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DIARIO 1 (1953-1956)

Sí la publicación de Ferdydurke en 1938 causó sensación en los


círculos literarios de Polonia, el silencio en los años sucesivos de
WITOLD GOMBROWICZ -motivado por la precariedad de su
existencia a partir del momento en que la ocupación de su país le
condujo al destierro- pudo hacer pensar que con aquella obra había
quedado zanjada su carrera de escritor. Sin embargo, la traducción de
esa obra al castellano, emprendida en Argentina con la ayuda de un
grupo de amigos, fue precisamente la tarea que marcó el regreso de este
gran creador a la literatura. En los años siguientes, Gombrowicz
continuaría escribiendo en la medida en que se lo permitía su trabajo
rutinario en el Banco Polaco de Buenos Aires. La relación establecida
con 'Kultura', la revista de los emigrados polacos en París, daría como
fruto, a partir de 1953 y hasta su muerte, la publicación de su DIARIO,
cuya edición se inicia con este primer volumen y que abarca el período
de 1953 a 1956.
Título Original: Dziennik 1953-1956
Traductor: Zaboklicka, Bozena y Miravitlles, Francesc
©1953, Gombrowicz, Witol
©1988, Alianza Editorial
Colección: Alianza Tres
ISBN: 9788420638843
Generado con: QualityEbook v0.84
Witold Gombrowicz
Diario, 1(1953 − 1956)

VERSIÓN española de Bozena Zaboklicka y Francese Miravitlles


Presentación por
Bozena Zaboklicka y Francesc Miravitlles
Alianza Editorial
Título original: Dziennik 1953 − 1956

© Rita Gombrowicz
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A, Madrid, 1988
ISBN: 84 − 206 − 3884 − 6 (O. Completa)
ISBN: 84 − 206 − 3229 − 5 (Tomo 1)
Depósito legal: M. 40.955 − 1988
Presentación

«LOS tres volúmenes del Diario de Witold Gombrowicz no recuerdan en


nada a los estereotipados diarios de escritor, es decir, a las obras que
desempeñan el papel de crónica de los acontecimientos de la vida de un
artista, de dietario intelectual o bien de autocomentario de la propia
creación. El Diario de Witold Gombrowicz es una obra literaria en el pleno
sentido del término, y por lo demás, una obra literaria célebre, considerada
por muchos expertos como el máximo logro creativo de su autor.
»Al haber sido creado en el espacio de dieciséis años, el Diario
constituye naturalmente un documento de la vida y la evolución de las ideas
de Gombrowicz, lleva el sello del paso del tiempo. Pero a la vez es una obra
construida conscientemente; cada uno de sus capítulos constituye un todo
elaborado primero para su publicación en una revista mensual, y
modificado o reconstruido posteriormente de tal modo que se convierte en
un elemento de la composición del tomo. Así, el Diario no es una relación
caótica de los acontecimientos de la vida del autor, sino un intento de
autocrearse, de modelar el propio personaje y la propia biografía para uso
del lector. Obviamente, en algún lugar en la base de esta construcción
hallaremos hechos de la vida del autor, que se relatan más o menos
detalladamente; pero al mismo tiempo aparecen en igualdad de condiciones
fragmentos con carácter de ensayo filosófico, polémicas encendidas, partes
líricas, bromas grotescas y estilizaciones, y también abiertamente ficción
literaria. El Diario constituye, por lo tanto, una sinfonía de muchas
tonalidades distintas que sólo unidas en un conjunto armónico producen el
efecto artístico perseguido.
»El tema fundamental del Diario es obviamente el mismo Gombrowicz.
No en vano el ciclo de estos apuntes comienza con cuatro “Yo”. No se trata
de una manifestación de egotismo, es más bien la determinación del
principal problema que tiene que resolver el autor. Porque, en efecto, ¿quién
es? Un hombre corriente que, situado en un lugar del mundo, se ocupa de
sus insignificantes asuntos. Miembro de un círculo social en el que desea
brillar y dominar sobre los demás. Miembro de una comunidad nacional,
que carga con una tradición y unos deberes, unido a ciertos contenidos,
símbolos y, cómo no, a una lengua. Un escritor, un artista, es decir, un ser
extraño, expulsado de la multitud, marcado por la genialidad, pero también
un ser afectado de delirios de grandeza, susceptible, que lucha con la pluma
por sus propias cuestiones personales al igual que por los problemas
universales del mundo. Un Ego filosofante que desea determinar su lugar
dentro del cosmos de seres, valores, otros “yo”, sistemas filosóficos e
ideológicos ya existentes. Un ser físico sumergido en el mundo de las cosas,
que sufre dolor y vive pasiones. ¿Qué más? También un “narrador de su
propia historia”, un “yo escribiente” que en forma literaria intenta dar
cuenta de su propia volubilidad, versatilidad y, al mismo tiempo, pronunciar
sobre sí mismo y sobre el mundo unas cuantas verdades que podrían ser
imperecederas.
»El efecto de esta variedad de yoes que se expresan en el Diario es una
extraordinaria riqueza de tonos y estilos del habla. El autor parece estar
probando todas las encarnaciones posibles, al tiempo que ataca
continuamente a todos y a todo; es como si sólo combatiendo a los demás le
fuera posible conseguir una forma definida. Es así que ataca
apasionadamente la forma polaca y los estereotipos nacionales en la medida
en que contribuyen al aplastamiento de la individualidad; ataca las doctrinas
filosóficas y políticas (tanto más cuanto más le fascinan); presenta a
menudo despiadadas críticas de sus colegas escritores, discute con los
críticos, se irrita con los “articulistas”, hasta las cartas a la redacción de
estúpidas lectoras son capaces de despertar sus iras y obligarle a responder.
Describe sus tropiezos con los representantes del establishment cultural de
Argentina y cuenta también la historia de su fascinación por la juventud, la
historia de su amistad con los jóvenes inquietos de Tandil o Santiago, a
quienes atraía y hechizaba, siendo para ellos una especie de “padre”
intelectual. Encontraremos asimismo en el Diario referencias a sus amigos
polacos, relatos de sus escasos viajes, a algunos de los cuales les dio una
forma artística particularmente cuidada, como, por ejemplo, el Diario del
Río Paraná, que de hecho constituye una obra literaria aparte, de contenido
filosófico, o bien —de una época posterior—, la descripción de la travesía a
Europa y la imagen de Berlín Occidental, la ciudad con “complejo de
culpa”.
En el Diario ocupan un lugar aparte los autocomentarios y las
autointerpretaciones, en las que Gombrowicz intenta crear una visión de sí
mismo y de su obra desde fuera; de ahí surge el experimento continuado
durante años de una narración en tercera persona que —en opinión del autor
— le permite expresarse de forma más completa. Otro elemento
significativo lo constituyen los “retratos de momentos”: relatos de instantes
de deslumbramiento, de momentos en que nacía un pensamiento, de una
manera sinuosa, de una manera inesperada, en una relación muy estrecha
con contenidos casuales procedentes del ambiente.
»Es así como con voces, tonos y estilos diferentes, sirviéndose de
innumerables máscaras o de propios reflejos suyos en los demás, nos habla
el “yo” del Diario de Gombrowicz. Diario de un emigrante que durante
años vivió modestamente entre extraños sin poder enorgullecerse de
conocer a los grandes de este mundo ni de tener una biografía
particularmente atractiva, diario que se ha convertido inesperadamente en
uno de los documentos más sorprendentes de nuestro tiempo.»
Hasta aquí la nota editorial que encabeza la edición del Diario de
Wydawnictwo Literackie, Cracovia, 1986, primera que ha visto la luz en
Polonia. A los traductores de esta obra al español sólo nos cabe añadir que
hemos realizado nuestro trabajo a partir de esta esmerada edición, que
coincide en lo fundamental con la anterior publicada en París, en 1984, por
el Instytut Literacki. Las diferencias entre ambas ediciones son mínimas y
atañen a la fijación del texto. Sin embargo, escasos fragmentos, como sería
el caso del primer Lunes del capítulo XXI de este primer volumen, sólo
habían aparecido hasta ahora en la traducción francesa. Asimismo, hemos
recurrido a la edición polaca de París para subsanar los pocos fragmentos
eliminados por la censura en la edición de Cracovia (diecisiete líneas en
total en el conjunto de los tres volúmenes del Diario). La presente edición
es, pues, completa.
Por lo que a la traducción en sí se refiere, no será ocioso señalar que la
obligada exigencia de fidelidad al original, y a la vez también de voluntad
de estilo que a nuestro entender debe presidir la tarea de verter un texto
literario a otra lengua, se ha visto en el presente caso enormemente
comprometida. Y ello es así debido a que no sólo la diferencia entre ambas
lenguas casi no puede ser mayor, sino a que el estilo de Gombrowicz tiende
a exagerar justamente aquellas particularidades del polaco que más lo
distancian de un idioma con las características del castellano.
La lengua polaca es, en efecto, poco precisa y muy flexible; permite
crear con facilidad palabras nuevas que todos entenderán; la cantidad de
verbos es inmensa y tiene además la posibilidad de crear otros nuevos
mediante prefijos; la noción temporal es muy distinta: sólo existen tres
tiempos que, por otra parte, se pueden mezclar con toda libertad.
Compárese lo anterior con la precisión, rigidez y esa necesidad de tener que
expresarlo todo con exactitud propias del castellano.
Pero es que, como decimos, Gombrowicz lleva estas posibilidades al
extremo. En primer lugar es especialmente ambiguo: a menudo utiliza
frases sin verbo —cosa muy frecuente en polaco—, con lo que el lector
puede interpretar la frase con el matiz que quiera; en castellano, al tener que
escoger forzosamente un verbo, se destruye la ambigüedad y se estrecha el
sentido. Juega continuamente con las palabras creando otras nuevas que,
aunque no existan en el idioma, se entienden perfectamente. Utiliza
palabras cuyo sentido no es el adecuado, pero le agrada cómo suenan y
obtiene la comprensión gracias al efecto general de la frase y no al sentido
estricto de las palabras.
Por todo ello se comprenderá que si, incluso tratándose de lenguas más
cercanas o de autores más ortodoxos, suele decirse que cualquier traducción
será siempre otra obra con respecto al original, tanto más en el presente
caso, y mayormente en aquellos fragmentos más estrictamente literarios.
Sea, pues, el lector de esta versión benévolo con sus autores, aunque no
debe dudar de nuestra profunda actitud de respeto con el original ni de que
en ningún caso hemos escatimado esfuerzo alguno, aun allí donde otros
traductores desfallecieron. La personalidad y la talla de Witold
Gombrowicz —sin duda, una de las voces más singulares y complejas del
siglo— así nos lo exigían.
Bozena Zaboklicka Francés Miravitlles
Palabras preliminares

EL presente volumen contiene los textos de mi diario que se han venido


publicando en Kultura,[1] completados con fragmentos hasta ahora
inéditos. Aún me queda algo en reserva, pero ese material —más íntimo—
prefiero no incluirlo. No quisiera exponerme a tener problemas. Quizá
algún día… Más adelante.
Es una escritura bastante desordenada, hecha de un mes para otro;
seguramente me repito o me contradigo más de una vez. ¿Qué hacer?
¿Ordenarlo? ¿Pulirlo? Prefiero que no quede demasiado relamido.
Al final del libro se han añadido dos artículos escritos en estos años, ya
que están relacionados con los problemas tratados en el diario y con mi vida
de ese período.
WlTOLD GOMBROWICZ.
1953
I
Capítulo

LUNES
Yo.
Martes
Yo.
Miércoles
Yo.
Jueves
Yo.

Viernes

Józefa Radzyminska me ha hecho llegar generosamente unos cuantos


números de Wiadomości y de Życie[2] y al mismo tiempo han caído en mis
manos algunos periódicos publicados en Polonia. Leo esa prensa polaca
como si fuera un relato sobre alguien muy próximo y perfectamente
conocido que, sin embargo, hubiera partido repentinamente, por ejemplo,
para Australia y viviera allí unas extrañas aventuras…; esas aventuras me
resultan ya irreales por cuanto se refieren a alguien nuevo y diferente que
queda, con la persona conocida anteriormente, en una relación de identidad
algo diluida. La presencia del tiempo, en esas páginas, es tan fuerte que
despierta en nosotros el deseo del contacto directo, el anhelo de vivir y de
realizarnos aun de manera imperfecta. Pero la vida queda como detrás de un
cristal, alejada; parece como si ya no nos perteneciera y lo observáramos
todo desde un tren.
¡Si pudiera oírse en ese reino de la ficción pasajera una voz real! Pero
no, son, o bien ecos de hace quince años, o bien cantinelas aprendidas de
memoria. La prensa del país, al cantar del modo que le obligan hacerlo,
calla como un sepulcro, un abismo, un misterio, y la prensa de la
emigración es… bonachona. Sin duda nuestro espíritu se nos ha vuelto más
bonachón en el exilio. La prensa de la emigración recuerda un hospital,
donde a los convalecientes sólo se les sirven las sopitas más digestivas.
¿Para qué desgarrar las viejas heridas? ¿Por qué añadir severidad a la que
nos ha sido impuesta por la vida?, y además, ¿no deberíamos portarnos
bien, puesto que acabamos de recibir un buen sopapo…? De modo que lo
que reina en esta prensa son todas las virtudes cristianas: bondad,
humanidad, piedad, respeto hacia el hombre, moderación, modestia,
decencia, sentido común, pero sobre todo lo que se escribe en ella es de
carácter bonachón. ¡Cuántas virtudes! No éramos tan virtuosos cuando nos
teníamos mejor de pie. No me fío de la virtud de los que han fracasado, de
la virtud nacida de la desgracia, y toda esa moralidad me recuerda las
palabras de Nietzsche: «La moderación de nuestras costumbres es
consecuencia de nuestro debilitamiento.»
Al contrario que la voz de la emigración, la voz del País resuena tan
dura y categórica que se hace difícil creer que no sea la voz de la verdad y
de la vida. Aquí al menos sabemos de qué se trata —lo blanco y lo negro, lo
bueno y lo malo—, aquí la moralidad grita a voz en cuello y golpea como
un palo. Esta cantinela sería magnífica si no horrorizara a los propios
cantantes y si en sus voces no se percibiera un temblor que da lástima… En
medio de un gigantesco silencio se está formando nuestra inconfesada,
muda y amordazada realidad.

Jueves

Cracovia. Estatuas y palacios que a ellos les parecen magníficos y que


para nosotros, los italianos, no tienen mayor valor.
Galeazzo Ciano: Diario.
Artículo de Lechoń[3] en Wiadomości titulado «La literatura polaca y la
literatura en Polonia».
¿Hasta qué punto todo ello puede ser sincero? Esos razonamientos
pretenden demostrar una vez más (¡ah, cuántas veces lo hemos oído!) que
estamos a la altura de las mejores literaturas del mundo; ¡estamos a su
altura, pero permanecemos desconocidos e ignorados! Lechoń, en efecto,
escribe (o, más bien, dice, ya que se trata de una conferencia pronunciada
en Nueva York para la colonia polaca):
«Nuestros sabios de la escritura, ocupados generalmente en la
salvaguarda del idioma polaco, no pudieron cumplir con su papel de
asignarle a nuestra literatura el lugar que le correspondía entre las otras, de
conferir rango mundial a nuestras obras maestras… Sólo un gran poeta, un
maestro de su propia lengua…, podría dar a sus compatriotas una idea
acerca del nivel de nuestros poetas, situados a la altura de los más grandes
del mundo, convencerles de que nuestra poesía está hecha del mismo metal
noble que la de Dante, Racine y Shaskespeare.»
Etcétera. ¿Del mismo metal? Diríase que esta comparación de Lechoń
no es demasiado acertada. Porque precisamente la materia de la que está
hecha nuestra literatura es diferente. Comparar a Mickiewicz con Dante o
Shakespeare es comparar la fruta con la confitura, un producto natural con
un producto elaborado, un prado, un campo y una aldea con una catedral o
una ciudad, un alma idílica con un alma urbana, formada entre la gente y no
por la naturaleza, imbuida de conocimiento de la especie humana. ¿Fue
realmente Mickiewicz menor que Dante? Puestos a dedicarnos a esta clase
de mediciones, digamos que Mickiewicz veía el mundo desde las suaves
colinas polacas, mientras que Dante fue elevado a la cima de una inmensa
montaña (compuesta de gente), desde la que se abrían otras perspectivas.
Dante, quizá sin ser «más grande», estaba situado más arriba: por eso es
superior.
De todas formas, esto es lo de menos. Me quiero referir más bien a lo
anticuado del método y al eterno carácter repetitivo de ese estilo dirigido a
fortalecer los ánimos. Cuando Lechoń constata con orgullo que
Lautréamont «aludía a Mickiewicz», mi cansado pensamiento desentierra
del pasado cantidades ingentes de semejantes revelaciones orgullosas.
Cuántas veces alguien, quizá Grzymałia o hasta Dębicki, se ha puesto a
demostrar urbi et orbi que después de todo no somos unos don nadie,
porque «Thomas Mann consideraba Nieboska [4] una gran obra o porque
Quo Vadis? ha sido traducido a todos los idiomas». Es el azúcar con el que
nos fortalecemos desde hace tiempo. Pero me gustaría llegar a ver el
momento en que el caballo de la nación coja con los dientes la dulce mano
de los Lechoń.
Yo comprendo tanto a Lechoń como su empresa. Se trata ante todo de
un deber patriótico, dado el momento histórico en el exilio forzoso. Es el
papel del escritor polaco. En segundo lugar, es muy posible que hasta cierto
punto crea en lo que escribe; digo «hasta cierto punto» porque se trata de
unas verdades de un tipo que requiere mucha buena voluntad. Y,
naturalmente, en cuanto se refiere a «lo constructivo”, hay que valorar
positivamente su intervención en un cien por cien.
De acuerdo. Sin embargo, mi actitud frente a esas cuestiones es
diferente. Un día tuve ocasión de participar en una de esas reuniones de
polacos dedicada a darse ánimos mutuamente…, donde, tras haber cantado
la Roía[5] y bailado un krakowiak, todo el mundo se puso a escuchar a un
orador que exaltaba a nuestro pueblo porque «había dado al mundo a
Chopin», porque «tenemos a Curie-Skłbdowska» y el Wawel y a Słowacki
y a Mickiewicz, y además porque fuimos el último baluarte del cristianismo
y la constitución del 3 de mayo había sido muy progresista… Explicaba a sí
mismo y a todos los asistentes que éramos una gran nación, lo cual tal vez
ya no despertaba el entusiasmo de los oyentes (conocían ese ritual y
participaban en él como en un acto religioso del que no se debía esperar
sorpresas), que, sin embargo, lo recibían con cierta satisfacción por haber
cumplido un deber patriótico. Pero yo veía esa ceremonia como venida
directamente del infierno; esa misa nacional se me antojaba un espectáculo
diabólicamente sarcástico y malignamente grotesco. Porque ellos al exaltar
a Mickiewicz se humillaban a sí mismos, y cuando glorificaban a Chopin,
demostraban que no eran dignos de él, y, deleitándose con su propia cultura,
dejaban al descubierto su barbarie.
¡Los genios! ¡Al diablo con todos esos genios! Me dieron ganas de
decirles a los participantes en la reunión: — ¿A mí qué me importa
Mickiewicz? Vosotros sois para mí mucho más importantes que
Mickiewicz. Y ni yo, ni nadie, va a juzgar a la nación polaca por
Mickiewicz o Chopin, sino por lo que pasa y se dice en esta sala. Incluso si
fuerais una nación tan pobre en grandeza que vuestros artistas más célebres
se llamaran Tetmajer o Konopnicka, pero supierais hablar de ellos con la
soltura de la gente espiritualmente libre, con la mesura y la sobriedad de la
gente madura, si vuestras palabras abarcaran un horizonte universal y no
provinciano…, entonces hasta Tetmajer podría ser para vosotros un título de
gloria. Pero tal como están las cosas, Chopin y Mickiewicz sólo sirven para
destacar vuestra mezquindad, porque vosotros, con ingenuidad infantil,
exhibís ante las narices del extranjero aburrido a esos grandes polacos con
el único fin de fortalecer vuestro debilitado sentido del valor personal y
daros más importancia. Sois como un pobre que presume de que su abuela
tenía una granja y viajaba a París. Sois unos parientes pobres del mundo
que tratan de impresionarse a sí mismos y de impresionar a los demás.
Sin embargo, eso no fue lo peor, lo más molesto, lo más humillante y
doloroso. Lo más terrible era que estaban sacrificándose la vida y la razón
contemporáneas en aras de los difuntos. Porque ese acto se podía definir
como el mutuo embobamiento de unos polacos en nombre de Mickiewicz…
Y ninguno de los allí presentes era tan tonto como la reunión que formaban,
la cual respiraba una trivialidad llena de pretensiones. Además, la asamblea
sabía muy bien que era estúpida, estúpida porque tocaba asuntos que no
dominaba ni en el plano intelectual ni en el sentimental; de ahí ese diligente
respeto y humildad hacia los lugares comunes, esa admiración por el Arte,
ese lenguaje convencional y estudiado, esa falta de honradez y sinceridad.
Allí se recitaba. Pero si la asamblea se caracterizaba por su incomodidad,
afectación y falsedad, se debía a que allí estaba presente Polonia, y ante
Polonia un polaco no sabe comportarse; ella lo intimida y amanera, de tanto
querer ayudarla y exaltarla se encuentra en un estado de tensión continua,
de forma que ya no le «sale» nada como debiera ser. Fijaos que frente a
Dios los polacos se comportan en la iglesia de manera normal y correcta,
mientras que ante Polonia se sienten perdidos, es algo a lo que todavía no se
han acostumbrado.
Me acuerdo de una pequeña recepción en una casa argentina, donde un
polaco, conocido mío, empezó a hablar de Polonia y por supuesto, como
siempre, puso sobre el tapete a Mickiewicz y a Kościuszko junto con el rey
Sobieski y la batalla de Viena. Los extranjeros escuchaban con cortesía su
ferviente discurso tomando buena nota de que «Nietzsche y Dostoyevski
eran de origen polaco» y de que «tenemos dos premios Nobel de literatura».
Pensé que si alguien se elogiase de esta forma a sí mismo o a su familia,
demostraría una falta de tacto impresionante. Me dije que compararse de
esa manera con otras naciones, haciendo hincapié en genios y héroes,
méritos y logros culturales, era precisamente una torpeza terrible en la
táctica propagandística, puesto que con nuestro Chopin semifrancés y
Copérnico de sangre no del todo pura, no podemos competir con Italia,
Francia, Alemania, Inglaterra o Rusia; de modo que nuestro punto de vista
nos condena precisamente a la inferioridad. Sin embargo, los extranjeros no
dejaban de escuchar con paciencia como se escucha a los que, queriendo
pasar por aristócratas, recuerdan cada dos por tres que su tatarabuelo era
propietario del castillo de X. Y lo escuchaban con tanto más aburrimiento
cuanto que todo eso no les importaba en absoluto, pues ellos mismos, por
pertenecer a una nación joven y desprovista por suerte de genios, quedaban
fuera de juego. Pero escuchaban con indulgencia e incluso con simpatía, ya
que al fin y al cabo comprendían la situación psicológica del pobre
polaco[6]; y éste, emocionado con su papel, no paraba.
Sin embargo, mi situación de escritor polaco se volvía cada vez más
molesta. No me muero en absoluto de ganas de representar a ninguna cosa
aparte de mi propia persona; no obstante, el mundo nos impone esas
funciones representativas en contra de nuestra voluntad, y no es culpa mía
que para aquellos argentinos yo representara a la literatura polaca
contemporánea. De modo que tuve que escoger: o ratificar aquel estilo, el
estilo de pariente pobre, o bien destruirlo, pero con la conciencia de que la
destrucción echaría a perder todas las informaciones más o menos
halagüeñas y ventajosas para nosotros que se acababan de proporcionar, lo
cual indudablemente iría en detrimento de nuestros intereses polacos. Y, sin
embargo, no fue otra cosa que la dignidad nacional lo que me impidió entrar
en cálculos: soy un hombre con un alto sentido de la dignidad personal, y
un hombre así, aunque no esté vinculado a su país por los lazos de un
normal patriotismo, siempre velará por la dignidad nacional aunque sólo sea
porque no puede desprenderse de su nacionalidad y porque ante el mundo
es polaco, de ahí que cualquier humillación a su nación también le humilla
a él personalmente ante los demás. Y estos sentimientos, de algún modo
obligados e independientes de nosotros, son cien veces más fuertes que
todas las sensiblerías aprendidas y sobadas.
Cuando nos invade semejante sentimiento, más fuerte que nosotros, en
cierto modo actuamos a ciegas; esos momentos son importantes para el
artista, ya que en ellos se crean las bases para la forma, se determina su
postura ante una cuestión imperiosa. ¿Qué es lo que dije? Me di cuenta de
que sólo un cambio radical de tono podía salvarnos. Hice todo lo posible,
pues, para que en mi voz se evidenciara el menosprecio y me puse a hablar
como aquel que no da mayor importancia a lo conseguido por la nación
hasta ahora, como aquel para quien el pasado tiene menos valor que el
futuro, para quien la ley suprema es la ley del presente, la de la máxima
libertad espiritual en un momento dado. Resalté el elemento ajeno en la
sangre de los Chopin, Mickiewicz y Copérnico (para que no pensaran que
tenía algo que ocultar, que algo me pudiera quitar la libertad de
movimientos), y dije que no se debía tomar demasiado en serio la metáfora
de que nosotros, los polacos, los «habíamos traído al mundo», puesto que
ellos únicamente habían nacido entre nosotros. ¿Qué tiene que ver con
Chopin la señora Kowalska? ¿Acaso por el hecho de que Chopin
compusiera baladas sube, aunque mínimamente, el peso específico del
señor Powalski? ¿Acaso la batalla de Viena le proporciona ni siquiera un
gramo de gloria al señor Ziębicki de Radom? No —dije—, no somos
herederos directos ni de la grandeza ni de la mezquindad pasadas, ni de la
sabiduría ni de la estupidez, ni de la virtud ni del pecado: cada cual sólo es
responsable de sí mismo, cada cual no es más que uno mismo.
En ese momento, sin embargo, experimenté la sensación de no haber
profundizado lo suficiente y de que debería tratar (para que lo que estaba
diciendo fuera eficaz) la cuestión a una escala mayor. De modo que,
reconociendo por un lado que, hasta cierto punto, en los grandes logros de
una nación y en las obras de sus creadores se manifiestan las virtudes
particulares propias de esa comunidad concreta y todas aquellas tensiones,
energías y encantos que nacen de una masa y constituyen su expresión,
ataqué a la vez el principio mismo de la auto— adoración nacional. Dije
que si una nación verdaderamente madura debe juzgar con moderación sus
propios méritos, una nación verdaderamente viva debe aprender a
menospreciarlos, tiene que mostrarse altiva ante todo lo que no sea su
presente y su devenir contemporáneo…
¿Fue «destrucción» o «construcción»? De una cosa estoy seguro: esas
palabras eran destructivas en tanto que minaban el laboriosamente elevado
edificio de la «propaganda», y hasta pudieron escandalizar a los extranjeros.
Pero ¡qué placer hablar no para alguien, sino para uno mismo! ¡Cuando
cada palabra te afirma más en ti mismo, te da más fuerza interior, te libera
de miles de temerosos cálculos, cuando hablas no como esclavo del efecto,
sino como hombre libre!
Et quasi cursores, vitæ lampada tradunt.
Pero sólo en el mismo final de mi filípica encontré la idea que me
pareció —en medio de aquella atmósfera de turbia improvisación— la más
lograda. A saber, que nada de lo que le es propio debe impresionar al
hombre; de tal modo que, si nos impresiona nuestra grandeza o nuestro
pasado, ésa es la prueba de que aún no los llevamos en la sangre.

Viernes

La sección más característica de Wiadomości es la de las cartas de los


lectores.
«Al Director de Wiadomości: En el último número, Zbyszewski, como
siempre, improvisando. A Mackiewicz le falta perspectiva, en cambio
Naglerowa está para chuparse los dedos. —Feliks Z.»
«Al Director de Wiadomości… Es una lástima que nuestros escritores
trabajen tan poco sobre sí mismos; hay buen material, pero sin pulir. Hemar
es el único europeo de verdad. ¡Hay que trabajar! —Józef B.»
«Al Director de Wiadomości… En mi carta anterior escribía que el
señor Román es mejor que Żeromski; ahora digo que es el mejor de todos.
¡¡¡Que Dios le pague esta última hazaña, que es una verdadera joya!!! ¡Siga
por este camino! ¡Besos para los niños! —Konstanty F.»
¡Un rinconcito bonachón! Rinconcito donde el señor Wincenty puede
explicar sus penas, el señor Walery expresar su indignación y la señora
Franciszka hacer alarde de sus conocimientos. ¿Qué hay de malo en ello?
Nada, seguramente nada. Pues de esta manera se populariza la literatura, lo
cual incrementa la ilustración.
Y sin embargo, ese desahogarse en secreto de las personas que no han
conseguido el derecho a figurar en otro sitio menos bonachón…, lo que
digo, ese carácter bonachón me resulta repulsivo. Porque la Literatura es
una dama de costumbres severas y no debe pellizcársela por los rincones. El
rasgo característico de la literatura es la dureza. Incluso la literatura que
sonríe bondadosamente al lector es resultado de un duro desarrollo de su
creador. Y la literatura debe tender a agudizar la vida espiritual y no a
tolerar semejantes muestras de escritura marginal.
Este detalle, en principio sin importancia, es no obstante característico,
ya que hace evidente la invasión de la blandura en un campo que debería
ser duro. La literatura, ablandada continuamente por diversas tías
bonachonas que fabrican novelas o folletines, por proveedores de poesía y
prosa de segunda categoría, por blandengues dotados de facilidad de
palabra, corre el peligro de convertirse en un huevo pocho, en lugar de ser
—de acuerdo con su misión— un huevo duro.

Sábado

Del artículo del señor B. T. en Wiadomości: «Me atreveré, sin embargo,


a expresar la sospecha de que el optimismo polaco —a pesar de las
apariencias— tiene su origen simplemente en la pereza mental… Cuando la
situación se hace difícil, siempre recurrimos a la tradición de "dar
ánimos”…»
Y al lado, en esa misma página, en el artículo del señor W. Gr. leemos:
«Estamos olvidando que la grandeza de la literatura se basa en su
soberanía… El arte no está al servicio de nadie…»
Hace calor. Mi debilidad me quita las ganas de seguir leyendo…; sin
embargo, esas expresiones despiertan inquietud. Podría firmarlas con mi
nombre, su contenido me es muy próximo. Y precisamente por esa
proximidad de contenido, me resultan inquietantes y hostiles. Y es que este
contenido viene de otra persona, es el resultado de otros mundos, de una
base estilística y espiritual diferente. Me basta con leer alguna de las
siguientes frases del señor W. Gr.:
«Fircyk w zalotach [7] es auténtica literatura…, una joya autosuficiente,
como puede serlo un hombre sano bajo el alegre sol o en la refrescante
sombra…»
… La combinación joya-salud, asociada con lo que sé de este autor por
sus otros trabajos, hace que me aleje de él y que el primer enunciado se me
antoje antipático. Todo depende de quién pronuncia una opinión que
consideramos nuestra y a la que apoyamos. Creo que a las ideas, en
Polonia, siempre les ha faltado gente…, es decir, que la gente no ha sido
capaz de asegurar a las ideas no sólo la fuerza suficiente, sino tampoco ese
atractivo magnético del que dispone un alma bien «resuelta». Lo cual es
tanto más extraño cuanto que hemos tenido una cantidad extraordinaria de
escritores nobles y hasta sublimes. Y sin embargo, la personalidad de
Żeromski, Prus o Norwid, o incluso de Mickiewicz, no ha sido capaz de
despertar (al menos en mí) aquella confianza que inspira Montaigne. Es
como si nuestros escritores, durante su desarrollo, hubiesen ocultado algo y,
como consecuencia de esta ocultación, no fueran capaces de ser
absolutamente sinceros, como si su virtud no fuese capaz de mirar a los ojos
a toda clase de pecado.
Pero las frases arriba citadas me disgustan también por otro motivo. Ese
autodidacta «nosotros»… Nosotros, los polacos, somos así y asá… A
nosotros, los polacos, nos ocurre esto y aquello… Nuestro defecto, el de los
polacos, es que… Este estilo cansa, porque es general; ¿quién de nosotros
no alecciona de esta manera hoy en día a la nación? He aquí una de esas
trampas estilísticas que acechan al escritor y de la que es tremendamente
difícil —lo digo por mi propia experiencia— escapar.
Y, como siempre, este desliz estilístico es síntoma de una enfermedad
más grave. El error de este enfoque queda definido en el siguiente aforismo:
medice, cura te ipsum. De hecho, este «nosotros» es una expresión de
cortesía, puesto que el autor discurre como un maestro, como quien nos
confronta con Europa y, no sin dolor, constata nuestras insuficiencias. De
modo que este comentario aparentemente inocente oculta una buena carga
de presunción, sin hablar ya de que la intención pedagógica, más bien
pesada, de semejantes expresiones es de lo más barato, de lo más fácil…,
intención que puede permitirse cualquiera con sólo poner cara de
«europeo». Sin embargo, la raíz principal y fundamental de ese error
alcanza tal profundidad en nosotros, que sería necesaria una operación muy
complicada para poderle decir adiós para siempre.
¿Cómo definirlo? Es cuestión de energía y vitalidad. Es el problema de
nuestra actitud frente a la vida. En el colegio, Adaś no paraba de reflexionar
sobre sus propios defectos y sobre cómo erradicarlos; deseaba ser piadoso
como Zdziś, práctico como Józio, sensato como Henryś, gracioso como
Wacio…, por lo cual era muy alabado por los maestros. Pero sus
compañeros no le querían y le zurraban de buena gana.
II
Capítulo

LUNES
Tras un viaje de dieciséis horas en autobús desde Buenos Aires
(bastante soportable a no ser por los tangos que vomitaba sin parar el
altavoz), me encuentro entre las verdes colinas de Salsipuedes con un libro
de Miłosz bajo el brazo; su título: El pensamiento cautivo. Como ayer llovía
a cántaros, hoy estoy llegando al final de mi lectura. Así que éste ha sido
vuestro destino, vuestra suerte, vuestro camino, mis antiguos conocidos,
amigos, compañeros de la Ziemiańska o el Zodiak; yo aquí y vosotros allí,
es así como se ha definido y ha quedado al descubierto la situación. Miłosz
relata la historia del fracaso de la literatura en Polonia con habilidad y yo
atravieso veloz y fluidamente ese cementerio con su libro, igual que dos
días atrás corría en mi autobús por la carretera asfaltada.
¡Qué asfalto tan espantoso! No me horroriza el que témpora mutantur,
me horroriza el que nos mutamur in illis. No me horroriza el cambio de las
condiciones de vida, la caída de Estados, la destrucción de ciudades y otros
estallidos imprevistos que brotan del seno de la Historia; pero el hecho de
que el hombre que yo conocí como X de repente se convierta en Y, que
cambie de personalidad como de chaqueta y que empiece a actuar, hablar,
pensar y sentir en contra de sí mismo, esto sí que me llena de temor y
confusión. ¡Qué falta de vergüenza tan terrible! ¡Qué final tan ridículo!
¡Convertirse en el gramófono en el que han puesto un disco con la
inscripción «His master’s voice», la voz de su amo! ¡Qué destino más
grotesco el de estos escritores!
¿Escritores? Nos ahorraríamos muchas desilusiones no llamando
«escritor» a cualquiera que sabe «escribir»… Yo conocía a estos
«escritores»: eran por lo general personas de inteligencia poco profunda y
horizontes bastante estrechos, que en los tiempos que yo recuerdo no
llegaron a ser alguien…, por lo que hoy, de hecho, no tienen nada que
sacrificar. Estos cadáveres vivientes se distinguían por la siguiente
característica: les era fácil fabricarse su postura moral e ideológica,
ganándose de esta forma el aplauso de la crítica y de una parte importante
de los lectores. Ni por un momento creí en el catolicismo de Jerzy
Andrzejewski y, tras haber leído unas cuantas páginas de su novela, saludé
en el café Zodiak a su cara sufrida y espiritual con una mueca de tan dudoso
significado que el autor, ofendido, rompió inmediatamente su relación
conmigo.
Pero el catolicismo, los sufrimientos y el libro fueron recibidos con
«hosannas» por los ingenuos que tomaron lo que era un picadillo
recalentado por un suculento entrecot. El nacionalismo del siempre ebrio
Gałczyński, por lo demás dotado de verdadero talento, valía tanto como los
intelectualismos de los Wazyk o la ideología del grupo Prosto z most[8]. En
los cafés varsovianos, igual que en los cafés de todo el mundo, había por
aquel entonces demanda de «idea y fe», ante lo cual los escritores
empezaban a creer de un día para otro en esto o aquello. En cuanto a mí,
todo eso siempre se me antojó un infantilismo; hasta fingía divertirme con
ello, aunque en el fondo de mi corazón sentía miedo a la vista de aquel
anuncio de la futura Gran Mascarada. Más que nada se trataba de algo
barato, como no menos barato resultaban ser, en la mayoría de los casos, la
sentimentalona humanidad de ciertas mujeres, la poética de Tuwim [9] y del
grupo Skamander[10], los descubrimientos de la vanguardia, las locuras
estético-filosóficas de los Peiper o los Braun, y otras manifestaciones de la
vida literaria.
El espíritu nace de la imitación del espíritu, y el escritor tiene que imitar
al escritor, para al final convertirse en escritor él mismo. La literatura
polaca de antes de la guerra era, salvo raras excepciones, una imitación
bastante buena de la literatura, pero nada más. Aquella gente sabía cómo
tenía que ser un gran escritor: «auténtico», «profundo», «constructivo», de
modo que trataban de cumplir solícitos esos postulados; pero les estropeaba
el juego la conciencia de que no era su propia «profundidad» ni
«sublimación» lo que les empujaba hacia la literatura, sino que, por el
contrario, ellos creaban en sí mismos esas profundidades con la finalidad de
ser escritores. Así se producía un sutil chantaje de valores hasta que al final
no se sabía si era que se predicaba la humildad solamente para mostrarse
superior y descollar, o bien se proclamaba el fracaso de la cultura y la
literatura para convertirse en un buen literato. Y cuanto mayor era el anhelo
de un auténtico y puro valor entre esos seres encadenados por sus propias
contradicciones, tanto más desesperante se hacía la sensación de hallarse
ante una ineludible y omnipresente chapuza. ¡Ay, esas inteligencias
elaboradas, esos altos vuelos forzados, esas sutilidades cogidas por los
pelos, esos sufrimientos del alma producidos para los lectores! Sólo había
un remedio para escapar de aquel infierno: revelar la realidad, poner al
descubierto todo ese mecanismo y reconocer lealmente la prioridad de lo
humano frente a lo divino; pero esto era precisamente lo que temía la
literatura —y no sólo la nuestra—, esto era lo que no querían reconocer por
nada del mundo los literatos, aunque fuera la única cosa que los podía
armar de una nueva verdad y sinceridad. Esta es la razón por la cual la
literatura polaca de antes de la guerra se fue convirtiendo cada vez más en
una imitación. Pero el buen pueblo llano, que se la tomaba en serio, se
sorprendió enormemente al ver cómo sus «mayores escritores», atrapados
entre la espada y la pared por el momento histórico, empezaban a cambiar
de piel, asimilaban sin problemas la nueva fe y se ponían a bailar al son que
les tocaban. ¡Escritores! Pero precisamente la cuestión estriba en que eran
unos escritores que por nada del mundo querían dejar de serlo, estando
dispuestos a los más heroicos sacrificios con tal de mantener su condición
de escritores.
No quiero decir en absoluto que, de haber estado yo sometido a las
mismas presiones que ellos, no habría fracasado igualmente, es más, lo
considero muy probable, pero al menos no me habría puesto en ridículo
como ellos, ya que fui más sincero conmigo mismo y los valores absolutos
no me brotaban de la garganta con tanta abundancia. En aquel entonces, en
los atestados y ruidosos cafés de Varsovia, era como si ya presintiera la
proximidad del día de la confrontación, de la revelación, del
desenmascaramiento, por lo que, por si acaso, preferí evitar los lugares
comunes. Y sin embargo, no todo es fracaso en este fracaso, y hoy estoy
dispuesto a buscar en el libro de Miłosz más bien nuevas posibilidades de
desarrollo que síntomas de una catástrofe definitiva. Me intriga la siguiente
cuestión: hasta qué punto estas siniestras experiencias pueden garantizar a
los escritores del Este su superioridad sobre los colegas occidentales.
Porque no cabe duda de que, en su derrota, de alguna manera llevan
ventaja sobre el mundo occidental, y, en efecto, Miłosz subraya en repetidas
ocasiones esa particular fuerza y sabiduría que es capaz de proporcionar la
escuela de la falsedad, del terror y de la deformación planificada. Pero el
mismo Miłosz es un ejemplo de ese particular desarrollo, pues sus palabras
sosegadas y fluidas, que con fría impasibilidad contemplan lo que
describen, saben a una madurez sui generis, algo diferente de la que florece
en el mundo occidental. Diría que en su libro Miłosz lucha en dos frentes:
no se trataría solamente de condenar al Este en nombre de la cultura
occidental, sino también de imponer a Occidente una experiencia propia,
diferente, adquirida allí, así como su nuevo conocimiento del mundo. Y ese
duelo, casi personal, de un escritor moderno polaco con Occidente, donde
está en juego la demostración del valor, la fuerza y la particularidad
propios, es para mí más interesante que un análisis de los problemas del
comunismo, que, aun siendo excepcionalmente perspicaz, ya no puede
aportar elementos absolutamente nuevos.
El mismo Miłosz dijo en una ocasión algo así como que la diferencia
entre el intelectual occidental y el del Este consiste en que al primero no le
han dado bien por el c… Según este aforismo, nuestra ventaja (también
mía) consistiría en que somos representantes de una cultura embrutecida, o
sea, más próxima a la vida. Pero Miłosz conoce perfectamente los límites
de esta verdad, y sería penoso que nuestro prestigio se basara únicamente en
la referida parte del cuerpo. Porque dicha parte del cuerpo no es una parte
del cuerpo en estado normal, mientras que la filosofía, la literatura y el arte
tienen que estar al servicio de personas a quienes no han dejado sin dientes,
no han puesto un ojo a la funerala o no han desencajado la mandíbula. Y
fijaos cómo Miłosz, a pesar de todo, trata de adaptar su embrutecimiento a
las exigencias de la exagerada delicadeza occidental.
El espíritu y el cuerpo. A veces ocurre que las comodidades corporales
aumentan la agudeza del alma, y que detrás de unas cortinas protectoras, en
el sofocante cuarto de un burgués, nace una severidad con la que no han
soñado quienes atacaban los tanques con botellas de gasolina. Así que
nuestra cultura embrutecida podría servir solamente en el caso de que se
convirtiese en algo digerido, en una nueva forma de auténtica cultura, en
nuestra pensada y organizada aportación al espíritu universal.
Una pregunta: ¿acaso Miłosz, o la literatura polaca libre, son capaces de
realizar, aunque sea parcialmente, este programa?
Escribo todo esto en mi cuartucho y tengo que acabar, pues me espera la
cena en la pensión Las Delicias. Así que me despido de ti por un momento,
mi pequeño diario, perro fiel de mi alma, pero no aúlles; tu amo se marcha
ahora, pero volverá.

Miércoles

Desde hace algún tiempo (y quizá a causa de la monotonía de mi


existencia aquí) me invade una curiosidad que jamás había experimentado
con una intensidad tan acusada, la curiosidad por lo que va a ocurrir dentro
de un momento. Ante mis narices hay un muro de tinieblas del que surge el
más inmediato «en seguida» como una amenazadora revelación. A la vuelta
de esta esquina…, ¿qué habrá? ¿Un hombre? ¿Un perro? Y si es un perro,
¿con qué forma, de qué raza? Estoy sentado a una mesa y dentro de un
instante aparecerá una sopa, pero… ¿qué sopa? Esta sensación tan
fundamental hasta ahora no ha sido debidamente tratada por el arte: el
hombre como instrumento que transforma lo Desconocido en lo Conocido
no figura entre sus protagonistas principales.
He terminado el libro de Miłosz.
Una lectura tremendamente instructiva y estimulante para todos
nosotros; para los escritores polacos es también conmovedora. Cuando
estoy solo casi nunca dejo de pensar en ello, y me interesa cada vez menos
el Miłosz-defensor de la civilización occidental y cada vez más el Miłosz-
adversario y rival de Occidente. Para mí lo más importante en él son sus
intentos de ser distinto de los escritores occidentales. Percibo en él el
mismo sentimiento que albergo yo, es decir, una displicencia y menosprecio
hacia ellos, unido a una amarga impotencia. La comparación de Miłosz, por
ejemplo, con Claudel, o con Cocteau, o incluso con Valéry, lleva a unas
extrañas conclusiones. Podría parecer, pues, que el escritor polaco, el colega
de Andrzejewski y de Gałczyński, el cliente asiduo de la Ziemiańska, posee
una mayor dosis de realismo y es más «moderno» y, además,
espiritualmente más libre, más abierto a la realidad y más leal con ella;
luego da la sensación de que quizá sea aún más solitario; y luego, que haya
rechazado los restos de esas ilusiones a las que se agarran todavía los genios
occidentales (puesto que Valéry, aunque carece totalmente de ilusiones, no
ha dejado por ello de ser un hombre vinculado con cierto ambiente y cierto
orden social, mientras que Miłosz está totalmente desarraigado). De modo
que podría pensarse que esa cultura embrutecida aporta unas ventajas
considerables. Y, sin embargo, todo esto queda de algún modo inacabado,
lleno de lagunas, por consolidar; tal vez lo que nos falte sea esa última toma
de conciencia que conferiría una diferenciación y una fuerza plenas a
nuestra verdad. Nos falta la clave de nuestro misterio.
¡Cuánto enerva la ambigüedad de nuestra actitud ante Occidente! El
polaco, al confrontarse con el mundo del Este, es un polaco definido y
conocido de antemano, mientras que al volver la cara a Occidente, tiene el
rostro turbio, lleno de iras incomprensibles, incredulidad y rencores
misteriosos.

Jueves

Llueve y hace bastante frío. Por lo que me he pasado todo el día leyendo
Los hermanos Karamázov en una edición excelente que contiene también
cartas y comentarios de Dostoyevski.

Viernes

Correo. R. me manda cartas y revistas, entre ellas el último número de


Kultura. Por él me entero de que Miłosz ha recibido el Prix Européen por
una novela que no conozco: La prise du pouvoir. En el mismo número de
Kultura, unos comentarios de Miłosz sobre El matrimonio y Transatlántico.
Sábado

La mayor parte de las escasas cartas que recibo sobre Transatlántico no


son ni expresión de una protesta por «ofender los más sagrados
sentimientos», ni una polémica, ni siquiera un comentario. No. Solamente
dos cuestiones cardinales preocupan a estos lectores: ¿cómo me atrevo a
escribir palabras en mayúscula en medio de una frase?, ¿cómo me atrevo a
utilizar la palabra m…?
¿Qué pensar de la categoría intelectual y demás cualidades de una
persona que aún no se ha enterado de que las palabras cambian en función
de su uso, de que incluso la palabra «rosa» puede perder su perfume cuando
aparece en labios de una pedante pretenciosa y en cambio la palabra «m…»
puede resultar correctísima cuando su uso está sometido.a una disciplina
consciente de sus objetivos?
Pero ellos leen literalmente. Si alguien utiliza palabras sublimes es
noble; si las usa duras, es fuerte; si vulgares, es ordinario. Y esa estúpida
manera de comprenderlo todo al pie de la letra impera incluso en lo más
alto de la escala social. ¿Cómo se puede soñar entonces con una literatura
polaca de cierta envergadura?

Martes (dos semanas más tarde, a la vuelta a Buenos Aires)

He recibido una carta de Miłosz que contiene la siguiente crítica de


Transatlántico:

Aprovecho la ocasión para comentarle lo que pienso de su literatura. A


ratos tengo la impresión de que actúa usted como Don Quijote, que dotaba
de vida propia a los molinos y a los corderos. Mirándolo desde la
perspectiva del país (o desde la perspectiva de la terrible paliza que allí se
recibió), los «polacos», a quienes usted trata de liberar de su «polonidad»,
son unas pálidas sombras con un grado de existencia sumamente débil… O
dicho de otra forma, usted a veces actúa como si aquello, es decir, aquella
especie de liquidación, terriblemente eficaz, allá en Polonia, no hubiese
existido, como si Polonia hubiese sido arrasada por un cataclismo lunar y
usted fuera con sus rencores a aquella inmadura y provinciana Polonia de
antes de 1939. Es posible que los ajustes de cuentas por cuenta propia sean
necesarios, o incluso imprescindibles, sólo que para mí a aquella gente ya
le fueron ajustadas las cuentas definitivamente. Cantidad de cosas han
quedado además zanjadas definitivamente. Es una cuestión muy difícil que
consiste en que el marxismo liquida (de la misma manera que, por ejemplo,
la destrucción de una ciudad liquida las discusiones matrimoniales, las
preocupaciones por los muebles, etcétera).
Pero hay aquí una suerte de trampa nihilista: nos debatimos entre el
deseo de hablar a los polacos de Polonia, contribuyendo con ello a una
formación postmarxista (que tiene que digerir y absorber el marxismo), y el
deseo de poseer un pensamiento absolutamente propio y autónomo (que no
puede tener en cuenta la temperatura reinante en aquellos países
conquistados, que, sin embargo, es real y cambia tanto el pasado como el
futuro). Cuando lo leo a usted, siempre pienso en esta cuestión…

A lo que yo he contestado:

Querido señor Czesław:


Si lo he entendido bien, usted hace dos objeciones a Transatlántico:
primera, que yo ajusto mis cuentas con una Polonia de antes de 1939 que
se ha esfumado, haciendo caso omiso de la Polonia actual, de la Polonia
real; y segunda, que mi pensamiento va demasiado por su cuenta, como un
gato, a la suya, que mi mundo puede parecer quimérico o anticuado.
Pero como usted mismo dice con toda la razón, juzga este asunto desde
la perspectiva polaca interior. Y yo no puedo ver el mundo más que desde
mi propia perspectiva.
A fin de poner cierto orden en mis sentimientos decidí (y ya hace de ello
mucho tiempo) que escribiría únicamente sobre mi propia realidad. No
puedo escribir sobre la Polonia actual, puesto que no la conozco. Estas
«memorias» que constituyen mi Transatlántico están relacionadas con mi
experiencia del año 1939 ante la catástrofe polaca de aquel momento.
¿Pueden ser estos ajustes de cuentas con la Polonia pasada de alguna
importancia para la Polonia actual? Menciona usted en su carta a Don
Quijote, y yo pienso que Cervantes escribió Don Quijote para ajustar las
cuentas con las malas novelas de caballerías de su época, de las que no ha
quedado ni rastro. En cambio, Don Quijote permanece. De lo cual se
extrae la moraleja, válida también para los autores más modestos, de que
sobre las cosas perecederas es posible escribir de forma imperecedera.
Sirviéndose de la Polonia de 1939, Transatlántico apunta a todas las
Polonias del presente y del futuro, pues mi objetivo es superar la forma
nacional como tal, crear distancias en relación con cualquier «estilo
polaco», sea el que sea. Hoy en día los polacos de Polonia también están
sometidos a cierto «estilo polaco», que nace allí bajo la presión de una
nueva vida colectiva. Dentro de cien años, si todavía somos una nación,
surgirán entre nosotros formas diferentes, y un tardío nieto mío se rebelará
contra ellas, igual que hoy me rebelo yo.
Ataco la forma polaca porque es mi forma…, y porque todas mis obras
desean revisar en cierto sentido (y digo en cierto sentido porque no es más
que uno de los sentidos de mi falta de sentido) la actitud del hombre
contemporáneo frente a la forma, forma que no surge directamente de él,
sino que se crea «entre» la gente. Supongo que no hará falta que le diga
que esta idea, junto con todas sus ramificaciones, es hija de los tiempos
actuales, en que la gente ha emprendido con plena conciencia la formación
del hombre; yo creo incluso que para la conciencia actual es ésta la idea
clave.
Pero, aunque no hay nada que me aterrorice más que el anacronismo,
prefiero no identificarme demasiado con las consignas actuales, que
cambian tan rápidamente. Considero que el arte debe mantenerse más bien
alejado de los eslóganes y buscar unos caminos propios más personales. En
las obras de arte lo que más me gusta es esa misteriosa particularidad que
hace que una obra, aun perteneciendo a su época, sea, sin embargo,
producto de una persona singular que tiene su propia vida…

Cito este intercambio de cartas para introducir al lector en


conversaciones de escritores que, como Miłosz y yo, buscaban —cada uno
a su manera— su propia andadura literaria. Sin embargo, tengo que añadir
un comentario. Mi carta a Miłosz habría sido mucho más sincera e íntegra
si yo hubiese expresado en ella la siguiente verdad: que después de todo,
esas tesis, corrientes y problemas no es que me importen demasiado; que si
bien me ocupo de ello, lo hago como quien no quiere la cosa; y que en el
fondo soy ante todo infantil… Y Miłosz, (¿también es ante todo infantil?

Miércoles

Miłosz es un gran tipo. Es un escritor con un cometido claramente


definido, predestinado a acelerar nuestro ritmo para que estemos a la altura
de los tiempos, de un talento espléndido y magníficamente preparado para
cumplir con sus objetivos. Posee algo que no tiene precio y que yo llamaría
«voluntad de realidad» y a la vez capacidad de aprehender los puntos
drásticos de nuestra crisis. Es uno de los pocos cuyas palabras tienen
importancia (lo único que puede perderlo es la prisa).
Sin embargo, este escritor se ha convertido últimamente en un experto
en la materia de nuestro País, y por lo tanto también en el comunismo. Del
mismo modo que he diferenciado al Miłosz del Este del Miłosz occidental,
tal vez cabría distinguir entre el Miłosz escritor «absoluto» y el Miłosz
escritor sólo del momento histórico actual. Y justamente el Miłosz
occidental (es decir, el que en nombre de Occidente juzga al Este) es un
Miłosz de menos calibre y más de circunstancias. Al Miłosz occidental
podrían hacérsele una serie de reproches que en realidad conciernen a toda
esa fracción de la literatura de hoy que vive con un solo problema: el
comunismo.
El primer reproche es el siguiente: están exagerando. No en el sentido
de desorbitar el peligro, sino en el de atribuir a aquel mundo unos rasgos de
singularidad casi demoníaca, como de algo insólito y por lo tanto
sorprendente. Y esta actitud no puede ir del brazo con la madurez, que al
conocer la esencia de la vida, no se deja sorprender por sus avatares.
Revoluciones, guerras, cataclismos, ¿qué significa esa pequeña
efervescencia en comparación con el fundamental horror de la existencia?
¿Decís que hasta ahora no ha habido nada semejante? Os olvidáis de que en
el hospital más cercano ocurren crueldades nada menores. ¿Decís que
perecen millones de seres? Os olvidáis de que millones de seres perecen sin
cesar, sin un momento de descanso, desde que el mundo existe. Os
aterroriza y sorprende ese horror porque vuestra imaginación se ha dormido
y os olvidáis de que continuamente bordeamos el infierno.
Esto es importante, ya que al comunismo sólo se le puede juzgar
debidamente desde el punto de vista de una existencia lo más profunda y
severa, y nunca desde el punto de vista de una vida fácil y superficial, es
decir, burguesa. Os dejáis llevar —cosa propia de los artistas— por el deseo
de exagerar la imagen, otorgarle la máxima expresividad posible. De ahí
que vuestra literatura no sea más que un exagerar el comunismo; os
fabricáis en la imaginación un fenómeno tan grandioso y singular que poco
falta para que caigáis delante de él de rodillas.
Lo que yo pregunto, pues, es si no estaría más acorde con la historia y
con nuestro conocimiento del mundo y del hombre que tratarais a ese
mundo de detrás del telón no como un mundo nuevo, insólito y demoníaco,
sino como un trastorno y una desviación del mundo normal; y que no
olvidarais la justa proporción entre esas convulsiones de la superficie
agitada y la incesante, poderosa y profunda vida que late por debajo de ella.
Segundo reproche: reduciéndolo todo a esta única antinomia entre el
Este y el Oeste tenéis que someteros —es inevitable— a los esquemas que
vosotros mismos creáis. Tanto más cuanto que resulta imposible distinguir
entre lo que es en vosotros la búsqueda de la verdad y lo que es una
activación psíquica en esta lucha. No quiero decir con esto que os estéis
dedicando a la propaganda, lo que quiero decir es que se despiertan en
vosotros unos profundos instintos colectivos que hoy en día obligan a la
humanidad a concentrarse en una sola cuestión y a prepararse para una
única batalla. Navegáis con la corriente de la imaginación de masas, que se
ha creado ya su lenguaje, sus conceptos, imágenes y mitos, y esa corriente
os lleva más lejos de lo que quisierais. ¿Cuánto de Orwell hay en Miłosz?
¿Cuánto de Koestler en Orwell? Y en ambos, ¿cuántas palabras de las miles
y miles que producen cada día —sobre el mismo tema— las máquinas de
imprenta?; lo cual no está causado en absoluto por el dólar americano, sino
que es resultado de nuestra propia naturaleza que exige un mundo definido.
La infinitud y la riqueza de la vida se reducen en vosotros a unas cuantas
cuestiones, y utilizáis un concepto del mundo simplificado, concepto cuya
provisionalidad conocéis perfectamente.
Pues bien, el valor del arte puro consiste en que rompe los esquemas.
Y el tercer reproche es aún más doloroso: ¿a quién queréis servir? ¿Al
individuo o a la masa? Como el comunismo es algo que subordina el
hombre al colectivo humano, de ello se deduce la conclusión de que el
método más esencial de la lucha contra el comunismo es el fortalecimiento
del individuo frente a la masa. Y si bien se entiende sobremanera que la
política, la prensa, la literatura del momento, calculadas para obtener un
efecto práctico, desean crear una fuerza colectiva capaz de luchar contra los
Soviets, por el contrario el cometido del arte serio es distinto, y, o bien será
para siempre lo que ha sido desde el principio del mundo, es decir, la voz
del individuo, la expresión del hombre singular, o bien perecerá. En este
sentido una página de Montaigne, un poema de Verlaine, una frase de
Proust son más «anticomunistas» que el coro acusador que vosotros
formáis. Son libres, son liberadores.
Y por último, el cuarto reproche: el arte verdaderamente ambicioso
(puesto que estos reproches no se refieren a cualquiera, sino únicamente a
los creadores con aspiraciones de una gran altura, a los que no renuncian al
nombre de artista) debe adelantarse a su tiempo, ser el arte de mañana.
¿Cómo acordar esta tarea capital con la actualidad, con el presente? Los
artistas se sienten orgullosos de que los últimos años han ampliado
enormemente su visión del hombre —hasta el punto de que en comparación
con esto, los autores fallecidos recientemente parecen ingenuos—, pero
todas esas verdades y semiverdades les han sido dadas sólo para que las
superen y descubran otras que se ocultan tras ellas. El arte, por lo tanto,
tiene que ser la fuerza destructora de los conceptos actuales en nombre de
los conceptos que se aproximan. Pero ¿cómo pueden nacer esos nuevos
gustos que se aproximan, esos sentimientos de mañana, los estados de
ánimo que nos aguardan, las concepciones y las emociones de una pluma
cuyo objetivo es únicamente la consolidación de la visión de hoy, de las
contradicciones de hoy? Los comentarios que Miłosz ha publicado en
Kultura sobre mi drama constituyen una buena ilustración de ello. Ha
percibido en El matrimonio lo que en él es «actual» —desesperación y
lamento por la degradación de la dignidad humana y la violenta crisis de la
civilización—, pero no se ha dado cuenta de hasta qué punto el placer y el
juego acechan detrás de esta fachada actual, dispuestos en cualquier
momento a elevar al hombre por encima de sus derrotas.
Poco a poco empezamos a saturarnos de los sentimientos presentes.
Nuestra sinfonía se acerca al momento en que se levanta el barítono y
entona: ¡hermanos, abandonad vuestros cantos, que suenen unos aires
nuevos! Mas el canto del futuro no surgirá de una pluma demasiado atada al
presente.
Sería estúpido que yo hiciera reproches a la gente que al ver un incendio
toca las campanas. No es ésta mi intención. Sino que digo: que cada cual
haga lo que le indica su vocación y talento. La literatura de gran calibre
tiene que disparar a larga distancia y preocuparse ante todo de que nada
disminuya su alcance. Si queréis que la bala llegue lejos, tendréis que
dirigir el cañón hacia arriba.

Viernes

Un nuevo número de Wiadomości, y en él mi Banquete. También


contiene un artículo «favorable» sobre Miłosz. Leo lo siguiente: «El
pensamiento cautivo es un reto lanzado a la grandilocuencia de la literatura
de la emigración.» Y más adelante: «Algunos capítulos de las obras de
Miłosz que conozco me recuerdan más que nada la manera de escribir de
Proust, con la diferencia de que son mejores que las obras de Proust.»
Luego, otro párrafo: «El resto de los capítulos son unas teorías histórico—
económico-filosóficas que superan visiblemente los conocimientos del
autor. Son aforismos perfectamente expresados faltos de base científica; las
pretensiones de este libro están muy por encima de su valor real.»
Me temo que las pretensiones de esta crítica están muy por encima de su
valor real. Si la literatura de la emigración precisa aún de «un reto lanzado a
su grandilocuencia», y si éste ha de ser el mayor mérito de Miłosz,
bueno…, pues, sería mejor no mencionar a Proust, que después de todo
tenía la cabeza ocupada por problemas menos elementales. Además, la
comparación de Miłosz con Proust es capaz de enloquecer al lector y de
hacerle gritar: pero ¿qué tendrá que ver la gimnasia con la magnesia?, ¿qué
tendrá que ver la velocidad con el tocino?
Sin embargo, esto es lo de menos. Lo que merece más atención es el
tercer fragmento que he citado. ¿Qué escritores, mi querido señor
Mackiewicz, qué persona culta, incluso qué sabio posee suficientes «bases
científicas», como las llama usted? ¿Acaso no es verdad que nuestras
bibliotecas han superado nuestra capacidad de asimilación, que todos somos
más o menos ignorantes y que lo único que nos queda es utilizar con la
mejor voluntad el bagaje de sabiduría que poseemos? ¿Acaso un hombre de
una inteligencia eminente como Miłosz no tiene derecho a contar sin más
sus experiencias más personales o a buscar en ellas su propia verdad para
que después lo tilden de pretencioso, presumido e ignorante? En el sexto
curso me hice miembro del Club de Discusiones, y recuerdo que estas
mismas acusaciones eran las más hirientes, tanto más hirientes cuanto que
te eran devueltas inmediatamente como una pelota: —¡Tú sí que eres un
presumido ignorante y no yo!
¿Y de dónde habrá sacado este hombre lo de las teorías histórico-
económico-filosóficas, que supuestamente constituyen la mayor parte del
libro? De veras que se escribe sobre los libros cualquier cosa.
Mi postura con respecto a Wiadomości (también ante Kultura) y con
respecto a St. Mackiewicz es complicada. Considero que Wiadomości es un
semanario magnífico y extraordinariamente útil, y a Mackiewicz lo leo con
verdadero placer incluso cuando me enerva; sin embargo, la aplastante
facilidad con la que el periodismo literario le ajusta las cuentas a la
literatura me induce a oponer resistencia. En la propia naturaleza de la
prensa literaria hay algo que siempre molestará a la literatura como un
hueso atravesado en la garganta.

Jueves

En una ocasión estuve explicando a alguien que, para sentir la


importancia verdaderamente cósmica que tiene para el hombre otro hombre,
hay que imaginarse lo siguiente: estoy completamente solo en un desierto;
jamás he visto a nadie, ni tampoco adivino la posibilidad de la existencia de
otro hombre. De repente, en mi campo de visión aparece un ser análogo,
que sin embargo no soy yo —la misma idea encarnada en otro cuerpo,
alguien idéntico y sin embargo extraño—, y experimento al mismo tiempo
una maravillosa plenitud y un doloroso desdoblamiento. Pero por encima de
todo domina esta revelación: que me he convertido en un ser ilimitado,
imprevisible para sí mismo, multiplicado en todas sus posibilidades por esa
fuerza extraña, fresca y sin embargo idéntica que se me acerca como si yo
mismo me acercase desde el exterior.
Para terminar mis reflexiones acerca de Miłosz: estoy tratando de
comprender cuál puede ser esa idea clave que nuestras experiencias
orientales pueden aportar a Occidente, cuál puede ser la contribución de la
literatura contemporánea polaca a la literatura occidental.
Con toda seguridad abordaré este tema un poco subjetivamente. El
pensar no es mi especialidad, y no oculto que para mí no es más que un
instrumento. Lo único que quiero expresar es cuáles son las cuerdas que
está tocando en mí aquella nuestra realidad oriental.
A un comunista creyente la revolución le parece un triunfo de la razón,
de la virtud y de la verdad, de tal modo que para él no hay nada en ella que
se aparte de una línea normal del progreso humano. En cambio, a un
«pagano», como dice Miłosz, la revolución le aporta una nueva conciencia,
que él resume con la siguiente frase: el hombre puede hacer cualquier cosa
con el hombre.
En esto hay algo que a nosotros, los escritores del Este, empieza a
separarnos un poco de Occidente. (Fijaos qué cauto soy. Digo: «un poco»,
«empieza».) El mundo occidental vive, a pesar de todo, con la visión del
hombre solitario y de valores absolutos. En cambio, a nosotros, de una
manera más palpable, se nos empieza a revelar la fórmula: hombre más
hombre, hombre multiplicado por hombre; la cual de ninguna manera se
debe asociar con ninguna clase de colectivismo. Buber, un filósofo judío, lo
ha definido bastante bien diciendo que la filosofía individualista imperante
hasta ahora se ha acabado y que la mayor desilusión que espera a la
humanidad en el futuro más próximo será el fracaso de la filosofía colectiva
que, tratando al individuo en función de la masa, en realidad lo está
sometiendo a la presión de abstracciones como clase social, estado, nación,
raza; y sólo sobre los cadáveres de esos conceptos del mundo nacerá un
tercer modo de ver al hombre: el hombre en unión con otro hombre
concreto, yo en unión contigo y con él…
El hombre a través del hombre. El hombre en relación con el hombre. El
hombre creado por el hombre. El hombre potenciado por el hombre. ¿No
será una ilusión mía el que vea oculta en ello una nueva realidad? Y, sin
embargo, cuando reflexiono sobre los malentendidos que surgen ahora entre
nosotros y Occidente, siempre topo con ese «otro hombre» elevado a la
categoría de poder creador. Podemos concretar esto en veinte definiciones
diferentes, expresarlo de ciento cincuenta maneras, pero eso no cambiará
para nada el hecho de que a nosotros, hijos del Este, se nos empiece a
deshacer entre las manos el problema de la conciencia individual del que se
nutre todavía la mitad de la literatura francesa, y de que Lady Macbeth y
Dostoyevski se tornen inverosímiles…, de que al menos la mitad de los
textos de los distintos Mauriac nos parezcan escritos en la luna, y de que en
las voces de Camus, Sartre, Gide, Valéry, Eliot, Huxley percibamos unos
lujos indigestos, reminiscencias de los tiempos que para nosotros se han
terminado. En la práctica, esas diferencias llegan a ser tan evidentes que yo,
por ejemplo (y lo digo sin la más mínima exageración), no soy capaz en
absoluto de hablar de arte con los artistas —ya que el mundo occidental,
fiel hasta ahora a sus valores absolutos, todavía cree en el arte y en los
placeres que él nos proporciona, mientras que para mí este placer está
impuesto, nace entre nosotros—; donde ellos ven a un hombre arrodillado
ante la música de Bach, yo sólo veo gente que se obliga mutuamente a
ponerse de rodillas, a extasiarse, a experimentar placer y admiración. Esta
manera de ver el arte tiene que influir a la fuerza en mi convivir con él, y es
que yo escucho un concierto, admiro a los grandes maestros y juzgo la
poesía de otra forma.
Lo mismo ocurre con todo. Si nuestra sensibilidad no se ha manifestado
en nosotros con fuerza suficiente, es así porque somos esclavos de un
lenguaje heredado; pero ella va surgiendo a la superficie cada vez con
mayor fuerza, filtrándose a través de las grietas de la forma. ¿Qué nacerá,
qué podría nacer en Polonia y en las almas de la gente hundida y
embrutecida si un buen día desaparece también ese nuevo orden que ha
ahogado al anterior y llega la Nada? He aquí la imagen: el majestuoso
edificio de una civilización milenaria se ha derrumbado, silencio y vacío;
sobre los escombros, un enjambre de menudos y grises seres humanos que
no han podido aún salir del asombro. Porque se ha derrumbado su iglesia:
los altares, los cuadros, las vidrieras, las estatuas, ante lo cual hincaban las
rodillas; se ha hundido la bóveda que los protegía, todo se ha convertido en
polvo y escombros y ellos han quedado al descubierto. ¿Dónde buscar un
amparo? ¿A quién adorar? ¿A quién rezar? ¿A quién temer? ¿Dónde ubicar
la fuente de inspiración y de fuerza? ¿Sería de extrañar que vieran en ellos
mismos la única fuerza creadora y la única Deidad accesible? Este es el
camino que conduce de la adoración de las obras humanas al
descubrimiento del hombre como una potencia decisiva y desnuda.
Los habitantes del maravilloso edificio de la civilización occidental
deberían prepararse para una invasión de los sin casa ni hogar, con su nueva
perceptibilidad del hombre…, que no tendrá lugar. En este momento he
cambiado de opinión. Porque el búlgaro no se fía del búlgaro, el búlgaro
desprecia al búlgaro, el búlgaro toma al búlgaro por un…, (aquí se debería
utilizar la famosa palabra sustituida por los tres puntos). Así que nosotros
no vamos a imponer a nadie nuestro sentimiento, porque no tomamos en
serio nuestros sentimientos. Y resultaría demasiado extraño que semejante
visión del hombre naciera entre gente que se menosprecia a sí misma.

Martes

Otra crítica, esta vez en Orzet Biaty, de Transatlántico y El matrimonio.


De Jan Ostrowski. Si yo mismo no puedo entender nada de esas frases de
miembros retorcidos, desgreñadas, nada limpias y que emiten un balbuceo
salvaje, ¿qué es lo que entenderán los demás?

«Como de costumbre, las avanzadillas vanguardistas de la literatura


apuntan al "culo” al aire en las cosas más drásticas.»
«Juzgando por sus declaraciones, los problemas de Gombrowicz
consisten en… la revelación de una perfección parcial.»
«Gombrowicz, de un importador de las primicias literarias durante la
guerra, se ha convertido en un exportador de los productos de la literatura
polaca.»

O esta otra perlita:

«El libro, como obra de arte; las teorías del autor no absuelven.»

Tres columnas de semejante porquería. Por lo que yo sé, Ostrowski es


redactor-jefe de la sección literaria de Orzet. En efecto, la publicación de
este artículo sólo ha podido ser autorizada por la persona que lo ha escrito.
¿Por qué el pensamiento cautivo del señor redactor le da codazos a mi
libro y lo pellizca como puede? He estado buscando la clave de este secreto
y la he encontrado en la siguiente frase: «”Se deshonró” a sí mismo y
“deshonró” a la emigración… De momento recibe latigazos polémicos o
unas dosis de silencio calmante.» El señor Ostrowski ha llegado a la
conclusión de que los latigazos polémicos son más eficaces, aunque las
personas que no saben hablar deberían escoger más bien el silencio
calmante. Callar sobre mí, señor Ostrowski, es más aniquilador en unos
labios capaces sólo de emitir tonterías.
¿Qué hacer con el encantador fenómeno del «articulista de fondo» tipo
señor Ostrowski? Un simpático espectador que en cuatro palabras derrumba
visiones del mundo, da consejos, revela verdades, forma, consolida,
formula, desenmascara, construye, lanza, orienta… Para condimentar su
artículo echará mano hasta de Dios, aunque, a decir verdad, lo que le
importa no es Dios, sino únicamente el poder hincharle a alguien las…
¿Qué es lo que le autoriza a abusar de semejante modo del nombre de Dios
y de tantos nombres serios con los que ha rellenado su artículo de fondo, y a
abusar de la buena fe del lector? ¿Qué? Por supuesto que unos sanos
ideales. Pero yo, que soy un vil destructor y un cínico, sé que no hay nada
más fácil que tener unos sanos ideales. Lo sabe cualquiera. Los sanos
ideales los tiene todo el mundo; por descontado, según la opinión de cada
uno. Esos sanos ideales son el desastre, la enfermedad, la maldición de
nuestro deshonesto siglo. Ostrowski es un microbio precisamente de la
enfermedad cuyo diagnóstico nos ha dado Miłosz; es así cómo unas
pequeñas causas producen unos resultados monstruosos. Tener ideales no es
una gran cosa, lo que sí es una gran cosa es no incurrir en nombre de unos
muy grandes ideales en unas muy pequeñas falsedades.
III
Capítulo

MIÉRCOLES
Al encontrar en casa de los Grodzicki al joven pintor Eichler, declaré:
¡no creo en la pintura! (A los músicos les digo: ¡no creo en la música!) Más
tarde me enteré por Zygmunt Grocholski que Eichler le había preguntado si
yo decía semejantes paradojas en broma. No se imaginan cuánta verdad hay
en esta broma…, una verdad posiblemente más verdadera que las verdades
con las que se nutre su «apego» servil al arte.
Ayer, sucumbiendo a la persuasión de N. N., fui con él al Museo
Nacional de Bellas Artes. El exceso de cuadros me cansó aun antes de
empezar a mirarlos; pasábamos de una sala a otra; nos deteníamos ante
algún cuadro; acto seguido nos acercábamos a otro cuadro. Mi compañero,
por supuesto, era todo «sencillez» y «naturalidad» (esa naturalidad
adquirida que no es más que una superación del artificio), y, de acuerdo con
el imperante savoir vivre, evitaba todo cuanto pudiese tacharse de
exagerado…; de mí emanaba una apatía que iba tomando matices de
repulsión, aversión, rebeldía, rabia o absurdo.
Aparte de nosotros había unas diez personas más que se acercaban,
contemplaban y se apartaban…; lo mecánico de sus movimientos, su
silencio, les conferían apariencia de títeres y sus rostros no expresaban nada
comparados con los rostros que miraban desde los lienzos. No es la primera
vez que me atormenta el hecho de que la cara del arte apague las caras de
los vivos. ¿Quiénes frecuentan los museos? Algún pintor, o, más a menudo,
algún estudiante de la escuela de bellas artes o de la escuela secundaria,
alguna mujer que no sabe qué hacer con el tiempo, cuatro aficionados,
personas que han llegado de lejos y visitan la ciudad; pero aparte de eso,
casi nadie, aunque todo el mundo está dispuesto a jurar y perjurar que
Ticiano o Rembrandt son unas maravillas que les producen escalofríos.
No me extraña esta ausencia. Estas salas enormes y vacías con las
paredes repletas de lienzos son extremadamente repulsivas y capaces de
precipitarle a uno al fondo de la desesperación. Los cuadros no están hechos
para ser colocados uno al lado del otro en una pared desnuda; un cuadro
sirve para adornar un interior y ser la alegría de quienes pueden disfrutar de
su presencia. Aquí, en cambio, se produce una saturación, la cantidad ahoga
la calidad, las obras maestras contadas por docenas dejan de ser maestras.
Quién puede contemplar un Murillo cuando a su lado un Tiépolo exige una
mirada y otros treinta cuadros gritan: ¡mírame, mírame! Existe un
insoportable y humillante contraste entre la intención de cada una de las
obras de arte, que quieren ser únicas y exclusivas, y su exhibición en este
edificio. Pero el arte —no solamente la pintura— abunda en semejantes
disonancias, absurdos, fealdades y tonterías marginales, que nosotros
echamos fuera de nuestro campo sensible. Un viejo tenor en el papel de
Sigfrido no nos disgusta, como tampoco nos disgustan unos frescos que no
se pueden ver bien, una Venus con la nariz desportillada, la vejez de una
mujer que declama poesía joven.
Yo, sin embargo, estoy cada vez menos dispuesto a dividir mi
sensibilidad en compartimientos y no quiero cerrar los ojos a los absurdos
que acompañan al arte sin pertenecer a él. Exijo del arte no solamente que
sea bueno como arte, sino también que esté bien unido a la vida. No tengo
ganas de tolerar sus templos demasiado ridículos, ni oraciones… demasiado
ridiculizantes. Si éstas son las obras maestras que han de llenarnos de tanta
admiración, ¿por qué entonces nuestro sentimiento resulta temeroso,
inseguro y anda a tientas? Antes de caer de rodillas ante una obra maestra
nos ponemos a pensar si en realidad se trata de una obra maestra, nos
preguntamos tímidamente si debería deslumbrarnos, nos informamos
minuciosamente acerca de si nos está permitido experimentar esos placeres
celestiales, y sólo entonces nos abandonamos al éxtasis. ¿Cómo relacionar
el supuestamente fulgurante poder del arte, tan irresistible, espontáneo y
evidente, con la inseguridad de nuestra reacción? Y a cada paso unas
divertidas meteduras de pata, unas terribles planchas, unos errores fatales
desenmascaran toda la falsedad de nuestro lenguaje. A cada momento los
hechos abofetean a nuestra mentira. ¿Por qué este original tiene un valor de
diez millones y esta copia suya (aunque tan perfecta que despierta
exactamente las mismas sensaciones artísticas) sólo vale diez mil? ¿Por qué
ante el original se agolpa una multitud devota y en cambio nadie admira la
copia? Aquel cuadro despertaba unas emociones paradisíacas mientras fue
considerado como «una obra de Leonardo», sin embargo hoy ya nadie le
echa una mirada, puesto que el análisis del pigmento ha demostrado que se
trata de la obra de un discípulo. Esa espalda de Gauguin es una obra
maestra, pero para saber apreciarla hay que conocer la técnica, tener en la
cabeza toda la historia de la pintura, poseer un gusto refinado; ¿con qué
derecho entonces la admiran los que carecen de una preparación adecuada?
Pues bien (le decía yo a mi compañero tras haber abandonado el museo), si
en lugar de analizar el pigmento sometiéramos a un riguroso examen
experimental las reacciones del espectador pondríamos en evidencia una
infinitud de falsedades que harían derrumbarse estrepitosamente todos los
Partenones y caerse de vergüenza la Capilla Sixtina.
Pero él me miró de reojo: comprendí que pasaba por una crisis de
confianza. Mis razonamientos le sonaban a simpleza, no porque en su
opinión no tuviera razón, sino sobre todo porque mi lenguaje no era el de
una persona de la «sociedad» artística, y ni Malraux, ni Cocteau, ni nadie de
los que él respetaba se hubiesen expresado de esta forma. Se trataba de una
esfera de conceptos que ellos superaron hacía ya tiempo, sí, era una «esfera
inferior», algo realmente por debajo del nivel permitido, no, ¡en este tono
no se puede hablar del arte! Yo sabía qué idea se le había ocurrido: que era
polaco, o sea, un ser más primitivo. Pero al mismo tiempo era el autor de
unos libros que él consideraba como «europeos»…, de modo que por mi
boca probablemente no hablaba el primitivismo eslavo, sino que más bien
se trataba de una broma, de un intento de hacerse el loco. Me dijo: —Usted
debe de hablar así para fastidiar.
¿Fastidiar? Si vuestra estupidez me fastidia a mí, ¡dejadme al menos
que yo también os fastidie a vosotros! ¿Por qué no os queréis enterar de que
los refinamientos no sólo no excluyen la sencillez, sino que precisamente
deberían y tienen que ir a la par con ella? ¿Y de que quien complicándose a
sí mismo no sabe simplificarse al mismo tiempo, pierde la capacidad de
oponerse interiormente a las fuerzas que ha despertado en sí mismo y que lo
destruirán? Aunque en mis palabras no hubiese más que el deseo de no
subyugarme al arte, de conservar mi soberanía con respecto a él, eso ya
sería digno de encomio: porque es una política sana de artista. Pero —
aparte de esto— había otras razones, más profundas, que acechaban en mí y
de las que él no tenía conocimiento. Le podía haber dicho:
—Tú te crees que yo soy ingenuo y, sin embargo, el ingenuo eres tú. No
te das cuenta en absoluto de lo que pasa dentro de ti cuando contemplas
unos cuadros. Crees que te acercas al arte voluntariamente, atraído por su
belleza, que esta relación se desarrolla en una atmósfera de libertad y que
en ti nace el placer espontáneamente surgido de la divina varita mágica de
la Belleza. Lo que ocurre en realidad es que una mano te ha cogido por el
pescuezo, te ha conducido ante el cuadro y te ha puesto de rodillas, y que
una voluntad más poderosa que la tuya te ha mandado esforzarte para que
experimentes unos sentimientos apropiados. ¿De qué manó y de qué
voluntad se trata? Esa mano no es la de alguien concreto, esa voluntad es
una voluntad colectiva surgida en una dimensión interhumana, que te
resulta del todo ajena. De modo que tú no admiras en absoluto, tú sólo
intentas admirar.
Podía haber dicho esto y mucho más…, pero me contuve… Todo esto
tiene que quedar dentro de mí, sofocado, ¿cómo darle peso específico a esta
idea, desarrollarla y organizaría en una obra más amplia, cuando mi tiempo
es el de un oficinista insignificante, un tiempo que nadie respeta?
¿Expresarme con medias palabras? ¿Con alusiones a la verdad que uno no
puede extraer de sí mismo en toda su plenitud? Tuve que quedarme
inconfeso y fragmentario, impotente ante el absurdo que me
distorsionaba…, y no únicamente a mí…
Él dice: yo admiro. Yo digo: tú intentas admirar. Una pequeña
diferencia, y, no obstante, sobre esta pequeña tergiversación se ha edificado
una montaña de devota mentira. Y precisamente en esta falsa escuela se está
formando un estilo: y no sólo artístico, sino también el estilo de pensar y
sentir de la élite, que acude aquí para perfeccionar sus sentimientos y
conseguir la seguridad de la forma.

Viernes

Me acuerdo de la conferencia que di hace unos años en Fray Mocho


(publicada luego en Kultura con el título de «Contra los poetas»[11]).
Mientras intentaba demostrar a aquellos argentinos, a fin de cuentas tan
alejados de Europa, la necesidad imperiosa de renovar nuestra actitud frente
a la poesía versificada, me dijeron:
—¿Cómo? ¿Pretende que el arte sea «para todos», usted, que es el típico
escritor elitista?
Pero yo no reivindico un arte popular, ni soy enemigo del arte (también
esto se ha dicho de mí), ni tampoco pongo en duda su peso e importancia.
Yo sólo afirmo que el arte ejerce sobre nosotros una influencia distinta de la
que creemos. Y me enerva que el desconocimiento de este mecanismo nos
haga artificiosos precisamente allí donde la probidad tiene el precio más
alto. Me enervo sobre todo cuando esto ocurre con los polacos.
Porque nuestra actitud eslava frente a las cuestiones del arte es menos
decidida, estamos menos comprometidos con el arte que las naciones de
Europa Occidental y nos podemos permitir una mayor libertad de
movimientos. Es lo que en numerosas ocasiones le he dicho a Zygmunt
Grocholski, a quien le hace sufrir duramente su polonidad visceral aplastada
por París; y su lucha es igual de dura que el drama de tantos artistas polacos
cuyo único lema es «alcanzar a Europa» y cuyo mayor obstáculo en esta
carrera es el hecho de ser un tipo de europeo diferente y particular, oriundo
de un lugar donde Europa ya no es plenamente Europa. Algo por el estilo le
dije también a Eichler en casa de los Grodzicki:
—Me extraña que los pintores polacos no traten de explotar la ventaja
que en el terreno del arte supone su polonidad. ¿Siempre tenéis que imitar a
Occidente? ¿Postraros ante la pintura como los franceses? ¿Pintar con
seriedad? ¿Pintar de rodillas, con el máximo respeto, pintar tímidamente?
Reconozco los méritos de esta clase de pintura, pero ella no forma parte de
nuestra naturaleza, puesto que nuestras tradiciones son diferentes, los
polacos nunca han dado demasiada importancia al arte; nosotros siempre
nos hemos inclinado a creer que la nariz no está hecha para la tabaquera,
sino la tabaquera para la nariz, y nos ha gustado la idea de que «el hombre
está por encima de lo que crea». Dejad de tener miedo de vuestros propios
cuadros, dejad de adorar al arte, tratadlo a la polaca, desde arriba,
sometedlo a vuestra voluntad, pues entonces se liberará en vosotros la
originalidad, se os abrirán unos caminos nuevos y conseguiréis lo más
valioso y fecundo: la propia realidad.
No convencí a Eichler, a quien le había costado muchos esfuerzos
conseguir un sólido status europeo; él me observaba con una mirada a la
que yo estaba acostumbrado y que decía: ¡qué fácil es hablar! Los pintores,
los artistas plásticos, agobiados por las enormes dificultades técnicas,
concentrados en su lucha por la perfección del dibujo, del color, por lo
general no desean concentrarse más que en su técnica, menospreciando el
hecho de que un nuevo enfoque permite cortar más de un nudo imposible de
deshacer. Así que cuando yo les exijo que sean hombres que pinten, ellos
sólo quieren ser pintores. Y, sin embargo, confío en que hoy en día haya
lugar en nosotros para una idea más personal y creativa del arte.
En efecto, hemos estado sometidos sucesivamente a la influencia de dos
conceptos: uno de ellos, aristócrata, obliga al receptor a admirar algo que no
puede ni sentir ni comprender, mientras que el otro, proletario, obliga al
creador a fabricar algo que desprecia, que es inferior a él y que sólo puede
servir a las gentes simples y a los pobres de espíritu. La lucha entre estas
dos escuelas enemigas tiene lugar en nuestras propias carnes, y es tal la
fuerza con que se destruyen mutuamente, que se ha creado en nosotros un
vacío; ¿lograremos algún día escapar de ese baño purificados y capaces de
llevar a cabo un acto creativo propio y particular?
No perdáis el valioso tiempo persiguiendo a Europa; no la alcanzaréis
jamás. No intentéis convertiros en los Matisse polacos; de vuestros defectos
no nacerá un Braque[12]. Atacad más bien al arte europeo, sed vosotros los
que desenmascaren; en lugar de intentar alcanzar la madurez ajena, tratad
más bien de sacar a relucir la inmadurez de Europa. Tratad de organizar
vuestra verdadera sensibilidad de manera que alcance una existencia
objetiva en el mundo, encontrad una teoría que esté acorde con vuestra
práctica, cread una crítica del arte desde vuestro punto de vista, cread una
imagen del mundo, del hombre, de la cultura, que esté acorde con vosotros;
cuando hayáis pintado este cuadro, no os será difícil pintar otros.

Sábado

G. R. me ha leído la carta de una polaca que, según él, está dirigida a


mí. Copio los siguientes fragmentos:
«En efecto, no quiero saber nada, nada, nada, sólo quiero creer. Creo en
la infalibilidad de mi fe y en la veracidad de mis principios. Una persona
sana no quiere exponerse al riesgo de coger un bacilo, y yo no quiero
respirar una miasma ideológica que podría debilitar mi fe, la fe que me es
absolutamente necesaria para vivir y que incluso es para mí la vida
misma…»
«Sólo se puede creer si se quiere creer y si se cultiva la fe dentro de sí,
pero quien pone expresamente su fe a prueba para comprobar si ella resiste
dicha prueba, éste ya no cree en la fe. Y es que no sólo hay que creer. Hay
que creer que hay que creer. ¡Hay que tener fe en la fe! Hay que amar la fe
dentro de uno mismo.»
«Una fe sin fe en la fe no es fuerte ni puede satisfacer a nadie.»
He leído estos fragmentos en Fray Mocho. Me han preguntado con
curiosidad si el catolicismo en Polonia es hoy en día igualmente ferviente
que antes y si Polonia es siempre fidelis. He dicho que la Polonia actual es
como un trozo de pan seco que se rompe con un crujido en dos partes: la
creyente y la no creyente. Al volver a casa he pensado que los párrafos
arriba citados son dignos de reflexión. Esa «fe en la fe», ese acento tan
fuerte puesto en el acto de la voluntad que crea la fe, ese retirarse de uno
desde la fe hacia la esfera donde se está creando: es algo que efectivamente
me concierne.
Y además: ¿cuál debe ser mi actitud ante el catolicismo? No me refiero
a mi labor estrictamente artística, puesto que en ella no se escogen actitudes
ni posturas, el arte se crea a sí mismo; pienso en mi literatura en su vertiente
social, en todos esos artículos y escritos… Me encuentro absolutamente
solo ante este problema, porque nuestro pensamiento, paralizado en el año
1939, no ha dado ni un paso adelante en lo que se refiere a estas cuestiones
fundamentales. No podemos reflexionar sobre nada porque no tenemos la
mente libre. Nuestro pensamiento está tan ligado a nuestra situación y tan
fascinado por el comunismo, que sólo podemos pensar en contra de él o de
acuerdo con él, y avant la lettre estamos encadenados a su carro, nos ha
vencido atándonos a sí mismo, aunque gocemos de una apariencia de
libertad. De modo que hoy sólo es posible pensar en el catolicismo como en
una fuerza capaz de resistir, mientras que Dios se ha convertido en una
pistola con la que quisiéramos matar a Marx. Este es el sagrado misterio
que hace inclinar las cabezas a doctos masones, que de los artículos laicos
erradicó el chiste anticlerical, que al poeta Lechoń le dicta las
conmovedoras estrofas a la Virgen María, que a los profesores socialistas y
ateos les devuelve la conmovedora inocencia de los tiempos de la primera
comunión y que, en fin, hace milagros con los que no han soñado nunca los
filósofos. Pero… ¿es éste el triunfo de Dios o de Marx? Si yo fuera Marx,
estaría orgulloso, pero si fuera Dios, me sentiría, en cuanto absoluto, algo
incómodo. ¡Fariseos! Si el catolicismo ha llegado a seros necesario, tened
un poco más de seriedad e intentad acercaros a él sinceramente. Que este
frente común no se limite únicamente a la política. Lo que pretendo,
sencillamente, es que todo cuanto ocurra en nuestra vida espiritual ocurra
de la manera más profunda y más honrada posible. Ha llegado el momento
en que los ateos deberían buscar una nueva alianza con la Iglesia.
Sin embargo, esta cuestión, planteada desde el punto de vista de los
principios, se vuelve al instante tan abominablemente difícil que de veras
uno se siente del todo impotente. ¿Cómo vamos a entendernos con alguien
que cree, quiere creer y no admite ninguna idea que el dogma haya puesto
en el Índice? ¿Acaso tenemos un lenguaje común yo, que provengo de
Montaigne y Rabelais, y la fervorosamente creyente autora de la carta?
Cualquier cosa que yo diga, ella lo medirá con su doctrina. Para ella todo
está resuelto, puesto que ella conoce la verdad suprema acerca del universo,
lo cual hace que su humanidad tenga un carácter totalmente diferente y,
desde mi punto de vista, tremendamente estrafalario. Para ponerse de
acuerdo con ella, tendría que derrumbar sus verdades absolutas, pero cuanto
más convincente le resulte, tanto más diabólico le pareceré y con tanta más
fuerza cerrará sus oídos. No tiene derecho a admitir la duda, por lo que mis
razones se convertirán precisamente en su credo quia absurdum.
Pues bien, aquí surge una peligrosa analogía. Cuando hablas con un
comunista, ¿no te da la sensación de estar hablando con un «creyente»?
Para un comunista también está todo solucionado, al menos en la presente
fase del proceso dialéctico; él posee la verdad, él sabe. Es más, él cree; más
aún, él quiere creer. Aunque lo convenzas, él no se dejará convencer,
porque se ha entregado al Partido: el Partido sabe más, el Partido sabe por
él. ¿No has tenido la sensación, cuando tus palabras rebotaban en este
hermetismo como en una pared, que la verdadera línea divisoria pasa entre
los creyentes y los no creyentes, y que el continente de la fe abarca iglesias
tan discordes como el catolicismo, el comunismo, el nazismo, el
fascismo…? Y en este momento te has sentido como amenazado por una
colosal Santa Inquisición.

