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Baena, C. (2019). Ansiedad, Depresión y Riesgo Suicida en el Adulto Mayor.

Facultad de
psicología, Maestría en Psicología, Universidad de Baja California, México.

ANSIEDAD, DEPRESIÓN Y RIESGO SUICIDA EN EL ADULTO

MAYOR

No resulta sencillo diferenciar los trastornos mentales en el primer nivel asistencial. Es


habitual que los síntomas ansiosos más frecuentemente asociados a la depresión son las
preocupaciones, la ansiedad psíquica, la ansiedad somática y la agitación. Existe también
una alta incidencia de síntomas de ansiedad en los pacientes depresivos, considerándose
que dicha combinación es mayor en pacientes con trastorno de ansiedad que en los que
tienen trastorno depresivo. Es fundamental valorar la fenomenología predominante, puesto
que ello tendrá influencias pronósticas y para el tratamiento del paciente. (González, 2008).

Existen algunas hipótesis fisiopatológicas, en cuanto a la relación entre ambos


fenómenos se ha tratado de explicar desde varios puntos de vista. Las pruebas
epidemiológicas, clínicas y pronósticas realizadas por los defensores de estas hipótesis han
intentado demostrar que estos dos trastornos son independientes y no simples variantes
clínicas de un trastorno afectivo. Los modelos unitarios establecen que los estados de
ansiedad y los síndromes depresivos son distintas variantes del mismo problema cuya
diferencia sería meramente cuantitativa al diferir a lo largo del tiempo en la presentación y
relación de los síntomas afectivos o ansiosos, de manera que el diagnóstico dependería del
momento en el que se hiciera la valoración del enfermo en cuestión. (González, 2008).

De esta manera, se propusieron los modelos dimensionales, basados en síntomas


seleccionados previamente, y que se incluyen en las dos dimensiones básicas: ansiedad y
depresión. Según este modelo, los individuos se desplazan entre estos dos ejes,
dependiendo de diferentes circunstancias, y predominará una dimensión u otra a lo largo
del tiempo. Por este motivo, los diagnósticos psiquiátricos en Atención Primaria han de ser
provisionales. Existen otras hipótesis que apoyan la existencia de una mezcla de ambos
síndromes, con características diferentes tanto de la ansiedad primaria como de la depresión
primaria. De ser cierta esta teoría, también muy controvertida, existiría un síndrome
ansioso-depresivo característico, claramente diferenciado de otros síndromes depresivos, en
cuanto a sus características descriptivas y en cuanto a su respuesta al tratamiento.
(González, 2008).

Lo que parece claro es que, en la etiopatogenia de los trastornos mixtos, al igual que en
la de los trastornos diferenciados, no existe una causa única, sino que se han propuesto
múltiples factores genéticos, biológicos, psicológicos y sociales. Así, por ejemplo, se ha
observado la existencia de una agregación familiar de estos trastornos, aunque no existe
ningún mecanismo que se haya identificado como factor genético único. Entre las
alteraciones neurobioquímicas existentes se observa que comparten la alteración de algunos
de los neurotransmisores (serotonina y noradrenalina). En cuanto a su distribución por
sexos, ambos trastornos son más frecuentes en mujeres, entre la segunda y la cuarta década
de la vida, sin diferencias étnicas, y con más frecuencia de los trastornos de ansiedad en
personas de bajo nivel educativo. (González, 2008).

Los trastornos depresivos ansiosos, constituyen trastornos psiquiátricos de alta


frecuencia en el anciano, y muy a menudo dan lugar a consecuencias graves en este grupo
etario. Es una afirmación clásica que el anciano tiene más dificultades para identificar y
reconocer ante otros los síntomas afectivos, para decir que está triste y por ello consultará
menos por este motivo. Con más frecuencia la queja puede ser somática e incluso
hipocondríaca. Además, la depresión puede afectar al funcionamiento cognitivo, sobre todo
la capacidad de concentración y la memoria, dificultando la evaluación. El deterioro
cognitivo en diversas ocasiones ya está presente previamente en el anciano deprimido, lo
que hace intrincado dicho reconocimiento, complicando no en pocas ocasiones, la
evolución del síndrome. (Gayoso, 2004).

La posible patología somática asociada, los factores de riesgo vascular y el frecuente


consumo de fármacos son otros de los factores que contribuyen a que el síndrome depresivo
en el anciano adquiera unas peculiaridades especiales que hay que tener en cuenta según
Gayoso (2004) por ejemplo factores de riesgo biológico como:
1. El sexo: más frecuente en mujeres, después se iguala la proporción y a partir de los
80 años, más frecuente en varón, envejecimiento cerebral: es frecuente la
hipofunción de tres sistemas de neurotransmisión, implicados en la génesis de la
depresión: a. Sistema noradrenérgico b. Sistema serotoninérgico c. Sistema
dopaminérgico.
2. Genéticos: suelen existir antecedentes familiares; menos evidentes en las
depresiones de aparición muy tardía. Lesiones vasculares en sustancia blanca
cerebral: fundamentalmente a nivel de corteza prefrontal dorso lateral.
3.
Los trastornos del estado de ánimo y fundamentalmente la depresión tienen una elevada
prevalencia en base a la alta incidencia, recurrencia aumentada y tendencia a la cronicidad,
que conllevan una elevada morbilidad tanto directa como indirecta comorbilidad con otros
procesos (Serrano, Celdrán, García, et al. 2001).

Existe una neta evidencia Según Mehta, Yaffe, & Brenes, et al. (2007), de que los
síntomas de depresión se vinculan con deterioro funcional, pese a que parece razonable que
se generalizara este hecho al campo de la ansiedad debido a la contrastada interrelación
entre depresión y ansiedad, apenas existen estudios que den cuenta de la posible
interrelación entre ansiedad y declive funcional.

Ha sido señalado reiteradamente que los trastornos de ansiedad y depresión en las


personas mayores suelen estar infra diagnosticados e infra tratados, pese a la relevancia
clínica. El conocimiento de los factores de riesgo asociados a la ansiedad podría ayudar
tanto a la detección temprana, como a la prevención. Además, se ha considerado que es
necesario estudiar específicamente los factores de riesgo característicos de las personas
mayores, ya que se cree que estos pueden variar con la edad. (Vink, Aartsen, & Schoevers,
2018).
El estudio de Cabrera, & Montorio (2009), cuyo objeto fue analizar los factores de
riesgo diferenciales comunes asociados a la ansiedad y la depresión en personas mayores es
una cuestión relevante, por las elevadas tasas de comorbilidad de ambos trastornos en este
grupo de edad, lo que ha llevado a sugerir una aproximación más dimensional que
categorial de las manifestaciones clínicas emocionales. Los autores del estudio realizaron
una revisión de los estudios que analizan los factores de riesgo asociados a la prevalencia e
incidencia de síntomas o niveles clínicos de ansiedad y depresión. Encuentran que los
factores de riesgo que se asocian, tanto a la incidencia como a la prevalencia de la ansiedad,
son: rasgos de personalidad, estrategias inadecuadas de afrontamiento, alteraciones
psicológicas previas, aspectos cualitativos de la red social, la presencia de eventos
estresantes y ser mujer.

