seguridad.
Miembros del destacamento había cuatro o cinco.
Participantes éramos alrededor de setenta; la mayoría
eran indígenas. Habíamos cuatro mujeres: dos ladinas de
capa media urbana, una campesina ladina y una campe­
sina indígena. Esta compañera era madre de dos niños y
esposa de un dirigente local, quien se quedó al frente del
hogar para que ella abriera el sendero que años después
recorrerían centenares de mujeres de la región. Esta pareja
era entonces una excepción. Para llegar al campamento
se había quitado por primera vez su traje y se había
puesto pantalones y botas. También hubo casos en que
participaron conjuntamente hijo, padre y abuelo. Y entre
los presentes había varios ancianos, cuyo entusiasmo y
esperanza los hacía soportar las penalidades de las condi­
ciones en que trabajábamos. Invariablemente lamentaban
no tener la energía de la juventud para luchar por su
dignidad y emancipación social. Y nunca faltó quien nos
preguntara por qué habíamos llegado hasta entonces. A
uno de ellos, a quien diariamente había que frotarle el
cuerpo con alcohol y colocarle mucho fuego cerca para
evitar que se helara, quisimos persuadirlo de volver a
su casa, pues temíamos que muriera de frío. Imposible.
No estaba dispuesto a perder la primera oportunidad
que la vida le brindaba para comprender el por qué de
su miseria y cómo hacer para romper las cadenas que
por generaciones los sujetaban. Todos llegaban con un
modesto aporte de maíz, sal o pinol para el sustento de
la colectividad, única manera de poder alimentar a tanto
participante. Casi todos vestían su única mudada, raída
y remendada múltiples veces; la mayoría eran descalzos
o se habían calzado por primera vez con botas de hule

124
para asistir al cursillo. Se protegían del frío con sacos y
suéteres tan viejos y agujereados como sus trajes.
Las charlas y el entrenamiento se daban en castella­
no e ixil. Las primeras las impartíamos diversos compañe­
ros; el entrenamiento lo dirigió uno solo. Se trataba de un
indígena veterano de los sesenta, entrenado en guerrilla
y contraguerrilla. Como todos los indígenas fundadores
del destacamento, era originario de Baja Verapaz. Fue
uno de los compañeros clave para levantar el trabajo en
la región ixil.
En la organización existía el planteamiento de
que las mujeres debíamos participar en la sociedad y en
la lucha revolucionaria en términos de equidad con el
hombre. Sin embargo, en aquellos años de trabajo inicial
era difícil persuadir a las primeras bases populares sobre
ello. Cuando les preguntábamos por qué no participaban
más mujeres, nos respondían que ellas no podían porque
estaban criando a sus hijos; que debían cuidar la casa y los
animalitos que poseían; que eran débiles y no aguantaban
a caminar entre la montaña, ni soportarían el frío de las
cumbres. También decían que la mujer es chismosa y no
guarda el secreto. Y afirmaban que la guerra es cosa de
hombres. Les preguntábamos cómo se explicaban que
estuviéramos varias mujeres allí. Y les contábamos que
algunas teníamos marido e hijos; que el primero nos
apoyaba en las tareas del hogar para poder asistir. Pero
alguno replicaba: "Sí, tenés razón, pero vos sos ladina y
estás estudiada. Eso es aparte, pero aquí es otra cosa".
Insistíamos con el ejemplo de las compañeras campesinas,
quienes se estaban alfabetizando con la organización. Pero
no había manera. Las ideas y las costumbres de siglos
pesaban como su pobreza.
En ese tiempo, la organización no tenía materiales
de formación política. No los había para la militancia,
mucho menos para la población que se organizaba en

125
función de la guerra de guerrillas. Esos primeros cursi­
llos y largas conversaciones con la población fueron el
punto de partida para elaborar la serie de materiales que,
a partir del año siguiente, se produjeron en la montaña.
Cuando comenzamos teníamos ideas generales y básicas
sobre diversos temas; pero también las había nebulosas y
encontradas. En ese cursillo una de las charlas se refería
a la opresión y emancipación de la mujer. Fue la que me
asignaron.
Entre otras cosas, les decíamos que las mujeres valía­
mos igual que los hombres porque ambos éramos huma­
nos y trabajadores; que teníamos corazón e inteligencia
como ellos; que las mujeres constituíamos la mitad de la
población y era necesario que participáramos también
en la lucha de los pobres; que para triunfar necesitába­
mos apoyarnos y superarnos unos y otras. Les hacíamos
ver cómo el trato que numerosos hombres daban a las
mujeres no era ni digno ni justo y que la costumbre de
maltratarnos y despreciarnos debía abandonarse; que no
éramos mercancía para que nos vendieran y compraran,
sino que teníamos derecho a decidir nuestras vidas, y con
quién y cuándo casarnos; que era necesario comenzar los
cambios en cada casa, en cada localidad; que para lograrlo
era necesario que las mujeres hablaran por sí mismas lo
que pensaban de su situación, y que ellas decidieran cómo
participar de acuerdo a su conciencia y a su situación
particular. También les decíamos que era necesario que
las mujeres se alfabetizaran y participaran en las charlas y
cursillos. Y les enumerábamos las múltiples tareas y fun­
ciones que podíamos desempeñar, incluyendo los aportes
de niñas y ancianas.
Finalmente, invitábamos a los participantes a co­
mentar lo expuesto. Pero al concluir esta exposición se
hizo un silencio prolongado. Todos estaban serios, pasaba
el tiempo y nadie pedía la palabra. Me sentí incómoda

126
pero permanecí callada y expectante. Un compañero pidió
la palabra y se puso de pie; era dirigente de los presentes.
Vi el cielo abierto, pues no era fácil que estos compañeros
hablaran ante quienes no fuésemos de su comunidad, ni
indígenas. Menos aún si sus interlocutores éramos muje­
res hablando sobre su opresión contra nosotras. Con su
intervención tendría una referencia objetiva para evaluar
el resultado inicial de nuestra exposición. Este compa­
ñero comenzó diciendo: "La compañera tiene razón",
luego enumeró con sorprendente fidelidad las razones
que habíamos dado para fundamentar la igualdad y la
participación de la mujer. Me sentía feliz, pues los plantea­
mientos se habían entendido y un dirigente me daba la
razón. Y esto era clave para determinar la actitud de los
demás. Sin embargo, mi felicidad duró un suspiro, pues
serio y tranquilo prosiguió: "De ahora en adelante, pues,
ya no les vamos a pegar a nuestras mujeres con machete,
porque a veces bolos, en vez de darles planazos, les damos
filazos y las herimos. De ahora en adelante, cuando nos
enojemos con ellas, sólo les vamos a pegar con varejón
de guayaba".
Su intervención me quedó grabada como marca de
hierro candente. Nadie más pidió intervenir y la charla
terminó. Era el primer encuentro de varios de nosotros
con la población receptiva al mensaje revolucionario y
deseosa de participar bajo la conducción de la organi­
zación. Estábamos conscientes de la explotación y de la
opresión que todos ellos sufrían, lo cual los hacía sensi­
bles a todo proceder que pudiera parecerles insistencia,
presión, regaño. Si no teníamos tacto, podían retirarnos
su confianza. Además éramos las primeras mujeres que
en esa vasta región iniciábamos, de palabra y de acción,
la lucha por nuestra equiparación. Y también las primeras
que reivindicábamos nuestro derecho a la rebelión contra
toda forma de opresión y explotación. Así que sólo los

127
exh orté a seg u ir p en san d o so bre el tem a. P ero p or dentro
estab a d esco n so lad a . ¿E s q u e d eb ía m o s co n fo rm arn o s
con q u e la reiv in d ica ció n fem en in a in icial en esta reg ión
fuera q u e "s ó lo le p eg u en a u na con v arejó n de g u ay ab a"?
N ecesitáb am o s h ablar d irectam en te con las m u jeres, pero
¿cóm o y d ón d e pod íam os hacerlo si no llegaban a nuestros
ca m p a m en to s y tod av ía no h abía co n d icio n es p ara que
n o so tra s v isitá ra m o s sus casas?
P ara en to n ces h abía leíd o algo so b re la o p resió n de
la m u jer y su p a rticip a ció n en las lu ch a s de liberación.
E sp e cia lm en te lo había h ech o so bre la ex p erien cia v iet­
n am ita, d o n d e el p artid o d irig en te lo g ró co n stitu ir un
v erd a d ero ejé rcito p olítico in teg ra d o p or m u jeres. Por
otra p arte, algu n as m ilitan tes d e en ton ces m an ten íam os la
g u ard ia en alto, pues sabíam os q u e ni h om b res ni m ujeres
en trá b a m o s tra n sfo rm a d o s a la lu ch a rev o lu cio n aria. Y
n os d áb am o s cu en ta cu án d ifícil era para los com p añ eros,
in clu so con añ os de m ilitan cia, co b rar con cien cia so b re su
p ap el de op reso res y ca m b ia r su m en talid ad . Y m ás aún,
cam b ia r su s p rá ctica s al resp ecto. D e una u otra m anera,
en u no u otro m om en to, aflo raba la su b estim ació n hacia
n o so tra s. S in em b a rg o , d esa n im a d a m e d irig í a in fo r­
m ar a uno d e los resp o n sa b les so bre la activ id ad recién
con clu id a. Sin extra ñ a rse m e d ijo q u e d esg raciad am en te
ése era el p u n to de p artid a de n u estro trabajo ; q u e era
d ram ático , in clu so trágico, p ero q u e era la realid ad ; que
nuestro pu eblo estaba su m id o en el atraso que p ro d u cen la
exp lotación y la o p resió n de siglos. N o p o d íam o s pedirle
qu e co m en z a ra de m ás ad elan te, p u es si lo forzáb am os
a h acer lo q u e tod av ía no co m p re n d ía , el a v an ce sería
ap aren te y se d erru m b aría m ás tem p ran o que tard e; que
con esos exp lotad os y op rim id os de nuestro país ten íam os
q u e im p u lsa r la rev o lu ció n o no h abría rev o lu ció n ; que
se g u ra m en te, co m o h ab ía su ced id o en o tro s asp ecto s,
m ás de a lg u n o se g u iría p en sa n d o en el a su n to y que,

128
poco a poco, gracias al conjunto de nuestro trabajo, irían
reaccionando positivamente. Lo escuché en silencio y me
retiré pensando en cuán difícil y lento sería el proceso de
transformación social al que estábamos abocados, pues
no sólo debíamos luchar contra un adversario poderoso,
sino contra prácticas inhumanas y erradas en el seno
del pueblo. Y esto requería desplegar un titánico trabajo
cultural, político y organizativo entre nuestras bases, sin
recursos y perseguidos.
El entusiasmo y el deseo de derrocar al régimen nos
hacían aprender los conocimientos operativos propios
del combatiente en tiempo récord. Pero el vital aprendi­
zaje de las complejidades de la política y de la realidad
guatemalteca, así como la formación de la conciencia
revolucionaria, eran lentos y contradictorios.
En los recorridos que tiempo después realizamos,
ganando corazones y mentes para la revolución social,
conocí a mujeres de muy diversa experiencia, forma de
verse a sí mismas y actitud ante la vida. Aunque todas
eran campesinas, había diferencias y particularidades
entre ellas. Malín, por ejemplo, era una kanjobal de cin­
cuenta años. Cuando la conocimos era abuela, vivía con su
tercer marido y acababan de adoptar a una niñita. Luego
de encontrarnos varias veces, accedió a narrarme su vida.
Era la menor de nueve hermanos huérfanos de padre des­
de su tierna edad. La madre, viuda, decidió permanecer
sola y dedicarse a sacar adelante a los hijos. El marido
les había dejado tierras y la casa de madera y tejamanil
donde vivían. Estas propiedades estaban a cuatro horas a
pie de San Mateo Ixtatán. La mamá de Malín era extraor­
dinariamente laboriosa y emprendedora; nunca estaba
sin oficio. Fabricaba ollas de barro, confeccionaba redes,
mecapales y lazos de chech —una especie de maguey cuya
fibra ella misma procesaba —; liaba cigarros, tejía parte de
la ropa familiar, criaba animales domésticos, sembraba

129
una h o rtaliza y co cin a b a los a lim en to s p ara su n u m erosa
prole. D esd e que el esp oso m u rió orientó a tod os los hijos,
h o m b res y m u jeres, al trabajo agrícola.
A ño co n año b otaron m o n tañ a, p rep a raro n la tierra,
sem b raron , d esh ierb aro n y co sech aro n . P or tem p o rad as
la m ad re con tra ta b a m o z o s p o rq u e los h ijos n o se daban
abasto. P ero en n in gú n m o m en to los exon eró del trabajo.
Fue así que M alín y sus h erm an as, a d iferen cia de las otras
m u ch a ch a s de los alred ed o res, a p ren d iero n ag ricu ltu ra
y lleg aron a m an ejar con d estreza el m ach ete, el h acha,
el azad ón , el g arab ato y la p ied ra de afilar. La fam ilia
tam b ién tenía un reb añ o con cien to cin cu en ta ov ejas que
pastaba en sus tierras, cuy o estiércol u tilizab an com o ab o ­
no. C om en zaron com p ran d o una pareja cu an d o estos an i­
m ales co stab an Q 5.00 cad a uno. Y a partir de ella lo graron
u na rep ro d u cció n san a y ab u n d an te. Por lo g en eral, los
p erros so los p asto reab an el h ato, lo co n d u cían al cam p o
por las m añ an as y lo reg resa b a n al corral cu a n d o atar-
decía. C om o las tierras eran p ro p ias y ex ten sas, no h abía
p elig ro de q u e las ov ejas d añ aran siem b ras ajen as.
La ru tin a de M alín y su s h erm a n o s fue lev an tarse
de m ad ru g ad a a realizar las lab o res ag rícolas; v olv er a la
casa a lred ed o r de las on ce de la m añ an a p ara d esay u n ar
y en el tray ecto co rtar leña. H acían d e tres a cin co v iajes
segu id o s ca rg a d o s con ella, h asta reu n ir de d iez a q u in ce
tercio s d iarios. P u es la m ad re con su m ía el co m b u stib le
de pino p ara la com id a fa m ilia r y p ara la fa b rica ció n de
trastes de barro. T am b ién acarreab an agu a d esd e un pozo
retirad o. C ad a h erm an o h acía tres v iajes al m ed io día y
tres al a tard ecer, llev an d o una tin aja carg ad a a m ecap al.
Só lo el acarreo del agua les co n su m ía a lred ed o r d e tres
h oras diarias. La m ad re les p eg aba cad a v ez qu e ro m p ían
una vasija, en ese ir y venir por terren o quebrad o. Al rep ri­
m irlos les d ecía: "P a ra que n o se a costu m b ren a q u e b ra r".
U na v ez p or sem an a, de siete a d oce del día, lav ab an su

130
ropa en el río más próximo y allí se bañaban. Por su parte,
la madre y la hermana mayor caminaban todos los miér­
coles al mercado de San Mateo y permanecían allí hasta el
medio día del jueves. Y los domingos toda la familia iba
al pueblo. En ambos casos salían entre cinco y seis de la
mañana, para llegar a la plaza a las diez u once. El regreso
lo emprendían a la una de la tarde para arribar a su casa
entre las cuatro y las cinco. Todos iban cargados porque
llevaban a vender verduras, huevos, manojos de fibra de
chech, mecapales; también lazos, redes, ollas, cigarros y
lana. Vendían en pequeña escala y no siempre llevaban
de todo. Del mercado regresaban con panela, fósforos,
sal, carne de res y parte de su ropa, la cual compraban a
los solomeros.
Malín me confió que, aunque siempre comieron
bien y variado; aunque vivieron en una casa buena y
tuvieron tierras en abundancia, trabajaron sin descanso
toda su niñez y adolescencia. Y que, al igual que sus her­
manos, nunca asistió a la escuela porque su madre decía
que era más importante trabajar. Pero además, el centro
educativo quedaba retirado y el camino hacia él era con­
siderado peligroso para las jóvenes. Afirmó que para ella
fue triste sólo trabajar, no asistir a la escuela y únicamente
hablar su idioma. Desde pequeña quería aprender castilla
y alfabetizarse. Dijo enfática que si la hubiesen enviado a
estudiar no se queda en esas montañas: "Busco mi vida
lejos, me voy a conocer otras partes y otras gentes". De
ahí que los consejos de una vecina surtieran efecto en los
oídos de Malín. Esa mujer le recomendó que se casara,
pues así dejaba de trabajar y un hombre la mantenía. A
ella le pareció buena la idea, así que a los quince años se
huyó con un hombre que le doblaba la edad. Con él se
fue a vivir a Suchitepéquez, en la costa sur, donde fueron
mozos colonos durante doce años. Ganaban entre 25 y
30 centavos diarios, realizando labores agrícolas en una

131
finca. Allí tuvieron cuatro hijos, de los cuales sobrevivie­
ron dos. La comadrona que la atendió cobraba Q30.00
por atender el alumbramiento y cuidar al niño y a la
parturienta durante veinte días. Como la mayoría de los
rancheros vecinos eran quichés, Malín aprendió bastante
de ese idioma, el cual le gustaba mucho. También llegó
a expresarse en castellano y a relacionarse por igual con
trabajadores indios y ladinos.
Una vez al año Malín viajaba a su tierra de origen,
para la fiesta de Santa Cruz Barillas, municipio vecino
a San Mateo de donde era originario su marido. Sin
embargo, Malín se cansó de esa vida porque el esposo
le pegaba, bebía mucho y era "mujelero". Así que un
buen día, cuando ella tenía 27 años, sin decirle nada lo
abandonó. Con sus dos hijos y un atado de ropa tomó
una camioneta que hacía la ruta a Huehuetenango. Buscó
a su madre, quien seguía viviendo donde mismo. Pero
pasados cinco meses se volvió a huir con otro hombre.
Esta vez con un viudo que le llevaba quince años y tenía
tres hijos. Entonces la madre le quitó a la hija mayor; sin
embargo, el padre de la niña se la robó al poco tiempo
y no la volvieron a ver. Con el segundo esposo vivió en
Momonlac, al norte de San Mateo, donde él tenía sus
tierras. Malín tuvo dos hijos más; le daban buen trato y
todo lo necesario para los gastos familiares. Pero a los
cinco años de vivir juntos, el marido se hizo de amante.
Malín se lo reclamó y le exigió que se decidiera por una
de las dos; pero él persistió en la doble relación. Enton­
ces a ella le dieron muchos deseos de matarlo y para no
cometer ese delito decidió abandonarlo. Acompañada
de sus hijos volvió a la casa materna. El marido la buscó
varias veces para pedirle que regresara, pero ella se negó.
El hombre se fue, pero la visitó periódicamente para ver a
sus hijos y llevarle el dinero de su manutención. Esta vez
se quedó con la madre tres años. Aunque la pretendieron

132
otros hombres no quiso casarse de nuevo, porque pen­
saba: "Sólo cacho más hijos; saber si los que me buscan
mataron a su mujer". Además decía: "Tengo manos para
trabajar y las manos de la mujer pueden tanto como las
del hombre".
Cierto día su actual esposo, quien era viudo y tenía
un hijo, la fue a pedir acompañado de su padre. Ella
se negó porque tenía hijas adolescentes y temía que él
"se enchamarrara" con ellas. Y si eso sucedía Malín no
dudaría en matarlo. Así que mejor siguió sola. Pero este
pretendiente persistió con gran paciencia. Y algo insólito
dentro de la costumbre indígena: la pidió nueve veces
—generalmente se desiste a la tercera— a pesar de las
reiteradas negativas. Finalmente lo aceptó. Con este ma­
rido llevaba catorce años de casada cuando la conocimos.
Malín estaba muy contenta porque era una experiencia
distinta a las anteriores: el esposo era fiel, no bebía y se
llevaba bien con todos los hijos, a quienes atendía y res­
petaba por igual. El compañero de Malín era hijo de un
principal y, a su vez, dirigente comunal nato, promotor
de salud y depositario de tradiciones y conocimientos
ancestrales de su grupo étnico. Era un hombre lúcido,
discreto, emprendedor. Pero como estaba dedicado al
servicio de la comunidad, lo cual no le reportaba ingresos
y sí le absorbía su tiempo, Malín volvió a trabajar la tierra
al lado de sus hijos. De joven lograba hacer tres cuerdas
—de 20x20— diarias con azadón; cuando la conocimos
hacía una y media con machete y coa. En ninguno de sus
matrimonios se realizaron las costumbres de su etnia;
sencillamente se fue con su hombre.
Malín era excepcional dentro de su comunidad,
donde todas las mujeres eran monolingües, no sabían
trabajar el campo y eran dependientes del esposo. Cuando
la conocí pensaba que no era conveniente huirse con un
hombre, ni casarse de catorce o quince años como ella lo

133
hizo. Consideraba que las mujeres, además de saber el ofi­
cio doméstico, necesitaban instruirse y aprender a trabajar
para ganar su propio dinero. Decía que una mujer debía
saber valerse por sí misma, de manera que si el hombre le
pegaba o la dejaba por otra, se podía ir sin temor de que
los hijos pasaran hambre. Hasta si sale bueno el hombre
hay que saber trabajar, afirmaba, porque se puede morir o,
como su marido, sirven a la comunidad sin ganar dinero.
Pase lo que pase, agregó, la mujer que habla castilla y sabe
trabajar sale adelante. Y varias veces repitió que lo que
una gana con sus manos no se lo quita nadie.
Malín lamentaba que sus hijas se hubieran casado
de quince y dieciséis años, desoyendo sus consejos, pues
seguía predominando la costumbre de hacerlo a esa edad.
Y la gente hablaba mal de las mujeres que no se unían
jovencitas a un hombre. Decían que seguramente tenían
mañas o eran putas. También me contó que a la mens­
truación se le llama "alegramiento" en su idioma, pero no
supo explicar por qué.
Otra mujer cuya vida me impresionó fue la abuela
Xib. Era, a diferencia de Malín, una mujer ixil de más de
setenta años y viuda desde tiempo atrás. Como muchos
campesinos pobres, Xib no sabía la fecha de su nacimiento,
y toda su vida transcurrió en los límites de la aldea, aun­
que durante la juventud frecuentó el mercado municipal.
Entonces llevaba hierbas y algunos huevos para vender y
regresaba con candelas y sal; a veces también con panela.
Las visitas al pueblo siempre fueron en compañía del
padre y luego del esposo. Xib sólo se identificaba con los
indígenas de su comunidad y de las aldeas vecinas. No
tenía conciencia de pertenecer a un grupo étnico deter­
minado, ni conocía el nombre del mismo. Tampoco sabía
que había otros grupos y que todos pertenecían a un país
llamado Guatemala.

134
Cuando conocimos a Xib, eran sus hijas y nietas,
a su vez acompañadas de algún hombre de la familia,
quienes recorrían los quebrados senderos que de la aldea
serpenteaban hacia el pueblo. Hacía varios años que ya
no podía recorrer esa distancia; por lo que pasaba su vida
en la casa. Allí se ocupaba recogiendo leña, cuidando
animales domésticos, alimentando el fogón. Su niñez y
su adolescencia transcurrieron como las de la mayoría
de mujeres campesinas de la comarca: cuidar hermanos
menores, acarrear agua, lavar trastos y ropa, desgranar
maíz, tejer y recolectar hierbas silvestres. Por escuela tuvo
la casa y por actividad única los oficios domésticos. Ado­
lescente la casaron con el hombre que pagó a su padre la
suma que éste consideraba que valía su hija. El precio se
estableció basándose en los gastos que la manutención de
Xib había ocasionado. Y a partir de la edad, la virginidad
y la laboriosidad de la muchacha. Xib "pasó a ser mujer"
con un hombre al cual conoció cuando la entregaron a él.
A su lado siguió haciendo los mismos oficios que hacía en
la casa paterna y procreó numerosos hijos. No tuvo más
matrimonio que ése.
Mujeres campesinas tan diferentes entre sí como
Malín y Xib se sumaron al esfuerzo revolucionario en las
montañas del noroeste. Movidas por resortes internos
muy diversos, aportaron lo que pudieron al esfuerzo
colectivo. Primero fueron casos aislados, luego se fueron
multiplicando. Pero a todas las motivó el respeto que la
guerrilla les expresó, la confianza que depositamos en
ellas y el respaldo que dimos a sus inquietudes y reclamo
de dignidad y superación. Ellas encontraron en la lucha
revolucionaria y en la organización una perspectiva que
le dio sentido a sus vidas y a sus tareas cotidianas, aun­
que éstas siguieron siendo en buena medida las propias
de su condición de mujer campesina. Por aquel entonces
era lo que podíamos lograr; que fueran parte y tuvieran

135
un lugar en la lucha, de cuyo desarrollo dependía que las
siguientes generaciones de mujeres conquistaran nuevas
y superiores demandas.
Poco a poco y por propia voz, las mujeres fueron
expresando lo que pensaban y querían para ellas. Las tres
demandas que primero levantaron fueron la alfabetiza­
ción, la lucha contra el maltrato de los hombres y contra
el alcoholismo. La castellanización y el aprendizaje de la
lectura y la escritura fue, de todas, la primera. Ellas nos
explicaron que "la castilla" sirve para encontrar trabajo,
para entender el uso de los remedios, para valerse por sí
mismas cuando salen de su zona. Por ejemplo, decían: "Si
el marido es bolo y me pega no lo puedo dejar porque no
hablo castilla. Sin la castilla no puedo buscar trabajo; no
puedo irme a otro lado. Los hijos me quedan a mí, ¿cómo
los voy a mantener? ¿quién me va a dar trabajo con hijos si
ni castilla sé? Ni de sirvienta puedo trabajar". Y agregaban
que si se separaban del marido, los demás hombres de
la aldea ya no las tratarían honradamente, porque ellos
no veían con respeto ni seriedad a las mujeres divorcia­
das o viudas. Sólo buscaban aprovecharse de ellas. Y
razonaban que ante esa problemática necesitaban estar
en capacidad de irse para otra parte. También pidieron
leyes que prohibieran el maltrato de los hombres hacia
ellas y que se castigara a aquellos que no las respetaran.
Y la lucha contra el alcoholismo estaba relacionada con la
anterior reivindicación, porque acentuaba la violencia de
los hombres. Tiempo después empezó a surgir entre las
mujeres más conscientes la reivindicación de que hombres
y mujeres fuéramos valorados y juzgados social y moral­
mente a partir de una misma escala de valores.
En muchos casos fue nuestra organización la que
primero intercedió en favor de estas demandas; llamó
la atención a los agresores e incluso los sancionó cuando
eran miembros de la organización de base. Lo mismo

136
hizo en relación con el alcoholismo y con los matrimonios
forzados cuando la mujer afectada pedía apoyo.
A finales de la década del setenta se hizo necesario
que la población organizada elevara la calidad de la auto­
defensa, pues el ejército aumentó las acciones represivas
contra el campesinado de las regiones donde operábamos,
Entonces las mujeres también debieron prepararse para
defender la familia, la vivienda y la economía doméstica.
Poco a poco, el entrenamiento y las tareas de defensa se
incorporaron a la cotidianidad de más y más mujeres. Los
responsables locales seleccionaban un sitio adecuado don­
de ellas recibían charlas y adiestramiento. Asistían jóvenes
y viejas, solteras y casadas, viudas y divorciadas. Los ni­
ños las acompañaban, mientras los hombres realizaban la
vigilancia periférica del lugar. Las mujeres con sus trajes
multicolores se arrastraban, tendían y rodaban. No faltaba
la defensa personal con machetes, palos y piedras; ni los
primeros auxilios, el transporte de heridos y la construc­
ción de refugios y escondites. La alegría y el esfuerzo eran
características de estas actividades. Malín y Xib formaron
parte de esos grupos en sus respectivas zonas. Ninguna
de ellas participaba en el adiestramiento, pero sí en las
charlas y en la observación de la preparación de las demás
mujeres. Haciendo esfuerzos que sólo se explican por la
fuerza moral y la esperanza de un futuro mejor para ellas
y su gente, llegaban hasta el secreto lugar. Sin embargo,
en una oportunidad la abuela Xib lloró amargamente. La
causa de su llanto era que lamentaba ya no ser joven. Ella
dijo: "Soy vieja y no sirvo para nada; quisiera combatir
contra el ejército de los ricos, pero mi cuerpo está cansado.
¿Por qué no vinieron hace años? Un hombre o una mujer
que nos trajera estas ideas de libertad, este ejemplo de
lucha". Ella sabía que el esfuerzo sería prolongado, que
muchos no alcanzaríamos a vivir la emancipación. Pero

137
le era más duro carecer de la energía cuando por más de
setenta años había vivido en la pobreza extrema y some­
tida sin esperanza alguna.

138
LENGUAS, SANGRES, ORÍGENES

Desde niña conocí la discriminación al indígena, y de ahí


que estuviera familiarizada con algunas de sus manifesta­
ciones, especialmente las disfrazadas de paternalismo.
Había tenido trato personal con ellos a lo largo de mi
vida, pero en circunstancias en que ellos laboraban para
mi familia o para personas allegadas. Los trabajos que
realizaban eran los más duros y peor remunerados, como
oficios domésticos, recolección de basura, cargadores.
La mayoría de familiares y amigas tenían más de algún
empleado o empleada indígena. Las mujeres usaban sus
trajes, pero pocos hombres lo hacían. Dilataban años, a
veces la vida entera, trabajando para la misma familia.
Y si se retiraban volvían periódicamente de visita. En
el seno de mi familia se nos enseñó a saludarlos, respe­
tarlos y obedecerlos, ya fuera en casa propia o ajena.
Según faltáramos a ese proceder, recibíamos desde un
moderado llamado de atención hasta una reprimenda
enérgica; y en todo caso conllevaban la enmienda de la
falta o la solicitud de disculpa a la persona ofendida. Igual
comportamiento debíamos observar con todo trabajador
subalterno. Sin embargo, estos criterios educativos eran
la excepción y no la regla en mi medio social. Además
no estaban en contradicción con la mentalidad que los
veía como personas menos inteligentes o necesitadas de
protección y conducción.
Antes de incorporarme a la guerrilla había tenido
poca relación en términos de igualdad o amistad con
compatriotas indígenas: clientes de mi papá, a quienes
él invitaba a nuestra mesa cuando llegaban a verlo a la
capital; algunos amigos quichés y cakchiqueles que eran
artesanos, maestros o profesionales. Pero hasta que viví

139
en el altiplano me fue evidente que, a pesar de la estra­
tificación económica del sector indígena, todos eran y se
comportaban como discriminados de una u otra manera.
Y es que autoridades, población ladina en general e in­
dios ladinizados ejercían una opresión cotidiana, grosera
e insultante, contra ellos; la cual consideraban normal e
inmutable. Y no es que en esa región la discriminación
fuera mayor que en otras partes del país, sino que en mi
experiencia particular fue allí donde la capté con toda
su crudeza; donde me hirió sistemáticamente el alma.
Durante mi estancia no pocas veces intervine cuando un
indígena era despreciado o maltratado en mi presencia.
La sangre me hervía de indignación; me sentía humilla­
da en su persona; me daba vergüenza que eso sucediera
en mi país. Y al mismo tiempo me invadía la angustia y
la impotencia al contemplar la tolerancia ilimitada de la
víctima y la indiferencia de los demás testigos. En todos
los casos que vi, el agredido soportó silencioso y sumiso el
abuso a su más elemental dignidad humana y ciudadana.
Quién sabe qué sentía y pensaba; quién sabe qué hablaban
entre ellos. Pero yo deseaba que se defendieran, que no
se dejaran, que se levantaran contra quien los denigraba.
Pero nunca vi un caso de éstos.
Hasta que me integré al destacamento en las
montañas del noroeste tuve oportunidad de convivir y
trabajar en términos equitativos con ellos. Y fue en el
contexto revolucionario donde los vi comportarse de una
manera activa ante la opresión. Sin embargo, en el seno
del destacamento experimentábamos el choque clasista
y las barreras culturales. De manera que requeríamos
de esfuerzos colectivos e individuales para superarlos.
Comprendernos, ayudarnos y transformarnos no era fá­
cil para ninguno. Y más debíamos esforzarnos por tener
tacto y paciencia quienes contábamos con mayor cultura
política y procedíamos de capas y sectores de clase si no

140
explotadores, sí privilegiados y tradicionalmente opre­
sores. Pues quienes por generaciones recibieron órdenes
de patrones y autoridades hostiles, a la vez que sufrieron
de ellos múltiples atropellos, llevaban a flor de piel la
sensibilidad y la desconfianza clasista y étnica.
Nuestra colectividad también estaba penetrada por
el atraso político y el analfabetismo propios de la región.
Entre los principales rasgos de nuestros compañeros
estaban el pensamiento mágico, la visión localista, el
empirismo, el machismo, la subestimación de la mujer, la
hostilidad defensiva del indio hacia el ladino. Sin embar­
go, constatábamos los cambios positivos que se registra­
ban y valorábamos el proceder de nuestros compañeros
en otros aspectos. Pues eran también rasgos destacados
la generosidad, la modestia, la laboriosidad, el valor,
la voluntad de superación, la paciencia y la entusiasta
entrega a la lucha revolucionaria. Entre los combatientes
de origen campesino era raro el afán de figuración o las
pretensiones personales de poder. Rasgos, en cambio, bas­
tante comunes en personas provenientes de la pequeña
burguesía, especialmente la intelectual, y que tanto daño
producen en el medio revolucionario.
Procediendo de un medio social donde las cuali­
dades enunciadas no predominan, el ejemplo de estos
compañeros nos enseñó mucho sobre el potencial humano
y social que encierra el pueblo trabajador. Y que puestos
al servicio de la lucha revolucionaria y de una sociedad
de nuevo tipo representan una garantía de la capacidad
popular para salir adelante en la construcción del futuro
propio y del país. Estos rasgos, además, fueron una re­
ferencia para nuestro propio esfuerzo de superación. De
todos ellos, la generosidad y la modestia fueron las que
más me conmovieron e hicieron reflexionar.
Con el tiempo fuimos percibiendo diferencias
entre los miembros del destacamento procedentes del

141
cam p esin ad o pobre. P or ejem p lo, los in d ígen as de m ayor
ed ad h ab ían ten id o n u m erosas exp erien cias lab orales y
sociales con lad inos. De ahí q u e fu eran m ás su scep tib les
en el trato con q u ien es lo éram os. L es costaba tratarn o s de
igu al a igu al, p lan tearn os clara y d irectam en te u n a crítica,
u n m alestar, u n d esacu erd o. A l m ism o tiem po ten ían m ás
interiorizada la cultura propia y los valores que ella postula,
con ocien d o m ejor sus p ro blem as co m u n ales y a su gente.
Y por lo m ism o p oseían m ás criterio para cap tar y exp licar
las ideas de la revolución, para o rgan izar y persuadir sobre
la n ecesid ad d e luchar. C asi siem p re tenían un p rofu n d o
sentim iento religioso y reservas para ejercer la violen cia en
com bate, pero sí la dem and aban y aprobaban. A diferencia
de ellos, los jó v en es nos voseaban o tu teab an sin rep aro
algu n o a los pocos días de co n ocern os; ráp id am en te se
exp resab an con soltu ra y se relacion ab an de igual a igual
con los d em ás. G en eralm en te no tenían arraigo religioso
alguno o lo aband onaban espontáneam ente. Pero con ocían
p oco de su cu ltu ra, su com u n id ad , la vida. Y m ás allá de
su localid ad n o ten ían id entid ad étnica con el gru p o al
qu e p erten ecían ; m uch o m en os con otros g ru p os étnicos.
C asi todos eran solteros y su n ostalg ia por la fam ilia era
poca u ocasion al. Sin em bargo, fu eran ad u ltos o jóv en es,
si h abían lab orad o a salariad am en te en las p lan tacio n es
de la costa sur, o h abían com erciad o m ás allá de su zona
de orig en , co m p re n d ía n fá cilm en te la d iferen cia en tre
ser rico y ser lad ino. Es decir, ten ían co n cien cia de lo que
era la exp lotación , y atisbos de la d iferen ciación clasista
para p ercibir q u e tam bién había in d ios ricos. Sab ían que
n u m erosos lad in o s eran trabajad o res y pobres com o ellos
m ism os; qu e p or lo tanto d ebían u n irse en tre sí en la lucha
em an cip ad o ra y, en ese m arco, h acerles ver que d eb ían
aband onar su com portam ien to discrim inador. Pero para el
indígena au to co n su m idor, o que realizaba todas sus activi­
dad es en las m on tañ as del n oroeste, d ecir lad ino era lo

142
mismo que decir explotador y discriminador. Y esta visión
la generalizaban a todo el país/ siéndoles complicado,
cuando no imposible, deslindar la calidad de explotador
de la de discriminador.
Sólo gracias a un intenso trabajo político fue factible
transformar la conciencia étnica localista en conciencia
de todo el grupo cultural al que pertenecían y, más aún,
a nivel del conjunto de grupos étnicos indígenas y del
pueblo trabajador. Al principio ninguno se asumía como
chuj, mam, quiché, sino como mateano, todosantero, za-
cualpeño, según fuera el nombre de su pueblo de origen.
Numerosos compañeros ixiles, por ejemplo, desconocían
el término de ixil para designar al grupo étnico al que
pertenecen. Más costó todavía cultivar la conciencia de
pertenencia a un país concreto y de sus derechos ciu­
dadanos. Y mientras esto se lograba debíamos estar al
pendiente de roces y actitudes negativas dentro de la
colectividad. Por ejemplo, algunos que provenían de la
costa sur o de cabeceras municipales, discriminaban a
quienes eran oriundos de aldeas y parajes. Los nebajeños
se consideraban superiores a los de Cotzal y Chajul; los
cotzaleños le tenían ojeriza a los de Chajul por viejos pro­
blemas de posesión de tierras y se burlaban de la forma
en que los de Nebaj hablaban su mismo idioma. He aquí
un incidente ilustrativo del grado de fragmentación de
la identidad étnica y clasista que encontramos cuando
iniciamos el trabajo. Un compañero cotzaleño, luego de
realizar su ejercicio durante una práctica de tiro, retuvo el
arma y giró sobre sus talones sin dejar de apuntar. Buscó
un objetivo imaginario y sonriendo dijo: "Ora sí. Nomás
que se me ponga un chajuleño enfrente y le doy". También
percibimos que los compañeros indígenas provenientes de
una misma localidad —no así los ladinos—, se guardaban
lealtad mutua por encima de los demás compañeros y or­
ganismos superiores. Y sólo cuando su conciencia política

143
se desarrollaba, ese comportamiento cambiaba a favor de
la lealtad a la organización en primer lugar.
Había asimismo una enorme diferencia en el modo
de hablar entre indígenas y ladinos, y entre aquellos que
procedíamos de la ciudad y del campo. Con frecuencia no
se trataba de una forma correcta y otra incorrecta. Todas
tenían rasgos positivos y deseables de generalizar y otros
que debíamos desechar o sencillamente comprender. Pero
dado el trasfondo social de las vivencias de cada quien,
estas formas de hablar tenían efectos condicionados clasis­
ta y culturalmente. Y sus manifestaciones afloraban entre
nosotros. Los compañeros indígenas hablaban suave y
quedo; eran parcos y modestos al expresarse, aun cuando
hubieran tenido una actuación valiente o destacada. No
resaltaban su individualidad. Tampoco gesticulaban con
el rostro ni con las manos, mucho menos con el cuerpo.
Permanecían quietos y tranquilos mientras hablaban o
discutían. No afirmaban ni negaban nada categórica ni
claramente; más bien dejaban sentir duda, ambivalencia o
no tomaban la iniciativa para proponer algo. Decían, por
ejemplo, "puede que sí, puede que no", "tal vez", "saber".
Lo hacían incluso en asuntos en que eran ellos los únicos
que podían opinar o que tenían más elementos para de­
cidir. O repetían lo que un responsable decía, temiendo
contrariar o equivocarse, más que por coincidir. A ellos
había que pedirles que fueran más amplios para informar,
que dieran su punto de vista con más seguridad, que se
manifestaran si estaban en desacuerdo con algo. En cam­
bio, numerosos compañeros ladinos dramatizaban cuando
informaban o se expresaban verbalmente; adornaban los
acontecimientos, eran repetitivos o exageraban los hechos
para resaltar peligros, dificultades y desempeños propios.
A ellos había que pedirles que fueran concisos, objetivos y
calmados. Al inicio, cuando no tenían suficiente confianza,
los campesinos evitaban ver a los ojos, haciéndolo al suelo

144
o hacia un punto distante. Quienes procedíamos de la ciu­
dad generalmente hablábamos con energía o enfatizando
una u otra idea, rápido, buscando los ojos del interlocutor.
Además, a pesar de que hacíamos esfuerzos constantes
por hablar clara y sencillamente, se nos colaban vocablos
y construcciones gramaticales incomprensibles o difíciles
de entender para nuestros compañeros. Pero todos los la­
dinos teníamos identidad como guatemaltecos.
Personalmente, al hacer esfuerzos por modificar
mi modo de hablar no dejaba de resentir la autorrepre-
sión que ello significaba a mi espontaneidad y particular
manera de ser. Las cuales en otros contextos sociales no
requerían de cambios. Pero en el destacamento hasta eso
era necesario modificar en aras de la cohesión y comuni­
cación del grupo.
En entrenamientos y en numerosas actividades,
rotativamente, unos y otros hacíamos de mandos y de
combatientes, de responsables y de base. Pues aprender
a mandar era tan importante como aprender a obedecer.
Pero según se fuera indígena o ladino, hombre o mujer,
se tendía a una sola de las dimensiones. Por otra parte,
exigíamos que las voces de mando fueran enérgicas,
ágiles, seguras. Sin embargo, los indígenas adultos no lo
hacían así por arraigo en valores de su cultura. Había que
estimularlos, reiterarles por qué debían dar tales voces
con fuerza, sin pena de herir o enojar, sin pedir favor. A
no pocos compañeros ladinos, incluyendo fundadores,
les costaba obedecer a mandos más jóvenes, indígenas o
femeninos. Y, en general, reconocerles su lugar y méritos.
Unos y otros debíamos hacer esfuerzos de distinto tipo y
tener éxito no era fácil.
Como mujeres, lo que más nos afectaba eran el
machismo y el patriarcado campesino que manifestaba la
mayoría de compañeros. En teoría era posible comprender
esos rasgos dadas las características de nuestra sociedad.