Sábado

El ingeniero L. me ha invitado a la reunión de una asociación católica.


Unas veinte personas y un fraile. Se ha rezado una breve oración, tras lo
cual L. ha leído unos textos de Simone Weil en su propia y muy buena —
por lo que he podido juzgar— traducción. Luego, una discusión.
Como siempre en semejantes reuniones, me han chocado sobre todo los
desesperantes fallos técnicos de la empresa. Simone Weil es difícil,
condensada, está cargada de vivencias interiores y a muchos de sus
pensamientos hay que volver repetidas veces; ¿quién de los presentes podía
captarlos al vuelo, asimilarlos, recordarlos? Pero, incluso si los hubiesen
captado…
La discusión era de las que no pueden inquietar a nadie, puesto que se
han convertido en el pan de cada día. A pesar de todo, me ha parecido que
la situación me hablaba con las palabras shakespearianas:

Pero hay en mí algo peligroso,


Que te aconsejo evitar…

No es verdad que todos somos iguales y que cada uno puede analizar a
quien sea. Simone Weil ha caído en los engranajes de estas mentes menos
experimentadas, de estas almas probablemente menos maduras, que
torpemente se han puesto a rumiar un fenómeno que les supera en mucho.
Han hablado con modestia y sin pretensiones, pero nadie ha tenido el valor
de admitir que no ha entendido y que en el fondo no tenía derecho de hablar
de ello.
Lo más curioso del caso es que ellos, siendo personalmente tan
inferiores a Weil, la han tratado con superioridad, desde las alturas de esa
sabiduría colectiva que les hacía superiores. Se sentían poseedores de la
Verdad. Si en esa reunión hubiese aparecido Sócrates, lo habrían tratado
como a un estudiantillo, porque él no hubiese estado enterado… Ellos saben
más.
Y precisamente este mecanismo, que le permite a un hombre inferior
evitar una confrontación personal con otro superior, me ha parecido
inmoral.

Domingo

Y, sin embargo, no quiero, no deseo estar en guerra con el catolicismo;


con toda sinceridad busco un acuerdo. Un acuerdo, claro está,
independiente de la coyuntura política. Ha llovido mucho desde que
Boy[13] atacaba a la «ocupación negra». Nunca he sido partidario de un
laicismo demasiado llano, y la guerra y la postguerra no me han cambiado
mucho en este sentido, al contrario, más bien me han afianzado en mi deseo
de un mundo más elástico, de perspectivas más profundas.
Si puedo convivir con el catolicismo es porque cada vez me importan
menos las ideas, mientras que pongo todo el énfasis en la postura que
adopta el hombre ante la idea. La idea es y será siempre un biombo detrás
del cual ocurren otras cosas más importantes. La idea es un pretexto. La
idea es un instrumento. El pensamiento, que abstraído de la realidad
humana es algo majestuoso y magnífico, diluido en la masa de unos seres
apasionados e incompletos no es más que un griterío. Estoy harto de
discusiones estúpidas. Ese baile de argumentaciones. Esa arrogante
sabihondez de los intelectuales. Esas fórmulas vacías de la filosofía.
Nuestras conversaciones serían magníficas, ah, sí, estarían llenas de lógica,
disciplina, erudición, método, precisión y principios, serían sublimes y
reveladoras, si no transcurrieran unos veinte pisos por encima de nosotros.
Hace poco fui invitado a desayunar en casa de un intelectual. Nadie hubiese
adivinado, al escuchar aquellas definiciones acompañadas de tantas citas,
que se trataba de un obtuso imbécil que se desahogaba en una esfera
superior.
Este desasosiego no sólo me afecta a mí. Y desanima cada vez más para
cualquier intercambio de pensamientos. Yo ya casi no presto atención al
contenido de las palabras, sino que escucho cómo son pronunciadas; y lo
único que exijo del hombre es que no se deje atontar por sus propias
sabidurías, que su concepción del mundo no le prive de su sentido común
natural, que su doctrina no le despoje de humanidad, que su sistema no le
confiera rigidez y lo convierta en una máquina, que su filosofía no lo vuelva
obtuso. Vivo en un mundo que todavía se nutre de sistemas, ideas,
doctrinas, pero los síntomas de indigestión son cada vez más evidentes, el
paciente ya tiene hipo.
La aversión que siento hacia la idea como tal me permite encontrar un
modus vivendi con aquellos que la profesan. La pregunta que hago a los
católicos no es en qué Dios creen, sino qué clase de gente desean ser. Y al
hacer esta pregunta, tengo en cuenta el subdesarrollo del hombre. En mi
opinión, ellos se han juntado en un grupo sometido a un cierto mito, para
crearse mutuamente. Para mí el mito tiene, por lo tanto, carácter auxiliar,
cuando lo importante es qué clase de hombre nace bajo su influencia. Pero
aquí también mis exigencias se han vuelto menos rebuscadas que antes, en
la época de la razón triunfante. Hoy en día, cuando observo a un católico es
como si me observara a mí mismo; en este espejo veo los cambios que se
han producido en mí bajo la influencia de la severa historia de los últimos
años. ¿Es que yo exijo de la humanidad de hoy que sea progresista, que
luche contra las supersticiones, que lleve bien alta la bandera de la
ilustración y de la cultura, que cuide el desarrollo del arte y de la ciencia?
Seguramente que sí…, pero ante todo desearía que ese otro hombre no me
mordiera, no me escupiera y no me torturara. Y aquí es donde topo con el
catolicismo. Me une a él su perspicaz presentimiento del infierno contenido
en nuestra naturaleza y su temor ante la excesiva dinámica del hombre.
Observando a un católico me doy cuenta de que en ciertos aspectos me he
vuelto más cauto. Lo que en la orgullosa época de Nietzsche se consideraba
como abjuración de la vida dionisíaca, justamente esa cauta política del
catolicismo ante las fuerzas innatas, se me ha hecho más próxima desde que
la voluntad de la vida, llevada a su máxima tensión, ha comenzado a auto
devorarse.
La Iglesia se me ha hecho más próxima en su desconfianza hacia el
hombre; mi aversión hacia la forma, mi deseo de escapar de ella, la
constatación de que «todavía no soy yo», que acompaña cada uno de mis
pensamientos y sentimientos, coinciden con su doctrina. La Iglesia teme al
hombre y yo temo al hombre. La Iglesia desconfía del hombre y yo también
desconfío. Al contraponer la vida terrestre a la eternidad, la tierra al cielo, la
Iglesia trata de asegurarle al hombre precisamente esa distancia con su
propia naturaleza que a mí también me es necesaria. Y donde más patente
se hace esta afinidad es en nuestra actitud ante la Belleza. Tanto yo como
ella —la Iglesia— tememos la belleza en este valle de lágrimas, tendemos a
desarmarla, deseamos defendernos ante su excesivo encantamiento. Para mí
es decisivo el que tanto ella como yo clamemos por un desdoblamiento del
hombre, la Iglesia en los elementos humano y divino y yo en la vida y la
conciencia. Después de la época en que el arte, la filosofía, la política
buscaban al hombre integral, homogéneo, concreto, exacto, aumenta la
necesidad del hombre inaprensible, que sea un juego de contradicciones,
una fuente que brote de las antinomias, un sistema de compensación
infinita. Y quien tache todo esto de «escapismo» es un insensato.
A pesar de todo, en algún lugar, en el mismo fondo, estamos
madurando. En mi opinión, si el catolicismo ha causado graves daños al
desarrollo polaco, es porque se ha trivializado en nosotros hasta tomar la
dimensión de una filosofía demasiado fácil y demasiado serena, al servicio
de la vida y de sus necesidades inmediatas. A la literatura de hoy no le es
difícil entenderse con el catolicismo profundo y trágico, porque encierra el
mismo contenido emocional que nos invade cuando observamos el
desenfreno del mundo. ¡Retirada! ¡Retirada! ¡Retirada! En el momento en
que nos demos cuenta de que hemos llegado demasiado lejos, cuando
queramos retirarnos de nosotros mismos, el genial Cristo nos dará la mano:
su alma, como ninguna otra, conoció el secreto de la retirada. Las
enseñanzas que derribaron el Estado romano son nuestro aliado en la lucha
por destruir todos los edificios demasiado altos que construimos hoy en día,
por conseguir la desnudez y la sencillez, la simple virtud elemental.
La crisis intelectual que estamos atravesando no debemos achacarla
necesariamente a la desconfianza hacia la fuerza de la razón, sino más bien
al hecho de que su radio de acción sea tan insignificante. Hemos observado
con horror que estamos rodeados por una infinitud de mentes oscuras, que
roban nuestras verdades para distorsionarlas, disminuirlas, transformarlas
en instrumentos de sus pasiones; y hemos descubierto que la cantidad de
esa gente es más decisiva que la calidad de las verdades. De ahí nuestra
ansiosa necesidad de un lenguaje tan sencillo y elemental que pueda servir
de lugar de encuentro del filósofo con el analfabeto. De ahí nuestra
admiración por el cristianismo que constituye una sabiduría calculada para
todas las mentes, un canto para todas las voces desde las más altas hasta las
más bajas, una sabiduría que no tiene por qué convertirse en estupidez en
ninguno de los niveles de la conciencia. Pero si alguien me dijera que a
pesar de eso no puede existir ningún verdadero entendimiento entre un
hombre espiritualmente libre y un hombre dogmático, le contestaría: —
Observad mejor a los católicos. Ellos también existen en el tiempo y están
sometidos a su influencia. De una forma imperceptible y lenta, la actitud del
católico ante la fe va cambiando. En cuántos de ellos podréis leer lo mismo
que yo he leído en la carta de la que hablábamos al principio: «Hay que
creer que hay que creer. Hay que tener fe en la fe.»
El padre de esta mujer seguramente creía sin más, sin previos
preparativos. Sin embargo, ella, para poder creer, primero tiene que «querer
creer»; la fe representa para ella un esfuerzo. Así pues, si a esta católica
Dios deja de revelársele, si le es necesario creárselo, ¿acaso no querrá decir
eso que nos precipitamos del cielo a la tierra y que esta voluntad de fe es
humana, archihumana? Del mismo modo, también la verdad revelada ha
emprendido, junto con todas las ideas humanas, una marcha hacia sus
orígenes. Así que por este lado tampoco es la verdad lo que obstaculiza el
entendimiento, sino la voluntad, el deseo de imponerse un cierto canon para
ser alguien concreto, para ser alguien.
Me lo digo a mí mismo: hay que tener en cuenta este hecho, no perderlo
de vista nunca, buscar un punto donde lo divino confluya con lo humano, ya
que de ello depende todo el futuro de mi pensamiento. No debería olvidar
nunca que las fes contemporáneas, hasta en sus manifestaciones más
violentas, ya no son la fe en el antiguo sentido de la palabra. Los que
quieren creer difieren mucho de los que creen. El énfasis puesto por los
tiempos contemporáneos en la creación de la fe demuestra precisamente
que la fe sin más ya no existe. Independientemente de cuál sea nuestro
credo, todos debemos trasladarnos desde el mundo revelado, ya hecho, al
mundo que se está creando; si esto no ocurre, desaparecerá la última
posibilidad de entendimiento.

Jueves

Concierto en el Colón.
Qué importancia puede tener el mejor virtuoso comparado con la
disposición de mi alma impregnada hoy por la tarde de una melodía
canturreada por alguien que desafinaba y que ahora, por la noche, rechaza
con repulsión la música servida con albóndigas en una fuente dorada por un
maître embutido en un frac. La comida no siempre gusta más en los
restaurantes de primera categoría. Por lo demás, el arte a mí casi siempre
me impresiona más cuando se manifiesta de una forma imperfecta, casual y
fragmentaria, como si sólo me señalara su presencia, dejándose presentir a
través de la torpeza de la interpretación. Prefiero al Chopin que me llega
desde una ventana en la calle que al Chopin con todo el oropel de una sala
de conciertos.
Aquel pianista alemán galopaba acompañado por la orquesta. Mecido
por los tonos, vagué en medio de una dulce ensoñación: recuerdos del
pasado, un asunto que tenía que arreglar al día siguiente, el perrito de
Bumfila, un pequeño foxterrier… Mientras tanto, el concierto funcionaba,
el pianista galopaba. Pero ¿era un pianista o un caballo? Hubiese jurado que
aquí Mozart importaba ya poco, lo que importaba era por cuántas cabezas
adelantaría aquel corcel a Horowitz o Rubinstein. Los tipos y las tipas
presentes en la sala estaban absorbidos por el dilema: ¿de qué categoría es
este virtuoso?, ¿serán sus pianos iguales a los de Arrau?, ¿estarán sus fortes
a la altura de los de Gulda? Imaginé, pues, que se trataba de un combate de
boxeo y vi cómo con un pasaje de gancho lateral alcanzaba al pianista
Brailowski, con unas octavas golpeaba a Gieseking, con un trino asestaba
un knock-out a Solomon. ¿Pianista, caballo, boxeador? De repente me
pareció que era un boxeador que montaba a Mozart y cabalgaba sobre él,
golpeándolo como un tambor y espoleándolo. Pero ¿qué ocurre? ¡Ha
llegado a la meta! ¡Aplausos, aplausos, aplausos! El jinete bajó del caballo
y hacía reverencias, secándose la frente con un pañuelo.
La condesa sentada a mi lado en el palco suspiró: —Maravilloso,
maravilloso, maravilloso…
Dijo su marido, el conde: —Yo de esto no entiendo, pero he tenido la
sensación de que la orquesta se quedaba atrás…
¡Los miré como a perros! ¡Resulta muy irritante que la aristocracia no
sepa comportarse! ¡Tan poco que se les exige y ni siquiera son capaces de
eso! Aquellas personas debían saber que la música no era más que un
pretexto para una reunión social, de la cual ellos también formaban parte
con sus maneras y manicuras. Pero en lugar de quedarse en su terreno, en su
mundo aristocrático— social, desearon tomarse el arte en serio, se sintieron
en la obligación de rendirle un temeroso homenaje, y, al salirse de su
aristocraticismo, cayeron en el goliardismo. Con mucho gusto consentiría
yo unos lugares comunes puramente formales, pronunciados con el cinismo
de la gente que conoce el peso del cumplido…, pero ellos, pobrecillos,
trataban de ser sinceros.
A continuación pasamos al foyer. Mi mirada se posó sobre la exquisita
multitud que daba vueltas prodigando reverencias. ¿Ves allí al millonario
Fulano o Mengano? ¡Mira, mira, allá están el general con el embajador, y el
presidente inciensa al ministro, quien a su vez dirige una sonrisa a la esposa
del embajador! Creí, pues, estar entre los héroes de Proust, cuando no se iba
a un concierto para escuchar, sino únicamente para honrarlo con la propia
presencia, cuando las damas se prendían en el pelo a Wagner como un
broche de brillantes, y cuando al son de la música de Bach se asistía al
desfile de nombres, cargos, títulos, dinero y poder. Pero ¿qué pasa?, ¿qué es
esto? Cuando me acerqué a ellos, se produjo el ocaso de los dioses,
desapareció la grandeza y el poder…, oí que intercambiaban sus
impresiones acerca del concierto…, y esas impresiones eran tímidas,
humildes, llenas de respeto hacia la música y al mismo tiempo peores de lo
que pudiera decir cualquier aficionado del paraíso. ¿De manera que habían
caído tan bajo? Se me antojó que no eran presidentes, sino estudiantes de
quinto curso de la escuela secundaria; y como vuelvo de mala gana a los
tiempos escolares, abandoné aquella tímida juventud.
Y solo en el palco —yo, el moderno, yo, el carente de prejuicios, yo, el
enemigo de los salones, yo, a quien el látigo de la derrota quitó de la cabeza
los humos y los caprichos— pensé que el mundo en que el hombre se
adoraba a sí mismo a través de la música me convencía más que el mundo
en que el hombre adora la música.
A continuación tuvo lugar la segunda parte del concierto. El pianista,
tras haber montado a Brahms, galopaba. En realidad nadie sabía qué tocaba,
porque la perfección del pianista no permitía concentrarse en Brahms, y la
perfección de Brahms distraía la atención de los oyentes puesta en el
pianista. Pero por fin alcanzó la meta. Aplausos. Aplausos de los expertos.
Aplausos de los aficionados. Aplausos de los ignorantes. Aplausos del
rebaño. Aplausos suscitados por los aplausos. Aplausos que crecían solos,
que se acumulaban unos encima de otros, excitantes, autogeneradores; y ya
nadie podía no aplaudir, ya que todos aplaudían.
Fuimos al camerino para rendir pleitesía al artista.
El artista estrechaba manos, intercambiaba cumplidos, aceptaba piropos
e invitaciones con la pálida sonrisa de un cometa vagabundo. Le observé a
él y a su grandeza. El mismo parecía muy agradable, en fin, sensible,
inteligente, culto…, pero ¿y su grandeza? La llevaba encima como un frac,
y en efecto, ¿no le había sido cortada a medida por un sastre? A la vista de
tantos solícitos homenajes podía parecer que no había mayor diferencia
entre su fama y la fama de Debussy o Ravel; su nombre también estaba en
los labios de todos y era un «artista» igual que ellos… Y sin embargo… Sin
embargo…, ¿era famoso como Beethoven o bien como las cuchillas de
afeitar Gillette, o las estilográficas Waterman? ¡Cuán diferente es la fama
por la que se paga de la fama con la que se gana!
Pero él era demasiado débil para oponerse al mecanismo que lo
ensalzaba, no cabía esperar resistencia de su parte. Bailaba al son que le
tocaban. Y tocaba para el baile de quienes bailaban a su alrededor.
IV
Capítulo

VIERNES
Escribo este diario con desgana. Su insincera sinceridad me fatiga.
¿Para quién escribo? Si es para mí mismo, ¿por qué lo mando a la
imprenta? Y si es para el lector, ¿por qué hago como si hablara conmigo
mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás?
Qué lejos estoy de la seguridad y el valor que me caracterizan cuando
—perdonadme— «estoy creando». Aquí, en estas páginas, me siento como
si saliera de la noche bendita a la dura luz de la mañana, que me hace
bostezar y pone en evidencia mis defectos. La falsedad, que está en el
mismo principio de mi diario, me vuelve tímido y pido disculpas, ay, pido
disculpas…, (aunque quizá las últimas palabras sobren, quizá resulten
pretenciosas).
Y sin embargo, me doy cuenta de que hay que ser uno mismo en todos
los niveles de la escritura, es decir, que debería saber expresarme no sólo en
un poema o en un drama, sino también en una prosa corriente —un artículo
o un diario—; la altura del arte tiene que encontrar su correspondencia en la
esfera de la vida corriente, del mismo modo que la sombra del cóndor se
posa sobre la tierra. Es más, este paso al mundo cotidiano desde un campo
escondido en lo más recóndito, casi un subsuelo, constituye para mí un
asunto de capital importancia. Quiero ser un globo, pero anclado, una
antena, pero con toma de tierra; quiero ser capaz de traducirme a un
lenguaje corriente. Pero traduttore, traditore. Es ahí donde me traiciono,
donde estoy por debajo de mí mismo.
La dificultad consiste en que escribo sobre mí mismo no en soledad, por
la noche, sino justamente en un periódico y entre la gente. En estas
condiciones no puedo tratarme con la debida seriedad, tengo que ser
«modesto», y de nuevo vuelve a atormentarme, lo mismo que me ha
atormentado durante toda la vida, lo que tanto ha pesado sobre mi manera
de comportarme con la gente, esa necesidad de menospreciarme para estar a
la altura de los que me menosprecian o que no tienen de mí ni la más
mínima idea. Sin embargo, por nada del mundo quiero sucumbir ante esa
«modestia» que considero mi enemigo mortal. Felices los franceses que
escriben sus diarios con tacto; pero yo no creo en el valor de ese tacto; sé
que no es más que eludir con tacto un problema que por su naturaleza es
desagradable.
Pero yo debería coger el toro por los cuernos. Desde mi infancia estoy
muy iniciado en esta cuestión; iba creciendo conmigo y hoy de veras
debería sentirme totalmente cómodo con ella. Sé —lo he dicho en
numerosas ocasiones— que cada artista tiene que ser pretencioso (pues
pretende subirse a un pedestal), pero que, al mismo tiempo, ocultar esas
pretensiones es un error de estilo, es la prueba de una errónea «solución
interna». Transparencia. Hay que poner las cartas boca arriba. Escribir no es
otra cosa que una lucha llevada por el artista contra los demás por su propia
celebridad.
Pero si no soy capaz de realizar esa idea aquí, en el diario, ¿qué valor
puede tener? Y, sin embargo no puedo, hay algo que me lo impide; cuando
entre la gente y yo falta la forma artística, el contacto se vuelve demasiado
molesto. Debería tratar este diario como el instrumento de mi devenir ante
vosotros, debería aspirar a que me concibierais de una determinada manera,
una manera que me posibilitara (¡adelante, que aparezca esa palabra
peligrosa!) el talento. Que este diario sea más moderno y más consciente,
que esté impregnado de la idea de que mi talento sólo puede nacer de una
unión con vosotros, lo cual quiere decir que sólo vosotros podéis despertar
en mí el talento, es más, crearlo en mí.
Me gustaría que se viera en mí lo que yo sugiero. Me gustaría
imponerme a los hombres como personalidad para luego quedar sometido a
ella el resto de mi vida. Los demás diarios deberían estar, con respecto a
éste, en la misma relación que las palabras «soy así» con las palabras
«quiero ser así». Nos hemos acostumbrado a las palabras muertas que sólo
afirman, pero es preferible la palabra que llama a la vida. Spiritus movens.
Si lograra invocar a ese espíritu motor y traerlo a las páginas de mi diario,
podría llevar a cabo no pocas cosas. Ante todo —algo que me es tanto más
necesario cuanto que soy un autor polaco— podría destrozar esa estrecha
jaula de conceptos en la que quisierais aprisionarme. Demasiados hombres,
dignos de mejor suerte, se dejaron encadenar. Sólo yo y nadie más que yo
debe determinar mi papel.
Y luego, al exponer a título de propuesta unas cuestiones más o menos
relacionadas conmigo, éstas me absorberán y conducirán hacia otras
iniciaciones hasta ahora ignoradas. Penetrar lo más posible en los terrenos
vírgenes de la cultura, en sus lugares aún semisalvajes, o sea, indecentes, y,
excitándoos hasta heriros, excitarme también a mí mismo… Porque quiero
encontrarme con vosotros precisamente en esa mañana, unirme a vosotros
de la forma más difícil e incómoda posible, tanto para vosotros como para
mí. Y además, ¿acaso no debo diferenciarme del pensamiento europeo
actual?, ¿acaso no son mis enemigos las corrientes y doctrinas a las que me
parezco?; tengo que atacarlas para obligarme a ser diferente y obligaros a
vosotros a confirmar esta diferencia. Luego he de descubrir mi presente y
unirme a vosotros en la actualidad.
En este diario me gustaría comenzar a construirme abiertamente mi
talento, tan abiertamente como Henryśk se fabrica su matrimonio en el
tercer acto… ¿Por qué abiertamente? Porque al ponerme en evidencia,
deseo dejar de ser para vosotros un enigma demasiado fácil de descifrar. Al
introduciros entre los bastidores de mi ser, me obligo a esconderme aún más
profundamente.
Haría todo esto si lograra invocar el espíritu… Pero no me siento con
fuerzas suficientes… Por desgracia, hace tres años abandoné el arte puro,
pues mi género no es de los que se pueden practicar a salto de mata, o los
domingos y días festivos. Me he puesto a escribir este diario sencillamente
para salvarme, por miedo a la degradación y a un total hundimiento entre
las olas de la vida trivial que ya me está llegando al cuello. Pero resulta que
tampoco en esto soy ya capaz de esforzarme plenamente. No se puede ser
una nulidad durante toda la semana para ponerse a existir el domingo.
Señores periodistas, y vosotros, honorables parlanchines y espectadores, no
temáis nada. Por mi parte ya no hay peligro de que sea presumido o
incomprensible. Igual que vosotros y que el mundo entero, me precipito
hacia el periodismo.

Sábado

Mi postura ante Polonia es resultado de mi postura ante la forma; deseo


rehuir Polonia, igual que rehúyo la forma; deseo elevarme por encima de
Polonia, como me elevo por encima del estilo; mi tarea en ambos casos es
la misma.
En cierto modo me siento Moisés. De veras que es divertida esa
tendencia de mi naturaleza a exagerar todo cuanto se refiera a mi propia
persona. En sueños me hincho cuanto puedo. Ja, ja, ¿por qué —preguntaréis
— me siento Moisés? Hace cien años, un poeta lituano [14] plasmó la
forma del espíritu polaco; hoy yo, igual que Moisés, libro a los polacos de
la esclavitud de esta forma, libero al polaco de sí mismo…
Mi megalomanía me hace llorar de risa. Pero, teóricamente hablando,
semejante antinomia no está del todo infundada, y me gustaría saber cuánta
gente de la llamada —y además con justo título— intelligentsia sería capaz
de captar el sentido de este proceso; proceso que consiste en que un polaco,
precisamente porque ha sido polaco con demasiada intensidad, desea
liberarse categóricamente del polaco, y en que justamente entre nosotros, a
causa de nuestra enorme pasión por la nación, ha tenido que surgir un
sentimiento diametralmente opuesto, una idea absolutamente contraria. Y
pregunto cuántos de esos representantes de la intelligentsia con justo título
serían capaces de comprender qué perspectivas más infinitas abre ante
nosotros semejante revolución, a condición de que encuentre gente
suficientemente decidida y valiosa para llevarla hasta su realización final.
¡Qué rejuvenecimiento! ¡Qué afluencia de energía creativa y qué vigor el de
esta emancipación basada en una postura renovada del polaco ante sí
mismo! Ah, a veces sueño con encontrar unos partidarios que me hinchen
hasta las dimensiones de un acontecimiento de nuestra historia, y afirmo
que podría ser posible, ya que, en mi opinión, la importancia de una obra
depende en la misma medida del que la lee que del que la escribe. Hay
tantos libros que podrían sonar como las trompetas de Jericó sólo con que la
gente las alzara y se las llevara a los labios… Duerme, trompeta mía,
abandonada sobre el basurero de las posibilidades polacas no
aprovechadas…
El basurero. La clave está en el hecho de que yo provengo de vuestro
basurero. En mí toma la palabra lo que vosotros habéis estado tirando como
desechos durante siglos. Si mi forma es una parodia de la forma, entonces
mi espíritu es una parodia del espíritu y mi persona una parodia de la
persona. ¿No es cierto que a la forma no se la puede debilitar
contraponiéndole otra forma, sino con la relajación de la misma actitud ante
la forma? No, no es por casualidad que en el momento en que surge la
necesidad imperiosa de un héroe nace inesperadamente un bufón…, un
bufón consciente y por tanto serio. Durante demasiado tiempo habéis sido
excesivamente literales, demasiado ingenuos en vuestra lucha contra el
destino. Os habéis olvidado de que el hombre no es únicamente él mismo,
sino que también se imita a sí mismo. Habéis echado al basurero todo lo
que había en vosotros de teatro y de histrionismo, y habéis intentado
olvidarlo; hoy, a través de la ventana, veis que en el basurero ha crecido un
árbol que es una parodia del árbol.
Suponiendo que naciera (lo cual no es seguro), nací para desenmascarar
vuestro juego. Mis libros no han de deciros: sed quienes sois, sino: fingís
que sois quienes sois. Quisiera que se volviese fecundo en vosotros
precisamente aquello que habéis considerado totalmente estéril y hasta
vergonzoso. Si tanto odiáis el histrionismo es porque lo lleváis en vosotros;
para mí constituye la clave de la vida y de la realidad. Si os repugna la
inmadurez, es porque la lleváis dentro; para mí la inmadurez polaca marca
toda mi actitud ante la cultura. Por mi boca habla vuestra juventud, vuestro
deseo de diversión, vuestra huidiza flexibilidad e indefinición —justamente
lo que odiáis, lo que rechazáis—; en mí se libera el polaco oculto, vuestro
alter ego, el reverso de vuestra medalla, la cara de vuestra luna invisible
hasta ahora. ¡Cómo me gustaría que os convirtierais en actores conscientes
de vuestra actuación!
Pero en este momento pienso en la masa de la nación, en los miles y
miles de personas sencillas. ¿De qué les servirá todo eso? Qué le vamos a
hacer; en las tinieblas en que me encuentro, no puedo actuar más que a
tientas. Lo escribo todo a título de propuesta, para ver el efecto que va a
causar…, y si este efecto es positivo, iré más lejos.

Miércoles

Mi presunción huele a enfermedad grave. Empiezo a temer que los


críticos me infligirán el merecido castigo. Pero ¿qué hacer con el orgullo
que me arrastra? ¿Ir al médico? (Lo he escrito para cubrirme las espaldas y
conseguir con ello una mayor libertad de acción.)
Además, ¿acaso me comprendo a mí mismo? Al definirme, no sólo peco
contra mi propia filosofía, sino sobre todo contra mi elemento lírico. Cierta
persona, muy perspicaz, me advierte en una carta: — ¡No haga comentarios
sobre su propia obra! Limítese a escribir. ¡Es una lástima que se haya
dejado provocar y escriba prólogos a sus propias obras; prólogos e incluso
comentarios!
Y, sin embargo, debo explicarme en la medida que pueda y hasta donde
sea posible. Pervive en mí la convicción de que el escritor que no sabe
escribir de sí mismo es incompleto.

Jueves

Durante unos años he pasado siete horas al día con K. en el mismo


cuarto. Era mi compañero de trabajo, oficinista como yo, y le había cogido
simpatía… El viernes pasado me despedí de él como siempre, pero el lunes
ya no se sentó en su escritorio. Ha desaparecido, o sea, ha muerto. Ha
muerto de repente y ha desaparecido tan completamente como si una mano
se lo hubiese llevado de entre nosotros. Todavía lo vi una vez más, en el
ataúd, donde parecía una cosa que se imponía a la vista obsesivamente. Una
sensación desagradable.
De vez en cuando algún colega se esfuma de esta forma; entonces,
escondiendo la cabeza entre los hombros, decimos: hm, hm…, (¿qué otra
cosa podemos decir?), y una ligera consternación queda flotando en el aire.
Y, sin embargo, en una aplastante mayoría, todos nosotros, los oficinistas,
nos estamos muriendo. Gente que ya ha traspasado la barrera de los
cuarenta, que se está acabando poco a poco, cada año un año más viejos.
Durante el entierro pensé que no eran vivos quienes despedían al finado,
sino moribundos. En el cementerio, a aquella luminosa hora de la tarde, las
caras marcadas por una cierta expresión de grave desespero tenían un
aspecto cadavérico, igual que el cadáver en el ataúd, y cada uno de los
presentes cargaba consigo mismo como con un saco lleno de muerte.
Durante todo el tiempo que duró el entierro, la fealdad de la muerte
lenta que llamamos envejecimiento me pesó como una piedra, la piedra
absoluta, inevitable, la piedra sans phrases. También reflexioné sobre la
mistificación que acompaña al envejecimiento. Porque entre la gente no hay
y no puede haber mayor contradicción que entre la biografía ascendente y la
descendente, entre el desarrollo y la decadencia, entre un hombre después
de los treinta, que ya empieza a acabarse, y un hombre antes de los treinta,
que se está desarrollando. Es como el agua y el fuego, hay ahí algo que
cambia en la misma esencia del hombre. ¿Qué tienen en común un hombre
joven con uno que envejece, si ambos están escritos en diferente tonalidad?
Parece, pues, que debería haber dos lenguajes distintos: uno para aquellos
cuyas vidas crecen y otro para aquellos cuyas vidas menguan. Pero este
contraste prácticamente se ha silenciado, quienes envejecen fingen seguir
viviendo, nadie ha sido capaz de crear un lenguaje aparte para la gente que
entra en el proceso de morir. Fijaos en el arte; hace lo que puede para borrar
la frontera fatal. Escuchad cómo hablan entre ellos esos «adultos»: utilizan
el mismo lenguaje de la juventud, incluso las mismas bromas, la misma
coquetería, sólo que sazonada con sabor a vacío y a caricatura. Bien, pues,
el hecho de que nuestro lenguaje no cambie radicalmente al traspasar el
límite fatal, de que entre las primeras y las últimas sonatas de Beethoven no
haya un abismo imposible de salvar, es una prueba evidente de que el
hombre no se puede expresar en su existencia individual, que no es más que
silencio, que carece de expresividad.
El pensamiento francés actual sobre la muerte me parece
extraordinariamente artificioso, igual que todos los demás mementa mori.
Constituyen un ejemplo más que testimonia lo extraño que nos resultan
nuestros propios pensamientos. Ese continuo insistir en la cuestión de la
muerte prueba únicamente que no somos capaces de asimilarla, ya que ella
—si en verdad sintiéramos su presencia— tendría que quitarnos el sueño y
el apetito; en cambio, no nos impide siquiera ir al cine. Y no hablemos ya
de la muerte católica con su purgatorio e infierno, llena del presentimiento
del dolor. Así que no nos preocupamos por nuestros propios pensamientos y
parece como si esta idea se pensara por sí misma —a lo Hegel—, por su
cuenta.
De modo que no creo que la muerte sea el verdadero problema del
hombre, y considero que una obra de arte dominada totalmente por esta
cuestión no es una obra plenamente auténtica. Nuestro verdadero problema
es precisamente el envejecimiento, ese aspecto de la muerte que
experimentamos cada día, y más que el mismo envejecimiento, aquella
particularidad suya que consiste en que esté tan terriblemente, tan
totalmente alejado de la belleza. Lo que nos atormenta no es nuestra lenta
agonía, sino más bien el hecho de que el encanto de la vida se nos torna
inasible. En el cementerio vi a un joven que pasó entre las tumbas como un
ser de otro mundo, misterioso y espléndidamente floreciente, mientras que
nosotros aparecíamos como unos mendigos. Me sorprendió, sin embargo, el
que no sintiese nuestra impotencia como algo despiadadamente inevitable.
Y este sentimiento en seguida me gustó. Me aferró solamente a las ideas
y sentimientos que me gustan, no soy capaz de pensar ni sentir nada que
pudiese aniquilarme del todo. De modo que ahora también he seguido esta
línea de pensamiento, que sólo por el hecho de haber surgido en mí era
esperanzadora. ¿De verdad ya no se puede relacionar la edad madura con la
vida y la juventud? Ese carácter artificial del hombre al que me estoy
acostumbrando cada vez más, esa idée fixe que va creciendo en mí lenta y
dificultosamente, a saber, que nuestra forma terriblemente concreta no es la
única posible, hace que el mundo sea elástico para mí; y, mientras tiempo
atrás pensaba que ya todo estaba dicho, hoy me veo rodeado de una
infinitud de combinaciones de ideas y formas, y todo a mi alrededor se
vuelve fértil. (Aquí quiero señalar que me he pasado como media hora
buscando las frases que aparecerán más abajo. Porque, como siempre, he
planteado un problema sin saber la solución, basándome sólo en la intuición
que me dice que hay para mí una solución posible; el caso es que en el
cementerio tampoco reflexioné sobre el tema a fondo). En mi opinión, a la
juventud fundamentalmente no le gusta su propia belleza y se defiende de
ella; pues bien, esa aversión que ella siente hacia la belleza es más hermosa
que la belleza misma; y ahí está la única posibilidad de vencer la distancia
que mata.

Viernes

Giedroyć[15] me ha pedido que conteste al artículo «Ventajas y


desventajas del exilio», de Cioran (escritor rumano). En esta respuesta
expreso mi opinión sobre el papel de la literatura en el exilio.

Las palabras de Cioran huelen a humedad de sótano y a tufo de tumba,


pero resultan demasiado mezquinas.
¿De quién se está hablando? ¿A quién debemos comprender bajo la
definición de «escritor en el exilio»? Adam Mickiewicz escribía libros y
también los escribe el señor X., cómo no, son absolutamente correctos y
hasta bastante leídos, ambos son «escritores» y, nota bene, escritores en el
exilio.…, pero aquí acaba todo parentesco entre ellos.
¿Rimbaud? ¿Norwid?[16] ¿Kafka? ¿Stowacki?[17] …, (hay distintos
tipos de exilio). Supongo que ninguno de ellos se horrorizaría demasiado
con la visión de esta clase de infierno. Es desagradable no tener lectores,
muy desagradable no poder editar las propias obras, no es nada divertido
ser desconocido, resulta fastidioso verse privado de la ayuda de ese
mecanismo que empuja hacia arriba, hace propaganda y organiza la
fama…, pero el arte está cargado de soledad y autosuficiencia, encuentra
su satisfacción y su razón de ser en sí mismo. ¿La Patria? Pero si cada uno
de los hombres célebres, precisamente a causa de su celebridad, ha sido
extranjero hasta en su propia casa. ¿Los lectores? Pero si ellos jamás han
escrito «para» los lectores, sino siempre «contra» los lectores. Homenajes,
éxito, renombre, fama: pero si precisamente se hicieron famosos porque se
valoraban más a sí mismos que a su éxito.
Y lo que en cada uno de los literatos, incluso los de menor calibre, hay
de Kafka, Conrad o Mickiewicz, lo que es verdadero talento y verdadera
superioridad o madurez, de ninguna manera cabrá en el sótano de doran.
También me gustaría recordar a doran que no solamente el arte en el exilio,
sino todo arte en general, está en estrecha relación con la descomposición,
nace de la decadencia, es la transformación de la enfermedad en la salud.
Y todo arte en general raya en el ridículo, la derrota, la humillación.
¿Acaso existe un artista que no sea, como dice Cioran, «un ambicioso, un
derrotado agresivo, un amargado que es asimismo un conquistador»? ¿Es
que habrá visto Cloran en alguna ocasión a un artista, a un escritor que no
fuese, que no tuviese que ser megalómano? El arte, como ha dicho con toda
razón Boy, es un cementerio: por cada mil personas que no han logrado
realizarse y se han quedado en la esfera de una dolorosa insuficiencia,
apenas uno o dos consiguen «existir» de verdad. De modo que esa
suciedad, esas ponzoñas que provienen de unas ambiciones insaciadas, ese
debatirse en un vacío, esa catástrofe, no tienen mucho que ver con la
emigración, y sí en cambio que tienen mucho que ver con el arte; son
elementos característicos de cualquier café literario, y en realidad es
bastante indiferente en qué lugar del mundo se atormentan los escritores
que no son lo bastante escritores para ser escritores de verdad.
Y quizá resulte más sano que se hayan visto privados de ayudas, de
aplausos, de todos esos pequeños mimos con los que les obsequiaba en los
buenos tiempos el estado y la sociedad en nombre de «el apoyo a la
creación propia del país». Todo ese jugar de un modo casero a la grandeza
y la celebridad, ese simpático ruido fabricado antaño por la
condescendiente prensa y la inmadura crítica, ignorante de las verdaderas
proporciones de los fenómenos, todo ese proceso de hinchar artificialmente
a los candidatos al título de «escritor nacional»…, ¿acaso todo ello no olía
a pacotilla? ¿Y el resultado? Las naciones, que en el mejor de los casos se
podían permitir unos cuantos artistas auténticos, criaban en esas
incubadoras unas verdaderas.tropas de celebridades, y en el calor cito
familiar, que era una mezcla de bondad propia de Hitas y cínico desprecio
de los valores, se diluía toda jerarquía. ¿Qué hay de extraño en que unas
criaturas de invernadero cuidadas en el seno de la nación se marchiten
fuera de ese seno? doran nos cuenta cómo perece el escritor separado de
su sociedad. Pero este escritor jamás ha existido verdaderamente: es un
embrión de escritor.
A mí más bien me parece que-teóricamente hablando y dejando aparte
las dificultades materiales— esta sumersión en el mundo que es la
emigración debería constituir un extraordinario estímulo para la literatura.
He aquí la élite de un país expulsada al extranjero. Puede pensar,
sentir, escribir desde fuera. Toma distancias. Consigue una extraordinaria
libertad espiritual. Se rompen todas las ataduras. Se puede ser mucho más
uno mismo. En el caos general se relajan las formas reinantes hasta ahora,
se puede encarar el futuro de un modo más decidido.
¡Una oportunidad extraordinaria! ¡El momento soñado! Podría
parecer, pues, que los individuos más fuertes, más ricos, deberían rugir
como leones. ¿Por qué no rugen? ¿Por qué la voz de esa gente se ha
debilitado en el extranjero?
No rugen, porque…, porque, ante todo, son demasiado libres. El arte
requiere estilo, orden, disciplina, doran resalta con razón el peligro de una
excesiva separación, de una excesiva libertad. Todo aquello a lo que
estaban ligados y que les ataba: la patria, la ideología, la política, el
grupo, el programa, la fe, el ambiente, todo eso ha desaparecido en la
vorágine de la historia, mientras que en la superficie ha aparecido una
burbuja llena de vacío…; y arrojados fuera de su mundillo se han
encontrado encarados al mundo, un mundo ilimitado y por ello imposible
de dominar. Solamente la cultura universal puede hacer frente al mundo,
nunca las culturas locales, nunca los que viven sólo con fragmentos de
existencia. La pérdida de la patria no empujará a la anarquía sólo a aquel
que sepa ir más lejos, más allá de la patria, a aquel para quien la patria no
sea más que una de las revelaciones de la vida eterna y universal. La
pérdida de la patria no perturbará el orden interior sólo de aquellos cuya
patria sea el mundo. La historia contemporánea ha resultado ser
demasiado violenta y demasiado ilimitada para las literaturas
excesivamente nacionales y particulares.
Y ese exceso de libertad es precisamente lo que más ata al escritor.
Amenazados por la inmensidad del mundo y el carácter definitivo de sus
problemas, se agarran desesperadamente al pasado; se agarran a sí
mismos; desean quedarse tal como eran; tienen miedo del más mínimo
cambio en sí mismos por temor a que todo se les desmorone; y finalmente
se agarran con desespero a la única esperanza que les queda, que es la
esperanza de recuperar a la patria. Pero la recuperación de la patria no
puede realizarse sin lucha, y la lucha requiere fuerza; la fuerza colectiva,
sin embargo, sólo puede crearse mediante la resignación del propio yo.
Para crearla el escritor tiene que imponer a sí mismo y a sus compatriotas
una fe ciega y muchas más cegueras, mientras que el lujo del pensamiento
libre y desinteresado se convierte en el más grave de los pecados. De modo
que no sabe ser escritor sin patria, pero, para recuperar a la patria, tiene
que dejar de ser escritor, escritor en serio.
No obstante, es posible que exista también otra razón para esta
parálisis espiritual, al menos en cuanto que no se trata de los intelectuales,
sino de la gente del arte. Me refiero al mismo concepto del arte y del
artista, tal como se ha formado en el Occidente de Europa. No me parece
que nuestras creencias contemporáneas referentes a la esencia del arte, al
papel del artista y a su postura ante la sociedad coincidan con la realidad.
La filosofía artística de Occidente se ha creado entre la élite, en unas
sociedades cristalizadas, donde nada perturba el lenguaje convenido; sin
embargo, no puede servir de mucho a un hombre arrojado fuera de lo
convencional. Tero el concepto del arte que está plasmando al otro lado del
telón la victoriosa burocracia del proletariado es aún más elitista… y más
ingenuo. Con todo, el artista en el exilio, obligado a vivir no solamente
fuera de la nación, sino también fuera de la élite, se enfrenta de un modo
mucho más directo con la esfera espiritualmente e intelectualmente inferior,
nada lo aísla de este contacto, tiene que soportar personalmente la presión
de una vida brutal e inmadura. Es como un conde en bancarrota que
constata que las maneras de los salones pierden su valor a partir del
momento en que ya no hay salones. Lo cual a algunos los empuja a la
trivialidad «democrática», a una mediocridad bonachona o a un vulgar
«realismo»…, mientras que a otros los condena al aislamiento. Debemos
encontrar un método para sentirnos de nuevo aristócratas (en el sentido
más profundo de la palabra).
Así que si hablamos de la descomposición y de la decadencia de las
literaturas en el exilio, me convence más este modo de abordar la
cuestión…, ya que al menos por un momento nos libramos del círculo
vicioso de los detalles y tocamos las dificultades capaces de acabar con los
auténticos escritores. Y no niego en absoluto que su superación requiere
una gran decisión y valor espiritual. No es fácil ser escritor a la medida de
la emigración, puesto que ello significa permanecer en la casi total
soledad. ¿Qué hay de extraño entonces en el hecho de que, aterrorizados
por la propia debilidad e inmensidad de los cometidos, escondamos la
cabeza bajo el ala y, fabricándonos una parodia del pasado, huyamos del
mundo para ir a parar a nuestro mundillo…?
Y, sin embargo, tarde o temprano nuestro pensamiento tiene que
labrarse las vías de salida del impasse. Nuestros problemas darán con la
gente adecuada. En este momento no se trata de la creación misma, sino de
la recuperación de la capacidad de crear. Debemos crear esa porción de
libertad, valor y decisión, y hasta diría irresponsabilidad, sin la cual la
creación es imposible. Debemos simplemente familiarizarnos con la nueva
escala de nuestra existencia. Tendremos que tratar con sangre fría y sin
miramientos a nuestros sentimientos más queridos para llegar a unos
valores nuevos. En el momento en que nos pongamos a formar el mundo
desde el lugar en que nos encontremos y con los medios de que
dispongamos, la inmensidad menguará, la infinitud tomará una forma y
comenzarán a bajar las turbulentas aguas del caos.

Jueves

Alguien me manda como obsequio desde París un paquete con


importantes libros franceses, adivinando con razón que no los conozco y
que debería leerlos. Estoy condenado a leer únicamente los libros que me
caen en las manos, ya que no puedo permitirme el lujo de comprarlos; me
rechinan los dientes al ver a industriales y comerciantes que se compran
bibliotecas enteras para adornar sus despachos, mientras que yo no tengo
acceso a obras de las que haría un uso bastante diferente. Pero exigís que
lea y que esté informado, ¿no es así? En una ocasión me dijo Iwaszkiewicz
[18] que el artista no debería saber demasiado. Es muy razonable; sin
embargo, un artista no puede permitir que su voz llegue con retraso, y algún
día la ilimitada idiotez del sistema, que le cierra ante las narices las puertas
de los teatros, de las salas de conciertos, de las librerías, las puertas que se
abren de par en par ante el dinero de los esnobs, algún día esa idiotez se
vengará en vosotros. Ese sistema, que relega al intelectual al último puesto,
que quita a la intelligentsia la posibilidad de desarrollarse, será en el futuro
adecuadamente juzgado, y vuestros nietos os tomarán por imbéciles (¡pero a
vosotros qué os importa!).
Sólo ahora, gracias al generoso obsequio parisino, he podido conocer la
obra de Camus L’homme révolté, un año después de su aparición. La leo
«debajo del pupitre», como años atrás en la escuela, de modo que Camus
podría poner perfectamente objeciones a semejante lectura, pero a pesar de
ello su texto en seguida se ha convertido en el eje de mis reflexiones.
¿«Horror»? Sí, «horror» (a decir verdad no experimento los sentimientos
más que «entre comillas»), Pero si pudiera hablar del horror, diría que me
horroriza menos el drama que describe el libro que la voluntad de crear el
drama que se percibe en el mismo autor. Hegel, Schopenhauer, Nietzsche,
en quienes al leerlo tenemos que pensar a cada momento, no eran menos
dramáticos, pero el trágico pensamiento de la humanidad de aquel entonces
aún contenía el placer del descubrimiento, tan patente en Schopenhauer, y
tan palpable e infantil en Nietzsche; Camus, en cambio, es frío.
El infierno de este libro es tanto más inquietante porque es frío; y más
aún porque es intencionado. Podría parecer que no hay nada más injusto
que estas palabras, puesto que sería difícil encontrar una obra más humana
y más noble en sus intenciones, y que trate con más pasión la causa del
hombre. Pero el frío mortal es precisamente el resultado de que Camus
renuncia hasta al placer que produce la comprensión del mundo; él quiere
ofrecer nada más que dolor, rechaza el deleite del médico que disfruta con
su diagnóstico, él quiere ser ascético. Y su deseo de tragedia tiene sus raíces
en el hecho de que para nosotros, hoy en día, tragedia y grandeza, tragedia y
profundidad, tragedia y verdad se han convertido en sinónimos. Lo cual
quiere decir que no sabemos ser grandes, profundos ni verdaderos, si no es
de forma trágica.
Esta es probablemente una de las principales características de nuestro
pensamiento durante el último siglo. Por un lado, hemos madurado tanto
que ya no podemos gozar de nuestra verdad. Por el otro, estamos
predispuestos a lo trágico y lo buscamos con fervor como si fuera un tesoro.
Así que probablemente no es el mundo viejo y monótono en su desgracia el
que se ha vuelto más trágico, sino el hombre. Y ahí uno en verdad debería
inquietarse; porque si, asomados sobre nuestro abismo, no dejamos de
evocar de la nada al demonio, éste llenará todos los rincones de nuestra
existencia. El mundo será tal como lo queramos nosotros. Por lo tanto, si
existe Dios en las alturas y además es misericordioso, que haga que «no
tengamos malos sueños», pues «no es nada bueno y no puede traer nada
bueno».
¿Qué podría decir de la moral de El hombre rebelde?
Es una obra con la que quisiera de todo corazón estar de acuerdo. Pero
el problema radica en que para mí la conciencia, la conciencia individual,
no posee el mismo valor que para Camus cuando se trata de la salvación del
mundo. ¿Acaso no vemos a cada paso que la conciencia no tiene casi nada
que decir? ¿Acaso el hombre mata o tortura porque ha llegado a la
conclusión de que tiene derecho de hacerlo? Mata porque matan otros.
Tortura porque otros torturan. El acto más horripilante se vuelve fácil
cuando el camino que lo atraviesa es un camino ya abierto; así, en los
campos de concentración, el camino hacia la muerte estaba ya tan allanado
que el burgués incapaz de matar una mosca en su casa asesinaba con
facilidad a la gente. De modo que lo que hoy en día nos consterna no es este
o aquel problema, sino, para decirlo de alguna manera, la disolución de los
problemas en la masa humana, su aniquilamiento bajo la acción de los
hombres.
Yo mato porque tú matas. Tú y él y todos vosotros torturáis, pues yo
también torturo. Lo he matado porque vosotros me habríais matado de no
haberlo matado yo. Tales son la conjugación y la declinación de nuestro
tiempo. De lo que se deduce que el resorte de la acción no radica en la
conciencia del individuo, sino en la relación que se crea entre él y los
demás. Cometemos el mal no porque hayamos aniquilado a Dios en
nosotros, sino porque ni Dios, ni siquiera Satanás, son importantes, cuando
otro hombre sanciona nuestro acto. En todo el libro de Camus no encuentro
esta sencilla verdad: que el pecado es inversamente proporcional al número
de gente que lo comete; y este desprecio del pecado y de la conciencia no
queda reflejado en la obra, que tiende a agigantarlos. Camus, siguiendo los
pasos de otros, extrae al hombre de la masa humana, e incluso lo separa de
su relación con los demás, para confrontar el alma individual con la
existencia; parece como si sacara un pez del agua.
Su pensamiento es demasiado individualista, demasiado abstracto. Ya
hace tiempo que esa raza de moralistas me parece suspendida en el vacío. Si
queréis que no mate y que no persiga, no tratéis de explicarme que la
rebelión es «una afirmación de los valores», intentad más bien descargar la
red de tensiones que se han creado entre yo y los demás, mostradme cómo
no sucumbir ante ella. ¿Conciencia? Aunque tenga conciencia, como todo
en mí, es más bien una semiconciencia y una cuasiconciencia. Soy
semiciego. Soy casquivano. Soy de cualquier manera. Camus, el agresivo
conocedor del mundo inferior, uno de los que mejor han sabido expresar la
«laguna» reinante en nuestra falta de humanidad, él también busca la
salvación en unas fórmulas sublimadas.
¿Por qué al leer a los moralistas siempre tengo la sensación de que se
les escapa el hombre? Su moraleja me parece impotente, abstracta y teórica,
como Si nuestra verdadera existencia se realizara en algún lugar fuera de
nosotros. Pregunto: ¿es propiamente Camus el que me habla en este libro o
cierta escuela de pensamiento moral surgida en tierra francesa, gracias al
esfuerzo colectivo de los diversos Pascal, la cual aplica tan directamente a
mí y a otra gente este instrumento perfeccionado y afilado con el arduo
trabajo de tantos pensadores? ¿No será una moraleja especializada?
¿Desarrollada? Hasta diría, ¿exageradamente profunda? ¿Excesiva?
¿Superadora? Una moraleja que es obra de los hombres que no sólo poseen
un sentimiento de lo profundo particularmente sutil, sino que además se
perfeccionan en él mutuamente. Su pensamiento es individualista sólo en
apariencia; se ocupa del individuo, pero no es producto del individuo.
A cada momento la pasión de Camus destroza este esquema y es
entonces cuando respiro. No obstante, me atormenta esa conciencia forzada
que me brinda, la conciencia suprema y cósmica. ¿Cómo infundir aliento a
la moral, quitarle ese aspecto de teoría, cómo hacer que me llegue a mí, al
hombre? En vano quiere Camus profundizar mi conciencia. Mi problema no
es el perfeccionamiento de mi conciencia, sino sobre todo saber hasta qué
punto mi conciencia es mía. Porque la conciencia de la que dispongo es
producto de la cultura, y la cultura, aunque es algo que ha surgido de los
hombres, no es en absoluto idéntica al hombre. Y aquí quiero decir lo
siguiente: al aplicarme este producto colectivo, no me tratéis como si yo
fuera un alma autónoma en el cosmos; el camino hacia mí conduce a través
de los demás. Si queréis hablarme con eficacia, no me habléis nunca
directamente.
La soledad que emana de Camus no me fatiga menos que el árido
colectivismo marxista. Cuanto más verdaderos son los valores de este libro,
tanto más fatiga. Admiro, estoy de acuerdo, suscribo, apoyo, y al mismo
tiempo mi afirmación no deja de ser incrédula.
Voy en esta dirección, y no es porque quiera, sino porque debo seguirla.
V
Capítulo

SÁBADO
Ayer en casa de Goska, durante su garden party petites tables the
dansant, me estuve jactando hasta la saciedad de mi árbol genealógico, y
me jacté ante todos los presentes, una vez de forma pesada y vulgar, otra
vez con finura, luego con insistencia y voz estentórea, después con rodeos y
vuelta a empezar, más tarde con encanto, luego con pasión o bien
científicamente, y me jacté tanto que Hala y Zosia, fingiendo bostezar,
acabaron gritando: —¡Por el amor de Dios, deja de dar la lata, eso no
interesa a nadie!

Domingo

Después de que gritaran esto, dije: — ¡Imaginad! Todo el mundo sabe


que no soy conde. Pues hace unos años me proclamé conde en el café Rex,
adonde voy cada noche, y durante bastante tiempo cuando me llamaban al
teléfono preguntaban por el «conde Gombrowicz» —sólo durante bastante”
tiempo, ya que en las manos de mis amigos del café Rex había caído un
ejemplar de Los hermanos Karamázov, de Dostoyevski, donde leyeron que
todo polaco que viaja por el extranjero es conde.
Apenas había dicho esto, cuando uno de los presentes respondió: —
¡Qué manía la de usted, qué ganas de poner siempre en ridículo el nombre
de Polonia ante los extranjeros!
—¡Ja! —grité—. ¡No lo hago para poner en ridículo nada, sino porque
es divertido!
A lo cual Ira, Maja y Lusia gritaron:
—Pero, Witold, por favor, ¡no nos vas a decir que un hombre como tú,
que alguien de tu nivel, puede ser partidario de semejantes tonterías!
Y Fila añadió: —Pero si eres escritor, y eso es más que si fueras conde.
Entonces…
Entonces…
Entonces…
Les lancé esa extraña mirada mía de lázaro deseoso de exhibir sus
miserias, y dije sincero y descalzo:
—Prefiero ser considerado como un conde tout court que como un
conde de las bellas artes, un marqués del intelecto y un príncipe de la
literatura.
Y exclamaron a coro: —¡Qué payasadas dices!

Lunes
Pero esas conversaciones en la velada de Goska me recuerdan otra
experiencia mía en casa de Zygmunt. ¡Sí, sí, no me presenté nada mal en
aquella ocasión! Llegué tarde, cuando la velada estaba ya en su apogeo, y
tras haber entrado me senté en una habitación lateral para charlar con
Krysia, Jolanta e Irena. Sin embargo, mi aparición no pasó desapercibida, y
dos o tres personas se unieron a nosotros; al cabo de un rato ya estaban allí
casi todos, todo el grupo de los polacos…, curiosos…, anhelantes…,
atentos…, esforzándose por captar mis palabras, que eran más bien
negligentes, aunque duras y lanzadas con una excitación reprimida. ¿De qué
hablaba? Hablaba, porque hacia ello derivó la conversación, del concepto
fáustico y apolíneo del hombre y del papel, decisivo para los tiempos
contemporáneos, del barroco; hablé con esa noble vibración interior de la
genialidad que impone a la vida corriente su propia razón superior.
Mi severidad («¡No, eso no debéis decirlo!»), se unía al misterio («¿Qué
es el desasosiego?») y al tono categórico de un guía espiritual («¡Este es el
camino y ésta la línea —línea tortuosa— que debemos seguir!»). Mientras,
la luz se había atenuado. Entonces llegó el momento en que los oyentes,
fascinados por mi lúgubre resplandor, empezaron a insistir en que les dijera
qué es el arte, en qué consiste el arte, cómo es el arte; y esas preguntas se
me echaron encima igual que lo hicieran unos perros que años atrás me
habían asaltado al llegar frente a la mansión de Wsola. Respondí:
—¡No, eso no os lo voy a decir!
Añadí:
—Eso sólo puedo decirlo a una persona de rango igual al mío. De entre
todos vosotros, sólo a una persona.
Me preguntaron:
—¿A quién?
—Sólo a ella —contesté, indicando a una de las damas—, sólo a ella,
¡porque ella es una princesa!
Martes
Esa escena en casa de Zygmunt me trae unos recuerdos recientes, más
dolorosos…
¡En esa cena en casa de los X. algo me ocurrió!
¿Serían mejores que yo desde el punto de vista social? No creo. Era una
de esas familias argentinas de la así llamada oligarquía, introducidas en la
aristocracia internacional a través de matrimonios con los Castellane, con
los Buccleuch-et-Queensberry, con los Wurmbrand-Stuppach y los
Brancacio-Ruffano. Pero aun aceptando la superioridad de esas
celebridades…, ¿dónde estaría mi superioridad de artista? ¡La sutileza y el
refinamiento de mi gusto que deberían obligarles a respetarme!
Pero algo ocurrió…
En lugar de entrar en la sala con soltura, entré con timidez.
Posiblemente, aunque sólo fuese por un instante, les permití imponerme su
superioridad. Y fue suficiente para que en seguida irrumpiese aquel yo mío,
oriundo de mi mísero café, emparentado con la morralla de poetas de tres al
cuarto o incluso con simples vendedores de fruta, toda mi triste y gris
inelegancia… ¡Qué cosa tan terrible! Estaba totalmente reblandecido…
Durante bastante tiempo estuve sentado sin decir nada. ¡Y de repente
empecé a esforzarme por quedar bien! Oh, sí, empecé a conversar, y me
esforzaba, y me esforzaba por mostrarme natural, elegante y amable…
Todo mi mundo se desmoronó. Todo lo que había conseguido con el
esfuerzo de muchos años se convirtió en escombros. ¿Dónde estaban mi
orgullo, mi razón, mi madurez, mi desprecio? ¡Todo estaba perdido,
mientras tú te esforzabas, oh, te esforzabas de rodillas ante ese dios a quien
tantas veces habías abolido!
Y tras haber salido de aquel baño turco, fui corriendo a través de la
noche, por las vacías calles de la ciudad, hasta mi café de poca monta para
poder decir a unos cuantos conocidos y compañeros míos que jugaban a los
dados y bebían vino Toro:
—Vengo de…

Miércoles

Pero esto se asocia en mí con otra cosa más remota.


Antes de la guerra. El café Ziemiańska en Varsovia. Una nube de humo.
La mesa de los escritores y poetas jóvenes. La vanguardia. El proletariado.
El surrealismo. El socialrealismo. Liberados de los prejuicios. Dicen: «¡Los
estúpidos esnobismos del ocaso de la burguesía!» O bien: «¡Los ridículos
prejuicios raciales del feudalismo!»
Entonces me siento a la mesa y de inmediato hago el comentario, como
quien no quiere la cosa, de que mi abuela era prima de los Borbones
españoles. Acto seguido les paso muy cortésmente el azúcar, pero no a
Kazimierz (que reinaba entre ellos, pues era el mejor poeta), sino a Henryśk
(mucho más ligado a la sociedad y cuyo padre era coronel). Y cuando
empieza la discusión, apoyo la opinión de Stefan, porque es de una familia
de terratenientes. O bien digo: «¡Stasio, la poesía es muy importante, pero
ante todo te aconsejo una cosa: no seas provinciano!» O también: «¡El arte
es un fenómeno esencialmente heráldico!» Se ríen, bostezan o protestan,
pero yo sigo así durante meses y años enteros con la inquebrantable lógica
del absurdo, con la seriedad del disparate, con suma laboriosidad,
precisamente porque la cosa no es digna de esfuerzo alguno. «¡Qué
aburrimiento! ¡Qué idiotez! ¡Qué majadería!», vociferan, pero poco a poco
van sucumbiendo uno tras otro; éste ya ha dicho que su abuelo tenía una
villa en Konstancin, aquél da a entender que la hermana de su abuela era
«del campo», y aquel otro, como jugando, ha dibujado su blasón en la
servilleta. ¿Socialrealismo? ¿Surrealismo? ¿Vanguardia? ¿Proletariado?
¿Poesía? ¿Arte? No. Un bosque de árboles genealógicos y nosotros a su
sombra.
Me dijo el poeta Broniewski[19]:
—¿Qué está haciendo? ¿Qué sabotaje es éste? ¡Usted ha logrado
contagiar de heráldica hasta a los comunistas!

Jueves

Me encontré en Argentina sin un duro, en una situación realmente muy


difícil. Fui introducido en el mundo literario y sólo de mí dependía ganarme
a esa gente con un comportamiento sensato. Pero yo les propiné genealogía,
con lo que conseguí hacerles sonreír.
¡Esa pasión, esa locura de darse aires y, además, de la manera más idiota
posible! ¡Esa manía genealógica que me arruina y que pago con mi carrera
social! Si de veras fuese un esnob. Pero no lo soy. Nunca he hecho el más
mínimo esfuerzo por «frecuentar los salones», y la «sociedad» me aburre e
incluso me repugna.
¿Qué es lo que me induce a estos recuerdos? ¿Qué? El nobiliario. Me
dijeron que alguien en Argentina pensaba publicar un nobiliario, un
nobiliario especial para los emigrantes. El nobiliario de los emigrantes sería
el colmo, la obra maestra de nuestro absurdo. Y, sin embargo, si este libro
llega a aparecer, será uno de los libros más auténticos que hayan nacido
entre nosotros. Porque estas cosas no se han acabado, ni en mí, ni en
muchos otros polacos. Nos han arrollado guerras y revoluciones, hemos
sobrevivido a la destrucción de nuestras ciudades, a la muerte de millones
de seres, a distintas ideologías, y, sin embargo, nuestro prado sigue
floreciendo con la mitología de los blasones, y la imaginación se ha
mantenido fiel al viejo amor y ama a los condes. No existe monstruosidad
alrededor de la cual no pudiese enredarse esta hiedra. Hace poco le oí
contar a una mujer, la más respetable del mundo, con lágrimas en los ojos,
cómo los alemanes habían torturado hasta la muerte a X. Pero yo sabía el
motivo por el que ella lo contaba. Estaba acechando como un gato acecha a
un ratón…, y por fin oí lo que yo sabía que era inevitable. —No os
extrañéis de que esta historia me conmueva tanto, pero es que se trata
prácticamente de mi familia. Mi madre, en primeras nupcias, era…
Reconoced, pues, que para esta locura vuestra ningún pretexto es
demasiado sangriento.
No seáis hipócritas y reconoced que hasta hoy, aunque estéis expulsados
de los salones, seguís cantando la letanía de los nombres ilustres.
¿Por qué os ruborizáis? ¿Por qué os enfadáis y protestáis diciendo que
ya habéis superado todo eso, cuando sabéis perfectamente que no es verdad,
que eso sigue existiendo en vosotros?
Pero en este caso…, si estáis llenos de esos prejuicios, si ellos siguen
dentro de vosotros…, ¿cómo podéis pretender existir de verdad, en una vida
de verdad? Las jerarquías, los mitos, las celebridades surgidas en vuestro
antiguo mundillo de pacotilla y hoy ya muertas —pues el fragmento de la
existencia del que habían nacido ya ha perecido— siguen ofuscándonos la
existencia mientras a escondidas ofrecemos a esas deidades caducas
nuestros ridículos sacrificios.
Basta, basta… ¿Por qué estoy hablando de vosotros? Mejor que hable
de mí mismo. Escuchad mi historia. Para mí la aristocracia era uno de esos
trastornos de la inmadurez, uno de esos encantamientos monstruosos e
inmaduros, no se sabe si nacidos de mí o impuestos, con los que luchaba en
la literatura y aún más en la vida. Y, como ocurre siempre con una mitología
inmadura como ésta, parece que es tremendamente fácil de superar, y sólo
un análisis más profundo y un examen de conciencia riguroso pone en
evidencia toda su agresiva indestructibilidad. En cuanto a mí, ¿no podía
simplemente despreciar el esnobismo y aniquilarlo revistiéndome con los
lugares comunes que siempre están a nuestro alcance en semejantes casos,
del tipo: «No, a mí estas cosas no me impresionan, para mí no es el título lo
que tiene importancia, sino el valor del hombre, no, quién podría creer en
esos ridículos prejuicios»? Y al decir esto, no mentiría en cuanto que se
trataría de unas opiniones acordes con mi razón más bien progresista y
carente de esa estulticia secular. Aun siendo verdad, lo sería sólo hasta
cierto punto; semejante planteamiento del asunto no es en mi opinión
demasiado inteligente, al contrario, es prueba de superficialidad, puesto que
el poder de toda mitología inmadura consiste en que nos atormenta aunque
no la reconozcamos y sepamos perfectamente que es una bazofia. Basta con
que un príncipe de carne y hueso se acerque a un adulto que presume de
estar libre de prejuicios para que toda su «igualdad» se vuelva forzada y
laboriosa, es más, tenga que estar muy atento a no caer en la desigualdad.
¡Cuando tienes que defenderte de algo, es evidente que ese algo existe! Las
cosas no siempre van tan bien como quisiera la bonachonería democrática.
Y no es difícil comprender por qué hasta los modernos se ven obligados
a respetar a las jerarquías. ¿No será por el hecho de que, aunque a ti el
marqués no te impresione, sí que impresiona a los demás, y tú tienes que
tener en cuenta a los demás? No te será nada fácil tratar como a un igual a
alguien ante quien se inclina la gente —en vano les llamarás para ti mismo
estúpidos—; así es como la inmadurez siempre encuentra a sus hombres y
se conserva con ellos. Pero también podríamos decir que, sin reconocer el
valor personal del aristócrata, no quedamos insensibles al hecho de que sea
resultado de un lujo secular (por el que todos suspiramos), que es la
personificación de la riqueza, la despreocupación, la libertad, que es
producto de un medio que, justa o injustamente, se ha librado de la miseria
de la vida. La aristocracia de antiguo abolengo no se destaca por sus
virtudes. A menudo es gente mal educada. Mentes no demasiado ilustradas
y, con frecuencia, caracteres reblandecidos y desabridos. Una estética
francamente mediocre y un charme dudoso. Su servidumbre es por lo
general mucho mejor que ellos, incluso en lo que se refiere a las maneras.
Pero los defectos de la aristocracia son resultado de su modo de vivir, son el
testimonio de su estándar de vida y nosotros admiramos ese refinado
estándar a pesar de la naturaleza moral y estética del fenómeno. También se
puede añadir que la aristocracia atrae y fascina como todos los mundos
herméticos y elitistas que encierran su secreto; seduce con el mismo
misterio con el que centelleaba y brillaba para Proust tanto en el grupito de
las jeunes filies en fleur como en el salón de la señora de Guermantes.
Así, ajustar las cuentas de una manera sumaria al esnobismo por medio
de unos cuantos lugares comunes seudomaduros no diría demasiado en
favor de la persona que se defendiese con semejantes medios, por lo que
tenía que buscar otro camino, pero ¿cuál? Realmente no sé si no será un
abuso por mi parte abrir de nuevo el libro de mis recuerdos… ¡Sí, sí!
Naturalmente que no podía permitir que los Rotschild o los Fausigny
Lucinge…, la vieja esposa del príncipe Francisco o Eddy Montague Stuart,
me dominaran; tenía que defenderme. ¡Si quería significar algo en la cultura
tenía que destruir en mi cielo el zodíaco de los condes y los príncipes! Pero
¿cómo? Para estas enfermedades sólo conozco un remedio: jugar
abiertamente. Las enfermedades secretas sólo se curan poniéndolas en
evidencia. Cuando en los five o'clock me encontraba a la vieja mujer del
príncipe Francisco, no me angustiaba el hecho de que ella me dominara con
el refinamiento ilimitado, y hasta diría que voluptuoso, de sus extremidades,
sino el que yo me avergonzara de admitirlo; ¡y esa discreción significaba mi
derrota! El día en que decidí proclamar públicamente mi debilidad, se
rompió la cadena que me ataba a aquel tobillo. Me acuerdo como si fuera
hoy; ocurrió hace años en Estocolmo, donde me encontré por casualidad
con el príncipe Gaetano, el cual vivía en casa de Oppedheimherr con su
hermana Paulina de Anticoli-Corrado, marquesa Pescopagano. Fue allí
donde por primera vez establecí mi método de afrontar la aristocracia.
Al príncipe le había unido con mi difunto padre una buena amistad, y
hasta es probable que un lejano parentesco, de modo que, al enterarse de
quién era yo, me pidió que fuera cada día después de comer a su casa a
tomar el café. Pero ya he dicho que no tengo ninguna tfición a frecuentar
los salones; mi sensibilidad a la aristocracia se manifiesta únicamente en el
hecho de que me molesta su superioridad. De modo que mis visitas al
príncipe Gaetano no me resultaban muy cómodas, e incluso al cabo de poco
tiempo se convirtieron en una carga difícil de soportar, puesto que allí se
reunía la crema de la haute société y surgía un genre que me aniquilaba. Sin
duda, no estaba suficientemente introducido en la esfera celestial de la
durchlaucht, no dominaba los vínculos familiares de las familias reinantes,
ni estaba au courant de los chismes y cotilleos con los que se nutría aquella
exquisitez y que la definían. ¡Oh, con qué placer hubiese confesado mi
inferioridad y ese nudo que se me hacía en la garganta, con tal de acabar de
una vez con el asunto y a plena luz del día! Pero esas jerarquías se basan
precisamente en el hecho de que permanecen inconfesadas, el mundo
superior posee el poder de imponer justamente porque todos se comportan
como si no se tratara en absoluto de ser imponente, como si el imponer
siempre y continuamente no fuera su razón de ser consubstancial. El mundo
superior no se deja aprehender en su verdadero sentido, lo cual hace que sea
inexpugnable. Por tanto, el príncipe, y con él toda su camarilla, me trataban
como si no fuese evidente que me honraban con su magnanimidad.
Pues bien, destruir, aniquilar un salón resulta imposible, porque un
salón expulsa inmediatamente a todos los que no pertenecen a él. Por lo
tanto, tenía que actuar astutamente, y obtuve la primera victoria cuando, al
mirarme en el espejo, pregunté al príncipe si yo le parecía suficientemente
distinguido (croyez-vous que je suis assez distingué?).
Pregunta que en un primer momento fue considerada una broma. Sin
embargo, la repetí en una forma que quedara claro que no se trataba de una
broma.
Entonces corrió un ligero pánico, puesto que el salón, precisamente
porque la distinción es su principal cometido, finge ignorarlo, y presupone
que la distinción es algo innato en todos los que lo frecuentan.
Entonces volví a repetir una vez más mi pregunta; pero esta vez
jocosamente, como si me divirtiera con ello.
A continuación pregunté: —Pourrais-je un jour être aussi imposant et
aussi distingué que vous, prince, et vous, madame? Voilà mon rêve! (¿Podré
algún día llegar a ser tan imponente y tan distinguido como usted, príncipe,
y como usted, señora? ¡Ese es mi sueño!)
Esta pregunta fue aún más escabrosa que las anteriores y, sin duda, ya
era como estar andando por una cuerda floja; esta pregunta, formulada en
serio, hubiese sido una indecencia, pero como broma, se habría convertido
en una falta de tacto aún más reprochable, rayana en la insolencia. Por
tanto, debía ser pronunciada de forma que resultase claro que yo reconocía
realmente su condición de príncipes (y aquí les rendía homenaje), pero al
mismo tiempo la pregunta tenía que contener el elemento atenuante de
alegría y diversión; se trataba de que pareciese que yo me divertía con la
situación, es decir, que me divertía con ellos y conmigo mismo.
A eso iba. Sí, divertirme con ellos: ése era el objetivo secreto de mi
empresa, el cual significaba el triunfo final e inapelable. Pero me estaba
permitido divertirme con ellos sólo a condición de que supiese divertirme
conmigo mismo, o sea, con mi timidez y mi torpeza con respecto a ellos;
únicamente un doble juego podía asegurarles a ellos y asegurarme a mí una
distancia con respecto a esa verdad vulgar que acababa de descubrir.
Gaetano comprendió. Captó tanto mi sinceridad como el sentido de mi
juego. Y mi juego le gustó precisamente porque revelaba la sanguinaria,
cruel y al mismo tiempo tan disimulada esencia de la aristocracia; de modo
que poco a poco se dejó atraer por este juego que por mi parte consistía en
acentuar cada vez más las diferencias entre nosotros; así, de una forma
imperceptible, logré despojar a esos aristócratas de todas sus máscaras,
dejarles al desnudo, hacer que la Aristocracia dejara de mantener oculta su
verdadera naturaleza. Al cabo de algún tiempo ya se me permitió deleitarme
con ellos abiertamente, y Gaetano, sin ninguna incomodidad por su parte,
me introducía en los secretos de su árbol genealógico con el único objetivo
de impresionarme, o bien, levantando una pernera, permitía que su tobillo,
ennoblecido como el vino, me dejara anonadado. Yo, en cambio, me
deleitaba, encantado de deleitarme…
Por supuesto, no era más que un episodio… que dejaba traslucir un
vislumbre de estilo sobre un firmamento confuso e inexpresivo. Al cabo de
poco tiempo abandoné Estocolmo y las turbulentas aguas de la vida
cubrieron mi momentánea victoria. Cuando años más tarde, en París, me
encontré con el príncipe en casa de mi tía Fleury, su alteza principesca, sin
acordarse para nada de nuestras diversiones, se mostró nuevamente
hermética como una botella de coñac añejo. Sin embargo, de mi estancia en
Estocolmo data el secreto esfuerzo de mi espíritu por domar al tigre de la
aristocracia. A partir de aquel momento empezó a formarse en mí esa
manera de comportarme que consiste en la liberación a través de la
revelación. Desde entonces entraba en el mundillo de los Condes no sin
voluptuosidad —y participaba en su celebración, haciendo los honores
debidos, cumpliendo con el ceremonial, celebrando el rito sagrado—, hasta
que la sabiduría democrática, al ver a un intelectual transformado en
payaso, se quedaba de piedra y se escandalizaba a más no poder. Pero ¿qué
sabréis del triunfo que permite gozar de la propia inmadurez y es al mismo
tiempo su liberación y superación? Asimismo, ¿acaso conocéis la divina
sensación de contraponer a los valores brutales de la vida (como la salud, la
razón, el carácter) aquellos valores ficticios, aristócratas, sacados de la nada
inmadura, cuya única importancia consiste en el hecho de que lean un puro
juego de jerarquías y valorizaciones? ¿Sabéis, por otra parte, qué quiere
decir defender la propia realidad, tal cual es, a pesar de todas las protestas
de la razón? ¿Conocéis la locura de regodearse en el absurdo? Bah, si me
arrodillo ante los príncipes, no es para sucumbir ante ellos…
Arrodíllate, Ricardo, para ser superior
Levántate, sir Ricardo y Plantagenet…

Arrodillándome ante los príncipes, yo, Plantagenet, me divierto con


ellos, conmigo, y con el mundo; no, ellos no son mis príncipes, ¡soy yo el
príncipe de esos príncipes!
(¿Para qué lo he escrito?
El método es lo que me importa.
Prestad atención a mi método y tratad de utilizarlo para desarmar otros
mitos.)

Sábado

Por desgracia, es evidente que la evolución psíquica de esta generación


ha tomado un rumbo totalmente distinto, desde luego no el que yo
propongo. He aquí una generación indigente y seria de trabajadores que
aspiran a cubrir sus necesidades elementales, una generación gris de obreros
y oficinistas, cuando yo soy el exponente del lujo, de la diversión, casi del
jugueteo.
¿Es que la grisalla sofocará todo el esplendor de la existencia? Estoy
seguro de que nunca seré comprendido por esos ingenieros. Pero… el
futuro mostrará quién ha sido profundo y quién superficial. ¿Es que la
diversión no constituye también una necesidad elemental? ¿Es que la
juventud proletaria, antes de ser domada y esclavizada por el trabajo, no
suele sonreír?
VI
Capítulo

MIÉRCOLES
En el número de septiembre de Kultura, un artículo de Jan
Winczakiewicz sobre Balinski, Lechoń, Lobodowtki y Wierzyński. Los
cuatro figuran en la antología que el doctor St. Lam ha preparado con el
categórico título de Los más célebres poetas de la emigración.
La crítica de Winczakiewicz contiene una sola verdad, por lo que golpea
aún con más fuerza…; sin embargo, ti su autor no fuera un poeta, lleno de
veneración, reverencias y delicadeza para con la Poesía, no calificaría tu
crítica de demoledora. Pero el caso es que toda esa elegancia un tanto
anticuada con la que Winczakiewicz besa las puntas de los dedos de la
Musa rimada no consigue ahogar en él un gemido que yo comparto: ¿por
qué todo eso resulta tan anticuado? «Los cuatro tienen la mirada puesta en
el pasado», constata con pena el admirador, para añadir en seguida algo
todavía peor: «Es más, mirando hacia el pasado, miran con los ojos del
pálido. Y más aún: observando los acontecimientos actuales, también los
miran con los ojos del pasado.»
¡Qué lástima! Si se tratara de unos simples versos, a fin de cuentas no
pasaría nada. Sin embargo, son unos versos «excelentes», «espléndidos»,
que despiertan en nosotros mucha admiración, así que al menos que no nos
pongan en ridículo. Sí, sería mejor que esos cuatro rostros de los «más
célebres» no nos miraran como desde un álbum de fotografías viejas, que
esos volúmenes adorados no fuesen álbumes de hojas otoñales disecadas.
Où sont les neiges d’antan? ¿Qué es lo que nos cuentan los cuatro sutiles
príncipes de nuestros sueños, qué cántico nos canturrea su arpa dulzona?
¡Oh, ese cántico es más bien una nana! Qué sueño…
No estoy atacando en absoluto a los cuatro excelentes poetas (es difícil,
como dice con toda razón Winczakiewicz, que cambien de ojos), lo que
estoy atacando es sólo y únicamente nuestra admiración. Où sont les neiges
d’antan? En esta lógica, que obliga a la poesía del exilio a ser la poesía de
los recuerdos, de la pena, de la retirada, de la huida, o en el mejor de los
casos, de la no-contemporaneidad, en esta lógica hay algo dialéctica e
históricamente tan lógico que casi nos da de bofetadas. ¿Qué otra cosa nos
queda, en efecto, aparte de ese sutil perfume de los recuerdos? ¿Acaso no
está históricamente justificado y escrito en los libros del marxismo-
leninismo que la poesía de las capas sociales a extinguir tiene que ser una
poesía del ayer? Subamos entonces obedientes a la diligencia de estos
cuatro poetas históricamente justificados y vayamos con ellos hacia los
bosques de los ruiseñores y las rosas del pasado, hacia las antiguas postales,
hacia los jóvenes gallardos y los diarios secretos de las abuelas. Où sont les
neiges d’antan? En vano los «polonistas» como el señor Weintraub nos
consuelan diciéndonos que a pesar de todo Wierzyński está buscando
nuevas formas de expresión y que su ritmo se vuelve cada vez más «libre»
y su lirismo cada vez más directo y suave. Desgraciadamente, aquí no se
trata ni del ritmo ni del lirismo más exaltado o más suave, sino de la
disposición del espíritu y de la propia afinación, no tanto de las arpas como
de los arpistas.
Où sont les neiges d’antan? Pero no estoy de acuerdo con
Winczakiewicz cuando dice que es el romanticismo el que les obliga a
eludir la contemporaneidad y que su aintelectualismo les hace indefensos en
el mundo antiromántico de hoy, donde sólo hay lugar para la poesía
intelectual. No. El día, qué digo, la noche que estamos viviendo, está
colmada de un romanticismo de la potencia de mil Byrons. Jamás ha habido
semejante tormenta en el torturado seno de la humanidad; nuestro océano
ruge y se estrella contra las rocas. Y hasta me inclino a pensar que los
cuatro históricamente justificados cantores de que se habla no ignoran las
maravillas de ese terrorífico espectáculo. Sin embargo, esa belleza no les
cabe en su Poesía, en la Poesía formada en los viejos tiempos de antes de la
guerra, y no les entra en la metáfora, no tiene cabida en su estilo.
¡Cómo se ha vengado en esa gente la ingenuidad de su fe en la Poesía y
en el Poeta, su culto a la forma poética, su pasión por todas las ficciones
que crea el ambiente de los poetas! El poeta de hoy debería ser un niño
astuto, lúcido y cauto. Que se dedique a la poesía, pero que sea capaz en
cada momento de darse cuenta de sus limitaciones, fealdades, estupideces y
ridiculez; que sea poeta, pero un poeta dispuesto en cualquier momento a
revisar la relación entre la poesía y la vida, la realidad. Siendo poeta, que no
deje ni por un momento de ser hombre y que no subordine el hombre al
«poeta». Pero la ingenua escuela de Skamander[20], cuya única ambición
era escribir «poemas bellos», no era capaz de proporcionar esa autoironía,
ese autosarcasmo, autodesprecio y autodesconfianza. Entonces, si hoy en
día Lechoń debiera renovar y reformar en sí al poeta-Lechoń, ¿dónde
encontraría un punto de apoyo, dónde estaría ese algo que le permitiese
arriesgar cualquier cambio? Teme cambiar en sí ni siquiera una coma, pues,
¿quién sabe?, a lo mejor deja entonces de ser poeta y sus versos serán
menos bellos. En este sentido, ¿cómo podría volverse Lechoń contra el
poeta-Lechoń, si Lechoń es —como lo hemos leído— «altísimo poeta», y si
su poesía se ha convertido en su profesión, en su situación social, en su
posición espiritual? ¿Cómo podría echar a perder esa armonía tan
felizmente establecida con los lectores?
A esos cuatro históricamente justificados, que nos han sido dados para
que los admiremos, y al admirarlos, que sintamos el placer de la extinción y
la impotencia, no les falta la forma, lo que les falta es la distancia con
respecto a la forma. Libres ante el mundo, sólo están atados cuando se trata
de una cosa: de la poesía. Y ese horrible y estrecho «yo soy poeta»,
expresado con la solemnidad de una iniciación sagrada, les aparta de toda
belleza que nace en la espesura de la vida y golpea en las sagradas formas.
De vez en cuando llevan a cabo un audaz atentado contra su propia rigidez,
introduciendo alguna terrible innovación —una rima o asonancia nueva— y
ahí acaba la cosa.
El artista que se realiza dentro del arte no será creativo jamás,
necesariamente tendrá que situarse en ese límite donde el arte se encuentra
con la vida, allí donde surgen unas preguntas desagradables del tipo: ¿en
qué medida la poesía que escribo es convencional, y en qué medida es
verdaderamente viva? ¿Hasta qué punto mienten los que me adoran, y hasta
qué punto miento yo adorándome como poeta? Sin embargo, cuando
formulé unas cuantas preguntas por el estilo en el artículo «Contra los
poetas», preguntas nada complicadas, cuya única particularidad consistía en
que no se referían sólo al arte de la poesía, sino también a su relación con la
realidad, resultó que nadie había comprendido nada, y los que menos los
poetas. Porque como todas las religiones, ésta tampoco admite la duda,
rechaza el saber. Pero basta. ¿Por qué me ensaño tanto con los poetas? Os
revelaré a vosotros y me revelaré a mí mismo la razón de mi bondadosa
crueldad: sé que el poeta lo soportará todo y no se sentirá ofendido por nada
con una condición: que se admita que es poeta. Y en este sentido les puedo
dar plena satisfacción y diré cien veces que son poetas, sí, unos poetas
célebres, o incluso, como quiere la antología, los más célebres poetas (no
tengo nada en contra).
Sin embargo, tú, nación, guárdate de ese su ocaso históricamente
justificado. No te dejes arrastrar al juego que consiste en que ellos «cantan»
mientras tú admiras. Revisa tus lugares comunes. A veces ocurre que
admiramos porque nos hemos acostumbrado a admirar y también porque no
queremos aguar nuestra fiesta. A veces admiramos por delicadeza, para no
causar un disgusto. Por si acaso aconsejo: golpeémosles fuerte a ver si se
caen.
Y ese golpe, posiblemente, liberará en nosotros el presente y nos dará la
clave del futuro. ¡Estúpidos! ¿Por qué permitís que la historia os imponga
los poetas? Sois vosotros mismos los que debéis crearlos, a ellos y a la
historia.

Viernes

Fui a Ostende, una tienda de moda, y me compré un par de zapatos


amarillos que resultaron ser demasiado pequeños. Volví, pues, a la tienda y
cambié ese par por otro, del mismo modelo y número y, en fin, idéntico en
todos los aspectos, que también resultó ser demasiado pequeño.
A veces me asombro de mí mismo.
Sábado

X., su mujer y el señor Y., persona muy activa en la colonia polaca de


Argentina, me han estado contando chismes. Al parecer, en la reunión
organizativa de no sé qué asociación se propuso mi candidatura como
miembro; entonces, el presidente o no sé quién saltó chillando que allí no
había sitio para semejantes renegados. Y en una sesión de otro comité se ha
decidido que mi «colaboración» era indeseable.
Dios les ampare. Aun en el caso de que me enviaran una delegación con
música y flores, no colaboraría con los comités, que me aburren
mortalmente, y tampoco aceptaría su presidencia, ya que al ser un hombre
serio, no sirvo para comparsa. Eso de jugar a presidentes, comités y
sesiones es bueno para los sontangsjaeger, pero no para un diligente
trabajador del campo de la literatura y la cultura patrias como yo. Por otra
parte, sé muy bien que no corro peligro de que me llegue ninguna
delegación, pues el odio de los comités hacia mi persona es resultado de su
propia naturaleza, y los comités en cuanto tales siempre lucharán contra mí,
aunque cada uno de sus miembros a solas y en privado me susurre al oído:
¡ármela cuanto pueda! Ojalá caiga del cielo un fuego que purifique la vida
de los polacos de la Argentina de exceso de vulgaridad. No puedo
comprender a esa gente. Resulta para mí un misterio el hecho de que un tipo
que ha atravesado los siete círculos del infierno, ha conocido situaciones
que llegan hasta lo más profundo del alma, ha agotado totalmente el sentido
de la lucha, del dolor, de la fe y de la duda, al aterrizar aquí, en Argentina,
se haga miembro como si nada de un comité y se ponga a recitar lo que
parecen ser inmortales lugares comunes. El conocimiento de la vida que
han adquirido, que tenían que haber adquirido, está como fuera de ellos, lo
llevan no en ellos mismos, sino en el bolsillo, un bolsillo que, por lo demás,
también ha sido cosido.
El infantilismo de su tono es insoportable. El semanario La Voz[21],
reforzado en los últimos años por nuevas plumas, ha dejado de ser una hoja
volante para convertirse en un «órgano» orgulloso y útil; no obstante sigue
pareciéndose a una asamblea de tiítas y tiítos que toman todas las
precauciones posibles para no escandalizar a la sobrina menor de edad. Esa
preocupación por la inocencia antediluviana de los polacos actuales resulta
realmente conmovedora. Personas que han experimentado una vida
durísima son tratados como colegiales de quinto grado y sólo se les
permiten algunos temas, debidamente endulzados y suavizados. Pero tal vez
sea mejor que La Voz tome esas precauciones, pues si La Voz se pusiera a
hablar con su verdadera voz, sería de temer que en un santiamén hiciera
saltar en pedazos a La Voz y hasta, quizá, a toda nuestra colonia. Tememos
«nuestra verdadera voz, por lo que utilizamos una Voz perfectamente
neutralizada.
Sin embargo, estoy muy lejos de combatir este estado de cosas con
medios demasiado drásticos. De vez en cuando alguien —por lo general el
presidente, el tesorero o el secretario— se dirige a mí con un llamamiento
confidencial para que me convierta en el látigo de la colonia y me lo cargue
todo como es debido. Este papel no me hace gracia. No conseguiremos
nada removiendo nuestros viejos asuntos y tachándonos de hipócritas,
imbéciles e inútiles. Por lo contrario, hay que tratar de despertar en estos
polacos la conciencia de su irrealidad, de la ficción en que viven, y que esta
conciencia se haga en ellos definitiva. Hay que repetirles: tú no eres así, ya
eres mayor para lo que estás diciendo, te comportas así para entonar con los
demás, te pones solemne porque todos se ponen solemnes, mientes porque
todos mienten, pero tú y todos nosotros somos mejores que la farsa en la
que participamos; hay que decírselo hasta que esta idea se convierta para
ellos en la tabla de salvación. Esta especie de Ketman nos es absolutamente
imprescindible. Debemos sentirnos como los actores de una mala obra
teatral, que en sus papeles estrechos y banales no tienen ninguna posibilidad
de lucirse. Esta conciencia nos permitirá al menos conservar nuestra
madurez hasta los tiempos en que podamos ser más reales.
No culpo a nadie, pues los culpables no son los hombres, sino la
situación.