Por otro lado, el número de enfermedades físicas, una pobre salud percibida, problemas
funcionales, rasgos de personalidad, estrategias inadecuadas de afrontamiento, alteraciones
psicológicas previas, red social pequeña, aspectos cualitativos de la red social, estar soltero,
la presencia de eventos estresantes y ser mujer son factores de riesgo para la incidencia y la
prevalencia de depresión. Las diferencias entre los factores de riesgo para la ansiedad y la
depresión son varias. En primer lugar, la afectación cognitiva y las limitaciones funcionales
y estar soltero son factores predictores de depresión, pero no de ansiedad. En segundo
lugar, la presencia de eventos estresantes, es un importante predictor para ambos trastornos,
aunque parece que los eventos traumáticos predicen mejor la ansiedad. Por último, la edad
parece ser un factor protector para la ansiedad, a la vez que un factor de riesgo para la
depresión.

En la discusión, Cabrera, & Montorio (2009), señalan que, aunque encuentran


diferencias en los factores de riesgo asociados a la ansiedad y la depresión, las similitudes
entre los factores de riesgo para ambos trastornos en las personas mayores favorecerían la
consideración de una clasificación dimensional. Además, los factores de riesgo serían
relevantes para todo el continuo de gravedad de ansiedad y depresión, puesto que no hay
diferencias claras entre los factores de riesgo para la presencia de sintomatología y para el
diagnóstico clínico. Por último, no encuentran diferencias entre los estudios longitudinales
y transversales, lo que vendría a indicar que los factores de riesgo encontrados en los
estudios transversales no serían factores que ocurren a la vez ni consecuencias de los
trastornos, sino que estarían relacionados con el inicio del trastorno. La principal limitación
de este estudio es que, debido a la gran heterogeneidad de los estudios, no pueden realizar
un meta análisis, ni ver la fuerza de asociación entre los factores de riesgo y la ansiedad y la
depresión.

Desde la literatura científica generalmente se ha considerado que grados elevados de


ansiedad se asocian frecuentemente a una peor ejecución en un amplio rango de tareas
cognitivas (Williams, Watts, MacLeod, Mathews,1997; Wood, Mathews, & Dalgleish,
2001). Se cree que esta reducción de los recursos cognitivos que se relaciona con la
ansiedad puede deberse a la hipervigilancia que caracteriza a las personas con ansiedad, que
les llevaría no sólo a atender de forma preferente a los estímulos amenazantes, sino a
cualquier estímulo irrelevante presente en el ambiente (Eysenck, 1992). Es decir, tienen un
escaneo muy amplio del ambiente y cuando se detecta una amenaza, la atención se estrecha
hacia ese estímulo. A pesar de esta consideración, la evidencia es contradictoria, ya que
alguno de los artículos que se presentan seguidamente incluso encuentran que una buena
capacidad cognitiva puede asociarse a una mayor gravedad de la sintomatología del
trastorno de ansiedad generalizada.

Independientemente de cuál sea la dirección de la relación entre ansiedad y cognición,


existe suficiente evidencia de que los recursos cognitivos de las personas mayores modulan
la ansiedad y que su control debe tenerse en cuenta en la evaluación y el tratamiento de la
ansiedad en este grupo de edad. (Bierman, Comijs, Rijmen, Jonker, & Beekman, 2008).

Los estudios epidemiológicos sobre prevalencia de las diferentes alteraciones depresivas


varían según el instrumento diagnóstico utilizado, sea la entrevista psiquiátrica o la
aplicación de escalas orientativas (Lázaro,2000), y según el grupo poblacional al que se
estudie: ancianos en la comunidad, ancianos institucionalizados en residencias o ancianos
hospitalizados. La American Psychiatric Association describe la depresión como "una
enfermedad mental en la que la persona experimenta una tristeza profunda y la disminución
de su interés para casi todas las actividades" (American Psychiatric Association, 2000). La
depresión es una de las enfermedades más comunes en la atención primaria y es la primera
causa de atención psiquiátrica y de discapacidad derivada de problemas mentales (Bastidas,
Gutiérrez, Bernal, & Escobar, 2000); además, es uno de los síndromes geriátricos más
frecuentes e incapacitantes (Ayuso, 2008; Serrano, 2001), el cual, en muchas ocasiones, no
se descubre y, por consiguiente, no se trata. Entre las causas que dificultan la detección
están los prejuicios negativos relacionados con la vejez y el envejecimiento, los cuales
presuponen que envejecer es sinónimo de depresión, deterioro, desnutrición, aislamiento e
inmovilidad (Ayuso, 2008).

Bruce y Leaf (1989), constataron en una muestra de ancianos en la comunidad que las
probabilidades de muerte en sujetos con trastornos del estado de ánimo, eran cuatro veces
mayores que en el resto de la muestra. Por otro lado, parece evidente que los ancianos
tienden a manifestar la sintomatología depresiva al médico en menor medida que los
adultos jóvenes (Harper, Kotik-Harper, & Kirby, 1990). Los síntomas psicológicos y
emocionales son los más infracomunicados, al contrario de los somáticos y
neurovegetativos (Lyness, Cox, Curry, Conwell, & King, 1995).

Diversos estudios epidemiológicos han intentado diferenciar las tasas de prevalencia en


la comunidad según los diferentes subtipos de diagnóstico de depresión. Es posible
observar algunas variaciones según el lugar de origen, la escala utilizada y la definición de
la población operativa al considerar la edad de corte. La prevalencia de trastorno depresivo
mayor se sitúa entre el 1 y 6 %, la distimia depresiva entre el 3 y 20 %, los trastornos
adaptativos aparecen hasta en el 30 % de los ancianos y los trastornos mixtos ansiedad-
depresión pueden llegar hasta casi el 13 %. Los estudios comunitarios establecen, por
término medio, una prevalencia del 10 % de depresión de ancianos que viven en la
comunidad y aunque los resultados presentan una cierta variabilidad según el lugar, la
definición poblacional operativa al considerar la edad de corte y la escala utilizada ha de
tenerse en cuenta la existencia de un factor que puede incrementar estas tasas. Este no es
otro que la exclusión, con frecuencia, en estudios epidemiológicos de pacientes con
trastornos cognitivos. Estos pacientes, como es sabido, presentan alteraciones afectivas en
un porcentaje muy elevado de casos. (Katona, & Watkin, 1995).

La institucionalización en residencias se asocia a factores que favorecen la aparición de


cuadros o síntomas depresivos y que pueden dan lugar a un aumento de la prevalencia de
este proceso (Monforte, Fernández, Díez, Toranzo, Jiménez, & Franco, 1988). Sentimientos
de abandono en la residencia, dificultades económicas o limitación de la posibilidad de uso
del dinero, aislamiento o alejamiento de la red socio familiar habitual, cambios
significativos en el estilo de vida con incremento del grado de estrés, adaptación a un
reglamento, normas que pueden condicionar intimidad y autonomía, originando
sentimientos de minusvalía, pérdida de libertad o bajo nivel de satisfacción. Junto a ello,
falta de objetivos vitales, aumento de la autopercepción de enfermedad y ansiedad ante la
muerte, la existencia de enfermedades crónicas que precipitan el ingreso en la residencia, a
veces, el fallecimiento del cónyuge y la carga valorativa de carácter negativo que implica el
ingreso en una residencia. (Rojano, Calcedo, Losantos, et al. 1992; Ames, 1991).

Así tanto para población anciana en la comunidad como para la que habita en
residencias, también hay disparidad en cuanto a cifras de prevalencia de depresión entre
ancianos hospitalizados. Es clásico citar el estudio de Koenig, George, Peterson, & Pieper,
(1997), en el que haya una prevalencia de alteraciones depresivas mayores en el 10-21 % de
los pacientes hospitalizados. La prevalencia de depresión menor en este mismo estudio se
sitúa en el 14-25 %. Todo ello, en función del criterio escogido para interpretar los
resultados de la aplicación del instrumento usado, National Institute of Mental Health
Diagnostic Interview Schedule (DIS).

