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Cuento de Octavi Franch:

El pastor y el lobo

Chimo lo confirmó en el calendario: Es


mañana: 8 de diciembre: la Feria.
Antes de acostarse, comprobó la
pocilga. El lobo, en el último mes, le
había matado dos cerdas. Incluso, había
comprado dos San Bernardo. Dinero
malgastado. Los perros se acobardaban
cada vez que tenían que enfrentarse a
aquel animal tan sanguinario, el
culpable de las carnicerías que se
estaban cometiendo sobre el ganado en
toda la cuenca.
La noticia corría de boca en boca y
había llegado, inmediatamente, a oídos
del alcalde de la capital. Acto seguido,
ordenó una cacería con el fin de matar
al lobo de las narices; en vano. Nunca lo encontraron.
Abrazado a la escopeta, Chimo despertó con una terrible migraña gracias al
cloqueo del gallo cantarín que dominaba el gallinero. Las seis, no falla. Había
tenido suerte. Esa noche el lobo no había atacado a sus aves ni a la pareja de
perros. Se engalanó con las alpargatas de domingo y con la boina de fiesta
mayor. La jornada valía la pena. Suya fue la sorpresa cuando se dio cuenta
que no eran las seis de la madrugada, ¡sino casi la una del mediodía! No
entendía nada…
Día de mercado, de feria, de vinos de Logroño y quesos de Gijón. Incluso, por
la noche, actuaría un mago en una carpa que habían montado los de la
parroquia en medio de la plaza Mayor. Desde la ciudad, llegaban noticias que
anunciaban que aquel artista era todo un fenómeno, que le daba 100000
vueltas a aquel que había hecho desaparecer las torres Kio de Madrid. A
pesar de ello, las conversaciones giraban en torno al maldito lobo que estaba
destrozando corrales y gallineros.
Mientras regateaba el precio de una azada, Romeo, el mejor amigo de
Chimo, le saludó con un par de palmadas en la espalda:
—¿Cómo tú por aquí, pellejo?
—Ya lo ves, paisano. Aquí, a ver si araño al jefe un par de duros…
—¿Qué, ya te has enterado? —le planteó Romeo, en plan misterioso.
—¿De qué?
—De la última fechoría del lobo.
—No. No sabía nada. ¿Esta noche?
—Sí. ¿No has oído los gritos?
—He pasado muy mala noche. ¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó,
asustado de verdad, Chimo.
—Tres ovejas, cuatro conejos y una mula.
—¡No fastidies!
—Es Satanás. El párroco nos lo ha contado todo el rato en misa. Por cierto,
¿dónde te has metido durante la plegaria?
—Ya te he dicho que no he dormido nada bien. Me he levantado tarde…
—Bueno, yo ya me voy, que tengo que ir a buscar a la parienta. ¿Nos vemos,
verdad, esta noche?
—¡Por supuesto! Oye, ¿qué se sabe del mago este…?
—Dicen que te duerme con la voz. Y que después te obliga a hacer lo que te
ordene, como si fueras una marioneta.
—¡Pues conmigo lo tiene claro!
—Mi suegro lo vio una vez, en la ciudad, y dice que un vecino empezó a
ladrar, a cuatro patas, porque creía que era un perro pastor.
—¡Vaya tela!
—Me voy, que si no llego tarde… Nos vemos después.
—Hasta luego, Romeo…
Provocaba escalofríos y todo, eso del mago. Ay que las vamos a pasar
canutas, todavía…
Después de adquirir un par de azadas, una hoz y tres sacos de adobo, Chimo
se dirigió hacia la plaza. En segunda fila, en medio del pasillo central de
asientos, Romeo le señalaba uno libre a su lado.
Todo el pueblo estaba presente. Todo el mundo de 21 botones. El alcalde, su
señora, los dos sargentos de la Guardia Civil, el presidente de la comisión de
fiestas e, inclusive, el párroco. Con un remolino en el estómago, todos
esperaban que empezara la función del afamado mago que había
deslumbrado al público de toda la cuenca, capital

