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© Rita Gombrowicz
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A, Madrid, 1988
ISBN: 84 − 206 − 3884 − 6 (O. Completa)
ISBN: 84 − 206 − 3229 − 5 (Tomo 1)
Depósito legal: M. 40.955 − 1988
Presentación
LUNES
Yo.
Martes
Yo.
Miércoles
Yo.
Jueves
Yo.
Viernes
Jueves
Viernes
Sábado
LUNES
Tras un viaje de dieciséis horas en autobús desde Buenos Aires
(bastante soportable a no ser por los tangos que vomitaba sin parar el
altavoz), me encuentro entre las verdes colinas de Salsipuedes con un libro
de Miłosz bajo el brazo; su título: El pensamiento cautivo. Como ayer llovía
a cántaros, hoy estoy llegando al final de mi lectura. Así que éste ha sido
vuestro destino, vuestra suerte, vuestro camino, mis antiguos conocidos,
amigos, compañeros de la Ziemiańska o el Zodiak; yo aquí y vosotros allí,
es así como se ha definido y ha quedado al descubierto la situación. Miłosz
relata la historia del fracaso de la literatura en Polonia con habilidad y yo
atravieso veloz y fluidamente ese cementerio con su libro, igual que dos
días atrás corría en mi autobús por la carretera asfaltada.
¡Qué asfalto tan espantoso! No me horroriza el que témpora mutantur,
me horroriza el que nos mutamur in illis. No me horroriza el cambio de las
condiciones de vida, la caída de Estados, la destrucción de ciudades y otros
estallidos imprevistos que brotan del seno de la Historia; pero el hecho de
que el hombre que yo conocí como X de repente se convierta en Y, que
cambie de personalidad como de chaqueta y que empiece a actuar, hablar,
pensar y sentir en contra de sí mismo, esto sí que me llena de temor y
confusión. ¡Qué falta de vergüenza tan terrible! ¡Qué final tan ridículo!
¡Convertirse en el gramófono en el que han puesto un disco con la
inscripción «His master’s voice», la voz de su amo! ¡Qué destino más
grotesco el de estos escritores!
¿Escritores? Nos ahorraríamos muchas desilusiones no llamando
«escritor» a cualquiera que sabe «escribir»… Yo conocía a estos
«escritores»: eran por lo general personas de inteligencia poco profunda y
horizontes bastante estrechos, que en los tiempos que yo recuerdo no
llegaron a ser alguien…, por lo que hoy, de hecho, no tienen nada que
sacrificar. Estos cadáveres vivientes se distinguían por la siguiente
característica: les era fácil fabricarse su postura moral e ideológica,
ganándose de esta forma el aplauso de la crítica y de una parte importante
de los lectores. Ni por un momento creí en el catolicismo de Jerzy
Andrzejewski y, tras haber leído unas cuantas páginas de su novela, saludé
en el café Zodiak a su cara sufrida y espiritual con una mueca de tan dudoso
significado que el autor, ofendido, rompió inmediatamente su relación
conmigo.
Pero el catolicismo, los sufrimientos y el libro fueron recibidos con
«hosannas» por los ingenuos que tomaron lo que era un picadillo
recalentado por un suculento entrecot. El nacionalismo del siempre ebrio
Gałczyński, por lo demás dotado de verdadero talento, valía tanto como los
intelectualismos de los Wazyk o la ideología del grupo Prosto z most[8]. En
los cafés varsovianos, igual que en los cafés de todo el mundo, había por
aquel entonces demanda de «idea y fe», ante lo cual los escritores
empezaban a creer de un día para otro en esto o aquello. En cuanto a mí,
todo eso siempre se me antojó un infantilismo; hasta fingía divertirme con
ello, aunque en el fondo de mi corazón sentía miedo a la vista de aquel
anuncio de la futura Gran Mascarada. Más que nada se trataba de algo
barato, como no menos barato resultaban ser, en la mayoría de los casos, la
sentimentalona humanidad de ciertas mujeres, la poética de Tuwim [9] y del
grupo Skamander[10], los descubrimientos de la vanguardia, las locuras
estético-filosóficas de los Peiper o los Braun, y otras manifestaciones de la
vida literaria.
El espíritu nace de la imitación del espíritu, y el escritor tiene que imitar
al escritor, para al final convertirse en escritor él mismo. La literatura
polaca de antes de la guerra era, salvo raras excepciones, una imitación
bastante buena de la literatura, pero nada más. Aquella gente sabía cómo
tenía que ser un gran escritor: «auténtico», «profundo», «constructivo», de
modo que trataban de cumplir solícitos esos postulados; pero les estropeaba
el juego la conciencia de que no era su propia «profundidad» ni
«sublimación» lo que les empujaba hacia la literatura, sino que, por el
contrario, ellos creaban en sí mismos esas profundidades con la finalidad de
ser escritores. Así se producía un sutil chantaje de valores hasta que al final
no se sabía si era que se predicaba la humildad solamente para mostrarse
superior y descollar, o bien se proclamaba el fracaso de la cultura y la
literatura para convertirse en un buen literato. Y cuanto mayor era el anhelo
de un auténtico y puro valor entre esos seres encadenados por sus propias
contradicciones, tanto más desesperante se hacía la sensación de hallarse
ante una ineludible y omnipresente chapuza. ¡Ay, esas inteligencias
elaboradas, esos altos vuelos forzados, esas sutilidades cogidas por los
pelos, esos sufrimientos del alma producidos para los lectores! Sólo había
un remedio para escapar de aquel infierno: revelar la realidad, poner al
descubierto todo ese mecanismo y reconocer lealmente la prioridad de lo
humano frente a lo divino; pero esto era precisamente lo que temía la
literatura —y no sólo la nuestra—, esto era lo que no querían reconocer por
nada del mundo los literatos, aunque fuera la única cosa que los podía
armar de una nueva verdad y sinceridad. Esta es la razón por la cual la
literatura polaca de antes de la guerra se fue convirtiendo cada vez más en
una imitación. Pero el buen pueblo llano, que se la tomaba en serio, se
sorprendió enormemente al ver cómo sus «mayores escritores», atrapados
entre la espada y la pared por el momento histórico, empezaban a cambiar
de piel, asimilaban sin problemas la nueva fe y se ponían a bailar al son que
les tocaban. ¡Escritores! Pero precisamente la cuestión estriba en que eran
unos escritores que por nada del mundo querían dejar de serlo, estando
dispuestos a los más heroicos sacrificios con tal de mantener su condición
de escritores.
No quiero decir en absoluto que, de haber estado yo sometido a las
mismas presiones que ellos, no habría fracasado igualmente, es más, lo
considero muy probable, pero al menos no me habría puesto en ridículo
como ellos, ya que fui más sincero conmigo mismo y los valores absolutos
no me brotaban de la garganta con tanta abundancia. En aquel entonces, en
los atestados y ruidosos cafés de Varsovia, era como si ya presintiera la
proximidad del día de la confrontación, de la revelación, del
desenmascaramiento, por lo que, por si acaso, preferí evitar los lugares
comunes. Y sin embargo, no todo es fracaso en este fracaso, y hoy estoy
dispuesto a buscar en el libro de Miłosz más bien nuevas posibilidades de
desarrollo que síntomas de una catástrofe definitiva. Me intriga la siguiente
cuestión: hasta qué punto estas siniestras experiencias pueden garantizar a
los escritores del Este su superioridad sobre los colegas occidentales.
Porque no cabe duda de que, en su derrota, de alguna manera llevan
ventaja sobre el mundo occidental, y, en efecto, Miłosz subraya en repetidas
ocasiones esa particular fuerza y sabiduría que es capaz de proporcionar la
escuela de la falsedad, del terror y de la deformación planificada. Pero el
mismo Miłosz es un ejemplo de ese particular desarrollo, pues sus palabras
sosegadas y fluidas, que con fría impasibilidad contemplan lo que
describen, saben a una madurez sui generis, algo diferente de la que florece
en el mundo occidental. Diría que en su libro Miłosz lucha en dos frentes:
no se trataría solamente de condenar al Este en nombre de la cultura
occidental, sino también de imponer a Occidente una experiencia propia,
diferente, adquirida allí, así como su nuevo conocimiento del mundo. Y ese
duelo, casi personal, de un escritor moderno polaco con Occidente, donde
está en juego la demostración del valor, la fuerza y la particularidad
propios, es para mí más interesante que un análisis de los problemas del
comunismo, que, aun siendo excepcionalmente perspicaz, ya no puede
aportar elementos absolutamente nuevos.
El mismo Miłosz dijo en una ocasión algo así como que la diferencia
entre el intelectual occidental y el del Este consiste en que al primero no le
han dado bien por el c… Según este aforismo, nuestra ventaja (también
mía) consistiría en que somos representantes de una cultura embrutecida, o
sea, más próxima a la vida. Pero Miłosz conoce perfectamente los límites
de esta verdad, y sería penoso que nuestro prestigio se basara únicamente en
la referida parte del cuerpo. Porque dicha parte del cuerpo no es una parte
del cuerpo en estado normal, mientras que la filosofía, la literatura y el arte
tienen que estar al servicio de personas a quienes no han dejado sin dientes,
no han puesto un ojo a la funerala o no han desencajado la mandíbula. Y
fijaos cómo Miłosz, a pesar de todo, trata de adaptar su embrutecimiento a
las exigencias de la exagerada delicadeza occidental.
El espíritu y el cuerpo. A veces ocurre que las comodidades corporales
aumentan la agudeza del alma, y que detrás de unas cortinas protectoras, en
el sofocante cuarto de un burgués, nace una severidad con la que no han
soñado quienes atacaban los tanques con botellas de gasolina. Así que
nuestra cultura embrutecida podría servir solamente en el caso de que se
convirtiese en algo digerido, en una nueva forma de auténtica cultura, en
nuestra pensada y organizada aportación al espíritu universal.
Una pregunta: ¿acaso Miłosz, o la literatura polaca libre, son capaces de
realizar, aunque sea parcialmente, este programa?
Escribo todo esto en mi cuartucho y tengo que acabar, pues me espera la
cena en la pensión Las Delicias. Así que me despido de ti por un momento,
mi pequeño diario, perro fiel de mi alma, pero no aúlles; tu amo se marcha
ahora, pero volverá.
Miércoles
Jueves
Llueve y hace bastante frío. Por lo que me he pasado todo el día leyendo
Los hermanos Karamázov en una edición excelente que contiene también
cartas y comentarios de Dostoyevski.
Viernes
A lo que yo he contestado:
Miércoles
Viernes
Jueves
Martes
«El libro, como obra de arte; las teorías del autor no absuelven.»
MIÉRCOLES
Al encontrar en casa de los Grodzicki al joven pintor Eichler, declaré:
¡no creo en la pintura! (A los músicos les digo: ¡no creo en la música!) Más
tarde me enteré por Zygmunt Grocholski que Eichler le había preguntado si
yo decía semejantes paradojas en broma. No se imaginan cuánta verdad hay
en esta broma…, una verdad posiblemente más verdadera que las verdades
con las que se nutre su «apego» servil al arte.
Ayer, sucumbiendo a la persuasión de N. N., fui con él al Museo
Nacional de Bellas Artes. El exceso de cuadros me cansó aun antes de
empezar a mirarlos; pasábamos de una sala a otra; nos deteníamos ante
algún cuadro; acto seguido nos acercábamos a otro cuadro. Mi compañero,
por supuesto, era todo «sencillez» y «naturalidad» (esa naturalidad
adquirida que no es más que una superación del artificio), y, de acuerdo con
el imperante savoir vivre, evitaba todo cuanto pudiese tacharse de
exagerado…; de mí emanaba una apatía que iba tomando matices de
repulsión, aversión, rebeldía, rabia o absurdo.
Aparte de nosotros había unas diez personas más que se acercaban,
contemplaban y se apartaban…; lo mecánico de sus movimientos, su
silencio, les conferían apariencia de títeres y sus rostros no expresaban nada
comparados con los rostros que miraban desde los lienzos. No es la primera
vez que me atormenta el hecho de que la cara del arte apague las caras de
los vivos. ¿Quiénes frecuentan los museos? Algún pintor, o, más a menudo,
algún estudiante de la escuela de bellas artes o de la escuela secundaria,
alguna mujer que no sabe qué hacer con el tiempo, cuatro aficionados,
personas que han llegado de lejos y visitan la ciudad; pero aparte de eso,
casi nadie, aunque todo el mundo está dispuesto a jurar y perjurar que
Ticiano o Rembrandt son unas maravillas que les producen escalofríos.
No me extraña esta ausencia. Estas salas enormes y vacías con las
paredes repletas de lienzos son extremadamente repulsivas y capaces de
precipitarle a uno al fondo de la desesperación. Los cuadros no están hechos
para ser colocados uno al lado del otro en una pared desnuda; un cuadro
sirve para adornar un interior y ser la alegría de quienes pueden disfrutar de
su presencia. Aquí, en cambio, se produce una saturación, la cantidad ahoga
la calidad, las obras maestras contadas por docenas dejan de ser maestras.
Quién puede contemplar un Murillo cuando a su lado un Tiépolo exige una
mirada y otros treinta cuadros gritan: ¡mírame, mírame! Existe un
insoportable y humillante contraste entre la intención de cada una de las
obras de arte, que quieren ser únicas y exclusivas, y su exhibición en este
edificio. Pero el arte —no solamente la pintura— abunda en semejantes
disonancias, absurdos, fealdades y tonterías marginales, que nosotros
echamos fuera de nuestro campo sensible. Un viejo tenor en el papel de
Sigfrido no nos disgusta, como tampoco nos disgustan unos frescos que no
se pueden ver bien, una Venus con la nariz desportillada, la vejez de una
mujer que declama poesía joven.
Yo, sin embargo, estoy cada vez menos dispuesto a dividir mi
sensibilidad en compartimientos y no quiero cerrar los ojos a los absurdos
que acompañan al arte sin pertenecer a él. Exijo del arte no solamente que
sea bueno como arte, sino también que esté bien unido a la vida. No tengo
ganas de tolerar sus templos demasiado ridículos, ni oraciones… demasiado
ridiculizantes. Si éstas son las obras maestras que han de llenarnos de tanta
admiración, ¿por qué entonces nuestro sentimiento resulta temeroso,
inseguro y anda a tientas? Antes de caer de rodillas ante una obra maestra
nos ponemos a pensar si en realidad se trata de una obra maestra, nos
preguntamos tímidamente si debería deslumbrarnos, nos informamos
minuciosamente acerca de si nos está permitido experimentar esos placeres
celestiales, y sólo entonces nos abandonamos al éxtasis. ¿Cómo relacionar
el supuestamente fulgurante poder del arte, tan irresistible, espontáneo y
evidente, con la inseguridad de nuestra reacción? Y a cada paso unas
divertidas meteduras de pata, unas terribles planchas, unos errores fatales
desenmascaran toda la falsedad de nuestro lenguaje. A cada momento los
hechos abofetean a nuestra mentira. ¿Por qué este original tiene un valor de
diez millones y esta copia suya (aunque tan perfecta que despierta
exactamente las mismas sensaciones artísticas) sólo vale diez mil? ¿Por qué
ante el original se agolpa una multitud devota y en cambio nadie admira la
copia? Aquel cuadro despertaba unas emociones paradisíacas mientras fue
considerado como «una obra de Leonardo», sin embargo hoy ya nadie le
echa una mirada, puesto que el análisis del pigmento ha demostrado que se
trata de la obra de un discípulo. Esa espalda de Gauguin es una obra
maestra, pero para saber apreciarla hay que conocer la técnica, tener en la
cabeza toda la historia de la pintura, poseer un gusto refinado; ¿con qué
derecho entonces la admiran los que carecen de una preparación adecuada?
Pues bien (le decía yo a mi compañero tras haber abandonado el museo), si
en lugar de analizar el pigmento sometiéramos a un riguroso examen
experimental las reacciones del espectador pondríamos en evidencia una
infinitud de falsedades que harían derrumbarse estrepitosamente todos los
Partenones y caerse de vergüenza la Capilla Sixtina.
Pero él me miró de reojo: comprendí que pasaba por una crisis de
confianza. Mis razonamientos le sonaban a simpleza, no porque en su
opinión no tuviera razón, sino sobre todo porque mi lenguaje no era el de
una persona de la «sociedad» artística, y ni Malraux, ni Cocteau, ni nadie de
los que él respetaba se hubiesen expresado de esta forma. Se trataba de una
esfera de conceptos que ellos superaron hacía ya tiempo, sí, era una «esfera
inferior», algo realmente por debajo del nivel permitido, no, ¡en este tono
no se puede hablar del arte! Yo sabía qué idea se le había ocurrido: que era
polaco, o sea, un ser más primitivo. Pero al mismo tiempo era el autor de
unos libros que él consideraba como «europeos»…, de modo que por mi
boca probablemente no hablaba el primitivismo eslavo, sino que más bien
se trataba de una broma, de un intento de hacerse el loco. Me dijo: —Usted
debe de hablar así para fastidiar.
¿Fastidiar? Si vuestra estupidez me fastidia a mí, ¡dejadme al menos
que yo también os fastidie a vosotros! ¿Por qué no os queréis enterar de que
los refinamientos no sólo no excluyen la sencillez, sino que precisamente
deberían y tienen que ir a la par con ella? ¿Y de que quien complicándose a
sí mismo no sabe simplificarse al mismo tiempo, pierde la capacidad de
oponerse interiormente a las fuerzas que ha despertado en sí mismo y que lo
destruirán? Aunque en mis palabras no hubiese más que el deseo de no
subyugarme al arte, de conservar mi soberanía con respecto a él, eso ya
sería digno de encomio: porque es una política sana de artista. Pero —
aparte de esto— había otras razones, más profundas, que acechaban en mí y
de las que él no tenía conocimiento. Le podía haber dicho:
—Tú te crees que yo soy ingenuo y, sin embargo, el ingenuo eres tú. No
te das cuenta en absoluto de lo que pasa dentro de ti cuando contemplas
unos cuadros. Crees que te acercas al arte voluntariamente, atraído por su
belleza, que esta relación se desarrolla en una atmósfera de libertad y que
en ti nace el placer espontáneamente surgido de la divina varita mágica de
la Belleza. Lo que ocurre en realidad es que una mano te ha cogido por el
pescuezo, te ha conducido ante el cuadro y te ha puesto de rodillas, y que
una voluntad más poderosa que la tuya te ha mandado esforzarte para que
experimentes unos sentimientos apropiados. ¿De qué manó y de qué
voluntad se trata? Esa mano no es la de alguien concreto, esa voluntad es
una voluntad colectiva surgida en una dimensión interhumana, que te
resulta del todo ajena. De modo que tú no admiras en absoluto, tú sólo
intentas admirar.
Podía haber dicho esto y mucho más…, pero me contuve… Todo esto
tiene que quedar dentro de mí, sofocado, ¿cómo darle peso específico a esta
idea, desarrollarla y organizaría en una obra más amplia, cuando mi tiempo
es el de un oficinista insignificante, un tiempo que nadie respeta?
¿Expresarme con medias palabras? ¿Con alusiones a la verdad que uno no
puede extraer de sí mismo en toda su plenitud? Tuve que quedarme
inconfeso y fragmentario, impotente ante el absurdo que me
distorsionaba…, y no únicamente a mí…
Él dice: yo admiro. Yo digo: tú intentas admirar. Una pequeña
diferencia, y, no obstante, sobre esta pequeña tergiversación se ha edificado
una montaña de devota mentira. Y precisamente en esta falsa escuela se está
formando un estilo: y no sólo artístico, sino también el estilo de pensar y
sentir de la élite, que acude aquí para perfeccionar sus sentimientos y
conseguir la seguridad de la forma.
Viernes
Sábado
Sábado
No es verdad que todos somos iguales y que cada uno puede analizar a
quien sea. Simone Weil ha caído en los engranajes de estas mentes menos
experimentadas, de estas almas probablemente menos maduras, que
torpemente se han puesto a rumiar un fenómeno que les supera en mucho.
Han hablado con modestia y sin pretensiones, pero nadie ha tenido el valor
de admitir que no ha entendido y que en el fondo no tenía derecho de hablar
de ello.
Lo más curioso del caso es que ellos, siendo personalmente tan
inferiores a Weil, la han tratado con superioridad, desde las alturas de esa
sabiduría colectiva que les hacía superiores. Se sentían poseedores de la
Verdad. Si en esa reunión hubiese aparecido Sócrates, lo habrían tratado
como a un estudiantillo, porque él no hubiese estado enterado… Ellos saben
más.
Y precisamente este mecanismo, que le permite a un hombre inferior
evitar una confrontación personal con otro superior, me ha parecido
inmoral.
Domingo
Jueves
Concierto en el Colón.
Qué importancia puede tener el mejor virtuoso comparado con la
disposición de mi alma impregnada hoy por la tarde de una melodía
canturreada por alguien que desafinaba y que ahora, por la noche, rechaza
con repulsión la música servida con albóndigas en una fuente dorada por un
maître embutido en un frac. La comida no siempre gusta más en los
restaurantes de primera categoría. Por lo demás, el arte a mí casi siempre
me impresiona más cuando se manifiesta de una forma imperfecta, casual y
fragmentaria, como si sólo me señalara su presencia, dejándose presentir a
través de la torpeza de la interpretación. Prefiero al Chopin que me llega
desde una ventana en la calle que al Chopin con todo el oropel de una sala
de conciertos.
Aquel pianista alemán galopaba acompañado por la orquesta. Mecido
por los tonos, vagué en medio de una dulce ensoñación: recuerdos del
pasado, un asunto que tenía que arreglar al día siguiente, el perrito de
Bumfila, un pequeño foxterrier… Mientras tanto, el concierto funcionaba,
el pianista galopaba. Pero ¿era un pianista o un caballo? Hubiese jurado que
aquí Mozart importaba ya poco, lo que importaba era por cuántas cabezas
adelantaría aquel corcel a Horowitz o Rubinstein. Los tipos y las tipas
presentes en la sala estaban absorbidos por el dilema: ¿de qué categoría es
este virtuoso?, ¿serán sus pianos iguales a los de Arrau?, ¿estarán sus fortes
a la altura de los de Gulda? Imaginé, pues, que se trataba de un combate de
boxeo y vi cómo con un pasaje de gancho lateral alcanzaba al pianista
Brailowski, con unas octavas golpeaba a Gieseking, con un trino asestaba
un knock-out a Solomon. ¿Pianista, caballo, boxeador? De repente me
pareció que era un boxeador que montaba a Mozart y cabalgaba sobre él,
golpeándolo como un tambor y espoleándolo. Pero ¿qué ocurre? ¡Ha
llegado a la meta! ¡Aplausos, aplausos, aplausos! El jinete bajó del caballo
y hacía reverencias, secándose la frente con un pañuelo.
La condesa sentada a mi lado en el palco suspiró: —Maravilloso,
maravilloso, maravilloso…
Dijo su marido, el conde: —Yo de esto no entiendo, pero he tenido la
sensación de que la orquesta se quedaba atrás…
¡Los miré como a perros! ¡Resulta muy irritante que la aristocracia no
sepa comportarse! ¡Tan poco que se les exige y ni siquiera son capaces de
eso! Aquellas personas debían saber que la música no era más que un
pretexto para una reunión social, de la cual ellos también formaban parte
con sus maneras y manicuras. Pero en lugar de quedarse en su terreno, en su
mundo aristocrático— social, desearon tomarse el arte en serio, se sintieron
en la obligación de rendirle un temeroso homenaje, y, al salirse de su
aristocraticismo, cayeron en el goliardismo. Con mucho gusto consentiría
yo unos lugares comunes puramente formales, pronunciados con el cinismo
de la gente que conoce el peso del cumplido…, pero ellos, pobrecillos,
trataban de ser sinceros.
A continuación pasamos al foyer. Mi mirada se posó sobre la exquisita
multitud que daba vueltas prodigando reverencias. ¿Ves allí al millonario
Fulano o Mengano? ¡Mira, mira, allá están el general con el embajador, y el
presidente inciensa al ministro, quien a su vez dirige una sonrisa a la esposa
del embajador! Creí, pues, estar entre los héroes de Proust, cuando no se iba
a un concierto para escuchar, sino únicamente para honrarlo con la propia
presencia, cuando las damas se prendían en el pelo a Wagner como un
broche de brillantes, y cuando al son de la música de Bach se asistía al
desfile de nombres, cargos, títulos, dinero y poder. Pero ¿qué pasa?, ¿qué es
esto? Cuando me acerqué a ellos, se produjo el ocaso de los dioses,
desapareció la grandeza y el poder…, oí que intercambiaban sus
impresiones acerca del concierto…, y esas impresiones eran tímidas,
humildes, llenas de respeto hacia la música y al mismo tiempo peores de lo
que pudiera decir cualquier aficionado del paraíso. ¿De manera que habían
caído tan bajo? Se me antojó que no eran presidentes, sino estudiantes de
quinto curso de la escuela secundaria; y como vuelvo de mala gana a los
tiempos escolares, abandoné aquella tímida juventud.
Y solo en el palco —yo, el moderno, yo, el carente de prejuicios, yo, el
enemigo de los salones, yo, a quien el látigo de la derrota quitó de la cabeza
los humos y los caprichos— pensé que el mundo en que el hombre se
adoraba a sí mismo a través de la música me convencía más que el mundo
en que el hombre adora la música.
A continuación tuvo lugar la segunda parte del concierto. El pianista,
tras haber montado a Brahms, galopaba. En realidad nadie sabía qué tocaba,
porque la perfección del pianista no permitía concentrarse en Brahms, y la
perfección de Brahms distraía la atención de los oyentes puesta en el
pianista. Pero por fin alcanzó la meta. Aplausos. Aplausos de los expertos.
Aplausos de los aficionados. Aplausos de los ignorantes. Aplausos del
rebaño. Aplausos suscitados por los aplausos. Aplausos que crecían solos,
que se acumulaban unos encima de otros, excitantes, autogeneradores; y ya
nadie podía no aplaudir, ya que todos aplaudían.
Fuimos al camerino para rendir pleitesía al artista.
El artista estrechaba manos, intercambiaba cumplidos, aceptaba piropos
e invitaciones con la pálida sonrisa de un cometa vagabundo. Le observé a
él y a su grandeza. El mismo parecía muy agradable, en fin, sensible,
inteligente, culto…, pero ¿y su grandeza? La llevaba encima como un frac,
y en efecto, ¿no le había sido cortada a medida por un sastre? A la vista de
tantos solícitos homenajes podía parecer que no había mayor diferencia
entre su fama y la fama de Debussy o Ravel; su nombre también estaba en
los labios de todos y era un «artista» igual que ellos… Y sin embargo… Sin
embargo…, ¿era famoso como Beethoven o bien como las cuchillas de
afeitar Gillette, o las estilográficas Waterman? ¡Cuán diferente es la fama
por la que se paga de la fama con la que se gana!
Pero él era demasiado débil para oponerse al mecanismo que lo
ensalzaba, no cabía esperar resistencia de su parte. Bailaba al son que le
tocaban. Y tocaba para el baile de quienes bailaban a su alrededor.
IV
Capítulo
VIERNES
Escribo este diario con desgana. Su insincera sinceridad me fatiga.
¿Para quién escribo? Si es para mí mismo, ¿por qué lo mando a la
imprenta? Y si es para el lector, ¿por qué hago como si hablara conmigo
mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás?
Qué lejos estoy de la seguridad y el valor que me caracterizan cuando
—perdonadme— «estoy creando». Aquí, en estas páginas, me siento como
si saliera de la noche bendita a la dura luz de la mañana, que me hace
bostezar y pone en evidencia mis defectos. La falsedad, que está en el
mismo principio de mi diario, me vuelve tímido y pido disculpas, ay, pido
disculpas…, (aunque quizá las últimas palabras sobren, quizá resulten
pretenciosas).
Y sin embargo, me doy cuenta de que hay que ser uno mismo en todos
los niveles de la escritura, es decir, que debería saber expresarme no sólo en
un poema o en un drama, sino también en una prosa corriente —un artículo
o un diario—; la altura del arte tiene que encontrar su correspondencia en la
esfera de la vida corriente, del mismo modo que la sombra del cóndor se
posa sobre la tierra. Es más, este paso al mundo cotidiano desde un campo
escondido en lo más recóndito, casi un subsuelo, constituye para mí un
asunto de capital importancia. Quiero ser un globo, pero anclado, una
antena, pero con toma de tierra; quiero ser capaz de traducirme a un
lenguaje corriente. Pero traduttore, traditore. Es ahí donde me traiciono,
donde estoy por debajo de mí mismo.
La dificultad consiste en que escribo sobre mí mismo no en soledad, por
la noche, sino justamente en un periódico y entre la gente. En estas
condiciones no puedo tratarme con la debida seriedad, tengo que ser
«modesto», y de nuevo vuelve a atormentarme, lo mismo que me ha
atormentado durante toda la vida, lo que tanto ha pesado sobre mi manera
de comportarme con la gente, esa necesidad de menospreciarme para estar a
la altura de los que me menosprecian o que no tienen de mí ni la más
mínima idea. Sin embargo, por nada del mundo quiero sucumbir ante esa
«modestia» que considero mi enemigo mortal. Felices los franceses que
escriben sus diarios con tacto; pero yo no creo en el valor de ese tacto; sé
que no es más que eludir con tacto un problema que por su naturaleza es
desagradable.
Pero yo debería coger el toro por los cuernos. Desde mi infancia estoy
muy iniciado en esta cuestión; iba creciendo conmigo y hoy de veras
debería sentirme totalmente cómodo con ella. Sé —lo he dicho en
numerosas ocasiones— que cada artista tiene que ser pretencioso (pues
pretende subirse a un pedestal), pero que, al mismo tiempo, ocultar esas
pretensiones es un error de estilo, es la prueba de una errónea «solución
interna». Transparencia. Hay que poner las cartas boca arriba. Escribir no es
otra cosa que una lucha llevada por el artista contra los demás por su propia
celebridad.
Pero si no soy capaz de realizar esa idea aquí, en el diario, ¿qué valor
puede tener? Y, sin embargo no puedo, hay algo que me lo impide; cuando
entre la gente y yo falta la forma artística, el contacto se vuelve demasiado
molesto. Debería tratar este diario como el instrumento de mi devenir ante
vosotros, debería aspirar a que me concibierais de una determinada manera,
una manera que me posibilitara (¡adelante, que aparezca esa palabra
peligrosa!) el talento. Que este diario sea más moderno y más consciente,
que esté impregnado de la idea de que mi talento sólo puede nacer de una
unión con vosotros, lo cual quiere decir que sólo vosotros podéis despertar
en mí el talento, es más, crearlo en mí.
Me gustaría que se viera en mí lo que yo sugiero. Me gustaría
imponerme a los hombres como personalidad para luego quedar sometido a
ella el resto de mi vida. Los demás diarios deberían estar, con respecto a
éste, en la misma relación que las palabras «soy así» con las palabras
«quiero ser así». Nos hemos acostumbrado a las palabras muertas que sólo
afirman, pero es preferible la palabra que llama a la vida. Spiritus movens.
Si lograra invocar a ese espíritu motor y traerlo a las páginas de mi diario,
podría llevar a cabo no pocas cosas. Ante todo —algo que me es tanto más
necesario cuanto que soy un autor polaco— podría destrozar esa estrecha
jaula de conceptos en la que quisierais aprisionarme. Demasiados hombres,
dignos de mejor suerte, se dejaron encadenar. Sólo yo y nadie más que yo
debe determinar mi papel.
Y luego, al exponer a título de propuesta unas cuestiones más o menos
relacionadas conmigo, éstas me absorberán y conducirán hacia otras
iniciaciones hasta ahora ignoradas. Penetrar lo más posible en los terrenos
vírgenes de la cultura, en sus lugares aún semisalvajes, o sea, indecentes, y,
excitándoos hasta heriros, excitarme también a mí mismo… Porque quiero
encontrarme con vosotros precisamente en esa mañana, unirme a vosotros
de la forma más difícil e incómoda posible, tanto para vosotros como para
mí. Y además, ¿acaso no debo diferenciarme del pensamiento europeo
actual?, ¿acaso no son mis enemigos las corrientes y doctrinas a las que me
parezco?; tengo que atacarlas para obligarme a ser diferente y obligaros a
vosotros a confirmar esta diferencia. Luego he de descubrir mi presente y
unirme a vosotros en la actualidad.
En este diario me gustaría comenzar a construirme abiertamente mi
talento, tan abiertamente como Henryśk se fabrica su matrimonio en el
tercer acto… ¿Por qué abiertamente? Porque al ponerme en evidencia,
deseo dejar de ser para vosotros un enigma demasiado fácil de descifrar. Al
introduciros entre los bastidores de mi ser, me obligo a esconderme aún más
profundamente.
Haría todo esto si lograra invocar el espíritu… Pero no me siento con
fuerzas suficientes… Por desgracia, hace tres años abandoné el arte puro,
pues mi género no es de los que se pueden practicar a salto de mata, o los
domingos y días festivos. Me he puesto a escribir este diario sencillamente
para salvarme, por miedo a la degradación y a un total hundimiento entre
las olas de la vida trivial que ya me está llegando al cuello. Pero resulta que
tampoco en esto soy ya capaz de esforzarme plenamente. No se puede ser
una nulidad durante toda la semana para ponerse a existir el domingo.
Señores periodistas, y vosotros, honorables parlanchines y espectadores, no
temáis nada. Por mi parte ya no hay peligro de que sea presumido o
incomprensible. Igual que vosotros y que el mundo entero, me precipito
hacia el periodismo.
Sábado
Miércoles
Jueves
Viernes
Jueves
SÁBADO
Ayer en casa de Goska, durante su garden party petites tables the
dansant, me estuve jactando hasta la saciedad de mi árbol genealógico, y
me jacté ante todos los presentes, una vez de forma pesada y vulgar, otra
vez con finura, luego con insistencia y voz estentórea, después con rodeos y
vuelta a empezar, más tarde con encanto, luego con pasión o bien
científicamente, y me jacté tanto que Hala y Zosia, fingiendo bostezar,
acabaron gritando: —¡Por el amor de Dios, deja de dar la lata, eso no
interesa a nadie!
