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La piedra, la memoria y la escalera:

sobre la última novela de


Leonardo Valencia

El escritor ecuatoriano Leonardo Valencia, ante el templo


de San Francisco de Quito. Foto: Luis Arguello / PlanV

Varios de los críticos literarios de este país se dedican a evaluar


trabajos en base a la simpatía o antipatía personal que les
despiertan los autores, actuando más como políticos o
sindicalistas que como profesionales de las letras. Precavido por
esta permutación de funciones, no considero desacertado que
un politólogo pueda ofrecer su propia lectura de la que sin duda
es una de las novelas más importantes redactadas en lengua
castellana los últimos años.

ANDRÉS ORTIZ LEMOS

La última novela de Valencia, autor de otras como El


síndrome de Falcón, El libro flotante, El desterrado,
Kazbek, Moneda al aire, La luna nómada...

Me llevó algunas semanas leer La escalera de


Bramante  (Seix Barral 2019), del novelista Leonardo Valencia.
Se trata de un trabajo extenso y severamente minucioso.  A
propósito de esta obra hay algo que ha llamado mi atención: la
insistencia de parte de algunos sectores intelectuales de
referirse al libro sin haberlo leído. En más de un artículo se han
mencionado sus casi setecientas páginas como único referente
sobre su contenido. Aparentemente, varios de los críticos
literarios de este país se dedican a evaluar trabajos en base a
la simpatía o antipatía personal que les despiertan los autores,
actuando  más como políticos o sindicalistas que como
profesionales de las letras. Precavido por esta permutación de
funciones, no considero desacertado que un politólogo pueda
ofrecer su propia lectura de la que sin duda es una de las
novelas más importantes redactadas en lengua castellana los
últimos años.

Existencia y finitud

El primer gran tema tratado en el libro de Leonardo Valencia


tiene que ver con el sujeto como ámbito de reflexión, es decir,
el existencialismo. En este punto es indispensable aclarar que el
existencialismo no es una doctrina sino un enfoque, una
metodología o una aproximación filosófica al sujeto, ya sea
como unidad de análisis o como material artístico. 

La esencia humana, sin embargo, no es fácilmente identificable


en circunstancias normales; “en la angustia, resplandece el ser”
dirá Heidegger, desarrollando una idea de Kierkegaard sobre la
desesperación como catalizador del espíritu.  Valencia recoge
aquel principio, sometiendo a sus personajes a una permanente
tensión con la finitud y la inminencia de la muerte.

Landor es un pintor de renombre mundial. Su trabajo es objeto


de tesis y monografías en todo el mundo, incluyendo Alemania,
su país de origen. El artista ha vivido en varias partes del
mundo, desde las grandes capitales europeas como Berlín o
París, hasta las metrópolis sudamericanas, que constituyen
espejos ambiguos de las primeras.

En algún momento de la trama se anuncia que Landor ostenta


una enfermedad terminal. Pero hay que dejar claro que esta
eventualidad no constituye su tensión con la finitud. A Landor lo
atormenta su minucia con respecto a los titanes. Cuando
escuchamos la palabra titán, pensamos en un gigante
escatológico que asesina dioses arrojándoles montañas, pero la
idea de Landor es más sofisticada. Los titanes son los
monstruosos cimientos de la cultura occidental. Frente a ellos,
su obra siempre será incompleta. Alguna vez vio secuoyas,
árboles gigantescos que pueden llegar a medir cientos de
metros. Aquella imagen, desvalida y remota, le sirve para
reconocer los titanes que laceran su propia memoria.

El primer Titán es la tradición intelectual europea.  Masiva, fría,


frondosa. Carente de la simpleza que causa el estereotipo, y
sorpresa.  La obviedad ha sido descartada tras siglos de tedioso
perfeccionamiento. Landor no puede replicar las obras que ya
han sido pintadas, las cosas que acontecieron no volverán. Se
refugia en un ejercicio de rabiosa elegancia. Su arte mayor es
un intento exhaustivo de sutileza. El arquetipo que persigue
está señalado en el Agnus Dei, de Francisco de Zurbarán, una
pintura que muestra al cordero pascual. La imagen está
saturada de sangre, de forma masiva y metafísica, aunque en
ningún momento aparece el color rojo. La sangre de dios es un
símbolo acorralado en los dinteles en la pascua hebrea y
enrredado en las marcas de Jericó; su concepto es tan evidente
que ya no es necesario graficarlo. Basta con un cordero blanco,
atado de patas y anunciando la profecía de Isaías (53:7), para
que la sangre se convierta en un acontecimiento que trascienda
los colores y las imágenes.