Adicionalmente, es conocido que dentro del proceso de institucionalización surgen


algunas características negativas de las organizaciones de internación como son el cambio
de contexto para el adulto mayor, dejando de obtener reconocimiento por parte de los
vecinos, familiares y amigos; el sentimiento de carga e inutilidad; el desarraigo, generando
expectativas básicas que no son colmadas; el aislamiento con el medio, el maltrato, entre
otras (Cerquera, 2008; Minor & Kaemppffmam, 2006; citado en Estrada, Cardona, Segura,
et. al. 2013).

Igualmente, ha sido reportado que en los adultos mayores que viven en residencias, las
condiciones de vida y la falta de contacto social se han asociado con síntomas depresivos
(Santos et al., 2010; citado en Estrada, Cardona, Segura, et. al. 2013). Además, los estudios
de Pérez y Arcia (2008; citado en Estrada, Cardona, Segura, et al. 2013) han reportado
asociación entre viudez con una mayor probabilidad de síntomas depresivos, al igual que el
estado de salud física, el desarrollo de actividades de la vida diaria y la autonomía de los
adultos mayores.

La soledad en la vejez, puede ser un factor de riesgo de serios problemas de salud mental
como la depresión (Adams, Sanders, & Auth, 2004). Existen algunos estudios que han
encontrado asociaciones significativas entre la soledad y la depresión (Cacioppo,Hughes,
Waite, Hawkley, Thisted, 2006; Pirkko, Niina, Reij, Timo, & Kaisu, 2006); sin embargo,
autores como Theeke (2009), consideran que la soledad es un constructo psicológico
separado de la depresión. En una investigación con jubilados se halló que no todos los que
se sienten solos se deprimen, y que la soledad no es un componente necesario de la
depresión, pero sí se puede concluir que la soledad es un factor potencial de riesgo para la
depresión (Adams, Sanders, & Auth, 2004). Paúl, Hayes, & Ebrahim, (2006), encontraron
que los adultos mayores con enfermedades depresivas presentaban mayor número de
enfermedades físicas que los mentalmente sanos, pero no es claro si la enfermedad física
era la causa o la consecuencia de los trastornos mentales y que quienes reportaban mayores
niveles de soledad fueran quienes no tenían pareja, lo que sugiere que sólo una estrecha
relación íntima puede amortiguar la soledad y la depresión. Cacioppo, et al. (2006), afirman
que la soledad y la sintomatología depresiva pueden tener un efecto sinérgico en la
disminución del bienestar en los adultos de mediana edad y mayores.

La llamada depresión vascular es un tema controvertido; aparece por lesiones vasculares


cerebrales. Su clínica de presentación puede ser diferente, con un enlentecimiento en las
funciones motoras y una disminución de interés por las actividades, alteración de la
fluencia verbal, menor capacidad ejecutiva con alteración en la capacidad de iniciación, no
se suele asociar a síntomas psicóticos, tiene menor agregación familiar y más anhedonia y
un mayor grado de alteración funcional comparada con la depresión no vascular. (Jiménez,
Gálvez, & Esteban, 2006).

Sea el origen del daño orgánico una alteración vascular o cualquier otra noxa por definir,
sí parece que hay acuerdo en considerar que la depresión en los ancianos frecuentemente se
asocia a un subtipo de disfunción cognitiva, una disfunción más subcortical que cortical. En
un porcentaje de ellos, no bien definidos clínicamente, la disfunción cognitiva persistirá
pudiendo reflejar en este caso, una lesión cerebral subclínica. En este subgrupo sería en el
que la demencia acaba apareciendo. Globalmente, todos estos hallazgos apoyan la hipótesis
de la existencia de un sustrato común para el deterioro cognitivo y la depresión más que
una relación de causalidad de cualquiera de ellos sobre el otro. (Sánchez, 1999).

Existe, por otra parte, una relación estrecha entre la depresión y otras enfermedades
somáticas. Esta asociación, en algún caso causal las depresiones orgánicas verdaderas o
más a menudo indirecta donde la enfermedad somática podría actuar como un factor
depresógeno, es una fuente de dificultades a distintos niveles. En cuanto a la clínica, al
igual que en otras enfermedades psiquiátricas esquizofrenia, neurosis de ansiedad, histeria,
los ancianos tienen a veces una cierta atenuación de los síntomas, con mayor frecuencia de
formas paucisintomáticas, tórpidas es decir escasos síntomas o afección que no tiende ni a
mejorar ni a agravarse, hacen referencia a síntomas; que con frecuencia pasan inadvertidas
o son banalizadas, pero que pese a su apariencia, alteran globalmente los recursos
adaptativos y la calidad de vida de estas personas, además de comportar como todos los
trastornos depresivos en los ancianos un notable riesgo suicida. (Cárdenas, & Suárez,
2010).

La depresión geriátrica es problema importante de salud pública y tiene un efecto


impactante en la salud cuando presenta comorbilidad con una afección médica crónica. La
hipertensión, la enfermedad coronaria y la diabetes acompañan una alta incidencia de
depresión y pueden afectar el tratamiento y el pronóstico. La depresión es un factor de
riesgo altamente prevalente para este tipo de incidentes; está asociada con la morbilidad y
mortalidad de enfermedades cardiovasculares. (Zhang, et. al. 2017).

A la vez, los adultos mayores concentran el grupo con más limitaciones funcionales que
afectan la independencia personal en el diario vivir, requiriendo una valoración geriátrica
integral y asistencia especial; además, se incrementa el número de individuos con trastornos
mentales, cognitivos del comportamiento, lo que hace más difícil el cuidado a largo plazo
(Hirschfeld & Lindsey, 2002; citado en Estrada, Cardona, Segura, et. al. 2013).

Los cambios que caracterizan al envejecimiento incrementan los problemas de salud y el


deterioro de algunas capacidades físicas, que a su vez generan cambios biológicos y
psicosociales que contribuyen al desarrollo de la depresión (Torres, 2013; Valera, 2011,
citado en Vilchez, 2017). Así, la depresión junto a la demencia, son trastornos neuro
psiquiátricos deletéreos frecuentes que disminuyen la calidad de vida, generan deterioro
funcional, social y familiar, además de un mayor uso de los servicios sociosanitarios y altos
índices de mortalidad (O.M.S.2016; Gao, Huang, Zha, et al. 2013; citado en Vilchez, 2017).

La depresión es un trastorno que se caracteriza por apatía y pensamiento lento, que


puede acompañarse de síntomas de retraso psicomotor, y que incluyen la pérdida de interés
por realizar actividades habituales. Junto con el envejecimiento, las funciones fisiológicas y
psicológicas de los adultos mayores tienden a debilitarse; en particular, los órganos
sensoriales y el sistema nervioso involucrados en actividades psicológicas las cuales
experimentan cambios degenerativos. (Zhang, Chen, Ma, 2017).