Domingo
Lunes
Pero esas conversaciones en la velada de Goska me recuerdan otra
experiencia mía en casa de Zygmunt. ¡Sí, sí, no me presenté nada mal en
aquella ocasión! Llegué tarde, cuando la velada estaba ya en su apogeo, y
tras haber entrado me senté en una habitación lateral para charlar con
Krysia, Jolanta e Irena. Sin embargo, mi aparición no pasó desapercibida, y
dos o tres personas se unieron a nosotros; al cabo de un rato ya estaban allí
casi todos, todo el grupo de los polacos…, curiosos…, anhelantes…,
atentos…, esforzándose por captar mis palabras, que eran más bien
negligentes, aunque duras y lanzadas con una excitación reprimida. ¿De qué
hablaba? Hablaba, porque hacia ello derivó la conversación, del concepto
fáustico y apolíneo del hombre y del papel, decisivo para los tiempos
contemporáneos, del barroco; hablé con esa noble vibración interior de la
genialidad que impone a la vida corriente su propia razón superior.
Mi severidad («¡No, eso no debéis decirlo!»), se unía al misterio («¿Qué
es el desasosiego?») y al tono categórico de un guía espiritual («¡Este es el
camino y ésta la línea —línea tortuosa— que debemos seguir!»). Mientras,
la luz se había atenuado. Entonces llegó el momento en que los oyentes,
fascinados por mi lúgubre resplandor, empezaron a insistir en que les dijera
qué es el arte, en qué consiste el arte, cómo es el arte; y esas preguntas se
me echaron encima igual que lo hicieran unos perros que años atrás me
habían asaltado al llegar frente a la mansión de Wsola. Respondí:
—¡No, eso no os lo voy a decir!
Añadí:
—Eso sólo puedo decirlo a una persona de rango igual al mío. De entre
todos vosotros, sólo a una persona.
Me preguntaron:
—¿A quién?
—Sólo a ella —contesté, indicando a una de las damas—, sólo a ella,
¡porque ella es una princesa!
Martes
Esa escena en casa de Zygmunt me trae unos recuerdos recientes, más
dolorosos…
¡En esa cena en casa de los X. algo me ocurrió!
¿Serían mejores que yo desde el punto de vista social? No creo. Era una
de esas familias argentinas de la así llamada oligarquía, introducidas en la
aristocracia internacional a través de matrimonios con los Castellane, con
los Buccleuch-et-Queensberry, con los Wurmbrand-Stuppach y los
Brancacio-Ruffano. Pero aun aceptando la superioridad de esas
celebridades…, ¿dónde estaría mi superioridad de artista? ¡La sutileza y el
refinamiento de mi gusto que deberían obligarles a respetarme!
Pero algo ocurrió…
En lugar de entrar en la sala con soltura, entré con timidez.
Posiblemente, aunque sólo fuese por un instante, les permití imponerme su
superioridad. Y fue suficiente para que en seguida irrumpiese aquel yo mío,
oriundo de mi mísero café, emparentado con la morralla de poetas de tres al
cuarto o incluso con simples vendedores de fruta, toda mi triste y gris
inelegancia… ¡Qué cosa tan terrible! Estaba totalmente reblandecido…
Durante bastante tiempo estuve sentado sin decir nada. ¡Y de repente
empecé a esforzarme por quedar bien! Oh, sí, empecé a conversar, y me
esforzaba, y me esforzaba por mostrarme natural, elegante y amable…
Todo mi mundo se desmoronó. Todo lo que había conseguido con el
esfuerzo de muchos años se convirtió en escombros. ¿Dónde estaban mi
orgullo, mi razón, mi madurez, mi desprecio? ¡Todo estaba perdido,
mientras tú te esforzabas, oh, te esforzabas de rodillas ante ese dios a quien
tantas veces habías abolido!
Y tras haber salido de aquel baño turco, fui corriendo a través de la
noche, por las vacías calles de la ciudad, hasta mi café de poca monta para
poder decir a unos cuantos conocidos y compañeros míos que jugaban a los
dados y bebían vino Toro:
—Vengo de…
Miércoles
Jueves
Sábado
MIÉRCOLES
En el número de septiembre de Kultura, un artículo de Jan
Winczakiewicz sobre Balinski, Lechoń, Lobodowtki y Wierzyński. Los
cuatro figuran en la antología que el doctor St. Lam ha preparado con el
categórico título de Los más célebres poetas de la emigración.
La crítica de Winczakiewicz contiene una sola verdad, por lo que golpea
aún con más fuerza…; sin embargo, ti su autor no fuera un poeta, lleno de
veneración, reverencias y delicadeza para con la Poesía, no calificaría tu
crítica de demoledora. Pero el caso es que toda esa elegancia un tanto
anticuada con la que Winczakiewicz besa las puntas de los dedos de la
Musa rimada no consigue ahogar en él un gemido que yo comparto: ¿por
qué todo eso resulta tan anticuado? «Los cuatro tienen la mirada puesta en
el pasado», constata con pena el admirador, para añadir en seguida algo
todavía peor: «Es más, mirando hacia el pasado, miran con los ojos del
pálido. Y más aún: observando los acontecimientos actuales, también los
miran con los ojos del pasado.»
¡Qué lástima! Si se tratara de unos simples versos, a fin de cuentas no
pasaría nada. Sin embargo, son unos versos «excelentes», «espléndidos»,
que despiertan en nosotros mucha admiración, así que al menos que no nos
pongan en ridículo. Sí, sería mejor que esos cuatro rostros de los «más
célebres» no nos miraran como desde un álbum de fotografías viejas, que
esos volúmenes adorados no fuesen álbumes de hojas otoñales disecadas.
Où sont les neiges d’antan? ¿Qué es lo que nos cuentan los cuatro sutiles
príncipes de nuestros sueños, qué cántico nos canturrea su arpa dulzona?
¡Oh, ese cántico es más bien una nana! Qué sueño…
No estoy atacando en absoluto a los cuatro excelentes poetas (es difícil,
como dice con toda razón Winczakiewicz, que cambien de ojos), lo que
estoy atacando es sólo y únicamente nuestra admiración. Où sont les neiges
d’antan? En esta lógica, que obliga a la poesía del exilio a ser la poesía de
los recuerdos, de la pena, de la retirada, de la huida, o en el mejor de los
casos, de la no-contemporaneidad, en esta lógica hay algo dialéctica e
históricamente tan lógico que casi nos da de bofetadas. ¿Qué otra cosa nos
queda, en efecto, aparte de ese sutil perfume de los recuerdos? ¿Acaso no
está históricamente justificado y escrito en los libros del marxismo-
leninismo que la poesía de las capas sociales a extinguir tiene que ser una
poesía del ayer? Subamos entonces obedientes a la diligencia de estos
cuatro poetas históricamente justificados y vayamos con ellos hacia los
bosques de los ruiseñores y las rosas del pasado, hacia las antiguas postales,
hacia los jóvenes gallardos y los diarios secretos de las abuelas. Où sont les
neiges d’antan? En vano los «polonistas» como el señor Weintraub nos
consuelan diciéndonos que a pesar de todo Wierzyński está buscando
nuevas formas de expresión y que su ritmo se vuelve cada vez más «libre»
y su lirismo cada vez más directo y suave. Desgraciadamente, aquí no se
trata ni del ritmo ni del lirismo más exaltado o más suave, sino de la
disposición del espíritu y de la propia afinación, no tanto de las arpas como
de los arpistas.
Où sont les neiges d’antan? Pero no estoy de acuerdo con
Winczakiewicz cuando dice que es el romanticismo el que les obliga a
eludir la contemporaneidad y que su aintelectualismo les hace indefensos en
el mundo antiromántico de hoy, donde sólo hay lugar para la poesía
intelectual. No. El día, qué digo, la noche que estamos viviendo, está
colmada de un romanticismo de la potencia de mil Byrons. Jamás ha habido
semejante tormenta en el torturado seno de la humanidad; nuestro océano
ruge y se estrella contra las rocas. Y hasta me inclino a pensar que los
cuatro históricamente justificados cantores de que se habla no ignoran las
maravillas de ese terrorífico espectáculo. Sin embargo, esa belleza no les
cabe en su Poesía, en la Poesía formada en los viejos tiempos de antes de la
guerra, y no les entra en la metáfora, no tiene cabida en su estilo.
¡Cómo se ha vengado en esa gente la ingenuidad de su fe en la Poesía y
en el Poeta, su culto a la forma poética, su pasión por todas las ficciones
que crea el ambiente de los poetas! El poeta de hoy debería ser un niño
astuto, lúcido y cauto. Que se dedique a la poesía, pero que sea capaz en
cada momento de darse cuenta de sus limitaciones, fealdades, estupideces y
ridiculez; que sea poeta, pero un poeta dispuesto en cualquier momento a
revisar la relación entre la poesía y la vida, la realidad. Siendo poeta, que no
deje ni por un momento de ser hombre y que no subordine el hombre al
«poeta». Pero la ingenua escuela de Skamander[20], cuya única ambición
era escribir «poemas bellos», no era capaz de proporcionar esa autoironía,
ese autosarcasmo, autodesprecio y autodesconfianza. Entonces, si hoy en
día Lechoń debiera renovar y reformar en sí al poeta-Lechoń, ¿dónde
encontraría un punto de apoyo, dónde estaría ese algo que le permitiese
arriesgar cualquier cambio? Teme cambiar en sí ni siquiera una coma, pues,
¿quién sabe?, a lo mejor deja entonces de ser poeta y sus versos serán
menos bellos. En este sentido, ¿cómo podría volverse Lechoń contra el
poeta-Lechoń, si Lechoń es —como lo hemos leído— «altísimo poeta», y si
su poesía se ha convertido en su profesión, en su situación social, en su
posición espiritual? ¿Cómo podría echar a perder esa armonía tan
felizmente establecida con los lectores?
A esos cuatro históricamente justificados, que nos han sido dados para
que los admiremos, y al admirarlos, que sintamos el placer de la extinción y
la impotencia, no les falta la forma, lo que les falta es la distancia con
respecto a la forma. Libres ante el mundo, sólo están atados cuando se trata
de una cosa: de la poesía. Y ese horrible y estrecho «yo soy poeta»,
expresado con la solemnidad de una iniciación sagrada, les aparta de toda
belleza que nace en la espesura de la vida y golpea en las sagradas formas.
De vez en cuando llevan a cabo un audaz atentado contra su propia rigidez,
introduciendo alguna terrible innovación —una rima o asonancia nueva— y
ahí acaba la cosa.
El artista que se realiza dentro del arte no será creativo jamás,
necesariamente tendrá que situarse en ese límite donde el arte se encuentra
con la vida, allí donde surgen unas preguntas desagradables del tipo: ¿en
qué medida la poesía que escribo es convencional, y en qué medida es
verdaderamente viva? ¿Hasta qué punto mienten los que me adoran, y hasta
qué punto miento yo adorándome como poeta? Sin embargo, cuando
formulé unas cuantas preguntas por el estilo en el artículo «Contra los
poetas», preguntas nada complicadas, cuya única particularidad consistía en
que no se referían sólo al arte de la poesía, sino también a su relación con la
realidad, resultó que nadie había comprendido nada, y los que menos los
poetas. Porque como todas las religiones, ésta tampoco admite la duda,
rechaza el saber. Pero basta. ¿Por qué me ensaño tanto con los poetas? Os
revelaré a vosotros y me revelaré a mí mismo la razón de mi bondadosa
crueldad: sé que el poeta lo soportará todo y no se sentirá ofendido por nada
con una condición: que se admita que es poeta. Y en este sentido les puedo
dar plena satisfacción y diré cien veces que son poetas, sí, unos poetas
célebres, o incluso, como quiere la antología, los más célebres poetas (no
tengo nada en contra).
Sin embargo, tú, nación, guárdate de ese su ocaso históricamente
justificado. No te dejes arrastrar al juego que consiste en que ellos «cantan»
mientras tú admiras. Revisa tus lugares comunes. A veces ocurre que
admiramos porque nos hemos acostumbrado a admirar y también porque no
queremos aguar nuestra fiesta. A veces admiramos por delicadeza, para no
causar un disgusto. Por si acaso aconsejo: golpeémosles fuerte a ver si se
caen.
Y ese golpe, posiblemente, liberará en nosotros el presente y nos dará la
clave del futuro. ¡Estúpidos! ¿Por qué permitís que la historia os imponga
los poetas? Sois vosotros mismos los que debéis crearlos, a ellos y a la
historia.
Viernes
Jueves
Miłosz, al igual que todos los demás (literatos de una cierta escuela,
criados en la problemática «social»), experimenta conflictos, tormentos,
dudas, ignorados por completo por los escritores de antaño.
Rabelais no tenía ni idea de si era «histórico» o «suprahistórico». No
pretendía cultivar la «literatura absoluta» ni profesar el «arte puro», ni
tampoco —antes lo contrario— expresar su época; en fin, no pretendía nada
porque escribía lo mismo que un niño hace sus necesidades bajo un arbusto:
para aliviarse. Atacaba lo que le enfurecía; combatía lo que se le atravesaba
en el camino; y escribía para deleitarse —y para deleitar a los demás—;
escribía lo que le dictaba su pluma.
No obstante, Rabelais expresó su época y presintió la que se avecinaba
y, además, creó un arte imperecedero y purísimo; y fue así porque,
expresándose a sí mismo con la mayor libertad posible, al mismo tiempo
expresaba la esencia eterna de su humanidad, a sí mismo como hijo de su
tiempo y a sí mismo como germen del tiempo futuro.
En cambio, hoy en día, Miłosz (y no es él el único) se toca la frente con
un dedo y medita: ¿cómo y de qué he de escribir? ¿Dónde está mi lugar?
¿Cuáles son mis obligaciones? ¿Debería sumergirme en la historia? ¿O tal
vez buscar la «otra orilla»? ¿Quién debo ser? ¿Qué debo hacer? Creo que
era el difunto Żeromski quien solía contestar en semejantes ocasiones:
escribe lo que te dicte el corazón, y éste es el consejo que más me
convence.
¿Cuándo pondremos fin a la tiranía de los fantasmas de la abstracción
para ver de nuevo el mundo concreto? El poder de estas antinomias
«filosóficas» es tan enorme, que Miłosz olvida por completo con quién está
hablando y me sugiere que adopte el papel de defensor del «arte puro», el
papel casi de esteta. ¿Y qué tengo que ver yo con ello? Si me opongo a los
esquemas que amenazan a la literatura demasiado actual, no es en absoluto
para imponer otro esquema. Yo no me pronuncio a favor ni del arte eterno
ni del arte puro, sólo le estoy diciendo a Miłosz que hay que tener cuidado
de que la vida no se nos transforme, bajo nuestra pluma, en política, en
filosofía o en estética. Yo no reclamo ni el arte aplicado ni el arte puro, lo
que reclamo es la libertad, reclamo una creación «natural», aquella creación
que sea la realización no premeditada del hombre.
Pero él dice: —Tengo miedo…, tengo miedo de que cuando me aparte
de la Historia (es decir, de los lugares comunes de la época actual), me
quedaré solo.
A lo que yo le digo: —Ese miedo es indecente y, lo que es peor,
imaginario. Indecente, porque significa en el fondo la renuncia no sólo a la
celebridad, sino también a la propia verdad; la renuncia al que es
probablemente el único heroísmo, el cual constituye el orgullo, la fuerza y
la vitalidad de la literatura. Aquel que tenga miedo del desprecio humano y
de la soledad entre la gente, que calle. Pero este miedo es también
imaginario —pues la popularidad que se consigue al servicio del lector y de
las corrientes de la época no significa otra cosa que unos tirajes grandes,
nada más—, y sólo aquel que ha logrado separarse de la gente y existir
como un ser singular, para más tarde conseguir dos, tres o diez
correligionarios o hermanos, sólo éste se habrá liberado de la soledad en los
límites permitidos al arte.
Y dice (siempre dominado por esa visión razonada que tanto contrasta
con las virtudes más valiosas de su persona): Nosotros los polacos, hoy en
día podemos hablar al mundo occidental con superioridad y valentía
«simplemente porque —cito literalmente— nuestro país es el terreno sobre
el que pueden ocurrir los cambios más importantes, cambios que contienen
el “canto del futuro” que se alzará cuando se derrumbe el poder de Moscú
sobre las naciones». A lo que yo le contestaría aconsejándole que refiriese
este pensamiento a Bulgaria o a la China, que también participan de esta
vanguardia histórica. No, mi querido Miłosz: ninguna historia te sustituirá
la conciencia, la madurez, la profundidad personal, nada te absolverá de ti
mismo. Si personalmente eres importante, aunque vivas en el lugar más
conservador del planeta, tu testimonio sobre la vida será importante; pero
ninguna presión histórica sacará palabras importantes de la gente inmadura.
Así que todo se vuelve difícil, dudoso, oscuro, enrevesado, bajo la
invasión de la complicada sofística de nuestros tiempos; pero recobra su
claridad cristalina en el momento en que comprendemos que hoy no
hablamos y no escribimos de una manera nueva y particular, sino
exactamente igual que lo hemos venido haciendo desde el principio del
mundo. Y no habrá concepción que sustituya el ejemplo de los grandes
maestros, ni filosofía que sustituya al árbol genealógico de la literatura rico
en nombres que nos llenan de orgullo. No hay alternativa: sólo se puede
escribir como Rabelais, Poe, Heine, Racine o Gógol, o no escribir. La
herencia de esta gran raza, que nos ha sido transmitida, es la única ley que
nos rige. Pero yo aquí no polemizo con Miłosz, que es un pura sangre, sólo
polemizo con su collera, y con ese carro lleno de escrúpulos que su pasado
le ha enganchado.
Lunes
Sábado
Sí, sea como fuere, temo a esos articulillos con los que sus autores
intentan pisarme los talones para hincar en ellos su maliciosa dentadura.
¡Qué más da que digan tonterías! El juicio de un imbécil sobre ti, aunque se
tratara del más monumental y perfecto archiultracretino, no carece en
absoluto de importancia, ya que el tal imbécil tiene por nombre Millón. Y lo
que es más grave es que semejante opinión, aunque se caracterice por la
más total falta de inteligencia y sea una mentira de arriba abajo, servida con
la insolencia propia de periodistas, llega a la gente que no te conoce a ti ni
conoce tus libros, y que por tanto carece de la posibilidad de formarse de ti
su propia opinión.
Cuando después de semejantes ataques virulentos deseosos de ponerte
en ridículo, anonadarte, quitarte lectores, exponerte a daños materiales y
morales (todo ello en defensa de lo sagrado y de los ideales), topas con un
articulito escrito con honradez, el pecho se te llena de un divino sentimiento
de orgullo. ¡Me quito el sombrero ante Ryszard Wraga! No le exijo que le
gusten mis obras, pero sí le agradezco que juegue fair play. Sus palabras no
se acercan a hurtadillas a mi cara para colocarle la máscara del idiota. ¡Por
fin un periodista decente! Aunque critica con dureza mis opiniones, no
vacila en reconocer que en ciertos aspectos el libro supera sus capacidades,
y que precisamente lo que no puede comprender es considerado por otros
como «grande y magnífico». Semejante sinceridad es moralmente valiosa.
Sus reservas de carácter ideológico no le impiden hacerme justicia e incluso
llega a afirmar que «¡Sienkiewicz queda pequeño comparado con
Grombrowicz!». De El matrimonio escribe que es «un drama
revolucionario» e incluso cita «una de sus escenas más conmovedoras».
No codicio estas alabanzas. Pero las palabras de reconocimiento con las
que me obsequia el señor Wraga tienen para mí valor de oro porque
provienen de un adversario, un adversario capaz de imponerse una elegante
imparcialidad y de desdeñar la ventaja que le confiere el hecho de que el
lector que no conoce mis obras no podría descubrir sus eventuales
tergiversaciones (en defensa de los ideales en peligro) y falsedades (en
defensa de lo sagrado transgredido).
¡En verdad que hay que tomar ejemplo de tan digno publicista! Que es
lo que hago con la presente.
Martes
VIERNES
Me presenté en aquel baile (era Nochevieja) a las dos de la madrugada,
llevando dentro, aparte del pavo, bastante cantidad de vodka y de vino.
Había quedado allí con unos conocidos, pero no estaban; deambulé por
diversos salones, me senté en el jardín donde inesperadamente la
muchedumbre se dividió en parejas y empezó el baile.
Esto sucedió gracias a la música que, sin embargo, desde el lugar donde
yo estaba, casi no se dejaba oír, y sólo me llegaba en forma de un sordo
retumbar de la percusión o de unas notas de la alegre melodía que
desaparecía tras apenas haberse insinuado. A la celestial llamada de unos
fragmentos juguetones que aparecían siempre consecuentes, siempre
concentrados alrededor de una frase para mí inaccesible, le respondía el
ritmo de los cuerpos, divertido y violento, burlón e insistente, en un danzar
desenfrenado; y al ser este ritmo más palpable, más real que aquella lejana
alusión, parecía que no era la música la que provocaba el baile, sino que era
el baile el que provocaba la música. Sí, daba la sensación como si este ritmo
de aquí abajo, ya demasiado irresistible, arrancase allí arriba una forma
musical que la confirmaba.
Pero ¡qué baile! Baile de barrigas, baile de calvas regocijadas, baile de
rostros marchitos, baile de cotidianidad cansina y corriente que se divertía
en día de fiesta, baile de grisalla e informidad. Lo cual no quiere decir que
ese público fuese peor que cualquier otro, pero era por lo general gente
mayor; al fin y al cabo se trataba de la corriente humanidad con su
inevitable miseria, y esta miseria se pavoneaba de sí misma
desvergonzadamente entre brincos, y estos brincos, privados de música,
resultaban ser algo descaradamente blasfemo, horriblemente pagano y
salvajemente libertino… Parecía como si hubiesen decidido conquistar y
poseer a la fuerza la Belleza, la Broma, la Elegancia, la Alegría, y que,
poniendo en el baile todos sus defectos y toda su vulgaridad, creasen todos
ellos una figura saturada de baile y alegría… a la que no tenían derecho y
que, a decir verdad, usurpaban. Pero ese frenético anhelo de encanto, al
llegar a su paroxismo, de repente arrebataba un signo de vida a la melodía,
a aquellas pocas notas felices que al unirse con el baile lo santificaban por
un instante, tras lo cual se reanudaba la colaboración salvaje, oscura, sorda
y sin Dios de unos cuerpos agitados y arrastrados por su propio ímpetu.
¡Así que el baile creaba la música, el baile conquistaba con violencia la
melodía, y ello a pesar de su imperfección! Ante esta idea experimenté una
profunda conmoción, ya que de todas las ideas del mundo era ésta
justamente la más importante para nosotros en la actualidad, la más
próxima, sí, esta revelación acechaba tras de la cortina que yo evocaba para
mí mismo fervorosamente con los versos de Valéry:
Jueves
Sábado
Eso parecería
Pero no es del todo cierto.
Y también:
Lunes
¿Tengo derecho a publicar semejantes comentarios de mis propias
obras? ¿No será un abuso? ¿No aburrirá?
Debes decirte: la gente anhela conocerte. Te desean. Sienten curiosidad
por ti. Debes introducirles a la fuerza en tus asuntos, incluso en aquellos
que les son indiferentes. Oblígales a que se interesen por lo que te interesa a
ti. Cuanto más sepan de ti, tanto más te necesitarán.
El «yo» no es obstáculo en las relaciones con los demás, el «yo» es lo
que «ellos» desean. No obstante, se trata de que el «yo» no sea
contrabandeado como una mercancía prohibida. ¿Qué es lo que no soporta
el «yo»? Las cosas hechas a medias, con temor y pudorosamente.
Martes
Jueves
Viernes
Lunes
Miércoles
Jueves
¿Podré morir como los demás, y cuál será después mi suerte? Entre la
gente que huye de sí misma, yo sigo concentrado en mi persona. Me
agiganto, ¿hasta qué límites? ¿Acaso es malsano? ¿Hasta qué punto y en
qué sentido es malsano? A veces sospecho que la función de agigantarme a
la que me abandono no sea indiferente a la naturaleza, que constituye una
provocación. ¿No habré tocado algo fundamental en mi misma actitud ante
las fuerzas naturales y no será «después» mi suerte diferente por haber
obrado conmigo mismo de una forma distinta que los demás?
VIII
Capítulo
DOMINGO
Una tragedia. Anduve bajo la lluvia con el sombrero calado hasta las
cejas, el cuello del abrigo levantado, las manos en los bolsillos.
Luego volví a casa.
Salí de nuevo para comprar algo para comer.
Y comí.
Viernes
Con el pintor español Sanz en El Galeón. Ha venido aquí por dos meses,
ha vendido cuadros por varios centenares de miles de pesos, conoce a
obodowski y lo aprecia mucho. A pesar de haber ganado bastante pasta en
Argentina, habla de ésta sin entusiasmo. «En Madrid uno está sentado en la
mesa de un café, en plena calle, y aunque no le espera nada concreto, sabe
que todo puede ocurrir: la amistad, el amor, la aventura. Aquí se sabe que
no va a pasar nada.»
Pero el descontento de Sanz es muy moderado en comparación con lo
que dicen los demás turistas. Los enfados de los extranjeros con Argentina,
sus críticas altivas y juicios sumarios, no me parecen de muy buen gusto.
Argentina está llena de maravillas y encanto, pero este encanto es discreto,
está envuelto en una sonrisa que no quiere expresar demasiado. Poseemos
aquí buena materia prima, aunque todavía no nos podemos permitir
productos acabados. No tenemos la catedral de Notre-Dame ni el Louvre,
en cambio a menudo se ven en la calle unos dientes deslumbrantes, unos
ojos espléndidos, unos cuerpos de formas armoniosas y ágiles. Cuando a
veces nos visitan los cadetes de la armada francesa, la mujer argentina
queda embargada por el éxtasis —cosa obvia e inevitable—, como si viera
el mismo París, pero dice: —Qué pena que no sean más guapos.
Las actrices francesas embriagan naturalmente a los argentinos con sus
perfumes parisinos, pero éstos dicen: —No hay ni una que lo tenga todo en
su sitio.
Este país, saturado de juventud, respira una especie de tranquilidad
aristocrática propia de los seres que no tienen que avergonzarse de nada y
se mueven con desenvoltura.
Hablo sólo de la juventud, porque lo característico de Argentina es la
belleza joven y «baja», próxima a la tierra, y no la encontraréis en
cantidades considerables en las capas superiores o medias. Aquí solamente
el vulgo es distinguido. Sólo el pueblo es aristocrático. Sólo la juventud es
infalible en cada una de sus manifestaciones. Es un país al revés, donde un
mocoso vendedor de una revista literaria tiene más estilo que todos sus
colaboradores, donde los salones —plutocráticos o intelectuales—
horrorizan por su mediocridad, donde al límite de los treinta años se
produce la catástrofe, la transformación total de la juventud en una madurez
por lo general poco interesante. Argentina, junto con toda América, es joven
porque muere joven. Pero su juventud es también, a pesar de todo, ineficaz.
En las fiestas de aquí veréis cómo al son de música mecánica un obrero
veinteañero, que es una pura melodía de Mozart, se acerca a una muchacha
que es un vaso de Benvenuto Cellini, pero de este acercamiento de dos
obras maestras no surge nada… De modo que es un país donde la poesía no
se hace realidad, pero con tanta más fuerza se percibe su presencia oculta,
terriblemente silenciosa.
Por otra parte, no se debería hablar de las obras maestras, porque en
Argentina esta palabra está fuera de lugar; aquí no hay obras maestras, hay
solamente obras, aquí la belleza no sólo no es nada anormal, sino que
precisamente es la encarnación de la buena salud y del desarrollo medio, es
el triunfo de la materia y no la revelación de Dios. Y esta belleza normal y
corriente sabe que no es nada extraordinario, por lo que no se valora en
absoluto —es, por tanto, una belleza totalmente laica, carente de gracia
divina—, y, sin embargo, al estar por su esencia ligada a la gracia y a lo
divino, resulta tanto más electrizante tomada como una renuncia.
Y ahora:
Lo mismo que con la belleza física ocurre con la forma: Argentina es un
país de forma precoz y fácil, por aquí se ven poco esos dolores, caídas,
suciedades, tormentos que sólo acompañan a la forma que se perfecciona
poco a poco y con esfuerzo. La metedura de pata es un fenómeno raro. La
timidez es una excepción. Una clara tontería no es frecuente; esta gente no
cae en el melodrama, el sentimentalismo, el patetismo o la bufonada, O al
menos nunca cae del todo en ellos. Pero a causa de esta forma que madura
con precocidad y sin dificultades (gracias a lo cual un niño se mueve con la
desenvoltura de un adulto), que facilita, que pule, en este país no se ha
creado una jerarquía de valores a la medida europea, y es esto quizá lo que
más me atrae de Argentina. No sienten asco…, no se indignan…, no
condenan… ni se avergüenzan… tanto como nosotros. Ellos no han vivido
la forma, no han conocido su drama. El pecado en Argentina es menos
pecaminoso, la santidad menos santa, la repugnancia menos repugnante, y
no solamente la belleza corporal, sino en general toda clase de virtud resulta
aquí menos altiva y está dispuesta a comer en el mismo plato con el pecado.
Flota aquí algo en el aire que nos desarma; el argentino no cree en sus
propias jerarquías o bien las acepta como algo impuesto. La expresión del
espíritu en Argentina no es convincente, cosa que los argentinos saben
mejor que nadie; existen aquí dos lenguajes diferentes: uno público, que
sirve a1 espíritu, ritual y retórico, y otro privado con el que la gente se
comunica a espaldas del primero. Entre estos dos lenguajes no hay la más
mínima conexión; el argentino aprieta dentro de sí mismo un botón que le
conecta a la grandilocuencia, después de lo cual aprieta el botón que lo
devuelve a la cotidianidad.
¿Qué es la Argentina? ¿Es una masa que todavía no ha llegado a ser un
pastel, es sencillamente algo que no tiene una forma definitiva, o bien es
una protesta contra la mecanización del espíritu, un gesto de desgana o
indiferencia de un hombre que aleja de sí mismo la acumulación demasiado
automática, la inteligencia demasiado inteligente, la belleza demasiado
bella, la moralidad demasiado moral? En este clima, en esta constelación
podría surgir una verdadera y creativa protesta contra Europa, si…, si la
blandura encontrase un método para hacerse dura…, si la indefinición
pudiese convertirse en un programa, o sea, en una definición.
Jueves
Lunes
Jueves
Domingo
El frío viento del sur ha barrido de Buenos Aires una masa de aire
caliente y húmedo y ahora sopla fluidamente, y ulula, silba, hace tintinear y
crujir las ventanas, lanza al aire los papeles y provoca en los cruces de las
calles unas auténticas orgías de brujas invisibles. Este viento seudootoñal
también me arrastra a mí y se precipita conmigo —siempre, empero, hacia
el pasado—; tiene el privilegio de evocar en mí el pasado y a veces durante
horas enteras me dejo llevar por él sentado sobre un banco de cualquier
lugar. Allí, entre las ráfagas de viento, trato de conseguir lo inalcanzable y,
sin embargo, tan deseado: evocar el Witold Gombrowicz de las épocas
irremediablemente pasadas. He dedicado mucho tiempo a la reconstrucción
de mi pasado, he establecido laboriosamente la cronología, he forzado la
memoria hasta el límite buscándome a mí mismo como Proust, pero no hay
nada que hacer, el pasado no tiene fondo y Proust miente, no, no hay nada
que hacer, nada absolutamente… Pero el viento del sur, provocando quién
sabe qué trastornos en el organismo, produce en mí un estado de anhelo casi
amoroso en medio del cual vago desesperadamente con un rictus en los
labios e intento despertar en mí, aunque sólo sea por un instante, mi
existencia pasada.
En la avenida Costanera, con la mirada fija en las olas que, convertidas
en espuma blanca, eran arrojadas con obstinada furia por encima del
parapeto de piedra que bordea la orilla, evocaba yo, el Gombrowicz de hoy,
a aquel lejano antepasado mío joven, tembloroso e indefenso. La trivialidad
de aquellos acontecimientos adquiría hoy para mí (para mí que ya sabía,
para mí que ya encarnaba precisamente mi propio futuro de aquel entonces,
para mí que constituía la solución del misterio de aquel chico), adquiría,
pues, el carácter sagrado de las leyendas sobre los lejanos comienzos; y hoy,
yo ya conocía la importancia de aquel ridículo sufrimiento, la conocía ex
post… Así que recordé, por ejemplo, una noche cuando él —yo— había ido
a la finca de unos vecinos, en Bartodzieje, a una fiesta en la que se
encontraba una persona que a él —a mí— transportaba a un estado de
embeleso y ante la cual yo —él— quería brillar, lucir; y eso era para mí —
para él— absolutamente necesario. Pero apenas entrado en el salón, en
lugar de admiración, me encuentro con la compasión de las tías, las bromas
de las primas, y la vulgar ironía de todos los nobles de la vecindad. ¿Qué
había ocurrido? Había ocurrido que Kaden-Bandrowski «se cargaba» uno
de mis cuentos, por lo demás en unas palabras llenas de indulgencia, pero
dando a entender inequívocamente que me faltaba talento. Y el periódico
había caído en sus manos y ellos, por supuesto, le habían dado crédito,
porque al fin y al cabo «se trataba de un escritor experto en la materia». De
modo que aquella noche, verdaderamente, yo no sabía dónde esconderme.
