Entre la pléyade de versiones del materialismo ontológico destaca, al
menos desde la década del 50 del siglo pasado, la teoría de la identidad psicofísica de tipo –tipo (type-type identity theory). Una visión menos radical es la conocida como teoría de la identidad caso-caso (token- token identity theory). La primera es aceptada por filósofos materialistas y fisicalistas y por científicos naturales, especialmente físicos, y en menor grado por biólogos y muy escasamente por cientistas sociales; la segunda, en cambio, es suscrita casi exclusivamente por filósofos.
Los materialistas antiguos como Epicuro, Lucrecio o pensadores
modernos como los franceses del siglo XVIII La Mettrie y Holbach o el inglés Hobbes, e incluso autores más cercanos como los alemanes del siglo XIX Moleschott, Vogt y Büchner, pueden considerarse, en términos generales, precursores de la teoría de la identidad psicofísica de tipo-tipo que hoy conocemos.
Viene al caso recordar que desde la mitad del siglo XX se produjo un
enorme avance en la neurofisiología junto a la psicología comparada y la etología. Todo ello llevó a un materialismo ontológico signado tácitamente por científicos (físicos) que fue más elaborado que el materialismo de los siglos anteriores. La gran mayoría de los hombres de ciencia dedicados a la investigación del cerebro y el sistema nervioso –entre ellos Mountcastle, Pribram y Changeux por recordar algunos ilustres nombres- se sintieron cómodos adoptando un punto de vista materialista y dejando como casos curiosos y quizás extravagantes en el contexto de la comunidad científica los puntos de vista de corte dualista de investigadores como Sherrington, Eccles y Penfield.
Entre las características generales de la teoría de la identidad de tipo-
tipo pueden mencionarse las siguientes: 1. Identificación de la mente con el cerebro (mente = cerebro) o, dicho de manera más técnica, se incluye lo mental en la categoría única de lo material. Si bien esta es la tesis nuclear sobre la que se construye la teoría de la identidad psicofísica de tipo-tipo, de inmediato puede reconocerse un espinudo y tradicional problema metafísico, el de la naturaleza de la materia. Recordando la inquietud de un conocido filósofo de la ciencia, Ulises Moulines (“Por qué no soy materialista”,..) podríamos preguntarnos si tiene sentido declararse materialista sin tener claro previamente lo que es la materia. Volveremos sobre el asunto.
2. Lo mental, lo interno, esto es lo neural, tiene un rol causal sobre la
conducta. Lo que se percibe de los individuos en su conducta es el resultado de acontecimientos nerviosos. Esta conexión entre lo interno y la conducta, ignorada o subvalorada en los credos conductistas, será vindicada dentro de la teoría de la identidad, como también en los enfoques funcionalistas que están en la base del paradigma cognitivista,
3. Metodológicamente se opta por un reduccionismo en el que los
informes introspectivos en primera persona del presente (“siento un picor en la espalda”) son traducidos a informes de carácter conductual en segunda o tercera persona (“fulano se está rascando la espalda”) para, finalmente, llegar a un informe fisicalista (“en tal área de este cerebro se han activado canales iónicos produciendo una señal eléctrica”). Este reduccionismo metodológico (fisicalismo de tipos) deja en mal pie la autonomía de la psicología científica en tanto queda abierta la posibilidad de que sea reducida a una ciencia más básica, la física. Tal posibilidad tomó cuerpo en un momento determinado del desarrollo de las ideas del Círculo de Viena. Más tarde la reacción de algunos partidarios de la teoría de la identidad psicofísica de tipo – tipo llevó, como en el caso de Donald Davidson y su llamado monismo anómalo, a la teoría de la identidad caso – caso (fisicalismo de casos). Este es un enfoque materialista en lo ontológico pero no fisicalista en lo metodológico.
El momento de mayor auge del fisicalismo de tipos se produce con la
Escuela Australiana representada por Jack Smart, U.T. Place y David Armstrong. Entre los aportes de esta escuela que bautizó su punto de vista común como Teoría del Estado Central, se encuentran el uso cuidadoso de aportes provenientes de la lógica, la filosofía del lenguaje y la filosofía de las ciencias. Examinémoslos a continuación.
Sobre la realidad de lo psíquico, a diferencia de los conductistas
radicales que niegan la realidad de los procesos mentales no físicos e internos, Armstrong trae a colación en A Materialist Theory of the Mind (1968) que tales procesos tienen un papel causal sobre la conducta externa. Más aún sería posible reconocer que hay una substancia en la que se apoyan los actos mentales. Cree él que sin el postulado de la substancia no sería posible “mantener unidos todos los acontecimientos singulares que nos notifica la introspección”. En este sentido el concepto de mente como substancia viene a ser un irremediable “concepto teorético” (1968:…).
