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El pastor y el lobo
incluida. Y, sobre todo, todos confiaban que no les hiciera salir al escenario,
porque el resto de vecinos del pueblo podrían cachondearse del tema.
Incrédulo por naturaleza, Chimo se lo miraba mucho más tranquilo que el
resto de paisanos. Él no creía —de hecho, no había creído nunca en ello— en
esas tonterías de magos, hipnotizadores y brujas de pega. Sólo pensaba en el
lobo, él.
A las 22:00h, apareció el artista que tenía que amenizar la velada. Vestido
con un frac dorado, el mago se dirigió al respetable. Todos cruzaban los
dedos para que no les mirara fijamente y fueran los escogidos para hacerle
compañía como parte del espectáculo.
—Buenas noches, queridos vecinos. Es un placer para mí estar aquí esta
noche con todos ustedes. Para los que aún no me conozcan, les diré que soy
hipnotizador. Es decir que les dormiré con mi voz y me obedecerán en todo
aquello que les ordene.
Lo tienes claro, pajarraco, le advertía mentalmente Chimo.
—Bien, después del preámbulo ahora necesitaré a un voluntario… Vamos a
ver, ¡usted mismo!
Mierda, me ha tocado… A su lado, histérico de emoción, Romeo se puso en
pie y le aplaudió hasta que Chimo se levantó y se acercó al improvisado
escenario. El griterío le empujaba, con musiquilla y todo: ¡¡Chimo!!
—Gracias, valiente. Muy bien, ahora relájese, cierre los ojos y piense que es
un animal, cualquiera, su mascota, o al que no soporte ver ni dentro de una
jaula… Cuando lo haya escogido, déjese llevar y actúe como lo haría él…
Por un momento, Chimo creyó que el lobo que estaba arrasando la comarca
era uno de los asistentes de la función. Si no fuese porque era imposible,
juraría que lo había visto saltando de silla en silla, mordiendo a diestro y
siniestro, encarnizándose con el tontodelculo del prestidigitador. De golpe,
todo se acabó. Lo último que oyó fueron dos tiros de escopeta en medio de
su espalda. Durante el último aliento de vida, no podía entender por qué
sujetaba con los dientes una de las manos del famoso mago proveniente de
la ciudad.
FELIZ NAVIDAD, AMOR MÍO
Octavi Franch
Si acordaron casarse a mediados de diciembre fue solo por un motivo, tan atractivo como
decisivo: empalmar los quince días de luna de miel con las vacaciones navideñas. Claro
que
también habrían podido escoger la alternativa de llevarlo a cabo en verano, pero sus
respectivos jefes de departamento no habrían aceptado que, tanto Silvia como él,
estuviesen dos meses lejos de sus lugares de trabajo. Así pues dijeron «Sí, quiero» el 20 de
diciembre; por la mañana escucharían a los niños madrileños de la lotería estatal y al
siguiente subirían a un avión que los trasladaría a un recóndito, exótico y poco concurrido
paraje: Isla Reunión.
Félix como cada año por las mismas fechas, día arriba día abajo, prepara la maleta con los
cuatro enseres imprescindibles para volver ahí. Mientras duda entre unos vaqueros azules
descoloridos y unos negros tintados, rememora y concreta en su pensamiento que ya han
transcurrido ocho años. Ocho años sin ella. Ocho años falto de sus caricias eléctricas
cuando ansiaba jaleo, sus besos con tirabuzones cuando se delectaba para que la
penetrase
sin más refinamientos, el hogar del brote de rizos de su triángulo púbico. Hacía demasiado
tiempo, muchísimo, de verdad, que no había podido gozar de tantos placeres sexuales con
su mujer. Por ese y tantos otros puntos a su favor Félix añoraba, cada noche un poco más,
a Silvia, su amada esposa.
Finiquitado pues el equipaje, desconectó los grifos del agua y del gas y paró el
primer taxi que frenó en su portal.
Solo volaba una vez al año, exactamente para viajar a Isla Reunión y así poder
apaciguar, aunque solo fuese por unos días y unas noches, la añoranza que le provocaba la
ausencia casi definitiva de Silvia. En el recuerdo, no obstante, todavía tenía espacio para
una semana y pico de amor en la playa, de sexo en la cama del hotel y de muchos chistes
durante los ágapes.
Su avión despegaba a las dos y veinte.
Durante la travesía, Félix probó los diferentes menús para la ocasión que la compañía
aérea había cocinado porque él —y cuatro despistados más— no echaran en falta, más de
lo estrictamente necesario, las tradiciones occidentales: sopa de galets con cocido y
albóndiga, canelones, festival de dulces y cava. Además, la pantalla de televisión sólo
ofrecía películas de alto contenido navideño, de animación e infantiles básicamente. Se las
tragó todas, pero en ningún momento dejó de pensar en los abrazos de Silvia las mañanas
de sábado cuando ninguno de los dos tenía que estar de guardia, ya fuese en el juzgado o
en el registro.