Si él —yo— se sentía impotente en semejantes casos, no era en absoluto
porque la situación le viniera grande. Todo lo contrario. Esas situaciones
eran irrefutables, ya que no merecían ser refutadas; eran demasiado tontas y
ridículas para poder tomar en serio los sufrimientos que infligían. De modo
que sufrías y al mismo tiempo tenías vergüenza de tu sufrimiento, y tú, que
ya en aquel entonces sabías apañártelas bastante bien con unos demonios
mucho más peligrosos, aquí te hundías terriblemente, descalificado por tu
propio dolor. ¡Pobre, pobre muchacho! ¿Por qué no estuve entonces a tu
lado, por qué no pude entrar en aquel salón y ponerme justo detrás tuyo
para que te sintieras completado por el futuro sentido de tu vida? Pero yo —
tu realización— estuve —estoy— a mil millas, a muchos años de distancia
de ti, y estaba —estoy— sentado aquí, en esta orilla americana, tan
amargamente retrasado…, con la mirada fija en el agua que brota por
encima del parapeto de piedra, colmado por la distancia del viento que llega
a toda velocidad de la zona polar.
Domingo
Cuando hoy, años más tarde, ya mucho más tranquilo y menos expuesto
a las gracias y desgracias de los juicios ajenos, considero las ideas acerca de
la crítica expuestas en Ferdydurke, las suscribo una vez más sin reparos.
Basta ya de obras inocentes, obras que entran en la vida Con la cara de
quien no sabe que será violado con mil juicios idiotas; basta de autores que
fingen que esa violación cometida en ellos por un juicio superficial y
descuidado es algo incapaz de herirles y algo que se debe ignorar. Una obra,
aunque nacida de la más pura contemplación, debería estar escrita de
manera que asegure al autor una ventaja en su partida contra los demás. Un
estilo que no sabe defenderse ante un juicio humano, que hace que su
creador sea pasto de cualquier cretino, no cumple con su cometido más
importante. Pero la defensa ante esas opiniones sólo es posible si logramos
mostrarnos humildes y confesamos la enorme importancia que esos juicios
revisten para nosotros, incluso cuando proceden de un imbécil. Por eso el
hecho de que el arte se vea inerme ante los juicios humanos es la triste
consecuencia de su orgullo. ¡Yo estoy por encima de todo esto, yo sólo
tengo en cuenta la opinión de los sabios! Pero esta ficción es absurda,
mientras que la verdad, una verdad difícil y trágica, es que el juicio de un
imbécil también tiene su importancia, también nos crea, nos plasma por
dentro y por fuera, conlleva unas consecuencias de carácter práctico y vital
de gran importancia.
Sin embargo, la crítica todavía tiene otro aspecto. Se la puede
contemplar desde el punto de vista del autor, pero también se la puede mirar
desde el punto de vista del público, y entonces adquiere unos matices aún
más claros de escándalo, falsedad y engaño. ¿Cómo están las cosas? El
público quiere estar informado por la prensa sobre los libros que aparecen.
De ahí que haya surgido una rama de la crítica periodística dominada por
gente que tiene contactos con la literatura. Sin embargo, si esa gente de
veras tuviera algo que hacer en el terreno del arte, si echara raíces en él, con
toda seguridad no se habría limitado a escribir articulillos; pero no, casi
siempre son literatos de segundo o tercer orden, personas que tienen una
relación lábil, más bien de carácter social, con el mundo del espíritu,
personas que no están a la altura de las cuestiones de las que deben tratar. Y
en esto precisamente consiste la mayor dificultad, imposible de eludir, y de
la que surge toda la inmoralidad y el escándalo de la crítica. Mi pregunta es
la siguiente: ¿cómo un hombre inferior puede criticar a otro superior, juzgar
su personalidad, valorar su trabajo? ¿De qué modo puede suceder esto sin
convertirse al mismo tiempo en un absurdo?
Jamás los señores críticos, al menos los polacos, han dedicado a esta
delicada cuestión siquiera cinco minutos de su tiempo. Y, sin embargo,
Mengano, que juzga a un hombre de la categoría de Norwid, por ejemplo,
se pone en una situación tremendamente peligrosa, imposible. Porque para
juzgar a Norwid tendría que estar por encima de él, cuando resulta que está
por debajo. Esta falsedad fundamental provoca una cadena interminable de
otras falsedades. Y la crítica se convierte justamente en la negación de todas
sus más altas pretensiones.
¿Quieren ser jueces del arte? Primero tendrían que llegar hasta él, y
ellos no pasan de la antesala, no tienen acceso a aquellos estados del
espíritu de los que nace el arte y no saben nada de su intensidad.
¿Quieren ser metódicos, profesionales, objetivos, justos? Pero si ellos
mismos son el triunfo del diletantismo cuando se ponen a hablar de los
temas que no son capaces de abordar. Constituyen el ejemplo de la más
ilegal usurpación.
¿Guardianes entonces de la moralidad? Pero si la moralidad se basa en
una jerarquía de valores, cuando ellos son justamente la burla de la
jerarquía. El mismo hecho de que existan ya es esencialmente inmoral.
Ellos no se han legitimado con nada, no han dado ninguna prueba de tener
derecho a desempeñar este papel. Lo único es que el jefe de la redacción les
deja escribir. Entregándose a una labor inmoral que consiste en expresar
unos juicios baratos, fáciles, apresurados e infundados, desean juzgar la
moralidad de aquellos que han invertido toda su vida en el arte.
¿Quieren juzgar el estilo? Pero si ellos mismos son la parodia del estilo,
la personificación de lo pretencioso. Son hasta tal punto malos estilistas que
no les disgusta la incurable disonancia de aquel maldito «por encima» y
«por debajo». Y no hablemos ya del hecho de que escriben con prisas y
descuidadamente; representan la hez del periodismo más barato…
¿Maestros, educadores, guías espirituales? En efecto, ion ellos quienes
han enseñado al lector polaco esa verdad acerca de la literatura que la
define como una suerte de redacciones escolares escritas para que el profe
pueda poner una nota; esa verdad que trata a la creación no como un juego
de fuerzas imposibles de controlar plenamente, no como una explosión de
la energía, no como el trabajo de un espíritu que se está creando, sino como
una «producción» literaria anual con las inseparables críticas, concursos,
premios y artículos de fondo. Son unos verdaderos maestros de la
trivialización, unos artistas en la transformación de la durísima vida en una
papilla insípida en la cual todo es más o menos mediocre y sin importancia.
Estos son los efectos catastróficos causados por el exceso de parásitos.
Escribir sobre literatura es más fácil que escribir literatura, éste es el
problema. Yo, en su lugar, reflexionaría profundamente sobre la manera de
salir de esa infamia cuyo nombre es facilidad. Porque su superioridad es de
carácter puramente técnico. Su voz resuena potente no porque sea potente,
sino porque les dejan hablar a través de los altavoces de la prensa.
¿Cómo salir, pues, de esta situación?
Rechaza con rabia y con orgullo toda clase de ventajas artificiales que te
proporcione tu situación. Porque la crítica literaria no consiste en que un
hombre juzgue a otro (¿quién te ha dado este derecho?), sino que es un
encuentro de dos personalidades con derechos exactamente iguales.
Por lo tanto: no juzgues. Describe únicamente tus reacciones. Nunca
escribas del autor o de la obra, sino de ti mismo en confrontación con la
obra o con el autor. De ti sí puedes escribir.
Pero, al escribir sobre ti mismo, escribe de manera que tu persona cobre
importancia y vida, que se convierta en tu argumento decisivo. No escribas,
pues, como un seudocientífico, sino como un artista. La crítica debe ser tan
intensa y vibrante como lo que toca, de lo contrario no será más que el
escape del gas de un globo, el degollamiento con un cuchillo embotado, la
descomposición, la anatomía, la tumba.
Y si no tienes ganas o no sabes hacerlo, mejor que te vayas.
(He escrito este texto al enterarme de que la Unión de Escritores
Polacos en el Exilio —considerando que la crítica es particularmente
importante para la creación literaria— ha instituido un premio de 25 libras
esterlinas al mejor trabajo crítico. Aunque todos esos premios acontecen
fuera de mí, aunque es un baile al que no he sido invitado…, quién sabe, si
esta vez… Presento este «trabajo crítico» al premio y lo recomiendo
encarecidamente al Comité.)
Sábado
Viernes
Jueves
Me levanté, como de costumbre, a eso de las diez, y desayuné: té con
bizcochos y después copos de avena. Cartas: una de Litka, de Nueva York;
otra de Jeleński, de París.
A las doce fui a la oficina (a pie, no está lejos). Hablé por teléfono con
Marril Alberes sobre la traducción y con Russo para discutir el proyectado
viaje a Goya. Llamó Ríos para decirme que ya habían vuelto de Miramar, y
Dbrowski (en relación con el piso).
A las tres, café y pan con jamón.
A las siete salí de la oficina y me dirigí a la avenida Costanera para
respirar un poco de aire fresco (hace mucho calor, unos 32 grados). Estuve
pensando en lo que ayer me contó Aldo. Luego fui a casa de Cecilia
Benedit y fuimos juntos a cenar. Comí: sopa, bistec con patatas y ensalada,
compota. Hacía tiempo que no la veía, así que me contó sus aventuras en
Mercedes. Se sentó a nuestra mesa cierta cantante. También hablamos de
Adolfo y de su astrología. De allí, alrededor ya de las doce, me fui a Rex a
tomar un café. Se sentó a mi mesa Eisler, con quien mis conversaciones
suelen ser más o menos como sigue: — ¿Qué hay de nuevo, señor
Gombrowicz?
—Entre usted en razón, señor Eisler, se lo ruego.
De vuelta a casa entré en el Tortoni para recoger un paquete y hablar
con Pocho. En casa leí el Diario de Kafka. Me dormí a eso de las tres.
Publico lo que antecede para que sepáis cómo soy en mi vida cotidiana.
IX
Capítulo
SÁBADO
Notablemente sabio — Excepcionalmente estúpido
Profundamente moral — Escandalosamente inmoral
Absolutamente real — Locamente irreal
Muy sincero — Muy insincero
Domingo
Lunes
Jueves
Lunes
Martes
Miércoles
Viento y cúmulos que se precipitan desde el sur hacia las cimas de las
montañas. Una gallina solitaria sobre el césped… picotea…
Ser un hombre concreto. Ser un individuo. No aspirar a la
transformación del mundo en su totalidad; vivir en el mundo
transformándolo sólo en la medida en que me lo permiten las posibilidades
de mi naturaleza. Realizarme de acuerdo con mis necesidades, unas
necesidades individuales.
No quiero decir que aquel otro pensamiento —colectivo, abstracto—,
que la Humanidad como tal, no sean importantes. Pero hay que restituir el
equilibrio. La más moderna corriente del pensamiento será aquella que
descubra de nuevo el hombre singular.
X
Capítulo
VIERNES
En Wiadomości, una carta de Jeleński en la que responde a la nota de
Collector acerca de la publicación de mis escritos en Preuves. Aunque estoy
totalmente de acuerdo con Jeleński de que existe cierto parentesco entre yo
y Pirandello (el problema de la deformación), y también entre yo y Sartre
(en Ferdydurke podríamos encontrar más de un presentimiento del
incipiente existencialismo), de hecho hubiese preferido que, como afirma
Collector, no tuvieran mucho en común con mis opiniones. Por si acaso
prefiero no parecerme a nadie, aunque la idea no es más que uno de los
elementos del arte, aunque a veces ha ocurrido que una idea de lo más
trivial como «el amor santifica» o «la vida es bella» ha servido de punto de
partida para una obra que deslumbra por su inspiración y sorprende por su
originalidad y fuerza. ¿Qué es una idea? E incluso, ¿qué es una visión del
mundo en el arte? Por sí mismas no son nada, pueden tener importancia
sólo en razón del modo en que han sido percibidas y espiritualmente
explotadas, en consideración a la altura a la que han sido elevadas y al
resplandor que desde esta altura emanan. Una obra de arte no es cuestión de
una sola idea ni de un solo descubrimiento, sino que es el resultado de miles
de pequeñas inspiraciones, el producto de un hombre que se ha instalado en
su propia mina y extrae de ella mineral siempre nuevo.
Pero de los Sartre y de los Pirandello me gustaría separarme por otros
motivos de naturaleza social y mundana. En las especiales condiciones de
nuestra convivencia polaca, ocurre con demasiada frecuencia que alguien,
sirviéndose de estos «nombres famosos», trata de menospreciarme e,
hinchándose de Sartre, dice con displicencia: Gombrowicz. Y eso es lo que
yo no puedo aceptar en este diario, que es un diario privado, donde se trata
siempre y únicamente de mis asuntos personales, donde lo que pretendo es
defender a mi persona y conseguirle un lugar entre los hombres.
¡Ah, amigo Jeleński!
Salir por fin de este suburbio, de esta antesala, de esta despensa,
convertirme no en un escritorzuelo —polaco, o sea, de segunda categoría,
¿no es así?—, sino en un fenómeno que tenga su propio sentido y su propia
razón de ser. Abrirme paso a través de la mortífera mediocridad de mi
medio y comenzar por fin a existir. Mi situación es dramática y diría que
desesperada; llevo ya bastante tiempo sugiriendo delicadamente a esas
mentes amuebladas con «nombres famosos» que, aun sin fama mundial, se
puede significar algo, si se es de verdad e incondicionalmente uno mismo;
pero ellos quieren que primero me haga famoso y sólo entonces me
incluirán en su inventario y empezarán a calentarse la cabeza conmigo. En
opinión de todos estos despistados expertos polacos, lo que me pierde es
precisamente el hecho de que exista cierta concomitancia entre yo y el
modo de pensar de los Sartre y los Pirandello. Se considera, por tanto, que
yo quiero decir lo mismo que ellos, que echo abajo puertas abiertas, y que si
a pesar de esto digo algo diferente sólo es porque soy más torpe, menos
serio y también más confuso; les parece, por ejemplo, que mi percepción de
la forma, con todas sus consecuencias prácticas, no es «nada nuevo», y
creen que mi crítica al arte no es más que extravagancia frívola, malicia y
capricho; con la presunción propia de los esnobs (porque un esnob es
presumido no en virtud de su propio valor, sino porque conoce a alguien
que posee ese valor) no se tomarán la molestia de averiguar cuál es la lógica
interior de mis reacciones, mientras que su alma servil estará encantada
cuando consiga apoderarse de la mía y hacer de ella una sirvienta, una
imitadora humilde y torpe de aquellos espíritus soberanos.
Me puedo defender de ello sólo y únicamente definiéndome a mí
mismo, definiéndome constantemente y sin cesar. Tendré que seguir
definiéndome hasta que por fin el más lerdo de los expertos se fije en mi
presencia. Mi método consiste en lo siguiente: poner en evidencia mi lucha
con los hombres por mi propia personalidad y aprovechar todos los
conflictos personales que surgen entre yo y ellos para definir cada vez más
claramente mi propio yo.
¿Definirme a mí mismo ante los sartrianos y todo ese pensamiento
contemporáneo agudo e incandescente?
¡Nada más fácil! Yo soy un pensamiento no agudo, soy un ser de
temperaturas medias, un espíritu en estado de cierta relajación… Soy el que
descarga las tensiones. Soy como la aspirina, que, si nos fiamos de su
publicidad, elimina las contracciones excesivas.
¿Qué impresión experimentáis al leer mi diario? ¿No la de un
campesino de la región de Sandomierz que ha entrado en una fábrica
agitada por unas tremendas sacudidas y vibraciones y se pasea por ella
como si anduviera por su propia huerta? Aquí tenemos el horno
incandescente, en el cual se fabrican los existencialismos, aquí Sartre
prepara con plomo licuado su libertad-responsabilidad. Allá, el taller de la
poesía, donde mil obreros, sudando a mares y en medio de una carrera
alucinante de cadenas de montaje y engranajes, trabajan materiales cada vez
más duros con un cuchillo superelectromagnético cada vez más afilado; allí,
en cambio, unas calderas sin fondo en las que bullen distintas ideologías,
visiones del mundo y fes. Aquí tenemos la vorágine del catolicismo. Allá,
más lejos, los altos hornos del marxismo; aquí, el martillo del psicoanálisis,
los pozos artesianos de Hegel y las fresadoras fenomenológicas; después,
las pilas galvánicas e hidráulicas del surrealismo o del pragmatismo. La
fábrica, gimiendo y precipitándose entre estrépitos y torbellinos, va
produciendo instrumentos progresivamente más perfectos que a su vez
sirven para perfeccionar y acelerar la producción, de tal modo que todo se
vuelve cada vez más poderoso, más violento y más preciso. Pero yo me
paseo entre estas máquinas y sus productos con gesto ensimismado, y por lo
demás sin demasiado interés, igual que si me paseara por mi huerta, allá en
el campo. Y de vez en cuando, al probar este o aquel producto (como si
fuera una pera o una ciruela), me digo: —Hm, hm…, un poco duro para mí.
O bien: —Demasiado abundante para mi gusto. O bien: —Al diablo con
esto, es incómodo, demasiado rígido. O también: — ¡No estaría mal si no
estuviese tan caliente!
Los obreros me lanzan miradas hostiles. ¡Acaba de aparecer un
consumidor entre los productores!
Sábado
Martes
La Falda.
Ciudad de veraneo en la sierra de Córdoba. En la avenida Edén, señoras
y señores, sentados a las mesitas de los cafés, toman refrescos, mientras los
asnos atados a los árboles mordisquean la corteza y un altavoz transmite la
obertura del tercer acto de la Traviata.
Nada extraordinario, y, sin embargo, para mí este lugar es como las
caras que se ven en sueños —entremezcladas—, esas caras obsesionantes
que son la combinación de dos rostros diferentes que se sobreponen y se
enmascaran mutuamente. Desde todas partes me observa aquí una Dualidad
siniestra que oculta un secreto grave y complejo. Y todo ello porque ya
estuve aquí hace diez años.
Lo estoy viendo.
Por entonces —perdido en Argentina, sin trabajo, sin ayuda, suspendido
en el vacío, sin saber lo que haría al mes siguiente—, me preguntaba, con
esa curiosidad que suele despertar en mí el futuro y que a veces llega a una
tensión totalmente enfermiza, qué iba a ser de mí diez años más tarde.
Se levanta el telón. Me veo sentado a la mesita de uno de los cafés de
esta avenida, sí, soy yo. Soy yo al cabo de diez años. Pongo la mano en la
mesa. Miro la casa de enfrente. Llamo al camarero y pido un cortado.
Tamborileo con los dedos sobre la mesa. Pero todo esto tiene el carácter de
una información secreta transmitida a aquel de hace diez años, y me
comporto como si él me viera. Pero al mismo tiempo lo veo yo a él, cuando
estaba sentado aquí, quizá a la misma mesa. De ahí el horror de la doble
visión, que yo siento como una rotura de la realidad, algo insoportable; es
como si yo mismo me mirara a los ojos.
El altavoz emite la obertura del tercer acto de la Traviata.
Miércoles
Viernes
Jueves
Miércoles
JUEVES
Un artículo de Zbyszewski en Kultura; afirma en él que la literatura
polaca no tiene ningunas posibilidades en el mercado internacional, dado
que la vida polaca no es suficientemente poderosa para despertar interés.
No está nada mal escrito desde el punto de vista periodístico. Pero desde el
punto de vista del arte, qué tono más repugnante el suyo. Lo que le
reprocho a Zbyszewski es que su concepto de las montañas sea llano. Se
encarama a las alturas con la falta de escrúpulos propia de los periodistas,
con esa «sobriedad» práctica que se ha convertido últimamente en nuestra
razón. En este artículo se habla de la literatura como de una «producción»
que requiere «publicidad» y «propaganda», que se apoya en los «lectores» y
busca editores, ¡Al diablo con este lenguaje productivo de los planes
quinquenales! Ya anteriormente Zbyszewski nos había obsequiado con una
revelación no menos terriblemente trivializante: que la literatura no tiene
futuro debido a la crisis en el sector del servicio doméstico, pues, como
falta servidumbre, las señoras no tienen tiempo para la lectura. Hay quien
razona así, pero ¿no será este realismo demasiado propio de criados?
¿Acaso semejante planteamiento de los asuntos de la literatura no
constituye por sí mismo la respuesta a la pregunta de por qué la literatura
polaca no tiene futuro? No, no es sólo porque nuestra temática resulte
exótica al resto del mundo. La temática se puede cambiar, mejorar… Lo
que es más difícil de cambiar es el hecho de que nosotros en nuestro
planteamiento de la literatura somos o grandilocuentemente románticos o
llanamente razonables, con un nivel propio de servicio doméstico, y tertium
non datur. O bien la santidad, la misión y la revelación, o bien los lectores,
los premios y los editores. Somos grandes mientras andamos borrachos,
pero nuestra sobriedad es propia de un criado, y ni en sueños sabremos unir
la grandeza con la sobriedad. He oído que la mujer de un profesor ha
quedado entusiasmada con este artículo. ¡Cómo no! Pero si nos explica
amablemente por qué no somos reconocidos aunque seamos geniales, y esta
explicación está hecha justamente a la medida de nuestra falta de
genialidad, de nuestra mediocridad.
Ayer, en casa de Teodolina, había tres hombres: uno afeitado, otro
bigotudo y un tercero barbudo, que se quedaron sorprendidos de no poder
encontrar un lenguaje común en la apreciación de la situación política en el
Lejano Oriente. Dije: «Me sorprende incluso que queráis hablar entre
vosotros. Cada uno de vosotros constituye una solución diferente del rostro
humano y personifica un concepto distinto del hombre. Si el barbudo está
bien, entonces el barbilampiño y el bigotudo son unos monstruos, unos
payasos, unos degenerados, en suma, una absurdidad; y si el barbilampiño
es el hombre como debe ser, entonces el barbudo es una monstruosidad, un
absurdo y una porquería. ¡Adelante! ¿A qué esperáis? ¿Por qué no os
rompéis la cara?»
La correspondencia de Gide con Claudel: ¡menudo espectáculo! ¡Qué
ridículo se ha vuelto todo esto en los últimos años! Lo que hace reír no es el
diálogo de un creyente con un no creyente, sino el disfraz…, este disfraz de
mondalité perfectamente francesa, y el hecho de que todo esté tan
literariamente pulido. La Maja desnuda y la Maja vestida, y Dios entre
Monsieur Gide y Monsieur Claudel. ¡Cuánta ingenuidad en este
refinamiento! ¡Quelle délicatesse des sentiments! El verdadero autor de esta
correspondencia es el servicio doméstico, realmente es algo para
Zbyszewski. Porque se trata de una delicadeza mimada y acariciada por
gente inferior, de un diálogo altisonante que tiene sus raíces en el
populacho, aunque ya no se acuerde de ello y reine en todas partes como si
viviera por su propia cuenta. De nuevo, pues, resulta inevitable referirnos a
aquella verdad inferior que constituye la base de la verdad superior.
Zosia se ha apropiado de mi alfombra y ha adornado con ella su
dormitorio. Pero cuando se toca el tema de los trescientos pesos que me
debe por la alfombra, Zosia asevera que no es nada urgente. Mientras, sus
amigas Goska y Hala le dan cuerda y meten la pata como de costumbre.
Entré al café donde cada semana se reúnen los jóvenes poetas del grupo
Concreto-Invención (o quizá sea el grupo Madi). En una pequeña mesa,
unos diez poetas gritan enzarzados en una discusión acalorada. Pero este
café tiene una acústica fatal y además a esta hora está lleno de gente, no se
oye nada. Así que dije: «¿No sería mejor cambiar de café…?», pero mis
palabras se perdieron en el tumulto general. De modo que las grité otra vez,
y otra más, y seguí gritándolas al oído de mis vecinos, hasta que por fin me
di cuenta de que ellos probablemente estaban gritando lo mismo, pero nadie
oía a nadie. Gente extraña, los poetas. Reunirse cada semana en un local
para no poder llegar a un acuerdo en cuestión de cambio de local…
Martes
Sábado
Viernes
Turistas de cofas.
Straszewicz es un noble del campo que cree ser el segundo después del
rey —algo muy polaco—, descendiente de Rej y de Potocki, nieto de
Sienkiewicz, aunque también primo de Wiech —un parentesco que inspira
confianza en los amplios círculos de sus admiradores. Straszewicz, aunque
entre otras cosas sea caricaturista de la polonidad, es de los nuestros, y, a
pesar de todo, representa los viejos gustos y las viejas banderas, así como la
pertenencia emotiva a la vieja nobleza. Casi. Sólo «casi» porque en
Straszewicz todo esto ya es puramente «funcional». Straszewicz es la
polonidad de ayer que, arrancada de sus raíces, brilla en el vacío; actúa por
inercia. ¿Estará, pues, desfasado?
¡No! El humor… El humor… Si a Straszewicz le quitáramos el humor,
sería totalmente inaguantable, en nuestra realidad presente sería espiritual e
intelectualmente tan indolente como…, pero ¿para qué citar nombres, casi
todos los nombres? Pero el humor consiste en la inversión de todo, hasta el
punto de que un verdadero humorista nunca puede ser únicamente lo que
es; es lo que es y es lo que no es al mismo tiempo. La mano que ha escrito
«levantó el rizo, el rizo se cayó» es la mano bromista de los Gógol, y bajo
su tacto Straszewicz se convierte en anti-Straszewicz, mientras la síntesis de
esta tesis y antítesis nos ofrece un super Straszewicz, es decir, Straszewicz,
que aunque sigue siendo Straszewicz, ya lo está adelantando a grandes
pasos. Saquemos de ello una moraleja: que en los momentos en que las
circunstancias catastróficas nos obligan a transformarnos interiormente del
todo, la risa es nuestra salvación. La risa nos libera de nosotros mismos y
permite que nuestra humanidad sobreviva a pesar de los dolorosos cambios
de nuestro envoltorio.
, Jamás ningún pueblo ha necesitado más la risa que nosotros hoy. Y
jamás ningún pueblo ha entendido menos la risa y su papel liberador.
Pero nuestra risa de hoy ya no puede ser una risa espontánea, o sea,
automática; tiene que ser una risa premeditada, un humor aplicado fría y
seriamente, tiene que ser la más seria adaptación de la risa a nuestra
tragedia. Y a una escala mayor de como lo hace Straszewicz. Esta risa,
dictada por unas necesidades terribles, debería abarcar no solamente el
mundo del enemigo, sino ante todo a nosotros mismos y a lo que para
nosotros es más querido.
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Domingo
Yo, gusano, confieso con la máxima humildad que ayer se me apareció
en sueños un Espíritu que me entregó mi Programa, compuesto de cinco
puntos:
1. Devolverle a la literatura polaca, terriblemente aplastada y marchita,
debilucha y temerosa, la seguridad en sí misma. Devolverle la decisión y el
orgullo, el empuje y las alas.
2. Basarla fuertemente en el «yo» y hacer del «yo» su soberanía y su
fuerza, introducir finalmente este «yo» en el lenguaje polaco…, pero
poniendo en evidencia su dependencia del mundo…
3. Encarrilarla hacia lo más moderno, y no poco a poco, sino de un
salto, directamente del pasado al futuro (porque les extremes se touchent).
Introducirla en la problemática más ardua, en las complicaciones más
dolorosamente críticas…, pero enseñándole la ligereza y el descuido, y
también la manera de mantener las distancias…
Enseñarle el desprecio por las ideas y por el culto a la personalidad.
4. Cambiar su actitud ante la forma.
5. Europeizarla, pero al mismo tiempo aprovechar todas las ocasiones
para contraponerla a Europa.
Abajo de todo se leía una frase irónica: «No se hizo la miel para la boca
del asno.»
Sábado
Partí hacia donde la luz ciega. Primero, tres días de viaje en coche hasta
una pequeña ciudad soleada hasta lo indecible. Allí se acabaron las
carreteras. Los setenta kilómetros que nos separaban de la estancia los
hicimos en aeroplano.
DIARIO CAMPESTRE
Sábado
Domingo
Lunes
Martes
Miércoles
Jueves
SÁBADO
Paseo con Karol Swieczewski por San Isidro: villas, jardines. Pero
desde una colina vemos brillar en la lontananza el inmóvil río color de
león[34] y a mano derecha, a la sombra de los eucaliptos, la casa de los
Pueyrredón, blanca y centenaria, con las ventanas cerradas, deshabitada
desde que la abandonó Prilidiano. Entre esta casa y yo se ha creado un
vínculo enormemente arbitrario. La cosa empezó un día cuando, al pasar
por este lugar, pensé: «¿Y qué pasaría si esta casa se me volviera familiar, si
irrumpiera en mi destino, y por la única razón de que me es absolutamente
extraña?» Y a continuación, el siguiente pensamiento: «Pero ¿por qué
precisamente esta casa entre tantas te ha inspirado semejante deseo, por qué
justamente ésta?»; y en seguida esta idea vino en apoyo de la primera, y a
partir de entonces me siento unido a la casa de los Pueyrredón. De modo
que ahora esta luz, estos arbustos, estas paredes, despiertan en mí cada vez
más emoción, y angustia, y siempre que estoy aquí me hundo bajo un peso
indecible, mientras en algún lugar, en el límite, en el extremo de mi ser,
estalla un grito, una violencia, un pánico tremendo… Y algo muy
característico en mí, sí, propio de mí, es que ninguna de estas sensaciones
de miedo, de desánimo, de pena, de desespero, sean de carne y hueso, sino
que son algo como un contorno de sentimientos, por lo que seguramente
resultan más dolorosos, no rellenos de nada, absolutamente puros. Pero este
gran dolor no me impide hablar con Swieczewski.
Hablamos del padre Maciaszek.
Pero la casa de los Pueyrredón ha quedado ahora detrás de mí y el
hecho de no verla aumenta su presencia. Maldita casa que ha irrumpido en
mí y que, cuanto menos la veo, tanto más existe. ¡Allí, detrás de mí, allí
está! ¡Allí está! ¡Allí está hasta la exageración, hasta la locura, está y sigue
estando con sus ventanas y sus columnas neoclásicas, y a medida que me
alejo, en lugar de diluirse, existe cada vez con más fuerza! Pero ¿por qué
precisamente esta casa? Si no es ella la que debería acompañarme,
perseguirme, hay otras casas mías, ¿por qué esa ajena, extraña, blanca
existencia en ese jardín me importuna y no me suelta? Pero sigo hablando
con Swieczewski. ¡Y sé que no es eso lo que debo decir! ¡No es eso lo que
debo hacer! ¡No es aquí donde debo estar! Pero ¿dónde entonces? ¿Dónde
está mi lugar? ¿Qué debo hacer? ¿Dónde estar? Mi país natal no es mi
lugar, ni la casa de mis padres, ni el pensamiento, ni la palabra, no, la
verdad es que no tengo sino precisamente esta casa, sí, desgraciadamente
mi única casa es esta casa deshabitada, la blanca casa de Pueyrredón.
Continuando nuestra conversación sobre el padre Maciaszek, nos
alejamos de la casa de los Pueyrredón. Pero él, Swieczewski, también
parece estar ausente: sus dedos reducen a polvo una ramita seca.
Martes
Miércoles
Lunes
Jueves
Miércoles
Una vez más, una mujer (porque suelen ser mujeres, pero ésta es una
mujer-enemigo, que me combate) me acusa de egotismo. Escribe: «Para mí
usted no es excéntrico, sino egocéntrico. Es sencillamente una de las fases
de la evolución (véase Byron, Wilde, Gide); unos pasan de esta fase a la
siguiente, que puede ser aún más dramática, y otros no pasan a ninguna
parte, sino que se quedan en su ego. Esto también es una tragedia, pero
privada. No entra en el Panteón ni pasa a la historia.»
¿Lugares comunes? Mirándolo bien, exigir de un hombre que deje de
ocuparse y preocuparse de sí mismo, que deje, en suma, de considerarse él
mismo, sólo puede pretenderlo un loco. Esa mujer exige que me olvide de
que soy yo, y sin embargo sabe perfectamente que cuando yo tenga un
ataque de apendicitis, seré yo quien va a gritar, y no ella.
La enorme presión a la que estamos sometidos actualmente desde todos
los lados —para que renunciemos a nuestra propia existencia—, como todo
postulado imposible de realizar, conduce sólo a la deformación y el
falseamiento de la vida. Una persona deshonesta consigo misma hasta el
punto de poder decir: el dolor ajeno es para mí más importante que el mío
propio, en seguida cae en esa «facilidad» que es madre del verbalismo, de
todas las generalizaciones y de toda sublimación demasiado ligera. En
cuanto a mí, no, nunca, jamás. Yo soy.
En particular, un artista que se deje embaucar y dominar por este
convencionalismo agresivo está perdido. No os dejéis amedrentar. La
palabra «yo» es tan fundamental y primordial, tan llena de la realidad más
palpable y por tanto la más honesta, tan infalible como guía y tan severa
como criterio, que en lugar de despreciarla deberíamos caer ante ella de
rodillas. Pienso que más bien no he llegado todavía a ser suficientemente
fanático en mi preocupación por mí mismo y que —por miedo a los demás
— no he sabido dedicarme a esta tarea vocacional con consecuencia lo
bastante categórica ni he sabido empujarla suficientemente adelante. Yo soy
mi problema más importante y posiblemente el único: el único de todos mis
héroes que realmente me interesa.
Comenzar a crearse a sí mismo y hacer de Gombrowicz un personaje,
como Hamlet o Don Quijote (?!).
Jueves
Hoy en casa de N., a la hora del té, se han encontrado unos cuantos
literatos argentinos e, inesperadamente, X. nos ha leído un cuento suyo
sobre un joven obrero y su madre que veían en Stalin a Cristo. Escuché con
aburrimiento este relato edificante y sentimental, más religioso que literario.
A continuación se entabló una discusión, y Chamico señaló con acierto
todos los convencionalismos y trivialidades de los que estaba plagado el
texto. Yo no abrí la boca. Podía haber dicho lo que sigue: que ninguna
literatura burguesa ha falsificado hasta tal punto la imagen del campesino y
del obrero, que este triste honor ha recaído en los escritores comunistoides
porque han divinizado al proletariado, lo cual puede tener consecuencias
dramáticas, pues semejante idealización hará que la intelligentsia del
partido pierda paulatinamente el control sobre la fuerza a la que ella misma
había dado vida; a largo plazo puede resultar fatal el que estos intelectuales
se estén embobando con el tema del proletariado.
