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Conocí a Manuel Enríquez a mediados de los setentas.

Manuel era entonces el nuevo director


del también flamante CENIDIM, en aquellos días instalado en las calles de la colonia
Cuauhtémoc. El CENIDIM era un centro musical novedoso que presumía diversas actividades
y, como tal, pronto se constituyó en un foco de atracción para muchos de los que en esa época
éramos aun niños adolescentes de la música. En esa época, Manuel encarnaba la mas
incansable energía; energía que visible tanto en su estrambótica vestimenta como en su
conversación firme y convencida. En el CENIDIM Manuel Enríquez ocupaba una amplia
oficina donde pululaban, entremezclados, el papel pautado con oficios membretados y en
donde, alguna vez, me expidió, de puño y letra una recomendación para solicitar una beca. Así,
entre los muchos proyectos generados por él desde el CENIDIM, surgiría, dos o tres años
después, el Foro Internacional de Música Nueva. Manuel, quien lo organizaba y programaba,
parecía - por si eso fuera poco, estar al tanto de quienes éramos los estudiantes mas
suspirantes del momento. Imagino que por esa razón tuvo a bien invitar a participar en el Foro
a un grupo de entre ellos. De esa forma, Nacho Baca Lobera, Eduardo Soto Millán, Hilda
Paredes y un servidor, entre los que recuerdo claramente, fuimos algunos de los que
estrenamos obras incipientes en la primera o segunda edición de ese hoy icónico festival.

Poco tiempo después, al terminar mi licenciatura en el Conservatorio, salí de México a


continuar mis estudios en el extranjero. Sin saberlo entonces, pasarían casi 8 años antes de
volver a encontrarme con él. Fue por ahí de 1985 que, viviendo en Londres, recibí una
llamada de Manuel, quien, acompañado de Susana, visitaba la ciudad y me invitaba a cenar al
West End. A partir de entonces, y por los siguientes 8 años, estas visitas se tornaran
prácticamente anuales, casi siempre en paralelo a sus viajes a España, a Polonia o Alemania.
Como a ambos nos gustaba la comida mediterránea, en mas de una ocasión nos reunimos en un
restorán griego vecino a mi departamento en el barrio de Crouch End. Entrando a sus sesentas,
a Manuel le sentaba bien el frío y siempre lo vi cómodo y de buen humor en el sombrío clima
de Inglaterra.

¿De que tanto conversábamos? Una vez agotado el tema de las vicisitudes de la escena
musical de México, nuestras pláticas giraban invariablemente en torno a nuestros proyectos
mas recientes, al trabajo de las generaciones mas jóvenes en Europa - lo que le interesaba
mucho, la electroacústica, la tecnología musical, la comida, el paisaje, el teatro, la pintura y
las artes plásticas. Con la risa por delante, siempre, en todos nuestros encuentros de esos años,
hallé en Manuel un interlocutor curioso y receptivo de mente rápida, crítica y ponderada,
perspicaz y sensible.

Con el tiempo, caigo en cuenta que todos mis encuentros con Manuel Enríquez fueron una
clara manifestación de su genuino interés por estar al día con los mas jóvenes. Considero que
aunado a su enorme e indiscutible legado creativo, Manuel nunca cejó en el afán de inventar
oportunidades para los compositores de mi generación y, a su manera muy personal, abrirle
los ojos a los que veníamos después de él.

La última vez que conversé con Manuel fue en 1994, un tren de Nueva York a Princeton. Lo
recuerdo enfundado en un hermoso abrigo de cachemir, ojos claros siempre bien encendidos y
plácidamente acurrucado en su asiento. Sus palabras, afectuosas, como siempre, fueron de
aliento; “… Javier, que siga la mata dando…”

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