145
Pero en la práctica cotid iana no era fácil tenerles paciencia.
Y si bien la d irecció n de la m on tañ a p ro m o vía n uestra
p articipación y d esarrollo, estos com p añ eros, entre los que
había algu nos v eteran os, n os su bestim ab an y recelaban de
n u estro d esem peño. A u nqu e estos p roblem as solían abor­
d arse en colectivo, el recon o cim ien to del fen ó m en o y los
cam bios de m en talid ad iban a la zaga de la n ueva práctica.
Las co stu m b res del p en sam ien to sed im en tad as por añ os
y gen eracion es m ostrab an ser m ás tenaces que n u estras
ejecu ciones, qu e n uestras certezas recién ad q u irid as y que
n u estros com u n es id eales por una socied ad nueva.
En la relación en tre h o m b res y m u jeres ocu rriero n
p ro b lem as co m o éste. A los p oco s días de reu n ificad o el
d estacam en to, v arios com p añ ero s p roced en tes de la selva
co n sid era ro n q u e d os co m p a ñ era s cita d in a s ten íam o s u n
p roced er in correcto y d escarad o hacia ellos. A ju icio suyo,
les in sin uábam os relaciones am orosas, incluso a v arios a la
vez. Para q u e la situ ación se aclarara y n u estras relacion es
tom aran su ju sto n iv el, se les p id ió a tales co m b atien tes
qu e ex p u sieran las razon es q u e los llev ab an a p en sar así.
El p ro blem a rea lm en te era que n o so tra s n os rela cio n á ­
bam o s con tod os con in iciativ a y d esen v oltu ra. N o sólo
por nuestra fo rm ació n y exp erien cia vital, sino p orqu e los
asu m íam o s co m p a ñ ero s d e trabajo. P ero resu ltab a q u e
en su m u n d o ca m p esin o n in g u n a m u jer, m en os recién
con ocid a, p ro ced ía de tal m an era con ellos, y de h acerlo
h u b iera p erd id o su p restig io social.
En el d esta ca m en to , u nos p ro ced ía n de co m u n id a ­
des d on d e la p o lig am ia era acep ta d a , in clu so m otiv o de
p restig io so cial. Es m ás, ten ía m o s co m p a ñ ero s q u e en
sus co m u n id a d es ejercía n la p o lig a m ia . E ran h o m b res
resp etad o s por su gente, d iscretos, en treg a d o s a la lu cha.
O tro s eran o rig in ario s de zon as d on d e a las m u jeres se
les v en d ía y co m p ra b a p ara el m a trim o n io sin con tar con
su p u n to de v ista. M ien tras otros m ás eran de lu g ares

146
donde se hacía el ritual de pedida y compra-venta, pero
a partir de que la mujer y el hombre estaban enamorados,
y planteaban su voluntad de unión. Había compañeros
—los capitalinos y costeños, por ejemplo — que venían de
medios donde abundaba y se recurría a la prostitución
femenina, a la pornografía y a los clubes nocturnos. Y
algunos los habían frecuentado. Para ellos era factor de
prestigio varonil ser versado en dichos temas. Mientras
tanto, otros combatientes pertenecían a regiones donde
por generaciones no se conocía la prostitución ni la por­
nografía. Es más, ni siquiera conocían el significado de
esos conceptos. Había compañeros para quienes ver a
una mujer desnuda de la cintura para arriba era natural
y no representaba motivo de excitación, murmuración o
morbosidad. Pues en sus lugares de origen las mujeres
suelen bañarse y lavar ropa en los ríos de esa manera.
O pasan así todo el día debido al calor. Y en general, las
mujeres del campo amamantan a los hijos en público y en
cualquier circunstancia, mostrando sus senos con la mayor
naturalidad imaginable. Pero había otros para quienes ver
a una mujer así era motivo de desasosiego.
Unos pocos tenían pareja dentro del destacamento;
otros tantos, en algún punto del frente o su periferia. La
mayoría no la tenía. Y las concepciones y expectativas
sobre el amor y el sexo variaban mucho. Para unos era
una cuestión primaria, posesiva, pragmática; para otros
era algo más complejo. Y en todo caso estaban permeadas
por las variantes culturales y la experiencia. Nuestra
situación era complicada en este aspecto, la convivencia
incipiente y el proceso de transformación ideológica lento,
desigual y no pocas veces caótico. ¿Correspondía darle a
la transformación en esta dimensión —donde más que la
razón, entran en juego los instintos, los sentimientos y las
costumbres generacionales—, el mismo énfasis que a lo
referente a la conciencia de clase, al espíritu combativo

147
frente al adversario, a la actitud de servicio hacia el pueblo,
a la entrega ilimitada que la pertenencia al destacamento
exigía? Sencillamente era imposible. Humana, cultural y
políticamente estaba fuera de nuestro alcance. Los ritmos
de la conciencia no dan para tanto. Lo que se lograba
al pretenderlo era abrumar y confundir. De hecho era
ponernos una camisa de fuerza. Por inexperiencia y
conservadurismo lo intentamos al principio, asumiendo
como cultura y moral deseables las de unos pocos.
En cierta oportunidad, por ejemplo, alguien descu­
brió que un compañero guardaba imágenes de una mujer
desnuda. Provenían de una revista Play Boy que, años
atrás, un visitante citadino llevó por iniciativa propia
a la montaña. A quien involuntariamente se dio cuenta
—un hombre —, le pareció que atesorar dichas ilustra­
ciones no era el ejemplo que se esperaba de un luchador
revolucionario. Así que lo informó y planteó su punto
de vista en una reunión. El portador de los recortes era
un joven ladino, obrero agrícola de la costa sur y uno de
los primeros en sumarse, en 1974, al grupo fundador del
destacamento. La primera reacción de la colectividad
fue pedir que se mostraran las imágenes en la reunión.
Indudablemente más por razones terrestres que por ser
necesario para opinar, como argumentaban algunos.
Numerosos compañeros nunca habían visto, desnuda o
vestida, a una mujer como las que aparecen en revistas
de ese tipo. Y humanos al fin, no resistían la curiosidad
por conocer el "cuerpo del delito". El criticado, en un
principio preocupado por su incómoda situación, captó
al vuelo que en la reunión prevalecía un ambiente liberal,
tranquilo y de juvenil curiosidad. Y no el que lo había lle­
vado al banquillo de los acusados. Así que cuando le tocó
responder a la crítica dijo con picardía: "¿No ven que es
pobre como nosotros? Ni siquiera tiene ropa para ponerse

148
encim a. P o r eso la an d o lle v a n d o ." C a rca ja d a g en eral.
P ero le d im o s la ra z ó n a q u ien criticab a. C reo q u e e n el
fondo la m ay oría n o d eseab a q u e tales figu ras fu e ran a
ser co n su m id a s p o r el fu eg o com o a lg u ien su gería. P o r lo
m enos n o an tes de ser a p reciad as p o r su s ojos. A m í m e
dio risa el d esen lace in form al y festiv o d el asu n to, p o rq u e
aq u ello era u n h ech o a islad o y sin im p licacio n es. P ero en
aquel en ton ces d áb am os b an d azo s, y ten íam os n u m ero sas
co n fu sio n es so b re có m o a b o rd a r y en ca u z a r esa b ella d i­
m ensión d el ser h u m a n o q u e e n g lo b a la atra cció n sexu al,
el m isterio d el am or. L os criterio s n o rm a tiv o s q u e fu e ro n
p revalecien d o p artieron , m ás b ien , d e las n ecesid ad es de
con v iv en cia a rm o n io sa y d iscip lin a d a d el d estacam en to
y de su rela ció n co n la p ob lación .
L o q u e sí im p u lsa m o s fu e la lu ch a con tra el m a l­
trato y el d esp recio h a cia la m u jer; co n tra la ig n o ran cia
y la v u lg a riz a ció n de lo sexu al. P or in iciativ a fem en in a
in corp oram os la ed u ca ció n al resp ecto en las activ id ad es
cu ltu rales. Y a las co m p a ñ era s q u e se fu e ro n in teg ran d o
las in stru im o s en el u so de a n tico n cep tiv o s y las d o tam o s
de los m ism o s. P u es m ás tem p ra n o q u e tard e, tod as e sta ­
blecíam os rela ció n am o ro sa con a lg ú n co m p añ ero . Y así
no nos ex p o n ía m o s fa ta lm en te al em b a ra z o y la p areja
p od ía d isfru ta r su rela ció n sin ese tem or. T a m b ién a b o ­
gáb am os p o rq u e to d a rela ció n am o ro sa se esta b leciera
b asán d ose en el respeto, la sincerid ad y la libertad m utu as.
E x ig íam o s q u e q u ien en a m o ra ra a a lg u ien le ex p re sa ra
con h o n ra d ez cu ál era su situ a ció n en ese asp ecto . N o se
valía el en g a ñ o n i las m ed ias v erd ad es. D e m an d áb am o s
asim ism o q u e los im p lica d o s su b o rd in a ra n sus in tereses
com o p areja a los del d estacam en to y la o rg an ización ; q u e
resp eta ra n en tod o m o m en to las m ed id a s d e se g u rid ad y
que la rela ció n no sig n ificara su a isla m ien to del co lectiv o ;
q u e m a n tu v iera n el in terés p or su p erarse. M o tiv áb am o s

149
especialmente a las mujeres para que pusieran empeño
en su formación y capacitación.
Todos aquellos que establecieran o terminaran
relaciones amorosas debían informar del hecho a la co­
lectividad o al organismo correspondiente, según fuera el
caso. De manera que no diera lugar a chismes o equívocos,
y los organismos superiores lo tomaran en cuenta.
En cuanto a las mujeres que nos integrábamos al
destacamento, era requerimiento no resultar embaraza­
das. Pues de ser así debíamos salir del grupo y del frente
para tener al hijo y criarlo, causando complicaciones a
nuestra precaria situación operativa. Sin embargo, con
el pasar de los años varias parejas quisieron tener des­
cendencia. Entonces lo plantearon a la dirección de la
montaña, de manera que ésta previera las implicaciones
en los planes. Para los enamorados no había ningún trato
preferencial en cuanto a su ubicación geográfica, orgánica
u operativa. Los criterios rectores eran las necesidades de
la organización y las aptitudes de cada quien.
Por las circunstancias más variadas, como pueden
ser la seguridad, la topografía, la precariedad material,
las inclemencias del tiempo, no existía en el destacamento
la vida privada ni los espacios exclusivos. Y los momen­
tos de soledad eran eso, momentos, y no precisamente
cuando una los necesitaba. Quienes habíamos vivido con
esos valores y posibilidades debimos adaptamos. Pues el
hecho de que fuéramos compañeros de lucha no traía por
añadidura que una se sintiera cómoda ni en confianza
en una serie de aspectos de la vida, mucho menos de la
íntima. Las parejas, por ejemplo, raramente podíamos aco­
modarnos solas en algún lugar, o éste tenía tan próximos
a los demás que resultaba simbólica nuestra privacidad.
Y no pocas veces, durante días y semanas, dormíamos en
champas colectivas muy juntos unos a otros porque era
la única manera de soportar el frío; o porque el terreno

150
nos obligaba a ello. De manera que amores, discusiones
personales, estados de ánimo, eran presenciados por
la colectividad. No obstante, se resultaban haciendo y
percibiendo con naturalidad y discreción.
A mi juicio, en esto tenía que ver de manera determi­
nante el hecho de que la mayoría de los presentes eran
indígenas y, en general, campesinos pobres, cuyas familias
viven en un solo cuarto, carecen de infraestructura de
servicios y son ajenos a los valores de privacidad, espacios
propios y exclusividad a escala individual o de pareja.
Por otra parte, desconocían los prejuicios y tabúes de las
convenciones sociales burguesas y de la moral cristiana.
Pero también porque el campesinado indígena es discreto
y reservado; y nuestra colectividad estaba absorbida por
otras preocupaciones.
Las separaciones de una pareja por razones de
trabajo, de salud o a causa de un parto, podían durar
meses o años. Estas situaciones eran frecuentes y, por lo
general, imprevistas. Este fue mi propio caso, tanto en
ese frente como en otros donde trabajé antes y después.
Unas parejas sobrevivían. Generalmente las más maduras
y consolidadas en el momento de la separación. Otras se
desintegraban al acumularse el tiempo de lejanía. La mi­
litancia revolucionaria en las condiciones de la montaña
o de la vida clandestina urbana somete a las personas a
continuas pruebas y tensiones. Por ello, más allá de los
sentimientos e intenciones no pocas relaciones amorosas
sucumbían. O los enamorados perdían a su pareja en el
fragor del combate o en los operativos de inteligencia
contrainsurgente. Pero nuevas relaciones surgían cons­
tantemente, pues la atracción, el amor y la camaradería
son más fuertes que la adversidad y el dolor.

151
LA OFENSIVA DE LA SIERRA

Me correspondió sistematizar los primeros instructivos


militares para mandos y cuadros organizadores en la
montaña. Para lograrlo recurrí a los conocimientos que
sobre el tema tenían los fundadores y miembros de la
Dirección Nacional que estaban con nosotros. Cada uno
de ellos tenía capacidad y experiencia, pero no la habían
sistematizado. Su principal empeño por aquellos días
estaba concentrado en la elaboración estratégico-política
que permitiera construir los frentes guerrilleros asentados
en organización popular. De ahí que quienes nos incorpo­
rábamos recibiéramos explicaciones distintas —en lo rela­
tivo a cuestiones operativas—, según fuera el compañero
que nos instruyera. Por lo general se trataba de órdenes o
enseñanzas parciales o con énfasis distintos, insuficientes
para comprender a cabalidad y desempeñar con eficiencia
las tareas y operaciones militares. Es más, debido al em­
pirismo había incluso incoherencias y contradicciones en
algunas orientaciones, aunque quienes las impartieran
fueran hábiles guerrilleros. Este hecho, además de provo­
carme inseguridad me preocupaba, pues con el número
que ya éramos urgían adiestramientos sistemáticos e
instrucciones militares completas e inequívocas. Así que
hice la propuesta a la dirección y, una vez aprobada, me
aboqué a la elaboración de un cuestionario a partir de la
práctica y mis observaciones de casi tres meses en el des­
tacamento. Luego trabajé individualmente con cada uno,
confrontando y complementando las respuestas. Después
de varias rondas de trabajo bilateral logré estructurar y
ordenar varios temas: armamento, criterios de seguridad
en diversas situaciones y operativos, métodos guerrilleros
y antiguerrilleros de lucha, infraestructura de guerra

153
y de autodefensa civil, estructura y armas del ejército
guatemalteco, entre otros. Luego los plasmé a mano e
ilustré con gráficas y dibujos en un cuaderno. Una vez
terminado, sometí el trabajo a la revisión de la dirección.
Entonces nuevas ideas les vinieron a la mente, de manera
que el material se enriqueció más allá de las interrogantes
iniciales. Los compañeros coincidieron en su utilidad y
me orientaron dotar al Mando Militar del destacamento
del primer ejemplar.
Mientras tanto, las informaciones sobre la presencia
y los preparativos del ejército en la región ixil se multipli­
caban y llegaban constantemente a nosotros. En la selva,
sin embargo, sus acciones punitivas habían comenzado
meses atrás, luego de nuestras primeras acciones de pro­
paganda armada y golpes al poder local enemigo. Entre
las brutalidades de los militares contra la población civil
de El Ixcán estuvo el asesinato a finales de 1975 de Raisa
Girón, joven maestra de la costa sur que trabajaba en
Santa María Tzejá. Buscando empleo supo de una plaza
disponible en ese parcelamiento. Allí un sacerdote im­
pulsaba el cooperativismo entre los campesinos y éstos
demandaban educación para sus hijos. El azar quiso que
en una propaganda armada en ese parcelamiento, ella
reconociera a uno de nuestros dirigentes. Eran origina­
rios del mismo pueblo y realizaron juntos sus estudios
primarios y secundarios. Desde entonces no habían vuelto
a saber uno del otro y ella no tenía relación alguna con
nuestra organización. Lo cierto es que agradada por el
encuentro con un conocido en aquella selva, lo saludó y
conversó con él unos minutos. Allí no había destacamento
militar, pero sí orejas fanatizados y embrutecidos por el
ejército, los cuales la denunciaron como guerrillera en el
puesto más próximo. Poco después, durante un viaje de
esta maestra a la capital, fue asesinada con saña; su cuerpo
apareció apuñalado cerca del puente de El Incienso. Los

154
niños del parcelamiento no volvieron a tener maestro;
ninguno quería correr la suerte de su antecesora. Raisa
Girón: joven, mujer, maestra, ciudadana guatemalteca,
hija anónima del pueblo, cayó víctima temprana del ejér­
cito contrainsurgente. Que no quede en el olvido.
En aquellos meses nos movíamos al norte de Chajul,
entre las pequeñas localidades de Juil, Pal y Xaxboc. Era
una de las zonas más altas de Los Cuchumatanes en el
departamento de El Quiché, solo superada por la cumbre
de Clavellinas entre Cunén, Cotzal y Nebaj. De aquellas
aldeas, Juil era la más importante para la población ixil,
porque allí estaba su lugar sagrado principal. A él pere­
grinaban guías espirituales, principales y población en
general. Incluso era visitado por gente procedente de lejos
y perteneciente a otros grupos étnicos. El punto religioso
más importante se ubicaba sobre un sitio arqueológico y
en él se adoraba a una deidad relacionada con el origen
del maíz y el calendario ritual. Posteriormente, entre los
años de 1981 y 1983 —principalmente bajo el régimen de
Ríos Mont—, Juil, Pal y Xaxboc fueron arrasadas por el
ejército, al igual que otras aldeas de Chajul, gran cantidad
de las de Cotzal y todas las de Nebaj, salvo su cabecera
municipal que como las otras fue duramente castigada.
En los primeros días de febrero de 1976, la captura
y traición de Fonseca, compañero organizador, aceleró
la ofensiva contrainsurgente en la sierra. Esta provocó
cambios en nuestros planes, nos puso a la defensiva y
desencadenó golpes contra la población organizada de
Chajul. Supimos de la captura de Fonseca inmediatamen­
te. Desde ese momento levantamos preventivamente el
campamento, donde pocos días antes había estado traba­
jando y estudiando con nosotros. Desde la nueva posición,
dos compañeros de la dirección con dos acompañantes
se desplazaron hacia Cotzal, para reunirse con los orga­
nizadores, tomar las medidas necesarias para preservar

155
a la población que nos apoyaba y ver las posibilidades
de rescatar a nuestro compañero. Caminaron a paso de
avance las horas de oscuridad, pero cuando llegaron
camiones del ejército descargaban tropa y los oficiales
se afanaban dando órdenes para iniciar operaciones de
inmediato. Fonseca estaba resguardado por numerosos
soldados y era imposible rescatarlo. Por su dedicación al
trabajo, su entrega a la lucha y sus esfuerzos de supera­
ción era especialmente querido por nosotros. Hasta que
fue capturado supimos de su debilidad por el licor, pues
tanto él como los compañeros procedentes de su localidad
nos lo habían ocultado.
Fonseca sucumbió al cuarto día de torturas. Entregó
a varios compañeros chajuleños, quienes ante él fueron
fusilados. Luego guió al ejército hacia el campamento
que ocupábamos al momento de su caída, así como a los
depósitos que había conocido.
Su captura y traición fueron los primeros golpes
que recibimos directamente contra el destacamento. Este
hecho sacudió nuestras conciencias en relación con la
envergadura del compromiso asumido y al riesgo real
de la tortura y la muerte solitaria en manos del ejército,
modalidad de combate en la que muy pocos piensan
cuando se incorporan y que en nuestro país es frecuente.
Algunos combatientes se mostraron magnánimos con
el traidor y no faltó quien lo justificara por el hecho de
mediar la tortura. Era necesario, por lo tanto, reforzar la
labor política en esos aspectos y revisar el compromiso de
cada quien. De ahí que la dirección sistematizara lo que
entonces llamábamos Diez Puntos, que eran las reglas a
cumplir por todo aquel que se integrara a la organización
en la montaña. De hecho los manejábamos, pero no se les
había dado cuerpo, ni habíamos hecho un compromiso
individual y explícito sobre su base. Entre ellos estaba
el secreto que debíamos guardar sobre nuestra organi-

156
zación, in clu so si salíam o s d e ella; y la p en a d e m u erte
para q u ien d esertara, tra icio n a ra o a b a n d o n a ra el p u esto
de co m b ate p o n ien d o en grav e p elig ro a su s com p añ ero s.
La d ire cció n h a b ló in d iv id u a lm e n te co n ca d a u no y n os
a nuncio tiem pos difíciles. D eb íam os reflexion ar y ratificar
nuestro co m p ro m iso sobre la b a se de esos d iez p u n to s, o
retirarnos d e la o rg a n iz a ció n lib rem en te y en paz. T o d os
los p resen tes reite ra m o s n u e stra p erm a n en cia , in d u d a ­
blem en te con u n g rad o m a y o r d e co n cien cia.
C u an d o o cu rrió el terrem o to d el 4 d e feb rero de
1976, h a b itá b a m o s u n b o sq u e d e á rb o le s c e n te n a rio s
de cu y as ra m a s co lg a b a n m ech o n es d e m u sgo. Q u ien es
d orm íam os en el su elo sen tim o s su s fu ertes o scilacio n es
v erticales e im a g in a m o s en la oscu rid ad a lo s g ig an tes
in clin arse so bre n o so tro s. P a sa d o s u n o s in stan tes, q u e
sen tim o s etern o s, la tierra se m eció h o riz o n ta lm en te y
v olvió a la q u ietu d . P or los ra d io p erió d ico s de la m a ñ a ­
na co n o cim o s q u e el sism o h a b ía afectad o trág icam en te
a n u m ero so s p o b la d o s y que a n o so tro s sólo n o s h ab ían
llegad o las v ib ra cio n es telú ricas p eriféricas. E scu ch a m o s
con especial aten ción las tran sm ision es rad iales que d aban
cu enta de lo s resu ltad o s, así co m o de los a co n tecim ie n to s
g en erad o s p o r el v io le n to sa cu d im ie n to . El fe n ó m e n o
natu ral h ab ía rev elad o de m a n era d escarn ad a las e n o r­
m es d esig u a ld ad es so ciales, p u es su s efecto s se h a b ía n
co n cen tra d o so b re la p o b la ció n p ob re. Y a lo s p oco s días,
con la aflu en cia de la ayu d a in tern acion al, se ev id en ciaron
m ás la in eficien cia y la co rru p ció n g u b ern am en tales. P ero
tam b ién n os d im o s cu en ta de q u e la d esg racia m u ltip licó
la o rg a n iz a ció n p op u lar.
A l p o c o tie m p o d el h e c h o re c ib im o s n o tic ia s y
a p recia cio n es p o rm e n o riz a d a s d e n u estro s co m p a ñ ero s
de la ciu d ad . Y por esos m ism o s d ías g rab am o s p ara ello s
el H im n o al S o ld a d o G u errillero .

157
Días después, al mando de un compañero indígena,
quien fungía como responsable militar del destacamento,
integré una patrulla cuya misión era explorar la ruta, los
alrededores y el área de un campamento de retaguardia
para evaluar la conveniencia o no de trasladamos a él. Se
llamaba Augusto César Sandino, contaba con un ranchón
de palma y con buzones abundantemente abastecidos.
Estaba al noreste de nuestra posición, bastante alejado de
los puntos poblados. Su accesibilidad era dificultosa para
el ejército y su zona era conocida operativamente por nu­
merosos compañeros. Para entonces habían transcurrido
dos semanas desde la traición de Fonseca, y aunque él
conoció el lugar cuando se fundó, se pensó que lo dejaría
de lado porque raramente usábamos un campamento más
de una vez. También supusimos que, de haberlo delatado,
el ejército ya lo habría visitado y eso lo sabríamos con la
exploración. Desde donde estábamos se llegaba en un día
de camino, haciendo la mayor parte del trayecto a rumbo,
rompiendo monte con el cuerpo.
Luego de avanzar varias horas, salimos a una vereda
de mimbreros que corría sobre el lomo de una montaña y
que se perdía, como muchas, entre los matorrales. Cami­
nando a paso rápido pronto nos desviamos para tomar un
trillo que descendía ladera abajo. Era un sendero peculiar
porque no corría sobre tierra firme, sino suspendido a uno
o dos metros por encima del suelo. Resistentes matas y
arbustos, tupidos y enmarañados entre sí, impedían la
penetración del machete hasta su base. De ahí que sólo
en la parte superior de ellas fue posible labrar el paso. Al
desplazamos daba la impresión de estar haciéndolo sobre
un colchón mullido y elástico. Caminar sobre esa superfi­
cie no era fácil, pues se dificultaba mantener el equilibrio
y evitar tropezones. Por otra parte, eran numerosas las
ramas caídas que, al no poder pasar la espesura vegetal,
se constituían en obstáculos formidables que obligaban a

158
escalar, reptar o inclinarse constantemente. Estando por
terminar este tramo escuchamos voces humanas y ladri­
dos de perros que se aproximaban en dirección contraria
sobre el mismo trillo. Las características del terreno y de
la vegetación nos impedían salir de la senda para escon­
dernos. Inevitablemente debimos volver sobre nuestros
pasos, recorriendo ladera arriba el difícil trecho. En
veinte minutos desandamos una distancia que habíamos
recorrido en el doble de tiempo. Pura adrenalina. Final­
mente alcanzamos un punto donde, divididos por mitad
hacia ambos lados del camino, rodamos sobre el follaje.
Agazapados y conteniendo la respiración esperamos que
pasaran las personas, a las cuales no pudimos ver por
estar nosotros debajo de su nivel. Siguieron de largo sin
percatarse de nuestra presencia. Supusimos que se trataba
de mimbreros que retornaban a sus localidades. Luego de
unos minutos reanudamos la marcha y un par de horas
más tarde llegamos a nuestro destino.
Dos jornadas después volvimos al campamento
base, luego de constatar que no había presencia militar
y que tampoco la hubo con anterioridad. Recibido el
informe, la dirección y el mando decidieron el traslado
al lugar recién explorado. Sin embargo, a los pocos días
Fonseca condujo al ejército hacia allí.
La madrugada del 3 de marzo de 1976 me corres­
pondió la penúltima guardia nocturna que era de tres a
cuatro. En esa época del año amanecía alrededor de las
cinco y cuarto. De manera que a las cinco comenzaban los
turnos diurnos. Por precaución especial, dada la ofensiva
militar, éstas consistían en guardias-emboscadas, inte­
gradas por varios compañeros. Esa madrugada había
niebla espesa, aunque el frío no tenía la intensidad de los
meses anteriores, porque se había instaurado la prima­
vera. Llevaba media hora en el puesto cuando enfrente y
relativamente cerca, escuché ruido de hojarasca, como si

159
alguien se arrastrara en mi dirección. Apuntando al lugar
esperé atenta para cerciorarme y precisar su ubicación.
Efectivamente, el crujir de hojas secas se repitió, esta vez
avanzando hacia mí a unos diez metros de distancia.
Siempre apuntando hacia el objetivo pedí la seña con voz
enérgica. Silencio. Fuerte tensión. Nuevamente el ruido.
Estando a punto de disparar razoné que ningún humano
avanzaría haciendo tanta bulla luego de haberle pedido
la señal. Entonces, casi a mis pies vi un armadillo enor­
me que buscaba el alimento diario. El corazón me latía
fuertemente, pero me felicité por no haber disparado.
Hubiera provocado una emergencia no sólo innecesaria,
sino peligrosa en nuestras circunstancias. Informé al
relevo sobre el incidente y regresé al campamento, pero
no logré conciliar el sueño. Faltando varios minutos para
las cinco pasaron al lado los compañeros de la primera
guardia-emboscada del día. Poco después los siguió una
patrulla, al mando de un miembro de la dirección, que
por ese rumbo saldría en misión. Antes de media hora y
al tiempo que esta unidad entraba veloz al campamen­
to, escuchamos varios disparos. Resulta que detectaron
tropa del ejército que había dormido cerca de nosotros,
sobre el trillo de la cumbre. Nuestros compañeros vieron
a los soldados cuando se levantaban. Los militares no se
dieron cuenta que habían sido descubiertos y más tarde
avanzaron en nuestra dirección. Alertada por la unidad
que se replegó, el grupo de guardia los esperaba.
El deber de nuestros compañeros era contenerlos
por unos minutos, el tiempo indispensable para evacuar
el campamento. La posición de nuestra emboscada era
operativamente desventajosa, de abajo hacia arriba en
lugar desprotegido, donde sólo contaban con camuflaje
y el factor sorpresa. Como no era un lugar propicio para
ataques, la tropa se aproximó desaprensiva. En el mo­
mento de las primeras detonaciones nos aprestábamos

160
a desayunar. La orden fue suspender la comida, apagar
el fuego y levantar el campamento de acuerdo al plan
establecido. Acostumbrados a utilizar hasta el último
grano y viviendo permanentemente con hambre, nadie
nos atrevimos a botar la comida. Aun cuando existía la
posibilidad de que le quedara al adversario. Nos retiramos
muy cargados y algunos llevando, además de su mochi­
la, la de algún combatiente de la contención. Lo hicimos
ágilmente pero con cautela y orden. Llevábamos arma
en porte y tiro en recámara, en previsión de que hubiese
tropa apostada en otras direcciones.
Estando casi todos en el punto de reunión apareció
un compañero con la olla rebosante de frijoles en la mano.
Sólo su habilidad para desplazarse en terreno tan que­
brado y el espíritu de triunfo explicaban esta ocurrencia.
Era uno de los mejores del grupo, diestro guerrillero y
gran cantor. Divertido nos dijo que a esos cabrones no
les íbamos a dejar el desayuno servido y que tampoco lo
íbamos a desperdiciar. Y acto seguido repartió el alimento
en raciones iguales. A poca altura nos sobrevolaba un
helicóptero, pero la vegetación nos brindaba resguardo
y la orden era no evidenciar nuestra posición. Pronto
aparecieron los de la contención, sofocados por la carrera
que como venados hicieron desde el otro lado de la hon­
donada. En su retirada atravesaron el campamento recién
abandonado y uno de los combatientes vio la olla de salsa
picante recién preparada. Sin pensarlo dos veces rescató
el recipiente al vuelo, y con el preciado condimento en
la mano se reincorporó al grupo, quien celebró el gesto.
Este joven ixil había causado con su primer disparo un
muerto al ejército.
Nuestra defensa le causó varias bajas a la tropa;
pero su velocidad para tenderse salvó a Fonseca, quien
desarmado y descalzo encabezaba la columna. Pocos
meses después se fugó del ejército y buscó contacto con

161
el destacamento. Quería proporcionar, según dijo, la in­
formación que acumuló mientras estuvo cautivo y recibir
de nuestras manos el castigo que merecía por su traición,
de manera que su ejemplo no fuera seguido por otros.
Luego de grabar su declaración, fue ejecutado por una
escuadra de combatientes ixiles. No alcanzaba los veinte
años de edad. Nos golpeó profundamente su traición;
pero nuestro corazón sufrió igualmente con su muerte. El
proceder de Fonseca y su castigo ejemplar nos revelaron
en toda su crudeza el lado trágico y las contradicciones
propias del proceso emancipador.
Como el combate fue a pocos pasos del campa­
mento, creimos que el ejército entraría al mismo. Sin
embargo, dos meses después una unidad nuestra realizó
un reconocimiento y encontró todo como lo dejamos. Las
bajas infligidas por la contención habían sido suficientes
para disuadir al ejército de avanzar y no volver más a
dicho lugar.
Nos retiramos haciendo frecuentes paradas con el fin
de explorar la ruta que seguíamos. Caminábamos a rumbo
y borrando huellas, especialmente en las proximidades de
un camino transitado que debimos cruzar. Más adelante,
aprovechando que había niebla y llovía, nos detuvimos a
cocinar. Pero colocamos vigilancia en varias direcciones y
guardamos silencio absoluto. Por la noche no acampamos,
sino en fila, tal como íbamos en la marcha, dormitamos
sentados unos junto a otros con mochila y equipos puestos.
Llovió toda la noche y cada quien se protegió del agua
con trozos de plástico. No cenamos y despuntando el día
reanudamos la marcha sin probar bocado.
Nuestras posiciones, descubiertas sucesivamente
por el ejército, daban la impresión de que nos retirábamos
hacia el noreste. Pero en realidad maniobrábamos en el
terreno buscando el sureste, adentrándonos en territorios
de la Zona Reina. Para lograrlo sin ser vistos debimos

162
realizar marchas nocturnas en caminos trajinados de día
por la población y la tropa. En la oscuridad nos guiábamos
unos a otros con luciérnagas o pedacitos de esparadrapo
blanco colocado en la parte posterior de las mochilas. De
día avanzábamos por terrenos escarpados y tupidos de
vegetación, evitando los caminos y sus proximidades.
Por ciertos lugares logramos ascender usando hasta los
dientes para aferramos a raíces y ramas. Dormíamos una
noche en cada lugar y en esas breves paradas impartíamos
charlas sobre temas de interés general. Uno de ellos trató
sobre la Revolución Cubana: su gesta, sus logros y sus
dificultades. Esa vez nos alimentamos de hierbamora,
planta silvestre que abundaba en las orillas del río donde
nos detuvimos. Durante esos días me impresionó, por la
destreza y el espíritu que suponía en esas circunstancias,
el compañero que llevaba una guitarra descubierta en la
mano izquierda, y a la cual no le dio golpe ni rasguño
alguno.
En ese entonces, nuestro armamento era sólo de
infantería, un verdadero muestrario de armas largas y
cortas; varias con defectos significativos. Y las dotaciones
de municiones eran reducidas; generalmente no había
más de las que llevábamos encima. Por eso se les cuidaba
como a la propia vida; y nuestros ejercicios de tiro eran
en seco, con triangulación. El uso del parque estaba a tal
punto racionado que la regla era: tiro que se dispara, tiro
que pega en el blanco. Los ixiles decían: Mal bac chich, mal
soldado sacami. Las armas eran asignadas según funciones
y desempeño durante un tiempo más o menos largo. Sin
embargo, para determinadas misiones permutábamos o
cedíamos nuestro fusil por días o semanas. Varios de no­
sotros portábamos, además, un arma corta y una granada
de fragmentación. Pero, al igual que las armas largas,
cuando algún compañero requería de ellas las cedíamos

163
bajo orientación del mando. Diariamente, al atardecer y
por grupos las limpiábamos, porque la tierra o el lodo, la
humedad y la intemperie las dañaban constantemente.
Los combatientes nuevos y, más adelante, los visitantes o
refugiados temporales, utilizaban armamento de madera
que ellos mismos fabricaban, el cual debían portar y cuidar
como si fuera verdadero. Raramente se daban casos de
descuido o irresponsabilidad al respecto. Por otra parte,
éramos estrictos en las medidas de seguridad para su uso,
arme y desarme. Y por ningún motivo se permitía jugar,
hacer malabarismos o bromear con ellas. Mucho menos
amenazar. En aquel entonces no tuvimos ningún accidente
serio y tiros escapados los hubo muy pocos.
Nuestro entrenamiento, operaciones y táctica eran
eminentemente defensivos; de ahí que cada vez que era
posible evitábamos al ejército. Era lo que nos correspondía
hacer, dado el incipiente desarrollo político de la organi­
zación y la muy desigual correlación de fuerzas militares.
Pero no era fácil proceder así. Numerosos combatientes y
algunos fundadores eran partidarios de buscar el combate
frontal cuanta vez se nos pusiera al alcance. Querían la
acción militar por sí misma, descontextualizada de los
planes globales de la organización y de nuestra realidad
en el frente. Consideraban que era una cobardía evadir
al ejército; que era fácil ganarle; que debíamos castigarlo
de inmediato por las atrocidades que cometía contra el
pueblo. Decían que era el tiempo de combatir y no de
hacer política; que después del triunfo habría tiempo para
ésta. De ahí que no contemplaran las consecuencias que
ello pudiera tener hacia la población de las proximidades
y para el destacamento mismo: su trabajo organizador y
politizador, sus vías logísticas, sus comunicaciones. Eran
los mismos compañeros que subestimaban la formación
política y el trabajo organizativo entre la población. Inclu­

164
so desestimaban la teoría militar. Con voluntad, combati­
vidad y heroísmo pretendían suplir los complejos factores
de la correlación de fuerzas política y militar.
Luego de una cuidadosa exploración, realizada por
un miembro de la dirección y un combatiente experimen­
tado, nos establecimos por varias semanas en un nuevo
sitio. Este tenía buenas condiciones para la defensa y era
de difícil acceso. Para trasladarnos a este lugar descendi­
mos a una garganta y, luego de avanzar por ella durante
un tiempo, iniciamos el ascenso por el lado opuesto, casi
en posición vertical. Una veintena de metros arriba nos
introdujimos, siempre en fila india, en el cauce de una
quebrada que caía en pendiente pronunciada. Temeraria­
mente escalamos entre sus aguas y sobre enormes piedras
lisas sin vegetación de donde asirnos. Constantemente
debíamos apoyarnos para elevarnos de un nivel a otro o
para saltar de roca en roca, teniendo siempre un preci­
picio detrás. Pero de esa manera evitamos dejar huella.
Habiendo ascendido muy alto, abandonamos la catarata
y continuamos la marcha por tierra firme. Nos detuvimos
poco antes de alcanzar la cima. Alguien dijo entonces: "Si
el ejército logra llegar acá le ponemos marimba". Mate­
rialmente no había metro cuadrado plano, ni siquiera
inclinado. Era como estar incrustados en una pared. Con
nuestros machetes arrancamos tierra a la vertiente para
instalar la cocina y los puestos de dormir. Varios, con ra­
zón, sembraron sólidas estacas a la orilla de sus lugares,
de manera que si dormidos cambiaban de posición los
palos los detenían para no despeñarse.
Nos urgía reactivar las comunicaciones con los
centros poblados de la región y la capital, así como re­
anudar nuestras actividades habituales. Estas últimas las
realizamos en pequeña escala porque a la mayor parte nos
absorbían las medidas de seguridad o las misiones fuera
del campamento. Estando allí llegó la primera compañera

165
ixil que se incorporó a la organización. Era originaria de
Nebaj y madre de familia. Menuda, de tez clara; discre­
ta, despierta y esforzada en el estudio. Era hermana de
un combatiente y compañera de otro. Permaneció dos o
tres meses entre nosotros y luego volvió a trabajar como
organizadora a su pueblo.
Bajo operaciones los cocineros se levantaban a las
dos de la madrugada. De manera que antes del amanecer
desayunábamos y recogíamos la ración del medio día.
Además, encendíamos el fogón rodeado de toldos verde
olivo, para que su luminosidad no fuera visible desde
ninguna parte. El maíz se nos terminó pronto y el que
consumimos los últimos días era prácticamente polvo
con gorgojos que así mismo cocinábamos. Su sabor era
amargo pero el hambre lo era más. Nos quedamos sólo
con sal y un poco de harina de trigo; así que diariamente
recolectábamos tzitzil, hierba comestible de altura que
abundaba un centenar de metros abajo del campamento.
Con ella nos alimentamos mañana y noche durante más
de dos semanas. Y a medio día ingeríamos una pequeña
tortilla de harina acompañada de agua.
No macheteábamos para nada y recogíamos leña
de ramas caídas que partíamos con las manos. El agua
la tomábamos de un pequeño nacedero en el área de
nuestro asentamiento. El clima era agradable y durante
varios días, temprano por la mañana nos sobrevoló un
hermoso quetzal. Además, escuchábamos infinidad de
trinos de pájaros, que sólo cesaban cuando el manto de
la noche nos cubría. Daba la sensación de estar dentro de
una jaula de aves canoras. Ni antes ni después volvimos a
escuchar el canto de tal variedad y cantidad de aves. Era
un verdadero deleite. Sin embargo, varios compañeros,
apremiados por el hambre, cazaban con honda ejemplares
de estos pequeños seres que nos alegraban la vida. Desde
que me incorporé fue ese el primer período de hambruna

166
propiamente; y a varios compañeros les afectó el alma,
incluso enfermándolos físicamente. El descubrimiento
de este fenómeno nos enseñó que pueden darse enfer­
medades y malestares físicos producidos por nuestra
mente. En la experiencia de la montaña, estos males se
dieron fundamentalmente a causa del hambre, del miedo
y de amores imposibles. Sin embargo, el entusiasmo y la
fortaleza que prevalecían entre la mayoría, lograban que
los afectados superaran sus crisis.
Varias veces escuchamos gritos o machetazos de
mimbreros que se llamaban entre sí en las montañas
aledañas. Y explorando el filo arriba de nuestra posi­
ción, compañeros nuestros oyeron detonaciones a unos
dos kilómetros de distancia. Pero no tuvimos problemas
serios de seguridad, ni escuchamos vuelos de aviones o
helicópteros como otras veces.
Cierta mañana se desprendió de la cima una roca
enorme que se precipitó sobre el campamento. Con un
grito alguien nos alertó; pues la piedra caía velozmente
en nuestra dirección. Pero con mi compañero sólo tu­
vimos tiempo de agazaparnos en el pequeño corte de
nuestro puesto. Sin embargo uno o dos metros antes de
alcanzarnos, la peña dio un salto sobre nuestras cabezas.
Incrédulos la vimos rebotar pocos metros abajo y rodar
hasta el fondo de la barranca, acompañada de un retumbo.
La posibilidad de la muerte se nos presentaba en moda­
lidades nunca imaginadas por nosotros.
Poco antes de abandonar ese peculiar resguardo,
un noticiero radial dio cuenta del atentado contra mi
tío Manuel Colom Argueta, quien gracias a su reacción
rápida y agresiva frustró la intención de los asesinos,
que sólo lograron herirlo. Pocos años antes había sido
alcalde de la capital del país, y en esas fechas dirigía el
único partido cívico de oposición al régimen. Sin embar­
go, los militares persistieron en su objetivo y tres años

167
después, el 22 de marzo de 1979, le dieron muerte. Por
la envergadura, el operativo parecía montado contra un
delincuente o narcotraficante peligroso. Sin embargo, se
trataba de un plan de la inteligencia militar contra un
ciudadano y opositor político; hombre de diálogo y res­
petuoso de la ley. Sólo la impunidad con que actúan los
cuerpos represivos del Estado y el objetivo de aterrorizar
a la ciudadanía explican que, a lo largo de tres cuadras
transitadas y a plena luz del día, persiguieran al político
demócrata, quien en desesperada huida hizo el supremo
esfuerzo por salvar la vida. Decenas de personas fueron
testigos estupefactos de la cacería humana, de las decenas
de balazos que le acertaron y del tiro de gracia que uno de
los esbirros se aproximó a darle. Nadie quiso atestiguar,
y dos hermanos y una hermana de la víctima debieron
salir al exilio por amenazas de muerte. Se habían atrevido
a responsabilizar al gobierno y al Alto Mando del ejército
por el asesinato. Miembros connotados de la burguesía y
de los partidos de derecha festejaron el hecho en círculos
íntimos. Decenas de miles de ciudadanos manifestaron
su repudio al crimen durante el sepelio, y señalaron como
responsables a los cuerpos represivos del Estado y a las
fuerzas reaccionarias del país. Nosotros nos reafirmamos
en el camino elegido, y frente a éste y similares hechos
de sangre de carácter político, cientos de guatemaltecos
optaron por la vía armada, miles la apoyaron y muchos
más la comprendieron.

168
BAJO EL CERCO ENEMIGO

A varias semanas del combate de marzo nos encontrá­


bamos al noreste de Chajul, por el rumbo de Pal y Xaxboc.
Aunque siempre en bosques nublados, el clima era benigno
y había más presencia de flores, frutos y animales, pues
reinaba la primavera. Era la breve época en que nuestros
campamentos eran placenteros en sus condiciones
materiales, pues no se formaban los lodazales malolientes
de la temporada de lluvias, la estación más prolongada
del año. Acampábamos entonces en una hondonada de
vegetación exuberante y bella, al lado de una quebrada
cristalina que, a metros de distancia, desembocaba en una
corriente de agua mayor. En ésta solíamos lavar ropa y
bañarnos. Algunos de nosotros volvimos a ver quetzales
en las inmediaciones y ocasionalmente escuchamos el
rugido de los monos saraguates. En los alrededores
cazamos pavas y monos araña, y recolectamos vegetales
como la pacaya, el jaboncillo y la madre maíz. Esta última
es raíz profunda y tuberosa que, pelada y cocida, se parece
a la papa. Extraerla y prepararla es trabajo laborioso,
pues es voluminosa y anudada como pocas. Abunda en
regiones del altiplano donde es sustituto del maíz cuando
éste escasea. De ahí su nombre. Nos la enseñaron a comer
los compañeros chujes procedentes de San Mateo Ixtatán,
quienes nos narraron que con frecuencia su gente recurre
a ella para no morir de hambre. Numerosas veces a partir
de entonces, nosotros también desenterramos la madre
maíz para subsistir. Sin embargo, los alimentos que nos
daba la montaña no eran suficientes para la cantidad de
bocas que éramos. Más bien eran complemento o sustituto
providencial de nuestra precaria dieta, y adquirirlos

169
suponía que diariamente varios compañeros dedicaran
la jornada completa a la recolección y a la caza.
Por esos días se habían agotado el maíz y el azúcar;
aunque quedaba sal, aceite, chile, frijol y café. Resentíamos
la falta de los primeros porque nos proporcionaban más
energía, y sólo la harina de maíz nos hacía sentir llenos
un rato. Y los víveres existentes debíamos racionarlos a tal
grado que permanentemente teníamos hambre. Así que
además de procurarnos alimentos silvestres, echábamos
mano de cáscaras, huesos y chingaste de café que, como
todo, se repartía por partes iguales.
Sorpresivamente, cierta mañana escuchamos un
lejano ruido de aviones y estruendo periódico de bom­
bas. El retumbo se oía en el oeste y no se aproximó. Una
semana después, siempre por la mañana, se acercó a
nuestra posición un helicóptero cuyo sonido se mezclaba
con estallidos recurrentes. Apresuradamente recogimos
la ropa que secábamos al sol. Segundos después la nave
sobrevoló el lugar y a pocos metros de nosotros dejó caer
la carga agresora. Su accionar, sin embargo, era más de
efecto psicológico que real, puesto que las granadas y
bombas que lanzaba no llegaban al suelo. Estallaban al
contacto con las copas de los árboles. Por la ruta que siguió
y los indicios que conocimos posteriormente, llegamos
a la conclusión de que el ejército había bombardeado,
indiscriminadamente, las márgenes de las corrientes de
agua visibles desde el aire de la zona donde estábamos.
Por eso, más que de los bombardeos, nos cuidábamos de
la infantería y los paracaidistas. Teníamos la información
de que habían ocupado los pequeños poblados y casas
aisladas que bordeaban la montaña donde nos movíamos,
y que desde esos puestos incursionaban a su interior. Por
lo general sólo se aventuraban a recorrer los caminos de
herradura, donde nos tendían emboscadas infructuosas.
Nosotros no solíamos movernos por ellos, salvo algunos

170
compañeros oriundos de la zona cuando cumplían tareas
solitarias de civil. Pero manteníamos la guardia en alto.
Cierta vez un correo nuestro que avanzaba a paso
rápido por un camino vecinal, se topó cuerpo a cuerpo
con una columna de soldados que, en dirección contra­
ria, patrullaba el camino. Mutuamente se sorprendieron
en una curva. Entonces el ejército detenía, registraba e
interrogaba a todo aquel que encontrara transitando. E
independientemente del resultado de su investigación,
solía capturar a las personas y casi nunca se volvía a saber
de ellas. Nuestro compañero, de manera instantánea y
con voz enérgica les gritó una orden que los desconcertó
por unos segundos. Fue el tiempo que necesitó para lan­
zarse veloz por un costado del camino; y bajo un tiroteo
a ciegas de la tropa se escabulló y continuó su ruta entre
la maleza. Reacciones ingeniosas y audaces como ésta
fueron frecuentes y determinantes para salir de aprietos
no pocas veces.
Las emboscadas en casas, siembras y trojes aisladas
eran vieja y universal táctica antiguerrillera. Pero no las
podían ocupar todas ni siempre, a riesgo de dispersar y
fijar inútilmente sus fuerzas. Así que tomando las medi­
das del caso era posible descubrirlos, evadirlos o jugarles
la vuelta. Sin embargo, algunas veces sí se produjeron
tiroteos entre ellos y nosotros en esas circunstancias. En
las cabeceras municipales establecieron puestos fijos,
controles en las vías de acceso y vigilancia a la población,
especialmente los días de mercado. Entonces hombres
de civil desconocidos tomaban fotografías de grupo e
individualizadas a la gente en la plaza; y observaban
qué y cuánto adquiría. Cualquier compra de víveres que
sobrepasara unas pocas libras era motivo de captura e
interrogatorio. Con mayor razón la adquisición o trans­
portación de recursos como botas de hule, medicamentos,
papel, sal.