DIVERSOS PERSONAJES EN LA NOVELA SE ENFRENTAN A LA


ANGUSTIA EXISTENCIAL DE MODOS MENOS SOFISTICADOS.
POR EJEMPLO, MATANDO, COMO LOS MILITANTES DE UN
GRUPO IRREGULAR CUYA IDEOLOGÍA META O PROPUESTAS
JAMÁS LLEGAN A DEFINIRSE; O DESVANECIÉNDOSE DESDE
UNA ENFERMEDAD DEGENERATIVA COMO OCURRE CON
RAULITO.

El segundo Titán son los secretos sucios de la civilización. La


historia europea se parece a otro cuadro, el  Angel Novus, de
Paul Klee. La imagen de un ser celestial que camina de
espaldas. La razón, la ciencia y la técnica mejoraron
notablemente las artes de la muerte. Landor fue un niño en
Alemania, precisamente durante los macizos bombardeos a
población civil, las ejecuciones, la muerte y las minuciosas
violaciones que los soldados victoriosos elaboraron sobre las
mujeres vencidas. Landor tiene que vivir con aquellas imágenes
de abuso y muerte alrededor de los bosques de su infancia. No
puede con ellas. Trata de sublimarlas. Utiliza figuras infantiles
como las de Baba Yaga, la criatura de pesadillas de los bosques
rusos.

El tercer Titan es el desarraigo. Lo más parecido a un terreno


estable que tiene Landor es el catre de lona (tumbona de ratán,
en el lenguaje de Valencia) donde se acuesta a descansar en su
estudio. Fuera de eso es una especie de gitano, ilustrado y
famoso pero gitano al fin. Landor no tiene raíces, estas le
fueron arrebatadas durante su niñez en la guerra. Viaja y se
mueve constantemente porque aquella fuerza indeleble no le
permite llamar “mío” a ningún espacio permanente. El artista
es víctima del tedio de la movilidad. Nadie puede irse de sí
mismo.

Diversos personajes en la novela se enfrentan a la angustia


existencial de modos menos sofisticados. Por ejemplo,
matando, como los militantes de un grupo irregular cuya
ideología meta o propuestas jamás llegan a definirse; o
desvaneciéndose desde una enfermedad degenerativa como
ocurre con Raulito, un escultor ecuatoriano cuyas facultades se
disipan de modo paulatino.

En todos los casos, la existencia, exaltada desde la finitud, es


uno de los elementos centrales del libro.

La memoria

Otro de los pilares de La escalera de Bramante es el concepto


de memoria.  Landor, el pintor alemán, ha convertido los
traumas de su infancia durante la guerra en una propuesta
cromática. Se dedica a elaborar cuadros, cuyo diseño se
extiende por años. Evita verbalizar sus experiencias personales.
Renuncia a la semiología y recurre al símbolo.

Son los autores de obras críticas en torno al trabajo del artista


quienes descifran los abusos y la violencia sufridos por él y sus
allegados durante la ocupación de su país. Landor siendo un
niño no era responsable de lo vivido, pero la culpa se ha
convertido en una propuesta estética. Su memoria se desdibuja
en oleos. Cada color es una mitología. El infierno interior del
creador nunca llega a debelarse del todo, y en eso consiste la
belleza.

Sin embargo, Raulito, el escultor quiteño, es el personaje más


interesante en lo que respecta a la finitud de los recuerdos.
Está perdiendo la memoria de forma paulatina a inevitable. Su
amigo Álvaro, antiguo compañero suyo en la Facultad de Artes
de la Universidad Central, es el encargado de relatarle su vida
pasada. Raulito nos recuerda al protagonista del libro La
misteriosa llama de la Reina Loana, de Umberto Eco. La
diferencia es que, en el trabajo del autor italiano, es el mismo
convaleciente quien reconstruye su pasado a través del ejército
de libros, poemas y comics que ha leído en su vida; mientras
en la ficción de Valencia, el desmemoriado debe recurrir a su
mejor amigo para que le haga un minucioso relato de su vida. 