Y es que, de hecho, ambos se enamoraron durante un seminario en Hospitalet de
Llobregat sobre la nuevísima y polémica normativa de los cambios de nombre y alteración
de los apellidos. Mientras sueña con el cuerpo casi desnudo de Silvia durante el
crepúsculo sobre la arena amarilla y el mar quieto de su accidentada y alargada luna de
miel, Félix pinza la memoria y se emborracha de imágenes, las primeras, de ella: Cuando la
acosó en la cafetería de la academia donde estudiaban juntos; cuando la invitó a tomar un
té en otro bar; cuando le arrancó las bragas por primera vez. ¡Cómo estaba de enamorado
de ella! La amaba y la deseaba a partes iguales. Era tan perfecta… Pero sucedió aquello y…
Y se cortó su formidable vida, de cuajo.
Al cabo de cuatro meses ya buscaban piso; al cabo de siete se casaban; y al cabo de
pocos años más tarde iba a nacer su primer hijo. Ese tercer sueño, sin embargo, nunca se
cumplió, desgraciadamente. Había aprendido a vivir solo, aunque tampoco discriminaba
del todo la posibilidad de volver a probarlo, con una chica parecida, aunque no fuese tan
bonita ni tan viciosa. Todavía era muy joven para rendirse a la mala suerte del viudo
inmaduro. No, Félix no pensaba resignarse a llorar el resto de su vida su mal fario. Pero
ahora no era momento de ilusionarse con el futuro, sino de volver atrás y empacharse de
las fragancias que la memoria todavía guarda, por desgracia.
—Buen viaje y feliz navidad, señor —le felicitó la azafata de turno con una sonrisa
hipócrita y un uniforme que escondía una anorexia de tercer grado. Félix, por su parte,
remugó un «Igualmente» que sonó a cualquier cosa sin sentido y tiró escaleras abajo.
Acomodado en el taxi, recitó al chófer de habla francesa pero facciones del sudeste de
África las señas del hotel.
FIN
LA CHICA DE LA CÁMARA DE FOTOS
Fernando José Palacios León.
Cuando regresé del trabajo había una carta en el buzón. Reconocí la letra con alegría,
sabía que no tendría remitente, para que así no pudiera contestarle.
Me senté en la cama dejando el sobre a mi lado, siempre me hacía ilusión recibir cartas
suyas. Era emocionante ver los folios doblados cubiertos de letras que me dirían algo. Era
como caminar por la playa y encontrar en la orilla del mar una botella con un mensaje
dentro.
Y el vértigo, cada vez más acuciado y ensordecedor, de abrir el Word y no saber lo que voy
a encontrar de mí mismo allí dentro. Y la tarde detrás de la ventana, y la noche
deshaciendo el azul, y tantas veces el amanecer, los coches que se marchan calle abajo, las
conversaciones, el traqueteo de una maleta con ruedas sobre la acera, la algarabía de
unos niños camino del colegio.
He escrito en tantas casas, en tantas ciudades diferentes, en tantos países y a tantas
edades, ha entrado tanta gente en la habitación mientras lo hacía. Una madre, un
hermano, un amigo, una llamada de teléfono, un timbrazo en el portero automático, una
mujer. Me desanimo al pensar que no concluiré jamás la historia y que he vuelto a borrar
un montón de páginas que ya no me decían nada. Quizá porque la persona que las escribió
ya no existe, porque he cambiado, porque de una página a otra me han pasado
demasiadas cosas.
Me apena cuando tengo que dejar morir a un personaje, por accidente o en una solitaria
habitación de hospital, que en el fondo es lo mismo, o que el amor dure siempre tan poco.
A veces, cuando me siento culpable, rescato a algunos personajes, les doy una vida más
pequeña en otro cuento, les escribo algún poema sin que nadie lo sepa. Creo que Dios hizo
algo parecido conmigo.
Y me pregunto el porqué de tanto tiempo a solas, el porqué de tanta ausencia necesaria.
Cuando pienso en el resto de personas del mundo, con sus vidas, con su ir y venir de allá
para acá, con sus planes de futuro, sus muebles y sus casas a plazos, hablando de trabajo,
de política o de fútbol, no entiendo cómo pueden vivir sin la escritura, sin la lectura al
menos.
O a lo mejor es que, en el fondo, no me comprendo a mí mismo y los cuestiono para
defenderme. No importa, termino regresando aquí. Pero ellos, cuando se enteran, hacen
preguntas. ¿Cuántos ejemplares has vendido? ¿Con qué editorial lo publicaste? ¿Cuánto
dinero has ganado? Suelo sonreír lastimosamente, dar tres o cuatro explicaciones,
cambiar de tema, mientras anhelo regresar al adagietto o al Riders on the Storm.
En realidad te escribo porque hoy he visto a una chica haciendo fotos a la ciudad y me he
quedado mirándola. Ella se ha llevado la cámara al pecho al cruzarse nuestras miradas.
Supongo que lo trasnochado de mi rostro le ha infundido miedo y pensaba que fuera a
robársela. Yo iba camino de la compra y el frío me empujaba a caminar rápido. Ella no
sabía que me recordaba a otra mujer. Ella no sabía que iba a formar parte de esta carta,
quizá me haya tirado una foto de espaldas o puede ser que haya dejado de hacer fotos por
un rato.
¿No te parece increíble? Hacía cuatro grados bajo cero y ella estaba allí tratando de
captar un instante. Escribiendo con la luz, tratando de encajar la mirada en un encuadre
asomada a un puente. ¿Crees que se merece un personaje en el libro o una vida pequeña?
¿Cómo debería llamarla? O mejor dejarlo así, mejor la chica de la cámara de fotos”.
Fin.