incluida. Y, sobre todo, todos confiaban que no les hiciera salir al escenario,
porque el resto de vecinos del pueblo podrían cachondearse del tema.
Incrédulo por naturaleza, Chimo se lo miraba mucho más tranquilo que el
resto de paisanos. Él no creía —de hecho, no había creído nunca en ello— en
esas tonterías de magos, hipnotizadores y brujas de pega. Sólo pensaba en el
lobo, él.
A las 22:00h, apareció el artista que tenía que amenizar la velada. Vestido
con un frac dorado, el mago se dirigió al respetable. Todos cruzaban los
dedos para que no les mirara fijamente y fueran los escogidos para hacerle
compañía como parte del espectáculo.
—Buenas noches, queridos vecinos. Es un placer para mí estar aquí esta
noche con todos ustedes. Para los que aún no me conozcan, les diré que soy
hipnotizador. Es decir que les dormiré con mi voz y me obedecerán en todo
aquello que les ordene.
Lo tienes claro, pajarraco, le advertía mentalmente Chimo.
—Bien, después del preámbulo ahora necesitaré a un voluntario… Vamos a
ver, ¡usted mismo!
Mierda, me ha tocado… A su lado, histérico de emoción, Romeo se puso en
pie y le aplaudió hasta que Chimo se levantó y se acercó al improvisado
escenario. El griterío le empujaba, con musiquilla y todo: ¡¡Chimo!!
—Gracias, valiente. Muy bien, ahora relájese, cierre los ojos y piense que es
un animal, cualquiera, su mascota, o al que no soporte ver ni dentro de una
jaula… Cuando lo haya escogido, déjese llevar y actúe como lo haría él…
Por un momento, Chimo creyó que el lobo que estaba arrasando la comarca
era uno de los asistentes de la función. Si no fuese porque era imposible,
juraría que lo había visto saltando de silla en silla, mordiendo a diestro y
siniestro, encarnizándose con el tontodelculo del prestidigitador. De golpe,
todo se acabó. Lo último que oyó fueron dos tiros de escopeta en medio de
su espalda. Durante el último aliento de vida, no podía entender por qué
sujetaba con los dientes una de las manos del famoso mago proveniente de
la ciudad.
FELIZ NAVIDAD, AMOR MÍO
Octavi Franch
 

Si acordaron casarse a mediados de diciembre fue solo por un motivo, tan atractivo como
decisivo: empalmar los quince días de luna de miel con las vacaciones navideñas. Claro
que
también habrían podido escoger la alternativa de llevarlo a cabo en verano, pero sus
respectivos jefes de departamento no habrían aceptado que, tanto Silvia como él,
estuviesen dos meses lejos de sus lugares de trabajo. Así pues dijeron «Sí, quiero» el 20 de
diciembre; por la mañana escucharían a los niños madrileños de la lotería estatal y al
siguiente subirían a un avión que los trasladaría a un recóndito, exótico y poco concurrido
paraje: Isla Reunión.

Félix como cada año por las mismas fechas, día arriba día abajo, prepara la maleta con los
cuatro enseres imprescindibles para volver ahí. Mientras duda entre unos vaqueros azules
descoloridos y unos negros tintados, rememora y concreta en su pensamiento que ya han
transcurrido ocho años. Ocho años sin ella. Ocho años falto de sus caricias eléctricas
cuando ansiaba jaleo, sus besos con tirabuzones cuando se delectaba para que la
penetrase
sin más refinamientos, el hogar del brote de rizos de su triángulo púbico. Hacía demasiado
tiempo, muchísimo, de verdad, que no había podido gozar de tantos placeres sexuales con
su mujer. Por ese y tantos otros puntos a su favor Félix añoraba, cada noche un poco más,
a Silvia, su amada esposa.

Finiquitado pues el equipaje, desconectó los grifos del agua y del gas y paró el
primer taxi que frenó en su portal.

