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Estas y otras palabras están en nuestra mente desde aquel día en que se decretaba para todo el
territorio nacional el confinamiento obligatorio como medida de control ante la expansión del virus
SARS-CoV-2, que es el que causa la enfermedad COVID-19
Me quiero referir a algunas de esas palabras en el marco de este hecho extraordinario de nuestras
vidas. Soy profesor y considero que quienes estamos en el fragor del trabajo de aula, con la carga
de trabajo académico al cuello, somos los llamados a proferir este tipo de reflexión.
La actual crisis sanitaria ha puesto en “Jaque” casi la totalidad de actividades creadas por el hombre
para la satisfacción de sus necesidades y deseos. Una de estas actividades es la educativa en sus
diferentes niveles. Para el caso la educación superior de pregrado. El más alto valor que se le ha
asignado a este tipo de educación ha sido el de la presencialidad. Hasta hace relativamente poco
tiempo tan solo imaginar un proceso formativo sin el encuentro cara a cara de estudiante – profesor
era algo sin mayor sentido ni posibilidad. Toda la carga normativa y procedimental se ha centrado
en el ejercicio de aula. Profesor y estudiante se ven la cara en tiempo real. Ese encuentro es el
responsable de todo lo bueno y lo malo de un proceso formativo.
Volvamos a nuestra realidad. En cuestión de unos muy pocos días la casi totalidad de los profesores
nos vimos abocados a cambiar nuestros cursos de una modalidad a otra. Esto es, de lo presencial a
lo virtual. Lo que implicó poner una “pantalla mediadora” en el contacto directo con el estudiante. Lo
que significo acogernos al espacio reducido e impersonal de un aula virtual. Quedar a merced del
tiempo de un correo electrónico para una respuesta o una reacción en doble vía, unas veces la
espera es del profesor otras del estudiante. Cuando no es que la tal respuesta o reacción nunca
llega. La tecnología tiene esa particularidad: pone el problema, pero deja a la mano la excusa: “se
me cayó la conexión”. Algo impensable en el encuentro directo del aula.
A la hora de los balances, aun estamos lejos de ello en este estado pandémico, todas las actividades
mostraran un extenso “memorial de agravios”. Todas sin excepción han visto modificado su estado
normal y rutinario de actividades. Seguro estaremos de acuerdo que una más que otras. Alguien,
con muchos argumentos, dirá que aquellas que están en la línea de las necesidades básicas
irremplazables e impostergables son las más sensibles. Son las que se llevan toda la atención. Aquí
nos hallamos ante una notable disyuntiva: es la educación una de aquellas actividades
impostergables o por el contrario es una actividad que puede pasar a un segundo listado en el plan
de prioridades de un Estado en la sociedad del siglo XXI. En lo personal considero que está más
cerca de lo segundo. Poner la educación al nivel de la alimentación, la salud, el trabajo, la movilidad
es sin duda, un asunto que concita mucha controversia. Aclaremos que estamos escribiendo estas
sencillas líneas para un país en vías de desarrollo. Dato no irrelevante. En Colombia sigue siendo
minoría el número de jóvenes con acceso a la educación superior. Se diría que aun es un producto
“de lujo” para buena parte de la población.
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Con apuro, con paciencia, con buenos conocimientos, con conocimientos medios, con habilidad
demostrada, con rasgos de torpeza; en un alto porcentaje los profesores hemos venido acoplando
los cursos presenciales a la virtualidad. Cabe observar que el uso de la plataforma Moodle, como
apoyo a la clase presencial, no es equivalente a transferir la totalidad del contenido de un curso
regular: temas, talleres, metodologías, evaluaciones, a la modalidad virtual. A este panorama hay
que agregar el llamado institucional de impartir la clase en “tiempo real”, en el horario establecido
para cada curso. Algo por demás complejo dada las realidades nuestras en asuntos de equidad
tecnológica.
El panorama no es claro, tampoco totalmente oscuro, valga la observación. En tiempos del boom
tecnológico han hecho presencia múltiples alternativas para acoger esta transición obligada del
trabajo presencial de aula a una educación virtual con o sin imágenes en tiempo real o no. El asunto
es que hemos terminado en un auténtico mercado de ofertas. Hay para todos los gustos, niveles de
destreza y coherencia con los contenidos. A decir que a tres semanas de confinamiento el problema
ha dejado de ser el medio tecnológico y se ha centrado en otro momento del proceso educativo, tal
vez el más delicado de todos: la evaluación.
Primera lección
El estudiante en estas tres primeras semanas ha venido respondiendo al plan de trabajo virtual, en
niveles desiguales, lo que resulta entendible. El acceso masivo a las redes sociales que por lo regular
lo hace a través de telefonía inteligente no garantiza que sea equivalente a la recepción de
contenidos de clase a través de plataformas creadas con ese fin. Primera lección que deja la crisis
a la educación: el crecimiento exponencial de las redes sociales no equivale a la apropiación de la
educación vía plataformas e-learning. Quienes asociaron redes sociales con educación virtual
empiezan a revisar sus ecuaciones porque las variables no producen el resultado proyectado. Una
cosa es el estudiante y su Smart Phone en mano para movilizar su vida social y otra el mismo celular
o el PC y la clase virtual.