La necesidad de postular un principio unificador de la experiencia lleva
a Armstrong a oponerse radicalmente a la mente tal como la concebía David Hume, esto es, como un “haz o colección de de percepciones que se suceden entre sí con rapidez inconcebible y que están en perfecto flujo y movimiento” (1977:400). Pero este énfasis en el carácter substancial de lo mental no implica escapar de las garras de Hume para caer en las de Descartes porque “los estados mentales, señala Arsmtrong, no son sino estados físicos del cerebro” (1968:73).
Hasta aquí no detectamos novedad en el pensamiento de Armstrong si
se le compara con las doctrinas de sus colegas australianos o las doctrinas del filósofo vienés Herbert Feigl, otro importante y temprano difusor del materialismo en filosofía de la mente, especialmente en el medio norteamericano. La novedad surge en el énfasis que pone Armstrong en el rol causal que adoptan los estados mentales (= estados físicos del cerebro) respecto de la conducta. Es decir, se trata de aquello, el cerebro, que media entre el estímulo y la respuesta y cuya investigación y dilucidación queda en manos de la ciencia empírica.
Sin embargo, el fisicalismo de Armstrong no solo incluyó a lo psíquico
sino también, a lo biológico. Según él resulta verosímil que todo suceso químico y biológico se explique, en principio, como un caso particular de aplicación de las leyes físicas que rigen los fenómenos no químicos y no biológicos. Esto equivale a afirmar que “el mundo entero explicado por la ciencia no contiene sino cosas físicas que operan conforme a las leyes de la física” (1968: 47 -49). En consecuencia, ante la pregunta antropológica esencial sobre la naturaleza de la especie humana, Armstrong propondrá de una manera quizás profética que “si el progreso científico corrobora este punto de vista, parece que el hombre no es sino un objeto material y no tiene sino propiedades físicas” (1968: …).
Obsérvese que este reduccionismo fisicalista no deja espacio para
introducir la cuña del emergentismo, esto es, para la posible unión de elementos físicos que produzcan la aparición de algo totalmente nuevo como el yo autoconsciente inmaterial postulado por autores como Popper y Eccles en The Self and its Brain (1977). Este reduccionismo tampoco facilita la comprensión del fenómeno de la vida en tanto se opone a la existencia de propiedades irreductibles a algo ontológicamente más básico como las propiedades físicas.
Según Armstrong de aceptarse tales propiedades cualitativamente
novedosas tendría que aceptarse la extrapolación de ellas a otros sistemas físicos que no sean cerebros vivos, tal caso sería el de las computadoras. Al hacer la extrapolación, según Armstrong, el partidario del emergentismo se refutaría a si mismo porque borraría la línea divisoria que ha tratado de trazar entre la física (la materia inerte) y la biología (la materia viva).
No deja de sorprender la ironía ideológica e histórica, pues en la misma
época que Armstrong se resistía a aceptar la posibilidad de máquinas pensantes porque ello implicaría borrar la diferencia entre seres vivos y artefactos, los herederos más radicales del matemático Alan Turing - como Hilary Putnam en su primera época - eran capaces de concebir un dispositivo mecánico con entradas y salidas de información (la máquina de Turing) capaz de pensar, dejando de lado la cuestión ontológica de cual sea el material del que está compuesto el sistema (neuronas, pensamientos inmateriales, microchips) para centrarse exclusivamente en su función.
Desde el punto de vista del análisis conceptual Place en su influyente
ensayo “Is consciousness a brain processes?” (1970) planteó desafiante que el enunciado de la identidad psicofísica (“la mente es el cerebro”) constituye una hipótesis científica. De manera que si se niega tal identidad no se cae en contradicción porque es una ley lógica que si la negación de un enunciado produce una contradicción, entonces ese enunciado es una verdad necesaria, una tautología.