—Al aeropuerto, por favor…

Solo volaba una vez al año, exactamente para viajar a Isla Reunión y así poder
apaciguar, aunque solo fuese por unos días y unas noches, la añoranza que le provocaba la
ausencia casi definitiva de Silvia. En el recuerdo, no obstante, todavía tenía espacio para 
una semana y pico de amor en la playa, de sexo en la cama del hotel y de muchos chistes
durante los ágapes.
Su avión despegaba a las dos y veinte.
Durante la travesía, Félix probó los diferentes menús para la ocasión que la compañía
aérea había cocinado porque él —y cuatro despistados más— no echaran en falta, más de
lo estrictamente necesario, las tradiciones occidentales: sopa de galets con cocido y
albóndiga, canelones, festival de dulces y cava. Además, la pantalla de televisión sólo
ofrecía películas de alto contenido navideño, de animación e infantiles básicamente. Se las
tragó todas, pero en ningún momento dejó de pensar en los abrazos de Silvia las mañanas
de sábado cuando ninguno de los dos tenía que estar de guardia, ya fuese en el juzgado o
en el registro.
Y es que, de hecho, ambos se enamoraron durante un seminario en Hospitalet de
Llobregat sobre la nuevísima y polémica normativa de los cambios de nombre y alteración
de los apellidos. Mientras sueña con el cuerpo casi desnudo de Silvia durante el
crepúsculo sobre la arena amarilla y el mar quieto de su accidentada y alargada luna de
miel, Félix pinza la memoria y se emborracha de imágenes, las primeras, de ella: Cuando la
acosó en la cafetería de la academia donde estudiaban juntos; cuando la invitó a tomar un
té en otro bar; cuando le arrancó las bragas por primera vez. ¡Cómo estaba de enamorado
de ella! La amaba y la deseaba a partes iguales. Era tan perfecta… Pero sucedió aquello y…
Y se cortó su formidable vida, de cuajo.
Al cabo de cuatro meses ya buscaban piso; al cabo de siete se casaban; y al cabo de
pocos años más tarde iba a nacer su primer hijo. Ese tercer sueño, sin embargo, nunca se
cumplió, desgraciadamente. Había aprendido a vivir solo, aunque tampoco discriminaba
del todo la posibilidad de volver a probarlo, con una chica parecida, aunque no fuese tan
bonita ni tan viciosa. Todavía era muy joven para rendirse a la mala suerte del viudo
inmaduro. No, Félix no pensaba resignarse a llorar el resto de su vida su mal fario. Pero
ahora no era momento de ilusionarse con el futuro, sino de volver atrás y empacharse de
las fragancias que la memoria todavía guarda, por desgracia.
—Buen viaje y feliz navidad, señor —le felicitó la azafata de turno con una sonrisa
hipócrita y un uniforme que escondía una anorexia de tercer grado. Félix, por su parte,
remugó un «Igualmente» que sonó a cualquier cosa sin sentido y tiró escaleras abajo.
Acomodado en el taxi, recitó al chófer de habla francesa pero facciones del sudeste de
África las señas del hotel.

—Enseguida, señor —le garantizó el taxista.

Durante el trayecto, el francés le preguntó por el viaje. Félix, por cortesía, le