X., contestando a las acusaciones de Chamico, habló de la necesidad de
simplificar…; afirmó que sería feliz si pudiese reducir la psicología a su
aspecto más elemental y su lenguaje literario a las ochocientas palabras más
importantes…, y dijo que el arte tiene que adaptarse a los humildes; ¡no, él
no escribe para la crítica refinada e intelectual, sino para el pueblo!
Esa cara mística y fanática se me antojó la oscuridad personificada, y
me acordé cuando de niño, en el campo, por la noche junto a la lámpara,
sentía a veces que en el silencio y en la inmovilidad sucedía algo
continuamente, algo demoníaco; y así es como de repente vi yo su cara:
como si estuviera sometida al Proceso. Hay algo demoníaco en el hecho de
que un hombre superior y culto se imponga limitaciones en favor de un
simplón. Y sin embargo…, en el fondo es algo que me gusta bastante…, e
incluso pocas cosas hay que me asombren tanto como este acto de violencia
que ejerce la Inferioridad sobre la Superioridad. ¿Acaso no había en este
hombre la dinámica de la violencia? Y limitado y oprimido, ¿acaso no
estaba cargado de fuerza y no era más vital?
Así pues, yo no era tan extraño a esas limitaciones de las que habló X.
Incluso las hubiera recibido calurosamente de haber significado una
auténtica unión con el pueblo. Pero X. no estaba sometido al pueblo, sino a
la doctrina. Violado por la teoría. De hecho, ni por un momento dejó de ser
«superior» con respecto a esos obreros a los que trataba como un maestro y
un guía. La gente sencilla no existía para él, sólo existía el «proletariado».
Se reducía interiormente no porque se sometiese a la inferioridad ajena,
sino porque cumplía con un programa. ¡Qué insoportable es la falsedad de
esos profesores Pimko del marxismo! La fórmula de X. era la siguiente: yo,
hombre maduro, renuncio a mi superioridad de intelectual para servir
voluntariamente al proletariado y construir con él el mundo racional del
futuro. ¡Oh, cuánta palabrería!
Esas fórmulas suyas no nos han acercado ni una pulgada siquiera al
proletariado; gracias a esto, el gigantesco problema de unir la superioridad
con la inferioridad sólo se ha vuelto más falso.
Domingo
JUEVES
Ese portugués, novio de Dedé, ha preguntado en cierto momento de
dónde me viene tanto desprecio hacia las mujeres, y en seguida todos le han
hecho coro.
¿Desprecio? ¡Qué va! Más bien las adoro… Aunque a decir verdad
hasta ahora no he sabido descubrir qué significa para mí la mujer en el
orden espiritual, si es un enemigo o un aliado. Lo cual quiere decir que la
mitad de la humanidad se me escapa.
¡Qué fácil resulta evitar a las mujeres! ¡Como si no existieran! A mi
alrededor veo montones de gente con faldas, de pelo largo y voz fina, y sin
embargo sigo utilizando la palabra «hombre» como si este término no se
dividiera en hombre y mujer, del mismo modo que en otras muchas palabras
tampoco advierto el desdoblamiento que introduce en ellas el sexo.
Respondí al portugués que suponiendo que se pueda hablar de desprecio
será sólo en el terreno artístico…; eso es, que si en ocasiones puedo llegar a
despreciarlas es porque son malas, por no decir fatales, como sacerdotisas
de la belleza y guardianas de la juventud. Aquí es cuando monto en cólera;
en esto, estas malas artistas no sólo me enervan, sino que me indignan.
Artistas, eso es, porque el encanto es su vocación, la estética es su oficio;
nacidas para hechizar, en cierto sentido son el mismo arte. Pero ¡qué
desastre! ¡Qué engaño! ¡Pobre belleza! ¡Y pobre juventud! Habéis
coincidido en la mujer para perecer, ella es en el fondo vuestra rápida
destructora; mira a esta chica, es joven y bella únicamente para convertirse
en madre. ¿No deberían ser la belleza y la juventud algo desinteresado, que
no sirviera para nada, un maravilloso don de la naturaleza, un
coronamiento…? Sin embargo, en la mujer este prodigio sirve para
procrear, está forrado de embarazo, y de pañales, su realización suprema
implica la aparición de un niño, lo cual señala el final del poema. Apenas
un chico toca a una chica, fascinado por ella y por sí mismo con ella,
cuando ya se han convertido él en padre y ella en madre, de manera que una
chica es un ser que aparentemente cultiva la juventud, pero que en realidad
sirve para liquidarla.
Nosotros, mortales, que no podemos aceptar la muerte ni que la
juventud y la belleza sean solamente una antorcha que pasa de una mano a
otra, no dejaremos de rebelarnos contra esta brutal perfidia de la naturaleza.
Pero aquí no se trata de unas protestas estériles. Se trata de que esta actitud
asesina de la mujer ante su propio encanto juvenil se manifiesta a cada
momento, de lo cual proviene esa característica suya que consiste en que
ella no siente verdaderamente la juventud y la belleza, o en todo caso las
siente menos que el hombre. ¡Mirad a esta muchacha! ¡Qué romántica…!,
pero este romanticismo acabará en un contrato ante el altar con algún
abogado gordinflón; esta poesía tiene que legalizarse, este amor sólo
funcionará con el beneplácito de la autoridad eclesiástica y civil. ¡Qué
estética que es…!, pero no existe calvo, barrigudo o tísico que le resulte
suficientemente repugnante y ella entregará sin problemas su belleza a la
fealdad: la vemos triunfante junto a un monstruo, o aún peor, junto a uno de
esos hombres que son la encarnación de una mezquindad repugnante. ¡Es la
belleza que no siente asco por nada! Bella, pero carente del sentido de la
belleza. Y la facilidad con que el gusto y la intuición de la mujer se
equivocan en la elección de hombre dan la impresión de una ceguera
incomprensible y de estupidez; ella se enamorará de un hombre porque es
distinguido, o porque es muy «fino»; los valores sociales y mundanos de
segundo orden significarán más para ella que el cuerpo y el espíritu
apolíneos, sí, ella ama el calcetín y no la pantorrilla, el bigotito y no la cara,
el corte de la americana y no el torso. La embriagará el sucio lirismo de un
grafómano, la embelesará el barato patetismo de un imbécil, la seducirá la
elegancia de un petimetre; la mujer no sabe desenmascarar, se deja engañar
porque ella misma engaña. Se enamorará únicamente de un hombre de su
«esfera», porque no percibe la natural belleza del género humano, sino
aquella secundaria que es producto de su ambiente; ah, esas admiradoras de
comandantes, esclavas de generales, fieles seguidoras de comerciantes,
condes y médicos. ¡Mujer, eres la antipoesía en persona!
Pero ella de su propia poesía entiende lo mismo que de la masculina, y
en esto se muestra igualmente o quizá aún más torpe. Si esas grafómanas,
esas pésimas pintoras de su propia belleza, torpes esculturas de su propia
forma, supieran algo de las leyes que rigen la belleza, jamás harían consigo
mismas lo que hacen. Las leyes de las que estoy hablando y que cada artista
conoce proclaman lo siguiente:
1. El artista no debería poner su obra ante las narices de la gente
gritando: «¡Esto es bello! Maravillaos porque es maravilloso.» La belleza
en una obra de arte debería manifestarse como sin querer, al margen de
otras aspiraciones, debería ser discreta y no obstinada.
(Sin embargo, la mujer ofrece con insistencia su belleza, perfeccionada
durante horas delante del espejo. No sabe qué es la discreción. A cada
momento deja entrever su deseo de gustar, de manera que no es una reina,
sino una esclava. Y en lugar de aparecer como una diosa digna de ser
deseada, aparece como un ser horriblemente torpe que intenta conseguir una
belleza inaccesible. Cuando un joven juega a la pelota para divertirse, puede
parecer bello; la mujer juega a la pelota para ser bella; así pues, juega mal,
y, además, su belleza parece sudar de tanto esforzarse. Pero la cosa no acaba
aquí, pues, coqueteando hasta lo indecible, al mismo tiempo hace como si el
hombre no le importara en absoluto. Y dice: «¡Ah, sólo lo hago por
estética!» ¿Alguien podrá creerse una mentira tan evidente?)
2. La belleza no puede basarse en un engaño.
(La mujer quiere que nos olvidemos de sus fealdades. Trata de
convencernos de que no es una mujer, eso es, un cuerpo que, como todos
los demás cuerpos, nunca será únicamente bello, un cuerpo que es una
mezcla de belleza y de fealdad, un eterno juego de estos dos elementos —y
ahí se encierra una belleza diferente, de orden superior. Nadie puede hacer
nada para que ciertas funciones del cuerpo no sean impuras. Tampoco nadie
liberará totalmente el espíritu de la impureza. Sin embargo, la mujer
pretende hacernos creer que es una flor. Interpreta el papel de diosa, de
«pura», de inocente. ¿Acaso no resulta cómica en este absurdo esfuerzo?
¿No está de antemano condenada al fracaso? ¡Qué mascarada! ¿Debo creer
que es un ramo de jazmín porque se ha perfumado? ¿O viéndola con unos
tacones de medio metro, creer que es esbelta? Lo único que veo es que estos
tacones no le dejan moverse cómodamente. Así es como la belleza la ata, se
convierte para ella en algo opresivo; esas terribles ataduras de la mujer, que
se manifiestan en cada uno de sus movimientos, en cada palabra, esa
pesadilla que hace que ella nunca pueda estar cómoda consigo misma…)
(Y en su frenesí de hembra pierde del todo el sentido del efecto, engaña
abiertamente creyendo que conseguirá contagiarnos con su cobarde e
insincero concepto del cuerpo [y del espíritu]. ¡La moda! ¡Qué
monstruosidad! Lo que en París se llama elegancia, todas esas líneas,
siluetas, perfiles, ¿acaso no son una mistificación de pésimo gusto que
consiste en proporcionar al cuerpo un estilo exagerado? Esta ha adornado su
trasero de considerables dimensiones con una faja y cree haberse vuelto así
majestuosa; aquélla finge ser una pantera, aquella otra trata de transformar
su tez marchita en Melancolía con ayuda de un complicado sombrero. Pero
quien oculta —en vano— un defecto, sucumbe al defecto. El defecto debe
ser superado con un valor real en el sentido moral y físico. Los monstruos
con que nos obsequian las revistas de moda parisinas, esos modelos de Dior
o de Fath, con la cadera abultada, de línea aerodinámica, con un dedito
graciosamente doblado, inmovilizados en una pose llena de «distinción»
idiota, desde el punto de vista del arte son el colmo de la asquerosidad,
mercancía de pacotilla que produce náuseas, algo tontamente ingenuo y
torpemente pretencioso, una falta de gusto más provocadora y más vulgar
del que podría ser capaz un carretero borracho.)
3. La belleza ha de ser soberana.
(¡Oh, moza, simple moza de vacas, bienvenida seas, reina! Dime, ¿por
qué no hay en ti ese temor mortal a no ser aceptada? No temes el rechazo.
Sabes que no es la belleza la que te hace deseable, sino el sexo; sabes que el
hombre siempre va a desear tu femineidad, aunque no sea estética. Así, tu
belleza no está al servicio de tu sexo; no teme nada, no tiembla, no se
esfuerza y permanece tranquila, natural, triunfante… ¡Oh, tú, que no te
impones y no importunas! ¡Oh, tú, tan distinguida!)
Miércoles
Domingo
Sábado
Lunes
Martes
Los artículos. Desde los artículos me llega un amenazador rugido de
leones atados. No sé si alguien los doma o si es que ellos mismos prefieren
de momento abstenerse de dar un salto y contentarse con alusiones
terriblemente mortíferas. En el transcurso del presente año y del anterior, la
prensa de la emigración ha abundado en ponzoñas encubiertas que iban por
mí. En uno de los artículos leo, por ejemplo, sobre «la mala cara que ponen
a la tradicional postura polaca algunos exiliados que pretenden llamarse
intelectuales». ¿De quién están hablando? O aquello sobre unos
«iconoclastas dogmáticos y sacristanes de iniciaciones sospechosas».
¿Quién puede ser éste? Después leo que cierta obra de teatro ultramoderna
es muy aburrida e incomprensible, o bien que la novela de X. es mil veces
mejor que cierta novela confusa y de pésimo gusto, que aspira a descubrir
algo nuevo. ¿De qué obra de teatro, de qué novela se trata?
No me sorprenden estos Artículos. Yo, en su lugar, estaría igualmente
nervioso. Todo funcionaba bien en nuestro adormecido reino en el exilio,
los papeles estaban repartidos como es debido, el personal se dedicaba a
incensarse mutuamente con general satisfacción, cuando de repente surge
de algún lugar, de Argentina, un tipo que de hecho no pertenece a la
camarilla, y que, al proclamarse a sí mismo Escritor y sin pedir permiso a
ninguno de los Artículos, no sólo publica una novela y una obra de teatro,
sino que encima con toda desfachatez se pone a publicar su Diario de
Escritor. ¡Sin haber recibido el consentimiento de nadie y sin estar
reconocido por el gremio! Y para colmo, cada palabra de este diario está
escrita a contrapelo. ¡Qué escándalo! Deberíamos admirar la parsimonia de
los leones. Creí que me iban a desgarrar la pernera, y sin embargo hasta
ahora no son más que pellizcos de detrás de los barrotes.
Si la literatura polaca en el exilio no fuese en su mayor parte una charca
inmóvil que refleja una luna caduca, si no fuese un balbuceo infantil, un
hablar por hablar, una solemne tontería que se repite sin cesar, si no fuese
como una vaca rumiando el pasto del día anterior, si fuerais capaces de algo
más que de un encantador artículo que, puesto sobre las patitas traseras, le
hace monerías al lector, hace tiempo que estaría con vosotros en abierta y
franca guerra. En lugar de unos pellizcos malintencionados, traicioneros,
culesco-anónimos, se me habría atacado de frente, y tendría que vérmelas
con una honesta polémica de las que no preguntan cómo poner en ridículo y
calumniar al enemigo ante los ojos del público por medio de insinuaciones,
sino de las que buscan lealmente la verdad del enemigo y golpean en ella
con toda la fuerza de una convicción interior. Pero semejante polémica
sobrepasa las fuerzas de los Artículos. Los Artículos no intentan llegar a mi
verdad, sino a mi…, para pellizcarlo. Los Artículos no pueden polemizar
conmigo, porque sus estúpidos y astutos cálculos les obligan a callar sobre
mí y a no hacerme propaganda. Para los Artículos, todo en general se
reduce a las cuestiones personales, a una táctica estúpida y una estrategia
igualmente estúpida. Además, los Artículos tendrían que empezar por
conocer más a fondo mi literatura y por reflexionar sobre ella, de lo cual no
son capaces, porque únicamente son capaces de alusiones, muecas, chistes,
puntapiés y otras piruetas. Los Artículos prefieren por si acaso no
analizarme seriamente, porque entonces resultaría que no soy ningún
escándalo, sino un intento honesto aunque quizá fallido (nadie es infalible)
de renovar nuestro pensamiento y adaptarlo a nuestra realidad. Pero los
Artículos prefieren que yo sea un escándalo porque esto le conviene más a
su mente demi-mondaine y les permite hacer remilgos.
Por culpa de este gorjeo con que el Artículo llena nuestra vida pública,
acabaremos mal. Todo quedará reducido a peloteras y a un eterno bailoteo
ante el lector. No se puede ni soñar que en estas condiciones pueda nacer
algo que esté por encima de un estilo gacetillero. Lo que impera aquí ya no
es siquiera aquel antiguo lugar común grandilocuente, sino la anécdota.
Somos un grupo de turistas que se intercambian bromitas y frases hechas. Y
en el desierto de nuestra memez, en el montón de la nulidad amanerada de
los artículos, se ha instalado nuestro eterno Poema Lírico y aúlla al cielo
como un perro bajo la lluvia.
Viernes
Viernes
Jueves
SÁBADO
Me he enterado por Tito de que César Fernández Moreno ha anotado
nuestra conversación sobre Argentina y pretende publicarla en una revista
mensual. Lo he llamado para pedirle que me muestre el texto antes de
imprimirlo.
El caso es que vosotros no sabéis nada de cómo se ha desarrollado mi
convivencia con el mundo literario argentino. Sí, ahora me doy cuenta de
que hasta el momento no habéis sido introducidos en este capítulo de mi
biografía. No dudo de que lo escucharéis con ganas. ¿Habré logrado
introduciros ya en mi intimidad hasta el punto de que todo lo que a mí se
refiere no os resulte indiferente?
Como es sabido, llegué a Buenos Aires en el barco Chrobry una semana
antes del estallido de la guerra.
Jeremi Stempowski, a la sazón director de «Gal»[40] se ocupó de mí y
fue él quien me presentó a Manuel Gálvez, uno de los escritores más
eminentes. Gálvez tenía amistad con Choromański[41], quien había pasado
aquí una temporada bastante larga un año antes de mi llegada, granjeándose
muchas simpatías. Gálvez me brindó una exquisita hospitalidad y me ayudó
en muchas cosas, pero la sordera que sufría lo confinaba a la soledad, de
modo que me dejó en manos de un poeta no menos conocido, Arturo
Capdevila, que también era «amigo de Choromański». —Oh —dijo la
señora Capdevila—, si es usted tan encantador como Choromański, no le
será difícil conquistar nuestros corazones.
Desgraciadamente, no sucedió así. No puedo culpar a los argentinos.
Hubiesen tenido que utilizar una dosis de perspicacia mucho mayor de la
que requiere el ajetreado bullicio de la convivencia humana en una gran
metrópoli para comprender mi locura de aquel entonces, y tener la
paciencia de unos ángeles para adaptarse a ella. Quien tuvo la culpa fue
aquella «constelación» que surgió en mi cielo desplomado…
Cuando emprendí el viaje de Polonia a Argentina, estaba totalmente
desmoralizado; nunca (a excepción quizá del período que había pasado en
París muchos años antes) me había encontrado en semejante estado de
confusión. ¿La literatura? No me importaba nada; tras haber publicado
Ferdydurke había decidido descansar —además el parto de este libro fue
para mí realmente una fuerte conmoción—, sabía que tenía que llover
mucho antes de que lograra movilizar en mí unos contenidos nuevos. Y por
añadidura, todavía estaba envenenado por las ponzoñas de ese libro, del que
yo mismo en mi corazón no sabía con seguridad si quería ser «joven» o
«maduro». Si se trataba de una vergonzosa expresión de mi eterno hechizo
por la juventud y encantadora inferioridad, o bien era una aspiración a la
orgullosa, aunque trágica y nada atractiva, madura superioridad. Y mientras
a bordo del Chrobry iba dejando atrás las costas alemanas, francesas e
inglesas, todas esas tierras de Europa, inmovilizadas por el miedo al crimen
aún no nacido, en un sofocante clima de expectación, parecían gritar: ¡sé
despreocupado, no significas nada, nada conseguirás, lo único que te queda
es la embriaguez! Me emborrachaba, pues, a mi manera, no necesariamente
con alcohol, pero navegaba embriagado, casi totalmente aturdido.
Después se rompieron las fronteras de los Estados y las tablas de las
leyes, se abrieron las compuertas de las fuerzas ciegas y — ¡oh!— de
pronto heme aquí en Argentina, completamente solo, aislado, perdido,
extraviado, anónimo. Me sentía un poco excitado y algo asustado. Pero al
mismo tiempo algo en mi interior me hizo saludar con una viva conmoción
el golpe que me destruía y me sacaba del orden en que había vivido hasta
entonces. ¿La guerra? ¿La destrucción de Polonia? ¿La suerte de mis seres
queridos, de la familia? ¿Mi propia suerte? ¿Podía yo preocuparme por eso
de modo, digamos, normal, yo, que había sabido todo eso de antemano, que
lo había vivido hacía tiempo? Sí, no miento al decir que desde hacía años
convivía dentro de mí con la catástrofe. Cuando la catástrofe se produjo, me
dije algo así como «¡Bien, aquí está…!», y comprendí que había llegado el
momento de aprovechar la capacidad de decir adiós y de saber abandonar
que yo había cultivado en mi interior. De hecho no había cambiado nada, el
cosmos, la vida en la que estaba aprisionado, no se volvieron diferentes
porque se hubiese acabado un determinado orden de mi existencia. Pero una
terrible y febril excitación nacía del presentimiento de que la violencia
libera algo innombrado e informe cuya presencia no me resultaba ajena, un
elemento del que sólo sabía que era «inferior», «más joven», y que
avanzaba ahora como una inundación en medio de una noche negra y
violenta. No sé si seré suficientemente explícito al decir que desde el primer
momento me enamoré de esa catástrofe a la que odiaba y que de hecho
también me arruinaba a mí, pero a la que mi naturaleza me hizo saludar
como una ocasión para unirme a la inferioridad en las tinieblas.
Capdevila, poeta, profesor de universidad, redactor del gran diario La
Prensa, vivía con su familia en una hermosa villa de Palermo, y en esa casa
me pareció sentir la atmósfera de Kurier Warszawski y del café Lourse.
Recuerdo el día en que fui allí a cenar por primera vez. ¿Cómo debía
presentarme a los Capdevila? ¿Cómo un trágico exiliado con la Patria
invadida por el enemigo? ¿Cómo un literato extranjero que discute los
«nuevos valores» en el arte y que desea informarse acerca del país en que se
encuentra? Los Capdevila, tanto él como ella, esperaban que me apareciera
a ellos bajo una de estas dos formas, además estaban llenos de una potencial
cordialidad para con el «amigo de Choromański», pero pronto se sintieron
confundidos al encontrarse ante un joven, que en realidad ya no era tan
joven…
¿Qué es lo que pasó? Bien, tendré que confesarlo: bajo el efecto de la
guerra y del crecimiento de las fuerzas «inferiores» y regresivas, se produjo
en mí la irrupción de una tardía juventud. Huyendo de la catástrofe, me
refugié en la juventud y cerré de golpe sus puertas. Siempre había sentido la
inclinación de buscar en la juventud —propia y ajena— un refugio contra
los «valores», o sea, contra la cultura. Ya he escrito en este diario que la
juventud es un valor en sí mismo, es decir, una fuerza destructora de todos
los otros valores, que no le son necesarios, porque ella es autosuficiente.
Así que yo, ante la desaparición de todo lo que hasta entonces había
poseído: patria, casa, situación social y artística, me refugié en la juventud,
y con tanta más diligencia cuanto que estaba «enamorado». Entre nous soit
dit, la guerra me rejuveneció…, y había dos factores que me sirvieron de
ayuda. Parecía joven, tenía una cara fresca, de veinteañero. El mundo me
trataba como a un joven; para la mayoría de los escasos polacos que me
habían leído, yo era un mocoso alocado, una persona realmente poco seria;
y para los argentinos era alguien totalmente desconocido, una especie de
principiante recién llegado de provincias, que tiene que demostrar lo que
vale y conseguir ser apreciado. Y aunque hubiese querido imponerme a
aquella gente con valor y seriedad, ¿qué podía hacer si su lengua me era
desconocida y ellos se comunicaban conmigo en un francés deficiente? De
manera que todo: mi aspecto, mi situación, aquella total exclusión de la
cultura, y las secretas vibraciones de mi alma, todo me empujaba hacia una
despreocupación y autosuficiencia juvenil.
Los Capdevila tenían una hija de veinte años, Chinchina. Sucedió que él
y su mujer no tardaron en ponerme en manos de Chinchina, quien a su vez
me presentó a sus amigas. Imaginaos a Gombrowicz en ese mortal año 1940
flirteando ligeramente con esas chicas, que me llevaban a museos, con las
que iba a comer pasteles, para las cuales di una charla sobre el amor
europeo… Una mesa grande en el comedor de los Capdevila, alrededor de
la mesa doce jovencitas y yo — ¡qué idilio!— hablando de l’amour
européen. Y aunque esta escena aparece en infame contraste con aquellas
otras de aniquilación, en el fondo no estaba tan alejada de aquello, más bien
se trataba de una forma distinta del mismo desastre: el inicio de un camino
que también conducía hacia abajo. Lo que sucedió era como si mi ser
perdiese totalmente importancia. Me volví ligero y vacío.
Mientras tanto, me iba absorbiendo la Argentina, tan alejada de aquello,
exótica y absolvedora, indiferente y abandonada a su propia cotidianidad.
¿Cómo conocí a Roger Pía? Creo que a través de la señorita Galignana
Segura. En fin, se trata de que fue él quien me introdujo en casa del pintor
Antonio Berni, y también allí di una charla sobre Europa para un grupo de
pintores y literatos. Pero todo lo que dije era muy malo; sí, precisamente en
el momento en que el hecho de ganarme cierto aprecio representaba para mí
un asunto de capital importancia, me falló el estilo, y mis palabras
resultaron tan mediocres que casi me hicieron quedar mal. ¿De qué hablé?
De la regresión de Europa y de cómo y por qué Europa sintió el deseo de
salvajismo, y cómo esta inclinación enfermiza del espíritu europeo puede
aprovecharse para la revisión de la cultura demasiado alejada de sus propias
bases. Pero al decir esto, yo mismo era probablemente una triste muestra de
la regresión y una vergonzosa ilustración suya, era como si las palabras me
traicionaran y desearan justamente demostrar que no estaba a la altura de
estos problemas, que estaba por debajo de lo que decía. Todavía hoy
recuerdo cómo, en Diagonal Norte, Pía me reprochaba con rabia ciertos
sentimentalismos estúpidos e ingenuos de mi razonamiento, mientras que
yo, dándole la razón en mi interior y sufriendo igual que él, sabía que eso
era inevitable. A veces hay períodos en que se produce en nosotros un
desdoblamiento de la personalidad, y una mitad de nuestro ser le hace una
trastada a la otra, porque ha escogido un camino y un objetivo diferentes.
Precisamente en casa de los Berni conocí a Cecilia Benedit de Debenedetti,
en cuya casa de la avenida Alvear se reunían bohemios de todo tipo. Cecilia
vivía en una especie de aturdimiento: asombrada, empavorecida,
embriagada por la vida, asediada por todas partes, despertándose de un
sueño para caer en otro aún más fantástico, luchando a lo Chaplin con la
materia de la existencia…, era incapaz de soportar el hecho de existir…;
por lo demás, una mujer de cualidades excelentes, virtudes espléndidas, de
alma noble y aristocrática. Pero como se sentía anonadada y empavorecida
por el mismo hecho de existir, le daba prácticamente igual el tipo de gente
que la rodeaba. ¿Las recepciones de Cecilia? Pese a todo, algo se me ha
quedado en la memoria: Joaquín Pérez Fernández bailando, Rivas Rooney
borracho como una cuba, una chica jovencísima y muy guapa divirtiéndose
con locura…, sí, sí, y estas recepciones se me confunden con muchas otras
de otros sitios, y me veo, con la copa en la mano, y oigo mi propia voz que
llega desde lejos mezclada con la de Julieta:
Yo. — ¿Conoces a aquellas dos chicas de allí, de aquel rincón?
Julieta. —Son hijas de la señora que está hablando con La Fleur. Te diré
lo que cuentan de ella: cogió de la calle a dos chicos y se los llevó a un
hotel; para excitarlos les puso una inyección…, pero uno de ellos tenía el
corazón débil y se murió. ¡Ya puedes imaginarte! Una investigación, la
policía…, pero estaba bien relacionada, echaron tierra sobre el asunto, ella
se marchó un año a Montevideo…
No pude dejar traslucir la importancia que para mí tenía esta noticia, así
que sólo dije:
—¿Ah, sí?
Pero abandoné rápidamente la reunión, y en la inmóvil y oscura noche
argentina, me dirigí hacia Retiro, que ya conocéis de Transatlántico: «Allí,
una colina desciende hasta el río; la ciudad se extiende hacia el puerto y el
hálito silencioso del agua es como un canto entre los árboles de la plaza…
Había allí muchos jóvenes Marineros…»[42]. Deseo aclarar a quienes
pudieran estar interesados en ello, que nunca, a excepción de unas aventuras
esporádicas a muy temprana edad, he sido homosexual. Tal vez no sepa
hacer frente a la mujer, no sé hacerle frente en el terreno afectivo, ya que
existe en mí una especie de bloqueo sentimental, como si temiera el
afecto…, y sin embargo, la mujer, sobre todo un determinado tipo de mujer,
me atrae y me cautiva. De modo que en Retiro no buscaba aventuras
eróticas, sino que, aturdido, fuera de mí, desheredado y descarriado,
devorado por ciegas pasiones que habían encendido en mí el hundimiento
de mi mundo y mi destino en bancarrota, ¿qué buscaba? La juventud.
Podría decir que buscaba al mismo tiempo la juventud propia y la ajena. La
ajena, porque aquella juventud en uniforme de marinero o de soldado, la
juventud de aquellos corrientísimos muchachos de Retiro, era inaccesible
para mí; la identidad del sexo y la falta de atracción sexual excluían
cualquier posibilidad de unión y posesión. La propia, porque al mismo
tiempo era mía, se hacía realidad en alguien como yo, no en una mujer, sino
en un hombre; era la misma juventud que me había abandonado a mí y
ahora florecía en otros. Para un hombre, la juventud, la belleza, el encanto
de una mujer, nunca serán tan categóricos en su expresión, porque a pesar
de todo la mujer es algo diferente, y además crea la posibilidad de lo que en
cierta medida nos salva biológicamente: el niño. Mientras que aquí, en
Retiro, veía, por así decirlo, la juventud en sí misma, independiente del
sexo, y experimentaba el florecer del género humano en su forma más
aguda, más radical, y —en vista de que estaba marcada por la desesperación
— demoníaca. ¡Abajo, abajo, abajo! Todo eso me arrastraba hacia abajo,
hacia la esfera inferior, hacia las regiones de la humillación; aquí, la
juventud humillada ya como juventud se veía sometida a otra humillación
como juventud vulgar, proletaria… Y yo, Ferdydurke, repetía la tercera
parte de mi libro, la historia de Polilla, que trataba de «fraternizar» con el
peón.
Sí, sí. Es ahí hacia donde me vi empujado por un conjunto de tendencias
a las que estaba sometido en los momentos en que en mi vieja patria la
humillación había tocado fondo y no quedaba más remedio que presionar
hacia arriba…, y ésta era mi nueva patria con la que poco a poco iba
sustituyendo a la anterior. En cuantas ocasiones abandoné las reuniones
artísticas o amistosas para dejarme caer por allí, vagar por Retiro, por
Leandro Alem, tomar cerveza, y hondamente emocionado, captar los
destellos de la Diosa, el secreto de esa vida floreciente y a la vez humillada.
En mis recuerdos, todos aquellos días de mi existencia cotidiana en Buenos
Aires están forrados de la noche de Retiro. Aunque una obsesión ciega y
sorda a todo empezaba a dominarme por completo, mi mente trabajaba; me
daba cuenta de haber franqueado unos confines peligrosos, y naturalmente,
lo primero que me vino a la cabeza fue la idea de que se estaban abriendo
camino en mí unas inconscientes inclinaciones homosexuales. Y quizá
hubiese saludado este hecho con satisfacción, porque al menos me habría
ubicado en una realidad concreta, pero desgraciadamente en la misma época
entablé relaciones íntimas con una mujer, cuya intensidad no dejaba nada
que desear. En general, en este período iba mucho detrás de las chicas, a
veces incluso de un modo bastante escandaloso. Perdonadme estas
confidencias. No pretendo haceros partícipes de mi vida erótica, se trata
aquí únicamente de determinar los límites de mis experiencias. Si al
principio yo sólo me refugiaba en la juventud frente a valores inaccesibles
para mí, ella no tardó en aparecérseme como el único, máximo y absoluto
valor de la vida y como la única belleza. Sin embargo, este «valor» tenía
una característica inventada probablemente por el mismísimo diablo, y que
consistía en que, siendo juventud, era algo que estaba siempre por debajo
del valor, algo estrechamente ligado a la humillación, era la humillación
misma.
Creo que fue en 1942 cuando hice amistad con Carlos Mastronardi; fue
mi primera amistad intelectual en Argentina. Los pocos poemas que había
escrito Mastronardi le aseguraron un lugar destacado en el arte argentino.
De más de cuarenta años, delicado, con impertinentes, irónico, sarcástico,
hermético, quizá un poco parecido a Lechoń, ese poeta de Entre Ríos era la
encarnación de lo provinciano adornado con el europeísmo más parisino; a
la vez era de una bondad angelical revestida de un caparazón de
causticidad: un crustáceo que defendía su propia hipersensibilidad. Se
interesó por aquel ejemplar de europeo culto, fenómeno nada corriente por
entonces en Argentina; a menudo nos encontrábamos en un bar, por la
noche…, lo cual también tenía para mí importancia gastronómica porque de
vez en cuando me invitaba a comer ravioles o spaghetti. Poco a poco le
revelé mi pasado literario, le hablé de Ferdydurke y de otros asuntos, y todo
lo que había en mí de eslavo, distinto del arte francés, español e inglés que
él conocía, le interesó vivamente. Y a su vez, él me introducía en los
secretos de la Argentina de entre bastidores, país nada fácil, que de un
modo extraño se escapaba a los intelectuales e incluso a menudo les
aterrorizaba. Sin embargo, por mi parte el juego era más encubierto, porque
era un juego prohibido. No podía decirlo todo. No podía revelar la
existencia en mí de aquel lugar envuelto en tinieblas al que yo había dado el
nombre de «Retiro». Le ofrecía a Mastronardi el trabajo de mi cerebro
descarriado que buscaba algunas «soluciones», sin mencionar la fuente de
mi inspiración; él no sabía de dónde me venía la pasión con que yo atacaba
todo «lo mayor», con que yo exigía que la cultura (basada en la supremacía
de la superioridad, mayoría de edad y madurez) revelara esa corriente que
surge desde abajo y que a su vez somete lo mayor a lo menor y la
superioridad a la inferioridad. Exigía también que «el Adulto quedase
sometido al Joven». Exigía que por fin quedase legalizada esa Tendencia
nuestra al rejuvenecimiento incesante y que la Juventud quedase reconocida
como un valor auténtico e independiente, que cambia nuestra actitud ante
los demás valores. Tenía que dar apariencia de razonamiento a lo que en
realidad era en mí una pasión, y eso me conducía a un sinfín de
construcciones mentales que a decir verdad me eran indiferentes… Pero
¿no es así como nace el pensamiento: como un sustituto indiferente de las
tendencias, necesidades y pasiones ciegas, para las que no sabemos
conquistar su derecho a la ciudadanía entre los hombres? El factor
atenuante en este diálogo lo constituía la infancia, ya que Mastronardi, casi
tan infantil como yo, por suerte sabía jugar conmigo, igual que yo jugaba
con él. La infancia, siendo algo emparentado con la juventud, es, sin
embargo, infinitamente menos drástica: por eso a un hombre maduro le es
más fácil ser infantil que juvenil; por eso yo casi siempre me volvía infantil
en presencia del demonio de la inmadurez, al que no sabía dominar. Pero
¿hasta qué punto yo sólo quería ser infantil y hasta qué punto realmente era
infantil? ¿Hasta qué punto quería ser joven y hasta qué punto encarnaba de
verdad una especie de juventud tardía? ¿Hasta qué punto todo eso era mío y
hasta qué punto sólo era algo de lo que estaba enamorado?