Jueves

Miłosz, al igual que todos los demás (literatos de una cierta escuela,
criados en la problemática «social»), experimenta conflictos, tormentos,
dudas, ignorados por completo por los escritores de antaño.
Rabelais no tenía ni idea de si era «histórico» o «suprahistórico». No
pretendía cultivar la «literatura absoluta» ni profesar el «arte puro», ni
tampoco —antes lo contrario— expresar su época; en fin, no pretendía nada
porque escribía lo mismo que un niño hace sus necesidades bajo un arbusto:
para aliviarse. Atacaba lo que le enfurecía; combatía lo que se le atravesaba
en el camino; y escribía para deleitarse —y para deleitar a los demás—;
escribía lo que le dictaba su pluma.
No obstante, Rabelais expresó su época y presintió la que se avecinaba
y, además, creó un arte imperecedero y purísimo; y fue así porque,
expresándose a sí mismo con la mayor libertad posible, al mismo tiempo
expresaba la esencia eterna de su humanidad, a sí mismo como hijo de su
tiempo y a sí mismo como germen del tiempo futuro.
En cambio, hoy en día, Miłosz (y no es él el único) se toca la frente con
un dedo y medita: ¿cómo y de qué he de escribir? ¿Dónde está mi lugar?
¿Cuáles son mis obligaciones? ¿Debería sumergirme en la historia? ¿O tal
vez buscar la «otra orilla»? ¿Quién debo ser? ¿Qué debo hacer? Creo que
era el difunto Żeromski quien solía contestar en semejantes ocasiones:
escribe lo que te dicte el corazón, y éste es el consejo que más me
convence.
¿Cuándo pondremos fin a la tiranía de los fantasmas de la abstracción
para ver de nuevo el mundo concreto? El poder de estas antinomias
«filosóficas» es tan enorme, que Miłosz olvida por completo con quién está
hablando y me sugiere que adopte el papel de defensor del «arte puro», el
papel casi de esteta. ¿Y qué tengo que ver yo con ello? Si me opongo a los
esquemas que amenazan a la literatura demasiado actual, no es en absoluto
para imponer otro esquema. Yo no me pronuncio a favor ni del arte eterno
ni del arte puro, sólo le estoy diciendo a Miłosz que hay que tener cuidado
de que la vida no se nos transforme, bajo nuestra pluma, en política, en
filosofía o en estética. Yo no reclamo ni el arte aplicado ni el arte puro, lo
que reclamo es la libertad, reclamo una creación «natural», aquella creación
que sea la realización no premeditada del hombre.
Pero él dice: —Tengo miedo…, tengo miedo de que cuando me aparte
de la Historia (es decir, de los lugares comunes de la época actual), me
quedaré solo.
A lo que yo le digo: —Ese miedo es indecente y, lo que es peor,
imaginario. Indecente, porque significa en el fondo la renuncia no sólo a la
celebridad, sino también a la propia verdad; la renuncia al que es
probablemente el único heroísmo, el cual constituye el orgullo, la fuerza y
la vitalidad de la literatura. Aquel que tenga miedo del desprecio humano y
de la soledad entre la gente, que calle. Pero este miedo es también
imaginario —pues la popularidad que se consigue al servicio del lector y de
las corrientes de la época no significa otra cosa que unos tirajes grandes,
nada más—, y sólo aquel que ha logrado separarse de la gente y existir
como un ser singular, para más tarde conseguir dos, tres o diez
correligionarios o hermanos, sólo éste se habrá liberado de la soledad en los
límites permitidos al arte.
Y dice (siempre dominado por esa visión razonada que tanto contrasta
con las virtudes más valiosas de su persona): Nosotros los polacos, hoy en
día podemos hablar al mundo occidental con superioridad y valentía
«simplemente porque —cito literalmente— nuestro país es el terreno sobre
el que pueden ocurrir los cambios más importantes, cambios que contienen
el “canto del futuro” que se alzará cuando se derrumbe el poder de Moscú
sobre las naciones». A lo que yo le contestaría aconsejándole que refiriese
este pensamiento a Bulgaria o a la China, que también participan de esta
vanguardia histórica. No, mi querido Miłosz: ninguna historia te sustituirá
la conciencia, la madurez, la profundidad personal, nada te absolverá de ti
mismo. Si personalmente eres importante, aunque vivas en el lugar más
conservador del planeta, tu testimonio sobre la vida será importante; pero
ninguna presión histórica sacará palabras importantes de la gente inmadura.
Así que todo se vuelve difícil, dudoso, oscuro, enrevesado, bajo la
invasión de la complicada sofística de nuestros tiempos; pero recobra su
claridad cristalina en el momento en que comprendemos que hoy no
hablamos y no escribimos de una manera nueva y particular, sino
exactamente igual que lo hemos venido haciendo desde el principio del
mundo. Y no habrá concepción que sustituya el ejemplo de los grandes
maestros, ni filosofía que sustituya al árbol genealógico de la literatura rico
en nombres que nos llenan de orgullo. No hay alternativa: sólo se puede
escribir como Rabelais, Poe, Heine, Racine o Gógol, o no escribir. La
herencia de esta gran raza, que nos ha sido transmitida, es la única ley que
nos rige. Pero yo aquí no polemizo con Miłosz, que es un pura sangre, sólo
polemizo con su collera, y con ese carro lleno de escrúpulos que su pasado
le ha enganchado.

Lunes

¿Cómo es que al escribir sobre la crítica de Winczakiewicz no he


mencionado a Wittlin[22], si la antología también incluye versos suyos?
Lo he omitido porque Winczakiewicz también lo omite; pues, como
dice, los antiguos versos de Wittlin no son indicativos. Pero me gustaría
poner los puntos sobre las íes.
Si Wittlin no fuera autor más que de los versos contenidos en la
antología, seguramente hubiese hablado también de él. Pero Wittlin es una
criatura anfibia que habita diez realidades distintas: un poeta prosista, un
santo rebelde, un clásico emparentado con la vanguardia, un patriota
cosmopolita, un activista social solitario. Uno de esos Wittlin proviene de
Skamander y en cierta medida carga con su herencia, pero resulta que los
nueve Wittlin restantes presionan sobre él exigiéndole una revisión. Esta
silenciosa tormenta de los Wittlin dentro de Wittlin, esta ebullición de un
volcán aparentemente pacífico, su humanidad atormentada y activa, no son
mis enemigas, son mis aliadas. Y la fuerza de toda la rebeldía de Wittlin
consiste en que él por nada del mundo quiere rebelarse y, si se rebela, es
porque debe hacerlo. Esta es la razón de que ninguno de nosotros sea tan
convincente como él, y de que las palabras de nadie sean tan capaces como
las suyas de conquistar a la gente endurecida en los prejuicios. Experimenté
en mí mismo esa fuerza, ya que el prólogo de Wittlin a mi libro es una obra
maestra llena de una transparente persuasión y bondad, cargada con el más
moderno de los dinamismos. Pero precisamente a causa de ese prólogo me
lanzaría a un ataque contra Wittlin, lo atacaría para que no dijeran que lo
perdono porque me defiende y apoya. (¡Qué mezquinos son mis
sentimientos!)

Sábado
Sí, sea como fuere, temo a esos articulillos con los que sus autores
intentan pisarme los talones para hincar en ellos su maliciosa dentadura.
¡Qué más da que digan tonterías! El juicio de un imbécil sobre ti, aunque se
tratara del más monumental y perfecto archiultracretino, no carece en
absoluto de importancia, ya que el tal imbécil tiene por nombre Millón. Y lo
que es más grave es que semejante opinión, aunque se caracterice por la
más total falta de inteligencia y sea una mentira de arriba abajo, servida con
la insolencia propia de periodistas, llega a la gente que no te conoce a ti ni
conoce tus libros, y que por tanto carece de la posibilidad de formarse de ti
su propia opinión.
Cuando después de semejantes ataques virulentos deseosos de ponerte
en ridículo, anonadarte, quitarte lectores, exponerte a daños materiales y
morales (todo ello en defensa de lo sagrado y de los ideales), topas con un
articulito escrito con honradez, el pecho se te llena de un divino sentimiento
de orgullo. ¡Me quito el sombrero ante Ryszard Wraga! No le exijo que le
gusten mis obras, pero sí le agradezco que juegue fair play. Sus palabras no
se acercan a hurtadillas a mi cara para colocarle la máscara del idiota. ¡Por
fin un periodista decente! Aunque critica con dureza mis opiniones, no
vacila en reconocer que en ciertos aspectos el libro supera sus capacidades,
y que precisamente lo que no puede comprender es considerado por otros
como «grande y magnífico». Semejante sinceridad es moralmente valiosa.
Sus reservas de carácter ideológico no le impiden hacerme justicia e incluso
llega a afirmar que «¡Sienkiewicz queda pequeño comparado con
Grombrowicz!». De El matrimonio escribe que es «un drama
revolucionario» e incluso cita «una de sus escenas más conmovedoras».
No codicio estas alabanzas. Pero las palabras de reconocimiento con las
que me obsequia el señor Wraga tienen para mí valor de oro porque
provienen de un adversario, un adversario capaz de imponerse una elegante
imparcialidad y de desdeñar la ventaja que le confiere el hecho de que el
lector que no conoce mis obras no podría descubrir sus eventuales
tergiversaciones (en defensa de los ideales en peligro) y falsedades (en
defensa de lo sagrado transgredido).
¡En verdad que hay que tomar ejemplo de tan digno publicista! Que es
lo que hago con la presente.
Martes

Discurso a la nación pronunciado en el banquete de la hospitalaria casa


de los señores X., a finales del A. D. 1953.

Cuando llegan las fiestas navideñas os gusta regar con vuestras


lágrimas el parterre de los recuerdos y suspirar con tristeza por los lugares
familiares perdidos. ¡No seáis ridículos ni sensibleros! Aprended a cargar
con vuestro propio destino. Dejad de cantar dulzonamente la belleza de
Grójec, Piotrków o Biłgoraj. Sabed que vuestra patria no es ni Grójec, ni
Skierniewice, ni siquiera el país entero, ¡y que la fuerza os tiñe las mejillas
de rubor ante la idea de que vuestra patria sois vosotros mismos! ¿Qué
importa que no viváis en Grodno, Kutno o Jedlińsk? ¿Acaso en alguna
ocasión el hombre ha estado en otro lugar que no fuera él mismo? Estáis
siempre en vuestra casa, aunque os encontréis en la Argentina o en el
Canadá, pues la patria no es un lugar en el mapa, sino la viva esencia del
hombre.
Dejad, por tanto, de cultivar en vosotros pías ilusiones y sentimientos
artificiales. No, jamás fuimos felices en nuestro País. Aquellos pinos,
abedules y sauces en realidad son unos árboles corrientes que os producían
exasperantes bostezos, cuando, antaño, llenos de aburrimiento, los veíais
por la ventana cada mañana. No es verdad que Grójec sea algo más que un
horripilante y provinciano villorrio, donde en otros tiempos llevabais
vuestra gris y pobre existencia. No, es mentira: Radom jamás fue un
poema, ¡ni siquiera al amanecer! No son maravillosas ni inolvidables las
flores de allí, y la miseria, la suciedad, las enfermedades, el tedio y la
injusticia os asediaban también entonces, como los perros que aullaban al
anochecer en las perdidas aldeas polacas.
No seáis llorones, os digo. No olvidéis que mientras vivíais en Polonia,
ninguno de vosotros se preocupaba por ella, porque constituía vuestra
cotidianidad. Hoy en día ya no vivís en Polonia, pero en cambio ella vive
con más fuerza en vosotros: esa Polonia que hay que definir como vuestra
más profunda humanidad formada por el trabajo de generaciones. Sabed
que en cualquier lugar donde la mirada de un joven descubre su destino en
los ojos de una muchacha, allí se crea la patria. Cuando en vuestros labios
aparece la ira o la admiración, cuando el puño se alza contra la infamia,
cuando la palabra de un sabio o el canto de Beethoven encienden vuestra
alma, transportándola a unas dimensiones celestes, entonces —ya sea en
Alaska o en el ecuador— nace la patria. Pero en la plaza Saski de Varsovia,
en la plaza mayor de Cracovia, seréis unos vagabundos sin casa, unos
mendigos sin rumbo, unos avaros desesperadamente vulgares, si permitís
que la trivialidad destruya en vosotros la belleza.
Hay que deplorar el hecho de que no seáis lo suficientemente nobles e
inspirados como para descubrir el sentido patético de vuestra
peregrinación.
No obstante, no perdáis la esperanza. En esta lucha por el sentido más
profundo de la vida y por su belleza no estáis solos. Por suerte tenéis con
vosotros el arte polaco, que hoy en día se ha convertido en algo más
importante y más verdadero que los ministerios sin sede [23] y las
instituciones privadas de poder; y es él, el arte, quien os enseñará a ser
profundos; su látigo, severo y benigno a la vez, caerá chasqueando sobre
vosotros siempre que empecéis a decaer, a quejaros y a lloriquear. El arte
os abrirá los ojos a la dura belleza de la contemporaneidad, a la grandeza
de vuestro cometido, y sustituirá los sentimientos demasiado provincianos
por otros nuevos, hechos a la medida del mundo y de esos horizontes que
hoy se están abriendo ante vosotros. Os devolverá la capacidad de volar y
la fuerza para que no se diga de vosotros con las palabras de Shakespeare:
Fuerte peligro es para un débil el introducirse entre las puntas de las
espadas de dos fieros y potentes adversarios[24].
1954
VII
Capítulo

VIERNES
Me presenté en aquel baile (era Nochevieja) a las dos de la madrugada,
llevando dentro, aparte del pavo, bastante cantidad de vodka y de vino.
Había quedado allí con unos conocidos, pero no estaban; deambulé por
diversos salones, me senté en el jardín donde inesperadamente la
muchedumbre se dividió en parejas y empezó el baile.
Esto sucedió gracias a la música que, sin embargo, desde el lugar donde
yo estaba, casi no se dejaba oír, y sólo me llegaba en forma de un sordo
retumbar de la percusión o de unas notas de la alegre melodía que
desaparecía tras apenas haberse insinuado. A la celestial llamada de unos
fragmentos juguetones que aparecían siempre consecuentes, siempre
concentrados alrededor de una frase para mí inaccesible, le respondía el
ritmo de los cuerpos, divertido y violento, burlón e insistente, en un danzar
desenfrenado; y al ser este ritmo más palpable, más real que aquella lejana
alusión, parecía que no era la música la que provocaba el baile, sino que era
el baile el que provocaba la música. Sí, daba la sensación como si este ritmo
de aquí abajo, ya demasiado irresistible, arrancase allí arriba una forma
musical que la confirmaba.
Pero ¡qué baile! Baile de barrigas, baile de calvas regocijadas, baile de
rostros marchitos, baile de cotidianidad cansina y corriente que se divertía
en día de fiesta, baile de grisalla e informidad. Lo cual no quiere decir que
ese público fuese peor que cualquier otro, pero era por lo general gente
mayor; al fin y al cabo se trataba de la corriente humanidad con su
inevitable miseria, y esta miseria se pavoneaba de sí misma
desvergonzadamente entre brincos, y estos brincos, privados de música,
resultaban ser algo descaradamente blasfemo, horriblemente pagano y
salvajemente libertino… Parecía como si hubiesen decidido conquistar y
poseer a la fuerza la Belleza, la Broma, la Elegancia, la Alegría, y que,
poniendo en el baile todos sus defectos y toda su vulgaridad, creasen todos
ellos una figura saturada de baile y alegría… a la que no tenían derecho y
que, a decir verdad, usurpaban. Pero ese frenético anhelo de encanto, al
llegar a su paroxismo, de repente arrebataba un signo de vida a la melodía,
a aquellas pocas notas felices que al unirse con el baile lo santificaban por
un instante, tras lo cual se reanudaba la colaboración salvaje, oscura, sorda
y sin Dios de unos cuerpos agitados y arrastrados por su propio ímpetu.
¡Así que el baile creaba la música, el baile conquistaba con violencia la
melodía, y ello a pesar de su imperfección! Ante esta idea experimenté una
profunda conmoción, ya que de todas las ideas del mundo era ésta
justamente la más importante para nosotros en la actualidad, la más
próxima, sí, esta revelación acechaba tras de la cortina que yo evocaba para
mí mismo fervorosamente con los versos de Valéry:

Pesadas puertas del sueño, inacabadas,


Cortinas de rubí extrañamente alzadas…

¡Esto es lo que había en el fondo de nuestros libros, de nuestras luchas,


de nuestro genio, de nuestro valor sin límites! Hacia esta idea —la de que el
baile crea la música— se precipitaba la humanidad por todos sus medios,
ella se ha convertido en la inspiración y la meta de mi tiempo, también yo
me dirigía a ella siguiendo una espiral que estrechaba cada vez más sus
círculos. Pero en este momento me quedé anonadado. ¡Porque me di cuenta
de haber pensado esta idea sólo por su pathos!

Jueves

Vuela un pájaro. Al mismo tiempo ladra un perro.


En lugar de decir: «El pájaro vuela, el perro ladra», he dicho
expresamente: «El perro vuela, el pájaro ladra.»
¿Qué es más fuerte en estas frases: el sujeto o el verbo? En «el perro
vuela», ¿estará fuera de lugar «vuela» o más bien «el perro»? Y además:
¿se podría escribir algo basado en semejante asociación perversa de los
conceptos, en el libertinaje del habla?

Sábado

Una conversación con Karol Swieczewski sobre El matrimonio. Al


mismo tiempo una carta de S. con la noticia de que en los Estados Unidos
alguien quiere representar El matrimonio, y una carta de Camus con la
pregunta de si no tengo nada en contra de que recomiende El matrimonio a
un director de teatro de París.
¿Qué hacer? El matrimonio sin teatro es como un pez fuera del agua, sí,
porque es un drama no solamente escrito para el teatro, sino que, al menos
en su intención, es la misma teatralidad de la existencia que se libera. No
obstante, temo que nadie, aparte de mí, sea capaz de dirigirlo y que el
espectáculo se derrumbe, con gran vergüenza para mí, enterrando por
muchos años la carrera teatral de la obra.
La mayor dificultad consiste en que El matrimonio no es una
trasposición artística de un problema o una situación (a lo que nos tiene
acostumbrados Francia), sino una libre descarga de la imaginación, eso sí,
dirigida a un fin determinado. Lo cual no quiere decir que El matrimonio no
nos cuente una historia: es el drama de un hombre contemporáneo cuyo
mundo ha sido destruido, que ha visto (en sueños) su casa convertida en una
taberna y su novia en una mujerzuela. Deseando recuperar el pasado, este
hombre proclama rey a su padre y en su novia quiere ver una virgen. Todo
en vano. Puesto que no sólo su mundo ha sido destruido, es él mismo quien
también ha sufrido un hundimiento y a quien ya se le han agotado aquellos
sentimientos de antaño… Pero sobre los escombros del viejo mundo
aparece uno nuevo, lleno de horribles trampas y de un dinamismo
imprevisible, privado de Dios, compuesto por hombres presas de unas
extrañas convulsiones de la Forma. Embriagado por la omnipotencia de su
desenfrenada humanidad, el hombre se proclama rey, dios, dictador, y por
medio de esta nueva mecánica quiere conseguir que revivan en él la pureza
y el amor…; sí, él mismo celebrará su matrimonio, lo impondrá a la gente,
obligará a todos a que lo ratifiquen. Pero la realidad creada a través de la
forma se vuelve contra él y lo destruye.
Esta es la anécdota… La cual no agota, sin embargo, el contenido de El
matrimonio, ya que este nuevo mundo que hace su aparición no es conocido
de antemano ni siquiera por el mismo autor; el drama no es más que un
intento artístico de llegar a la realidad que oculta el Futuro. Es el sueño
acerca de una época, que expresa los tormentos de nuestro tiempo presente,
pero a la vez es el sueño que anticipa la época, que trata de adivinar…; al
margen de la acción, el espíritu en sueños del héroe— artista quiere
penetrar las tinieblas, es una lucha en sueños con los demonios del mañana,
es la celebración del sagrado rito de un nuevo y desconocido Devenir… De
modo que El matrimonio, puesto en escena, debería convertirse en el monte
Sinaí, lleno de revelaciones místicas, en una nube preñada de mil
significados, en un trabajo desenfrenado de la imaginación y la intuición, en
un Grand Guignol rebosante de alegría, en una misteriosa missa solemnis a
caballo de los tiempos y a los pies de un altar desconocido. Este sueño es de
veras un sueño que se desarrolla entre tinieblas, y sólo los relámpagos
tienen derecho a iluminarlo (perdonadme que me exprese con tanta
grandilocuencia, pero de otro modo no podría dar a entender cómo debería
representarse El matrimonio).
Si le dais este enfoque —como la descarga de un alma grávida de un
indefinido presentimiento de los tiempos que se avecinan, como una
celebración religiosa del futuro—, debería funcionar en escena; pero no
olvidéis que este espectáculo debe ser tanto sensual como metafísico, es
decir, que todos los resplandores y horrores de la forma desatada, el
extasiarse con la máscara, el jugar con la interpretación por la misma
interpretación, deberían convertirlo en un deleite. Y tampoco olvidéis que
su extremo sentimiento trágico consiste en el horror del hombre que
advierte que su formación se está desarrollando de un modo imprevisible
para él mismo, en la disonancia entre el individuo y la forma.
El sentido de estas indicaciones resulta melancólico. La verdad es que
no tengo ninguna seguridad de que El matrimonio se represente mientras yo
viva.
Domingo

Quisiera decir al menos cómo me imagino a grandes rasgos la puesta en


escena del primer acto.
Escena primera, Henryk y Władzio[25]: la melodía del sueño nostálgico
y agobiante, el patetismo de Henryśk en el vacío y la «desenvoltura» de
Władzio, la horripilante desenvoltura de la juventud. Y el «hola» como un
conjuro que, al repetirse, aumenta su fuerza y crea expectación.
Cuando aparecen los padres, Henryśk adopta el estilo de un «viajero»;
es la típica escena con el tabernero.
Y en seguida el violento griterío del Padre y la entrada de la Madre,
cuyo grito debe armonizar con el del Padre. Luego, dos monólogos de
Henryśk:

Eso parecería
Pero no es del todo cierto.

Y también:

Y no puedo hablar sencillamente…

como dos crescendi: aquí él empieza a sentirse sacerdote y da comienzo


la misa. A partir de ese momento, Henryśk estará al mismo tiempo dentro y
fuera de la acción; a ratos la apoyará con ardor como si deseara agotar su
sentido, se asociará con ella extasiado, la acompañará manteniéndose
apartado, o bien, por un momento, la detendrá del todo.
Los diálogos con los padres son de un ritmo y un ambiente cambiantes,
pero hay que elaborarlos vocalmente como un texto musical y hacer resaltar
la teatralidad del mismo y el carácter ritual del banquete. El desfile de las
parejas hacia la mesa constituye la irrupción de lo grotesco, todos marchan
al unísono en la comitiva danzante: aquí se han olvidado por un momento
del drama y no hacen más que divertirse.
Aparece después Mańka-Mania, aparición condimentada con el
torturador misterio del sueño. Henryśk, desesperado pero a la vez divertido,
se abandona en compañía de Wtadzio a la ligereza y a la frivolidad; el ritmo
les embriaga. Acto seguido, la irrupción de los Borrachos conjurada por
aquel «cerdo» con el que se sofoca el Padre, el obstinado leit-motiv de
«Mańka, una de cerdo, Mańka cerda», mientras Henryk, que se mantenía
apartado, se deja arrastrar y corrobora con pasión:
«¡Una botella de cerda amarga!»
O bien, repitiendo en un aparte las palabras de los Borrachos (¡Mańka,
una de pepinos!… ¡En el mismísimo crucifijo!), lo hace como si se les
uniera en una especie de rito. Y cuando en un momento se dice a sí mismo:
«¿Cuándo terminará todo esto?», el Borracho, como saliéndose de su papel,
contesta: «En seguida», y por un instante se produce una de esas
suspensiones de la acción, típicas en El Matrimonio:
Henryk (al Borracho). — ¿Qué hay ahí afuera, detrás de las ventanas?
Borracho. —Hay extensos campos.
Es la desesperada necesidad de la intocabilidad y el miedo salvaje al
dedo del Borracho lo que engendra la realeza del Padre; este dedo deberá
ser bastante grande y repugnante.
La entrada del segundo tema principal de esta «sinfonía» (¡Henryśk, oh,
Henryśk!), cuya sublimación contrasta con el carácter humillante del
primero (Cerda, cerda), debería sonar debidamente reforzada por los gritos
«¡El rey, el rey!» y por la aparición de los Dignatarios. Los Dignatarios
deberán aparecer envueltos en las tinieblas del sueño, y la escena poco a
poco se consolidará en su nuevo aspecto de corte real.
En la escena de la oración, la Paternidad adquiere un carácter divino —
Dios es padre del Padre— y se impone, atormenta, y sugiere a Henryśk
unas palabras de vasallaje…, mientras él, suspendido en el vacío, no sabe
qué hacer consigo mismo… Pero de repente desciende la ligera, maravillosa
palabra «Matrimonio», y la escena se ilumina; luego sigue la marcha
nupcial, los pasos triunfales del final, la polonesa con la que el Padre quiere
«forzar» la realidad, todo ello trastornado por la última y breve explosión de
«cerda».

Lunes
¿Tengo derecho a publicar semejantes comentarios de mis propias
obras? ¿No será un abuso? ¿No aburrirá?
Debes decirte: la gente anhela conocerte. Te desean. Sienten curiosidad
por ti. Debes introducirles a la fuerza en tus asuntos, incluso en aquellos
que les son indiferentes. Oblígales a que se interesen por lo que te interesa a
ti. Cuanto más sepan de ti, tanto más te necesitarán.
El «yo» no es obstáculo en las relaciones con los demás, el «yo» es lo
que «ellos» desean. No obstante, se trata de que el «yo» no sea
contrabandeado como una mercancía prohibida. ¿Qué es lo que no soporta
el «yo»? Las cosas hechas a medias, con temor y pudorosamente.

Martes

¿Qué nos separa al señor Goetel y a mí?


Goetel dice (en el artículo «Lasitud», de Wiadomości) que los polacos
en el exilio viven una vida incompleta y falsa, y que para que estos polacos
empiecen a vivir de verdad tienen que recuperar Polonia. Que a pesar de
que de vez en cuando nos invada la sensación de lasitud al pensar en esta
continua, secular e interminable lucha por Polonia, a pesar de que el
demonio del escapismo nos susurre al oído estos u otros consejos para
eludir este cometido, no hay nada que hacer, no puede haber para nosotros
una auténtica vida fuera de Polonia, no existe para nosotros otro destino,
otra vocación, otro cometido que éste, único y capital: recuperar Polonia.
Ante todo pregunto: ¿será tan seguro y evidente que la vida del polaco
en Polonia era menos incompleta y menos falsa? ¿No era aquella vida
igualmente pobre, mísera y estrecha? ¿Acaso no era una eterna expectación
de una vida que «empezaría mañana»? Recordad las caras que se veían en
los tranvías de Varsovia antes de la guerra. ¡Cuánto cansancio! ¡Cuánto
tormento! En aquellas caras pudisteis leer el aciago sentido de la vida: el
sentido universal.
Segunda pregunta: ¿es verdad que la vida del polaco en el exilio tiene
que estar privada de su contenido esencial? ¿Y qué os enseñaba la Iglesia
católica? Que tenéis un alma inmortal que no depende del paralelo en que
os encontréis. Que dondequiera que estéis, debéis preocuparos por la
salvación vuestra y del prójimo.
Mi actitud es exactamente la misma que la de la Iglesia, con la salvedad
de que en lugar de hablar de un alma en el sentido eclesiástico, mencionaría
más bien algunos valores fundamentales del hombre, tales como la razón, la
nobleza, la capacidad de desarrollarse, la libertad y la sinceridad… De las
palabras del señor Goetel se podría deducir que el único camino hacia estos
valores pasa a través de Polonia; yo, en cambio, considero que no hay
ningún camino hacia ellos, puesto que cada uno los lleva dentro de sí
mismo.
Ahora llego a una pregunta que es una verdadera prueba de fuego, una
pregunta verdaderamente demoníaca: si os dijeran que para seguir siendo
polacos tenéis que renunciar a una parte de vuestro valor humano, o sea,
que podríais ser polacos sólo bajo la condición de volveros peores como
hombres —un poco menos capaces, menos inteligentes, menos nobles—,
¿aceptaríais semejante sacrificio para conservar Polonia?
Aquellos de vosotros a quienes os han enseñado a morir responderán
afirmativamente. Sin embargo, una aplastante mayoría responderá que
semejante dilema ni siquiera ha lugar, ya que Polonia es la condición
ineludible de esas virtudes, y un polaco sin Polonia no puede ser un hombre
completo. Esta respuesta yo la llamaría escapismo en su estilo más clásico,
no es otra cosa sino la respuesta de un cobarde que teme la realidad. Porque
los valores de los que estamos hablando tienen carácter absoluto y no
pueden estar condicionados por nada; el que dice que sólo Polonia puede
asegurarle la razón o la nobleza renuncia a su propia razón y a su propia
nobleza.
Está claro que yo nunca podré ponerme de acuerdo con el señor Goetel,
porque para él lo importante es Polonia y para mí los polacos. Polonia pesa
tanto sobre Goetel, que incluso los logros de Conrad o Curie-Skłodowska
los valora únicamente desde el punto de vista de su significado
propagandístico: en cuanto que han contribuido a la popularización del
nombre de Polonia en el extranjero. Goetel juzga con desprecio el papel de
los «intelectuales», porque no pueden servir de mucho a la causa polaca.
Por tanto, Conrad, Curie y el intelecto se han convertido en unos insectos
que revolotean alrededor de la misma vela: Polonia.
¿Qué me dirá a todo esto el señor Goetel? Me tildará de escapista,
blandengue, megalómano, intelectual (seudo), traidor, cobarde y fatuo.
Goetel no puede decir otra cosa. Goetel tiene que decirlo (y con la
conciencia tranquila).

Jueves

El lenguaje. No se trata de que no haya errores de lenguaje, sino de que


no nos avergoncemos de ellos. Cualquiera puede cometer un error al
escribir, un error gramatical o incluso ortográfico, pero hay quienes se
ponen la toga de clásico, y cualquier error, por más pequeño que sea, los
deja derrotados inmediatamente. En cambio, el escritor que no quiere ser
demasiado impecable en su expresión puede permitirse muchos tropiezos
sin que nadie le pida responsabilidades por ello. De modo que el escritor
debe cuidar no solamente el lenguaje, sino encontrar en primer lugar una
actitud apropiada ante el mismo. Una actitud apropiada quiere decir que, si
es posible, no sea vinculante. Quien deja que le echen en cara sus propias
palabras es un estilista de poca monta, como lo es quien, al igual que
algunas mujeres, se fabrica la fama de no pecador, puesto que entonces el
menor pe— cadillo se convierte en un escándalo.
Los escritores que se deleitan con la supuesta precisión de estilo, que
tratan de asombrar con una inexistente matemática del lenguaje, que
coquetean con su «maestría» (la escuela de Anatol France), no tiene nada
que hacer en nuestro tiempo, ya que el sibaritismo ha pasado de moda. El
estilista contemporáneo debe tener un concepto del lenguaje como de algo
infinito y en continuo movimiento, algo que no se deja dominar. Pondrá el
énfasis más en su lucha con la forma que en la forma misma. Tratará la
palabra con desconfianza, como algo que se le escapa. Esta relajación de la
unión del escritor con la palabra supone una mayor desenvoltura en el uso
de las palabras.
Lo más importante es que un exceso de teoría, un planteamiento
demasiado pedante del estilo, no quiten a la palabra su eficacia en la
práctica, en la vida. Al fin y al cabo el arte existe entre hombres vivos y
concretos, o sea, imperfectos. Hoy en día abundan estilos que aburren, que
cansan, que revuelven las tripas, porque son producto de una receta
intelectual, son obra de unos hombres poco sociables y simplemente mal
educados. Con las palabras hay que intentar alcanzar a la gente y no a las
teorías, a la gente y no al arte. Mi lenguaje en este diario es demasiado
correcto, en mis obras artísticas soy más desenvuelto.

Viernes

La buena literatura polaca, contemporánea o del pasado, no me ha


servido de mucho ni me ha enseñado gran cosa, y ello porque nunca se ha
atrevido a reparar en el hombre singular.
El individuo, si aparecía en sus páginas, era siempre de un modo
temeroso, débil, irreal y reticente. La literatura polaca es la típica literatura
seductora que desea fascinar al individuo, someterlo a la masa, hacerlo caer
en el patriotismo, el civismo, la fe y la entrega… Es una literatura
pedagógica, por eso no inspira confianza.
Sin embargo, la mala literatura polaca me resultó interesante e
instructiva. Al estudiar los horribles cuentos que diversas tías culturales
publicaban en el dominical del Kurier Warszawski o las novelas de Germán,
Mniszkówna, Zarzycka, Mostowicz, descubría la realidad…, porque estas
novelas desenmascaran, son traidoras. Su torpe trama se rompe a cada
instante y a través de la rotura se pueden entrever todas las suciedades de
las desaliñadas almas de sus autores.
La historia de la literatura… De acuerdo, pero ¿por qué sólo la historia
de la buena literatura? El arte malo no puede caracterizar más a una nación?
La historia de la subliteratura polaca posiblemente nos diría más sobre
nosotros que la historia de los diversos Mickiewicz y Prus.

Lunes

Hemos ido al Tigre. Está en el delta del Paraná. Navegamos en una


lancha por una superficie que se extiende oscura y silenciosa en medio de
una maraña de islas. Todo es verde y azul, agradable y ameno. En una
parada sube una muchacha que…, ¿cómo decirlo? La belleza tiene sus
misterios. Hay muchas melodías bellas, pero sólo algunas son como una
mano que oprime la garganta. Esta belleza era tan «magnetizadora» que
todos se sintieron extraños y quizá incluso avergonzados; nadie se atrevía a
admitir que la observaba, aunque no había ni un par de ojos que no
contemplasen a escondidas aquella espléndida aparición.
De repente, la muchacha, con toda la tranquilidad del mundo, se puso a
hurgarse la nariz.

Miércoles

Virgilio Piñera (escritor cubano): —{Vosotros los europeos no nos


tenéis ninguna consideración! No habéis creído jamás, ni por un momento,
que aquí pueda nacer una literatura. ¡Vuestro escepticismo en relación con
América es absoluto e ilimitado! ¡Inamovible! Está oculto tras la máscara
de la hipocresía, que es una clase de desprecio aún más mortífera. En este
desprecio hay algo despiadado. ¡Desgraciadamente nosotros no sabemos
responder con el mismo desprecio!
Un arrebato de ingenuidad americana; los tienen las mejores mentes de
este continente. En cada americano, aunque haya tragado todas las
sabidurías y haya conocido todas las vanidades del mundo, siempre queda
oculto el espíritu provinciano que en cualquier momento puede estallar en
una queja fresca e infantil. —Virgilio —dije—, no sea usted niño. Pero si
estas divisiones en continentes y nacionalidades no son más que un
desafortunado esquema impuesto al arte. Pero si todo lo que usted escribe
indica que desconoce la palabra «nosotros» y que sólo la palabra «yo» le es
conocida. ¿De dónde le viene entonces esta división entre «nosotros, los
americanos», y «vosotros, los europeos»?

Jueves

¿Podré morir como los demás, y cuál será después mi suerte? Entre la
gente que huye de sí misma, yo sigo concentrado en mi persona. Me
agiganto, ¿hasta qué límites? ¿Acaso es malsano? ¿Hasta qué punto y en
qué sentido es malsano? A veces sospecho que la función de agigantarme a
la que me abandono no sea indiferente a la naturaleza, que constituye una
provocación. ¿No habré tocado algo fundamental en mi misma actitud ante
las fuerzas naturales y no será «después» mi suerte diferente por haber
obrado conmigo mismo de una forma distinta que los demás?
VIII
Capítulo

DOMINGO
Una tragedia. Anduve bajo la lluvia con el sombrero calado hasta las
cejas, el cuello del abrigo levantado, las manos en los bolsillos.
Luego volví a casa.
Salí de nuevo para comprar algo para comer.
Y comí.

Viernes

Con el pintor español Sanz en El Galeón. Ha venido aquí por dos meses,
ha vendido cuadros por varios centenares de miles de pesos, conoce a
obodowski y lo aprecia mucho. A pesar de haber ganado bastante pasta en
Argentina, habla de ésta sin entusiasmo. «En Madrid uno está sentado en la
mesa de un café, en plena calle, y aunque no le espera nada concreto, sabe
que todo puede ocurrir: la amistad, el amor, la aventura. Aquí se sabe que
no va a pasar nada.»
Pero el descontento de Sanz es muy moderado en comparación con lo
que dicen los demás turistas. Los enfados de los extranjeros con Argentina,
sus críticas altivas y juicios sumarios, no me parecen de muy buen gusto.
Argentina está llena de maravillas y encanto, pero este encanto es discreto,
está envuelto en una sonrisa que no quiere expresar demasiado. Poseemos
aquí buena materia prima, aunque todavía no nos podemos permitir
productos acabados. No tenemos la catedral de Notre-Dame ni el Louvre,
en cambio a menudo se ven en la calle unos dientes deslumbrantes, unos
ojos espléndidos, unos cuerpos de formas armoniosas y ágiles. Cuando a
veces nos visitan los cadetes de la armada francesa, la mujer argentina
queda embargada por el éxtasis —cosa obvia e inevitable—, como si viera
el mismo París, pero dice: —Qué pena que no sean más guapos.
Las actrices francesas embriagan naturalmente a los argentinos con sus
perfumes parisinos, pero éstos dicen: —No hay ni una que lo tenga todo en
su sitio.
Este país, saturado de juventud, respira una especie de tranquilidad
aristocrática propia de los seres que no tienen que avergonzarse de nada y
se mueven con desenvoltura.
Hablo sólo de la juventud, porque lo característico de Argentina es la
belleza joven y «baja», próxima a la tierra, y no la encontraréis en
cantidades considerables en las capas superiores o medias. Aquí solamente
el vulgo es distinguido. Sólo el pueblo es aristocrático. Sólo la juventud es
infalible en cada una de sus manifestaciones. Es un país al revés, donde un
mocoso vendedor de una revista literaria tiene más estilo que todos sus
colaboradores, donde los salones —plutocráticos o intelectuales—
horrorizan por su mediocridad, donde al límite de los treinta años se
produce la catástrofe, la transformación total de la juventud en una madurez
por lo general poco interesante. Argentina, junto con toda América, es joven
porque muere joven. Pero su juventud es también, a pesar de todo, ineficaz.
En las fiestas de aquí veréis cómo al son de música mecánica un obrero
veinteañero, que es una pura melodía de Mozart, se acerca a una muchacha
que es un vaso de Benvenuto Cellini, pero de este acercamiento de dos
obras maestras no surge nada… De modo que es un país donde la poesía no
se hace realidad, pero con tanta más fuerza se percibe su presencia oculta,
terriblemente silenciosa.
Por otra parte, no se debería hablar de las obras maestras, porque en
Argentina esta palabra está fuera de lugar; aquí no hay obras maestras, hay
solamente obras, aquí la belleza no sólo no es nada anormal, sino que
precisamente es la encarnación de la buena salud y del desarrollo medio, es
el triunfo de la materia y no la revelación de Dios. Y esta belleza normal y
corriente sabe que no es nada extraordinario, por lo que no se valora en
absoluto —es, por tanto, una belleza totalmente laica, carente de gracia
divina—, y, sin embargo, al estar por su esencia ligada a la gracia y a lo
divino, resulta tanto más electrizante tomada como una renuncia.
Y ahora:
Lo mismo que con la belleza física ocurre con la forma: Argentina es un
país de forma precoz y fácil, por aquí se ven poco esos dolores, caídas,
suciedades, tormentos que sólo acompañan a la forma que se perfecciona
poco a poco y con esfuerzo. La metedura de pata es un fenómeno raro. La
timidez es una excepción. Una clara tontería no es frecuente; esta gente no
cae en el melodrama, el sentimentalismo, el patetismo o la bufonada, O al
menos nunca cae del todo en ellos. Pero a causa de esta forma que madura
con precocidad y sin dificultades (gracias a lo cual un niño se mueve con la
desenvoltura de un adulto), que facilita, que pule, en este país no se ha
creado una jerarquía de valores a la medida europea, y es esto quizá lo que
más me atrae de Argentina. No sienten asco…, no se indignan…, no
condenan… ni se avergüenzan… tanto como nosotros. Ellos no han vivido
la forma, no han conocido su drama. El pecado en Argentina es menos
pecaminoso, la santidad menos santa, la repugnancia menos repugnante, y
no solamente la belleza corporal, sino en general toda clase de virtud resulta
aquí menos altiva y está dispuesta a comer en el mismo plato con el pecado.
Flota aquí algo en el aire que nos desarma; el argentino no cree en sus
propias jerarquías o bien las acepta como algo impuesto. La expresión del
espíritu en Argentina no es convincente, cosa que los argentinos saben
mejor que nadie; existen aquí dos lenguajes diferentes: uno público, que
sirve a1 espíritu, ritual y retórico, y otro privado con el que la gente se
comunica a espaldas del primero. Entre estos dos lenguajes no hay la más
mínima conexión; el argentino aprieta dentro de sí mismo un botón que le
conecta a la grandilocuencia, después de lo cual aprieta el botón que lo
devuelve a la cotidianidad.
¿Qué es la Argentina? ¿Es una masa que todavía no ha llegado a ser un
pastel, es sencillamente algo que no tiene una forma definitiva, o bien es
una protesta contra la mecanización del espíritu, un gesto de desgana o
indiferencia de un hombre que aleja de sí mismo la acumulación demasiado
automática, la inteligencia demasiado inteligente, la belleza demasiado
bella, la moralidad demasiado moral? En este clima, en esta constelación
podría surgir una verdadera y creativa protesta contra Europa, si…, si la
blandura encontrase un método para hacerse dura…, si la indefinición
pudiese convertirse en un programa, o sea, en una definición.

Jueves

Carta a los miembros del Club de Discusión de Los Ángeles:


Gracias por el simpático Merry Christmas and a Happy New Year; la
noticia de que la primera sesión del Club ha estado dedicada a un debate
sobre mis obras me alegra mucho. Permitidme, queridos Socios, que os
responda con unos comentarios acerca de la actividad a que os dedicáis, o
sea, acerca del arte de discutir.
Quiero reflexionar con vosotros sobre este asunto, porque observo con
desagrado que la discusión forma parte de esos fenómenos culturales que
por lo general no nos aportan más que una humillación que yo llamaría
«descalificadora». Pensemos de dónde viene ese veneno de la infamia con
el que nos nutre la discusión. La emprendemos creyendo que nos debe
clarificar quién tiene razón y cuál es la verdad, por lo tanto, primo,
definimos el tema; secundo, determinamos los conceptos; tertio, cuidamos
de la exactitud de la expresión, y quarto, de la lógica del razonamiento.
Después de lo cual se produce una torre de Babel, una confusión de
conceptos, un caos de palabras, y la verdad se ahoga entre la verborrea.
Pero ¿por cuánto tiempo vamos a conservar esa ingenuidad de maestro,
heredada del siglo pasado, según la cual es posible organizar una
discusión? ¿Es que todavía no habéis entendido ciertas cosas? ¿Es que
necesitáis aún más verborrea en este mundo enfermo de discusión para
comprender que la vanilocuencia no es ningún puente que conduce hasta la
verdad? ¿Queréis iluminar vuestras tinieblas con esta velita, cuando los
faros marinos no consiguen penetrar en su muro?

Al decir que la discusión pertenece a los fenómenos «descalificadores»,


por descontado que me refería únicamente a las discusiones acerca de los
asuntos sublimes y abstractos, pues nadie se expondrá a la vergüenza o la
ridiculez debatiendo sobre las diferentes maneras de preparar un puré de
patatas. Pero la ridiculez no es sólo consecuencia del hecho de que la
discusión no puede estar a la altura de su cometido, la ridiculez surge ante
todo de una mistificación en que nosotros mismos incurrimos y que se torna
tanto más drástica cuanto más grande es el peso del tema a debatir. Es
decir, fingimos ante los demás y ante nosotros mismos que buscamos la
verdad, cuando de hecho la verdad no es más que un pretexto para nuestro
desahogo personal en la discusión, en una palabra, para nuestro placer.
Cuando jugáis al tenis, no tratáis de convencer a nadie de que se trata de
algo más que el mismo juego, pero cuando lo que os lanzáis mutuamente
son argumentos, no queréis admitir que la verdad, la fe, el concepto del
mundo, el ideal, la humanidad o el arte se han convertido en una pelota, y
que en el fondo lo único que importa es quién ganará, quién brillará, quién
va a lucirse en esta batalla que nos llena la tarde de una forma tan
agradable.
¿Sirve entonces la Discusión a la Verdad o la Verdad a la Discusión?
Seguramente son válidas ambas posibilidades, y creo que en el
desdoblamiento de este aspecto se oculta algo inaprehensible, lo cual
constituye el secreto de la vida y de la cultura. Pero el hombre que habla
tiene que ser consciente de por qué lo hace, y, en cambio, basta con que
ocultemos tímidamente esa cara menos seria de la discusión para que
nuestro estilo resulte falso y quebradizo y surjan todas las infamias ligadas
a ello. Las personas que olvidándose de las personas se concentran
únicamente en la busca de la Verdad discurren de un modo pesado y falso,
su habla carente de vida pierde la ligereza de la pluma para convertirse en
plomo. Pero aquellos que saben liberar el placer, para quienes la discusión
será al mismo tiempo trabajo y diversión —trabajo para divertirse,
diversión para trabajar—, ésos no se dejarán agobiar y entonces el
intercambio de frases tomará alas, brillará con encanto, pasión y poesía, y
—cosa más importante— independientemente de su resultado se
transformará en un triunfo. Porque incluso una tontería, incluso una
mentira, no te hundirán si sabes divertirte con ellas.
Me parece que, por casualidad, acabo de revelar el máximo y definitivo
secreto del estilo: tenemos que saber deleitarnos con la palabra. Si la
literatura se atreve a hablar no es en absoluto porque está segura de su
verdad, sino porque está segura de su deleite. Pero si quiero llamar vuestra
atención, queridos Socios, sobre esta característica de la discusión, es
porque el mundo se ha vuelto mortal y estúpidamente serio, y nuestras
verdades, a las que negamos el derecho de divertirse, se aburren demasiado
y por venganza empiezan a aburrirnos también a nosotros. Nos olvidamos
de que el hombre no existe solamente para convencer a otro hombre, sino
también para ganárselo, conquistarlo, seducirlo, encantarlo, poseerlo. La
Verdad no es sólo cuestión de argumentaciones, también es cuestión de
seducción, esto es, de atracción. La Verdad no se realiza en un torneo
abstracto de ideas, sino en un encuentro de personas. Como estoy
condenado a leer una cantidad considerable de libros llenos sólo de
argumentaciones, sé lo que quiere decir una verdad despersonificada, una
verdad elaborada. Por eso me dirijo a vosotros con el siguiente
llamamiento: no permitáis que la idea crezca en vosotros a expensas de
vuestra personalidad.
Me escribís que he sido objeto de vuestro debate. Quisiera preguntaros:
¿respetasteis mi persona? ¿No carecían acaso vuestras palabras de
vibración? ¿Hablasteis de mí con emoción, fantasía y pasión, como se debe
hablar del arte, o bien sólo extrajisteis de mí algunas de mis «opiniones»
para roerlas como un hueso seco de mi esqueleto? Quiero que sepáis que
no se puede hablar de mí de una manera aburrida, corriente y vulgar. Lo
prohíbo terminantemente. Sobre mí sólo quiero palabras festivas. A los que
se permitan hablar de mí de forma aburrida y sensata los castigo
cruelmente; me muero en sus labios llenándoles su orificio bucal con mi
cadáver.

Lunes

Dionys Mascólo: Le Communisme (Relation et communication ou la


dialectique des valeurs et des besoins, Gallimard, París, 1953).
Supongo que todavía me quedará algún comentario más por hacer
acerca de este libro importante (importante porque se trata de un
comunismo refinado, condimentado con todos los sabores elitistas, un
comunismo para la aristocracia), del que he leído apenas cien páginas.
Por el momento:
El texto produce una sensación extraña. De una seriedad absoluta y de
un absoluto infantilismo. De una absoluta sinceridad y de una absoluta
falsedad. De un absoluto conocimiento de la realidad y de una absoluta
ignorancia.
¿No debería decirse, pues, que Mascólo ha agotado hasta el fondo un
cierto sentido de la existencia, pero que le falta la percepción de otro
sentido, complementario? Esta obra se mantiene bien de pie, aunque sea
sobre uno solo.
Por eso a veces ilumina con un haz de luz deslumbrante la ponzoñosa
alquimia de la cultura contemporánea y nuestro juego con cartas trucadas.
Aquí Mascólo puede ser útil. Pero resulta totalmente impotente ante tu
propia falsedad. Ocurre así porque no quiere ser él mismo, sino un
instrumento; es un hombre que se ha subordinado a su cometido. No puede
comprender el mundo porque quiere imponerse al mundo, es más, considera
que imponerse es la única forma de comprender. Es un alma insistente, y lo
es con premeditación.
Esto se refleja en el estilo. Es un lenguaje que grita: ¡estoy a la altura
debida! Soy profundo. Soy perspicaz. Soy consciente y auténtico. Sé
utilizar todos los trucos, conozco todas las recetas, no me cogeréis en una
ingenuidad. Y, sin embargo, este lenguaje no es personal. Es como si
Mascólo asimilara la cantidad de conciencia, sutilidad, agudeza, etcétera,
que están en el aire, justamente en ese aire que respira el intelectualismo
contemporáneo; se ha apoderado de todo ello y lo utiliza hábilmente, pero
no es propiedad suya. Nada pertenece a Mascólo, ya que él no se pertenece
a sí mismo. Se podría extraer este «estilo» del libro y mandarlo en contra
suya, bastaría con meterlo en otro sobre y enviarlo a otra dirección.
En esta obra, donde el demonio de la intelligentsia comunistoide se
lanza contra un cosmos igualmente demoníaco e igualmente abstracto, falta
una sola verdad, a saber, la modesta, cálida y secreta verdad del autor.

Jueves

La crítica representa para mí un problema apremiante desde hace


tiempo, quizá desde mis primeros contactos literarios con el público. Los
polacos por lo general no son buenos psicólogos. El polaco, por ejemplo, no
es capaz de juzgar propiamente al hombre con quien habla o cuyo libro lee.
Yo sabía que el polaco no se tomaría la molestia de ponerse en mi lugar,
donde la broma se convierte en seriedad, la irresponsabilidad en
responsabilidad, la inmadurez en madurez, y que no sabría descubrir mi
juego ni comprender sus razones. Pero de entre todos los polacos, el crítico
literario, ese sabihondo profesional, es precisamente el ser que menos
entiende de los hombres y, por consiguiente, de literatura, pues su lastre
intelectual ahoga del todo la percepción directa, intuitiva del hombre. Así,
al escribir Ferdydurke, un libro excepcionalmente difícil, es más, un libro
que confunde e induce a error, sabía que si me entregaba indefenso en
manos de esos señores, estaría perdido.
Al mismo tiempo me planteé una serie de cuestiones. ¿Es justo que un
autor esté indefenso ante el crítico? ¿Por qué razón debo aceptar sin
protestas que me juzgue públicamente el señor X., que a lo mejor posee
menos conocimiento de la vida que yo y que casi seguro tiene bastante
menos idea acerca de lo que son problemas míos y no suyos? ¿Por qué la
opinión del señor X., que al fin y al cabo es únicamente una opinión
personal más, ha de adquirir el valor de una sentencia por el solo hecho de
que él escribe en un periódico? ¿Por qué debo soportar esta arrogancia y
esta impertinencia, esta apresurada incuria que lleva el solemne nombre de
crítica? Si aceptara semejante dependencia del juicio humano, ¿acaso no
entraría en contradicción con la aspiración fundamental de mi obra que
debía asegurarme la libertad y la soberanía, y conferirme la «seguridad en
mí mismo»? Pero ante todo me pregunté (porque en Ferdydurke pretendía
darme a conocer en la mayor medida posible) si era justo que los autores
adoptaran al escribir una pose como si la crítica no les importara en
absoluto, como si aquellos juicios se emitieran en otro planeta, cuando en
realidad todos escribimos para los hombres, su opinión es para nosotros
decisiva, y el temor a ella nos domina…
Estas preguntas resultaban tanto más dolorosas en cuanto que, siendo
como era un autor casi desconocido y carente de autoridad, estaba
escribiendo un libro desairadamente atrevido y provocador en el cual yo, un
mocoso, ajustaba las cuentas a toda la cultura. Mi fuerza, sin embargo, iba a
consistir justamente en la exhibición de mi debilidad. El mismo punto de
partida del libro —la revelación de mi propia inmadurez— iba a constituir
la base de su fuerza. Por lo tanto, también decidí revelar mi actitud ante la
crítica y, en lugar de pasar por alto este aspecto de la creación cubriéndolo
con un tímido silencio como es habitual, hice todo lo posible para que
quedase bien claro y patente el hecho de que el libro estaba escrito con
temor ante la crítica, con odio hacia la crítica y con deseo de eludir a la
crítica.
Hoy, naturalmente, me siento mucho más seguro, me siento más a mis
anchas entre la gente. Ya no estoy tan desesperadamente solo como cuando
iba a ver a Kister con mis primeros manuscritos. Hoy puedo contraponer a
la opinión de la señora X., que me considera un imbécil, en opinión del
señor Y., que me aprecia. Y sin embargo…

Domingo

El frío viento del sur ha barrido de Buenos Aires una masa de aire
caliente y húmedo y ahora sopla fluidamente, y ulula, silba, hace tintinear y
crujir las ventanas, lanza al aire los papeles y provoca en los cruces de las
calles unas auténticas orgías de brujas invisibles. Este viento seudootoñal
también me arrastra a mí y se precipita conmigo —siempre, empero, hacia
el pasado—; tiene el privilegio de evocar en mí el pasado y a veces durante
horas enteras me dejo llevar por él sentado sobre un banco de cualquier
lugar. Allí, entre las ráfagas de viento, trato de conseguir lo inalcanzable y,
sin embargo, tan deseado: evocar el Witold Gombrowicz de las épocas
irremediablemente pasadas. He dedicado mucho tiempo a la reconstrucción
de mi pasado, he establecido laboriosamente la cronología, he forzado la
memoria hasta el límite buscándome a mí mismo como Proust, pero no hay
nada que hacer, el pasado no tiene fondo y Proust miente, no, no hay nada
que hacer, nada absolutamente… Pero el viento del sur, provocando quién
sabe qué trastornos en el organismo, produce en mí un estado de anhelo casi
amoroso en medio del cual vago desesperadamente con un rictus en los
labios e intento despertar en mí, aunque sólo sea por un instante, mi
existencia pasada.
En la avenida Costanera, con la mirada fija en las olas que, convertidas
en espuma blanca, eran arrojadas con obstinada furia por encima del
parapeto de piedra que bordea la orilla, evocaba yo, el Gombrowicz de hoy,
a aquel lejano antepasado mío joven, tembloroso e indefenso. La trivialidad
de aquellos acontecimientos adquiría hoy para mí (para mí que ya sabía,
para mí que ya encarnaba precisamente mi propio futuro de aquel entonces,
para mí que constituía la solución del misterio de aquel chico), adquiría,
pues, el carácter sagrado de las leyendas sobre los lejanos comienzos; y hoy,
yo ya conocía la importancia de aquel ridículo sufrimiento, la conocía ex
post… Así que recordé, por ejemplo, una noche cuando él —yo— había ido
a la finca de unos vecinos, en Bartodzieje, a una fiesta en la que se
encontraba una persona que a él —a mí— transportaba a un estado de
embeleso y ante la cual yo —él— quería brillar, lucir; y eso era para mí —
para él— absolutamente necesario. Pero apenas entrado en el salón, en
lugar de admiración, me encuentro con la compasión de las tías, las bromas
de las primas, y la vulgar ironía de todos los nobles de la vecindad. ¿Qué
había ocurrido? Había ocurrido que Kaden-Bandrowski «se cargaba» uno
de mis cuentos, por lo demás en unas palabras llenas de indulgencia, pero
dando a entender inequívocamente que me faltaba talento. Y el periódico
había caído en sus manos y ellos, por supuesto, le habían dado crédito,
porque al fin y al cabo «se trataba de un escritor experto en la materia». De
modo que aquella noche, verdaderamente, yo no sabía dónde esconderme.
Si él —yo— se sentía impotente en semejantes casos, no era en absoluto
porque la situación le viniera grande. Todo lo contrario. Esas situaciones
eran irrefutables, ya que no merecían ser refutadas; eran demasiado tontas y
ridículas para poder tomar en serio los sufrimientos que infligían. De modo
que sufrías y al mismo tiempo tenías vergüenza de tu sufrimiento, y tú, que
ya en aquel entonces sabías apañártelas bastante bien con unos demonios
mucho más peligrosos, aquí te hundías terriblemente, descalificado por tu
propio dolor. ¡Pobre, pobre muchacho! ¿Por qué no estuve entonces a tu
lado, por qué no pude entrar en aquel salón y ponerme justo detrás tuyo
para que te sintieras completado por el futuro sentido de tu vida? Pero yo —
tu realización— estuve —estoy— a mil millas, a muchos años de distancia
de ti, y estaba —estoy— sentado aquí, en esta orilla americana, tan
amargamente retrasado…, con la mirada fija en el agua que brota por
encima del parapeto de piedra, colmado por la distancia del viento que llega
a toda velocidad de la zona polar.
Domingo

Cuando hoy, años más tarde, ya mucho más tranquilo y menos expuesto
a las gracias y desgracias de los juicios ajenos, considero las ideas acerca de
la crítica expuestas en Ferdydurke, las suscribo una vez más sin reparos.
Basta ya de obras inocentes, obras que entran en la vida Con la cara de
quien no sabe que será violado con mil juicios idiotas; basta de autores que
fingen que esa violación cometida en ellos por un juicio superficial y
descuidado es algo incapaz de herirles y algo que se debe ignorar. Una obra,
aunque nacida de la más pura contemplación, debería estar escrita de
manera que asegure al autor una ventaja en su partida contra los demás. Un
estilo que no sabe defenderse ante un juicio humano, que hace que su
creador sea pasto de cualquier cretino, no cumple con su cometido más
importante. Pero la defensa ante esas opiniones sólo es posible si logramos
mostrarnos humildes y confesamos la enorme importancia que esos juicios
revisten para nosotros, incluso cuando proceden de un imbécil. Por eso el
hecho de que el arte se vea inerme ante los juicios humanos es la triste
consecuencia de su orgullo. ¡Yo estoy por encima de todo esto, yo sólo
tengo en cuenta la opinión de los sabios! Pero esta ficción es absurda,
mientras que la verdad, una verdad difícil y trágica, es que el juicio de un
imbécil también tiene su importancia, también nos crea, nos plasma por
dentro y por fuera, conlleva unas consecuencias de carácter práctico y vital
de gran importancia.
Sin embargo, la crítica todavía tiene otro aspecto. Se la puede
contemplar desde el punto de vista del autor, pero también se la puede mirar
desde el punto de vista del público, y entonces adquiere unos matices aún
más claros de escándalo, falsedad y engaño. ¿Cómo están las cosas? El
público quiere estar informado por la prensa sobre los libros que aparecen.
De ahí que haya surgido una rama de la crítica periodística dominada por
gente que tiene contactos con la literatura. Sin embargo, si esa gente de
veras tuviera algo que hacer en el terreno del arte, si echara raíces en él, con
toda seguridad no se habría limitado a escribir articulillos; pero no, casi
siempre son literatos de segundo o tercer orden, personas que tienen una
relación lábil, más bien de carácter social, con el mundo del espíritu,
personas que no están a la altura de las cuestiones de las que deben tratar. Y
en esto precisamente consiste la mayor dificultad, imposible de eludir, y de
la que surge toda la inmoralidad y el escándalo de la crítica. Mi pregunta es
la siguiente: ¿cómo un hombre inferior puede criticar a otro superior, juzgar
su personalidad, valorar su trabajo? ¿De qué modo puede suceder esto sin
convertirse al mismo tiempo en un absurdo?
Jamás los señores críticos, al menos los polacos, han dedicado a esta
delicada cuestión siquiera cinco minutos de su tiempo. Y, sin embargo,
Mengano, que juzga a un hombre de la categoría de Norwid, por ejemplo,
se pone en una situación tremendamente peligrosa, imposible. Porque para
juzgar a Norwid tendría que estar por encima de él, cuando resulta que está
por debajo. Esta falsedad fundamental provoca una cadena interminable de
otras falsedades. Y la crítica se convierte justamente en la negación de todas
sus más altas pretensiones.
¿Quieren ser jueces del arte? Primero tendrían que llegar hasta él, y
ellos no pasan de la antesala, no tienen acceso a aquellos estados del
espíritu de los que nace el arte y no saben nada de su intensidad.
¿Quieren ser metódicos, profesionales, objetivos, justos? Pero si ellos
mismos son el triunfo del diletantismo cuando se ponen a hablar de los
temas que no son capaces de abordar. Constituyen el ejemplo de la más
ilegal usurpación.
¿Guardianes entonces de la moralidad? Pero si la moralidad se basa en
una jerarquía de valores, cuando ellos son justamente la burla de la
jerarquía. El mismo hecho de que existan ya es esencialmente inmoral.
Ellos no se han legitimado con nada, no han dado ninguna prueba de tener
derecho a desempeñar este papel. Lo único es que el jefe de la redacción les
deja escribir. Entregándose a una labor inmoral que consiste en expresar
unos juicios baratos, fáciles, apresurados e infundados, desean juzgar la
moralidad de aquellos que han invertido toda su vida en el arte.
¿Quieren juzgar el estilo? Pero si ellos mismos son la parodia del estilo,
la personificación de lo pretencioso. Son hasta tal punto malos estilistas que
no les disgusta la incurable disonancia de aquel maldito «por encima» y
«por debajo». Y no hablemos ya del hecho de que escriben con prisas y
descuidadamente; representan la hez del periodismo más barato…
¿Maestros, educadores, guías espirituales? En efecto, ion ellos quienes
han enseñado al lector polaco esa verdad acerca de la literatura que la
define como una suerte de redacciones escolares escritas para que el profe
pueda poner una nota; esa verdad que trata a la creación no como un juego
de fuerzas imposibles de controlar plenamente, no como una explosión de
la energía, no como el trabajo de un espíritu que se está creando, sino como
una «producción» literaria anual con las inseparables críticas, concursos,
premios y artículos de fondo. Son unos verdaderos maestros de la
trivialización, unos artistas en la transformación de la durísima vida en una
papilla insípida en la cual todo es más o menos mediocre y sin importancia.
Estos son los efectos catastróficos causados por el exceso de parásitos.
Escribir sobre literatura es más fácil que escribir literatura, éste es el
problema. Yo, en su lugar, reflexionaría profundamente sobre la manera de
salir de esa infamia cuyo nombre es facilidad. Porque su superioridad es de
carácter puramente técnico. Su voz resuena potente no porque sea potente,
sino porque les dejan hablar a través de los altavoces de la prensa.
¿Cómo salir, pues, de esta situación?
Rechaza con rabia y con orgullo toda clase de ventajas artificiales que te
proporcione tu situación. Porque la crítica literaria no consiste en que un
hombre juzgue a otro (¿quién te ha dado este derecho?), sino que es un
encuentro de dos personalidades con derechos exactamente iguales.
Por lo tanto: no juzgues. Describe únicamente tus reacciones. Nunca
escribas del autor o de la obra, sino de ti mismo en confrontación con la
obra o con el autor. De ti sí puedes escribir.
Pero, al escribir sobre ti mismo, escribe de manera que tu persona cobre
importancia y vida, que se convierta en tu argumento decisivo. No escribas,
pues, como un seudocientífico, sino como un artista. La crítica debe ser tan
intensa y vibrante como lo que toca, de lo contrario no será más que el
escape del gas de un globo, el degollamiento con un cuchillo embotado, la
descomposición, la anatomía, la tumba.
Y si no tienes ganas o no sabes hacerlo, mejor que te vayas.
(He escrito este texto al enterarme de que la Unión de Escritores
Polacos en el Exilio —considerando que la crítica es particularmente
importante para la creación literaria— ha instituido un premio de 25 libras
esterlinas al mejor trabajo crítico. Aunque todos esos premios acontecen
fuera de mí, aunque es un baile al que no he sido invitado…, quién sabe, si
esta vez… Presento este «trabajo crítico» al premio y lo recomiendo
encarecidamente al Comité.)

Sábado

A las personas interesadas en mi técnica literaria les transmito la


siguiente receta.
Entra en la esfera del sueño.
Tras lo cual ponte a escribir la primera historia que se te ocurra y
escribe unas veinte páginas. Luego léelo.
En estas veinte páginas habrá quizá una escena, unas cuantas frases
sueltas, una metáfora que te parecerán excitantes. Entonces vuelve a
escribirlo todo una vez más tratando de que esos elementos excitantes se
conviertan en la trama, y sigue escribiendo sin tener en cuenta la realidad,
tendiendo sólo a satisfacer las necesidades de tu imaginación.
Durante esta segunda redacción, tu imaginación tomará ya una
dirección determinada, y llegarás a unas asociaciones nuevas que definirán
con más claridad tu campo de acción. Entonces escribe las siguientes veinte
páginas siguiendo siempre la línea de asociaciones, buscando siempre el
elemento excitante, creativo, misterioso y revelador. Luego vuelve a
escribirlo todo una vez más. Haciéndolo así, ni te darás cuenta siquiera del
momento en que surjan unas cuantas escenas-claves, metáforas, símbolos
(como en Transatlántico «el caminar», «la pistola vacía», «el potro», o en
Ferdydurke «las partes del cuerpo»), y conseguirás la clave adecuada. Todo
empieza a tomar cuerpo bajo tus dedos por la fuerza de su propia lógica; las
escenas, los personajes, los conceptos, las imágenes exigen su complemento
y lo que ya has creado te dictará el resto.
Pero, aunque te sometas pasivamente a la obra, dejando que vaya
creándose sola, lo esencial es que ni por un momento dejes de dominarla.
Tu principio a este respecto debe ser el siguiente: no sé adónde me llevará
la obra, pero me lleve adonde me lleve tiene que expresarme y satisfacerme.
Al empezar Transatlántico, yo no tenía ni idea de que me llevaría a Polonia,
sin embargo, cuando esto sucedió, traté de no mentir —de mentir lo menos
posible— y de aprovechar la ocasión para desahogarme… Y todos los
problemas sugeridos por una obra que se crea de este modo a sí misma y a
ciegas —problemas de ética, de estilo, de forma, de intelecto—, deben
solucionarse con la plena participación de tu más aguda conciencia y con el
máximo sentido de la realidad (ya que todo es un juego de compensaciones:
cuanto más loco, fantástico, intuitivo, imprevisible e irresponsable seas,
tanto más sobrio, responsable y dueño de ti mismo debes ser).
Resultado: entre tú y la obra surge una lucha igual que la que se origina
entre un carretero y los caballos desbocados. No puedo dominar los
caballos, pero debo tener cuidado de no caerme en ninguna de las vueltas. A
dónde llegaré, no lo sé, pero tengo que llegar sano y salvo. Es más, debo
procurar extraer el mayor placer posible de esta carrera.
En definitiva: de la lucha entre la lógica interior de la obra y mi persona
(puesto que no se sabe si la obra es sólo un pretexto para que yo me
exprese, o bien yo soy un pretexto para la obra), de este forcejeo surgirá una
tercera cosa, intermedia, algo que no parece estar escrito por mí y sin
embargo es mío, algo que ni es forma pura, ni tampoco expresión mía
directa, sino una deformación surgida en la esfera del «entre»: entre yo y la
forma, entre yo y el lector, entre yo y el mundo. A esta extraña criatura, a
este bastardo, lo meto en un sobre y lo envío al editor.
Luego leéis en la prensa: «Gombrowicz ha escrito Transatlántico para,
demostrar…», «La tesis del drama El matrimonio es…», «En Ferdydurke,
Gombrowicz quiere decir…».

Viernes

Carta del para mí desconocido señor H., de Londres. Me pregunta si en


mi opinión no es un antisemita que merece reprobación cierto diplomático
polaco que en su Diario tilda a un judío de «roñoso».
Siento no haber guardado copia de mi respuesta, que más o menos era
como sigue:
«Se equivoca usted de plano. La invectiva que define a un judío es
"roña”. La palabra "roñoso” se utiliza en el lenguaje coloquial igualmente
con respecto a los arios, de modo que aunque ambas palabras tienen la
etimología común, nada nos autoriza a creer que haya sido usada a causa
del origen hebreo de la susodicha persona. Hace unos días leí el texto al que
usted se refiere y ni se me pasó por la cabeza sospechar que el autor fuese
antisemita. Además debo confesarle que a mí también —aunque es fácil
deducir de mi literatura que tengo poco que ver con el antisemitismo— se
me escapa a veces la palabra "roña” cuando algún semita concreto me saca
de quicio. Y sucede así porque no soy un filosemita estricto, forzado, sino
un filosemita flexible, con todos los atavismos propios de un, ¡ay, Señor!,
noble del campo.»
Supongo que esta respuesta no habrá satisfecho a mi corresponsal. Pero
qué le vamos a hacer. Además, cierta sensación de vergüenza me impide
escribir exactamente lo que la gente espera de mí. La inmensidad del
crimen cometido contra los judíos me ha conmovido profundamente y para
siempre. Sin embargo, he preferido no hablar de ello en la carta. Lo hubiese
escrito, pero en una carta dirigida a un antisemita.
Pero debo puntualizar también que esta manía de cogerse a las palabras
no me convence demasiado. Hay en ella un rencor que —precisamente a
causa de la grandiosidad de la tragedia— resulta poco serio. Diré más: un
judío que insiste demasiado en que lo traten «como un hombre», o sea,
como si no se diferenciara por nada de los demás, me parece un judío no del
todo consciente de su condición de judío. Tienen razón reclamando esta
igualdad, es justo y comprensible, pero no está a la altura de su realidad. Es
demasiado simple, demasiado fácil…
No me gusta en los judíos que no estén a la altura de su vocación.
¿Cuántas veces me ha sorprendido, conversando con judíos por lo demás
inteligentes, topar con esa mezquindad en el modo de juzgar su propio
destino? ¿Por qué el mundo no quiere a los judíos? Pues porque están más
capacitados, tienen dinero, crean competencia. ¿Por qué el mundo no quiere
admitir que el judío es un hombre igual que todos los demás? Pues por una
cuestión de propaganda, de prejuicios raciales, de falta de cultura…
Cuando oigo de labios de esta gente que el pueblo judío es como los
demás, me siento más o menos como si oyera a Miguel Ángel aseverar que
no se diferencia en nada de nadie, a Chopin pedir una vida «normal», a
Beethoven asegurar que él también tiene derecho a la igualdad.
Desgraciadamente, aquellos a quienes les ha sido concedido el derecho a la
superioridad no tienen derecho a la igualdad.
No existe otro pueblo más evidentemente genial, y lo digo no sólo
porque ellos han representado las más importantes inspiraciones del mundo,
porque a cada momento saltan con un nombre que pasa a la historia o
porque han sabido imprimir su sello a la historia. El genio judío es evidente
en su propia estructura, o sea, en el hecho de que, lo mismo que la
genialidad individual, está estrechamente unido a la enfermedad, la caída y
la humillación. Genial por enfermo. Superior por humillado. Creativo por
anormal. Este pueblo, igual que Miguel Ángel, que Chopin y que
Beethoven, encarna la decadencia que se transforma en creación y progreso.
Este pueblo no tiene un fácil acceso a la vida, está en desacuerdo con la
vida, por eso se convierte en cultura.
El odio, el desprecio, el miedo, la aversión que despierta este pueblo en
otros son del mismo orden que los sentimientos que producía en los
campesinos alemanes el Beethoven enfermo, sordo, sucio, histérico y
gesticulante durante sus paseos. El vía crucis del pueblo judío es por su
naturaleza el mismo que el de Chopin. La historia de este pueblo es una
provocación secreta, igual que las biografías de todos los grandes hombres:
la provocación del destino, la atracción hacia sí mismo de todos los
desastres que puedan contribuir al cumplimiento de la misión… de pueblo
escogido. No se sabe qué fuerzas de la vida han podido provocar este hecho
terrible, y aquellos que lo constituyen que no se hagan ilusiones ni por un
momento de conseguir salir de estos abismos para alcanzar una planicie.
Es curioso que la vida de un judío, incluso la del más común y más
sano, siempre será, en cierta medida, la vida de un hombre célebre: aunque
sano y normal, aunque no se diferencie en nada de los demás, no obstante
es diferente y se le trata de otra forma, tiene que vivir aislado, estará —
aunque no lo quiera— al margen. De modo que se puede decir que hasta un
judío mediocre está condenado a la grandeza por el solo hecho de ser judío.
Y no sólo a la grandeza. Está condenado a una lucha suicida y desesperada
con su propia forma, puesto que no se quiere a sí mismo (como Miguel
Ángel).
Así pues, no liquidaréis este horror imaginándoos que sois «normales» y
nutriéndoos de la idílica sopita del humanitarismo. Pero ojalá la lucha
contra vosotros se vuelva menos infame. En cuanto a mí se refiere, la luz
que emana de vosotros me ha iluminado a menudo y os debo mucho.

Jueves
Me levanté, como de costumbre, a eso de las diez, y desayuné: té con
bizcochos y después copos de avena. Cartas: una de Litka, de Nueva York;
otra de Jeleński, de París.
A las doce fui a la oficina (a pie, no está lejos). Hablé por teléfono con
Marril Alberes sobre la traducción y con Russo para discutir el proyectado
viaje a Goya. Llamó Ríos para decirme que ya habían vuelto de Miramar, y
Dbrowski (en relación con el piso).
A las tres, café y pan con jamón.
A las siete salí de la oficina y me dirigí a la avenida Costanera para
respirar un poco de aire fresco (hace mucho calor, unos 32 grados). Estuve
pensando en lo que ayer me contó Aldo. Luego fui a casa de Cecilia
Benedit y fuimos juntos a cenar. Comí: sopa, bistec con patatas y ensalada,
compota. Hacía tiempo que no la veía, así que me contó sus aventuras en
Mercedes. Se sentó a nuestra mesa cierta cantante. También hablamos de
Adolfo y de su astrología. De allí, alrededor ya de las doce, me fui a Rex a
tomar un café. Se sentó a mi mesa Eisler, con quien mis conversaciones
suelen ser más o menos como sigue: — ¿Qué hay de nuevo, señor
Gombrowicz?
—Entre usted en razón, señor Eisler, se lo ruego.
De vuelta a casa entré en el Tortoni para recoger un paquete y hablar
con Pocho. En casa leí el Diario de Kafka. Me dormí a eso de las tres.
Publico lo que antecede para que sepáis cómo soy en mi vida cotidiana.
IX
Capítulo

SÁBADO
Notablemente sabio — Excepcionalmente estúpido
Profundamente moral — Escandalosamente inmoral
Absolutamente real — Locamente irreal
Muy sincero — Muy insincero

Esta es la doble vía por donde discurren mis sensaciones durante la


lectura de Mascólo (Dionys Mascólo: Le Communisme, relation et
communication ou la dialectique des valeurs et des besoins). Un libro
perspicaz y peligroso en su belicosa monotonía. El objetivo expreso de esta
obra es poner en primer plano en el marxismo la teoría de la necesidad
como base del materialismo dialéctico. Pero en esta ocasión Mascólo
blande la espada contra el intelectualismo contemporáneo, contra todo un
sector del pensamiento no comunista, y sus golpes dan en el blanco, puesto
que tiene a su enemigo dentro de sí mismo, él, que es el típico intelectual de
París, Madrid o Roma, cliente asiduo de los mismos cafés, admirador de los
mismos poemas, oyente de la misma música, degustador de los mismos
sabores y cultivador de las mismas ideas…
Pero por eso es un libro escrito con un cuidado que no disminuye ni por
un momento, que prevé todas las objeciones. ¡Cómo cubre sus posiciones!
Primo: este libro no te habla con la voz de un comunista, sino precisamente
con la voz de un intelectual independiente que ha comprendido el
comunismo; pero al mismo tiempo (ya que semejante independencia no
queda muy de acuerdo con el materialismo dialéctico) no es una obra de un
intelectual clásico, sino la de un hombre que es «suficientemente intelectual
para no ser comunista y suficientemente comunista para no ser intelectual».
De modo que Mascólo se organiza su propia posición entre el comunismo y
el intelectualismo clásico. Secundo: aquí impera el más alto nivel del
pensamiento, aquí se piensa en serio y de verdad, de manera que no
solamente se critica la Rusia Soviética, sino que ni siquiera se oculta el
hecho de que el comunismo es el más arduo y el más sangriento de los
deberes. Sin embargo, también se dice: esto es inevitable; nadie podrá
frenarlo; es moral y materialmente indispensable; es el imperativo de la
historia y la conciencia. Tertio: la mayor e incansable energía se utiliza para
demostrar que el comunismo es el alfa y omega de nuestro tiempo, la
revisión de todos los valores a una escala jamás vista hasta ahora, el cambio
radical de todo, la única revolución posible y la revolución que abarca todas
las revoluciones posibles, que estamos metidos en ello hasta el punto de que
se hace imposible mantenerse «fuera», y este punto de vista es lo que
confiere al texto la fuerza de algo superior, la inmensidad de una ballena
que soporta sobre su lomo el mundo entero. Y no hay otra cosa de la que
Mascólo se guarde más que del error generalmente difundido entre la
intelligentsia procomunista que atribuye al comunismo el carácter de una
idea y lo introduce como una idea más. No, el comunismo no es una idea,
no es ninguna verdad, es solamente algo que le posibilita al hombre llegar a
la verdad y a la idea. El comunismo es la liberación del hombre de sus
dependencias materiales que hasta ahora no le han permitido pensar y sentir
correctamente, de acuerdo con su verdadera naturaleza. Quarto: la
contundente tesis sobre el paralelismo entre el espíritu y la materia, esta
idea fascinante y reveladora, aparece aquí, como Dios se le apareció a
Moisés, y dicta su ley.
Todo esto no constituye ningún descubrimiento; sin embargo, el efecto
de estas revelaciones, de las que ya hace tiempo que estoy harto, vuelve a
hacerse molesto, pues han sido pasadas por el prisma de una razón parecida
a la mía, de una cultura como la mía; aquí me está hablando alguien que me
es próximo, que se ha educado con los mismos maestros, que, sin embargo,
siguiendo mi mismo camino, ha llegado a otro lugar, desde el que se aprecia
un panorama distinto. ¿Por qué? ¿Cómo ha podido suceder? ¿Quién de
nosotros dos se ha equivocado de dirección? Por otra parte, también hay
que confesar que a la gente como yo le es especialmente difícil resistirse al
comunismo, ya que está unida a él por toda su inclinación intelectual, hasta
el punto de que el pensamiento comunista es prácticamente su propio
pensamiento, el cual, en algún lugar, en un único punto, se deforma, y a
partir de allí se vuelve extraño y hostil. No resulta difícil condenar el
comunismo cuando se cree en la Santísima Trinidad. Tampoco es difícil, si
se respira la belleza del tiempo pasado. Es fácil cuando se es un fiel
representante del propio ambiente, cuando se es conde, soldado de
caballería, terrateniente, comerciante o industrial, ingeniero o médico,
miembro de la Asociación de los nobles terratenientes, conservador o
financiero, Sienkiewicz o antisemita. Pero ¿yo? Yo, que reclamo una
humanidad sin fetiches, yo el «traidor» y el «provocador» de mi «esfera»,
yo, para quien la cultura contemporánea es una mistificación…; ¿cómo
puedo estar en conflicto con el comunismo, si mi mano arranca las
máscaras de mi propia cara y de los rostros de los demás, si el mismo deseo
de una realidad no falsificada vive en mí con tanta intensidad, si amo ese
doloroso nacimiento de un nuevo mundo y lo saludo, mientras se abre
camino desde hace casi doscientos años, conquistando una posición tras
otra…? De veras creo haber atravesado las fases iniciales de este proceso
por mi cuenta y tal vez de una forma más propia y más auténtica que
muchos de ellos, los comunistas. He derrotado a Dios en mí mismo. He
aprendido a pensar despiadadamente. Es más, he aprendido a descubrir la
belleza en la destrucción de la belleza anterior y el amor en el abandono de
los viejos amores. Otras ataduras que podían limitarme, de carácter
patrimonial o social, ya habían desaparecido tiempo atrás. Hoy no hay
respeto, autoridad o afecto que me puedan frenar, soy libre, libre y una vez
más libre. ¿Por qué rechazo el comunismo?

Domingo

Eichler se ha marchado al campo y yo me he mudado por unos días a su


piso. Ya anoté en este diario que prefiero no querer al arte —es decir, que
espero que el arte se me imponga—, no soy de los que van detrás de él…
Bien, pues los cuadros de Eichler han empezado a imponérseme desde las
paredes de este cuarto angosto por un contenido que no he sido capaz de
adivinar. En este hombre y en su pintura, que se le parece mucho —es
obstinadamente suya, pura, llevada hasta la máxima expresividad dentro del
marco extraordinariamente estrecho de su estilo—, se esconde algún
misterio «biológico» que no consigo descifrar. Sospechaba que fuera
histérico, pero al conocerlo mejor descubrí en él una naturaleza fuerte y
equilibrada. De todos modos, esos colores, esas líneas que con tanta
insistencia (es una característica del arte) repiten lo mismo en diversas
combinaciones de la forma, me hicieron pensar en una «traición sedosa», y
a falta de algo mejor me agarré a esta definición. ¿Una traición? ¿Qué
traición? ¿Es posible saberlo? Cada uno de nosotros huye de la vida por una
portezuela diferente y hay un millón de puertas que conducen a los infinitos
campos de la traición. Pero (he estado pensando sentado frente a esas
formas ambiguas) qué impotencia la de la teoría ante la existencia; y
Eichler me ha parecido como el agua que se escurre por entre los dedos de
Mascólo, como la serpiente que desaparece en la hierba, como la hormiga,
como el insecto en el follaje centelleante y trémulo al viento.

Lunes

Podría oponer al comunismo ciertas objeciones de carácter intelectual.


Son muchas las razones por las que esta filosofía no me convence, pero
sobre todo porque a mi entender el comunismo no es tanto un problema
filosófico o ético cuanto técnico. ¿Decís que para que el espíritu empiece a
funcionar correctamente, las necesidades del cuerpo deben estar
satisfechas? ¿Aseveráis que hay que asegurarle a todo el mundo un
bienestar mínimo? Pero ¿dónde está la garantía de que vuestro sistema será
capaz de asegurar el bienestar? ¿Acaso debo buscarla en la Rusia Soviética
que hasta ahora no puede nutrir a su propia población sin el trabajo de
esclavos, o en vuestros razonamientos donde se habla de todo menos de la
eficacia técnica del sistema? Si el comunismo es materialismo y quiere
influir en el espíritu a través del cambio de las condiciones materiales, ¿por
qué me habláis tanto del espíritu y tan poco de la manera en que sería
posible vencer a la materia? La discusión que debería desarrollarse entre
especialistas de la producción y la organización ha sido dirigida hacia los
campos generales como si se tratara de cualquier otra filosofía. Pero
mientras no queden aclaradas las posibilidades técnicas del comunismo,
todas las demás deliberaciones no son más que sueños.
No obstante, aunque de vuestros cálculos resultara claramente que
vuestro sistema doblará o triplicará la cantidad de bienes por cabeza,
liberando con ello al hombre de la miseria, personalmente yo no sería capaz
de comprobar esos cálculos, puesto que esta cuestión técnica requiere un
conocimiento técnico del mundo que yo, no siendo experto en la materia,
no poseo. De modo que lo único que podría hacer es creeros, pero de la
misma manera podría creer a otros especialistas, cuyos cálculos
demostrasen algo totalmente contrario. ¿Debería, pues, apoyar una
revolución en base a unas premisas tan frágiles, una revolución que está
destruyendo toda la organización existente hasta ahora, creada para dominar
la naturaleza? ¿Tragándome, además, sin problemas toda la violencia que
acompaña a estas iniciativas?

Jueves

En el plano intelectual tendría muchos argumentos más contra el


comunismo.
Pero ¿no sería más oportuno, desde el punto de vista de mi política
personal, no escribir y ni siquiera reflexionar sobre ello?
El artista que se deja arrastrar hacia los terrenos de estas especulaciones
cerebrales está perdido. Nosotros, hombres del arte, últimamente nos hemos
dejado embaucar demasiado sumisamente por filósofos y otros científicos.
No hemos sabido mantenernos lo bastante independientes. El excesivo
respeto por la verdad científica nos ha ofuscado nuestra propia verdad; en
un deseo demasiado ardiente de comprender la realidad, nos olvidamos de
que no estamos hechos para comprender la realidad sino para expresarla, de
que nosotros, el arte, somos la realidad. El arte es un hecho y no un
comentario añadido al hecho* No es tarea nuestra explicar, aclarar,
sistematizar, probar. Nosotros somos la palabra que afirma: esto me duele,
esto me encanta, esto me gusta, a esto lo odio, a esto lo deseo, esto es lo que
no quiero… La ciencia permanecerá siempre abstracta, pero nuestra voz es
la voz de un hombre de carne y hueso, es una voz individual. No es la idea,
sino la personalidad, lo que nos importa. No nos realizamos en la esfera de
los conceptos, sino en la esfera de las personas. Somos y debemos seguir
siendo personas, nuestro papel consiste en hacer que en un mundo cada vez
más abstracto no deje de resonar la viva palabra humana. Creo, por tanto,
que la literatura se ha sometido demasiado a los profesores y que nosotros,
los artistas, tendremos que armar escándalo para romper estas relaciones;
nos veremos obligados a comportarnos ante la ciencia de un modo muy
arrogante y descarado para que se nos pasen las ganas de los insanos flirteos
con las fórmulas de la razón científica. Habrá que contraponer de la forma
más tajante posible nuestra propia razón individual, nuestra vida particular
y nuestros sentimientos a las verdades de laboratorio.
De modo que tal vez sería mejor no intentar comprender el marxismo y
dejar que este fenómeno calara dentro de mí sólo en la medida en que se
encuentra en el aire que respiro.
Pero semejante fuga intelectual significaría que en cuanto persona
concreta no soy capaz de oponerle resistencia. Por lo tanto, más bien debo
entrar en ese reino extraño para mí, pero debo hacerlo como un invasor que
proclama su propia ley. Una cosa debo decir: me importan bien poco los
argumentos en pro y en contra, todo ese baile en el que los sabios se pierden
con la misma facilidad que el último de los ignorantes. Pero al percibir al
hombre de una manera directa, observo vuestras caras cuando habláis y veo
cómo la teoría os las deforma. No es de mi incumbencia juzgar la
legitimidad de vuestras razones, lo que yo quiero es que vuestra razón no
convierta vuestra cara en un morro, que bajo su influencia no os volváis
repelentes, odiosos e indigestos. No es cosa mía controlar las ideas, lo que
sí constituye mi cometido es constatar directamente cómo una idea influye a
una persona. El artista es aquel que dice: ese hombre habla bien, pero él
mismo es un imbécil. O bien: de los labios de este hombre mana la más
pura moralidad, pero tened cuidado con él, pues él mismo, al no poder
satisfacer su propia moralidad, se convierte en un canalla.
Lo cual creo que tiene valor en cuanto que la idea, abstraída del hombre,
no existe plenamente. No existen más ideas que las encarnadas. No hay
verbo que no sea carne.
Lunes

El drama de Mascólo y de sus congéneres…


Ese proceso espiritual del que él nace, ¡qué maravilla! No hay nada más
conmovedor que la visión de una humanidad rompiendo todas sus amarras
en el transcurso de los dos últimos siglos para pasar de la estática a la
dinámica absoluta —del hombre y del mundo ya dados al hombre y al
mundo sometidos a una continua creación—, igual que un barco que sale
del puerto al mar abierto. Habiendo destruido el cielo, habiendo destruido
en nosotros todo lo estable, nos hemos revelado a nosotros mismos como un
elemento imprevisible, y nuestra soledad y unicidad en el cosmos, este
inaudito desencadenamiento de nuestra humanidad en un espacio no
ocupado por nada más que por nosotros, puede sorprender y horrorizar. La
temeridad de esta presión no tiene precedentes. La gente que toma parte en
este proceso, como Mascólo, como yo, como casi toda la intelligentsia
europea, con toda razón podría experimentar los más terribles temores y
escrúpulos, si la cosa no tuviera el carácter de lo ineludible.
Y si el comunismo se ha convertido para muchos en un fenómeno tan
fascinante, es porque constituye la más fuerte materialización de la
inteligencia hasta ahora conocida; es como si los conjuros de los espíritus
más iluminados hubieran invocado por fin desde la nada una fuerza social,
o sea, una fuerza compuesta de hombres, capaz de actuar concretamente.
No había más remedio que poner la cabeza en la boca del lobo, y ahora sólo
se trata de que este lobo no nos devore.
Mascólo encarna el drama de la intelligentsia que ha engendrado el
comunismo para dejarse devorar por él. En todo este pensamiento se
evidencia el juego de dos elementos que, llevados a una gran tensión, se
excluyen mutuamente: la fuerza y la debilidad. Y es aquí donde
probablemente se oculta la clave del misterio del porqué este pensamiento
parece a la vez moral e inmoral, sabio e insensato, sobrio y ebrio.
Este pensamiento, al haber destruido, como hemos dicho, el viejo orden
metafísico, se ha encontrado cara a cara con el mundo. Un mundo en
apariencia extremadamente fácil de dominar por el pensamiento, porque
habían desaparecido todos los frenos que lo retenían y porque el
pensamiento se había convertido en el único árbitro de la realidad. Por lo
tanto, Mascólo se sintió amo del mundo (de ahí el orgullo y el sentido del
poder que emanan de su libro). Pero, por otra parte, cuando Mascólo, desde
lo alto de su posición, abarcó con la mirada el mundo entero, éste resultó
ser algo tan desmesuradamente grande en su diversidad, tan inagotable en
su movimiento, que Mascólo, este soberano, se sintió perdido en él y su
pensamiento se puso a resollar pesadamente de terror (de ahí el pánico de su
libro). Pero en el momento en que Mascólo apartó la vista del mundo para
confrontarse con su propio pensamiento, se vio atrapado por la misma
contradicción. Por un lado, este pensamiento es el juez único y supremo, el
guía de la humanidad, el organizador de la materia. Pero, por otra parte, es
una cosa impura, dependiente de la existencia, sometida a la materia, algo
que apenas puede llamarse «pensamiento» en la antigua acepción de la
palabra. Así que también a la vista de ello, Mascólo experimentó el más alto
éxtasis del poder y a la vez el más terrible sentimiento de aplastante
impotencia. ¿Qué hacer, pues? ¿Confiar en la fuerza del pensamiento y con
él lanzarse contra el mundo? ¿O bien no confiar demasiado en la razón y
dejar que el mundo se vaya creando por sí solo? En este segundo caso, la
razón ya no se pregunta cómo debe ser el mundo, sino que, estrechando el
campo de su acción, se interroga: ¿cómo debo actuar yo en el mundo? Y se
convierte en lo que ha sido desde hace siglos, en el instrumento que le
permite al individuo discernir a escala de la vida individual. Y a esta escala
reducida, la razón se siente más segura.
Pero Mascólo ha escogido el primero de estos caminos. ¿Por qué? Ante
todo porque, aparentemente, a un pensamiento que se subordina a la materia
no le queda más remedio que transformar esta materia; para un hegeliano
que es marxista, sencillamente no hay otro camino que el que conduce a la
reforma de las condiciones del pensamiento, y por lo tanto, a la reforma del
mundo. Sin embargo, todo esto por sí solo no hubiese podido persuadir al
pensamiento de Mascólo a cometer la locura de asaltar el mundo entero;
este pensamiento individual, si le hubiese quedado cuanto menos un poco
de sentido de la proporción, no se habría atrevido a emprender un acto tan
temerario. Aquí, para comprender la situación de Mascólo, debemos tomar
en consideración el hecho de que el suyo no es un pensamiento propio, sino
que es un pensamiento colectivo, producto de un proceso milenario al cual
han contribuido un sinnúmero de logros individuales. Cuando uso la razón
para decidir si debo subir a un tranvía, no necesito recurrir a este
conocimiento colectivo, yo mismo sé lo que debo hacer. Sin embargo,
cuando he de decidir cómo debe ser la humanidad, no puedo hacerlo de otro
modo más que utilizando el pensamiento acumulado en las bibliotecas. El
problema referente a la humanidad sólo puede solucionarse con el
pensamiento de la humanidad, y no con el individual. Pero este
pensamiento de la humanidad, más poderoso que el nuestro propio, nos
embriaga y aturde, y nos empuja hacia el terreno de las resoluciones
extraindividuales.
A Mascólo le ha ocurrido lo siguiente: para dominar el mundo ha
recurrido a un pensamiento más fuerte que el suyo propio; pero no siendo
capaz de dominar justamente este pensamiento, es él que lanza ahora a
Mascólo contra el mundo.