171
En general conservábamos la ventaja operativa y
política sobre el ejército, aunque nos hubiera quitado la
iniciativa táctica militar. Por un lado, nuestro proceso
de enraizamiento entre la población y de aprendizaje
operativo lo aventajaban, porque nuestra presencia en la
región era anterior a la suya. A diferencia del ejército, no­
sotros veíamos a la población como seres humanos, como
compatriotas y como trabajadores. Teníamos genuino
interés por conocer su realidad y su pensamiento; nuestra
práctica era servirla; respetábamos sus costumbres, sus
creencias, sus recursos. Deseábamos la vida, la justicia
y la felicidad del pueblo. Los militares llegaban como
superiores, haciendo alarde de fuerza y poder. Despre­
ciaban a la población afectando su dignidad humana y
sus derechos ciudadanos; ignoraban o se burlaban de
sus creencias y penalidades; desconfiaban de ella y la
amenazaban constantemente. Su interés era controlarla
y agredirla. No se identificaban con ella precisamente
porque era pobre, muchas veces indígena y trabajadora.
Es más, abusaban de la población en muchas formas:
destruyendo sus siembras, robando sus pertenencias,
obligándola a prestarles servicios y venderles o regalarles
alimentos —a sabiendas de que ello significaba dejarla sin
qué comer—; gratuitamente acusaban a la población de
encubrirnos; violaban mujeres; torturaban y asesinaban a
personas respetadas y queridas de las comunidades por
su honradez, laboriosidad, servicio desinteresado en pro
del bien común; o por su sabiduría ante la vida.
Nosotros nos incorporábamos voluntaria y cons­
cientemente a la lucha; nuestra dirección y mandos esta­
ban con nosotros, compartiendo vida, trabajo y riesgos;
nos trataban con respeto, confianza, compañerismo. El
ejército, en cambio, reclutaba por la fuerza y discrimina-
damente; ideologizaba en el anticomunismo más fanático
que se pueda imaginar y en el desprecio a la vida y la dig­

172
nidad humanas. La tropa era adiestrada para obedecer sin
pensar, para reprimir y matar a su propio pueblo. Tropa
y oficiales de baja graduación iban a la acción enviados
por altos oficiales que no se movían de sus escritorios en
la capital o en las zonas militares. Los mandos procedían
como capataces o patrones frente a la tropa, siendo sus
cómplices en los atropellos contra la población.
Por nuestra parte, teníamos presente su entre­
namiento antiguerrillero de escuela; reconocíamos su
superioridad técnica, logística, financiera; y no despre­
ciábamos su disposición combativa. Mientras tanto, los
oficiales subestimaban nuestras motivaciones patriotas
y sociales, nuestras capacidades políticas y operativas,
nuestra moral. El ejército se confiaba en que representaba
a una institución poderosa e impune, destinada por eso
mismo a vencer y a tener razón. Nosotros dependíamos
mucho menos que él del apoyo logístico desde fuera de la
región. Habíamos logrado sistematizar una alimentación
frugal y un equipo práctico, adecuados a las circunstancias
en que trabajábamos. Ellos utilizaban equipos pesados,
excesivos y fabricados con material inadecuado. Por
otro lado, nosotros éramos los mismos siempre, por lo
que lográbamos acumular experiencia en lo político y en
lo militar. El ejército, por el contrario, rotaba mandos y
tropa, porque no aguantaban más de dos o tres meses las
condiciones de lucha en la montaña.
Durante la ofensiva, que ya sumaba varios meses,
preparé tres cuadernos militares. Debía tenerlos listos
con la mayor brevedad posible. Cumplir la tarea en esos
términos suponía trabajar exclusivamente en ello. Para
el efecto me eximieron por primera y única vez de toda
otra tarea y actividad. De ahí que, salvo las horas de co­
mida, escribía en mi puesto desde que aclaraba hasta que
anochecía. Sentada en el suelo, recostada en un bordo y
con mis piernas por mesa pasé varias semanas. Aunque

173
dicho trabajo me dio la posibilidad de mejorar el folleto,
en general fue una labor repetitiva. Entonces no había
quien me ayudara o relevara de esa tarea. Posteriormente
ya fueron otros compañeros quienes lo multiplicaron.
Pero desde entonces fue enviado a otros frentes, ya que
numerosos temas y criterios eran válidos para cualquier
parte donde trabajáramos.
Felizmente pudimos suspender por primera vez,
aunque temporalmente, las guardias nocturnas. Hasta ese
momento habíamos realizado tal medida sin interrupción;
y a varios de nosotros nos había partido sistemáticamen­
te las horas de sueño, porque nos las habían asignado
invariablemente entre las doce de la noche y las cuatro
de la madrugada. Las demás prácticas de seguridad se
mantuvieron inalterables.
Los primeros días de mayo mi alegría se ensombreció.
Era costumbre del destacamento escuchar diariamente las
noticias, cuyo horario coincidía con nuestras comidas. Esa
vez transmitía el radioperiódico El Independiente y desayu­
nábamos. Me estaba llevando la primera cucharada a la
boca cuando escuché los nombres de hermanos y tíos.
En ese momento no sabía que mi padre había estado
enfermo de gravedad, pero intuí que se trataba de él.
La repetición de la noticia me lo confirmó. Había sido
enterrado la víspera y mi familia agradecía las muestras
de condolencia a centenares de personas de las capas
medias y populares que habían asistido espontáneamente
al sepelio. Años después supe que estuvo consciente
hasta el último momento y que entonces hablaba de mí
con mi madre. No sé qué pensó a causa de mi ausencia
y mi silencio. Era la mayor de todos sus hijos y la única
de la enorme y gregaria familia que no se hizo presente.
Pasados dieciséis años conocí numerosos artículos que
a raíz de su deceso aparecieron en la prensa nacional. Y
por mi madre supe entonces que, desde que me alejé de

174
ellos, mi padre, amante de la música en marimba, dejó de
escucharla para siempre.
Egresado del Instituto Central para Varones, mi pa­
dre fue conocido por su desempeño profesional y político
honesto, incorruptible. Siendo estudiante participó en la
gesta de 1944 y en la década democrática fue dirigente de
la Asociación de Estudiantes Universitarios y diputado.
Adversario de los colaboradores comunistas del régimen
arbencista, cooperó con el gobierno de Castillo Armas
como subsecretario de Agricultura. Durante los gobier­
nos de Ydígoras Fuentes y Peralta Azurdia fue opositor,
y acusado de conspirar contra ellos lo apresaron varias
veces. Nuestra casa fue cateada por el ejército y mi padre
estuvo bajo vigilancia de la Policía Judicial en repetidas
ocasiones. Por él conocí a Luis Turcios Lima cuando éste
era el máximo dirigente de las Fuerzas Armadas Rebeldes.
Momentos antes de que él llegara a nuestra casa me dijo
que era un guerrillero, un luchador valiente por la justicia
social y un patriota.
Mientras crecimos nos explicó que su única herencia
sería la educación primaria y secundaria que con sacrificio
nos había dado en colegios católicos de prestigio. Y nos
aconsejó que viviéramos dignamente de nuestro propio
esfuerzo y nunca a costa del trabajo o las necesidades
ajenas. Enemigo de las apariencias y de la opulencia, solía
afirmar que el dinero y los recursos eran para satisfacer
las necesidades básicas con decoro y para compartirlos; no
para acumularlos u ostentarlos. Sus hijos, efectivamente,
no heredamos de él dinero ni bienes. Salimos adelante
en base al esfuerzo propio. Heredamos, sin embargo, la
gratitud y la simpatía que al morir él, numerosas personas
proyectaron en nosotros.
El acontecimiento de su muerte me causó un dolor
terrible. De inmediato se me hizo un nudo en la garganta
y se me quitó el hambre. Por no soltar el llanto en medio

175
del grupo —que no tenía idea de lo que pasaba, pues sólo
dos o tres compañeros conocían mi identidad —, me retiré
apresurada, pero con el plato de comida, a mi puesto. Al
rato llegó Benedicto, quien me encontró comiendo y tra­
tando de controlarme. El ejército nos tenía bien jodidos, y
mi razonamiento fue que no debía dejar de alimentarme
estando en tales aprietos, ni dejarme vencer por la tristeza.
Pues necesitábamos acumular energía para responder
a las exigencias de la situación. Entonces le pedí a mi
compañero que me dictara lo que estaba transcribiendo
esos días. Era lo mejor que se me ocurría para conjurar
el dolor. El material contenía un esbozo biográfico de
Ho Chi Minh, dirigente del pueblo vietnamita al que ad­
mirábamos profundamente. Había sido escrito por uno
de nuestros dirigentes de la montaña para la formación
de los combatientes. Escribiendo me encontraron los
compañeros que llegaron a solidarizarse conmigo.
Diversas patrullas salieron en misión. Una de ellas
se dirigió a la vivienda solitaria de un colaborador para
obtener maíz. Pero regresó sin lograrlo porque el ejército
tenía emboscada la casa. Los compañeros detectaron el
operativo y de las narices de los militares se escabulleron
velozmente, evitando el choque y la persecución. Una vez
pasada la tensión, contaron divertidos lo que la adrenalina
había hecho por ellos. De la compañera ixil que pasaba
experiencia con nosotros dijeron que volaba como pájara
sobre palos y obstáculos, los mismos que poco antes le ha­
bía sido muy trabajoso transitar. Otra unidad fue enviada
al campamento que abandonamos a raíz de la llegada del
ejército. Su misión era averiguar si éste había descubierto
nuestros depósitos. Este grupo tuvo éxito, pues no topó
con fuerzas adversarias, encontró nuestros buzones como
los habíamos dejado y retornó con abundante maíz y
otros recursos vitales. Mientras tanto, dos compañeros
de otra unidad se extraviaron por varios días, después de

176
un tiroteo que sostuvieron con el ejército en un milperío.
Sanos y salvos, aunque enflaquecidos, aparecieron varias
jornadas después. Durante su peripecia sobrevivieron co­
miendo maíz tostado con agua, porque no tenían molino
ni olla para preparar harina. Y en sus circunstancias no
correspondía cazar.
Uno de los objetivos en ese período fue reanudar los
entrenamientos y cursillos de formación, tanto para los
miembros del destacamento como para nuestras bases so­
ciales. De ahí que una vez reabastecidos y habiendo toma­
do control operativo de la zona, llegó al campamento un
grupo de compañeros de la población. Para lograrlo bur­
laron los controles militares y cruzaron el cerco estratégico
que el ejército nos tenía montado. Nuestros visitantes eran
campesinos ixiles, muy pobres, hombres maduros y jefes
de familia curtidos por el sol y el trabajo. Algunos de ellos
eran dirigentes comunales o habían ejercido funciones
públicas. Llegaban cargados de entusiasmo, esperanzas
y algunas libras de sal y maíz para contribuir a su propio
sustento. Uno de estos compañeros llevó a su hijo de doce
años. Nadie logró disuadirlo de esta decisión. Quería que
el niño conociera a los combatientes de los trabajadores y
comenzara a familiarizarse con las ideas de la revolución,
antes de que fuera dañado por la explotación y la opresión.
Contemplamos con qué ternura aleccionó a su heredero
de esperanzas sobre las verdades de la vida del que nace
pobre; y sobre la necesidad de luchar por la dignidad y la
felicidad. Este compañero seleccionó el nombre de Jazmín
como seudónimo de lucha. Los apelativos de animales y
de flores estaban entre los preferidos de nuestros com­
pañeros en esas montañas. El lugar del campamento de
los visitantes se había establecido contiguo al nuestro,
de manera que sólo conocieran y fueran conocidos por
aquellos compañeros que trabajaran directamente con
ellos. Durante su estancia conversaron largamente con

177
la dirección, recibieron un cursillo de formación políti­
ca y participaron en un entrenamiento de autodefensa
civil. Este ponía énfasis en los métodos represivos y de
inteligencia que el ejército utilizaba contra la población;
así como en las medidas preventivas y defensivas para
contrarrestarlas. El día que volvieron a sus localidades,
los despedimos con canciones revolucionarias, que el
destacamento entonó para ellos desde el otro lado de la
quebrada que separaba nuestros asentamientos.
Días antes, tres de nosotros, dos mujeres y un
hombre, exploramos un nuevo lugar para trasladarnos
cuando se fueran los visitantes. Era medida elemental
de seguridad. Temprano por la mañana emprendimos
la marcha, llevando sólo nuestras armas y una ración de
harina envuelta en hojas. Luego de avanzar varias horas
a paso rápido localizamos un sitio apropiado. Recorrimos
el área y sus alrededores para determinar la disposición
que allí podía tener nuestro asentamiento e hicimos dis­
cretas señas para reconocerlo cuando volviéramos con la
columna. Pero súbitamente, el compañero fue mordido
por una bejuquilla verde a la que no vio cuando macheteó
muy cerca de ella. Con prontitud la otra compañera le
sajó en cruz las heridas provocadas por los colmillos de
la serpiente, y entre las dos le presionamos la piel de los
alrededores para que expulsara la sangre envenenada.
Pero la mano donde había sido mordido y el brazo co­
rrespondiente, se le acalambraron aceleradamente. Está­
bamos preocupados porque entonces no sabíamos que
la potencia del veneno de esta culebra era pequeña, sólo
eficaz para matar animales chicos. Y a lo largo de esos
años nunca tuvimos antiofídicos. Pero nos tranquilizamos
cuando el calambre y el dolor no pasaron del hombro, y
minutos después cedieron hasta permanecer solamente
en el lugar de la dentellada. Esta bejuquilla alcanza los

178
tres metros de largo y vive principalmente en el ramaje de
los árboles, aunque ocasionalmente desciende al suelo.
Durante esa tarea, instruida por el compañero,
comencé a identificar los cortes de machete en la vege­
tación: el tiempo aproximado que tienen de existir, la
dirección del desplazamiento de quien los ha hecho, el
posible motivo por el cual fueron realizados. Retornamos
anocheciendo al campamento y el día que partieron los
compañeros de la población, emprendimos camino hacia
el sitio reconocido.
Dispuesto el campamento y orientadas las explo­
raciones del caso, la dirección y el mando se abocaron a
organizar el ataque al cuartel militar instalado en la al­
dea Xaxboc como parte del cerco estratégico. La idea era
ejecutar el plan de inmediato. Así que al día siguiente un
miembro de dirección, un cuadro local y dos combatientes
emprendieron camino hacia dicha aldea para explorar
ruta, alrededores y características del objetivo. Mientras
tanto, los demás construimos la infraestructura básica
y nos dedicamos a las tareas preparatorias de la acción.
Varias de ellas incumbían sólo a quienes participarían,
pero en otras debíamos participar todos. Una de éstas era
la elaboración de la comida para el tiempo que duraría la
operación, pues la unidad no tendría condiciones para co­
cinarla, ni para adquirirla en otra parte. Era necesario ela­
borar tamales de viaje, alimento duradero y sustentador,
pero laborioso de preparar. Varios de nosotros debimos
dedicar tres días y parte de las noches a dicha tarea. El
trabajo implicaba acopiar abundante leña para mantener
encendidos varios fogones a lo largo del día y parte de la
noche, recolectar hojas y bejucos para el empaque, soasar
las hojas una por una y por ambas caras, cocer numerosas
ollas de maíz con cal, lavar el maíz cocido y, enfriado,
pasarlo por molinos manuales para convertirlo en masa;
agregarle a ésta sal y aceite en cantidades abundantes y

179
mezclarlos con las manos amasando pacientemente. Los
tamales se envolvían en hojas de maxán, de sal, de cuero,
de lengua de vaca, de bijagüe, de ojo de venado o de otra
que hubiera en los alrededores y fuera apropiada para el
caso. Luego se amarraban con bejuco y se colocaban en las
ollas para cocinarse. Posteriormente se les ponía a enfriar y
a secar al aire libre, sobre plásticos, protegidos de la lluvia.
Cada tamal era de una libra aproximadamente y equivalía
a un tiempo de comida por combatiente. Pero cada pieza
consumía, cuando menos, el cuádruple de maíz que una
ración equivalente de harina, y requería una cantidad
de aceite y sal que para la harina nos duraba semanas.
Pasados varios días de febril actividad abandonamos el
campamento en dirección a la aldea. Y a cierta distancia
nos estacionamos quienes no participaríamos en el ata­
que ni cumpliríamos otra misión fuera del campamento.
Protestamos por la exclusión de las mujeres, aunque era
real nuestra inexperiencia, no conocíamos la zona para
movernos con independencia y aún nos faltaba capaci­
dad para desplazamos con velocidad, especialmente en
el paso de obstáculos. Por otra parte, de por sí iban más
combatientes de los necesarios.
Nos quedamos cinco mujeres. De ahí que alguien
bautizara dicho lugar como "campamento de las mujeres".
Quedaron a nuestro resguardo dos menores. Uno tenía
doce años y estaba de paso, acompañando al padre, quien
volvería por él días después, luego de concluir una tarea.
Al otro recién lo habían incorporado, a raíz de que dos
generaciones de su familia se integraron a las guerrillas
locales y organismos clandestinos. Y no querían que este
joven de 16 años, el único menor de edad, se quedara solo
en el pueblo. Eran casos excepcionales las familias como
ésta y se suponía que el muchacho pasaría experiencia con
nosotros. Luego de unas semanas volvería a su región, al
lado de sus familiares. Teníamos con nosotros los equipos

180
de numerosos compañeros, documentos, comunicaciones,
dinero, parque y recursos varios de primera necesidad.
Instaladas en lo alto de una quebrada que corría a gran
profundidad, debimos hacer dos turnos de vigilancia
diurna cada una e incluir a los menores también.
Al segundo día, mientras hacía guardia, el joven
enviado temporalmente desertó. Nos dimos cuenta con
rapidez porque supervisábamos periódicamente el turno
de estos jovencitos, incluso nos quedábamos por ratos con
ellos. Al principio creimos que estaría en los alrededores
siguiendo a algún animal o que habría sufrido algún
accidente. Su comportamiento no había dado evidencia
de tristeza ni descontento; más bien se veía animado, co­
municativo y colaborador. Dividiéndonos el terreno a la
redonda, las cinco mujeres fuimos en su busca. Alrededor
de una hora después, una de todas localizó el arma larga
que tenía asignada. Estaba recostada en un árbol dentro de
un pajonal. Pero de él sólo estaba la huella que se dirigía
al filo de la montaña. La deserción era evidente y el hecho
nos tomó por sorpresa. Estábamos indignadas porque
podía haber esperado un día más y plantear su regreso
sin conflicto ni complicaciones. Y censuramos acremente
a quienes autorizaban este tipo de incorporaciones. Era
de suponer que se dirigiría a su localidad en busca de
familiares o conocidos; y que lo haría por caminos, pues
no sabía desplazarse a rumbo. Había riesgo de que caye­
ra en manos del ejército. Nos reunimos para determinar
las medidas a tomar, pero estábamos en un brete. Para
comenzar no nos podíamos mover del sitio porque era
el único punto de contacto con nuestros compañeros.
Construir un escondite en el área no era procedente ni
había tiempo para hacerlo. Permanecer como si nada hu­
biera pasado tampoco nos convencía. Así que decidimos
trasladar los recursos comprometedores o insustituibles
a un escondite natural lejos del campamento. Nosotras

181
mismas nos encargamos de buscarlo y acondicionarlo.
Luego, por turnos, trasladamos el cargamento. Durante
horas fuimos y venimos de un punto a otro. Parte del re­
corrido lo realizamos dentro de la quebrada para no dejar
huella. Fue la primera vez que una compañera campesina
y yo nos pusimos a la espalda un quintal en cada viaje. A
partir de entonces, bromeando, algunos compañeros nos
llamaron las quintaleras.
Cuando colocábamos la última carga en el escondite,
escuchamos ruido como de pasos humanos acercándose.
Suspendimos todo movimiento y deteniendo la respi­
ración permanecimos alertas, mientras aprestábamos
las armas. El rumor se acrecentó y pronto comenzaron
a pasar entre el monte, a pocos pasos de nosotras y sin
detectarnos, los compañeros que volvían del combate
por otra ruta. Entonces les hablamos. Tan sorprendidos
como nosotras, no se explicaban qué hacíamos allí. Por
casualidad habíamos coincidido en un momento preciso
y en un lugar exacto en aquellas montañas interminables,
donde unos se podían aproximar o retirar de un área sin
coincidir jamás con otros. Les informamos lo ocurrido,
pero consideraron que, dada la distancia a la que estaban
los puestos más próximos del ejército, podíamos dormir
tranquilos en el mismo lugar y abandonarlo al amanecer
según los planes.
Los compañeros volvieron sin contratiempos, pero
sólo hostigaron el cuartel, gastando parque sin recupe­
rarlo. Y no sabían los resultados de su acción. Estaban
agotados por el esfuerzo físico que implicó el desplaza­
miento de ida y vuelta por montaña —aproximadamente
40 kilómetros— en el término de treinta y seis horas. El
"campamento de las mujeres" estaba a media cuesta de
una pequeña cordillera vecina a la de Xaxboc. Nuestros
compañeros habían descendido hasta el fondo, vadearon
uno de los afluentes del río Copón y desde allí ascendie-

182
ron hasta alcanzar otra cumbre a cuyo pie, por el lado
contrario al nuestro, se contemplaban los milperíos y las
casas de Xaxboc.

183
ADIÓS A LOS CUCHUMATANES

Desde el principio procedimos a adiestrar a otros com­


pañeros para delegar en ellos lo referente a la castellaniza-
ción, alfabetización, ejercitación de la lectura y la escritura,
aritmética y geografía. Esto era necesario no sólo para
descargarnos del exceso de trabajo, sino para garantizar
una atención regular y sistemática a todos. Especialmente
cuando se ausentaban por alguna misión que los tenía días
o semanas lejos. Pero también lo hacíamos para colecti­
vizar la conciencia y la práctica de aprender y enseñar;
así como para realizarlas en cualquier circunstancia por
difícil y cansada que fuera. De lo contrario no habría
progreso porque el ir y venir, separarnos y reunimos,
eran permanentes. Sin embargo, estos logros no dismi­
nuyeron la intensidad de nuestra labor; pues conforme la
colectividad se desarrollaba y su proyección se extendía,
los temas políticos y militares debían retomarse a mayor
complejidad con unos y de manera elemental con otros.
Por otra parte, los tópicos que necesitábamos abordar
trascendían en mucho tales temas.
Periódicamente se incorporaban nuevos compañe­
ros, mientras quienes iban destacando por su experiencia
y desarrollo político eran trasladados a diferentes lugares
del frente para asumir responsabilidades. O se ausentaban
frecuentemente para cumplir misiones delicadas y tareas
de apoyo al funcionamiento de la dirección, especialmente
en comunicaciones pedestres y acompañamiento cuando
sus miembros se desplazaban independientemente del
destacamento.
La escucha de noticias, que al principio era ininteligi­
ble para la mayoría, poco a poco se realizó con interés y
progresiva comprensión. Y ello introdujo nuevos temas

185
de estudio: estructura del Estado, organismos internacio­
nales; expresiones organizativas de los diversos sectores
sociales; acontecimientos en otras partes del país y del
mundo, entre otros. El uso del diccionario para buscar
significados, en lugar de preguntar por ellos, se extendía
paso a paso. Pero debía ser apoyado porque frecuente­
mente la explicación escrita les resultaba también incom­
prensible. También impulsábamos la lectura en voz alta.
Entre los primeros libros leídos colectivamente estuvieron
Pasajes de la Guerra Revolucionaria del Che Guevara, Relatos
Vietnamitas sobre su lucha antiimperialista y una biografía
de Ho Chi Minh. Simultáneamente al desarrollo de estas
actividades se multiplicaron las interrogantes. Los compa­
ñeros preguntaban el significado de infinidad de vocablos
y conceptos a cualquier hora y en toda circunstancia. En
mi vida no he visto más sed de conocimientos y alegría
por aprender que en aquel destacamento guerrillero.
Ciertamente nuestra vida era animada e intensa. De
ahí que, aunque lo extrañara mucho y pensara diariamen­
te en mi pequeño hijo, no me quedaba tiempo ni energía
para tristezas por su lejanía; tampoco para preocupaciones
familiares o nostalgias de ningún tipo. Más bien sentía
optimismo respecto a su bienestar y su capacidad de
salir adelante sin mi presencia. Estaba segura del cariño
de mi familia y consciente de su preocupación; pero a
la vez asumía el riesgo de perderlos afectivamente. Sin
embargo, confiaba en que algún día comprenderían las
razones que me movieron a dejarlos y optar por una vida
de militancia revolucionaria. Por otra parte, la conciencia
del valor humano y político del trabajo que realizábamos,
más allá de que se alcanzara o que yo viviera el triunfo,
era determinante en mi estado de ánimo. Todos los que
allí estábamos habíamos renunciado a seres queridos y
a una vida "normal"; la mayoría lo había hecho dejando
en extrema pobreza y soledad a su familia. Aunque todos

186
convencidos de que esa miserable situación no la podían
remediar solos ni a corto plazo; sino que les era indispen­
sable organizarse para luchar unidos por todos los medios
a su alcance, con los sacrificios que ello conllevara. Mi
situación, desde ese punto de vista era, entonces, menos
dura que la de numerosos compañeros. Además vivía un
intenso amor con Benedicto; de manera que, también por
ese feliz y duradero acontecimiento de mi vida, contaba
con reservas internas para largo.
No obstante todo ello, en repetidas ocasiones pro­
testé por mi exclusión de diversas actividades a causa
del recargo de mis responsabilidades. Finalmente, en
una oportunidad, los compañeros de la dirección me
replicaron molestos que la alternativa no era hacer cada
quien lo que quisiera, mucho menos cuando no se le
necesitaba a uno en ello. Sino que debíamos hacer lo que
la organización requería de cada quien y para lo cual te­
níamos mejores capacidades, en el marco de la realidad
concreta donde nos desempeñábamos. Me reiteraron
que combatientes y colaboradores que cumplieran deter­
minadas tareas los había en cantidad y cada día eran más;
pero los cuadros políticos revolucionarios no se reprodu­
cían al ritmo requerido. Pues de los pocos cuadros que
surgían, muchos eran asesinados, obligados al exilio o
neutralizados mediante el terror, incluso cuando apenas
despuntaban. Sabía que tenían razón, así que después de
varios meses de manifestar periódicamente mis reclamos
no volví a insistir. Y procuré, como hasta entonces, realizar
mis funciones con entusiasmo y dedicación.
En todo el tiempo que permanecí en el destacamento
no se incorporaron compañeros con preparación cultural y
política que pudieran apuntalar o sustituirnos en nuestra
labor. Sé que había compañeros políticamente capaces
que deseaban sumarse al trabajo en las montañas. Pero
en ese entonces, la Dirección Nacional prefirió asignarlos

187
a otros frentes. Me quedó claro entonces que, si bien la
decisión de militar en una organización era personal y
voluntaria —media vez se llenaran los requisitos exigi­
dos —, las funciones y las tareas que cada quien cumpliera
las decidía la organización a través de los organismos y
mecanismos correspondientes. Pues efectivamente no
hay organización que funcione sin cabeza que dirija, sin
especialización y su correspondiente división del trabajo;
y sin disciplina y entrega de todos sus miembros.
A finales de mayo emprendimos la marcha hacia
la selva. Atrás dejamos el altiplano ixil, donde permane­
cieron los activistas y cuadros organizadores, así como
las incipientes guerrillas locales. Nos encontrábamos
próximos a Chajul y debíamos desplazarnos hacia las
estribaciones de la cordillera de Los Cuchumatanes, al
norte de Xejuyeu y Amacchel para iniciar el descenso a la
selva. Nos aprestamos entonces a cruzar el macizo mon­
tañoso de sur a norte, lo cual significó recorrer decenas de
kilómetros desde el amanecer hasta el anochecer durante
quince días. Escalamos cumbres, descendimos abismos y
salvamos acantilados interminables. Nos descolgamos en
paredones, nos deslizamos por gigantescos derrumbes;
vadeamos ríos turbulentos y atravesamos zanjones pro­
fundos sobre palos inseguros. Hubo días que nos pareció
subir al cielo y bajar al centro de la tierra sin avanzar un
ápice en la dirección deseada. En cada cima que conquis­
tábamos oteábamos el horizonte en busca de la selva; pero
sólo divisábamos más montañas, cuya prolongación en
lontananza ofrecía bellas tonalidades de verde, azul y vio­
leta. Debimos remontarlas todas en jornadas extenuantes
para contemplar al fin el océano vegetal.
En el agotamiento de cada ascenso sin tregua, sobre
terrenos que no concedían un metro plano, para darnos
ánimo nos proponíamos avanzar diez pasos más. Al lo­
grarlo establecíamos otra meta similar hasta que sumados

188
los esfuerzos caminábamos miles de metros. El secreto era
no alzar la vista para ver lo que faltaba ascender; pues
con sólo mirar aquellas alturas se le escapaba la energía
a cualquiera. La vanguardia rompía monte con el cuerpo
y todos juntos hacíamos camino al andar, pues la mayor
parte del trayecto la realizamos a rumbo. Sólo en peque­
ños tramos, donde era inevitable hacerlo, avanzábamos
por caminos. Entonces lo hacíamos de noche o tomando
especiales medidas de seguridad. Pero avanzar por ellos
no era mucho mejor, pues nos trabábamos en los raiceros
y nos atascábamos en los lodazales que caracterizan las
veredas de herradura la mayor parte del tiempo.
Sintiendo el cansancio físico del mundo encima,
mientras el mecapal nos ceñía fuertemente la frente, ca­
minábamos silenciosos a paso uniforme y sostenido, como
autómatas. En los pocos y breves descansos muchos nos
dormíamos en el mismo instante en que nos sentábamos.
Queriéndonos dar energía, en cierta oportunidad nos
repartieron una cucharada de miel silvestre a cada uno.
Pero estábamos tan débiles que en lugar de reanimarnos,
sufrimos mareo e incluso embriaguez momentánea. Sin
embargo, ese día y los demás, caminamos de sol a sol.
Ser miembro del destacamento guerrillero, núcleo ge­
nerador de diversos frentes del noroccidente, significó en
esos años vivir en nomadismo constante, a la intemperie
y padeciendo hambre. E invariablemente implicó llevar
a cuestas nuestras pertenencias y alimentación. Entonces
raramente alguna mochila pesaba menos de cuarenta li­
bras y frecuentemente la mayoría sobrepasaba el medio
quintal. En aquel tiempo los miembros del destacamento
nos desplazamos a lo largo y ancho de un territorio aproxi­
mado de 3,000 Kms2que abarcaban sierras y selvas de los
departamentos de Huehuetenango, El Quiché, El Petén
y Alta Verapaz. Salvo en su periferia, no había caminos
aptos para automotores y en su totalidad estaba alejado

189
de cabeceras departamentales o pueblos de importancia.
Allí no se conocía la luz eléctrica, el telégrafo, el teléfono.
Mucho menos otras manifestaciones de la tecnología
moderna. Tampoco se tenía noción de lo que podía ser
un médico, una farmacia, un hospital. Había poca, y muy
pronto controlada, circulación de mercancías; algunas de
ellas preciosas para nosotros: sal, botas de hule, baterías,
ropa, cuadernos.
A menudo realizamos exploraciones. Unas veces
para buscar paso, otras para evadir población descono­
cida y no pocas para detectar si la tropa merodeaba el
lugar. Sudábamos abundantemente y los primeros días
eliminábamos sal al punto que la piel se nos cubría del
mineral blanco. Pero a partir de cierto momento ya sólo
emanábamos agua insípida e incolora.
Cuando la noche estaba por llegar acampábamos
en cualquier parte, hubiese o no agua cerca. En cierta
oportunidad, el líquido vital nos quedó a dos horas de
camino, de manera que varios compañeros debieron
vaciar sus mochilas y llevando consigo bolsas plásticas
grandes, fueron en su busca al fondo de una garganta
aledaña. Volvieron entrada la noche con el agua suficien­
te para preparar la cena y el desayuno. No pudimos ni
lavarnos las manos para comer. Estábamos en un filo de
baja y escasa vegetación, donde abundaba el pajón. En
el sitio donde dormimos había un echadero reciente de
venado. Y en los alrededores se encontraban numerosas
excavaciones con fragmentos de cerámica cromada, par­
cialmente expuestos. A pesar del cansancio daba tenta­
ción escarbar la tierra, aunque no pudiéramos llevar con
nosotros lo que descubriéramos. Pero nos conformamos
con observar y hacer conjeturas sobre ellos. En la zona ixil
llamaban camagüiles a estos tiestos antiguos, y camagüileros
a quienes se dedican a desenterrarlos y venderlos. No
pocos campesinos pobres se procuraban ingresos para

190
adquirir maíz con esa actividad; sus compradores eran
ladinos locales o extranjeros.
Más adelante debimos detenernos en el corazón de
un bosque centenario, donde los troncos de los árboles
estaban cubiertos de musgo saturado de agua. Aunque
no llovía, el ambiente era de niebla y humedad; sin em­
bargo, no encontramos corrientes ni nacederos de agua a
nuestro alrededor. Entonces buscamos aguadas o charcos
de lluvia que pudieran proveernos la necesaria para coci­
nar. Localizamos un agujero, aparentemente natural, cuyo
diámetro no pasaba de medio metro. Tenía agua hasta el
borde, pero estaba llena de limo y la cubría una capa densa,
verde y naranja, resbalosa al tacto. Era agua hedionda y
llena de bichos. Participé en su acopio porque estaba de
cocinera ese día. La colamos en ollas auxiliándonos con
pañuelos paliacates, de manera que los animalejos y la
ligosidad fueran retenidos por ellos. Con el agua "filtrada"
preparamos los alimentos. Entonces lamenté conocer sobre
la existencia de microorganismos y recordé los análisis
de agua sin purificar que realizábamos en microscopios
cuando asistíamos a la secundaria. Hubo compañeros que
desesperados por la sed bebieron el líquido tal cual estaba
en el agujero. Varios de nosotros nos valimos del musgo
empapado para beber unas gotas de agua y asearnos.
Hacía días que no teníamos oportunidad de hacerlo. Esa
vez debimos guardar la ropa sucia dentro de envoltorios
de hojas asegurados con bejucos.
Jornadas después nos sorprendió la noche en el
lecho de un amplio río, afluente del Copón, que por esos
días llevaba poco caudal. Nadie tenía ánimo de escalar
la ladera a oscuras para llegar a un punto incierto. Por lo
que acampamos sobre la húmeda arena confiados en que
no era temporada de crecientes, siempre intempestivas e
imprevisibles en su envergadura. Para aislarnos del sue­
lo, con Benedicto colocamos en forma de colchoneta una

191
hoja de quequexque que medía alrededor de dos metros
de largo y uno y medio en su parte más ancha. Cuando
nos aproximamos a la mata para cortarla nos sentimos
verdaderamente diminutos. Nunca volví a ver hojas así
de grandes. Esa noche pudimos contemplar la bóveda
celeste estrellada y libre de nubes. Hacerlo nos descansó
y proporcionó indescriptible placer. ¡Tan pocas veces te­
níamos acceso a ella! Pasé buen rato escrutándola... casi
bebiéndola; y tuve tanta suerte que presencié el espectá­
culo fugaz de una lluvia de meteoritos. Luego me entre­
tuve conversando con algunos compañeros, y mientras
tanto acopié material orgánico fósil, cuya particularidad
era emitir luz violeta en la oscuridad. Fue entonces que
conocí ese fenómeno, al observar diseminadas luminosi­
dades desconocidas. Con ellas formé un haz de luz que
por unos días sumé a mi carga. De día no era más que
un puñado de desecho vegetal ingrávido, pero de noche
proporcionaba placer contemplar su brillo. Raras veces
volví a presenciar ese fenómeno.
Caminando por un filo detectamos huellas frescas
de mamíferos silvestres, entre ellos de danta. Pero no
logramos ver a ninguno. También encontramos aves de
mediano tamaño y en determinados tramos se autorizó su
caza, siempre que se hiciera desde la columna en marcha y
sin detenernos. En esas condiciones destacaron los vetera­
nos, quienes eran diestros para localizarlas y, sin quitarse
el mecapal ni la carga, disparaban un solo y certero tiro.
El ave era recogida por algún voluntario que la desplu­
maba sin dejar de caminar, aprovechando que el cuerpo
del animal aún estaba caliente. En la próxima estación, los
cocineros la incorporaban al menú de la cena.
El pase de voces durante las marchas era dificultoso
debido a la diversidad de lenguas maternas, al poco do­
minio que del castellano tenían numerosos compañeros
y a la baja comprensión sobre la importancia operativa

192
de la información y las órdenes durante los desplaza­
mientos. A todo lo cual se sumaba el cansancio físico.
Esta persistente deficiencia nos llevó a incluir dentro de
las actividades de formación un juego de salón llamado
"teléfono". Durante una temporada lo practicamos dia­
riamente, para ejercitarnos en pasar mensajes verbales de
manera fiel, clara y audible. La actividad era una diversión
en la que constantemente debíamos sofocar la risa para
garantizar el obligado silencio. Pero nos ayudó a mejorar
la comunicación durante las marchas. De todas formas
no faltaron los mensajes que sufrieron metamorfosis al
pasar de boca en boca y que, según las circunstancias y el
contenido que resultaba, provocaban preocupación, eno­
jo o risa. Durante cierta marcha, la punta de vanguardia
pasó la voz: "Hay una espoleta de granada junto al río".
Pero a medio camino, cuando llegó a un miembro de la
dirección, la frase era: "Hay un esqueleto de ganado junto
al río". El dirigente replicó al mando de la vanguardia que
se sujetara a la orden de sólo pasar aquellas voces que
tuvieran que ver con la seguridad y la operatividad de la
marcha. Y los de adelante se enojaron porque aseguraban
que eso estaban haciendo.
Después de varias jornadas atravesamos el camino
de herradura que de Chel conduce a Cabá. Y luego de dos
días llegamos a los alrededores de Amacchel. Allí varios
compañeros lograron comprar víveres, entre ellos un
puerco y un pavo. Pero la gente que los vendió se mostró
reservada. Como la zona estaba poblada y cultivada, no
establecimos campamento, sino que dormitamos unas
horas sentados y sin quitarnos el equipo sobre la vereda
que obligadamente debíamos seguir. Reanudamos la
marcha pasadas las doce de la noche, cuando todo en el
alrededor era sueño y silencio. Así dispusimos de varias
horas de oscuridad para salir del área habitada. En las
marchas nocturnas no utilizábamos luz alguna y cami­

193
nábamos muy juntos unos a otros. Si había luna llena y
el cielo estaba despejado veíamos un poco; pero general­
mente avanzábamos a tientas, guiados por compañeros
diestros. Adelante cruzamos el camino de Chel hacia
Amacchel y continuamos rumbo noroeste, buscando
evadir los ríos grandes que dan nacimiento al Tzejá; pero
evitando aproximarnos también a los que dan nacimiento
al Xaclbal. El rumbo a seguir se determinaba basándose
en mapas, brújula y experiencia de quienes habían hecho
ese trayecto varias veces. Pero encontrar el paso preciso
era un verdadero arte, no exento de sabiduría y suerte.
Sorpresivam ente, al conquistar una cum bre,
contemplamos maravillados la selva inconmensurable.
A nuestros pies nacía el universo verde que buscábamos
y se perdía en lontananza como un océano. Entonces
nos despedimos de Los Cuchumatanes, del frío y de los
bosques de niebla y silencio. Los compañeros que ya co­
nocían nuestro destino estaban jubilosos, pues afirmaban
que allí las marchas eran menos extenuantes por lo plano
del terreno; que el agua se encontraba en abundancia por
doquier; que nuestra alimentación mejoraría porque se
daban tres cosechas al año y contábamos con numerosa
población organizada. Además, decían que había caza y
pesca generosa. Sin embargo, desde la cima donde nos
encontrábamos faltaban dos días de camino para pisar
suelo selvático. Todavía debimos atravesar numerosas
elevaciones menores y el esfuerzo físico debió mantenerse
al máximo.
El último campamento de montaña lo establecimos
a una altitud entre 300 y 600 m SNM y allí mismo caza­
mos cuatro monos saraguates. A un número equivalente
de compañeros nos asignaron su destace. Para el efecto
nos dividimos en parejas y cada una tomamos dos ani­
males. Auxiliados por nuestro tacto, machetes y navajas,
realizamos el trabajo en completa oscuridad. Pues había

194
anochecido y no podíamos darnos el lujo de utilizar lin­
ternas para esos menesteres. Las baterías se obtenían con
dificultad y debíamos reservarlas para cuestiones políticas,
operativas y de salud. Trabajamos de pie dentro de un
riachuelo para tener agua a la mano y apoyar la carne en
las piedras para cortarla. Fue la primera vez que destacé
un mamífero y no fue agradable hacerlo con uno tan pa­
recido a nosotros. A este semejante se le llama también
mono aullador o rugidor. Los había escuchado numerosas
veces, pero los contemplé hasta ese día. Se trata de monos
grandes y robustos entre los cuales unos son negros y otros
pardos, de pelaje largo y sedoso. Los machos tienen barba
y llegan a medir hasta 70 u 80 centímetros de estatura; su
cabeza es grande y tienen una especie de caja de resonan­
cia en la garganta, la cual se ensancha cuando rugen. Sus
extremidades son cortas y gruesas. Viven en grupos hasta
de veinte ejemplares en las copas de los árboles más altos y
sólo es posible localizarlos por sus fuertes rugidos cuando
se está próximo a ellos. A diferencia del mico araña, el
saraguate es de movimientos lentos y se desplaza a una
velocidad menor que aquél. Por eso es más fácil cazarlo
una vez localizado, pero suele pasar desapercibido por lo
tranquilo que es.
Después de entregar la carne a los cocineros, procedi­
mos a enterrar las pieles y a lavarnos con arena y lodo.
Al terminar instalé mi puesto de dormir y me alejé del
campamento quebrada abajo. Decenas de metros adelante
tomé un baño mientras preparaban la cena. Remojarme
al final de la jornada me compensaba el trajín del día. No
sólo por el contacto con el agua, el rumor de la corriente y
los suaves sonidos del bosque; sino también porque solía
ser el único momento solitario en el contexto de una vida
permanentemente colectiva.
Por aquellos días no nos imaginábamos que varios
años después, el ejército masacraría y arrasaría todas

195
las aldeas, caseríos y parajes que bordeaban el macizo
montañoso que entonces cruzábamos llenos de esperan­
za y confianza en una vida digna y feliz para nuestro
pueblo. A pesar de que conocíamos los métodos con­
trainsurgentes de la década de los sesenta en el oriente
del país y a lo largo de la guerra de Vietnam, entre otras
experiencias, sobrestimábamos entonces la capacidad de
la población y de la organización para enfrentarlos. Las
aldeas de Chacalté, Juil, Joncab, Xemal, Tziajá, Pal, Chel,
Juá, Xeputul, Cabá, Amacchel, Xejuyeu, Xaxboc, Bisich,
Xolchichén, como todas las que han sido víctimas de la
brutalidad del ejército, son para nosotros seres humanos
y conciudadanos a los cuales nos debemos para siempre;
y crímenes de lesa humanidad que no deben olvidarse
jamás. En unas localidades teníamos compañeros organi­
zados, en otras no. Pero todas fueron castigadas. En ellas,
centenares de seres humanos fueron quemados vivos;
decenas de niños fueron destrozados contra los árboles y
las rocas; muchísimas mujeres fueron violadas, obligadas
a abortar y asesinadas con saña; centenares de personas
fueron torturadas y ametralladas. Ello ha sido parte del
precio que cobra el sistema capitalista por el despertar
de la conciencia de un pueblo explotado y oprimido por
él como los más del mundo. Sin embargo, ni el horror ni
sus traumas han logrado silenciar a estos compatriotas
que hoy, en múltiples organizaciones, formas de lucha
y lugares, reclaman digna y firmemente sus derechos
humanos, ciudadanos, laborales y étnicos.
No logramos llevar al pueblo a la conquista del
poder político que era nuestro objetivo fundamental.
Pero se acabaron los tiempos en que estos guatemaltecos
soportaban callada y pasivamente lo que gobernantes,
explotadores y opresores hacen con ellos desde tiempos
inmemoriales.