Mastronardi mantenía relaciones amistosas con el grupo de Victoria
Ocampo, el centro literario más importante del país, que se concentraba
alrededor de la revista mensual Sur, editada por la tal Victoria, dama ya
entrada en años y aristocrática, que nadaba en millones largos y que con su
tenacidad entusiasta había conseguido hacerse amiga de Paul Valéry, invitar
a su casa a Tagore y Keyserling, tomar el té con Bernard Shaw y hacer
buenas migas con Strawinski. En qué medida influyeron en esas
majestuosas familiaridades de la señora Ocampo sus millones, y en qué
medida sus indiscutibles virtudes y talentos personales, es un dilema que no
pretendo resolver. El insistente tufillo de esos millones, ese perfume
financiero de la señora Ocampo que producía un cosquilleo un tanto
excesivo en la nariz, no me invitaba a conocerla. Se decía que un escritor
francés de renombre había caído ante ella de rodillas gritando que no se
levantaría hasta recibir el dinero suficiente para fundar una revue literaria.
Obtuvo el dinero, porque —dijo Ocampo—, ¿qué iba a hacer con un
hombre arrodillado y que no quería levantarse? Tuve que dárselo. A mí, la
actitud de ese escritor francés ante la señora Ocampo me pareció la más
sana y sincera de todas, pero sabía de antemano que sin ser famoso en París
no le sonsacaría nada aun permaneciendo arrodillado durante meses. De
modo que no tenía prisa alguna en emprender el peregrinaje hasta la
residencia de San Isidro. Además, Mastronardi, temiendo con toda la razón
del mundo que el conde (porque, como ya dije en otra ocasión, me había
proclamado conde) podía comportarse de forma excéntrica o incluso
irresponsable, tampoco se daba prisa en introducirme en aquellas reuniones.
Decidió primero presentarme a la hermana de Victoria, Silvina, casada con
Adolfo Bioy Casares. Una noche fuimos allí a cenar.
Más tarde conocí a muchos otros literatos, un porcentaje bastante
importante de la literatura argentina, pero me extiendo más sobre estos
primeros pasos porque los siguientes se les parecían bastante. Silvina era
poetisa, de vez en cuando editaba un pequeño volumen…, su marido,
Adolfo, era autor de unas novelas fantásticas que no estaban nada mal…, y
ese culto matrimonio se pasaba todo el día inmerso en la poesía y en la
prosa, frecuentando exposiciones y conciertos, estudiando las novedades
francesas y completando su colección de discos. En aquella cena estuvo
también Borges, probablemente el escritor argentino de mayor talento, de
una inteligencia agudizada por los sufrimientos personales; en cuanto a mí,
con razón o sin ella, consideraba que la inteligencia era mi pasaporte, algo
que aseguraba a mis simplicismos el derecho a vivir en un mundo
civilizado. Pero dejando a un lado las dificultades técnicas, mi español torpe
y los defectos de pronunciación de Borges —quien hablaba de prisa y de
una manera incomprensible—, dejando a un lado la impaciencia, el orgullo
y la rabia que eran consecuencia de mi doloroso exotismo y rigidez entre
extraños, ¿cuáles eran las posibilidades de entendimiento entre yo y aquella
Argentina intelectual, estetizante y filosofante? A mí me fascinaba, en este
país, lo bajo y eso eran las alturas. A mí me encantaba la oscuridad de
Retiro, a ellos las luces de París. Para mí, esa silenciosa, no confesada
juventud del país constituía una vibrante confirmación de mis propios
estados de ánimo, y fue por eso que Argentina me sedujo como una melodía
o como el anuncio de una melodía. Ellos no veían ahí ninguna belleza. Y
para mí, si había en Argentina algo que alcanzaba la plenitud de expresión y
podía imponerse como arte, estilo y forma, ese algo se manifestaba
solamente en las fases tempranas del desarrollo, en el joven, y nunca en el
adulto. Pero ¿qué es lo importante en el joven? No será su razón,
experiencia, conocimiento o técnica, que son siempre inferiores, más
débiles que en un hombre hecho y derecho, sino precisamente su juventud,
que constituye su única ventaja. Pero ellos no veían en esto ninguna
ventaja, y esta élite argentina parecía más bien una juventud dócil y
diligente, cuya ambición fuese aprender cuanto antes la madurez de los
mayores. ¡Ah, dejar de ser jóvenes! ¡Ah, tener una literatura madura! ¡Ah,
llegar a la altura de Francia e Inglaterra! ¡Ah, madurar, madurar cuanto
antes! Además, cómo podrían haber sido jóvenes si personalmente ya era
gente de cierta edad, y su situación personal desentonaba con la juventud
general del país, y su pertenencia a una clase social superior excluía la
posibilidad de una verdadera alianza con lo bajo. Así, Borges, por ejemplo,
era un hombre al que sólo importaban sus propios años, distanciado
completamente de los estratos inferiores; era un hombre maduro, un
intelectual, un artista, nacido en Argentina por pura casualidad, porque
igualmente, o incluso mucho mejor, podía haber nacido en Montparnasse.
Y, sin embargo, la atmósfera del país era tal que en ella, ese Borges,
cosmopolita y refinado (ya que aun siendo argentino, lo era a la europea),
no podía conseguir resonancia. Era algo adicional, como añadido, un
ornamento. Pretender que él, siendo mayor, pudiera expresar directamente
la juventud, y, siendo superior, pudiese expresar exactamente la
inferioridad, sería un absurdo. Pero lo que yo les reprochaba era que no
hubiesen sabido elaborar su propia actitud ante la cultura, de acuerdo con su
propia realidad y la realidad de Argentina. Y aunque algunos de ellos eran
personalmente maduros, vivían en un país donde la madurez era algo más
débil que la inmadurez, donde el arte, la religión, la filosofía no eran lo
mismo que en Europa. Así, en lugar de trasplantarlas tal cual a su propio
terreno para luego quejarse de que el arbolito era raquítico, ¿no hubiera sido
mejor cultivar algo más acorde con la naturaleza de su tierra?
Por eso la docilidad del arte argentino, su corrección, su aire de buen
alumno, su educación, eran para mí un testimonio de impotencia ante el
propio destino. Hubiese preferido una metedura de pata creativa, un error,
hasta una chapuza, siempre que estuviera llena de energía, embriagada por
la poesía que respiraba el país y al lado de la cual ellos pasaban con la nariz
metida en los libros. Más de una vez intenté decir a algún argentino lo
mismo que solía decir a los polacos: «Deja por un momento de escribir
versos, de pintar cuadros, de conversar sobre el surrealismo, y piensa
primero si esto no te aburre, averigua si todo esto realmente te importa
tanto, pregúntate si no serás más auténtico, más libre y más creativo
despreciando a los dioses que veneras. Déjalo por un momento para
reflexionar sobre tu lugar en el mundo y en la cultura, y sobre los medios y
el objetivo que debes escoger.» Pero no. A pesar de toda su inteligencia no
entendían en absoluto de qué les estaba hablando. Nada podía frenar el
proceso de la producción cultural. Exposiciones. Conciertos. Conferencias
sobre Alfonsina Storni o Leopoldo Lugones. Comentarios, glosas y
estudios. Novelas y relatos. Volúmenes de poesía. Y además, ¿no era yo
polaco, y no sabían ellos que los polacos por lo general no son finos y no
están a la altura de la problemática parisina? De modo que decidieron que
era un turbio anarquista de segunda mano, de aquellos que, a falta de
saberes más profundos, proclaman el élan vital y desprecian lo que no
pueden entender.
Es así como terminó la cena en casa de Bioy Casares…, en nada…,
como todas las cenas consumidas por mí en compañía de la literatura
argentina. Así pasaba el tiempo…, pasaba la noche de Europa y mi propia
noche, durante la cual iba creciendo entre atroces dolores mi mitología… Y
hoy podría presentar una lista de palabras, cosas, personas y lugares que
tienen para mí el sabor de una santidad pesada y confidencial: ése era mi
destino, mi templo. Si os introdujera en esta catedral, os sorprenderíais de
ver qué poco importantes, a menudo míseros y despreciables, y hasta
ridículos en su mediocridad, eran los objetos sagrados a los que rendía
culto; pero al fin y al cabo la santidad no se mide por la grandeza de la
divinidad, sino por la vehemencia del alma que santifica lo que sea. «No se
puede luchar contra lo que el alma ha elegido.» A finales de 1943 cogí un
resfriado y me quedó una febrícula que no quería remitir. Por aquella época
solía jugar al ajedrez en el café Rex de la calle Corrientes, y Frydman,
director de la sala de juego, noble y buen amigo, se alarmó por mi estado de
salud y me procuró algo de dinero para mandarme a las montañas de
Córdoba —lo cual hice con agrado—, pero allí la fiebre tampoco remitía,
hasta que por fin, crac, se rompe el termómetro que me había dejado
Frydman, compro uno nuevo y… la fiebre desaparece; es así que debo la
estancia de unos meses en La Falda al hecho de que el termómetro de
Frydman estuviera estropeado y marcase unas décimas de más. Mi estancia
en La Falda se vio amenizada por el hecho de que en el vecino Valle
Hermoso se instaló (cosa previamente convenida entre nosotros) una
conocida mía argentina, que me había sido presentada por Cleo, hermana de
la bailarina Rosita Contreras.
Al llegar a La Falda no sabía que me esperaban vivencias terribles y
ridículas.
Todo iba bien. Me alojé en el hotel San Martín, libre de preocupaciones
materiales, y en seguida conocí a un par de divertidísimos mellizos (de los
que ya he hablado); con ellos y con otros jóvenes hacía excursiones; me
gané unos amigos nuevos en los que la vida acabada de despertar vibraba
como un colibrí; una sonrisa se posaba en ellos, esa sonrisa que es uno de
los fenómenos más nobles que conozco, pues surge a pesar de todo, pero
más que nada a pesar de la infinita tristeza, la aplastante nostalgia y pena
propias de esa edad condenada a la insaciabilidad. Todos conocéis esas
vacaciones despreocupadas en la montaña o en el mar —el sombrero
llevado por el viento, el bocadillo comido sobre las rocas, o la lluvia que te
cala hasta los huesos—; mi entendimiento con la América Latina, que
encarnaba el rejuvenecimiento de las espléndidas razas europeas y que
resultaba sorprendentemente silenciosa y discreta en su amable existencia,
me parecía no enturbiada por nada (en esa misma época, mi hermano y mi
sobrino se hallaban en un campo de concentración; mi madre y mi hermana,
tras huir de la Varsovia destruida, vagaban por provincias, y a orillas del
Rin resonaban los gritos de terror y de dolor de la última contraofensiva
alemana; pero esos gritos, esos aullidos de los que yo no me olvidaba, no
hacían más que aumentar mi silencio). No debéis imaginar que al frecuentar
aquellos chicos me comportase como si fuera uno de ellos, en absoluto,
jamás me lo hubiera permitido mi sentido del ridículo; me comportaba
como una persona mayor, despreciándoles, mofándome de ellos,
chinchándoles, aprovechando todas las ventajas de que dispone un adulto.
Pero precisamente esto les fascinaba y enardecía su juventud; al mismo
tiempo, tras esa tiranía, se establecía un tácito entendimiento basado en el
hecho de que nos necesitábamos mutuamente. Sin embargo, un buen día, al
mirarme con más atención en el espejo, observé algo nuevo en mi cara: una
sutil red de arrugas que afloraban en la frente, bajo los ojos y en las
comisuras de los labios, igual que bajo la acción de agentes químicos surge
el contenido amenazador de una carta aparentemente inocente. ¡Maldita
cara mía! ¡Mi cara me traicionaba, traición, traición, traición!
¿Sería la sequedad del aire? ¿El agua calcárea? ¿O es que sencillamente
había llegado el inevitable momento en que mis años se abrían paso a través
de la mentira de mi tez juvenil? Ridiculizado y humillado por el carácter de
este sufrimiento, comprendí al contemplar mi propia cara que era el final, se
acabó y punto. En las carreteras que salen de La Falda existe un límite
donde terminan las luces de las casitas y de los hoteles y empieza la
oscuridad del espacio, quebrado en forma de colinas y poblado de árboles
enanos, un espacio enano, retorcido, de aspecto contrahecho y enfermizo.
He denominado este límite, siguiendo a Conrad, «la línea de sombra», y
cuando por las noches la traspasaba, dirigiéndome a Valle Hermoso, sabía
que estaba adentrándome en la muerte, una muerte invisible, sutil y lenta si
queréis, pero que no dejaba de ser una agonía…; sabía que yo mismo
encarnaba el envejecimiento, la muerte viva que finge vivir, que todavía
camina, habla, incluso se divierte, incluso goza, y sin embargo es vital sólo
en cuanto que es la progresiva realización de la muerte. Igual que Adán
expulsado del Paraíso, yo me adentraba en las tinieblas, más allá de la línea
de sombra, privado de la vida, que a mis espaldas se deleitaba consigo
misma inundada de gracia. Sí, la mistificación tenía que descubrirse, algún
día tenía que terminar mi permanencia retardada e ilícita en la vida en flor,
y heme aquí ahora convertido en el envejecimiento, yo, el contaminado, yo,
el repulsivo, yo, el adulto. Todo ello me llenaba de una terrible angustia,
pues comprendía que había quedado irremediablemente excluido del
encanto y que ya no podía gustar a la naturaleza; en efecto, si la juventud
teme menos a la vida es porque es vida ella misma, atractiva, seductora,
encantadora, y sabe que despierta la simpatía y la cordialidad ajenas… Esta
era la razón por la cual me atraía tanto la edad floreciente, pero ahora, en
esta tierra súbitamente hostil, y bajo la bóveda salpicada de estrellas
implacables, tenía que soportar la presión de la existencia, siendo yo mismo
una existencia caduca, incapaz de conquistarme ya nada, sin atractivo
alguno.
Aquí se hace evidente qué gran liberación es el sexo, esta división entre
hombre y mujer… Porque cuando al final de mi vía crucis llegaba a la villa
donde me esperaba mi amiga, todo el panorama de mi destino cambiaba y
era como si en mí irrumpiera una fuerza diferente, nueva, que transformaba
toda mi «constelación». ¡Una fuerza ajena! Me esperaba allí la juventud,
pero distinta, encarnada en una forma humana diferente a la mía, y aquellos
brazos, al mismo tiempo idénticos y exóticos, de repente me convertían en
otra persona, me obligaban a complementarme con lo ajeno. La femineidad
no me exigía juventud, sino virilidad, y yo me convertía en un hombre sin
más, dominante, capaz de poseer y de anexionar la biología ajena. Qué
monstruosa es la virilidad, que no tiene en cuenta su propia fealdad, que no
se preocupa de si gusta o no, que es un acto de expansión y violencia y,
sobre todo, de dominación, un señorío que busca sólo su satisfacción
propia…; es posible que esto me trajera un alivio pasajero…, era como si
dejase de ser una criatura humana temerosa y amenazada para convertirme
en señor, dueño, soberano…, mientras que ella, la mujer, con el hombre
mataba en mí al muchacho. Pero eso no duraba demasiado.
Duraba mientras el ser se escindía, por la fuerza del sexo, en dos polos.
Cuando volvía a casa en el frescor de la madrugada, todo a mi alrededor
volvía a encerrarse en un círculo del que no había escapatoria —me sentía
como un estafador o como alguien que hubiese sido víctima de una estafa
—, y la conciencia de morir irrumpía nuevamente en mí. Yo ya estaba
marcado con un signo negativo. Me encontraba en oposición a la vida. La
mujer no podía salvarme, la mujer podía salvarme únicamente en tanto que
hombre, pero yo también era simplemente un ser vivo, sin más. Y de nuevo
volvía el deseo de «mi» juventud, es decir, de una juventud igual a mí, la
que se repetía ahora en otros, más jóvenes…; de modo que ése era el único
lugar para mí en la vida, un lugar donde se desarrollaba el florecimiento, mi
florecimiento, este algo tan absolutamente encantador que me había sido
quitado. Todo lo demás era humillación, compensación. Aquél era el único
triunfo, la única alegría en medio de la humanidad monstruosa, ajada,
cansada, desesperada y profanada. Me encontraba entre otros monstruos,
yo, un monstruo. Al mirar las casitas esparcidas en el valle, llenas de
muchachos cualesquiera que dormían con un sueño banal, pensaba que allí
se había trasladado mi patria.
Regresé a Buenos Aires convencido de que ya nada me quedaba…, al
menos nada que no fuese un sucedáneo. Volvía con mi humillante secreto
que me avergonzaba de confesar a nadie, pues no era viril, y yo, hombre,
estaba subordinado a los hombres, y me amenazaban las carcajadas
estrepitosas y groseras de esos rudos machos sólo porque me había
escapado de su código posesivo. En Rosario, el tren se llenó de
veinteañeros; eran marineros que volvían a su base de Buenos Aires.
Basta por ahora, me duele ya la mano de tanto escribir. Pero no
terminan aquí mis recuerdos de aquellos años, aun no tan lejanos, en
Argentina.
XV
Capítulo
DOMINGO
Quisiera completar los recuerdos de mi pasado argentino.
Sabéis ya en qué estado de ánimo llegué a Buenos Aires desde La
Falda.
En aquel entonces me hallaba a miles de millas de la literatura. ¿El arte?
¿El escribir? Todo esto había quedado en aquel otro continente, cerrado a
cal y canto, muerto…, mientras yo, Witoldo, aunque me presentara a veces
como escritor polaco, no era más que uno de aquellos desheredados
acogidos por la pampa, privados hasta de la nostalgia del pasado. Yo había
roto…, y sabía que la literatura no me podía asegurar, en la Argentina
agrícola y ganadera, ni una posición social, ni el bienestar material. ¿Para
qué, entonces? Sin embargo, en la segunda mitad de 1946 (porque el tiempo
corría), al encontrarme por enésima vez con los bolsillos completamente
vacíos y sin saber de dónde sacar algún dinero, se me ocurrió la siguiente
idea: pedí a Cecilia Debenedetti que financiara la traducción de Ferdydurke
al español y me reservé seis meses para realizar el trabajo. Cecilia aceptó la
propuesta de buena gana. Empecé, pues, el trabajo, que se presentaba así:
primero yo traducía, como podía, del polaco, y luego llevaba el manuscrito
al café Rex, donde mis amigos argentinos lo reelaboraban conmigo frase
por frase, buscando las palabras apropiadas, luchando con la sintaxis, con
los neologismos, con el espíritu de la lengua. Una tarea ardua, que yo
empecé sin entusiasmo y sólo para sobrevivir de alguna manera los meses
siguientes, mientras ellos, mis ayudantes americanos, la iniciaron con
resignación: se trataba de hacer una gauchada a una víctima de la guerra.
Pero tras haber traducido las primeras páginas, Ferdydurke, un libro ya
muerto para mí, que yacía ante mis ojos como un objeto indiferente, de
pronto empezó a dar señales de vida…, y observé en las caras de los
traductores un creciente interés, ¡ah, mirad!, ahora ya abordaban el texto
con evidente curiosidad. En poco tiempo la traducción empezó a atraer
gente, durante algunas sesiones en el Rex había más de diez personas, pero
el que se tomó el asunto más a pecho, como si fuese algo propio, al que hice
presidente del «comité» compuesto por unos cuantos literatos que se ocupó
de la última redacción, fue Virgilio Piñera, un cubano de gran talento. El, en
primer lugar, posteriormente también Humberto Rodríguez Tomeu —ambos
cubanos, ambos de espíritu europeo y en lucha encarnizada y desesperada
contra la América de su alrededor y con la América que llevaban dentro—,
y el poeta argentino Adolfo de Obieta, fueron los que más contribuyeron a
llevar a cabo esa difícil traducción, que la crítica calificaría más tarde como
notable.
En cuanto a mí, hacía siete años que no leía Ferdydurke, lo había
borrado de mi vida. Ahora volvía a leerlo, frase por frase…, y sus palabras
carecían para mí de importancia. El vacío de las palabras. El vacío de las
ideas, de los problemas, de los estilos, de las actitudes, el vacío del arte.
Palabras, palabras, palabras, todo eso no había resuelto nada en mí, todo
aquel esfuerzo no hizo más que hundirme aún más en mi verde inmadurez.
¿Para qué había cogido a la inmadurez por los cuernos, para que me
arrastrara tras de sí? En Ferdydurke luchan dos amores, dos tendencias —la
tendencia a la madurez y la tendencia a la eternamente rejuvenecedora
inmadurez—, el libro es la imagen de alguien que, enamorado de su
inmadurez, lucha por su propia madurez. Pero estaba claro que yo no había
logrado superar este amor, ni tampoco civilizarlo, de modo que él seguía
desatado en mí, salvaje, ilegal, secreto, igual que antes, como algo oculto y
prohibido. ¿Para qué lo había escrito, pues? ¡La ridícula impotencia de las
palabras frente a la vida!
Y, sin embargo, el texto, sin importancia para mí, resultaba eficaz fuera
de mí —en el mundo exterior—, mientras que las frases muertas para mí
revivían en otros; si no, ¿cómo podía explicarme el hecho de que el libro se
hubiese convertido en algo valioso y particularmente íntimo para algunos
de aquellos jóvenes literatos…? Y no sólo en cuanto arte, sino también
como rebelión, revisión y lucha. En ellos comprobé que había tocado unos
puntos de la cultura sensibles y críticos, y al mismo tiempo veía cómo ese
entusiasmo, que en cada uno de ellos por separado no hubiese sido tal vez
duradero, empezaba a consolidarse «entre ellos», ya que uno estimulaba al
otro y le contagiaba su propio entusiasmo. Pero, si eso ocurría con aquel
grupito, ¿por qué no iba a repetirse con otros, cuando Ferdydurke se
publicara? De modo que el libro podía contar aquí, en el extranjero, con la
misma resonancia que en Polonia, o incluso mucho mayor. Era, pues, un
libro universal. Era uno de esos pocos, poquísimos libros polacos capaces
de conmover realmente a los lectores extranjeros de la mejor categoría. ¿Y
en París? Me di cuenta de que la carrera mundial de Ferdydurke no era algo
que perteneciera sólo al dominio de los sueños (lo cual ya sabía antes, pero
se me había olvidado).
Sin embargo, mi naturaleza encadenada a la inferioridad se encabritaba
sólo con pensar en la posibilidad de ensalzamiento, y esta nueva irrupción
de la literatura en mi vida podía significar —lo temía— la definitiva
liquidación de Retiro. Os contaré algo característico: cuando se publicó
Ferdydurke lo llevé allí «donde se eleva la torre construida por los ingleses»
y se lo mostré a Retiro: para despedirme, seguramente como señal de una
ruptura posiblemente definitiva. ¡Qué vanos mi pena y mi temor! ¡Qué vana
ilusión la mía! Había subestimado la somnoliente inmovilidad de América.
Y sus savias que lo diluyen todo. Ferdydurke se hundió en esa inmovilidad,
de nada sirvieron las críticas en la prensa ni los esfuerzos de sus acólitos, al
fin y al cabo se trataba del libro de un extranjero, por lo demás, no
reconocido en París, sí, eso es, no reconocido en París… Un libro que no
complacía ni al grupo de la intelligentsia argentina, que estando bajo el
signo de Marx y del proletariado, reclamaba una literatura política, ni a
aquel que se nutría de las exquisiteces de la cultura que se guisaba en
Europa. Además, incluía un prefacio mío, donde me expresaba sin respeto
sobre las letras argentinas y polacas, acusándolas de una madurez ficticia, y
donde trataba al lector —por si acaso— sin una gran deferencia. Terminaba
mi prefacio con un llamamiento a que no se me pusiera en la desagradable
situación de obsequiarme con unos lugares comunes de cortesía, habituales
en semejantes casos. Puesto que hasta ahora el papel social del arte ha
estado interpretado falsamente y que, por lo tanto, no sabéis tratar como es
debido a los artistas ni hablar con ellos —escribía—, no me digáis nada.
Ahorraos esta vergüenza a vosotros mismos y ahorrádmela a mí. Si queréis
darme a entender que la obra os ha gustado, tocaos la oreja derecha; la
mano en la oreja izquierda significará un juicio negativo, y en la nariz, uno
intermedio. Con esta ligereza, incluso frivolidad, introduje a Ferdydurke en
el mundo argentino; y lo hice así porque ante este segundo debut mi postura
era aún más intransigente con respecto al lector y a su aceptación o su
rechazo.
Considero un relativo éxito el hecho de que en esas condiciones la
edición quedase en unos años casi agotada y que mi editor no perdiese nada
en el negocio e incluso me pagase algún dinero. Además, el lector medio
argentino no era malo en absoluto, al contrario, estaba capacitado para
asimilar, y por otra parte, tenía menos cargas hereditarias y no estaba tan
lleno de complejos como los polacos. Pero en un ambiente donde nadie se
fiaba ni de sí mismo (ésta es la desgracia de los ambientes no originales
culturalmente), donde no había gente que pudiese imponer sus valores,
Ferdydurke no podía ganarse prestigio, y a los libros difíciles, que requieren
un esfuerzo, el prestigio les es imprescindible, simplemente para obligar al
público a leerlos. De todas formas, fui absorbido de nuevo por los
engranajes de la literatura. Empecé a esbozar el drama El matrimonio,
apostando ya claramente, y hasta diría que descaradamente, por mi
genialidad, apuntando a algo a la altura de las cumbres, a la altura de
Hamlet o Fausto, en lo cual no sólo se expresarían los dolores de la época,
sino también el nuevo modo de sentir la humanidad, que está naciendo…
Qué fáciles me parecían la grandeza y la genialidad, tal vez más fáciles que
la corrección que requiere cualquier texto medianamente bueno; pero esto
no era resultado de ingenuidad por mi parte, sino del hecho de que la
grandeza, la genialidad y todos los demás valores habían sido destruidos
para mí por el único demonio que realmente me importaba, por esa gran
destructora de los valores, la juventud. Eran, pues, unos valores que yo no
respetaba porque no me importaban demasiado y que, por consiguiente,
podía utilizarlos a mi antojo. No resulta difícil pasar por una tabla de
madera suspendida a la altura de un décimo piso cuando uno ha perdido el
miedo a la altura: se camina como si la madera estuviera en el suelo. (Pero
no se le puede reprochar eso a El matrimonio, en el que no se oculta en
absoluto esta «facilidad».)
El caso es que con el final de esa explosión que, en Europa, arrojaba
fermentos subterráneos, yo también empecé a civilizarme. Pero si mi primer
debut literario en Polonia se había debido a una presión desde el interior
hacia el exterior, este segundo, en Argentina, se realizaba bajo el impulso de
fuerzas externas —allá, entonces, yo escribía por una necesidad interior,
mientras que aquí, ahora, me sometía a un orden de cosas ya existente, que
me condenaba a la literatura; me continuaba a mí mismo, aquel de años
atrás. Una diferencia mínima, y sin embargo de un sentido inmenso y
trágico, y que anunciaba de hecho que había dejado de existir y había
saltado fuera de la órbita: existía ya únicamente como consecuencia de lo
que había hecho conmigo mismo anteriormente. No obstante, conservé el
buen humor…, y sobre todo la apariencia de una infancia redimidora. El
trabajo literario empezó a arrastrarme de nuevo hacia la dialéctica de mi
realidad y otra vez surgió la cuestión: ¿qué hacer en la literatura, en la
cultura, con esos vínculos míos tan comprometedores con la juventud, con
la inferioridad, hasta qué punto eran cosas que se podían revelar
públicamente? ¿Tratábase sólo de un complejo, una enfermedad, una
depravación, de un caso clínico, o bien era algo que tenía el derecho de
ciudadanía entre los seres normales? Y otro dilema: ¿estaba descubriendo
América o más bien penetraba en unos terrenos salvajes, vírgenes y
vergonzosos? En una palabra: ¿era o no una materia que pudiese utilizarse
en el arte?
¡Psicoanálisis! ¡Diagnóstico! ¡Fórmulas! Yo mordería la mano del
psiquiatra que pretendiese destriparme privándome de mi vida interior; no
se trata de que el artista no tenga complejos, sino de que sepa transformar el
complejo en un valor de cultura. Según Freud, el artista es un neurótico que
se cura a sí mismo, de lo cual se deduce que no lo puede curar nadie más.
Pero como hecho aposta, a causa de ese montaje oculto que no soy el único
en descubrir en la vida, por esa misma época me fue dado observar el
cuadro clínico de una histeria que lindaba con mis propios sentimientos y
que era casi una advertencia: ¡cuidado, estás a un paso de esto! Ocurrió,
pues, que a través de unos amigos de un conjunto de ballet en gira por
Argentina, entré en un ambiente de un homosexualismo extremo y
enloquecido. Digo «extremo», porque con un homosexualismo «normal» ya
topaba desde hacía tiempo; en cualquier latitud, el mundillo artístico está
saturado de esa clase de amor, pero aquí lo que se me apareció fue su rostro
frenético hasta la locura. Es un tema que toco de mala gana. Deberá llover
mucho antes de que se pueda hablar de eso, y sobre todo, que se pueda
escribir. No hay un campo más hipócrita y más ensombrecido por las
pasiones. Aquí nadie desea ni puede ser imparcial. De gustibus… Sobre el
efebo, que pasa furtivamente por los confines tenebrosos de nuestra
existencia oficial, recae la ira de los hombres masculinos, de los hombres
hombríos que cultivan y potencian unos en otros su virilidad; sobre el efebo
recaen los anatemas de la moralidad, y todas las ironías, sarcasmos y
cóleras de la cultura que vela por la primacía del encanto femenino. Y este
asunto se vuelve más virulento en los escalones superiores del desarrollo.
Pues allí, más abajo, en las capas inferiores, no se lo toman tan
trágicamente, ni con tanto sarcasmo, y los muchachos de pueblo sanos y
normales a veces se entregan a ello a falta de mujeres, y cosa extraña,
resulta que esto no los corrompe en absoluto, ni tampoco les impide
contraer más tarde el más correcto de los matrimonios.
Sin embargo, el grupo que conocí esta vez se componía de hombres
enamorados de otros hombres más que cualquier mujer, eran putos en
estado de ebullición, incansables, siempre a la caza, «zarandeados por los
Jóvenes, desgarrados por ellos como si fueran perros», igual que mi
Gonzalo en Transatlántico. Solía comer en un restaurante donde ellos
habían establecido su cuartel general y cada noche me sumergía en las
aguas turbulentas de su locura, de su ritual, de su conspiración infatuada y
atormentada, de su magia negra. Por lo demás, había entre ellos personas
excelentes, de grandes virtudes espirituales, a las que observaba con terror,
viendo en el negro espejo de aquellos lagos alocados el reflejo de mi propio
problema. Y de nuevo me preguntaba si a pesar de todo yo no era uno de
ellos. ¿Acaso no era posible, más aún, verosímil, que yo fuese un alocado
como ellos, pero que alguna complicación interior hubiese ahogado en mí la
atracción física? Había conocido ya la fuerza del escepticismo con que
recibían todo tipo de «excusas», todo lo que según ellos no era más que un
adorno cobarde de una verdad brutal. Y sin embargo, no. Sin embargo, ¿por
qué debía de ser insano mi enamoramiento de la vida joven aún no fatigada,
de aquella frescura, de la vida en flor? Una vida que es la única que merece
el nombre de tal, puesto que aquí no existe una fase intermedia: lo que no
florece, se marchita. ¿Acaso no era esa vida el objeto de unos celos secretos
y de unas no menos secretas adoraciones de todos los condenados como yo
a una lenta agonía, privados de la gracia de multiplicar su vitalidad
cotidianamente? ¿Acaso la frontera entre la vida ascendente y la
descendente no era la más fundamental de todas? Lo único que me
diferenciaba de los hombres «normales» era que yo adoraba el resplandor
de esa diosa —la juventud— no sólo en la chica, sino también en el chico;
que incluso el joven era para mí una encarnación de ella más perfecta que la
joven… Sí, el pecado, si es que existía, se reducía al hecho de que yo me
atreviera a admirar la juventud independientemente del sexo y la sustrajera
a la dominación de Eros, que sobre el pedestal en que ellos colocaban a la
mujer joven osara yo poner al chico. Se hacía así evidente que ellos, los
hombres, aceptaban la adoración de la juventud sólo en tanto que les fuera
accesible, en tanto que pudiera poseérsela…, mientras que la juventud
contenida en su propia forma, con la que no podían unirse, les resultaba
inexplicablemente hostil.
