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El escritor Henry David Thoreau, mosqueado y descontento con los cambios violentos
que el progreso, a mediados del siglo XIX, empezaba a producir en su país, se fue a
vivir solo en el bosque, en una cabaña que construyó él mismo, para pensar una
estrategia personal que lo mantuviera a salvo de ese progreso, que ya desde entonces
avanzaba de manera salvaje y que él vislumbraba como una auténtica amenaza. Era la
época en que la máxima velocidad, la del caballo, había sido desplazada por la
velocidad del tren, que era un medio de transporte tirado por una máquina que
prescindía de los animales, es decir, de la naturaleza; y esta situación hacía que
Thoreau mirara al tren como el enemigo de su proyecto de vida.
Aunque era un solitario tenaz, Thoreau dejaba siempre una silla en la puerta de su
cabaña, en medio del bosque, por si algún caminante quería detenerse a conversar con
él, y alguna vez que un joven le pidió un vaso de agua, el escritor entró a su cabaña,
salió con un cucharón de sopa, que entregó al asombrado paseante y después le
señaló el lago, para que bebiera todo el agua que quisiera.
Esta visión del futuro se corresponde con otro estudio que hizo recientemente el Pew
Research Center, sobre la felicidad (“happiness”, dice textualmente) en los países; pues
la gente más feliz, la que más satisfecha está con su vida, es la de Latinoamérica, y
también la de los países del grupo BRIC, es decir, la gente que vive en países en
desarrollo. Mientras que las personas menos felices, las que menos satisfechas están
con su vida, son las que viven en países desarrollados, con énfasis en Europa. Por
ejemplo, los estadounidenses son, según el estudio del Pew Center, menos felices que
los mexicanos, a pesar de que sus ingresos per capita son casi cuatro veces superiores.
La visión pesimista del futuro y los niveles de infelicidad de los países europeos son
datos que, sumados a la debacle económica y al descrédito de gobernantes y políticos,
nos invitan a pensar que vamos por el camino equivocado. Una comunidad que
produce gente infeliz y pesimista debería revisar no solo sus instituciones, también su
discurso, lo que comunica a sus ciudadanos, aquello que hace percibir a los europeos
que en el futuro hay muy poca esperanza.
¿Cómo es posible que una persona que nació en El Salvador, en Centroamérica, con
una multitud de carencias que la mayoría de los europeos no puede ni imaginar, sea
más feliz que un francés, que un belga o que un español? La clave está, precisamente,
en esa multitud de carencias: quien tiene poco, o nada, puede tenerlo todo, o cuando
menos tiene esa esperanza; en cambio quien lo tiene todo siempre está en peligro de
perderlo. Se trata de ese equilibrio elemental en el que hurgó con gran acierto H. D.
Thoreau.
Aunque era un escritor importante se miraba a sí mismo con una sana perspectiva. Sus
desgracias profesionales, que hubieran amargado a alguno de sus colegas, a él le
hacían gracia. En sus Diarios cuenta del fracaso de uno de sus libros, dice que su editor,
harto de que no se vendía, decidió enviarle los ejemplares a su casa, porque
necesitaba el espacio para otros libros que tenían mejores perspectivas de ventas que
el suyo; de forma que, de un día para otro, Thoreau se encontró a sí mismo en esta
situación: “Ahora poseo una biblioteca de 900 libros, de los cuales yo he escrito más de
700”.
Thoreau pensaba que la vida sencilla, ésa que él mismo había implementado a orillas
del lago Walden, esa vida en la que todos poseían lo mismo y no deseaban nada más,
era el único antídoto contra los robos, contra la violencia que ya desde entonces había
en las ciudades, era el remedio perfecto contra la ansiedad, esa “tranquila
desesperación” que él detectaba en sus contemporáneos, demasiado ocupados en los
asuntos del desarrollo y del progreso. Quizá en Europa nos hemos alejado demasiado
de Walden, nos hemos convertido en la herramienta de un montón de herramientas y
hemos perdido de vista que la felicidad crece a la sombra de la vida sencilla.