Lunes

Montañas. Córdoba. He llegado aquí, a Vertientes, hoy por la mañana y


me he instalado en el hermoso chalet de los Lipkowski. La vista se aparta
de los caballos, de las gallinas, de los perros, de las vacas, para hundirse en
el espacio lleno de la complicada geografía de las cadenas y las crestas de
las montañas. Panorama.
Me espera el viaje a Mendoza.

Martes

La aventura de Mascólo descrita más arriba se manifiesta en su lenguaje


totalmente alejado de la realidad tangible, saturado hasta el fondo de
abstracción, en lo cual se parece a todos los lenguajes con los que discurre
el intelecto. Encontraréis aquí ese fenómeno que, como la alta equitación,
consiste en guardar las apariencias de soltura cuando, en realidad, hacemos
grandes esfuerzos para no caernos de la silla. Pero a cada instante el
discurso se vuelve tan profundo que Mascólo se ahoga en él, tan sutil que
Mascólo se enreda en su propia telaraña, tan generalizador que puede tener
cien significados diferentes y tan preciso que parece el trabajo de un
relojero suspendido sobre un precipicio. Cuando leo a Mascólo, me interesa
menos el pensamiento en sí, que por otra parte ya conozco, y más la
desesperada lucha del pensador con el pensamiento. ¡Cuánto esfuerzo! Pero
multiplicad estos esfuerzos del autor por los de sus lectores, imaginaos
cómo estas montañas de silogismos invaden otras mentes más débiles que
leen de prisa y corriendo para no entender ni medio y fijaos cómo en cada
una de estas cabezas el pensamiento de Mascólo florece con un
malentendido diferente. ¿Dónde estamos, pues? ¿En el país de la fuerza, de
la luz, de la precisión, o bien en el sucio reino de la insuficiencia?
Fuerza Debilidad
Claridad Oscuridad
Método Caos
Triunfo Derrota
¡Qué próximas resultan estas dos letanías, como dos hermanas! Y lo que
extraña e inquieta aún más es que es por el exceso de virtud que el
pensamiento se precipita en el pecado. Resulta estúpido por el exceso de
sabiduría. Débil por el exceso de fuerza. Oscuro porque desea demasiado la
claridad.
Fijémonos un poco más en la situación de Mascólo.
Se ha liado…, pero podría haberse salvado…, si hubiese conservado la
libertad, aquella libertad que nos permite retirarnos cuando nos hemos
metido en un callejón sin salida. Esta posibilidad de retirada, este
«aflojamiento», la capacidad de salir del exceso hacia una dimensión más
humana y más libre, ésta es para mí la única verdadera libertad. Pero hoy
incluso la libertad se ha vuelto rígida y excesiva. He recibido una carta
conteniendo un elogio que me ha gustado tanto que en seguida he
comprendido hasta qué punto coincide con mis más hondas aspiraciones.
«La libertad que usted ofrece en su diario es más auténtica que la libertad
escolar y forzada de Sartre.» Esta comparación me ha mostrado de repente
la diferencia entre la libertad a la que aspiro yo y aquella libertad,
intelectual y tan «forzada», que en realidad se convierte en una nueva
prisión. Pero mi libertad es esa común, cotidiana y normal desenvoltura que
necesitamos para vivir, la cual es más bien cuestión de instinto que de
meditación cerebral, una libertad que no quiere ser algo absoluto, una
libertad desenvuelta, o sea, descuidada, desenvuelta incluso en relación con
su propia desenvoltura. Los Sartre y los Mascólo parecen olvidarse de que
el hombre es un ser creado para vivir en un ambiente de presión y
temperatura medias. Hoy conocemos el frío mortal, conocemos el fuego
vivo, pero hemos olvidado los secretos de una brisa estival que refresca y
permite respirar.
¡Libertad! Para ser libre no sólo hay que querer ser libre, hay que querer
ser libre sin exageración. Ningún deseo, ningún pensamiento llevado
demasiado lejos conseguirá oponerse a los extremismos. Pero Mascólo
mata en sí la libertad a partir del momento en que somete su sentido normal
y corriente de la libertad a las razones intelectuales. Si preguntamos a este
esclavo si es libre, nos contestará que sí, por supuesto, porque sólo es libre
aquel que comprende su propia dependencia del proceso dialéctico de la
historia, etcétera, etcétera. Cómo entonces esta libertad razonada podrá
defenderlo del intelecto. Cómo este concepto de la libertad habrá de
asegurarle estar libre de ataduras ante los demás conceptos; y no se puede ni
soñar que algo pueda provocar en él la más mínima relajación.
Por lo tanto, Mascólo no puede retroceder, tiene que avanzar siempre; es
como si fuera en una bicicleta: si se detiene, se caerá. Pero Mascólo va
motorizado, la suya ya no es una bicicleta sino una moto, cargada con el
pensamiento y el sufrimiento colectivos, empujada por la dinámica del
proletariado. Empujada por el mecanismo de la cultura y la civilización que
consiste en una continua acumulación. ¿Creéis que podría retenerlo la
sospecha de que con creciente velocidad se está precipitando hacia un
cometido superior a sus fuerzas? Os equivocáis completamente: es un
hombre que ha perdido su centro. Si el cometido es superior a sus fuerzas,
esto sólo significa para él que debe transformarse a sí mismo para ponerse a
la altura del cometido; de ahí que no sea más que un instrumento para sí
mismo, de ahí que Mascólo no constituya para Mascólo más que otro
obstáculo que superar. Por eso su libro está escrito más para él mismo que
para los demás: aquí Mascólo transforma a Mascólo, cortándole ante todo
los caminos de retirada. Así se precipita contra el cosmos estimulándose a sí
mismo a correr cada vez más rápido. Y cuanto más inmenso e inaprensible
se vuelve el cosmos en la terrible fluidez de su infinitud, tanto más
crispadamente se cierran sus dedos. Porque este ser humano, igual que
todos los demás seres humanos, desea un mundo definido. Toda la
dialéctica del desarrollo, del devenir, de la dependencia, es una sutil mentira
que debe ocultar el único anhelo esencial, el anhelo de lo definido.
Destruye la forma para imponer una forma nueva —sin la forma no puede
existir—, y, cualquiera que sea esta forma, desde el momento en que la ha
escogido, tiene que llevarla a su plena realización. ¿Por qué ha dicho A? No
se sabe. Pero al haber dicho A, tiene que decir B.

Miércoles

Viento y cúmulos que se precipitan desde el sur hacia las cimas de las
montañas. Una gallina solitaria sobre el césped… picotea…
Ser un hombre concreto. Ser un individuo. No aspirar a la
transformación del mundo en su totalidad; vivir en el mundo
transformándolo sólo en la medida en que me lo permiten las posibilidades
de mi naturaleza. Realizarme de acuerdo con mis necesidades, unas
necesidades individuales.
No quiero decir que aquel otro pensamiento —colectivo, abstracto—,
que la Humanidad como tal, no sean importantes. Pero hay que restituir el
equilibrio. La más moderna corriente del pensamiento será aquella que
descubra de nuevo el hombre singular.
X
Capítulo

VIERNES
En Wiadomości, una carta de Jeleński en la que responde a la nota de
Collector acerca de la publicación de mis escritos en Preuves. Aunque estoy
totalmente de acuerdo con Jeleński de que existe cierto parentesco entre yo
y Pirandello (el problema de la deformación), y también entre yo y Sartre
(en Ferdydurke podríamos encontrar más de un presentimiento del
incipiente existencialismo), de hecho hubiese preferido que, como afirma
Collector, no tuvieran mucho en común con mis opiniones. Por si acaso
prefiero no parecerme a nadie, aunque la idea no es más que uno de los
elementos del arte, aunque a veces ha ocurrido que una idea de lo más
trivial como «el amor santifica» o «la vida es bella» ha servido de punto de
partida para una obra que deslumbra por su inspiración y sorprende por su
originalidad y fuerza. ¿Qué es una idea? E incluso, ¿qué es una visión del
mundo en el arte? Por sí mismas no son nada, pueden tener importancia
sólo en razón del modo en que han sido percibidas y espiritualmente
explotadas, en consideración a la altura a la que han sido elevadas y al
resplandor que desde esta altura emanan. Una obra de arte no es cuestión de
una sola idea ni de un solo descubrimiento, sino que es el resultado de miles
de pequeñas inspiraciones, el producto de un hombre que se ha instalado en
su propia mina y extrae de ella mineral siempre nuevo.
Pero de los Sartre y de los Pirandello me gustaría separarme por otros
motivos de naturaleza social y mundana. En las especiales condiciones de
nuestra convivencia polaca, ocurre con demasiada frecuencia que alguien,
sirviéndose de estos «nombres famosos», trata de menospreciarme e,
hinchándose de Sartre, dice con displicencia: Gombrowicz. Y eso es lo que
yo no puedo aceptar en este diario, que es un diario privado, donde se trata
siempre y únicamente de mis asuntos personales, donde lo que pretendo es
defender a mi persona y conseguirle un lugar entre los hombres.
¡Ah, amigo Jeleński!
Salir por fin de este suburbio, de esta antesala, de esta despensa,
convertirme no en un escritorzuelo —polaco, o sea, de segunda categoría,
¿no es así?—, sino en un fenómeno que tenga su propio sentido y su propia
razón de ser. Abrirme paso a través de la mortífera mediocridad de mi
medio y comenzar por fin a existir. Mi situación es dramática y diría que
desesperada; llevo ya bastante tiempo sugiriendo delicadamente a esas
mentes amuebladas con «nombres famosos» que, aun sin fama mundial, se
puede significar algo, si se es de verdad e incondicionalmente uno mismo;
pero ellos quieren que primero me haga famoso y sólo entonces me
incluirán en su inventario y empezarán a calentarse la cabeza conmigo. En
opinión de todos estos despistados expertos polacos, lo que me pierde es
precisamente el hecho de que exista cierta concomitancia entre yo y el
modo de pensar de los Sartre y los Pirandello. Se considera, por tanto, que
yo quiero decir lo mismo que ellos, que echo abajo puertas abiertas, y que si
a pesar de esto digo algo diferente sólo es porque soy más torpe, menos
serio y también más confuso; les parece, por ejemplo, que mi percepción de
la forma, con todas sus consecuencias prácticas, no es «nada nuevo», y
creen que mi crítica al arte no es más que extravagancia frívola, malicia y
capricho; con la presunción propia de los esnobs (porque un esnob es
presumido no en virtud de su propio valor, sino porque conoce a alguien
que posee ese valor) no se tomarán la molestia de averiguar cuál es la lógica
interior de mis reacciones, mientras que su alma servil estará encantada
cuando consiga apoderarse de la mía y hacer de ella una sirvienta, una
imitadora humilde y torpe de aquellos espíritus soberanos.
Me puedo defender de ello sólo y únicamente definiéndome a mí
mismo, definiéndome constantemente y sin cesar. Tendré que seguir
definiéndome hasta que por fin el más lerdo de los expertos se fije en mi
presencia. Mi método consiste en lo siguiente: poner en evidencia mi lucha
con los hombres por mi propia personalidad y aprovechar todos los
conflictos personales que surgen entre yo y ellos para definir cada vez más
claramente mi propio yo.
¿Definirme a mí mismo ante los sartrianos y todo ese pensamiento
contemporáneo agudo e incandescente?
¡Nada más fácil! Yo soy un pensamiento no agudo, soy un ser de
temperaturas medias, un espíritu en estado de cierta relajación… Soy el que
descarga las tensiones. Soy como la aspirina, que, si nos fiamos de su
publicidad, elimina las contracciones excesivas.
¿Qué impresión experimentáis al leer mi diario? ¿No la de un
campesino de la región de Sandomierz que ha entrado en una fábrica
agitada por unas tremendas sacudidas y vibraciones y se pasea por ella
como si anduviera por su propia huerta? Aquí tenemos el horno
incandescente, en el cual se fabrican los existencialismos, aquí Sartre
prepara con plomo licuado su libertad-responsabilidad. Allá, el taller de la
poesía, donde mil obreros, sudando a mares y en medio de una carrera
alucinante de cadenas de montaje y engranajes, trabajan materiales cada vez
más duros con un cuchillo superelectromagnético cada vez más afilado; allí,
en cambio, unas calderas sin fondo en las que bullen distintas ideologías,
visiones del mundo y fes. Aquí tenemos la vorágine del catolicismo. Allá,
más lejos, los altos hornos del marxismo; aquí, el martillo del psicoanálisis,
los pozos artesianos de Hegel y las fresadoras fenomenológicas; después,
las pilas galvánicas e hidráulicas del surrealismo o del pragmatismo. La
fábrica, gimiendo y precipitándose entre estrépitos y torbellinos, va
produciendo instrumentos progresivamente más perfectos que a su vez
sirven para perfeccionar y acelerar la producción, de tal modo que todo se
vuelve cada vez más poderoso, más violento y más preciso. Pero yo me
paseo entre estas máquinas y sus productos con gesto ensimismado, y por lo
demás sin demasiado interés, igual que si me paseara por mi huerta, allá en
el campo. Y de vez en cuando, al probar este o aquel producto (como si
fuera una pera o una ciruela), me digo: —Hm, hm…, un poco duro para mí.
O bien: —Demasiado abundante para mi gusto. O bien: —Al diablo con
esto, es incómodo, demasiado rígido. O también: — ¡No estaría mal si no
estuviese tan caliente!
Los obreros me lanzan miradas hostiles. ¡Acaba de aparecer un
consumidor entre los productores!

Sábado

¡Sí! Ser agudo, sensato, maduro, ser un «artista», un «pensador», un


«estilista», pero sólo hasta cierto punto, no serlo jamás demasiado, y hacer
justamente de este «jamás demasiado» una fuerza igual a todas las fuerzas
muy, muy intensas. Salvaguardar la propia medida humana frente a los
fenómenos gigantescos. No ser en la cultura nada más que un campesino,
nada más que un polaco, pero tampoco ser demasiado campesino, ni
demasiado polaco. Ser libre, pero incluso en la libertad no excederse.
En esto radica toda la dificultad.
Porque si yo hubiese entrado en la cultura como un bárbaro en estado
puro, como un anarquista absoluto, un palurdo perfecto, un campesino ideal
o un polaco clásico, todos vosotros lo habríais aceptado con aplausos.
Habríais reconocido que soy un productor excelente de primitivismo en
estado puro.
Pero entonces habría sido un fabricante como todos aquellos para
quienes el producto se vuelve más importante que ellos mismos. Todo lo
que es estilísticamente puro constituye una elaboración.
La verdadera lucha en la cultura (de la que se oye tan poco) no
transcurre, en mi opinión, entre unas verdades hostiles o unos estilos de
vida diferentes. Si un comunista contrapone su visión del mundo a la de un
católico, pese a todo no dejan de ser dos visiones del mundo. Tampoco es
excesivamente importante aquella otra antinomia: cultura-barbarie,
conocimiento-ignorancia, claridad— oscuridad; incluso podría decirse que
son unos fenómenos que coinciden, completándose mutuamente. En
cambio, el conflicto más importante, más drástico y más incurable es el que
se produce en nosotros mismos entre nuestras dos aspiraciones
fundamentales: la primera, que desea la forma y la definición, y la segunda,
que se defiende de la forma, que no la quiere. La humanidad está hecha de
manera que siempre tiene que estar definiéndose y al mismo tiempo
esquivar sus propias definiciones. La realidad no es algo que pueda
encerrarse del todo en la forma. La forma no está acorde con la esencia de
la vida. Pero todo pensamiento que intente definir esta insuficiencia de la
forma acaba transformándose en forma él mismo y, por tanto, confirma
únicamente nuestra tendencia a la forma.
Así que toda nuestra dialéctica —ya sea filosófica o ética— se
desarrolla sobre el fondo de un infinito que podemos denominar forma
incompleta y que no es ni oscuridad ni claridad, sino precisamente una
mezcla de todo, fermento, desorden, impureza y azar. El adversario de
Sartre no es el cura. Sí que lo es el lechero, el farmacéutico, el hijo del
farmacéutico y la mujer del carpintero, lo son los ciudadanos de la esfera
intermedia, la esfera de la forma y el valor incompletos, que siempre es algo
imprevisible, una sorpresa. Sartre también encontrará en sí mismo a un
adversario de la misma esfera, a quien podría llamársele «Sartre
incompleto». Y sus razones se basan en el hecho de que ninguna idea ni
forma serán jamás capaces de abarcar la existencia, y cuanto más
universales sean tanto más mentirosas resultarán.
¿Acaso me sobrevaloro? De veras que preferiría ceder a otra persona el
ingrato y arriesgado papel de comentarista de mis propios y dudosos logros,
pero el problema estriba en que en las condiciones en las cuales me
encuentro nadie lo hará por mí. Ni siquiera mi inapreciable partidario
Jeleński. Afirmo que en mi campo he hecho o suficiente para que este
conflicto con la forma se vuelva perceptible.
En mis obras he mostrado al hombre tendido sobre el Lechoń de
Procrustes de la forma, he encontrado mi propio lenguaje para manifestar su
hambre de la forma y su aversión hacia la forma; por medio de una
particular perspectiva he tratado de mostrar a la luz del día la distancia que
separa al hombre de su forma. Creo haber mostrado de una manera no
aburrida, sino precisamente divertida, o sea, humana y viva, de qué modo
surge la forma entre nosotros, cómo nos crea. He puesto en evidencia esa
esfera de «lo interhumano» que es decisiva para los hombres y le he
conferido características de una fuerza creativa. En arte me he acercado
quizá más que muchos otros autores a cierta visión del hombre, de un
hombre cuyo elemento propio no es la naturaleza, sino los hombres, un
hombre no sólo instalado entre los demás hombres, sino cargado de ellos —
como un acumulador— y por ellos inspirado.
He intentado demostrar que la última instancia del hombre es el hombre
y no un valor absoluto, y he tratado de llegar hasta el reino tan inaccesible
de la inmadurez enamorada de sí misma, donde se crea nuestra mitología no
oficial e incluso ilegal. He destacado el poder de las fuerzas regresivas
ocultas en la humanidad y la poesía de la violencia que lo inferior ejerce
sobre lo superior.
Al mismo tiempo he unido este campo de la experiencia con mi
substrato —Polonia—, y me he permitido sugerir a la intelligentsia polaca
que su verdadero cometido no consiste en rivalizar con Occidente en la
creación de la forma, sino en poner en evidencia la misma actitud del
hombre frente a la forma y, por consiguiente, frente a la cultura. Les he
sugerido que en esta tarea seremos más fuertes, más soberanos y más
eficaces.
Y me parece haber conseguido demostrar con mi propio ejemplo que el
tomar conciencia de lo «incompleto» —la forma, el desarrollo y la madurez
incompletos— no sólo no debilita, sino que, al contrario, da fuerzas. Lo
cual puede incluso convertirse en germen de vitalidad y desarrollo, igual
que en el terreno del arte, esta distinta actitud ante la forma (hasta diría que
desganada y displicente) puede asegurar la renovación y la ampliación de
los medios de expresión artística. Al proclamar por todas partes el principio
de que el hombre es superior a sus obras, ofrezco la libertad tan necesaria
hoy en día a nuestra alma retorcida.
¿Seréis de verdad tan cortos de vista, mis queridos especialistas, para
que os lo tenga que poner todo delante de las narices? ¿No sois capaces de
entender nada? Cuando estoy entre estos sabios, juraría que me encuentro
en un gallinero. ¡Dejad de darme picotazos! ¡Dejad de pellizcarme! ¡Dejad
de cloquear y de graznar! Dejad de rezongar con el orgullo propio de un
pavo de que esta idea ya es conocida, de que aquello ya se ha dicho; yo no
he firmado ningún contrato para suministrar ideas jamás oídas. Algunas
ideas que flotan en el aire que todos respiramos se han unido en mí en un
especial e irrepetible sentido gombrowicziano, y yo soy este sentido.

Martes
La Falda.
Ciudad de veraneo en la sierra de Córdoba. En la avenida Edén, señoras
y señores, sentados a las mesitas de los cafés, toman refrescos, mientras los
asnos atados a los árboles mordisquean la corteza y un altavoz transmite la
obertura del tercer acto de la Traviata.
Nada extraordinario, y, sin embargo, para mí este lugar es como las
caras que se ven en sueños —entremezcladas—, esas caras obsesionantes
que son la combinación de dos rostros diferentes que se sobreponen y se
enmascaran mutuamente. Desde todas partes me observa aquí una Dualidad
siniestra que oculta un secreto grave y complejo. Y todo ello porque ya
estuve aquí hace diez años.
Lo estoy viendo.
Por entonces —perdido en Argentina, sin trabajo, sin ayuda, suspendido
en el vacío, sin saber lo que haría al mes siguiente—, me preguntaba, con
esa curiosidad que suele despertar en mí el futuro y que a veces llega a una
tensión totalmente enfermiza, qué iba a ser de mí diez años más tarde.
Se levanta el telón. Me veo sentado a la mesita de uno de los cafés de
esta avenida, sí, soy yo. Soy yo al cabo de diez años. Pongo la mano en la
mesa. Miro la casa de enfrente. Llamo al camarero y pido un cortado.
Tamborileo con los dedos sobre la mesa. Pero todo esto tiene el carácter de
una información secreta transmitida a aquel de hace diez años, y me
comporto como si él me viera. Pero al mismo tiempo lo veo yo a él, cuando
estaba sentado aquí, quizá a la misma mesa. De ahí el horror de la doble
visión, que yo siento como una rotura de la realidad, algo insoportable; es
como si yo mismo me mirara a los ojos.
El altavoz emite la obertura del tercer acto de la Traviata.

Miércoles

Miłosz: La prise du pouvoir[26]


Un libro muy fuerte. Leer a Miłosz siempre es para mí fuente de
grandes emociones. Es el único escritor en el exilio a quien esta tormenta ha
mojado de verdad. A los demás, no. Aunque han estado bajo la lluvia,
llevaban paraguas. Miłosz se ha calado hasta los huesos y al final el huracán
le ha arrancado la ropa, ha regresado desnudo. Alegraos de que la decencia
se haya salvado. Al menos uno de vosotros está desnudo. Vosotros, los
demás, sois unos indecentes, enfundados en vuestros pantalones y
chaquetas de formas variadas, con vuestras corbatas y pañuelos. ¡Qué
vergüenza!
No faltan talentos entre nosotros, la novela de Józef Mackiewicz
Przyjaciel Flor[27], por ejemplo, es fascinante, Straszewicz, por su parte,
ha estallado en una cascada de humor, pero ninguno de ellos está iniciado
suficientemente. Miłosz sí que sabe. Miłosz ha fijado la mirada y ha
experimentado una revelación: en el resplandor de la tormenta se le ha
aparecido algo…, la medusa de nuestro tiempo. Y Miłosz ha caído
fulminado.
¿Fulminado? Tal vez demasiado. ¿Iniciado? ¿No será su iniciación
excesiva, o mejor dicho demasiado pasiva? ¿Escuchar el propio tiempo? Sí.
Pero no someterse al tiempo. Es difícil hablar de todo esto sobre la base de
sus obras en prosa publicadas hasta ahora —El pensamiento cautivo y La
prise du pouvoir— y un tomo de poesía, Światło dzienne[28], ya que su
temática es muy especial; se trata de la recapitulación de un determinado
período y al mismo tiempo de un testimonio y una advertencia. Pero tengo
la sensación de que Miłosz ha dejado que la Historia le imponga no sólo el
tema, sino también cierta actitud, que yo llamaría la actitud del hombre
caído.
Pero ¿acaso Miłosz no lucha? Sí que lucha, pero sólo con los medios
que le permite el adversario; parece como si se hubiese dejado convencer
por el comunismo de ser un intelectual derrotado y como tal se hubiese
presentado al último y heroico combate. Este indigente que se deleita con su
desnudez de Job, este hombre arruinado que insiste en su bancarrota, debe
haber limitado voluntariamente sus posibilidades de una resistencia eficaz.
El error de Miłosz —así es como yo lo veo, y al parecer es un error bastante
generalizado—, consiste en que se reduce a sí mismo a la medida de la
miseria que describe. Temiendo los lugares comunes, privándose del
derecho a cualquier lujo, él, Miłosz, leal y honrado con sus hermanos en la
desgracia, quiere ser tan pobre como elfos. Pero semejante intención en un
artista queda en desacuerdo con la esencia misma de su actividad, puesto
que el arte es lujo, libertad, diversión, sueños y fuerza, el arte no surge de la
miseria, sino de la riqueza; no nace cuando la suerte nos da la espalda, sino
cuando nos sonríe. El arte tiene en sí algo triunfal, incluso cuando se
desespera. ¿Hegel? Hegel tiene poco que ver con nosotros, porque nosotros
somos una danza. El hombre que no se deja empobrecer, contestará a la
creación marxista con una creación diferente, sorprendente por la nueva e
imprevista riqueza de la vida. ¿Se habrá esforzado Miłosz lo suficiente para
liberarse de la dialéctica que lo ata?
Si no lo ha hecho, sé que no se debe a falta de fuerzas, sino al exceso de
lealtad. Pero el talento no debería ser demasiado leal. La lealtad es una
limitación, mientras que el talento tiene que aspirar a ser ilimitado. Si Colón
hubiese sido demasiado leal con el huevo, no habría descubierto América.
Existen todavía muchas Américas por descubrir. No hemos llegado aún al
final de nuestra tierra.
Estos son los diálogos que mantengo con Miłosz mientras lo leo, pero sé
que están demasiado marcados por la Impaciencia. Estos libros nos
suministran una nueva realdad, su objetivo —tan importante— es
familiarizarnos con la historia. La transformación —esta palabra clave del
arte— vendrá más tarde.

Viernes

Al caminar por el cauce seco del torrente que conduce al pie de


Banderita, me he acordado (porque la Falda CS como una mano que recorre
el teclado de mi alma, extrayendo de él melodías olvidadas) de unos
mellizos con los que solía ir de excursión por aquí. ¡Nada más sublime!
¡Qué revelación! ¡Una deliciosa e inspirada broma del Creador! Dos chicos
de dieciséis años tan parecidos el uno al otro, que nunca pude distinguirlos;
con grandes sombreros de cowboy, con ojos juguetones, aparecían siempre
de improviso, a cierta distancia el uno del otro; su perfecta similitud
aumentaba hasta tal punto el efecto de su presencia, que siendo jovenzuelos
y mocosos, su aparición se manifestaba con una potencia que parecía llenar
todo el espacio y, jugueteando, rebotar de s montañas. En un gemelo así
todo se volvía genial y sorprendente, divertido y magnífico, importante y
revelador, sólo por el hecho de que en algún lugar próximo acechaba otro
gemelo, absolutamente igual.
Reflexionando, pues, sobre la importancia y el carácter sacro de la
revelación que hace años me fue dado contemplar, regreso por la avenida
Edén. Cuando de repente alguien me coge de la mano: —¡Witoldo! Miro y
resulta que es uno de los gemelos. ¡Un gemelo, pero con bigotito! Y algo
esmirriado. Un gemelo que ya no es gemelo. ¡Un gemelo privado del
antiguo gemelo!
A su lado, una mujer joven con dos niños pequeños.
El gemelo me dice: —Mi mujer.
Y en seguida he visto, un poco más lejos, al otro gemelo también con
bigotito, una mujer y un niño.

Jueves

La señora Irena G. de Toronto se ha dado el gustazo de escribir una


carta «Al director de Wiadomości». Es una pieza tan bella que destaca
dentro de la ya extraordinaria colección que constituyen las cartas de los
lectores de Wiadomości.
«Desde el año 1946 —leemos— tengo un hobby que consiste en
investigar minuciosamente entre mis conocidos cuál es su actitud frente a
los vates del mañana.»
Habiendo investigado entre sus conocidos su actitud frente a los vates
del mañana, la señora G. llegó a la categórica conclusión de que:
«A pesar de todo, lo que decide la grandeza de un escritor es la Vox
populi. Cien críticos podrán gritar que una obra de teatro es genial, pero si
la sala queda vacía, la obra tiene que abandonar el cartel.»
No satisfecha con el descubrimiento de tamaña verdad, la señora G.
explica además por qué ésta no ha sido universalmente reconocida.
«Y si los bizcos y un puñado de esnobs, que han sucumbido a la
demagogia de los bizcos, se ponen a chillar como unos gatos enloquecidos,
es precisamente porque la Vox populi, esta multitud de intelectuales, esta
instancia suprema, no quiere dejarlos entrar al palacio del arte.»
Pero los bizcos no son capaces de crispar a la señora G., que discurre en
nombre de la multitud de intelectuales que es, por añadidura, guardiana del
palacio del arte.
«Los mutilados no pueden enervar. Los mutilados despiertan
compasión.»
Sin embargo, lo que más me gusta es este final verdaderamente griego:
«Los perros ladran, la caravana sigue su camino. Una caravana
inalcanzable, escoltada por la Vox populi, una caravana helénica.»

Miércoles

El Diario de Kafka. He aprovechado la ocasión para ponerme a hojear


de nuevo El proceso y compararlo con la versión escénica de Gide. Pero
tampoco esta vez he logrado leer debidamente este libro; me deslumbra el
sol de la metáfora genial que atraviesa las nubes del Talmud, pero leerlo
página a página, no, eso supera mis fuerzas.
Algún día se sabrá por qué tantos grandes artistas han escrito en nuestro
siglo tantas obras ilegibles. Y por qué arte de magia esos libros ilegibles y
no leídos han pesado sobre nuestro siglo y son famosos. Con verdadera
admiración, con sincero respeto, he tenido que interrumpir muchas lecturas
que me aburrían demasiado. Algún día se aclarará de qué fracasado
matrimonio entre creador y lectores nacen las obras carentes de sex appeal
artístico. ¡Qué vergüenza! A veces tengo la sensación de que entre nosotros
los escritores existe un absurdo que distorsiona toda nuestra actividad, y del
cual no sabemos defendernos, pues es siempre anónimo. A veces este
absurdo se nos aparece con la desvergüenza de una mujerzuela
despatarrada; hace pocos días me ocurrió algo parecido. Estoy sentado en
un bar. Viene un argentino para mostrarme la edición de las obras completas
del poeta chileno Pablo De Rokha, un volumen del tamaño de un maletín.
Miro el maletín. Lo abro. Dentro veo cuatro fotos del autor y tres de la
mujer del autor (también poeta), luego, una página reproducida del
manuscrito, la introducción del autor, en la que éste dice que «al pueblo
chileno ofrezco estos poemas» (o algo por el estilo) y muchos añadidos
más. Saltándome decenas de páginas leo:
«Claman los rostros asesinos su triángulo pálido.»
«El sol poderosamente clamante en el sistema solar, carro de basura
lleno de relámpagos.»
«La tormenta bélica, en medio del huracán cotidiano, transmite el
trueno del ocaso…»
Tal vez mis citas no sean del todo fieles, pero aun así se ve que no está
nada mal, que aquí hay cierta clase. Pero…
El argentino dijo: —Es un gran poeta.
Contesté… nada. Cero. Con ese enorme volumen en la falda, con ese
gigantesco objeto…, la grandeza material de la cosa me aplastaba como una
bota. Además sabía que cualquier cosa que le dijera de las que quería decir,
él contestaría que no entendía de poesía, que no había penetrado en el alma
chilena, que no sentía la metáfora o que no percibía la vibración soterrada
de la palabra. Le dije, pues, que lo leería y luego fui a casa cargando con
aquel bulto, lo deposité en un rincón y al cabo de unos días tuve que
recogerlo y llevárselo de nuevo al argentino, cosa que hice, y cuando por fin
me libré de ese enorme bulto, todavía tuve que balbucear algunas palabras
que se fundieron en el cosmos con todas las demás palabras balbuceadas en
otras ocasiones parecidas por otros maleteros, para asegurar al maestro De
Rokha gloria eterna en las alturas, amén.
Sí, sí… Pero el volumen de De Rokha no es más que un aumento
caricaturesco del microbio que constituye la vergüenza secreta de la
literatura y que hace que ella ya no seduzca y no atraiga, ¡Desgraciados! ¡A
vosotros ya nadie os quiere! ¡Nadie os ama! ¡No excitáis a nadie! A
vosotros sólo se os respeta y nada más…
Sois el testimonio de la majestuosidad del Espíritu humano y de la
grandeza del Arte, pero la gente no os quiere.
La situación se ve agravada por el hecho de que a la crítica
contemporánea le falta inteligencia o fuerza suficientes para superar la tarea
más difícil: volver a las cuestiones elementales y siempre actuales que, sin
embargo, parecen estar muertas entre nosotros debido a que ya son
demasiado fáciles, demasiado sencillas. La crítica sólo es capaz de
perfeccionar —perfeccionar hasta el absurdo— este mecanismo que hoy
nos rige y por el cual surgen libros literariamente cada vez mejores. Estos
señores nunca se atreverán a tocar el sistema en sí, cosa que además supera
sus posibilidades. Porque éste u otro carácter de la literatura es el resultado
de las dependencias que surgen entre el artista y los demás. Si queréis que
un cantante cante de manera diferente, tenéis que vincularlo a gente
diferente, enamorarlo de alguien diferente y enamorarlo de forma diferente.
Las combinaciones de los estilos son inagotables, pero en el fondo todas
ellas son combinaciones de personas, no son más que la fascinación del
hombre por el hombre. Desgraciadamente, la literatura sigue siendo el
romance de unos señores mayores y delicados enamorados los unos de los
otros y obsequiándose mutuamente. ¡Valor! Romped este círculo vicioso, id
a buscar una nueva inspiración, dejad que os domine el niño, el mocoso, el
palurdo, uníos a la gente de diferente condición social.
Hasta ahora sólo el marxismo se ha atrevido a proponer semejante
reforma de la condición del escritor, al someterlo al proletariado. Pero en
realidad lo ha sometido únicamente a la teoría y a la burocracia, de lo cual
ha surgido la literatura más aburrida de la historia. No. No lo conseguiréis
por medio de unas teorías secas y trabajosamente inventadas; es necesario
que la corriente de un encanto rejuvenecedor que emana de esas capas más
bajas os saque de vosotros mismos. En el momento en que consigáis de
verdad enamoraros de la inferioridad, empezaréis a gustarle; pero incluso si
vuestro amor fuera para vuestros hermanos inferiores demasiado difícil,
vosotros, ya enamorados y enamorados abiertamente, dejaréis de estar
solos.
XI
Capítulo

JUEVES
Un artículo de Zbyszewski en Kultura; afirma en él que la literatura
polaca no tiene ningunas posibilidades en el mercado internacional, dado
que la vida polaca no es suficientemente poderosa para despertar interés.
No está nada mal escrito desde el punto de vista periodístico. Pero desde el
punto de vista del arte, qué tono más repugnante el suyo. Lo que le
reprocho a Zbyszewski es que su concepto de las montañas sea llano. Se
encarama a las alturas con la falta de escrúpulos propia de los periodistas,
con esa «sobriedad» práctica que se ha convertido últimamente en nuestra
razón. En este artículo se habla de la literatura como de una «producción»
que requiere «publicidad» y «propaganda», que se apoya en los «lectores» y
busca editores, ¡Al diablo con este lenguaje productivo de los planes
quinquenales! Ya anteriormente Zbyszewski nos había obsequiado con una
revelación no menos terriblemente trivializante: que la literatura no tiene
futuro debido a la crisis en el sector del servicio doméstico, pues, como
falta servidumbre, las señoras no tienen tiempo para la lectura. Hay quien
razona así, pero ¿no será este realismo demasiado propio de criados?
¿Acaso semejante planteamiento de los asuntos de la literatura no
constituye por sí mismo la respuesta a la pregunta de por qué la literatura
polaca no tiene futuro? No, no es sólo porque nuestra temática resulte
exótica al resto del mundo. La temática se puede cambiar, mejorar… Lo
que es más difícil de cambiar es el hecho de que nosotros en nuestro
planteamiento de la literatura somos o grandilocuentemente románticos o
llanamente razonables, con un nivel propio de servicio doméstico, y tertium
non datur. O bien la santidad, la misión y la revelación, o bien los lectores,
los premios y los editores. Somos grandes mientras andamos borrachos,
pero nuestra sobriedad es propia de un criado, y ni en sueños sabremos unir
la grandeza con la sobriedad. He oído que la mujer de un profesor ha
quedado entusiasmada con este artículo. ¡Cómo no! Pero si nos explica
amablemente por qué no somos reconocidos aunque seamos geniales, y esta
explicación está hecha justamente a la medida de nuestra falta de
genialidad, de nuestra mediocridad.
Ayer, en casa de Teodolina, había tres hombres: uno afeitado, otro
bigotudo y un tercero barbudo, que se quedaron sorprendidos de no poder
encontrar un lenguaje común en la apreciación de la situación política en el
Lejano Oriente. Dije: «Me sorprende incluso que queráis hablar entre
vosotros. Cada uno de vosotros constituye una solución diferente del rostro
humano y personifica un concepto distinto del hombre. Si el barbudo está
bien, entonces el barbilampiño y el bigotudo son unos monstruos, unos
payasos, unos degenerados, en suma, una absurdidad; y si el barbilampiño
es el hombre como debe ser, entonces el barbudo es una monstruosidad, un
absurdo y una porquería. ¡Adelante! ¿A qué esperáis? ¿Por qué no os
rompéis la cara?»
La correspondencia de Gide con Claudel: ¡menudo espectáculo! ¡Qué
ridículo se ha vuelto todo esto en los últimos años! Lo que hace reír no es el
diálogo de un creyente con un no creyente, sino el disfraz…, este disfraz de
mondalité perfectamente francesa, y el hecho de que todo esté tan
literariamente pulido. La Maja desnuda y la Maja vestida, y Dios entre
Monsieur Gide y Monsieur Claudel. ¡Cuánta ingenuidad en este
refinamiento! ¡Quelle délicatesse des sentiments! El verdadero autor de esta
correspondencia es el servicio doméstico, realmente es algo para
Zbyszewski. Porque se trata de una delicadeza mimada y acariciada por
gente inferior, de un diálogo altisonante que tiene sus raíces en el
populacho, aunque ya no se acuerde de ello y reine en todas partes como si
viviera por su propia cuenta. De nuevo, pues, resulta inevitable referirnos a
aquella verdad inferior que constituye la base de la verdad superior.
Zosia se ha apropiado de mi alfombra y ha adornado con ella su
dormitorio. Pero cuando se toca el tema de los trescientos pesos que me
debe por la alfombra, Zosia asevera que no es nada urgente. Mientras, sus
amigas Goska y Hala le dan cuerda y meten la pata como de costumbre.
Entré al café donde cada semana se reúnen los jóvenes poetas del grupo
Concreto-Invención (o quizá sea el grupo Madi). En una pequeña mesa,
unos diez poetas gritan enzarzados en una discusión acalorada. Pero este
café tiene una acústica fatal y además a esta hora está lleno de gente, no se
oye nada. Así que dije: «¿No sería mejor cambiar de café…?», pero mis
palabras se perdieron en el tumulto general. De modo que las grité otra vez,
y otra más, y seguí gritándolas al oído de mis vecinos, hasta que por fin me
di cuenta de que ellos probablemente estaban gritando lo mismo, pero nadie
oía a nadie. Gente extraña, los poetas. Reunirse cada semana en un local
para no poder llegar a un acuerdo en cuestión de cambio de local…

Martes

Con Ernesto Sábato (escritor argentino) en el bar Helvético.


Sábato, que aparte de escribir enseña filosofía en un curso privado, me
inicia en el secreto de su método. Dice: «Hay que golpear»[29]. Hay que
arrancarlos de la realidad a la que se han acostumbrado y hacer que lo vean
todo de nuevo, por primera vez. Cuando se encuentren totalmente
desamparados en este mundo visto de nuevo, la angustia los obligará a
buscar soluciones nuevas y se dirigirán al maestro…, pero hay que
destruirlo todo, hay que crear un estado de peligro…
Es así. Puesto que el saber, sea el que sea, desde la matemática pura
hasta las sugestiones más oscuras del arte, no está hecho para tranquilizar el
alma, sino para ponerla en un estado de vibración y tensión.

Sábado

La muerte de Tuwim[30]. Me imagino las esquelas. Pero aquí, en


privado, puedo anotar: ha muerto el más grande poeta polaco
contemporáneo. ¿El más grande? Indudablemente. ¿Grande? Hm…
No nos ha iniciado en nada, no ha descubierto nada, no ha revelado
ningún misterio, no ha proporcionado ninguna clave. Pero vibraba, refulgía,
deslumbraba… con la magia de la «palabra poética». Semejante vibración
sensual del arpa poética, que emana un lujo verbal, constituye en el arte la
más alta aspiración de los pueblos primitivos; de modo que era un poeta que
no nos honraba, antes bien nos desenmascaraba un poco. La vergüenza
consiste en que de cada uno de los poemas de Tuwim podarnos decir que es
«maravilloso», pero a la pregunta de qué elemento tuwimiano ha aportado
Tuwim a la poesía mundial, no sabemos encontrarle respuesta. Porque
Tuwim en cuanto Tuwim, o sea, como personalidad, no ha existido, un arpa
sin arpista.
Me gustaría saber si las esquelas serán capaces de revelar esta verdad.
Pienso que más bien se mantendrán en un sano y convencional estilo
poético, dejando caer una pequeña lágrima por la «traición». Nuestra
percepción de la poesía es, como ya se ha dicho, algo primitiva y
fuertemente mecanizada, pero hemos llevado a una gran perfección nuestra
manera de hablar de ella; es un hablar lleno de florituras, trinos y gorgoritos
en un tono poético, con una falsa conmoción poética y acompañado de un
éxtasis poético igualmente falso. Este género es perfectamente adecuado
para los entierros; supongo, pues, que en esta ocasión será puesto en
funcionamiento.
En mi opinión, la poesía polaca (¿o tal vez todas las poesías?) no dará
un paso adelante hasta que no rompa con tres horribles esquemas: 1) la
actitud del poeta; 2) el tono poético; 3) la forma poética. Haced lo que
queráis. Tratad de salir de esto por puertas o por ventanas, me da igual; pero
mientras estéis dentro, nada os salvará.

Viernes

Turistas de cofas.
Straszewicz es un noble del campo que cree ser el segundo después del
rey —algo muy polaco—, descendiente de Rej y de Potocki, nieto de
Sienkiewicz, aunque también primo de Wiech —un parentesco que inspira
confianza en los amplios círculos de sus admiradores. Straszewicz, aunque
entre otras cosas sea caricaturista de la polonidad, es de los nuestros, y, a
pesar de todo, representa los viejos gustos y las viejas banderas, así como la
pertenencia emotiva a la vieja nobleza. Casi. Sólo «casi» porque en
Straszewicz todo esto ya es puramente «funcional». Straszewicz es la
polonidad de ayer que, arrancada de sus raíces, brilla en el vacío; actúa por
inercia. ¿Estará, pues, desfasado?
¡No! El humor… El humor… Si a Straszewicz le quitáramos el humor,
sería totalmente inaguantable, en nuestra realidad presente sería espiritual e
intelectualmente tan indolente como…, pero ¿para qué citar nombres, casi
todos los nombres? Pero el humor consiste en la inversión de todo, hasta el
punto de que un verdadero humorista nunca puede ser únicamente lo que
es; es lo que es y es lo que no es al mismo tiempo. La mano que ha escrito
«levantó el rizo, el rizo se cayó» es la mano bromista de los Gógol, y bajo
su tacto Straszewicz se convierte en anti-Straszewicz, mientras la síntesis de
esta tesis y antítesis nos ofrece un super Straszewicz, es decir, Straszewicz,
que aunque sigue siendo Straszewicz, ya lo está adelantando a grandes
pasos. Saquemos de ello una moraleja: que en los momentos en que las
circunstancias catastróficas nos obligan a transformarnos interiormente del
todo, la risa es nuestra salvación. La risa nos libera de nosotros mismos y
permite que nuestra humanidad sobreviva a pesar de los dolorosos cambios
de nuestro envoltorio.
, Jamás ningún pueblo ha necesitado más la risa que nosotros hoy. Y
jamás ningún pueblo ha entendido menos la risa y su papel liberador.
Pero nuestra risa de hoy ya no puede ser una risa espontánea, o sea,
automática; tiene que ser una risa premeditada, un humor aplicado fría y
seriamente, tiene que ser la más seria adaptación de la risa a nuestra
tragedia. Y a una escala mayor de como lo hace Straszewicz. Esta risa,
dictada por unas necesidades terribles, debería abarcar no solamente el
mundo del enemigo, sino ante todo a nosotros mismos y a lo que para
nosotros es más querido.

***

El autor de Turistas de cofas se ha metido conmigo en un artículo en


relación con Transatlántico. Cito brevemente mi réplica, ya que es una
muestra del tono en que se mantiene el resto de mis declaraciones. Es una
de mis primeras intervenciones en la prensa polaca después de catorce años
de ausencia. Cuando, renacido a la lengua materna, examiné la situación, vi
que la decadencia estaba en su apogeo. En el interior del país, la literatura
estaba amordazada, mientras que en el exilio «había sido llamada a servir»,
a servir a los ideales, a la patria, a los lectores y a todo menos a sus propias
razones y destinos. Decidí por lo tanto tomar la palabra no como militar,
sino como civil.
He aquí lo que he escrito bajo el título de «Reflexiones al margen de
Straszewicz»:
No hace mucho apareció Risum teneatis y ya de nuevo me veo obligado
a responder. ¿No deben aburrir al público estas polémicas? ¿No se habrá
vuelto el tono de nuestra prensa literaria demasiado familiar?
No me parece malo que los literatos escriban sobre sí mismos y
polemicen entre ellos, con la condición de que sus personas sirvan de
puente hacia cuestiones superiores y problemas generales.

***

Podría parecer que soy yo el presumido que se jacta de su «talento»,


mientras que él, Straszewicz, adopta una actitud de sincera modestia. Sin
embargo, es justamente lo contrario. Yo digo: «Intento tener talento.» ¿Y
qué dice Straszewicz? Dice: «Yo tengo talento, pero…, ¡mirad!…, ¡lo
ofrezco en sacrificio a la Patria!»
Pues bien, yo afirmo que el talento de Straszewicz jamás se realizará
plenamente, porque a Straszewicz le falta algo imprescindible: le falta
respeto por el talento.
Con qué menosprecio típicamente polaco habla nuestro Czesław de
estos valores. Se muestra lleno de desprecio hacia los egoístas y
egocéntricos que osan tomarse en serio el «talento» cuando tiene lugar un
verdadero drama: la Patria se hunde.
Pero… ¿qué es el «talento»? Si los necios se imaginan que un literato es
un tipo que se pasa la vida sentado en un café, y de vez en cuando escribe
sirviéndose de este misterioso e indefinido «talento» novelas y cuentos más
o menos logrados, ya es hora de que revisen sus opiniones. El escritor no
escribe con ningún misterioso «talento», sino… consigo mismo. Es decir,
escribe con su sensibilidad e inteligencia, con su corazón y su mente, con
todo su desarrollo espiritual y esta tensión, esta constante excitación del
espíritu de la que decía Cicerón que es la esencia de toda retórica. No hay
en el arte nada misterioso, nada esotérico.
No exagero si digo que «me he consagrado» a la literatura. Para mí la
literatura no es cuestión de éxito ni de posibles monumentos, sino de extraer
de mí mismo el máximo valor de que soy capaz. Si resultase que lo que
escribo es trivial, fracasaría no sólo como literato, sino como hombre. Pero
Straszewicz y sus congéneres tratan a la literatura como un añadido a la
existencia y un adorno; están dispuestos a tolerar la existencia de los
literatos hasta que, como ya hemos dicho, no empiece a pasar algo
verdaderamente serio.
En nombre de esta filosofía se ha atacado también a Miłosz. «¡Vaya,
qué espíritu tan delicado! Se ha marchado de su país porque se ha dado
cuenta de que allí no podría escribir versos. ¡No le importa el País, ni los
sufrimientos humanos, sólo le importan los versos!» Gente que expresa
juicios semejantes, no es suficientemente madura, en mi opinión, para
abordar estos problemas. Tanto el arte como la patria en sí significan bien
poco. Significan muchísimo cuando a través de ellos el hombre se une a los
valores esenciales y más profundos de la existencia.

***

¡Cobardía! ¡Palta de patriotismo!


¡Cosa extraña! Transatlántico es la obra más patriótica y más valiente
que he escrito jamás. Y es precisamente ésta la que me acarrea las
acusaciones de ser un cobarde y un mal polaco.
Fijaos que podía haber silenciado perfectamente semejantes momentos
de mi vida. Podía haber escrito un libro sobre temas completamente
diferentes. Jamás nadie me había acusado de nada, hasta que yo mismo lo
provoqué, publicando fragmentos de Transatlántico.
No os penséis que sois vosotros quienes me habéis cogido in fraganti.
No, he sido yo mismo quien, voluntariamente y con toda naturalidad, he
confesado ciertos sentimientos… Pero la revelación de estos estados
emotivos (que vosotros también debisteis experimentar más de una vez en
privado y a escondidas), no significaba por mi parte cinismo y
desvergüenza. Me lo podía permitir porque me respaldaban razones muy
serias y porque me guiaba por la consideración del bien común.
¿Qué razones eran éstas?
En mi opinión, la literatura polaca debería tomar en la actualidad una
dirección exactamente opuesta a la que ha seguido hasta ahora. En lugar de
pretender unir de la forma más estrecha posible al polaco con Polonia, más
bien debería ponerse a elaborar cierta distancia entre nosotros y la Patria.
Debemos liberarnos sentimental e intelectualmente de Polonia, para
adquirir mayor libertad de acción con respecto a ella, para poder crearla.
Debemos conseguir —eso creo al menos— el sentimiento de
provisionalidad de nuestra polonidad actual. Sin ello no seremos capaces de
seguir el mismo paso que el mundo.

***

Se puede no estar de acuerdo con esto. Se puede combatir lo que digo.


Pero Straszewicz no puede exigirme que yo sirva a la Patria, no según mi
propia manera de entenderlo, sino según lo que él considera justo.
En este caso yo tendría el mismo derecho de llamar a Straszewicz un
mal polaco, pues, desde mi punto de vista, este patriotismo emocional que
él representa nos ha causado los peores perjuicios, ha pesado de una manera
desastrosa sobre toda nuestra política y, lo que es peor, sobre nuestra
cultura. Escuchad lo que dice de nosotros el mundo, reflexionad sobre cómo
nos ven y nos perciben los extranjeros. Somos el ejemplo de un patriotismo
convulsivo, crispado.
Straszewicz, a un hombre como yo, le dice: «¡Vaya a enrolarse al
ejército! ¡Luche por la Patria!» Pero si yo quisiera luchar, sería
precisamente contra la Patria, por mi propio valor humano. Pero
Straszewicz no tendría la necesidad de animarme a la lucha contra Hitler, ni
a la defensa de la humanidad martirizada en Polonia, ya que,
independientemente de mis opiniones acerca de la Patria, conozco la
medida de esos sufrimientos y de esa iniquidad, y no pretendo zafarme con
«conceptos» cuando se está cometiendo un crimen.
Pero…
No oculto que —al igual que Straszewicz— tenía miedo. Quizá no tanto
del ejército y de la guerra cuanto del hecho de que, a pesar de mi mejor
voluntad, no podría estar a la altura. No estoy hecho para esto. Mi campo es
diferente. Desde la edad más temprana mi desarrollo tomó otra dirección.
Como soldado sería un desastre. Sería una vergüenza para mí y para
vosotros.
¿Creéis que los patriotas como Mickiewicz o Chopin no participaron en
la lucha únicamente por cobardía? ¿O quizá porque no querían hacer el
ridículo? Y supongo que tenían derecho a defenderse de aquello que
superaba sus fuerzas.
Pero tal vez estas confesiones sean innecesarias y torpes. Tal vez sería
suficiente decir que en el momento del estallido de la guerra tenía la
categoría «C»[31], y luego, cuando me presenté ante una comisión médica
en la Legación polaca en Buenos Aires, me clasificaron como perteneciente
a la categoría «D»[32].
Basta con este alfabeto. Prefiero poner los puntos sobre las íes.

***

Hay que reconocer que Straszewicz es un noble perfecto. Respeto sus


virtudes y no pretendo rebajar sus méritos; también comprendo su drama de
escritor, pero su artículo huele a las memorias de Pasek[33]. Straszewicz
hace un llamamiento para que se juzgue a Miłosz y a Gombrowicz. ¿Qué
quiere decir esto? ¿De nuevo en lugar de una discusión seria habrá, como
en las asambleas del pasado, tumultos y algarabías? ¿De nuevo, valiosas
cartas al «Distinguido Señor Redactor Jefe» de diversos espectadores que se
desahogan, protestas, contraprotestas, ataques y pullas? ¿No habéis
aborrecido todavía este croar de ranas que surge de las aguas inmóviles de
vuestro estanque?
No. A mí sólo me podéis juzgar leyendo con más atención mis escritos,
en la tranquilidad y silencio de vuestra propia conciencia.

Domingo
Yo, gusano, confieso con la máxima humildad que ayer se me apareció
en sueños un Espíritu que me entregó mi Programa, compuesto de cinco
puntos:
1. Devolverle a la literatura polaca, terriblemente aplastada y marchita,
debilucha y temerosa, la seguridad en sí misma. Devolverle la decisión y el
orgullo, el empuje y las alas.
2. Basarla fuertemente en el «yo» y hacer del «yo» su soberanía y su
fuerza, introducir finalmente este «yo» en el lenguaje polaco…, pero
poniendo en evidencia su dependencia del mundo…
3. Encarrilarla hacia lo más moderno, y no poco a poco, sino de un
salto, directamente del pasado al futuro (porque les extremes se touchent).
Introducirla en la problemática más ardua, en las complicaciones más
dolorosamente críticas…, pero enseñándole la ligereza y el descuido, y
también la manera de mantener las distancias…
Enseñarle el desprecio por las ideas y por el culto a la personalidad.
4. Cambiar su actitud ante la forma.
5. Europeizarla, pero al mismo tiempo aprovechar todas las ocasiones
para contraponerla a Europa.
Abajo de todo se leía una frase irónica: «No se hizo la miel para la boca
del asno.»

Sábado

Partí hacia donde la luz ciega. Primero, tres días de viaje en coche hasta
una pequeña ciudad soleada hasta lo indecible. Allí se acabaron las
carreteras. Los setenta kilómetros que nos separaban de la estancia los
hicimos en aeroplano.

DIARIO CAMPESTRE

Sábado

Aterrizamos suavemente en el prado cerca de un grupo de árboles,


asustando a unas vacas embobadas como corderos —por cierto que no lejos
de allí pastaban corderos—; bajé del aeroplano, sin saber en realidad dónde
estaba el sur y dónde el norte, y sin entender bien de qué se trataba, porque
estaba sudando, sí, sudaba a mares, y el aire enrarecido y ardiente bailaba
ante mis ojos…Una mansión entre eucaliptos atravesados por el griterío de
papagayos.
La patita del sol me hace entornar los ojos al tiempo que paseo entre los
árboles, pero Sergio dice algo y un pájaro grande alza el vuelo —sudo—,
alza el vuelo y sudo, y le oigo decir que por qué no nos vamos de caza. Pero
yo sudo. Sudo y me siento un poco nervioso. Caprichoso. Y además me
aburre que este chico haga siempre lo que se espera de él; cuando sirven la
comida se sienta a la mesa, cuando se hace tarde bosteza y cuando venimos
al campo invita a ir de caza. Le pedí que en adelante dejara de aburrirme
con su trivialidad y procurara comportarse de un modo más imprevisible.
No responde nada. Zumban las moscas.

Domingo

Me desperté bastante tarde y traté de orientarme en cuanto a la


situación, pero no era nada fácil, porque el resplandor del sol no dejaba
abrir los ojos…, sólo veía el suelo arenoso bajo mis pies y creo que
hormigas. Intenté levantar la vista y eché una ojeada a la derecha: una vaca,
pero cuando miré a la izquierda había otra vaca. Avanzaba hacia adelante
entre el centelleo del sol que se filtraba a través del follaje, cuando de
repente, delante de mí, vi un árbol. Sergio, que me acompañaba, trepó al
árbol. Le pregunté si no sabía inventar algo más original. En lugar de
responder, siguió trepando, pero al parecer ya sin árbol. Digo «al parecer»,
porque a través de mis párpados entornados no podía ver bien y además me
derretía…

Lunes

Pienso en mi trabajo, en mi lugar en la literatura, en mi responsabilidad,


mi destino y mi vocación.
Pero un mosquito zumba a la izquierda, no, a la derecha, lo verde fluye
hacia lo azul, los papagayos parlotean, y hasta ahora no he podido saber
dónde estoy, porque no tengo ganas, y además me derrito. Supongo que
alrededor hay palmeras, cactos, matorrales, pastos, charcas o quizá
pantanos, pero no lo sé con seguridad; vi un sendero, lo seguí y el sendero
me llevó a unos arbustos que olían a té, pero no era té; luego, por debajo de
las alas de mi sombrero, vislumbré las piernas de Sergio, cerca de mí, a la
izquierda. ¿Qué demonios quería? ¿Deseaba acompañarme en mi paseo? En
un acceso de irritación le pregunté si nunca dejaría de ser convencional,
cuando de repente sus pies parecieron levantarse del suelo y ponerse a
caminar a unos quince centímetros sobre él. La cosa duró unos minutos.
Luego descendieron y volvieron a caminar sobre la tierra… He dicho
«parecieron» porque no creo que aquello fuera posible, y además estoy
sudando, y el sombrero, el resplandor y los matorrales limitan el campo de
visión. Mandioca.

Martes

No ha pasado nada. Si no me equivoco me están observando manadas


de caballos, y también me miran vacas en cantidades ingentes.
Los atardeceres son más frescos, pero a pesar de ello tengo compota en
la cabeza y pereza en los huesos. Durante la cena, Sergio, en lugar de
encender un cigarrillo, prendió fuego a una cortina, y yo ya iba a gritar, pero
resultó que no lo había conseguido del todo, es decir, no completamente,
sino más bien a medias, lo cual causó cierto asombro en sus padres, por lo
demás también a medias, y yo dije en un tono de benevolente
condescendencia: «¡Vaya, vaya, Sergio, qué cosas haces!»

Miércoles

Me derrito y me diluyo, aunque todo aquí se diluye; ¿dónde está el


norte?, ¿dónde el sur?; no sé nada, quizá miro el paisaje patas arriba, pero el
paisaje no se ve, no hay sino mosquitos, ramitas, manchitas, la vibración de
la atmósfera y un zumbido que se hunde en el resplandor. En cambio,
Sergio empieza a darme que pensar.
Hoy, durante el desayuno, volvió a sorprendernos un poco, porque hizo
algo de una manera que, al entrar en el comedor, fue como si volviera a
entrar en el comedor, es decir, de algún modo desde el interior; fue como si
del interior entrara al interior, lo cual luego le permitió salir del interior al
interior, y finalmente, del interior al exterior… Digo «como si», «de algún
modo», porque todo ocurrió sólo hasta cierto punto, pero indudablemente
este chico se aleja cada vez más de lo establecido. Sus padres le llamaron la
atención, pero sólo hasta cierto punto, porque además resulta imposible
concentrarse y él sudor lo inunda todo, y todo se borra…

Jueves

Si no fuera porque sudo, me sentiría seriamente preocupado, o tal vez


hasta asustado, porque están ocurriendo cosas extrañas. En pleno mediodía,
en medio del ardor y la vibración más intensos, Sergio montó a caballo. Sin
embargo, para asombro no sólo de sus padres, sino de toda la estancia,
montó a caballo no del todo y galopaba no completamente, después de lo
cual bajó sólo hasta cierto punto y se fue a su cuarto más o menos, pero no
lo bastante. Tuve una conversación bastante larga con sus padres, quienes
no ocultaban su preocupación, que, sin embargo, se derretía al igual que
ellos en el ardor tropical; como consecuencia de esta conversación, me
dirigí a Sergio rogándole que en el futuro fuera menos imprevisible. Me
respondió que desde que le había abierto los ojos a unas posibilidades hasta
entonces insospechadas, se sentía como un rey y que no pensaba abdicar. Su
respuesta no me gustó en absoluto, por lo que le demostré toda la
inconveniencia de semejantes diversiones, a lo que él contestó: «Bueno, de
acuerdo, sí, naturalmente, creo que a pesar de todo tienes razón…» Este «a
pesar de todo» indicaba, sin embargo, que seguiría persistiendo en su
carácter indefinido, incompleto, que a pesar de todo trataría de sacar
provecho de esa confusión, nebulosidad y derretimiento de todo, para sus
maquinaciones, y que, aprovechando el hecho de que nosotros nolens
volens tendríamos que cerrar los ojos, haría sus travesuras, aunque quizá no
del todo, y se tomaría libertades, aunque no por completo…
La conversación no dio ningún resultado positivo, tanto más que
estábamos caminando por un sendero que conducía hacia unos matorrales a
la orilla del estanque y que de repente vi, entre los juncos y a mi lado,
aparte de las piernas de Sergio, las piernas de Chango y de Camba, dos
peones de la estancia. Entonces ocurrió algo terrible. A saber, que todos se
detuvieron (yo también) y la mano de Sergio puso en mi mano la escopeta
al tiempo que la otra mano me mostraba de una manera apremiante algo en
forma de triángulo, en la penumbra verdoso-amarillento-azulada, allá en el
cañaveral… Disparé.
El trueno del disparo lo sacudió todo…
Algo se agitó, saltó, desapareció.
Sólo quedó el zumbido de los mosquitos. Por lo que me puse en camino
con los demás en medio de aquel bochorno, y al cabo de poco me encontré
en casa. Un cocodrilo. ¡Un cocodrilo! Un cocodrilo alcanzado por las balas,
pero no suficientemente i matado pero no del todo; alcanzado pero no lo
bastante…, y ahora él lo impregna todo a mi alrededor. Y además el
estruendo, ese estruendo que también lo impregna todo y lo deja sellado, sí,
sellado. El ardor infernal del sol. El sudor y el deslumbramiento, el
aturdimiento y la pereza, y allá un cocodrilo, un cocodrilo incompleto…
Sergio no decía nada, pero yo sabía que todo eso era llevar agua a su
molino…, y no me sorprendió en absoluto cuando, de una manera
incompleta pero ya abiertamente, voló hacia una rama y gorjeó un poco.
¡Cómo no! Ahora —hasta cierto punto—, ahora, al fin y al cabo, se lo podía
permitir todo.
De alguna manera me preparo para huir. Hasta cierto punto hago las
maletas. ¡El cocodrilo, no total, el cocodrilo incompleto! Los padres de
Sergio ya casi han subido al coche tirado por cuatro caballos y en cierto
modo se alejan…, casi con prisa… Calor. Bochorno. Ardor.
XII
Capítulo

SÁBADO
Paseo con Karol Swieczewski por San Isidro: villas, jardines. Pero
desde una colina vemos brillar en la lontananza el inmóvil río color de
león[34] y a mano derecha, a la sombra de los eucaliptos, la casa de los
Pueyrredón, blanca y centenaria, con las ventanas cerradas, deshabitada
desde que la abandonó Prilidiano. Entre esta casa y yo se ha creado un
vínculo enormemente arbitrario. La cosa empezó un día cuando, al pasar
por este lugar, pensé: «¿Y qué pasaría si esta casa se me volviera familiar, si
irrumpiera en mi destino, y por la única razón de que me es absolutamente
extraña?» Y a continuación, el siguiente pensamiento: «Pero ¿por qué
precisamente esta casa entre tantas te ha inspirado semejante deseo, por qué
justamente ésta?»; y en seguida esta idea vino en apoyo de la primera, y a
partir de entonces me siento unido a la casa de los Pueyrredón. De modo
que ahora esta luz, estos arbustos, estas paredes, despiertan en mí cada vez
más emoción, y angustia, y siempre que estoy aquí me hundo bajo un peso
indecible, mientras en algún lugar, en el límite, en el extremo de mi ser,
estalla un grito, una violencia, un pánico tremendo… Y algo muy
característico en mí, sí, propio de mí, es que ninguna de estas sensaciones
de miedo, de desánimo, de pena, de desespero, sean de carne y hueso, sino
que son algo como un contorno de sentimientos, por lo que seguramente
resultan más dolorosos, no rellenos de nada, absolutamente puros. Pero este
gran dolor no me impide hablar con Swieczewski.
Hablamos del padre Maciaszek.
Pero la casa de los Pueyrredón ha quedado ahora detrás de mí y el
hecho de no verla aumenta su presencia. Maldita casa que ha irrumpido en
mí y que, cuanto menos la veo, tanto más existe. ¡Allí, detrás de mí, allí
está! ¡Allí está! ¡Allí está hasta la exageración, hasta la locura, está y sigue
estando con sus ventanas y sus columnas neoclásicas, y a medida que me
alejo, en lugar de diluirse, existe cada vez con más fuerza! Pero ¿por qué
precisamente esta casa? Si no es ella la que debería acompañarme,
perseguirme, hay otras casas mías, ¿por qué esa ajena, extraña, blanca
existencia en ese jardín me importuna y no me suelta? Pero sigo hablando
con Swieczewski. ¡Y sé que no es eso lo que debo decir! ¡No es eso lo que
debo hacer! ¡No es aquí donde debo estar! Pero ¿dónde entonces? ¿Dónde
está mi lugar? ¿Qué debo hacer? ¿Dónde estar? Mi país natal no es mi
lugar, ni la casa de mis padres, ni el pensamiento, ni la palabra, no, la
verdad es que no tengo sino precisamente esta casa, sí, desgraciadamente
mi única casa es esta casa deshabitada, la blanca casa de Pueyrredón.
Continuando nuestra conversación sobre el padre Maciaszek, nos
alejamos de la casa de los Pueyrredón. Pero él, Swieczewski, también
parece estar ausente: sus dedos reducen a polvo una ramita seca.

Martes

En Polonia se ha derrumbado la torre de una cultura demasiado


aristocrática, y en la presente y en la próxima generación todo —aparte de
las chimeneas de las fábricas— se volverá allí enano; pero ¿quiere decir
esto que también nosotros, la intelligentsia polaca en el exilio, hemos de
encogernos? Pues bien, es una cosa extraña pero cierta: aunque hemos
quedado suspendidos en el vacío, aunque constituimos una clase a
extinguir, una «superestructura» privada de «base», aunque cada vez habrá
menos gente capaz de comprendernos, tenemos que seguir pensando de una
forma no simplificada y no primitiva, sino de acuerdo con nuestro nivel,
justamente como si en nuestra situación no hubiese cambiado nada.
Debemos hacerlo así sencillamente porque para nosotros es lo natural, y
porque nadie debería ser más tonto de lo que es. Debemos realizarnos hasta
el final, expresarnos hasta el fondo, porque sólo los fenómenos capaces de
vivir incondicionalmente tienen derecho a la existencia.

Miércoles

Sé muy bien cómo me gustaría que fuera la cultura polaca en el futuro.


Sólo que cabe preguntarse si no extiendo a toda la nación un programa que
no es más que mi necesidad personal. Pero aquí está: la debilidad del polaco
actual consiste en que es demasiado concreto y demasiado unilateral a un
tiempo; de manera que todos los esfuerzos deberían ir dirigidos a
enriquecerlo con su otro polo, a complementarlo con otro polaco
diametralmente opuesto.
He hablado ya en otra ocasión de ese alter ego nuestro que pide a gritos
su derecho a la palabra. La historia nos ha obligado a cultivar sólo algunos
rasgos de nuestro carácter, por lo que somos demasiado lo que somos,
somos demasiado exagerados. Y tanto más cuanto que, al presentir en
nosotros la presencia de aquellas otras posibilidades, deseamos aniquilarlas
a toda costa. ¿Cómo, por ejemplo, se presenta el asunto de nuestra
virilidad? Al polaco (al contrario que a la raza latina) no le basta con ser
hombre hasta cierto punto, él quiere ser hombre más de lo que es, podría
decirse que se impone al hombre y persigue a su propia femineidad. Y si
tomamos en cuenta el hecho de que la historia siempre nos ha obligado a
una vida militar y belicosa, toda esa violencia psíquica se hace
comprensible. Es así como el miedo a la femineidad hace que nuestras
decisiones se tornen rígidas y se vuelvan contra nosotros; se nos nota la
torpeza propia de las personas que temen no estar a la altura de su propio
postulado; con demasiado ahínco «queremos ser» así y no asá, por lo que
«somos» demasiado poco.
Si nos fijamos en otras de nuestras características nacionales (como el
amor a la patria, la fe, la honradez, el honor…), en todas ellas
encontraremos ese exceso, consecuencia del hecho de que el tipo de polaco
que nos hemos elaborado tiene que ahogar y destruir al tipo que podríamos
ser y que existe en nosotros como antinomia. Pero lo que de aquí se
desprende es que el polaco queda empobrecido justamente en la mitad de sí
mismo, con el agravante de que ni siquiera esta mitad a la que se le concede
el derecho a la palabra no puede manifestarse de una forma natural. Creo
que precisamente ahora es el momento de poner en funcionamiento esa
segunda personalidad nuestra, sí, ahora, no sólo porque necesariamente
debemos volvernos más relajados, más elásticos frente al mundo, y porque
esta operación requiere una libertad espiritual extraordinaria que se nos ha
hecho posible fuera de nuestro país, sino sobre todo porque es el único
remedio capaz de conferirnos de veras una nueva vitalidad y de abrir ante
nosotros territorios nuevos.
Descubriremos a ese otro polaco cuando nos volvamos contra nosotros
mismos. De tal modo que el rasgo dominante de nuestro desarrollo debería
ser el espíritu de contradicción. Deberemos abandonarnos a él durante
muchos años, buscando en nosotros mismos precisamente lo que no
queremos y ante lo cual nos resistimos. ¿La literatura? Deberíamos tener
una literatura justamente opuesta a la que se ha escrito hasta ahora, tenemos
que buscar un camino nuevo en oposición a Mickiewicz y a todos los
«reyes espíritu»[35]. Nuestra literatura no debería confirmar al polaco en el
concepto que ha tenido de sí mismo hasta ahora, sino que justamente
debería sacarlo de su jaula, mostrarle lo que hasta el momento no se ha
atrevido a ser. ¿La historia? Es necesario que nos convirtamos en
iconoclastas de nuestra propia historia basándonos únicamente en nuestro
presente, ya que precisamente la historia constituye nuestra tara hereditaria,
nos impone la falsa imagen que tenemos de nosotros mismos y nos obliga a
parecemos a una deducción histórica en lugar de vivir con nuestra propia
realidad. Pero lo más doloroso será atacar en sí mismo el estilo polaco, la
belleza polaca, crear una mitología y unas costumbres nuevas cuya fuente
estará en aquella otra mitad nuestra, el polo opuesto; ampliar y enriquecer
nuestra belleza de manera que el polaco pueda gustarse a sí mismo en dos
imágenes contradictorias: como el que es actualmente y como el que
destruye en sí mismo al que es.
Hoy en día ya no se trata en absoluto de conservar la herencia que nos
han legado generaciones enteras, sino de superarla en nosotros mismos.
Qué miserable es aquella cultura polaca que sólo ata y encadena, y qué
digna de respeto, creativa y viva, aquella que ata y libera al mismo tiempo.
Viernes

Ayer (jueves) el cretino empezó a molestarme de nuevo y me fastidió


intensamente durante todo el día. Tal vez sería mejor no escribir sobre
eso…, pero en este diario no quiero hacer un doble juego. Todo empezó
cuando a la una fui a Acasusso, a almorzar en casa de don Alberto H.,
industrial e ingeniero. A primera vista su villa ya me pareció demasiado
renacentista, pero sin dejar traslucir esta impresión, me senté a la mesa,
también renacentista, y me puse a comer los platos cuyo carácter
renacentista, a medida que iba comiendo, me parecía cada vez más
evidente; a todo esto la conversación se centró también en el Renacimiento,
hasta que por fin ya del todo abiertamente e incluso con pasión se empezó a
adorar a Grecia, Roma, la belleza desnuda, la llamada del cuerpo, Evoe, el
Pathos y el Ethos (?), así como no sé qué columna de Creta. Cuando
llegamos a Creta, surgió el cretino, surgió y se nos pegó (?), pero no de una
manera renacentista (?!), sino ya totalmente neoclásica y cretínica (?). (Sé
que no debería escribir sobre esto; suena un poco extraño.)
A las cuatro salí, muy cansado; había por allí arbolitos, hojitas, casitas,
todo entremezclado, quizá un poco demasiado relamido y, diría yo, fuera de
lugar. Pero es lo de menos. Al salir del Metro me dirigía hacia el café Rex,
cuando de repente, desde el café París (tampoco está claro por qué este otro
café apareció donde no lo llamaban), empezaron a hacerme señas (?) unas
señoras conocidas mías que aparentemente estaban sentadas a la mesa y
comían bizcochos mojándolos en la crema. Pero la mistificación quedó
desenmascarada en seguida, porque en realidad estaban sentadas alrededor
de un tablero recubierto de esmalte y apoyado sobre cuatro barras de hierro
torcidas, y la acción de comer consistía en meterse una cosa u otra por un
orificio practicado en la cara, al tiempo que sus orejas y sus narices
despuntaban, y también sus tacones salían de debajo de la mesa, o sea, de
debajo del tablero. Cháchara va, cháchara viene, que si arriba, que si abajo,
pero veo que una vez a una, otra vez a la otra, algo les despunta (?) y les
sale (??), de modo que por fin pedí disculpas y me marché, alegando falta
de tiempo.
Sociológicamente…
De veras que no sé si seguir con estas confesiones, pero, por otra parte,
el deber de publicista me obliga a hacer público el hecho de que están
ocurriendo cosas ya demasiado cretinas…, demasiado cretinas para ser
reveladas, y creo que en eso precisamente consiste toda esta especulación:
en que el exceso de cretinismo no permitirá su revelación, que todo esto es
demasiado estúpido para que pueda ser expresado. Al salir del café París,
me dirigí al café Rex. De repente se me acercó un tipo desconocido que,
tras presentarse como un tal Zamszycki (pero a lo mejor no lo oí bien), dijo
que hacía tiempo que quería conocerme. Dije que estaba encantado,
entonces él me dio las gracias, se inclinó y se marchó. Encolerizado, quise
poner verde al cretino, cuando de repente me di cuenta de que no era
cretino, puesto que al fin y al cabo quería conocerme y me había conocido,
de modo que había hecho bien en marcharse. Pensé entonces: ¿es o no es un
cretino? Mientras tanto se encendió primero un farol, luego un segundo,
después del segundo, un tercero, luego un cuarto, y con el cuarto, un quinto.
Apenas se había encendido el quinto, se encienden el sexto y el séptimo, el
octavo y el noveno, pero al mismo tiempo pasa un coche, un segundo, un
quinto, un tranvía, un segundo, un décimo, caminan transeúntes, uno, dos,
diez, quince, y delante de mí una casa, dos, tres, y las plantas primera,
segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta, séptima, y en la séptima un balcón, y
en el balcón, ¿quién? ¡Henryk con su mujer! Me hacen señas.
Yo también hago señas. Pero veo, aunque no demasiado claro, que ellos
como si hablaran, y al mismo tiempo hacen señas. Yo hago señas. Habla él.
Habla ella. ¿Qué estarán diciendo? Hacen señas. Coches, tranvías, gente,
tráfico, multitudes, se encienden las señales luminosas, en todas partes
resplandor, bocinazos, timbrazos, y ellos hablan, allí, en el séptimo. Y de
nuevo hacen señas. Yo hago señas. Miro: ella hace señas, él hace señas. Así
que yo también hago señas. De pronto miro y veo que él nace señas…,
pero, a decir verdad, más que hacer señas, enseña. Y yo que pienso, pero
¿qué es esto?, ¿qué significa?, cuando de repente veo que él vuelve a
enseñarse (de veras que no sé cómo explicarme, porque todo esto resulta ya
demasiado descarado, sin embargo no debo ocultar nada), y se enseña a sí
mismo como si fuera una botella. Yo hago señas. De pronto ella (pero no,
yo no puedo hacer el cretino; por otra parte, si tengo que desenmascarar al
Cretino, debo hacer el cretino); entonces ella le enseña hasta que él se
asoma y ella le enseña con saña (pero ¿QUE es lo que le enseña?), después
de lo cual los dos se ensañan ligeramente, y uno hacia aquí, el otro hacia
allá, y, ¡puff!… (¡Esto sí que ya no puedo decirlo, está por encima de mis
fuerzas!)

Lunes

De vez en cuando descubro vagas alusiones a mi persona en algún que


otro artículo. ¿O quizá me equivoque? Pero ¿a quién se refiere, si no a mí,
el señor Julíusz Sakowski cuando habla de «iconoclastas dogmáticos y
sacristanes de iniciaciones sospechosas»? ¿A quién, si no a mí, va dirigida
la frase del señor Goetel acerca de «la mala cara que ponen a la tradicional
postura polaca algunos exiliados que pretenden llamarse intelectuales»? Y
creo que en el artículo greco-romano, parisino-ateniense, tucididiano-
gibboniano del señor Grubiski titulado «¡Escándalo! ¡Escándalo!», también
se alude a mí.
No me extrañaría nada que no estuviera equivocado; porque realmente
debo de ser para ellos un fenómeno algo enervante. Sin embargo, no es eso
lo que me da risa. Juzgando por la sarta de invectivas con las que me
obsequian, se deduce que ninguna de estas personas tiene la más ligera idea
de mí. El adjetivo «hastiado» no tiene nada que ver conmigo, la palabra
«escapista» se debería profundizar considerablemente, el término
«intelectual» es un término fallido y el de «pedante librepensador» tampoco
sirve de nada. Todos estos tiros fallidos tienen su origen en el hecho de que
ellos no han leído ni uno de mis libros, y si han leído alguno, lo habrán
hecho muy por encima.

Jueves

Vernissage de la exposición de Zygmunt Grocholski en la Galatea.


Sobre la mesa, carpetas con litografías. En las paredes, grandes superficies
saturadas de colores. Las composiciones, inmovilizadas en una orgullosa
abstracción, miran desde las paredes al desaliñado hormiguero humano, a
esa multitud de bípedos caóticos que desfilan ante ellas en un desorden
salvaje. En las paredes, astronomía. Lógica. Composición. En la sala,
desbarajuste. Alteración del equilibrio. Exceso de lo concreto no organizado
que va y viene a empujones por todos lados. Con el pintor holandés
Gesinus, comento una de las litografías, en la que ciertas masas han sido
dominadas por medio de tensiones lineales oblicuas y son como un caballo
embridado e inmovilizado en pleno salto, cuando de pronto el tronco de
alguien me golpea en la cadera. Doy un salto. Se trata del fotógrafo que,
doblado en dos, apunta con su cajita a los invitados más importantes.
Tras haber perdido el equilibrio, intento recomponerme y, junto con
Alicia de Landes, trato de compenetrarme con una fuga de colores sometida
a sus propias leyes, pero de repente algo me embiste por atrás como un
bisonte o un hipopótamo, algo bárbaro… ¿Quién es? El fotógrafo que,
exageradamente doblado en ángulo, dispara dos veces seguidas en face y de
perfil.
Me recompongo inmediatamente, y al ver a unos franceses conocidos
míos que, con Aldo Pellegrini, autor del texto de la carpeta, analizan la
lógica interior de una de las composiciones lineales, me dirijo hacia ellos…,
pero ¿con quién tropiezo? ¡Con el fotógrafo! Me vuelvo para decirle algo
desagradable, pero… De pronto, ante mí aparece una cara. Desconocida. Y
conocida. ¿Conocida? ¿Desconocida? ¿De quién será? La cara se fija en mí
y de repente…
—¡A quién veo! ¡El mundo es un pañuelo! ¡Hace siglos que no nos
vemos!
Digo: —Es verdad. ¡Qué encuentro…!
Pero nada. Oscuridad. Vacío. No sé. No me acuerdo. Un verdadero
tormento. De pronto se nos acerca de un salto el fotógrafo, prepara la
cámara, clac y ya está, me mete en la mano el recibo, veinte pesos. Pago los
veinte pesos, me quedo el recibo. Y furioso de que después de tantos
empujones me haya fotografiado precisamente cuando, con cara de bobo,
clavaba mis ojos en aquella cara olvidada, me voy a casa, yo, hijo del caos,
de la oscuridad, de la ciega casualidad y del absurdo.
Y en casa, un pensamiento enloquecedor: — ¿No será Kowalski, al que
conocí en Mendoza? ¿Será él o no?… Si pudiera volver a verlo; su cara ya
se me ha borrado de la memoria.
De repente me acuerdo de la fotografía. ¡Pero si tengo esta cara en la
fotografía! Y en seguida la secreta lógica que guiaba a aquel fotógrafo me
deslumbra como si en uno de los cuadros de Zygmunt viera el más perfecto
equilibrio de formas y de tensiones. Me voy corriendo a la dirección
apuntada en el recibo.
¡La malicia del destino! ¡La perversión de la lógica! ¡La composición
diabólica! Sí, había en todo esto cierta lógica, pero conducía hacia la
perfecta humillación. Cuando llegué a la casa indicada en el recibo, me
dijeron:
—Ah, ¿usted también con el resguardo? Ya han venido varias personas.
Aquel fotógrafo era un impostor, ha puesto en el resguardo una dirección
falsa y sólo fingía que sacaba fotos…
(Además robó el abrigo de Rebinder.)

Miércoles

Una vez más, una mujer (porque suelen ser mujeres, pero ésta es una
mujer-enemigo, que me combate) me acusa de egotismo. Escribe: «Para mí
usted no es excéntrico, sino egocéntrico. Es sencillamente una de las fases
de la evolución (véase Byron, Wilde, Gide); unos pasan de esta fase a la
siguiente, que puede ser aún más dramática, y otros no pasan a ninguna
parte, sino que se quedan en su ego. Esto también es una tragedia, pero
privada. No entra en el Panteón ni pasa a la historia.»
¿Lugares comunes? Mirándolo bien, exigir de un hombre que deje de
ocuparse y preocuparse de sí mismo, que deje, en suma, de considerarse él
mismo, sólo puede pretenderlo un loco. Esa mujer exige que me olvide de
que soy yo, y sin embargo sabe perfectamente que cuando yo tenga un
ataque de apendicitis, seré yo quien va a gritar, y no ella.
La enorme presión a la que estamos sometidos actualmente desde todos
los lados —para que renunciemos a nuestra propia existencia—, como todo
postulado imposible de realizar, conduce sólo a la deformación y el
falseamiento de la vida. Una persona deshonesta consigo misma hasta el
punto de poder decir: el dolor ajeno es para mí más importante que el mío
propio, en seguida cae en esa «facilidad» que es madre del verbalismo, de
todas las generalizaciones y de toda sublimación demasiado ligera. En
cuanto a mí, no, nunca, jamás. Yo soy.
En particular, un artista que se deje embaucar y dominar por este
convencionalismo agresivo está perdido. No os dejéis amedrentar. La
palabra «yo» es tan fundamental y primordial, tan llena de la realidad más
palpable y por tanto la más honesta, tan infalible como guía y tan severa
como criterio, que en lugar de despreciarla deberíamos caer ante ella de
rodillas. Pienso que más bien no he llegado todavía a ser suficientemente
fanático en mi preocupación por mí mismo y que —por miedo a los demás
— no he sabido dedicarme a esta tarea vocacional con consecuencia lo
bastante categórica ni he sabido empujarla suficientemente adelante. Yo soy
mi problema más importante y posiblemente el único: el único de todos mis
héroes que realmente me interesa.
Comenzar a crearse a sí mismo y hacer de Gombrowicz un personaje,
como Hamlet o Don Quijote (?!).

Jueves

Hoy en casa de N., a la hora del té, se han encontrado unos cuantos
literatos argentinos e, inesperadamente, X. nos ha leído un cuento suyo
sobre un joven obrero y su madre que veían en Stalin a Cristo. Escuché con
aburrimiento este relato edificante y sentimental, más religioso que literario.
A continuación se entabló una discusión, y Chamico señaló con acierto
todos los convencionalismos y trivialidades de los que estaba plagado el
texto. Yo no abrí la boca. Podía haber dicho lo que sigue: que ninguna
literatura burguesa ha falsificado hasta tal punto la imagen del campesino y
del obrero, que este triste honor ha recaído en los escritores comunistoides
porque han divinizado al proletariado, lo cual puede tener consecuencias
dramáticas, pues semejante idealización hará que la intelligentsia del
partido pierda paulatinamente el control sobre la fuerza a la que ella misma
había dado vida; a largo plazo puede resultar fatal el que estos intelectuales
se estén embobando con el tema del proletariado.
X., contestando a las acusaciones de Chamico, habló de la necesidad de
simplificar…; afirmó que sería feliz si pudiese reducir la psicología a su
aspecto más elemental y su lenguaje literario a las ochocientas palabras más
importantes…, y dijo que el arte tiene que adaptarse a los humildes; ¡no, él
no escribe para la crítica refinada e intelectual, sino para el pueblo!
Esa cara mística y fanática se me antojó la oscuridad personificada, y
me acordé cuando de niño, en el campo, por la noche junto a la lámpara,
sentía a veces que en el silencio y en la inmovilidad sucedía algo
continuamente, algo demoníaco; y así es como de repente vi yo su cara:
como si estuviera sometida al Proceso. Hay algo demoníaco en el hecho de
que un hombre superior y culto se imponga limitaciones en favor de un
simplón. Y sin embargo…, en el fondo es algo que me gusta bastante…, e
incluso pocas cosas hay que me asombren tanto como este acto de violencia
que ejerce la Inferioridad sobre la Superioridad. ¿Acaso no había en este
hombre la dinámica de la violencia? Y limitado y oprimido, ¿acaso no
estaba cargado de fuerza y no era más vital?
Así pues, yo no era tan extraño a esas limitaciones de las que habló X.
Incluso las hubiera recibido calurosamente de haber significado una
auténtica unión con el pueblo. Pero X. no estaba sometido al pueblo, sino a
la doctrina. Violado por la teoría. De hecho, ni por un momento dejó de ser
«superior» con respecto a esos obreros a los que trataba como un maestro y
un guía. La gente sencilla no existía para él, sólo existía el «proletariado».
Se reducía interiormente no porque se sometiese a la inferioridad ajena,
sino porque cumplía con un programa. ¡Qué insoportable es la falsedad de
esos profesores Pimko del marxismo! La fórmula de X. era la siguiente: yo,
hombre maduro, renuncio a mi superioridad de intelectual para servir
voluntariamente al proletariado y construir con él el mundo racional del
futuro. ¡Oh, cuánta palabrería!
Esas fórmulas suyas no nos han acercado ni una pulgada siquiera al
proletariado; gracias a esto, el gigantesco problema de unir la superioridad
con la inferioridad sólo se ha vuelto más falso.