LOS DIÁLOGOS ENTRE ÁLVARO Y RAULITO ATRAPAN EL AIRE


DEL PARQUE LA CAROLINA, EN LOS AÑOS OCHENTA, DESDE
OJOS ADOLECENTES. UN UNIVERSO POCO RECORRIDO POR LA
TRADICIÓN LITERARIA ECUATORIANA, ALTAMENTE
PREOCUPADA EN EXPRESAR LAS IDEAS POLÍTICAS DE AQUEL
TIEMPO MÁS QUE LA SUTILEZA DEL ESPÍRITU DE LA CIUDAD
QUE DESPERTABA.

Los diálogos entre Álvaro y Raulito atrapan el aire del parque La


Carolina, en los años ochenta, desde ojos adolecentes. Un
universo poco recorrido por la tradición literaria ecuatoriana,
altamente preocupada en expresar las ideas políticas de aquel
tiempo más que la sutileza del espíritu de la ciudad que
despertaba. 
Los años de universidad también se relatan y con ellos los
intereses estéticos de los dos amigos. Álvaro es el típico
intelectual que anhela ser artista. Quiere empaparse de Europa,
llega a exiliarse en Paris, lee, busca generar conceptos. Está
obsesionado con el color rojo. Trabaja monocromías, está
empeñado en anegar su mundo paralelo en una sola arista del
espectro. Pero su trabajo, ostentoso, erudito y sobre todo
teñido de una innegable obviedad conceptual, no termina de
agradar. Su amigo, Raulito, por otro lado, es el arquetipo del
hombre ligero, relajado y bohemio, que logra procurarse no
pocos éxitos.

La vida paralela y especulativa que Álvaro narra a su amigo,


Raulito, nos recuerda a la ficción de Borges, donde una dinastía
de cartógrafos traza mapas tan grandes como los pueblos que
representa. Raulito vive su vida al tiempo que su camarada se
la va declamando. ¿Cuánto de lo que escucha ocurrió? No es
importante. Al igual que la historiografía, las conversaciones
son formas literarias y ejercicios de la ficción.

La escalera de Bramante es un laberinto de memorias, y


voluntades que tratan de encontrar sentido a través de la
extenuante manipulación del tiempo.

La niebla de las troyanas

El libro de Leonardo Valencia contiene un interesante capítulo


denominado Las troyanas.  Este narra el trajín, como antihéroe,
de una mujer llamada: Clara, Eli, Ana, Ida, Olga o algo así. El
nombre no importa realmente, porque al igual que explica el
personaje erudito de Niebla, de Miguel de Unamuno, todas
estas personalidades albergan la misma alma (ya lo entenderán
cuando lean el libro).

La mujer se siente seducida por un grupo irregular, una de esas


guerrillas que abundaban durante los ochentas. Ella quiere
militar. El autor no explica por qué ni desde cuáles ideales ni
desde qué ansiedades. No es su interés. Le mueve un afán
existencial y estético. ¿Qué agita a una mujer joven de clase
media alta a dejar una vida cómoda y predecible, para
someterse a las mareas de la militancia y el asesinato? El
capítulo incluye largos monólogos que recuerdan las
intenciones de Joyce o Tolstoi sobre personajes femeninos en
conflicto. Estos, sin embargo, son de mujeres que renuncian a
la pasividad y apuntan espinas de curare. Pueden matar.

Sin embargo, el concepto de las troyanas, basada en un texto


de Eurípides, no se encuentra en el capítulo que lleva su
nombre, sino en varias otras partes del libro. Recordemos la
idea original de la versión griega; las mujeres de Troya se
lamentan porque pronto sus casas serán saqueadas y sus
cuerpos serán violados.  El capítulo de Valencia es un intento,
desde la ficción, por revertir la fórmula.