¿Hostil? Ten cuidado (me decía) de no caer en una tontería sentimental,
en el fantaseo… Y es que a cada rato podía ver las manifestaciones de
cordialidad del Mayor hacia el Menor, e incluso de ternura. ¡Y sin embargo!
¡Sin embargo! Al mismo tiempo tenían lugar unos hechos que significaban
algo totalmente opuesto: la crueldad. Esta aristocracia biológica, esta flor de
la humanidad, solía estar espantosamente hambrienta —a través de los
cristales de los restaurantes miraba a los mayores, que podían divertirse y
comer hasta hartarse—, vagaba en las tinieblas impulsada por instintos
insatisfechos, atormentada por su belleza insaciada, una flor pisoteada y
rechazada, una flor humillada. La flor de los jóvenes adolescentes,
adiestrada por los oficiales y por esos mismos oficiales enviada a la muerte;
ah, esas guerras que no son más que guerras de muchachos, guerras
menores de edad…, ah, esa educación en una disciplina ciega a que son
sometidos para que sepan dar su sangre cuando haga falta. Ah, toda esa
terrible superioridad del Adulto, social, económica e intelectual, que se
realizaba con una implacable crueldad, aceptada además por los que
sucumbían. Era como si el hambre del muchacho, la muerte del muchacho,
el dolor del muchacho tuvieran por sí mismos menos peso que la muerte, el
dolor y el hambre de los Adultos; como si la falta de importancia del
mocoso se contagiara a sus sufrimientos. Y precisamente esa falta de
importancia, esa «inferioridad» del mocoso, hacía que la juventud fuera la
esclava utilizada para servir de alguna manera a la humanidad ya
consolidada. Comprendía que todo eso sucedía casi por sí solo,
simplemente porque con el paso del tiempo el peso y la importancia de una
persona en la sociedad aumentan, pero ¿no podía surgir también la sospecha
de que el Adulto maltrata al Joven para no caer ante él de rodillas? El
sofocante ambiente de vergüenza que se creaba alrededor de esta y otras
preguntas similares, ¿no era ya prueba suficiente de que no todo había sido
confesado y de que no todo se puede explicar con el simple juego de las
fuerzas sociales? Y esa enorme ola de amor prohibido y deshonroso que en
verdad echa al hombre de rodillas delante del chico, ¿acaso no era la
venganza de la naturaleza por la violencia ejercida por quien envejece sobre
el Adolescente?
El carácter nebuloso, ambiguo e incluso arbitrario de esas preguntas, no
les restaba importancia, a mi modo de ver…, como si supiera de antemano
que debía haber algo de verdad en ellas. Pero la cuestión se volvía aún más
problemática cuando me preguntaba hasta qué punto en nuestra cultura se
refleja esta oposición entre la vida ascendente y la descendente. ¿Qué es lo
que pretendía? ¿Qué es lo que deseaba? Yo quería, en primer lugar, que la
frontera fatal que separa dos fases de la vida, no sólo diferentes, sino
opuestas, fuese reconocida y puesta en evidencia. En cambio, en la cultura
todo parecía indicar más bien la voluntad de borrar esta frontera: los adultos
se comportaban como si siguieran viviendo la misma vida de los jóvenes, y
no otra. No niego que exista una vitalidad en el adulto e incluso en el
anciano; no obstante, por su naturaleza ya no es la misma, no existe más
que en contra del morir. Y sin embargo, precisamente esos hombres
encaminados hacia la muerte tenían todas las ventajas, disponían de la
fuerza acumulada durante toda su vida y eran ellos los que creaban e
imponían la cultura. La cultura era obra de la gente mayor, era obra de los
moribundos.
Me bastaba con unirme espiritualmente por un momento con Retiro
para que el lenguaje de la cultura empezara a sonarme falso y vacío.
Verdades. Consignas. Filosofías. Morales. Religiones. Códigos. Pero todo
eso estaba como en otro registro, inventado, dicho, escrito por gente ya
parcialmente eliminada de la existencia, falta de futuro…; la pesada obra de
los pesados, la rígida creación de la rigidez…, mientras que allí, en Retiro,
toda esa cultura se diluía en una suerte de joven insuficiencia, en un joven
subdesarrollo, en una joven inmadurez, allí la cultura se volvía «peor»…,
«peor» porque alguien que todavía puede desarrollarse siempre es «peor»
que su propia realización definitiva. El secreto de Retiro, un secreto
realmente demoníaco, consistía en que allí nada podía llegar a la plenitud de
su expresión, todo tenía que estar por debajo de su nivel, de alguna manera
en su fase inicial, inacabado, inmerso en la inferioridad…, y, sin embargo,
aquello era precisamente la vida viva y digna de admiración, su encarnación
más alta de aquellas accesibles para nosotros. ¿El nietzscheanismo y su
afirmación de la vida? Pero si Nietzsche no poseía la más mínima intuición
para estas cuestiones; es difícil imaginar algo más artificial e incluso
ridículo y de peor gusto que su superhombre y su joven bestia humana; no,
no es verdad, no es la plenitud, sino justamente la insuficiencia, la
inferioridad, la inmadurez, lo que es propio de todo ser joven, es decir, vivo.
En aquel entonces aún no sabía que, por unos conflictos bastante parecidos
a los míos, relacionados con el deseo de aprehender la vida en caliente, en
su movimiento, se estaban rompiendo la cabeza los existencialistas que sólo
después de la guerra llegarían a tener resonancia. Comprended entonces mi
soledad y mi contradicción interna que se convertía en una fisura la cual
afectaba a toda mi empresa artística: como artista estaba llamado a
perseguir la perfección, pero me atraía la imperfección; debía crear unos
valores, y sin embargo algo parecido a un subvalor o semivalor se me hizo
muy precioso. Hubiese cambiado la Venus de Milo, el Apolo, el Partenón,
la Capilla Sixtina y todas las fugas de Bach por una broma trivial expresada
por unos labios fraternizados con la humillación, por unos labios
humillantes…
Ya es hora de acabar con estas confidencias. Nada de lo que aquí relato
ha encontrado en mí solución; todo sigue siendo fermento hasta hoy. Quizá
en otra ocasión os contaré cómo, en años posteriores, una nueva irrupción
en mi vida de aquella otra patria mía, Polonia, me alejó de Retiro y me
restituyó en cierta medida a otros problemas. Si he sentido la necesidad de
confiaros estas experiencias argentinas, es porque considero importante que
un hombre que toma la palabra públicamente, un literato, introduzca de vez
en cuando a su auditorio detrás de la fachada de la forma, en el bullente
crisol de su historia privada. ¿Resulta ridícula, o incluso humillante? Sólo
los niños y las tías bonachonas (cuya candidez de solteronas es
desgraciadamente un factor importante de nuestra opinión pública) pueden
imaginarse a un escritor como un ser excelso, un espíritu sublime, que
desde las alturas de su «talento» enseña acerca de lo Bello y lo Bueno. No,
el escritor no se asienta en las cumbres, sino que trepa hacia lo alto; y
¿quién podría seriamente exigirnos que en nuestras páginas resolviéramos
todos los nudos gordianos de la existencia? El hombre es débil y tiene
limitaciones. El hombre no puede ser más fuerte de lo que es. La fuerza de
un hombre sólo puede aumentar cuando otro hombre le presta la suya. De
modo que el papel del literato no consiste en resolver problemas, sino en
plantearlos para que concentren en sí la atención general y lleguen a la
gente: allí ya quedarán de alguna manera ordenados y civilizados.
Quiero añadir para terminar que justamente el sentimiento de la
impotencia ante este problema fue lo que me indujo en los años siguientes a
retirarme de la teoría en provecho de la gente, de lo concreto de la persona
humana. De entre las brumas de Retiro emergieron dos cometidos claros e
importantes, que iban a decidir si en el futuro podría expresarme con más
sinceridad o, por el contrario, tendría que ocultar mi yo… El primer
cometido era obvio: conferir una importancia primordial a aquel vocablo de
escasa importancia que es «chico»; a todos los altares oficiales añadir uno
más, en que se alzaría el joven dios de lo inferior, de lo peor, de lo
insignificante, en todo su poder ligado a lo bajo. Es indispensable un
ensanchamiento de nuestra conciencia que consista en la introducción —al
menos en el arte, o al menos en mi arte—, de ese otro polo del devenir, en
dar nombre a esa forma humana que nos fraterniza con la insuficiencia, en
hacer que le rindan homenaje. Pero aquí surgía el segundo cometido,
porque sin la previa liberación de la «virilidad» no se podía ni siquiera tocar
ese tema con la punta de la pluma, y, para poder hablar o escribir de ello,
tenía que vencer en mí el miedo a la insuficiencia en este sentido, a la
femineidad. ¡Oh! Conocía esa virilidad que los hombres se fabrican entre
ellos, instigándose, obligándose a ella mutuamente presas de un terrible
pánico de descubrir en sí a la mujer; conocía a hombres que se esforzaban
por llegar a ser hombres, machos tensos que se daban lecciones de virilidad
los unos a los otros. Un hombre así aumentaba de modo artificial sus
rasgos: exageraba su pesadez, brutalidad, fuerza y seriedad; era el que viola
y conquista con la fuerza, temía, pues, a la belleza y al encanto, que son
armas de la debilidad, se abandonaba a la monstruosidad del macho, se
volvía desenfrenado y trivial, o bien obtuso y torpe. La más alta realización
de esta «escuela» eran seguramente aquellos banquetes de los oficiales
borrachos de la guardia del zar, en los cuales los comensales se ataban unos
cordeles a los miembros viriles y, a continuación, por debajo de la mesa, los
unos tiraban de la cuerda a los otros. El primero que no aguantaba y daba
un grito, pagaba la cena. Pero el espíritu de esta virilidad intensificada se
manifestaba en todo y, diríase, en la historia. Observé que a ese tipo de
hombres su virilidad desenfrenada no sólo les quitaba el sentido de la justa
medida, sino también toda intuición sobre la manera de actuar en el mundo:
allí donde se debía ser elástico, el hombre se abalanzaba, empujaba, se
lanzaba con todo su ímpetu vociferando. Todo en él se volvía excesivo: el
heroísmo, la severidad, la fuerza, la virtud. En semejantes paroxismos,
pueblos enteros se han lanzado, como el toro sobre la espada de un torero,
presa del terrible temor de que el público no les encontrara el más ligero
vínculo con el ewig weibliche… No tenía duda alguna, pues, de que ese toro
superpotente no tardaría en cargar contra mí apenas hubiese husmeado mi
intención de atentar contra sus inapreciables genitales.
Para evitarlo tenía que encontrar una posición diferente —fuera del
hombre y de la mujer, pero que no tuviera nada que ver con el «tercer
sexo»—, una posición extra— sexual y puramente humana desde la cual
pudiera ventilar esas regiones sofocantes y contaminadas por el sexo. No
ser hombre por encima de todo, ser un ser humano que sólo en segundo
lugar es hombre; no identificarse con la virilidad, no quererla… Sólo
cuando con decisión y abiertamente me liberara de la virilidad, su juicio
sobre mí perdería virulencia y podría entonces decir muchas cosas que de
otra manera no se pueden decir.
Sin embargo, estos proyectos se quedaron en tales. Durante los
siguientes años de mi estancia en Argentina, la necesidad de trabajar para
vivir me agobió de tal manera, que toda realización de, mi programa a largo
plazo y a escala más amplia se hizo técnicamente imposible. No podía
concentrarme. La burocracia me absorbió y atrapó entre sus papeles y sus
absurdos, mientras la verdadera vida se alejaba de mí como el mar durante
la marea baja. Con un último esfuerzo escribí Transatlántico, en el que
encontraréis muchas de las experiencias que acabo de contar, y luego fui
condenado a una labor literaria esporádica, de domingos y festivos, como
este diario, donde no puedo transmitiros nada aparte de un resumen
superficial, pobremente discursivo, casi periodístico. Qué le vamos a hacer.
Que sea al menos una huella de mi manera de compenetrarme con mi
segunda y dolorosa patria, la Argentina, que el destino me había deparado y
de la que hoy en día ya no sabría separarme del todo.
Lunes
LUNES
Aullidos de sirenas, pitidos, fuegos artificiales, descorchar de botellas y
el vasto murmullo de una gran ciudad en gran agitación. En este instante
hace su entrada el año nuevo, 1955. Camino por la calle Corrientes, solo y
desesperado.
Delante de mí no veo nada…, ninguna esperanza. Se me está acabando
todo, no consigo iniciar nada. ¿El balance? Después de tantos años llenos, a
pesar de todo, de esfuerzos y de trabajo, ¿quién soy? Un oficinista rendido
por siete horas diarias de darle vueltas a la noria, ahogado en todos sus
proyectos literarios. No puedo escribir nada aparte de este diario. Todo se
va al garete porque cada día durante siete horas cometo el asesinato de mi
propio tiempo. Tantos esfuerzos dedicados a la literatura y ella no es capaz
de asegurarme hoy un mínimo de independencia material, ni siquiera un
mínimo de dignidad personal. ¿«Escritor»? ¡Qué va! ¡Sobre el papel! En la
vida, un cero, un ser mediocre. Si el destino me hubiese castigado por mis
pecados, no protestaría. Pero yo he sido destruido por mis virtudes.
¿A quién debo culpar? ¿A los tiempos? ¿A la gente? Pero cuántos hay
todavía más destrozados. No he tenido suerte en el sentido de que en
Polonia me trataban con desprecio, y hoy, cuando por fin alguno que otro
empieza a respetarme, no queda lugar para mí, soy forastero en todas
partes, como si no habitara en la tierra, sino que estuviera suspendido en el
espacio interplanetario, como un astro solitario.
Miércoles
Jueves
Viernes
Y a pesar de todo, he descollado… Ya es algo parecido a la fama. O al
menos al respeto. Podría parecer, querido Gombrowicz, que de alguna
manera has triunfado en tu solar patrio y que ahora puedes gozar viendo las
caras confundidas… de quienes hasta hace poco te tenían por payaso. ¡La
venganza es el placer de los dioses! Aquella bruja ya no puede ser insolente
contigo. Aquel cretino ha tenido que retirar su opinión. He alcanzado la
gloria. Pero esta gloria…, ejem…, no, la estupidez no se deja vencer. Es
indestructible.
Ayer encontré a la señora X., que había oído hablar de mis numerosos
éxitos. Tras saludarme, me miró con cierto aire de aprobación y dijo:
—Vaya, vaya…, le felicito… ¡Se ha vuelto usted más serio!
¡Maldita bruja! De modo que no has entendido que yo era serio cuando
tú me considerabas un frívolo. ¡Crees que me he vuelto serio sólo a partir de
mis éxitos!
***
Dijo ella: —Usted tiene la vida fácil—. Dije: — ¿Por qué considera
usted que tengo la vida fácil?—. Dijo: — ¡Tiene usted talento! Puede
escribir lo que quiere y a cambio goza de admiración y tiene muchas
facilidades.
Dije: —Pero ¿se da usted cuenta del esfuerzo que exige escribir?—.
Dijo: —Cuando uno tiene talento, todo se le da fácilmente—. Dije: —Pero
«talento» es una palabra vacía; para escribir hay que ser alguien, hay que
trabajar intensamente sobre uno mismo, incluso luchar consigo mismo, es
cuestión de desarrollo…—. Dijo: —Bobadas, ¿para qué ha de trabajar si
tiene talento? Yo, si tuviera talento, también escribiría.
***
***
***
En cuanto a Wyspiański[46]… Es la antítesis de Sienkiewicz, porque
mientras éste se entregó al lector, aquél se dedicó al arte, a un arte por lo
demás exageradamente patético. Sienkiewicz aspiraba a conquistar las
almas, mientras que Wyspiański, a ser Artista; Sienkiewicz buscaba la
gente, y Wyspiański, el arte y la grandeza. Su mundo es un mundo abstracto
en que los conceptos sustituyen a los hombres, es el mundo de la cultura.
¡Ah, el aburrimiento de estos dramas…! ¿Quién era capaz de entender
algo de su liturgia? Wyspiański es una de nuestras mayores vergüenzas, ya
que nunca nuestra admiración había nacido de un vacío semejante, y los
aplausos, los homenajes y la conmoción nuestros en este teatro no tenían
nada que ver con nosotros. ¿Cuál era el secreto de este triunfo? Wyspiański
también satisfacía las necesidades, pero eran unas necesidades totalmente
ajenas a la vida individual, eran las necesidades de la Nación. La Nación
necesitaba un monumento. La Nación reclamaba un gran arte. El drama de
la nación pedía un drama nacional. La Nación necesitaba a alguien que de
un modo grandioso cantara su grandeza. Entonces Wyspiański se plantó
delante de la nación y dijo: ¡aquí me tenéis! Nada de pequeñez, sólo
grandeza, además con columnas griegas. Fue aceptado.
El dramaturgo. Obviamente la forma dramática siempre tiende a
expresar la grandeza, es una red a la que todo lo menudo se le escapa. Pero
también es cierto que el pormenor es creativo, el detalle es concreto, y no lo
son los monumentalismos. Wyspiański, demasiado majestuoso para abordar
cualquier detalle, estaba condenado a coexistir únicamente con los
elementos y las fuerzas elementales tales como: el Sino, Polonia, Grecia,
Niké, o algún fantasma de su propia invención. Su arte no es como el de
Shakespeare o el de Ibsen —la vida corriente llevada a las alturas del drama
(y no me habléis de La boda) —, aquí todo gira desde el principio hasta el
final por la bóveda celeste de la Historia y el Destino. Sin embargo, cuando
se engrandece la sustancia creativa, el mismo creador se vuelve pequeño e
impotente. Wyspiański puso en marcha una patética maquinaria que acabó
por aplastarlo, por eso es tan grandiosa la puesta en escena y en proporción
resulta tan poca cosa lo que el autor quiere decir a los polacos. A los
polacos y a los no-polacos. Su teatro ha sido un fracaso en el extranjero, no
porque sea polaco, sino porque desde el punto de vista universal, carece de
elementos enriquecedores.
¿Grecia? El teatro griego era algo natural para los griegos y estaba
acorde con su manera joven de sentir la existencia. En cambio, para
nosotros este teatro ya no es más que autoritario, nos influye con su
magnificencia histórica, igual que la misma Grecia. El carácter griego de la
obra de Wyspiański se limita a la majestuosidad del decorado. No es algo
que refresque y purifique nuestra visión, es únicamente solemne.
Por lo cual resulta que su supuesto realismo estaba a cien millas de la
realidad. Wyspiański no veía los fenómenos concretos, porque sólo se fijaba
en sus sublimaciones y síntesis conceptuales. Un teatro en medio de
conceptos. Fue un gran director de escena. Aportó unos decorados
espléndidos. Hizo todo lo posible para asegurar un gran patetismo al
espectáculo. Salió al escenario, pero, intimidado por la grandiosidad del
decorado, se calló.
***
***
***
DOMINGO
Quisiera dedicar hoy algo de tiempo a volver a aquellos años, los años
de la independencia. Para destruirlos. Mi actual situación catastrófica así lo
exige. Si acepto interiormente que ellos eran como había que ser, unas
plantas lozanas y florecientes en suelo fértil, mientras que yo soy algo
agonizante en medio de un desierto, un inválido varado en una orilla
extranjera, sin patria, etcétera…, exiliado, perdido, errabundo…, ¿qué me
quedará aparte de renunciar a todo lo que yo significo? Así que debo
movilizar todas las ventajas que se derivan de mi situación y demostrar que
puedo vivir mejor y de manera más auténtica. Ahora voy a escribir algo
sobre la poesía (en verso) de entreguerras…, y ya veré lo que de ella se
salva por ser auténtico… Siento curiosidad de hasta qué punto lo que nace
de mi pluma puede ser verdad…
Aquellos versos eran sin duda mejores que la prosa de entonces. Lo cual
tiene fácil explicación. Cuanto más formalista es el arte, tanto menos
depende de las presiones exteriores, del ambiente y de la época. Lo que
resultaba más difícil en la Polonia independiente era hablar, después,
escribir una prosa normal, después, escribir una prosa estilizada, mientras
que la cosa relativamente más fácil era escribir en verso rimado. Para poder
expresarse de forma irreprochable en una conversación normal, en la prosa
cotidiana, hay que ser un hombre que pueda hablar, un hombre al que las
condiciones exteriores no le alteran su modo de hablar. Pero los poemas,
incluso los «célebres» y los «espléndidos», los puede escribir alguien atado
con todas las cadenas posibles, siempre que haya aprendido la forma.
Skamander y la vanguardia…, sí, recuerdo… Skamander surgió bajo el
signo de la renovación, la modernización y la europeización; ellos quisieron
ofrecer una poesía ya independiente, libre y desinteresadamente poética,
una poesía orgullosa que no sirviera más que a sí misma. ¡Una idea muy
saludable! Era muy propio del momento respirar aires nuevos. Entonces,
¿por qué fue el parto de los montes? ¿Por qué todo terminó en nada…?
En nada, sí. Si elimináramos a todos los poetas de Skamander de
nuestra vida espiritual (pero, ¡cuidado!, utilizo aquí el concepto de «vida
espiritual» en serio), no pasaría nada…, este hecho no provocaría en
absoluto ningún cambio. Ellos existieron, pero podían no haber existido…
Nos veríamos empobrecidos de una cierta cantidad de metáforas y rimas, de
una cierta cantidad de belleza, así como de una serie de novedades poéticas
importadas o de cosecha propia, pero esto sería todo. Ninguno de esos
poetas de raza nos proporcionó nada excitante, nada que fuera
verdaderamente personal, ninguna solución, ninguna transformación de la
realidad en cualquier forma definida y expresiva, como puede serlo una
cara humana. Les faltaba la cara. No tenían una actitud ante la realidad. Si
alguno de ellos tenía lo que suele llamarse convicciones, éstas no se
diferenciaban en nada del corriente catecismo político o social de la época:
el socialismo y el pacifismo de Słonimski, el esteticismo de Iwaszkiewicz,
la polonidad de Lechoń. Habían encontrado sus fes ya hechas, se adherían a
un credo u otro, pero ninguno de ellos poseyó un rito verdaderamente
propio. ¿Acaso, fuera de la poesía rimada, no eran unos niños? Despojad a
Valéry, a Claudel, a Rilke de todas sus estrofas y quedará una personalidad,
un fenómeno espiritual, un alma, alguien único e irrepetible. Quemad las
rimas de Skamander y veréis a un grupo de chicos simpáticos que se
defienden más o menos en la vida.
Teniendo en cuenta que a pesar de todo tenían talento, preguntemos: ¿a
qué se debe este vacío? ¿Por qué fuerza maléfica el arte en lugar de
enriquecer en este caso resultó ser empobrecedor? No será difícil dar una
respuesta si tomamos en consideración que ellos no pretendían en absoluto
enriquecer la forma de la que disponían, sino que querían purificarla.
Habiendo encontrado el verso contaminado de diversos ingredientes no
poéticos, decidieron dejarlo estrictamente poético. Eran unos piadosos
adeptos y cultivadores de la forma cuya majestuosidad cargaban sobre sus
hombros como una capa de armiño: respetuosos, modestos y tímidos. Pero
el artista que teme atentar contra la forma y no sabe tratarla con brutalidad
si es necesario, ¿qué puede hacer? ¿Cómo introducir en un canto
consagrado una poesía que apenas empieza a madurar, que aun no está
sancionada y que es seminoble? ¿Cómo meter en un recipiente estrecho un
contenido tan enorme, que empieza a despertarse? Estos cometidos tan
demoledores superaban en mucho los esfuerzos pusilánimes de los
integrantes del grupo Skamander, dirigidos a perfeccionar y purificar la
palabra. Eran ante todo poetas «por eliminación», poetas sólo ante las cosas
ya poéticas y no de los que transforman la no poesía en poesía.
¡Lo cual les iba de perilla! Esta música les convenía. Porque si no,
¿cómo iban a mantenerse en la literatura? Si intelectualmente no alcanzaban
el nivel de su tiempo y no se daban cuenta de las cosas nuevas que brotaban
a su alrededor. Carecían de talla personal y espiritual…, pues eran, de
hecho, una irrupción colectiva en el arte polaco, ya que, a pesar de que cada
uno de ellos fuera diferente en cuanto a su poesía, temperamento y
pensamiento, sin embargo eran tan homogéneos, en el sentido más
profundo, que hasta hoy esta poesía es una poesía de grupo. Pero ¿acaso
podía surgir en Polonia auténtica poesía, una poesía basada en un contacto
real con la vida, sin horadar con la mirada las paredes de la casa que nos
habíamos construido y ver lo que acechaba más allá…, a lo lejos…? Los
poetas de Skamander eran conscientes de su lugar sólo hasta cierto punto,
conocían su lugar en el arte, pero no sabían cuál era el lugar del arte en la
vida. Conocían su lugar en Polonia, pero ignoraban el lugar de Polonia en el
mundo. Ninguno de ellos se elevó tan alto como para ver la situación de su
propia casa.
Sin embargo, eran suficientemente inteligentes como para darse cuenta
de que la realidad polaca estaba en una gran parte inflada. Sabiéndolo
gracias a la inequívoca intuición poética, y a la vez sin tener idea de cómo
afrontar este hecho y qué conclusiones sacar de él, decidieron no
preocuparse demasiado por la realidad. Y fue así. Editaban sus pequeños
volúmenes, contentos porque su fama crecía, pero por si acaso no le
miraban a los dientes. Se alegraban de tener lectores, pero no controlaban
muy de cerca la calidad de esta lectura. Conquistaban un lugar cada vez
más elevado dentro de la jerarquía de los poetas, sin analizar demasiado
esta jerarquía. En una palabra, se comportaban como todos los poetas del
mundo (con pequeñas excepciones), lo cual sólo podríamos reprochárselo si
aceptáramos que el poeta no debería parecerse demasiado al poeta.
El adversario del grupo Skamander era la vanguardia, que en mis
recuerdos ha quedado como algo parecido a una pesadilla siniestra…
¡Cuánta desmaña bajo aquel cielo enloquecido! Me acuerdo de aquellos
extraños y mal pergeñados panfletos, escritos, manifiestos ridículos, versos
entre revolucionarios y abortados, teorías grandiosas pero también
grandiosamente cómicas y montones de volúmenes inevitables. Tadeusz
Peiper (la metáfora floreciente), Stefan Kordian Gacki, Braun, Waźyk y
centenares de otros adeptos que se dedicaban mutuamente sus poemas…,
todo eso era para mí la vanguardia. Esta producción era más o menos
parecida en todas las ciudades civilizadas, y ahora, aquí, en Argentina,
también me encuentro en los cafés a viejos o menos viejos jovenzuelos
pegados a la ubre de esta eterna madre. Pero en Polonia todo eso era más
sucio; la vanguardia polaca estaba despeinada, desarreglada, descalza, era
una criatura malhecha con la cabeza de un rabino y los pies descalzos de un
chico de campo: una provincia profunda y perdida en el mundo que,
desesperada por su propio provincialismo, soñaba con ponerse a la altura de
París o de Londres. Ese gremio compuesto por unos rabinos contrahechos,
esotéricos y sofistas y por unas ingenuas cabecitas leonadas de los
pueblecitos próximos a Kielce, Lublin o Lvov, se caracterizaba por una gran
ingenuidad, un fanatismo inflamado y una perseverancia consecuente.
Poetas. Poetas decididos a ser poetas, que creaban en sí un ardor y una
embriaguez poéticos, que estaban metidos en aquella vanguardia suya y
encerrados en ella como en una botella.
Nunca tuve la oportunidad de hablar seriamente con ninguno de ellos.
En teoría, había entre nosotros cierta coincidencia, puesto que yo también
era un «vanguardista», aunque de un corte totalmente diferente; pero ya su
mismo «carácter poético» hizo que me armara con muecas de sarcasmo y
bromas repelentes. Y, sin embargo, me llenaban de desasosiego. Sin duda
aportaban una realidad, lo que hacían ya no era sólo inventado, detrás de
ello se escondía algo, algo auténtico…, pero ¿qué? ¿Qué era lo que
aportaban? Miseria. Eran unos lujos forrados de una terrible pobreza.
Aquellos poetas no eran reales en sus productos, en sus páginas
pretenciosas, pero sí que lo eran como síntoma, como una erupción en el
cuerpo de un enfermo. La mayoría de ellos carecía del mínimo de habilidad
mental sin la cual el escribir se hace imposible: indolentes, decadentes,
soñadores, gente no del todo culta, no del todo madura, siniestras criaturas
de los ghettos polacos, ciudadanos de villorrios de mala muerte. Huían de
su propia pobreza convirtiéndose en orgullosos precursores; era la búsqueda
de la salvación…
Y la salvación llegó. Ellos mismos no se atrevieron a confesar que
habían nacido de la miseria. Esta verdad llegó de fuera y un buen día la
República Popular de Polonia los tomó a su cargo y les adjudicó un papel,
desde entonces formaron parte de la literatura oficial y se convirtieron en
burócratas del arte. Y ya que siempre estaban fuera de ellos mismos, sin
aceptar la verdad sobre sí y sobre su propia existencia, completando la
realidad con sueños, abstracciones, teorías y estética, no tenían mucho que
perder y probablemente ni siquiera se dieron cuenta de que les había
sucedido algo imprevisto. No lo presencié, pero me temo que el
bolchevismo encontró a una parte considerable de la intelligentsia polaca en
estado de embriaguez: la cabeza de la nación estaba aturdida. Y muchos,
muchísimos no sabían en realidad lo que les estaba ocurriendo.
***
La prosa.
Recordamos aquella cosecha: hubo abundancia de novelas. Y según las
críticas, todas eran excelentes. Pero un día tuve la siguiente conversación
con Nałkowska [49] á propos de un libro. Ella: —Hay ahí un montón de
observaciones excelentes, de distintos sabores y saborcillos, una especie de
cordialidad sui generis, ¿comprende?, algo especial…, pero hay que entrar
en ello, fijarse de cerca, buscarlo… Yo: —Sí usted se pone a observar esta
caja de cerillas, extraerá de ella mundos enteros. Si va a buscar sabores en
un libro, seguro que los encontrará, porque está escrito: buscad y
encontraréis. Pero un crítico no debería explorar ni buscar, que se quede
sentado con los brazos cruzados esperando que el libro dé con él. A los
talentos no hay que buscarlos con un microscopio, el talento debería dar
señales de vida él mismo haciendo doblar todas las campanas.
Pero como en las épocas en que el sentido de la realidad se debilita todo
se vuelve automático, la crítica polaca se lanzó mecánicamente a la caza de
valores; y está claro que con buena voluntad no es difícil ver una epopeya
hasta en Gojawiczyńska[50]; porque al fin y al cabo incluso la mediocridad
expresa algo. Para romper con esta manía de engrandecer los fenómenos y
recuperar su exacta medida, no hay nada mejor que apartar la vista de las
obras y observar a sus autores. ¿Es realmente grande el creador de esta gran
novela? Y si él no es grande, ¿cómo puede serlo el libro? Si observamos a
los autores de la prosa de aquel entonces, ¿qué es lo que veremos? Que
todas aquellas novelas no dieron ni una sola personalidad, y que ninguno de
ellos estaba a la altura ni siquiera de Żeromski o Sienkiewicz. ¿De dónde le
viene a la Polonia de entreguerras el empequeñecimiento de esa gente?
Había dos autores prometedores: Kaden [51] y Witkacy[52]. Kaden, que
poseía nervio de estilista, una agresividad brutal y el germen de una visión
creadora, podía haber extraído de su tiempo una verdad kadeniana.
Witkiewicz, desenfrenado y perspicaz, cuya inspiración era el cinismo, era
suficientemente degenerado y loco como para salir de la «normalidad»
polaca hacia unos espacios ilimitados, y al mismo tiempo lo bastante
sensato y consciente como para devolver la locura a la normalidad y unirla
a la realidad. Los dos podían haber sido creadores, porque el destino les
había arrancado de la «normalidad» polaca. Sin embargo, fueron
precisamente ellos quienes sucumbieron al amaneramiento y perdieron del
todo su batalla por la expresión; su derrota fue la repetición de las derrotas
de la generación anterior. Kaden desaprovechó su talento, igual que
Żeromski, al renunciar voluntariamente a su soberanía artística y sumergirse
hasta las orejas en la vida polaca; él, hombre de Pisudski, «escritor polaco»,
combatiente, padre de la patria o hijo suyo, conciencia de la nación, director
de teatros, redactor, maestro, profesor y guía. La prosa de Kaden se vistió
con una toga y se puso a hacer muecas, se convirtió en la celebración de la
literatura antes de ser literatura. Witkiewicz desaprovechó su talento, al
igual que Przybyszewski, seducido por su propio demonismo, sin saber unir
lo anormal con lo normal y víctima, por lo tanto, de su propia excentricidad.
Todo amaneramiento es resultado de la incapacidad de oponerse a la forma;
cierta manera de ser se nos contagia, se convierte en vicio, se hace, como
suele decirse, más fuerte que nosotros, y no es de extrañar, pues, que estos
escritores muy poco asentados en la realidad, o más bien asentados en la
irrealidad polaca o en la «realidad incompleta», no supieran defenderse ante
la hipertrofia de la forma. En la obra de Kaden su amaneramiento era
forzado y laborioso, como él mismo. Para Witkiewicz, igual que para
Przybyszewski, el amaneramiento se convirtió en facilidad y absolución del
esfuerzo, por eso la forma de ambos es tan apresurada como negligente.