196
LA FURIA AMOROSA DE LA SELVA

En las jornadas de descenso recogimos jocotes jobos y


zapotes que encontramos a nuestro paso. También nos
alimentamos con pacayas y cogollos de palmito, el cual
denominaban ternera los compañeros de la selva. Si en
las ciudades es una delicadeza de la mesa, en la monta­
ña es alimento del pobre. Numerosas veces a partir de
entonces lo comimos asado o cocido en sustitución de la
harina de maíz.
El primer día de marcha en terreno selvático me
engusané. Fue impactante porque asociaba los gusanos
en la carne humana sólo con la muerte. Sin embargo,
logré adaptarme, pues de la plaga de colmoyotes, que
cuando menos duraba de junio a enero, nadie escapaba.
Era milagroso pasar varios días sin sufrirlos, pero de la
temporada nadie salía indemne. Algunos llegamos a
tener quince y más simultáneamente. Las larvas de este
pertinaz parásito, invisibles a simple vista, se introducen
en poros, piquetes o infecciones de la piel. En el momento
no producían molestia alguna, pero alojados en la dermis,
cabeza adentro y cola hacia la superficie, se dedicaban a
consumir nuestra persona. Al principio causaban come­
zón, igual a la del piquete de los mosquitos y por eso no
los distinguíamos. Pero con el pasar de los días sentíamos
una mordida periódica, parecida a un pellizco, señal
cierta de su presencia. Para librarse de este gusano era
necesario asfixiarlo, rasurando la piel del área afectada y
sellando el orificio de entrada con hoja y leche de cojón,
o con esparadrapo. De esa forma se le impedía respirar.
Según el tamaño que hubiera alcanzado para entonces,
tardaba horas o días en morir. Durante la agonía produ­
cía mordiscos más fuertes y continuos. Al cesar éstos se

197
quitaba el sello y presionando fuertemente la piel, salía.
Pero cuando el colmoyote se infectaba o se introducía en
abscesos se nos dificultaba detectarlo. Mientras tanto, el
infeliz crecía a nuestras costillas, llegando a medir dos y
más centímetros, y le nacían cerdas negras. Se albergaba
en cualquier parte de nuestra humanidad, siendo difíci­
les de extraer en lagrimales, pechos, testículos y cuero
cabelludo.
Los días iniciales en la jungla fueron suficientes para
percatamos de la cantidad y variedad de espinas que allí
existen; y para cobrar conciencia de que en la sierra no
las sufríamos. Llegamos a las planicies selváticas acos­
tumbrados a asirnos o reclinarnos en cualquier planta o
lugar. Sólo a fuerza de pinchazos desterramos esa mezcla
de instinto y hábito, procurando observar y reflexionar
antes de actuar. Aunque en nuestras circunstancias ello
era difícil. Algunas se enterraban tan profundamente o
en puntos tales que era imposible extraerlas. Otras provo­
caban heridas sin adherirse. Destacaban por dañinas las
púas de lancetillo y güiscoyol, palmáceas que crecen en
colonias a la sombra de árboles frondosos, en lugares casi
siempre empantanados o encharcados. Las del lancetillo
no se alojan porque están firmemente asidas a la palma
que las produce; son muy resistentes, anchas y planas.
Parecen puntas de pequeñas lanzas. Pero causan un dolor
intenso y duradero como si tuvieran alguna ponzoña. El
fruto del lancetillo, un coquito con almendra blanca que
comíamos cuando teníamos hambre, también está cubier­
to de espinas. Las del güiscoyol son agujas cilindricas y
finas. Al igual que las primeras, crecen abigarradas en
troncos y hojas, midiendo cinco y más centímetros de
largo. Invariablemente se alojan en quien choca con ellas.
La presencia de güiscoyolares es indicio de la proximidad
de río grande.

198
Una niñita rubia y dulce, hija de colaboradores que
vivían en la profundidad de la selva, asumió por ocurren­
cia propia la tarea de extraernos espinas. Cuando visitá­
bamos su casa nos preguntaba a cada uno si las teníamos.
Ante las respuestas afirmativas exclamaba suspirando:
"¡pobrecito!", y procedía a sacarlas con inusual pericia.
Esta mujercita no pasaba de los siete años de edad.
Al tercer día de marcha llegamos a un área poblada
en las proximidades del río Xaclbal - nombre que en ixil
significa lavadero—. Procurando no dejar huella cami­
namos en el cauce de un río pedregoso y sombreado.
Tierra adentro acampamos y previsoramente instalamos
la cocina en un promontorio, para que no la inundaran las
lluvias torrenciales de la temporada. Cierto día, mientras
comíamos alrededor de la construcción, de un agujero
próximo al fogón salió una serpiente coral. Más tardó el
animal en arrastrarse fuera de la tierra que un machete
en cortarle la cabeza. La disposición de sus anillos rojos,
amarillos y negros era inconfundible. Aunque no pasan
de medir un metro de longitud, son culebras ágiles y
nerviosas que poseen un veneno de acción neurotóxica
mortal en cualquier dosis.
Desapareció el hambre entre nosotros, pues la pobla­
ción nos brindó abundante yuca y malanga, las cuales
nosotros mismos le arrancamos a la tierra. Las raciones
eran tan copiosas que ninguno alcanzaba a terminarlas;
entonces guardábamos parte para la media mañana o
la tarde. La cacería se instauró y en los días siguientes
comenzaron a llegar otros productos agrícolas. Resuelto
el apremiante problema de la alimentación y tomado el
control de la situación operativa, cada organismo trabajó
en lo suyo y de nuevo nuestro campamento se convirtió
en epicentro de actividad. En la primera reunión general
evaluamos la marcha recién concluida. En el aspecto
político sobresalió un planteamiento: la colectividad

199
resintió que durante el desplazamiento se suspendiera
la formación política y cultural. La cual, se dijo, era es­
pecialmente necesaria cuando la intensidad del esfuerzo
físico y el rigor material se prolongaban por varias jor­
nadas. Se debían destinar entonces de dos a tres horas
diarias para ella, de manera que la caminata fuera menos
extenuante y la colectividad se sintiera estimulada por
la perspectiva de su superación intelectual. El reclamo
evidenció que no podíamos dejar de alimentar la con­
ciencia política ni en esas circunstancias. Efectivamente,
durante el tiempo que nos tomó la marcha —dieciocho
días— la dirección y el mando concentraron su atención
en el avance, la seguridad del contingente guerrillero y
la solución del problema alimentario. El haber cruzado
una zona inmensa y poco habitada, donde no teníamos
base de apoyo, cercada además militarmente, determinó
esta carencia. Sin embargo, al suspender la vida política
y cultural, al mismo tiempo que se acentuó la exigencia
en el esfuerzo físico se afectó la moral colectiva, pues las
nacientes conciencias eran frágiles. Realizar las labores
de formación habría requerido detenernos a media tarde
aumentando los días de camino, y reduciendo la despensa
vital con la incertidumbre de si obtendríamos o no los
víveres necesarios. Era una contradicción, pero debíamos
encontrarle salida en el futuro.
Entre otras tareas formé parte de una patrulla envia­
da por abastecimiento. Tres mujeres íbamos en el grupo.
Salimos por la tarde bajo lluvia pertinaz, pero moderada,
llevando sólo mochila, toldo y plásticos. Luego de caminar
a rumbo algunas horas nos detuvimos a cientos de metros
de una vivienda; y dos compañeros se dirigieron hacia
ella para establecer contacto. Los demás nos dedicamos
a cavar una fosa de dos metros cúbicos, auxiliándonos de
manos, machetes y barretas, que allí mismo fabricamos
con árboles jóvenes de madera dura. Luego, con los toldos

200
instalamos un techo amplio, colocamos debajo un piso de
lienzos de plástico, y alertas esperamos a que avanzara la
noche. Entonces nos aproximamos a la casa en silencio.
Ya dentro saludamos a la familia, la cual nos brindó una
bebida que fue toda nuestra cena. Luego trasegamos cen­
tenares de mazorcas hasta nuestra posición. Al terminar
nos dedicamos a deshojar y desgranar los frutos. Tuzas
y olotes volaban al agujero, mientras un volcán de grano
crecía en medio del grupo. Conversamos animadamente
y cuando concluimos cada quien llenó su mochila, pro­
tegiendo cuidadosamente el maíz para que el agua no lo
dañara. A varios se nos formaron ampollas en los dedos
a causa de la cantidad desgranada. Habíamos acopiado
alrededor de seis quintales. Afanados en esta tarea se nos
fue la noche, y estando próximo el amanecer recogimos el
albergue provisional. Tapamos y apisonamos el agujero
hecho y resembramos sobre éste y el lugar que ocupamos
diversas plantas. Después nos retiramos silenciosos y a
paso rápido hacia el campamento. Al arribar acomodamos
el producto a buen resguardo, desayunamos y nos incor­
poramos a las actividades cotidianas. Habíamos pasado
más de veinticuatro horas de pie, pero descansaríamos
hasta la noche; en las horas de luz debíamos estar todos
movilizados.
Un correo que llegó por esos días portaba entre la
correspondencia una carta dirigida a quienes estábamos
de responsables en el "campamento de las mujeres". Era
del puño y letra del muchacho ixil que se había fugado de
él. Nos saludaba fraternal y respetuosamente, patentizaba
su preocupación por lo que había hecho y pedía disculpas.
También informaba que había sido reprendido por su
proceder de parte de los compañeros a donde llegó y por
sus familiares. Y explicaba que el motivo de su fuga había
sido la tristeza que sentía por la lejanía de su abuelita,
quien lo había criado. Su padre, dirigente comunal, había

201
sido asesinado por los terratenientes del lugar cuando él
era pequeño. Finalmente narraba que estaba contento e
integrado a las guerrillas locales. Meses después de esta
misiva, ya probado y más consciente, fue enviado en una
misión al destacamento. Permaneció una temporada estu­
diando las ideas de la revolución y pasando experiencia.
Posteriormente volvió a donde estaban sus raíces.
Cierto atardecer tomamos un medicamento antihel­
míntico, pues la desparasitación intestinal era una necesi­
dad periódica para nosotros. Al caer la noche me retiré a
descansar, pero tuve la impresión de que me afiebraba y
que la piel y los músculos se estiraban causando un dolor
particular y desconocido. Pronto tuve alta temperatura,
mientras la pulsera del reloj y la ropa me apretaban. Des­
perté a mi compañero, quien alumbrando con la linterna
dijo que no se me distinguían nariz, cuello ni orejas y
que los ojos estaban hinchados. Inmediatamente me fue
inyectado un antihistamínico, repitiéndose la medida
durante varios días. Débil, asueñada y sin poder usar las
botas por la hinchazón, permanecí acostada más de una
semana. Había resultado alérgica al remedio, mientras na­
die más tuvo problema alguno. Años después me explicó
un médico que tuve suerte, pues pude morir, ya que las
reacciones alérgicas de esa envergadura pueden cerrar las
vías respiratorias y matar por asfixia. Pero entonces yacía
en tierra con mi primer problema de salud en la montaña,
sin tener idea de ese riesgo.
Por esos mismos días un compañero achí se extra­
vió cuando volvía de la guardia al campamento, pues
se distrajo observando un tapir y perdió el sentido de
la orientación. Cuarenta y ocho horas de hambre e in­
temperie le valió su curiosidad. Y a dos compañeros que
salieron a explorar los sorprendió una tormenta eléctrica
cuando se aprestaban a cruzar un río, cayéndoles un rayo
a corta distancia, por la espalda. El fenómeno les produjo

202
quemaduras leves en las nalgas y sordera temporal. Tu­
vieron suerte, pero el susto que llevaron fue grande. Esta
manifestación meteorológica nos hacía sentir indefensos.
Los rayos solían penetrar hasta el suelo y su relámpago
iluminaba cegadoramente a ras del piso, retumbando en
nuestros oídos su ruido atronador. El fenómeno era fre­
cuente porque vivíamos entre densa vegetación, donde
llovía nueve meses del año.
Mientras el destacamento continuó estacionado
formé parte de una unidad de avanzada a otra zona de
la selva. Iba en ella un miembro del mando y yo como
responsable de formación. Tres mujeres formábamos
parte del grupo. Nuestra marcha debía durar jornada y
media, pero resultó de tres porque nos extraviamos. El
primer día, cuando nos detuvimos a esperar el resultado
de una exploración, una compañera se alejó varios metros.
Algunos la vimos saltar dentro de un zanjón. Sin embar­
go, más rápido de lo que había desaparecido resurgía
del lugar con cara de susto. Había caído junto a una boa
constrictor que asustada por su intempestiva presencia se
puso en alerta. Hábilmente un compañero le inmovilizó
la cabeza a la mazacuata, mientras otro se la cercenó de
un tajo. Luego arrastraron al ofidio de más de tres metros
a donde estábamos congregados. El cuerpo del animal se
contorsionaba mientras la vida se le iba. Esta culebra es
la mayor de todas en las selvas mesoamericanas por su
longitud y grosor; y mata por constricción, impidiendo
respirar a la víctima con la presión de sus anillos. De una
sola vez tiene veinte o más hijos de treinta centímetros
cada uno, los que nacen aptos para valerse por sí mismos.
Su piel se asemeja a hojarasca seca y las mayores llegan
a medir alrededor de cinco metros de longitud. No tiene
veneno alguno y es pacífica, lenta y dormilona. Inofensi­
va, esta boa puede aprender a convivir con los humanos,
cumpliendo la función de eliminar ratones y otras pla­

203
gas domésticas. Pero su tamaño y los mitos a partir de
su capacidad devoradora —puede tragar enteros hasta
un mono araña o un venado cabrito joven— inducen
irreflexivamente a eliminarla sin razón.
Inmediatamente alguien sugirió que la incorporá­
ramos al menú de la cena, pero ninguno quería sumarla
a su pesada carga. Representaba doce libras o más. Y no
faltaba quien temiera que aun sin cabeza se enrollara en su
cuello. Medio en broma y medio en serio, los compañeros
se propusieron unos a otros para llevarla. Aceptó hacerlo
un costeño, no sin antes amarrarla fuertemente con beju­
cos. No pocas veces, quienes le seguían en la marcha lo
alarmaron anunciándole que el animal rompía el amarre,
y en algún momento llegó a tirar la mochila con todo y la
carne apetecida, provocando la risa colectiva.
El combatiente que hacía de guía destacaba entre los
que mejor se orientaban. Le bastaba pasar una vez, de día
o de noche por una ruta, para reconstruirla a paso soste­
nido sin ayuda de brújula, cortes de machete o la posición
del sol, al cual además raramente veíamos. Sentido nato
de orientación y práctica sobre el terreno eran la base de
su extraordinaria cualidad. Pero esta vez se confundió
porque aparecieron una brecha y maquinaria que pocas
semanas antes no estaban. Topar con ellas en medio de
la selva virgen fue desconcertante y pensó que había
errado el rumbo. Luego de intentar encontrarlo por otras
partes, llegó a la conclusión de que la ruta original era la
correcta. Para cerciorarse buscó un buzón que teníamos
por el área. Efectivamente, lo localizó; la carretera pasaba
a pocos metros de él. Para entonces avanzaba la oscuri­
dad y debimos acampar. Ya instalados nos dedicamos a
limpiar las armas, mientras los cocineros preparaban la
fastuosa cena.
El atardecer de la segunda jornada nos sorprendió
avanzando en terreno cenagoso. Salir de él implicaba cru­

204
zar un zanjón peligrosamente crecido. Nos aproximamos
a la correntada, buscando equilibrio sobre raíces aéreas
de árboles similares a los mangles de agua salada. Con
facilidad resbalábamos y se nos enredaban los pies en el
raicero. Salvar el obstáculo llevó casi dos horas, luego de
las cuales y a oscuras acampamos en la margen opuesta.
Temprano al otro día el zanjón era irreconocible, pues su
caudal impetuoso estaba transformado en un hilo de agua
que no llegaba a los tobillos. Igual pudo haber subido
más y anegar la ribera donde estábamos o seguir estable
durante días en su turbulencia. Los árboles de la ribera
abandonada la víspera parecían arañas gigantes, con las
raíces al aire y afianzadas en suelo fangoso. El comporta­
miento de las crecientes era imprevisible.
Cuando los ríos de la selva se embravecen, entrada la
época de lluvias, inundan extensas áreas, arrastran árboles
de toda talla y cuanto encuentran a su paso. Son impo­
nentes y peligrosos por su desenfreno; algunas veces nos
arrancaron compañeros para siempre y otras nos hicieron
pasar momentos de suspenso y miedo. Pero al ceder el in­
vierno vuelven a su cauce normal, y la vida se reorganiza
a su alrededor. Sin embargo, nuestro trabajo requería que
los cruzáramos tanto en época de seca como de crecientes.
Para lograrlo nos valíamos de diversos medios y de la
sabiduría sobre su estructura y comportamiento. A veces
usábamos cayucos que nosotros mismos fabricábamos y
que escondíamos en las proximidades. Otras ocasiones
utilizábamos las canoas y la pericia de compañeros de
la población. Cuando el cruce debía hacerse en vados
conocidos por el ejército o donde podíamos ser vistos por
orejas o población no ganada, tomábamos precauciones
especiales. En otros casos los cruzábamos nadando asidos
a nuestras mochilas, las cuales sabíamos hacer flotar con
todo su cargamento dentro; o pasábamos sujetándonos

205
a lazos o bejucos. Quienes sabíamos nadar apoyábamos
a los que no sabían o pasábamos el equipo de los demás.
De cualquier manera, la travesía debía hacerse diagonal­
mente a favor de la corriente, debiendo abrir o cerrar el
ángulo según la fuerza y la anchura del río. La distancia
entre el punto en que entrábamos al agua y el lugar donde
salíamos podía ser de decenas o centenas de metros. En
los cayucos era preciso sentarse en el fondo mojado, no
pocas veces anegado en lodo con sanguijuelas, colocar la
mochila entre las piernas y equilibrar cuidadosamente
peso y movimientos. Sólo los canaleteros o remeros per­
manecían de pie. Cualquier inclinación hacia un costado
podía provocar el vuelco de las estrechas e inestables
embarcaciones. Varias veces atravesamos los grandes
ríos crecidos en ellas, conducidos incluso por niños o
adolescentes, dueños desde temprana edad de la pericia
de la navegación en los ríos selváticos. En ocasiones había
posibilidad de tumbar un árbol y pasar sobre su tronco y
ramaje. En esos casos los mejores hachadores se turnaban
en el oficio. Y otras veces sencillamente debimos esperar
horas o días a que la creciente bajara.
En aquella oportunidad reanudamos la marcha a
la mañana siguiente. Al medio día nos encontramos con
los organizadores de la zona y con los combatientes re­
clutados durante la ausencia del destacamento. Debíamos
impulsar entre unos y otros la formación política y el
adiestramiento militar. También estaba previsto que visi­
táramos algunos hogares, nos informáramos de primera
mano sobre la situación del área y sobre las vivencias de
quienes habían terminado por lanzarse a esas selvas en
busca del porvenir que no encontraron en sus lugares de
origen, ni en otros rumbos del país. Nos correspondía asi­
mismo recabar información operativa y crear condiciones
materiales para la futura llegada del destacamento.

206
La selva seguía revelando sus secretos. En el nuevo
hogar nos recibió un coro de ranas-toro que todas las
tardes, a la misma hora, escuchamos durante el tiempo
que permanecimos allí. El primer día me desconcertaron
respecto a nuestra posición, porque emiten un sonido
similar al del ganado vacuno, dando la impresión de
ser tales y, por lo tanto, de encontrarnos próximos a
un potrero o corral. Sin embargo, sabía que estábamos
alejados de asentamientos humanos. Fue inútil que me
afanara en localizar un ejemplar. Al canto de los batracios
se superponía la sinfonía monótona y estridente de
las chicharras macho. Eran millares de ejemplares que
de manera persistente y sucesiva producían un fuerte
sonido. El ruido de estos insectos me era familiar debido
a las temporadas que durante mi niñez y adolescencia
pasé en el cam po. Pero siem pre estuve en casas
rodeadas de terrenos descombrados o de jardines que se
anteponían al monte virgen, siendo posible sustraerse a
su bullicio. Pero esta vez me encontraba en la mansión
del chiquirín, experimentando lo que era escucharlos
ininterrumpidamente porque era su temporada. Pronto
me percaté de que su chirrido me desesperaba, mientras
parecía no afectar a mis compañeros. Cuando llevaba
alrededor de diez días, el sonido hería mis oídos y yo
sentía enloquecer. Este hecho me hizo reflexionar sobre
lo inimaginable que resultaban ser las pruebas y las
circunstancias de lucha a las que nos veíamos expuestos.
No habían afectado mi estabilidad psíquica la lejanía e
incomunicación con mi hijo y mis seres queridos; tampoco
los problemas ideológicos, políticos y organizativos que
enfrentábamos; mucho menos el peligro, las hambrunas,
los esfuerzos físicos extraordinarios, la carga a mecapal, las
incomodidades sin fin. Pero estos animalitos inofensivos
estaban logrando derrotarme. ¿Cómo explicarme y
explicar que su chirriar me hacía dudar de mi capacidad

207
para trabajar en la selva? Pero en los días precisos en que
calladamente enfrentaba este dilema, algo se operó en mi
cerebro, de manera que el agudo ruido dejó de molestarme
para siempre.
Pasadas unas semanas nos abatió el paludismo. Dos
terceras partes de quienes nos encontrábamos concentra­
dos caímos enfermos con diferencia de horas o días. Quie­
nes quedaron en pie apenas tuvieron alcance para moler,
cocinar y atendernos. Éramos literalmente un hospital a
cielo abierto, vulnerable ante cualquier emergencia. Afor­
tunadamente las epidemias fueron raras, pero la malaria
fue un verdadero azote. Quizás todos la padecimos varias
veces. Y desde entonces, nos repitió periódicamente, aun
cuando estuviéramos en climas templados y hubiesen
pasado años. Y no pocas veces dio lugar a escenas conmo­
vedoras. Cierta vez, por ejemplo, un compañero quiché
cayó enfermo y en varios días no probó bocado, debido
a la náusea y los vómitos que le provocó. Estábamos
reunidos cuando este combatiente apareció tambaleante
y pálido. Sujetándose a un palo susurró: "¿Permiso para
interrumpir?", fórmula de cortesía que acostumbrábamos.
Luego agregó con voz trémula que pedía autorización
para salir de cacería porque tenía hambre y quería comer
carne. Todos lo observamos atónitos; era obvio que no
estaba en condiciones ni de levantarse de la hamaca. Le
ordenaron volver a su puesto y acostarse; al colectivo se
le solicitaron dos voluntarios para ir de cacería al terminar
la reunión. Para la cena nuestro compañero tomó caldo y
comió carne de pava.
No sólo nuestras dificultades, sino también nuestras
fuentes de alegría eran inacabables: vivir la fraternidad
colectiva, el amor de nuestra pareja, la travesura de algún
compañero. Contemplar una estrella fugaz, una alfombra
de flores en primavera, una escuadrilla de guacamayas

208
en alto vuelo. Escuchar el trino de pájaros cantores, la al­
garabía de las bandadas de pericos, la visita bullanguera
de los monos araña.
Desde entonces la selva se me reveló imponente,
bella, apasionante; alternativamente me exasperó, me
alucinó, me cautivó. La selva retiene para sí la mayor
parte de sus misterios y dicta leyes y costumbres a quien
la habita. O se le respeta con humildad y paciencia, o se
sucumbe devorado por ella. Es un universo de mariposas
y verdor feraz que nos compenetra por completo: senti­
dos, sentimientos, pensamientos. La selva atrae irresis­
tiblemente a quien ha vivido en ella etapas cruciales de
su existencia y se integra para siempre a su ser. Aunque
nuestra estancia en ella no tuvo nada de paradisíaca, de
vez en cuando la belleza y la tranquilidad de la naturaleza
se imponían al trabajo, a las plagas y al estado de alerta
permanente. Sueño con volver a ella; pero la miseria del
campesinado y la acción depredadora del capitalismo y de
la contrainsurgencia están acabando aceleradamente con
esas formas vegetales primigenias. Hoy probablemente
aquellos lugares recorridos por nosotros sean una ilusión,
un pasado, una leyenda.
Nuestro eje conceptual entonces era crear una
organización político-militar que fuera a la vez el germen
de un partido político y el de un ejército popular. Y así lo
exponíamos en nuestra labor de formación. Sin embargo,
progresivamente nos dábamos cuenta que gestar un parti­
do político, por lo menos en el frente que construíamos, era
imposible porque carecíamos de los cuadros correspon­
dientes. Y el medio social donde nos desempeñábamos era
atrasado políticamente. En tanto que nuestro crecimiento
en combatientes, activistas y bases de apoyo era acelerado,
los cuadros políticos seguían siendo los mismos y eran
cada vez menos en relación a la expansión de nuestro

209
radio de acción. También carecíamos de cuadros militares
propiamente. Es decir, de compañeros que conocieran la
teoría militar en su esencia, complejidad y relación con la
política. Nosotros sólo teníamos compañeros conocedores
del arte guerrillero y poseedores de entrega, voluntad y
arrojo extraordinarios. De ahí que, al mismo tiempo que
era clara la urgencia de contar con una columna vertebral
política que fuera el alma de nuestra organización, veía­
mos la imposibilidad de lograrlo con el recurso humano
que éramos y podíamos ser en las montañas del noroeste.
Pero muy pocos teníamos conciencia de este problema. La
subestimación de la política era generalizada dentro de
la organización, incluso en la capital donde al principio
cifrábamos nuestras esperanzas. Numerosos compañeros
consideraban que hacer política —y por lo tanto, pensar,
dirigir y actuar políticamente — era perder el tiempo. Y
orientar a las masas a que impulsaran luchas amplias,
amparadas en una ley que sólo existía en el papel, era
mandarlas al matadero. Más bien decían que debíamos
armarlas para que arrebatáramos el poder y que luego
habría tiempo para prepararnos y formar el partido.
En la configuración de este pensamiento influían varios
factores. Entre ellos la práctica conservadora, politiquera
y oportunista de los partidos políticos existentes; la im­
punidad y la intolerancia del régimen que provocaban el
exilio o el asesinato de aquellos intelectuales, políticos y
luchadores sociales que levantaran banderas de democra­
cia y justicia social; la herencia militarista y cortoplacista
de las guerrillas de la década anterior; y, finalmente, la
influencia foquista cubana.
A nuestro juicio, las armas y lo militar tenían enton­
ces un límite porque nos era prioritario ganar, organizar
y politizar a un número mayor de población; así como
formar y adiestrar a los integrantes del destacamento

210
guerrillero, templamos para soportar por años los rigores
de la vida a la intemperie, conformamos con raciones de
hambre y cuidarnos de no comprometer la seguridad de
los pobladores que crecientemente nos apoyaban. A ve­
ces las contradicciones se agudizaban críticamente entre
algunos de nosotros. Los menos consideraban que con la
sola acción armada en aquel contexto de atraso político,
de localismo étnico-cultural, de aislamiento nacional de
las comunidades donde incidíamos y con la precariedad
de armamento y parque que seguíamos teniendo, no
llegaríamos muy lejos en el frente nuestro. Y en cam­
bio provocaríamos una reacción del sistema superior a
nuestras fuerzas políticas y militares que no podríamos
enfrentar en términos globales. Consideraban que la
cuestión no era simplemente combatir contra el ejército
no importaba dónde, cómo ni con qué resultados como
algunos proponían. La lucha interna era ardua, pero en
aquel entonces logramos preferenciar la preparación de
la autodefensa de la población organizada, y los planes
y criterios para la realización de la propaganda armada.
También se trabajó en función de la neutralización de
orejas y comisionados militares que delataban y entre­
gaban gente —organizada o no— al ejército. A ellos les
dábamos tres oportunidades para rectificar su proceder.
Los buscábamos personalmente y tratábamos de persua­
dirlos con razonamientos que daban resultado positivo
la mayoría de las veces. El tercero y último aviso se les
hacía delante de su esposa, hijos y familiares. Asimismo,
logramos priorizar la expansión del trabajo político-orga­
nizativo hacia el sur de El Quiché, el suroeste del Petén y
los departamentos de Alta Verapaz y Huehuetenango. Así
establecimos bases en un amplio territorio que permitió
mayor movilidad a la guerrilla, y posibilitó la difusión
de nuestras ideas entre un número mayor de población.

211
Nos abocamos además a multiplicar las vías logísticas
y de comunicación. Trabajamos en la introducción de
armamento, medicamentos y recursos básicos para estar
en condiciones de pasar a nuevas fases de desarrollo y
actividad militar.
Sin embargo, el equilibrio era precario entre no­
sotros. Algunos veteranos con influencia entre los com­
batientes mantenían la presión y no dudaban en tomar
iniciativas militares de hecho. Por otra parte, la misma
población nos demandaba armas y acción bélica. Tanto
dentro como fuera de la organización necesitábamos una
cultura política superior, capaz de comprender las com­
plejidades y precedencia de la política; así como también
impulsar el conocimiento de la ciencia militar —y no
simplemente del arte guerrillero— y las implicaciones
de uno y otro nivel en la lucha por el poder. Y en ambos
aspectos estábamos poco menos que en pañales.
A dos meses de trabajar en esta zona la había­
mos recorrido parcialmente. Y nuestra unidad había
desplegado para entonces toda su capacidad laboral y
organizativa, sistematizando hasta donde le era posible
la labor de alfabetización, politización y adiestramiento
militar. También habíamos realizado tareas productivas
y de abastecimiento, así como exploraciones de nuevos
lugares de campamento.
En esos trajines conocí el proceso de producción del
achiote y del cardamomo; experimenté la laboriosidad que
implica levantar una cosecha de frijol y conocí por observa­
ción el arte y paciencia de la cacería del jaguar.
Una tarde lluviosa apareció la columna guerrillera
que habíamos precedido y en ella llegó Benedicto. Era
costumbre que al arribo o partida de un grupo todos acu­
diéramos a recibirlo o despedirlo. Quienes llegaron esa
vez saludaron como era usual, con apretones de manos y
efusivos abrazos a quienes los recibíamos, manteniendo el
212
orden de la columna y cargando aún sus mochilas. Estos
reencuentros eran motivo de preparativos de recepción,
de alegría general, de expectativas sobre los avances del
trabajo respectivo, de intercambio de noticias. Los cami­
nantes generalmente estaban hambrientos y extenuados,
pero tenían la certeza de que quienes estaban "en casa"
les esperaban con solicitud. Entrar a un campamento era
hacerlo al hogar, a la civilización, al confort: instalaciones
básicas, cocina, leña, techo, víveres y, sobre todo, com­
pañeros de ideales y lucha. A la pregunta de "¿cómo les
fue?" solían responder: "llegamos". Y era que los peli­
gros, las dificultades y los esfuerzos eran siempre tales
que llegar, no importaba a través de qué vicisitudes, ni
en qué condiciones, era lo importante. En esa oportuni­
dad, cuando mi compañero se aproximaba en fila hacia
donde yo estaba, observé que manipulaba el depósito de
su granada. Extrañada por el hecho en las circunstancias
en que nos encontrábamos, fijé la vista en sus manos más
que en el alegre rostro que me dirigía. Mi sorpresa fue
mayor cuando, luego de varios intentos, logró sacar del
interior una diminuta tortuga verde y amarilla que, asida
de una patita, me extendió como regalo. Ese día era mi
cumpleaños. La granada, mientras tanto, había ido a dar
al fondo de la mochila. Nos abrazamos y besamos como
suelen hacerlo quienes amándose han pasado separados
una temporada.
Por una breve semana la tortuguita formó parte de
la colectividad. Pero teniendo la jungla por morada era
previsible que no le pareciera atractivo vivir dentro de un
viejo bote de hojalata, única manera de no perderla de vista
y de protegerla de las pisadas de aquella muchedumbre.
Así que un buen día, mientras me encontraba de guardia
huyó de la prisión para volver a donde pertenecía. Lamen­
té perder mi regalo pero me alegró su libertad.

213
Años atrás, en un bosque de nubliselva del corazón
de Los Cuchumatanes, por azares de la lucha nos cono­
cimos con Benedicto. A raíz de ese primer encuentro él
escribió estos poemas:

Motivos del elefante

Me he preguntado muchas veces


dónde reside la necesidad de tu vida en mis actos
y la razón de que estando tú lejos
arda bajo la lluvia la pólvora de mi alma.
Porque mi condición de elefante
que ha vivido sin amor y que no olvida
hace que me avergüence un poco de mi propia ternura.
De ahí que sólo se me ocurra compararte
a una estrella de papel plateado,
a un aeroplano amarillo de dos alas,
a una flor.

El hombre le dice barrilete a su amor

No te quiero nada más por tu semblante


de barrilete volado en primavera;
ni por tu condición de muchacha con el alma
bulliciosa de pájaros;
ni porque tengas el tiempo lleno de mariposas.
Yo te quiero más bien por viejas razones de hombre:
porque era a ti a la que sin saberlo
había querido hallar siempre en las gaviotas;
porque era tu alegría la que durante la niñez
buscaba los domingos en los circos llovidos,
y porque cualquiera sabe que es triste inmensamente
existir sin amor.

214
Habíamos recorrido caminos y procesos diferentes
para llegar a ese punto de militancia y geografía. Y para
entonces ambos habíamos decidido dedicar nuestras vi­
das a la revolución guatemalteca y al internacionalismo
proletario. El amor irrumpió inesperadamente, en medio
del trabajo y las vicisitudes de la vida guerrillera y clan­
destina. Surgió sin promesas ni condiciones, dispuesto a
la renuncia pronta en aras de la lucha en que estábamos
empeñados. Nació en libertad y espontaneidad, ajeno a
las leyes y convenciones sociales. Pero iniciamos nuestra
vida como pareja cuando me integré al destacamento.

215
EN LA CASA DEL JAGUAR

Al poco tiempo de haberse multiplicado el destacamento,


y cuando la dirección de la montaña debió dirigir diver­
sas estructuras y cuadros del naciente frente, se decidió
transformar el carácter del mando de sólo militar a po­
lítico-militar. La práctica había revelado esa necesidad,
pues éramos una colectividad que se regía por criterios
y métodos políticos para reclutar a sus miembros, para
organizar y dirigir su vida interna, y para proyectarse a la
población de las zonas donde se movilizaba. Y su trabajo
era en función de objetivos políticos. Al mismo tiempo,
debía valerse de una organización y medios militares para
llevar a cabo su labor y defenderse del adversario. Para
darle ese carácter se fusionaron el mando existente y el
equipo de formación que, de hecho, llevaba la conducción
política del destacamento. El nuevo organismo trabajó,
como los anteriores, bajo la orientación y supervisión de
la dirección, la cual siguió desempeñando sus funciones
desde el seno de nuestra colectividad. El mando fue el
instrumento ejecutor y garante de la realización de los
planes y decisiones superiores.
A partir de su recomposición, el nuevo organismo
centralizó la labor de formación política. Sin embargo,
para implementar múltiples funciones y actividades de
la colectividad, este órgano continuó apoyándose en los
demás equipos, tales como servicios y seguridad, abas­
tos, servicios médicos, alfabetización. Estos tenían vida
propia y margen para desplegar iniciativas dentro de su
campo. Su funcionamiento era colectivo, pero cuando el
destacamento se dividía, ellos también lo hacían. Estos
organismos y todos los integrantes del destacamento con­
formaban una estructura propiamente militar, consistente

217
en escuadras integradas a unidades mayores, con sus res­
pectivos mandos y funciones militares en campamentos,
marchas, operativos y misiones políticas. Esta estructura
también se readecuaba según estuviéramos concentrados
o dispersos, pero siempre existía y todos sabíamos cuál era
nuestro lugar y responsabilidades en diversas circunstan­
cias. De manera que las estructuras funcionaban en toda
situación bajo un mando centralizado, pero colectivo y
supervisado por la dirección.
El grado de disciplina existente entre nosotros era
alto. No sólo desde el punto de vista militar, sino de
nuestro desempeño político y en todos los órdenes de la
vida cotidiana. Nos regíamos por reglas, horarios y cos­
tumbres conocidas por todos y cuya razón de ser había
sido fundamentada a la colectividad y demostrada por
la práctica. Su cumplimiento era de obligación general.
La disciplina se asumía como necesaria, siendo raras las
ocasiones y los casos en que se requerían llamados de
atención o recordatorios. Las sanciones eran excepcionales
y en general no éramos partidarios de ellas, prefiriendo
la labor de persuasión, el ejemplo de los responsables y
la fuerza moral de la colectividad hacia cada uno de sus
integrantes. Teníamos horario para toda actividad y cual­
quier iniciativa personal requería autorización.
Los primeros en levantarse, siempre antes del amane­
cer, eran las guardias diurnas, los moledores y los cocine­
ros. Pues al despuntar el día ya debía haber vigilancia en
determinados puntos y estar listo el desayuno. Con el alba
se levantaba la colectividad, recogía los equipos de dormir
y los guardaba en las mochilas, las cuales manteníamos
listas para cualquier eventualidad. Luego llevábamos
platos a la cocina, recogíamos leña y nos presentábamos a
formación. En ésta pasábamos lista, revisábamos el estado
de las armas y anunciábamos las actividades y asignación
de las tareas del día. Luego desayunábamos escuchando

218
noticias y a las ocho de la mañana iniciábamos el trabajo.
Salvo tareas o situaciones extraordinarias que lo impo­
sibilitaran, se suspendían las labores al medio día para
comer y descansar. Por la tarde desplegábamos activida­
des por tres o cuatro horas, según fuera la duración de la
luz solar. Al finalizar la tarde estaba autorizado escuchar
música durante una hora, en el radio colectivo. Entre la
base se rotaba la decisión sobre cuál estación sintonizar,
pues los gustos eran tan diversos que iban de los sones
indígenas al rock, pasando por música ranchera, tropical
y romántica entre otras. Esa era también la hora del baño
y del lavado de ropa.
Salvo situaciones de excepcional seguridad, nos
bañábamos con rapidez y silenciosamente, o controlando
el volumen de la voz. Cuando las condiciones de segu­
ridad y las características del terreno lo permitían, se
establecían bañaderos separados para hombres y mujeres.
Era una demanda femenina que pocas veces fue posible
satisfacer. Pero tuvimos lugares verdaderamente bellos:
agua abundante, corrientes mansas o pozas cristalinas,
vegetación exuberante y fondos de arena blanca o roca.
Otros, sin embargo, eran de agua y cauce fangosos, de
acceso difícil y rodeados de vegetación hostil. Disfru­
tábamos los bañaderos agradables. Pero en uno que
frecuentamos resultó que cuando llegábamos al lugar,
aparecía una manada de micos araña que armaba gran
bullicio, observándonos con insistencia. No se callaban ni
se retiraban, sino cuando nos vestíamos y retornábamos
al campamento. Cambiamos la hora del baño, lo hicimos
con sigilo y nada. Invariablemente comenzaba el jolgorio
de los primates cuando nos desnudábamos. Y la verdad es
que la manera de vernos y su parentesco con los humanos
nos hacía sentir incómodas. Aunque nos reíamos mucho,
bromeando y comentando sus miradas y piruetas. Y a ellos
nos dirigíamos reclamándoles su indiscreción y escándalo,

219
mientras les tirábamos agua. Ellos, a su vez, nos lanzaban
hojas y pequeñas ramas. Seguramente los árboles próxi­
mos les proporcionaban el alimento cotidiano y nuestra
presencia en su territorio los incomodaba.
Al aproximarse la noche cenábamos y más tarde
realizábamos la última actividad del día. Podía tratarse
de la evaluación de algún operativo militar o tarea política
entre la población; de críticas y autocríticas de la colecti­
vidad; de algún tema cultural o comentario de noticias,
por ejemplo. Esta reunión la concluíamos entonando
canciones revolucionarias, generalmente a las nueve o
diez de la noche, hora a la que nos retirábamos a dormir.
Quedaban de pie las guardias y algún cazador nocturno
cuando la seguridad lo permitía. Pues en ciertos lugares
y épocas merodeaban animales noctámbulos. Entre ellos
destacaban por su abundancia unos mamíferos pequeños,
de cola larga y prensil, cara redonda, ojos grandes y orejas
pequeñas. Su pelaje era denso, sedoso y café claro, casi
dorado. Vivían en los árboles y los llamábamos micoleo-
nes. Solíamos cazarlos encandilándolos con linterna. Para
localizarlos era preciso que en el campamento reinaran la
oscuridad y el silencio. Un compañero de dirección que
gustaba de esta cacería, solía abastecernos de carne cuan­
do algún animal trasnochador velaba nuestro sueño.
No conocíamos días de descanso ni vacaciones. Los
fines de semana o los días festivos pasaban desapercibidos.
Sin embargo, quienes tenían sólo responsabilidades de
base solían disponer de algún tiempo libre en el día. Y lo
utilizaban para descansar, leer, conversar. Pero quienes
teníamos responsabilidades mayores sólo reposábamos
las horas de sueño. Y, aún así, el tiempo de trabajo nos
parecía poco, porque las demandas de la lucha eran
superiores a nuestra capacidad.
Por tem poradas volví a trabajar con cuadros
organizadores salidos de la población regional. Con

220
ellos constaté, como lo había hecho dentro del des­
tacamento —y años después lo haría con los combatientes
urbanos—, que lo más difícil para la mayoría de nosotros
era utilizar la fuerza contra otros seres humanos. A
mayor calidad humana y política, más difícil ejercerla.
La violencia no nacía espontáneamente en nosotros, ni
era motivo de orgullo o satisfacción. Tal dificultad no
se debía al miedo por perder la vida que, de una u otra
manera se siente, pero que es superado gracias a las
convicciones y al sentido del deber. Sino por el hecho de
segar la vida de otros. Sólo porque las vías legales para
demandar justicia no funcionaban o nos eran vedadas
mediante el terror y la impunidad del régimen es que la
ejercíamos. Pero ninguno nos recreábamos de recurrir
a ella. A la acción armada o a cualquier tarea riesgosa
íbamos con entusiasmo y determinación de cumplirla
costara lo que costara; y el hecho de salir airosos de un
combate o de una difícil situación operativa era motivo
de alegría. Entre nosotros se reconocía el desempeño
firme y valiente en la confrontación con el adversario;
pero se hacía con modestia y parquedad. Y en aquel
tiempo éramos cuidadosos en la elección de los objetivos
a golpear. Procurábamos no dañar a terceros y cuando
había riesgo de hacerlo suspendíamos el operativo. De
la misma manera procedíamos en la recuperación de
recursos. Percibir en alguno de nosotros gozo o morbo
por la muerte de adversarios, o por el sufrimiento de sus
seres queridos, era indicio de deformaciones ideológicas
graves, de falsos valores, de reclutamientos mal hechos,
de infiltración.
Entre los planes de entonces estaba extender nuestro
trabajo hacia el departamento de Alta Verapaz, poblado
principalmente por campesinado keqchí. Por razones
operativas debíamos comenzar por la zona noroccidental,
dentro de la Franja Transversal del Norte, donde altos

221
oficiales poseían enormes extensiones de tierra y la
transnacional petrolera Shenandoah tenía un enclave.
Como primer paso fue enviada una patrulla, entre cuyos
integrantes iba una mujer. Esta unidad debía abrir una
ruta propia a través de la selva virgen, hacer las primeras
exploraciones del terreno y localizar las áreas pobladas
más próximas a las márgenes del río Chixoy. A la vuelta
de unas semanas los compañeros retornaron con la
información que permitió enviar por varios meses a una
columna del destacamento. A ella fui asignada.
A diferencia de los demás grupos, al nuestro le to­
caría trabajar en condiciones muy adversas: sin bases de
apoyo, lejos de población organizada, sin vías de abasteci­
miento directo y sin comunicación con la capital. Irían en
esta columna un miembro de dirección y dos del mando.
Cuando tuvimos todo listo, justo la noche antes de partir,
Benedicto enfermó gravemente. Alta temperatura, vómi­
tos incontenibles, diarrea y náusea lo atacaron por varios
días. No retenía alimento alguno, ni siquiera agua hervida.
Se debilitó al punto de quedar postrado en pellejo y hue­
sos. Este contratiempo nos obligó a posponer la partida,
mientras las demás columnas emprendieron su camino.
Estábamos acampados en un terreno cenagoso que, por
la putrefacción de la vegetación pisoteada de tanto ir y
venir, se había convertido en un lodazal maloliente. Con
frecuencia comparé nuestros campamentos con chiqueros
o corrales; mientras pensaba hasta dónde éramos capaces
adaptarnos a vivir movidos sólo por ideales.
Desde que los quince fundadores del destacamento
entraron al Ixcán en enero de 1972, y hasta comienzos
de 1979 por lo menos, no hubo médico ni enfermera con
nosotros, ni en todo el frente que se conformaba. Quienes
integraban nuestro equipo de servicios médicos eran en
aquel entonces una compañera graduada de la facultad
de Medicina de la Universidad de San Carlos, sin expe­

222
riencia, y dos jóvenes campesinas atraídas por el oficio,
que se alfabetizaron y aprendieron sobre la marcha el
ABC de la higiene y los primeros auxilios. Este equipo
conocía del cuidado y medicamentos apropiados para
las enfermedades y malestares frecuentes entre nosotros:
gripe, paludismo, reumatismo, infecciones de la piel,
hongos, mosca chiclera —leishmaniasis—, parasitismo
intestinal, alergias, golpes, heridas menores. Pero no
estaba en capacidad de reconocer y atender otras. Y en
la colectividad, especialmente entre los veteranos, había
algunos que sabían inyectar, suturar, extraer muelas. De
manera que nuestras referencias médicas fundamentales
fueron el libro Donde no hay doctor, de David Werner, y
un vademécum. Cuando nos aquejaba alguna enfermedad
desconocida o para la cual no teníamos medicamentos,
nos encomendábamos a la buena suerte y esperábamos a
que la resistencia del organismo, el reposo y la voluntad
sanaran al enfermo. Muchas veces funcionó; otras fue
necesario sacar del frente al afectado o llevar desde la
ciudad a un médico experimentado. Sin embargo, estas
alternativas no solían estar a nuestro alcance. A causa
de ello, por ejemplo, murió uno de nuestros dirigentes
en la selva. Esto sucedió poco después de mi salida del
frente.
Cuando Benedicto pudo sostenerse en pie y caminar
llevando solamente su arma corta, enfilamos hacia nues­
tro destino. Durante días avanzamos por selva virgen,
acampando a media tarde para estudiar unas horas. Es­
tuvimos en lugares sin indicios de haber sido habitados
ni recorridos por brecheros, caucheros o cazadores. Con
frecuencia veíamos familias de monos araña y saragua­
tes, manadas de coches de monte y de jagüillas; cazamos
numerosas aves, principalmente pajuiles y pavas; y detec­
tamos huellas de distintas especies. Recorrimos diversos
tipos de terreno y vegetación, varios de ellos difíciles

223
por su hostilidad. Los navajuelares, por ejemplo, esta­
ban cubiertos por una enredadera de hojas lanceoladas,
cortantes en sus bordes y cubiertas con una pelusa que
se adhiere persistentemente a ropa y piel. Invade áreas
donde predomina la vegetación baja, cubriéndolo todo. De
ellos salíamos con la cara y las manos cubiertas de finas
y ardorosas cortadas. En zonas pantanosas, pobladas de
güiscoyoles, nos espinamos ferozmente. En jimbales que
se erigían como densas murallas de tres y más metros de
altura, debimos abrir túneles a ras del suelo y avanzar a
rastras, evitando sus púas curvas que desgarraban ropa
y equipo. Pero otros tramos eran fáciles y en ellos cami­
nábamos con rapidez.
Al cabo de una semana ubicamos el lugar apropia­
do para establecer nuestro campamento de retaguardia
y primer centro de operaciones hacia la Alta Verapaz.
Estábamos a una jornada de las primeras viviendas.
Como era época de lluvias, acondicionamos esta base bajo
aguas torrenciales. Descombramos pequeños y dispersos
espacios para que no fueran detectados por la aviación.
En unos sembraríamos maíz, frijol, yuca, plátano y té de
limón; en otros edificamos de inmediato infraestructura
rústica para diversos usos. Debimos abrir brechas en
múltiples direcciones desde las construcciones hasta los
manacos que nos proveyeron las hojas para techar. La
cubierta completa de un ranchón fue realizada por cinco
mujeres, todas novatas en ese arte.
Concluida el área de campamento, nos dedicamos
a las tareas en su periferia: siembras, construcción y
abastecimiento de buzones, exploraciones, construcción
de embarcaciones. Entonces nos ausentábamos del hogar
durante la jornada o por varios días. Al retornar solíamos
encontrar huellas de jaguar. Las cebollas de sus patas esta­
ban impresas por doquier, pues el felino no dejaba lugar
sin visitar. Nunca logramos verlo, aunque varias veces

224
sentimos su olor o encontramos deyecciones recientes. Y
muchas veces lo escuchamos rugir en los alrededores. El
jaguar es el felino más grande de América y pesa entre 150
y 250 libras. Es activo de día y de noche, y su poderosa voz
se escucha a distintas horas, especialmente en los meses
de diciembre, enero y febrero. Al escasear el alimento en
su hábitat incursiona en áreas pobladas para cazar reses,
puercos de castilla, perros. No suele agredir al ser huma­
no, como sí lo hacen especies de otros continentes. Pero
puede llegar a hacerlo si es atacado, está herido o tiene
crías en las proximidades.
En cierta ocasión, un compañero que sabía imitar la
voz del jaguar respondió al llamado de un ejemplar en
celo que al anochecer merodeaba el campamento. Para
regocijo de todos se estableció un verdadero "diálogo"
entre la bestia y el guerrillero. El juego duró buen rato,
hasta que los rugidos verdaderos se aproximaron tanto a
nuestras hamacas que aquéllos que estaban ubicados en la
periferia empezaron a temer por su integridad. Pues una
cosa es conocer el comportamiento del animal en teoría
y observarlo entre rejas, y otra estar en su casa grande y
a oscuras. El travieso compañero, sentado a la orilla del
fogón, persistió en el juego deseoso de ver hasta dónde
se aproximaba su interlocutor. Entonces el regocijo se fue
transformando en risitas nerviosas, primero, y luego en
franco enojo de aquellos que demandaban al combatien­
te "dejar de rugir". Prudente e ingenuamente, no pocos
elevaron sus hamacas a un par de metros del suelo.
En aquellos meses de febril e ininterrumpida activi­
dad, sin frutos ni compensaciones palpables, durante las
exploraciones prolongadas suspendíamos el avance a las
dos o tres de la tarde. De manera que dispusiéramos de
tiempo y energía para alimentar nuestras mentes y forta­
lecer las conciencias. A las actividades formativas en tales
circunstancias las llamábamos cursillos en movimiento.

