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La intensidad de la poesía

Mario Henao

Ante la idea común según la cual la palabra es extracción de una experiencia vital que la convierte
en algo muerto, está José Lezama Lima. La palabra es una forma más de dar vida en la poesía. No
es que un poema sea el producto definitivo de un trabajo; el poema es una vida y una prueba
extensiva de la intensidad de la vida; pero esa intensidad no se resuelve en la extensión, más bien
se concentra en esa magnitud que da forma y lugar al (¿o en el?) poema.

Lezama Lima en “X y XX” expone una posición sobre la poesía en un diálogo consigo mismo, con su
sí mismo y su doble. Esa repetición gráfica es una duplicación, que al mismo tiempo es una
muestra de la intensidad que se extiende y se potencia. La continuidad del sí mismo genera una
resistencia que es su doble con quien habla para crear una nueva sustancia: el texto que es poesía
sobre la poesía. Lezama habla con su doble (su sí mismo doblado) y en ese dialogar surge una
teoría de la poesía que es casi poesía misma (metafísica, entonces, si se considera que Lezama
habla del poema como una magnitud sensible y que, por lo tanto, al hacer poesía sobre poesía
está haciendo un discurso que va más allá de lo físico que es el poema).

Para Lezama esa teoría y la poesía son una creación total, es decir, una cosmología que produce
un fondo de existencia común (la palabra podría ser ese fondo, aunque una palabra potenciada,
poética, onírica). Esa cosmología se opone al sueño individual, por ser este una expresión de
deseos inalcanzables y por eso mismo incapacitada de ser poética. En las cosmologías, dice
Lezama, “interviene una voluntad oblicua poderosísima” (103), lo que quiere decir que en lugar de
encontrar obstáculos para la realización de deseos, lo que aparece es una desviación que posibilita
una nueva ruta. Es una cuestión de recorrido y dirección que se concentra en el camino y no en el
fin, lo que significa que es en el análisis (o recorrido) de lo que hace (los puntos) las continuidades
(líneas) en donde se encuentra lo poético y placentero (la satisfacción del deseo) y no en el objeto
final (en el destino).

Según el texto, lo placentero no se reduce simplemente a una experiencia sensorial satisfecha,


sino que el placer “es el cuerpo convertido en magnitud y actuando con la gravitación sorda de las
cosas” (108). Lo que parece desprenderse de esa idea, es que el placer no termina en la
experiencia corporal, sino que se extiende en una magnitud que pone en contacto o que contagia
o que compromete a otros cuerpos. La experiencia, vista así, es entonces una cuestión colectiva.

Pero esa experiencia no es cualquiera, es la experiencia vital que toma cuerpo (que tiene medida)
pero que no se conforma con el límite de ese cuerpo, sino que se extiende en una magnitud que
conecta con un más allá del contorno. En la manifestación de esa intensión extensiva es cuando se
produce el desvío oblicuo que produce la poesía (la vida vista como desviación de una continuidad
energética que se manifiesta en sustancias). A esa vida es a la apunta el poeta cuando hace poesía.
Es a ese tipo de extensión a la que se refiere Lezama con la magnitud del poema.

Lezama explica que la vida es una continuidad que se manifiesta en una sustancia histórica (¿el
ser?, ¿el sujeto?), y que esa continuidad genera una resistencia (¿la muerte?). Cada ser vivo (tal
vez incluso todo objeto) es expresión de esa continuidad que solo se interrumpe con la muerte o la
destrucción de alguno de sus puntos. Esa detención es momentánea, porque no da fin a la
continuidad: los puntos se reúnen. En esa relación particular entre continuidad, interrupción y
sustancia es en la que hay que ubicar el impulso poético y su capacidad extensiva a causa de su
intensidad.

Lezama se pregunta qué posición tiene la poesía en esa relación: “¿La poesía tiene que ser
discontinuidad o ente? ¿Es lo más valioso de ella el momento en que se verifica su ruptura? ¿Es
posible una adaptación al no ser y después constituirse en ente?” y la respuesta que encuentra no
es la que define a la poesía en una posición, sino la que la potencia en su relacionalidad, “Por eso
creemos que algún día tendrá una justificación óntica el tamaño de un poema. Es decir, el tiempo
que resiste en palabras la fluencia de la poesía, puede convertirse en una sustancia establecida
entre dos desemejanzas, entre dos paréntesis que comprenden un ser sustantivo […]” (110). La
poesía parece, entonces, la superación de esa interrupción de la continuidad al reunir los puntos
que la conforman. La poesía es una vida en potencia, una súper vida.

La creación poética es como la creación de la vida y en ese sentido nosotros lo seres vivos (incluso
los objetos) somos creación poética, poemas que ponen magnitud a una continuidad o fluencia y
que se ven sometidos, por esa ser magnitud, a una finitud como sustancias pero no como
potencias. Somos poemas, nos dice Lezama. Tal vez con esa conciencia nuestra actitud frente a la
poesía se intensifique, porque nos daremos cuenta que un poema es una vida (incluso un objeto)
como nosotros y que es tal vez por eso que en momentos al leer un poema lo que leemos es
nuestra propia vida. De pronto, desde esta posición cobran sentido incluso estas palabras de
Lezama: “Cada uno saborea las frases a la manera de sus labios, o al menos, necesita que el
tiempo se le vuelva sensación en la boca” (106).

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