Un enunciado no apodíctico tendría entonces el estatuto de una hipótesis
científica cuando aún no se sabe si es verdadero o falso, aunque tenga que ser una de ambas cosas. Sería un enunciado propuesto para ser confirmado o desconfirmado empíricamente. De manera que, según Place, será la ciencia natural – concebida en ese momento como una futura psicofisiología – la que establecerá la verdad o falsedad de la hipótesis que identifica la mente con el cerebro. No está de más mencionar que este talante profético y huero del materialismo fisicalista– denunciado en su momento por Popper (…) está aún vivo en el Eliminativismo de Paul Churchland (…). Según Churchland la erradicación en nuestra cultura de las entidades mentales insitas en la psicología corriente o popular (folk Psycology) será consecuencia de los descubrimientos de una neurociencia completamente desarrollada, que Churchland vislumbra en la neurociencia cognitiva inspirada en los modelos de redes neurales (conexionismo). Pero si consideramos que quizás la actual capacidad reductora de las ciencias físicas no es radicalmente diferente de lo que era hace cincuenta años, entonces tendremos que concederle la razón al poeta Paul Valéry, como oportunamente ha recordado Miguel Espinoza (2004:210), cuando hacía notar que este optimismo reduccionista - según el cual se tendría en el futuro una explicación enteramente física de los estados y procesos mentales - es hoy o bien una afirmación incontestable pero nula, o bien si se trata de la actual fìsicoquímica entonces se trata de una falsedad.
Ahora bien, la cuestión más desafiante para Place consiste en averiguar
en qué circunstancias puede decirse que observaciones radicalmente distintas y discontinuas pueden considerarse como observaciones de la misma cosa. Los informes introspectivos de lo que nos sucede internamente y la lectura que hacemos de los instrumentos que registran la actividad de la masa gris son muy heterogéneos. El registro de la actividad cerebral nada nos revela de la vivencia misma, de lo que se está experimentando; lo mismo puede decirse del registro introspectivo, por muy entrenado que se esté para dar cuenta de lo que se está subjetivamente experimentando no aprendemos nada de la marcha de la actividad neuronal. Habría entonces una dualidad epistémica insalvable. Podemos solidarizarnos con el dolor de muelas que siente nuestra pareja pero, en sentido estricto, no tenemos “su” dolor de muelas.
Ahora si la dualidad epistémica se entiende semánticamente,
lingüísticamente, tal como hace Place, y además se suscribe la teoría verificacionista del significado que nos enseña que la manera como se verifica un enunciado es constituyente de su semántica, entonces tendremos que concluir que al tener dos procedimientos de verificación radicalmente diferentes, el de los enunciados introspectivos por un lado y los enunciados neurofisiológicos por el otro, tenemos enunciados con distinto significado. Además en el enfoque de Place opera la distinción entre sentido (Sinn) y referencia (Bedeutung) heredada de Gottlob Frege: los informes introspectivos y los informes neurofisiológicos serían correferenciales (designarían lo mismo pero su sentido sería diferente), quedando para la futura psicofisiología confirmar tal identidad psicofísica.
Se podría decir, entonces, que esta filosofía de lo mental que estamos
examinando vino a completar el programa del conductismo analítico (conductismo lógico) allí donde éste resultó insuficiente. En opinión de Place.
“…el programa defendido por los conductistas lógicos,
que propone la traducción de nuestros conceptos mentales disposicionales – como “conocer”, “creer”, “tener la intención de” – a proposiciones sobre nuestra conducta actual o posible, es fundamentalmente correcto. Nada semánticamente esencial a esos términos se pierde en esta traducción” (1994:131 Ojo: es mejor que busque la cita en el artículo original en inglés pues parece haber un error: “disposicional” quizás en realidad “mental”).
El hueco explicativo que llenaría la teoría de la identidad psicofísica
sería el de conceptos mentales como “tener una post-imagen” o “sentir dolor” que no son traducibles a disposiciones conductuales por contener una irreducible dimensión experiencial subjetiva.