225
En una ocasión, haciendo un reconocimiento a través
de selva cerrada y hostil, cargados al máximo, llevábamos
a cuestas los víveres indispensables para toda la misión.
Sabíamos que al cabo de varias jornadas llegaríamos a
un área habitada, pero no era conveniente todavía que la
población se percatara de nuestra presencia. A lo largo
de la travesía nos atosigaron nubes de dos especies de
mosquitos, plagas que estaban en su apogeo. Un día de
tantos, cuando detuvimos la marcha, sentí desfallecer.
Sólo recogí leña y solicité que se me excusara de dirigir
la actividad de formación. Necesitaba recostarme porque
ya no daba más. Habiendo obtenido el permiso, expliqué
al colectivo por qué no trabajaría esa tarde. Entonces no
había quien me sustituyera. Pero cada compañero lleva­
ba consigo tareas y materiales de estudio acordes a sus
particulares necesidades. De ahí que les orientara realizar
trabajo individual.
Me retiré a instalar mi puesto y me tumbé en la
hamaca. Pero no habían pasado quince minutos cuando
diversos compañeros empezaron a visitarme. Uno pedía
muestra, otro que le revisara la tarea concluida; aquél
pedía un nuevo material de lectura, éste la explicación
de algún concepto. Y no faltó quien se aproximara sólo
a platicar. Así que tendida hice lo que pude por resolver
sus demandas. Cuando llevaba alrededor de una hora
intentando descansar, y apenas comenzaba a superar
la crisis de agotamiento, alguien comenzó a susurrar
desde su puesto: "que-re-mos for-ma-ción, que-re-mos
for-ma-ción...". Enseguida se sumaron otras voces, hasta
que todos con sonrisa traviesa repetían la demanda en
coro. La mayoría eran muy jóvenes, y desde su lozanía y
hambre de conocimientos consideraban que una hora era
suficiente para la recuperación de mi organismo. Derro­
tada por el sentido del deber me senté, sacando energía
de los rostros que me observaban alegres y expectantes.

226
Me puse Las botas y el equipo militar y me levanté. Unos
chiflaron, otros aplaudieron y en un suspiro se apiñaron
sentándose en troncos, ramas y suelo. Fue la primera y
última vez que por extremo cansancio intenté excusarme
de cumplir con mi trabajo.
Durante esa misma exploración, como sucedía en
numerosas marchas, Benedicto iba concibiendo un mate­
rial político. En este caso el tema era la tierra. Pero siendo
veterano del destacamento, llegaba tan extenuado a cada
punto que no le quedaban energías para escribir lo que
durante la caminata había sistematizado en la cabeza.
Para entonces llevaba seis años viviendo en la montaña.
Tenía sólo 36 años pero las enfermedades, las hambrunas,
el esfuerzo físico sostenido —los miembros de dirección
y los veteranos caminaban y cargaban como todos—, y
las preocupaciones propias de su función, habían mer­
mado drásticamente su salud. En esa oportunidad no
llevábamos máquina de escribir. Entonces me pidió que
por las noches, después de cenar, consignara a mano lo
que él me dictara. Era la única que en la colectividad
podía escribir con la velocidad en que las ideas fluían
de su mente. Sabía que la producción intelectual suele
perderse o mutilarse si no se anota conforme surge. Por
esa razón y porque necesitábamos apremiantemente ela­
boraciones sobre tal materia, no pude negarme. Así que
lo apoyé varias noches. A la luz del fogón o sosteniendo
una linterna con la mano izquierda, sentada como podía
en el suelo o en algún tronco, tomaba nota sobre mis
piernas. Los moscos me dejaban la cara y las manos rojas
y acalenturadas de tanto piquete, pues abundaban tanto
que prácticamente me cubrían la piel. Y por mantener
el ritmo del dictado no tenía tregua para espantarlos. Se
trataba de una especie que se adhiere persistentemente
y succiona la sangre hasta hincharse de ella y perder la
capacidad de vuelo. De ahí que culminara cada jornada

227
con una hora de trabajo desesperante y extenuante. Pero
sólo así se evitó que el esfuerzo conceptual que tanto
necesitábamos se perdiera, o no pudiera reconstruirse
con toda su riqueza días después. El material se concluyó
durante esa exploración y fue titulado: Ocupaciones Revo­
lucionarias de tierras - ORT- . Entre otras cosas planteaba
la necesidad social de que la tierra perteneciera a quien
la trabaja; que su redistribución debía acompañarse de
otras medidas económicas, laborales y técnicas para ser
efectiva; que mientras lográbamos cambiar el régimen
social era una necesidad ocupar tierras ociosas aptas para
la agricultura, que pertenecieran al Estado o a particulares;
que cada ocupación debía ir precedida de un estudio del
caso y de la organización de los campesinos. Ese material
constituyó la primera aproximación política a la temática
agraria que se hizo en nuestra organización.
De una u otra forma, todos trabajábamos al máximo
de nuestras capacidades, sacando energía fundamental­
mente de las convicciones y la voluntad de transformar
nuestra sociedad. El estado de ánimo que prevalecía era de
jovialidad y compañerismo. Pero a veces algún accidente
o contratiempo al final de la jornada bastaba para contra­
riarnos. A mí, algunas contingencias me hacían sentir que
eran el colmo de la desgracia. Por ejemplo, espinarme en la
oscuridad y tener que esperar la claridad del día siguiente
para poder extraer las púas; que al anochecer la mosca
verde llenara de larvas mi chamarra teniéndola que usar
así por no poder limpiarla sin visibilidad. O buscar con
apremio un lugar para aliviar la vejiga y coincidir en el
punto exacto con una serpiente. La clave para una co­
existencia pacífica con estos ofidios radica en no tocarlos,
pisarlos o atacarlos. Y evitar hacer movimientos bruscos
o ruido cerca de ellos. Pero no siempre logré actuar así.
Estando en otro campamento busqué acceso al arroyo
próximo, pero su ribera estaba cubierta de jimba. Cuando

228
logré despejar el paso hacia el agua, fui por ropa limpia
y volví al río. Sin embargo, a medio sendero me encontré
con una bejuquilla verde que avanzaba en dirección con­
traria, inaugurando la ruta que me había costado tanto
abrir. No había espacio para las dos. O ella o yo. La noche
comenzaba a caer y contrariada por su inoportuna presen­
cia le hice un gesto agresivo, al tiempo que le reclamé su
intrusión en mi camino como si me fuera a entender. La
bejuquilla espantada por mi proceder se puso en guardia,
levantando la parte anterior del cuerpo y sacando la len­
gua bífida amenazante. Nos quedamos mirando una a la
otra, midiéndonos por unos instantes. Naturalmente debí
ser yo quien retrocediera y la dejara pasar cortésmente. Si
bien su veneno no es mortal, produce daño y dolor local
que no me hacía ninguna falta.
Durante la penetración a la Alta Verapaz, la caza,
pesca y recolección fueron actividades cotidianas en las
que por turnos participábamos en parejas. Debíamos
recurrir sistemáticamente a ellas porque nuestras vías
de aprovisionamiento eran excesivamente largas, y si
nos dedicábamos a utilizarlas no haríamos otra cosa que
trabajar para comer. Y faltaba tiempo para que los compa­
ñeros que ganaríamos en el futuro próximo comenzaran
a abastecernos.
Un buen cazador en nuestras circunstancias debía
saber orientarse, manteniendo la atención en la búsqueda
de la presa; conocer las costumbres, gustos alimenticios,
huellas, olor y sonidos característicos de los animales;
tener, por lo tanto, olfato, vista y oídos agudos. Y natural­
mente, saber desplazarse con sigilo y tener buena puntería,
no pocas veces bajo el acoso de plagas y sin estar el objetivo
quieto ni visible. Se autorizaban dos tiros por cazador.
La regla era "animal por tiro disparado." Generalmente
utilizábamos rifles 22 y escopetas calibre 12, 16 y 20. Y una

229
jomada completa solía ocuparse para obtener la carne. Pero
había días de suerte en los que rápidamente lográbamos
resultados. También hubo ocasiones en que los animales
llegaron al campamento. Es más, a la misma cocina y no
uno sino varios ejemplares. Entonces abundaban las bro­
mas del colectivo y los alardes de los mejores tiradores:
"Dispará con los ojos cerrados", "no gastés bala, mejor
lazalo", "¿cuál puerco quieren, éste o aquél?", "¡hacete
a un lado cocinero porque en la olla va a caer el pajuil!",
"¿quieren comer pava o mono?". Y acto seguido caían dos,
tres y más piezas. Los animales que más comimos fueron
venados cola blanca y huitzitzil —cabrito—; tamborcillos o
coches de monte, jagüillas, monos rugidores, tepezcuintles,
micoleones, pizotes, armadillos, pajuiles, pavas, guancolo-
las y diversas serpientes. Pero ocasionalmente también nos
alimentamos con dantas, jaguares, monos araña, viejos de
monte, brazo fuerte —también llamado oso hormiguero—,
iguanas, tortugas entre otros. Y alguna vez probamos el
rey zope, la garza, el loro. Aunque nuestra sobrevivencia
dependía frecuentemente de cazar lo que tuviéramos al
alcance, este recuento me hace cobrar conciencia de que
también nosotros contribuimos a la depredación.
Un buen pescador sabía identificar los puntos de las
corrientes donde suelen agruparse los peces; así como la
época en que algunas especies descienden los ríos me­
nores, pasando por puntos donde casi no hay agua y sí
numerosas piedras. Asimismo debía tener paciencia para
permanecer horas quieto y silencioso en un mismo lugar,
soportando estoicamente la plaga de turno. Como solía­
mos pescar en áreas donde nadie más lo hacía, los peces
mordían fácilmente —a veces sin necesidad de camada—;
o los capturábamos en gran número con atarraya. Y en
determinadas oportunidades emboscábamos machacas
o macabiles, cuando éstos descendían las corrientes.

230
En tales casos nos ubicábamos machete en mano en las
partes bajas y pedregosas, luego del descenso de alguna
creciente. Preferíamos pescar mojarras y machacas, pero
no despreciábamos los juilines, bagres, pezcoches y pezla-
gartos. Pescábamos en ríos pequeños y medianos, pues
los grandes los evitábamos por razones de seguridad.
Sin embargo, cuando los cruzábamos por las noches o en
las madrugadas del verano, quienes nos transportaban
se valían de tridentes para capturar con gran destreza
peces, cangrejos, langostinos y camarones, los cuales nos
obsequiaban generosamente. Pero la pesca más frecuen­
te era con anzuelo. Los pescadores disponían de dos de
estos instrumentos, pues obtenerlos era tan difícil como
cualquier otro producto industrial. De ahí que debiéramos
garantizar su preservación. La regla era "anzuelo trabado,
anzuelo rescatado". Como varios meses del año el agua
estaba turbia y llena de palazones, espineros y matas que
las crecientes arrastraban, los anzuelos se enredaban va­
rias veces en una jomada. Por eso era necesario que uno de
los pescadores supiera nadar. Esta ingrata tarea implicaba
exponer el cuerpo a las plagas y sumergirse múltiples ve­
ces. Unas para seguir con el tacto la cuerda hasta localizar
el arponcillo; otras directas al punto donde se encontraba
éste para destrabarlo. A cada salida del agua debíamos
vestirnos con la velocidad del rayo para reducir los pi­
quetes que, según la temporada, podían ser de tábano o
de alguna especie de mosquito. Entre éstas destacaban el
mosquito transmisor del paludismo, el transmisor de la
leishmaniasis —mosca chiclera—, el vector del colmoyote
y un mosco minúsculo que llamábamos jején. En tiempo
de lluvias, además, no abundaba la pesca. Pero en verano
aportábamos ensartas que proporcionaban raciones sus­
tanciosas para uno o más tiempos de comida.
Un buen recolector era aquél conocedor de plantas,
frutos, semillas, raíces y hongos comestibles; aquél que

231
tenía habilidad para reconocer sus hábitats y temporadas
de producción. También debía tener sentido de orienta­
ción. Nuestras limitaciones alimenticias fueron tales en esa
temporada, que recurrimos a la recolección de guapinol,
coquito de corozo, piñuela y cogollo de manaco, que
normalmente despreciábamos.
Pero la mayoría lográbamos cazar, pescar y recolec­
tar nuestro sustento gracias a la abundancia, a la suerte y
al empeño que poníamos. La costumbre era que quienes
realizaban esas tareas entregaban el producto listo para ser
cocinado. Cuando las piezas eran numerosas se sumaban
voluntarios, que nunca faltaban, al destace o limpia. Esta
labor la realizábamos con rapidez porque enjambres de
moscas verdes aparecían donde había animales sacrifica­
dos y depositaban en ellos cientos de larvas que en pocos
minutos se convertían en gusanos blancos que infestaban
la carne. Algunas veces los buscadores del alimento silves­
tre no volvieron porque se extraviaron. Y esto le sucedió
incluso a quienes mejor se orientaban, pues al concentrar
la atención en el objetivo solían hacerse movimientos
y cambios de dirección que la memoria no registraba.
Afortunadamente todos los extraviados aparecieron días
después, luego de pasar peripecias cuya narración era el
deleite de la colectividad.
Superada la fase in icial —estab lecim ien to ,
abastecimiento para una larga temporada, reconocimiento
del terreno, apertura de rutas secretas hacia las áreas po­
bladas y realización de los primeros contactos—, pasamos
a una segunda fase de trabajo. Esta consistía en una labor
de reclutamiento selectivo, organización y politización
de la población pobre. Entonces pequeñas patrullas nos
establecíamos en lugares secretos próximos a las vivien­
das y los trabajaderos para abordar a los campesinos en
el momento oportuno. Mientras tanto, otros avanzaban
en las exploraciones de áreas más pobladas, recabando

232
información de todo tipo y abriendo nuevas rutas hacia
las urbes. Alcanzado cierto grado de arraigo entre la pobla­
ción, dejábamos a varios miembros del destacamento
como organizadores. Con el tiempo y el trabajo sostenido
llegábamos a crear estructuras clandestinas locales y redes
de colaboradores. Entonces partíamos hacia otras zonas a
repetir el mismo ciclo.
La noticia de nuestra presencia se irradiaba entre
la población pobre. Y desde lugares lejanos recibíamos
cartas conmovedoras que llegaban de mano en mano.
Luego de contarnos las penas e injusticias que sufrían,
nos pedían enviar a uno de nosotros a sus localidades
con el compromiso, por parte de ellos, de "alimentarlo,
alojarlo y protegerlo", para que les enseñáramos las ideas
de la revolución y cómo organizarse para la defensa de
sus derechos. La mayoría de los problemas tenían que ver
con usurpaciones de tierras por parte de terratenientes y
autoridades; con abusos y crímenes de los comisionados
militares; con trámites y gestiones que no prosperaban.
Nosotros estábamos lejos de poder satisfacer esas deman­
das. Con grandes dificultades avanzábamos paso a paso
en los lugares aledaños a nuestra ubicación. Entonces nos
embargaba un sentimiento de impotencia.

233
MÁS ALLÁ DE LOS CAMINOS

Varios meses después de trabajar separados, los miembros


del destacamento nos reunimos de nuevo. Fue nuestra
columna la que, esta vez, debió desplazarse más días para
llegar al punto de reunión. Dejábamos atrás una etapa
de enormes esfuerzos y trabajo cuyos frutos tardarían en
evidenciarse. Habíamos laborado en condiciones especial­
mente precarias: raciones magras, intenso trabajo físico
y trasiego de pesadas cargas, largos desplazamientos y
difíciles exploraciones del terreno, desgaste extremo de
ropa y calzado. No pocos teníamos los pies infestados de
hongos, porque el agua les penetraba constantemente a
causa de las lluvias torrenciales, los numerosos aguaño­
nes y el deterioro del calzado. Y para eliminar ese mal se
necesita sequedad, ventilación y sol que durante esa tem­
porada no pudimos satisfacer. Además, los antimicóticos
se nos agotaron. Así que al iniciar la marcha de retorno
mis pies estaban llagados, enrojecidos y con el roce de las
botas me ardían como si estuvieran quemados.
A fines de noviembre de 1976, semanas antes de
reunificarnos, nos enteramos del supuesto accidente aéreo
del padre Guillermo Woods, de la orden de Maryknoll.
Trabajaba con parcelarios de origen huehueteco asentados
en El Ixcán, donde residía. No tenía relación alguna con
nosotros, pero estaba identificado con los campesinos y
tenía vínculos en la capital y en Estados Unidos, de donde
era originario. De allí que fuera un testigo inconveniente
de las atrocidades que el ejército comenzaba a ejecutar
en la región.
Cierto día tuve un altercado con un compañero
indígena. Él estaba encargado de apoyar en sus necesida­
des básicas a un enfermo de su misma etnia. Pero esa vez,

235
en lugar de llevarle la comida en cuanto estuvo servida,
como acostumbrábamos, se dedicó a comer la propia y
colocó descuidadamente el plato del compañero donde
le saltaba fango de las pisadas de quienes nos movilizá­
bamos por ahí. De manera que le llevaría la comida fría y
pringada de lodo. El compañero no era novato, y él mismo
había sido atendido con solicitud cuando lo necesitó. Y en
aquel mundo de privaciones y peligro, el compañerismo
y el respeto entre nosotros jugaban un papel destacado
para mantener la unión y la moral en alto. Su actitud me
indignó tanto que muy enojada le hice ver su desconsi­
deración. Él se molestó por el llamado de atención, y de
mal modo llevó la comida al enfermo, murmurando quién
sabe qué cosas. Al día siguiente partió con una patrulla por
varios días y no se despidió de mí, evitándome adrede. La
tarde en que la unidad retornó al campamento me encon­
traba copiando a máquina unos materiales de formación.
Lo hacía en mi puesto y, por la urgencia de terminarlos
antes del anochecer, no me levanté a recibirla como era
costumbre. Pero pronto vi aparecer a este compañero en
el trillo que unía mi lugar con la cocina. Con la mochila
aún a cuestas avanzaba sudoroso y a paso rápido hacia
mí, con una flor blanca en la mano. La llaman mariposa, y
en efecto parece un ramillete de esos bellos lepidópteros.
La produce una mata que crece en lugares sombreados y
húmedos, cerca de fuentes de agua. "Tomá, te la traje a
vos" fue todo lo que me dijo, con voz imperativa y rostro
adusto, y se retiró por donde había llegado. Me conmovió
su gesto porque era un compañero altivo. Además, no
era usual en el destacamento llevar flores a alguien. Los
enamorados o amigos solían obsequiarse frutos silvestres
o caramelos atesorados después de alguna repartición. El
incidente de días atrás me había dejado sabor amargo,
tanto por su proceder ante el enfermo como por la forma
en que me dirigí a él delante de todos. La presencia de

236
la flor me decía que la concordia había vuelto a nuestra
relación. Paco era un joven ixil moreno y fornido, de
mirada directa y traviesa. Recién integrado mostraba un
acendrado localismo. Inteligente, inquieto, extrovertido;
pronto destacó por aguerrido y audaz. Me había corres­
pondido enseñarle a leer y escribir, y también observar
su evolución de combatiente y futuro mando. Es de los
compañeros que más retengo en la memoria por su viva­
cidad. Lo recuerdo deletreando y llevando el dedo índice
debajo de las palabras que descifraba; o avanzando con
aquellas mariposas blancas en la mano. En 1981, antes de
alcanzar los 23 años de edad, murió en el Frente Augusto
César Sandino, ubicado en el altiplano central.
Fuimos la primera columna en llegar al campamento
anfitrión. En él se encontraba el grupo que había queda­
do en la zona de más antiguo y sedimentado trabajo de
organización. Por lo tanto, con mejores condiciones de
abastecimiento, comunicación y seguridad. Estaba bajo
la conducción de un miembro de la Dirección Nacional,
de un veterano del destacamento y del responsable de
organización en esa zona. Nadie del mando había sido
asignado a ese grupo por considerarse que los compa­
ñeros mencionados suplirían su función y, en cambio,
la presencia de sus integrantes era más necesaria en los
otros grupos. La responsabilidad de este agrupamiento
era consolidar política y organizativamente la zona,
extender el trabajo a las áreas aledañas y fortalecer los
corredores logísticos. Y, naturalmente, impulsar el trabajo
de formación dentro del contingente guerrillero. Pero un
vistazo al campamento y pocas horas de convivencia fue­
ron suficientes para darnos cuenta que el trabajo no había
sido realizado. El panorama que ofrecía esta colectividad
era decepcionante. La desmovilización era completa: sin
medidas de seguridad, las armas no siempre se llevaban
consigo; se escuchaba música simultáneamente en varios

237
radios y a cualquier hora; no se levantaban los puestos
de dormir y las pertenencias de cada quien estaban de
cualquier manera; no se desplegaban actividades de
formación de ningún tipo, ni siquiera de alfabetización;
tampoco habían realizado adiestramiento militar. No
había horario para levantarse y cada quien hacía lo que
quería durante el día. La comida abundaba y algunos
productos se consumían al gusto. Efectivamente, estaban
en el punto con mejores posibilidades de abastecimiento,
pero también habían invertido bastante tiempo y esfuer­
zos en ello, en detrimento del trabajo que tenían asignado.
Los responsables se habían dedicado fundamentalmente
a abastecer en grande al grupo, a impulsar vida social
con la población, especialmente visitando muchachas y
organizando fiestas; le habían dedicado buen tiempo al
descanso y a la cacería mayor. Quienes recién llegamos
todavía alcanzamos a comer carne de jaguar y de danta
por la que ningún residente mostraba interés.
Este grupo tenía a su favor, y lo hacía sentir, el de-
rribamiento de un helicóptero del ejército pocas semanas
atrás. Casualmente se les había puesto a tiro durante una
propaganda armada y lo atacaron. Cuando el aparato cayó
a tierra varios compañeros desenfundaron sus machetes
y le asestaron golpes, comprobando con admiración y
beneplácito que el filo de los mismos penetraba el metal
en varios puntos. La integridad de la tripulación —dos
oficiales— había sido respetada y se le liberó luego de
conversar con ella. Pero la nave fue desmantelada de lo
que podía ser de nuestra utilidad y curiosidad. De los cin­
turones de seguridad, por ejemplo, se hicieron numerosos
arneses y mecapales que llamamos de helicóptero.
Los otros grupos habíamos realizado trabajo en zo­
nas débiles o nuevas, cuyos frutos tardarían en palparse. Y
el régimen de vida que habíamos llevado era contrastante
con el del anfitrión. Aunque contaba con el respaldo de la

238
dirección, incluyendo al responsable de ese grupo, para
el mando fue incómodo retomar el control del conjunto
reunificado y hacer valer de nuevo la disciplina política y
militar reglamentaria e igual para todos. No pocos com­
batientes, especialmente novatos o conflictivos de uno y
otro grupo, comentaban entre sí los hechos y compara­
ban. Y algunos lamentaron no haber sido asignados al
grupo relajado. Los que habíamos cumplido con nuestro
trabajo, sobreponiéndonos a las difíciles circunstancias y
exigiendo a nuestras colectividades esfuerzos enormes,
estábamos indignados y preocupados ante este choque
de concepciones y estilo de trabajo. No eran nuevas las
diferencias, pero sí primera vez que cristalizaban en toda
su crudeza. Y esto agudizó las contradicciones en el seno
del destacamento, especialmente entre el compañero de
la dirección y el veterano que habían quedado allí y los
otros dirigentes y el conjunto del mando. Los hechos nos
daban la razón en numerosos aspectos, pero pocos com­
pañeros tenían conciencia de los problemas de fondo. Y
sólo los miembros de dirección y una parte del mando
los criticamos. Varios que desaprobaban su proceder se
abstuvieron de expresarlo para evitar su malquerencia.
Y numerosos miembros de la base simpatizaban con los
compañeros cuestionados, porque eran obsequiosos,
dicharacheros y temerarios en las acciones militares. El
mando, sin embargo, restableció el régimen de seguridad,
la disciplina de trabajo, las actividades de formación y, a
través del equipo de abastos, la racionalización en la ad­
ministración de los recursos. En pocos días nuestra vida
colectiva retomó su cauce habitual.
La reunificación y el funcionamiento colectivo de los
organismos de conducción y de los equipos, que habían
estado disgregados, introdujeron nueva fuerza política y
moral a todos; las actividades que implementamos esti­
mularon y generaron entusiasmo; el abastecimiento básico

239
se estabilizó para todos, mejorando la dieta, la vestimenta
y el calzado de quienes habíamos vivido meses de pre­
cariedad. Algunos de nosotros desechamos pantalones
irreconocibles de tanto parche que tenían superpuesto. Y
estrenamos botas quienes las teníamos rotas. Reorganiza­
do el destacamento nos trasladamos a otro lugar.
El nuevo campamento estaba ubicado en un área con
numerosos vestigios de construcciones antiguas. Contaba
con una hermosa y sombreada poza, donde impulsamos
clases de natación y sometimos a prueba pequeñas balsas.
Normalmente quienes procedían de la costa y la selva
sabían nadar; pero quienes provenían del altiplano no.
También construimos infraestructura para implementar
diversas actividades. Reanudamos los cursillos de forma­
ción para dirigentes comunales, quienes llegaron a pasar
una temporada con nosotros. También reiniciamos los
cursillos de combatientes y cuadros organizadores.
Lo primero que ubicaron los combatientes jóve­
nes en el nuevo punto fue un bejuco fuerte que sirviera
de columpio para la diversión colectiva. Casualmente
lo encontraron junto al puesto de cocina y su línea de
oscilación pasaba sobre el torrente que corría a su lado.
Antes de haber concluido las disposiciones de instalación,
y todavía acalorados por la marcha, comenzó el retozo.
La mayoría nos columpiamos, aunque fuera una vez, so
pena de perder créditos y ser llamado viejo por la mucha­
chada. Prevalecía la idea de que ser viejo era sinónimo de
aburrido y triste.
En los cursillos utilizamos antiguos y nuevos materia­
les de formación, elaborados a partir de las necesidades
que enfrentábamos en la práctica y de los objetivos que
como organización nos proponíamos. Entre los documen­
tos nuevos estaban: Nuestra Concepción Militar, Diez Ideas
Principales del EGP, Las clases y la lucha de clases, Nuestra
Revolución, El Poder Local, Los Hombres y las Abejas (sobre

240
nuestro estilo de trabajo), Las Ocupaciones Revolucionarias
de Tierras, La Reforma Agraria, Cómo es nuestra sociedad y qué
debemos hacer para cambiarla, Estructura del Estado Guate­
malteco, La Táctica Guerrillera, Las Tres Abuelas que se fueron
a la Montaña (basado en una leyenda chuj). También re­
produjimos extractos de textos como El Hombre y el Arma,
de Vo Nguyen Giap y documentos sobre la formación de
los cuadros del Presidente Ho Chi Minh. Sin embargo,
hacíamos nuestro trabajo en función de desarrollar y
sustentar la guerra de guerrillas. Forma de lucha a la que
le dábamos prioridad; mientras que fue menor la labor de
impulsar formas de lucha reivindicativa y propiamente
política. Este hecho, sin embargo, no estaba determinado
sólo por nuestra mentalidad, sino también porque tal era
la demanda de la población. Querían la lucha armada,
pues cada vez que habían impulsado luchas reivindica­
tivas y políticas, respaldándose en la ley y la justicia, no
sólo habían fracasado sino los habían reprimido.
Entre los libros que circulaban por esos días recuer­
do: El Poema Pedagógico, de Antón Makárenko; El Águila
y la Serpiente, de Martín Luis Guzmán; El Mundo del Mis­
terio Verde y La Mansión del Pájaro Serpiente, de Virgilio
Rodríguez Macal; Espartaco y Mis Gloriosos Hermanos, de
Howard Fast; El Viejo y el Mar, de Ernest Hemingway; El
Principito, de Antoine de Saint-Exupéry; La Rebelión de los
Colgados, Puente en la Selva, El General y Gobierno, de Bruno
Traven; País de las Sombras Largas, de Hans Ruesch; México
Insurgente, de John Reed.
En relación con el trabajo de formación entre los
combatientes, el mando decidió preferenciar a aquellos
compañeros de reciente incorporación o que habían
pasado el último período sin preparación política ni fun­
cionamiento orgánico. De manera que las tareas prácticas
y operativas recayeran durante las primeras semanas en
los compañeros más conscientes y sólidos. Sin embargo,

241
alrededor de este criterio se suscitó una confrontación
entre miembros del mando y unos veteranos con respon­
sabilidades organizativas en la región. Ellos opinaban
que lo primero que debíamos hacer con los nuevos era
incorporarlos a las tareas prácticas fuera del campamento
"para que se chingaran". Mientras que priorizar su for­
mación política era para estos compañeros algo así como
otorgarles un derecho o un privilegio que no se habían
ganado en la práctica. Decían resentidos: "A nosotros
nadie nos dio formación cuando comenzamos y nos llevó
la gran puta"; "quien más se ha chingado tiene más de­
rechos y autoridad" y cosas por el estilo. Querían hacer
de las deficiencias y errores pasados, virtudes. Olvidaban
qué necesitaba más nuestra organización; evidenciaban
celos y temor de ser superados por la nueva generación
de guerrilleros. Efectivamente, quienes así opinaban eran
compañeros firmes, valientes, entregados. Pero eso no era
suficiente para responder a los retos que enfrentábamos
como luchadores y políticos revolucionarios. Por otra
parte, los nuevos éramos sus compañeros, no sus rivales;
éramos refuerzo al trabajo que los desbordaba. Y todos
necesitábamos elevar nuestra calidad política.
Contradictoriamente, esos veteranos demandaban
para los trabajos que dirigían a quienes mayor desarrollo
político iban alcanzando. Y cuando el destacamento se
encontraba lejos de sus puestos de trabajo, nos enviaban
a los nuevos reclutas para que les diéramos formación y
pasaran experiencia organizativa con nosotros. Al mismo
tiempo, estos compañeros estaban inconformes con que
dos mujeres, y no veteranos, formáramos parte del mando
del destacamento. Consideraban que el mismo debía ser
exclusivamente militar y que a ellos les correspondía esa
función. No contemplaban las dimensiones ideológica,
política y organizativa que también entrañaba esa función
en todo orden de la vida colectiva. Tampoco apreciaban

242
las funciones organizativas, netamente políticas, que
ellos tenían asignadas. Este descontento afloraba una y
otra vez en situaciones informales, actitudes y estilos de
trabajo. Y a veces también en interferencia de funciones.
Su oposición oblicua y su periódica hostilidad nos llegó
a encabronar varias veces a las mujeres del mando.
Por ese tiempo mi hijo cumplió tres años de edad.
Llevaba casi dos sin verlo y por las dificultades en la
comunicación sólo sabía esporádicamente de él, a través
de cartas que su padre me enviaba. En ellas me contaba
extensamente sobre el niño y me exhortaba a no preocu­
parme por su situación y desarrollo. También me adjun­
taba hojas garabateadas por él. Pero por los riesgos que
entrañaban los correos clandestinos, sólo me envió una o
dos fotografías suyas. Yo las contemplaba por unos días y
luego las enterraba en alguna parte, porque no teníamos
lugares seguros ni de retorno. Y no pocas fotos habían
caído en manos del adversario. Tampoco conocía su voz,
ni su modo de ser. No sabía cómo corría y reía. Cuando
trataba de imaginarlo en sus cambios físicos y evolución de
su personalidad, sólo lograba recordarlo como era cuando
lo dejé. Sin embargo, confiaba en que crecía sano, contento,
rodeado de cariño. Y quizás aprendiendo a quererme de
alguna manera. Por mi parte, cada vez que tenía oportu­
nidad le mandaba dibujos, cartas, recuerdos del hábitat
donde me encontraba: plumas coloridas, colmillos, pieles
o algún juguete rústico. Y mientras llegaba el día de reen­
contrarnos, me vestía de madre con su recuerdo.
A las pocas semanas de habemos reunificado, un
grupo de combatientes pidió autorización para realizar
un baile. Era una demanda nueva y había opiniones
encontradas en los organismos responsables sobre cómo
proceder. Quienes opinaban en contrario del permiso
consideraban que tal práctica no debía ser admitida en
una unidad guerrillera porque relajaba la disciplina; que

243
autorizarlo era ceder ante quienes en el pasado reciente
se habían desmovilizado e incumplido con sus responsa­
bilidades; que permitirlo podría acarrearnos problemas
políticos tanto dentro de la organización, como entre la
población. Quienes opinaban a favor consideraban el
hecho de que habíamos logrado reencauzar satisfactoria­
mente a la colectividad y retomar la conducción general,
según nuestros lineamientos y acuerdos orgánicos; que
en el destacamento prevalecía un ambiente de disciplina,
laboriosidad y camaradería general; que la actitud positi­
va en el nuevo contexto de quienes solicitaban el permiso
era un hecho; que la colectividad había estado trabajando
duro y sostenidamente y tenía derecho a darse un gusto.
También se consideró que la juventud guerrillera, como
cualquier otra, necesitaba actividades de esparcimiento;
que vivíamos en circunstancias de permanente rigor, lo
cual hacía más necesaria la recreación. Y la fiesta que
demandaban era una forma de lograrlo. Pero también
se consideró la precariedad de la correlación de fuerzas
internas. Por lo que autorizar el baile podía contribuir a
neutralizar ciertas posiciones que nos acusaban de negar
la alegría, contraponiéndola hábilmente a la disciplina.
Podíamos ser flexibles en este asunto sin afectar el curso
y los parámetros esenciales de nuestro trabajo. El baile se
aprobó esa y otras veces.
Personalmente no era partidaria de los bailes en
nuestras circunstancias. Pero, aunque inicialmente me
manifesté en contra, finalmente estuve de acuerdo por
las razones que se dieron durante la discusión. El evento
consistía en que al final del día en lugar de la acostumbra­
da reunión política o cultural, se autorizaban una o dos
horas de música y quienes lo desearan participaban en el
convivio. Con mi compañero estuvimos presentes en ese
primer baile, aunque varios responsables no lo hicieron
y criticaron nuestro proceder. El ambiente era de alegría

244
y entusiasmo. La danza no era nuestro fuerte pero nos
incorporamos a ella. Esa vivencia me ayudó a flexibili-
zar el pensamiento ante ciertas situaciones humanas y
sociales que vivíamos. Cobré conciencia de que el baile
era una forma, accesible para nosotros, de satisfacer entre
la juventud del destacamento necesidades del espíritu y
del cuerpo. Y fue evidente que tal actividad mitigaba las
fuertes dosis de tensión y privaciones de nuestra vida
cotidiana. Por otra parte, siempre fueron eventos espo­
rádicos que, en lo que me tocó conocer, no implicaron
violación de medidas de seguridad, abandono de tareas,
ni relajamiento de la disciplina. Además, somos un país
con población mayoritariamente joven —por debajo de
los 20 años—, Y no hay lucha posible por un futuro me­
jor sin la participación masiva y decidida de los jóvenes,
incluso de los niños. Ojalá no tuviera que ser así, pero esa
es nuestra realidad.
Recuerdo, por lo que me hicieron reflexionar,
fragmentos de la letra de algunas canciones que esa vez
se bailaron con más entusiasmo. Una decía: "¿Qué pasa
en el mundo y en la humanidad que el joven de ahora no
puede vivir en paz?..." y la interpretaba un conjunto lla­
mado Los Guaraguao. Otra decía así: "Oye, abre tus ojos,
mira hacia arriba, disfruta las cosas buenas que tiene la
vida...". Esa noche se bailaron desde sones hasta rock, en
medio de la risa y la picardía más desbordantes de las que
tengo memoria. Al retirarnos a dormir comentamos con
mi compañero lo inimaginable de numerosas situaciones
que, como ésta, debíamos experimentar y sopesar dentro
del oficio. En realidad nos atañía todo lo que se refería al
ser humano y su vida en colectividad.
Otras veces, hasta lo aparentemente más inverosímil
se convertía en motivo de acaloradas discusiones, no exen­
tas por ello de sentido del humor. En cierta oportunidad,
por ejemplo, alguien de la población nos encargó un mono

245
araña para mascota. Como nuestra conciencia ecológica
era nula, solíamos atender estas ocasionales solicitudes
cuando la situación lo permitía. Un buen día, ya lejos de
la vivienda del solicitante, matando a una mona unos
compañeros capturaron un monito araña que todavía
mamaba y era incapaz de valerse por sí mismo. Decían
que era la edad ideal para domesticarlo. Si bien a algunos
nos desagradó el hecho por cruel, no fue sino un senti­
miento pasajero y contradictorio. Pues la perspectiva de
complementar nuestra dieta con carne, sumada a nuestra
inconsciencia ecológica, neutralizaba la reflexión al res­
pecto. Sin embargo, poco tiempo después, un miembro de
dirección trazó la política de no seguir matando animales,
sino por extrema necesidad alimentaria. Y de ninguna
manera para obtener mascotas o simplemente porque
estaban a tiro como sucedía algunas veces.
Debimos andar con el simio varios meses, antes
de que alguna patrulla nuestra pasara por la casa del
campesino. Sin embargo, sobraron voluntarios, todos
varones, para criar y educar al huésped. Este chillaba
como bebé y sólo se tranquilizaba si estaba prendido a la
melena de alguno durante el día, y si dormía en el regazo
de otro durante la noche. En este último caso fue nece­
sario ponerle un trapo grueso a modo de pañal, porque
invariablemente se orinaba y zurraba sobre su tutor. Pero
había otras implicaciones: sólo teníamos harina de maíz
y no había modo de que el monito la quisiera probar; y
en las formaciones, reuniones y entrenamientos, más tem­
prano que tarde el mono concentraba la atención de los
presentes con sus travesuras y actitudes. Tales actividades
se volvían risas y comentarios traviesos en los que hasta
los más serios y disciplinados terminaban envueltos. El
mando intervenía para poner orden, pero no pasaba mu­
cho tiempo sin que el jolgorio se hiciera presente de nuevo.
Entonces hasta la dirección se involucraba, y se armaba

246
la discusión alrededor de la presencia de este congénere
en un destacamento guerrillero: ¡Suéltenlo y que se vaya
a la chingada! dijo un dirigente. No, porque está muy
pequeño para valerse por sí mismo y moriría, replicó
alguien del colectivo. Vean que el compañero que nos lo
encargó es muy bueno, agregó otro. Entonces amárrenlo
a un palo en la orilla del campamento, donde no sabotee
nuestro trabajo. No porque chilla y hasta se puede ahorcar,
respondía una voz. ¡Que se ahorque! gritaba alguno. No
seás desgraciado, él no tiene la culpa de que lo hayamos
traído con nosotros, contestaba indignado otro. Ya van
varios días y no quiere comer harina de maíz, intervenía
con preocupación alguien. Cuando le apriete el hambre
lo va a hacer, así como lo hemos hecho nosotros, excla­
maba otro más. Yo creo que debiéramos darle una cuota
de leche diaria como se hace con el compañero herido y
con el convaleciente, decía convencido alguno. Eso no
puede ser porque sólo tenemos un bote de a libra, no hay
otra cosa qué darles y ambos están muy débiles. Claro,
afirmábamos unos, cómo vamos a comparar la vida y la
salud de dos revolucionarios con la de un mono. Pues
tiene tanto derecho como ellos porque su madre ha sido
víctima nuestra, replicaba alguien.
A todo esto, unos ya estaban enojados por la disper­
sión en el asunto del mono; mientras otros se divertían
a lo grande poniéndole leña a la discusión. Y el monito,
quien para entonces ya tenía su propia mochilita, toldito
y hamaquita, miraba hacia uno y otro lado con sus ojos
muy abiertos, como si entendiera que en aquel mereque­
tén se jugaba su futuro. Entre los que no participaban en
la batahola y sólo observaban pacientemente a la espera
de que se reanudara la actividad interrumpida, estaba
el compañero mam que había adoptado al mono. Era el
combatiente de más pequeña estatura y más callado entre
nosotros. Su esposa estaba privada del habla y vivía con

247
sus hijos y familiares en un rancho próximo al río Ixcán.
Fue él quien pacientemente le confeccionó su equipo mi­
litar y estuvo siempre pendiente de con quién andaba el
huésped durante el día o en las noches.
Lo cierto es que el primate era el chinchín de varios
combatientes y se llenó de mañas como un niño consen­
tido. Sobrevivió al trauma de su prematura separación
de la madre; aprendió a comer harina y otros alimentos
humanos mientras le llegó la edad de comer frutos, co­
gollos y hojas como los adultos de su especie. Para que
no siguiera perturbando nuestra actividad diaria se le
amarró a un árbol en la periferia del campamento durante
el día. Pues, obviamente, se prohibió su presencia en toda
actividad, salvo las comidas y horas de descanso. Al caer
la noche se le trasladaba al puesto de dormir de su padre
adoptivo, quien a veces lo acostaba en su hamaquita y lo
mecía desde lejos por medio de una liana, ya que nues­
tras actividades continuaban hasta entrada la noche. El
mono se quedaba tranquilo en ambos lugares, siempre
que no percibiera la proximidad de alguien. Bastaba que
escuchara una voz o que sintiera pasos para empezar a
chillar como condenado, hasta que lo abrazaban o ins­
talaban en alguna cabellera. No faltó quien exclamara
contrariado ante vivencias como éstas: "¡Sólo a nosotros
nos pasan estas cosas!" o "¿Qué desgracia o problema no
nos toca vivir?".