Domingo

He ido a la quinta de Cecilia, cerca de Mercedes, con «Russo»,


Alejandro Russovich.
Russo es para mí la personificación de la genial antigenialidad
argentina. Lo admiro. Mecanismo cerebral, infalible. Inteligencia,
espléndida. Capacidad de percepción y asimilación. Imaginación, inventiva,
poesía, humor. Cultura. Una percepción del mundo sin complejos y llena de
desenvoltura…
La facilidad. Esta facilidad proviene del hecho de que él no quiere — ¿o
no sabe?— sacar provecho de sus ventajas. Un europeo las cultivaría como
un campo fértil. Se inclinaría sobre sí mismo como sobre un instrumento.
En cambio, él permite que sus virtudes florezcan en estado natural.
Pudiendo ser célebre, no quiere — ¿o no sabe?— destacarse… No quiere
luchar contra la gente. Discreción. No quiere imponerse.
La bondad. La bondad lo desarma. Su actitud ante los demás no es
suficientemente aguda. No combate con ellos, no se les echa encima. No
necesita a los demás para ser alguien. El hombre no constituye para él un
obstáculo que salvar, él es hijo del relajamiento argentino: aquí cada cual
vive su vida, aquí la gente no se amontona, aquí el hombre (en el campo
espiritual) no utiliza al hombre como pértiga para saltar hacia arriba, ni
tampoco d hombre es para el hombre (espiritualmente) un objeto de
explotación. A su lado, yo soy un animal salvaje.
La Argentina. No es el único en ser así. Este es un país todavía «no
poblado» y carente de dramatismo.
XIII
Capítulo

JUEVES
Ese portugués, novio de Dedé, ha preguntado en cierto momento de
dónde me viene tanto desprecio hacia las mujeres, y en seguida todos le han
hecho coro.
¿Desprecio? ¡Qué va! Más bien las adoro… Aunque a decir verdad
hasta ahora no he sabido descubrir qué significa para mí la mujer en el
orden espiritual, si es un enemigo o un aliado. Lo cual quiere decir que la
mitad de la humanidad se me escapa.
¡Qué fácil resulta evitar a las mujeres! ¡Como si no existieran! A mi
alrededor veo montones de gente con faldas, de pelo largo y voz fina, y sin
embargo sigo utilizando la palabra «hombre» como si este término no se
dividiera en hombre y mujer, del mismo modo que en otras muchas palabras
tampoco advierto el desdoblamiento que introduce en ellas el sexo.
Respondí al portugués que suponiendo que se pueda hablar de desprecio
será sólo en el terreno artístico…; eso es, que si en ocasiones puedo llegar a
despreciarlas es porque son malas, por no decir fatales, como sacerdotisas
de la belleza y guardianas de la juventud. Aquí es cuando monto en cólera;
en esto, estas malas artistas no sólo me enervan, sino que me indignan.
Artistas, eso es, porque el encanto es su vocación, la estética es su oficio;
nacidas para hechizar, en cierto sentido son el mismo arte. Pero ¡qué
desastre! ¡Qué engaño! ¡Pobre belleza! ¡Y pobre juventud! Habéis
coincidido en la mujer para perecer, ella es en el fondo vuestra rápida
destructora; mira a esta chica, es joven y bella únicamente para convertirse
en madre. ¿No deberían ser la belleza y la juventud algo desinteresado, que
no sirviera para nada, un maravilloso don de la naturaleza, un
coronamiento…? Sin embargo, en la mujer este prodigio sirve para
procrear, está forrado de embarazo, y de pañales, su realización suprema
implica la aparición de un niño, lo cual señala el final del poema. Apenas
un chico toca a una chica, fascinado por ella y por sí mismo con ella,
cuando ya se han convertido él en padre y ella en madre, de manera que una
chica es un ser que aparentemente cultiva la juventud, pero que en realidad
sirve para liquidarla.
Nosotros, mortales, que no podemos aceptar la muerte ni que la
juventud y la belleza sean solamente una antorcha que pasa de una mano a
otra, no dejaremos de rebelarnos contra esta brutal perfidia de la naturaleza.
Pero aquí no se trata de unas protestas estériles. Se trata de que esta actitud
asesina de la mujer ante su propio encanto juvenil se manifiesta a cada
momento, de lo cual proviene esa característica suya que consiste en que
ella no siente verdaderamente la juventud y la belleza, o en todo caso las
siente menos que el hombre. ¡Mirad a esta muchacha! ¡Qué romántica…!,
pero este romanticismo acabará en un contrato ante el altar con algún
abogado gordinflón; esta poesía tiene que legalizarse, este amor sólo
funcionará con el beneplácito de la autoridad eclesiástica y civil. ¡Qué
estética que es…!, pero no existe calvo, barrigudo o tísico que le resulte
suficientemente repugnante y ella entregará sin problemas su belleza a la
fealdad: la vemos triunfante junto a un monstruo, o aún peor, junto a uno de
esos hombres que son la encarnación de una mezquindad repugnante. ¡Es la
belleza que no siente asco por nada! Bella, pero carente del sentido de la
belleza. Y la facilidad con que el gusto y la intuición de la mujer se
equivocan en la elección de hombre dan la impresión de una ceguera
incomprensible y de estupidez; ella se enamorará de un hombre porque es
distinguido, o porque es muy «fino»; los valores sociales y mundanos de
segundo orden significarán más para ella que el cuerpo y el espíritu
apolíneos, sí, ella ama el calcetín y no la pantorrilla, el bigotito y no la cara,
el corte de la americana y no el torso. La embriagará el sucio lirismo de un
grafómano, la embelesará el barato patetismo de un imbécil, la seducirá la
elegancia de un petimetre; la mujer no sabe desenmascarar, se deja engañar
porque ella misma engaña. Se enamorará únicamente de un hombre de su
«esfera», porque no percibe la natural belleza del género humano, sino
aquella secundaria que es producto de su ambiente; ah, esas admiradoras de
comandantes, esclavas de generales, fieles seguidoras de comerciantes,
condes y médicos. ¡Mujer, eres la antipoesía en persona!
Pero ella de su propia poesía entiende lo mismo que de la masculina, y
en esto se muestra igualmente o quizá aún más torpe. Si esas grafómanas,
esas pésimas pintoras de su propia belleza, torpes esculturas de su propia
forma, supieran algo de las leyes que rigen la belleza, jamás harían consigo
mismas lo que hacen. Las leyes de las que estoy hablando y que cada artista
conoce proclaman lo siguiente:
1. El artista no debería poner su obra ante las narices de la gente
gritando: «¡Esto es bello! Maravillaos porque es maravilloso.» La belleza
en una obra de arte debería manifestarse como sin querer, al margen de
otras aspiraciones, debería ser discreta y no obstinada.
(Sin embargo, la mujer ofrece con insistencia su belleza, perfeccionada
durante horas delante del espejo. No sabe qué es la discreción. A cada
momento deja entrever su deseo de gustar, de manera que no es una reina,
sino una esclava. Y en lugar de aparecer como una diosa digna de ser
deseada, aparece como un ser horriblemente torpe que intenta conseguir una
belleza inaccesible. Cuando un joven juega a la pelota para divertirse, puede
parecer bello; la mujer juega a la pelota para ser bella; así pues, juega mal,
y, además, su belleza parece sudar de tanto esforzarse. Pero la cosa no acaba
aquí, pues, coqueteando hasta lo indecible, al mismo tiempo hace como si el
hombre no le importara en absoluto. Y dice: «¡Ah, sólo lo hago por
estética!» ¿Alguien podrá creerse una mentira tan evidente?)
2. La belleza no puede basarse en un engaño.
(La mujer quiere que nos olvidemos de sus fealdades. Trata de
convencernos de que no es una mujer, eso es, un cuerpo que, como todos
los demás cuerpos, nunca será únicamente bello, un cuerpo que es una
mezcla de belleza y de fealdad, un eterno juego de estos dos elementos —y
ahí se encierra una belleza diferente, de orden superior. Nadie puede hacer
nada para que ciertas funciones del cuerpo no sean impuras. Tampoco nadie
liberará totalmente el espíritu de la impureza. Sin embargo, la mujer
pretende hacernos creer que es una flor. Interpreta el papel de diosa, de
«pura», de inocente. ¿Acaso no resulta cómica en este absurdo esfuerzo?
¿No está de antemano condenada al fracaso? ¡Qué mascarada! ¿Debo creer
que es un ramo de jazmín porque se ha perfumado? ¿O viéndola con unos
tacones de medio metro, creer que es esbelta? Lo único que veo es que estos
tacones no le dejan moverse cómodamente. Así es como la belleza la ata, se
convierte para ella en algo opresivo; esas terribles ataduras de la mujer, que
se manifiestan en cada uno de sus movimientos, en cada palabra, esa
pesadilla que hace que ella nunca pueda estar cómoda consigo misma…)
(Y en su frenesí de hembra pierde del todo el sentido del efecto, engaña
abiertamente creyendo que conseguirá contagiarnos con su cobarde e
insincero concepto del cuerpo [y del espíritu]. ¡La moda! ¡Qué
monstruosidad! Lo que en París se llama elegancia, todas esas líneas,
siluetas, perfiles, ¿acaso no son una mistificación de pésimo gusto que
consiste en proporcionar al cuerpo un estilo exagerado? Esta ha adornado su
trasero de considerables dimensiones con una faja y cree haberse vuelto así
majestuosa; aquélla finge ser una pantera, aquella otra trata de transformar
su tez marchita en Melancolía con ayuda de un complicado sombrero. Pero
quien oculta —en vano— un defecto, sucumbe al defecto. El defecto debe
ser superado con un valor real en el sentido moral y físico. Los monstruos
con que nos obsequian las revistas de moda parisinas, esos modelos de Dior
o de Fath, con la cadera abultada, de línea aerodinámica, con un dedito
graciosamente doblado, inmovilizados en una pose llena de «distinción»
idiota, desde el punto de vista del arte son el colmo de la asquerosidad,
mercancía de pacotilla que produce náuseas, algo tontamente ingenuo y
torpemente pretencioso, una falta de gusto más provocadora y más vulgar
del que podría ser capaz un carretero borracho.)
3. La belleza ha de ser soberana.
(¡Oh, moza, simple moza de vacas, bienvenida seas, reina! Dime, ¿por
qué no hay en ti ese temor mortal a no ser aceptada? No temes el rechazo.
Sabes que no es la belleza la que te hace deseable, sino el sexo; sabes que el
hombre siempre va a desear tu femineidad, aunque no sea estética. Así, tu
belleza no está al servicio de tu sexo; no teme nada, no tiembla, no se
esfuerza y permanece tranquila, natural, triunfante… ¡Oh, tú, que no te
impones y no importunas! ¡Oh, tú, tan distinguida!)
Miércoles

Mortales son los pecados que la mujer de la «alta sociedad» comete en


ese templo suyo que es la estética, precisamente donde debería sentirse
como en su casa. Y pensar que son la inspiración del hombre, que nos
suministran el lirismo, que con el vino de ese barril tenemos que
embriagarnos. La primitiva belleza de la mujer, aquella con que la ha
adornado la naturaleza, no tiene igual; no hay nada más maravilloso,
excitante y embriagador que el hecho de que el hombre haya conseguido
una compañera más joven que él, que es a la vez sierva y patrona; y no hay
nada más bello que la tonalidad que aporta la mujer, este canto reflejo que
es un complemento secreto de la virilidad, una percepción del mundo a otra
escala, una interpretación particular e inaccesible para nosotros… ¿Por qué
toda esa maravilla ha sufrido tan terrible vulgarización? Sin embargo, hay
que introducir aquí cierta importante distinción: lo horrible es la femineidad
de hoy, no la mujer. Una mujer singular no es horrible, sino ese estilo
creado entre ellas y al que cada una de ellas está sometida. Pero ¿quién crea
la femineidad? ¿El hombre? Probablemente el hombre es el iniciador, pero
luego son ellas mismas las que empiezan a perfeccionarse en este sentido, y
ese arte de seducir y hechizar, al igual que todas las demás artes, va
creciendo y desarrollándose mecánicamente, se vuelve automático, pierde
el sentido de la realidad y el de la justa medida. Hoy en día la mujer es más
mujer de lo que debería ser; está cargada de una femineidad más fuerte que
ella; es el producto de ciertas convenciones sociales, el resultado de un
juego determinado que de un modo determinado une al hombre y a la
mujer, hasta que por fin esta danza, intensificándose sin cesar, se vuelve
mortífera.
¿Qué debo hacer con todo esto? ¿Cómo comportarme? Encuentro con
facilidad la dirección correcta haciendo uso siempre de la misma brújula.
¡La distancia con respecto a la forma! Del mismo modo que tiendo a
«descargar» al hombre, tengo que intentar «descargar» a la mujer. ¿Qué
quiere decir «descargar» al hombre? Liberarlo del yugo de ese estilo
masculino que se crea entre los hombres como aumento de la virilidad,
conseguir que sienta esta virilidad como algo artificial y que perciba su
propia sumisión a ella como una debilidad, hacer que se sienta más
desenvuelto ante el Hombre que hay en él. Y de la misma manera, debe
extraerse a la mujer de la mujer. Y aquí, como siempre en todo lo que
escribo, mi objetivo —uno de mis objetivos-consiste en estropear el juego;
porque sólo cuando deja de sonar la música y se separan las parejas es
posible la irrupción de la realidad, sólo entonces se hace patente que el
juego no es realidad, sino sólo juego. Introducir en esta fiesta vuestra
huéspedes que no han sido invitados; vincularos de forma diferente entre
vosotros; obligaros a que os defináis recíprocamente de un modo distinto;
aguaros la fiesta.
Es posible, e incluso seguro, que mi literatura sea más extremista y más
loca que yo mismo. No creo que se deba a falta de control; más bien he
querido llevar hasta las últimas consecuencias formales ciertas
fascinaciones que en mis libros se agigantan, mientras que en mí siguen
igual que eran, es decir, sólo una insignificante alteración de la
imaginación, una ligera «inclinación». Por eso, hablando de ejemplos
concretos, nunca me he decidido, ni me decidiré, a reflejar en el arte un
amor corriente o un encanto corriente, por eso este amor y este encanto en
mis libros son arrojados a unos sótanos, están ahogados y sofocados, por
eso en esta materia no soy normal, sino demoníaco (¡de un demonismo
grotesco!). Mostrándoos los peligrosos cortocircuitos de esas fascinaciones
censurables, sacando a la luz un lirismo vergonzoso, quiero descarriaros: es
una piedra que pongo en vuestro camino. Sacaros del sistema en el que os
encontráis, para que de nuevo podáis experimentar la juventud y la belleza,
pero experimentándolas de manera diferente…

Domingo

En casa de Stanisíaw Odyniec, en Mar del Plata. Ayer al atardecer, en la


playa frente al casino: el murmullo y el chapoteo tan conocidos. El seno del
agua negra que sube y desciende. El susurrante abanico de espuma salta
hasta aquí, hasta mis pies. Allí, al sur, la silueta de unas casas sobre una
colina, aquí, frente a mí, un mástil y una bandera, y a la izquierda un
madero roto, que emerge o se hunde en el agua… Truena. Es primavera. La
temporada de verano no empezará hasta dentro de dos meses, ahora todavía
no hay nadie, sólo silencio y vacío, las ventanas cerradas de los hoteles
miran a la playa por donde vaga un perro, mientras el viento mueve los
alambres, atraviesa las latas de conservas vacías del año pasado, hace
revolotear un papel…
El gigantesco vacío de la ciudad abandonada por seiscientas mil
personas, la muerte de estas calles, plazas, empresas, casas, tiendas
cerradas, bloqueadas, amordazadas por la ausencia humana en la orilla de
un océano que ha recuperado la intangibilidad de su propia existencia y
existe sólo para sí mismo, y que silenciosamente invade la arena de la
playa… ¿Qué es eso? ¿Qué sucede aquí? Está sucediendo algo, pero no sé
qué es…
¿Qué ocurre, pues? Camino a lo largo de la playa por el límite de la
espuma y busco en mí mismo un sentimiento apropiado; ¿qué es lo que
debes experimentar en esta arena que de nuevo se encuentra bajo tus pies,
en este olor a sal y pescado, en este viento siempre igual? ¿Sentir la
eternidad? ¿O tal vez la muerte? ¿Descubrir a Dios en todo esto? ¿Percibir
la propia nulidad o grandeza? ¿Sentir el espacio o el tiempo? Pero no
puedo…, algo me lo impide…, una cosa terrible…, que todo esto es ya
conocido, que más de una vez, miles de veces, ha sido dicho…, ¡e incluso
impreso!
¡Y yo tengo que ser original!
De manera que sigo caminando por el mismo borde de la línea
espumosa, cabizbajo, con la vista clavada en la arena, escuchando el eterno
proceso, pero con el corazón encogido, porque tengo que ser original,
porque no puedo repetir a nadie, y porque los más auténticos sentimientos
me están vedados sólo por el hecho de que alguien ya los ha experimentado
y expresado. Espera, piensa un momento…, aquí nadie te ve, en estas
ventanas no hay un alma, en las calles no hay más que asfalto y toda la
ciudad está vacía de multitudes; ¿por qué no puedes permitirte un simple
pensamiento sobre la eternidad, la naturaleza, o Dios? ¿Por qué te esfuerzas
en perseguir algo nuevo, jamás visto y sorprendente…, incluso aquí en la
orilla por donde pasea el perro? Mirad: me he detenido en el frescor salado
y en el silencio, abarco con la mirada toda esta soledad y dudo…, dudo si
no entregarme a una de esas verdades sabidas y simples. Y ahora sonrío…,
sonrío porque (acabo de acordarme) dentro de una semana tendrá lugar en
el Club Polaco de Buenos Aires una discusión sobre mis libros; y es como
si ya oyera los agrios comentarios: que se esfuerza por ser original, que ha
perdido la sencillez y se inventa sentimientos, y todo eso pour épater…
Ahora llego a la orilla rocosa donde se origina el murmullo, el agua golpea
abajo en las rocas y las paredes abruptas de los peñascos y salta hacia
arriba; el aire está saturado de yodo. De nuevo, la misma llamada en medio
del incesante oleaje: sé normal, sé como los demás, te está permitido, no
hay nadie, éste es el momento apropiado para que experimentes lo que aquí
se ha experimentado desde hace siglos…
¡Pero tengo que ser original!
¡Así que por nada del mundo! ¡Por nada! ¿Qué importa que en la ciudad
no haya gente? Es una ausencia falsa, porque ellos están en mí y detrás de
mí, son mi cola y mi penacho, y gritan: ¡Sé extraordinario! ¡Sé nuevo!
¡Inventa, experimenta algo desconocido hasta ahora! Sonrío con cierta
vergüenza, miro un poco a mi alrededor, escondo la cabeza entre los
hombros, tras lo cual, en la gloria de mi histrionismo y en la noche que se
avecina, vuelvo la cara hacia el agua. Me quedé así, con todo el orgullo de
mi no-sencillez, como el que está obligado a ser original, como instrumento
del horrible e incomprensible espíritu colectivo que, al luchar con la eterna
identidad del océano, avanza hacia unas soluciones por él ignoradas —
siempre ávido de lo nuevo—, hastiado con violenta impaciencia de todo lo
que ya le es conocido, deseoso de todo lo que está fuera de él… Me quedé
allí, destruyendo en mí el sentimiento de hoy en favor del de mañana,
matando el tiempo presente.
Luego volví a casa por el vacío de esas calles, pero con la sensación de
ser observado.

Sábado

Mi rabia contra las mujeres es la misma que la que me hace atacar un


poema afectado, una novela que coquetea y todo arte malogrado… Me
enervan… El estilo de esta femineidad es malo… Pero no se trata de volver
una vez más a la eterna rencilla hombre-mujer, que encendía a nuestros
abuelos y abuelas. Si me extiendo sobre ello es por otros motivos, los
actuales.
La mujer es la clave del hombre. Esta clave puede abrir muchísimo,
precisamente ahora, en los tiempos que corren. ¿A quiénes? A los polacos.
Uno de los grandes problemas de nuestra cultura es el de
contraponernos a Europa. No seremos una nación verdaderamente europea
hasta que no nos distingamos de Europa, porque ser europeo no consiste en
fundirse con Europa, sino en ser una parte integrante suya, específica e
insustituible. Además, sólo contraponiéndonos a la Europa que nos ha
creado podremos lograr ser alguien…, con vida propia.
Así pues: contraponed la mujer polaca a la mujer europea; o la mujer de
la Europa del Este a la mujer occidental; conseguid que ella se convierta en
una inspiración diferente. Si transformáis a vuestra mujer, transformaréis
todo vuestro gusto, todas vuestras preferencias, accederéis a nuevas
costumbres en la vida y en el arte. Pero ¿existe semejante posibilidad?
Si yo no la viera, ¿para qué hablaría de cosas irrealizables? Pero creo
que el polaco, a pesar del estancamiento de su pensamiento aquí, en el
exilio, a pesar del terror que lo sofoca allí, en su país, a pesar del vacío que
aquí y allí lo agota, se está buscando febrilmente a sí; mismo. Lo cual
quiere decir que nos encontramos en el estadio del pensamiento radical,
elemental, incluso peligroso, y que no existe para nosotros una decisión
demasiado extrema.
¿Acaso podemos transformar a nuestra mujer? ¿Acaso la mujer puede
transformarse?
Hasta ahora ha sido París que nos ha impuesto a la mujer (hablando
grosso modo y un poco simbólicamente). Por eso en nuestra imaginación
reina París, ese canto ya aborrecido de los sármatas parisinos embriagados
por el encanto, por esa chispa eléctrica de la Ville Lumiére. Ah, esa magia
de París eléctrico-erótica, pero…, valor, volveos antiparisinos, tratad de ver
toda esa abominación erótica.
Escuchad con atención el lenguaje amoroso de los franceses, el de la
alcoba. ¿Os conmueve? ¿Os divierte? ¿Os enternece? ¿O más bien estaríais
dispuestos a vomitarlo como una de las monstruosidades de este mundo: ese
amor en bata, esas bragas triunfantes, esos jugueteos burgueses en el éxtasis
del celo? Escuchad ahora su lenguaje amoroso de categoría superior. ¿Cuál
preferís? ¿El intelectual y sensual, que es la voluptuosidad de un pelón
sabihondo el cual examina analíticamente sus propios éxtasis, o el elegante,
propio de los —salones, que no es más que el bailoteo de los fracs, el baile
de las pelucas, la confección masculina y femenina oportunamente
condimentada? La fealdad del canto de amor de los franceses consiste en
que constituye la aceptación de la fealdad. El francés ha aceptado la fealdad
de la civilización, incluso le gusta. Por eso el francés no mantiene
relaciones con la mujer desnuda, sino con la mujer vestida y con la mujer
desvestida. La Venus francesa no es una joven desnuda, sino una madame
con un lunar y fort distinguée. Al francés no le excita el olor del cuerpo,
sino el perfume. El adora todas las bellezas artificiales, tales como el
charme, la elegancia, la distinción, el humor, la vestimenta, el maquillage,
bellezas con las que se enmascaran la decadencia biológica y la edad
avanzada; la belleza francesa es, pues, cuarentona. Y si esta belleza ha
conquistado el mundo es precisamente porque representa la resignación; es
algo accesible a las damas de edad y ricas, y también a los causers y
bonvivants avejentados; en ella uno puede desahogarse a edad bastante
avanzada. Esta belleza resignada y realista canta: cuando no se tiene lo que
gusta, gusta lo que se tiene.
De modo que la belleza francesa, el tipo de mujer francesa, ha
conquistado también a nuestras burguesas eslavas y a sus maridos. ¡Oh,
eslavos! A pesar de todo, ¿no protestaba vuestro lirismo eslavo? Pero si
vive en vosotros la obsesión de una mujer-muchacha diferente. Pero si en el
erotismo sois idealistas. La mujer de vuestros sueños es más pura y más
sencilla. ¿Y no es precisamente este idealismo erótico el que provoca
vuestra ineficacia en la cultura, la cual es y seguirá siendo el arte de
contentarse con los sustitutos? Aquí el carácter categórico no sale a cuenta.
No hemos sabido aceptar la realidad, o sea, la civilización, o sea, la fealdad,
y mientras los franceses, astuta e inteligentemente, perfumaban, pintaban y
vestían a las francesas que les habían sido regaladas por la naturaleza (y sin
mirarles siquiera los dientes), nosotros soñábamos… con la inmaculada
Oleńka[36], la sencilla Zosia[37], la ingenua Baska[38]…, con Iwonka (de
Germán) y Dzikuska (de Zarzycka)… Pero, a pesar de que éstos fueran
nuestros sueños, en la realidad de nuestra vida social, mundana y erótica, de
nuestras moda y costumbres, aquella belleza francesa ganó. ¿Por qué la
nación de los Wokulski[39] no fue capaz de vencer en sí a la parisina? Pues
precisamente porque estaba más próxima a la realidad…, nuestro «tipo»
servía para soñar…, el de ellos, para convivir…
Sin embargo, hoy, gracias a la guerra y a la revolución, los papeles han
cambiado. Creo que ahora tenemos la realidad de nuestra parte, y en contra
de París. Nuestro idealismo ha sido violado. Nuestros sueños, pisoteados.
¡Diablos! Durante los largos años que duró la ocupación alemana, tocasteis
con la mano sin guante la desnuda existencia, el mullido colchón que os
aislaba había desaparecido; este toque de Anteo debía haberos llenado de
fuerza. Y después de la guerra llegó el comunismo, es decir, otra negación
del idealismo, y la mujer fue arrastrada del cielo a la tierra o, en todo caso,
de una esfera superior a una inferior, la del proletariado. Y esto concierne
tanto a las mujeres que viven en el interior del País como a las que en el
exilio trabajan como modistas, institutrices, dependientas…
Conozco a más de una.
¿A qué aspira en la nueva situación esta ex dama? Pues a no dejar de ser
una dama ni por un momento. Quiere vestir elegantemente, aunque esta
elegancia tiene que ser por necesidad empobrecida. Quiere estar a la moda,
aunque no puede permitirse los últimos modelos. Sus sombreros siguen
siendo parisinos, aunque de un París de tercera mano. Su genre sigue
suspirando por los salones, aunque sólo puede ser un salón desclasado. Sus
gustos y su estética siguen siendo todavía de una época anterior: delicados.
Puedes hablar con ella durante horas sin siquiera sospechar que haya vivido
una experiencia diferente y dura.
Oh, mujer polaca, si fueras más creativa… O al menos estuvieras más
decidida a servirte de tus propias ventajas en el combate contra el mundo.
No quiero tentarte…, pero ¿no podrías rebelarte interiormente contra la
mujer que eres, ahora que ya no lo eres? No te exijo nada más, sólo esta
chispa de rebelión liberadora de tu propia realidad. Sé una mujer «de otro
mundo», no del mundo de la burguesía occidental. ¿De qué mundo? ¿Del
proletariado? ¡Qué va, éste tampoco es tu elemento! Intenta estar fuera del
uno y del otro, o más bien, entre uno y otro, deja que tu situación te dicte tu
propio estilo.
No se trata en absoluto de que sepas qué es lo que quieres. Basta con
que sepas lo que no quieres. Lo demás vendrá por sí solo. Rebélate contra la
belleza para ti inaccesible, de esta manera contribuirás a la reforma de la
femineidad.

Lunes

Ayer, en el Club Polaco. Acerté en llegar al final de la trituración de mi


alma y de mis obras. La ponencia a mi favor era obra de Karol
Swieczewski, mientras que la señora Jezierska pronunció un discurso en
contra… Luego se desató la discusión al final de la cual aparecí yo.
Thomas Mann, gran experto en esta materia, dijo que indudablemente
será distinto el arte crecido desde un principio en el resplandor del
reconocimiento, de aquel que sólo con dificultades y a costa de muchas
humillaciones y fracasos tiene que conquistarse poco a poco su lugar.
¿Cómo sería mi creación si desde el primer momento la hubiesen ceñido los
laureles, si hoy en día, después de tantos años, no tuviera que dedicarme a
ella como a algo prohibido, vergonzante e inconveniente? Y, sin embargo,
cuando entré en la sala, la mayoría de los allí presentes me saludaron con
cordialidad y tuve la sensación de que el ambiente había cambiado mucho
desde el tiempo en que los fragmentos de Transatlántico habían aparecido
en Kultura. Lo cual, según creo, se debe principalmente a este diario.
Asimismo fui informado de que la mayoría de los participantes en la
discusión se había pronunciado a mi favor.
Inmerso en la multitud ondulante, me sentía un poco como los
marineros de Odiseo: ¡cuántas sirenas tentadoras en esas caras amistosas,
que se agolpaban a mi alrededor y me salían al encuentro! Tal vez no sería
difícil echársele a esa gente al cuello y decir: soy vuestro y siempre lo he
sido. Pero ¡cuidado! ¡No te dejes comprar con la simpatía! No permitas que
te derritan unos sentimentalismos insulsos y una dulce alianza con la masa,
en la que tanta literatura polaca se ha ahogado. ¡Sé siempre extraño! Sé
desganado, desconfiado, lúcido, agudo y exótico. ¡Resiste, muchacho! ¡No
te dejes domesticar por los tuyos, no te dejes asimilar! Tu lugar no está
entre ellos, sino fuera de ellos, eres como la comba de los niños, que hay
que echarla hacia adelante para poder saltar por encima de ella.

Martes
Los artículos. Desde los artículos me llega un amenazador rugido de
leones atados. No sé si alguien los doma o si es que ellos mismos prefieren
de momento abstenerse de dar un salto y contentarse con alusiones
terriblemente mortíferas. En el transcurso del presente año y del anterior, la
prensa de la emigración ha abundado en ponzoñas encubiertas que iban por
mí. En uno de los artículos leo, por ejemplo, sobre «la mala cara que ponen
a la tradicional postura polaca algunos exiliados que pretenden llamarse
intelectuales». ¿De quién están hablando? O aquello sobre unos
«iconoclastas dogmáticos y sacristanes de iniciaciones sospechosas».
¿Quién puede ser éste? Después leo que cierta obra de teatro ultramoderna
es muy aburrida e incomprensible, o bien que la novela de X. es mil veces
mejor que cierta novela confusa y de pésimo gusto, que aspira a descubrir
algo nuevo. ¿De qué obra de teatro, de qué novela se trata?
No me sorprenden estos Artículos. Yo, en su lugar, estaría igualmente
nervioso. Todo funcionaba bien en nuestro adormecido reino en el exilio,
los papeles estaban repartidos como es debido, el personal se dedicaba a
incensarse mutuamente con general satisfacción, cuando de repente surge
de algún lugar, de Argentina, un tipo que de hecho no pertenece a la
camarilla, y que, al proclamarse a sí mismo Escritor y sin pedir permiso a
ninguno de los Artículos, no sólo publica una novela y una obra de teatro,
sino que encima con toda desfachatez se pone a publicar su Diario de
Escritor. ¡Sin haber recibido el consentimiento de nadie y sin estar
reconocido por el gremio! Y para colmo, cada palabra de este diario está
escrita a contrapelo. ¡Qué escándalo! Deberíamos admirar la parsimonia de
los leones. Creí que me iban a desgarrar la pernera, y sin embargo hasta
ahora no son más que pellizcos de detrás de los barrotes.
Si la literatura polaca en el exilio no fuese en su mayor parte una charca
inmóvil que refleja una luna caduca, si no fuese un balbuceo infantil, un
hablar por hablar, una solemne tontería que se repite sin cesar, si no fuese
como una vaca rumiando el pasto del día anterior, si fuerais capaces de algo
más que de un encantador artículo que, puesto sobre las patitas traseras, le
hace monerías al lector, hace tiempo que estaría con vosotros en abierta y
franca guerra. En lugar de unos pellizcos malintencionados, traicioneros,
culesco-anónimos, se me habría atacado de frente, y tendría que vérmelas
con una honesta polémica de las que no preguntan cómo poner en ridículo y
calumniar al enemigo ante los ojos del público por medio de insinuaciones,
sino de las que buscan lealmente la verdad del enemigo y golpean en ella
con toda la fuerza de una convicción interior. Pero semejante polémica
sobrepasa las fuerzas de los Artículos. Los Artículos no intentan llegar a mi
verdad, sino a mi…, para pellizcarlo. Los Artículos no pueden polemizar
conmigo, porque sus estúpidos y astutos cálculos les obligan a callar sobre
mí y a no hacerme propaganda. Para los Artículos, todo en general se
reduce a las cuestiones personales, a una táctica estúpida y una estrategia
igualmente estúpida. Además, los Artículos tendrían que empezar por
conocer más a fondo mi literatura y por reflexionar sobre ella, de lo cual no
son capaces, porque únicamente son capaces de alusiones, muecas, chistes,
puntapiés y otras piruetas. Los Artículos prefieren por si acaso no
analizarme seriamente, porque entonces resultaría que no soy ningún
escándalo, sino un intento honesto aunque quizá fallido (nadie es infalible)
de renovar nuestro pensamiento y adaptarlo a nuestra realidad. Pero los
Artículos prefieren que yo sea un escándalo porque esto le conviene más a
su mente demi-mondaine y les permite hacer remilgos.
Por culpa de este gorjeo con que el Artículo llena nuestra vida pública,
acabaremos mal. Todo quedará reducido a peloteras y a un eterno bailoteo
ante el lector. No se puede ni soñar que en estas condiciones pueda nacer
algo que esté por encima de un estilo gacetillero. Lo que impera aquí ya no
es siquiera aquel antiguo lugar común grandilocuente, sino la anécdota.
Somos un grupo de turistas que se intercambian bromitas y frases hechas. Y
en el desierto de nuestra memez, en el montón de la nulidad amanerada de
los artículos, se ha instalado nuestro eterno Poema Lírico y aúlla al cielo
como un perro bajo la lluvia.

Viernes

El belicoso ensayo Contra los poetas surgió de la irritación, porque


durante los largos años que pasé en Varsovia y luego fuera de Varsovia, me
enervaban esos poetas con su «poeticidad» insistente y convencional; estaba
ya de esto hasta la coronilla. En primer lugar fue una reacción al ambiente y
a su desgraciado genre. Pero esa rabia me obligó a ventilar todo el problema
de escribir versos.
¿Por qué la batalla que se desató en la prensa a partir de ese artículo no
ha aportado nada que merezca atención?
Mis adversarios, si quisieran comprender debidamente mi intervención,
tendrían que abordarla sobre el fondo de la gran revisión de valores que se
está produciendo ahora en todos los campos. ¿En qué consiste? En revelar
lo que ocurre entre los bastidores de nuestro teatro. En revelar el hecho de
que los fenómenos no son lo que pretenden ser. Sometemos a revisión la
moral, el idealismo, la conciencia, la psique, la historia… Se ha despertado
en nosotros el hambre de la realidad, ha soplado el viento de la duda y ha
perturbado nuestra mascarada…
¿Iba a ser el arte el único tabú? ¿Acaso no es el arte lo que en primer
lugar requiere una revisión? ¿Una revisión más, una revisión aún más
drástica? ¡Pero si es un verdadero establo de Augías! Nada hay de tan
estúpido como justamente esto: nuestra convivencia con el arte.
¿Decís que esta institución —la de la poesía en verso— funciona desde
hace miles de años y que todo el mundo adora la poesía? Esta es
precisamente la razón para revisar un poco dicha adoración. ¿Citáis
nombres ilustres de poetas? Nombres más ilustres aún se convirtieron en
humo en el fuego de nuestra creciente desconfianza.
Pero en vano podría esperar que mis signos de interrogación se viesen
enriquecidos por quienes han entrado en la polémica; ellos sólo han sabido
reducir el debate a argumentos como, por ejemplo, éste: Gombrowicz
asevera que los versos no gustan, pero cuando yo declamaba versos a los
soldados, veía en sus caras, etcétera, etcétera.
O bien: unos simples pastores de la Toscana citaban de memoria las
octavas de Tasso. Mientras yo desearía descifrar el verdadero sentido de
nuestras relaciones con la poesía en verso, llegar detrás de la fachada,
averiguar cuáles son nuestros sentimientos, y, más aún, hasta qué punto
podemos confiar en ellos, aquéllos me salen con sus pastores y sus
soldados.
Es una lástima que un asunto nada fácil y de lo más profundo haya sido
llevado al campo de la polémica periodística (la culpa es mía). Si abordé
esta cuestión fue para distanciarme personalmente de este terreno, del que
nos llega un desagradable tufo a mistificación. Además, la revisión de la
poesía en verso sólo podrá producirse en el marco de una revisión
incomparablemente más amplia, que abarque nuestra actitud ante el arte y
ante la forma en general.
De todos modos, mi razonamiento antipoético me parece merecedor de
un análisis bien hecho; no lo despacharéis en cinco minutos con cuatro
garabatos de vuestra pluma caprichosa, mi idea es nueva y está basada en
un sentimiento auténtico.

Viernes

Una acusación más ha llamado mi atención en esta polémica, a saber,


aquella con la que obodowski ataca mis «remilgos genialoides», lo cual
quiere decir que yo coqueteo con la «genialidad» y demuestro tener*
inclinaciones a la megalomanía. Supongo que todavía en más de una
ocasión se lanzarán contra mí invectivas de esta índole, contra mí y
seguramente contra mi diario.
Estoy de acuerdo…, para un observador convencional, acostumbrado a
una modestia llena de tacto, podrá parecerle chocante la indecencia con que
exhibo mis apetitos en cuanto a la gloria, la capacidad reveladora o incluso
la genialidad. Pero, modestillos míos, no tenéis nada que temer; yo también
sé poner una carita modesta, y no lo hago peor que vosotros; sólo que esto
ya no me sirve en mi relación con el lector, que yo quiero convertir en algo
más real y basado sobre el verdadero juego de fuerzas en la literatura.
Mis «remilgos», que ponen en evidencia mis ambiciones, tal vez
contengan más modestia que vuestra manera de ocultarlas con tacto
corriendo un tupido velo sobre ellas… Y además, al tratar con un hombre
consciente, que sabe lo que se hace, y por qué lo hace, no utilizad unos
trucos baratos como los pellizcos.

Jueves

De una carta mía a K. A. Jeleński:


«Ah, si pudiera recogerme, concentrarme y, sobre todo, distanciarme de
los lectores. Este diario no es más que un treinta por ciento de lo que
debería ser, debería empujárselo hacia esferas más absolutas; mi
problemática, todo este conjunto de cuestiones, así como esta creación de
mí mismo a los ojos del público, requiere una actitud más extremista y una
manera más radical de desmarcarme del proceso normal de la creación
literaria. Pero, agobiado por el trabajo para mantenerme, escribiendo una
vez al mes, casi como si de un artículo por encargo se tratara, estando tan
directamente ligado al lector y dependiendo de él, ¿qué debo hacer? Me
siento disperso… También debería abrirme más y mostrar más mi interior,
pero estas cosas no se pueden hacer a medias. Me consuelo con la idea de
que tal vez algún día, poco a poco, logre encaminar mi diario hacia el
terreno apropiado y confiera al proceso de moldear mi ser público una
adecuada nitidez.»
(He escrito esto en parte para introducir a Jeleński en mis asuntos,
calculando que este programa le interesa y que sea éste el tono que de mí
espera. Debo cuidar a Jeleński, que me comprende, que empieza a destacar
y cuya posición en la literatura polaca y francesa se organiza por sí misma.
Pero, con cálculo o sin él, el fragmento arriba citado contiene la verdad.)
1955
XIV
Capítulo

SÁBADO
Me he enterado por Tito de que César Fernández Moreno ha anotado
nuestra conversación sobre Argentina y pretende publicarla en una revista
mensual. Lo he llamado para pedirle que me muestre el texto antes de
imprimirlo.
El caso es que vosotros no sabéis nada de cómo se ha desarrollado mi
convivencia con el mundo literario argentino. Sí, ahora me doy cuenta de
que hasta el momento no habéis sido introducidos en este capítulo de mi
biografía. No dudo de que lo escucharéis con ganas. ¿Habré logrado
introduciros ya en mi intimidad hasta el punto de que todo lo que a mí se
refiere no os resulte indiferente?
Como es sabido, llegué a Buenos Aires en el barco Chrobry una semana
antes del estallido de la guerra.
Jeremi Stempowski, a la sazón director de «Gal»[40] se ocupó de mí y
fue él quien me presentó a Manuel Gálvez, uno de los escritores más
eminentes. Gálvez tenía amistad con Choromański[41], quien había pasado
aquí una temporada bastante larga un año antes de mi llegada, granjeándose
muchas simpatías. Gálvez me brindó una exquisita hospitalidad y me ayudó
en muchas cosas, pero la sordera que sufría lo confinaba a la soledad, de
modo que me dejó en manos de un poeta no menos conocido, Arturo
Capdevila, que también era «amigo de Choromański». —Oh —dijo la
señora Capdevila—, si es usted tan encantador como Choromański, no le
será difícil conquistar nuestros corazones.
Desgraciadamente, no sucedió así. No puedo culpar a los argentinos.
Hubiesen tenido que utilizar una dosis de perspicacia mucho mayor de la
que requiere el ajetreado bullicio de la convivencia humana en una gran
metrópoli para comprender mi locura de aquel entonces, y tener la
paciencia de unos ángeles para adaptarse a ella. Quien tuvo la culpa fue
aquella «constelación» que surgió en mi cielo desplomado…
Cuando emprendí el viaje de Polonia a Argentina, estaba totalmente
desmoralizado; nunca (a excepción quizá del período que había pasado en
París muchos años antes) me había encontrado en semejante estado de
confusión. ¿La literatura? No me importaba nada; tras haber publicado
Ferdydurke había decidido descansar —además el parto de este libro fue
para mí realmente una fuerte conmoción—, sabía que tenía que llover
mucho antes de que lograra movilizar en mí unos contenidos nuevos. Y por
añadidura, todavía estaba envenenado por las ponzoñas de ese libro, del que
yo mismo en mi corazón no sabía con seguridad si quería ser «joven» o
«maduro». Si se trataba de una vergonzosa expresión de mi eterno hechizo
por la juventud y encantadora inferioridad, o bien era una aspiración a la
orgullosa, aunque trágica y nada atractiva, madura superioridad. Y mientras
a bordo del Chrobry iba dejando atrás las costas alemanas, francesas e
inglesas, todas esas tierras de Europa, inmovilizadas por el miedo al crimen
aún no nacido, en un sofocante clima de expectación, parecían gritar: ¡sé
despreocupado, no significas nada, nada conseguirás, lo único que te queda
es la embriaguez! Me emborrachaba, pues, a mi manera, no necesariamente
con alcohol, pero navegaba embriagado, casi totalmente aturdido.
Después se rompieron las fronteras de los Estados y las tablas de las
leyes, se abrieron las compuertas de las fuerzas ciegas y — ¡oh!— de
pronto heme aquí en Argentina, completamente solo, aislado, perdido,
extraviado, anónimo. Me sentía un poco excitado y algo asustado. Pero al
mismo tiempo algo en mi interior me hizo saludar con una viva conmoción
el golpe que me destruía y me sacaba del orden en que había vivido hasta
entonces. ¿La guerra? ¿La destrucción de Polonia? ¿La suerte de mis seres
queridos, de la familia? ¿Mi propia suerte? ¿Podía yo preocuparme por eso
de modo, digamos, normal, yo, que había sabido todo eso de antemano, que
lo había vivido hacía tiempo? Sí, no miento al decir que desde hacía años
convivía dentro de mí con la catástrofe. Cuando la catástrofe se produjo, me
dije algo así como «¡Bien, aquí está…!», y comprendí que había llegado el
momento de aprovechar la capacidad de decir adiós y de saber abandonar
que yo había cultivado en mi interior. De hecho no había cambiado nada, el
cosmos, la vida en la que estaba aprisionado, no se volvieron diferentes
porque se hubiese acabado un determinado orden de mi existencia. Pero una
terrible y febril excitación nacía del presentimiento de que la violencia
libera algo innombrado e informe cuya presencia no me resultaba ajena, un
elemento del que sólo sabía que era «inferior», «más joven», y que
avanzaba ahora como una inundación en medio de una noche negra y
violenta. No sé si seré suficientemente explícito al decir que desde el primer
momento me enamoré de esa catástrofe a la que odiaba y que de hecho
también me arruinaba a mí, pero a la que mi naturaleza me hizo saludar
como una ocasión para unirme a la inferioridad en las tinieblas.
Capdevila, poeta, profesor de universidad, redactor del gran diario La
Prensa, vivía con su familia en una hermosa villa de Palermo, y en esa casa
me pareció sentir la atmósfera de Kurier Warszawski y del café Lourse.
Recuerdo el día en que fui allí a cenar por primera vez. ¿Cómo debía
presentarme a los Capdevila? ¿Cómo un trágico exiliado con la Patria
invadida por el enemigo? ¿Cómo un literato extranjero que discute los
«nuevos valores» en el arte y que desea informarse acerca del país en que se
encuentra? Los Capdevila, tanto él como ella, esperaban que me apareciera
a ellos bajo una de estas dos formas, además estaban llenos de una potencial
cordialidad para con el «amigo de Choromański», pero pronto se sintieron
confundidos al encontrarse ante un joven, que en realidad ya no era tan
joven…
¿Qué es lo que pasó? Bien, tendré que confesarlo: bajo el efecto de la
guerra y del crecimiento de las fuerzas «inferiores» y regresivas, se produjo
en mí la irrupción de una tardía juventud. Huyendo de la catástrofe, me
refugié en la juventud y cerré de golpe sus puertas. Siempre había sentido la
inclinación de buscar en la juventud —propia y ajena— un refugio contra
los «valores», o sea, contra la cultura. Ya he escrito en este diario que la
juventud es un valor en sí mismo, es decir, una fuerza destructora de todos
los otros valores, que no le son necesarios, porque ella es autosuficiente.
Así que yo, ante la desaparición de todo lo que hasta entonces había
poseído: patria, casa, situación social y artística, me refugié en la juventud,
y con tanta más diligencia cuanto que estaba «enamorado». Entre nous soit
dit, la guerra me rejuveneció…, y había dos factores que me sirvieron de
ayuda. Parecía joven, tenía una cara fresca, de veinteañero. El mundo me
trataba como a un joven; para la mayoría de los escasos polacos que me
habían leído, yo era un mocoso alocado, una persona realmente poco seria;
y para los argentinos era alguien totalmente desconocido, una especie de
principiante recién llegado de provincias, que tiene que demostrar lo que
vale y conseguir ser apreciado. Y aunque hubiese querido imponerme a
aquella gente con valor y seriedad, ¿qué podía hacer si su lengua me era
desconocida y ellos se comunicaban conmigo en un francés deficiente? De
manera que todo: mi aspecto, mi situación, aquella total exclusión de la
cultura, y las secretas vibraciones de mi alma, todo me empujaba hacia una
despreocupación y autosuficiencia juvenil.
Los Capdevila tenían una hija de veinte años, Chinchina. Sucedió que él
y su mujer no tardaron en ponerme en manos de Chinchina, quien a su vez
me presentó a sus amigas. Imaginaos a Gombrowicz en ese mortal año 1940
flirteando ligeramente con esas chicas, que me llevaban a museos, con las
que iba a comer pasteles, para las cuales di una charla sobre el amor
europeo… Una mesa grande en el comedor de los Capdevila, alrededor de
la mesa doce jovencitas y yo — ¡qué idilio!— hablando de l’amour
européen. Y aunque esta escena aparece en infame contraste con aquellas
otras de aniquilación, en el fondo no estaba tan alejada de aquello, más bien
se trataba de una forma distinta del mismo desastre: el inicio de un camino
que también conducía hacia abajo. Lo que sucedió era como si mi ser
perdiese totalmente importancia. Me volví ligero y vacío.
Mientras tanto, me iba absorbiendo la Argentina, tan alejada de aquello,
exótica y absolvedora, indiferente y abandonada a su propia cotidianidad.
¿Cómo conocí a Roger Pía? Creo que a través de la señorita Galignana
Segura. En fin, se trata de que fue él quien me introdujo en casa del pintor
Antonio Berni, y también allí di una charla sobre Europa para un grupo de
pintores y literatos. Pero todo lo que dije era muy malo; sí, precisamente en
el momento en que el hecho de ganarme cierto aprecio representaba para mí
un asunto de capital importancia, me falló el estilo, y mis palabras
resultaron tan mediocres que casi me hicieron quedar mal. ¿De qué hablé?
De la regresión de Europa y de cómo y por qué Europa sintió el deseo de
salvajismo, y cómo esta inclinación enfermiza del espíritu europeo puede
aprovecharse para la revisión de la cultura demasiado alejada de sus propias
bases. Pero al decir esto, yo mismo era probablemente una triste muestra de
la regresión y una vergonzosa ilustración suya, era como si las palabras me
traicionaran y desearan justamente demostrar que no estaba a la altura de
estos problemas, que estaba por debajo de lo que decía. Todavía hoy
recuerdo cómo, en Diagonal Norte, Pía me reprochaba con rabia ciertos
sentimentalismos estúpidos e ingenuos de mi razonamiento, mientras que
yo, dándole la razón en mi interior y sufriendo igual que él, sabía que eso
era inevitable. A veces hay períodos en que se produce en nosotros un
desdoblamiento de la personalidad, y una mitad de nuestro ser le hace una
trastada a la otra, porque ha escogido un camino y un objetivo diferentes.
Precisamente en casa de los Berni conocí a Cecilia Benedit de Debenedetti,
en cuya casa de la avenida Alvear se reunían bohemios de todo tipo. Cecilia
vivía en una especie de aturdimiento: asombrada, empavorecida,
embriagada por la vida, asediada por todas partes, despertándose de un
sueño para caer en otro aún más fantástico, luchando a lo Chaplin con la
materia de la existencia…, era incapaz de soportar el hecho de existir…;
por lo demás, una mujer de cualidades excelentes, virtudes espléndidas, de
alma noble y aristocrática. Pero como se sentía anonadada y empavorecida
por el mismo hecho de existir, le daba prácticamente igual el tipo de gente
que la rodeaba. ¿Las recepciones de Cecilia? Pese a todo, algo se me ha
quedado en la memoria: Joaquín Pérez Fernández bailando, Rivas Rooney
borracho como una cuba, una chica jovencísima y muy guapa divirtiéndose
con locura…, sí, sí, y estas recepciones se me confunden con muchas otras
de otros sitios, y me veo, con la copa en la mano, y oigo mi propia voz que
llega desde lejos mezclada con la de Julieta:
Yo. — ¿Conoces a aquellas dos chicas de allí, de aquel rincón?
Julieta. —Son hijas de la señora que está hablando con La Fleur. Te diré
lo que cuentan de ella: cogió de la calle a dos chicos y se los llevó a un
hotel; para excitarlos les puso una inyección…, pero uno de ellos tenía el
corazón débil y se murió. ¡Ya puedes imaginarte! Una investigación, la
policía…, pero estaba bien relacionada, echaron tierra sobre el asunto, ella
se marchó un año a Montevideo…
No pude dejar traslucir la importancia que para mí tenía esta noticia, así
que sólo dije:
—¿Ah, sí?
Pero abandoné rápidamente la reunión, y en la inmóvil y oscura noche
argentina, me dirigí hacia Retiro, que ya conocéis de Transatlántico: «Allí,
una colina desciende hasta el río; la ciudad se extiende hacia el puerto y el
hálito silencioso del agua es como un canto entre los árboles de la plaza…
Había allí muchos jóvenes Marineros…»[42]. Deseo aclarar a quienes
pudieran estar interesados en ello, que nunca, a excepción de unas aventuras
esporádicas a muy temprana edad, he sido homosexual. Tal vez no sepa
hacer frente a la mujer, no sé hacerle frente en el terreno afectivo, ya que
existe en mí una especie de bloqueo sentimental, como si temiera el
afecto…, y sin embargo, la mujer, sobre todo un determinado tipo de mujer,
me atrae y me cautiva. De modo que en Retiro no buscaba aventuras
eróticas, sino que, aturdido, fuera de mí, desheredado y descarriado,
devorado por ciegas pasiones que habían encendido en mí el hundimiento
de mi mundo y mi destino en bancarrota, ¿qué buscaba? La juventud.
Podría decir que buscaba al mismo tiempo la juventud propia y la ajena. La
ajena, porque aquella juventud en uniforme de marinero o de soldado, la
juventud de aquellos corrientísimos muchachos de Retiro, era inaccesible
para mí; la identidad del sexo y la falta de atracción sexual excluían
cualquier posibilidad de unión y posesión. La propia, porque al mismo
tiempo era mía, se hacía realidad en alguien como yo, no en una mujer, sino
en un hombre; era la misma juventud que me había abandonado a mí y
ahora florecía en otros. Para un hombre, la juventud, la belleza, el encanto
de una mujer, nunca serán tan categóricos en su expresión, porque a pesar
de todo la mujer es algo diferente, y además crea la posibilidad de lo que en
cierta medida nos salva biológicamente: el niño. Mientras que aquí, en
Retiro, veía, por así decirlo, la juventud en sí misma, independiente del
sexo, y experimentaba el florecer del género humano en su forma más
aguda, más radical, y —en vista de que estaba marcada por la desesperación
— demoníaca. ¡Abajo, abajo, abajo! Todo eso me arrastraba hacia abajo,
hacia la esfera inferior, hacia las regiones de la humillación; aquí, la
juventud humillada ya como juventud se veía sometida a otra humillación
como juventud vulgar, proletaria… Y yo, Ferdydurke, repetía la tercera
parte de mi libro, la historia de Polilla, que trataba de «fraternizar» con el
peón.
Sí, sí. Es ahí hacia donde me vi empujado por un conjunto de tendencias
a las que estaba sometido en los momentos en que en mi vieja patria la
humillación había tocado fondo y no quedaba más remedio que presionar
hacia arriba…, y ésta era mi nueva patria con la que poco a poco iba
sustituyendo a la anterior. En cuantas ocasiones abandoné las reuniones
artísticas o amistosas para dejarme caer por allí, vagar por Retiro, por
Leandro Alem, tomar cerveza, y hondamente emocionado, captar los
destellos de la Diosa, el secreto de esa vida floreciente y a la vez humillada.
En mis recuerdos, todos aquellos días de mi existencia cotidiana en Buenos
Aires están forrados de la noche de Retiro. Aunque una obsesión ciega y
sorda a todo empezaba a dominarme por completo, mi mente trabajaba; me
daba cuenta de haber franqueado unos confines peligrosos, y naturalmente,
lo primero que me vino a la cabeza fue la idea de que se estaban abriendo
camino en mí unas inconscientes inclinaciones homosexuales. Y quizá
hubiese saludado este hecho con satisfacción, porque al menos me habría
ubicado en una realidad concreta, pero desgraciadamente en la misma época
entablé relaciones íntimas con una mujer, cuya intensidad no dejaba nada
que desear. En general, en este período iba mucho detrás de las chicas, a
veces incluso de un modo bastante escandaloso. Perdonadme estas
confidencias. No pretendo haceros partícipes de mi vida erótica, se trata
aquí únicamente de determinar los límites de mis experiencias. Si al
principio yo sólo me refugiaba en la juventud frente a valores inaccesibles
para mí, ella no tardó en aparecérseme como el único, máximo y absoluto
valor de la vida y como la única belleza. Sin embargo, este «valor» tenía
una característica inventada probablemente por el mismísimo diablo, y que
consistía en que, siendo juventud, era algo que estaba siempre por debajo
del valor, algo estrechamente ligado a la humillación, era la humillación
misma.
Creo que fue en 1942 cuando hice amistad con Carlos Mastronardi; fue
mi primera amistad intelectual en Argentina. Los pocos poemas que había
escrito Mastronardi le aseguraron un lugar destacado en el arte argentino.
De más de cuarenta años, delicado, con impertinentes, irónico, sarcástico,
hermético, quizá un poco parecido a Lechoń, ese poeta de Entre Ríos era la
encarnación de lo provinciano adornado con el europeísmo más parisino; a
la vez era de una bondad angelical revestida de un caparazón de
causticidad: un crustáceo que defendía su propia hipersensibilidad. Se
interesó por aquel ejemplar de europeo culto, fenómeno nada corriente por
entonces en Argentina; a menudo nos encontrábamos en un bar, por la
noche…, lo cual también tenía para mí importancia gastronómica porque de
vez en cuando me invitaba a comer ravioles o spaghetti. Poco a poco le
revelé mi pasado literario, le hablé de Ferdydurke y de otros asuntos, y todo
lo que había en mí de eslavo, distinto del arte francés, español e inglés que
él conocía, le interesó vivamente. Y a su vez, él me introducía en los
secretos de la Argentina de entre bastidores, país nada fácil, que de un
modo extraño se escapaba a los intelectuales e incluso a menudo les
aterrorizaba. Sin embargo, por mi parte el juego era más encubierto, porque
era un juego prohibido. No podía decirlo todo. No podía revelar la
existencia en mí de aquel lugar envuelto en tinieblas al que yo había dado el
nombre de «Retiro». Le ofrecía a Mastronardi el trabajo de mi cerebro
descarriado que buscaba algunas «soluciones», sin mencionar la fuente de
mi inspiración; él no sabía de dónde me venía la pasión con que yo atacaba
todo «lo mayor», con que yo exigía que la cultura (basada en la supremacía
de la superioridad, mayoría de edad y madurez) revelara esa corriente que
surge desde abajo y que a su vez somete lo mayor a lo menor y la
superioridad a la inferioridad. Exigía también que «el Adulto quedase
sometido al Joven». Exigía que por fin quedase legalizada esa Tendencia
nuestra al rejuvenecimiento incesante y que la Juventud quedase reconocida
como un valor auténtico e independiente, que cambia nuestra actitud ante
los demás valores. Tenía que dar apariencia de razonamiento a lo que en
realidad era en mí una pasión, y eso me conducía a un sinfín de
construcciones mentales que a decir verdad me eran indiferentes… Pero
¿no es así como nace el pensamiento: como un sustituto indiferente de las
tendencias, necesidades y pasiones ciegas, para las que no sabemos
conquistar su derecho a la ciudadanía entre los hombres? El factor
atenuante en este diálogo lo constituía la infancia, ya que Mastronardi, casi
tan infantil como yo, por suerte sabía jugar conmigo, igual que yo jugaba
con él. La infancia, siendo algo emparentado con la juventud, es, sin
embargo, infinitamente menos drástica: por eso a un hombre maduro le es
más fácil ser infantil que juvenil; por eso yo casi siempre me volvía infantil
en presencia del demonio de la inmadurez, al que no sabía dominar. Pero
¿hasta qué punto yo sólo quería ser infantil y hasta qué punto realmente era
infantil? ¿Hasta qué punto quería ser joven y hasta qué punto encarnaba de
verdad una especie de juventud tardía? ¿Hasta qué punto todo eso era mío y
hasta qué punto sólo era algo de lo que estaba enamorado?
Mastronardi mantenía relaciones amistosas con el grupo de Victoria
Ocampo, el centro literario más importante del país, que se concentraba
alrededor de la revista mensual Sur, editada por la tal Victoria, dama ya
entrada en años y aristocrática, que nadaba en millones largos y que con su
tenacidad entusiasta había conseguido hacerse amiga de Paul Valéry, invitar
a su casa a Tagore y Keyserling, tomar el té con Bernard Shaw y hacer
buenas migas con Strawinski. En qué medida influyeron en esas
majestuosas familiaridades de la señora Ocampo sus millones, y en qué
medida sus indiscutibles virtudes y talentos personales, es un dilema que no
pretendo resolver. El insistente tufillo de esos millones, ese perfume
financiero de la señora Ocampo que producía un cosquilleo un tanto
excesivo en la nariz, no me invitaba a conocerla. Se decía que un escritor
francés de renombre había caído ante ella de rodillas gritando que no se
levantaría hasta recibir el dinero suficiente para fundar una revue literaria.
Obtuvo el dinero, porque —dijo Ocampo—, ¿qué iba a hacer con un
hombre arrodillado y que no quería levantarse? Tuve que dárselo. A mí, la
actitud de ese escritor francés ante la señora Ocampo me pareció la más
sana y sincera de todas, pero sabía de antemano que sin ser famoso en París
no le sonsacaría nada aun permaneciendo arrodillado durante meses. De
modo que no tenía prisa alguna en emprender el peregrinaje hasta la
residencia de San Isidro. Además, Mastronardi, temiendo con toda la razón
del mundo que el conde (porque, como ya dije en otra ocasión, me había
proclamado conde) podía comportarse de forma excéntrica o incluso
irresponsable, tampoco se daba prisa en introducirme en aquellas reuniones.
Decidió primero presentarme a la hermana de Victoria, Silvina, casada con
Adolfo Bioy Casares. Una noche fuimos allí a cenar.
Más tarde conocí a muchos otros literatos, un porcentaje bastante
importante de la literatura argentina, pero me extiendo más sobre estos
primeros pasos porque los siguientes se les parecían bastante. Silvina era
poetisa, de vez en cuando editaba un pequeño volumen…, su marido,
Adolfo, era autor de unas novelas fantásticas que no estaban nada mal…, y
ese culto matrimonio se pasaba todo el día inmerso en la poesía y en la
prosa, frecuentando exposiciones y conciertos, estudiando las novedades
francesas y completando su colección de discos. En aquella cena estuvo
también Borges, probablemente el escritor argentino de mayor talento, de
una inteligencia agudizada por los sufrimientos personales; en cuanto a mí,
con razón o sin ella, consideraba que la inteligencia era mi pasaporte, algo
que aseguraba a mis simplicismos el derecho a vivir en un mundo
civilizado. Pero dejando a un lado las dificultades técnicas, mi español torpe
y los defectos de pronunciación de Borges —quien hablaba de prisa y de
una manera incomprensible—, dejando a un lado la impaciencia, el orgullo
y la rabia que eran consecuencia de mi doloroso exotismo y rigidez entre
extraños, ¿cuáles eran las posibilidades de entendimiento entre yo y aquella
Argentina intelectual, estetizante y filosofante? A mí me fascinaba, en este
país, lo bajo y eso eran las alturas. A mí me encantaba la oscuridad de
Retiro, a ellos las luces de París. Para mí, esa silenciosa, no confesada
juventud del país constituía una vibrante confirmación de mis propios
estados de ánimo, y fue por eso que Argentina me sedujo como una melodía
o como el anuncio de una melodía. Ellos no veían ahí ninguna belleza. Y
para mí, si había en Argentina algo que alcanzaba la plenitud de expresión y
podía imponerse como arte, estilo y forma, ese algo se manifestaba
solamente en las fases tempranas del desarrollo, en el joven, y nunca en el
adulto. Pero ¿qué es lo importante en el joven? No será su razón,
experiencia, conocimiento o técnica, que son siempre inferiores, más
débiles que en un hombre hecho y derecho, sino precisamente su juventud,
que constituye su única ventaja. Pero ellos no veían en esto ninguna
ventaja, y esta élite argentina parecía más bien una juventud dócil y
diligente, cuya ambición fuese aprender cuanto antes la madurez de los
mayores. ¡Ah, dejar de ser jóvenes! ¡Ah, tener una literatura madura! ¡Ah,
llegar a la altura de Francia e Inglaterra! ¡Ah, madurar, madurar cuanto
antes! Además, cómo podrían haber sido jóvenes si personalmente ya era
gente de cierta edad, y su situación personal desentonaba con la juventud
general del país, y su pertenencia a una clase social superior excluía la
posibilidad de una verdadera alianza con lo bajo. Así, Borges, por ejemplo,
era un hombre al que sólo importaban sus propios años, distanciado
completamente de los estratos inferiores; era un hombre maduro, un
intelectual, un artista, nacido en Argentina por pura casualidad, porque
igualmente, o incluso mucho mejor, podía haber nacido en Montparnasse.
Y, sin embargo, la atmósfera del país era tal que en ella, ese Borges,
cosmopolita y refinado (ya que aun siendo argentino, lo era a la europea),
no podía conseguir resonancia. Era algo adicional, como añadido, un
ornamento. Pretender que él, siendo mayor, pudiera expresar directamente
la juventud, y, siendo superior, pudiese expresar exactamente la
inferioridad, sería un absurdo. Pero lo que yo les reprochaba era que no
hubiesen sabido elaborar su propia actitud ante la cultura, de acuerdo con su
propia realidad y la realidad de Argentina. Y aunque algunos de ellos eran
personalmente maduros, vivían en un país donde la madurez era algo más
débil que la inmadurez, donde el arte, la religión, la filosofía no eran lo
mismo que en Europa. Así, en lugar de trasplantarlas tal cual a su propio
terreno para luego quejarse de que el arbolito era raquítico, ¿no hubiera sido
mejor cultivar algo más acorde con la naturaleza de su tierra?
Por eso la docilidad del arte argentino, su corrección, su aire de buen
alumno, su educación, eran para mí un testimonio de impotencia ante el
propio destino. Hubiese preferido una metedura de pata creativa, un error,
hasta una chapuza, siempre que estuviera llena de energía, embriagada por
la poesía que respiraba el país y al lado de la cual ellos pasaban con la nariz
metida en los libros. Más de una vez intenté decir a algún argentino lo
mismo que solía decir a los polacos: «Deja por un momento de escribir
versos, de pintar cuadros, de conversar sobre el surrealismo, y piensa
primero si esto no te aburre, averigua si todo esto realmente te importa
tanto, pregúntate si no serás más auténtico, más libre y más creativo
despreciando a los dioses que veneras. Déjalo por un momento para
reflexionar sobre tu lugar en el mundo y en la cultura, y sobre los medios y
el objetivo que debes escoger.» Pero no. A pesar de toda su inteligencia no
entendían en absoluto de qué les estaba hablando. Nada podía frenar el
proceso de la producción cultural. Exposiciones. Conciertos. Conferencias
sobre Alfonsina Storni o Leopoldo Lugones. Comentarios, glosas y
estudios. Novelas y relatos. Volúmenes de poesía. Y además, ¿no era yo
polaco, y no sabían ellos que los polacos por lo general no son finos y no
están a la altura de la problemática parisina? De modo que decidieron que
era un turbio anarquista de segunda mano, de aquellos que, a falta de
saberes más profundos, proclaman el élan vital y desprecian lo que no
pueden entender.
Es así como terminó la cena en casa de Bioy Casares…, en nada…,
como todas las cenas consumidas por mí en compañía de la literatura
argentina. Así pasaba el tiempo…, pasaba la noche de Europa y mi propia
noche, durante la cual iba creciendo entre atroces dolores mi mitología… Y
hoy podría presentar una lista de palabras, cosas, personas y lugares que
tienen para mí el sabor de una santidad pesada y confidencial: ése era mi
destino, mi templo. Si os introdujera en esta catedral, os sorprenderíais de
ver qué poco importantes, a menudo míseros y despreciables, y hasta
ridículos en su mediocridad, eran los objetos sagrados a los que rendía
culto; pero al fin y al cabo la santidad no se mide por la grandeza de la
divinidad, sino por la vehemencia del alma que santifica lo que sea. «No se
puede luchar contra lo que el alma ha elegido.» A finales de 1943 cogí un
resfriado y me quedó una febrícula que no quería remitir. Por aquella época
solía jugar al ajedrez en el café Rex de la calle Corrientes, y Frydman,
director de la sala de juego, noble y buen amigo, se alarmó por mi estado de
salud y me procuró algo de dinero para mandarme a las montañas de
Córdoba —lo cual hice con agrado—, pero allí la fiebre tampoco remitía,
hasta que por fin, crac, se rompe el termómetro que me había dejado
Frydman, compro uno nuevo y… la fiebre desaparece; es así que debo la
estancia de unos meses en La Falda al hecho de que el termómetro de
Frydman estuviera estropeado y marcase unas décimas de más. Mi estancia
en La Falda se vio amenizada por el hecho de que en el vecino Valle
Hermoso se instaló (cosa previamente convenida entre nosotros) una
conocida mía argentina, que me había sido presentada por Cleo, hermana de
la bailarina Rosita Contreras.
Al llegar a La Falda no sabía que me esperaban vivencias terribles y
ridículas.
Todo iba bien. Me alojé en el hotel San Martín, libre de preocupaciones
materiales, y en seguida conocí a un par de divertidísimos mellizos (de los
que ya he hablado); con ellos y con otros jóvenes hacía excursiones; me
gané unos amigos nuevos en los que la vida acabada de despertar vibraba
como un colibrí; una sonrisa se posaba en ellos, esa sonrisa que es uno de
los fenómenos más nobles que conozco, pues surge a pesar de todo, pero
más que nada a pesar de la infinita tristeza, la aplastante nostalgia y pena
propias de esa edad condenada a la insaciabilidad. Todos conocéis esas
vacaciones despreocupadas en la montaña o en el mar —el sombrero
llevado por el viento, el bocadillo comido sobre las rocas, o la lluvia que te
cala hasta los huesos—; mi entendimiento con la América Latina, que
encarnaba el rejuvenecimiento de las espléndidas razas europeas y que
resultaba sorprendentemente silenciosa y discreta en su amable existencia,
me parecía no enturbiada por nada (en esa misma época, mi hermano y mi
sobrino se hallaban en un campo de concentración; mi madre y mi hermana,
tras huir de la Varsovia destruida, vagaban por provincias, y a orillas del
Rin resonaban los gritos de terror y de dolor de la última contraofensiva
alemana; pero esos gritos, esos aullidos de los que yo no me olvidaba, no
hacían más que aumentar mi silencio). No debéis imaginar que al frecuentar
aquellos chicos me comportase como si fuera uno de ellos, en absoluto,
jamás me lo hubiera permitido mi sentido del ridículo; me comportaba
como una persona mayor, despreciándoles, mofándome de ellos,
chinchándoles, aprovechando todas las ventajas de que dispone un adulto.
Pero precisamente esto les fascinaba y enardecía su juventud; al mismo
tiempo, tras esa tiranía, se establecía un tácito entendimiento basado en el
hecho de que nos necesitábamos mutuamente. Sin embargo, un buen día, al
mirarme con más atención en el espejo, observé algo nuevo en mi cara: una
sutil red de arrugas que afloraban en la frente, bajo los ojos y en las
comisuras de los labios, igual que bajo la acción de agentes químicos surge
el contenido amenazador de una carta aparentemente inocente. ¡Maldita
cara mía! ¡Mi cara me traicionaba, traición, traición, traición!
¿Sería la sequedad del aire? ¿El agua calcárea? ¿O es que sencillamente
había llegado el inevitable momento en que mis años se abrían paso a través
de la mentira de mi tez juvenil? Ridiculizado y humillado por el carácter de
este sufrimiento, comprendí al contemplar mi propia cara que era el final, se
acabó y punto. En las carreteras que salen de La Falda existe un límite
donde terminan las luces de las casitas y de los hoteles y empieza la
oscuridad del espacio, quebrado en forma de colinas y poblado de árboles
enanos, un espacio enano, retorcido, de aspecto contrahecho y enfermizo.
He denominado este límite, siguiendo a Conrad, «la línea de sombra», y
cuando por las noches la traspasaba, dirigiéndome a Valle Hermoso, sabía
que estaba adentrándome en la muerte, una muerte invisible, sutil y lenta si
queréis, pero que no dejaba de ser una agonía…; sabía que yo mismo
encarnaba el envejecimiento, la muerte viva que finge vivir, que todavía
camina, habla, incluso se divierte, incluso goza, y sin embargo es vital sólo
en cuanto que es la progresiva realización de la muerte. Igual que Adán
expulsado del Paraíso, yo me adentraba en las tinieblas, más allá de la línea
de sombra, privado de la vida, que a mis espaldas se deleitaba consigo
misma inundada de gracia. Sí, la mistificación tenía que descubrirse, algún
día tenía que terminar mi permanencia retardada e ilícita en la vida en flor,
y heme aquí ahora convertido en el envejecimiento, yo, el contaminado, yo,
el repulsivo, yo, el adulto. Todo ello me llenaba de una terrible angustia,
pues comprendía que había quedado irremediablemente excluido del
encanto y que ya no podía gustar a la naturaleza; en efecto, si la juventud
teme menos a la vida es porque es vida ella misma, atractiva, seductora,
encantadora, y sabe que despierta la simpatía y la cordialidad ajenas… Esta
era la razón por la cual me atraía tanto la edad floreciente, pero ahora, en
esta tierra súbitamente hostil, y bajo la bóveda salpicada de estrellas
implacables, tenía que soportar la presión de la existencia, siendo yo mismo
una existencia caduca, incapaz de conquistarme ya nada, sin atractivo
alguno.
Aquí se hace evidente qué gran liberación es el sexo, esta división entre
hombre y mujer… Porque cuando al final de mi vía crucis llegaba a la villa
donde me esperaba mi amiga, todo el panorama de mi destino cambiaba y
era como si en mí irrumpiera una fuerza diferente, nueva, que transformaba
toda mi «constelación». ¡Una fuerza ajena! Me esperaba allí la juventud,
pero distinta, encarnada en una forma humana diferente a la mía, y aquellos
brazos, al mismo tiempo idénticos y exóticos, de repente me convertían en
otra persona, me obligaban a complementarme con lo ajeno. La femineidad
no me exigía juventud, sino virilidad, y yo me convertía en un hombre sin
más, dominante, capaz de poseer y de anexionar la biología ajena. Qué
monstruosa es la virilidad, que no tiene en cuenta su propia fealdad, que no
se preocupa de si gusta o no, que es un acto de expansión y violencia y,
sobre todo, de dominación, un señorío que busca sólo su satisfacción
propia…; es posible que esto me trajera un alivio pasajero…, era como si
dejase de ser una criatura humana temerosa y amenazada para convertirme
en señor, dueño, soberano…, mientras que ella, la mujer, con el hombre
mataba en mí al muchacho. Pero eso no duraba demasiado.
Duraba mientras el ser se escindía, por la fuerza del sexo, en dos polos.
Cuando volvía a casa en el frescor de la madrugada, todo a mi alrededor
volvía a encerrarse en un círculo del que no había escapatoria —me sentía
como un estafador o como alguien que hubiese sido víctima de una estafa
—, y la conciencia de morir irrumpía nuevamente en mí. Yo ya estaba
marcado con un signo negativo. Me encontraba en oposición a la vida. La
mujer no podía salvarme, la mujer podía salvarme únicamente en tanto que
hombre, pero yo también era simplemente un ser vivo, sin más. Y de nuevo
volvía el deseo de «mi» juventud, es decir, de una juventud igual a mí, la
que se repetía ahora en otros, más jóvenes…; de modo que ése era el único
lugar para mí en la vida, un lugar donde se desarrollaba el florecimiento, mi
florecimiento, este algo tan absolutamente encantador que me había sido
quitado. Todo lo demás era humillación, compensación. Aquél era el único
triunfo, la única alegría en medio de la humanidad monstruosa, ajada,
cansada, desesperada y profanada. Me encontraba entre otros monstruos,
yo, un monstruo. Al mirar las casitas esparcidas en el valle, llenas de
muchachos cualesquiera que dormían con un sueño banal, pensaba que allí
se había trasladado mi patria.
Regresé a Buenos Aires convencido de que ya nada me quedaba…, al
menos nada que no fuese un sucedáneo. Volvía con mi humillante secreto
que me avergonzaba de confesar a nadie, pues no era viril, y yo, hombre,
estaba subordinado a los hombres, y me amenazaban las carcajadas
estrepitosas y groseras de esos rudos machos sólo porque me había
escapado de su código posesivo. En Rosario, el tren se llenó de
veinteañeros; eran marineros que volvían a su base de Buenos Aires.
Basta por ahora, me duele ya la mano de tanto escribir. Pero no
terminan aquí mis recuerdos de aquellos años, aun no tan lejanos, en
Argentina.
XV
Capítulo

DOMINGO
Quisiera completar los recuerdos de mi pasado argentino.
Sabéis ya en qué estado de ánimo llegué a Buenos Aires desde La
Falda.
En aquel entonces me hallaba a miles de millas de la literatura. ¿El arte?
¿El escribir? Todo esto había quedado en aquel otro continente, cerrado a
cal y canto, muerto…, mientras yo, Witoldo, aunque me presentara a veces
como escritor polaco, no era más que uno de aquellos desheredados
acogidos por la pampa, privados hasta de la nostalgia del pasado. Yo había
roto…, y sabía que la literatura no me podía asegurar, en la Argentina
agrícola y ganadera, ni una posición social, ni el bienestar material. ¿Para
qué, entonces? Sin embargo, en la segunda mitad de 1946 (porque el tiempo
corría), al encontrarme por enésima vez con los bolsillos completamente
vacíos y sin saber de dónde sacar algún dinero, se me ocurrió la siguiente
idea: pedí a Cecilia Debenedetti que financiara la traducción de Ferdydurke
al español y me reservé seis meses para realizar el trabajo. Cecilia aceptó la
propuesta de buena gana. Empecé, pues, el trabajo, que se presentaba así:
primero yo traducía, como podía, del polaco, y luego llevaba el manuscrito
al café Rex, donde mis amigos argentinos lo reelaboraban conmigo frase
por frase, buscando las palabras apropiadas, luchando con la sintaxis, con
los neologismos, con el espíritu de la lengua. Una tarea ardua, que yo
empecé sin entusiasmo y sólo para sobrevivir de alguna manera los meses
siguientes, mientras ellos, mis ayudantes americanos, la iniciaron con
resignación: se trataba de hacer una gauchada a una víctima de la guerra.
Pero tras haber traducido las primeras páginas, Ferdydurke, un libro ya
muerto para mí, que yacía ante mis ojos como un objeto indiferente, de
pronto empezó a dar señales de vida…, y observé en las caras de los
traductores un creciente interés, ¡ah, mirad!, ahora ya abordaban el texto
con evidente curiosidad. En poco tiempo la traducción empezó a atraer
gente, durante algunas sesiones en el Rex había más de diez personas, pero
el que se tomó el asunto más a pecho, como si fuese algo propio, al que hice
presidente del «comité» compuesto por unos cuantos literatos que se ocupó
de la última redacción, fue Virgilio Piñera, un cubano de gran talento. El, en
primer lugar, posteriormente también Humberto Rodríguez Tomeu —ambos
cubanos, ambos de espíritu europeo y en lucha encarnizada y desesperada
contra la América de su alrededor y con la América que llevaban dentro—,
y el poeta argentino Adolfo de Obieta, fueron los que más contribuyeron a
llevar a cabo esa difícil traducción, que la crítica calificaría más tarde como
notable.
En cuanto a mí, hacía siete años que no leía Ferdydurke, lo había
borrado de mi vida. Ahora volvía a leerlo, frase por frase…, y sus palabras
carecían para mí de importancia. El vacío de las palabras. El vacío de las
ideas, de los problemas, de los estilos, de las actitudes, el vacío del arte.
Palabras, palabras, palabras, todo eso no había resuelto nada en mí, todo
aquel esfuerzo no hizo más que hundirme aún más en mi verde inmadurez.
¿Para qué había cogido a la inmadurez por los cuernos, para que me
arrastrara tras de sí? En Ferdydurke luchan dos amores, dos tendencias —la
tendencia a la madurez y la tendencia a la eternamente rejuvenecedora
inmadurez—, el libro es la imagen de alguien que, enamorado de su
inmadurez, lucha por su propia madurez. Pero estaba claro que yo no había
logrado superar este amor, ni tampoco civilizarlo, de modo que él seguía
desatado en mí, salvaje, ilegal, secreto, igual que antes, como algo oculto y
prohibido. ¿Para qué lo había escrito, pues? ¡La ridícula impotencia de las
palabras frente a la vida!
Y, sin embargo, el texto, sin importancia para mí, resultaba eficaz fuera
de mí —en el mundo exterior—, mientras que las frases muertas para mí
revivían en otros; si no, ¿cómo podía explicarme el hecho de que el libro se
hubiese convertido en algo valioso y particularmente íntimo para algunos
de aquellos jóvenes literatos…? Y no sólo en cuanto arte, sino también
como rebelión, revisión y lucha. En ellos comprobé que había tocado unos
puntos de la cultura sensibles y críticos, y al mismo tiempo veía cómo ese
entusiasmo, que en cada uno de ellos por separado no hubiese sido tal vez
duradero, empezaba a consolidarse «entre ellos», ya que uno estimulaba al
otro y le contagiaba su propio entusiasmo. Pero, si eso ocurría con aquel
grupito, ¿por qué no iba a repetirse con otros, cuando Ferdydurke se
publicara? De modo que el libro podía contar aquí, en el extranjero, con la
misma resonancia que en Polonia, o incluso mucho mayor. Era, pues, un
libro universal. Era uno de esos pocos, poquísimos libros polacos capaces
de conmover realmente a los lectores extranjeros de la mejor categoría. ¿Y
en París? Me di cuenta de que la carrera mundial de Ferdydurke no era algo
que perteneciera sólo al dominio de los sueños (lo cual ya sabía antes, pero
se me había olvidado).
Sin embargo, mi naturaleza encadenada a la inferioridad se encabritaba
sólo con pensar en la posibilidad de ensalzamiento, y esta nueva irrupción
de la literatura en mi vida podía significar —lo temía— la definitiva
liquidación de Retiro. Os contaré algo característico: cuando se publicó
Ferdydurke lo llevé allí «donde se eleva la torre construida por los ingleses»
y se lo mostré a Retiro: para despedirme, seguramente como señal de una
ruptura posiblemente definitiva. ¡Qué vanos mi pena y mi temor! ¡Qué vana
ilusión la mía! Había subestimado la somnoliente inmovilidad de América.
Y sus savias que lo diluyen todo. Ferdydurke se hundió en esa inmovilidad,
de nada sirvieron las críticas en la prensa ni los esfuerzos de sus acólitos, al
fin y al cabo se trataba del libro de un extranjero, por lo demás, no
reconocido en París, sí, eso es, no reconocido en París… Un libro que no
complacía ni al grupo de la intelligentsia argentina, que estando bajo el
signo de Marx y del proletariado, reclamaba una literatura política, ni a
aquel que se nutría de las exquisiteces de la cultura que se guisaba en
Europa. Además, incluía un prefacio mío, donde me expresaba sin respeto
sobre las letras argentinas y polacas, acusándolas de una madurez ficticia, y
donde trataba al lector —por si acaso— sin una gran deferencia. Terminaba
mi prefacio con un llamamiento a que no se me pusiera en la desagradable
situación de obsequiarme con unos lugares comunes de cortesía, habituales
en semejantes casos. Puesto que hasta ahora el papel social del arte ha
estado interpretado falsamente y que, por lo tanto, no sabéis tratar como es
debido a los artistas ni hablar con ellos —escribía—, no me digáis nada.
Ahorraos esta vergüenza a vosotros mismos y ahorrádmela a mí. Si queréis
darme a entender que la obra os ha gustado, tocaos la oreja derecha; la
mano en la oreja izquierda significará un juicio negativo, y en la nariz, uno
intermedio. Con esta ligereza, incluso frivolidad, introduje a Ferdydurke en
el mundo argentino; y lo hice así porque ante este segundo debut mi postura
era aún más intransigente con respecto al lector y a su aceptación o su
rechazo.
Considero un relativo éxito el hecho de que en esas condiciones la
edición quedase en unos años casi agotada y que mi editor no perdiese nada
en el negocio e incluso me pagase algún dinero. Además, el lector medio
argentino no era malo en absoluto, al contrario, estaba capacitado para
asimilar, y por otra parte, tenía menos cargas hereditarias y no estaba tan
lleno de complejos como los polacos. Pero en un ambiente donde nadie se
fiaba ni de sí mismo (ésta es la desgracia de los ambientes no originales
culturalmente), donde no había gente que pudiese imponer sus valores,
Ferdydurke no podía ganarse prestigio, y a los libros difíciles, que requieren
un esfuerzo, el prestigio les es imprescindible, simplemente para obligar al
público a leerlos. De todas formas, fui absorbido de nuevo por los
engranajes de la literatura. Empecé a esbozar el drama El matrimonio,
apostando ya claramente, y hasta diría que descaradamente, por mi
genialidad, apuntando a algo a la altura de las cumbres, a la altura de
Hamlet o Fausto, en lo cual no sólo se expresarían los dolores de la época,
sino también el nuevo modo de sentir la humanidad, que está naciendo…
Qué fáciles me parecían la grandeza y la genialidad, tal vez más fáciles que
la corrección que requiere cualquier texto medianamente bueno; pero esto
no era resultado de ingenuidad por mi parte, sino del hecho de que la
grandeza, la genialidad y todos los demás valores habían sido destruidos
para mí por el único demonio que realmente me importaba, por esa gran
destructora de los valores, la juventud. Eran, pues, unos valores que yo no
respetaba porque no me importaban demasiado y que, por consiguiente,
podía utilizarlos a mi antojo. No resulta difícil pasar por una tabla de
madera suspendida a la altura de un décimo piso cuando uno ha perdido el
miedo a la altura: se camina como si la madera estuviera en el suelo. (Pero
no se le puede reprochar eso a El matrimonio, en el que no se oculta en
absoluto esta «facilidad».)
El caso es que con el final de esa explosión que, en Europa, arrojaba
fermentos subterráneos, yo también empecé a civilizarme. Pero si mi primer
debut literario en Polonia se había debido a una presión desde el interior
hacia el exterior, este segundo, en Argentina, se realizaba bajo el impulso de
fuerzas externas —allá, entonces, yo escribía por una necesidad interior,
mientras que aquí, ahora, me sometía a un orden de cosas ya existente, que
me condenaba a la literatura; me continuaba a mí mismo, aquel de años
atrás. Una diferencia mínima, y sin embargo de un sentido inmenso y
trágico, y que anunciaba de hecho que había dejado de existir y había
saltado fuera de la órbita: existía ya únicamente como consecuencia de lo
que había hecho conmigo mismo anteriormente. No obstante, conservé el
buen humor…, y sobre todo la apariencia de una infancia redimidora. El
trabajo literario empezó a arrastrarme de nuevo hacia la dialéctica de mi
realidad y otra vez surgió la cuestión: ¿qué hacer en la literatura, en la
cultura, con esos vínculos míos tan comprometedores con la juventud, con
la inferioridad, hasta qué punto eran cosas que se podían revelar
públicamente? ¿Tratábase sólo de un complejo, una enfermedad, una
depravación, de un caso clínico, o bien era algo que tenía el derecho de
ciudadanía entre los seres normales? Y otro dilema: ¿estaba descubriendo
América o más bien penetraba en unos terrenos salvajes, vírgenes y
vergonzosos? En una palabra: ¿era o no una materia que pudiese utilizarse
en el arte?
¡Psicoanálisis! ¡Diagnóstico! ¡Fórmulas! Yo mordería la mano del
psiquiatra que pretendiese destriparme privándome de mi vida interior; no
se trata de que el artista no tenga complejos, sino de que sepa transformar el
complejo en un valor de cultura. Según Freud, el artista es un neurótico que
se cura a sí mismo, de lo cual se deduce que no lo puede curar nadie más.
Pero como hecho aposta, a causa de ese montaje oculto que no soy el único
en descubrir en la vida, por esa misma época me fue dado observar el
cuadro clínico de una histeria que lindaba con mis propios sentimientos y
que era casi una advertencia: ¡cuidado, estás a un paso de esto! Ocurrió,
pues, que a través de unos amigos de un conjunto de ballet en gira por
Argentina, entré en un ambiente de un homosexualismo extremo y
enloquecido. Digo «extremo», porque con un homosexualismo «normal» ya
topaba desde hacía tiempo; en cualquier latitud, el mundillo artístico está
saturado de esa clase de amor, pero aquí lo que se me apareció fue su rostro
frenético hasta la locura. Es un tema que toco de mala gana. Deberá llover
mucho antes de que se pueda hablar de eso, y sobre todo, que se pueda
escribir. No hay un campo más hipócrita y más ensombrecido por las
pasiones. Aquí nadie desea ni puede ser imparcial. De gustibus… Sobre el
efebo, que pasa furtivamente por los confines tenebrosos de nuestra
existencia oficial, recae la ira de los hombres masculinos, de los hombres
hombríos que cultivan y potencian unos en otros su virilidad; sobre el efebo
recaen los anatemas de la moralidad, y todas las ironías, sarcasmos y
cóleras de la cultura que vela por la primacía del encanto femenino. Y este
asunto se vuelve más virulento en los escalones superiores del desarrollo.
Pues allí, más abajo, en las capas inferiores, no se lo toman tan
trágicamente, ni con tanto sarcasmo, y los muchachos de pueblo sanos y
normales a veces se entregan a ello a falta de mujeres, y cosa extraña,
resulta que esto no los corrompe en absoluto, ni tampoco les impide
contraer más tarde el más correcto de los matrimonios.
Sin embargo, el grupo que conocí esta vez se componía de hombres
enamorados de otros hombres más que cualquier mujer, eran putos en
estado de ebullición, incansables, siempre a la caza, «zarandeados por los
Jóvenes, desgarrados por ellos como si fueran perros», igual que mi
Gonzalo en Transatlántico. Solía comer en un restaurante donde ellos
habían establecido su cuartel general y cada noche me sumergía en las
aguas turbulentas de su locura, de su ritual, de su conspiración infatuada y
atormentada, de su magia negra. Por lo demás, había entre ellos personas
excelentes, de grandes virtudes espirituales, a las que observaba con terror,
viendo en el negro espejo de aquellos lagos alocados el reflejo de mi propio
problema. Y de nuevo me preguntaba si a pesar de todo yo no era uno de
ellos. ¿Acaso no era posible, más aún, verosímil, que yo fuese un alocado
como ellos, pero que alguna complicación interior hubiese ahogado en mí la
atracción física? Había conocido ya la fuerza del escepticismo con que
recibían todo tipo de «excusas», todo lo que según ellos no era más que un
adorno cobarde de una verdad brutal. Y sin embargo, no. Sin embargo, ¿por
qué debía de ser insano mi enamoramiento de la vida joven aún no fatigada,
de aquella frescura, de la vida en flor? Una vida que es la única que merece
el nombre de tal, puesto que aquí no existe una fase intermedia: lo que no
florece, se marchita. ¿Acaso no era esa vida el objeto de unos celos secretos
y de unas no menos secretas adoraciones de todos los condenados como yo
a una lenta agonía, privados de la gracia de multiplicar su vitalidad
cotidianamente? ¿Acaso la frontera entre la vida ascendente y la
descendente no era la más fundamental de todas? Lo único que me
diferenciaba de los hombres «normales» era que yo adoraba el resplandor
de esa diosa —la juventud— no sólo en la chica, sino también en el chico;
que incluso el joven era para mí una encarnación de ella más perfecta que la
joven… Sí, el pecado, si es que existía, se reducía al hecho de que yo me
atreviera a admirar la juventud independientemente del sexo y la sustrajera
a la dominación de Eros, que sobre el pedestal en que ellos colocaban a la
mujer joven osara yo poner al chico. Se hacía así evidente que ellos, los
hombres, aceptaban la adoración de la juventud sólo en tanto que les fuera
accesible, en tanto que pudiera poseérsela…, mientras que la juventud
contenida en su propia forma, con la que no podían unirse, les resultaba
inexplicablemente hostil.
¿Hostil? Ten cuidado (me decía) de no caer en una tontería sentimental,
en el fantaseo… Y es que a cada rato podía ver las manifestaciones de
cordialidad del Mayor hacia el Menor, e incluso de ternura. ¡Y sin embargo!
¡Sin embargo! Al mismo tiempo tenían lugar unos hechos que significaban
algo totalmente opuesto: la crueldad. Esta aristocracia biológica, esta flor de
la humanidad, solía estar espantosamente hambrienta —a través de los
cristales de los restaurantes miraba a los mayores, que podían divertirse y
comer hasta hartarse—, vagaba en las tinieblas impulsada por instintos
insatisfechos, atormentada por su belleza insaciada, una flor pisoteada y
rechazada, una flor humillada. La flor de los jóvenes adolescentes,
adiestrada por los oficiales y por esos mismos oficiales enviada a la muerte;
ah, esas guerras que no son más que guerras de muchachos, guerras
menores de edad…, ah, esa educación en una disciplina ciega a que son
sometidos para que sepan dar su sangre cuando haga falta. Ah, toda esa
terrible superioridad del Adulto, social, económica e intelectual, que se
realizaba con una implacable crueldad, aceptada además por los que
sucumbían. Era como si el hambre del muchacho, la muerte del muchacho,
el dolor del muchacho tuvieran por sí mismos menos peso que la muerte, el
dolor y el hambre de los Adultos; como si la falta de importancia del
mocoso se contagiara a sus sufrimientos. Y precisamente esa falta de
importancia, esa «inferioridad» del mocoso, hacía que la juventud fuera la
esclava utilizada para servir de alguna manera a la humanidad ya
consolidada. Comprendía que todo eso sucedía casi por sí solo,
simplemente porque con el paso del tiempo el peso y la importancia de una
persona en la sociedad aumentan, pero ¿no podía surgir también la sospecha
de que el Adulto maltrata al Joven para no caer ante él de rodillas? El
sofocante ambiente de vergüenza que se creaba alrededor de esta y otras
preguntas similares, ¿no era ya prueba suficiente de que no todo había sido
confesado y de que no todo se puede explicar con el simple juego de las
fuerzas sociales? Y esa enorme ola de amor prohibido y deshonroso que en
verdad echa al hombre de rodillas delante del chico, ¿acaso no era la
venganza de la naturaleza por la violencia ejercida por quien envejece sobre
el Adolescente?
El carácter nebuloso, ambiguo e incluso arbitrario de esas preguntas, no
les restaba importancia, a mi modo de ver…, como si supiera de antemano
que debía haber algo de verdad en ellas. Pero la cuestión se volvía aún más
problemática cuando me preguntaba hasta qué punto en nuestra cultura se
refleja esta oposición entre la vida ascendente y la descendente. ¿Qué es lo
que pretendía? ¿Qué es lo que deseaba? Yo quería, en primer lugar, que la
frontera fatal que separa dos fases de la vida, no sólo diferentes, sino
opuestas, fuese reconocida y puesta en evidencia. En cambio, en la cultura
todo parecía indicar más bien la voluntad de borrar esta frontera: los adultos
se comportaban como si siguieran viviendo la misma vida de los jóvenes, y
no otra. No niego que exista una vitalidad en el adulto e incluso en el
anciano; no obstante, por su naturaleza ya no es la misma, no existe más
que en contra del morir. Y sin embargo, precisamente esos hombres
encaminados hacia la muerte tenían todas las ventajas, disponían de la
fuerza acumulada durante toda su vida y eran ellos los que creaban e
imponían la cultura. La cultura era obra de la gente mayor, era obra de los
moribundos.
Me bastaba con unirme espiritualmente por un momento con Retiro
para que el lenguaje de la cultura empezara a sonarme falso y vacío.
Verdades. Consignas. Filosofías. Morales. Religiones. Códigos. Pero todo
eso estaba como en otro registro, inventado, dicho, escrito por gente ya
parcialmente eliminada de la existencia, falta de futuro…; la pesada obra de
los pesados, la rígida creación de la rigidez…, mientras que allí, en Retiro,
toda esa cultura se diluía en una suerte de joven insuficiencia, en un joven
subdesarrollo, en una joven inmadurez, allí la cultura se volvía «peor»…,
«peor» porque alguien que todavía puede desarrollarse siempre es «peor»
que su propia realización definitiva. El secreto de Retiro, un secreto
realmente demoníaco, consistía en que allí nada podía llegar a la plenitud de
su expresión, todo tenía que estar por debajo de su nivel, de alguna manera
en su fase inicial, inacabado, inmerso en la inferioridad…, y, sin embargo,
aquello era precisamente la vida viva y digna de admiración, su encarnación
más alta de aquellas accesibles para nosotros. ¿El nietzscheanismo y su
afirmación de la vida? Pero si Nietzsche no poseía la más mínima intuición
para estas cuestiones; es difícil imaginar algo más artificial e incluso
ridículo y de peor gusto que su superhombre y su joven bestia humana; no,
no es verdad, no es la plenitud, sino justamente la insuficiencia, la
inferioridad, la inmadurez, lo que es propio de todo ser joven, es decir, vivo.
En aquel entonces aún no sabía que, por unos conflictos bastante parecidos
a los míos, relacionados con el deseo de aprehender la vida en caliente, en
su movimiento, se estaban rompiendo la cabeza los existencialistas que sólo
después de la guerra llegarían a tener resonancia. Comprended entonces mi
soledad y mi contradicción interna que se convertía en una fisura la cual
afectaba a toda mi empresa artística: como artista estaba llamado a
perseguir la perfección, pero me atraía la imperfección; debía crear unos
valores, y sin embargo algo parecido a un subvalor o semivalor se me hizo
muy precioso. Hubiese cambiado la Venus de Milo, el Apolo, el Partenón,
la Capilla Sixtina y todas las fugas de Bach por una broma trivial expresada
por unos labios fraternizados con la humillación, por unos labios
humillantes…
Ya es hora de acabar con estas confidencias. Nada de lo que aquí relato
ha encontrado en mí solución; todo sigue siendo fermento hasta hoy. Quizá
en otra ocasión os contaré cómo, en años posteriores, una nueva irrupción
en mi vida de aquella otra patria mía, Polonia, me alejó de Retiro y me
restituyó en cierta medida a otros problemas. Si he sentido la necesidad de
confiaros estas experiencias argentinas, es porque considero importante que
un hombre que toma la palabra públicamente, un literato, introduzca de vez
en cuando a su auditorio detrás de la fachada de la forma, en el bullente
crisol de su historia privada. ¿Resulta ridícula, o incluso humillante? Sólo
los niños y las tías bonachonas (cuya candidez de solteronas es
desgraciadamente un factor importante de nuestra opinión pública) pueden
imaginarse a un escritor como un ser excelso, un espíritu sublime, que
desde las alturas de su «talento» enseña acerca de lo Bello y lo Bueno. No,
el escritor no se asienta en las cumbres, sino que trepa hacia lo alto; y
¿quién podría seriamente exigirnos que en nuestras páginas resolviéramos
todos los nudos gordianos de la existencia? El hombre es débil y tiene
limitaciones. El hombre no puede ser más fuerte de lo que es. La fuerza de
un hombre sólo puede aumentar cuando otro hombre le presta la suya. De
modo que el papel del literato no consiste en resolver problemas, sino en
plantearlos para que concentren en sí la atención general y lleguen a la
gente: allí ya quedarán de alguna manera ordenados y civilizados.
Quiero añadir para terminar que justamente el sentimiento de la
impotencia ante este problema fue lo que me indujo en los años siguientes a
retirarme de la teoría en provecho de la gente, de lo concreto de la persona
humana. De entre las brumas de Retiro emergieron dos cometidos claros e
importantes, que iban a decidir si en el futuro podría expresarme con más
sinceridad o, por el contrario, tendría que ocultar mi yo… El primer
cometido era obvio: conferir una importancia primordial a aquel vocablo de
escasa importancia que es «chico»; a todos los altares oficiales añadir uno
más, en que se alzaría el joven dios de lo inferior, de lo peor, de lo
insignificante, en todo su poder ligado a lo bajo. Es indispensable un
ensanchamiento de nuestra conciencia que consista en la introducción —al
menos en el arte, o al menos en mi arte—, de ese otro polo del devenir, en
dar nombre a esa forma humana que nos fraterniza con la insuficiencia, en
hacer que le rindan homenaje. Pero aquí surgía el segundo cometido,
porque sin la previa liberación de la «virilidad» no se podía ni siquiera tocar
ese tema con la punta de la pluma, y, para poder hablar o escribir de ello,
tenía que vencer en mí el miedo a la insuficiencia en este sentido, a la
femineidad. ¡Oh! Conocía esa virilidad que los hombres se fabrican entre
ellos, instigándose, obligándose a ella mutuamente presas de un terrible
pánico de descubrir en sí a la mujer; conocía a hombres que se esforzaban
por llegar a ser hombres, machos tensos que se daban lecciones de virilidad
los unos a los otros. Un hombre así aumentaba de modo artificial sus
rasgos: exageraba su pesadez, brutalidad, fuerza y seriedad; era el que viola
y conquista con la fuerza, temía, pues, a la belleza y al encanto, que son
armas de la debilidad, se abandonaba a la monstruosidad del macho, se
volvía desenfrenado y trivial, o bien obtuso y torpe. La más alta realización
de esta «escuela» eran seguramente aquellos banquetes de los oficiales
borrachos de la guardia del zar, en los cuales los comensales se ataban unos
cordeles a los miembros viriles y, a continuación, por debajo de la mesa, los
unos tiraban de la cuerda a los otros. El primero que no aguantaba y daba
un grito, pagaba la cena. Pero el espíritu de esta virilidad intensificada se
manifestaba en todo y, diríase, en la historia. Observé que a ese tipo de
hombres su virilidad desenfrenada no sólo les quitaba el sentido de la justa
medida, sino también toda intuición sobre la manera de actuar en el mundo:
allí donde se debía ser elástico, el hombre se abalanzaba, empujaba, se
lanzaba con todo su ímpetu vociferando. Todo en él se volvía excesivo: el
heroísmo, la severidad, la fuerza, la virtud. En semejantes paroxismos,
pueblos enteros se han lanzado, como el toro sobre la espada de un torero,
presa del terrible temor de que el público no les encontrara el más ligero
vínculo con el ewig weibliche… No tenía duda alguna, pues, de que ese toro
superpotente no tardaría en cargar contra mí apenas hubiese husmeado mi
intención de atentar contra sus inapreciables genitales.
Para evitarlo tenía que encontrar una posición diferente —fuera del
hombre y de la mujer, pero que no tuviera nada que ver con el «tercer
sexo»—, una posición extra— sexual y puramente humana desde la cual
pudiera ventilar esas regiones sofocantes y contaminadas por el sexo. No
ser hombre por encima de todo, ser un ser humano que sólo en segundo
lugar es hombre; no identificarse con la virilidad, no quererla… Sólo
cuando con decisión y abiertamente me liberara de la virilidad, su juicio
sobre mí perdería virulencia y podría entonces decir muchas cosas que de
otra manera no se pueden decir.
Sin embargo, estos proyectos se quedaron en tales. Durante los
siguientes años de mi estancia en Argentina, la necesidad de trabajar para
vivir me agobió de tal manera, que toda realización de, mi programa a largo
plazo y a escala más amplia se hizo técnicamente imposible. No podía
concentrarme. La burocracia me absorbió y atrapó entre sus papeles y sus
absurdos, mientras la verdadera vida se alejaba de mí como el mar durante
la marea baja. Con un último esfuerzo escribí Transatlántico, en el que
encontraréis muchas de las experiencias que acabo de contar, y luego fui
condenado a una labor literaria esporádica, de domingos y festivos, como
este diario, donde no puedo transmitiros nada aparte de un resumen
superficial, pobremente discursivo, casi periodístico. Qué le vamos a hacer.
Que sea al menos una huella de mi manera de compenetrarme con mi
segunda y dolorosa patria, la Argentina, que el destino me había deparado y
de la que hoy en día ya no sabría separarme del todo.