Salvarezza, (2009) hace referencia a los rasgos sobresalientes de la personalidad, entre


ellos el pesimismo, el temor y el humor triste, los cuales configuran las características de
los síntomas depresivos. De ahí es importante destacar la preocupación por el
funcionamiento del cuerpo como una forma del temor a las enfermedades y que luego dará
lugar a las manifestaciones hipocondriacas. Esta estructura deriva una serie de factores de
diversa índole que serán de difícil manejo por el adulto mayor, puesto que sus conductas
defensivas carecen de la plasticidad suficiente como para hacer frente a situaciones que
requieren una adaptación más o menos rápida y ajustada. Esta característica principal
asociada a las agresiones patógenas, tóxicas, traumáticas o nutricias favorece la presencia
de sentimientos negativos que, al no ser tratados, se constituyen en “agente patógeno” en sí
mismo relacionado con “un cuerpo viejo y poco funcional” por ejemplo, dolores reumáticos
tomados como imposibilidad de desplazamiento, olvidos como señal de senilidad y/o
demencia, entre otros.

Un alto porcentaje de pacientes deprimidos revelan alteraciones cognitivas (disminución


de memoria, alteraciones de la concentración, diminución de atención) aunque el
rendimiento puede ser, en apariencia normal. Esto hace que la depresión se presente en
ancianos, a veces, como síntomas difícilmente distinguibles de la demencia. De otro lado,
las demencias, tanto de inicio como avanzadas, pueden cursar de forma que los síntomas de
predominio sean típicamente depresivos. Para complicar más las cosas, no se ha de olvidar
que la mayoría de los ancianos pueden desarrollar cierto grado de deterioro intelectual sin
necesidad de padecer demencia o depresión (Menchón, Crespo, & Antón, (2001; citado en:
López, s.f.).

Las alteraciones cognitivas descritas en ancianos deprimidos han sido trastornos de la


atención, la concentración, del aprendizaje y, sobre todo, de la memoria. En general, se
acepta que las alteraciones cognitivas en ancianos deprimidos remite, de forma
significativa, tras tratamiento con antidepresivos. No obstante, Según López, (s.f.) la
aparición de alteraciones cognitivas se asocia a mal pronóstico por recurrencia de la
depresión. Aunque la remisión de síntomas cognitivos es significativa no en todos los casos
es completa. Ello ha llevado a suponer que en pacientes de edad avanzada pueden coexistir
factores orgánicos que interfieran en la capacidad de recuperación. Estos factores orgánicos
estarían en relación, entre otras causas, con lesiones vasculares que interfieran la capacidad
de recuperación. Estaríamos ante uno de los casos encuadrables en la "depresión vascular"
antes referida.

En el curso de la depresión, los síntomas cognitivos son muy prominentes planteando


problemas de diagnóstico diferencial con la depresión. En estos casos se ha hablado
clásicamente de pseudodemencia depresiva (término actualmente en desuso). Datos como
la rápida evolución de los síntomas (rápida instauración del cuadro), aparición de
disminución del nivel de interés por las cosas antes de que hayan aparecido alteraciones de
la cognición, la conciencia y elaboración de quejas sobre los problemas amnésicos frente a
la anosognosia propia del demente, antecedentes personales de depresión, preocupación del
paciente por su estado, frecuentes respuestas del tipo "no lo sé" y, en general, buena
respuesta a antidepresivos nos orientan a diferenciar la pseudodemencia de origen
depresivo de la demencia verdadera. (López, s.f.).

La depresión es el trastorno afectivo más frecuente en el anciano y una de las principales


consultas médicas, aun cuando su presencia puede pasar desapercibida; el ánimo triste no
forma parte del envejecimiento normal y no es un acompañamiento natural e inevitable del
declive de la actitud social. La depresión disminuye de forma sustancial la calidad de vida
del anciano y puede abocar en discapacidad. Parece claro que un deterioro en la salud
abogue hacia un ánimo deprimido, pero no se admite tanto que los síntomas depresivos
complican el tratamiento de las enfermedades físicas y aumentan el riesgo de presentar
nuevas enfermedades. Por todo esto, el diagnóstico y el tratamiento de la depresión es de
vital importancia en el anciano. (Blazer, 2003).

La depresión es un proceso multifactorial y complejo cuya probabilidad de desarrollo


depende de un amplio grupo de factores de riesgo, sin que hasta el momento haya sido
posible establecer su totalidad ni las múltiples interacciones existentes entre ellos. Se
desconoce el peso de cada uno de ellos en relación a las circunstancias y al momento de la
vida en que se desarrolla (Butler, Carney, Cipriani, Geddes, Hatcher, Price, et al. 2006). La
investigación de los factores de riesgo de la depresión cuenta con algunas limitaciones:
primero, es difícil establecer diferencias entre los factores que influyen en el inicio y/o el
mantenimiento de la depresión; segundo, muchos de los factores de riesgo interactúan de tal
manera que podrían ser causas o consecuencias de la misma. Además, pocos estudios han
valorado su grado de influencia. (Bellón, Moreno, Torres, Montón, Gómez, Sánchez, et al.
2008). Las variables que incrementan el riesgo de depresión y suicidio se pueden clasificar
en factores personales, sociales, cognitivos, familiares y genéticos.
En la agresión dirigida contra uno mismo se encuentran comprendidos los
comportamientos suicidas y las autolesiones (Cifuentes, 2012). El suicidio es definido
como el acto de quitarse la vida con intencionalidad y conocimiento de su letalidad (García,
Montoya, López, López, Montoya, Arango, et al. 2011; Palacio, García, Diago, Zapata,
Ortiz, López, et al. 2005), este es el resultado de la interacción entre factores biológicos,
genéticos, psicológicos, sociales y ambientales (Ribot, Romero, Ramos, & González, 2012;
Nazarzadeh, Bidel, Ayubi, Asadollahi, Carson, & Sayehmiri, 2013). Como otros
componentes del comportamiento suicida se encuentran los intentos suicidas, los cuales se
definen como los actos que provocan daño físico, que no son letales, pero requieren
atención médica, en los cuales el objetivo buscado es un resultado fatal. (Valencia, Campo,
Borrero, García, Patiño, 2011).

Para Shen, Avivi, & Todaro, et al. (2008), la asociación entre presentar depresión y un
incremento de riesgo de defunción se ha establecido firmemente, tanto en estudios que
incluyen una muestra clínica como en los del ámbito comunitario, hecho que, además, se ha
comprobado es mas intenso entre los varones. Comparado con la depresión, existe un
número muy limitado de trabajos que analicen la relación entre ansiedad y mortalidad. Al
mismo tiempo, la ocurrencia conjunta de depresión y ansiedad generalizada se ha mostrado
como una forma psicopatológica de mayor gravedad y cronicidad que la presencia
individual de alguna de las dos, e incluso se ha llegado a considerar que la depresión, el
trastorno de ansiedad generalizada (TAG) y el trastorno mixto depresión-TAG representan
un mismo problema clínico con diferentes grados de gravedad o que están en diferentes
estadios de desarrollo.