248
LAS NIÑAS DE LA BANDERA

A partir de 1975, el ejército lanzó crecientes ataques contra


la población civil de la selva. Y su presencia aumentó con el
desarrollo de nuestras acciones y de la lucha política de la
población contra la represión. Mientras tanto, nosotros no
contábamos con zonas liberadas, ni estábamos en capaci­
dad de lograrlas. El ejército podía movilizarse, instalarse y
operar en cualquier lugar en cuestión de horas. Reprimía
basándose en listas elaboradas por comisionados militares
y orejas locales. Nunca verificaba la información. La pala­
bra de estos individuos determinaba la condena a muerte
de cualquier persona. Y con frecuencia anotaban nombres
por las más variadas razones, no pocas veces movidos por
intereses personales, económicos y de poder. En virtud de
esta política contrainsurgente comenzaron los secuestros,
torturas y asesinatos. Los parcelamientos de Xaclbal y
Santa María Tzejá fueron de los primeros afectados.
Nuestra seguridad descansaba en la información que
la población organizada y el ejército nos proporcionaban.
Este último con el bullicio aéreo, las huellas, el ruido, el
movimiento de vegetación que producía a su paso. Así
como a través de los múltiples indicios que dejaba donde
acampaba, descansaba o se emboscaba. En los primeros
años era bastante torpe para operar. Sin embargo, la
conducción operativa estaba en manos de oficiales
fanáticos y brutales que veían a la población civil como
enemiga suya. Nuestra preservación dependía asimismo
de la sigilosidad, del estado de alerta permanente y de
la disciplina que observábamos. También de la mayor
velocidad con que nos desplazábamos en relación a la
tropa. Esta nunca logró igualamos, ni calcular con objetivi­
dad nuestra rapidez, capacidad de carga y resistencia.

249
En 1976 la población de la selva inició las denuncias a
nivel nacional. Participaron varias mujeres que habían perdi­
do a sus seres queridos. Pero pocas veces se logró que estas
luchas repercutieran y lograran sus objetivos —salvo el de
foguear a los participantes — debido a lo lejano y aislado
de la región y a que sus protagonistas eran campesinos
e indígenas pobres de las zonas periféricas del país. Casi
nadie ponía atención a sus denuncias y problemática
social. A la ciudadanía, a la prensa y a los políticos no
les preocuparon entonces los crímenes cometidos contra
esos guatemaltecos marginales y misérrimos. No vieron
en ellos el germen del terror de Estado que pronto no los
respetaría a ellos tampoco. Defender el derecho a la vida
y a la tierra de esos compatriotas era, desde entonces,
cuestión de principios ciudadanos.
Entre las movilizaciones locales que en aquellos
años se impulsaron hubo una motivada por el secuestro
de un parcelario. No era la primera vez que el ejército,
amparándose en la oscuridad y en la fuerza, secuestraba
en la selva. Y que, temprano, al día siguiente, llegara un
helicóptero a recoger a la víctima que luego desaparecía.
Esta vez, la población decidió sobreponerse al miedo
y exigir la liberación del campesino. De manera que la
misma noche del hecho varios vecinos se desplazaron
a los parcelamientos aledaños para informar y solicitar
apoyo. Al amanecer se había congregado una multitud
que enfiló decidida hacia el cuartel. A la cabeza iba la
esposa de la víctima. Al llegar al puesto militar formaron
una muralla humana a su alrededor y demandaron la
liberación del secuestrado. Los militares rastrillaron sus
armas y apuntaron amenazadoramente hacia la gente.
Y, como siempre, negaron una y otra vez ser los respon­
sables. Pero la firmeza de los manifestantes y el valor de
la mujer lograron rescatar al parcelario, quien efectiva­
mente estaba cautivo allí. Y es que cuando los soldados

250
apuntaron contra la multitud, la esposa de la víctima dio
varios pasos al frente, quedando muy cerca de la boca de
los fusiles, se descubrió el pecho y retadoramente le dijo
al oficial que dispararan; que todos sabían que el ejército
asesinaba al pueblo; y los llamó cobardes, repitiendo una
y otra vez con el pecho desnudo: "¡Disparen!". El valor de
esta mujer analfabeta y descalza elevó el enardecimiento
de los manifestantes, quienes arremolinados en torno al
puesto militar insistían en la devolución del campesino.
El oficial debió hacer cálculos de que si desencadenaban
una masacre ellos mismos no saldrían vivos de allí, pues
la multitud superaba en número y en valor a los soldados.
De manera que optó por liberar al secuestrado.
Entre los perseguidos había algunos vinculados a
nosotros, los menos. Pero el ejército hostigaba y provocaba
indiscriminadamente. Varios hombres debieron abando­
nar su hogar para salvar la vida y en esas viviendas la
mujer hizo de cabeza de familia. Entre ellas hubo quienes,
con el apoyo de la comunidad, aumentaron la producción
de la parcela. También algunas familias abandonaron la
región atemorizadas, pero la mayoría se resistió a dejarla
porque allí estaba su última esperanza de poseer tierra.
Entonces, fueran o no bases de la guerrilla, comenzaron a
esconderse cada vez que el ejército los agredía. Pero como
no tenían conocimiento del terreno selvático, ni víveres
para sobrevivir en él, el destacamento se constituyó va­
rias veces en refugio temporal para algunos pobladores.
Llegaban aterrorizados y hambrientos; la mayoría descon­
certados ante las acusaciones y desmanes de la tropa.
La esposa de un compañero no quiso abandonar
la región. Deseaba permanecer en ella para no perder
contacto con su marido y sus hijos mayores —una mujer y
un hombre — que se habían integrado al destacamento. La
que más pronto se sumó a la lucha fue la muchacha. Estuvo
entre las primeras mujeres incorporadas y de las que más

251
tiempo ininterrumpido permaneció en la montaña. Allí
aprendió a leer y escribir, se adiestró en primeros auxilios
y participó en el Equipo de Servicios Médicos. Luego se
incorporó el padre, quien llegó a desempeñar funciones
de cuadro medio, siendo durante un tiempo miembro
del mando. Al año se sumó el muchacho, quien se formó
como combatiente y posteriormente como mando de una
unidad militar. Eran ladinos originarios del oriente del
país. Antes de instalarse en la selva habían peregrinado en
busca de tierra donde vivir y cultivar. Sólo lo lograron en
El Ixcán. Habían llegado en la década del sesenta con un
hijo y una hija; en la selva les nacieron cuatro niñas. Fueron
de los primeros en tenderle la mano al destacamento
original. Sabían lo que era pasar penalidades y pusieron a
disposición de los revolucionarios su parcela, su pobreza
y su vida. Se empeñaron en producir más de lo que
necesitaban para compartir el fruto con quienes luchaban.
Tal nivel de producción sólo lo lograron con la fuerza de
trabajo de niños y adultos. La seguridad de la madre y las
cuatro niñas llegó a ser insostenible con el tiempo.
La dirección analizó el problema con el padre y los
hijos mayores. Se les presentaron varias opciones. Ellos
pidieron que la esposa y las hijas se adentraran en lo
profundo de la selva y se instalaran en un lugar remoto
con nuestra ayuda.
La salida del rancho fue difícil, pues el ejército lo
tenía emboscado. Esperaba que el esposo o alguno de
los hijos llegaran de visita. O que la señora se desplazara
para contactarlos en algún punto. Se debió montar un
operativo para rescatarlas; hubo balazos y persecución del
ejército. En la retirada la unidad guerrillera se dividió sin
pretenderlo. La madre, las hijas y algunos combatientes se
extraviaron. El resto de la unidad no logró recontactarlos
y oscureciendo volvió al destacamento sin ellos. Pasamos
horas de angustia e incertidumbre. La búsqueda se reanu­

252
dó al amanecer. Felizmente, al filo de la noche siguiente
aparecieron sanas y salvas junto a nuestros compañeros.
Habían pasado la noche acurrucados y en silencio entre el
monte, mientras el ejército merodeaba su escondite. Eran
cinco mujercitas, pues la madre era bajita y delgada. Y las
niñas tenían 2 , 5 , 7 y 10 años aproximadamente. Salvo una,
eran flaquitas y pequeñas en relación con su edad. Tenían
ojos de asombro y habían salido con lo que tenían puesto.
Estaban descalzas. Nos retiramos inmediatamente, pues
el ejército rastreaba el área y debíamos evitar un choque
con él. La marcha se emprendió bajo lluvia torrencial, y
salvo la niña de dos años, quien fue transportada por su
padre encima de la mochila, las demás caminaron igual
que nosotros. Nos partía el alma verlas, empapadas y
enlodadas, abriéndose paso con sus pies desnudos y
salvando obstáculos inacabables. Sólo al tercer o cuarto
día de marcha, cuando nos detuvimos en lugar seguro,
pudimos improvisarles ropa y caites. Mi compañero hizo
las sandalias de la más pequeña, utilizando, como los
demás, el hule de la parte superior de sus botas.
A la madre y a las grandecitas se las inició en la
alfabetización. Les dimos cuadernos y lápices, y traba­
jamos diariamente con ellas. A la compañera se le había
asignado un arma desde que llegó y a la mayor alguien
le fabricó un fusil de madera. Las pequeñas improvisaron
muñecas de palo, que sólo la imaginación y su ternura
permitían reconocer.
Finalmente ubicamos un lugar apropiado para
instalarlas. Quedaba a un día y medio de camino de nues­
tro último campamento. Múltiples exploraciones y el co­
nocimiento que teníamos de la selva daban garantía para
su seguridad. Cualquier incursión del ejército la sabríamos
con antelación y la población civil no se aventuraba en esas
soledades. Sin embargo, las instruimos en hábitos guerri­
lleros y les enseñamos los secretos de la sobrevivencia en

253
el mundo verde. Construimos para ellas un rancho, donde
acondicionamos un fogón y varios tapexcos para dormir.
Descombramos un espacio pequeño a manera de patio. A
cierta distancia de la vivienda construimos un depósito y
lo abastecimos con las provisiones que teníamos: aceite,
sal, maíz y azúcar. Les proporcionamos un rifle 22 y un
anzuelo; un machete, una lima para afilar, un molino,
dos ollas, trastes y cobijas. A la madre y a la niña mayor
se las inició en el arte de la caza, la pesca y la orientación.
Mientras tanto, seguimos avanzando en la lectura y la
escritura. De manera que pudieran estudiar por su cuenta
durante una temporada. También aprendieron algunas
canciones y juegos infantiles. Por iniciativa de la madre, o
quizás de los hijos mayores, programaron sus actividades
cotidianas, influenciados sin duda por la vida del desta­
camento, pero dándole su sesgo particular. Cada mañana
al levantarse, se formaban en el patio, izaban una bandera
de Guatemala hecha de pedazos de ropa usada, hacían
ejercicios y practicaban el plan de emergencia. Luego
asignaban a cada quien las tareas del día y, por último,
cantaban una canción. Lo hacían con un entusiasmo e
inocencia que conmovía.
Las dejamos en el corazón de la selva y retomamos a
nuestras ocupaciones. Para entonces habían transcurrido
dos meses desde que abandonaron la parcela. Durante ese
tiempo nos dimos cuenta que el tamaño de la madre era
inversamente proporcional a su valentía, determinación
y laboriosidad. Nunca la vimos decaída ni insegura. La
mayor de las niñas, una morenita delgada y agraciada, se
convirtió pronto en una hábil cazadora. En poco tiempo
cobró varios coches de monte, un armadillo y numerosas
aves. Quería integrarse al destacamento, pero le hicimos
ver que le faltaba edad. Y le prometimos que cuando
creciera lo consideraríamos de nuevo si todavía persistía
en la idea.

254
Cuando meses después las visitó una patrulla
nuestra, pudimos comprobar que estas cinco mujeres
se las habían arreglado para vivir en la jungla. Entre las
innovaciones que encontramos estaba una hortaliza. Para
hacerla habían aprovechado las semillas que al poco tiem­
po de establecidas les llevó el padre. El las visitó con un
compañero más. En una canoa con víveres y otros recur­
sos remontaron un río, tratando de abrir una ruta hacia
la vivienda. Luego caminaron dos o tres días, llevando
cada quien más de un quintal a la espalda. Nosotros lle­
gamos después guiados por la hija guerrillera, quien hizo
de punta de vanguardia durante las jornadas de marcha
que nos aproximaron al refugio. No había trillo ni señal
alguna en la mayor parte del trayecto, pero nos condujo
al punto sin errar el rumbo. Tenía entonces dieciocho
años de edad.
Seis meses después se les sacó de la región, pues
proveerlas era dificultoso. Y no era prudente descombrar
para sembrar, porque estarían vulnerables al control
aéreo. Entonces se despidieron de sus familiares y de
quienes compartíamos con ellos las vicisitudes de la lucha
para volver a su lugar de origen. La madre se integró a
la organización en otro frente de trabajo. Y años después
la niña cazadora, convertida en una joven, se incorporó
al destacamento.

255
EL HURACÁN INTERIOR

Los acontecimientos evidenciaban que se aproximaba la


confrontación armada y una escalada represiva contra
la población. Pero numerosos cuadros intermedios
y combatientes subestimaban la envergadura y las
repercusiones. Además, no se veía claro entre nosotros la
supeditación de lo militar a lo político, ni predominaba la
capacidad para relacionar el accionar de nuestro frente con
el conjunto de la organización y del proceso de lucha. Por
otra parte, la práctica demostraba que las mismas personas
no podíamos continuar abocándonos simultáneamente a
tareas políticas y militares. Pues unas y otras necesitaban
dedicación completa y especializada. Pero para deslindar
los organismos y las funciones era preciso alcanzar fases
de desarrollo más altas. Nos urgía, asimismo, crear
unidades militares y preparar mandos que se dedicaran
exclusivamente a combatir y a disputarle el control del
terreno al adversario. Sin embargo no estábamos en
capacidad de lograrlo, pues no acumulábamos recursos
humanos calificados. Y aunque introdujimos varios
lotes de armas, no fue posible uniformar ni mejorar
cualitativamente el armamento. Por otra parte, estaba
el frente que construíamos. Y a lo largo y ancho de su
territorio era necesario estructurar organismos políticos y
militares diferenciados del destacamento que los forjaba.
El frente estaba constituido por el conjunto de organismos
locales y regionales que dirigían a los colaboradores y
simpatizantes, y de los cuales la guerrilla obtenía reclutas,
abastecimiento e información.
En efecto, desde 1975 el originario destacamento
guerrillero de los fundadores se había incrementado
numéricamente, al recibir en su seno a cuadros de

257
distintas especialidades, a nuevos reclutas y aún a cuadros
organizadores locales que pasaban experiencia. Al iniciar
la nueva etapa de propaganda armada, en junio de 1975,
la dirección de la montaña se había propuesto convertir el
destacamento originario en una fuerza móvil estratégica
que fuera a su vez organizadora del frente, adiestradora
de combatientes y cuadros en las distintas zonas de
operaciones, y que ante todo constituyera una más
poderosa unidad de combate. Los dos objetivos primeros
se habían cumplido satisfactoriamente, pero la agrupación
no había sido capaz de constituirse en la fuerza militar
superior, aunque había realizado dos ataques exitosos.
Al contrario, al crecer espontánea y desordenadamente,
— con refugiados, cuadros organizadores que no
pudieron permanecer en sus localidades, compañeros mal
reclutados—, la guerrilla madre había perdido agilidad,
capacidad combativa y libertad de movimiento, y su solo
abastecimiento era trabajoso y complicado bajo situación
de ofensiva enemiga. Por otra parte, el manejo de la teoría
militar entre los dirigentes era desigual, y no contábamos
aún con una línea militar propia. Esa contradicción del
desarrollo fue el marco de los conflictos y divergencias
internas que estallaron en el curso de 1977, los cuales se
agudizaron al reunirse de nuevo las columnas dispersas.
Un aspecto del conflicto se originaba en el hecho de
haber creado un numeroso agrupamiento de combatientes,
cuando las grandes necesidades organizativas y políticas del
frente y del crecimiento obligaban a la dirección y a los prin­
cipales cuadros a concentrarse en labores de construcción
organizativa, de formación política y de logística. Pero,
como hemos consignado, las contradicciones también
se originaban en el choque de diferentes concepciones
político-militares y estilos de trabajo entre los dirigentes
y entre los cuadros. A ello se sumó la heterogénea e
insuficiente calidad política de los combatientes, quienes,

258
además, se multiplicaban geométricamente, mientras los
cuadros no se reproducían y, en cambio, se dispersaban
dentro del frente. El destacamento erogaba constantemente
compañeros a costa de su propia calidad. Inicialmente
confiamos en que el frente urbano nos proporcionaría
recurso humano calificado políticam ente, pero no
sucedió así. No teníamos entonces la capacidad política
y organizativa correspondiente a los objetivos que nos
proponíamos y a las dificultades que enfrentábamos. De
ahí que tampoco lográramos asir la complejidad de la reali­
dad que pretendíamos subvertir. Nuestros límites eran
superiores a nuestros alcances en relación a los ideales que
nos movían. En lo personal, permanentemente descubría
verdades que no sospechaba o que tenía encasilladas en
marcos estrechos que debía romper a fuerza de reflexión y
sensatez. O verdades que se transformaban en su contrario,
según fueran las circunstancias en que se daban los hechos.
Si no eran unos errores, eran otros los que debíamos
rectificar y evitar. Necesitábamos estar dispuestos a
transformar y profundizar ideas y valores constantemente,
muchas veces a ritmos vertiginosos y sin tregua. Lo más
difícil era ser crítico con uno mismo, pues se necesita más
fortaleza y rectitud para ello que para criticar a otros. Y
mayor valentía y firmeza de principios que para enfrentar
al adversario de clase.
Las bases igualitarias de convivencia, la participación
equitativa en las tareas manuales y en la defensa militar del
grupo, así como el compañerismo prevalecientes contribuían
a limar y superar las tensiones que inevitablemente se
suscitaban. Pero no eliminaban —porque no dependen
de la voluntad ni de las intenciones— las causas que
las producían. Así que, a pesar de la experiencia que
acumulábamos y de las bellas vivencias de humanidad
que protagonizábamos, estallaron los primeros hechos
conflictivos. La superación inmediata se logró mediante la

259
salida de la montaña y de la Dirección Nacional de uno de
sus integrantes. Era fundador del destacamento y veterano
de la Sierra de las Minas. Desde tiempo atrás, varios de
nosotros teníamos crecientes contradicciones con él. Y ello
afectaba cada vez más el trabajo. Sin embargo, la mayoría
de compañeros no se percataba de tales diferencias. Más
bien veían nuestras discusiones y roces como asunto de
organismos superiores, o como producto de problemas
personales. Debido a su estilo demagógico, dicho dirigente
gozaba de mucha aceptación entre la base. La correlación
de fuerzas numérica, si de eso se hubiera tratado, le
favorecía indudablemente a él y a quienes lo rodeaban.
La situación había llegado a un punto crítico sin que
pudiéramos actuar con probabilidades de éxito. Y él violaba
acuerdos, ignoraba planes y saboteaba los esfuerzos conjun­
tos en ese sentido, priorizando la promoción de su persona.
Pero dicho compañero protagonizó un incidente que dio
la oportunidad para actuar. Si bien no era novedad que
incurriera en este tipo de proceder, sí era la primera vez
que la colectividad se sentía afectada y se involucraba en
la discusión. Este conflicto permitió a los otros compañeros
de la dirección confrontarlo globalmente en el seno del
organismo. En esa situación la mayoría del grupo no le
daría el apoyo que él indudablemente buscaría. A partir
de allí se logró que la Dirección Nacional abordara el caso
y que, independientemente de lo que resolviera, satisficiera
la demanda de que dicho compañero saliera del frente
cuanto antes.
Quienes estábamos conscientes de que el problema
con él abarcaba la totalidad de su concepción, sabíamos
que la colectividad se había distanciado de su persona
por el incidente concreto. Y de ninguna manera porque
cuestionara sus ideas políticas y militares. De ahí que
temiéramos que, al pasar de los días, quienes compartían
el pensamiento y estilo suyo causaran nuevos problemas.

260
Efectivamente, pocos meses después afloró otra crisis.
Esta vez desencadenada por un veterano manipulador
y militarista. No era de la dirección, ni era miembro del
destacamento. Tenía asignado el trabajo de organización
en una zona, pero frecuentaba el destacamento para infor­
mar y consultar a la dirección. Él era trabajador agrícola
de origen, costeño, dotado de admirable inteligencia y
bueno para conversar. Cierta vez, estando de visita, hizo
labor entre algunos compañeros de la base. Y en una
reunión de las que solíamos realizar, él y su compañera
—quien sí era del destacamento— pidieron la palabra
para plantear señalamientos y descontentos, cuya respon­
sabilidad pretendieron adjudicar a mi persona, pero que a
todas luces concernían a la conducción global del trabajo
y a la dureza que la lucha en la montaña le imprimía a
nuestra vida. Sus protestas fueron retomadas por algunos
compañeros de la base que, exaltados y agresivos como
los instigadores, insistieron en que la responsabilidad
de lo que señalaban era mía. La mayoría eran jóvenes
costeños, indios y ladinos, que se autodenominaban "Los
Puntudos" y que se caracterizaban por su machismo y
guerrillerismo. Pero también se expresaron así algunos
compañeros sin estos rasgos.
Lo que confusa y coléricamente expusieron no me
incumbía personalmente. Entre otras cosas dijeron que
el destacamento estaba aislado de la población porque
"se refundía" en la selva, en lugar de "estar pegado" a la
gente. Que sólo hablábamos de luchar, pero que llevába­
mos meses sin combatir contra el ejército. Que se les hacía
cargar mucho y pasar hambre. Pero quienes protestaban
no se caracterizaban por valorar el trabajo político y
organizativo entre la población. Más bien utilizaban ese
argumento para ponerle manto a sus verdaderas razones:
"estar pegado" a la población significaba para ellos comer
abundantemente y variado, cargar menos o no hacerlo y

261
alternar con muchachas. Sabían que el destacamento no
acostumbraba a estacionarse junto a la población porque
los riesgos para ella y para nosotros aumentaban signi­
ficativamente. Tenían conocimiento de que cerca de la
población estaban los organizadores y que la comunica­
ción con ellos era regular. Y conocían el trabajo que hacía
el destacamento en función de la población.
De mis defectos y errores reales no mencionaron
uno solo. Pero la carga emotiva y virulenta estaba dirigida
contra mí. Ante su proceder, los compañeros de la dirección
y del mando intervinieron con lucidez y ecuanimidad para
encauzar la discusión. Pero no les prestaron atención.
Los dirigentes mencionados también intentaron asumir
la responsabilidad de lo que les correspondía a ellos; y
llamaron a la reflexión y a la compostura. Pero fue peor.
Los descontentos se enardecieron aún más, diciendo
que la dirección y el mando querían impedir que se me
criticara. Luego de periódicos intentos por hacerlos entrar
en razón, se optó por dejarlos hablar todo lo que quisieran.
De manera que los inconformes vociferaron y repitieron
múltiples veces las mismas cosas. Varias de ellas subjetivas
y falsas desde cualquier punto de vista. No se preocupaban
por fundamentar, persuadir ni proponer alternativas o
soluciones. La mayoría de la colectividad no intervino; se
limitó a observar y escuchar silenciosamente.
Por mi parte, permanecí atenta y tranquila las doce
horas ininterrumpidas que duraron los ataques de este
grupo. Sabía cuáles eran mis puntos débiles, los había
reconocido oportunamente y no me caracterizaba por
negarlos. Además, hacía esfuerzos por superarlos pues
estaba convencida de su necesidad. No me sorprendió
la irresponsabilidad ni la animadversión de los dos
instigadores. Nuestras diferencias eran numerosas y
viejas. Sí me sorprendió la confusión y la ligereza de
algunos compañeros de la base. Pero confiaba en que los

262
miembros de la dirección percibían el fondo del conflicto y
lograrían finalmente encauzar una solución. No tenía caso
intentar intervenir. Si a los compañeros de la dirección y
del mando les habían impedido exponer sus puntos de
vista y centrar la discusión, mucho menos me permitirían
hablar a mí.
El descontento era fuerte y el papel agitador del
veterano y su pareja evidente. Ni por su contenido, ni
por su forma se trataba de críticas según las definía uno
de nuestros materiales internos, estudiados y aceptados
supuestamente por los presentes. Decíamos que la crítica
es un método para señalar errores y deficiencias, para
buscar sus posibles causas y contribuir a su superación.
También afirmábamos que debía exponerse fraternal y
constructivamente, concentrándola en cuestiones funda­
mentales y debidamente argumentadas.
Los planteamientos daban evidencias de cansancio
por la dureza de la vida en la montaña y rechazo a la
concepción con que se conducía el trabajo global del
destacamento. Y principalmente denotaban confusiones e
incomprensiones profundas sobre el hacer revolucionario
y sobre nuestros lineamientos políticos como organiza­
ción. Pero fueron exteriorizados de manera caótica y dis­
torsionada, buscando personificarlos en alguien a quien
culpar. Y no tratando de buscar las razones que hacían
dura la vida que llevábamos y muy lento el desarrollo de
nuestro trabajo.
Estos compañeros intervinieron de las seis de la
tarde a las seis de la mañana del día siguiente. No per­
mitieron ni un alto para cenar. Y al final no propusieron
ni pidieron nada. No teníamos antecedentes en la tónica,
en el contenido, ni en la duración. Tampoco volvimos
a vivir situaciones similares en el tiempo que todavía
permanecí en la montaña, que fue más de un año. Pero
ese hecho constituyó, para los pocos que pudieron enten­

263
derlo, una señal de alarma. Un llamado de atención sobre
los riesgos de desborde dentro de nuestras propias filas.
Años después, con otros compañeros en el escenario de
la montaña, se vivieron situaciones más graves por su
envergadura e implicaciones.
El día siguiente se dio libre. Salvo el cumplimiento
de las consabidas medidas de seguridad y de las
tareas de subsistencia, los miembros del destacamento
pudieron dedicarse a lo que gustaron. La dirección
se reunió para analizar los acontecimientos y tomar
decisiones. Afortunadamente, por esos días, convocados
por los dirigentes del frente, llegaron a la montaña dos
compañeros más de la dirección. Su sede era la capital,
pero estaban presentes para abordar la crisis de dirección
y coordinar el trabajo general.
Pensativa, pasé el día en mi puesto. En ese momento
no lograba comprender el por qué de tamaño descontento
si se suponía que estábamos allí voluntariamente y de
manera consciente; si teníamos por costumbre abordar en
colectivo problemas, descontentos y temas diversos con
franqueza y compañerismo; si era posible pedir traslados o
bajas, cuya única condición era garantizar el secreto sobre
lo que se conocía; si el trabajo y las dificultades estaban a
la vista de todos. No comprendía por qué la virulencia y
el trabajo de zapa. Mucho menos por qué había sido yo el
catalizador. Estaba sorprendida y preocupada, me sentía
golpeada moralmente y cansada por el desvelo. Pero no
experimentaba tristeza, inseguridad, ni resentimiento
alguno. Me ocupé revisando trabajos de formación.
Eran alrededor de las diez de la mañana cuando se
aproximó a mi puesto uno de los combatientes que con
mayor agresividad me había atacado. Llegó corriendo y,
sonriente, me invitó a nadar al río. Sabía que me gustaba
el agua y que, cuando podía, me zambullía con ellos. Pero
esa mañana mi ánimo no estaba para retozar. Mucho

264
menos para alternar con quienes me habían atacado tan
injustamente. Me excusé con él, mostrándole los cuadernos
que en ese momento examinaba y le di las gracias. Pero
él se contrarió y me dijo resentido que en realidad estaba
enojada con él porque me había criticado la noche anterior.
Entre otras cosas me había acusado de haber tratado de
matar de hambre a una patrulla. No fue posible persuadirlo
de que sencillamente no tenía deseos.
Al caer la noche llegó Benedicto a nuestro lugar.
No nos habíamos visto durante el día. Nos saludamos
cariñosamente y él estuvo especialmente tierno y animoso
conmigo. Y me dijo bromeando: "¡Vaya cumpleaños el
que te tocó!". Ese día amanecí cumpliendo años y él era el
único que lo sabía. Pero no hablamos sobre la reunión de
la víspera, ni le pregunté sobre su actividad. Era costumbre
entre nosotros no abordar privadamente lo que se veía
en nuestros respectivos organismos. Como militantes no
nos correspondía hacerlo sino en las reuniones orgánicas;
y como pareja no nos convenía ocupar en cuestiones de
trabajo los pocos ratos que estábamos juntos. Mucho menos
tratándose de problemas. Preferíamos hablar de otras cosas,
descansar o simplemente amamos. El me conocía bien y se
caracterizaba por ser crítico y exigente con mi desempeño
militante, pero era invariablemente camaraderil y solidario.
Sabía que entre mis cualidades destacaba la fortaleza.
Pero estaba consciente de que la prueba había sido dura.
Y sin decir palabra alguna, me expresó su comprensión,
animándome serenamente a que confiara en que las aguas
recobrarían su nivel de nuevo.
Para esa noche, los combatientes organizaron un
baile. Algunos de ellos fueron a buscarme para que
asistiera, pero no quise ir. De nuevo, el razonamiento de
varios agresores fue que me negaba porque estaba enojada
por las críticas.

265
Con mi compañero nos acomodamos en nuestra
respectiva ham aca, que colgaba sobre un tapexco
"matrimonial", donde teníamos nuestras mochilas y el
equipo militar. Este debidamente colocado al alcance de
la mano. Nos dimos las buenas noches y nos dispusimos a
dormir. Pronto me invadió un sueño pesado, pero cuando
estaba por perder la conciencia y dormirme, me asaltaron
fuertes impulsos por tomar mi pistola y pegarme un tiro.
Me despabilé extrañada por esa sensación desconocida e
inexplicable para mí, y sacudí la cabeza, queriendo espantar
el absurdo y desagradable deseo. Intenté conciliar el sueño
de nuevo, pero al relajarme y adormecerme, apareció
con mayor fuerza. Preocupada alejé el equipo militar del
alcance de mi mano e hice un inventario de las razones
que tenía para no proceder así. Sin dificultad alguna hice
un listado mental, abarcando razonamientos ideológicos,
políticos y afectivos. Estos últimos se concentraban en el
hijo que había dejado lejos y en mi compañero. Pero ello
no bastó para eliminar el impulso que se posesionaba de
mí al comenzar a vencerme el sueño. Entonces desperté
a mi pareja, quien dormía profundamente. Pidiéndole
que no se preocupara, le narré calmadamente lo que me
pasaba. Y agregué de inmediato que no lo haría porque
había numerosos motivos para no hacerlo, pero que
necesitaba mantenerme despierta. Abrazándome tranquilo
me pidió que se los enumerara y así lo hice. Me respondió
que así era; que no me faltaba ninguna razón habida y por
haber. Y que eran más que suficientes para no hacerlo. En
cambio, eran motivo para vivir, para seguir luchando y
para ser feliz. Luego me dijo que mi actitud en la reunión
había sido correcta, lo mejor dentro de las circunstancias.
Finalmente me reiteró que confiara en que el problema se
resolvería. Previo a compartir con él lo que me sucedía, le
hice prometer que a nadie se lo contaría. Temía que unos
no lo comprendieran, que otros lo utilizaran para hacerme
daño y que se preocuparan quienes me apreciaban.
Antes de dormimos le pedí que pusiera mis armas
de su lado. Nos bajamos de las hamacas al tapexco. Allí,
abrazada por él y atándome mentalmente las manos, me
dormí profundamente hasta la mañana siguiente. Así logré
que la tempestad en el alma no me venciera y nunca más
volví a sentir impulsos suicidas. No cabía duda que los
hechos me habían afectado más de lo que yo tenía alcance
para comprender, aunque externamente no lo manifestara.
Por primera vez una vivencia adversa desestabilizaba mi
equilibrio interno. Una especie de huracán interior había
dejado mi fortaleza en harapos. Me había involucrado
en la lucha porque aspiraba a una humanidad superior.
Participaba en la gesta de los desposeídos confiada en
el poder oculto y dormido de éstos, en su capacidad
de reaccionar al estímulo emancipador y lanzarse a la
conquista de su propia felicidad. Sabía que toda lucha
arrastra contradicciones y conflictos; unos heredados del
sistema donde surge y otros propios de lo nuevo que se
abre paso. Pero no imaginaba las repercusiones negativas
que ellos podían tener en mí. Una de las ironías de la
vida me había sometido a tal prueba en manos de mis
compañeros; y no del adversario como podía imaginarse.
Quizás por eso mismo el golpe había sido tan fuerte. Era
necesario aprender la lección política y esforzarme más
por ser menos idealista.
Al amanecer esa experiencia autodestructiva quedó
soterrada en mi memoria bajo otras, bellas y estimulantes.
Evoco su recuerdo y lo comparto porque el hecho es
ilustrativo de las tensiones a que estábamos sometidos. Y
expresa una de las múltiples reacciones que teníamos ante
ellas. Sin embargo, desde aquella noche lejana en la selva,
comprendí las complejidades y los límites psíquicos del ser
humano. Y, naturalmente, mis propios límites. También

267
comencé a comprender a los suicidas. Hasta entonces
consideraba un acto de valor y firmeza el suicidio ante
la certeza de caer en manos de cuerpos represivos como
los de mi país. O el que se ejecuta cuando se padecen
enfermedades dolorosas e incurables. Pero pensaba que
los demás suicidas eran sencillamente cobardes o débiles
de carácter, pudiendo no serlo a fuerza de valor y voluntad
ante las adversidades. Me di cuenta que el fenómeno es
complejo; que abarca quién sabe qué dimensiones de la
mente, del estado de ánimo, de la química del cuerpo.
Y que en nuestro ser se pueden operar mecanismos de
comportamiento que pasan por encima de la voluntad, la
razón y las convicciones.
Al segundo día, el mando fue convocado a reunión
por la dirección. Haciendo las consideraciones del caso,
dicha instancia nos comunicó que nuestro organismo había
sido disuelto y que sus integrantes volvíamos a la base.
Que, a partir de ese momento, ella retomaba la conducción
directa del destacamento. También había decidido
suspender indefinidamente la actividad formativa que
impulsábamos las mujeres del mando, quedando tal trabajo
suspendido. Nos explicaron que esas drásticas medidas
eran necesarias para retomar el control de la situación
y evitar un desborde de consecuencias impredecibles.
Pero también para obligar a reflexionar a numerosos
compañeros que se habían dejado confundir y manipular;
o que, dándose cuenta del proceder inconsecuente de los
inconformes, permanecieron callados, contribuyendo así a
que la situación se polarizara peligrosamente. Se nos dijo
que era una medida injusta hacia los miembros del mando;
pero políticamente necesaria, dada la envergadura del pro­
blema y la fragilidad del equilibrio. La dirección nos dio a
entender que nos tocaba hacer de chivos expiatorios, pero
que en medio de las circunstancias era el costo menor. Nos
recordó que hacía apenas unos días habíamos logrado lo

268
más importante: la retirada del compañero de dirección
que generaba los problemas mayores. Pero que no se había
resuelto del todo el problema porque era evidente que
otros pensaban y procedían como él en varios aspectos. O
representaban también focos de conflicto. Los compañeros
hombres del mando aceptaron conformes la decisión. Yo
me sentí liberada de una función que había aceptado por
disciplina y que había cumplido con responsabilidad y
entrega. Es más, me sentí contenta de volver a la base.
Pero la otra compañera no comprendió la profundidad del
conflicto, resintió su remoción y me culpó de la misma.
Los veteranos que trabajaban como organizadores
en la selva —uno de ellos el instigador — no constituyeron
organismo alguno y quedaron, como antes, subordinados a
la dirección. Pero creo que se congratularon de la remoción
del mando y se sintieron recompensados. Sin embargo, lue­
go de que se comunicaron los cambios, la pareja inconforme
reclamó oblicuamente a la dirección no haber tomado "me­
didas suficientes". Estábamos desayunando cuando se ex­
presaron así. Entonces, con incontenible cólera, uno de los
dirigentes les respondió: "¿Qué quieren, fusilamientos?"
Ellos se quedaron callados. Lo cierto es que en el veterano
había resentimiento y celos de autoridad acentuados res­
pecto al mando. Ninguno de sus integrantes teníamos sus
años de participación, éramos más jóvenes que él; además
de que dos éramos mujeres y de procedencia urbana, cosa
que le chocaba profundamente. No valoraba su propio
rol como organizador, y, militarista como era, aspiraba a
ser mando. Varios años después, cuando fue nombrado
comandante, su invariable estilo improvisador, liberal y
personalista marcó la forma de conducción y de trabajo de
todo un frente guerrillero. El funcionamiento de diversas
unidades y organismos bajo su responsabilidad, sobre todo
provenientes de la ciudad, se caracterizó por el extremo
liberalismo, la indisciplina y la subestimación del enemigo.

269
Se permitió la embriaguez, se violaron normas básicas de
seguridad; se implemento una política de dispendio y falta
de control sobre los recursos financieros, incurriéndose
por parte de él mismo y algunos cuadros y combatientes
en diversos actos de corrupción. Se distorsionó la moral
combativa y se abandonó la disciplina política y orgánica.
Tal cuadro de cosas contrastaba no sólo con la tradición
de responsabilidad y disciplina practicada en los primeros
años del destacamento, sino también con la práctica obser­
vada en otros frentes de trabajo nuestros. Meses después de
haberse insubordinado a la Dirección Nacional, y aunque
se le advirtió a tiempo que estaba atrapado en una celada,
este compañero cayó víctima de su propia subestimación
del aparato de inteligencia contrainsurgente. La víspera del
golpe de Estado de 1983, fue acribillado en una emboscada
al sur de la ciudad de Guatemala.
No cabe duda que en las crisis emergen verdades
ocultas que muy pocos tienen la lucidez de ver, el valor
para aceptarlas y la capacidad para contribuir a salir de
ellas. Pues siempre es necesario analizar el contexto y
considerar los antecedentes, más allá del papel personal
de los involucrados. Y es que dichas verdades aparecen
velada y caóticamente. Y quien se queda en las aparien­
cias, la mayoría, no logra comprenderlas ni contribuir a
su superación.
En esa oportunidad el destacamento abandonó el
campamento bajo lluvia torrencial. Era tiempo de crecidas
e inundaciones, de manera que saliendo del lugar debimos
cruzar el primer zanjón turbulento. Era estrecho, pero no
se tocaba fondo. Para agilizar el paso tendimos una soga
de lado a lado; y tres voluntarios atravesamos las armas
de todos. Enfilamos hacía los ríos Xaclbal e Ixcán, reco­
rriendo una amplia zona de parcelamientos. Avanzába­
mos de noche y descansábamos de día. Y cotidianamente
escuchamos el estruendo del cañoneo del ejército hacia

270
distintos puntos de la selva, donde creía que podíamos
estar. En varias oportunidades pasamos o nos detuvimos
próximos a la tropa que nos buscaba. Entonces no nos
quitábamos la mochila, y permanecíamos concentrados
en completo silencio. En varias jornadas no tuvimos
acceso a fuentes de agua ni pudimos instalar hamacas.
La única actividad que realizamos fue la alfabetización.
Para algunos de nosotros fue un acontecimiento volver a
comer naranjas en esos días.
Finalm ente alcanzamos la orilla oeste del río
Ixcán, nos adentramos en la maleza varios kilómetros y
acampamos.