Lunes

La confección de estos recuerdos ha estado influida por el hecho de que


la policía de Buenos Aires ha llevado a cabo hace poco una gran purga en el
Corydonismo local. Han sido arrestadas centenares de personas. Pero ¿qué
puede hacer la policía contra una enfermedad? ¿Es capaz de arrestar un
cáncer? ¿O multar el tifus?
Sería mejor, pues, descubrir al sutil bacilo de la enfermedad que sofocar
los síntomas. Pero ¿quién está enfermo? ¿Acaso sólo los enfermos? ¿O
también los sanos? No comparto la estrechez mental que no ve en ello más
que una «degeneración sexual». Degeneración, sí, pero que tiene su origen
en el hecho de que las cuestiones de la edad y de la belleza no son
suficientemente transparentes y libres en la gente «normal». Es una de
nuestras debilidades e impotencias más graves.
¿No sentís que en este campo también vuestra salud se vuelve histérica?
Estáis encorsetados, amordazados: sois incapaces de confesar.
Por eso quiero hablar. Pero tengo que puntualizar sobre lo que estoy
diciendo: nada de esto es categórico. Todo es hipotético… Todo depende —
¿por qué iba a ocultarlo?— del efecto que vaya a producir.
Es el rasgo que caracteriza toda mí producción literaria. Intento
diferentes papeles. Adopto diferentes posturas. Doy a mis experiencias
diferentes sentidos, y si uno de estos sentidos es aceptado por la gente, me
establezco en él.
Es lo que hay de juvenil en mí. Placet experiri, como solía decir
Castorp. Pero supongo que es la única manera de imponer la idea de que el
sentido de una vida, de una actividad, se determina entre un hombre y los
demás. No sólo yo me doy un sentido. También lo hacen los demás. Del
encuentro de estas dos interpretaciones surge un tercer sentido, aquel que
me define.
XVI
Capítulo

LUNES
Aullidos de sirenas, pitidos, fuegos artificiales, descorchar de botellas y
el vasto murmullo de una gran ciudad en gran agitación. En este instante
hace su entrada el año nuevo, 1955. Camino por la calle Corrientes, solo y
desesperado.
Delante de mí no veo nada…, ninguna esperanza. Se me está acabando
todo, no consigo iniciar nada. ¿El balance? Después de tantos años llenos, a
pesar de todo, de esfuerzos y de trabajo, ¿quién soy? Un oficinista rendido
por siete horas diarias de darle vueltas a la noria, ahogado en todos sus
proyectos literarios. No puedo escribir nada aparte de este diario. Todo se
va al garete porque cada día durante siete horas cometo el asesinato de mi
propio tiempo. Tantos esfuerzos dedicados a la literatura y ella no es capaz
de asegurarme hoy un mínimo de independencia material, ni siquiera un
mínimo de dignidad personal. ¿«Escritor»? ¡Qué va! ¡Sobre el papel! En la
vida, un cero, un ser mediocre. Si el destino me hubiese castigado por mis
pecados, no protestaría. Pero yo he sido destruido por mis virtudes.
¿A quién debo culpar? ¿A los tiempos? ¿A la gente? Pero cuántos hay
todavía más destrozados. No he tenido suerte en el sentido de que en
Polonia me trataban con desprecio, y hoy, cuando por fin alguno que otro
empieza a respetarme, no queda lugar para mí, soy forastero en todas
partes, como si no habitara en la tierra, sino que estuviera suspendido en el
espacio interplanetario, como un astro solitario.

Miércoles

Carta de una mujer (recibida desde el Canadá a principios de diciembre,


lo cual quiere decir que la escribió tras haber leído los fragmentos del
«Diario» publicados en el número de noviembre de Kultura):

Estimado Don Witold:


…no le he escrito porque estoy enfadada con usted; además, me
preocupa que con tanta tranquilidad y ligereza entre en «la edad de la
derrota». Como si nada. ¿Piensa tal vez que son los demás quienes tienen
que esforzarse por usted? Yo creo, o más bien, me temo, que la pampa
argentina ya le tiene tan atrapado que se acuerda usted cada vez menos de
que se debería vivir un poco más antes de morir. Da la sensación de que
está usted muriéndose a pasos agigantados, aunque, por supuesto, su morir
actual puede estar alejado medio siglo del morir siguiente, después del cual
ya no escribirá ni siquiera sus fragmentos de diario, ni siquiera los
recuerdos de una cena o de un par de zapatos.
Al principio, lo que usted escribía tenía carácter polémico, despertaba
controversias, producía reacciones, incluso negativas, pero fuertes. Los
últimos «fragmentos» no me producen ninguna reacción aparte del estupor
de que usted los escriba y de que Kultura los publique.
Y esto me preocupa mucho. Porque si usted se empeña en malgastar así
su talento, ¿quién podrá remediarlo? Me da la impresión de que es usted
testarudo, ¿no es así? ¿Hay alguna salida de este callejón?
¿Se da usted cuenta de que desde hace tiempo en su «diario» se limita a
aleccionar? Aleccionar sobre cómo deber ser el nuevo arte, la literatura, la
nueva forma, o sobre cómo no deben ser; y por qué éste o aquél le parece
mediocre, o menos mediocre.
Porque usted no es crítico de arte, ni de poesía, ni de literatura. Se
supone que es usted escritor, que ha de crear literatura: debería, pues, crear
y no comentar lo que han escrito los demás (y sobre todo lo que no han
escrito).
¿Y de qué le sirve saber cuál es la problemática de nuestro tiempo, su
espíritu y su tonalidad? El artista percibe la tonalidad en que puede crear, y
no le importa que sea una tonalidad contemporánea o adelantada en cien
años; tampoco le importa que los demás escritores encajen en esta
tonalidad, sean atonales o no sean escritores en absoluto.
Si le apetece crear de manera moderna, qué importancia tiene que esté
más cerca de Dalí o de Sartre, lo importante es que siga creando;
desgraciadamente estos échantillons que encontramos en los «fragmentos»
son más bien fruto de la elaboración que de la creación. No hay en ellos la
inspiración, el convencimiento, ni el brío de antes. Lo que hay
principalmente es negación.
Estoy convencida de que está desaprovechando usted su talento y de
que solamente catapultándolo drástica— mente podría interrumpirse este
proceso.
¿Está preocupada? ¿Y quiere catapultarme? Es cierto que el diario
publicado en el número de noviembre salió un poco frívolo: unas notas
sueltas y el veraniego cuento sobre el cocodrilo. Pero ¿por qué tendría que
disparar siempre con un cañón? ¿Y si se me antoja salir con una escopeta a
cazar gorriones o cocodrilos?
Es una carta significativa en muchos aspectos, sobre todo porque
testimonia una presión restrictiva a la que siempre se ve sometido el autor
por parte de los lectores: —No escriba esto, escriba sólo aquello… Sea sólo
serio. Sólo inspirado. No sea crítico. No piense, ¿para qué demonios va a
pensar?… (Me conozco esta escuela polaca del no pensar.) Una serie de
prohibiciones y limitaciones que recuerdan…, ¿qué es lo que recuerdan?
Las limitaciones de hoy en el intercambio de divisas y de mercancías.
Esta señora querría que yo escribiera únicamente cosas importantes
(para ella) y que suscitara controversias. Pero en este diario yo también
anoto mi propia historia.
Es decir, no lo que es importante para ella o para vosotros, sino para mí.
Cada uno de estos monólogos me es necesario, cada uno de ellos me da un
ligero impulso. ¿Os aburre mi historia? Si es así, sería la prueba de que no
sabéis leer en ella vuestra propia historia. Mi lectora, por ejemplo, se enfada
porque hago públicos el menú de mi cena y la compra de un par de zapatos.
Deberíais saludar con gritos de triunfante júbilo y redoble de tambores el
que, gracias a mí, un hecho sin importancia para el gran público, pero de
mucha importancia para mí mismo, fuera anunciado urbi et orbi. Si sólo se
permitiera escribir acerca de cuestiones universales, ¿qué literatura
proclamaría la existencia de una sopa determinada y de un par de zapatos
determinado? Sin embargo, la literatura debería abarcarlo todo.
¿Qué es un diario si no, ante todo, una forma de escribir privada,
realizada para nosotros mismos? Este punto de partida diferente del diario
es lo que lo distingue de todos los demás géneros literarios, y es en verdad
de suma importancia. La literatura tiene un doble sentido y una doble raíz:
nace de una contemplación pura y artística, de una tendencia desinteresada
hacia el arte, pero al mismo tiempo constituye también una batalla privada
entre el autor y los hombres, un instrumento de su lucha por una existencia
espiritual. Es un asunto que madura en soledad, es un crear por crear; pero
al mismo tiempo también es un asunto social, un imponerse a la gente, más
aún, es crearse públicamente a sí mismo a través de la gente. Nace de la
necesidad de la Belleza, del Bien, de la Verdad; pero también es el deseo de
la fama, de la importancia, de la popularidad, del triunfo. El diario de un
escritor, al expresar ese segundo y personal aspecto de la literatura,
constituye el complemento de la obra puramente artística. Y el cuadro
completo de la creación sólo lo tendremos cuando veamos al autor en estas
dos dimensiones: como artista desinteresado y objetivo, y como hombre que
lucha por sí mismo entre otros hombres.
Pero entonces no pretendáis que un diario esté escrito sólo para vuestra
satisfacción, como una novela barata o un artículo de fondo, cuando resulta
que también es, y quizá incluso en mayor grado, una lucha con vosotros, un
medio de «habituaros» al autor, de saturaros de una existencia ajena que os
necesita, pero que a vosotros os puede parecer innecesaria, y si queréis que
semejante literatura privada siga existiendo, debéis permitirle cierta
libertad. En cuanto a mí, haréis mejor en no entrometeros demasiado en mi
trabajo. Me volvería loco si quisiera tener en cuenta cada una de vuestras
opiniones caprichosas, tanto las elogiosas como las agrias. Cuidad de que
mi diario contenga el mínimo indispensable de inteligencia y vitalidad, la
cantidad exigida por el nivel medio de la palabra impresa, pero en cuanto al
resto, dejadme las manos libres. En este saco meto muchas cosas distintas:
todo un mundo al que sólo os acostumbraréis en la medida que adquiera
superioridad sobre vosotros; mientras tanto, muchas cosas de este diario os
parecerán innecesarias e incluso os quedaréis sorprendidos de que se
aceptara su publicación.

Jueves

¿Lo digo o no lo digo? Hace más o menos un año, me ocurrió lo


siguiente. Entré en el lavabo de un café de la calle Callao… En las paredes,
diversos dibujos e inscripciones. Pero jamás aquel delirante antojo me
habría pinchado como un aguijón venenoso, si casualmente no hubiese
palpado un lápiz en el bolsillo. Era un lápiz-tinta.
Encerrado, aislado, con la seguridad de que nadie me vería, en una
sosegada intimidad…, y el murmullo de agua que decía: hazlo, hazlo, hazlo.
Saqué el lápiz. Lo ensalivé. Escribí en español, en lo alto de la pared para
que fuera difícil borrarlo, algo, oh, algo absolutamente vulgar, al estilo de:
«Señoras y señores, para nuestro beneficio,
No lo hagan en la tapa, sino en el orificio.»

Guardé el lápiz. Abrí la puerta. Atravesé el café y me mezclé con la


muchedumbre en la calle. Pero mi inscripción se había quedado allí.
Desde entonces vivo con la conciencia de que allí está mi inscripción.
Dudaba si debía confesarlo. Dudaba, no por cuestión de prestigio, sino
porque la palabra escrita no debería servir para divulgar ciertas… manías…
Sin embargo, no voy a ocultarlo: nunca, jamás hubiese pensado que eso
podría ser tan… fascinante…, y casi no me puedo perdonar haber perdido
tantos años sin conocer un placer tan barato y desprovisto de riesgo. Hay en
esto algo…, algo extraño y embriagador… debido probablemente a la
terrible evidencia de la inscripción unida a la absoluta ocultación del autor,
al que es imposible descubrir. Y también al hecho de que se trata de algo
absolutamente inferior al nivel de mi creación…

Viernes
Y a pesar de todo, he descollado… Ya es algo parecido a la fama. O al
menos al respeto. Podría parecer, querido Gombrowicz, que de alguna
manera has triunfado en tu solar patrio y que ahora puedes gozar viendo las
caras confundidas… de quienes hasta hace poco te tenían por payaso. ¡La
venganza es el placer de los dioses! Aquella bruja ya no puede ser insolente
contigo. Aquel cretino ha tenido que retirar su opinión. He alcanzado la
gloria. Pero esta gloria…, ejem…, no, la estupidez no se deja vencer. Es
indestructible.
Ayer encontré a la señora X., que había oído hablar de mis numerosos
éxitos. Tras saludarme, me miró con cierto aire de aprobación y dijo:
—Vaya, vaya…, le felicito… ¡Se ha vuelto usted más serio!
¡Maldita bruja! De modo que no has entendido que yo era serio cuando
tú me considerabas un frívolo. ¡Crees que me he vuelto serio sólo a partir de
mis éxitos!

***

Dijo ella: —Usted tiene la vida fácil—. Dije: — ¿Por qué considera
usted que tengo la vida fácil?—. Dijo: — ¡Tiene usted talento! Puede
escribir lo que quiere y a cambio goza de admiración y tiene muchas
facilidades.
Dije: —Pero ¿se da usted cuenta del esfuerzo que exige escribir?—.
Dijo: —Cuando uno tiene talento, todo se le da fácilmente—. Dije: —Pero
«talento» es una palabra vacía; para escribir hay que ser alguien, hay que
trabajar intensamente sobre uno mismo, incluso luchar consigo mismo, es
cuestión de desarrollo…—. Dijo: —Bobadas, ¿para qué ha de trabajar si
tiene talento? Yo, si tuviera talento, también escribiría.

***

—¿Usted escribe? Hoy en día todos escriben. Yo misma he escrito una


novela—. Yo: — ¿De veras?—. Ella: —Sí, y hasta he tenido buenas críticas
—. Yo: — ¡La felicito!—. Ella: —No, no lo digo para presumir, sólo quiero
hacer resaltar que hoy en día todo el mundo escribe. Todos saben hacerlo.
Sábado

Sería fatal que, siguiendo el ejemplo de muchos otros polacos, me


deleitara con el recuerdo de nuestra independencia de los años 1918 − 1939,
que no me atreviera a mirarla a los ojos fría y libremente. Lo que pido es
que no se tome mi frialdad por un efectismo barato. El aire de libertad nos
fue dado para que emprendiéramos la lucha contra un enemigo más
atormentador que todos los opresores anteriores, contra nosotros mismos.
Después de las luchas contra Rusia y contra los alemanes, nos esperaba la
batalla contra Polonia. No es de extrañar, pues, que la independencia
resultara ser más dura y más humillante que la esclavitud. Mientras
estábamos absorbidos por la rebelión contra la agresión del opresor, las
preguntas: ¿quién somos?, ¿qué hacer de nosotros?, permanecían como
adormecidas, pero la independencia despertó el misterio que dormía en
nosotros.
Con la recuperación de la libertad surgió ante nosotros el problema de la
existencia. Para existir de verdad, era preciso transformarnos. Pero
semejante transformación superaba nuestras fuerzas; nuestra libertad sólo
era aparente; en la misma estructura de la nación anidaban la falsedad y la
violencia, que frustraban nuestras iniciativas. Nuestra debilidad nos
prevenía contra cualquier cambio en nosotros, no fuera que todo se viniese
abajo. A la Polonia de aquel entonces la llevábamos en el pecho como la
armadura de Don Quijote, pero por si acaso preferíamos no probar su
resistencia.
Los años de independencia no fueron un período de jubilosa creación,
sino un doloroso forcejeo con el invisible hilo de la esclavitud interior. Fue
una época de existencia en clave, la época de la gran mascarada. Si
escribiera la historia de la literatura de ese tiempo, no me preguntaría por
qué aquellos escritores eran célebres, sino por qué, siendo célebres, no
podían serlo plenamente. La historia de esta literatura debería escribirse al
revés, es decir, como una historia de lo que no se realizó. Es mejor que nos
mostremos orgullosos y decididos en el rechazo de todo lo que realmente no
estaba hecho a nuestra medida; sólo una política así nos salvará de la
humillación. Si yo escribiera la historia de la literatura… Pero no puedo
escribirla porque no conozco la mayoría de esos insípidos libros; de la prosa
y la poesía sé algo, más bien las he hojeado que leído, y la idea que tengo
de nuestra literatura es una síntesis de muchas impresiones: de lo que he
leído, de lo que se hablaba, de lo que flotaba en el aire. Da lo mismo. Basta
con una cucharada de sopa para saber si te gusta o por qué no te gusta…, y
voy a expresar mi opinión no como un investigador, sino como uno de los
que frecuentaban ese comedor.
Para empezar, una idea general: cualquiera que sea una literatura en sus
medios de expresión —realista, fantástica o romántica—, siempre tiene que
estar estrechamente unida con la realidad, porque hasta la fantasía resulta
importante sólo en cuanto nos introduce en la esencia de las cosas con más
profundidad de lo que lo haría la mediocridad del sentido común. De modo
que la cuestión decisiva para conocer la autenticidad de la literatura o de la
vida espiritual de una nación será precisamente ésta: comprobar hasta qué
punto están próximas a la realidad.
Quisiera examinar desde este ángulo el período 1918— 1939.
Empecemos por el grupo de escritores que formaron las mentes de
quienes vivirían la independencia.
Sienkiewicz. Ya he escrito sobre Sienkiewicz[43]. Sienkiewicz es la
ensoñación a la que nos abandonamos antes de dormirnos…, o hasta el
mismo sueño. ¿Se trata, pues, de una ficción? ¿Una mentira? ¿Un
autoengaño? ¿Un desenfreno espiritual?
Y, sin embargo, él constituye probablemente el hecho más real de
nuestra vida literaria. Ninguno de nuestros escritores fue ni siquiera la
mitad de real que Sienkiewicz; quiero decir que fue en verdad leído con
placer. Y fue tan real no tanto por el mundo irreal y hasta falso que había
creado cuanto por la influencia archirreal que ejercía sobre los lectores.
¿Acaso era una ilusión, o por lo contrario, existía más que los demás?
Tengamos en cuenta que una ficción que cambia algo en el mundo también
se convierte en realidad. Ni por un momento se preocupó Sienkiewicz por
la verdad absoluta, no era de esos cuya mirada fulminante arranca las
máscaras; tampoco tenía nada de solitario. Esencialmente sociable, tendía a
la gente y quería gustar; unirse a la gente era para él más importante que
unirse a la verdad, era de los que buscan la confirmación de la propia
existencia en la existencia ajena.
Y puesto que su naturaleza no buscaba verdad sino lectores, adquirió un
olfato extraordinario en lo que se refiere a la búsqueda de la necesidad que
él pudiera satisfacer. De ahí proviene aquella elasticidad espiritual suya,
aquella adaptación absoluta y totalmente sincera a lo que constituían las
necesidades del rebaño. Y puesto que se formaba para los hombres, también
era formado por ellos, lo cual dio como resultado una maravillosa
homogeneidad de estilo, una forma deliciosamente impregnada de
humanidad y resplandeciente, una gran capacidad de crear mitología, y la
percepción de uno de los mayores y más difíciles de descubrir peligros en el
arte, el peligro de aburrir. Sienkiewicz es auténtico en la medida en que una
necesidad (aunque fuese la necesidad de lo falso) puede crear el valor.
Aquí topamos con una paradoja: este escritor conservador se revela en
este sentido como un precursor de los revolucionarios tiempos
contemporáneos; este escritor «creyente» subconscientemente se encuentra
próximo a la filosofía que derriba los valores absolutos y vive con la
dialéctica de los valores relativos surgidos de las necesidades y donde el
hombre se convierte en la medida del valor. ¿La fe de Sienkiewicz? Me
inclino a suponer que Dios constituía para él un modo de convivir con el
pueblo. ¿Un Sienkiewicz ateo, bolchevique, sería imposible? No, todo lo
contrario, es hasta tal punto posible que si algún día la modernidad roja
polaca produce un gran escritor, será exactamente un Sienkiewicz a
rebours.
Pero él no se veía a sí mismo desde este lado. No era consciente de ello.
Y si lo hubiese sido, eso habría significado su inmediato fin como
Sienkiewicz. Porque Sienkiewicz quiere decir existir no en el mundo, sino
en cierto mundo, en un fragmento del mundo, en un mundo secundario que
se toma por el mundo real y del cual se rechaza conocer las raíces que lo
unen a la realidad. Sienkiewicz no se daba cuenta de su mecanismo y eso es
lo que le faltaba para ser plenamente moderno.

***

En cuanto a Żeromski…[44] Seguramente fue más profundo y más


sublime que Sienkiewicz. Pero tiene un defecto, o quizá se trata más bien de
una flauta hecha de dos materiales de calidades diferentes: no suena limpio.
¿Qué es lo que en él se fundió inadecuadamente, causando ese
desafinamiento? Żeromski es todo sexo, amor, instinto, ha sido creado por
Eros, éste es su país, aquí se siente en su casa, el más tierno, el más
delicado, el más expresivo de todos. Pero el amante se ha convertido en
ciudadano, el cazador de estremecimientos amorosos se ha transformado en
maestro, el perseguidor de un frenesí apasionado se ha vuelto activista
social y patriota, mientras que su lirismo ondeante, amargo, centelleante,
empieza a demostrar una preocupación filial por Polonia. De ahí surgen las
casas de cristal[45], una repugnante mezcla de arco iris y vivienda, que no
pega nada con el paisaje, una metáfora fatal.
Una mezcla de sexo y Patria…, ¿por qué no ha dado resultados? El
lirismo amoroso es individual sólo en apariencia; este estado de ánimo nace
de un sometimiento al género: el género ejerce violencia sobre el
enamorado, y no hay mayor diferencia entre un soldado que muere por la
patria y un amante que arriesga su vida para poseer a su amada. Ambos
obedecen una orden más importante que todo lo personal: tanto el que
defiende a la comunidad como el que prolongará la existencia de ésta en los
hijos nacidos de la mujer hacia la que se vio inclinado por el instinto.
Pero en el caso de Żeromski, el modo de sentir el amor es definitivo y
trágico. Mientras que el modo de sentir la patria es secundario y más bien
didáctico. El Żeromski que destila los elixires del amor aparece al desnudo.
El Żeromski-patriota, aunque todo corazón y todo conciencia, es a la vez un
señor con perilla, un ciudadano y un «escritor polaco». El Żeromski que
profundiza en el amor es desinteresado, despiadado y libre, mientras que
cuando habla de Polonia lo asaltan miles de consideraciones; y ahí no se
puede ser únicamente trágico, hayo que ser constructivo y positivo. Por eso
la desnudez de Żeromski se viste con la Patria, como se viste uno con una
camisa. Un espectáculo de mal gusto.
Żeromski, que no tenía nada de novelista y en cambio lo tenía todo de
poeta, se puso a escribir novelas de temas sociales, que eran, cuanto menos,
extrañas. Aladas y llanas a un tiempo, hechas de una percepción llena de
perspicacia y de unas inspiraciones conmovedoras, son a la vez, en todo lo
que constituye en ellas el elemento más sólido de la composición, casi
ingenuas, casi torpes; cada frase, tomada por separado, está llena de
inspiración, pero los personajes, el argumento, las ideas novelescas, la
psicología, la sociología, los diálogos, la visión de los ambientes, aparecen
inexplicablemente trivializa— dos y tratados con extrema ingenuidad —
como si en su inspiración interfiriera Rodziewiczówna—, y toda esta
literatura de Żeromski, repleta de lucha social, de filantropía, de fiestas
populares, de sufrimientos nobles, de socialismo, no es más que letra
muerta…, lo cual ya no es de primera, sino de segunda clase. El no supo
escoger el tema. He aquí, pues, un artista de gran categoría que no encontró
su lugar en relación con la temática.
Yo me lo explico imaginándome el desarrollo artístico de Żeromski, la
temprana formación de su estilo. El destino lo situó en las regiones del sexo
y del amor, pero poco a poco, a medida que iba adquiriendo madurez
intelectual, aumentaba la presión de otras cuestiones relacionadas con
Polonia, el pueblo, la injusticia y los agravios, y la conciencia empezó a
atormentarlo. ¡Quería escribir sobre esto! Pero ¿cómo? Es sabido que el arte
requiere frialdad; el artista se expresa con tanto más acierto y tanta más
fuerza cuanto menos vinculado sentimentalmente con el tema está, el artista
tiene que ver objetivamente lo que ha de ver, de modo que no puede estar
interesado en ello. Y de entre todos los sentimientos, el que más esclaviza
es el respeto; el artista tiene que dominar el tema y, es más, tiene que
deleitarse con él. Pero ¿quién era él, Żeromski, ante esas cuestiones? ¿Era
posible asimilarlas, anexionarlas, o sea, someterlas a uno mismo,
organizándoselas según el gusto de uno? ¿O más bien había que servirlas,
entregarse a sí mismo y entregar la propia obra al servicio de aquellos
asuntos superiores? La conciencia no le permitía abandonarlos. Pero la
conciencia no le permitía tampoco tratar la materia de una forma creativa y
soberana. De este modo, el respeto y el amor debilitaron su mano, no se
atrevió a ser suficientemente sensual, se volvió modesto, sumiso, serio y
responsable —no, ni hablar de divertirse, ni hablar de experimentar placer
con la propia madre—; es así como esos contenidos respetables irrumpieron
en su arte y su personalidad in crudo, sin estar digeridos ni destilados. No
llegó a llevar en la sangre todo aquello que trataba con tanto respeto, y ese
amante no poseyó a Polonia, la respetaba demasiado.

***
En cuanto a Wyspiański[46]… Es la antítesis de Sienkiewicz, porque
mientras éste se entregó al lector, aquél se dedicó al arte, a un arte por lo
demás exageradamente patético. Sienkiewicz aspiraba a conquistar las
almas, mientras que Wyspiański, a ser Artista; Sienkiewicz buscaba la
gente, y Wyspiański, el arte y la grandeza. Su mundo es un mundo abstracto
en que los conceptos sustituyen a los hombres, es el mundo de la cultura.
¡Ah, el aburrimiento de estos dramas…! ¿Quién era capaz de entender
algo de su liturgia? Wyspiański es una de nuestras mayores vergüenzas, ya
que nunca nuestra admiración había nacido de un vacío semejante, y los
aplausos, los homenajes y la conmoción nuestros en este teatro no tenían
nada que ver con nosotros. ¿Cuál era el secreto de este triunfo? Wyspiański
también satisfacía las necesidades, pero eran unas necesidades totalmente
ajenas a la vida individual, eran las necesidades de la Nación. La Nación
necesitaba un monumento. La Nación reclamaba un gran arte. El drama de
la nación pedía un drama nacional. La Nación necesitaba a alguien que de
un modo grandioso cantara su grandeza. Entonces Wyspiański se plantó
delante de la nación y dijo: ¡aquí me tenéis! Nada de pequeñez, sólo
grandeza, además con columnas griegas. Fue aceptado.
El dramaturgo. Obviamente la forma dramática siempre tiende a
expresar la grandeza, es una red a la que todo lo menudo se le escapa. Pero
también es cierto que el pormenor es creativo, el detalle es concreto, y no lo
son los monumentalismos. Wyspiański, demasiado majestuoso para abordar
cualquier detalle, estaba condenado a coexistir únicamente con los
elementos y las fuerzas elementales tales como: el Sino, Polonia, Grecia,
Niké, o algún fantasma de su propia invención. Su arte no es como el de
Shakespeare o el de Ibsen —la vida corriente llevada a las alturas del drama
(y no me habléis de La boda) —, aquí todo gira desde el principio hasta el
final por la bóveda celeste de la Historia y el Destino. Sin embargo, cuando
se engrandece la sustancia creativa, el mismo creador se vuelve pequeño e
impotente. Wyspiański puso en marcha una patética maquinaria que acabó
por aplastarlo, por eso es tan grandiosa la puesta en escena y en proporción
resulta tan poca cosa lo que el autor quiere decir a los polacos. A los
polacos y a los no-polacos. Su teatro ha sido un fracaso en el extranjero, no
porque sea polaco, sino porque desde el punto de vista universal, carece de
elementos enriquecedores.
¿Grecia? El teatro griego era algo natural para los griegos y estaba
acorde con su manera joven de sentir la existencia. En cambio, para
nosotros este teatro ya no es más que autoritario, nos influye con su
magnificencia histórica, igual que la misma Grecia. El carácter griego de la
obra de Wyspiański se limita a la majestuosidad del decorado. No es algo
que refresque y purifique nuestra visión, es únicamente solemne.
Por lo cual resulta que su supuesto realismo estaba a cien millas de la
realidad. Wyspiański no veía los fenómenos concretos, porque sólo se fijaba
en sus sublimaciones y síntesis conceptuales. Un teatro en medio de
conceptos. Fue un gran director de escena. Aportó unos decorados
espléndidos. Hizo todo lo posible para asegurar un gran patetismo al
espectáculo. Salió al escenario, pero, intimidado por la grandiosidad del
decorado, se calló.

***

Hablemos de Przybyszewski[47] quien también tuvo su peso en su


generación. Probablemente era el único que podía llevar a cabo la revisión
de nuestros valores, o al menos enriquecer nuestra vida con una serie de
mitos estimulantes y categóricos en su extremismo. No tiene mayor
importancia el hecho de que introdujera la modernidad y la bohemia, lo que
importa es que aboliera nuestro bonachón, puro y cívico concepto del arte,
introduciendo en nuestro idilio polaco el concepto de la creación artística
como un proceso demoníaco. Fue el primero en Polonia que encarnó el arte
implacable, un arte que no hacía concesiones a nadie ni a nada y que
constituía una tremenda descarga del espíritu. Fue el primero entre nosotros
que realmente exigió el derecho a la palabra.
¡Pero qué caricatura! ¡Qué payaso, qué bufón! Es difícil observar sin
avergonzarse su precipitada caída hacia la pacotilla, su transmutación de
héroe en actor melodramático. Un talento espléndido que con toda
tranquilidad y como si nada incurre en la farsa sin advertir sus propias
chapuzas, sin ver siquiera lo que le está pasando. ¿A qué atribuir el hecho
de que esta imaginación se volviera pretenciosa, de mal gusto, retorcida,
chillona, de que enfermase de przybyszewskianismo? La corriente del
pensamiento europeo que lo había fecundado estaba a un paso de la
ridiculez, y sin embargo nunca cayó en ella; si el estilo de Schopenhauer era
infalible, Nietzsche, Wagner, los representantes del romanticismo alemán y
del satanismo francés o escandinavo en más de una ocasión rozaron una
grandilocuente chapuza. Y sin embargo, sólo en un polaco creció de esta
semilla un árbol de una ridiculez y un mal gusto evidentes. ¿Será posible
que hasta tal punto no sirvamos para el demonismo?
Aquí se manifiesta de nuevo la impotencia del polaco ante la cultura.
Para el polaco, la cultura no es algo de lo que él mismo se sienta coautor, la
cultura le viene de fuera como algo superior, sobrehumano, y le resulta
imponente. Pero ¿qué es lo que le resulta imponente a Przybyszewski? ¿La
Nación? ¿El Arte? ¿La Literatura? ¿Dios? Przybyszewski tiene mucho de
un provinciano al que han dejado sentarse a la mesa de la Europa más
aristocrática, pero a él no le imponía tanto Europa como Przybyszewski.
Porque al polaco lo que le impone es él mismo en su dimensión histórica,
no hay nada que lo intimide más que su propia grandeza. Igual que Pisudski
estaba aplastado e incluso horrorizado por Pisudski, igual que Wyspiański
no se podía mover bajo el peso de Wyspiański, igual que Norwid gemía
cargando sobre sus hombros a Norwid, también Przybyszewski miraba con
un temor y terror sagrado a Przybyszewski. En todo lo que escribe se oye:
¡Yo soy Przybyszewski! ¡Soy un demonio! ¡Soy un profeta!
La incapacidad de armonizar lo cotidiano y lo corriente con la grandeza
o con la sublimación… Si hubiese conservado el oído, el gusto y la vista de
un hombre normal, un ataque de risa convulsiva le hubiese prevenido de las
piruetas del demonismo. Pero, como era polaco, tenía que estar de rodillas.
Y estaba de rodillas ante sí mismo.

***

Kasprowicz[48],Pan negro, alma de palomo, bardo de voz de oro…


Pero también: campesino-traidor, rústico falso, naturaleza no natural,
sencillez artificial. Kasprowicz, al dejar de ser campesino y transformarse
en intelectual, como intelectual quería seguir siendo campesino.
Es ésta la fuente de su insuficiencia artística. Kasprowicz, al ser una
mezcla, una combinación de ciudad y de campo, en su esencia era pura
disonancia, pero se disfrazó de armonía. Su canto, de haber sido sincero,
habría sido un puñado de disonancias, la poesía de un meteco, el himno de
una extraña criatura engendrada por elementos contrarios; pero él prefirió
ponerse encima de la chaqueta el blusón de campesino.
Kasprowicz: la cumbre de la poesía «popular» polaca (poesía «popular»
que es un gran malentendido, puesto que se llama poesía del pueblo lo que
es poesía sobre el pueblo). El pueblo se convierte en inspiración poética
sólo cuando lo contemplamos desde la ciudad y a través de los
impertinentes de la cultura; el campesino como campesino nunca ha sido
poesía para el campesino. Nada más falso que Kasprowicz volviéndose
campesino para cantar las bellezas de la naturaleza, cuando precisamente el
campesino no siente la naturaleza, él forma parte de ella, y por lo tanto no la
ve, él lucha contra ella, vive de ella, pero no le reza. Dejad a los
excursionistas los amaneceres y las puestas de sol. En el mundo campesino
todo es sencillo, por tanto no llama la atención. Y si hay algo que el
campesino adora, no es el campo sino la ciudad. Dios se le revelará en una
máquina y no en un álamo a la vera del camino. Prefiere la colonia barata
de la tienda al perfume de los lilacs.
¿Acaso pretendo prohibirle a Kasprowicz que haga brotar de su interior
este canto rústico? En absoluto, todo lo contrario, que lo extraiga, si lo
llevaba dentro. Sólo una pregunta: ¿cómo quién debe cantar? ¿Como
campesino o como Kasprowicz?
Habría sido más real si no hubiese pretendido tener un estilo, si no
hubiese tratado de ocultar con sencillez su lucha interior, si en arte, en lugar
de la forma, nos hubiera mostrado su conflicto con ella. Es probable que
esto hubiese librado a él y a sus descendientes literarios de un falso carácter
popular. Yo vestiría a Kasprowicz de cintura para abajo con pantalones y
zapatos de campesino, y de cintura para arriba con americana y cuello
rígido. De tal guisa lo sacaría ante el público diciéndole: ¡arréglate como
puedas!

***

No niego que a pesar de todo fueron artistas y maestros de gran altura.


Sólo que no eran maestros de la realidad. Sienkiewicz no expresaba la
realidad porque estaba entregado al servicio de la fantasía colectiva.
Wyspiański, porque estaba entregado a unas abstracciones estéticas e
históricas. Żeromski, porque no supo concordar su misión social con su
instinto. Przybyszewski, porque se embriagó con los satanismos. Y
Kasprowicz, porque permitió que el pueblo lo dominara. Para que un
escritor pueda «llegar» a la realidad, tiene que reunir dos requisitos a la vez:
tiene que expresar el espíritu colectivo, pero también su existencia
individual; tiene que ser una personalidad controlada por la colectividad,
pero también una colectividad controlada por la personalidad individual. En
cambio ellos se hundieron del todo en la masa, o bien en aquellas
abstracciones como: nación, historia, arte, que son producto de la cultura
colectiva. Y siempre fueron siervos de algo. Siempre estuvieron de rodillas
ante algo. (¿Positivismo? Pero si era algo únicamente para la nación, casi
una doctrina política, no era el positivismo del individuo. Me doy cuenta de
que se me ha olvidado mencionar a Prus. ¡Lástima!)
Y en esta postura tan incómoda, de rodillas, saludamos la
independencia. ¿Qué había de hacer un hombre recién liberado? Levantarse,
frotarse los ojos, mirar a su alrededor y reflexionar de nuevo: ¿quién soy?,
¿dónde estoy?, ¿cuál es mi tarea?
Pero la independencia no nos devolvió la libertad: ni la libertad de
sentimientos, ni la libertad de visión. La nación era políticamente libre, y no
obstante cada uno de nosotros se vio de pronto más atado e interiormente
más debilitado que en cualquier momento anterior. ¿Qué era aquel Estado
resucitado, si no la llamada a un nuevo servicio y a un nuevo humilde
sometimiento? Pero ese Estado era un convaleciente que apenas se sostenía
en pie. Por lo tanto, todo lo demás, aunque fuera lo más imperioso y lo más
candente, tenía que obedecer a una única orden: fortalecer el Estado.
Fue dicho:
—No tendrás ningún pensamiento que pudiera debilitar la nación o el
Estado.
—Verás, pensarás y sentirás únicamente lo que fortalece la nación y el
Estado.
Sin embargo, todo esto produjo en nosotros un conflicto que a mi modo
de ver tiene una importancia capital en todo el período de la independencia.
Porque fijaos: nos llamaban para que rechazáramos la plenitud y la
autenticidad de una existencia individual no en favor de otra autenticidad y
otra fuerza, sino en favor de una existencia incompleta que no podía
conseguir nada porque estaba marcada por la insuficiencia. Polonia, a la que
teníamos que nutrir con nuestra propia sangre individual, era económica y
militarmente endeble, estaba políticamente situada entre dos potencias
amenazadoras, estaba culturalmente enferma de anacronismo; un país así no
podía llevar una política coherente, no podía lograr nada, tenía que subsistir
poniendo parches y escondiendo la cabeza bajo tierra. Y lo peor es que no
era un Estado ni grande ni pequeño: era suficientemente grande para ser
llamado a jugar un papel histórico y demasiado pequeño para estar a la
altura de este cometido.
Todo esto creó una atmósfera de irrealidad, de chapuza y grotesca, lo
cual emponzoñó aquellos veinte años de entreguerras. De irrealidad, ya que
sencillamente no teníamos a través de qué entrar en contacto con la vida.
Nos arruinábamos para mantener un gran ejército, pero este ejército resultó
ser una quimera. Nos limitábamos espiritual e intelectualmente, y sin
embargo nuestro pensamiento estatal y nacional no se volvió por ello más
fuerte. En cuanto a la chapuza, los mejores talentos tenían que
desaprovecharse atenazados por esta doble anemia, individual y colectiva,
igual que se desaprovechaban nuestras iniciativas técnicas, financieras y
sociales. Y al mismo tiempo todo ello resultaba grotesco, puesto que lo
grotesco es signo de incapacidad, es la marca registrada de la pacotilla.
No estoy abordando la totalidad de la vida polaca, me limito a la
literatura. Es posible que en los terrenos político y económico no
tuviéramos otra cosa que hacer, se hacía, pues, lo que se podía y como se
podía. Pero en el arte la libertad es incomparablemente mayor, y afirmo que
incluso en aquella situación era posible en Polonia un arte real.
Es más, afirmo que en aquellas condiciones el cometido principal y más
importante del arte era no permitir que se perdiese el contacto con la vida
real, atravesar la vida reducida para llegar a la existencia verdadera y plena,
y convertirse en el ancla que nos uniera con la existencia esencial. ¿Por qué
el arte nos ha defraudado tan terriblemente en este sentido?
Pues a causa de un pequeño descuido… Volveré sobre este tema en un
próximo futuro, os contaré cómo un pequeño error en la elección del
camino nos ha impedido salir de nuestro callejón sin salida hacia un espacio
abierto.
XVII
Capítulo

DOMINGO
Quisiera dedicar hoy algo de tiempo a volver a aquellos años, los años
de la independencia. Para destruirlos. Mi actual situación catastrófica así lo
exige. Si acepto interiormente que ellos eran como había que ser, unas
plantas lozanas y florecientes en suelo fértil, mientras que yo soy algo
agonizante en medio de un desierto, un inválido varado en una orilla
extranjera, sin patria, etcétera…, exiliado, perdido, errabundo…, ¿qué me
quedará aparte de renunciar a todo lo que yo significo? Así que debo
movilizar todas las ventajas que se derivan de mi situación y demostrar que
puedo vivir mejor y de manera más auténtica. Ahora voy a escribir algo
sobre la poesía (en verso) de entreguerras…, y ya veré lo que de ella se
salva por ser auténtico… Siento curiosidad de hasta qué punto lo que nace
de mi pluma puede ser verdad…
Aquellos versos eran sin duda mejores que la prosa de entonces. Lo cual
tiene fácil explicación. Cuanto más formalista es el arte, tanto menos
depende de las presiones exteriores, del ambiente y de la época. Lo que
resultaba más difícil en la Polonia independiente era hablar, después,
escribir una prosa normal, después, escribir una prosa estilizada, mientras
que la cosa relativamente más fácil era escribir en verso rimado. Para poder
expresarse de forma irreprochable en una conversación normal, en la prosa
cotidiana, hay que ser un hombre que pueda hablar, un hombre al que las
condiciones exteriores no le alteran su modo de hablar. Pero los poemas,
incluso los «célebres» y los «espléndidos», los puede escribir alguien atado
con todas las cadenas posibles, siempre que haya aprendido la forma.
Skamander y la vanguardia…, sí, recuerdo… Skamander surgió bajo el
signo de la renovación, la modernización y la europeización; ellos quisieron
ofrecer una poesía ya independiente, libre y desinteresadamente poética,
una poesía orgullosa que no sirviera más que a sí misma. ¡Una idea muy
saludable! Era muy propio del momento respirar aires nuevos. Entonces,
¿por qué fue el parto de los montes? ¿Por qué todo terminó en nada…?
En nada, sí. Si elimináramos a todos los poetas de Skamander de
nuestra vida espiritual (pero, ¡cuidado!, utilizo aquí el concepto de «vida
espiritual» en serio), no pasaría nada…, este hecho no provocaría en
absoluto ningún cambio. Ellos existieron, pero podían no haber existido…
Nos veríamos empobrecidos de una cierta cantidad de metáforas y rimas, de
una cierta cantidad de belleza, así como de una serie de novedades poéticas
importadas o de cosecha propia, pero esto sería todo. Ninguno de esos
poetas de raza nos proporcionó nada excitante, nada que fuera
verdaderamente personal, ninguna solución, ninguna transformación de la
realidad en cualquier forma definida y expresiva, como puede serlo una
cara humana. Les faltaba la cara. No tenían una actitud ante la realidad. Si
alguno de ellos tenía lo que suele llamarse convicciones, éstas no se
diferenciaban en nada del corriente catecismo político o social de la época:
el socialismo y el pacifismo de Słonimski, el esteticismo de Iwaszkiewicz,
la polonidad de Lechoń. Habían encontrado sus fes ya hechas, se adherían a
un credo u otro, pero ninguno de ellos poseyó un rito verdaderamente
propio. ¿Acaso, fuera de la poesía rimada, no eran unos niños? Despojad a
Valéry, a Claudel, a Rilke de todas sus estrofas y quedará una personalidad,
un fenómeno espiritual, un alma, alguien único e irrepetible. Quemad las
rimas de Skamander y veréis a un grupo de chicos simpáticos que se
defienden más o menos en la vida.
Teniendo en cuenta que a pesar de todo tenían talento, preguntemos: ¿a
qué se debe este vacío? ¿Por qué fuerza maléfica el arte en lugar de
enriquecer en este caso resultó ser empobrecedor? No será difícil dar una
respuesta si tomamos en consideración que ellos no pretendían en absoluto
enriquecer la forma de la que disponían, sino que querían purificarla.
Habiendo encontrado el verso contaminado de diversos ingredientes no
poéticos, decidieron dejarlo estrictamente poético. Eran unos piadosos
adeptos y cultivadores de la forma cuya majestuosidad cargaban sobre sus
hombros como una capa de armiño: respetuosos, modestos y tímidos. Pero
el artista que teme atentar contra la forma y no sabe tratarla con brutalidad
si es necesario, ¿qué puede hacer? ¿Cómo introducir en un canto
consagrado una poesía que apenas empieza a madurar, que aun no está
sancionada y que es seminoble? ¿Cómo meter en un recipiente estrecho un
contenido tan enorme, que empieza a despertarse? Estos cometidos tan
demoledores superaban en mucho los esfuerzos pusilánimes de los
integrantes del grupo Skamander, dirigidos a perfeccionar y purificar la
palabra. Eran ante todo poetas «por eliminación», poetas sólo ante las cosas
ya poéticas y no de los que transforman la no poesía en poesía.
¡Lo cual les iba de perilla! Esta música les convenía. Porque si no,
¿cómo iban a mantenerse en la literatura? Si intelectualmente no alcanzaban
el nivel de su tiempo y no se daban cuenta de las cosas nuevas que brotaban
a su alrededor. Carecían de talla personal y espiritual…, pues eran, de
hecho, una irrupción colectiva en el arte polaco, ya que, a pesar de que cada
uno de ellos fuera diferente en cuanto a su poesía, temperamento y
pensamiento, sin embargo eran tan homogéneos, en el sentido más
profundo, que hasta hoy esta poesía es una poesía de grupo. Pero ¿acaso
podía surgir en Polonia auténtica poesía, una poesía basada en un contacto
real con la vida, sin horadar con la mirada las paredes de la casa que nos
habíamos construido y ver lo que acechaba más allá…, a lo lejos…? Los
poetas de Skamander eran conscientes de su lugar sólo hasta cierto punto,
conocían su lugar en el arte, pero no sabían cuál era el lugar del arte en la
vida. Conocían su lugar en Polonia, pero ignoraban el lugar de Polonia en el
mundo. Ninguno de ellos se elevó tan alto como para ver la situación de su
propia casa.
Sin embargo, eran suficientemente inteligentes como para darse cuenta
de que la realidad polaca estaba en una gran parte inflada. Sabiéndolo
gracias a la inequívoca intuición poética, y a la vez sin tener idea de cómo
afrontar este hecho y qué conclusiones sacar de él, decidieron no
preocuparse demasiado por la realidad. Y fue así. Editaban sus pequeños
volúmenes, contentos porque su fama crecía, pero por si acaso no le
miraban a los dientes. Se alegraban de tener lectores, pero no controlaban
muy de cerca la calidad de esta lectura. Conquistaban un lugar cada vez
más elevado dentro de la jerarquía de los poetas, sin analizar demasiado
esta jerarquía. En una palabra, se comportaban como todos los poetas del
mundo (con pequeñas excepciones), lo cual sólo podríamos reprochárselo si
aceptáramos que el poeta no debería parecerse demasiado al poeta.
El adversario del grupo Skamander era la vanguardia, que en mis
recuerdos ha quedado como algo parecido a una pesadilla siniestra…
¡Cuánta desmaña bajo aquel cielo enloquecido! Me acuerdo de aquellos
extraños y mal pergeñados panfletos, escritos, manifiestos ridículos, versos
entre revolucionarios y abortados, teorías grandiosas pero también
grandiosamente cómicas y montones de volúmenes inevitables. Tadeusz
Peiper (la metáfora floreciente), Stefan Kordian Gacki, Braun, Waźyk y
centenares de otros adeptos que se dedicaban mutuamente sus poemas…,
todo eso era para mí la vanguardia. Esta producción era más o menos
parecida en todas las ciudades civilizadas, y ahora, aquí, en Argentina,
también me encuentro en los cafés a viejos o menos viejos jovenzuelos
pegados a la ubre de esta eterna madre. Pero en Polonia todo eso era más
sucio; la vanguardia polaca estaba despeinada, desarreglada, descalza, era
una criatura malhecha con la cabeza de un rabino y los pies descalzos de un
chico de campo: una provincia profunda y perdida en el mundo que,
desesperada por su propio provincialismo, soñaba con ponerse a la altura de
París o de Londres. Ese gremio compuesto por unos rabinos contrahechos,
esotéricos y sofistas y por unas ingenuas cabecitas leonadas de los
pueblecitos próximos a Kielce, Lublin o Lvov, se caracterizaba por una gran
ingenuidad, un fanatismo inflamado y una perseverancia consecuente.
Poetas. Poetas decididos a ser poetas, que creaban en sí un ardor y una
embriaguez poéticos, que estaban metidos en aquella vanguardia suya y
encerrados en ella como en una botella.
Nunca tuve la oportunidad de hablar seriamente con ninguno de ellos.
En teoría, había entre nosotros cierta coincidencia, puesto que yo también
era un «vanguardista», aunque de un corte totalmente diferente; pero ya su
mismo «carácter poético» hizo que me armara con muecas de sarcasmo y
bromas repelentes. Y, sin embargo, me llenaban de desasosiego. Sin duda
aportaban una realidad, lo que hacían ya no era sólo inventado, detrás de
ello se escondía algo, algo auténtico…, pero ¿qué? ¿Qué era lo que
aportaban? Miseria. Eran unos lujos forrados de una terrible pobreza.
Aquellos poetas no eran reales en sus productos, en sus páginas
pretenciosas, pero sí que lo eran como síntoma, como una erupción en el
cuerpo de un enfermo. La mayoría de ellos carecía del mínimo de habilidad
mental sin la cual el escribir se hace imposible: indolentes, decadentes,
soñadores, gente no del todo culta, no del todo madura, siniestras criaturas
de los ghettos polacos, ciudadanos de villorrios de mala muerte. Huían de
su propia pobreza convirtiéndose en orgullosos precursores; era la búsqueda
de la salvación…
Y la salvación llegó. Ellos mismos no se atrevieron a confesar que
habían nacido de la miseria. Esta verdad llegó de fuera y un buen día la
República Popular de Polonia los tomó a su cargo y les adjudicó un papel,
desde entonces formaron parte de la literatura oficial y se convirtieron en
burócratas del arte. Y ya que siempre estaban fuera de ellos mismos, sin
aceptar la verdad sobre sí y sobre su propia existencia, completando la
realidad con sueños, abstracciones, teorías y estética, no tenían mucho que
perder y probablemente ni siquiera se dieron cuenta de que les había
sucedido algo imprevisto. No lo presencié, pero me temo que el
bolchevismo encontró a una parte considerable de la intelligentsia polaca en
estado de embriaguez: la cabeza de la nación estaba aturdida. Y muchos,
muchísimos no sabían en realidad lo que les estaba ocurriendo.

***

La prosa.
Recordamos aquella cosecha: hubo abundancia de novelas. Y según las
críticas, todas eran excelentes. Pero un día tuve la siguiente conversación
con Nałkowska [49] á propos de un libro. Ella: —Hay ahí un montón de
observaciones excelentes, de distintos sabores y saborcillos, una especie de
cordialidad sui generis, ¿comprende?, algo especial…, pero hay que entrar
en ello, fijarse de cerca, buscarlo… Yo: —Sí usted se pone a observar esta
caja de cerillas, extraerá de ella mundos enteros. Si va a buscar sabores en
un libro, seguro que los encontrará, porque está escrito: buscad y
encontraréis. Pero un crítico no debería explorar ni buscar, que se quede
sentado con los brazos cruzados esperando que el libro dé con él. A los
talentos no hay que buscarlos con un microscopio, el talento debería dar
señales de vida él mismo haciendo doblar todas las campanas.
Pero como en las épocas en que el sentido de la realidad se debilita todo
se vuelve automático, la crítica polaca se lanzó mecánicamente a la caza de
valores; y está claro que con buena voluntad no es difícil ver una epopeya
hasta en Gojawiczyńska[50]; porque al fin y al cabo incluso la mediocridad
expresa algo. Para romper con esta manía de engrandecer los fenómenos y
recuperar su exacta medida, no hay nada mejor que apartar la vista de las
obras y observar a sus autores. ¿Es realmente grande el creador de esta gran
novela? Y si él no es grande, ¿cómo puede serlo el libro? Si observamos a
los autores de la prosa de aquel entonces, ¿qué es lo que veremos? Que
todas aquellas novelas no dieron ni una sola personalidad, y que ninguno de
ellos estaba a la altura ni siquiera de Żeromski o Sienkiewicz. ¿De dónde le
viene a la Polonia de entreguerras el empequeñecimiento de esa gente?
Había dos autores prometedores: Kaden [51] y Witkacy[52]. Kaden, que
poseía nervio de estilista, una agresividad brutal y el germen de una visión
creadora, podía haber extraído de su tiempo una verdad kadeniana.
Witkiewicz, desenfrenado y perspicaz, cuya inspiración era el cinismo, era
suficientemente degenerado y loco como para salir de la «normalidad»
polaca hacia unos espacios ilimitados, y al mismo tiempo lo bastante
sensato y consciente como para devolver la locura a la normalidad y unirla
a la realidad. Los dos podían haber sido creadores, porque el destino les
había arrancado de la «normalidad» polaca. Sin embargo, fueron
precisamente ellos quienes sucumbieron al amaneramiento y perdieron del
todo su batalla por la expresión; su derrota fue la repetición de las derrotas
de la generación anterior. Kaden desaprovechó su talento, igual que
Żeromski, al renunciar voluntariamente a su soberanía artística y sumergirse
hasta las orejas en la vida polaca; él, hombre de Pisudski, «escritor polaco»,
combatiente, padre de la patria o hijo suyo, conciencia de la nación, director
de teatros, redactor, maestro, profesor y guía. La prosa de Kaden se vistió
con una toga y se puso a hacer muecas, se convirtió en la celebración de la
literatura antes de ser literatura. Witkiewicz desaprovechó su talento, al
igual que Przybyszewski, seducido por su propio demonismo, sin saber unir
lo anormal con lo normal y víctima, por lo tanto, de su propia excentricidad.
Todo amaneramiento es resultado de la incapacidad de oponerse a la forma;
cierta manera de ser se nos contagia, se convierte en vicio, se hace, como
suele decirse, más fuerte que nosotros, y no es de extrañar, pues, que estos
escritores muy poco asentados en la realidad, o más bien asentados en la
irrealidad polaca o en la «realidad incompleta», no supieran defenderse ante
la hipertrofia de la forma. En la obra de Kaden su amaneramiento era
forzado y laborioso, como él mismo. Para Witkiewicz, igual que para
Przybyszewski, el amaneramiento se convirtió en facilidad y absolución del
esfuerzo, por eso la forma de ambos es tan apresurada como negligente.
Pero la derrota de Witkacy era más inteligente: el demonismo se convirtió
para él en un juguete, y ese payaso trágico estuvo muriéndose durante su
vida, como Jarry, con un palillo entre los dientes, con sus teorías, la forma
pura, sus dramas, sus retratos, sus «tripas», su «panza» y sus colecciones
porno-macabras. (Mi primera visita a Witkacy: toco el timbre, se abre la
puerta, en el pasillo oscuro va creciendo un enano monstruoso; era Witkacy
que había abierto la puerta en cuclillas y se levantaba poco a poco…)
Lo que se destaca en estas dos características es de nuevo la impotencia
ante la realidad. También es digno de resaltarse la suciedad de su
imaginación: las tripas de Witkiewicz, el mascujar de Kaden, no son sólo el
resultado de la irrupción del arte europeo en estos terrenos de lo asqueroso,
sino la expresión ante todo de nuestra impotencia ante la suciedad que nos
devoraba en una casa de campesinos, en el camastro judío, en las fincas
carentes de retrete. Los polacos de esta generación ya percibían con toda
claridad la suciedad como algo extraño y horrible, pero no sabían qué hacer
con ello, era un furúnculo que llevaban encima y cuyas ponzoñas les
envenenaban.
De este modo, la prosa más agresiva se precipitó hacia la excentricidad
o el barroquismo, mientras que la que latía en las novelas legibles y
artísticamente correctas carecía de dinamismo y, como una yedra, se
enredaba fielmente alrededor de la vida polaca. Sobre todo las mujeres. He
aquí nuestro testimonium paupertatis: que la novela de aquel tiempo se
apoyaba principalmente en las mujeres y era como ellas. De líneas
redondeadas, blanducha, indolente. Concienzuda, meticulosa, bonachona,
tierna. «Con la sabiduría del corazón se inclinaba sobre el gris destino
humano», o bien «tejía laboriosamente el cañamazo de numerosas
existencias en un dibujo de cordial atención y compasión santificadora»;
eran éstas las autoras siempre modestas e incluso humildes que, con una
abnegación digna de elogio, siempre estaban dispuestas a diluirse de
manera altruista en los demás o directamente en la existencia;
proclamadoras de «verdades indudables» como el Amor o la Compasión,
que Renata o Anastazja descubrían al final de la saga en el temblor de las
hojas o en el canto de los árboles… A esas Dąbrowska, Nałkowska, hasta a
Gojawiczyńska, nadie les niega talento, pero ¿acaso aquella femineidad que
se diluía en el cosmos podía de alguna manera formar la conciencia de la
nación?
Sin embargo, ¿qué hay de extraño en el hecho de que las mujeres
escribieran de manera femenina? Lo que resulta más extraño y más
peligroso es que ninguno de los talentos que de vez en cuando aparecían en
la prosa lograse mantenerse con vida, todos morían. A veces algún libro
explotaba con un retumbo como de cañonazo: La sal de la tierra, de
Wittlin, triunfalmente acogido en el extranjero; la eclosión de Choromański
con Celos y medicina, saludado con repique de campanas: ¡por fin ha
aparecido un «gran novelista»! Las tiendas de color canela, de Bruno
Schulz, libro de otro género y de un rango muy alto. La extranjera, de
Kuncewiczowa, también un anuncio, un presentimiento, un perfume de algo
inesperado… ¿Cuáles eran las dificultades que estas obras causaban a los
críticos? Que resultaba imposible determinar su verdadera calidad. Este
libro en algún aspecto era sencillamente magistral, aquella obra en cierto
fragmento era casi genial, aquellas páginas parecían extranjeras, de un valor
universal, mundial, aquel autor en algún aspecto igualaba a los más
célebres; era una literatura que rozaba continuamente la verdadera
celebridad, pero de estos brotes de genialidad y de estos logros no surgía ni
una gran obra ni un gran escritor. Quedaba claramente de manifiesto el
hecho de que aquellos corto circuitos del talento no eran resultado de un
consecuente desarrollo espiritual, sino algo marginal; todo ello tenía visos
de ser tenso y casual; ellos mismos no sabían por qué de vez en cuando les
salía algo mejor; era como en el dicho polaco de la gallina ciega que da con
un grano. Era una literatura de gallinas ciegas.

***
Boy—Żeleński[53], Słonimski[54]. Estos sí que nos salieron bien, por
fin había dos escritores de verdad: plenamente realizados. Los versos de
Słonimski no me seducían, para mí su poesía eclosionaba en la prosa, en sus
crónicas en Wiadomości: allí era donde se lanzaba contra todo y contra
todos y donde se divertía, un maestro en organizar comedias de las que él
mismo era protagonista (es decir, que era un poeta). ¿Sería ridículo
comparar su influencia con la de Sienkiewicz o Żeromski? Yo afirmo que
con él se educó una generación; no necesariamente hay que ser un dios para
tener adeptos.
Pero lo que considero importante y curioso es que la prosa de Boy y de
Słonimski —probablemente la única prosa eficaz en la Polonia
independiente— consistía en arrastrar las alturas hacia abajo, hacia el
terreno del sentido común y del pensamiento realista. Su fuerza consistía en
pinchar globos, pero esto no requiere mayor fuerza.
Boy: poca creación propia; este traductor nato incluso en sus obras
originales traducía a Francia al polaco.

***

La crítica. Pero ¿puede llamársele a eso crítica? Cada periódico tenía su


maestro de escuela que ponía las notas, pero era un gran misterio por qué se
nombraba maestros de escuela a éstos y no a otros. Parecía como si
existiera una orden de expertos, de iniciados que pronunciaban su veredicto.
Pero en realidad nadie sabía —sobre todo los entendidos— por qué habían
sido llamados a juzgar (no se daban cuenta de que eso dependía
sencillamente de la decisión del redactor jefe del periódico). Y aterrorizados
por el mecanismo que les elevaba —a ellos, unos cualesquiera— al papel de
jueces de unas obras que les superaban, no sabían afrontar su situación en
verdad descarada y peligrosa: como jueces hablaban desde arriba, aunque
en realidad se encontraban abajo.
Toda esa crítica no era otra cosa que un balbuceo a veces grotesco e
imbécil, a veces inteligente, sobre el arte, aunque siempre con distinción,
florituras, emperifollado, como un floripondio…, algo que sigue
perviviendo entre nosotros. Ante todo se guardaban mucho de no asomar
las narices fuera de la literatura, ni siquiera soñaban en confrontar la poesía,
la prosa o la crítica con la realidad: sabían que eso habría provocado una
tromba de aire que les barrería.

***

En realidad (¡qué palabra más peligrosa!), nuestra literatura de aquel


período se iba convirtiendo en la publicística literaria. Parecía que las
revistas literarias (Wiadomości y Prosto z mostu) debían de servir a los
escritores y a su creación; pero en realidad los escritores existían para nutrir
el semanario, la única verdadera literatura de aquel tiempo. ¿Se trataba de
un proceso inevitable que transcurría en todo el mundo? ¿O bien era la
consecuencia del debilitamiento del «yo» polaco, ese «yo» que constituye la
base de la creación? Cuando los escritores no están seguros de sí mismos,
cuando ninguno de ellos es suficientemente real, cuando nadie da en el
clavo, cuando toda la corriente del desarrollo evita las cosas más
esenciales…, ¿es de extrañar que en el escenario aparezca un Redactor para
dirigir y organizar? Esos semanarios eran la expresión de la superioridad de
lo colectivo sobre lo individual en la vida polaca; en el curso de nuestra
historia fue una subordinación más del arte a la sociedad.
Los semanarios convirtieron el arte en un mercado y un espectáculo.
¿Quién es el «más grande»? ¿A quién hacer publicidad? ¿A quién hundir?
¿A quién ofrecer la corona de laurel? Poetas y escritores galopaban como
caballos de carreras, mientras las multitudes ululaban deportivamente: —
¡Vamos, adelántalo!—. O proferían los gritos nacionales: — ¡Este es un
vate polaco!—. O «ideológicos»: — ¡Rompedle la cara a ese animal!—.
Naturalmente, las revistas literarias, tanto Wiadomości, dirigida por el
experto, y a veces hasta demasiado experto, Grydzewski, como Prosto z
mostu, con el torpe Stanisław Piasecki a la cabeza (quien, sin embargo,
moriría heroicamente con las botas puestas), funcionaban de acuerdo con su
naturaleza. Pero los artistas no se sentían en su salsa, o incluso se sentían un
poco como pez fuera del agua. Veían que algo indebido pasaba con ellos y
que se les utilizaba de un modo imprevisto: sin embargo —y esto es
significativo—, ninguno de ellos intentó enfrentarse a lo que estaba
ocurriendo, al contrario, con toda discreción seguían haciendo lo posible
por no ver nada.

Miércoles

Sí, todo esto expresa más o menos el vacío que respiraba para mí
aquella jubilosa creación, aunque es como una algarabía en comparación
con el silencio de las bocas amordazadas de hoy. Pero ya lo he dicho: no
voy a medir la altura de nuestros logros con la profundidad de nuestra
caída. En aquellos años, en Polonia, me sentía como dentro de algo que
quiere ser y no lo consigue, que quiere expresarse y no es capaz… ¡Qué
horrible pesadilla! ¡A mi alrededor, cuántos deseos insatisfechos! Y sin
embargo, el material humano era bueno, nada inferior a cualquier otro
europeo; la gente tenía aspecto de seres con talento, metidos hasta el cuello
en aquella chapucería; aprisionados por algo impersonal, superior,
interhumano, colectivo, algo que se originaba en su medio social. Clases
sociales enteras parecían salidas de un sueño sarcástico: la nobleza
terrateniente, el campesinado, el proletariado urbano, los oficiales, los
ghettos…, y el pensamiento polaco, la mitología polaca, la psique polaca…,
esa polonidad malograda e ineficaz, que lo impregnaba todo como un sutil
vaho: esa herencia que nos determinaba… Regresaba de la casa de campo
de mis hermanos, alterado por una diabólica disonancia; pero en la ciudad
me esperaban los cafés que se debatían inútilmente con el destino, y la
gente, como un bosque de árboles enanos crecido en la arena.
Se podía abrigar la esperanza de una lenta perfección, de unos
paulatinos desarrollo y éxito… Pero ¿esperar? No podía aceptar que mi vida
fuera únicamente un preámbulo a la vida. ¿Acaso debía servir en la
literatura sólo para parchear provisionalmente los agujeros, para al cabo de
cien o doscientos años posibilitar el amanecer de la palabra polaca al fin
soberana? En este caso no valía la pena ni empezar a escribir. El arte que no
es capaz de asegurar a su creador una existencia auténtica en la esfera
espiritual no es más que una continua vergüenza, un testimonio humillante
de mediocridad. A cada momento veía cómo uno de mis «colegas»
asimilaba una fe, una postura ideológica o estética, con la esperanza de que
por fin se convertiría en un auténtico escritor; lo cual, naturalmente,
acababa en una serie de muecas, en una monumental tomadura de pelo, en
una orgía de irrealidad.
Porque, o se es alguien o no se es, pero lo que uno no puede es
fabricarse a sí mismo artificialmente. En la Polonia Independiente, esta
fabricación artificial de la existencia sustituía cada vez más a menudo a la
verdadera existencia: todos esos artistas e intelectuales intentaban ser
alguien con la arrière pensée de ser simplemente. Creer en Dios no porque
sea un imperativo del alma, sino porque la fe fortalece. Ser nacionalista no
por naturaleza y convicción, sino porque es necesario para vivir. Tener
ideales no porque se los lleva en la sangre, sino porque ayudan a
«organizarse». Todos ellos buscaban febrilmente alguna forma para no
diluirse…, y yo quizá no tendría nada en contra, sólo con que hubiesen
tenido el valor de admitir lo que estaban haciendo y no se hubiesen
engañado a sí mismos.
Sin embargo, se trataba de un ingenuo autoengaño. De modo que
finalmente rompí todas las relaciones con la gente en Polonia y con lo que
creaban. Me encerré en mí mismo decidido a vivir sólo mi propia vida,
fuese la que fuese, y ver con mis propios ojos; creía que en el momento en
que consiguiera categóricamente ser yo mismo, encontraría tierra firme bajo
mis pies. Pero pronto se hizo evidente que este extremo individualismo por
sí solo no me podía hacer ni más real ni más creativo.
No solucionaba nada, y sobre todo no solucionaba el problema del
lenguaje. Porque, ¿qué era ese «yo» en que quería apoyarme? ¿Acaso no
estaba formado por el pasado y por el presente? ¿Acaso yo, tal como era, no
era consecuencia del desarrollo polaco? Nada de lo que hacía, decía,
pensaba o escribía me dejaba satisfecho; probablemente es una sensación
que conocéis, cuando os dais cuenta de que continuamente decís lo que no
quisierais decir, cuando el texto escrito por vosotros os suena pretencioso,
estúpido y falso, cuando todos los fallos de vuestra educación, influencias
que os han formado, vicios que os han inculcado, cuando toda vuestra
inmadurez ante las cuestiones cruciales de la existencia y de la cultura os
imposibilita la forma. No conseguía dar con la forma para expresar mi
realidad. No podía en absoluto definir esta realidad ni encontrar mi lugar.
En estas condiciones sólo podía —y es lo que hice en Ferdydurke— fingir
ser un escritor (siguiendo el ejemplo de otros colegas).
Aquí no hay más que una dificultad, aunque insalvable: donde no hay
mata, no hay patata. ¿Ser uno mismo? Sí, pero ¿y si uno es todo
inmadurez…?
Sin embargo, una idea me acompañaba, de la que nunca había dudado:
que sí existo, tengo, por tanto, la evidencia de un hecho, de algo que
existe…, que por el mismo hecho de existir, tenía yo derecho a la palabra y
esta palabra debía ser tomada en consideración.
Entonces contemplé toda aquella insuficiencia de la expresión polaca en
la literatura desde una perspectiva diferente. He aquí la imagen que se me
apareció.
Esa literatura seguramente no reproducía la realidad, y sin embargo era
la realidad, aunque fuera justamente por esa impotencia que la
caracterizaba. Imaginaos a un autor que, por ejemplo, se pone a escribir una
obra de teatro. Si no es capaz de lograr la debida sinceridad e intransigencia
espiritual, su obra no será más que un montón de palabras abortadas. Y sin
embargo, este drama, sin importancia y sin valor dramático como obra, será
un verdadero drama como testimonio del desastre. Y ese autor, digno de
desprecio como autor, será, sin embargo, digno de compasión, y tal vez
hasta grande y dramático como hombre que no ha encontrado para sí la
expresión adecuada.
De modo que la verdadera realidad polaca no se expresaba en los libros,
que no estaban hechos de la realidad —estaban fuera de ella—, sino
precisamente en el hecho de que los libros no nos expresaban. Nuestra
existencia consistía en que no teníamos la existencia suficientemente
cristalizada; nuestra forma en que no estaba suficientemente ajustada. Lo
que nos definía era precisamente nuestra insuficiencia. ¿Y en qué consistía
el error de los escritores polacos? En que se esforzaban en ser algo que no
podían ser: hombres formados, cuando eran hombres que se estaban
formando… Y en poesía y en prosa deseaban alcanzar el nivel de las
naciones europeas más cristalizadas, sin advertir que esto les condenaba a
un eterno papel secundario, ya que no podían rivalizar con aquella otra
forma, más acabada.
De ahí que se me ocurriera, paradójicamente, que la única manera en
que yo, un polaco, podía convertirme en un fenómeno de pleno valor en la
cultura era ésta: no ocultar mi inmadurez, sino confesarla, y con esta
confesión, apartarme de ella; del tigre que me había estado devorando hasta
entonces, hacer un corcel, sobre cuyo lomo quizá hasta podría llegar más
lejos que aquellos hombres occidentales, «definidos»… A primera vista
todo esto no parecía muy amenazador como programa y como consigna de
lucha: bah, un capricho más del intelecto que busca nuevas salidas…; pero
cuando examiné (al escribir Ferdydurke) sus consecuencias, vi con toda
claridad su demoledora perversión. ¿Qué significaba esto? Sencillamente,
que había que ponerlo todo patas arriba, empezando por los mismos
polacos. Del polaco que se enorgullece y presume de sí mismo, que está
enamorado de sí mismo, hacer un ser lo más agudamente consciente de su
insuficiencia y provisionalidad; y hacer que esta agudeza de la visión y la
intransigencia en no ocultar las debilidades se convirtiera en fuerza. No sólo
tendríamos que darle la vuelta a nuestra actitud ante la historia y el arte
nacional, sino que también todo nuestro patriotismo quedaría transformado
y se basaría en otros fundamentos. Más, mucho más; toda nuestra actitud
ante el mundo tendría que cambiar, y nuestra tarea ya no consistiría en
elaborar una determinada forma polaca, sino en conseguir un nuevo
planteamiento de la forma como algo que está siendo creado continuamente
por los hombres y que nunca les satisface. Más aún: debería demostrarse
que todo el mundo es como nosotros, es decir, poner de manifiesto toda la
insuficiencia del hombre civilizado ante la cultura que lo supera.
Se trataba ni más ni menos que de transformar al hombre que tiene
forma en el hombre (y es igualmente válido para la nación) que está
creando la forma; es ésta una receta seca, pero que cambia súbita e
inesperadamente toda la manera de ser de los polacos en el mundo. En
cuanto a mí, no me preocupaba por la desorbitada inmensidad de esta
revolución. Hoy no me pregunto si es sensato proponer semejantes cosas a
la cultura polaca que, diezmada y subyugada, es arrastrada en la dirección
exactamente opuesta (ya que el pensamiento dialéctico en la práctica
totalitaria se transforma en pensamiento dogmático). Los programas no me
horrorizaban porque a mí no me movía ningún programa, sino una
necesidad interior. El artista no está hecho para razonar ni para clasificar
silogismos, sino para crear una imagen del mundo; él no apela a la razón
ajena, sino a la intuición ajena. Describe el mundo tal como lo siente, y
espera que el receptor, al sentirlo de la misma manera, diga: sí, eso es, ésta
es la realidad, y es más real de lo que hasta ahora he venido llamando
realidad; aunque es probable que ninguno de los dos, ni el artista ni el
receptor, sabrían probar lógicamente por qué precisamente esto es más real.
Me bastaba, pues, con que desde este lado me llegase un soplo de vida
auténtica. Avanzaba en esta dirección a ciegas, simplemente porque cada
paso en este sentido hacía mi palabra más fuerte y mi arte más auténtico. Lo
demás no me preocupaba demasiado. Lo demás —tarde o temprano—
llegaría por sí solo.
Lunes
Debo llamar sin falta a Pla.
¿Por qué aún no he llamado a Pla?
Hoy de nuevo me he olvidado de llamar a Pla.
Mañana, antes de la una, seguro que llamo a Pla.
Pla está en casa sólo entre las doce y la una. Que no se me olvide
mañana.
Llamé, pero comunicaba.
Llamé, pero Pla acababa de salir. (Antes el teléfono estaba
comunicando.)
Llamé, pero me contestó un niño y no pude entender me con él.
Quería llamar, pero en ese momento me llamó Krystyna.
Tengo que llamar a Pla.
¿Por qué aún no he llamado a Pla?
1956
XVIII (Mar del Plata)

SÁBADO
Camino hacia el sur apenas me detuve en Buenos Aires. Debía ir a la
estancia de «Duś» Jankowski, cerca de Necochea. Pero Odyniec me metió
en el coche y me llevó a Mar del Plata. Tras ocho horas de viaje, he aquí la
ciudad, y de pronto, a un lado, a la izquierda y visto desde lo alto, el
océano. Nos adentramos en las calles y por fin llegamos a la quinta. Ya lo
conozco. Enormes y susurrantes árboles en el jardín, perros y cactos.
Árboles frutales. Casi el campo.

Martes

El español con quien cenamos ayer. Un señor mayor, extremadamente


cortés. Pero esta cortesía es como una red que lanza sobre la gente para
atraparla. Es tan cortés que uno no puede defenderse de él. Una cortesía
parecida a los tentáculos de una medusa: cruel y voraz.
Estoy solo en la finca. Odyniec se ha marchado. Quien cocina y hace la
limpieza es Formoza (la llaman así porque nació en el barco Formoza), la
mujer del jardinero.

Miércoles

Estoy solo en este Jocaral (así se llama la quinta).


Me levanto a las nueve. Después del desayuno escribo hasta las doce. El
almuerzo. Me voy a la playa, vuelvo a las siete. Escribo. La cena. Escribo.
Luego leo Le vicomte de Bragelonne, de Dumas, y La pésanteur et la
grâce, de Simone Weil. Duermo.
La temporada acaba de empezar. No hay mucha gente. Viento, viento y
viento. Por la mañana, en mi despertar penetra el susurro de los árboles que
rodean la quinta, y esos vientos variables del norte, del sur, del este no
quieren callar; el océano brilla verde y se estrella blanco, salado y
estrepitoso en la orilla rocosa; la espuma estalla; sobre la arena, una
invasión continua de aguas que se alzan amenazadoras y remolinantes, sin
un instante de descanso, y un estruendo, un murmullo tan enorme, que se
transforma en silencio. Silencio. Esta locura es la paz. La línea del
horizonte queda inmóvil. Inmóvil, el centelleo del espejo infinito.
Movimiento inmovilizado, pasión de la eternidad…
Vagaba por lugares de más allá del puerto, por las playas salvajes de
detrás de Punta Mogotes, donde las gaviotas en bandadas enteras, volando a
contra viento, tensas, de repente son lanzadas a unas alturas vertiginosas, y
desde allí, en una bella línea en diagonal, en la que se une la inercia y el
vuelo, se precipitan hasta la superficie del agua. Me quedo mirando horas
enteras atontado y aturdido.
Cuando viajaba hacia acá, tenía la esperanza de que el océano me
purificaría de las inquietudes y de que desaparecería este estado de ansiedad
que ya me había asaltado en Meló. Pero los vientos no han logrado más que
aturdir mis temores. Por la noche vuelvo de la estrepitosa orilla al jardín
lleno de susurros desesperantes, abro con llave la casa vacía, enciendo la
luz y como una cena fría preparada por Formoza, y luego… ¿qué? Me
quedo sentado y «exploto», explota mi drama, mi sino, mi destino, la
vaguedad de mi existencia…, todo esto me acosa. Mi paulatino alejamiento
de la naturaleza y también de los hombres en los últimos años —el proceso
de mi edad creciente— convierten estos estados de ánimo en algo cada vez
más peligroso. La vida del hombre se convierte con los años en una trampa
de acero. Al principio, elasticidad y blandura, uno se adentra en ello con
facilidad, pero ahora la mano blanda de la vida se vuelve de hierro,
despiadado frío metálico y terrible crueldad de la arteria que se endurece.
Hacía tiempo que lo sabía. Pero no me preocupaba…, porque estaba
convencido de que yo también iría cambiando a la par que mi destino, que
al cabo de los años sería otro hombre capaz de afrontar la situación con su
horror creciente. No elaboraba ningún sentimiento para esta hora de mi
existencia, suponiendo que los sentimientos surgirían en mí por sí solos a su
debido tiempo. Pero hasta ahora no los ha habido. Sólo estoy yo, y ¡qué
poco cambiado!, con la diferencia de que se me han cerrado todas las
puertas.
Llevo conmigo este pensamiento de la casa a la orilla, lo paseo por la
arena tratando de perderlo en el movimiento del aire y del agua, y sin
embargo precisamente aquí veo el horror que se realizó en mí, porque si
antes estos espacios me liberaban, hoy me aprisionan, sí, hasta un espacio
libre se me ha convertido en prisión y camino por la orilla como alguien
que se encuentra entre la espada y la pared. Esta conciencia de que ya he
devenido. Ya soy. Witold Gombrowicz, estas dos palabras que llevaba sobre
mí, ya realizadas. Soy. Soy en exceso. Y aunque podría cometer aún algo
inesperado hasta para mí mismo, ya no tengo ganas; no puedo tener ganas,
porque soy en exceso. En medio de esta indefinición, versatilidad, fluidez,
bajo el cielo inasible, yo soy, ya hecho, acabado, definido…, soy, y soy
hasta tal extremo que esto me expulsa del seno de la naturaleza.

Jueves

Fui detrás del Torreón que protege del viento, me quedé allí un tiempo
sentado, después fui a la Playa Grande, allí me quedé tumbado, casi nadie,
gran agitación del mar, estruendo, rugidos, golpes sordos. Al regresar,
apenas podía avanzar por la fuerza del viento, que ahogaba, penetraba y
sacudía. Belleza de las bahías, grandiosidad de los acantilados
contemplados desde una altura de varios pisos, grupos de casitas de colores
en las colinas, playas doradas por el sol.
Al volver a oscuras a Jocaral, los árboles aullaban como si los
estuvieran desollando. Me he sentado a escribir este diario, no quiero que la
soledad vague en mí sin sentido, necesito gente, necesito lectores… No para
comunicarme con ellos. Sencillamente para dar señales de vida. Hoy acepto
ya todas las mentiras, convencionalismos y estilizaciones de mi diario con
tal de poder pasar de contrabando, aunque sea un eco lejano, un pálido
sabor de mi yo aprisionado.
Ya he mencionado que, aparte de Dumas, estoy leyendo La pésanteur et
la grâce, de Simone Weil. Es de lectura obligada. Tengo que escribir sobre
este libro para un semanario argentino. Pero esta mujer es demasiado fuerte
para que yo pueda rechazarla, sobre todo ahora, cuando en mi lucha interior
estoy tan a merced de los elementos. A través de su creciente presencia a mi
lado, crece la presencia de su Dios. Digo «a través de su presencia», porque
el Dios abstracto me suena a chino. El Dios elaborado por la razón de
Aristóteles, Santo Tomás, Descartes o Kant, resulta ya indigesto para
nosotros, es decir, los nietos de Kierkegaard. Nuestras relaciones, o sea, las
de mi generación, con la abstracción se han malogrado del todo, o más bien,
se han vulgarizado, porque manifestamos ante ella una desconfianza propia
de un campesino; y toda esta dialéctica metafísica se me presenta, desde la
altura de mi siglo xx, igual que se les presentaba a los sencillos
terratenientes del pasado, para los cuales Kant era un cantamañanas.
¡Cuánto sudor para llegar a lo mismo, aunque sea en un nivel superior del
desarrollo!
¿Pero hoy, cuando mi vida se ha vuelto, como he dicho, de hierro? La
vida misma, en su monstruosidad, me empuja hacia la esfera de la
metafísica. El viento, los árboles, el susurro, la casa, todo esto ha dejado de
ser «natural» si yo mismo ya no soy naturaleza, sino algo paulatinamente
expulsado de su seno. No soy yo mismo, sino lo que está pasando conmigo,
aquello que reclama a Dios, esta necesidad o exigencia no está en mí, sino
en mi situación. Observo a Simone Weil y mi pregunta no es: ¿existe Dios?,
sino que al contemplarla con estupefacción digo: ¿de qué manera, por qué
arte de magia esta mujer ha logrado organizarse interiormente de un modo
que es capaz de afrontar lo que a mí me destroza? Al Dios encerrado en esta
vida, yo lo percibo como una fuerza puramente humana, independiente de
cualquier centro extraterrestre, como un Dios que ella creó en sí misma con
sus propias fuerzas. Una ficción. Más, si esto facilita la agonía…
Siempre me ha asombrado que pudieran existir vidas basadas en
principios distintos a los míos. Nada más corriente y vulgar que mi
existencia, tal vez hasta repugnante o vil (yo no siento asco ni por mí ni por
mi vida). No conozco ninguna grandeza, absolutamente ninguna. Soy un
paseante pequeñoburgués que por azar llega a los Alpes o hasta al
Himalaya. A cada instante mi pluma toca causas supremas y poderosas,
pero si he llegado a ellas, ha sido jugueteando…; al vagabundear como un
muchacho, he topado frívolamente con ellas. Una existencia heroica, como
la de Simone Weil, me parece de otro planeta. Es el polo opuesto al mío: si
yo soy una permanente huida de la vida, ella la asume plenamente, elle
s’engage, es la antítesis de mi deserción. Simone Weil y yo, uno no podría
imaginarse un contraste más fuerte, dos interpretaciones que se excluyen
mutuamente, dos sistemas contrapuestos. ¡Y me encuentro con esta mujer
en una casa vacía, en el momento en que me resulta tan difícil huir de mí
mismo!

Sábado

Cuerpos, cuerpos, cuerpos… Hoy, en las playas protegidas del viento


del Sur, donde el sol calienta y broncea, cantidad de cuerpos. La gran
sensualidad de la playa, pero como siempre mutilada, estropeada… A
derecha y a izquierda, muslos, pechos, caderas, pies de chicas y de mujeres,
puestos al descubierto, y las armonías flexibles de los chicos. Pero el cuerpo
mata al cuerpo, el cuerpo quita fuerza al otro cuerpo. Esas desnudeces dejan
de ser una aparición, se diluyen en su exceso, los aniquila la arena, el sol, el
aire, y son corrientes…, mientras la impotencia se ha apoderado de la playa,
de la belleza, de la gracia y del encanto; no importan, no son
conquistadores, no hieren ni embelesan. Una llama que no calienta. EÍ
cuerpo que no excita, el cuerpo apagado. Esta impotencia también se me ha
contagiado a mí, he vuelto a casa sin chispa, sin fuerzas.
Ah, sobre la mesa está mi novela y de nuevo tendré que esforzarme para
inyectarle algo de «genialidad» a esa escena, que es como un cartucho
mojado, ¡se niega a disparar!