Así, el TAG frecuentemente progresaría hacia la depresión, manteniendo o no la


sintomatología ansiosa. El Amsterdam Study of the Elderly (AMSTEL) ha estudiado estas
cuestiones sobre una muestra de 3.790 personas, casi todas las personas con edades
comprendidas entre los 65 y los 84 años vivían en Ámsterdam, una vez excluidas las
personas con trastornos orgánicos. El diagnóstico de los 3 trastornos clínicos mencionados
se realizo´ acorde con el sistema GMS-AGECAT; también se efectuó un registro de
fallecimientos durante un período de seguimiento de 10 años. Se determinó un riesgo de
mortalidad para cada uno de los 3 trastornos tras ajustar el efecto de variables
sociodemográficas, enfermedad física, dependencia funcional y vulnerabilidad social.
(Shen, Avivi, & Todaro, et al. 2008)

Los resultados muestran que ni el TAG ni el trastorno mixto depresión-ansiedad


implican un aumento significativo de la mortalidad, mientras que en personas con
depresión sí existiría un exceso significativo de mortalidad para los varones, con una razón
de riesgo de 1,44 (IC del 95%, 1,09–1,89), pero no así para las mujeres, 1,04 (IC del 95%,
0,87–1,24). De esta forma, no se contrasta que exista una asociación entre presentar un
trastorno de ansiedad generalizada o trastorno mixto ansiedad-depresión y mortalidad. Los
investigadores Shen, Avivi, & Todaro, et al. (2008), apuntan la posibilidad de que presentar
síntomas de ansiedad pueda conllevar más atención médica y una mayor facilidad para que
se les practiquen pruebas diagnósticas específicas, incluso en presencia de síntomas físicos
o enfermedades menores, especialmente de tipo cardiovascular. En síntesis, las personas
mayores con TAG buscarían ayuda médica para las enfermedades antes que otros grupos de
personas mayores.

Se han identificado una serie de factores que predisponen la conducta suicida y que son
conocidos como factores de riesgo suicida. Para Blumenthal (1998; citado en: Pérez, Ros,
Pablos, & Calás, 1997). hay que considerar 5 grupos de dichos factores:

1. Factores biológicos: disminución de la serotonina en el líquido cefalorraquídeo.


2. Trastornos psiquiátricos: incluye trastornos afectivos, alcoholismo y esquizofrenia,
entre otros.
3. Antecedentes familiares: presencia de familiares con intentos suicidas, suicidios,
etcétera.
4. Rasgos de personalidad premórbida: resalta los trastornos de personalidad antisocial
o limítrofe.
5. Factores psicosociales y enfermedades médicas: incluye duelo reciente, divorcio,
vida familiar crítica, jubilación, viudez reciente, enfermedades tales como epilepsia,
cáncer, úlcera gastroduodenal, esclerosis múltiple, SIDA, etcétera.
Casi todos los autores coinciden en que el suicidio y sus variantes son el resultado de
una compleja interacción de factores biológicos, genéticos, psicológicos, sociológicos,
culturales y ambientales. El relacionar la edad avanzada como factor de riesgo favorecedor
del suicidio se basa en que, desde el punto de vista psíquico, el proceso de envejecimiento
se caracteriza por los siguientes hechos fundamentales: Según Agüera, (2009; citado en:
Ribot, Romero, Ramos, & González, 2012 ).

• Las transformaciones corporales, tanto anatómicas como funcionales. La vivencia


corporal cobra en el anciano una importancia singular. El cuerpo joven, sano funcional
no se percibe conscientemente. Para muchos ancianos, el cuerpo "se nota todo el
tiempo", es percibido con una mayor frecuencia y generalmente con una connotación
negativa.
• Un aumento de la interioridad, o desapego psicológico, pasando a ocupar los elementos
del exterior un lugar progresivamente menor. Los vínculos con figuras y
acontecimientos externos a la persona se hacen menos frecuentes, aunque tienden a ser
en consecuencia, más valorados.
• Una menor capacidad de adaptación al estrés y situaciones nuevas, con una mayor
tendencia a la autoprotección y a la evitación.
• Un empobrecimiento del tejido relacional y social en el que se mueve el anciano, por
pérdida de sus pares y el frecuente rechazo del entorno.

La mayoría de actos de autolesiones deliberadas en ancianos tiene una elevada


intencionalidad suicida. En países desarrollados, el método más frecuente de suicidio en
ancianos es mediante una sobredosis con hipnóticos, analgésicos y antidepresivos. En
general, los hombres ancianos usan métodos más violentos que las mujeres, lo que puede
ser una de las causas de las diferentes tasas entre ambos sexos. Las armas de fuego son el
método más utilizado en EE.UU. La sobredosis farmacológica (más frecuente en mujeres) y
el ahorcamiento (más frecuente en hombres) son los métodos más utilizados en el Reino
Unido, siendo el paracetamol, la combinación de analgésicos y los antidepresivos las tres
clases de fármacos más frecuentes implicados actualmente. (Harwood, 2010; citado en:
Ribot, Romero, Ramos, & González, 2012 ).
La consumación de actos autolíticos en esta población alcanza la mayor proporción de
casos con respecto a otros grupos etáreos. El suicidio aparece enfocado en esta población
dirigido bajo un prisma multifactorial, fundamentado de elementos previos y manifestados
por el afectado de modo deliberado y externo. (Moreno, 2012).

La depresión se reconoce como la patología que con mayor frecuencia se asocia a la


conducta suicida. La gravedad de esta relación estriba no sólo en el poder incapacitante de
la depresión, sino también en lo poco que se diagnostica en los ancianos. Algunos datos
epidemiológicos Según Zarragoitía, (2010) revelan que los trastornos depresivos en la
tercera edad afectan a:
• 10% de los que viven en la comunidad.
• 15-35% de los que viven en residencias.
• 10-20 % de los hospitalizados.
• 40% de los que padecen trastornos somáticos y llevan tratamiento por ello.

Dentro de los diferentes trastornos depresivos, el riesgo de suicidio aumenta de manera


particularmente alarmante en presencia de depresión mayor. Diversas investigaciones
señalan que aumenta hasta en veinte veces el riesgo de cometer suicidio y que
aproximadamente 15% de los pacientes diagnosticados con depresión mayor, se suicidan.
En ancianos, esto se ve agravado por la existencia de otros factores que favorecen el suicido
como las comorbilidades clínicas y el aislamiento social (Dolder, Nelson, & Stump, 2010).
Otros factores de riesgo relacionados con la depresión y la conducta suicida en la tercera
edad según Zarragoitía, (2010) son:

A) Factores predisponentes: Estructura de la personalidad: dependientes, pasivo-


agresivos, obsesivos.
- Aprendizaje de respuestas en situaciones de tensión.
- Predisposiciones biológicas (genéticas, neurofisiológicas y neurobioquímicas).
B) Factores contribuyentes: socioeconómicos, dinámica familiar, grado de escolaridad,
actividades laborales y de recreación, pertenencia a un grupo étnico específico, formas de
violencia y maltrato, jubilación, comorbilidad orgánica y mental.

C) Factores desencadenantes: crisis propias de la edad, abandono, aislamiento, violencia,


muerte de familiares y allegados, pérdidas económicas, agudización de síntomas de
enfermedades crónicas o cronificación de enfermedades, discapacidades y
disfuncionabilidad, dependencia.

La depresión establece entre las quejas de tipo psicológico y mentales la


disfuncionalidad mental que prepara o regenta al anciano a un estado disfórico, dicho
síndrome permite que la unión global de este se ensombrezca, la rutina diaria carece de
objetivo siendo disminuida, día a día por este déficit y carencia de sentimiento positivo, el
anciano se considera inútil, caduco, un ser que espera el momento de la muerte, el ansiado
y deseado momento que no llega. Los importantes síntomas depresivos subyacentes son
inducidos junto a enfermedades médicas, el curso de las manifestaciones aumenta siendo
del mismo modo adecentado por las carencias sociales del anciano en situaciones tales
como la institucionalización, aislamiento social, duelo, insuficientes visitas familiares,
escasos lazos sociales y el consecuente fracaso interpersonal. Los trastornos crónicos o
invalidantes o enfermedades médicas sostienen el estado depresivo del paciente. (Ribot,
Romero, Ramos, & González, 2012).