Stephen Priest (1994) ha planteado desde una posición crítica los
problemas que debe resolver la teoría de la identidad psicofísica postulada por Place:
1. Al parecer si la teoría de Place es verdadera el dualismo psicofísico
resulta falso. Pero esta claridad no se tiene cuando se examina la relación entre este tipo de materialismo y su oponente clásico, el idealismo. Para un materialista lo que, según el sentido común, es mental resulta ser físico; por el contrario, el idealismo nos dice que lo que parece ser físico es mental. Pero si lo mental resulta ser físico se puede deducir también que lo físico es mental. Y si lo físico es mental se puede a su vez deducir que lo mental es físico. Se obtiene así un resultado que no puede ser más irónico: quizás el materialismo y el idealismo son la misma filosofía (1994:139). Esta observación crítica de Place no es incontestable, podemos efectivamente defender, al menos en este punto, el credo de Place. En primer lugar hay que distinguir cuidadosamente dentro de la teoría de la identidad entre ontología, por un lado, y epistemología y metodología por el otro. La ontología es el monismo materialista según el cual la mente es el cerebro; la epistemología y metodología es el reduccionismo fisicalista, que exige explicar los informes mentalistas e introspectivos en términos de propiedades físicas del cerebro. Este reduccionismo fisicalista está inspirado en el enorme éxito explicativo que, en ese momento, se le reconocía a la ciencia física y que resulta consonante con el ideal de la Ciencia Unificada propuesto por los miembros del Círculo de Viena, bajo cuya inspiración justamente Place formuló su teoría (cabe recordar que esta es la razón por la que habitualmente se suele llamar a la teoría de la identidad psicofísica “fisicalismo” o “fisicismo). En segundo lugar para que la critica de Priest se valide - que al final de cuentas según él el idealismo y el materialismo son quizás la misma filosofía -, tendría que haber también un proyecto metodológico y epistemológico según el cual la información proveniente de la física pudiera traducirse a un lenguaje mentalista o psicológico que de cuenta de las vivencias de los sujetos. La monadología de Leibniz con su traducción de lo físico a lo psíquico (átomos psíquicos o mónadas) podría ser, si previamente se le hacen algunos retoques ad hoc, un buen candidato para lograr la tan ansiada traducción opuesta al fisicalismo. Pero la consolidación de la física ha llevado a que tal proyecto sea inviable. Hay que tener a la vista que la psicología científica, a diferencia de la física, no ha pretendido convertirse en el modelo de explicación al cual deben ajustarse las demás ciencias empíricas. En consecuencia el materialismo entendido correctamente (léase ontológicamente como un monismo y epistémica y metodológicamente como un fisicalismo) no puede ser lo mismo que el idealismo. Veamos la segunda objeción de Priest.
2. Cuando se afirma que la teoría de la identidad psicofísica es
supuestamente una hipótesis científica, significa que alguna observación de índole científica la confirmará o refutará. Sin embargo, ¿es esto posible, se pregunta Priest? Supongamos que la ciencia del siglo XXX no fuera capaz de confirmar o falsear la identidad psicofísica porque la mente sea, efectivamente, esa clase de cosas que lógicamente no son observables. Si esto fuera así, se seguiría que ni siquiera en principio sería posible verificar la teoría de la identidad psicofísica. En consecuencia, la teoría sería absurda, carecería de significado (Ojo: buscar referencia en Priest…). Esta objeción examinada en la hora presente supone la validez actual de la teoría verificacionista del significado cognoscitivo propuesta por los empiristas lógicos; algo, por cierto, insostenible. Pero, independientemente de ello, es más importante la observación de Valéry ya mencionada anteriormente de que la identidad psicofísica es o bien una afirmación vacía o bien una afirmación falsa.
Más interesante resulta para los filósofos constatar que la teoría de la
identidad psicofísica presenta una violación flagrante del principio de salva veritate de Leibniz. Recordémoslo: la ley nos dice que si dos términos se refieren al mismo objeto, entonces cualquier propiedad que se predica verdaderamente del objeto al que se hace referencia con el primer término tiene que ser también predicada, verdaderamente, del objeto cuando se hace referencia él con el segundo término. De manera que si tenemos un predicado verdadero de lo mental, tal predicado también será verdadero de lo cerebral. Si lo anterior no se cumple, entonces la teoría de la identidad psicofísica quedaría desacreditada. Veamos dos casos:
Primero: si es verdad que los estados mentales poseen intencionalidad,
esto es, la propiedad transitiva de estar dirigido a un objeto o contenido (el creer, por ejemplo, es siempre la creencia acerca de algo), entonces los estados físico-químicos del cerebro también deberían poseer tal propiedad. Por ejemplo, María cree que mañana lloverá en Santiago. Su estado mental (la creencia) tiene por contenido la proposición “mañana lloverá en Santiago”. Pero si en lugar de lo anterior el contenido de la creencia de María es un informe neurológico de lo que sucede en el cerebro de ella, entonces no podríamos seguir identificando la mente con el cerebro. Segundo: cuando experimentamos una post-imagen nos parece tener la experiencia de algo con un color y una forma determinada, por ejemplo, rojiza y redonda. Pero como no hay efectivamente tal objeto con las propiedades de la rojez y redondez en la retina, tendemos a decir que ese objeto está “en” o “ante” nuestra mente. Es decir, habría objetos que están en o ante nuestra mente pero que no están en la retina ni tampoco en el cerebro. ¿Qué hacer con estos objetos?, ¿cómo los explicamos?, ¿diremos que se trata de algo diferente y adicional a cualquier suceso nervioso y cerebral como podría sostener un dualista psicofísico?, ¿es legítimo adoptar la política del avestruz y sostener que no existen tales cosas como las post-imágenes? Una salida heroica para el materialista pero no exenta de superficialidad sería argumentar aliándose con los conductistas lógicos en que se ha incurrido en una falacia fenomenológica (phenomenological fallacy) consistente en reificar (cosificar en un castellano castizo) una experiencia - esto es, en tratarla como objeto -, la que podría ser explicada en términos de disposiciones a comportarse de determinadas maneras. Otra manera de enfrentar la situación, y aún más radical, es confiar plenamente en que la ciencia del cerebro permitirá a tal punto reformular nuestra manera de hablar cotidiana de la mente y sus operaciones que terminaremos abandonando la búsqueda de los referentes problemáticos como las post-imágenes, tal como en el pasado abandonamos la búsqueda de sirenas, brujas y demonios. Se trataría de abandonar la psicología popular o cotidiana que nos ha acostumbrado a creer en la existencia de tales entidades.