respondió que cada año lo hacía, por las mismas fechas, sin entrar en más detalles. El otro,
no obstante, le comunicó que La Chapelle de Saint-Denis había sido remodelada el pasado
otoño. Mejor, se alegró Félix, así los sentimientos no serán tan puntiagudos. Lo que sí que
continuaba igual como cada temporada eran los campos de café, los olivos y las cañas de
azúcar. Cómo le habría gustado tomarse un buen café ración extra de azúcar mientras su
amada Silvia le daba un masaje con aceite en la espalda…
Después de llegar al hotel, Félix se interesó por el estado del volcán Frédéric, el que
había entrado en erupción exactamente los días que pasaron de luna de miel y que desde
entonces no había vuelto a escupir lava. El recepcionista le comentó que los últimos días
había arrojado algún resquicio de roca ardiente, que se encontraba en observación por los
entendidos, pero que, en principio, la cosa no iba a ir a más. La verdad es que se quedó
mucho más tranquilo. Cuando recordaba el estallido de fuego del socavón montañés, se
estremecía de tal manera que no se reconocía delante de un espejo. Acto seguido se
duchó,
durmió un par de horas, se levantó preocupado y escogió la misma ropa que llevaba esa
trágica noche. «Qué viaje más largo», se lamentaba Félix mientras se vestía. Él, que solo
había viajado por todo el Estado cambiando de oficina —era un culo inquieto, lo reconocía
sin más dilación—, aprendiendo nuevos idiomas, nuevas costumbres, enamorándose
de otras mujeres, de formas de amar. Y, de repente, decide viajar al otro vértice del
planeta al lado de Silvia, unas navidades como esas ocho años atrás.
Fue caminando. Ningún medio de transporte se atrevía a acercarse. Él, sin embargo, no
había realizado aquel viaje tan brutal para acojonarse ahora, que estaba a tocar del
volcán. Y de su recuerdo más preciado.
Movía las piernas con firmeza, con unas ganas tremendas de llegar pronto, con el
deseo casi incontrolable de volver a imaginarse un beso de ella. Pero sabía que todos esos
sueños en voz alta ya no volverían a los mundos de la realidad. Pero poco le importaba.
Estar tan cerca ya compensaba el viaje; aunque fuese Navidad y que su poca y desavenida
familia le criticase esa locura, año tras otro. «Lo primero es lo primero», afirmaba
convencido. La familia no la escoges, la aceptas o no, como quieras, pero el amor de tu
vida sí que lo eliges, continuaba dándole vueltas a esa disertación mental. Y Silvia y su
magnífico recuerdo se merecían ese esfuerzo y lo que hiciera falta.
Silvia, amor mío, ya estoy llegando…
Cuando comprobó que el último grupo de curiosos, turistas o no, daban la vuelta
para cobijarse en casa de alguien para embriagarse y festejar, de nuevo, el inminente
nacimiento del rey de Palestina, Félix brincó por rocas volcánicas hasta que encontró su
rincón favorito. En esa oquedad del cráter del Frédéric le dijo, a Silvia, lo que nunca había
tenido valor de expresarle. Segundos antes, sin embargo, ya había elegido la piedra con
una fugaz mirada. Te amo tanto, le confesó, que no puedo permitir que otro me imite. Lo
entiendes, ¿verdad? Como la chica no articuló palabra, Félix acordó que lo había
comprendido, a la primera y sin más innecesarias divagaciones. No hizo falta un segundo
golpe. La piedra, nadie la encontraría: la lanzó a la inmensidad del cráter del Frédéric. Pero
lo que sí que encontró, como cada año, fueron los restos de Silvia. Sus huesos,
ligeramente quemados, permanecían en el mismo agujero bien escondido que había
elegido para que descansase hasta el próximo año, cuando la volviera a visitar. Aunque
estuviese calva, sin mirada, sin lengua, sin un centímetro cuadrado de piel que lamer,
todavía le excitaba; ¡y de qué manera! Seguidamente, Félix se desabrochó los botones de
sus vaqueros, azules y descoloridos, y se masturbó hasta que su miembro escupió dentro
de las cuencas sin vida del cráneo andrajoso de su amada Silvia, su cuarta esposa.
Al finalizar, con todo en su sitio, Félix la guardó en un rincón secreto y le susurró:
—Feliz Navidad, amor mío…

FIN
LA CHICA DE LA CÁMARA DE FOTOS
Fernando José Palacios León.

Cuando regresé del trabajo había una carta en el buzón. Reconocí la letra con alegría,
sabía que no tendría remitente, para que así no pudiera contestarle.

Me senté en la cama dejando el sobre a mi lado, siempre me hacía ilusión recibir cartas
suyas. Era emocionante ver los folios doblados cubiertos de letras que me dirían algo. Era
como caminar por la playa y encontrar en la orilla del mar una botella con un mensaje
dentro.

Su caligrafía era dura e incorregible, pésima y complicada, transmitía un inmenso


desorden emocional, no respetaba los márgenes y había fragmentos en los que la punta
del bolígrafo atravesaba la hoja.