La sintomatología sucesiva del anciano tendente al suicidio presenta


normalmente desesperanza, insomnio, angustia, irritabilidad, incomunicación, pasividad,
apatía, desinterés, estado de tensión, agitación constante y sentimientos depresivos.
(Moreno, 2012). Otros elementos clínicos que pueden presentarse en un anciano con riesgo
autolesivo son: somatizaciones, anhedonia, mal humor, disforia, disminución del cuidado
de sí mismo, indecisión e inseguridad ante las tareas, falta de confianza en sí mismo y
pensamientos constantes sobre el suicidio o la muerte. (Zarragoitía, 2010). Como se ha
señalado con anterioridad, el suicidio en los ancianos es un fenómeno altamente complejo
en el que se conjugan factores tanto individuales como familiares y sociales. La frecuente
asociación a trastornos depresivos y la poca frecuencia con que estos se diagnostican,
obligan a revisar detenidamente el tema en la búsqueda de nuevas estrategias de
intervención y promoción de salud.

La prevención de los trastornos depresivos en la vejez supone uno de los mayores retos
del futuro, debido a la alta prevalencia, la elevada carga de morbilidad asociada y el gran
gasto económico generado, tal y como se ha expuesto anteriormente. A pesar de ello, las
investigaciones acerca de la prevención primaria de la depresión en población geriátrica son
exiguas, debido a la dificultad para llevarlas a cabo o porque no se han considerado útiles
(Cuijpers, Smit, Patel, Dias, Li, & Reynolds 2015).

La prevención primaria es esencial porque pretende evitar el comienzo de los síntomas


depresivos y el desarrollo de un trastorno depresivo. Existen tres tipos de prevención
primaria: universal, selectiva o indicada de acuerdo a Almeida, (2014):

1. - Las intervenciones universales se centran en la población en general, resultando


caras y poco efectivas, ya que requieren un grupo de personas muy numeroso para
que la actuación sea efectiva.
2. - La prevención selectiva interviene en aquellas personas vulnerables, es decir, que
presenten ciertos factores de riesgo (p. ej. pacientes con varias enfermedades
crónicas).
3. - La prevención indicada se emplea en la depresión subsindrómica, en la cual la
clínica depresiva no llega a cumplir todos los criterios diagnósticos de la depresión
mayor.

Los estudios centrados en población de riesgo o que presenten ciertos síntomas


depresivos podrían resultar más eficaces y económicos que la prevención universal, ya que
para evitar un sólo caso de depresión se necesita atender a un menor número de personas
(Almeida, 2014). Actuar sobre la población vulnerable para lograr la prevención de
enfermedades ha sido exitoso en diversas áreas médicas, como en el caso de las
enfermedades cardiovasculares. Sin embargo, en el campo de los trastornos afectivos los
estudios sobre prevención selectiva e indicada son escasos, lo que dificulta la selección de
las acciones adecuadas, a pesar de que hayan resultado ser efectivos (Almeida, 2014).
Concretamente, las intervenciones preventivas dirigidas a los adultos mayores que
presentan depresión subsindrómica (es decir, la prevención indicada) podrían tener el
mayor impacto en evitar el desarrollo de la enfermedad (Stahl, Albert, Dew, Lockovich,
Reynolds, 2014).

En la aparición de la depresión convergen diversos factores de riesgo, entre los cuales


algunos no son modificables (sexo, carga genética…), es decir, no se puede actuar sobre
ellos. Sin embargo, existen ciertos determinantes que han resultado ser protectores de la
salud mental, tales como los estilos de afrontamiento activos y la adopción de estilos de
vida saludables (Redondo, Ginés, Diez, Blázquez, 2012; Almeida, 2014), sobre los cuales sí
que se podría incidir.

La adquisición de hábitos de vida saludables supone un factor protector a largo plazo


para la salud mental, ya que se centra en establecer una rutina de conductas saludables
mediante las habilidades de autogestión del paciente. Las intervenciones educativas
centradas en el estilo de vida tienen como objetivo otorgar a los participantes el
conocimiento y las habilidades para mantener una dieta equilibrada y aumentar la actividad
física, incluyendo el abandono de alcohol, tabaco o la higiene del sueño (Stahl, Albert,
Dew, Lockovich, Reynolds, 2014).

Un estudio aleatorizado sobre la prevención indicada de la depresión en el anciano


Realizado por Stahl, et al. (2014), encontraron que la alfabetización sobre la alimentación
saludable era potencialmente efectiva en la protección de sufrir un episodio de depresión
mayor en ancianos con depresión subsindrómica. Entre las personas que recibieron estas
pautas presentaron una menor incidencia de la enfermedad y una disminución del 40-50%
de los síntomas depresivos, así como una mejoría del bienestar, reflejando estos beneficios
durante las primeras seis semanas de intervención y los dos años siguientes.
Respecto a la alimentación, según la Modified My Piramid for Older Adults, INE (2015,
los ancianos necesitan alimentos con mayor contenido de nutrientes, pero de menor índice
calórico. Una adecuada hidratación es fundamental, así como el ejercicio físico. El
incremento del consumo de ciertos alimentos ricos en omega 3, vitamina B y aminoácidos
han sido asociados a un menor riesgo de sufrir depresión, ya que el déficit de omega-3 y de
las vitaminas del grupo B provocan alteraciones en la función neuronal y en algunos
procesos metabólicos del cerebro. Por ello, es importante incluir estos alimentos en la dieta
del anciano como factor protector. La inactividad física y el insomnio han resultado ser
variables predictoras de depresión mayor. De esta forma, aumentar el ejercicio y mantener
una adecuada higiene del sueño se consideran hábitos que mejoran el humor, el estrés y el
funcionamiento cognitivo (Stahl, et al. 2014). Para finalizar, Según el Pacto Europeo para
la Salud Mental de 2008, entre las medidas preventivas de los trastornos mentales
destacaría el fomento de un envejecimiento saludable y activo. Para ello, la promoción de
ejercicio físico, las intervenciones educativas y el fomento de la salud mental entre los
mayores cobran gran relevancia (Redondo, Ginés, Diez, Blázquez, 2012).

El envejecimiento activo es la capacidad de las personas de adaptarse a los cambios que


son parte del envejecimiento. Se envejece activamente en la medida en que se tiene la
fuerza, la energía y los recursos necesarios para adaptarse a los cambios que van ocurriendo
(Sims, Kerse, y Long, 2000; citado en Arechabala, 2007). Los pilares del envejecimiento
activo son: la funcionalidad del adulto mayor y la promoción en salud.

La funcionalidad es la capacidad de cumplir las actividades de la vida diaria, que


permiten a la persona subsistir en forma independiente (Sanhueza, Castro y Merino, 2005),
es decir, incorpora los conceptos de independencia y autonomía, que no son lo mismo: una
persona puede ser independiente, pero no autónoma y viceversa, porque la autonomía tiene
que ver con la capacidad de tomar decisiones, que es muy importante para los objetivos del
modelo de autocuidado, mientras que la independencia tiene que ver con la capacidad para
realizar las actividades de la vida diaria o instrumentales. El principal factor de riesgo
independiente de institucionalización y mortalidad de los adultos mayores es la pérdida de
la funcionalidad (Sims, Kerse y Long, 2000; citado en Arechabala, 2007).
Otro de los pilares importantes en el envejecimiento activo es la promoción en salud, es
decir, de qué manera los profesionales de la salud entregan herramientas a los adultos
mayores para que sean capaces de envejecer activamente. (Arechabala, 2007).