271
DANZA DEL VENADO

El destacamento estuvo agrupado varios días más, pero


luego fue dividido en columnas con tareas en territorios
distintos. Me integraron al grupo que penetraría Huehue­
tenango. Entonces nos separamos con Benedicto. Durante
siete meses a partir de entonces trabajamos en lugares
distantes, sin posibilidad de comunicamos sino un par
de veces, por carta.
Con el arg u m en to de los resp o n sab les de
organización de que el ejército nunca llegaría a donde
nos encontrábamos porque estaba retirado, era de difícil
acceso y había poca población, nos instalamos cerca de
viviendas amigas. Estos compañeros incluso afirmaron
que era zona liberada porque la población estaba con
nosotros. Pero no consideraban otro factor esencial: la
capacidad para defenderla militarmente. En ese lugar
ejecutamos tareas prácticas y, al concluirlas, cada columna
tomó su rumbo. Abandonamos el campamento sin borrar
huella ni supervisar el espacio ocupado, contraviniendo
hábitos del destacamento. Los mismos responsables lo
consideraron innecesario. Sin embargo, pocas semanas
después, el ejército localizó dicho lugar y lo revisó
detenidamente. Encontró un tiro de carabina abandonado
por descuido y otros indicios de nuestra reciente estadía.
Luego interrogó y hostilizó a la población aledaña, y montó
emboscadas en los caminos esperando sorprendernos.
En una oportunidad atacó a campesinos que volvían de
la siembra. Los trabajadores fueron sorprendidos por el
fuego de las armas cuando, cansados de la jomada agrícola,
volvían a sus ranchos. Como resultado quedó gravemente
herido un niño de diez años, mientras los jóvenes y
los adultos huyeron entre la maleza; y permanecieron

273
enmontañados, sin atreverse a volver a sus casas. Mientras
tanto, las mujeres que oyeron la balacera y esperaron inú­
tilmente la vuelta de sus seres queridos, decidieron ir en
su busca. Fue así como encontraron al niño tirado en la
vereda, desangrándose y gimiendo. Y rastros de sangre
que se perdían en la vegetación. Retornaron con el herido,
angustiadas por la desaparición de los demás.
A partir de entonces el sitio fue visitado frecuente y
sorpresivamente por un oficial acompañado de tropa. Se
aproximaban silenciosamente de día o de noche; siempre
desde distinto punto. Rastreaban los alrededores de las casas
y sorprendían a las mujeres y a los niños en el río, cortando
leña, en el huerto. A las primeras las interrogaban sobre la
presencia de "hombres malos", "bandidos", "guerrilleros".
A los niños que encontraban solos les preguntaban sobre
el paradero del padre y sobre las actividades de la madre.
En ambos casos se valían de un soldado traductor. Las
mujeres les respondían invariablemente que los únicos
hombres malos y bandidos que conocían eran ellos. Y los
niños permanecían en silencio o se alejaban corriendo.
Como el afectado por la emboscada era un grupo familiar,
había numerosas mujeres. Todas estaban indignadas y
dolidas por el ataque a sus hombres, quienes seguían
desaparecidos, mientras un niño permanecía tendido con
un brazo destrozado. No había quien lo curara y temían
que muriera. Ante la impertinencia del militar, la mujer
más vieja le dijo en mam: "Ya mataste a nuestros hombres,
están desaparecidos. ¿Vas a trabajar la milpa para nosotras?
Heriste al niño y se va a morir, ¿qué querés? ustedes son
matagente, son comegente". Y franqueándole la puerta del
mísero rancho le gritó imperativa y sollozante: "¡Entrá y
hartátelo! ¡Hartátelo de una vez si eso querés! Ustedes nos
han traído la desgracia. Somos gente, no somos animales.
¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Vos nos vas a mantener?"
Mientras tanto, las demás mujeres lloraban y gritaban a

274
la tropa, con los niños abrazados o apretados contra sus
piernas. El soldado que hablaba el idioma dudaba para
traducir. No se atrevía a decirle al oficial lo que las mujeres
expresaban, pero aquél insistió en que lo hiciera. Al
escuchar la traducción se desconcertó y dirigiéndose a los
soldados les dijo: "¿Ya vieron?, la chingamos porque eran
campesinos y no guerrilleros esos que emboscamos." Pero
a las mujeres les aseguró que no habían sido ellos. El oficial
entró a ver al niño y dijo que necesitaba hospitalización.
Ofreció llevarlo en helicóptero a la capital, pero las mujeres
desconfiaron de sus intenciones y no aceptaron. Temían
que lo desaparecieran y así se lo dijeron. Agregando que
si de verdad quería curarlo que lo hiciera allí, delante
de ellas. Entonces le dieron los primeros auxilios y lo
vendaron. Luego se retiraron y no volvieron a molestar.
Pero al niño hubo que sacarlo en parihuela. En días de
camino, los vecinos que lo transportaron alcanzaron el
altiplano de Santa Cruz Barillas. La víctima salvó la vida;
sin embargo, perdió su brazo.
Luego de varios días de penalidades a causa de las
heridas, el hambre y la vida a la intemperie, los hombres
se aproximaron cautelosos a sus viviendas. Pero durante
un tiempo siguieron escondidos en la montaña alimen­
tados por las mujeres. De estos hechos nos enteramos
posteriormente, porque para entonces nos movíamos en
otra zona.
Mientras tanto, en la región ixil se habían instalado
varios cuarteles. En los días libres los soldados se
emborrachaban y violaban mujeres con la tolerancia,
incluso el estímulo, de los oficiales. Desde el establecimiento
de la tropa habían sucedido numerosas agresiones. De ahí
que no pocas mujeres estuvieran alertas, especialmente
cuando el marido se ausentaba. Una joven esposa, cuya
pareja se encontraba en la costa, vivía en un rancho
solitario en las afueras de Chajul. Era tarde en la noche

275
cuando escuchó pasos que se aproximaban a la vivienda,
y entre las cañas que hacían de pared distinguió al soldado
que resueltamente se dirigía a su casa. Entonces tomó el
machete y alzándolo con las dos manos se paró al lado de
la puerta. Estaba espantada pero decidida a defenderse.
Así que no bien entró el violador, quien de una patada
abrió la puerta, ella le descargó el machetazo. Lo hizo con
tal fuerza que le partió la cabeza. Con el soldado muerto
a sus pies, ¿a quién acudir? ¿al ejército que centralizaba
el poder en la región? ¿a las autoridades civiles ladinas
que apañaban las mismas prácticas en terratenientes y
comerciantes ricos? ¿a un abogado que cobraba cantidades
que ella no podía pagar, que vivía lejos en la cabecera
departamental y que terminaba sirviendo a los poderosos
por corrupción o por miedo? No. En su lucidez no tuvo
más camino que apresuradamente encargar a los hijos
con unos familiares, mandar aviso al marido para que
no volviera al rancho y esconderse. Esta mujer no estaba
organizada con nosotros, tampoco desplegaba actividad
reivindicativa alguna. Pero por defender su dignidad de
la única manera que estaba a su alcance, fue acusada de
guerrillera y declarada culpable de asesinato contra "un
defensor de la patria". De lo contrario, dijo el ejército, ¿por
qué se esconde? A raíz de los abusos y crímenes militares,
numerosa población buscó vínculo con nosotros. Eramos
su única alternativa de comprensión, respeto y apoyo para
rehacer sus vidas sobre nuevas bases.
Semanas antes de tales acontecimientos, cuando el
destacamento se dividió, nuestra columna permaneció en la
zona acopiando víveres, pues nos desplazaríamos a donde
no contábamos con base de apoyo. Estuvimos acampados
a la orilla de un rastrojo, apenas unos metros adentro de
la vegetación. En varias oportunidades permanecí sola
horas o días enteros; no participaba en el trasiego, debido
a que se hacía de día por caminos. Aunque atenta a ruidos

276
y movimientos extraños, una vez contemplaba el claro
de la siembra ya cosechada. Había en él un inmenso palo
quemando, el único que permaneció de pie después de la
roza; tendría alrededor de veinte metros de altura y carecía
de ramas. En su cúspide se posó una hermosa rapaz, quizás
un águila o un milano, que se dedicó a escrutar el suelo.
Súbitamente se lanzó en picada y, apenas llegó a tierra, se
elevó de nuevo; llevaba entre sus garras a una serpiente
que se contorsionaba. Volvió el ave al mismo tronco y
ávidamente picoteó y devoró a su presa.
Nuestra columna emprendió la marcha cargada al
máximo. En el trayecto escalamos un cerro que alcazaba
los 600 metros de altura y poseía varios kilómetros de
ancho. Era abrupto y de suelo calcáreo, y en el terreno
se encontraban multitud de rocas con aristas filudas. Su
vegetación era exuberante, pero no cerrada ni hostil; y el
ambiente fresco, húmedo y sombrío. Usar esa ruta nos
permitió evadir áreas habitadas, cultivadas y surcadas
de caminos para aproximarnos a las vegas del río San
Ramón, en los linderos de los Cuchumatanes.
Me adentré, entonces, en una etapa tranquila y de
poca actividad en comparación con la dinámica anterior
y posterior. Por primera vez desde que me incorporé al
destacamento tuve tiempo para leer algunos libros. Y
como desconocía la teoría militar, días atrás había echado
a mi mochila De la guerra, de Karl von Clausewitz y El arte
de la guerra, de Sun Tzú. De su estudio resultaron sendos
materiales con las ideas principales para la formación
colectiva. También pude descansar, incluso disfrutar días
de completa soledad.
Con pocas semanas de diferencia vi las mazacuatas
más grandes de mi vida. La primera de ellas estaba
enroscada durmiendo y tenía el vientre muy abultado.
Sin verla di el paso, asentando un pie junto a su cuerpo;
un compañero próximo me alertó, al tiempo que intentó

277
dispararle. Pero se lo impedí porque el reptil estaba quieto.
Sin embargo, en un parpadear de ojos, otro combatiente
le asestó un machetazo. En el sueño la boa constrictor fue
sorprendida por la muerte. Se imponían la inconsciencia
y el desconocimiento sobre los animales del lugar donde
trabajábamos. El segundo ejemplar de esa especie se
atravesó en nuestro camino. Salió de la maleza al trillo
cuando estaba por dar el siguiente paso. Al ver surgir su
cabeza sostuve el pie en el aire para no pisarla. Esta vez la
dejamos seguir su curso y nosotros continuamos el propio.
Pasó tranquila, sin alterar su ruta ni prestarnos atención.
Por entonces también presencié a quemarropa la
caza de una rana por una serpiente. Sentada sobre mis
piernas en un tercio de leña, junto al fuego, removía la
harina para la cena y conversaba con un compañero. Era el
mayor de edad entre nosotros y había dejado mujer e hijos
para integrarse al destacamento. Campesino medio, ladino
huehueteco de mal genio y desconfiado, era firme, valiente
y disciplinado. La lujuriante vegetación nos rodeaba a
sólo dos metros de distancia y de allí salió la serpiente,
zumbando en el aire, en dirección a mi rostro. Delante de
ella, dando saltos descomunales por la altura, pero cortos
en su avance, una ninfa del bosque —ranita arborícola
verde y rosado— se dirigía hacia donde yo estaba. El
hecho sucedió en fracción de segundo; sin embargo, como
un rayo, el compañero desenvainó el machete y junto a
mi rostro lo descargó en la cabeza de la víbora. Esta, al
mismo tiempo, había prensado a su víctima entre las
fauces. No sabría decir qué me dejó más estupefacta: si la
serpiente que se lanzó sobre mí por obtener su alimento o el
sorpresivo machetazo que me silbó en la cara. Lo cierto es
que seguí removiendo la harina, mientras los dos animales
yacían inertes a nuestros pies. La culebra era una ranera
verde, caracterizada por ser veloz y agresiva.

278
En el grupo iban chujes y kanjobales —grupos
étnicos del área—, así como ladinos originarios de ese
departamento. Los indígenas se habían incorporado años
atrás, siendo en ese entonces monolingües y analfabetas.
Ahora regresaban bilingües y dominando el alfabeto,
como pioneros del trabajo político entre su gente. Pero
también íbamos revolucionarios de otras partes del país.
Dos éramos mujeres y nuestra presencia daba confianza
a la población en las visitas iniciales. El responsable del
grupo era un veterano ladino, proletario de la costa sur
y uno de los que había trabajado como organizador en El
Ixcán y como pionero de la penetración a Huehuetenango.
Era valiente y sencillo, poco comunicativo y nervioso;
su salud estaba sensiblemente afectada por los años de
montaña y tensión. La otra compañera era su pareja.
Pocos años después tuvieron dos hijos. Pero cuando es­
taba recién nacido el segundo, la compañera, su madre,
un hermanito, los dos niños y un combatiente herido, a
quien ellas cuidaban, desaparecieron en un operativo de
inteligencia contrainsurgente. Esto sucedió en la costa sur
a finales de 1981. No volvimos a saber de ellos.
Virginia era una muchacha inteligente, alegre, de
risa fácil y contagiosa; valiente ante el peligro y laboriosa.
Pero cuando se encontraba con una araña pedía auxilio
a su compañero. Originaria de la costa sur, su madre era
ladina y su padre cakchiquel. Habían migrado al Ixcán en
la década del sesenta y estaban entre los primeros parce­
larios que le tendieron la mano a nuestros compañeros.
Instalados en la nueva zona, antes de iniciar el trabajo
político fuimos y venimos a nuestro punto de partida, a
trasegar víveres que habíamos acopiado. Necesitábamos
reservas para una temporada porque nuestra labor se
distorsionaba cuando era acompañada de transacciones
comerciales, o de solicitud de servicios para obtener
artículos en los mercados de la región. Por otra parte,

279
la colectividad trabajaba mejor cuando el hambre no
apremiaba. Varias veces me correspondió hacer el trayecto
en ese acarreo. En la primera oportunidad nos enviaron a un
chuj, a un cakchiquel y a mí. La sigilosidad, la información y
el secreto de la población organizada eran la base de nuestra
seguridad. El margen de riesgo estaba determinado por
los rastreos sorpresivos que realizaba el ejército. En uno
de esos viajes, por ejemplo, avanzamos detrás de la tropa
sin saberlo. Hasta el día anterior estuvo peinando el área y
no tuvimos la información sino cuando llegamos a nuestro
destino. El azar había estado a nuestro favor.
Próximos al punto de llegada, disminuimos la veloci­
dad y redoblamos el estado de alerta. En las inmediaciones
encontramos a la abuela rajando leña. Nos saludamos con
alegría compartida, tomé el hacha de sus manos y terminé
de hacer el trabajo mientras conversábamos. Los compañe­
ros, por su parte, se adelantaron al rancho. Había avanzado
la tarde, por lo que platicamos brevemente con la familia,
mientras comíamos una escudilla de hierbas con tortillas.
Nos adentramos en la montaña para pasar la noche y
amaneciendo volvimos a la vivienda, donde encontramos a
las mujeres moliendo maíz y avivando el fuego. Tomamos
atol, nos despedimos y emprendimos el regreso. Dos de
nosotros llevábamos un quintal a cuestas.
Cerca del medio día, el compañero que iba a la van­
guardia se detuvo y en silencio aguardó a que lo alcanzara.
Entonces señaló hacia un punto de la maleza y me pidió
autorización para disparar. Un venado cabrito dejaba ver
su cabeza entre la vegetación a pocos metros de nuestra
posición. Si bien el área estaba tranquila y la detonación de
un rifle 22 es leve, el permiso obedecía a que cazar al animal
representaba echarnos más peso encima, y el tirador
afirmaba que no podía con una libra más. Sin embargo,
el deseo de cobrar su primera pieza era manifiesto y la
expectativa de comer carne esa noche era de los tres. Así

280
que el compañero chuj y yo asumimos compartir la nueva
carga. El tirador, sin quitarse el mecapal, disparó una vez.
El huitzitzil dio una voltereta en el aire y desapareció.
Botamos las mochilas y corrimos en dirección a donde
había estado. Encontramos sangre y a unos metros de su
ubicación anterior, el animal estaba inerte. El tiro había
entrado por la paleta derecha, dándole en el corazón. Era
un macho que pesaba alrededor de cuarenta libras.
El compañero chuj me dio parte del maíz que llevaba
y en su lugar acomodó al venado. Entonces nuestras cargas
sobrepasaron el quintal y el cazador debió ayudamos a
ponernos de pie. Nos faltaban cinco horas de ascenso en
terreno rocoso para llegar al único punto donde había
agua. Recorrimos el trayecto jadeantes y sudorosos, sin­
tiendo una fuerte presión en el cuello y los hombros. Pero
avanzamos a paso sostenido, haciendo un solo descanso
para comer los tamalitos que llevábamos de almuerzo. La
alegría del cazador y el festín próximo nos dieron la energía
para resistir. Anocheciendo llegamos al lugar y a oscuras
recogimos leña y buscamos material para un tapexco.
Mientras los compañeros destazaban el venado, construí
la tarima y encendí el fogón, procurando producir brasa
abundante. Ya saladas colocamos las tiras de carne sobre
el enrejado y cocinamos las visceras en una olla.
Mientras cuidábamos el fuego que debía mantenerse
vivo, pero moderado, el compañero chuj sintonizó una
estación radial donde tocaban sones. Acto seguido nos
invitó a danzar para celebrar la caza del huitzitzil. Ambos
aceptamos y, formando un círculo, bailamos la hora que
duró el programa y que fue el tiempo que tardó en asarse
la carne. Por vez primera vi bailar son al joven tirador.
Aunque llevaba sangre india en sus venas, solía rechazar
tal tipo de música y se burlaba de quienes gustábamos
de ella.

281
Alrededor de la media noche comimos los lomos con
placer indescriptible. Luego instalamos toldos y hamacas;
y mientras mis compañeros se dispusieron a descansar,
yo me dirigí al arroyo. Pero al dar el primer paso entre
el agua me mordió un cangrejo. Aunque logré despren­
derlo pronto y el daño sufrido fue leve, me enojé con mi
suerte porque creía merecer un final de jornada mejor.
Me imagino lo que sintió el crustáceo cuando lo desperté
de un pisotón en su casa. Sin embargo, el agua fresca y
la tranquilidad de la noche compensaron el cansancio
del día. Me bañé sin prisa. Mi compañero me reñía por
hacerlo a oscuras, pero con frecuencia la alternativa era
no hacerlo a ninguna hora. Nunca le hice caso y, salvo esa
noche con el cangrejo y otra con una planta urticante, no
tuve sorpresas desagradables. Y habría perdido encanto
esta reivindicación irrenunciable si la hubiera realizado
pensando en los peligros que me acechaban.
Una vez tendida en la hamaca, me dormí pensando
con amor en el hijo que crecía lejos y en el compañero
ausente.
El trabajo en el altiplano huehueteco se había iniciado
tiempo atrás. Se lo debíamos a tres veteranos, quienes
solitarios ascendieron desde la selva y, apoyándose en
algunos contactos, realizaron durante meses una labor
discreta. Habitaron con familias misérrimas, compartiendo
su pobreza y esperanza por una vida digna. Establecieron
relación con varios dirigentes comunales, quienes antes
de que nuestra columna penetrara, realizaron visitas al
destacamento. Por otra parte, combatientes y bases de
apoyo de la selva, originarios del altiplano huehueteco,
llevaron el mensaje de la revolución en sus visitas familiares
o viajes de trabajo. De manera que generamos un fermento
al que era necesario darle continuidad. Sin embargo, las
semillas estaban dispersas e inconexas. Nos correspondía
comenzar a darles unidad territorial y organizativa, así

282
como profundizar el trabajo político iniciado. De ahí que
desde el bajío de los municipios de Barillas y San Mateo
Ixtatán, creando organización donde no la había, debíamos
garantizar el ascenso a los Cuchumatanes.
La zona donde nos adentramos estaba escasamente
habitada. Parte de la población era flotante porque vivía
temporalmente en sus comunidades de tierra fría, descen­
diendo periódicamente a las zonas bajas del norte, para
sembrar maíz en terrenos baldíos o trabajar en las fincas
que allí había. Muchos migraban con la familia y vivían
en galeras de palma, sin paredes; y cada vez que partían
llevaban y traían piedra de moler, molino y demás enseres
domésticos, porque la pobreza no les permitía tenerlos
en ambas partes. Y tanto la población que descendía a la
selva como la que permanecía en el altiplano, necesitaba
recurrir a los alimentos silvestres para mejorar su dieta.
En las áreas frías habitadas por kanjobales, por ejemplo,
eran de consumo común las hierbas como el tzitzil y el
tzoloj; mientras que en las tierras cálidas recurrían al temí o
quilete, al quixtán, al guxnay —espiga de flor — y al momón.
Recolectaban diversos hongos que en su idioma llamaban
champá, colchic, rirí y xilom. O frutillas de árboles como las
del buxté que son pequeñas, dulces y amarillas; o las semi­
llas del ujuxte o ramón que las comen tostadas. También
aprovechaban la "papa extranjera", fruto de enredadera
silvestre que crece en las rozaduras. Y por el mes de junio,
en algunos lugares del altiplano huehueteco se alimentan
con un gusano verde, largo y grueso que abunda en los
troncos de árboles como el cajetón y el caulote, de cuyas
hojas se alimenta. Estos gusanos, cuando sobreviven a la
captura de la población hambrienta, se convierten en lindas
mariposas blancas. Los llaman lol y se los comen asados
con tortilla. Previamente les quitan la cabeza, la cola y las
tripas, quedando un cuerito grasoso que se lava y salado se

283
asa en el comal. A varios compañeros les tocó experimentar
este bocado. Y no todos soportaron la prueba.
Numerosas personas sólo tenían la ropa que llevaban
puesta y que lavaban cada vez que se bañaban. Y no pocos
andaban tan remendados que no se sabía qué había sido la
prenda original. A veces heredaban la ropa parchada de pa­
dres a hijos y de hermanos mayores a menores. Abundaba
el paludismo, la tuberculosis, el parasitismo, la anemia, los
abscesos, los granos, las várices y los problemas dentales.
Para obtener ocote, sal, fósforos, por ejemplo, quienes
habitaban en la parte selvática debían caminar durante
días. Y con frecuencia se recurría al trueque porque no
tenían moneda circulante.
Visitábamos a la población tratando de no interrumpir
las labores del campo y cuando el hombre se encontrara en
casa. Ninguna mujer nos recibiría si el jefe de familia no
estaba presente, y ninguno de ellos confiaba en nosotros
si llegábamos estando él ausente. Nos aproximábamos
despacio y teniendo cuidado porque las armas no
resaltaran, para evitar que la gente se asustara. Luego de
saludar a todos, pedíamos permiso al jefe de la familia
para hablar con él. Aunque tuviéramos hambre no
pedíamos ni aceptábamos comida. Así no desvirtuábamos
nuestro motivo, ni dábamos a pensar que la necesidad nos
llevaba hacia ellos. Nos presentábamos y explicábamos
lo que hacíamos y pensábamos; conversábamos sobre
las particularidades de la zona o de la población de la
cual eran parte. Mientras tanto, las mujeres continuaban
las labores domésticas que sólo terminaban entrada la
noche, cuando el nixtamal del día siguiente quedaba
cocido. Si había oportunidad, algunos de nosotros nos
incorporábamos al trabajo casero; o jugábamos con los
niños y les improvisábamos algún juguete. Las mujeres
nos observaban calladas, unas riendo, otras serias. Pero
todas extrañadas del hecho insólito de ver a hombres y

284
mujeres, indios y ladinos, realizar con destreza los oficios
de la mujer campesina, cargando a mecapal y hablándoles
con conocimiento de su realidad. Con visitas similares
agotamos tardes y noches de años enteros.
Al participar desde el destacamento en las visitas do­
miciliarias, me relacioné desde otra perspectiva con las cam­
pesinas. No eran las mismas que traté cuando trabajaba
abierta y legalmente, pero pertenecían al mismo mundo.
Y cuando las conocí, ni ellas ni los hombres mostraban
inquietud sobre la opresión de la mujer. Y las mujeres
guardaban silencio la mayoría de las veces. Pero poco a
poco algunas se animaron a hablar. A las revolucionarias
nos preguntaban si éramos casadas, si el marido andaba
con nosotras, si teníamos hijos. Y hacían gestos de
admiración o de sorpresa cuando respondíamos que sí, que
no siempre andábamos con el esposo y que nuestros hijos
estaban al cuidado de otras personas. También querían
saber si no temíamos vivir entre numerosos hombres y si
nuestra pareja estaba en la unidad presente. Cuando me
desplazaba sola entre decenas de compañeros, especial­
mente entre población que por primera vez veía a una
guerrillera, las mujeres solían llamarme aparte. Y aunque
me preguntaban y contaban sobre diversas temáticas,
nunca faltaba la pregunta relativa a si andaba con mi
marido. Cuando les respondía que no, se reían incrédulas
o se desconcertaban. Yendo entre tantos hombres les
parecía imposible que mi pareja no fuera alguno de todos.
Y cuando les reiteraba que mi compañero estaba en otra
parte, algunas me compadecían. Una vez, al preguntarles
por qué se expresaban así, si estaba trabajando contenta
por la revolución, me replicaron que era muy duro cocinar
y lavar ropa de tantos hombres. Al aclararles que no era así,
exclamaron más conmovidas que, entonces, seguramente
tenía que acostarme con todos. Otras veces el razonamiento

285
espontáneo las llevaba a afirmar convencidas que yo era
maestra o enfermera y por ese motivo andaba con ellos.
Por donde quiera encontramos población laboriosa,
sumida en una miseria inimaginable, analfabeta y enferma.
Sin embargo, muchos de estos compatriotas, a quienes
acudíamos llenos de ánimo y convicciones de lucha, nos
tenían lástima al principio. Cuando les pedíamos opinión
sobre nuestros planteamientos, no faltaba quien nos
demostrara compasión.
La primera vez que nos expresaron lástima me
desconcerté. Nunca se me había ocurrido que pudiéramos
ser objeto de dicho sentimiento; mucho menos por parte
de población que vivía igual o peor que nosotros. Pero
así sucedió al principio con algunos que nos apoyaron,
y nosotros tardamos en darnos cuenta. Creíamos que lo
hacían porque comprendían y compartían nuestras ideas,
cuando en realidad era por solidaridad humana.
Seguramente guiados por ese sentimiento, ciertos
colaboradores quisieron comprar a una de nuestras
compañeras en Alta Verapaz. Luego que el destacamen­
to se retiró de allí, había quedado encargada, con otros
compañeros, de impulsar la organización de los primeros
núcleos de población keqchí. Vivió con una familia de las
más entusiastas y dispuestas, que se ofreció para alojarla,
alimentarla y esconderla. De día, nuestra compañera per­
manecía dentro del rancho, ayudando en los quehaceres
domésticos. Al oscurecer se desplazaba a otras partes
para realizar su labor y a media noche, o por la madru­
gada, volvía para descansar. Cuando esta combatiente se
despidió de la familia para reintegrarse al destacamento,
el hombre de la casa le dijo que a todos les dolía que vol­
viera al monte porque allí era puro sufrir. Luego agregó:
"¿Tenés que regresar a la montaña por fuerza? ¿Cuánto
querrán los compañeros por vos? Yo te compro y te vas
para donde querrás, a buscar mejor vida a otra parte."

286
En los años iniciales de trabajo tales razonamientos
no eran excepcionales. La labor que entonces realizábamos
calaba en varios aspectos, pero muy poco en la cuestión de
género. Luego del desencanto inicial que experimentamos,
los gajes del oficio por nuestra condición de mujeres se
convirtieron en motivo de bromas que nos daban ánimo
para ponerle más empeño al asunto.
Para numerosa población, sin embargo, llegamos a
representar no sólo su única esperanza de alcanzar una vida
digna, sino también una autoridad, independientemente
del triunfo o del fracaso de nuestra causa. Pues éramos
sus consejeros en un sinfín de cuestiones; apoyo eficaz
para resolver problemas concretos, o fuerza de trabajo
voluntaria para ayudarlos en las tareas agrícolas, en la
construcción de viviendas. Constituíamos una escuela,
la única a su alcance, donde los jóvenes se superaban.
Y es que las familias que tenían parientes o conocidos
entre nosotros, percibían el progreso espiritual y material
desde la primera visita de aquél. Éramos sus amigos,
sus vecinos y sus ocasionales compradores o socios
económicos. Incluso rompíamos la monotonía y la sole­
dad de su vida. Y era que, si bien éramos iguales a ellos
en pobreza, nos distinguíamos por la mayor acumulación
de conocimientos, el modo de vida y los propósitos.
De ahí que también fuéramos un imán para no
pocos jóvenes y padres de familia. Les atraía la vida
en colectividad y el trato fraternal que privaba entre
nosotros; el modo respetuoso y la actitud de escuchar
que les expresábamos; la convicción que mostrábamos
sobre la necesidad de luchar por una sociedad justa.
Intuían en nuestra vida compensaciones que la suya no les
daba. Quienes impulsaban a sus hijos e hijas a unirse con
nosotros decían cosas como éstas: "mejor sufrir y peligrar
luchando por una vida mejor, que por padecer ésta"; "la
necesidad obliga a luchar; el que tiene hambre no tiene

287
por qué rajarse"; "lo que se arrebata por hambre a un rico
no es robo, es lucha por la vida." Efectivamente no tenían
nada qué perder, salvo la vida. Pero ésta se las arrebataba
la enfermedad, la desnutrición, la represión patronal o
militar.
El destacam ento guerrillero llevó a miles de
campesinos pobres la primera esperanza de emancipación
social y el primer ejemplo de honestidad política y entrega
desinteresada al servicio del pueblo. Por eso, una vez
ganada, la población anteponía a sus propios riesgos y
penalidades nuestra seguridad. Y nunca escuchamos que
desearan dádivas o prebendas. Demandaban tierra, títulos
de propiedad, trabajo, salarios decorosos; trato digno,
escuelas, caminos, atención médica.
Pero esta compleja relación, que suponía enorme
confianza hacia nosotros la lográbamos a pulso, paso a
paso, con indescriptible paciencia y sin no pocos altibajos
y sinsabores. Por el mes de diciembre de 1977, pasamos
los fríos más terribles que hayamos conocido en la
selva. Durante el día sufríamos un calor sofocante; pero
avanzada la noche la temperatura se desplomaba quién
sabe cuántos grados. En el piso no podíamos dormir
porque estaba lodoso, y si llovía se formaban corrientes
que lo empapaban todo. En la hamaca nos helábamos.
Y entonces no teníamos, como en otras temporadas,
papel periódico ni plástico extra. Estos materiales eran
la solución para el frío de las noches. El arte residía en
ponerse papel periódico junto a la piel en la espalda,
el pecho y los pies. Luego colocarse la camisa y bolsas
plásticas entre el papel y los calcetines. Finalmente
instalar sobre la chamarra y la hamaca un plástico que
llegara hasta el suelo. De ahí que varias noches continuas
nos levantáramos ateridos y desvelados para juntar
fuego y acurrucamos a su alrededor. Uno a uno íbamos
asomando a la cocina, donde en vela esperábamos el

288
amanecer. A veces conversábamos animadamente; otras
permanecíamos silenciosos, deseando que tales fríos
terminaran pronto.
Fue durante esa temporada cuando experimenté la
soledad y la falta de comunicación por primera vez en mi
vida. No sólo porque pasé días solitaria en el mundo del
misterio verde, sino porque no tenía con quien compartir
un sinfín de inquietudes y reflexiones aunque estaba
rodeada de compañeros. También fue entonces cuando
comprendí por qué numerosos campesinos y campesinas
son reservados y parcos para hablar.
Cierto día sentí el impulso de dibujar y pintar.
No lo hacía desde 1966. Añoraba a Benedicto y, a falta
de podernos comunicar, leía con frecuencia los poemas
que él escribiera años atrás en esas montañas. Entonces
quise expresar gráficamente algunos de ellos. Lo hice de
un tirón, rápidamente. No sólo porque las imágenes se
agolpaban en mi cabeza, sino porque la inusual quietud
en que se encontraba el campamento acabaría en cualquier
momento. Recurrí a los únicos materiales que tenía a mano:
papel bond, lápiz y marcadores de colores. Al igual que
los poemas, independientemente del tema y la calidad,
mis dibujos no pudieron sustraerse al impacto que la flora
y la fauna tropicales produjeron en nosotros.
Después de conocernos en las montañas de la
región ixil, nos encontramos en breves y esporádicas
tareas. Militábamos, entonces, en frentes diferentes. Sin
embargo, desde el primer encuentro nos comunicamos
de manera fluida y natural, como si nos hubiésemos
conocido siempre.
De él me atrajeron su modo de ser modesto, franco,
tranquilo; la suavidad de su trato y su sentido del humor,
especialmente sobre sus propias desgracias; su rectitud y
generosidad; su lejanía de todo lo que pudiera ser prepo­
tencia, rivalismo, figuración. De él me gustaron su cuello

289
grueso y sus manos fuertes, anchas y callosas que indistin­
tamente escribían versos, se abrían paso a filo de machete
o hacían una caricia tímida. De él me desconcertaron los
tesoros que llevaba consigo: la figurita de lotería popular
que representa la estrella; tres papeles de china con la
suerte de un canario de feria; una bolsa plástica con carros
de colores; un recuerdo de la que fuera su novia cubana, a
quien abandonó para incorporarse a la lucha. Y también
un cuento para niños hecho por él mismo, que trataba
de un gigante que comía naranjas y tenía una muela de
hielo. De él me impresionó su profunda sensibilidad. Me
conmovieron el niño observador, navegante y explorador
que llevaba dentro; su habitual retraimiento y silenciosa
forma de ser; su inmensa necesidad de amor, como si el
desamor lo hubiese acompañado demasiado tiempo. De él
me sorprendieron la importancia que dio a mi presencia en
su vida, los poemas que me escribió luego de conocernos
y su delicada forma de expresar ternura, amor, respeto.
Por eso lo fui queriendo. O quizás porque vive
maravillado de la vida y del cosmos; o porque es
penetrante para captar las contradicciones de la realidad
y del comportamiento humano. Sin embargo, al principio
opuse resistencia al sentimiento que me brotaba; deseaba
concentrarme en la militancia que había asumido por
propia e independiente decisión. Y porque no quería
ataduras con hombre alguno, pues la experiencia
matrimonial me había dejado sabor amargo. Pero, como
suele suceder, los sentimientos y la atracción tuvieron su
propia dinámica; y no atendieron las leyes de la razón, ni
los esfuerzos de la voluntad. Para mi felicidad, aquéllos
se impusieron a éstas y el amor inundó mi vida.

290
LA FUERZA DE LOS SUEÑOS

Una tarde me declaró su amor. Días atrás me anunció


que deseaba hablar conmigo, pero llegado el momento
se retractaba. Como era común que los compañeros me
buscaran para conversar, no presté especial atención
esta vez. Sin embargo, cierto atardecer llegó a mi puesto;
entonces lo invité a sentarse en un tronco próximo. Se
acomodó juntando las manos y bajando la vista, luego
guardó silencio. Pasado un rato lo animé a plantear lo
que deseaba, pero siguió callado. No insistí y permanecí
silenciosa a su lado. Al cabo de un tiempo, sin dejar de
apretar una mano contra la otra y clavando la mirada al
frente, dijo que nos respetaba mucho a Benedicto y a mí.
Y calló de nuevo. Lo vi afligido y sin saber qué hacer.
Entonces comprendí de qué se podía tratar y le reiteré que
expresara con confianza lo que quería. Aseguró que lo haría
si le daba mi palabra de no quitarle la amistad nunca y
por ninguna razón; e insistió en que respetaba a mi pareja.
Continuó diciendo que entendía las explicaciones respecto
a que los integrantes del destacamento éramos libres
de establecer las relaciones amorosas que quisiéramos,
siempre que lo hiciéramos con honradez y respeto entre
los implicados y hacia la colectividad. Y que no se valía
tener dos o más relaciones simultáneamente, porque la
experiencia demostraba que ello generaba conflictos que
afectaban la cohesión y el trabajo. Luego agregó enfático
y viéndome a los ojos: "Pero yo te quiero. ¿No será que
el compañero puede ser tu marido y yo tu novio?, ¿no
será que sí se puede?" Años atrás había escuchado frases
parecidas dos o tres veces. Era el dilema humano de
tantos amores y atracciones sexuales que nacen fuera de
las convenciones sociales. Conversamos sobre el tema, la

291
vida y las circunstancias en que luchábamos. Entrada la
noche nos despedimos con un apretón de manos y una
sonrisa de mutua comprensión. Aunque sabía que con el
tiempo le pasaría ese sentimiento hacia mi persona, me
dio pena su tribulación y la situación de soledad amorosa
de tantos en el frente.
Aquella noche, a raíz de ese hecho, evoqué dos
consejos, de cuya sinceridad y buena fe no puedo
dudar; consejos que se grabaron en mi memoria por el
desconcierto que en su momento me causaron. Tiempo
atrás, cuando abandoné la plaza de maestra en un remoto
municipio de Huehuetenango, la madre de un alumno
escribió en una tarjeta de agradecimiento: "Viva doscientos
años y tenga dos mil hijos". Y un albañil y marimbista
de edad avanzada, al despedirme, me dijo persuasivo y
circunspecto: "Seño, no se conforme con un solo marido.
Usted bien puede con cuatro."
El compañero que esta vez me declaró su amor era un
joven chuj, originario de los páramos de San Mateo Ixtatán
y proveniente de una familia misérrima por generaciones.
Desde la infancia y hasta que se incorporó al destacamento,
pastoreó rebaños ajenos. De ahí que había pasado la mayor
parte de su vida silencioso y solitario en las cumbres de los
Cuchumatanes. No había conocido más hábitat que ese y
nunca asistió a la escuela. Aprendió castilla, se alfabetizó
y politizó con nosotros. Poseía un corazón preñado de
ternura y generosidad, bajo una piel áspera, maltratada
por la intemperie. De mirada esquiva, raramente veía a
su interlocutor a los ojos. Era retraído, sencillo, de trato
suave. Poco para la risa y observador penetrante. Y
tras un rostro impasible ocultaba una susceptibilidad y
emotividad excepcionales. Se distinguía por su entrega,
rectitud y lealtad. Esta vez el sentimiento amoroso, como
nos sucede a todos más de alguna vez en la vida, lo
había desbordado, chocando con las reglas establecidas

292
y haciendo tambalear su sistema de valores. Los sueños
tenían gran importancia para él y con frecuencia los
narraba, interrogando sobre su posible significado. Y es
que en la cultura indígena se consideran premonitorios
o explicatorios del destino y de situaciones personales
o sociales. En numerosas comunidades había personas
especializadas en su interpretación. Indudablemente,
los sueños son experiencias del alma que pueden reflejar
muchas cosas: deseos, temores, preocupaciones, ilusiones,
compensaciones. Pero el pensamiento predominante en
dicha cultura le agregaba elementos particulares que
trascendían esa dimensión.
En nuestra colectividad guerrillera la mayoría de los
sueños que se narraban eran recurrentes en su esencia. Por
ejemplo, que a la hora del combate el arma no disparaba
y si lanzaba el proyectil, éste caía amorfo y blando a
un par de metros de distancia. Que teniendo deseos de
gritar para pedir auxilio o alertar a alguien, la voz no nos
salía. Que al correr para alejarnos de algún peligro no
lográbamos avanzar. Que teníamos comida, generalmente
aquélla que más nos gustaba, pero nunca alcanzábamos
a comerla porque despertábamos en el preciso momento
de llevárnosla a la boca. No hablábamos de los sueños con
frecuencia; pero cuando el tema surgía estas problemáticas
predominaban. Y no tenía qué ver la procedencia social,
ni la conciencia o cultura que se tuviera; sino más bien el
peso que en nosotros tenían los peligros y las privaciones
cotidianas. Pues el miedo era un acompañante tan
tenaz como el amor. Someter al primero y buscarle cau­
ce al segundo eran un reto permanente. Y la narración
de estos sueños en algún descanso u hora de comida,
suscitaba bromas que desencadenaban la risa de todos.
Era común que mientras más difícil fuera la situación en
que nos encontrábamos, o más preocupado estuviera el
protagonista de tales representaciones mentales, más risa

293
nos causaran las desgracias que sufríamos en la vida real
y en los sueños.
Adelita tenía catorce años cuando se enamoró de uno
de nuestros compañeros. Era una muchacha mexicana,
cuya familia simpatizaba con nuestra causa y apoyaba en lo
que estaba a su alcance. Vivía en una casa solitaria, próxima
a la línea fronteriza, por lo que mantenía relaciones sociales
y comerciales con los parcelarios guatemaltecos. El padre
era campesino medio y pagaba fuerza de trabajo para las
labores agrícolas. Adelita era hija única, consentida y sin
responsabilidades. No sabía leer ni escribir y cifraba en el
matrimonio su felicidad y destino único. Los padres veían
con beneplácito su relación con el guerrillero guatemalteco,
quien le correspondía en el amor.
Cierta vez integré una patrulla que se dirigió
hacia una vivienda fronteriza. Esta tenía por vecindad,
aunque a varias horas de camino, la casa de la novia. Nos
instalamos en el patio a desgranar el maíz que debíamos
transportar; pues había tranquilidad operativa y el rancho
estaba aislado. Para tener visibilidad hacia una vereda que
conducía a la línea divisoria, me senté de espaldas a la
construcción. A cincuenta metros de distancia terminaba
el sitio y comenzaba la vegetación feraz. Allí se adentraba
el sendero. El sol caía a plomo y veíamos reverberar el
calor por la evaporación abundante. Asueñada por lo
sofocante de la atmósfera me restregué los ojos y sacudí
la cabeza, creyendo ver alucinaciones. Pero las imágenes
permanecieron sin que lograra comprender. Tomé mi
carabina y avancé al encuentro de quienes para entonces
había reconocido. Adelita había surgido de la exuberancia
tropical ataviada con un vestido largo, rosado, el cual
alzaba con delicadeza; llevaba el pelo largo recogido y
adornado con flores; calzaba zapatos blancos de tacón y
sus manos iban cubiertas con guantes. Su madre apareció
detrás, también vestida de fiesta. Las saludé y atónita las

294
interrogué por las galas. Adelita me respondió sonriendo
que cumplía quince años y que el novio le había prometido
visitarla. Pero como su amigo chapín les avisó que ese día
estaríamos en su casa, se dirigieron hacia allí pensando
encontrarlo entre nosotros. Habían caminado horas
entre el fango y la espesura verde, con gran arte para
no estropearse, sólo pensando en el guerrillero amado.
Pero el novio se encontraba lejos, cumpliendo tareas de
la revolución y no pudo cumplirle. El desconsuelo de la
muchacha fue equivalente a la ilusión que por semanas
alimentó la promesa del enamorado. Sólo para él se había
engalanado. Inmediatamente sus ojos se inundaron de
lágrimas y la congoja se apoderó de ella. Esa vez sentí la
pena de amor ajena como propia. El esmero que había
puesto en arreglarse y el esfuerzo que habían invertido
para llegar a donde estábamos, me tenían impresionada.
Las invitamos a descansar y las hicimos reír con
nuestras bromas cariñosas. Pero al volver por donde
habían llegado parecían llevar la pesadumbre del mundo
encima. Se perdieron entre árboles gigantescos, lianas y
helechos para desandar el camino hacia su hogar solitario.
El nombre de Adelita se lo pusimos nosotros en asociación
a las adelitas de la revolución mexicana. El idilio duró
el tiempo que nuestro compañero alcanzó a vivir, pues
dos años después perdió la vida en la toma de Chisec,
en Alta Verapaz. Era responsable de la operación y en
la oscuridad, supervisando los grupos de contención,
cometió el error —creyendo que nuestros compañeros lo
habían reconocido — de cruzar el sector de fuego de uno
de ellos. Un proyectil de G-3, disparado por arma nuestra,
le perforó la arteria femoral. Fue imposible contener la
hemorragia y murió desangrado en cuestión de minutos.
Con su deceso pagábamos cara nuestra inexperiencia
militar y perdíamos a un organizador eficaz, de conciencia
firme, sencillo y jovial. Armando se había incorporado a

295
mediados de 1974, animado por un tío que era veterano.
Originario de una barriada capitalina, era hijo de una
prostituta y un policía nacional. Fue de los primeros en
incorporarse al destacamento original. Cuando murió
apenas alcanzaba los veintiún años de edad.
Una noche pedí a un compañero que me contara
sobre su vida y su pueblo. Pero a diferencia de la mayoría,
me respondió: "Siempre querés que te demos nuestra
vida, pero vos nunca nos das la tuya." Y no me la contó.
Efectivamente nunca hablaba de mi vida con ellos, pero
hasta entonces ninguno me había preguntado al respecto.
Y la dirección se había opuesto a que quienes proveníamos
de capas acomodadas la narráramos. Consideraba que
por no haber vivido los sufrimientos de los explotados y
oprimidos carecía de valor para la colectividad. Yo, por
disciplina y discreción, más que por falta de voluntad,
me había abstenido de compartirla. Con su reclamo este
compañero indígena nos demostraba que nuestra historia
personal sí tenía valor para ellos. Significaba darnos de
otra manera, confiarles nuestra vida que para ellos era un
misterio. Era mostrarles un mundo desconocido, distinto
al suyo, pero parte de la realidad que juntos pretendíamos
transformar. Esa noche permanecí silenciosa, pensando,
y me sentí mal. Aprendía mucho escuchando a mis
compañeros, quienes con gran paciencia respondían
mis preguntas e inquietudes. ¿No tenían ellos derecho y
capacidad para aprender de la mía?
Pasados varios meses las columnas nos dimos cita.
En las proximidades de la concentración descubrimos
aguas borbollantes que fluían en un arroyo y en
múltiples afloramientos que lo bordeaban. El ambiente
estaba saturado por el vaho y un olor sulfuroso. Y en los
alrededores, sobre árboles secos y troncos podridos, había
agrupamientos de iguanas que nuestros compañeros
cazaron con honda para enriquecer la dieta colectiva.

296
Para entonces había perdido parte del pelo y mis
dientes estaban tan sensibles que no soportaba masticar
alimentos como la tortilla tostada o la caña de azúcar.
También experimentaba punzadas en la espalda, como si
se tratara de alfilerazos; aunque esta molestia desaparecía
al inyectarme Complejo B-12 periódicamente. Y cada vez
que llevaba a cuestas más de cincuenta libras, lo cual
solía suceder, se me comenzaron a inflamar y endurecer
los ganglios de la base de la cabeza, el cuello y las
axilas. Mientras cargaba no lo notaba, pero cuando nos
deteníamos y el cuerpo se enfriaba, me invadía un dolor
intenso que se irradiaba a toda la cabeza y a los hombros.
Y mi cuello permanecía rígido, como con tortícolis, por uno
o dos días. Entonces no soportaba el roce de la hamaca ni
la proximidad de la ropa. Pero bastaba con no cargar un
par de días para que la inflamación y el dolor cedieran.
Los años de esfuerzo y alimentación precaria comenzaban
a repercutir en mi organismo; aunque todavía sin afectar
mi desempeño cotidiano.
Por esos días, la fuerza de sus sueños llevó a
un combatiente a solicitar dinero para comprar a una
muchacha. Entusiasmado y seguro de que no habría
objeción lo planteó con desenfado. Y contento agregó que,
como el padre estaba organizado y era muy consciente,
había rebajado el precio de Q80.00 a Q60.00. Como los
padres del muchacho vivían en otra región, nada mejor en
su esquema de valores que la dirección ocupara su lugar.
Aunque el tema de la compraventa de mujeres había
sido abordado, la costumbre ancestral resurgía como
retoño en árbol podado, todavía con las raíces intactas
en la mentalidad de algunos compañeros. Fue necesario
retomar colectivamente el tema y convencer al solicitante
de que no debíamos reproducir esas prácticas, sino sus­
tituirlas por nuevas. Pero quedaba la tarea de hablar con
los padres de la novia, pues habían afirmado que si no

297
era pagada no la daban, "porque su hija no era cualquier
cosa para regalarla". En ese y otros casos, aunque se logró
suprimir la transacción con labor persuasiva, la dirección
debió asumir el papel de los padres y hacer las visitas a
la usanza campesina para que la familia de la muchacha
quedara conforme.
Estando de paso por una localidad, me detuve en
casa de una familia cuya hija mayor estaba con nosotros.
Pasé a darles noticias de ella y a saber cómo estaban.
Era la media noche de un sábado y todos dormían; pero
la señora salió muy contenta a saludarme. Llevaba un
recipiente con leche y abrazándome amorosamente me
lo ofreció, diciendo lo mucho que le alegraba que hubiera
pasado precisamente esa noche. Los sábados, me dijo,
compraban leche que bebían el domingo por la mañana.
Se mostraba feliz porque ese día la tomaría yo en lugar
de ellos. Traté de negarme a aceptar el presente, pero
fue imposible. Se trataba de una familia muy pobre y su
segunda hija, de dieciocho años, padecía tuberculosis muy
avanzada; tosía con coágulos de sangre y estaba pálida y
débil. Ella anhelaba sumarse a nosotros y llorando nos
había suplicado que la aceptáramos. Pero en ese estado
no podíamos hacerlo; carecíamos de condiciones para
propiciar su curación y no soportaría nuestro régimen de
vida. La muchacha sufría por su impedimento. A cambio,
la incorporamos a las tareas de apoyo en la localidad.
Esperábamos a compañeros de la ciudad y a un
contingente de nuevos reclutas. En éste había seis mujeres
y el hecho no tenía precedentes. Eran jóvenes campesinas
originarias de las montañas del noroeste. La noticia causó
revuelo entre los combatientes. Diligentes remendaron
ropa y mejoraron su presentación; aumentó la dedicación al
estudio y a las tareas; las armas y los machetes relumbraron
más que de costumbre. Cuando arribó el grupo, la
caballerosidad y la servicialidad se hicieron notorias para

298
con las nuevas. Era evidente la competencia por ganar
el corazón, o cuando menos, la admiración de las recién
llegadas. Y abundaron los voluntarios para instruirlas en
el manejo de las armas y las tareas del campamento. No
faltaron los accidentes por derroche de valor y destreza; ni
las bromas y apuestas sobre quiénes serían los afortunados.
Varias destacaron rápidamente, por encima de los varones
que se incorporaron simultáneamente, en dedicación a
las tareas, disciplina y progreso en el estudio. Luego de
una temporada, dos volvieron como organizadoras a sus
zonas; posteriormente, otras destacaron por su valentía y
agresividad en el combate. Pero hubo una que a los pocos
días evidenció que sólo le interesaba coquetear; de manera
que se le envió de regreso a su casa.
Con los años varias mujeres más desarrollaron
dotes de activistas y organizadoras. También surgieron
dirigentes populares y cuadros políticos femeninos a
diversos niveles. La mayoría de ellas pasan desapercibidas
pero no por ello su capacidad y aporte es menor. Nuestro
trabajo pionero de aquellos años es uno de los factores
que propiciaron esta irrupción de la mujer campesina en
la lucha social y política guatemalteca. Parte de nuestros
sueños de entonces se han hecho realidad.