Sin embargo, el contenido de su correspondencia era completamente distinto, como si


fuese capaz de reflejar su propia alma en un espejo, como esos lagos que invitan a
caminar a la mirada sobre la tersura de su superficie, siendo una parte más del cielo.

“Llevo años escribiendo un libro, todavía no sé cuándo lo terminaré, siquiera si tiene


algún final. Es algo muy extraño, la gente suele pensar que al hecho de escribir le rodea un
halo de magia o de misterio. No es para nada así. No hay nada de mágico en encontrar un
momento de soledad, prepararme un café, sentarme en un abandonado silencio. Poner
música, siempre Mahler y siempre el adagietto de la quinta sinfonía en Do sostenido
menor para saber por dónde empezar, quitarme el reloj de pulsera, dejarlo a un lado del
ordenador.

Y el vértigo, cada vez más acuciado y ensordecedor, de abrir el Word y no saber lo que voy
a encontrar de mí mismo allí dentro. Y la tarde detrás de la ventana, y la noche
deshaciendo el azul, y tantas veces el amanecer, los coches que se marchan calle abajo, las
conversaciones, el traqueteo de una maleta con ruedas sobre la acera, la algarabía de
unos niños camino del colegio.
He escrito en tantas casas, en tantas ciudades diferentes, en tantos países y a tantas
edades, ha entrado tanta gente en la habitación mientras lo hacía. Una madre, un
hermano, un amigo, una llamada de teléfono, un timbrazo en el portero automático, una
mujer. Me desanimo al pensar que no concluiré jamás la historia y que he vuelto a borrar
un montón de páginas que ya no me decían nada. Quizá porque la persona que las escribió
ya no existe, porque he cambiado, porque de una página a otra me han pasado
demasiadas cosas.
Me apena cuando tengo que dejar morir a un personaje, por accidente o en una solitaria
habitación de hospital, que en el fondo es lo mismo, o que el amor dure siempre tan poco.
A veces, cuando me siento culpable, rescato a algunos personajes, les doy una vida más
pequeña en otro cuento, les escribo algún poema sin que nadie lo sepa. Creo que Dios hizo
algo parecido conmigo.
Y me pregunto el porqué de tanto tiempo a solas, el porqué de tanta ausencia necesaria.
Cuando pienso en el resto de personas del mundo, con sus vidas, con su ir y venir de allá
para acá, con sus planes de futuro, sus muebles y sus casas a plazos, hablando de trabajo,
de política o de fútbol, no entiendo cómo pueden vivir sin la escritura, sin la lectura al
menos.
O a lo mejor es que, en el fondo, no me comprendo a mí mismo y los cuestiono para
defenderme. No importa, termino regresando aquí. Pero ellos, cuando se enteran, hacen
preguntas. ¿Cuántos ejemplares has vendido? ¿Con qué editorial lo publicaste? ¿Cuánto
dinero has ganado? Suelo sonreír lastimosamente, dar tres o cuatro explicaciones,
cambiar de tema, mientras anhelo regresar al adagietto o al Riders on the Storm.
En realidad te escribo porque hoy he visto a una chica haciendo fotos a la ciudad y me he
quedado mirándola. Ella se ha llevado la cámara al pecho al cruzarse nuestras miradas.
Supongo que lo trasnochado de mi rostro le ha infundido miedo y pensaba que fuera a
robársela. Yo iba camino de la compra y el frío me empujaba a caminar rápido. Ella no
sabía que me recordaba a otra mujer. Ella no sabía que iba a formar parte de esta carta,
quizá me haya tirado una foto de espaldas o puede ser que haya dejado de hacer fotos por
un rato.

¿No te parece increíble? Hacía cuatro grados bajo cero y ella estaba allí tratando de
captar un instante. Escribiendo con la luz, tratando de encajar la mirada en un encuadre
asomada a un puente. ¿Crees que se merece un personaje en el libro o una vida pequeña?
¿Cómo debería llamarla? O mejor dejarlo así, mejor la chica de la cámara de fotos”.

Fin.

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