Una tentativa que no puede con el arrollador peso


de la historia

El espíritu de las troyanas no se encuentra en aquel capítulo si


no a lo largo de la historia colectiva de la Europa en la Segunda
Guerra Mundial. En efecto, investigadoras como Elizabeth
Heineman, afirman que probablemente dos millones de mujeres
alemanas fueron violadas durante la ocupación soviética. Dos
millones son números masivos. Las troyanas aparecen en el
libro de Valencia, pero desde el eco de Eurípides. Landor,
testigo de tales atrocidades carga con el peso y la culpa.

El capítulo sobre mujeres que toman las armas es un recurso


que pretende pintar una necesaria realidad contra factual. Pero
el desborde de la historia y la realidad continúan empapándolo
todo, aún las obras de ficción. El grito de las mujeres abusadas
en las guerras sigue estando ahí. Es imposible no escucharlo
durante todos los capítulos de la novela, constituyéndose parte
de la materia prima en los cuadros de Landor. El artista tal vez
desaconseja el uso del rojo, por haberlo visto derramarse
demasiadas veces por los campos de su infancia.

El crimen de los buenos

La vulgaridad estética no es la única cosa desdeñada en La


escalera de Bramante, si no la ética. Leonardo Valencia acierta
donde falla Jorge Enrique Adoum en su obra Entre Marx y una
mujer desnuda. Para Adoum, la belleza, la energía y el espíritu
festivo de los jóvenes revolucionarios de su trama los convierte
en moralmente buenos. Poco importa si la ideología que
defiendan estaba cobrando, en el momento de la redacción del
libro, millones de vidas tras las cortinas de hierro. Aquellos son
detalles sin importancia. 

Valencia, por otro lado, es capaz de reconocer el cinismo de las


causas justas.  “La mitad de personas en el mundo se creen
burgueses, y la otra mitad revolucionarios, ese es el problema”,
dirá uno de sus personajes, dejando clara la torpeza de la
visión binaria del universo. Desde luego, Leonardo Valencia ha
recibido inspiración de Dostoievski y su enorme novela Los
demonios. El autor ruso escribe su libro en la segunda mitad
del siglo XIX, cuarenta años antes de las revueltas que
iniciarían el advenimiento del comunismo en Rusia.  

LEONARDO VALENCIA ACIERTA DONDE FALLA JORGE ENRIQUE


ADOUM EN SU OBRA ENTRE MARX Y UNA MUJER DESNUDA.
PARA ADOUM, LA BELLEZA, LA ENERGÍA Y EL ESPÍRITU
FESTIVO DE LOS JÓVENES REVOLUCIONARIOS DE SU TRAMA
LOS CONVIERTE EN MORALMENTE BUENOS. POCO IMPORTA SI
LA IDEOLOGÍA QUE DEFIENDEN ESTABA COBRANDO, EN EL
MOMENTO DE LA REDACCIÓN DEL LIBRO, MILLONES DE VIDAS
TRAS LAS CORTINAS DE HIERRO.

Los jóvenes idealistas, retratados por el autor de Crimen y


Castigo, explican en extensos diálogos que la nobleza de su
ideal bien valdría la aniquilación de cien millones de personas
(mencionan este número literalmente), bajo la promesa de
traer el paraíso social a la tierra. Dostoievski reconoce la
perversidad de los buenos, antes que esta sea evidente en los
gulags, los destierros y las ejecuciones del siglo XX. Su mérito
adquiere dimensiones proféticas. Bajo el precedente del autor
ruso, los enunciados propagandísticos de Jorge Enrique Adoum
brillan por su ineficacia.

Valencia, discípulo de Dostoievski, retrata la subversión


latinoamericana en los ochentas como un ejercicio carente de
heroicidad y distante de los atributos morales que le ofrecen los
tratados ideológicos. Uno de sus personajes menores, cierto
joven, experto en las artes de la ociosidad doméstica y
renuente a terminar cualquier proyecto de formación, es
mostrado como el arquetipo del militante fanatizado.

Durante la novela, el sermoneo moral y las ideologías repletas


de lugares comunes no solo son retratadas como un
experimento carente de eficiencia social, si no, en efecto, un
atentado estético.