Domingo

Miraba la tetera y sabía que ésta y otras teteras serían para mí cada vez
más terribles a medida que pasara el tiempo, igual que todo lo que me
rodeaba. Tengo suficiente conciencia para apurar esta copa de veneno hasta
la última gota, pero no suficiente sublimación para elevarme por encima de
ella; me espera una agonía en un sótano aplastante, sin un rayo de luz por
ninguna parte.
Apartarme de mí mismo…, pero, pregunto, ¿cómo?
No se trata, ni mucho menos, de creer en Dios, sino de enamorarse de
Dios. Weil no es una «creyente», sino una enamorada. Yo, en mi vida,
jamás he tenido necesidad de Dios, ni por cinco minutos desde la más
temprana infancia; siempre he sido autosuficiente. De modo que si ahora
«me enamorara» (aparte de que no puedo amar en absoluto), sería bajo la
presión de esta pesada bóveda que va bajando cada vez más sobre mí. Sería
un grito arrancado por la tortura, no válido. Enamorarse de alguien porque
uno ya no puede aguantar más consigo mismo, ¿no sería un amor forzado?
Después, dando vueltas por el cuarto, pensaba: aunque ese estado de
amor en que vivía Weil me sea orgánicamente inaccesible, tal vez se podría
encontrar una solución análoga a mi medida, acorde con mi carácter. ¿Es
posible que el hombre no pueda extraer de sí mismo la capacidad de
enfrentarse a lo que le espera? Encontrar por medios propios unas razones
superiores de existencia y de muerte. Crearse una grandeza propia. En mí,
la grandeza debe estar oculta —pues soy bastante «extremo» en todo lo mío
—, pero me falta la clave para llegar a ella. Mientras que esa mujer supo
liberar de su interior corrientes y torbellinos espirituales de una potencia
sobrehumana.
¿Grandeza? ¿Grandeza? Oh, grandeza, me es difícil pronunciarte bien;
esta palabra resulta estúpida en mis labios. Mi aversión hacia todo lo
grande.
Gustave Thibon escribe, a propósito de Weil: «Me acuerdo de una joven
obrera, en quien ella descubrió —o eso le parecía al menos— una vocación
para la vida intelectual y a la que obsequiaba incansablemente con unas
maravillosas conferencias sobre los Upanishads. La pobre chica se aburría
mortalmente, pero, por cortesía y timidez, no protestaba.»
¿De modo que «la pobre chica se aburría mortalmente»? Es así
precisamente como la humanidad normal y corriente se aburre con lo
profundo y sublime. ¿Y «por cortesía y timidez, no protestaba»? Así
también nosotros, por cortesía, aguantamos a los sabios, los santos, los
héroes, la religión y la filosofía. ¿Y Weil? ¿Cómo aparece sobre este fondo?
Casi una loca, encerrada en una esfera hermética, sin saber dónde vive, en
qué vive, sin un denominador común con los demás. Apartada. Esta
grandeza, en contacto con la mediocridad, pierde, se convierte al punto en
un ridículo desastre, y ¿qué es lo que vemos? Una histérica que fastidia y
aburre, una egotista, cuya personalidad inflada y agresiva no sabe ver a los
demás, ni es capaz de verse a sí misma con ojos ajenos; un ovillo de
tensiones, tormentos, alucinaciones y manías, algo que se agita en el mundo
exterior como un pez sacado del agua, pues el elemento propio de ese
espíritu es solamente su propia salsa. ¿Y esa carpa metafísica cocinada en
su propia salsa es la que debo vivir como una experiencia profunda?
Calma. Me irrita que su grandeza no funcione debidamente ante todos.
Con Thibon es grande, pero ridícula con la chica. Y ese carácter
fragmentario es un rasgo común de todos los hombres grandes, grandes o
eminentes. Yo exigiría una grandeza capaz de soportar a todos los hombres,
en cualquier escala, en cualquier nivel, que abarcara todos los tipos de
existencia, tan irresistibles arriba como abajo. Sólo un espíritu semejante
sería capaz de conquistarme. Es una necesidad que me fue inculcada por el
universalismo de mi tiempo, que quiere atraer al juego todas las
conciencias, superiores e inferiores, y ya no se contenta con la aristocracia.

Martes

Desayuno en el Hermitage con A. y su mujer, encontrados por


casualidad. La comida despide un tufillo —discúlpenme— de retrete
superlujoso, realmente no sé por qué, pero cuando me hallé suspendido al
borde de esos apetitosos manjares, entre la densa distinción de los
camareros, hubiese jurado que estaba en un retrete. Además tenía sueño. Tal
vez fuera por eso.
He sido juzgado muchas veces: yo y mis obras, y casi siempre sin
sentido. Me habéis tachado de mezquino, cobarde y desertor. En esto último
hay más verdad hiriente de lo que os pueda parecer. Nadie se imagina
siquiera la inmensidad de mi deserción. No en vano Ferdydurke termina
con la frase: «Huyo con mi facha en las manos.»
¿No estaré yo, pues, a la altura de la época que ha desplegado los
estandartes del heroísmo, la seriedad y la responsabilidad? (Weil, en
cambio, es el exponente más perfecto de todas las morales de la Europa
contemporánea: católica, marxista, existencialista.)
Pero con permiso: no hay postura espiritual que llevada al extremo y
con consecuencia no sea digna de respeto. Puede existir fuerza en la
debilidad, decisión en la vacilación, consecuencia en la inconsecuencia, y
también grandeza en la mezquindad. Cobardía valiente, blandura acerada,
huida atacante.

Miércoles

El incansable viento.
Sufro, en la medida en que un sufrimiento no físico me es accesible; es
más bien desesperación que dolor. Quiero puntualizar que estoy orgulloso
por el hecho de que mis dolores no sean excesivos. Eso me acerca a la
mediocridad, o sea, a la norma, a los estratos más sólidos de la vida.
En cuanto a Dios, no se puede ni soñar con un Dios absoluto en las
alturas, al estilo antiguo. Ese Dios realmente está muerto para mí, no
encontraré en mí a un Dios semejante por nada del mundo, no hay en mí
material para ello. Pero existe la posibilidad de Dios como medio auxiliar,
como un camino-puente que conduce al hombre.
Semejante concepto de Dios se puede justificar con facilidad. Basta con
presuponer que el hombre tiene que existir dentro de los límites de su
género, que la naturaleza en general, la naturaleza del mundo, le ha sido
dada ante todo como naturaleza del género humano, y que, por tanto, la
convivencia con otros hombres precede a su convivencia con el mundo. El
hombre existe para el hombre. El hombre existe ante el hombre. De modo
que el mito del Dios absoluto pudo surgir porque facilitaba al hombre el
descubrimiento del otro hombre, le ayudaba a aproximarse y a unirse a él.
Ejemplo: Weil. ¿Quiere ella unirse a Dios, o bien, a través de Dios,
desea unirse a otras existencias humanas? ¿Ama a Dios, o bien, a través de
Dios, ama al hombre? ¿Su resistencia a la muerte, al dolor, a la
desesperación, nace de su unión con Dios o con los hombres? ¿Acaso lo
que ella llama gracia no es sencillamente un estado de coexistencia con otra
vida (pero humana)? Así que aquel «Tú» absoluto, eterno, inmóvil, no sería
más que una máscara, detrás de la cual se oculta una cara humana temporal.
Triste, ingenuo, pero qué conmovedor…, ¿dar semejante salto a los Cielos
para salvar una distancia de dos metros que separa el propio «yo» del «yo»
ajeno?
Si la fe no es más que un estado del alma que conduce a una existencia
ajena, temporal, humana, entonces este estado debería ser accesible para mí
incluso tras haber rechazado el mito auxiliar del Eterno, y realmente no sé
por qué no habría de conseguirlo conmigo mismo. Me falta una clave. Dios
es quizá una de las claves, pero tiene que haber otra acorde con mi
naturaleza. En cuanto a mí, todas las experiencias, todas las intuiciones, me
empujaban en esta dirección, no hacia Dios, sino hacia los hombres. Podría
conseguir una facilidad, una normalización, diría, de la agonía, únicamente
pasando el peso de mi muerte individual a otros y, en una palabra,
sometiéndome a los demás.
Los hombres son una potencia terrible para un ser humano individual.
Creo en la superioridad de la existencia colectiva.
J. me contaba el infierno que había vivido en el campo de concentración
alemán en Mauthausen. El clima de este campo, el clima humano —pues
había sido creado por hombres—, era tal, que la muerte se convirtió en algo
fácil, y él, camino de la cámara de gas (de la que se salvó por casualidad),
sentía pena por no haber tenido tiempo de comerse el pedazo de pan de la
mañana. Este debilitamiento de la muerte no era solamente consecuencia de
la tortura física, era el «espíritu» el que había cambiado, convirtiéndose en
algo degradante y despreciable.
Nuestros medios de convivencia con la gente han sido hasta ahora
ínfimos. Es terrible la soledad de los animales, que apenas pueden
comunicarse… Pero ¿y el hombre? Todavía no nos hemos alejado mucho
de los animales y no tenemos ni idea de lo que pueda ser la irrupción de
otro hombre en nuestra conciencia cerrada.
Presentirse a sí mismo en el futuro… ¡qué sabiduría!
Jueves
Lefebvre sobre Kierkegaard:
«Perdió su amor, su novia. Ruega a Dios que le devuelva todo lo
perdido y espera…»
«¿Qué es lo que reclama, pues, Kierkegaard? Reclama la repetición de
una vida que no vivió, la recuperación de la novia perdida.»
«Reclama la repetición del pasado; que le sea devuelta Regina, tal como
era en los tiempos de noviazgo…»
¡Qué parecido tan grande con El matrimonio! Sólo que Henryk no se
dirige a Dios. Derriba a su padre-rey (el único eslabón que lo une con Dios
y con la moral absoluta), tras lo cual, al proclamarse rey, intentará recuperar
el pasado sirviéndose de los hombres, creando de ellos y con ellos una
realidad.
Magia divina y magia humana.
Lefebvre, igual que todos los marxistas que escriben sobre el
existencialismo, resulta a ratos —para mí— perspicaz, pero al cabo de poco
es como si se hubiese caído de una ventana a la calle, resulta totalmente
vulgar, insoportablemente plano.
¿Cuándo acabará este torbellino, esta agitación, la locura de las hojas, el
desespero de las ramas? Apenas unos árboles se han calmado, otros
empiezan a aullar, el murmullo rueda de un lado a otro, mientras yo,
encerrado en esta casa y encerrado en mí mismo…, de veras tengo miedo
ahora, por la noche, tengo miedo de que se me «aparezca» algo… Algo
anormal…, ya que mi monstruosidad va creciendo, mis relaciones con la
naturaleza son malas, flojas y este aflojamiento me hace vulnerable a
«todo». No me refiero al diablo, sino a «cualquier cosa»… No sé si me
explico. Si la mesa dejara de ser una mesa transformándose en… No
necesariamente en algo diabólico. El diablo es sólo una de las posibilidades;
fuera de la naturaleza está el infinito…
«Lo extremo» me ha asediado por todos lados. Y es un asedio lleno de
terror y fuerza. Pero —como ya lo he anotado con satisfacción— apago en
mí todas las fuerzas. Un romántico en mi situación se entregaría con placer
a estas furias. Un existencialista profundizaría en las angustias. Un creyente
se prosternaría ante Dios. Un marxista trataría de llegar hasta el fondo del
marxismo… No creo que ninguno de ellos, hombres serios, se defendiera
ante la seriedad de este experimento; yo, en cambio, hago lo que puedo para
volver a una dimensión media, a una vida corriente, no demasiado seria…
No quiero abismos ni cumbres, lo que deseo es una llanura…
Retirarme de «lo extremo»…
Estoy bastante familiarizado con el método de pensamiento que
organiza esta retirada. Me digo a mí mismo: tu agonía vive y además con
bastante intensidad. Vives la muerte para describirla de la manera más viva
posible, quieres utilizarla para lo que resta de tu existencia, para tu carrera
literaria. Te asomas al precipicio para contar a los demás lo que has visto.
Buscas la grandeza para elevarte una pulgada por encima de los hombres.
Delante de ti tienes un abismo, pero detrás está el hormigueante mundo de
los humanos…
Pero ¿será sólo mi caso? ¿Es que todas las exploraciones realizadas en
lo Desconocido por «los espíritus más grandes de la humanidad» no iban
dirigidas a convertirse en un célebre filósofo, poeta o santo dentro de la
vulgar cotidianidad? ¿Cómo explicar que en lo que estoy diciendo no hay
ironía, sino que más bien baso en ello todas mis esperanzas?
Una dialéctica que destruye la grandeza en favor de la pequeñez.
Alcanzar la mediocridad. Conseguir el nivel medio en un escalón más alto,
desenmascarando todos los extremismos, pero después de agotarlos; y todo
a mi escala.

Viernes

El catolicismo polaco.
El catolicismo, tal como se ha formado históricamente en Polonia, lo
entiendo como un traspaso a otro —a Dios— de las cargas superiores a
nuestras fuerzas. Es una relación idéntica a la de los hijos con el padre. El
niño está bajo la tutela del padre. Debe obedecerlo, respetarlo y quererlo.
Cumplir sus mandatos. De ahí que el hijo pueda quedarse niño, puesto que
todo «lo extremo» ha sido traspasado a Dios-Padre y a su embajada
terrestre, la Iglesia. Así, el polaco ha conseguido un mundo verde; verde,
por inmaduro, pero también porque en él los árboles y los prados están en
flor y no son negros y metafísicos. Vivir en el seno de la naturaleza, en un
mundo limitado, dejando el negro universo a Dios.
Yo, que soy terriblemente polaco y terriblemente rebelde contra Polonia,
siempre me he sentido irritado ante ese mundillo polaco infantil, falso,
ordenadito y pío. A ello achacaba la inmovilidad polaca en la historia. Y la
impotencia polaca en la cultura, porque a nosotros nos llevaba Dios de la
manita. Contraponía esa obediente infancia polaca a la adulta autonomía de
otras culturas. Ah, esta nación sin filosofía, sin una historia consciente,
intelectualmente lerda, una nación que sólo ha sido capaz de engendrar un
arte «bonachón» y «honrado», una nación blandengue de poetastros líricos,
de folklore, de pianistas y actores, una nación en que hasta los judíos se
diluían y perdían su veneno… Mi actitud literaria está guiada por la idea de
sacar al hombre polaco de todas las falsas realidades y ponerlo en contacto
directo con el universo, y que se las arregle como pueda. Mi deseo es
arruinarle su infancia.
Pero ahora, en medio de este susurro que presiona sin cesar, frente a mi
propia impotencia, en la imposibilidad de estar a la altura, me viene a la
cabeza la idea de haber caído en contradicción conmigo mismo. ¿Arruinar
la infancia? ¿En nombre de qué? En nombre de la madurez que yo mismo
no puedo soportar ni aceptar. Pues el Dios polaco (al contrario que el Dios
de Weil) es precisamente un maravilloso sistema de mantener al hombre en
la esfera intermedia de la existencia, es una manera de esquivar lo extremo,
por lo cual clama mi insuficiencia. ¿Cómo puedo querer que no sean niños,
si yo mismo, per fas et nefas, quiero ser un niño?
¿Un niño?, sí, pero un niño que ha alcanzado todas las posibilidades de
la seriedad adulta y las ha experimentado. En esto radica toda la diferencia.
Comenzar por rechazar todas las posibilidades, encontrarme en un cosmos
tan insondable como me sea posible, en un cosmos cuyo alcance
corresponda a mi máxima conciencia, y experimentar el hecho de estar
abandonado a la propia soledad y a las propias fuerzas: sólo entonces,
cuando el abismo que no habrás logrado dominar te arroje de la silla,
siéntate en el suelo y descubre de nuevo la hierba y la arena. Para que la
infancia llegue a ser lícita, hay que llevar la madurez a la bancarrota.
Bromas aparte, cuando pronuncio la palabra «infancia», tengo la sensación
de expresar el contenido más profundo y todavía adormecido de la nación
que me ha engendrado. Pero no es la infancia de un niño, sino la difícil
infancia de un adulto.

Sábado

Hoy es Nochebuena. Me marcho pasado mañana temprano.


El viento amainó y por la tarde vagué por las playas —hacía calor—,
pero por la noche estalló la tormenta: nubes redondeadas parecidas a globos
inmensos, hinchados, de cuyas barrigas salían unas rápidas nubecillas que
se deshilachaban. Todo esto comenzó a espesarse, juntarse, cobrar peso,
aproximarse, volverse inmóvil y tenso, sin un relámpago, en la oscuridad de
la noche intensificada por la oscuridad de la tormenta.
Después, los atormentados árboles lanzaron un grito al caer atrapados
en los torbellinos de las enloquecidas ráfagas de viento que entre
convulsiones se debatía en todas direcciones, y por fin la tormenta se
precipitó bramando, en forma de un semicírculo que arrojaba relámpagos
zigzagueantes. La casa crujía, los postigos golpeaban. Quise encender la
luz: imposible, los cables estaban cortados. Un aguacero. Me quedo sentado
a oscuras en medio de los resplandores. «Oscurecióse el cielo, mas brillaba
como el espectro de una capital satánica», cielo fosforescente sin cesar, algo
como fuegos fatuos entre las nubes y un trueno que rodaba por el cielo
también sin cesar. ¡Ja, ja! No me sentía muy seguro. ¡Vaya noche! Era lo
que se dice a ne pas mettre un chien dehors. Me levanté, di unos pasos por
la habitación y de pronto extendí la mano, no sé por qué, quizá porque tenía
miedo, pero al mismo tiempo me divertía con mi temor. Fue un gesto
injustificado y, por tanto, de alguna manera peligroso, en un momento
semejante, en unas circunstancias semejantes…
Entonces cesó el temporal. La lluvia, el viento, los truenos, el fulgor:
todo acabó. Silencio.
Jamás había visto nada semejante.
Una interrupción de la tormenta en pleno curso, más extraña aún que la
inmovilización de un caballo a pleno galope, brusca como si alguien la
cortara en seco. Entiéndase bien: la tempestad no se extinguió de un modo
natural, sino que fue interrumpida. Y una negrura insana fue
solidificándose, como una enfermedad, como algo patológico en el espacio.
Yo, por supuesto, no estaba tan loco como para creer que fuera mi gesto lo
que había detenido la tempestad. Pero —por curiosidad— volví a extender
la mano en aquella habitación envuelta ahora en tinieblas. ¿Y qué?: viento,
lluvia, truenos, ¡todo empezó de nuevo!
No extendí la mano una tercera vez. Lo siento mucho. No me atreví a
extender la mano una tercera vez, y mi mano ha quedado hasta hoy «sin
extender», manchada por esta vergüenza. Bromas aparte, ¡qué miseria!
¡Vaya papel! ¡Yo que, después de todo, no soy ni un histérico ni un imbécil!
¿Cómo es posible que después de tantos siglos marcados por el desarrollo,
el progreso, la ciencia, cómo es posible que no me atreviera —no en broma,
sino por un serio y sólido temor— a extender la mano en medio de la
noche, sospechando que ella «podría» gobernar la tempestad? ¿Soy un
hombre lúcido y moderno? Sí. ¿Soy consciente, culto, estoy bien
informado? Sí, sí. ¿Conozco los más recientes logros de la filosofía y todas
las verdades del presente? Sí, sí, sí. ¿Carezco de prejuicios? Sí,
seguramente. Pero ¿cómo diablos puedo saber?, ¿dónde está la seguridad y
la garantía de que mi mano con un gesto mágico no sea capaz de detener o
iniciar una tempestad?
Al fin y al cabo, lo que sé de mi naturaleza y de la naturaleza del mundo
es incompleto; es como si no supiera nada.
XIX (La Cabaña)

MARTES
Ayer por la mañana salí en autobús, vía Necochea, hacia la estancia de
Wladyslaw Jankowski, llamada «La Cabaña».
Si este diario que voy escribiendo desde hace ya algunos años no está a
la altura —la mía, la de mi arte o la de mi época—, nadie debería
reprochármelo, pues es un trabajo que me ha sido impuesto por las
circunstancias de mi exilio y para el que posiblemente no sirva.
Llegué a «La Cabaña» a las siete de la tarde.
«Duś» Jankowski y sus hijas, Marisa y Andrea; Stanisław Czapski (el
hermano de Józef) con su mujer y su hija Lena, y Andrzej Czapski con su
mujer. Durante la cena me dediqué a hacerles muecas con la mitad de la
cara a las chicas, que soltaban risitas contenidas.
Espaciosa habitación en la tranquila casita de invitados en el jardín,
donde dispuse mis borradores, preparándome para una batalla decisiva con
ellos. ¿Quién sentenció que hay que escribir sólo cuando se tiene algo que
decir? Pero si el arte consiste precisamente en que no se escribe lo que se
tiene que decir, sino algo totalmente imprevisto.

Sábado

No hay océano, centelleo, sal ni vientos. Después de aquella agitación,


allá, en Jocaral, aquí reina la tranquilidad. Silencio y relajamiento. Lo más
importante es que me ha abandonado la soledad. Por la noche, junto a una
lámpara, un ambiente familiar que no experimentaba desde hacía dieciséis
años. Me paseo por la pampa, que como siempre es aquí inmensa y de
colores pastel, pero dominada por unas avenidas de eucaliptos y grupos de
árboles. A lo lejos se dibuja una sierra.
Algo que siempre me ha sorprendido en el campo argentino: que no
haya campesinos, que no haya colonos. En unos espacios que en Polonia
precisarían de muchos brazos, aquí no hay nadie. Un hombre labra el
campo con un tractor. Este mismo hombre siega, trilla y hasta mete el grano
en los sacos, avanzando por el campo con una segadora mecánica, que al
mismo tiempo hace las veces de trilladora. El personal encargado de cuidar
estos campos y la enorme cantidad de vacas y de caballos se reduce de
hecho a unos cuantos «peones» que nunca tienen prisa. Qué alivio después
de la brutalidad de aquel campo, donde uno se veía obligado a ser un señor
para el palurdo.
El existencialismo.
Quisiera llevar hasta algún fin mis inquietudes de Mar del Plata. Debo
anotar algunas cosas para que lleguen a ser más vinculantes.

Lunes

El existencialismo.
No sé de qué manera podría convertirse en mis manos el
existencialismo en algo más que un juguete: un juguete que permita jugar a
la seriedad, a la muerte, a la agonía. Anoto aquí mis reflexiones sobre el
existencialismo no por respeto a mis propias opiniones —opiniones de un
diletante—, sino por respeto a mi propia vida. Describiendo a mi manera
mis aventuras espirituales (como si describiera mis aventuras corporales),
no puedo pasar por alto dos quiebras que se han producido en mí: la
existencialista y la marxista. El fracaso de la teoría existencialista lo he
constatado en mí mismo hace poco, al hablar de ella… a contrecoeur, como
de algo ya muerto, en mi cursillo de filosofía.
Escribí Ferdydurke en los años 1936 − 1937, cuando de esta filosofía no
se oía hablar. Y, sin embargo, Ferdydurke es existencialista hasta la médula.
Señores críticos: os ayudaré a precisar por qué Ferdydurke es
existencialista: lo es porque el hombre creado por los hombres y los
hombres que se forman mutuamente constituyen precisamente la existencia
y no la esencia. Ferdydurke es la existencia en el vacío, es decir, nada más
que la existencia. De ahí que en este libro resuenen fortissimo casi todos los
grandes temas del existencialismo: el devenir, la creación de uno mismo, la
libertad, la angustia, el absurdo, la nada… Con la diferencia de que aquí a
las «esferas» típicas para el existencialismo de la vida humana —la vida
banal y la vida auténtica de Heidegger, la vida estética, ética y religiosa de
Kierkegaard, o las «esferas» de Jaspers—, se añade una esfera más, a saber,
la «esfera de la inmadurez». Esta esfera, o más bien esta «categoría», es la
contribución de mi existencia privada al existencialismo. Digámoslo de
entrada: es lo que más me aleja del existencialismo clásico. Para
Kierkegaard, Heidegger, Sartre, cuanto más profunda es la conciencia, tanto
más auténtica la existencia; ellos miden la sinceridad y la importancia de la
vivencia por la tensión de la conciencia. Pero ¿acaso nuestra humanidad
está construida sobre la conciencia? ¿No es más bien que la conciencia —
esa tensa y extrema conciencia que nace entre nosotros y no de nosotros—
es producto de un esfuerzo y de una mutua perfección y afirmación en ella,
algo a lo que un filósofo obliga a otro filósofo? ¿No es acaso el hombre en
su realidad privada algo infantil situado siempre por debajo de su
conciencia…, y no la siente al mismo tiempo como algo extraño, impuesto
y carente de importancia? Si fuera así, esta infancia oculta, esta degradación
latente, serían capaces, tarde o temprano, de hacer estallar vuestros
sistemas.
No vale la pena extenderse más sobre Ferdydurke, que después de todo
es un circo y no una filosofía. Pero es un hecho que yo, ya antes de la
guerra, andaba como un gato por sus propios caminos en el terreno del
existencialismo, ¿por qué entonces, cuando más tarde conocí la teoría, no
me sirvió de nada? Y ahora también, cuando mi existencia se torna de año
en año más monstruosa, tan mezclada ya con la agonía, llamándome y
obligándome a la seriedad, ¿por qué la seriedad de aquellos existencialistas
no me es útil?
A esos profesores tal vez podría perdonarles el cólico miserere interior
de su pensamiento que no quiere ser pensamiento, sus saltos de la lógica a
la ilógica, de lo abstracto a lo concreto, y viceversa. Podría perdonarles su
pensamiento que vomita pensamiento, y que en realidad «es lo que no es y
no es lo que es», hasta tal extremo llegan sus contradicciones desgarradoras.
Es un pensamiento autodestructivo que da la impresión que utilizamos las
manos para cortárnoslas. Sus obras son el grito de una impotencia
desesperada, la expresión archisofisticada de una quiebra; en ellas darse con
la cabeza contra la pared se convierte en un método, el único que ha
quedado. Pero esto se lo perdonaría, incluso me va. También pasaría por
alto las acusaciones estrictamente profesionales que les hacen sus colegas,
refiriéndose, por ejemplo, a la relación sujeto-objeto, su herencia del
idealismo clásico o bien sus relaciones ilegítimas con Husserl. Porque ya
me he acostumbrado a que la filosofía tiene que ser por fuerza una
catástrofe, y sé que en este campo podemos disponer únicamente de un
pensamiento despedazado; ya se sabe que el jinete que monta este caballo
tiene que caer. No, no soy exigente. No pido respuestas a las preguntas
absolutas, en mi miseria me conformaría aunque fuera con un pedazo
dialéctico de la verdad, que engañaría momentáneamente el hambre. Sí, si
esto pudiera saciarme ni que fuese temporalmente, no me repugnaría
siquiera semejante cebo vomitado.
Me conformaría tanto más fácilmente cuanto que —así debo
reconocerlo— esta filosofía, fracasada ya en sus puntos de partida, se
vuelve, a pesar de todo, tremendamente fértil y enriquecedora en la medida
en que es un intento de sistematizar nuestro saber más profundo sobre el
hombre. Tras rechazar esa escolástica sui generis que especula con la
abstracción (es lo que el existencialismo odia y de lo que, sin embargo, se
nutre), queda, no obstante, algo muy importante, concreta y prácticamente
importante: una cierta estructura del hombre, surgida como resultado de la
más profunda y más definitiva confrontación posible de la conciencia con la
existencia. Varias tesis de los existencialistas resultarán ser quizá chácharas
profesorales, pero el hombre existencialista, tal como lo vieron ellos,
quedará como un gran logro de la conciencia. Desde luego, es un modelo
bastante abismal. Al caer en este abismo, sé que no alcanzaré el fondo, con
todo, es una sima que no me resulta extraña, la sima de mi naturaleza. Y es
posible que esta metafísica del hombre y de la vida no conduzca a nada,
pero constituye la inevitable necesidad de nuestro desarrollo, algo sin lo
cual no hubiéramos llegado a un determinado ápice nuestro, el esfuerzo
máximo y más profundo que debía haberse realizado. Y cuántas intuiciones
sueltas, tan presentes en el aire que respiramos, que me invadían casi a
diario, encuentro aquí imbricadas en un sistema, organizadas en un conjunto
desesperadamente mutilado y que apenas respira, pero que de todos modos
es una totalidad. El existencialismo, sea el que sea, está fundado en nuestra
angustia esencial. Libera nuestro dernier cri metafísico. Nos formula
nuestra última semiverdad sobre nosotros. Hasta el punto de que el hombre
de Heidegger o de Jaspers tiene que sustituir otros modelos anticuados y se
impone a la imaginación definiendo nuestro estado de ánimo en el cosmos.
Aquí, pues, el existencialismo se convierte en una fuerza peligrosa y
respetable, una fuerza que se encuentra en la misma línea que aquellos
grandes actos de autodefinición que de vez en vez modelan el rostro de la
humanidad. Y sólo cabe preguntarse: ¿por cuánto tiempo nos satisfará este
modelo? Porque el ritmo con que vivimos es acelerado y las definiciones se
vuelven cada vez más ligeras y volátiles…
Mi postura ante el existencialismo es fatigosamente confusa y tensa. Yo
mismo lo practico, y sin embargo no me fío de él. Irrumpe en mi existencia,
pero no lo quiero. Y no soy el único que se encuentra en esta situación. Qué
extraño. La filosofía que exhorta a la autenticidad nos empuja a una
gigantesca falsedad.

Martes

Nos contábamos nuestros sueños. Nada en el arte, ni siquiera los más


inspirados misterios de la música, puede igualarse al sueño. ¡La perfección
artística del sueño! ¡Cuántas lecciones nos da este maestro nocturno a
nosotros los fabricantes diurnos de sueños, a los artistas! En el sueño todo
está cargado de un sentido terrible e inescrutable, nada es indiferente, todo
nos alcanza con más profundidad y más íntimamente que la más ardiente
pasión del día; de ahí la lección de que el artista no puede limitarse al día:
tiene que penetrar en la vida nocturna de la humanidad y buscar sus mitos y
símbolos. Y también: el sueño destruye la realidad del día vivido, extrae de
ella unas migajas, unos fragmentos extraños, y los compone absurdamente
en un dibujo arbitrario; pero para nosotros este absurdo constituye
justamente el sentido más profundo; preguntamos en nombre de qué ha sido
destruido nuestro sentido normal, y con la vista clavada en el absurdo como
en un jeroglífico, intentamos descifrar su razón, de la cual se sabe que
existe… De modo que el arte también puede y debería destruir la realidad,
descomponerla en elementos, construir de ellos nuevos mundos absurdos;
en esta arbitrariedad se esconde una ley, la transgresión del sentido tiene su
sentido, la locura, al destruirnos el sentido exterior, nos introduce en nuestro
sentido interior. Y el sueño pone de manifiesto toda la idiotez de aquella
exigencia que le ponen al arte algunas mentes demasiado clasicistas, según
la cual el arte debería ser «claro». ¿Claridad? Su claridad es la claridad de la
noche, no la del día. Su claridad es exactamente igual a la de una linterna
eléctrica, que extrae de la oscuridad un objeto, sumergiendo todo lo demás
en unas tinieblas aún más profundas. El arte debería ser —fuera de los
límites de su luz— oscuro, como el oráculo de la Sibila, de rostro velado,
reticente, centelleante con múltiples sentidos y más amplio que cualquier
sentido. ¿La claridad clásica? ¿La claridad de los griegos? Si esto os parece
claro, es únicamente porque sois ciegos. Id en pleno mediodía a mirar
detenidamente la más clásica de las Venus, y veréis la más negra de las
noches.
Duś soñó con el obispo Krasicki que, sin embargo, al mirarlo de más
cerca, resultó ser Witkacy. Witkacy alargó sus labios como una trompetilla
que se convirtió en un hocico, y con ese hocico susurrante expresó el deseo
de que le compusieran unas rimas «s», «s-s». Duś se puso suspirante y
sonrosado y empezó a componer el poema, del que al despertarse le
quedaron en la memoria algunas estrofas.
Susurraban
En el sótano sombrío de Silvestre Sabandija
Simón Saltabardales y Sergio San guija…
Saltabardales, Sanguija… En Saltabardales predomina lo grotesco, pero
en Sanguija lo grotesco se eriza de terror… ¡Esos apellidos espléndidos me
persiguieron durante bastante tiempo!
Me acordé y recité unos versos que Witkacy compuso sobre mí y en los
que advierto una gran profecía (ya que entonces, antes de haberse escrito
Ferdydurke, ni yo ni nadie sabía que la inmadurez se convertiría en mi
cheval de bataille).
De apellido Gombrowicz, Witoldo de nombre,
A primera vista sencillo y buen hombre,
Pero sin saberlo, tenía algo salvaje y raro.
¡Aún saldrá un buen potro de este caballo!
A continuación Du (porque discutíamos con Edith —la maestra de las
niñas, estudiante de filosofía, de mente abierta a la americana— ciertas
cuestiones «trascendentales») compuso el siguiente epigrama:
Deja la pipa por un instante Y en serio, bromeando Echando una
bocanada de tontería Cuéntales con insistencia De lo esencial de la esencia
Tras sacar un cuento de la pipa Ataca de nuevo su razón ¡Y hazles pedazos
su imaginación!

Jueves

¿Cómo explicar el hecho de que el existencialismo no me haya


seducido?
Tal vez no estuve lejos de escoger esa existencia que ellos llaman
auténtica, en contraste con la frívola vida temporal, del momento, que ellos
llaman trivial. Tan grande es la presión del espíritu de la seriedad por todas
partes. Hoy en día, en el severo tiempo presente, no hay pensamiento ni arte
que no te griten a grandes voces: ¡no te escapes, no juegues, acepta el
combate, asume la responsabilidad, no te retraigas, no huyas! De acuerdo.
Al fin y al cabo, también yo, a pesar de todo, preferiría no mentir a mi
propio ser. De modo que probé en mí llevar una vida auténtica y ser
plenamente leal ante la existencia. Pero ¿qué queréis? No puede ser. No
puede ser, porque esta autenticidad resultó ser más falsa que todos mis
anteriores regates, jugueteos y saltos juntos. Yo, con mi temperamento
artístico, no entiendo mucho de teorías, pero tengo bastante olfato en lo que
se refiere al estilo. Cuando apliqué a la vida la máxima conciencia, tratando
de basar en ella mi existencia, me di cuenta de que me ocurría algo
estúpido. No hay nada que hacer. No puede ser. Resulta imposible afrontar
todas las exigencias del Dasein y al mismo tiempo tomar café con pastas
para merendar. Temer a la nada, pero tener aún más miedo del dentista. Ser
una consciencia que anda en pantalones y habla por teléfono. Ser una
responsabilidad que hace pequeños recados por la calle. Cargar sobre sí
mismo el peso de la existencia, dar un sentido al mundo, y devolver el
cambio de diez pesos. ¿Qué queréis? Sé cómo estos contrastes se armonizan
en su teoría; poco a poco, gradualmente —desde Descartes, a través del
idealismo alemán—, me he ido familiarizando con esa estructura suya, pero
al verla, me agitan la risa o la vergüenza con la misma fuerza que los
primeros días, cuando era todavía completamente ingenuo. Y aunque
consigáis «convencerme» mil veces, siempre quedará una especie de
ridiculez elemental que resulta insoportable.
Insoportable sobre todo en el existencialismo. Mientras la filosofía
especulaba en abstracto de la vida, mientras era una razón pura que se
abandonaba a sus abstracciones, no era hasta tal grado violenta, ofensiva y
ridícula. El pensamiento iba por su camino y la vida por el suyo. Yo podía
tolerar las especulaciones cartesianas o kantianas, porque no eran más que
obra de la razón. Pero sentía que detrás de la conciencia hay el ser. Me
sentía inaprensible en mi ser. En el fondo nunca he tratado a esos sistemas
sino como un producto de un cierto poder mío, del poder de razonar, que sin
embargo era sólo una de mis funciones, la cual, en definitiva, era la
expansión de mi vitalidad; por lo tanto, podía no someterme a ella, (¿Pero
ahora? ¿Con el existencialismo? El existencialismo quiere apoderarse de mí
totalmente; ya no se dirige únicamente a mis poderes cognoscitivos, quiere
penetrar en lo más profundo de mi existencia, quiere convertirse en mi
existencia. Y es aquí cuando mi vida se encabrita y empieza a dar coces.
Me divierten mucho las polémicas intelectuales con los existencialistas.
¿Cómo se puede polemizar con algo que te alcanza de pleno en tu propio
ser? Esto ya no es sólo teoría, es un acto de anexión por parte de su
existencia a la tuya, y a esto no se responde con argumentos, sino viviendo
de una forma diferente a la que ellos quieren, y de un modo suficientemente
categórico como para que tu vida se vuelva para ellos impenetrable.
Históricamente hablando, la caída del espíritu humano en este escándalo
existencial, en su indefensa posesión y su sabia estupidez peculiares, era
probablemente inevitable. La historia de la cultura demuestra que la
estupidez es hermana gemela de la razón; en efecto, se desarrolla más
exuberante no en el terreno de la ignorancia virginal, sino en aquel
cultivado por los mil sudores de los doctores y los profesores. Los grandes
absurdos no son inventados por aquellos cuya razón gira alrededor de los
asuntos cotidianos. No es de extrañar, pues, que precisamente los
pensadores más intensos hayan sido a veces fabricantes de las mayores
tonterías; la razón es una máquina que dialécticamente se depura a sí
misma, pero eso significa que la suciedad le es propia. Lo que nos salvaba
ante esa sucia imperfección de la razón era que jamás nadie se había
preocupado demasiado por la razón, empezando por los mismos filósofos.
En cuanto a mí, no puedo creer que Sócrates, Spinoza o Kant fueran
hombres verdaderamente y del todo serios. Sostengo que el exceso de
seriedad está condicionado por el exceso de ligereza. ¿De qué nacían, a
pesar de todo, aquellas majestuosas concepciones? ¿Curiosidad?
¿Casualidad? ¿Ambición? ¿Cálculo? ¿O quizá para divertirse? No
conoceremos nunca la suciedad propia de esta génesis, su inmadurez velada
e íntima, sus infantilismos, su vergüenza, porque saber esto les está vedado
a los mismos creadores…, no conoceremos los caminos en los que Kant-
niño, Kant-joven se transformó en Kant-filósofo…, pero no estaría de más
recordar que la cultura y la ciencia son algo mucho más ligero de lo que
parece. Más ligero y más ambiguo. No obstante, el imperialismo de la razón
es terrible. Apenas la razón se da cuenta de que alguna parte de la realidad
se le escapa, y ya se precipita inmediatamente a devorarla. Desde
Aristóteles a Descartes, la razón se comportaba, por lo general,
tranquilamente, pues suponía que todo puede ser comprendido. Pero ya la
Crítica de la Razón Pura, y luego Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard y
otros empezaron a marcar terrenos inaccesibles para el pensamiento y a
descubrir que la vida se burla de la razón. Esto es algo que la razón no pudo
soportar, y a partir de ahí empieza su suplicio, que en el existencialismo
alcanza su tragicómica culminación.
Porque aquí la razón se encuentra cara a cara con el mayor y más
inaprensible de los escarnecedores, con la vida. La misma razón ha
descubierto y ha definido a este enemigo; podríase decir que han pensado
durante tanto tiempo que han acabado por inventar algo de lo que ya no
pueden pensar. Por eso, ante los productos de esta razón desnaturalizada,
nos sentimos avergonzados, ya que aquí, por la magia de no se sabe qué
malicia o perversión repugnante, la grandeza se convierte diabólicamente
en una gran ridiculez, la profundidad conduce al fondo de la impotencia, la
agudeza da directamente en la tontería y en el absurdo. ¡Y horrorizados
vemos que todo esto, cuanto más serio es, tanto menos serio! Lo cual no
nos ha pasado hasta tal extremo con otros filósofos. Se iban aproximando a
la ridiculez a medida que se adentraban en el terreno de la vida, y así,
Nietzsche es más cómico que Kant, pero la risa no era aún necesaria con
respecto a ellos, ya que se trataba de un pensamiento abstracto, todavía, al
menos en cierta medida, abstracto, que no nos involucraba. Sólo cuando el
problema teórico se convirtió en el «misterio» de Gabriel Marcel, el
misterio se reveló como para morirse de risa.
Intentemos determinar la naturaleza de esta ridiculez. No se trata sólo
de ese desesperante contraste entre la «realidad corriente» y su realidad
definitiva, un contraste tan sólido y demoledor que ningún análisis podrá
ponerle remedio. Nuestra risa en este caso no es sólo una risa basada en el
«sentido común»; no, es más terrible, porque es más convulsiva, no
depende de nosotros. Cuando vosotros, los existencialistas, me habláis de la
conciencia, de la angustia y de la nada, estallo en carcajadas no porque no
esté de acuerdo con vosotros, sino porque tengo que daros la razón. Os doy
la razón y no pasa nada. Os doy la razón, pero en mí no ha cambiado nada,
absolutamente nada. La conciencia, que habéis inyectado en mi vida, se ha
mezclado con mi sangre convirtiéndose inmediatamente en vida; y ahora el
antiguo triunfo de los elementos me sacude con sus risotadas. ¿Por qué
estoy obligado a reírme? Simplemente porque en la conciencia también me
desahogo. Me río porque me deleito con el miedo, me divierto con la nada y
juego con la responsabilidad; por lo demás, la muerte no existe.

Martes

A pesar de esto, debo decir que no creo que ningún arte, cultura o
literatura puedan permitirse hoy en día ignorar el existencialismo. Si el
catolicismo o el marxismo polaco se separan de él por un estúpido
desprecio, se convertirán en un callejón sin salida, en un corral, en una
provincia.
El domingo, Duś y yo fuimos a visitar a los vecinos.
La señora de la casa, una inglesa (mujer de un rico agente de la Bolsa de
Buenos Aires, que compró aquí un pequeño terreno y se construyó un
chalet), de entrada me trató con una extraña agresividad, tanto más extraña
cuanto que no me conocía de nada. —Usted debe ser un egocéntrico,
¡intuyo que es usted un egocéntrico…! Luego, durante toda la velada, no
dejó de darme a entender algo más o menos como lo que sigue: — ¡Te
imaginas que eres alguien, pero yo lo sé mucho mejor que tú! ¡Eres un
seudointelectual, un seudoartista (si valieras algo, serías famoso), es decir,
eres un parásito, un gandul, un teórico, un sonámbulo, un anarquista, un
vagabundo y, seguramente, un fanfarrón! ¡Hay que trabajar! ¡Vivir para la
sociedad! ¡Yo trabajo, yo me sacrifico, yo vivo para los demás, y tú eres un
sibarita y un Narciso!
A esos «yo» con los que destruye mi egotismo, añado unos cuantos
«yo» más: ¡yo soy inglesa!, ¡yo soy distinguida! ¡Mira qué sincera soy, qué
desenvuelta e impertinente! ¡Yo tengo gracia! ¡Yo soy encantadora,
divertida, estética y moral! ¡Yo tengo mi cerebro! ¡A mí no me impresiona
cualquiera!
En una ocasión, alguien, ya no me acuerdo si era Sábato o Mastronardi,
me contaba que en una recepción a un escritor famoso se le acercó un
estanciero (por lo demás, persona bien educada) y le dijo: — ¡Usted es un
imbécil! Tras preguntarle qué era lo que en la creación de ese autor
despertaba en él tanta animadversión, confesó que nunca había leído nada
suyo y que lo había reñido por las dudas, por si acaso: «para que no tenga
demasiados humos».
Este fenómeno tiene aquí su nombre. Se llama la «defensiva argentina».
La defensiva de aquella señora, más bien simpática, aunque quizá un poco
amanerada, no era peligrosa, porque se veía que quería agradar y que
utilizaba ese genre porque lo consideraba encantador y distinguido. Sin
embargo, el argentino a la defensiva a veces se vuelve en verdad
impertinente, cosa rara en este país tan cortés.

Lunes

Estimo que de ninguna manera puede ignorarse el existencialismo, ni


eludirlo por medio de dialéctica alguna. Creo que un artista, un literato, que
no haya pasado por estas iniciaciones no tiene ni idea de los tiempos
contemporáneos (y el marxismo no le salvará). Y también estimo que la
falta de esa experiencia —la experiencia existencialista— en la cultura
polaca, encerrada totalmente hoy en día entre el catolicismo y el marxismo,
supondrá un nuevo retraso de cincuenta o cien años con respecto a
Occidente.
No se puede pasar por alto el existencialismo; hay que superarlo. Pero
no lo superaréis con la discusión, ya que no se presta a ello, a fin de cuentas
no es un problema intelectual. Sólo podemos superar el existencialismo
mediante la elección apasionada y categórica de una vida y una realidad
diferentes. Al escoger esa realidad diferente, nosotros mismos nos estamos
convirtiendo en esta realidad. Por lo demás, en el mundo que se avecina,
deberemos olvidarnos de los métodos de discusión «objetiva», de
persuasión o de argumentación. No podremos deshacer nuestros nudos
gordianos con el intelecto; los cortaremos con nuestras propias vidas.
Me opongo a este existencialismo de los filósofos, teórico y sistemático,
porque el mundo que surge de él está en oposición con mi vida. Para mí, los
existencialistas son hombres falseados: este sentimiento es más fuerte que
mi razón. Fijaos que no pongo en duda los caminos de pensamiento ni de
intuición que les condujeron hasta esta doctrina. La rechazo por sus
resultados, a los que yo como existencia no puedo hacer frente ni
asimilarlos. Por tanto, digo que esto no es para mí y lo rechazo. Y en el
momento en que con una decisión apasionada rechazo su noche existencial
de la única conciencia, hago revivir el mundo ordinario, concreto, en el que
puedo respirar. De ninguna manera se trata de demostrar que este mundo
constituye la más verdadera de las realidades, se trata de una ciega y
obstinada afirmación (en contra de aquella otra intuición) del mundo
temporal como el único en que la vida es posible, el único acorde con
nuestra naturaleza.
Debemos tomar buena nota del existencialismo, igual que hemos tenido
que tomar buena nota de Nietzsche o de Hegel. Es más, hay que sacar de
ello cuanto se pueda, todas las posibilidades de profundizar o enriquecerse.
Pero no se debe creer en ello… Sí, nos servimos de este conocimiento, es el
mejor conocimiento de que somos capaces…, pero quien se lo crea, ¡será
grotescamente rígido, mortalmente pesado, torpe e inhábil! Conservemos
esta conciencia en segundo plano, como algo auxiliar. Y, aunque el
existencialismo nos deslumbre con el resplandor de una suprema
revelación, debemos despreciarlo. Es preciso restarle importancia. Aquí no
hay lugar para la lealtad.
Miércoles

Una carta de J. Kempka desde Munich. Cita fragmentos de la


introducción de Zbigniew Mitzner a la nueva edición polaca de
Dwadzieścia lat žycia, de Untowski[55].
«En el período en que Untowski apareció en el campo de la literatura,
las tendencias progresistas se vieron de nuevo contrastadas por el
implacable culto a la separación de la literatura de la vida. Fue el tiempo en
que Gombrowicz quería "cuculizar” la literatura polaca, ejerciendo por
desgracia una gran influencia sobre sus contemporáneos con su literatura
dominada por el infantilismo y el subconsciente.
»En su novela, cuyo título constituía ya de por sí un programa (puesto
que Ferdydurke no significa nada), quiso reducir la vida humana a unos
reflejos infantiles. Uniłowski deseaba mostrar el desarrollo y la maduración
de un niño en un mundo severo y malo. Gombrowicz, todo lo contrario:
quiso reducir las cuestiones de la vida, las cuestiones sociales, a la época de
la niñez, a la esfera de los reflejos subconscientes… Uniłowski era un
escritor que iba en la dirección opuesta a la de Gombrowicz y sus
adeptos…»
¿Será Mitzner, sencilla y bonachonamente, estúpido? ¿O es el régimen
el que lo constriñe a la estupidez? ¿O quizá Mitzner es sabio, pero me
atonta y me cuculiza para destruirme con más facilidad? ¡Gente!
¡Degolladme, si así os lo han ordenado, pero no con un cuchillo tan
embotado, no con un cuchillo tan terriblemente embotado!
Añadiré, remontándome al tesoro de mis recuerdos, que cuando le di a
leer el original mecanografiado de Ferdydurke a Uniłowski, éste se derritió
de gusto. No ocultaba que esta obra había tenido en él un efecto liberador.
En señal de agradecimiento, me invitó al Adria y me emborrachó.
Junto con esta carta me llegó un recorte de Dziś i jutro[56]. Gran
articulazo de Zygmunt Lichniak con el título «Una mirada de soslayo, pero
no atravesada». Trata de la literatura de la emigración, pero el ataque se
concentra en Miłosz y en mí. Yo aparezco aquí como un «anarquista» que
no reconoce ley alguna.
Cuánta bonachonería, como dijo con razón A. N. al comentar en
Kultura otro artículo de este tal Lichniak sobre mí. Una bonachonería —
añadiría yo— de asno. Nietzsche preguntaba: —¿Puede haber un asno
trágico? Sí, cuando cae bajo la carga que no consigue soportar.
Pero hay algo mezquino en esa sumisión suya ante el destino, en esa
«bonachonería» y «bondad» suyas, en su «honradez» tan sui generis… Es
extraño. Diríase que allí se vive con dureza. Y sin embargo, aquellas almas
son como de pasta reblandecida, esos libros y artículos respiran una
blandura fofa que antiguamente era característica de las provincias más
abandonadas. Su blandura no es falsa, ni tampoco es sólo resultado del
hecho de que a los elementos más duros se les aparta de la posibilidad de
tomar la palabra. Es la ley: cuando la vida colectiva se convierte en todo, el
individuo se ablanda. Me temo que más de un constructor de la nueva
Polonia —desde el punto de vista personal, espiritual e intelectual— esté
hecho un puré, una papilla o una compota.
Aparte de los mencionados recortes, dos boletines de la emisora
radiofónica «Kraj» editados en Varsovia, en los que también se habla de mí.
La misma cordialidad mezclada con mentira, pero también blandengue y
casi inocente en su obtusidad. Se citan unas cuantas frases fuera de
contexto, se tergiversa su sentido y se guisa un comentario. Hasta el mismo
vice primer ministro Cyrankiewicz extraía de la misma manera las frases de
mi diario para agitarlas ante la nación, gritando: ¡horror! ¡Dios mío,
sálvanos un día de la tontería!
XX (La Cabaña)

MIÉRCOLES
Esta «novela» (es difícil llamar a mis obras novelas) se me da mal. Su
lenguaje demasiado rígido, me paraliza. Me temo que todo lo que llevo
escrito hasta ahora —ya va por las cien páginas— sea una terrible
porquería. No soy capaz de apreciarlo, porque cuando se trabaja durante
largo tiempo en un texto, se pierde el sentido crítico, pero tengo miedo…,
algo me pone sobre aviso… ¿Tendré que tirarlo todo a la papelera, todo el
trabajo de meses, y empezar de nuevo? ¡Dios mío! ¿Y si he perdido el
«talento» y ya nunca más nada…, al menos nada a la altura de mis obras
anteriores?
France: el talento no es más que una gran paciencia. Gide: el talento es
el miedo a la derrota. Si el talento es paciencia y miedo, no me falta talento.
Me he inventado un tema fascinante, excitante, una realidad cargada de
terribles revelaciones, y la obra está ya en estado de ebullición, estimulada
por numerosas ideas, visiones e intuiciones. Pero hay que escribirlo. Me
falla el lenguaje. Me he metido en un lenguaje de un género demasiado
tranquilo, demasiado poco enloquecido.
Las chicas:
Marisa, quince años, distinguida y romántica, le da pereza estudiar, en
cambio se sumerge continuamente en las luminosas brumas de la belleza, el
amor y el arte… Le cuento lo mío con Lollobrigida o con Grace Kelly,
situando el relato en yates, cataratas o cumbres de montañas. Desconfiada.
Andrea, doce años, una chiquilla avispada, brillante y perspicaz, muy
risueña, me gusta reír con ella, se ha especializado en robarme la pipa. Le
digo que una de las ventanas del establo es «mala» y hay que tener cuidado,
lo cual le quita el sueño, a mí también.
Lena, catorce años. Con ésta he iniciado un ligero flirteo que consiste en
intercambiar miradas que expresan desprecio, embriaguez, éxtasis,
menosprecio, anhelo, cinismo, indiferencia, sarcasmo, amor, pasión, ironía,
tedio, desencanto… Cuando no nos ven los mayores, nos lo comunicamos
igualmente por medio de muecas. Por lo demás, me desprecia.
Rubias. ¡Qué bellas son! La delicadeza y el silencio de su
adolescencia…, son, pero al mismo tiempo es como si no fueran…:
pasajeras, enamoradas de sí mismas y desdeñosas para consigo mismas,
importantes y carentes de importancia; su existencia naciente es a la vez
broma y seriedad…, mientras que yo, algo mayor, tengo que someterme a
su diversión cada vez que me acerco a ellas y miento; miento, porque es lo
que me exige su imaginación, estoy impregnado de mentira hasta la médula.
Les cuento mis batallas de la última guerra…

Jueves

Esto por un lado. Por el otro: reflexiones que a duras penas podría
llamar intentos de extraer de mí algún tipo de moral, la moral de mi tiempo.
Catolicismo, existencialismo, marxismo… Pienso en esto mientras paseo
por la avenida de eucaliptos, pienso, lo cual me extraña, porque por lo
general evito pensar…, puedo decir con la conciencia tranquila que sólo
pienso cuando me veo obligado a hacerlo. Prefiero mirar sin más a pensar.
Pero ahora pienso con mucha más serenidad que allí, en Mar del Plata,
cuando de verdad tenía miedo a la agonía.
¿Acaso soy un hombre privado de sentido moral?
No, con toda seguridad. Soy una naturaleza más bien noble, aunque
infinitamente débil (sin embargo, en este sentido mi maestro debe ser
Chopin, me las arreglo de manera que mi debilidad se me convierta en
fuerza). De todos modos, no miente esa rebelión encarnizada, sorda, casi
convulsiva, que surge en mí contra la villanía. Hasta hoy he conservado en
mí el sencillo reflejo moral de un muchacho, como tantas otras cosas de mi
juventud.
¿De dónde me viene, pues, esta aversión hacia toda moral definida,
encerrada en un sistema? Quiero tener una moral elástica, la moral de mi
naturaleza, quiero conservar este frescor…; el hombre construido, según mi
parecer, precisamente en esto, en la moral, está repulsivamente fuera de
lugar, es la muerte de la vida moral. Pero ¿qué queréis? El mundo se vuelve
a mi alrededor cada vez más construido, cada vez menos parecido a un
árbol susurrante y cada vez más parecido a un cuarto de baño. Pulcritud
repugnante, superficies brillantes y lisas de esmalte y metal, frialdad y
lógica, tubos y grifos sobre una bañera reluciente, y —como ha comentado
alguien con mucha razón en Kultura— un baño en esta bañera no es lo
mismo que un baño en un lago. En este lavabo, yo, cerrado con llave,
vomito. Cuando en mi horizonte aparece un moralista contemporáneo tipo
Sartre, tengo la sensación de que es un buzo que emerge de las
profundidades, pero que ha olvidado quitarse la escafandra. Una máscara
horrible, pensada para unas presiones no humanas, se le ha pegado a la cara.

Sábado

La ética del marxismo.


Estoy de acuerdo con que el comunismo ha nacido muchísimo más de
un sentido moral ofendido que del deseo de mejorar la existencia material.
¡Justicia!, éste es su grito. No pueden soportar que uno tenga un palacio y
otro un cuchitril. No pueden soportar, sobre todo, que uno tenga la
posibilidad de desarrollarse y otro no, que uno la tenga a costa de otro. No
es envidia, sino el deseo de una ley justa. De ninguna manera están tan
seguros de que la dictadura del proletariado proveerá a cada cual de una
casita con jardín. Pero el caso es que prefieren incluso un cuchitril común y
justo y una miseria general a un bienestar que se nutre de la injusticia. El
verdadero comunismo es la tortura del sentido moral que ha tomado
conciencia de la injusticia social y ya no puede olvidarla; esta injusticia le
devora el hígado como a Prometeo.
¿Por qué yo, teniendo a mi derecha el capitalismo, cuyo cinismo latente
conozco, y a mi izquierda la revolución, la protesta y la rebelión surgidas
del más humano de los sentimientos, por qué no me uno a estos últimos? Al
fin y al cabo me importa mi arte y el arte necesita sangre noble y caliente; el
arte y la rebelión son prácticamente lo mismo. Soy revolucionario porque
soy artista y en la medida en que lo soy; todo este proceso milenario del que
provengo, poblado de nombres como Rabelais o Montaigne, Lautréamont o
Cervantes, ha sido una continua instigación a la rebeldía, una vez en forma
de callado murmullo, otra como una explosión a voz en cuello. ¿Cómo ha
ocurrido que yo —que al fin y al cabo entré en la literatura también bajo el
signo de la rebeldía y la provocación, entendiendo plenamente que el
escribir debe ser apasionado—, que precisamente yo, esté al otro lado de la
barricada?
¡Qué consideraciones han podido inclinarme a traicionar de este modo
mi vocación! Analicémoslas. ¿Es posible que considere el programa de esta
revolución como una utopía y que no crea que pudiese cambiar el carácter
inmutable y eterno de la injusticia? Pero, si desde hace siglos el arte avanza
hacia esta reforma casi a ciegas, por qué iba a oponerme ahora, cuando soy
infinitamente más consciente que ellos de que la humanidad se mueve, se
mueve cada vez más de prisa, que el curso de la historia se acelera y que ya
no avanzamos, sino que nos precipitamos hacia el futuro. Jamás la palabra
«inmutabilidad» ha sido menos oportuna. Pero, en este caso, ¿quizá me
oponga al río del proletariado agitado basándome en unas razones
absolutas, como Dios o las deducciones de la razón abstracta? No, esta roca
desapareció de debajo de mis pies, los absolutos se mezclaron con la
materia y, en el movimiento dialéctico, el pensamiento se volvió impuro,
dependiente de la existencia. Entonces, ¿no será, pues, que me opongo en
nombre de una simple compasión al ver la inmensidad de sufrimientos
infligidos por ellos y las montañas de cadáveres? No. ¡En absoluto! Si soy
un niño, en todo caso soy un niño que ha pasado por la escuela de
Schopenhauer y Nietzsche. Hablando fríamente: ¿qué es el dolor de diez
millones de esclavos o un depósito de cien millones de cadáveres? Si
devolvierais a la vida a todas las víctimas martirizadas por la historia hasta
hoy, sería un desfile interminable. ¿Y acaso no sé —incluso demasiado bien
— que la vida es trágica por naturaleza?
En el momento en que escribo esto, un pequeño pece— cito cerca de las
islas Galápagos atraviesa el umbral del infierno porque otro pez le ha
devorado la cola.
De modo que, si el sufrimiento es inevitable, que al menos el hombre dé
un sentido humano a su sufrimiento. ¿Cómo oponerse a la revolución
cuando ella nos da un sentido, nuestro propio sentido?

Lunes

Hace tiempo, veinte años atrás, era «terrateniente», pertenecía a una


clase social alta. ¿Y hoy? Hoy, materialmente arruinado, vivo de la pluma,
soy un intelectual liberado de todos aquellos condicionamientos, un artista
que más bien al otro lado podría encontrar comprensión para su trabajo y
sus necesidades económicas. Si me pasara al otro lado, cuánto apoyo
encontraría, cuánta ayuda generosa en todo, lo que para mi fama sería
inmensamente sano. ¿Acaso hay algún tipo de amor por el pasado que me
ate? No, puesto que me he especializado en la libertad, mientras que la
escuela del exilio ha reforzado lo que ya había en mí de nacimiento, la
amarga alegría de alejarme de lo que se aleja de mí; no, si alguien «carece
de prejuicios», este alguien soy precisamente yo.
No hay duda de que estoy formado por el mundo del pasado. Pero
¿quién de vosotros, comunistas, no es hijo del pasado? Si la revolución
consiste en superar la conciencia heredada, ¿por qué no iba a conseguirlo
igual que vosotros? ¡Y más aún conociendo la dialéctica que quita al
espíritu su autonomía!

Martes

Quisiera completar lo que antecede; debo añadir que verdaderamente mi


visión de la realidad no está muy lejos de la visión de ellos, los comunistas.
Mi mundo carece de Dios. En este mundo, los hombres se crean
mutuamente. Es la dependencia de un hombre de otro hombre, la visión del
hombre en su continua unión creadora con los demás, unión penetrante que
dicta los sentimientos más «personales». Así ocurre en Ferdydurke y en El
matrimonio.
Pero esto no es todo. Siempre he tratado de hacer resaltar artísticamente
esa «esfera interhumana» que, por ejemplo en El matrimonio, crece hasta
alcanzar las alturas de una fuerza creadora que supera la conciencia
individual, de algo superior, la única deidad que nos resulta accesible.
Sucede así porque entre los hombres se crea el elemento de la Forma, el
cual define a cada hombre por separado. Soy como una voz en la orquesta
que tiene que entonar con el sonido de todo el conjunto, encontrar el propio
lugar en la melodía; o como un bailarín para quien no es tan importante lo
que baila como unirse con los demás en la danza. De ahí que ni mi
pensamiento, ni mis sentimientos, sean verdaderamente libres y propios;
pienso y siento «para» la gente con el fin de rimar con ella; y sufro una
deformación a causa de esta necesidad suprema: la de entonar con los
demás en la Forma.
Me he servido, por ejemplo, de esta idea en el arte, tratando de
demostrar (en el ensayo Contra los poetas y también en lo que he escrito en
alguna ocasión en mi diario sobre la pintura) que es ingenuo creer que
nuestro embelesamiento ante una obra de arte proviene de nosotros mismos,
que este embelesamiento en gran parte nace no de los hombres, sino entre
los hombres, y que es como si nos obligáramos mutuamente a embelesarnos
(aunque nadie está «personalmente» embelesado).
Pero de esto se deduce que para mí no existen pensamiento o
sentimiento verdaderamente auténticos, totalmente «propios». El artificio
hasta en los reflejos más íntimos: éste es el elemento del ser humano
sometido a lo «interhumano». En este caso, ¿por qué me irrita la falsedad y
el artificio del hombre sometido al comunismo? ¿Qué es lo que me impide
reconocer que es precisamente así como debe ser?
Una cosa más. Generalmente se me considera un literato aristocrático;
no tengo nada en contra. ¿Quién, sin embargo, ha sentido más brutalmente
la dependencia de la esfera superior de la inferior? Y, pregunto, ¿quién ha
llegado tan lejos en la percepción de que la creación, la belleza, la vitalidad,
toda la pasión y la poesía del mundo están en el hecho de que el superior, el
mayor, el más maduro está sometido al inferior y más joven? Todo esto es
muy mío —en la medida en que puede ser mío—, ésta es la vivencia que
debía haberme unido estrechamente a la revolución. ¿Por qué no ha sido
así?

Jueves
Mentira.
Dandy: este jamelgo me ha caído bien. Quizá sea algo corto de cuello,
un poco nervioso, pero qué armonía en el salto, qué salida hacia el
obstáculo y qué caída, qué delicadeza y discreción al tomar los virajes y
hasta en las acrobacias (yo no las practico, pero Lena sí que salta sobre
Dandy). Por la mañana temprano salimos con Lena, ella sobre Lilly, una
yegua más tranquila, yo sobre Dandy, y los dos nos dejamos extasiar por el
galope en los pastos y los rastrojos, donde el salto de nuestros caballos
devora las cercas y las alambradas, donde de debajo de los cascos sale
disparada una liebre muerta de miedo. A veces nos siguen Marisa y Andrea
sobre Africana y Lord Pérez sin poder alcanzarnos…, desesperadas…,
haciéndonos señas… Ayer hubo una violenta disputa con Duś y Sta
Wickenhagen acerca de Traviata, una yegua de pura sangre adquirida hace
poco, desgraciadamente de reflejos amanerados, pero no carente de estilo.
Trato de darle garbo con el trockkett, primero en la cuerda, luego saltando,
finalmente con un trote tranquilo, pero esos expertos, así como Jacek
Dębicki, menos familiarizado con esto, no me auguran ningún éxito.
Mentira, mentira… A pie soy diferente que a caballo, a caballo diferente
que a pie. Los caballos mienten a la moral, la moral a los caballos, yo a los
caballos, a la moral y a las chicas. Un repentino relajamiento. Frivolidad.
¿Quién soy? ¿Acaso «soy» realmente? A veces soy esto, a veces aquello…

Sábado

Camino por la avenida, bajo los eucaliptos. ¿Dónde está el norte?


¿Dónde el este? Allá, en el noreste, ¿cuántos kilómetros habrá desde
aquí…? Más de diez mil.
¿Qué hago aquí, solo en esta pampa, con una despreocupación que ya
me está abandonando…?, y de nuevo ese presentimiento de una agonía
solitaria en un sótano aplastante. Dios, como ya se ha dicho, no será un
asilo para mi vejez, y aún menos lo serán las trascendencias del
existencialismo, al que sólo le queda embriagarse con su propio sentimiento
trágico. Pero si reviviera en mí la desdeñada palabra «nación», y pudiera —
simplemente— acercarme físicamente, subir a un barco, dejar envolverme y
arrastrarme por esa revolución suya…, ¿qué sería de mí? Este sentido —
aunque temporal, pasajero, pero inmenso por la masa de existencia humana
comprometida en él—, ¿no me haría más resistente a mi agonía? Permitir
que me impregne esta energía de la historia. Unirme. ¿Por qué vacilas? ¿De
qué tengo miedo? ¿Te estremeces ante esta vulgarización, esta humillación?
Sin embargo, tú mismo lo sabes, tú mismo has dicho que la conciencia
superior debe reconocer su dependencia de la inferior. Y el objetivo, el
objetivo moral de la vida…
Me lo digo en voz alta a mí mismo para familiarizarme con la presencia
de este pensamiento, pero al mismo tiempo sé que es algo imposible de
realizar. Las palabras vuelan hacia el silencio, que es lo único que queda,
siempre presente, inmutable.
No se puede hacer. Tratemos de explicar esa imposibilidad de carácter
ya no intelectual, sino más bien espontáneo. No se puede hacer, porque
quiero ser yo mismo, sí, aunque sé que no hay nada más ilusorio que este
«yo» inalcanzable; también sé que todo el honor y el valor de la vida
consiste en una incesante persecución, en una incesante defensa de este
«yo». Un católico lo llamaría la lucha por la propia alma, un existencialista
la voluntad de autenticidad. Indudablemente, el punto central de todas estas
morales, la marxista incluida, es éste: la preocupación por conservar el
propio «yo», la propia alma. ¿Cómo están las cosas en la práctica?
Imaginemos que subo al barco y zarpo. Pero ya por el camino tendría que
efectuar una amputación en mí mismo echando por la borda la mitad de lo
que consideraba como un valor, cambiándome el gusto, elaborándome
(espantosa operación) una sensibilidad y una insensibilidad nuevas,
formándome a la imagen de mi nueva fe. ¿En qué estado llegaría? ¿No sería
como un muñeco de gutapercha amasado por mis propios dedos?
No obstante, el marxismo ofrece aquí una argumentación absolutamente
penetrante y perfecta, que da en el mismísimo clavo, es decir, justamente en
este «yo». Tu yo —dicen— ya ha sido formado anteriormente por las
condiciones de tu vida, por el proceso de tu historia; eres tal como te ha
creado y definido tu clase social explotadora, cuya conciencia está atada por
el hecho de explotar, clase falseada en toda su relación con el mundo por el
hecho de no querer y no poder admitir que ha sido hecha para chupar sangre
ajena. Al reafirmarte en este yo, sólo te reafirmas en tu propia deformación.
¿Qué es lo que quieres defender? ¿En qué obstinarte? ¿En este yo, que te
han fabricado y que te mata la libertad de tu verdadera conciencia?
Un argumento perfecto y totalmente acorde con mi concepción del
hombre, ya que sé con seguridad —y he intentado miles de veces expresar
esta seguridad artísticamente— que la conciencia, el alma, el yo, son la
resultante de nuestra situación en el mundo y entre los hombres. Esta es
probablemente la idea central del comunismo, que yo divido en dos puntos,
ambos muy convincentes. Primo, que el hombre es un ser plantado entre los
hombres, es decir, que de su postura ante el mundo decide su postura ante
los hombres. Secundo, que no nos podemos fiar de nosotros mismos, que lo
único que puede asegurarnos la personalidad es precisamente la más aguda
conciencia de las dependencias que la forman.
Pero, ahora, ¡atención! ¡Cojámosles con las manos en la masa!
Comprobemos las cartas con las que se juega…, y descubriremos el insólito
truco por el que toda esta dialéctica se convierte en una trampa. Porque este
pensamiento dialéctico y liberador se detiene justo a las puertas del
comunismo: se me permite poner en duda mis propias verdades mientras
estoy del lado del capitalismo; pero este mismo autocontrol debe acallarse
en el momento en que me encuentro en las filas de la revolución. Aquí la
dialéctica cede el paso al dogma, de repente, a causa de un giro asombroso,
ese mundo mío relativo, móvil, confuso, se convierte en un mundo
estrictamente definido, del que se sabe prácticamente todo, un mundo
preciso. Hace un momento era problemático —pero ellos me han hecho así
sólo para que saliera más fácilmente de mi piel—, ahora que estoy con
ellos, debo volverme categórico. ¿Acaso no salta a la vista esta increíble
duplicidad de cada comunista sin excepción, incluso de los más refinados
intelectualmente? Porque mientras se trata de la destrucción de la vieja
verdad, ese hombre nos fascina con la libertad del espíritu desenmascarador
y el deseo de la sinceridad interior; pero, cuando seducidos por este canto,
permitimos que nos conduzca a su propia doctrina, ¡paf!, se cierra la puerta,
y ¿dónde nos encontramos? ¿En un monasterio? ¿En el ejército? ¿En la
iglesia? ¿En una organización? En vano intentarías ahora buscar unas
dependencias nuevas que deformen tu nueva conciencia. Tu conciencia ha
sido liberada y a partir de este momento te conviene tener confianza. Tu
«yo» se ha convertido en un «yo» garantizado, digno de confianza.
No quisiera facilitarme la crítica. No apunto al terror propio de su
organización política que mata la misma libertad de pensamiento que
despierta en el campo enemigo. No me refiero a su teoría, ni tampoco a sus
tan características paradojas, como, por ejemplo, que el proceso dialéctico
de la historia se detiene en el momento en que la revolución alcanza su
plena realización en el régimen ideal del futuro. No apunto ni a su sistema
de pensamiento, ni a su sistema político, sino a la conciencia que esos
comunistas agitan como una bandera. Quiero atrapar este sutil, aunque
sórdido, cambio de tono que se produce cuando entramos en su propio
terreno, esta repentina manifestación de astucia, este sentimiento fatal
cuando hablamos con ellos, que hace que de pronto la luz se te convierta en
oscuridad, y que te des cuenta de que no tratas con un hombre ilustrado,
sino con un ciego como la más negra de las noches. ¿Librepensador? Sí, en
tu terreno. En el suyo, fanático. ¿No creyente? En ti; en sí mismo cultiva la
fe con la vehemencia de un monje. Místico maquillado de escéptico,
creyente que se sirve del laicismo como de un instrumento, ahí donde pueda
convenir a su fe. Creías tener ante ti un alma humana sedienta de verdad,
pero de repente brillaron los astutos ojos de la política. Pensabas que se
trataba de la conciencia, es decir, del alma; es decir, de la ética; pero resulta
que lo más importante es el triunfo de la revolución. Y vemos que nos
encontramos una vez más ante una de las grandes mistificaciones al estilo
de las que desenmascaraban Nietzsche, Marx, Freud, mostrando detrás de la
fachada de nuestra moral —cristiana, burguesa, sublimada— el juego de
otras fuerzas anónimas y brutales. Pero aquí la mistificación resulta más
perversa, ya que consiste precisamente en desenmascarar. Es una de las más
grandes desilusiones que se puede sufrir en el campo de nuestra ética
contemporánea, porque aquí se hace evidente que incluso el
desenmascaramiento de las fuerzas se convierte en una máscara detrás de la
cual se esconde la misma eterna voluntad de fuerza.
De ahí viene ese tufo de insinceridad entre ellos. No solamente entre los
funcionarios subalternos. Sus mejores cerebros están enfermos de esta
repugnante semisinceridad: sinceros con respecto al mundo ajeno, pero
atados, dispuestos a castrar en sí toda probidad cuando se trata del edificio
de su propia quimera. ¡Ofelia, vete a un convento!
Pero también comprendería esto. Al fin y al cabo es una doctrina de la
acción, una doctrina de la creación, no es un pensamiento sobre la realidad,
sino un pensamiento que transforma la realidad, que determina la
conciencia a través de la existencia. Tienen que hacer acopio de energía, por
eso limitan la conciencia. Pero entonces mi moral, la tuya y la general, toda
moral elemental del hombre exige que lo reconozcáis. Debéis decir:
nosotros nos cegamos a propósito. Mientras no lo digáis, ¿cómo se puede
hablar con alguien deshonesto consigo mismo? Unirse a alguien así es
perder el último apoyo bajo los pies —el yo propio y el ajeno—, y
precipitarse en el abismo.

Domingo

El deshielo… Supongamos que traerá —en Rusia y en Polonia— cierto


sucedáneo de libertad y verdad. De libertad al cuarenta y cinco por ciento, y
de verdad al cuarenta y siete por ciento. ¿Y qué?
Si yo estuviese preso en aquella cárcel, me cogería a ello con ambas
manos. Si hasta ahora no se podía salir de la celda, ¿no es un placer darse
un paseo por el patio bajo la atenta mirada de los vigilantes? ¿Quién duda
de que en la práctica es siempre mejor una hipocresía menor a una mayor?
Pero aparte de una momentánea porción de libertad, existe la cuestión de la
forma polaca, del estilo polaco, del desarrollo polaco y del devenir
polaco… Como no soporto los ersatz y siempre, en un restaurante y en la
vida, protestaré cuando me den gato por liebre, tampoco en este caso puedo
admitir este ersatz, sucedáneo, maquillaje o pacotilla. Una libertad con
permiso, la concesión de una libertad relativa, pero ¿qué es esto? Ni carne
ni pescado. Para la autenticidad de la vida polaca es peor que una mordaza
al cien por cien, una mordaza que no miente. Es la existencia de un meteco,
sórdida, débil, semimuerta, que no habrá alcanzado su verdadera
expresión…
Considero que lo peor en la historia de nuestra cultura ha sido el que
siempre, voluntariamente o a la fuerza, hemos estado limitando nuestro
espíritu. Toda nuestra literatura, todo nuestro arte, constituye testimonio de
ello. El hecho de que en los últimos años la conciencia polaca haya estado
metida en chirona, es posible que no le haya ido del todo mal a nuestra
alma. Nos han frenado nuestra anterior insuficiente producción de palabras,
sustituyéndola con una mentira manifiesta; sin embargo, el prisionero ha
podido hablar consigo mismo, y, al parecer, han sido unas conversaciones
sinceras. La vida se les ha dividido en falsedad exterior y verdad interior:
un estado de cosas grave, pero no venenoso. ¿Quién sabe si en alguna parte,
en lo más hondo, la estupidez no agudizaba la mente?
El permitir a su espíritu una libertad relativa, con la condición de
presentarse dos veces por semana en la oficina de control más próxima, sólo
haría borrosa esa clara y salvadora frontera que dividía hasta ahora la
verdad aprisionada de la mentira libre. Entrarían en el terreno de la
semiverdad, de la semivida, de la creación incompleta, del embriagarse con
apariencias, y ¿cuál sería el resultado? No niego que esta oportunidad de
abrir en el futuro las puertas a la libertad debería ser aprovechada
políticamente. Pero yo no me dedico a la política…, y lo único que sé es
que el estilo, la forma, la expresión, tanto da en el arte como en la vida, no
pueden alcanzarse a través de una concesión ni fabricarse en dosis
estipuladas. Aut Caesar…
Me dicen a veces desde el otro lado que ahora mi obligación para con la
patria sería regresar. Me gustaría saber para qué. Para convertirme en
alguien digno de compasión (porque si el ingeniero o el obrero pueden en
aquel régimen reclamar el derecho al respeto, en cambio el literato, aquel
«Escritor» suyo, arrastrado y que arrastra al mismo tiempo, es una figura
repelentemente grotesca, una cómica fusión en una persona de maestro de
escuela y de alumno, esos dos aspectos de la didáctica). Pero puesto que me
decís que estando en el exilio desaprovecho mi talento para la patria, os diré
qué importante papel para la nación me he asignado.
Para utilizar su vocabulario: ¿qué clase de «demanda social» podría
hacer que mi experiencia americana no careciera de sentido al menos para
cierta gente en Polonia? ¿Para qué gente? No para quienes se conforman
con pantalones cortos. Pero está claro que aparte de esa realidad falsa,
infantil, inferior, tímida, en Polonia acecha otro saber, perspicaz, agudo,
sobrio, que no quiere engañarse a sí mismo, se esconde otro tono, más
razonable y más cruelmente maduro. Mi cometido consistiría en alcanzar
precisamente este tono polaco, llegar al polaco trágico y consciente. No
para llenarlo de otras ilusiones, para facilitarle algo. Quiero expresar la
inexorabilidad de esta demanda polaca que exige una conciencia y una
existencia plenas. ¿Será una paradoja que yo, que no estoy lo que se dice en
muy buenas relaciones con esa conciencia en su aspecto filosófico, tenga
que insistir en ello —es más fuerte que yo—, exigirlo como una condición
sine qua non de nuestra humanidad?
Una cosa más. Sería importante que lo trágico no se transformase en
catástrofe. Los polacos cayeron en los engranajes de hierro de la vida
colectiva sin una preparación histórica adecuada que hiciera invencible su
vida individual, de modo que hoy muchos sencillamente no saben cómo ser
ellos mismos de una manera honesta, respetable y vital, cómo permanecer
fieles a sí mismos sin apuntarse a ninguna bandera y sin buscar amparo en
el sistema, en el dogma, en la fe. Son impotentes y están humillados. Bien,
pues yo afirmo que hay que elaborar un estilo de vida individual tan
extremo que les permita resistir a la presión.
¿Qué puede haber de más importante para la cultura polaca —
independientemente de la dirección en que se desarrolla— que crear este
estilo pensado para nuestra madurez? Hay que establecer este modus
vivendi, ya que únicamente sobre la base de semejante voluntad de
conciencia podrá construirse la autenticidad polaca en el futuro. Si el
hombre polaco llega a creer que es malvado sólo porque es un hombre
consciente…, si se deja convencer de que es impotente…, bien, entonces
aún nos espera una larga infancia…
Pero yo no puedo enseñar estas cosas —no soy un maestro—,
solamente puedo contagiar con mi modo de ser, el que está contenido en
mis libros, en este diario.

Martes

Polonia, el deshielo, el regreso, el comunismo, ¿por qué me he liado con


eso, por qué entro en estos detalles de mi destino?
¿Y la moral? Me defino con respecto a la ética del catolicismo, del
existencialismo o del marxismo, pero la moral es sólo un fragmento, es una
de las caras… que me presionan desde todas partes, ¡todas! La realidad es
inagotable. ¿Qué hacer de mí? ¿Qué hacer de mí? ¿Qué hacer de mí? Este
examen de conciencia no ha arreglado nada en mí, de nuevo sólo soy, soy
en esta pampa argentina, en esta estancia.
Mañana parto hacia Buenos Aires. Tengo que hacer las maletas.
Después me espera un largo viaje por el río Paraná, hacia el norte.

Jueves

Geografía.
¿Dónde estoy?
He caminado a lo largo de la avenida de eucaliptos, por última vez antes
de partir. He estado allí, frente a aquellos árboles, en la perspectiva de la
avenida, sobre aquel suelo arenoso, entre cosas nítidas: árboles, hoja, terrón,
ramita, corteza.
Pero al mismo tiempo estaba en América del Sur, ¿dónde está el norte,
el oeste, el sur, cómo estoy situado con referencia a la China o a Alaska, en
qué lado está el polo?
El crepúsculo: la gran bóveda de la pampa despide estrellas, una tras
otra, enjambres de ellas aparecen resaltadas gracias a la noche, mientras que
el mundo palpable de los árboles, de la tierra, de las hojas, este único
mundo amigable y creíble, se ha diluido en una especie de invisibilidad,
inexistencia…, se ha borrado. Pese a esto avanzo, me adentro cada vez más,
pero ya no en el camino, sino en el cosmos, suspendido en el espacio
astronómico. ¿Acaso el globo terrestre, suspendido él mismo, puede
asegurar el terreno firme bajo los pies? Me he encontrado en un abismo sin
fondo, en el seno del universo y, lo que es peor, no ha sido una ilusión, sino
la más verdadera de las verdades. Sin duda se podría enloquecer si uno no
estuviera acostumbrado…
Escribo en el tren que me lleva a Buenos Aires, hacia el norte. El Paraná
es un río inmenso por el que voy a navegar.
Estoy sentado, tranquilo, miro por la ventana, observo a la mujer
sentada frente a mí, de manos menudas y pecosas. Y al mismo tiempo estoy
allí, en el seno del universo. Todas las contradicciones se dan un rendez-
vous en mí: la calma y la locura, la sobriedad y la embriaguez, la verdad y
la patraña, la grandeza y la pequeñez, pero siento que en mi cuello se posa
de nuevo la mano de hierro, que poco a poco, sí, de manera casi
imperceptible…, se va cerrando.

DIARIO DEL RIO PARANA


Martes

A la una de la tarde el barco zarpó, pero yo no lo advertí…, ocupado


como estaba mirando los barcos anclados al fondo del puerto…, éstos
empezaron a alejarse poco a poco…, y con ellos todo empezó a alejarse,
como si girara alrededor de un eje, hacia la izquierda, y Buenos Aires se
alejó… Navegamos.
Las seis de la tarde. Atravesando el Río de la Plata en toda su anchura
—unos setenta kilómetros—, llegamos casi a las verdes orillas uruguayas.
A continuación viramos haciendo rumbo a noroeste, y ahora nos
adentramos en el delta del Paraná. A mano derecha, la infinita superficie
blanca y azulada: son las aguas del río Uruguay. Navegamos por el delta.
Las ocho de la tarde. Navegamos por el delta del Paraná. Las aguas son
metálicas, y el cielo malo, enfurecido; sobre el Uruguay, las nubes se han
soltado sus cabellos y con la lluvia alcanzan la tierra. Tristeza.
El agua crece, aumenta, y delante de nosotros una nube ha cubierto el
horizonte, el río crece con la oscuridad, la nube arroja cúmulos de
oscuridad, la oscuridad emana de las orillas distantes unos kilómetros.
Navegamos.
Las dos de la madrugada. Me he despertado hace un instante y en
seguida una ligera vibración mezclada con el balanceo apenas perceptible
me ha hecho comprender dónde estaba. Estaba en el barco, en el camarote.
Pero ¿dónde estaba el barco? Comprendí que no sabía qué ocurría con el
barco y era como si no supiera qué ocurría conmigo. Las vibraciones
significaban que navegábamos, pero… ¿a dónde navegábamos?, ¿cómo
navegábamos?… De modo que, tras vestirme apresuradamente, salí a
cubierta. Algo pasaba: llovía. Murmullo de lluvia y sus gotas azotando
súbitamente las mejillas; tablones mojados, cobertizos, barandillas y cabos
chorreantes. Pero navegábamos. Ni una luz en el barco, cuya oscuridad
hendía la oscuridad, pero esas dos oscuridades no se unían una con la otra,
cada una se mantenía aparte y no se veía el agua, no se veía nada, como si
alguien lo hubiese confiscado todo y sólo quedase la lluvia llenando esa
navegación en la doble oscuridad. Navegábamos hacia el noroeste, y, a
causa de la omnipresencia de la noche, nuestra navegación se convirtió,
junto con la lluvia, en la única y suprema idea, en el zenit de todas las
cosas.
Regresé al camarote y me desvestí. Mientras me desvestía, acostaba y
dormía, navegábamos.

Miércoles, las cuatro de la tarde

Cielo deshilachado y floreado, serpenteos luminosos sobre el espacio


fluido, mientras allí, a lo lejos, se derrama una blancura como una puerta
que condujera al otro mundo. Pero navegamos. Hemos rebasado el
convento de San Lorenzo y navegamos; a la derecha, las tierras de Entre
Ríos; a la izquierda, Santa Fe, y nosotros navegamos.
Uno de los señores tiene unos prismáticos con los que se puede ver una
orilla desconocida y un arbusto —o un árbol—/ o una tabla de madera,
negra, que aparece de pronto entre las turbias aguas, arrastrada por la
corriente. Hoy me he acercado nuevamente a él y me ha preguntado:
—¿Quiere usted echar una ojeada?
Pero… Lo mismo me dijo ayer. Sólo que hoy me ha sonado diferente.
Me ha sonado…, como si en realidad no quisiera decir eso o bien como si
lo que ha dicho no estuviera dicho hasta el final…, sino dolorosamente
interrumpido. Lo he mirado, pero su cara estaba serena, tranquila.
Navegamos. Acompañados por un verdor (porque nos acercamos a la orilla)
ora más oscuro, ora más claro; el estuario cargado de luz y con las aguas
crecidas hasta reventar parece ascender al cielo; mientras, nosotros
navegamos. Navegábamos cuando yo desayunaba, y cuando, después de
una partida de ajedrez, salí a cubierta, vi que navegábamos. Aguas
amarillas, cielo blanquecino.
El mismo día por la noche
Desde detrás del cerco de una nube negra asoma una enorme y
centelleante cara roja, y lanza horizontalmente un torrente de resplandores,
por lo que el espejo de las aguas se torna oblicuo, mientras los archipiélagos
más lejanos, más allá de los istmos, en el fondo de las bahías, alcanzan la
gracia de la ascensión. El sol golpea en la ciudad de Paraná, cuya parte alta
se desplega cual la cola de un pavo real, convertida en un bastión de
colores, en una fortaleza de tonalidades, y explota en mil fuegos,
arrojándolos y bombardeándolo todo en este silencio y esta calma solemne.
Y el coro de destellos se alza de las aguas. En seguida abandonamos este
paisaje y ahora navegamos por un cauce que a veces se ensancha hasta
alcanzar unos diez kilómetros; el agua es abundante, casi excesiva, y
nosotros navegamos, navegamos.
En la proa me encuentro a un cura que ha jugado conmigo al ajedrez.
—Navegamos —digo.
—Navegamos —me contesta.

Noche del miércoles al jueves

De nuevo me he levantado por la noche no pudiendo soportar la idea de


que el barco navegue solo, sin mí, cuando yo no estoy con él y no sé que
navega, ni cómo navega… El cielo estrellado. El barco avanzaba río arriba,
a contracorriente, y a unos cien metros he visto la blanca pared de la orilla
que huía hacia atrás, ¡siempre y sin cesar, hacia atrás!
Al día siguiente por la mañana
Espacio impotente, río perezoso, el aire inmóvil, la bandera caída, pero
surcamos con un murmullo esa inmóvil blancura —siempre hacia adelante
—, y entramos en la zona subtropical, así que, aunque no hay sol, hace más
calor.
Ese industrial de San Nicolás dijo: —Mal tiempo…, pero de nuevo me
sonó como si no fuera eso…, como si en el fondo él quisiera, sí, eso es,
quisiera otra cosa…, y tuve la misma sensación cuando, durante el
desayuno, un médico de Asunción, exiliado político, hablaba de las mujeres
de su país. Hablaba. Pero hablaba precisamente (esta idea me persigue)
para no decir…, sí, para no decir lo que de veras tenía que decir. Lo miré,
pero nada, una cara apacible, serena y satisfecha, sin rastro de misterio
alguno. Cuando después del desayuno salí a cubierta, me di cuenta de que
tanto durante la conversación como durante el desayuno íbamos
navegando… Y ahora navegamos… El viento me golpeó de costado.
Navegábamos por un estrecho que une dos océanos, el océano que se
extendía ante nosotros se anunciaba por una blancura interminable, el
océano que quedaba atrás era una masa apenas adivinable más allá de
unas dunas humeantes de arena, mientras que el mismo estrecho era toda
una geografía de golfos, cabos, islas e islotes, y unas extrañas y misteriosas
bifurcaciones que conducían a una oblicuidad desconocida. En cierto
momento entramos en un conjunto de siete lagos cristalinos que son como
los siete arcos de exaltaciones místicas, cada uno de ellos situado a una
altura diferente, y todos suspendidos en las regiones celestiales. Pero media
hora más tarde todo esto descendió y se posó sobre el río, que de nuevo
volvió a ser el río por el que navegamos, navegamos…
El mismo día por la noche
¡Payasos y monos! ¡Serpientes y surtidores! ¡Papagayos y jugueteos de
bichos violetas y retozones! ¡Géiseres y algazaras papagayescas y
ardientes, ensartados con lazos de colores gallunos, el agua se ha
convertido en un gorjeo, en una verdadera zoología, pura ornitología…!,
por la que, sin embargo, navegamos y navegamos con el inevitable surco
detrás de nosotros y con el murmullo del agua.
Dos mujeres —la bibliotecaria del collar de monedas y la esposa del
ingeniero— conversaban junto a la barandilla. No pude oírlas y
seguramente se trataba de unas fútiles conversaciones femeninas, fútiles, sí,
pero quién sabe si no demasiado fútiles; digo «demasiado» consciente de la
inquietante idea que contiene esta palabra…, y sin embargo, nada en esto
era «demasiado», todo estaba como debía estar…, y mientras hablaban,
navegaban y yo también navegaba.
Al día siguiente por la mañana
El río pálido, susurrante, inmóvil…, navegamos.
Por la noche ocurrió algo, o, dicho con más precisión, algo se quebró,
o tal vez llegó a romperse… En realidad no sé lo que pasó, e incluso, a
decir verdad, no pasó nada, pero justamente «el que no hubiese pasado
nada» es más importante y quizá más horrible que si algo hubiese pasado.
He aquí lo ocurrido: intentaba dormirme y caí en un sueño profundo
(porque últimamente había dormido poco), pero de repente me desperté
hondamente atormentado por la terrible y aplastante preocupación de que
algo estaba pasando…, algo que yo no dominaba…, algo que estaba fuera
de mí. Salté de la cama, salí corriendo, y allá, en cubierta: los cabos
metálicos tensos, las vibraciones y la tensión de este conjunto que
avanzaba en silencio, en medio de la noche, en la inmovilidad e
invisibilidad del mundo, y el movimiento, la única cosa viva. Navegábamos.
Y de repente (como ya he dicho), algo se quebró y se rompió el sello del
silencio, mientras un grito…, un único grito agudo resonó… ¡Un grito que
no existía! Sabía con toda seguridad que nadie había gritado, y al mismo
tiempo sabía que había habido un grito… Pero, como no había ningún
grito, consideré mi terror como inexistente, regresé al camarote e incluso
me dormí. Al despertarme a las nueve y media vi que navegábamos por el
río plateado como el vientre de un pez.
¿Qué ocurrió, pues? Todo el secreto está en que no ocurrió nada. Y
sigue sin ocurrir nada; el más excelente de los detectives no encontraría
ningún indicio, nada donde cogerse. Comemos con buen apetito y
copiosamente. Nuestras conversaciones son despreocupadas. Todos están
contentos. El médico paraguayo levanta del suelo un paquete de
«Particulares» que se le ha caído a un tipo moreno de cejas pobladas, y el
moreno hace señas con la mano para darle a entender que en el paquete no
hay cigarrillos; al mismo tiempo un niño pasa corriendo arrastrando una
pequeña locomotora, y el estanciero llama a su mujer que, justo en este
momento, se ha atado un pañuelo al cuello, mientras en la escalerilla se
está fotografiando una pareja en viaje de luna de miel. ¿Qué hay de
particular en esto? ¿Podría haber un barco más corriente? ¿Una cubierta
más trivial? Pero precisamente por eso, sí, precisamente por eso, estamos
totalmente indefensos… ante ese algo que amenaza…, no podemos
emprender nada porque no hay fundamentos para la más ligera inquietud y
todo está absolutamente en orden…, sí, todo está en orden… hasta el
momento en que bajo esta tensión ya irresistible no se rompa la cuerda, la
cuerda, la cuerda.
El mismo día por la noche
El agua anónima, inmensa. Navegamos.
El médico se burlaba de mí porque había perdido una partida de
ajedrez con un chapucero que me había presentado como Goldberg, el
campeón de Santa Fe. Dijo:
—Ha perdido usted por miedo.
Dije: —Podría darle una torre de ventaja y ganarle.
Pero mis palabras y las suyas son como el silencio que precede a un
grito. Navegamos hacia…, nos dirigimos a…, y ahora veo con claridad que
las caras, las conversaciones, los movimientos están cargados de… Están
fulminados. Paralizados en algo implacable que nos conduce hacia algo…
Una tensión incalculable se esconde en el más pequeño movimiento.
Navegamos. Pero esta locura, esta desesperación, este terror son
inalcanzables, porque no los hay, y como no existen, existen, existen de una
manera imposible de rechazar. Navegamos. Navegamos por un agua como
de otro planeta, mientras la noche empieza a envolvernos por todas partes,
y se va estrechando el campo de visión, y nosotros en él. Pero navegamos y
sin cesar crece en nosotros… ¿qué?…, ¿qué?…, ¿qué?… Navegamos.
Al día siguiente
Cualquier cosa que hagamos, cualquier cosa que digamos, cualquier
actividad a que nos dediquemos, navegamos y navegamos. Mientras
escribo esto, también navegamos. Las caras son horripilantes, porque
sonríen. Los movimientos dan miedo, porque están llenos de tranquilidad y
de perfecta satisfacción.
Navegamos. El barco vibra, la máquina trabaja, detrás de la borda olas
estrepitosas, salpicaduras y torbellinos, mientras nosotros navegamos
hundiéndonos cada vez más en…, llegando a… ¡De nada servirán las
palabras, porque mientras lo digo, navegamos!
Al día siguiente
Navegamos. ¡Hemos navegado toda la noche y también ahora
navegamos!
Al día siguiente
Navegamos. Total impotencia ante el pathos, incapacidad de llegar a
esta potencia que se produce en nosotros a través de un continuo
crecimiento de la tensión y la tirantez. Nuestra normalidad, la más normal,
explota como una bomba, como un trueno, pero fuera de nosotros. La
explosión nos es inaccesible, a nosotros hechizados en la normalidad. Hace
un momento he encontrado al paraguayo en la proa y he dicho, sí, he
dicho, eso es, he dicho:
—¡Buenos días!
El a su vez ha contestado, eso es, ha contestado, sí, ha contestado, Dios
misericordioso, ha contestado (sin dejar de navegar):
— ¡Hermoso tiempo!