Pero la derrota de Witkacy era más inteligente: el demonismo se convirtió
para él en un juguete, y ese payaso trágico estuvo muriéndose durante su
vida, como Jarry, con un palillo entre los dientes, con sus teorías, la forma
pura, sus dramas, sus retratos, sus «tripas», su «panza» y sus colecciones
porno-macabras. (Mi primera visita a Witkacy: toco el timbre, se abre la
puerta, en el pasillo oscuro va creciendo un enano monstruoso; era Witkacy
que había abierto la puerta en cuclillas y se levantaba poco a poco…)
Lo que se destaca en estas dos características es de nuevo la impotencia
ante la realidad. También es digno de resaltarse la suciedad de su
imaginación: las tripas de Witkiewicz, el mascujar de Kaden, no son sólo el
resultado de la irrupción del arte europeo en estos terrenos de lo asqueroso,
sino la expresión ante todo de nuestra impotencia ante la suciedad que nos
devoraba en una casa de campesinos, en el camastro judío, en las fincas
carentes de retrete. Los polacos de esta generación ya percibían con toda
claridad la suciedad como algo extraño y horrible, pero no sabían qué hacer
con ello, era un furúnculo que llevaban encima y cuyas ponzoñas les
envenenaban.
De este modo, la prosa más agresiva se precipitó hacia la excentricidad
o el barroquismo, mientras que la que latía en las novelas legibles y
artísticamente correctas carecía de dinamismo y, como una yedra, se
enredaba fielmente alrededor de la vida polaca. Sobre todo las mujeres. He
aquí nuestro testimonium paupertatis: que la novela de aquel tiempo se
apoyaba principalmente en las mujeres y era como ellas. De líneas
redondeadas, blanducha, indolente. Concienzuda, meticulosa, bonachona,
tierna. «Con la sabiduría del corazón se inclinaba sobre el gris destino
humano», o bien «tejía laboriosamente el cañamazo de numerosas
existencias en un dibujo de cordial atención y compasión santificadora»;
eran éstas las autoras siempre modestas e incluso humildes que, con una
abnegación digna de elogio, siempre estaban dispuestas a diluirse de
manera altruista en los demás o directamente en la existencia;
proclamadoras de «verdades indudables» como el Amor o la Compasión,
que Renata o Anastazja descubrían al final de la saga en el temblor de las
hojas o en el canto de los árboles… A esas Dąbrowska, Nałkowska, hasta a
Gojawiczyńska, nadie les niega talento, pero ¿acaso aquella femineidad que
se diluía en el cosmos podía de alguna manera formar la conciencia de la
nación?
Sin embargo, ¿qué hay de extraño en el hecho de que las mujeres
escribieran de manera femenina? Lo que resulta más extraño y más
peligroso es que ninguno de los talentos que de vez en cuando aparecían en
la prosa lograse mantenerse con vida, todos morían. A veces algún libro
explotaba con un retumbo como de cañonazo: La sal de la tierra, de
Wittlin, triunfalmente acogido en el extranjero; la eclosión de Choromański
con Celos y medicina, saludado con repique de campanas: ¡por fin ha
aparecido un «gran novelista»! Las tiendas de color canela, de Bruno
Schulz, libro de otro género y de un rango muy alto. La extranjera, de
Kuncewiczowa, también un anuncio, un presentimiento, un perfume de algo
inesperado… ¿Cuáles eran las dificultades que estas obras causaban a los
críticos? Que resultaba imposible determinar su verdadera calidad. Este
libro en algún aspecto era sencillamente magistral, aquella obra en cierto
fragmento era casi genial, aquellas páginas parecían extranjeras, de un valor
universal, mundial, aquel autor en algún aspecto igualaba a los más
célebres; era una literatura que rozaba continuamente la verdadera
celebridad, pero de estos brotes de genialidad y de estos logros no surgía ni
una gran obra ni un gran escritor. Quedaba claramente de manifiesto el
hecho de que aquellos corto circuitos del talento no eran resultado de un
consecuente desarrollo espiritual, sino algo marginal; todo ello tenía visos
de ser tenso y casual; ellos mismos no sabían por qué de vez en cuando les
salía algo mejor; era como en el dicho polaco de la gallina ciega que da con
un grano. Era una literatura de gallinas ciegas.
***
Boy—Żeleński[53], Słonimski[54]. Estos sí que nos salieron bien, por
fin había dos escritores de verdad: plenamente realizados. Los versos de
Słonimski no me seducían, para mí su poesía eclosionaba en la prosa, en sus
crónicas en Wiadomości: allí era donde se lanzaba contra todo y contra
todos y donde se divertía, un maestro en organizar comedias de las que él
mismo era protagonista (es decir, que era un poeta). ¿Sería ridículo
comparar su influencia con la de Sienkiewicz o Żeromski? Yo afirmo que
con él se educó una generación; no necesariamente hay que ser un dios para
tener adeptos.
Pero lo que considero importante y curioso es que la prosa de Boy y de
Słonimski —probablemente la única prosa eficaz en la Polonia
independiente— consistía en arrastrar las alturas hacia abajo, hacia el
terreno del sentido común y del pensamiento realista. Su fuerza consistía en
pinchar globos, pero esto no requiere mayor fuerza.
Boy: poca creación propia; este traductor nato incluso en sus obras
originales traducía a Francia al polaco.
***
***
Miércoles
Sí, todo esto expresa más o menos el vacío que respiraba para mí
aquella jubilosa creación, aunque es como una algarabía en comparación
con el silencio de las bocas amordazadas de hoy. Pero ya lo he dicho: no
voy a medir la altura de nuestros logros con la profundidad de nuestra
caída. En aquellos años, en Polonia, me sentía como dentro de algo que
quiere ser y no lo consigue, que quiere expresarse y no es capaz… ¡Qué
horrible pesadilla! ¡A mi alrededor, cuántos deseos insatisfechos! Y sin
embargo, el material humano era bueno, nada inferior a cualquier otro
europeo; la gente tenía aspecto de seres con talento, metidos hasta el cuello
en aquella chapucería; aprisionados por algo impersonal, superior,
interhumano, colectivo, algo que se originaba en su medio social. Clases
sociales enteras parecían salidas de un sueño sarcástico: la nobleza
terrateniente, el campesinado, el proletariado urbano, los oficiales, los
ghettos…, y el pensamiento polaco, la mitología polaca, la psique polaca…,
esa polonidad malograda e ineficaz, que lo impregnaba todo como un sutil
vaho: esa herencia que nos determinaba… Regresaba de la casa de campo
de mis hermanos, alterado por una diabólica disonancia; pero en la ciudad
me esperaban los cafés que se debatían inútilmente con el destino, y la
gente, como un bosque de árboles enanos crecido en la arena.
Se podía abrigar la esperanza de una lenta perfección, de unos
paulatinos desarrollo y éxito… Pero ¿esperar? No podía aceptar que mi vida
fuera únicamente un preámbulo a la vida. ¿Acaso debía servir en la
literatura sólo para parchear provisionalmente los agujeros, para al cabo de
cien o doscientos años posibilitar el amanecer de la palabra polaca al fin
soberana? En este caso no valía la pena ni empezar a escribir. El arte que no
es capaz de asegurar a su creador una existencia auténtica en la esfera
espiritual no es más que una continua vergüenza, un testimonio humillante
de mediocridad. A cada momento veía cómo uno de mis «colegas»
asimilaba una fe, una postura ideológica o estética, con la esperanza de que
por fin se convertiría en un auténtico escritor; lo cual, naturalmente,
acababa en una serie de muecas, en una monumental tomadura de pelo, en
una orgía de irrealidad.
Porque, o se es alguien o no se es, pero lo que uno no puede es
fabricarse a sí mismo artificialmente. En la Polonia Independiente, esta
fabricación artificial de la existencia sustituía cada vez más a menudo a la
verdadera existencia: todos esos artistas e intelectuales intentaban ser
alguien con la arrière pensée de ser simplemente. Creer en Dios no porque
sea un imperativo del alma, sino porque la fe fortalece. Ser nacionalista no
por naturaleza y convicción, sino porque es necesario para vivir. Tener
ideales no porque se los lleva en la sangre, sino porque ayudan a
«organizarse». Todos ellos buscaban febrilmente alguna forma para no
diluirse…, y yo quizá no tendría nada en contra, sólo con que hubiesen
tenido el valor de admitir lo que estaban haciendo y no se hubiesen
engañado a sí mismos.
Sin embargo, se trataba de un ingenuo autoengaño. De modo que
finalmente rompí todas las relaciones con la gente en Polonia y con lo que
creaban. Me encerré en mí mismo decidido a vivir sólo mi propia vida,
fuese la que fuese, y ver con mis propios ojos; creía que en el momento en
que consiguiera categóricamente ser yo mismo, encontraría tierra firme bajo
mis pies. Pero pronto se hizo evidente que este extremo individualismo por
sí solo no me podía hacer ni más real ni más creativo.
No solucionaba nada, y sobre todo no solucionaba el problema del
lenguaje. Porque, ¿qué era ese «yo» en que quería apoyarme? ¿Acaso no
estaba formado por el pasado y por el presente? ¿Acaso yo, tal como era, no
era consecuencia del desarrollo polaco? Nada de lo que hacía, decía,
pensaba o escribía me dejaba satisfecho; probablemente es una sensación
que conocéis, cuando os dais cuenta de que continuamente decís lo que no
quisierais decir, cuando el texto escrito por vosotros os suena pretencioso,
estúpido y falso, cuando todos los fallos de vuestra educación, influencias
que os han formado, vicios que os han inculcado, cuando toda vuestra
inmadurez ante las cuestiones cruciales de la existencia y de la cultura os
imposibilita la forma. No conseguía dar con la forma para expresar mi
realidad. No podía en absoluto definir esta realidad ni encontrar mi lugar.
En estas condiciones sólo podía —y es lo que hice en Ferdydurke— fingir
ser un escritor (siguiendo el ejemplo de otros colegas).
Aquí no hay más que una dificultad, aunque insalvable: donde no hay
mata, no hay patata. ¿Ser uno mismo? Sí, pero ¿y si uno es todo
inmadurez…?
Sin embargo, una idea me acompañaba, de la que nunca había dudado:
que sí existo, tengo, por tanto, la evidencia de un hecho, de algo que
existe…, que por el mismo hecho de existir, tenía yo derecho a la palabra y
esta palabra debía ser tomada en consideración.
Entonces contemplé toda aquella insuficiencia de la expresión polaca en
la literatura desde una perspectiva diferente. He aquí la imagen que se me
apareció.
Esa literatura seguramente no reproducía la realidad, y sin embargo era
la realidad, aunque fuera justamente por esa impotencia que la
caracterizaba. Imaginaos a un autor que, por ejemplo, se pone a escribir una
obra de teatro. Si no es capaz de lograr la debida sinceridad e intransigencia
espiritual, su obra no será más que un montón de palabras abortadas. Y sin
embargo, este drama, sin importancia y sin valor dramático como obra, será
un verdadero drama como testimonio del desastre. Y ese autor, digno de
desprecio como autor, será, sin embargo, digno de compasión, y tal vez
hasta grande y dramático como hombre que no ha encontrado para sí la
expresión adecuada.
De modo que la verdadera realidad polaca no se expresaba en los libros,
que no estaban hechos de la realidad —estaban fuera de ella—, sino
precisamente en el hecho de que los libros no nos expresaban. Nuestra
existencia consistía en que no teníamos la existencia suficientemente
cristalizada; nuestra forma en que no estaba suficientemente ajustada. Lo
que nos definía era precisamente nuestra insuficiencia. ¿Y en qué consistía
el error de los escritores polacos? En que se esforzaban en ser algo que no
podían ser: hombres formados, cuando eran hombres que se estaban
formando… Y en poesía y en prosa deseaban alcanzar el nivel de las
naciones europeas más cristalizadas, sin advertir que esto les condenaba a
un eterno papel secundario, ya que no podían rivalizar con aquella otra
forma, más acabada.
De ahí que se me ocurriera, paradójicamente, que la única manera en
que yo, un polaco, podía convertirme en un fenómeno de pleno valor en la
cultura era ésta: no ocultar mi inmadurez, sino confesarla, y con esta
confesión, apartarme de ella; del tigre que me había estado devorando hasta
entonces, hacer un corcel, sobre cuyo lomo quizá hasta podría llegar más
lejos que aquellos hombres occidentales, «definidos»… A primera vista
todo esto no parecía muy amenazador como programa y como consigna de
lucha: bah, un capricho más del intelecto que busca nuevas salidas…; pero
cuando examiné (al escribir Ferdydurke) sus consecuencias, vi con toda
claridad su demoledora perversión. ¿Qué significaba esto? Sencillamente,
que había que ponerlo todo patas arriba, empezando por los mismos
polacos. Del polaco que se enorgullece y presume de sí mismo, que está
enamorado de sí mismo, hacer un ser lo más agudamente consciente de su
insuficiencia y provisionalidad; y hacer que esta agudeza de la visión y la
intransigencia en no ocultar las debilidades se convirtiera en fuerza. No sólo
tendríamos que darle la vuelta a nuestra actitud ante la historia y el arte
nacional, sino que también todo nuestro patriotismo quedaría transformado
y se basaría en otros fundamentos. Más, mucho más; toda nuestra actitud
ante el mundo tendría que cambiar, y nuestra tarea ya no consistiría en
elaborar una determinada forma polaca, sino en conseguir un nuevo
planteamiento de la forma como algo que está siendo creado continuamente
por los hombres y que nunca les satisface. Más aún: debería demostrarse
que todo el mundo es como nosotros, es decir, poner de manifiesto toda la
insuficiencia del hombre civilizado ante la cultura que lo supera.
Se trataba ni más ni menos que de transformar al hombre que tiene
forma en el hombre (y es igualmente válido para la nación) que está
creando la forma; es ésta una receta seca, pero que cambia súbita e
inesperadamente toda la manera de ser de los polacos en el mundo. En
cuanto a mí, no me preocupaba por la desorbitada inmensidad de esta
revolución. Hoy no me pregunto si es sensato proponer semejantes cosas a
la cultura polaca que, diezmada y subyugada, es arrastrada en la dirección
exactamente opuesta (ya que el pensamiento dialéctico en la práctica
totalitaria se transforma en pensamiento dogmático). Los programas no me
horrorizaban porque a mí no me movía ningún programa, sino una
necesidad interior. El artista no está hecho para razonar ni para clasificar
silogismos, sino para crear una imagen del mundo; él no apela a la razón
ajena, sino a la intuición ajena. Describe el mundo tal como lo siente, y
espera que el receptor, al sentirlo de la misma manera, diga: sí, eso es, ésta
es la realidad, y es más real de lo que hasta ahora he venido llamando
realidad; aunque es probable que ninguno de los dos, ni el artista ni el
receptor, sabrían probar lógicamente por qué precisamente esto es más real.
Me bastaba, pues, con que desde este lado me llegase un soplo de vida
auténtica. Avanzaba en esta dirección a ciegas, simplemente porque cada
paso en este sentido hacía mi palabra más fuerte y mi arte más auténtico. Lo
demás no me preocupaba demasiado. Lo demás —tarde o temprano—
llegaría por sí solo.
Lunes
Debo llamar sin falta a Pla.
¿Por qué aún no he llamado a Pla?
Hoy de nuevo me he olvidado de llamar a Pla.
Mañana, antes de la una, seguro que llamo a Pla.
Pla está en casa sólo entre las doce y la una. Que no se me olvide
mañana.
Llamé, pero comunicaba.
Llamé, pero Pla acababa de salir. (Antes el teléfono estaba
comunicando.)
Llamé, pero me contestó un niño y no pude entender me con él.
Quería llamar, pero en ese momento me llamó Krystyna.
Tengo que llamar a Pla.
¿Por qué aún no he llamado a Pla?
1956
XVIII (Mar del Plata)
SÁBADO
Camino hacia el sur apenas me detuve en Buenos Aires. Debía ir a la
estancia de «Duś» Jankowski, cerca de Necochea. Pero Odyniec me metió
en el coche y me llevó a Mar del Plata. Tras ocho horas de viaje, he aquí la
ciudad, y de pronto, a un lado, a la izquierda y visto desde lo alto, el
océano. Nos adentramos en las calles y por fin llegamos a la quinta. Ya lo
conozco. Enormes y susurrantes árboles en el jardín, perros y cactos.
Árboles frutales. Casi el campo.
Martes
Miércoles
Jueves
Fui detrás del Torreón que protege del viento, me quedé allí un tiempo
sentado, después fui a la Playa Grande, allí me quedé tumbado, casi nadie,
gran agitación del mar, estruendo, rugidos, golpes sordos. Al regresar,
apenas podía avanzar por la fuerza del viento, que ahogaba, penetraba y
sacudía. Belleza de las bahías, grandiosidad de los acantilados
contemplados desde una altura de varios pisos, grupos de casitas de colores
en las colinas, playas doradas por el sol.
Al volver a oscuras a Jocaral, los árboles aullaban como si los
estuvieran desollando. Me he sentado a escribir este diario, no quiero que la
soledad vague en mí sin sentido, necesito gente, necesito lectores… No para
comunicarme con ellos. Sencillamente para dar señales de vida. Hoy acepto
ya todas las mentiras, convencionalismos y estilizaciones de mi diario con
tal de poder pasar de contrabando, aunque sea un eco lejano, un pálido
sabor de mi yo aprisionado.
Ya he mencionado que, aparte de Dumas, estoy leyendo La pésanteur et
la grâce, de Simone Weil. Es de lectura obligada. Tengo que escribir sobre
este libro para un semanario argentino. Pero esta mujer es demasiado fuerte
para que yo pueda rechazarla, sobre todo ahora, cuando en mi lucha interior
estoy tan a merced de los elementos. A través de su creciente presencia a mi
lado, crece la presencia de su Dios. Digo «a través de su presencia», porque
el Dios abstracto me suena a chino. El Dios elaborado por la razón de
Aristóteles, Santo Tomás, Descartes o Kant, resulta ya indigesto para
nosotros, es decir, los nietos de Kierkegaard. Nuestras relaciones, o sea, las
de mi generación, con la abstracción se han malogrado del todo, o más bien,
se han vulgarizado, porque manifestamos ante ella una desconfianza propia
de un campesino; y toda esta dialéctica metafísica se me presenta, desde la
altura de mi siglo xx, igual que se les presentaba a los sencillos
terratenientes del pasado, para los cuales Kant era un cantamañanas.
¡Cuánto sudor para llegar a lo mismo, aunque sea en un nivel superior del
desarrollo!
¿Pero hoy, cuando mi vida se ha vuelto, como he dicho, de hierro? La
vida misma, en su monstruosidad, me empuja hacia la esfera de la
metafísica. El viento, los árboles, el susurro, la casa, todo esto ha dejado de
ser «natural» si yo mismo ya no soy naturaleza, sino algo paulatinamente
expulsado de su seno. No soy yo mismo, sino lo que está pasando conmigo,
aquello que reclama a Dios, esta necesidad o exigencia no está en mí, sino
en mi situación. Observo a Simone Weil y mi pregunta no es: ¿existe Dios?,
sino que al contemplarla con estupefacción digo: ¿de qué manera, por qué
arte de magia esta mujer ha logrado organizarse interiormente de un modo
que es capaz de afrontar lo que a mí me destroza? Al Dios encerrado en esta
vida, yo lo percibo como una fuerza puramente humana, independiente de
cualquier centro extraterrestre, como un Dios que ella creó en sí misma con
sus propias fuerzas. Una ficción. Más, si esto facilita la agonía…
Siempre me ha asombrado que pudieran existir vidas basadas en
principios distintos a los míos. Nada más corriente y vulgar que mi
existencia, tal vez hasta repugnante o vil (yo no siento asco ni por mí ni por
mi vida). No conozco ninguna grandeza, absolutamente ninguna. Soy un
paseante pequeñoburgués que por azar llega a los Alpes o hasta al
Himalaya. A cada instante mi pluma toca causas supremas y poderosas,
pero si he llegado a ellas, ha sido jugueteando…; al vagabundear como un
muchacho, he topado frívolamente con ellas. Una existencia heroica, como
la de Simone Weil, me parece de otro planeta. Es el polo opuesto al mío: si
yo soy una permanente huida de la vida, ella la asume plenamente, elle
s’engage, es la antítesis de mi deserción. Simone Weil y yo, uno no podría
imaginarse un contraste más fuerte, dos interpretaciones que se excluyen
mutuamente, dos sistemas contrapuestos. ¡Y me encuentro con esta mujer
en una casa vacía, en el momento en que me resulta tan difícil huir de mí
mismo!
Sábado
Domingo
Miraba la tetera y sabía que ésta y otras teteras serían para mí cada vez
más terribles a medida que pasara el tiempo, igual que todo lo que me
rodeaba. Tengo suficiente conciencia para apurar esta copa de veneno hasta
la última gota, pero no suficiente sublimación para elevarme por encima de
ella; me espera una agonía en un sótano aplastante, sin un rayo de luz por
ninguna parte.
Apartarme de mí mismo…, pero, pregunto, ¿cómo?
No se trata, ni mucho menos, de creer en Dios, sino de enamorarse de
Dios. Weil no es una «creyente», sino una enamorada. Yo, en mi vida,
jamás he tenido necesidad de Dios, ni por cinco minutos desde la más
temprana infancia; siempre he sido autosuficiente. De modo que si ahora
«me enamorara» (aparte de que no puedo amar en absoluto), sería bajo la
presión de esta pesada bóveda que va bajando cada vez más sobre mí. Sería
un grito arrancado por la tortura, no válido. Enamorarse de alguien porque
uno ya no puede aguantar más consigo mismo, ¿no sería un amor forzado?
Después, dando vueltas por el cuarto, pensaba: aunque ese estado de
amor en que vivía Weil me sea orgánicamente inaccesible, tal vez se podría
encontrar una solución análoga a mi medida, acorde con mi carácter. ¿Es
posible que el hombre no pueda extraer de sí mismo la capacidad de
enfrentarse a lo que le espera? Encontrar por medios propios unas razones
superiores de existencia y de muerte. Crearse una grandeza propia. En mí,
la grandeza debe estar oculta —pues soy bastante «extremo» en todo lo mío
—, pero me falta la clave para llegar a ella. Mientras que esa mujer supo
liberar de su interior corrientes y torbellinos espirituales de una potencia
sobrehumana.
¿Grandeza? ¿Grandeza? Oh, grandeza, me es difícil pronunciarte bien;
esta palabra resulta estúpida en mis labios. Mi aversión hacia todo lo
grande.
Gustave Thibon escribe, a propósito de Weil: «Me acuerdo de una joven
obrera, en quien ella descubrió —o eso le parecía al menos— una vocación
para la vida intelectual y a la que obsequiaba incansablemente con unas
maravillosas conferencias sobre los Upanishads. La pobre chica se aburría
mortalmente, pero, por cortesía y timidez, no protestaba.»
¿De modo que «la pobre chica se aburría mortalmente»? Es así
precisamente como la humanidad normal y corriente se aburre con lo
profundo y sublime. ¿Y «por cortesía y timidez, no protestaba»? Así
también nosotros, por cortesía, aguantamos a los sabios, los santos, los
héroes, la religión y la filosofía. ¿Y Weil? ¿Cómo aparece sobre este fondo?
Casi una loca, encerrada en una esfera hermética, sin saber dónde vive, en
qué vive, sin un denominador común con los demás. Apartada. Esta
grandeza, en contacto con la mediocridad, pierde, se convierte al punto en
un ridículo desastre, y ¿qué es lo que vemos? Una histérica que fastidia y
aburre, una egotista, cuya personalidad inflada y agresiva no sabe ver a los
demás, ni es capaz de verse a sí misma con ojos ajenos; un ovillo de
tensiones, tormentos, alucinaciones y manías, algo que se agita en el mundo
exterior como un pez sacado del agua, pues el elemento propio de ese
espíritu es solamente su propia salsa. ¿Y esa carpa metafísica cocinada en
su propia salsa es la que debo vivir como una experiencia profunda?
Calma. Me irrita que su grandeza no funcione debidamente ante todos.
Con Thibon es grande, pero ridícula con la chica. Y ese carácter
fragmentario es un rasgo común de todos los hombres grandes, grandes o
eminentes. Yo exigiría una grandeza capaz de soportar a todos los hombres,
en cualquier escala, en cualquier nivel, que abarcara todos los tipos de
existencia, tan irresistibles arriba como abajo. Sólo un espíritu semejante
sería capaz de conquistarme. Es una necesidad que me fue inculcada por el
universalismo de mi tiempo, que quiere atraer al juego todas las
conciencias, superiores e inferiores, y ya no se contenta con la aristocracia.
Martes
Miércoles
El incansable viento.
Sufro, en la medida en que un sufrimiento no físico me es accesible; es
más bien desesperación que dolor. Quiero puntualizar que estoy orgulloso
por el hecho de que mis dolores no sean excesivos. Eso me acerca a la
mediocridad, o sea, a la norma, a los estratos más sólidos de la vida.
En cuanto a Dios, no se puede ni soñar con un Dios absoluto en las
alturas, al estilo antiguo. Ese Dios realmente está muerto para mí, no
encontraré en mí a un Dios semejante por nada del mundo, no hay en mí
material para ello. Pero existe la posibilidad de Dios como medio auxiliar,
como un camino-puente que conduce al hombre.
Semejante concepto de Dios se puede justificar con facilidad. Basta con
presuponer que el hombre tiene que existir dentro de los límites de su
género, que la naturaleza en general, la naturaleza del mundo, le ha sido
dada ante todo como naturaleza del género humano, y que, por tanto, la
convivencia con otros hombres precede a su convivencia con el mundo. El
hombre existe para el hombre. El hombre existe ante el hombre. De modo
que el mito del Dios absoluto pudo surgir porque facilitaba al hombre el
descubrimiento del otro hombre, le ayudaba a aproximarse y a unirse a él.
Ejemplo: Weil. ¿Quiere ella unirse a Dios, o bien, a través de Dios,
desea unirse a otras existencias humanas? ¿Ama a Dios, o bien, a través de
Dios, ama al hombre? ¿Su resistencia a la muerte, al dolor, a la
desesperación, nace de su unión con Dios o con los hombres? ¿Acaso lo
que ella llama gracia no es sencillamente un estado de coexistencia con otra
vida (pero humana)? Así que aquel «Tú» absoluto, eterno, inmóvil, no sería
más que una máscara, detrás de la cual se oculta una cara humana temporal.
Triste, ingenuo, pero qué conmovedor…, ¿dar semejante salto a los Cielos
para salvar una distancia de dos metros que separa el propio «yo» del «yo»
ajeno?
Si la fe no es más que un estado del alma que conduce a una existencia
ajena, temporal, humana, entonces este estado debería ser accesible para mí
incluso tras haber rechazado el mito auxiliar del Eterno, y realmente no sé
por qué no habría de conseguirlo conmigo mismo. Me falta una clave. Dios
es quizá una de las claves, pero tiene que haber otra acorde con mi
naturaleza. En cuanto a mí, todas las experiencias, todas las intuiciones, me
empujaban en esta dirección, no hacia Dios, sino hacia los hombres. Podría
conseguir una facilidad, una normalización, diría, de la agonía, únicamente
pasando el peso de mi muerte individual a otros y, en una palabra,
sometiéndome a los demás.
Los hombres son una potencia terrible para un ser humano individual.
Creo en la superioridad de la existencia colectiva.
J. me contaba el infierno que había vivido en el campo de concentración
alemán en Mauthausen. El clima de este campo, el clima humano —pues
había sido creado por hombres—, era tal, que la muerte se convirtió en algo
fácil, y él, camino de la cámara de gas (de la que se salvó por casualidad),
sentía pena por no haber tenido tiempo de comerse el pedazo de pan de la
mañana. Este debilitamiento de la muerte no era solamente consecuencia de
la tortura física, era el «espíritu» el que había cambiado, convirtiéndose en
algo degradante y despreciable.
Nuestros medios de convivencia con la gente han sido hasta ahora
ínfimos. Es terrible la soledad de los animales, que apenas pueden
comunicarse… Pero ¿y el hombre? Todavía no nos hemos alejado mucho
de los animales y no tenemos ni idea de lo que pueda ser la irrupción de
otro hombre en nuestra conciencia cerrada.
Presentirse a sí mismo en el futuro… ¡qué sabiduría!
Jueves
Lefebvre sobre Kierkegaard:
«Perdió su amor, su novia. Ruega a Dios que le devuelva todo lo
perdido y espera…»
«¿Qué es lo que reclama, pues, Kierkegaard? Reclama la repetición de
una vida que no vivió, la recuperación de la novia perdida.»
«Reclama la repetición del pasado; que le sea devuelta Regina, tal como
era en los tiempos de noviazgo…»
¡Qué parecido tan grande con El matrimonio! Sólo que Henryk no se
dirige a Dios. Derriba a su padre-rey (el único eslabón que lo une con Dios
y con la moral absoluta), tras lo cual, al proclamarse rey, intentará recuperar
el pasado sirviéndose de los hombres, creando de ellos y con ellos una
realidad.
Magia divina y magia humana.
Lefebvre, igual que todos los marxistas que escriben sobre el
existencialismo, resulta a ratos —para mí— perspicaz, pero al cabo de poco
es como si se hubiese caído de una ventana a la calle, resulta totalmente
vulgar, insoportablemente plano.
¿Cuándo acabará este torbellino, esta agitación, la locura de las hojas, el
desespero de las ramas? Apenas unos árboles se han calmado, otros
empiezan a aullar, el murmullo rueda de un lado a otro, mientras yo,
encerrado en esta casa y encerrado en mí mismo…, de veras tengo miedo
ahora, por la noche, tengo miedo de que se me «aparezca» algo… Algo
anormal…, ya que mi monstruosidad va creciendo, mis relaciones con la
naturaleza son malas, flojas y este aflojamiento me hace vulnerable a
«todo». No me refiero al diablo, sino a «cualquier cosa»… No sé si me
explico. Si la mesa dejara de ser una mesa transformándose en… No
necesariamente en algo diabólico. El diablo es sólo una de las posibilidades;
fuera de la naturaleza está el infinito…
«Lo extremo» me ha asediado por todos lados. Y es un asedio lleno de
terror y fuerza. Pero —como ya lo he anotado con satisfacción— apago en
mí todas las fuerzas. Un romántico en mi situación se entregaría con placer
a estas furias. Un existencialista profundizaría en las angustias. Un creyente
se prosternaría ante Dios. Un marxista trataría de llegar hasta el fondo del
marxismo… No creo que ninguno de ellos, hombres serios, se defendiera
ante la seriedad de este experimento; yo, en cambio, hago lo que puedo para
volver a una dimensión media, a una vida corriente, no demasiado seria…
No quiero abismos ni cumbres, lo que deseo es una llanura…
Retirarme de «lo extremo»…
Estoy bastante familiarizado con el método de pensamiento que
organiza esta retirada. Me digo a mí mismo: tu agonía vive y además con
bastante intensidad. Vives la muerte para describirla de la manera más viva
posible, quieres utilizarla para lo que resta de tu existencia, para tu carrera
literaria. Te asomas al precipicio para contar a los demás lo que has visto.
Buscas la grandeza para elevarte una pulgada por encima de los hombres.
Delante de ti tienes un abismo, pero detrás está el hormigueante mundo de
los humanos…
Pero ¿será sólo mi caso? ¿Es que todas las exploraciones realizadas en
lo Desconocido por «los espíritus más grandes de la humanidad» no iban
dirigidas a convertirse en un célebre filósofo, poeta o santo dentro de la
vulgar cotidianidad? ¿Cómo explicar que en lo que estoy diciendo no hay
ironía, sino que más bien baso en ello todas mis esperanzas?
Una dialéctica que destruye la grandeza en favor de la pequeñez.
Alcanzar la mediocridad. Conseguir el nivel medio en un escalón más alto,
desenmascarando todos los extremismos, pero después de agotarlos; y todo
a mi escala.
Viernes
El catolicismo polaco.
El catolicismo, tal como se ha formado históricamente en Polonia, lo
entiendo como un traspaso a otro —a Dios— de las cargas superiores a
nuestras fuerzas. Es una relación idéntica a la de los hijos con el padre. El
niño está bajo la tutela del padre. Debe obedecerlo, respetarlo y quererlo.
Cumplir sus mandatos. De ahí que el hijo pueda quedarse niño, puesto que
todo «lo extremo» ha sido traspasado a Dios-Padre y a su embajada
terrestre, la Iglesia. Así, el polaco ha conseguido un mundo verde; verde,
por inmaduro, pero también porque en él los árboles y los prados están en
flor y no son negros y metafísicos. Vivir en el seno de la naturaleza, en un
mundo limitado, dejando el negro universo a Dios.
Yo, que soy terriblemente polaco y terriblemente rebelde contra Polonia,
siempre me he sentido irritado ante ese mundillo polaco infantil, falso,
ordenadito y pío. A ello achacaba la inmovilidad polaca en la historia. Y la
impotencia polaca en la cultura, porque a nosotros nos llevaba Dios de la
manita. Contraponía esa obediente infancia polaca a la adulta autonomía de
otras culturas. Ah, esta nación sin filosofía, sin una historia consciente,
intelectualmente lerda, una nación que sólo ha sido capaz de engendrar un
arte «bonachón» y «honrado», una nación blandengue de poetastros líricos,
de folklore, de pianistas y actores, una nación en que hasta los judíos se
diluían y perdían su veneno… Mi actitud literaria está guiada por la idea de
sacar al hombre polaco de todas las falsas realidades y ponerlo en contacto
directo con el universo, y que se las arregle como pueda. Mi deseo es
arruinarle su infancia.
Pero ahora, en medio de este susurro que presiona sin cesar, frente a mi
propia impotencia, en la imposibilidad de estar a la altura, me viene a la
cabeza la idea de haber caído en contradicción conmigo mismo. ¿Arruinar
la infancia? ¿En nombre de qué? En nombre de la madurez que yo mismo
no puedo soportar ni aceptar. Pues el Dios polaco (al contrario que el Dios
de Weil) es precisamente un maravilloso sistema de mantener al hombre en
la esfera intermedia de la existencia, es una manera de esquivar lo extremo,
por lo cual clama mi insuficiencia. ¿Cómo puedo querer que no sean niños,
si yo mismo, per fas et nefas, quiero ser un niño?