Segunda lección
De otro lado hay que aceptar que una cosa es impartir y recibir la clase en formato virtual sin distingo
del medio tecnológico y otra muy distinta es aprestarse a evaluar y a ser evaluado a través de esta
modalidad. Estudios serios realizados por prestigiosos académicos han mostrado el alto nivel de
fraude que se presenta en la evaluación de procesos educativos virtuales. Lo que sugiere un nuevo
esfuerzo por diseñar pruebas donde se minimice esta situación y garantice la equidad del proceso.
Acudimos a la equidad por cuanto lo peor que podría expresar evaluativamente la educación virtual
es que con menor esfuerzo y compromiso se obtenga el mismo resultado de los mejores. Segunda
lección: asumir que la clase presencial se puede transferir a la virtual sin mayores contratiempos,
arrastrando en ello todos los componentes incluido el más delicado de todos: la evaluación y su co-
relato las calificaciones.
Entonces tenemos dos lecciones que proceden de errores de observación: el acceso diferenciado a
la tecnología para la educación y para la vida social. Y la co-relación clase virtual – método
evaluativo. Ambas realidades han generado diversas reacciones entre los actores involucrados. De
una parte el profesor y su “angustia” por adecuar su curso no solo a la clase virtual, sino a la forma
de evaluar. De otro lado el estudiante y su legítimo reclamo. La clase virtual sí, pero la evaluación
no. Esto ha provocado la movilización virtual de miles de estudiantes haciendo causa común el tema
evaluativo y sus porcentajes.
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Postura con un factor especulativo: la fecha de superación total de esta crisis global. Si este
argumento tiene peso, también lo tiene el del estudiantado ante la evaluación, pero sobre todo ante
los porcentajes: "no es tiempo suficiente para ser evaluados”. “hay muchos temas que no se
abarcaron”. “el profesor no ha estado presente”, y otras más. Hay argumentos de parte y parte. Esto
solo lo produce la virtualidad. Estamos ante la evidente polaridad del estudiante: acepta las clases
virtuales mientras el tema de la evaluación no se vuelva protagonista. El problema es la coherencia
entre uno y otro. Los cursos están diseñados para ser evaluados desde la presencia física de
profesor – estudiante.
Tercera lección
Todo ello permite advertir una tercera lección: el estudiante de hoy, tal vez no el de un futuro más
virtual, compra dos cosas cuando se matricula: tiempo y espacio. Sus coordenadas no pasan tan
estrechamente por donde muchos creeríamos: el conocimiento y el aprendizaje. El estudiante
compra espacio representado en todos los lugares que hacen parte del campus universitario
asociado al proceso formativo. Especial atención al aula de clase, que convierte en su territorio.
Sucede en cada período. Le transfiere algo de su identidad, pero a su vez recibe de ese espacio
elementos que con el paso del tiempo vincula a su identidad de estudiante universitario y futuro
profesional. Dos realidades de una misma experiencia: lo que somos como profesionales lo tomamos
de estudiantes inclusive nuestra relación con la espacialidad física. Y el esfuerzo institucional por
ampliar, mejorar y adecuar esos espacios físicos a su apuesta pedagógica.
Pero el estudiante, también compra tiempo. El tiempo de las clases, de los momentos libres. De las
prácticas, de las evaluaciones incluso. El tiempo de su formación, cuatro o cinco años según el
programa. Una temporalidad que además con el paso de los días define y particulariza los momentos
en el reloj biológico que todos poseemos. Parece una incoherencia, pero una clase a las 7:00 AM en
modalidad presencial no resulta tan “incomoda” con la intimida del estudiante como la misma clase
en formato virtual.
Esto compra el estudiante: espacio - tiempo. Los dos se hallan confusos, indefinidos, imprecisos en
la educación virtual. El estudiante no logra acogerlos y plasmarlos en su agenda incluida la natural.
El conocimiento y el aprendizaje pareciera pasan a un segundo nivel de relevancia. El problema es
que no se tienen antecedentes de eventos similares o parecidos que permitan establecer análisis
más precisos en esos comportamientos
Estas lecciones nos invita a reflexionar sobre un asunto que una vez se supere la crisis va a estar
en la agenda prioritaria de las universidades: cómo hacer de lo presencial algo virtual. Y solo nos
queda dejar las alarmas encendidas. La relación no es de uno a uno. El asunto no es simple. La
educación nació presencial, desde aquellas pretéritas lecciones en el ágora de los griegos o tal vez
mucho antes cuando el líder de la tribu primitiva convocaba y se hacía entender. En ambas
experiencias y de ahí en adelante en todas, la presencia en tiempo real de los dos actores principales
ha sido condición sine qua non para que haya enseñanza y aprendizaje.