Mefistófeles, el Verbo, y la belleza

Raulito, uno de los personajes de La escalera de Bramante, es


todo delirio, plena exaltación. Representa el talento crudo que,
al ser innato, se resiste a cultivarse, reflexionar sobre sí mismo
y desechar los ensayos. Aquella actitud, sin embargo, le da
resultado.  El arrebato siempre es nuevo, siempre está crudo y
no carece de admiradores. El arrebato está representado por la
figura de Mefistófeles, el demonio que dialoga con el Fausto, de
Goethe, y cuya esencia es descrita de modo artístico y
alegórico por Tomas Mann.  El arrebato es lujuria cortante y
obedece al principio del placer del que habla Freud, no piensa
en el detalle, en la paciencia, anhela satisfacer y es impetuoso.

Por otro lado, Landor, el artista alemán, representa al logos. Es


obediente a la ley de dios, no en el sentido religioso sino
estético. Le lleva siempre más de un año acabar una obra. No
se deja llevar por los instintos sino por la razón. Colorea las
reflexiones, como Jesús preguntándoles a los demonios ¿cómo
te llamas? antes de someterlos, Landor somete los conceptos
desde las texturas. Busca las nociones, pero obedece a la
belleza.
Landor también es exitoso, pero de una forma mucho más
profunda, más abundante. Por eso mismo, por aquella inversión
en tiempo, dolor, y detalle. Trasciende, no simplemente por su
talento sino por su trabajo, el trabajo extenuante que impele a
dios descansar el séptimo día. Los artistas son los verdaderos
teólogos. El talento desnudo es en cierta forma luciferino, la
ostentación de un don y el azar de una suerte. El trabajo es
distinto, los detalles llegan tras los meses y los años de
perfeccionar aristas, como hacen los talladores de diamantes en
Amsterdan.

Un tercer personaje, Álvaro, el artista híbrido, habita el limbo.


No se siente hijo de su tierra o su ciudad. Viaja a Europa, vive
en París, necesita empaparse de aquella cultura titánica y de su
tradición intelectual. Fuerza el concepto. Pinta monocromías
obsesionado con su idea única. Carece del talento arrollador y
salvaje de Raulito, y sobre todo de su torpeza encantadora.
Pero tampoco es Landor. Su obviedad sigue siendo un ancla.
Álvaro es el arquetipo de las zonas de incertidumbre en el arte.
No parlamenta con el diablo, y no se somete a dios. Decide
quedarse en las zonas ambiguas, donde es defenestrado por
ambos mundos. La frustración de Álvaro es su angustia, y el
alfiler que despierta su reflexión existencial.

El Milenio

Landor hereda al mundo los planos de un edificio. Una especie


de legado. Su intento final por habitar la tierra de los titanes. A
fin de convertirse en uno, se inventa un laberinto. La
descripción de los planos recuerda peligrosamente al capítulo
cuarenta del libro de Ezequiel. Valencia ofrece un palacio
escatológico, su personaje trata de redimir a la Europa herida
transformando las vivencias de las guerras en belleza sólida.
Aquel intentó es un plano, un diseño, una hipótesis gráfica. Una
metáfora de la modernidad inconclusa, un símbolo de la palabra
que trata de decir y que, manteniéndose en la incertidumbre,
jamás termina de pronunciarse.

La existencia, la memoria, la herida, los fantasmas de Troya,


las estéticas —demoniacas o divinas— giran. Su tormenta es
lenta como el círculo de Boecio. El tiempo no es un fenómeno
etéreo, al contrario, es sólido. Como la roca. De hecho, la
escalera de Bramante, aquel orbe cercenado de piedra que
duerme en la Plaza de San Francisco, atrapa todos los
conceptos y los somete a la inevitabilidad de los ciclos. Sobre
ella, la figura de Cantuña deja de ser la fábula torpe robada de
la leyenda del acueducto de Segovia que nos contaban de
niños, y se transforma en el arquetipo del hombre que trata
desesperadamente de tallar los ciclos del devenir con un cincel.
Un hombre que sospecha que va a morir, que ni siquiera sabe
si sus recuerdos le pertenecen y cuya única escapatoria es un
peldaño.

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