299
EL ÁRBOL DE LA VIDA

Emprendimos la marcha hacia el río Chixoy, y durante un


descanso algún dirigente bromeó: "Cuando triunfemos
vamos a poner puestos de refrescos y cervezas frías en
todas estas picas." Y el montón replicamos jubilosos:
"Síiii", imaginando que bebíamos tales delicias en ese
instante. Pero un lúcido exclamó malhumorado: "¿Y qué
putas vamos a estar haciendo aquí después del triunfo?
Sólo eso nos faltaba." Al concluir el penúltimo día de
marcha estábamos extenuados y silenciosos. Por mi parte,
además, resulté con ampollas y rozaduras en los pies; algo
había fallado con mis calcetines. Así que con presteza
recogí leña y me retiré a descansar; me tocaba cocinar
el día siguiente y debía madrugar. Apenas comenzaba
a ceder el dolor de las ampollas y el agotamiento de la
caminata, cuando se aproximó un compañero quiché. Se
había incorporado hacía pocos meses y se caracterizaba por
su timidez, bondad y seriedad. Entusiasmado me invitó a
bailar, agregando que ya tenía autorización. Le respondí
que estaba muerta de cansancio y le pregunté si no lo estaba
él también; salvo los que tenían tareas, todos estábamos
tumbados procurando reponer energías para la jomada
siguiente. Dijo que lo estaba, pero que en la radio tocaban
sones de su tierra y quería bailarlos. Entonces le propuse
que invitara a otra compañera y le hice bromas en relación
a las jóvenes recién llegadas. Pero insistió:"Vení vos, vení
un ratito nomás." Ya no me invitaba, me rogaba. Le mostré
mis pies lastimados y le expliqué que al día siguiente
madrugaba. Sólo se sonrió y me miró con ojos tristes, al
tiempo que exclamó: "¡Ay vamos, con vos quiero bailar!"
Y saltaba como un niño impaciente porque el primer son
había concluido y yo no me movía de la hamaca. Entonces

301
ya no pude negarme a sus ojos de tristeza que, aún cuando
Mario reía, no lo abandonaban. Me coloqué las botas y el
equipo militar, y probé el filo de mi machete, pues aceptar
la invitación conllevaba chapear mano a mano un pedazo
de terreno. Como éramos sólo nosotros, bastó con despejar
un par de metros cuadrados. Quienes descansaban en las
proximidades sacaron la cabeza de la hamaca e incrédulos
preguntaron si en serio pensábamos bailar. Ante nuestra
afirmación nos llamaron locos de remate. Pero cuando
colgamos el radio en una rama y dimos los primeros pasos,
uno de ellos iluminó la flamante pista con un pedazo de
hule ardiendo. Y varios de los que nos llamaron dementes
se sentaron a ver; y, poco a poco, algunos se calzaron y con
su fusil al hombro se sumaron al baile. Cuando terminó
el programa radial éramos cuatro parejas las que reíamos
bañadas en sudor y alegría. El iniciador de la locura estaba
verdaderamente feliz. Mario era originario de Zacualpa,
municipio al sur de El Quiché. Hablaba con fluidez quiché
y español, y sabía leer y escribir. Tranquilo y callado, hacía
pocas preguntas, pero éstas solían implicar respuestas
difíciles. Recién incorporado se extravió a raíz de un
choque con el ejército. Sin embargo, se mantuvo oculto
entre la maleza; logró localizar un buzón que teníamos
por el área y, escondido en sus alrededores, se alimentó
con azúcar. Durante tres días sufrió las inclemencias de
la intemperie porque en la escaramuza perdió su equipo.
Los compañeros que salieron en su búsqueda lo encontra­
ron sereno y confiado en que daríamos con su paradero.
Lo primero que hizo cuando se reintegró al grupo fue
disculparse por haber consumido azúcar de la colectividad
sin autorización. Cuando las acciones político-militares de
la organización se expandieron hacia el sur de El Quiché,
Mario fue incorporado al contingente de combatientes
experimentados que se desplazó hacia dicha región.
Pocos años después de haber convivido con nosotros en el

302
destacamento, Mario fue abatido en la retirada que siguió a
la propaganda armada que el EGP realizó en Santo Tomás
Chichicastenango en julio de 1981.
En aquella marcha salvamos el río Chixoy en el
curso de varias noches. Lo cruzamos en pequeños grupos
precedidos de exploradores. Del otro lado proseguimos
hasta alcanzar el río San Román, en cuyas proximidades
nos establecimos. Desde esa posición una unidad se
desplazó hacia el sur para recoger un lote de armas. Dos
mujeres fuimos integradas al grupo.
El trayecto que entonces recorrimos era accidentado
porque incluía un güiscoyolar pantanoso, varias brechas
con maquinaria trabajando y un par de carreteras. Y éstas
debíamos atravesarlas a plena luz del día para avanzar
con la rapidez que las circunstancias requerían. Una
de ellas debimos cruzarla en diagonal, forzados por las
características del terreno y la vegetación. Se nos dio la
orden de hacerlo en columna cerrada, cuando los grupos
de contención dieran la señal. Yo iba al centro, pero empecé
a rezagarme a media travesía. La retaguardia comenzó a
rebasarme, preocupada por salvar el obstáculo lo antes
posible, pues esa carretera era patrullada por el ejército.
Un miembro de la vanguardia, que había llegado a la
orilla contraria, vio que me quedaba sola y veloz volvió
sobre sus pasos. Se colocó a mi lado, me quitó la mochila
y prácticamente me jaló, animándome a sacar fuerzas.
Fuimos los últimos en alcanzar la espesura. No sé qué
hubiera hecho si él no me ayuda; probablemente me
hubiera sentado a media carretera sin importarme nada.
Estaba extenuada. Valentín se llamaba este compañero
y destacaba por su nobleza y espíritu solidario; no
fue casualidad que él acudiera en apoyo de alguno de
nosotros. Moreno, alto y delgado; de pelo crespo largo,
sus ojos negros eran de mirada profunda y dulce. Siendo
de origen proletario, migró desde la costa sur al Ixcán

303
cuando su familia obtuvo una parcela. Dos años después
de que realizamos esa misión, en junio de 1979, fue
abatido por el fuego enemigo en la aldea Tzetún, ubicada
al sur de Rubelolom y de Playa Grande. Una unidad
nuestra realizaba propaganda armada en esa localidad
keqchí, y cuando emprendió la retirada el ejército le salió
al encuentro. Valiente, pero inexperto en el combate
—como la mayoría —, se lanzó contra los atacantes a
pecho descubierto, disparando su fusil ametralladora.
Cayó herido en un altozano, en medio del fuego cruzado;
rescatarlo era imposible. Nuestra unidad se retiró sin más
bajas por una vía alterna.
A Valentín lo crucificó el ejército en las afueras del
poblado. Para el efecto instaló una cruz de madera y le
puso guardia durante los días que las aves de rapiña
tardaron en devorarlo. Mientras tanto, advirtió a los
moradores de Tzetún y de los lugares aledaños que eso
mismo haría con todos los que se levantaran en armas o
apoyaran a los rebeldes. Valentín ofrendó su juventud
con la frente en alto, de cara al sol, y en algún lugar crece
orgulloso su hijo postumo.
De los compañeros que entonces íbamos en esa
unidad, varios más perdieron la vida en los años venideros.
Eider, siendo oficial guerrillero, murió en el parcelamiento
de Cuarto Pueblo, en enero de 1981. Allí se intentó entonces
una operación de aniquilamiento y recuperación contra el
destacamento militar. Pero aunque la guerrilla destruyó
a la tropa acantonada —más de cien efectivos—, no pudo
pasar al asalto debido a la intervención de la Fuerza Aérea.
Esta bombardeó y ametralló el escenario del ataque. Como
resultado, Eider fue alcanzado en la cabeza por un proyectil
en el momento de la retirada, muriendo instantáneamente.
Eider era jovial y de agradable carácter, le gustaba hacer
bromas. Destacaba por su lealtad, disciplina y capacidad
operativa. Era ladino, hijo de parcelarios migrados de la

304
costa sur. Cuando murió llevaba cinco años incorporado a
la lucha. Arzú, otro de nuestros compañeros de entonces,
dio la vida en Alta Verapaz, cerca de los pozos petroleros de
Rubelsanto. Por circunstancias imprevistas debió combatir
aislado de su columna. Atrincherado en su posición, lo
aniquilaron cuando agotó su dotación. Proveniente de la
costa sur, Arzú fue reclutado en la capital, desde donde
se incorporó al destacamento en 1974. Llegó muy joven
e indisciplinado, con rasgos acentuados de machismo.
Al principio dio problemas por su relación conflictiva
con otros combatientes y por atentar contra la despensa
colectiva. Sin embargo, con el tiempo se disciplinó y dio
muestras de ser sensible, valiente y de moral resistente
ante la dureza de la vida en la montaña. Ladino, moreno
de pelo crespo, denotaba la presencia de sangre negra en
sus venas.
Aníbal era un compañero originario de San Juan Co­
tzal. Hablaba con fluidez su idioma, el keqchí y el español;
por ello su presencia fue clave en la penetración guerrillera
a la Alta Verapaz. Con experiencia en las tareas solitarias
entre la población civil, se llegó a confiar y desmovilizar
en su realización. Finalmente fue descubierto y abatido
mientras realizaba una de estas misiones. Aníbal era muy
inteligente, ágil y dispuesto para el trabajo; simpático, con
gran sentido del humor y dotado para narrar y actuar.
Solía hacernos reír con su graciosa forma de contar las
peripecias propias y ajenas. Enseñado por un compañero
de la dirección, aprendió a jugar ajedrez con extraordinaria
aptitud. Al igual que Valentín, Eider y Arzú, no llegaba a
los 24 años cuando lo sorprendió la muerte.
Durante aquella marcha, los compañeros de la ciu­
dad que transportaban los pertrechos, llegaron puntuales
a la cita. Sin palabras ni saludos, nos entregaron el arma­
mento y se retiraron. Nosotros acomodamos las cargas
con presteza y nos alejamos del sitio. Avanzamos varias

305
horas a tientas, hasta localizar unas cuevas que nos servían
de escondite. Allí preparamos nuestra cena y dormimos.
Amaneciendo emprendimos camino a paso ligero para
salvar los mayores obstáculos cuanto antes.
Días después, nos sacudió la noticia de la caída
de tres dirigentes nuestros en la costa sur. Murieron
en combate cuando el ejército, en un operativo de
inteligencia, copó la vulnerable construcción donde se
encontraban reunidos, coordinando trabajo político y
acciones militares. Fue el 17 de enero de 1978, en San
Bernardino, departamento de Suchitepéquez. Uno de
ellos, Alejandro, integraba la dirección del frente de la
costa sur. En la década de los años sesenta había combati­
do en la guerrilla de Luis Turcios Lima, en la Sierra de
las Minas. Era campesino pobre, ladino, originario de
Zacapa y fundador del destacamento guerrillero en las
montañas del noroeste. Había sido trasladado años atrás
para impulsar, con otros compañeros, la construcción de
la organización en la costa sur. En el momento de su caída
era miembro de la Dirección Nacional. Destacaba por no
perder de vista los intereses de la clase trabajadora, por su
firmeza revolucionaria y su sencillez. Lo sobreviven varios
hijos. El segundo caído, Jorge, era campesino indígena
pobre, originario de Rabinal, en Baja Verapaz. Durante
los años sesenta había estado próximo a Pascual Ixpatá
(Emilio Román López), dirigente de Rabinal y cuadro
guerrillero. Jorge fue también fundador del destacamento
y se caracterizó por su espíritu revolucionario, firmeza de
principios, valor y dinamismo en el trabajo. Al momento
de caer era dirigente regional en la zona ixil junto con
Cecilia, quien igualmente perdió la vida en dicha acción
contrainsurgente. Ella era originaria de Jalapa, pero estudió
magisterio en la capital. Desde muy joven se incorporó a las
tareas de apoyo para la guerrilla Edgar Ibarra, de la Sierra
de las Minas, en la década de los sesenta. Fue fundadora

306
del EGP en el frente urbano Otto René Castillo. Destacaba
por sus firmes convicciones y principios; por su austeridad,
disciplina y sencillez. Cecilia tenía una hija pequeña, quien
crecía al cuidado de otros compañeros.
Varias mujeres que en los albores de la década del
setenta empuñamos las armas revolucionarias, heredamos
el ejemplo de una hermana de Cecilia: Nora Paiz Cárcamo,
quien fuera herida y capturada en combate, en la Sierra
de las Minas, junto con Otto René Castillo, en marzo de
1967. Ambos fueron conducidos al campamento militar
de Los Achiotes y luego a la base militar de Zacapa.
Durante cuatro días ella fue violada y ambos mutilados,
apaleados y quemados vivos el 19 de marzo. Nora y,
un tiempo antes, Rogelia Cruz, fueron de las primeras
revolucionarias guatemaltecas que cayeron vivas en manos
del ejército y sufrieron su brutalidad. Los pormenores
del cautiverio y asesinato de Nora se conocieron porque
uno de los torturadores, impresionado por la firmeza y
la dignidad de Nora, buscó a la madre para narrarle los
hechos y conducirla a la fosa clandestina donde estaba
semienterrado lo que quedaba de ella. La familia rescató
un mechón de pelo y algunos huesos. Con la información
y los restos de Nora, su madre denunció públicamente la
atrocidad de los militares. Pero ya entonces su impunidad
era una realidad tan palpable como sus crímenes. De
carácter inquieto, inquisitivo y alegre, Nora tenía 23
años en el momento de su asesinato. Su nombre, como
el de Cecilia —Clemencia Paiz Cárcamo— resonarán en
nuestra memoria como ejemplo de amor a la libertad y a
la dignidad de nuestro pueblo.
A lo largo de ocho días llovió torrencialmente y
sin tregua alguna. Y durante las noches de tormenta la
temperatura descendió drásticamente. Para conjurar el frío
debimos protegemos con papel periódico y plásticos. Al
cesar el diluvio escuchamos rumor de maquinaria pesada

307
rumbo al sur. El ruido era inconfundible y avanzaba en
nuestra dirección. Se enviaron exploradores de inmediato
y ellos reportaron que un convoy de buldozers avanzaba
en línea recta, botando árboles gigantes y todo lo que
encontraba a su paso. Evacuamos apresuradamente, pues
el acimut de la brecha pasaba por nuestra cocina. Al día
siguiente las máquinas depredadoras arrasaron el lugar
y continuaron su marcha inexorable. La tecnología del
"progreso" devoraba, con brechas petroleras y caminos
con función contrainsurgente, las selvas guatemaltecas.
En mayo de 1978 escuchamos la noticia sobre la
masacre de Panzós, municipio oriental de Alta Verapaz.
Más de cien indígenas keqchíes fueron asesinados por el
ejército en la plaza del poblado, cuando pacíficamente
demandaban justicia ante las autoridades. Sus tierras
estaban siendo usurpadas por terratenientes. Entre los
asesinados estuvo una anciana dirigente llamada Adelina
Caal de Makín —Mamá Makín—, quien iba a la cabeza
de su gente. Fue la primera masacre contemporánea
contra la población indígena que trascendió a la opinión
pública. Un preludio de lo que el régimen desencadenaría
generalizadamente pocos años después.
Pasada una temporada retomamos al Ixcán, y desde
allí parte del destacamento ascendió al altiplano ixil. Por
esos días pidió su baja Lin, indígena pocomchí, originario
de San Cristóbal Verapaz. Alto y robusto, llevaba cuatro
años en el destacamento, pero resentía la dureza de la
vida en la montaña. Las hambrunas y los momentos de
peligro lo afectaban anímicamente al punto de postrarlo
algunas veces. De ahí que su desempeño tuviera altibajos.
Finalmente, al volver de una estancia en la capital pidió su
retiro de la organización para dedicarse a la vida privada.
Encontró trabajo en una fábrica del sur de la ciudad; pero
los criterios de clase y la conciencia social que adquiriera
en el destacamento, lo llevaron a integrarse al sindicato de

308
la empresa. Pronto fue promovido por sus compañeros a
la dirección del mismo, pues su capacidad organizadora
y política destacaba, aunque él no se lo propusiera. En las
luchas populares de octubre de 1978, detonadas por el alza
al precio al pasaje urbano, varios sindicatos decidieron
participar. Entre otras actividades, instalaron barricadas
para interrumpir el tránsito. Pero las fuerzas represivas
atacaron con armas de fuego a los trabajadores que se
negaron a retirar los obstáculos. Lin murió de un balazo
en la frente, cuando se irguió a responder con pedradas
la orden de desalojo. Pocos días antes había solicitado su
reincorporación a la organización.
Corrían los primeros días de junio y un grupo salió
en misión. Al regreso, los combatientes que lo integraban,
confiados y queriendo aligerar la marcha, abandonaron la
ruta secreta y buscaron un camino de herradura. Su idea
era avanzar por él un trecho y, una vez estuvieran a la
altura de nuestra posición, quebrar el rumbo y retomar el
trillo. Pero al poco tiempo chocaron con una patrulla militar
que, en dirección contraria a ellos, realizaba un rastreo. En
el tiroteo que se entabló resultó muerto el compañero
nuestro que encabezaba la fila. Fernando era un joven
moreno y delgado de origen cakchiquel. Él y su hermano,
huérfanos desde pequeños, fueron llevados por unos
familiares al Ixcán. Desde muy jovencitos pidieron ingresar
a nuestras filas y allí se hicieron hombres. El espíritu de
este compañero estaba golpeado por la discriminación y
la pobreza; de ahí la susceptibilidad que evidenciaba en
el trato. De personalidad difícil, pero entregado, deseaba
superarse y anhelaba afecto y comprensión. Con frecuencia
nos buscaba para conversar o simplemente estar cerca
haciendo sus propias cosas. Cuando lo invadía la nostalgia
añoraba volver a su pueblo de origen en los días de la fiesta
patronal; entonces escuchar la marimba y los cohetes de

309
vara, comiendo los tamalitos que por esos días se preparan.
Esa era, nos confesó, su idea de felicidad.
Entre nosotros era una tentación permanente utilizar
caminos vecinales y brechas, porque el avance por ellos
era más rápido y menos agotador que rompiendo monte.
De ahí que cuando se desplazaban pequeñas unidades sin
mandos suficientemente disciplinados y alertas, se solía
desobedecer la regla. Esta unidad violó varias medidas de
seguridad durante el cumplimiento de su tarea; y desde
que hicieron contacto con la población, dieron pistas de su
presencia y movimientos. Por otra parte, tuvieron indicios
directos e información sobre complejas operaciones
militares en la zona donde se movían. Sin embargo, no
las tomaron en cuenta cuando el cansancio se apoderó de
ellos. Luego del choque, la unidad logró retirarse a través
de un navajuelar. Los combatientes llegaron con la cara y
las manos cortadas, pero no los había alcanzado ninguna
bala de la lluvia que les descargaron. Estábamos a media
hora del sitio, de manera que cambiamos posición. En ese
momento no sabíamos si Femando estaba herido o muerto.
De ahí que se destacara una patrulla al lugar de los hechos.
Los compañeros lograron colocarse a pasos de distancia
de la emboscada enemiga sin ser detectados. Nuestro
compañero yacía en el mismo lugar donde había caído.
Un colaborador que pasaba por el lugar vio cuando
un helicóptero descendía en las proximidades y de él
bajaba un oficial. El compañero lo juzgó de alta graduación
porque era un hombre mayor, sólo portaba arma corta en
estuche de cuero, era barrigón y le costaba caminar entre
los obstáculos. Este militar observó detenidamente al
guerrillero, ordenó recoger su equipo y dejar el cadáver a
flor de tierra. Luego se retiró, llevándose las pertenencias
de Fernando.
Siguiendo órdenes la tropa esperó allí en previsión
de que lo intentáramos rescatar. Pero la correlación de

310
fuerzas era muy desigual, no contábamos con parque de
reserva y no nos convenía llamar la atención sobre una
zona donde desplegábamos actividades organizativas y
logísticas que se frustrarían si el ejército acrecentaba sus
operaciones. Recuperamos los restos de Femando quince
días después, cuando el ejército se retiró. Su esqueleto
era todo lo que quedaba, pues insectos y aves de rapiña
lo habían consumido. Al sepultarlo se le rindieron los
honores guerrilleros. Fernando está enterrado bajo cedros
y caobas, en aquella selva donde aprendió a amar la
libertad de su pueblo por encima de todo.
La vida para nosotros es búsqueda de una
humanidad mejor; es amor a la dignidad y a la justicia;
es compromiso con el pueblo trabajador. Por eso, ante la
muerte de nuestros compañeros, el mejor homenaje era
continuar la lucha con mayor entusiasmo y capacidad. No
había lugar para la tristeza. De cada golpe era necesario
sacar lecciones que mejorasen nuestra operatividad, y
hacer las reflexiones del caso. Si bien todos estábamos
dispuestos a dar la propia vida, debíamos preservarla
hasta donde fuera posible, reduciendo nuestros errores y
deficiencias. Pues sólo vivos aportamos nuestro esfuerzo
a la emancipación social. Pero en toda confrontación que
llega a medios violentos es inevitable pagar un precio
en sangre. Nuestros compañeros, al igual que miles de
luchadores guatemaltecos, abonan con la suya el árbol de
la vida de nuestro pueblo. Su muerte no ha sido en vano y
siempre los llevaremos vivos en la memoria como ejemplo
y estímulo para las presentes y futuras luchas.

311
OTRA MAÑANA DE OCTUBRE

Bajo la conducción de la dirección, el destacamento


continuó rigiéndose por los criterios, estilo de trabajo y
organización establecidos cuando existía el mando político-
militar. Y nuestra colectividad siguió erogando recursos
humanos a costa de su propia calidad. Por ejemplo, la
primera unidad militar propiamente dicha de las montañas
del noroeste se formó con los combatientes más conscientes
y experimentados de nuestro agrupamiento. Y su dirección
fue confiada a un miembro del ex mando. Era 1978 y
fue un acontecimiento feliz porque este logro suponía
que podríamos enfrentar sistemáticamente al ejército y
especializar compañeros en el arte militar.
Me correspondió seguir trabajando en la reproducción
de materiales, elaboración de planes de cursillos y en la
realización de los mismos. Entonces realizaba mi labor
sentada en la hamaca y usando la mochila por mesa. Pero
cierta mañana oí el rumor creciente de hojarasca y palos
que crujían. Al prestar atención reconocí el inconfundible
maremágnum de las hormigas arrieras, que avanzaban
en dirección a mi puesto. Cuando estuvieron próximas
me retiré a su periferia y observé cómo pasaron sobre mi
lugar sin desviarse. En pocos minutos abandonaron el
área y el ruido se perdió entre la vegetación. En manchas
im presionantes de varios metros cuadrados, estas
hormigas se desplazan siguiendo un rumbo invariable.
Y en su ruta aniquilan cuanto insecto, larva o huevecillo
encuentran; ninguno de ellos por grande y agresivo que
sea, se salva de su voracidad.
Varios miembros de la Dirección Nacional con sede
en la capital se encontraban en el frente, reunidos con sus
homólogos de la montaña. Terminaba mis actividades

313
del día cuando me llamaron para comunicarme que a la
mañana siguiente salía temporalmente del frente. Había
una tarea cuya responsabilidad querían que asumiera y
sobre la cual me instruirían en la capital. Fue un balde de
agua helada; no concebía mi salida sino con el triunfo o
la muerte. Me encontraba contenta e identificada con ese
medio de trabajo; y hacía sólo seis meses que nos había­
mos reencontrado con Benedicto. No obstante, respetaba
las decisiones del organismo superior y me disciplinaba
a ellas.
Muy temprano me despedí de mi pareja; no
sabíamos entonces cuánto duraría esta nueva separación,
ni si volveríamos a encontrarnos. De los compañeros
me despedí como lo hacíamos todos; sin saber a dónde,
a qué ni por cuánto tiempo se ausentaba quien partía.
Había llovido durante semanas, pero ese día amaneció
escampado. Partiría con una patrulla hasta las márgenes
del río Chixoy; allí haría contacto con otra unidad para
proseguir mi camino. El trayecto hacia el gran río no llevaba
más de cinco horas, pero teníamos un contacto de reserva
en el atardecer.
Las dos horas iniciales avanzamos rápidamente en te­
rreno firme. Sin embargo, a partir de entonces empezamos
a encontrar crecidas, cuando no salidas de madre, todas
las corrientes de agua. Y pronto el suelo se presentó
anegado hasta en treinta centímetros de altura. A pesar de
estos contratiempos avanzábamos con buen tiempo; pero
progresivamente el agua subió hasta alcanzar los cinturones
y la base de las mochilas. Entonces nos los quitamos
para colocarlos sobre nuestras cabezas y continuamos
la marcha. Pero al quedar bajo el agua las referencias de
orientación, el avance se hizo lento e inseguro su rumbo.
Había oleaje suave en dirección contraria a la nuestra y el
nivel del agua ascendió hasta llegamos al pecho y al cuello,
según la estatura de cada quien. Para entonces, las plagas

314
y los insectos refugiados en las ramas y troncos flotantes,
nos acosaban. Así avanzamos toda la tarde y la oscuridad
comenzó a envolvemos sin arribar al punto de contacto y
sin encontrar dónde acampar. Fue entrada la noche cuando
alguien localizó un altozano donde el agua sólo cubría
alrededor de veinte centímetros. Allí colgamos hamacas y
equipos lo más alto posible, pues para entonces amenazaba
con llover. Intuíamos que estábamos cerca del Chixoy,
pues tal inundación sólo la podía producir ese gigante;
pero no teníamos idea de nuestra ubicación exacta. Nos
acostamos empapados y hambrientos; también tensos por
el peligro de que las aguas subieran. Poco tiempo después,
varios compañeros murieron en la costa sur, arrastrados
por una creciente que los sorprendió mientras dormían en
las proximidades de un río.
No llovió por la noche y al amanecer el desborda­
miento había cedido. Mientras unos compañeros exploraron
para determinar nuestra ubicación, otros recogimos leña y
preparamos el desayuno. Feliz sorpresa fue descubrir que
estábamos a un centenar de metros de donde debíamos
haber llegado. Comimos animados y secamos nuestra
ropa al calor de la fogata. Me despedí de la unidad y sola
me dirigí a las márgenes del río. Allí me esperaba un niño,
cuya familia conocíamos de tiempo atrás. Él me informó
que el ejército pasó días antes en patrullaje por la ribera
oriental, pero que se había retirado. Las aguas corrían
turbulentas y achocolatadas, llevando enormes troncos
como si se tratara de palillos de dientes. Con admirable
pericia, el compañerito de once años me cruzó al otro lado
en un cayuco de dos metros de largo. Seguro y tranquilo, el
pequeño navegante lanzó la canoa a la correntada y parado
en la parte trasera maniobró con el canalete, aprovechando
la energía del caudal. Desembarcamos centenares de
metros río abajo y tomamos una vereda que bordeando el
río llevaba a su casa. Los compañeros que me esperaron

315
la víspera no dejaron mensaje alguno. De todas formas me
dirigí al punto de contacto y esperé un rato previendo que
volvieran. Efectivamente, se presentó un compañero de la
unidad que me aguardaba. Se alegró de verme pues, me
dijo, temían que algo grave nos hubiese ocurrido. El mismo
mando, cuando no llegamos a la reserva, decidió rastrear
en dirección inversa nuestra ruta. De ahí que debiéramos
esperar su retorno.
Partimos con el tiempo al límite y al tercer día, mien­
tras la unidad acampó, con un combatiente nos dirigimos
al punto donde me recogerían. Debimos pasar toda la
noche acurrucados y silenciosos, soportando una plaga
de jején, pues los compañeros no asistieron a la hora
convenida. Por la carretera, a cuyo costado estábamos,
transitaban vehículos particulares, campesinos y patrullas
del ejército. A la reserva llegaron puntuales quienes debían
conducirme.
Otra mañana de octubre, con la palidez característica
de quien ha vivido en la penumbra varios años, y el olor
a humo de quien ha permanecido cerca de fogatas ese
mismo tiempo, salí del frente. Entonces no imaginaba que
para mí concluía una etapa de militancia revolucionaria
y que los azares de la lucha no me llevarían de vuelta a
esa región.
El primer período de estancia en el destacamento
estuve permanentemente dentro de la montaña. Mis visitas
a las localidades fueron siempre nocturnas. De ahí que
no me percatara de los cambios que experimenté física y
psicológicamente a causa de vivir en la penumbra, entre
densa vegetación y en el ámbito del destacamento. Me di
cuenta hasta que visité de día lugares descombrados y
viviendas. Las primeras veces que salí a terrenos donde
el sol alumbraba directamente me fue imposible abrir los
ojos. Intentarlo me produjo un copioso lagrimeo, ardor de
ojos y dolor de cabeza, aun cuando diera la espalda al sol

316
y los protegiera con las manos. Forzosamente debía volver
a la espesura del bosque. Igualmente perdí el equilibrio al
caminar por primera vez en terreno plano sin vegetación.
Escuchar cantar a un gallo, después de meses de sólo oír
animales silvestres, significó mucho más que la expresión
sonora de un animal doméstico. Me dio la impresión de
retomar contacto con mi mundo originario. Sentí nostalgia
por los lugares habitados, mis seres queridos, la ciudad, los
caminos. Sentarme en una silla y comer en una mesa me
produjo una sensación extraña. Y cuando me ofrecieron
azúcar para endulzar mi bebida al gusto, no me atreví
a tomar sino la cucharadita rasa que recibíamos en el
destacamento. Instintivamente sentí que no tenía derecho
a más porque afectaría las necesidades de otros. ¿Qué
experimentaría al retomar a la urbe?
Abordé el vehículo, al tiempo que el combatiente
se perdía entre la maleza llevando mi equipo militar
de vuelta. Me cambié ropa y calzado mientras el auto
avanzaba y me explicaban la cobertura y el plan de
emergencia. En el primer arroyo que encontramos pedí que
nos detuviéramos. Hacía dos días que no tocaba agua.
Llegué a la capital entrada la noche, luego de seis
años de no vivir en ella. Me sentí extraña y me ofendieron
el ruido de los vehículos, la música a fuerte volumen, los
anuncios luminosos, la infinidad de bagatelas y modas
del consumismo. Y mientras avanzábamos por calles
iluminadas y bulliciosas, mi mente evocaba con nostalgia
verdes manaqueras y sonidos de la naturaleza. Y no me
apeteció ninguna comida ni golosina de las que durante
años ansié con obsesión.

octubre de 1993

317
EPÍLOGO

Luego de veinte años de militancia puedo afirmar que el


periodo en la montaña —altiplano y selva noroccidentales —
es mi experiencia revolucionaria principal. Ha sido, es y
será decisiva en mi vida para apreciar al ser humano,
la naturaleza, la lucha social, mi pueblo. Fue una suerte
vivirla, sobrevivir a ella y reflexionar sobre ella.
Nos fuimos a la montaña para contribuir a que la
población paupérrima rompiera su inmovilidad política y
su fatalismo; para que luchara por su dignidad y felicidad
otra vez. Amamos y dimos todo de nosotros sin límites
ni condiciones, frente a un sistema que cerraba a sangre
y fuego las vías legales y pacíficas. Sin embargo, nuestro
empeño fue sobrepasado por los acontecimientos. Años
después fracasamos por factores múltiples. El régimen
lanzó una ofensiva de masacres y tierra arrasada en
1982 y 1983, ante la cual no logramos sostener el avance
del proceso revolucionario. Ni entonces ni después la
guerra irregular que impulsamos llegó a desarrollar con
el rigor debido el arte militar. Los frentes guerrilleros
que habíamos construido en las montañas del noroeste
fueron desarticulados. Numerosas localidades donde
construimos organización fueron borradas del mapa,
otras fueron diezmadas y la región fue militarizada.
Mientras tanto, las actividades políticas y militares de
la organización no lograron dar el salto de calidad que
las circunstancias requerían para derrotar las sucesivas
ofensivas del ejército y liberar territorios. Y por preservar
personalismos en la dirigencia, la organización que se
conformó se negó a conducir el esfuerzo guerrillero con
una fuerza política. Y al negar la necesidad de un partido,
negó el papel dirigente de la política sobre lo militar,

319
desarrollando un estilo de conducción autoritario y uti­
litario respecto a los militantes, combatientes y bases.
Peor aún, persistió demasiados años en la acción militar,
después de que los hechos demostraron la derrota de su
estrategia y la desarticulación de sus frentes, negándose a
evaluar los acontecimientos. Proceder que la llevó a perder,
progresivamente, el apoyo de la mayoría de la población
que la sustentaba.
Sin embargo, la guerra de guerrillas y toda forma de
rebelión popular, se gestan y desarrollan a partir de causas
estructurales y rezagos acumulados en detrimento de la
justicia, dignidad y la calidad de vida de las mayorías. Por
ello no pueden ser sometidas ni eliminadas de manera
definitiva por las fuerzas represivas del Estado, a menos
que se erradiquen tales causas y rezagos acumulados.
Mientras tanto, los desbordes violentos se darán de una
y mil maneras, independientemente de que tengan o no
carácter revolucionario o perspectiva de éxito; pues más
que un problema militar y legal, son expresión de proble­
mas humanos, socioeconómicos y políticos que afectan a
la inmensa mayoría de guatemaltecos.
Veintiocho años después de la experiencia revolu­
cionaria que aquí se consigna es preciso decir que la lucha
revolucionaria sigue en reflujo profundo; que las selvas y
los bosques primigenios descritos están desapareciendo
arrasados por la contrainsurgencia, invadidos por colonos
paupérrimos, traficantes ilegales de madera, narcotrafi-
cantes, petroleras y mineras transnacionales. Lo que sigue
inmutable es la opresión sobre los indios y las mujeres,
la precaria existencia del campesino, la ancestral intran­
sigencia del régimen dominante. Hay, indudablemente,
un mundo nuevo que construir en Guatemala.
Si la forma de lucha que domina en estas páginas ha
perdido vigencia, no ha ocurrido lo mismo con los propó­
sitos que nos guiaron. No son los éxitos o los reveses que

320
contienen estos relatos los que cuentan en definitiva, sino
la verdad que encierran y nuestra fidelidad de hoy al ideal
que los hizo posible ayer.

enero de 2006

321
GLOSARIO
(Lo que no aparece en un diccionario manual común)

Achí: Grupo étnico de origen maya que habita en Baja Ve-


rapaz. Nombre del idioma que habla este grupo étnico.

Buzón: Depósito escondido para almacenar recursos.

Cakchiquel: Grupo étnico de origen maya que habita en


los departamentos de Chimaltenango, Sololá, Sacatepé-
quez, Guatemala, Suchitepéquez y Escuintla. Nombre del
idioma que habla este grupo étnico.

Camioneta: En Guatemala autobús; transporte público


de pasajeros.

Cojón: En Guatemala, arbusto tropical, cuya savia es


blanca y pegajosa como goma.

Corte: Pieza de tela, de 3 y más metros de largo, que


enrollado en la cintura usan como falda las mujeres
indígenas.

Chineo: Acción de cargar en brazos a un niño para


arrullarlo o mimarlo.

Chorreados: Sucios.

Chuj: Grupo étnico de origen maya que habita al norte


de Huehuetenango. Nombre del idioma que habla este
grupo étnico.

Chumpa: En Guatemala chaqueta.

Incaparina: Harina alimenticia muy nutritiva, elaborada


a base de maíz y soya, enriquecida con vitaminas. La in­
caparina fue producida por el Instituto de Nutrición para

323
Centro América y Panamá —INCAP—, con el fin de paliar
los altos índices de desnutrición en el área.

Ixcán: Planicie selvática al norte de Huehuetenango y El


Quiché, fronteriza con México. Región de parcelamientos,
latifundios y tierras estatales.

Ixil: Grupo étnico de origen maya que habita las montañas


más altas de El Quiché, al sur de la región de Ixcán. Idioma
que habla este grupo étnico.

Jimba: Especie de bambú con espinas en gancho, que


crece inclinado, formando arcos enmarañados que caen
hasta el suelo.

Jodido: Fastidiado. Difícil, complicado.

Kanjobal: Grupo étnico de origen maya que habita al


norte de Huehuetenango. Nombre del idioma que habla
este grupo étnico.

Keqchí: Grupo étnico de origen maya que habita en los


departamentos de Alta Verapaz, Petén e Izabal. Idioma
que habla este grupo étnico.

Mam: Grupo étnico de origen maya que habita en los


departamentos de Huehuetenango, Quetzaltenango y San
Marcos. Idioma que habla este grupo étnico.

M anaqueras: Terrenos selváticos cubiertos única o


principalmente de manacos o manacas (Attalea cohune,
Mart), especie de palma cuya hoja es utilizada para techar
viviendas. También llamada corozo o palmiche.

M azacuata: (Boa constrictor im perator), boa de las


regiones selváticas mesoamericanas. No ataca al hombre,

324
alimentándose de pequeños mamíferos y pájaros. Algunos
ejemplares alcanzan cinco metros de longitud.

Mimbreros: Recolectores de mimbre en los bosques


húmedos.

Momostenango: Municipio del departamento de Toto­


nicapán, especializado en el pastoreo de ovejas y en la
fabricación de frazadas de lana.

Mozos colonos: Trabajadores permanentes que residen


en terrenos de la finca donde laboran.

Oreja: Espía de los cuerpos represivos del Estado.

Oriente: Región este del país que abarca los departa­


mentos de Santa Rosa, El Progreso, Zacapa, Chiquimula,
Jalapa y Jutiapa. La mayoría de su población es mestiza o
blanca, pero también la habitan los grupos étnicos chortí,
pocomam oriental y xinca.

Oriental: En Guatemala se le llama así a quien es origi­


nario del oriente del país.

Paliacate: Pañuelo grande de algodón, de colores y


diseños vistosos. Se usa abundantemente en el campo
y entre los sectores trabajadores urbanos. Es de origen
mexicano.

Patojitos, patojos: En Guatemala niños.

Pava: (Penélape purpurascens), ave trepadora silvestre de


las regiones tropicales de Centroamérica, de canto estri­
dente y carne muy apreciada.

325
Peinar, peinado: Acción de rastrear, de buscar indicios
que conduzcan al descubrimiento de algo o de alguien.

Perraje: Lienzo tejido de lana o de hilo, algunas veces


bordado, con el que se cubren del frío, del sol o de la lluvia
las mujeres indígenas y campesinas en Guatemala.

Pica: Trillo, vereda angosta. Rastro leve señalizado con


pequeños cortes o quiebres en la vegetación.

Pinol, pinole: Harina de maíz tostado con la que se prepara


una bebida.

Pocomchí: Grupo étnico de origen maya que habita en


los municipios sureños de Alta Verapaz y en Purulhá,
municipio norteño de Baja Verapaz. Idioma que habla
este grupo étnico.

Quetzal: Unidad monetaria guatemalteca. Antes de 1985


un quetzal equivalía a un dólar.

Quiché: Grupo étnico de origen maya que habita en


los departamentos de El Quiché, Totonicapán y Quet­
zaltenango. Idioma que habla este grupo étnico.

Ropa de partida: En Guatemala ropa barata, elaborada


masivamente para consumo del campesinado pobre y
capas bajas urbanas.

Sábana maletera: Lienzo de tela de aproximadamente


1mt2 que se usa para envolver y cargar recursos.

San Mateo Ixtatán: Municipio norteño de Huehuetenango,


colindante con México.

326
Santa Cruz Barillas: Municipio norteño de Huehuetenango,
colindante con México.

Solomero: Originario de San Pedro Soloma, municipio


de Huehuetenango.

S u ch itep éq u ez: D ep artam en to de la co sta sur


guatemalteca.

Tapexco: Construcción rústica con varas y horcones que


se usa en lugar de cama o de mesa.

Tercio de leña: Atado de leña que una persona adulta


puede cargar a la espalda con mecapal. Tres tercios hacen
una carga, medida usada para comercializar la leña.

Todosantero: Originario del municipio Todos Santos


Cuchumatán, en el departamento de Huehuetenango.

Trabajadero: Nombre que en algunas regiones del país


se da a las parcelas agrícolas.

Zunza: Fruto tropical silvestre de semilla grande y carne


amarilla y dulce. Árbol que la produce.

327
CONTENIDO

Nota de la autora................................................ 9
Presentación......................................................... 17
Mariposas del sueño.......................................... 21
Despertar en la Zona Reina.............................. 29
En silencio y secreto........................................... 41
Mujer nueva como gallina nueva................... 53
Pruebas de fuego para el corazón................... 81
Una mañana de octubre.................................... 95
En los montes de Ju il.......................................... 107
Mujeres de obsidiana......................................... 123
Lenguas, sangres, orígenes............................... 139
La ofensiva de la sierra..................................... 153
Bajo el cerco enem igo........................................ 169
Adiós a los Cuchumatanes............................... 185
La furia amorosa de la selva............................ 197
En la casa del jagu ar........................................... 217
Más allá de los cam inos.................................... 235
Las niñas de la bandera..................................... 249
El huracán interior............................................. 257
Danza del venado.............................................. 273
La fuerza de los sueños..................................... 291
El árbol de la v id a ............................................... 301
Otra mañana de octubre................................... 313
Epílogo.................................................................. 319
Glosario................................................................. 323
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de
Talleres Gráficos Serviprensa, S. A.
en el mes de agosto de 2008.
Fue diseñado con la tipografía Book Antigua
de 80 gramos, es de 1,000 ejemplares.
Otras publicaciones de
Ediciones del Pensativo

S obre la libertad, el d ictad or y


su s p erro s fie le s
Amoldo Ramírez Amaya

Lu chas d e las g u atem altecas del siglo X X


M irad a al trabajo y la p articip ación
p olítica d e las m u jeres
Lorena Carrillo Padilla

E se obstin ad o so brev iv ir au toetn og rafía


de una m u jer gu atem alteca
Aura Marina Arriola

M u jeres y g o b iern os m u n icipales


en G u atem ala relacion es de g én ero
y p o d er en las corporacion es
m u n icip ales 2 0 0 0-2004
Alba Cecilia Mérida

La revolu ción g u atem alteca


(2d a ed ición )
Luis Cardoza y Aragón

El truen o en la ciu dad


Mario Payeras

Los fu s ile s d e octu b re


Mario Payeras

G u atem ala de m is dolores


Andrea Aragón

Las C olm en as (v id eo -d o cu m en tal)


Alejandro Ramírez Anderson
Tal vez el mérito principal de esta obra sea
contener las vicisitudes de una guerrilla
centroamericana por las selvas lluviosas,
recreadas por la palabra genitora de una mujer.
Por eso el rigor, la veracidad y la ternura
de Mujeres en la alborada. Nacida en una familia
de profesionales de la clase media de la ciudad
de Guatemala; educada en un colegio de
religiosas norteamericanas en su país y
militante revolucionaria por veinte años, © A m oldo Ramírez Amaya, 2006.

Yolanda Colom rinde en estas páginas


testimonio de la participación de la mujer en
la lucha guerrillera y narra los años que
siguieron al ciclo fundacional del Ejército
Guerrillero de los Pobres en el norte de Quiché.
Disidente de su organización matriz desde
1984, la autora declara: "N os fuimos a la
montaña para contribuir a que la población
paupérrima rompiera su inmovilidad política
y su fatalismo; para que luchara por su
dignidad y felicidad otra vez. Amamos y
dimos todo de nosotros sin lím ites ni
condiciones frente a un sistema que cerraba
a sangre y fuego las vías legales y pacíficas".
La maestra juvenil de Cuilco, depar­
tamento de Huehuetenango; la solidaria testigo
de la gesta popular bajo el gobierno de
Salvador Allende; la adepta de Dom Hélder
Cámara y de su obra social por los pobres de
Olinda y Recife, no escribió Mujeres en la
alborada para hacer literatura, sino para
compartir su experiencia con las nuevas
generaciones y reafirmar la necesidad de
luchar por un mundo más humano. Sin
embargo, sus palabras se incrustan en los
hechos y logran que de los recuerdos broten
almendras de luz.

Вам также может понравиться