A lo largo de la vida, todas las personas nos enfrentamos a cambios físicos, psíquicos y
sociales, a los cuales debemos adaptarnos. Sin embargo, la senectud se caracteriza por una
disminución de esta habilidad. Durante esta etapa acontecen una serie de estresores entre
los que se encuentran el deterioro físico y psíquico, la presencia de enfermedad, la
discapacidad, el aislamiento y la soledad, la muerte de seres queridos y la
institucionalización, entre otros. En palabras de Redondo et al. (2012), “estos
acontecimientos vitales incrementan el riesgo de padecer una depresión, por lo que suponen
la diana de prevención en las patologías anímicas de los adultos mayores”. La vejez es una
etapa en la que la pérdida se hace evidente. Para sobrellevar esta situación, las estrategias
de afrontamiento que utiliza el individuo cobran gran relevancia.

Las estrategias de afrontamiento son definidas como “procesos cognitivo-conductuales


que van dirigidos a manejar las demandas externas y/o internas que son evaluadas como
excedentes de los recursos del individuo”. La forma de afrontar los acontecimientos vitales
propios de la vejez varía en función de la personalidad de cada persona: pueden suponer
una amenaza, pero también una oportunidad de crecimiento personal. El afrontamiento se
descompone en tres tipos dependiendo de si está dirigido al manejo de pensamientos
afrontamiento cognitivo, la regulación de emociones, afrontamiento emocional o la
realización de comportamientos específicos, afrontamiento conductual. Además, se pueden
emplear estrategias activas adaptativas o pasivas desadaptativas. (Redondo et al.2012).

Para Redondo et al. (2012), “los longevos que emplean estrategias como el
afrontamiento activo, la planificación, la búsqueda de apoyo social instrumental, búsqueda
de apoyo social, emocional, la religión, la reinterpretación positiva, la aceptación y el
humor, presentan puntuaciones más bajas en la Escala de Depresión Geriátrica”. Es decir,
los ancianos que utilizan habilidades de adaptación más activas presentan una menor clínica
depresiva, por lo que se consideran factores protectores de la enfermedad.

Entre las medidas efectivas para dar respuesta a la problemática del aislamiento social y
la soledad (factores de riesgo para el desarrollo de la depresión), la OMS (2015) respalda la
identificación de las personas que se encuentran en riesgo de soledad por parte de los
profesionales sanitarios, el planteamiento de intervenciones de formato grupal, que sean
participativas, con un fondo teórico y que potencien las redes de apoyo disponibles de los
adultos mayores En definitiva, tal y como señala Alexopoulos, profesor e investigador de
psiquiatría de la Universidad de Cornell, “los ancianos vulnerables a sufrir depresión
pueden disminuir el riesgo gracias a las instrucciones en la relación cuerpo-mente,
capacitación en técnicas de relajación, reestructuración cognitiva, entrenamiento en la
solución de problemas y en comunicación, y manejo conductual del insomnio, adecuada
nutrición y ejercicio físico, ya que presentaron mayores tasas de autoeficacia y una
reducción de los síntomas de depresión, ansiedad e insomnio”. (Alexopoulos, 2005).

Desde la perspectiva psicológica, existen multiplicidad de enfoques para abordar la


prevención en población de la tercera edad, por ejemplo, la psicología humanista
existencial, destaca los efectos positivos que tiene este tipo de intervención y la aplicación
de las técnicas inherentes, este enfoque ha buscado ocuparse de las potencialidades
humanas y así lograr un equilibrio en aspectos como relaciones humanas, autoexpresión,
autopercepción y sentido de vida dentro del marco entorno- anciano. (Restrepo, Moncada,
Osorio y Echeverry, 1993).

Las intervenciones con adultos mayores se han realizado apoyados en técnicas, como
las cognitivo – conductuales, entre las cuales fue rastreada la psico-educación, los refuerzos
y el modelado. También, aparecen otras como la reestructuración cognitiva, la
reminiscencia, condicionamiento clásico y operante, aprendizaje social, modelo de
indefensión/ dependencia aprendida, resolución de problemas, escucha clínica, depresión de
Lewinsohn, relajación para la ansiedad, practica o ensayo de habilidades, incitación,
moldeamiento, encadenamiento y desensibilización sistemática. estas, han sido las técnicas
más estudiadas y aceptadas para la población de adultos mayores, lo cual es reportado en
algunas investigaciones en las que se reportan buenos resultados (Vergara y González,
2009).

La Psicoestímulacíón es definida como un método terapéutico que incluye diversas


técnicas de rehabilitación cognitiva que se utilizan con personas que padecen pérdida de
memoria, desorientación espaciotemporal, problemas de atención, alteraciones del lenguaje,
etc. El objetivo general es maximizar las capacidades. (Delgado, 2001). Es decir, se puede
ver una similitud en la definición de los conceptos utilizados ya que estos redundan en un
mejoramiento de la calidad de vida por medio de estrategias o actividades que promuevan
adaptación y competencia social.

En este mismo orden, aparece el arte terapia, técnica que se considera posibilitadora
de conexión con el interior del sí mismo por medio de la creatividad (Zapata, 2016) y
que potencia los recursos psíquicos y el desarrollo integral de las personas para promover la
salud física, cognitiva, social y emocionalmente. (Delgado, 2001).

La técnica grupal, como una estrategia que se suele utilizar con frecuencia en los
procesos de intervención con adultos mayores, como el caso de un estudio dirigido a
implementar un modelo de intervención en habilidades sociales (Holguín et al., 2016), u
otro en el que se hizo un análisis de la efectividad de un programa de tratamiento para la
modificación de las actitudes en personas mayores (Marcilla et al., 2002). En este último
caso, se usó la técnica en actividades de prevención principalmente para brindar elementos
teóricos y prácticos para una mejor calidad de vida.

Se puede resaltar que parece existir un amplio grado de acuerdo en que, con los
ancianos, es preferible utilizar terapia de grupo en vez de individual, esto tiene que ver en
parte con la insuficiencia de terapeutas en el área de la atención clínica al adulto mayor y el
valor que puede tener el grupo para combatir la soledad, considerada como un antecedente
importante de la depresión en la tercera edad. (Vergara y Gonzalez, 2009).
La O.M.S. (2017), ha sugerido estrategias de tratamiento y asistencia a los prestadores
de asistencia sanitaria y la sociedad en su conjunto presten atención a las necesidades
especiales de los grupos de población de edad mayor mediante las medidas siguientes:

• Capacitación de los profesionales sanitarios en la atención de los ancianos;


• prevención y atención de las enfermedades crónicas que acompañan a la vejez,
como los problemas mentales, neurales y por abuso de sustancias psicotrópicas;
• elaboración de políticas sostenibles sobre la asistencia a largo plazo y los cuidados
paliativos;
• creación de servicios y entornos que favorezcan a las personas de edad.

La salud mental de los adultos mayores se puede mejorar mediante la promoción de


hábitos activos y saludables. Ello supone crear condiciones de vida y entornos que
acrecienten el bienestar y propicien que las personas adopten modos de vida sanos e
integrados. La promoción de la salud mental depende en gran medida de estrategias
conducentes a que los ancianos cuenten con los recursos necesarios para satisfacer sus
necesidades básicas, Según la O.M.S. (2017), tales como:

• protección y libertad;
• viviendas adecuadas mediante políticas apropiadas;
• apoyo social a las personas de edad más avanzada y a quienes cuidan de ellas;
• programas sanitarios y sociales dirigidos específicamente a grupos vulnerables
como las personas que viven solas y las que habitan en el medio rural o las aquejadas de
enfermedades mentales o somáticas;
• programas para prevenir y abordar el maltrato de los adultos mayores;
• programas de desarrollo comunitario.