GOYA
Lunes

Después hice un largo y somnoliento viaje de regreso navegando del


norte al sur, y ayer, a las ocho de la tarde pasé del barco a una lancha que
me dejó en el puerto de… Goya, una pequeña ciudad de treinta mil
habitantes, en la provincia de Corrientes.
Uno de estos nombres que, al verlos en el mapa, a veces excitan nuestra
curiosidad…, porque no son interesantes y porque nadie viaja hasta allí…,
¿qué puede ser eso…? ¿Goya? El dedo cae sobre un nombre: de un
pueblecito en Islandia, una pequeña ciudad de Argentina;…, y ocurre que a
veces nos sentimos tentados de viajar hasta allí…

Miércoles

Goya, un pueblo llano.


Un perro. Un tendero en la puerta de su tienda. Un camión rojo. Sin
comentarios. No sirve para ninguna glosa. Aquí las cosas están como están.

Jueves

La casa en la que me alojo es espaciosa. Es una vieja y respetable


residencia de un estanciero local (ya que estos estancieros generalmente
tienen dos casas: una en la estancia y otra en Goya). El jardín, lleno de
mastodontes: cactos.
Estoy aquí. ¿Por qué aquí? Si alguien me hubiese dicho hace años, en
Maoszyce, que iba a estar en Goya… Por la misma razón que estoy en
Goya, podría estar en cualquier otro lugar, y todos los lugares del mundo
empiezan a pesar sobre mí tediosamente, reclamando que vaya a ellos.
Paseo por la plaza Sarmiento en un anochecer azulado. Extranjero
exótico para ellos. Y al fin, a través de ellos, me convierto en un extraño
para mí mismo: me paseo a mí mismo por Goya como a una persona
desconocida, la coloco en la esquina, la siento en la silla de un café, le hago
intercambiar palabras sin importancia con un interlocutor casual y escucho
mi voz.

Fui al Club Social y me tomé un café.


Hablé con Genaro.
Fui en jeep con Molo al aeropuerto.
Trabajé en mi novela.
Fui a una plazoleta junto al río.
Una niña que iba en bicicleta perdió un paquete que recogí.
Una mariposa.
Cuatro naranjas comidas en un banco.
Sergio fue al cine.
Un mono en el muro y un papagayo.
Todo esto sucedía como en el fondo de un profundo silencio, en el
fondo de mi presencia aquí, en Goya, en la periferia, en un lugar del globo
terrestre que no se sabe por qué se ha vuelto mío. Esta sordina… Goya,
¿por qué nunca soñé contigo?, ¿por qué entonces, años atrás, nunca presentí
que pertenecías a mi destino, que te encontrabas en mi camino? No hay
respuesta. Casas. Un callejón estriado por unas sombras cortantes. Un perro
tumbado. Una bicicleta apoyada en la pared.
ROSARIO
Lunes

Rosario. Llegamos al puerto a las tres de la madrugada, con siete horas


de retraso, porque las aguas del río estaban bajas. Como no quería despertar
a los Dzianott, paseé por la ciudad hasta las siete. Comercio. Balance,
presupuesto, saldo, inversiones, crédito, inventario, cuenta, neto, bruto, sólo
esto, únicamente esto, toda la ciudad está bajo el signo de la contabilidad.
La vulgaridad de América, la América gorda.
Rena y su marido, con el pequeño Jacek Dzianott, radiante de alegría,
esa alegría que es en realidad nuestra única victoria sobre la existencia y la
única gloria del hombre. Pero ¿por qué este orgullo y esta gloria están
confiados a un niño de doce años y hay que inclinarse hacia ellos? Y el
desarrollo es el camino a la amargura degradante. Resulta muy sarcástico
que nuestra insignia más alta, nuestro más orgulloso estandarte, sean los
pantaloncitos de un niño.

BUENOS AIRES
Jueves

Después de cuatro meses de viajes y estancias en sitios lejanos, heme de


nuevo aquí. He encontrado bastantes cartas en el escritorio. La una de la
madrugada. He acabado de leer las cartas. Dentro de un instante, cuando
ponga el punto final de esta frase, me levantaré, me desperezaré, comenzaré
a sacar las cosas de la maleta, iré al vestíbulo a recoger la agenda que he
dejado junto al teléfono.
XXI
Capítulo

MIÉRCOLES
De vuelta a Buenos Aires he cambiado mi modo de vida. Me levanto
alrededor de las once, pero dejo el afeitado para más tarde, porque es muy
aburrido. El desayuno compuesto de: té, pan, mantequilla y dos huevos, los
días pares de la semana, pasados por agua, y los días impares, duros.
Después del desayuno me pongo a trabajar y escribo hasta que las ganas de
abandonar el trabajo vencen en mí la aversión hacia el afeitado. Cuando se
produce esta crisis, me afeito con agrado. El hecho de estar afeitado inclina
a salir a la calle, de modo que me dirijo al café Querandi, en la esquina de
las calles Moreno y Perú, para tomar un café con pastas y leer La Razón.
Vuelvo a casa para seguir trabajando, pero estas horas las dedico al
trabajo remunerado para la prensa local, o bien, montado en mi Remington,
pongo al día la correspondencia. Mientras tanto fumo en una de mis pipas,
la Dunhill o la BBB Ultonia. Fumo tabaco «Hermes para pipa». Después de
las ocho salgo a cenar al restaurante Sorrento, y luego el programa varía en
función de las circunstancias. Las horas tardías de la noche las dedico a la
lectura de libros, que, por desgracia, no siempre son como desearía.
He comprado en rebajas seis camisas de verano muy bien de precio.

Lunes
Jeleński… ¿quién es? Ha aparecido en mi horizonte, allá lejos, en París,
y está luchando por mí; hace tiempo —tal vez nunca— que no me he
encontrado con una afirmación tan decidida y al mismo tiempo tan
desinteresada de lo que soy y de lo que escribo. La capacidad de asimilar y
de percibir no sería suficiente, semejante compenetración sólo puede
producirse sobre la base de una afinidad de naturalezas. Anda a la greña con
la emigración polaca por mi causa. Aprovecha todas las ventajas de su
situación en París y de su creciente prestigio dentro del beau monde
intelectual para respaldarme. Recorre los editores con mis textos. Me ha
conseguido ya unos cuantos partidarios, y nada mediocres. Consideración,
sí, de acuerdo, incluso admiración…, al fin y al cabo lo comprendo (homo
sum)…, pero ¿todo este trabajo para mí?, ¿que la admiración no se limita a
admirar…?
No me parece extraño que él absorba y asimile con tanta facilidad mi
facilidad…, él es todo facilidad, no se alza ni se agita como un río ante un
obstáculo, sino que fluye vivaz en una secreta alianza con su cauce, no
destroza, se filtra, penetra, se moldea según los obstáculos…, casi baila con
las dificultades. Pues bien, yo en cierta medida también soy un bailarín y
me es muy propia esta perversión (la de abordar con «facilidad» lo
«difícil»), supongo que es una de la bases de mi capacidad literaria. Pero lo
que me extraña es que Jeleński también haya sabido llegar hasta mi
dificultad, hasta mi dureza; nuestras relaciones no se reducen con toda
seguridad solamente al baile, y él me comprende como muy pocos,
precisamente donde soy más doloroso. Mis contactos con él se limitan
exclusivamente a un intercambio de cartas, jamás lo he visto con mis
propios ojos, y por otra parte estas cartas son generalmente apresuradas y
concretas; sin embargo, sé con seguridad que en nuestra relación no hay
nada de sentimentalonas carantoñas espirituales, que es una relación severa,
intensa y tensa a la vez, y mortalmente seria en su propia esencia.
A veces asocio a Jeleński (que al parecer es un refinado hombre de
mundo) con la proletaria sencillez de un soldado…, es decir, tengo la
sensación de que su facilidad es la facilidad ante la lucha, ante la muerte…
Que ambos somos, como soldados en las trincheras, al mismo tiempo fútiles
y trágicos.
Jueves

Un montón de periódicos de Polonia enviados por Giedroy. Nowa


Kultura, Życie Literackie, PrzeglądKulturalny, Po prostu… Los hojeo.
Hombres nuevos. Apellidos desconocidos: Lapter, Bartelski, Toeplitz,
Bratny, ¿quiénes son? Críticas de libros de los que no sé nada, comentarios
sobre acontecimientos por mí ignorados, aforismos con alusiones
incomprensibles, conflictos y luchas en los que no me oriento: es como si
en medio de la noche me acercara furtivamente a las murallas de un gran
campamento y captara sus voces indistintas. ¿Qué bullicio es éste? Tiempo
atrás, en Polonia, fui como un extranjero porque mi literatura era exótica y
se la rechazaba, hoy de nuevo vagabundeo por la periferia.
Hojeo estos periódicos y me gustaría saber qué es lo que de verdad les
pasa allí. La provisionalidad de lo que escriben es indudable: no he pillado
ni un texto, ni un autor de los que pueda decirse que aquí comienza un
trabajo del espíritu esencial, decidido, consciente, no oportunista, trabajo
pensado a largo plazo. Pero no se trata de lo que escriben. Quisiera mirar
por dentro de sus cabezas: ¿qué piensan? Comprender qué les ha ocurrido.
¿Es posible ahogar la palabra hasta el punto de que ésta no deje traslucir
nada?
En estas columnas no demasiado interesantes encuentro un montón de
balances con ocasión del décimo aniversario de la Polonia Popular, unos
balances como de cualquier otra producción: pasan cuentas de sus
volúmenes de poesía y del rendimiento de la fábrica de prosa. ¿Y si yo les
hiciera el balance del decenio desde aquí, a tientas, casi a ciegas,
escuchando no sus palabras, sino su voz?

Viernes

Constatemos de entrada que ellos han pasado por dos enormes


experiencias: la guerra y la revolución. Y digamos que sólo pueden ser
alguien, significar o crear algo hoy, en la medida en que llevan estas
experiencias en la sangre. Ya que han dejado de ser hombres del año 1938,
son modelo 1956. Si tras perder aquella realidad, no han asimilado
suficientemente la nueva, si no son con suficiente intensidad ni una cosa ni
la otra, ¿qué son entonces? No son nada.
A mí me parece justamente que ellos no han vivido su vida.
Su no haber vivido la guerra. —Alguien cita en estos periódicos a
Adolf Rudnicki[57], quien habría dicho que la literatura de la Polonia de la
postguerra no ha sido capaz de agotar debidamente la temática de la guerra,
que de ese abismo infernal no se ha extraído todo lo que sobre el hombre se
podría extraer. Es verdad que se ha extraído poco. Pero ¿acaso sirve el
infierno para ser explotado?
Estos escritores, entre otros y sobre todo Rudnicki, se pusieron a hablar
de los cuerpos torturados creyendo que la inmensidad del sufrimiento les
proveería de alguna verdad, alguna moral, o al menos de un saber nuevo
sobre nuestros límites. Pero han encontrado bien pocos elementos que
hayan resultado fecundos y creativos. Han descubierto, como Borowski,
que somos infinitamente ruines. Pero, si todos somos ruines, nadie es ruin,
este calificativo deshonra sólo cuando sirve para diferenciar a un hombre de
otro. Han descubierto que la cultura, la de los estetas e intelectuales, no es
más que espuma: vaya revelación antediluviana, por lo demás bastante
infantil. Al describir lo inhumano, clamaban en un tono moralista por la
humanidad (Andrzejewski), pero semejantes sermones sacerdotales no
cambian nada ni en la persona que los pronuncia ni en los oyentes. Hay un
contraste vergonzoso entre la montaña de cuerpos sangrantes y el endeble
comentario que, en realidad, a pesar de abundar en signos de exclamación,
no ha sabido inventar nada más que los pia desideria contenidos ya en las
declaraciones del Santo Padre, a saber, que los hombres no deberían ser
malos, sino buenos. Proust supo encontrar más en su magdalena, en su
sirvienta y en sus condes que ellos en los crematorios que humearon
durante años. Y no es de extrañar que al final este humo acerbo se les haya
convertido en el incienso para la nueva dictadura, con el que inciensaban su
liberación en el nuevo régimen estalinista (olvidando los humos de
Kolyma). El infierno ha quedado domado e incorporado en el constructivo
trabajo político.
No creo en absoluto que su impotencia artística ante la guerra fuera algo
vergonzoso; al contrario, era de prever. ¿Por qué ocurre que un soldado va
al frente, vive atrocidades, se vuelve atroz él mismo, y luego regresa a la
vida civil como si nada…, exactamente igual que antes de salir a la guerra?
A veces hay dosis demasiado fuertes. A éstas el organismo ya no las acepta.
Por eso, si yo fuera camarada-presidente de su Unión de Escritores, en estos
días de la postguerra, recomendaría una prudencia excepcional en tratar los
temas demoníacos, demasiado gigantescos, o al menos una excepcional
astucia. Si Proust extrajo más de los condes es porque entre los condes
podía moverse y sentirse a sus anchas, y la magdalena tampoco lo superaba,
pero esos cuatro millones de judíos asesinados, ¡es el Himalaya! Prohibiría
esta ingenuidad típicamente polaca que cree que sólo en las cumbres hay
algo por descubrir. En las cumbres no hay nada, nieve, hielo y rocas, en
cambio hay mucho por ver en el propio jardín. Cuando te acercas con la
pluma en la mano a las montañas de sufrimiento de millones de seres, te
invade el miedo, el respeto, el horror, la pluma te tiembla en la mano, y tus
labios no son capaces de emitir más que un gemido. Pero con gemidos no se
hace literatura. Ni con el vacío a la manera de Borowski. Ni tampoco con la
«conciencia» al estilo del cura Andrzejewski.
Obviamente, todo esto no concierne sólo a la literatura. Tampoco un
intelectual medio polaco ha sido capaz de vivir la guerra hasta el fondo.
Pero en estas condiciones, la única actitud honesta ante el asunto sería no
esforzarse por vivir algo que no se puede vivir, sino precisamente preguntar
por qué semejante vivencia nos resulta inaccesible. Porque el polaco no ha
experimentado la guerra. Ha experimentado únicamente el hecho de que a
la guerra no se la puede experimentar —quiero decir experimentarla
plenamente, agotarla como experiencia—, y el hecho de que con la paz
vuelve inmediatamente la otra dimensión, la normal. Este planteamiento
tendría al menos la ventaja de no paralizarlos en tiempo de paz en el sentido
intelectual, moral y sentimental; conociendo la capacidad de su propia
naturaleza, esos hombres encontrarían más fácilmente su equilibrio.
Sin embargo, su actitud ante la guerra ha sido falseada. El problema ha
sido abordado de manera convencional: se trató de una «gran» experiencia,
así pues, hay que extraer de ella una gran conmoción y una gran lección. El
que no las extraiga, es ruin. Como nadie ha podido extraerlas, todos se han
sentido ruines, y cuando se han sentido ruines, han caído en la frivolidad. Y,
sin embargo, se les podía haber dicho: debes saber que la guerra no es ni un
ápice más terrible de lo que ocurre en tu jardín un día apacible. Si sabes lo
que ocurre en el mundo, en la vida, ¿por qué te horroriza aquello? Y si no lo
sabes, ¿por qué insistes en adivinar precisamente este conocimiento sobre la
guerra?
No deben entenderse estos comentarios como expresión de cinismo; lo
que aquí se desea constatar es que existen fenómenos a los que resulta
imposible acceder por la vía más corta; sólo nos podemos aproximar a ellos
a través del mundo entero y a través de la naturaleza humana en sus
aspectos más fundamentales.
Su no haber vivido la revolución. —Entonces, ¿qué es lo que la guerra
ha aportado a su conciencia? ¿Qué es lo que ha sido formulado? Alguna
idea suelta sobre el «horror» y un poco de pathos cojo y moralizante.
En realidad, el final de la guerra les sorprendió derrumbados, atontados
y vacíos. Todavía eran capaces de emprender diversas acciones colectivas,
participaban en organizaciones, pero era porque se agarraban a cualquier
cosa para sobrevivir, para moverse, les agitaba el instinto de luchar y de
vivir, pero estaban aturdidos. Y en este vacío interior cayó el marxismo. Me
imagino que el marxismo cayó en ellos antes de que consiguieran
encontrarse del todo a sí mismos, es decir, a sí mismos como eran antes de
la guerra. Por eso pienso que ellos no han vivido la revolución, porque no
tenían con qué vivirla. Si el marxismo se hubiese introducido en Polonia
paulatinamente, por sí solo, venciendo la resistencia…, pero le fue impuesto
al país, del mismo modo que se deja caer una jaula sobre unos pájaros
aturdidos, o como se le pone la ropa a un hombre desnudo.
Desde el momento en que se encontraron en la jaula, toda discusión
polaca con la revolución se volvió imposible. Lo cual es igualmente
aplicable al diálogo secreto del alma individual con el marxismo, puesto
que el polaco no estaba en absoluto preparado para oponer resistencia a esta
presión. Nuestra cultura era individualista sólo en apariencia. ¿Cuándo el
individualismo ha significado para el polaco algo más que desenfreno?
¿Acaso en alguna ocasión ha resplandecido como virtud, como el difícil
deber de la fidelidad para consigo mismo? ¿Cómo pudieron oponerse con
eficacia a Marx unas almas educadas con Mickiewicz, Sienkiewicz y
Żeromski? Una vez atados, ya era demasiado tarde para poder organizar un
consciente individualismo polaco, de modo que ellos, desarmados
intelectualmente, inseguros de su razón moral, luchando en soledad —
aunque más bien se debatían desordenadamente que luchaban—,
rechazaban el marxismo, no tomaban conciencia de él. La conclusión
paradójica es que en los países burgueses de Occidente, en Francia o en
Italia, el marxismo es vivido de manera infinitamente más profunda. En
cambio, en Polonia no es más que un sistema social en el que se vive, pero
que no se vive. Polonia, uno de los países menos marxistas del mundo.

Miércoles

Vuelvo a esos periódicos de Polonia que están aquí en el estante; en mi


opinión esa gente, allá, en Polonia, apenas existe…, existe sólo hasta cierto
punto…, con una existencia pálida y preliminar.
Para que esto no parezca infundado, he aquí algunos síntomas
característicos de esa su existencia incompleta en la nueva realidad. ¿Cómo
han vivido la experiencia proletaria? Me refiero a la intelligentsia. Al fin y
al cabo el proletariado ha salido de improviso a escena y además en el papel
principal; de modo que el representante de la intelligentsia debería sentir,
aunque fuera por miedo, esta presencia con más fuerza…
Por supuesto que en sus periódicos el proletario es exactamente igual
que en los carteles: robusto y radiante. Si antes de la guerra nuestras «altas
esferas», tan amenazadas por esa infinita y salvaje inferioridad existente en
Polonia, no supieron hacer en este sentido nada más aparte de emborronar
papel con ideas filantrópicas, propósitos de activistas sociales y utopías al
estilo de Żeromski, ahora la actitud de la intelligentsia ante el pueblo se ha
vuelto humilde y se ha revestido con los lugares comunes oficiales. Es
comprensible. Es lógico. Pero… ¿y extraoficialmente? En su poesía, en su
metáfora, en el lenguaje, en el modo, o más bien en el tono de su pensar,
busco los ecos de una intensa vivencia de la inferioridad en tanto que fuerza
creadora; pues si esta vivencia habitase en ellos, tendría que manifestarse de
algún modo. Pero no. Es como si su imaginación se hubiese dormido.
Su incapacidad de percibir el pueblo, ni siquiera su belleza y su poesía
(lo único que les es accesible). ¡Resulta increíble, y hasta escandaloso! La
revolución ha falseado y ha trivializado sus relaciones con el proletariado,
reduciéndolas a una «colaboración constructiva», cuando en realidad se
trata de una trágica, aunque creativa, lucha entre dos potencias. Según la
doctrina revolucionaria, ¿qué debe hacer el intelectual con el obrero, con el
campesino? ¿Construir conjuntamente una fábrica? ¿Iluminarlo? ¿Crear el
frente común del partido? Pero la colaboración técnica no tiene nada que
ver con el contacto personal…; justamente en semejante contacto personal
se producirán de inmediato malentendidos, aversión, desconfianza,
repulsión, miedo; estallará un conflicto, porque estos dos niveles de la
conciencia —el superior y el inferior— son ajenos el uno al otro y hostiles,
y la superioridad sólo puede entrar en contacto, unirse con la inferioridad, a
través de la violencia y de la lucha. Pues bien, en mi opinión, jamás el
contacto entre la intelligentsia polaca y las capas inferiores fue tan
impersonal —tan puramente técnico—, es decir, muerto; es decir,
espiritualmente estéril. Repito: no aludo a su pensamiento oficial, a lo que
escriben bajo dictado. Afirmo que ni siquiera a escondidas se les ocurren
semejantes pensamientos. ¿Quién de ellos, con su cansancio encima,
quedará deslumbrado por la belleza de semejante conflicto de esferas?
¿Quién pensará que es maravilloso que la conciencia superior se eche
encima de la inferior como un ave de rapiña? ¿O tal vez, más maravilloso
aún, que la inferioridad ejerza violencia sobre la superioridad? Tras vencer
la abominación que siento por la poesía rimada, he leído sus poemas y me
he visto hundido en un aburrimiento constructivo; no he encontrado un solo
detalle que me llevara al campo de estas tensiones.
Tomemos nota, pues: en la Polonia Popular nadie vive de verdad y
personalmente la presencia del pueblo. Se han hartado del proletariado. Han
perdido la sensibilidad.

Viernes

Hoy se ha sentado a mi mesa en el café un tipo lascivo, y me ha estado


contando que quiere poseer a una niña de doce años y que ella también
querría…, y se ha puesto a maldecir a la autoridad, el estado, el sistema
social, la ley, los curas, la civilización y la cultura. Los maldecía en voz
queda, con tristeza y melancolía, hurgándose con un dedo sucio en la oreja
y mirando al techo.
Cena en el Crillón con Rodríguez Feo. También estaban presentes
Virgilio y Humberto. Rodríguez Feo es redactor de una buena revista
literaria mensual, El Ciclón, de La Habana. Está de visita. Todos son
cubanos. ¡Una especie bien extraña! Son inteligentes y siempre están al día,
sólo que no están hechos de arcilla, sino de agua. Una fluidez móvil,
centelleante y escurridiza.
Mientras volvía a casa pensaba en Polonia y en mis colegas escritores
polacos. A veces me parece que debería pensar en ellos con mayor
modestia. Y sin embargo, la seguridad de que yo soy más que ellos… no
permite ninguna clase de concesiones. Lo que decide la jerarquía entre
nosotros no es el talento, la inteligencia o los valores morales, sino sobre
todo esto: una existencia más fuerte y más real.
Soy solo. Por eso soy más.

Domingo

Leyendo su prensa me irrita que en el campo del arte también se han


demostrado torpes. Es sorprendente que, aunque la revolución haya
sacudido los fundamentos de su existencia, en estas revistas literarias nada
ha cambiado. El mundo se ha venido abajo, pero el mundillo artístico ha
quedado intacto. Aquí está el mismo Parnaso de medio pelo tal como estaba
antes de la guerra; sólo su color es diferente. Consideraciones profundas
sobre la «Esencia de la poesía» o sobre la pintura; concursos, premios,
críticas…, y éste es un «prosista de primera» y aquél un «poeta eminente».
Es enervante ver cómo, tras un terremoto en tu casa, sólo ha quedado lo
más mediocre y menos sólido. ¿Qué es lo que se podía esperar de la
revolución (si hubiese sido vivida de verdad)? Al menos que se produjera
algún corto circuito con la realidad, que, aunque sólo fuese por un
momento, tuvieran que mirar esta Medusa a los ojos.
Es un hecho (es decir, una potencia inexorable ante la cual debemos
inclinarnos) que la poesía no se lee. Que casi nadie es capaz de distinguir un
cuadro bueno de uno malo. Que estas carreras de caballos, disculpen, de
esos acalorados pianistas u otros virtuosos que compiten por el primer
puesto tienen exactamente tanto que ver con el arte como las carreras de
caballos. Que los museos son algo archimuerto y producen dolor de cabeza.
No es mi propósito llegar hoy a las raíces de estos absurdos, me limito a
mencionarlos. ¿Acaso no podíamos esperar que todas estas ficciones,
ridiculeces y tonterías del arte quedaran cuestionadas por la revolución, que
ellos fueran a construir la estética sobre los hechos y no sobre las ilusiones,
los convencionalismos y las tradiciones?
¿Cómo se puede consentir, por ejemplo, el hecho de que Wyspiański sea
proclamado nuestro dramaturgo y poeta nacional, si en la nación no hay ni
cien personas que conozcan mal que bien su obra? ¿Cómo puede afirmarse
que Słbwacki o Mickiewicz encantan, cuando no es así? ¿Por qué decís que
Kasprowicz vive entre vosotros, si sólo lo conocéis de los catálogos de las
bibliotecas? Podría parecer que donde el sentido social del arte es puesto en
primer plano, semejantes preguntas deberían ser planteadas. Sin embargo,
siguen siendo consideradas indecentes. Si en Polonia se publicara mi
artículo «Contra los poetas» aparecido en Kultura, se convertiría en un
texto verdaderamente revolucionario, aunque de hecho semejante
revolución debía haber sido llevada a cabo hace tiempo por vuestra
revolución. Se debía haber abordado el arte con brutalidad, destruir sus
mitos, revisar ese lenguaje insoportablemente arcaico de sus acólitos y
glosadores, consolidarlo en lo que es; entonces sí que se podría avanzar un
poco. Me preguntáis confusos por dónde hay que empezar. Pues es muy
sencillo. Dejad de mentir afirmando que «el arte encanta», decid, de
acuerdo con la verdad, que, aunque a veces el arte puede encantarnos, son
sobre todo los hombres quienes se obligan mutuamente a que el arte los
encante. ¿Se obligan? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Para qué? En otra ocasión ya he
hablado de ello, pero fijaos que el mismo planteamiento del asunto ya os
arranca del círculo de la falsa adoración, de los valores ficticios y de la
liturgia anacrónica.
¿Acaso la revolución no ha creado el clima para semejante realismo? Y
éste, ¿acaso no está de acuerdo con el espíritu del marxismo? No me refiero
a la estrafalaria teoría marxista del arte, sino precisamente al espíritu; al fin
y al cabo semejante planteamiento, absolutamente dialéctico, os muestra la
experiencia artística como algo que se crea «entre» los hombres… Para el
polaco, semejante realismo constituiría una gran conquista, crearía nuestra
propia postura ante el arte, nos diferenciaría de Occidente, nos conduciría a
una estética más acorde no solamente con la vida, sino también con nuestro
carácter.
En lugar de esto, ¿qué se ha hecho? No se ha hecho nada. Se ha exigido
que el arte sea «para las masas», lo cual equivale a exigirle que sea llano. Se
le ha exigido que sea para las masas, pero no se ha reformado la postura de
las masas ante el arte. Este sigue siendo «encantador». Se ha burocratizado
al artista, dejando intacto su sacerdocio al igual que toda esa iglesia suya
con sus ritos. Más aún. Se ha añadido otro absurdo más y bastante
considerable. En las sociedades occidentales, un burgués con bachillerato se
cree capaz de asimilar una fuga de Bach o un lienzo de Rafael. Pero la
Democracia Popular considera que un palurdo del campo o un obrero, al
tener «las almas sensibles a la belleza», también pueden identificarse con
una sonata de Chopin: así que se los lleva al concierto y, durante esa sesión
cultural, «viven» la música, del mismo modo que se «viven» allí todas las
demás cosas, ni un poco más. ¡Qué farsa!
Ya sé, ya comprendo que en la época en que reinaba Zhdanov no había
nada que hacer. Pero hasta hoy no veo ningún indicio que indique ni
siquiera la posibilidad de una revisión semejante.

Lunes

Giedroyć me manda un nuevo montón de revistas; éstas ya son de los


últimos meses, marzo y abril.
Después del discurso del camarada Jruschov y las revelaciones del XX
Congreso: nueva etapa y cambio de rumbo. Están felices y orgullosos.
Pero esos artículos, versos, cartas al director, comentarios, parecen de
nuevo estar escritos por la misma persona. Las diferencias son
insignificantes. Reina incondicionalmente un único tema: el XX Congreso y
el nuevo rumbo.
Ante todo salta a la vista el hecho de que ellos siempre son esclavos de
un solo tema. Un tema no surge allí espontáneamente, nadie da con él por
su propia cuenta, no lo crea, no lo descubre, sino que siempre es un tema
impuesto.
No obstante, resulta conmovedor ver cómo se alegran con la porción de
vida que les ha sido otorgada.
Pero por lo que se refiere a los escasos hombres en Polonia que quieren
vivir en serio, y quisieran tal vez realizar algo universalmente importante,
es decir, algo no a escala local, sino a la medida mundial…, éstos deberán
responder con una sonrisa irónica a la fiesta y al baile de la libertad
concedida.

Martes

He leído lo que escribí más arriba acerca del proletariado y del arte. Qué
poco convincente resultará este texto para quienes no me comprenden, a
quienes se les escapa mi sentido. Y son legión. Ojalá tengan el oído
suficientemente desarrollado para advertirles que no se trata de unos
caprichos fugaces, sino más bien de indicar un camino difícil, difícil porque
no va por las nubes, sino por la tierra firme.
Vuelvo a mi punto de partida: ellos no han vivido su vida. Sí, por eso es
por lo que yo me muestro ante ellos tan altivo, tan arrogante, tan desdeñoso:
sencillamente no puedo admitir que esa gente esté a mi altura. Pues bien,
teniendo en cuenta que sobre mí no ha caído ni la décima parte de lo que
ellos experimentaron, y que, mientras ellos se desangraban, yo vagaba por
los cafés de Buenos Aires, reconozco que semejante sentimiento no es muy
correcto. Seguramente serían más indicadas la humildad y la admiración. Y
sin embargo, este frío menosprecio que llevo en mí es tan fuerte, que no lo
puedo ocultar en este diario, donde no me gustaría mentir demasiado.
¿Cómo me atrevo a menospreciarlos? ¿Menospreciarlos de una manera
tan cruel, que hasta el dolor y la derrota de esta gente, que al fin y al cabo
me es muy próxima, se me vuelven menos importantes? No sé explicármelo
si no por el hecho de que percibo su existencia con menos fuerza…, no, no
es a causa de la distancia ni de los años que nos separan. Han dejado de ser
alguien para mí. Han dejado de ser lo que eran, y en cambio no se han
concretado suficientemente en su nueva existencia. Son confusos. Borrosos.
Incompletos. Embrionarios.
¿Comunismo? ¿Anticomunismo? No, dejemos eso de momento. No se
trata de que seáis comunistas o anti…, se trata de que simplemente seáis.
Ser: éste es el postulado mínimo que propongo a la intelligentsia polaca, a
la conciencia polaca. Tendréis que esforzaros bastante en los próximos años
para pasar de la semiexistencia a la existencia, y no se sabe si os saldrá
bien. Mientras tanto, amigos, vuestra vida, igual que vuestra muerte, no
tendrán pleno valor. Y este derecho a la vida y a la muerte lo tendrá que
conquistar cada uno de vosotros por su propia cuenta.
Unas observaciones sueltas más en relación con esta lectura de los
periódicos.
Su imaginación. —Es más pura que antes de la guerra. Han quedado
extrañamente purificados. Su imaginación ha dejado de ser una expresión
de sibaritarismo, se ha dirigido hacia el esfuerzo y la lucha. Está más
esencialmente unida a la energía. Y la sana corriente de la imaginación
primitiva, de la que hoy están más próximos, les ha purificado de
numerosas distorsiones, excentricidades e histerias.
Antes de la guerra, en Polonia había bastante gente que vivía una vida
suavizada: la nobleza terrateniente, la burguesía. Por eso se desahogaban en
la imaginación, una imaginación no suficientemente disciplinada, por tanto
sucia…, soñadores. En la Polonia de hoy ya no lo son. Y no hay que buscar
la causa en el marxismo, sino en la miseria.
Su imaginación es más pulcra, pero también pobre. Su pobreza tampoco
es consecuencia del sistema social, de las prohibiciones y directrices, sino
que está relacionada con una pauperización general. Cuando desaparezcan
las prohibiciones, el país quedará con la imaginación vaciada, meterá la
mano en el bolsillo y lo encontrará vacío.
Su moralidad. —Tienen la boca llena de moral. Sin cesar. Por tanto,
¿quién puede creer en su moral?
En mi opinión, su moral es inversamente proporcional a su verborrea.
La moral de la vida pública, ¿está allí siempre sobre el tapete? Pues
supongo que en este campo deben ser unos cínicos de mucho cuidado. Sin
embargo, en las relaciones personales, familiares, etcétera, allí donde es
posible cierta discreción, seguro que son buena gente.
Su belleza. — ¿Qué tipo de belleza desean para sí mismos? ¿Qué
plumaje? ¿Qué adorno? ¿Qué poesía, qué fascinación buscan para
embellecer su existencia, excesivamente gris? Es una pregunta difícil. Su
belleza oficial es la belleza de la lucha por un nuevo orden, pero esta
belleza ha sido allí racionalizada y demasiado identificada con la virtud, lo
cual le quita vitalidad. Abundan en bellas virtudes, como la Iglesia católica.
Pero ¿dónde están sus hermosos pecados?
Si su imaginación no se ha reducido a cero, se puede suponer que más
allá de la poesía oficial se crea a escondidas otra poesía, la privada, que es
la poesía de la anarquía.
Su modestia. —Estos literatos son extraordinariamente modestos. Su
modestia constituye su savoir vivre. Consiste en ocultar el orgullo. No es
más que una medida de prudencia para no provocar la furia de nadie contra
uno mismo.
En literatura, semejante modestia no puede servir de nada. El orgullo, la
altanería, la ambición son elementos que no se pueden eliminar del escribir,
porque constituyen su motor. Hay que ponerlos en evidencia. Sólo entonces
se los podrá civilizar.
ANEXO
Contra los poetas

SERÍA más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que
aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos
practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única
Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas
reverencias y con voz altisonante… ¡Ah, Shelley! ¡Ah, Słowacki! ¡Ah, la
palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y sin embargo,
me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis
posibilidades, estropear este ritual en nombre…, sencillamente en nombre
de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier error de estilo,
cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la
lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo
cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra
firme bajo mis pies.
Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los
versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado,
puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto
ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y
hasta me aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por
otra parte, llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me
resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento
preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente
la poseo y en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los
versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en
los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o
sencillamente con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a
temblar como los demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me
cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando
aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono,
siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el
lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los
lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por
qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la
manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?
Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una particular carencia mía
en este sentido…, si no fuera por ciertos experimentos…, ciertos
experimentos científicos… ¡Qué maldición para el arte, Bacon! Os aconsejo
que no intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que
este campo no lo admite; toda la pomposidad sobre el tema es posible sólo a
condición de que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué
punto se corresponde con la realidad. Vaya cosas que veríamos si nos
pusiéramos a investigar, por ejemplo, hasta qué punto una persona que se
embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con Bach, esto es, hasta
qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach. ¿Acaso no he
llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera
«Arroz con leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que
consistían en ponerme a aporrear el instrumento, tras haberme asegurado el
aplauso de unos cuantos expertos que estaban al corriente de mi intriga y
tras anunciar que iba a tocar música moderna. Qué suerte que aquellos que
discurren sobre el arte con el grandilocuente estilo de Valéry no se rebajan a
semejantes confrontaciones. Quien aborda nuestra misa estética por este
lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente madurez
constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde
reina el bluff, la mistificación, el esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será
muy buena gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de
vez en cuando al mismo Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un
cura descalzo y con pantalón corto.
He realizado los siguientes experimentos: combinaba frases sueltas o
fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un
grupo de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el
arrobamiento general de dichos admiradores; o bien me ponía a
interrogarles detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así
constatar que los «admiradores» ni siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo
es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo hasta el final? ¿Deleitarse tanto
con la «precisión matemática» de la palabra poética y no percatarse de que
esta precisión está puesta radicalmente patas arriba? ¿Mostrarse tan
sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé qué
sutilidades y matices, para al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan
elementales? Naturalmente, después de cada uno de semejantes
experimentos había grandes protestas y enfados, mientras los admiradores
juraban y perjuraban que en realidad las cosas no son así…, que no
obstante…; pero sus argumentos nada podían contra la dura realidad del
Experimento.
Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles de hombres
escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios se
han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado,
y ante toda esta montaña de gloria me encuentro yo con mi sospecha de que
la misa poética se desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera
divertirme con esta situación, estaría seguramente muy aterrorizado.
A pesar de esto, mis experimentos han fortalecido mis ánimos, y ya con
más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión atormentadora:
¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las mismas
razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve
para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como
natillas. En la poesía pura, versificada, el exceso cansa: el exceso de
palabras poéticas, el exceso de metáforas, el exceso de sublimación, el
exceso, por fin, de la condensación y de la depuración de todo elemento
antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químico.
El canto es una forma de expresión muy solemne… Pero he aquí que a
lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos cantores al
cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el tiempo
se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al
otro en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las
multitudes, sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad
constante, en un continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide
cuya cumbre alcanza los cielos y a la que admiramos desde abajo, desde la
tierra, levantando las narices hacia arriba. Lo que iba a ser una elevación
momentánea de la prosa se ha convertido en el programa, en el sistema, en
la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es ingeniero o médico. El
poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya no lo
dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto
esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse
a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso.
Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte cometido más
importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca deberíamos
perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se
forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por
tanto, nunca deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado
nuestras posibilidades convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de
una postura tan falsa, es más, casi pretenciosa, como la de un «cantor», con
más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero nosotros, hasta ahora, en lo
que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y tiempo a
perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener
ante ellos una autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación
adecuada entre nosotros y nuestra postura. Podría parecer que la Forma es
para nosotros un valor en sí mismo, independientemente del grado en que
nos enriquece o empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos
preocupamos demasiado por la cuestión de hasta qué punto conserva
todavía algún vínculo con nosotros. Cultivamos la poesía sin prestar
atención al hecho de que lo bello no necesariamente tiene que
«favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo
contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra
laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa.
Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que podríamos llamar
religioso, trata de echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura
humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la
Poesía, o el Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro
espíritu, más insubordinada, intenta justamente devolverle al hombre su
autonomía y su libertad con respecto a estos Dioses y Musas que, al fin y al
cabo, son su propia obra. En este último caso, la palabra «arte» se escribe
con minúscula. Es indudable que el estilo capaz de abarcar ambas
tendencias es más completo, más auténtico y refleja con más exactitud el
carácter antinómico de nuestra naturaleza que el estilo que con un
extremismo ciego expresa solamente uno de los polos de nuestros
sentimientos. Pero, de todos los artistas, los poetas son probablemente los
que con más ahínco se postran de hinojos —rezan más que los otros—, son
sacerdotes par excellence y ex professio, y la Poesía así planteada se
convierte sencillamente en una celebración gratuita. Justamente es esta
exclusividad lo que hace que el estilo y la postura de los poetas sean tan
drásticamente insuficientes, tan incompletos.
Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que el artista
debe expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo, también tiene
que cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en el
mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también
la del mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un
error de estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por
todo el mundo, mientras en realidad los hombres ni me aprecian ni me
tienen simpatía, también cometo un error de estilo. Si, en cambio, queremos
tomar conciencia de nuestra verdadera situación en el mundo, no podemos
eludir la confrontación con otras realidades diferentes de la nuestra. El
hombre formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen,
el hombre que es producto exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo
peor y más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y
ha convivido con gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa
religiosidad suya, no compensada por nada, esa entrega absoluta a la
Poesía, sino también su política de avestruz en relación con la realidad:
porque ellos se defienden de la realidad, no quieren verla ni reconocerla, se
abandonan expresamente a un estado de ofuscamiento que no es fuerza,
sino debilidad.
¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no buscan
únicamente a sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que estos
versos no son producto exclusivo de un hombre determinado y restringido?
¿Es que no son herméticos? Obviamente, no les reprocho el que sean
«difíciles», no pretendo que escriban «de manera comprensible para todos»
ni que sean leídos en las casas campesinas pobres. Sería igual a pretender
que voluntariamente renunciaran a los valores más esenciales, como la
conciencia, la razón, una mayor sensibilidad y un conocimiento más
profundo de la vida y del mundo, para bajar a un nivel medio; ¡oh, no,
ningún arte que se respete lo aceptaría jamás! Quien es inteligente, sutil,
sublime y profundo debe hablar de manera inteligente, sutil y profunda, y
quien es refinado debe hablar de un modo refinado, porque la superioridad
existe, y no para rebajarse. Por tanto, no es malo que los versos
contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que
hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos mundos y
tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un autor que
defiende obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo digo
para que no se me eche en cara que practico un género que combato), mis
obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen
otros mundos. Y si no escribo para el pueblo, no obstante escribo como
alguien amenazado por el pueblo o dependiente del pueblo, o creado por el
pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por la cabeza adoptar una pose de
«artista», de «escritor», de creador maduro y reconocido, sino que
precisamente represento el papel de candidato a artista, de aquel que sólo
desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo que
frena mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo
de gente afín a mí, sino precisamente en relación y en contacto con el
enemigo.
¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta si cae en
manos no de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como
cualquier otra expresión, un poema debería ser concebido y realizado de
manera que no deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que
no tuviese que gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no
deshonren al creador ni siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten.
Porque ningún poeta es exclusivamente poeta, y en cada poeta vive un no-
poeta que no canta y a quien no le gusta el canto…; el hombre es algo más
vasto que el poeta. El estilo surgido entre los adeptos de una misma religión
muere en contacto con la multitud de infieles; es incapaz de defenderse y de
luchar; es incapaz de vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho.
Permitidme que os muestre la siguiente escena… Imaginémonos que en
un grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a cantar.
Su canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere
darse cuenta de ello; no, él se comporta como si encantara a todo el mundo;
pretende que todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un
reconocimiento incondicional a su papel de Vate; y aunque nadie le da
mayor importancia a su canto, él adopta una expresión como si su palabra
tuviera un significado decisivo para el mundo; lleno de fe en su Misión
Poética lanza anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no quiere
reconocer ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a él,
le atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera
desenvuelta, natural ni directa, sino en una forma heredada de otros poetas,
una forma que perdió hace tiempo el contacto con la directa sensibilidad
humana; y así no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la
Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo
pretende que los demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de
rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido
llevar un peso excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree en la
fuerza de la poesía, sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se ofrece
a los demás, sino que los obliga a que reciban este don divino como si fuera
una hostia. En un estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una
grieta por la cual desde el exterior pudiese penetrar la vida? Y al fin y al
cabo no hablamos aquí de un cantor de tercera fila, no, todo esto también se
refiere a los poetas más célebres, a los mejores.
Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un
rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que
cantan en el vacío. Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de
pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor… o hasta con
repulsión… ¡Pero no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!
Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el
estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya
no encuentra apoyo en nada…, se convierte en juguete de los elementos. A
partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano
concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos
en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo
empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno,
se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que
metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas
«añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de
un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se
refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El
estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo,
lo cual ha provocado el que hoy en día los versos no sean más que una
docena de «vivencias» consagradas, servidas en insistentes combinaciones
de un vocabulario mísero. A medida que el Estrechamiento se iba volviendo
cada vez más Estrecho, también la Belleza no frenada por nada se volvía
cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada
vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el verso,
privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un
poema gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos
cuantos exploradores), por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a
un tamaño ya demasiado sintético y homeopático. Asimismo se empezó a
hacer descubrimientos y experimentos con cara de ser los únicos enterados;
y, repito, ya nada es capaz de frenar esta aburrida orgía. Porque no se trata
aquí de la creación de un hombre para otro hombre, sino de un rito
celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno
dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación
de la vocación del Poeta.
Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios
únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha
hecho grandes estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte
de Virgilio, de Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentaremos
la misma sensación: que la «eminencia» y la «grandeza» de estas obras se
realizan en el vacío, que pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe
que son grandes…, pero que de algún modo nos resultan lejanos,
inaccesibles y fríos…, puesto que fueron escritos de rodillas y con el
pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción.
Esta prosa surgió del mismo espíritu que ilumina a los poetas, e
indudablemente, por su esencia, es «prosa poética».
Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las personas de los
poetas y del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus acólitos,
nos sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben
para los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se
rinden honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no
difiere mucho de otros mundillos especializados y herméticos: los
ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana,
tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca con el mismo sentimiento
religioso que los poetas de Mallarmé, y uno confirma al otro en la
convicción de su propia importancia. Pero los ajedrecistas no pretenden
tener un papel tan universal, y lo que después de todo se puede perdonar a
los ajedrecistas, se vuelve imperdonable en el caso de los poetas. Como
consecuencia de semejante aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los
poetas mediocres se hinchan de manera apocalíptica, mientras problemas
insignificantes cobran una importancia desorbitada. Recordemos, por
ejemplo, las tremendas polémicas acerca del tema de las asonancias, y el
tono en que se discutía esta cuestión: parecía entonces que el destino de la
humanidad dependiera de si era lícito rimar de forma asonante. Es lo que
ocurre cuando el espíritu del gremio llega a dominar al espíritu universal.
Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas. A todos los
excesos mencionados más arriba, hay que añadir el exceso de vates. Estas
cifras ultrademocráticas hacen explotar desde dentro la orgullosa y
aristocrática fortaleza poética; realmente resulta bastante divertido verlos a
todos juntos en un congreso: ¡qué multitud de seres más peculiares! Pero
¿es que el arte que se celebra en el vacío no es el terreno ideal para aquellos
que justamente no son nadie, cuya personalidad vacía se desahoga
encantada en esas formas limitadas? Y lo que ya es verdaderamente ridículo
son esas críticas, esos articulillos, aforismos y ensayos que aparecen en la
prensa sobre el tema de la poesía. Eso sí que es vanilocuencia, una
vanilocuencia pomposa y tan ingenua, tan infantil, que uno no puede creer
que hombres que se dedican a escribir no perciban la ridiculez de semejante
publicística. Hasta ahora no han comprendido esos estilistas que de la
poesía no se puede escribir en tono poético, por lo que sus gacetillas están
repletas de semejantes elucubraciones poetizantes. También es muy grande
la ridiculez que acompaña los recitales, concursos y manifiestos, pero
supongo que no vale la pena extenderse más sobre ello.
Creo haber explicado más o menos por qué la poesía en verso no me
seduce. Y por qué los poetas —que se han entregado totalmente a la Poesía
y han sometido a esta Institución toda su existencia, olvidándose de la
existencia del hombre concreto y cerrando los ojos a la realidad— se
encuentran (desde hace siglos) en una situación catastrófica. A pesar de las
apariencias de triunfo. A pesar de toda la pompa de esta ceremonia.
Pero aún tengo que refutar cierta acusación.
El simplismo inusitado con que se defienden los poetas (por lo general,
hombres nada tontos, aunque ingenuos) cuando se ataca su arte, sólo se
puede explicar por una ceguera voluntaria. Muchos de ellos buscan salvarse
argumentando que escriben versos por placer, como si todo su
comportamiento no desmintiese semejante afirmación. Los hay que
sostienen con toda seriedad que escriben para el pueblo y que sus
rebuscados jeroglíficos constituyen el alimento espiritual de las almas
sencillas. No obstante, todos creen con firmeza en la resonancia social de la
poesía, y desde luego les será difícil comprender cómo se les puede atacar
desde este lado. Dirán: — ¡Cómo! ¿Acaso puede usted dudar? ¿Es que no
ve usted las multitudes que asisten a nuestros recitales? ¿La cantidad de
ediciones que consiguen nuestros volúmenes? ¿Los estudios, los artículos,
las disertaciones publicados sobre nosotros? ¿La admiración que rodea a los
poetas famosos? Es usted precisamente quien no quiere ver las cosas como
son…
¿Qué les contestaré? Que todo esto no son más que ilusiones. Es cierto
que a los recitales van multitudes, pero también es cierto que incluso un
oyente muy culto no es capaz en absoluto de comprender un poema
declamado en un recital. Cuántas veces he asistido a estas aburridas
sesiones, en que se recitaba un poema tras otro, cuando cada uno de ellos
tendría que ser leído con la máxima atención al menos tres veces para poder
descifrar por encima su contenido. En cuanto a las ediciones, sabemos que
se compran miles de libros para no ser leídos jamás. Sobre la poesía
escriben, como ya hemos dicho, los poetas. ¿Y la admiración? ¿Es que los
caballos en las carreras no despiertan todavía más interés? Pero ¿qué tiene
que ver la afición deportiva con que asistamos a toda clase de rivalidades y
todas las ambiciones —nacionales u otras— que acompañan a estas
carreras, qué tiene que ver todo esto con una auténtica emoción artística?
Sin embargo, semejante respuesta, aunque justa, no sería suficiente. El
problema de nuestra convivencia con el arte es mucho más profundo y
difícil. Y es indudable, al menos a mi parecer, que si queremos entender
algo de él, debemos romper totalmente con esta idea demasiado fácil de que
«el arte nos encanta» y que «nos deleitamos con el arte». No, el arte nos
encanta sólo hasta cierto punto, mientras que los placeres que nos
proporciona son más bien dudosos… Y ¿acaso puede ser de otra manera, si
la convivencia con el gran arte es una convivencia con hombres maduros,
de horizontes más vastos y sentimientos más fuertes? No nos deleitamos,
más bien tratamos de deleitarnos…, y no comprendemos…, sino que
tratamos de comprender…
Qué superficial es el pensamiento para el cual este fenómeno
complicado se reduce a una simple fórmula: el arte encanta porque es bello.
—Oh, hay tantos esnobs…, pero yo no soy un esnob, yo reconozco con
franqueza cuando algo no me gusta —dice esta ingenuidad y le parece que
con esto todo queda arreglado.
Sin embargo, podemos percibir aquí claramente unos factores que no
tienen nada que ver con la estética, ¿Pensáis que si en la escuela no nos
hubiesen obligado a extasiarnos con el arte, tendríamos por él, más tarde,
tanta admiración, una admiración que nos viene dada? ¿Creéis que si toda
nuestra organización cultural no nos impusiera el arte, nos interesaríamos
tanto por él? ¿No será nuestra necesidad de mito, de adoración, lo que se
desahoga en esta admiración nuestra, y no será que al adorar a los
superiores, nos ensalzamos a nosotros mismos? Pero ante todo, estos
sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen «de nosotros» o «entre
nosotros»? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no quiere
decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un
tímido aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se
crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a esta
locura colectiva. Todos «se comportan» como si estuvieran entusiasmados,
aunque «verdaderamente» nadie está entusiasmado, al menos no hasta tal
punto.
Sería, pues, un error, una ingenuidad lastimosa, pretender que la poesía,
o cualquier otro arte, fuera, sencillamente, fuente de placer humano. Y si
desde este punto de vista observamos el mundo de los poetas y de sus
admiradores, entonces todos sus absurdos y ridiculeces parecerán
justificados: pues al parecer tiene que ser así, y está acorde con el orden
natural de las cosas, que el arte, igual que el entusiasmo que despierta, sea
más bien producto del espíritu colectivo que no una reacción espontánea del
individuo.
Y, sin embargo, no. Sin embargo, tampoco este planteamiento logrará
salvar a los poetas, ni proporcionar los colores de la vida y de la realidad a
su poesía. Porque si la realidad es precisamente así, ellos no se dan cuenta.
Para ellos todo sucede de una manera simple: el cantante canta, y el oyente,
entusiasmado, escucha. Está claro que si fuesen capaces de reconocer estas
verdades y sacar de ellas todas sus consecuencias, tendría que cambiar
radicalmente su misma actitud hacia el canto. Pero podéis estar tranquilos:
jamás nada cambiará entre los poetas. Y no os hagáis ilusiones de que ante
estas fuerzas colectivas que nos falsean nuestra percepción individual
muestren una voluntad de resistencia al menos para que el arte no sea una
ficción y una ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el
hombre. ¡No, estos monjes prefieren postrarse!
¿Monjes? Eso no quiere decir que yo sea adversario de Dios o de sus
numerosas órdenes religiosas. Pero incluso la religión muere desde el
momento en que se convierte en un rito. Realmente, sacrificamos con
demasiada facilidad en estos altares la autenticidad y la importancia de
nuestra existencia.
Sienkiewicz

ESTOY leyendo a Sienkiewicz. Una lectura atormentadora. Decimos: es


bastante malo, y seguimos leyendo. Constatamos: es una lectura barata, y
no podemos dejarla. Gritamos: ¡Es una ópera insoportable!, y continuamos
leyendo, fascinados.
¡Qué genio tan poderoso!, ¡probablemente nunca ha habido un escritor
tan eximio de segunda fila! Es un Homero de segunda categoría, un Dumas
padre de primera clase. También es difícil encontrar en la historia de la
literatura otro ejemplo de un encantamiento similar sobre una nación y de
una influencia más mágica en la imaginación de las masas. Sienkiewicz,
este mago y sector, nos metió en la cabeza a Kmicic con Wołodyjowski, y a
su señoría el Gran Hetman[58], y la taponó. Desde entonces, al polaco no le
ha podido gustar ninguna otra cosa, nada que fuese antisienkiewicziano o
asienkiewicziano. Este taponamiento de nuestra imaginación ha hecho que
hayamos vivido nuestro siglo como si estuviéramos en otro planeta y que
muy poco del pensamiento contemporáneo se filtrara en nosotros.
¿Exagero? Si la historia de la literatura tomara por criterio la influencia del
arte en la gente, Sienkiewicz (este demonio, esta catástrofe de nuestra
razón, este destructor) debería ocupar en ella cinco veces más lugar que
Mickiewicz. ¿Quién leía a Mickiewicz por su propia voluntad, quién
conocía a Słowacki, Krasiński, Przybyszewski, Wyspiański…? ¿Era algo
más que una literatura impuesta, una literatura obligatoria? Pero
Sienkiewicz es el vino con el que realmente nos embriagábamos al compás
de los latidos de nuestros corazones…; se hablara con quien se hablara, con
un médico, con un obrero, con un profesor, con un terrateniente, con un
funcionario, siempre se topaba con Sienkiewicz, con Sienkiewicz como el
más íntimo y definitivo secreto del «gusto polaco», como el sueño polaco
de la belleza. A menudo se trataba de un Sienkiewicz enmascarado —o sólo
inconfesado, tímidamente oculto, incluso a veces olvidado—, pero siempre
era Sienkiewicz. ¿Por qué después de Sienkiewicz se ha seguido
escribiendo y publicando libros si ya no eran libros de Sienkiewicz?
Para comprender nuestro romance secreto (secreto por comprometedor)
con Sienkiewicz, hay que abordar una cuestión drástica, a saber, el
problema de «la creación de la belleza». Ser bella, atractiva y seductora, no
es únicamente deseo de la mujer; es posible que cuanto más débil y más
amenazada sea una nación, tanto más dolorosa sea su necesidad de belleza,
la cual constituye una llamada al mundo: ¡mírame, no me persigas, ámame!
Pero también necesitamos la belleza para poder enamorarnos de nosotros
mismos y de lo nuestro, y en nombre de este amor oponer resistencia al
mundo. Por tanto, las naciones se dirigen a sus artistas para que extraigan
de ellas su belleza, y de ahí que en el arte haya la belleza francesa, inglesa,
polaca o rusa. ¿Es que alguien ha elaborado la historia de la belleza polaca a
través de los siglos? Es difícil encontrar un tema más importante, pues tu
belleza no sólo define tu gusto, sino también toda tu actitud ante el mundo;
ciertas cosas se te hacen imposibles de aceptar no porque las repruebes, sino
porque «no te favorecen», porque «no van bien con tu tipo», porque con
ellas no podrías conseguir la belleza que tú deseas, cuyo estilo adoptas. De
modo que la mujer que adopta el estilo de niña o de frívola no quiere, no le
gusta pensar; a un ulano tiene que gustarle el vodka aunque no le guste y un
adolescente tiene que querer fumar.
El salón de beauté de Sienkiewicz es el resultado de un largo proceso, y,
repito, poco entenderemos de sus deslumbradores éxitos hasta que no
indaguemos en las aventuras polacas con la belleza durante los últimos
siglos. Coged nuestra literatura de los siglos XVI y XVII y veréis que casi
siempre identificaba la belleza con la virtud. No había en ella lugar para la
belleza surgida directamente de la vida, al contrario, la vida aparecía
domada por la moralidad, y solamente un joven honrado, piadoso y
bonachón podía alcanzar la canonización estética en el arte. Esto es
precisamente lo que hoy en día no nos gusta, nos aburre, nos parece carente
de vitalidad y nada atractivo. Porque la virtud como tal ya es sabida de
antemano y resulta aburrida, la virtud es la liquidación del asunto, es la
muerte; el pecado es la vida. Y la virtud puede volverse vital sólo como la
superación del pecado, que, por otra parte, es original, es algo que nos
diferencia y define. La naturaleza humana se manifiesta en el pecado, en la
expansión vital, y aquel que no ha conocido semejante período de vitalidad,
que desde la infancia ha sido sólo virtuoso, poco sabrá de sí mismo. Pero a
la literatura de entonces le parecía inconcebible la blasfema idea de que la
Belleza pudiese existir fuera de la Virtud.
Lo cual, de una manera inevitable, tenía que conducir a la petrificación
de la forma. El tipo de polaco que proponían la literatura y el arte, al no
estar suficientemente saturado de pecado ni vinculado con la vida, tenía que
convertirse en una fórmula abstracta; ¿acaso no es eso lo que ocurre hoy
con la belleza bolchevique oficial del obrero joven y radiante, con una
sonrisa en los labios, un martillo en la mano y la mirada dirigida hacia un
futuro luminoso, imagen que aburre por exceso de virtud? De allí mismo
proviene aquella inaudita aventura nuestra que fue el siglo XVIII, una crisis
casi genial de la belleza polaca que nos puso cara a cara con nuestra
Fealdad y con nuestro Desenfreno…, siglo de una rigidez esclerótica y senil
y al mismo tiempo de un estúpido desenfreno, cuando la ruptura entre la
forma y el instinto creó un abismo…, probablemente el más profundo que
jamás se haya aparecido a nuestro bucólico espíritu. Nunca, ni antes, ni
después, hemos estado más cerca del infierno, y poco vale el pensamiento
sobre Polonia y sobre los polacos que omite con desprecio el período de la
payasada sajona. Pero ¿qué es lo que sucedió en realidad? Sucedió que el
polaco se sintió caricatura del polaco. Las escuelas jesuítas no podían
proporcionar una belleza más vital, de modo que, desesperados por el
atormentador sentimiento de ser horribles y ridículos, caímos en la
esclerosis y en la farsa.
Sin duda, nuestra imponente idiotez de ese período nace, entre otras
cosas, de un deseo insaciado de belleza. La Polonia de entonces es
sencillamente una nación que no sabe ser bella. En el fondo de ese baile de
nobles obesos se deja entrever el desespero por la imposibilidad de llegar a
la fuente de la gracia viva; es el drama de unos seres obligados a
satisfacerse con sustitutos como la ceremonia, los honores, las dignidades, y
a desahogarse en un solemne rito, mientras la gula, la voluptuosidad y el
orgullo no encontraban ya ningún freno. ¡Qué pena más irreparable que la
farsa sajona no fuese llevada a sus últimas consecuencias! Ya que este
autotormento en la fealdad y en la estupidez nos habría conducido
probablemente a unas formas superiores de la belleza y de la razón; ese
atormentador conflicto con la forma, que se volvió hostil para nosotros,
podía haber perfeccionado divinamente nuestra sensibilidad a la forma, y,
quién sabe, tal vez ésta hubiera sido la manera de conseguir una mejor
comprensión de la incurable disonancia que existe entre el hombre y su
forma, su «estilo»; este pensamiento nos hubiera permitido advertir por fin
la existencia de la Forma como tal, hubiera hecho que nuestra preocupación
principal no fuese tanto el «estilo polaco» cuanto nuestra postura, como
hombres, ante este estilo. Sí, probablemente hubiésemos realizado grandes
descubrimientos, hubiésemos llegado a unas ideas fértiles y nuevas, si no
fuera por…, si no fuera por Mickiewicz. ¡Desgraciadamente! Mickiewicz
nos alivió los dolores, nos enseñó una belleza nueva, que se convirtió en
obligatoria por largos años e hizo que de nuevo nos sintiésemos satisfechos
con nosotros mismos.
¡Si al menos fuera un buen trabajo…! Pero la verdadera belleza no se
consigue silenciando la fealdad.
Poco podréis hacer con vuestro cuerpo, si la vergüenza no deja que os
desnudéis. Y la virtud no consiste en ocultar los pecados, sino en
superarlos, la verdadera virtud no sólo no teme al pecado, sino que lo busca,
pues él es la razón de su existencia. El arte es capaz de aumentar
magníficamente la belleza de un hombre o de una nación, a condición de
que le dejemos plena libertad de acción. Pero Mickiewicz, un vate tan
caritativo como vergonzoso, tan piadoso como temeroso, prefirió no
desnudarse, mientras su bondad omnímoda tenía miedo de mirar la verdad a
los ojos. Era la mayor manifestación de esa estética polaca a la que no le
gusta «remover» en la suciedad ni causar disgustos a nadie. Pero la mayor
debilidad de Mickiewicz consistía en que era el poeta nacional, es decir, se
le identificaba con la nación y expresaba la nación, por lo cual era incapaz
de verla desde fuera como algo «existente en el mundo». Al carecer de un
punto de apoyo en este mundo exterior y en su propia conciencia individual,
no podía mover a la nación de sus fundamentos, y en estas condiciones,
hizo lo que fue capaz de hacer, nos proveyó de una belleza que en aquel
momento correspondía a nuestros intereses nacionales. Como habíamos
perdido la independencia y éramos débiles, adornó nuestra debilidad con el
penacho del romanticismo, hizo de Polonia el Cristo de las naciones,
contrapuso nuestra virtud cristiana a la improbidad de los invasores y cantó
la belleza de nuestros paisajes.
De nuevo, pues, la virtud se convirtió para nosotros en fundamento de la
belleza, y los polacos se sometieron con diligencia a esta cosmética sin
reparar en el hecho de que su precio era la vida. Mickiewicz, poeta nacional
de una nación vencida, nación de una vitalidad reducida, en el fondo tenía
miedo a la vida, no pertenecía a los artistas que pinchan al toro, que
provocan, que encienden la realidad al rojo vivo, para luego imponerle un
rigor estético y moral. No, él más bien pertenecía a esos maestros y
educadores que prefieren evitar las tentaciones, y mientras el arte de
Occidente era una continua excitación y expansión, el arte de Mickiewicz
era más bien un prudente frenar, un evitar «malos pensamientos» y vistas
excitantes. Cómo sería nuestro desarrollo si en aquel entonces hubiese
aparecido en nuestro firmamento otra estrella al lado de la de Mickiewicz:
un hombre igualmente célebre y sublime que, sin embargo, no se hubiese
entregado al servicio de la nación, sino que, despreciando con orgullo
nuestra miseria y todas las necesidades de la esclavitud, hubiese intentado
llegar a la Belleza como hombre libre, espiritualmente independiente. Pero
ninguna estrella de esta índole —al estilo de Goethe— se nos apareció a su
debido tiempo, y ahora probablemente ya es demasiado tarde…, pues los
problemas tienen su cronología y en el presente son otras las cuestiones que
pesan en nuestro corazón.
Para darse cuenta del tipo de belleza que prevalece en un determinado
período histórico, hay que tomar en consideración sobre todo la actitud de
la sociedad ante la juventud. Pues bien, resulta sintomático que en la poesía
del autor de la Oda a la juventud, la belleza juvenil sigue estando
subordinada a la belleza «madura», puede decirse que continúa siendo la
literatura de los «padres»; a Mickiewicz no lo maravilla el joven, lo
maravilla el «hombre», o en todo caso el joven encaminado a ser hombre.
Por lo demás, no encontraremos en todo el arte polaco, pese a su
romanticismo, un ápice de esa exaltación de la juventud de la que está
impregnado el arte de Grecia, la pintura renacentista o Romeo y Julieta…,
no, aquí la juventud siempre aparece reprimida, aquí al caballo de la
juventud se le han puesto bridas… ¿Cuál era, entonces, la situación del
joven polaco en la época de Mickiewicz? Al no encontrar en el arte ninguna
afirmación para sus veinte años, para la gracia que le había sido dada por la
naturaleza, sólo podía ser bello como romántico hijo de la derrota, como
polaco o como alguien cuya belleza —la belleza de la virtud y de los
méritos— empezaba de verdad después de los treinta. Pero esa belleza de la
virtud, cuya fuente era Dios o la Nación, también resultaba muy estrecha
ante tantas bellezas distintas que poco a poco se iban revelando en
Occidente, porque allí se empezaba a reparar en que existía la belleza del
oprobio y de la bajeza, la pagana belleza del pecado, la belleza de Goethe y
el aciago resplandor de los mundos de los Shakespeare, de los Balzac y las
bellezas que encontrarían su expresión en Baudelaire, en Wilde, en Ruskin,
en Poe, en Dostoyevski; sin embargo, nada de aquella tendencia occidental
a enriquecer la gama de la belleza humana penetraba en el alma del joven
que tenía designado un único papel y podía funcionar solamente como «un
virtuoso hijo de Polonia». De modo que si, llevado por el instinto o por
temperamento, penetraba en la jungla de aquellos encantos prohibidos,
siempre era por su cuenta, sin guía, abandonado a su propio sentimiento
confuso e inexperto.
Volvamos a Sienkiewicz.
Así, el dilema virtud-vitalidad no quedó resuelto, y atormentaba a toda
la literatura polaca postmickiewicziana tanto más dolorosamente cuanto que
no era oficial. En ningún lugar se manifiesta de manera más caricaturesca
este dilema como en Kraszewski[59]; los estudios sobre este autor echarían
bastante luz sobre nuestra psique. Fuimos sometidos a una estética
restringida, dentro de cuyo marco teníamos que pintar nuestra propia
imagen. A la nueva generación empezaba a molestarle cada vez más el
hecho de que esta belleza cívica ofrecía salidas demasiado estrechas para el
temperamento, por lo que se buscaba cómo armonizar la virtud con el
encanto y la belleza, cómo crear un tipo de polaco que sirviera no sólo para
rezar, sino también para bailar. Podría decirse que buscábamos ocasión de
pecar, pero, paralizados por la tradición secular, buscábamos solamente un
pecado suavizado, un pecado que no fuese malvado, ni vil, ni feo, ni
terrible…; sí, lo que necesitábamos era más bien un pecadito simpático, que
no despertara repugnancia. Sienkiewicz intuyó de manera perfecta esa
necesidad latente y se labró el camino hacia el triunfo. Hizo más fácil, más
accesible y más gracioso al tipo de polaco heredado de Mickiewicz, que
pese a todo era de gran talla; sazonó la virtud con el pecado, endulzó el
pecado con la virtud, con lo que consiguió preparar un licor dulzón, no
demasiado fuerte, y sin embargo, excitante, de los que gustan sobre todo a
las mujeres.
El pecado simpático, el pecado bonachón, el pecado encantador, el
pecado «limpio», es la especialidad de esta cocina. El típico héroe de
Sienkiewicz no es Skrzetuski, un héroe de corte romano, sino el pecador
Kmicic. A los Kmicic y a los Vinicio se les permite pecar con la condición
de que el pecado provenga de un exceso de fuerzas vitales y de un corazón
puro. Sienkiewicz llevó a cabo la liberación del pecado que desde hacía
tiempo era una necesidad imperiosa para el desarrollo polaco…; la llevó a
cabo, pero ¡a qué nivel! La diferencia entre una auténtica aspiración a la
belleza y la coquetería consiste en que, en el primero de los casos,
deseamos gustarnos a nosotros mismos, mientras que en el segundo es
suficiente que encantemos a los demás. Pero hacía años que los polacos
practicaban una belleza interesada, siempre en nombre de otras razones, por
lo demás superiores; no es de extrañar, pues, que Mickiewicz, pese a todo
en gran medida desinteresado y poderoso, se transformó poco a poco en
Sienkiewicz, que ya encarnaba un claro deseo de gustar a cualquier precio.
Este, primero quería gustar al lector. Segundo, deseaba que un polaco
gustase a otro y que la nación gustase a todos los polacos. En tercer lugar
deseaba que la nación gustara a las otras naciones.
En esta red de seducción acaparadora desaparece, por supuesto, el valor,
mientras que el efecto exterior se vuelve decisivo; la facilidad con que
Sienkiewicz consigue la apariencia del valor es digna de admiración y al
mismo tiempo muy característica. Si su teatro está lleno de personajes
titánicos —al estilo del señor Gran Hetman o Voivoda de Vilna—, de un
poder y fulgor que no se encuentran en otras partes, es precisamente porque
se trata de teatro e histrionismo puros. Las capacidades que manifiesta este
cocinero preparándonos una sopa con todos los resplandores posibles
constituyen precisamente el rasgo de un hombre mediocre que juega con los
valores. El drama de una verdadera superioridad consiste en que por nada
del mundo quiere rebajarse, en que luchará hasta el final por su altura, ya
que no sabe ni puede renunciar a sí misma; por eso la auténtica superioridad
es siempre creativa, es decir, que transforma a otros según su estilo. En
cambio, Sienkiewicz se entrega por entero y con placer al servicio de una
imaginación mediocre, aunque, renunciando al espíritu, no por ello renuncia
al talento; de esta manera consigue un arte archisensual que consiste en
saciar las no desahogadas inclinaciones de la masa, se convierte en el
proveedor de sueños agradables…, hasta tal punto que la mediocridad,
encantada, grita: ¡es un genio! Y realmente se trata de un arte en cierto
sentido genial, genial justamente porque viene del deseo de gustar y de
fascinar: de ahí esa maravilla de narración, de ahí esa intuición cuando se
trata de evitar lo que puede cansar, aburrir, lo que no divierte, de ahí esa
savia, ese colorido, esa melodía… Un genio extraordinario, pero un poco
embarazoso; un genio creador de esos sueños algo vergonzosos a los que
nos abandonamos antes de dormirnos; un genio, del cual es mejor no
jactarse en el extranjero. Y por eso, a pesar de toda su gloria, nunca hasta
ahora se le ha hecho plena justicia a Sienkiewicz. La intelligentsia polaca se
deleitaba con él como con un libro de cabecera, pero en el terreno oficial
prefería nombrar a otros artistas infinitamente menos talentosos, pero más
serios, como Żeromski o Wyspiański…
Porque es el genio de la «belleza fácil». Con una eficacia aterradora
allana todo lo que toca; se produce aquí una armonía muy sui generis de la
vida con el espíritu: todas las antinomias con las que sangra la literatura
seria quedan suavizadas, y como resultado recibimos unas novelas que las
adolescentes pueden leer sin ruborizarse. ¿Por qué esta infinidad de torturas
y horrores, de los que están repletos la Trilogía o Quo vadis?, no despiertan
protestas en las sensibles doncellas que se desmayan al leer a Dostoyevski?
Porque es sabido que las torturas sienkiewiczianas están descritas «para
entretener»; aquí hasta el dolor físico se convierte en caramelo. Su mundo
es amenazante, poderoso, espléndido, tiene todas las ventajas del mundo
real, pero le han puesto la etiqueta «para divertir», por lo que, por
añadidura, tiene la ventaja de no horrorizar.
Pero la diversión en sí no tendría nada de malo, porque en ninguna parte
se ha dicho que esté prohibido divertirse, coquetear, soñar…, a condición de
que este jugueteo con los valores no tomara las apariencias del culto al
valor. Nadie prohíbe vender un gato, sin embargo, no se debe vender gato
por liebre. Si preguntáramos a Sienkiewicz: «¿Por qué embellece usted la
historia? ¿Por qué simplifica usted a los hombres? ¿Por qué nutre usted a
los polacos con un montón de ilusiones ingenuas? ¿Por qué adormece usted
las conciencias, ahoga el pensamiento y frena el progreso?», la respuesta
está preparada, está contenida en las últimas palabras de la Trilogía: para
fortalecer los corazones. De modo que la Nación constituye su justificación
definitiva. Pero, aparte de la nación, también Dios. Ya que, según
Sienkiewicz y sus admiradores, esta literatura tiene que ser moral par
excellence, estar apoyada fuertemente en la visión del mundo católica, tiene
que ser una literatura «pura». Con lo cual resulta que los puntos de partida
de Sienkiewicz están de acuerdo con nuestra tradición secular: todo lo que
se escribe, se escribe en nombre de la Nación y de Dios, de Dios y de la
Nación.
Es fácil percatarse de que estos dos conceptos: la nación y Dios, no
pueden concordar del todo uno con otro, y en todo caso, no sirven para ser
clasificados uno al lado del otro. Dios es la moral absoluta, mientras la
nación es un grupo humano de aspiraciones determinadas, que lucha por su
existencia… De modo que tenemos que decidir si nuestra razón superior es
nuestro sentimiento moral o bien los intereses de nuestro grupo. Pues bien,
está claro que tanto en Mickiewicz como en Sienkiewicz, Dios ha sido
subordinado a la nación y la virtud era para ellos ante todo un instrumento
de lucha por la existencia colectiva. Esta debilidad de nuestra moral
individual, nuestro obstinado carácter de rebaño, con el tiempo tenían que
empujarnos a un laicismo cada vez más notorio, por lo que realmente las
virtudes de Sienkiewicz se convierten ya en un claro pretexto para la
belleza; él es como una mujer que cuida la pureza en el pensamiento y en
los actos no para gustar a Dios, sino porque el instinto le asegura que esto
gusta a los hombres. Así que Sienkiewicz es un escritor católico sólo en
apariencia, y su bella virtud dista cien millas de una verdadera virtud
católica, dolorosa e ingrata, que constituye un rechazo categórico de los
encantos demasiado fáciles; la virtud suya no sólo está en perfecto acuerdo
con la carne, sino que incluso la adorna como una sonrisa. Por eso la
literatura de Sienkiewicz podría ser definida como el desprecio de los
valores absolutos en aras de la vida y como la propuesta de una «vida
facilitada».
Jamás el célebre dicho de Gide de que «el infierno de la literatura está
lleno de nobles intenciones» ha resultado tan acertado como en este caso…;
las consecuencias demoníacas de las nobles y sinceras —no hay que
dudarlo— intenciones sienkiewiczianas no se han hecho esperar mucho. Su
«belleza» se ha convertido en un pijama ideal para todos aquellos que no
querían contemplar su fea desnudez. La esfera de la nobleza terrateniente,
que vivía en sus mansiones precisamente esa vida facilitada y que, en su
inmensa mayoría, era una desesperante banda de imbéciles y gandules,
encontró por fin su estilo ideal, y, en consecuencia, consiguió una plena
autosatisfacción. La aristocracia, la burguesía, el clero, el ejército y en
general todo elemento que deseaba escapar de unas confrontaciones
demasiado difíciles, se impregnaron de este estilo hasta el fondo y con
deleite, mientras el patriotismo, ese patriotismo polaco, tan fácil y tan vivo
en sus principios, y tan sangriento e inmenso en sus resultados, se
embriagaba con la Polonia sienkiewicziana hasta perder los sentidos.
Numerosas condesas, esposas de ingenieros, abogados, terratenientes y
burgueses, encontraron por fin esa «mujer-polaca» en la que podía
encarnarse su idealismo apoyado por el dinerillo de sus maridos y mimado
por la servidumbre, y a partir de entonces esas sacerdotisas y guardianas,
esas primaveras, esas Oleńkas y Bakas se volvieron impermeables e
inaccesibles a toda realidad exterior, ya que el conocimiento les perjudicaba
la «pureza», ya que su belleza consistía precisamente en ser impermeables.
Pero lo que es peor es que todo el alma de la nación se volvió insensible al
mundo exterior, igual que ocurre con los soñadores, que prefieren no
estropear sus sueños. Y quizá ocurrió así no porque a esa masa de polacos
no les interesara el obstinado revisionismo de Occidente, que estallaba cada
dos por tres con un nuevo marxismo, freudismo o surrealismo, sino porque
existía en ellos cierto temor ante la realidad, puesto que en el fondo de sus
almas sabían que la imagen que tenían de sí mismos, y que debía su origen
a Sienkiewicz, era como la armadura de Don Quijote, la cual era mejor no
exponer a los golpes. Y además, a ellos eso no les gustaba, no encontraban
ningún placer en ello, su alma de caballeros y ulanos amaba otra cosa. ¡Ah,
el poder del arte! Es así como cierto estilo decide sobre las posibilidades
emotivas de una nación, volviéndola sorda y ciega a todo lo demás,
determinando hasta tal punto sus gustos más íntimos, que un noventa por
ciento del mundo se le antoja incomestible. Naturalmente, no lo consiguió
Sienkiewicz solo. Tuvo, como ya hemos visto, sus antecesores, tuvo
también sus seguidores, es decir, toda una escuela sienkiewicziana en la
literatura y en el arte.

***

De este análisis, realizado a vista de pájaro, de las aventuras de nuestra


nación con la belleza, se deduce que una verdadera, una auténtica belleza
polaca no ha existido hasta ahora. Ni belleza, ni forma, ni estilo. No nos
hagamos ilusiones ni por un momento de que la literatura y el arte de que
disponemos hoy en día sea un verdadero estilo. Porque el estilo, la forma, la
belleza sólo pueden ser obra de hombres espiritualmente libres que
persiguen este objetivo con toda intransigencia, suficientemente valientes y
apasionados en esta búsqueda como para despreciar todas las
consideraciones secundarias y desnudarnos como jamás nos han desnudado.
Sólo entonces los polacos se reconciliarán con la realidad, y con la libertad
pertinente se abordarán a sí mismos. Nunca conseguiremos ni la belleza, ni
la virtud polacas, hasta que no nos atrevamos a sacar a la luz los pecados y
la fealdad polacas.
Pero no menospreciemos a Sienkiewicz. Sólo de nosotros mismos
depende que él se convierta en un instrumento de la verdad o de la falsedad,
y su obra, tan vergonzosa, puede llevarnos en mayor medida que cualquier
otra a que nos autodesnudemos. La fuerza desenmascaradora de
Sienkiewicz consiste precisamente en que él sigue el camino del mínimo
esfuerzo, en que es todo placer, un desahogo sin compromiso en un sueño
barato. Si dejamos de ver en él al maestro y guía, si llegamos a comprender
que es nuestro soñador confidencial, un vergonzoso cuentista de los sueños,
entonces sus libros crecerán hasta adquirir las dimensiones de un arte de
carácter espontáneo, cuyo análisis nos conducirá hasta las tinieblas de
nuestra personalidad. Si tratáramos la literatura de Sienkiewicz de este
modo, como el desahogo de los instintos, los deseos, las aspiraciones
secretas, veríamos en él unas verdades sobre nosotros con las que quizá se
nos pondrían los pelos de punta. Nos introduce como nadie en esos
recovecos de nuestra alma donde se realiza nuestra huida de la vida, el
modo polaco de eludir la verdad. Nuestra «superficialidad», nuestra
«ligereza», nuestra en el fondo irresponsable e infantil actitud ante la vida y
ante la cultura, nuestra falta de fe en la plena realidad de la existencia (que
debe ser resultado del hecho de que no siendo plenamente Europa, tampoco
somos Asia), se manifiestan aquí tanto más violentamente, cuanto más
vergüenza causan. Si el pensamiento moderno polaco no consigue la
perspicacia adecuada, entonces, aterrorizado por este descubrimiento y
deseando, a cualquier precio, parecerse a Occidente (o a Oriente), empezará
a eliminar en nosotros estos «defectos» y a transformar nuestra naturaleza,
lo cual conducirá a una farsa más. No obstante, si somos lo bastante
razonables para sencillamente sacar las consecuencias de nosotros mismos,
descubriremos seguramente en nosotros unas posibilidades inesperadas y
desaprovechadas, y lograremos proveernos de una belleza totalmente
distinta de la actual.
La verdad es que podría parecer que hablar del moderno pensamiento y
del desarrollo polaco, en las actuales circunstancias de amordazamiento,
primitivismo y miseria omnipresente, no es más que fraseología. ¡Y sin
embargo! La existencia es una cosa complicada. Entre los bastidores de los
acontecimientos de primer orden transcurre la incesante labor psíquica
pensada a largo plazo. La vida en nosotros no ha quedado frenada ni por un
instante, sino que, en este momento, no puede salir a la superficie. Hoy, allí
en Polonia, más que en cualquier otra época, las masas polacas se ahogan
con el bozal de una estética artificial que les ha sido impuesta en nombre de
la Virtud (proletaria). Además, nunca ha sido más fuerte nuestro
desgarramiento entre Oriente y Occidente, y estos dos mundos, al destruirse
y desacreditarse mutuamente dentro de nuestro campo de visión, crean en
nosotros un vacío que solamente podremos llenar con nuestro propio
contenido. Tarde o temprano se nos aparecerá el verdadero diablo, y sólo
entonces sabremos a qué dios debemos rezar.
NOTAS
[1] Kultura: revista mensual literaria y política publicada por la
emigración polaca en París. (N. de los T.)
[2] Wiadomości y Życie periódicos publicados por la emigración polaca
en Londres. (N. de los T.)
[3] Jan Lechoń (1899 − 1957): uno de los principales poetas del período
de entreguerras; miembro del grupo poético Skamander. (N. de los T.)
[4] Nieboska komedia: La No-Divina Comedia (1834), drama de
Zygmunt Krasinski, una de las grandes obras del teatro romántico polaco.
(N. de los T.)
[5] Roía: canción patriótica polaca. (N. de los T.)
[6] En español en el original. (N. de los T.)
[7] El petimetre enamorado (1779): comedia de Franciszek Zablocki.
(N. de los T.)
[8] Prosto z mostu: semanario literario, artístico y político editado en
Varsovia (1935 − 1939), de orientación nacionalista. (N. de los T.)
[9] Ver nota p. 177.
[10] Ver nota p. 101.
[11] Ver Anexo, p. 365. (N. de los T.)
[12] Juego de palabras intraducibie: «defecto», en polaco «brak», se
pronuncia igual que Braque. (N. de los T.)
[13] Ver nota en pág. 282. (N. de los T.)
[14] El autor alude a Adam Mickiewicz (1798 − 1855), poeta
romántico, autor de la epopeya nacional Van Tadeusz, ubicada en su
Lituania natal. (N. de los T.)
[15] Jerzy Giedroy, director de la revista Kultura, de París. (N. de los
T.)
[16] Cyprian Kamil Norwid (n. 1821, murió en París en 1883); poeta,
filósofo, dramaturgo; desde 1842 vivió en el exilio, creando en absoluta
soledad. (N. de los T.)
[17] Juliusz Słowacki (n. 1809, murió en París en 1849); uno de los tres
grandes poetas y dramaturgos románticos polacos. Desde 1831 vivió en el
exilio. (N. de los T.)
[18] Jarosíaw Iwaszkiewicz (1894 − 1980); novelista, poeta,
dramaturgo, ensayista, traductor. Autor de varios tomos de cuentos, por
ejemplo: Las señoritas de Wilko, El bosque de los abedules, Madre]uana de
los Angeles. (N. de los T.)
[19] Wladyslaw Broniewski (1897 − 1962); poeta comunista. Después
de la guerra fue uno de los máximos exponentes de la literatura del
régimen. (N. de las T.)
[20] Skamander: revista mensual de poesía editada en Varsovia en los
períodos 1920 − 1928 y 1935 − 1939. Dio nombre a un grupo de poetas
compuesto, entre otros, por Iwazkiewicz, Lechoń, Słonimski, Tuwim y
Wierzynski. (N. de los T.)
[21] Gtos; ponemos el nombre del semanario en español para hacer
posible el juego de palabras que sigue más abajo. (N. de los T.)
[22]
[23] El autor alude al gobierno polaco en el exilio, ya completamente
desautorizado en 1953 y privado del apoyo de Occidente. (N. de los T.)
[24] Hamlet (acto V, escena II), traducción de Luis Astrana Marín. (N.
de los T.)
[25] Advertimos que en la traducción castellana de El matrimonio,
publicada por Barral Editores, 1973, los nombres de los protagonistas,
inexplicablemente, aparecían en francés. Hemos traducido de nuevo los
fragmentos de esta obra que Gombrowicz cita en el Diario. (N. de los T.)
[26] Gombrowicz cita este libro de Miłosz en francés; en España fue
editado en 1980 (Ed. Destino) con el título El poder cambia de manos. (N.
de los T.)
[27] El amigo Flor. (N. de los T.)
[28] La luz del día. (N. de los T.)
[29] En español en el original. (N. de los T.)
[30] Julián Tuwim (1894 − 1953): poeta de gran renombre, traductor,
uno de los fundadores del grupo Skamander. Pasó la Segunda Guerra
Mundial en el extranjero y tardó unos años en volver a Polonia, hecho al
que alude al autor con el término «traición». (N. de los T.)
[31] Corresponde a «inútil parcial». (N. de los T.)
[32] Corresponde a «inútil total». (N. de los T.)
[33] Jan Chryzostom Pasek (1636 aprox.—1701 aprox.); sus Memorias,
que abarcan los años 1656 − 88, son un valioso documento sobre la
mentalidad de un noble polaco del siglo XVII, aventurero, gran aficionado a
las peleas y los procesos, fanático defensor de las libertades y privilegios de
los nobles. (N. de los T.)
[34] En español en el original. (N. de los T.)
[35] Rey espíritu: poema histórico-filosófico inacabado de Juliusz
Stowacki (1847), que debía ser un gigantesco ciclo de vidas de los reyes
polacos que tuvieron un peso decisivo sobre el destino y la cultura de la
nación. (N. de los T.)
[36] Oleńka, Baka: heroínas de las novelas de Sienkiewicz. (N. de los
T.)
[37] Zosia: protagonista de Pan Tadeusz, de A. Mickiewicz. (N de los T)
[38] Oleńka, Baska: heroínas de las novelas de Sienkiewicz. (N. de los
T.)
[39] Wokulski: protagonista de la novela Lalka (La muñeca), de
Bolesíaw Prus. (N. de los T.)
[40] Gal: línea marítima Gdynia-América. (N. de los T.)
[41] Michat Choromański (1904 − 1972): escritor y dramaturgo. Autor
de Celos y medicina. (N. de los T.)
[42] Las citas de Transatlántico provienen de la traducción de
Kazimierz Piekarek y Sergio Pitol editada por Anagrama, 1986. (N. de los
T.)
[43] Ver Anexo, “Sienkiewicz”.
[44] Stefan Żeromski (1864 − 1925): uno de los principales escritores
polacos de la primera mitad del siglo xx; su obra está dedicada a la causa de
la liberación nacional y a la lucha contra la injusticia social. (N. de los T.)
[45] «Las casas de cristal». Alusión a la obra de Żeromski Przed—
wiosnie (Antes de la primavera), en la que el protagonista, tras soñar con
una Polonia libre como país de progreso y justicia (cuyo símbolo serían las
«casas de cristal»), se enfrenta a la dura realidad de un país acabado de
renacer con todos sus problemas anteriores agravados, además, por la lucha
política, la crisis económica, etc. (N. de los T.)
[46] [46] Stanisíaw Wyspiański (1869 − 1907): dramaturgo, poeta,
innovador en materia de teatro, pintor y grabador; el representante más
célebre del período de la Joven Polonia. Autor de La boda, llevada al cine
por A. Wajda. (N. de los T.)
[47] Stanisław Przybyszewski (1868 − 1927): escritor y dramaturgo,
representante del espíritu «fin de siglo»; sus dominios fueron el erotismo y
el satanismo. (N. de los T.)
[48] Jan Kasprowicz (1860 − 1926): poeta de origen campesino,
representante del simbolismo y el expresionismo en la lírica de la Joven
Polonia. Tradujo poesía griega y a numerosos poetas europeos del siglo
XIX. (N. de los T.)
[49] Zofia Naikowska (1884 − 1954): novelista, autora, entre otras
obras, de La frontera, Los impacientes y, sobre todo, Los medallones,
estremecedores relatos acerca de los crímenes nazis. (N. de los T.)
[50] Pola Gojawiczyńska (1896 − 1963): novelista, autora de novelas
costumbristas ambientadas en los medios proletarios y pequeño—
burgueses. (N. de los T.)
[51] Juliusz Kaden-Bandrowski (1885 − 1944): escritor y publicista,
autor de novelas políticas como General Barcz o Las alas negras. (N. de los
T.)
[52] Witkacy: seudónimo de Stanisíaw Ignacy Witkiewicz (1885—
1939), escritor, dramaturgo, pintor y filósofo. Autor de la teoría de la
«Forma Pura»; entre otras obras publicó la novela Insacia— bilidad y el
drama La madre. (N. de los T.)
[53] Tadeusz Boy—Żeleński (nacido en 1874, asesinado por la Gestapo
en 1941): médico, poeta, escritor, crítico literario y teatral y traductor de
más de cien títulos de literatura francesa; extraordinaria figura de
desmitificador de las tradiciones nacionalistas de la nobleza y de la Iglesia.
(N. de los T.)
[54] Antoni Słonimski (1895 − 1976): poeta, dramaturgo, publicista,
crítico teatral, uno de los fundadores del grupo Skamander, autor de unas
famosas crónicas semanales. (N. de los T.)
[55] Zbigniew Unitowski (1909 − 1937): escritor, autor de novelas
naturalistas de carácter autobiográfico, como Veinte años de vida, La
habitación común. (N. de los T.)
[56] Dziś i jutro (Hoy y mañana): semanario político y literario de los
católicos filocomunistas. (N. de los T.)
[57] Adolf Rudnicki (n. en 1912): escritor y ensayista, autor de obras de
temas psicológicos y sociales como Las ratas o El verano, así como de
numerosos relatos que tratan del holocausto de los judíos polacos durante la
guerra. (N. de los T.)
[58] Kmicic, Wofodyjowski, Gran Hetman: protagonistas de la Trilogía
de Sienkiewicz. (N. de los T.)
[59] Józef Ignacy Kraszewski (1812 − 87): novelista, historiador,
activista político; autor de alrededor de cuatrocientas obras de tema
preferentemente histórico y costumbrista. (N. de los T.)

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