Aún más alejado de la investigación empírica que puede arrojarnos luz
sobre estos contraejemplos que ponemos a la visión materialista, es la crítica de Saúl Kripke……
Objeciones empíricas.
Pasando por alto este tipo de objeciones de principio a la teoría de la
identidad psicofísica sea en la versión de Place, Feigl o de otros autores, encontramos otras críticas que apuntan a situaciones concretas que no parecen encajar en la visión materialista. Tal es el llamado problema de la ligadura. Es el hecho de que por más que se afine la descripción física del proceso que se inicia en la retina al recibirse la onda luminosa y que sigue una cadena causal que a través del impulso eléctrico llega hasta la corteza cerebral, el resultado será algo cualitativamente diferente, una percepción visual, una experiencia consciente. Al parecer hay una discontinuidad entre la cadena de sucesos físicos que ocurren entre la fuente física, el medio físico, los órganos sensoriales periféricos y el cerebro por un lado y la vivencia psíquica por el otro. Podríamos agregar que la cuestión es la siguiente: ¿cómo es que diferentes inputs que llegan a diferentes partes del cerebro terminen ligados en una experiencia unificada, por ejemplo, en la experiencia que usted tiene de estar viendo la hoja impresa en que lee estas líneas? Considerando que hay distintas regiones del cerebro especialmente sensibles a rasgos particulares de los objetos tales como formas, colores, líneas, ángulos, etc., y que, por otro lado, tenemos una experiencia unificada de lo que vemos y en general en los distintos modos de percepción, resulta grande la tentación por postular una entidad inmaterial encargada de realizar la unificación (esa especie de unidad trascendental de la apercepción como la llamaba Kant). Así parte no desdeñable de la argumentación antimaterialista – por ejemplo en Charles Sherrington en The Integrative Action of the Nervous System, 1947 y en su discípulo John Eccles en The Self and its Brain, 1977 - sugiere que la opción dualista es la correcta porque habrían dos series de sucesos obviamente distintos, los físicos y los mentales.
Otra dificultad importante que afecta a la teoría de la identidad
psicofísica de tipo-tipo (no así a su versión menos radical de identidad psicofísica de caso-caso) es el problema de la generalización. Si usted en este momento está recordando una vivencia del pasado, por ejemplo, cuando rindió la Prueba de Aptitud Académica, de acuerdo con la teoría de tipo-tipo tal experiencia es idéntica con una determinada actividad neuroquímica en el cerebro de usted. Más tarde usted vuelve a recordar el mismo hecho, ¿será, entonces, que habrá que identificar en esta nueva oportunidad lo que usted experimenta con la misma actividad neuroquímica de la situación anterior? Es altamente improbable que las mismas conexiones sinápticas se repitan debido a la alta plasticidad neuronal. Dicho de manera más filosófica: el cambio que afecta a los propiedades materiales, en este caso a su cerebro, es fundamentalmente el cambio en sus constituyentes en el tiempo.
Pero, ¿qué es la materia? Esta es una cuestión metafísica y a la vez
científica que nos deja perplejo. Pareciera que por más que ahondamos en nuestro conocimiento de lo real, la naturaleza de la materia se nos hace cada vez más difícil de elucidar. Intentemos decir algunas cosas al finalizar este capítulo.