A nivel interventivo recomendado por la O.M.S. (2017), es el reconocimiento y


tratamiento oportunos de los trastornos mentales, neurológicos y por abuso de sustancias
psicotrópicas en los adultos mayores revisten una importancia decisiva. Se recomienda
aplicar intervenciones psicosociales y farmacológicas. No se cuenta hoy por hoy con
medicamentos para curar la demencia, pero es mucho lo que se puede hacer para apoyar y
mejorar la vida de las personas que la padecen, así como a sus cuidadores y familias, como
por ejemplo:

• el diagnóstico temprano para promover el tratamiento oportuno y óptimo;


• la optimización de la salud física y psíquica y el bienestar;
• la identificación y el tratamiento de las enfermedades físicas conexas;
• la detección y el tratamiento de síntomas comportamentales y psíquicos difíciles; y
• el suministro de información y apoyo prolongado a los cuidadores.

Una buena asistencia sanitaria y social en general es importante para mejorar la salud,
prevenir enfermedades y tratar los padecimientos crónicos de las personas mayores. Por lo
tanto, es importante capacitar a todo el personal sanitario que debe enfrentarse con los
problemas y trastornos relacionados con la vejez. Para ello es imprescindible proporcionar
a los adultos mayores una atención de salud mental eficaz en el nivel comunitario. La
misma importancia tiene poner de relieve la asistencia prolongada de los adultos mayores
aquejados de trastornos mentales, así como dar formación, capacitación y apoyo a quienes
los atienden. Es imprescindible contar con un marco legislativo apropiado, basado en las
normas internacionales sobre derechos humanos, para ofrecer los servicios de la mejor
calidad a las personas con enfermedades mentales y a quienes cuidan de ellas. (O.M.S,
2017).

La literatura recomienda una serie de acciones específicas a desarrollar en el área de


salud que se traducen en formas de promoción de salud y que, por lo tanto, contribuyen a
una disminución de los actos autoquíricos en los adultos mayores. Según Vega, et. al.
(2008; Citado en: Ribot, Romero, Ramos, & González, 2012).

Las más conocidas son:


• Constituir agrupaciones de adultos mayores en el ámbito comunitario.
• Ofrecer asesoramiento personal.
• Fomentar la responsabilidad individual en el cuidado de la propia salud.
• Educar y capacitar a la población con respecto al proceso de envejecimiento.
• Organizar actividades culturales y recreativas en la comunidad para rescatar sus
tradiciones, juegos y bailes, acorde con las necesidades de la población anciana.
• Realizar clases grupales y charlas educativas sobre temas relacionados con el
envejecimiento saludable.
• Realizar acciones de educación y difusión sobre preparación para la vejez que
incluyan autocuidado, autoestima y respeto a la dignidad humana.
• Utilizar la experiencia de los adultos mayores en actividades educativas en escuelas
primarias, secundarias, así como en grupos y casas de cultura.

Todas estas acciones, sumadas a una temprana identificación y abordaje de los factores
de riesgo por parte del personal sanitario, pueden derivar a una reducción de la conducta
suicida entre la población anciana.

CONCLUSIONES

La vejez es una etapa caracterizada por una serie de acontecimientos vitales que pueden
ocasionar el desarrollo de trastornos afectivos mixtos; como ansiedad y depresión;
fenómenos que inciden de forma negativa en la vida de las personas, gestando aislamiento
social, soledad, dependencia a los narcóticos, píldoras, obesidad, sedentarismo, consumo de
alcohol, tabaco, entre otros. Eventos desencadenados en parte, por situaciones de pérdida de
seres queridos, abandono, maltrato, cambios de domicilio, hospitalización,
institucionalización, jubilación, insomnio, etc. Estos son solo algunos factores que
incrementan el riesgo de padecer algún tipo de síndrome ansioso, depresión, suicidio,
vulnerando a la persona de la tercera edad frente a las enfermedades psicosomáticas e
incluso la muerte.

Las manifestaciones de ansiedad son frecuentes entre las personas mayores y pueden ser
disruptivas en la vida cotidiana, para considerarlas un problema clínicamente significativo.
Ha sido asociado a un número significativo de consecuencias negativas, tales como
incremento de la discapacidad, disminución de la sensación de bienestar, satisfacción con la
vida, aumento de la mortalidad, alto riesgo de enfermedad coronaria en varones, así como
suele suponer una utilización reiterada y excesiva de servicios de salud. Además, se ha
evidenciado que la ansiedad cuando no se trata tiende a hacerse crónica.

La ansiedad en las personas mayores como fenómeno psicopatológico ha sido menos


investigado que otras formas de psicopatología, lo cual no deja de ser sorprendente ya que
es tan común como la depresión, si bien es, en parte, comprensible ya que la búsqueda de
tratamiento por esta cuestión es prácticamente insignificante entre las personas mayores.
El envejecimiento es inherente a cambios fisiológicos en cada ser humano, impactando
en multiplicidad y diversidad de patologías de manera individual. En ocasiones los cambios
cognitivos negativos están asociados a estados depresivos, una carente nutrición,
sedentarismo, déficit en redes sociales y familiares, problemas cognitivos, control
inadecuado de enfermedades crónicas, nivel de escolaridad, estatus social, genero, factores
de estrés crónico, entre otros.

La institucionalización está relacionada negativamente con la depresión, deterioro


cognitivo y suicidio. Ante este fenómeno, los centros deben establecer como objetivo
asistencial, intervenciones en la acogida del adulto mayor para el mejoramiento sustancial
de la calidad de vida, que disminuya el impacto que pueda suponer el ingreso y la
permanencia. A la vez, los adultos mayores concentran el grupo con más limitaciones
funcionales que afectan la independencia personal en el diario vivir, requiriendo una
valoración geriátrica integral y asistencia especial; pese al incremento del número de
individuos con trastornos mentales, cognitivos del comportamiento, lo que dificulta el
cuidado a largo plazo.

La conducta suicida en el anciano está asociada a rasgos distintivos atribuidos a la


disminución de intentos suicidas en comparación a los jóvenes, la utilización de métodos
letales y el reflejo de carentes señales de aviso, complicando la detección temprana. El
principal factor de riesgo lo constituye la depresión, asociada o no a otros factores como
enfermedades invalidantes, pérdidas sociales, familiares y personales entre otros. Es
imperativo que la persona de la tercera edad adapte a diversas situaciones mediante
mecanismos de afrontamiento desde la terapéutica institucional y psicológica.
Concretamente, el adulto mayor que emplea estrategias de afrontamiento activas, entre
las que se encuentran la planificación, la búsqueda de apoyo social instrumental, búsqueda
de apoyo emocional, la religión, la reinterpretación positiva, la aceptación y el humor,
podrían disminuir el riesgo de sufrir depresión. La incorporación a la familia y la
comunidad como individuos activos y participativos, constituye un importante factor
protector contra la depresión y la conducta suicida.

De esta manera el envejecimiento activo incentiva la funcionalidad del adulto mayor y la


promoción en salud. Así adoptar un estilo de vida saludable ha resultado una variable
protectora de la salud mental en el anciano, además de la adquisición de hábitos como una
alimentación saludable, la práctica de actividad física, el abandono del alcohol, tabaco y un
adecuado patrón del sueño podrían mejorar la salud física, interviniendo de manera
saludable el envejecimiento cerebral senil, al fomentar estas prácticas.

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