¿Un niño?, sí, pero un niño que ha alcanzado todas las posibilidades de
la seriedad adulta y las ha experimentado. En esto radica toda la diferencia.
Comenzar por rechazar todas las posibilidades, encontrarme en un cosmos
tan insondable como me sea posible, en un cosmos cuyo alcance
corresponda a mi máxima conciencia, y experimentar el hecho de estar
abandonado a la propia soledad y a las propias fuerzas: sólo entonces,
cuando el abismo que no habrás logrado dominar te arroje de la silla,
siéntate en el suelo y descubre de nuevo la hierba y la arena. Para que la
infancia llegue a ser lícita, hay que llevar la madurez a la bancarrota.
Bromas aparte, cuando pronuncio la palabra «infancia», tengo la sensación
de expresar el contenido más profundo y todavía adormecido de la nación
que me ha engendrado. Pero no es la infancia de un niño, sino la difícil
infancia de un adulto.
Sábado
MARTES
Ayer por la mañana salí en autobús, vía Necochea, hacia la estancia de
Wladyslaw Jankowski, llamada «La Cabaña».
Si este diario que voy escribiendo desde hace ya algunos años no está a
la altura —la mía, la de mi arte o la de mi época—, nadie debería
reprochármelo, pues es un trabajo que me ha sido impuesto por las
circunstancias de mi exilio y para el que posiblemente no sirva.
Llegué a «La Cabaña» a las siete de la tarde.
«Duś» Jankowski y sus hijas, Marisa y Andrea; Stanisław Czapski (el
hermano de Józef) con su mujer y su hija Lena, y Andrzej Czapski con su
mujer. Durante la cena me dediqué a hacerles muecas con la mitad de la
cara a las chicas, que soltaban risitas contenidas.
Espaciosa habitación en la tranquila casita de invitados en el jardín,
donde dispuse mis borradores, preparándome para una batalla decisiva con
ellos. ¿Quién sentenció que hay que escribir sólo cuando se tiene algo que
decir? Pero si el arte consiste precisamente en que no se escribe lo que se
tiene que decir, sino algo totalmente imprevisto.
Sábado
Lunes
El existencialismo.
No sé de qué manera podría convertirse en mis manos el
existencialismo en algo más que un juguete: un juguete que permita jugar a
la seriedad, a la muerte, a la agonía. Anoto aquí mis reflexiones sobre el
existencialismo no por respeto a mis propias opiniones —opiniones de un
diletante—, sino por respeto a mi propia vida. Describiendo a mi manera
mis aventuras espirituales (como si describiera mis aventuras corporales),
no puedo pasar por alto dos quiebras que se han producido en mí: la
existencialista y la marxista. El fracaso de la teoría existencialista lo he
constatado en mí mismo hace poco, al hablar de ella… a contrecoeur, como
de algo ya muerto, en mi cursillo de filosofía.
Escribí Ferdydurke en los años 1936 − 1937, cuando de esta filosofía no
se oía hablar. Y, sin embargo, Ferdydurke es existencialista hasta la médula.
Señores críticos: os ayudaré a precisar por qué Ferdydurke es
existencialista: lo es porque el hombre creado por los hombres y los
hombres que se forman mutuamente constituyen precisamente la existencia
y no la esencia. Ferdydurke es la existencia en el vacío, es decir, nada más
que la existencia. De ahí que en este libro resuenen fortissimo casi todos los
grandes temas del existencialismo: el devenir, la creación de uno mismo, la
libertad, la angustia, el absurdo, la nada… Con la diferencia de que aquí a
las «esferas» típicas para el existencialismo de la vida humana —la vida
banal y la vida auténtica de Heidegger, la vida estética, ética y religiosa de
Kierkegaard, o las «esferas» de Jaspers—, se añade una esfera más, a saber,
la «esfera de la inmadurez». Esta esfera, o más bien esta «categoría», es la
contribución de mi existencia privada al existencialismo. Digámoslo de
entrada: es lo que más me aleja del existencialismo clásico. Para
Kierkegaard, Heidegger, Sartre, cuanto más profunda es la conciencia, tanto
más auténtica la existencia; ellos miden la sinceridad y la importancia de la
vivencia por la tensión de la conciencia. Pero ¿acaso nuestra humanidad
está construida sobre la conciencia? ¿No es más bien que la conciencia —
esa tensa y extrema conciencia que nace entre nosotros y no de nosotros—
es producto de un esfuerzo y de una mutua perfección y afirmación en ella,
algo a lo que un filósofo obliga a otro filósofo? ¿No es acaso el hombre en
su realidad privada algo infantil situado siempre por debajo de su
conciencia…, y no la siente al mismo tiempo como algo extraño, impuesto
y carente de importancia? Si fuera así, esta infancia oculta, esta degradación
latente, serían capaces, tarde o temprano, de hacer estallar vuestros
sistemas.
No vale la pena extenderse más sobre Ferdydurke, que después de todo
es un circo y no una filosofía. Pero es un hecho que yo, ya antes de la
guerra, andaba como un gato por sus propios caminos en el terreno del
existencialismo, ¿por qué entonces, cuando más tarde conocí la teoría, no
me sirvió de nada? Y ahora también, cuando mi existencia se torna de año
en año más monstruosa, tan mezclada ya con la agonía, llamándome y
obligándome a la seriedad, ¿por qué la seriedad de aquellos existencialistas
no me es útil?
A esos profesores tal vez podría perdonarles el cólico miserere interior
de su pensamiento que no quiere ser pensamiento, sus saltos de la lógica a
la ilógica, de lo abstracto a lo concreto, y viceversa. Podría perdonarles su
pensamiento que vomita pensamiento, y que en realidad «es lo que no es y
no es lo que es», hasta tal extremo llegan sus contradicciones desgarradoras.
Es un pensamiento autodestructivo que da la impresión que utilizamos las
manos para cortárnoslas. Sus obras son el grito de una impotencia
desesperada, la expresión archisofisticada de una quiebra; en ellas darse con
la cabeza contra la pared se convierte en un método, el único que ha
quedado. Pero esto se lo perdonaría, incluso me va. También pasaría por
alto las acusaciones estrictamente profesionales que les hacen sus colegas,
refiriéndose, por ejemplo, a la relación sujeto-objeto, su herencia del
idealismo clásico o bien sus relaciones ilegítimas con Husserl. Porque ya
me he acostumbrado a que la filosofía tiene que ser por fuerza una
catástrofe, y sé que en este campo podemos disponer únicamente de un
pensamiento despedazado; ya se sabe que el jinete que monta este caballo
tiene que caer. No, no soy exigente. No pido respuestas a las preguntas
absolutas, en mi miseria me conformaría aunque fuera con un pedazo
dialéctico de la verdad, que engañaría momentáneamente el hambre. Sí, si
esto pudiera saciarme ni que fuese temporalmente, no me repugnaría
siquiera semejante cebo vomitado.
Me conformaría tanto más fácilmente cuanto que —así debo
reconocerlo— esta filosofía, fracasada ya en sus puntos de partida, se
vuelve, a pesar de todo, tremendamente fértil y enriquecedora en la medida
en que es un intento de sistematizar nuestro saber más profundo sobre el
hombre. Tras rechazar esa escolástica sui generis que especula con la
abstracción (es lo que el existencialismo odia y de lo que, sin embargo, se
nutre), queda, no obstante, algo muy importante, concreta y prácticamente
importante: una cierta estructura del hombre, surgida como resultado de la
más profunda y más definitiva confrontación posible de la conciencia con la
existencia. Varias tesis de los existencialistas resultarán ser quizá chácharas
profesorales, pero el hombre existencialista, tal como lo vieron ellos,
quedará como un gran logro de la conciencia. Desde luego, es un modelo
bastante abismal. Al caer en este abismo, sé que no alcanzaré el fondo, con
todo, es una sima que no me resulta extraña, la sima de mi naturaleza. Y es
posible que esta metafísica del hombre y de la vida no conduzca a nada,
pero constituye la inevitable necesidad de nuestro desarrollo, algo sin lo
cual no hubiéramos llegado a un determinado ápice nuestro, el esfuerzo
máximo y más profundo que debía haberse realizado. Y cuántas intuiciones
sueltas, tan presentes en el aire que respiramos, que me invadían casi a
diario, encuentro aquí imbricadas en un sistema, organizadas en un conjunto
desesperadamente mutilado y que apenas respira, pero que de todos modos
es una totalidad. El existencialismo, sea el que sea, está fundado en nuestra
angustia esencial. Libera nuestro dernier cri metafísico. Nos formula
nuestra última semiverdad sobre nosotros. Hasta el punto de que el hombre
de Heidegger o de Jaspers tiene que sustituir otros modelos anticuados y se
impone a la imaginación definiendo nuestro estado de ánimo en el cosmos.
Aquí, pues, el existencialismo se convierte en una fuerza peligrosa y
respetable, una fuerza que se encuentra en la misma línea que aquellos
grandes actos de autodefinición que de vez en vez modelan el rostro de la
humanidad. Y sólo cabe preguntarse: ¿por cuánto tiempo nos satisfará este
modelo? Porque el ritmo con que vivimos es acelerado y las definiciones se
vuelven cada vez más ligeras y volátiles…
Mi postura ante el existencialismo es fatigosamente confusa y tensa. Yo
mismo lo practico, y sin embargo no me fío de él. Irrumpe en mi existencia,
pero no lo quiero. Y no soy el único que se encuentra en esta situación. Qué
extraño. La filosofía que exhorta a la autenticidad nos empuja a una
gigantesca falsedad.
Martes
Jueves
Martes
A pesar de esto, debo decir que no creo que ningún arte, cultura o
literatura puedan permitirse hoy en día ignorar el existencialismo. Si el
catolicismo o el marxismo polaco se separan de él por un estúpido
desprecio, se convertirán en un callejón sin salida, en un corral, en una
provincia.
El domingo, Duś y yo fuimos a visitar a los vecinos.
La señora de la casa, una inglesa (mujer de un rico agente de la Bolsa de
Buenos Aires, que compró aquí un pequeño terreno y se construyó un
chalet), de entrada me trató con una extraña agresividad, tanto más extraña
cuanto que no me conocía de nada. —Usted debe ser un egocéntrico,
¡intuyo que es usted un egocéntrico…! Luego, durante toda la velada, no
dejó de darme a entender algo más o menos como lo que sigue: — ¡Te
imaginas que eres alguien, pero yo lo sé mucho mejor que tú! ¡Eres un
seudointelectual, un seudoartista (si valieras algo, serías famoso), es decir,
eres un parásito, un gandul, un teórico, un sonámbulo, un anarquista, un
vagabundo y, seguramente, un fanfarrón! ¡Hay que trabajar! ¡Vivir para la
sociedad! ¡Yo trabajo, yo me sacrifico, yo vivo para los demás, y tú eres un
sibarita y un Narciso!
A esos «yo» con los que destruye mi egotismo, añado unos cuantos
«yo» más: ¡yo soy inglesa!, ¡yo soy distinguida! ¡Mira qué sincera soy, qué
desenvuelta e impertinente! ¡Yo tengo gracia! ¡Yo soy encantadora,
divertida, estética y moral! ¡Yo tengo mi cerebro! ¡A mí no me impresiona
cualquiera!
En una ocasión, alguien, ya no me acuerdo si era Sábato o Mastronardi,
me contaba que en una recepción a un escritor famoso se le acercó un
estanciero (por lo demás, persona bien educada) y le dijo: — ¡Usted es un
imbécil! Tras preguntarle qué era lo que en la creación de ese autor
despertaba en él tanta animadversión, confesó que nunca había leído nada
suyo y que lo había reñido por las dudas, por si acaso: «para que no tenga
demasiados humos».
Este fenómeno tiene aquí su nombre. Se llama la «defensiva argentina».
La defensiva de aquella señora, más bien simpática, aunque quizá un poco
amanerada, no era peligrosa, porque se veía que quería agradar y que
utilizaba ese genre porque lo consideraba encantador y distinguido. Sin
embargo, el argentino a la defensiva a veces se vuelve en verdad
impertinente, cosa rara en este país tan cortés.
Lunes
MIÉRCOLES
Esta «novela» (es difícil llamar a mis obras novelas) se me da mal. Su
lenguaje demasiado rígido, me paraliza. Me temo que todo lo que llevo
escrito hasta ahora —ya va por las cien páginas— sea una terrible
porquería. No soy capaz de apreciarlo, porque cuando se trabaja durante
largo tiempo en un texto, se pierde el sentido crítico, pero tengo miedo…,
algo me pone sobre aviso… ¿Tendré que tirarlo todo a la papelera, todo el
trabajo de meses, y empezar de nuevo? ¡Dios mío! ¿Y si he perdido el
«talento» y ya nunca más nada…, al menos nada a la altura de mis obras
anteriores?
France: el talento no es más que una gran paciencia. Gide: el talento es
el miedo a la derrota. Si el talento es paciencia y miedo, no me falta talento.
Me he inventado un tema fascinante, excitante, una realidad cargada de
terribles revelaciones, y la obra está ya en estado de ebullición, estimulada
por numerosas ideas, visiones e intuiciones. Pero hay que escribirlo. Me
falla el lenguaje. Me he metido en un lenguaje de un género demasiado
tranquilo, demasiado poco enloquecido.
Las chicas:
Marisa, quince años, distinguida y romántica, le da pereza estudiar, en
cambio se sumerge continuamente en las luminosas brumas de la belleza, el
amor y el arte… Le cuento lo mío con Lollobrigida o con Grace Kelly,
situando el relato en yates, cataratas o cumbres de montañas. Desconfiada.
Andrea, doce años, una chiquilla avispada, brillante y perspicaz, muy
risueña, me gusta reír con ella, se ha especializado en robarme la pipa. Le
digo que una de las ventanas del establo es «mala» y hay que tener cuidado,
lo cual le quita el sueño, a mí también.
Lena, catorce años. Con ésta he iniciado un ligero flirteo que consiste en
intercambiar miradas que expresan desprecio, embriaguez, éxtasis,
menosprecio, anhelo, cinismo, indiferencia, sarcasmo, amor, pasión, ironía,
tedio, desencanto… Cuando no nos ven los mayores, nos lo comunicamos
igualmente por medio de muecas. Por lo demás, me desprecia.
Rubias. ¡Qué bellas son! La delicadeza y el silencio de su
adolescencia…, son, pero al mismo tiempo es como si no fueran…:
pasajeras, enamoradas de sí mismas y desdeñosas para consigo mismas,
importantes y carentes de importancia; su existencia naciente es a la vez
broma y seriedad…, mientras que yo, algo mayor, tengo que someterme a
su diversión cada vez que me acerco a ellas y miento; miento, porque es lo
que me exige su imaginación, estoy impregnado de mentira hasta la médula.
Les cuento mis batallas de la última guerra…
Jueves
Esto por un lado. Por el otro: reflexiones que a duras penas podría
llamar intentos de extraer de mí algún tipo de moral, la moral de mi tiempo.
Catolicismo, existencialismo, marxismo… Pienso en esto mientras paseo
por la avenida de eucaliptos, pienso, lo cual me extraña, porque por lo
general evito pensar…, puedo decir con la conciencia tranquila que sólo
pienso cuando me veo obligado a hacerlo. Prefiero mirar sin más a pensar.
Pero ahora pienso con mucha más serenidad que allí, en Mar del Plata,
cuando de verdad tenía miedo a la agonía.
¿Acaso soy un hombre privado de sentido moral?
No, con toda seguridad. Soy una naturaleza más bien noble, aunque
infinitamente débil (sin embargo, en este sentido mi maestro debe ser
Chopin, me las arreglo de manera que mi debilidad se me convierta en
fuerza). De todos modos, no miente esa rebelión encarnizada, sorda, casi
convulsiva, que surge en mí contra la villanía. Hasta hoy he conservado en
mí el sencillo reflejo moral de un muchacho, como tantas otras cosas de mi
juventud.
¿De dónde me viene, pues, esta aversión hacia toda moral definida,
encerrada en un sistema? Quiero tener una moral elástica, la moral de mi
naturaleza, quiero conservar este frescor…; el hombre construido, según mi
parecer, precisamente en esto, en la moral, está repulsivamente fuera de
lugar, es la muerte de la vida moral. Pero ¿qué queréis? El mundo se vuelve
a mi alrededor cada vez más construido, cada vez menos parecido a un
árbol susurrante y cada vez más parecido a un cuarto de baño. Pulcritud
repugnante, superficies brillantes y lisas de esmalte y metal, frialdad y
lógica, tubos y grifos sobre una bañera reluciente, y —como ha comentado
alguien con mucha razón en Kultura— un baño en esta bañera no es lo
mismo que un baño en un lago. En este lavabo, yo, cerrado con llave,
vomito. Cuando en mi horizonte aparece un moralista contemporáneo tipo
Sartre, tengo la sensación de que es un buzo que emerge de las
profundidades, pero que ha olvidado quitarse la escafandra. Una máscara
horrible, pensada para unas presiones no humanas, se le ha pegado a la cara.
Sábado
Lunes
Martes
Jueves
Mentira.
Dandy: este jamelgo me ha caído bien. Quizá sea algo corto de cuello,
un poco nervioso, pero qué armonía en el salto, qué salida hacia el
obstáculo y qué caída, qué delicadeza y discreción al tomar los virajes y
hasta en las acrobacias (yo no las practico, pero Lena sí que salta sobre
Dandy). Por la mañana temprano salimos con Lena, ella sobre Lilly, una
yegua más tranquila, yo sobre Dandy, y los dos nos dejamos extasiar por el
galope en los pastos y los rastrojos, donde el salto de nuestros caballos
devora las cercas y las alambradas, donde de debajo de los cascos sale
disparada una liebre muerta de miedo. A veces nos siguen Marisa y Andrea
sobre Africana y Lord Pérez sin poder alcanzarnos…, desesperadas…,
haciéndonos señas… Ayer hubo una violenta disputa con Duś y Sta
Wickenhagen acerca de Traviata, una yegua de pura sangre adquirida hace
poco, desgraciadamente de reflejos amanerados, pero no carente de estilo.
Trato de darle garbo con el trockkett, primero en la cuerda, luego saltando,
finalmente con un trote tranquilo, pero esos expertos, así como Jacek
Dębicki, menos familiarizado con esto, no me auguran ningún éxito.
Mentira, mentira… A pie soy diferente que a caballo, a caballo diferente
que a pie. Los caballos mienten a la moral, la moral a los caballos, yo a los
caballos, a la moral y a las chicas. Un repentino relajamiento. Frivolidad.
¿Quién soy? ¿Acaso «soy» realmente? A veces soy esto, a veces aquello…
Sábado
Domingo
Martes
Jueves
Geografía.
¿Dónde estoy?
He caminado a lo largo de la avenida de eucaliptos, por última vez antes
de partir. He estado allí, frente a aquellos árboles, en la perspectiva de la
avenida, sobre aquel suelo arenoso, entre cosas nítidas: árboles, hoja, terrón,
ramita, corteza.
Pero al mismo tiempo estaba en América del Sur, ¿dónde está el norte,
el oeste, el sur, cómo estoy situado con referencia a la China o a Alaska, en
qué lado está el polo?
El crepúsculo: la gran bóveda de la pampa despide estrellas, una tras
otra, enjambres de ellas aparecen resaltadas gracias a la noche, mientras que
el mundo palpable de los árboles, de la tierra, de las hojas, este único
mundo amigable y creíble, se ha diluido en una especie de invisibilidad,
inexistencia…, se ha borrado. Pese a esto avanzo, me adentro cada vez más,
pero ya no en el camino, sino en el cosmos, suspendido en el espacio
astronómico. ¿Acaso el globo terrestre, suspendido él mismo, puede
asegurar el terreno firme bajo los pies? Me he encontrado en un abismo sin
fondo, en el seno del universo y, lo que es peor, no ha sido una ilusión, sino
la más verdadera de las verdades. Sin duda se podría enloquecer si uno no
estuviera acostumbrado…
Escribo en el tren que me lleva a Buenos Aires, hacia el norte. El Paraná
es un río inmenso por el que voy a navegar.
Estoy sentado, tranquilo, miro por la ventana, observo a la mujer
sentada frente a mí, de manos menudas y pecosas. Y al mismo tiempo estoy
allí, en el seno del universo. Todas las contradicciones se dan un rendez-
vous en mí: la calma y la locura, la sobriedad y la embriaguez, la verdad y
la patraña, la grandeza y la pequeñez, pero siento que en mi cuello se posa
de nuevo la mano de hierro, que poco a poco, sí, de manera casi
imperceptible…, se va cerrando.
GOYA
Lunes
Miércoles
Jueves
BUENOS AIRES
Jueves
MIÉRCOLES
De vuelta a Buenos Aires he cambiado mi modo de vida. Me levanto
alrededor de las once, pero dejo el afeitado para más tarde, porque es muy
aburrido. El desayuno compuesto de: té, pan, mantequilla y dos huevos, los
días pares de la semana, pasados por agua, y los días impares, duros.
Después del desayuno me pongo a trabajar y escribo hasta que las ganas de
abandonar el trabajo vencen en mí la aversión hacia el afeitado. Cuando se
produce esta crisis, me afeito con agrado. El hecho de estar afeitado inclina
a salir a la calle, de modo que me dirijo al café Querandi, en la esquina de
las calles Moreno y Perú, para tomar un café con pastas y leer La Razón.
Vuelvo a casa para seguir trabajando, pero estas horas las dedico al
trabajo remunerado para la prensa local, o bien, montado en mi Remington,
pongo al día la correspondencia. Mientras tanto fumo en una de mis pipas,
la Dunhill o la BBB Ultonia. Fumo tabaco «Hermes para pipa». Después de
las ocho salgo a cenar al restaurante Sorrento, y luego el programa varía en
función de las circunstancias. Las horas tardías de la noche las dedico a la
lectura de libros, que, por desgracia, no siempre son como desearía.
He comprado en rebajas seis camisas de verano muy bien de precio.
Lunes
Jeleński… ¿quién es? Ha aparecido en mi horizonte, allá lejos, en París,
y está luchando por mí; hace tiempo —tal vez nunca— que no me he
encontrado con una afirmación tan decidida y al mismo tiempo tan
desinteresada de lo que soy y de lo que escribo. La capacidad de asimilar y
de percibir no sería suficiente, semejante compenetración sólo puede
producirse sobre la base de una afinidad de naturalezas. Anda a la greña con
la emigración polaca por mi causa. Aprovecha todas las ventajas de su
situación en París y de su creciente prestigio dentro del beau monde
intelectual para respaldarme. Recorre los editores con mis textos. Me ha
conseguido ya unos cuantos partidarios, y nada mediocres. Consideración,
sí, de acuerdo, incluso admiración…, al fin y al cabo lo comprendo (homo
sum)…, pero ¿todo este trabajo para mí?, ¿que la admiración no se limita a
admirar…?
No me parece extraño que él absorba y asimile con tanta facilidad mi
facilidad…, él es todo facilidad, no se alza ni se agita como un río ante un
obstáculo, sino que fluye vivaz en una secreta alianza con su cauce, no
destroza, se filtra, penetra, se moldea según los obstáculos…, casi baila con
las dificultades. Pues bien, yo en cierta medida también soy un bailarín y
me es muy propia esta perversión (la de abordar con «facilidad» lo
«difícil»), supongo que es una de la bases de mi capacidad literaria. Pero lo
que me extraña es que Jeleński también haya sabido llegar hasta mi
dificultad, hasta mi dureza; nuestras relaciones no se reducen con toda
seguridad solamente al baile, y él me comprende como muy pocos,
precisamente donde soy más doloroso. Mis contactos con él se limitan
exclusivamente a un intercambio de cartas, jamás lo he visto con mis
propios ojos, y por otra parte estas cartas son generalmente apresuradas y
concretas; sin embargo, sé con seguridad que en nuestra relación no hay
nada de sentimentalonas carantoñas espirituales, que es una relación severa,
intensa y tensa a la vez, y mortalmente seria en su propia esencia.
A veces asocio a Jeleński (que al parecer es un refinado hombre de
mundo) con la proletaria sencillez de un soldado…, es decir, tengo la
sensación de que su facilidad es la facilidad ante la lucha, ante la muerte…
Que ambos somos, como soldados en las trincheras, al mismo tiempo fútiles
y trágicos.
Jueves
Viernes
Miércoles
Viernes
Domingo
Lunes
Martes
He leído lo que escribí más arriba acerca del proletariado y del arte. Qué
poco convincente resultará este texto para quienes no me comprenden, a
quienes se les escapa mi sentido. Y son legión. Ojalá tengan el oído
suficientemente desarrollado para advertirles que no se trata de unos
caprichos fugaces, sino más bien de indicar un camino difícil, difícil porque
no va por las nubes, sino por la tierra firme.
Vuelvo a mi punto de partida: ellos no han vivido su vida. Sí, por eso es
por lo que yo me muestro ante ellos tan altivo, tan arrogante, tan desdeñoso:
sencillamente no puedo admitir que esa gente esté a mi altura. Pues bien,
teniendo en cuenta que sobre mí no ha caído ni la décima parte de lo que
ellos experimentaron, y que, mientras ellos se desangraban, yo vagaba por
los cafés de Buenos Aires, reconozco que semejante sentimiento no es muy
correcto. Seguramente serían más indicadas la humildad y la admiración. Y
sin embargo, este frío menosprecio que llevo en mí es tan fuerte, que no lo
puedo ocultar en este diario, donde no me gustaría mentir demasiado.
¿Cómo me atrevo a menospreciarlos? ¿Menospreciarlos de una manera
tan cruel, que hasta el dolor y la derrota de esta gente, que al fin y al cabo
me es muy próxima, se me vuelven menos importantes? No sé explicármelo
si no por el hecho de que percibo su existencia con menos fuerza…, no, no
es a causa de la distancia ni de los años que nos separan. Han dejado de ser
alguien para mí. Han dejado de ser lo que eran, y en cambio no se han
concretado suficientemente en su nueva existencia. Son confusos. Borrosos.
Incompletos. Embrionarios.
¿Comunismo? ¿Anticomunismo? No, dejemos eso de momento. No se
trata de que seáis comunistas o anti…, se trata de que simplemente seáis.
Ser: éste es el postulado mínimo que propongo a la intelligentsia polaca, a
la conciencia polaca. Tendréis que esforzaros bastante en los próximos años
para pasar de la semiexistencia a la existencia, y no se sabe si os saldrá
bien. Mientras tanto, amigos, vuestra vida, igual que vuestra muerte, no
tendrán pleno valor. Y este derecho a la vida y a la muerte lo tendrá que
conquistar cada uno de vosotros por su propia cuenta.
Unas observaciones sueltas más en relación con esta lectura de los
periódicos.
Su imaginación. —Es más pura que antes de la guerra. Han quedado
extrañamente purificados. Su imaginación ha dejado de ser una expresión
de sibaritarismo, se ha dirigido hacia el esfuerzo y la lucha. Está más
esencialmente unida a la energía. Y la sana corriente de la imaginación
primitiva, de la que hoy están más próximos, les ha purificado de
numerosas distorsiones, excentricidades e histerias.
Antes de la guerra, en Polonia había bastante gente que vivía una vida
suavizada: la nobleza terrateniente, la burguesía. Por eso se desahogaban en
la imaginación, una imaginación no suficientemente disciplinada, por tanto
sucia…, soñadores. En la Polonia de hoy ya no lo son. Y no hay que buscar
la causa en el marxismo, sino en la miseria.
Su imaginación es más pulcra, pero también pobre. Su pobreza tampoco
es consecuencia del sistema social, de las prohibiciones y directrices, sino
que está relacionada con una pauperización general. Cuando desaparezcan
las prohibiciones, el país quedará con la imaginación vaciada, meterá la
mano en el bolsillo y lo encontrará vacío.
Su moralidad. —Tienen la boca llena de moral. Sin cesar. Por tanto,
¿quién puede creer en su moral?
En mi opinión, su moral es inversamente proporcional a su verborrea.
La moral de la vida pública, ¿está allí siempre sobre el tapete? Pues
supongo que en este campo deben ser unos cínicos de mucho cuidado. Sin
embargo, en las relaciones personales, familiares, etcétera, allí donde es
posible cierta discreción, seguro que son buena gente.
Su belleza. — ¿Qué tipo de belleza desean para sí mismos? ¿Qué
plumaje? ¿Qué adorno? ¿Qué poesía, qué fascinación buscan para
embellecer su existencia, excesivamente gris? Es una pregunta difícil. Su
belleza oficial es la belleza de la lucha por un nuevo orden, pero esta
belleza ha sido allí racionalizada y demasiado identificada con la virtud, lo
cual le quita vitalidad. Abundan en bellas virtudes, como la Iglesia católica.
Pero ¿dónde están sus hermosos pecados?
Si su imaginación no se ha reducido a cero, se puede suponer que más
allá de la poesía oficial se crea a escondidas otra poesía, la privada, que es
la poesía de la anarquía.
Su modestia. —Estos literatos son extraordinariamente modestos. Su
modestia constituye su savoir vivre. Consiste en ocultar el orgullo. No es
más que una medida de prudencia para no provocar la furia de nadie contra
uno mismo.
En literatura, semejante modestia no puede servir de nada. El orgullo, la
altanería, la ambición son elementos que no se pueden eliminar del escribir,
porque constituyen su motor. Hay que ponerlos en evidencia. Sólo entonces
se los podrá civilizar.
ANEXO
Contra los poetas
SERÍA más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que
aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos
practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única
Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas
reverencias y con voz altisonante… ¡Ah, Shelley! ¡Ah, Słowacki! ¡Ah, la
palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y sin embargo,
me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis
posibilidades, estropear este ritual en nombre…, sencillamente en nombre
de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier error de estilo,
cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la
lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo
cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra
firme bajo mis pies.
Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los
versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado,
puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto
ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y
hasta me aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por
otra parte, llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me
resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento
preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente
la poseo y en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los
versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en
los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o
sencillamente con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a
temblar como los demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me
cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando
aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono,
siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el
lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los
lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por
qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la
manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?
Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una particular carencia mía
en este sentido…, si no fuera por ciertos experimentos…, ciertos
experimentos científicos… ¡Qué maldición para el arte, Bacon! Os aconsejo
que no intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que
este campo no lo admite; toda la pomposidad sobre el tema es posible sólo a
condición de que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué
punto se corresponde con la realidad. Vaya cosas que veríamos si nos
pusiéramos a investigar, por ejemplo, hasta qué punto una persona que se
embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con Bach, esto es, hasta
qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach. ¿Acaso no he
llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera
«Arroz con leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que
consistían en ponerme a aporrear el instrumento, tras haberme asegurado el
aplauso de unos cuantos expertos que estaban al corriente de mi intriga y
tras anunciar que iba a tocar música moderna. Qué suerte que aquellos que
discurren sobre el arte con el grandilocuente estilo de Valéry no se rebajan a
semejantes confrontaciones. Quien aborda nuestra misa estética por este
lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente madurez
constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde
reina el bluff, la mistificación, el esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será
muy buena gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de
vez en cuando al mismo Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un
cura descalzo y con pantalón corto.
He realizado los siguientes experimentos: combinaba frases sueltas o
fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un
grupo de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el
arrobamiento general de dichos admiradores; o bien me ponía a
interrogarles detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así
constatar que los «admiradores» ni siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo
es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo hasta el final? ¿Deleitarse tanto
con la «precisión matemática» de la palabra poética y no percatarse de que
esta precisión está puesta radicalmente patas arriba? ¿Mostrarse tan
sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé qué
sutilidades y matices, para al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan
elementales? Naturalmente, después de cada uno de semejantes
experimentos había grandes protestas y enfados, mientras los admiradores
juraban y perjuraban que en realidad las cosas no son así…, que no
obstante…; pero sus argumentos nada podían contra la dura realidad del
Experimento.
Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles de hombres
escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios se
han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado,
y ante toda esta montaña de gloria me encuentro yo con mi sospecha de que
la misa poética se desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera
divertirme con esta situación, estaría seguramente muy aterrorizado.
A pesar de esto, mis experimentos han fortalecido mis ánimos, y ya con
más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión atormentadora:
¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las mismas
razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve
para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como
natillas. En la poesía pura, versificada, el exceso cansa: el exceso de
palabras poéticas, el exceso de metáforas, el exceso de sublimación, el
exceso, por fin, de la condensación y de la depuración de todo elemento
antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químico.
El canto es una forma de expresión muy solemne… Pero he aquí que a
lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos cantores al
cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el tiempo
se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al
otro en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las
multitudes, sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad
constante, en un continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide
cuya cumbre alcanza los cielos y a la que admiramos desde abajo, desde la
tierra, levantando las narices hacia arriba. Lo que iba a ser una elevación
momentánea de la prosa se ha convertido en el programa, en el sistema, en
la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es ingeniero o médico. El
poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya no lo
dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto
esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse
a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso.
Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte cometido más
importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca deberíamos
perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se
forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por
tanto, nunca deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado
nuestras posibilidades convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de
una postura tan falsa, es más, casi pretenciosa, como la de un «cantor», con
más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero nosotros, hasta ahora, en lo
que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y tiempo a
perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener
ante ellos una autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación
adecuada entre nosotros y nuestra postura. Podría parecer que la Forma es
para nosotros un valor en sí mismo, independientemente del grado en que
nos enriquece o empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos
preocupamos demasiado por la cuestión de hasta qué punto conserva
todavía algún vínculo con nosotros. Cultivamos la poesía sin prestar
atención al hecho de que lo bello no necesariamente tiene que
«favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo
contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra
laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa.
Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que podríamos llamar
religioso, trata de echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura
humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la
Poesía, o el Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro
espíritu, más insubordinada, intenta justamente devolverle al hombre su
autonomía y su libertad con respecto a estos Dioses y Musas que, al fin y al
cabo, son su propia obra. En este último caso, la palabra «arte» se escribe
con minúscula. Es indudable que el estilo capaz de abarcar ambas
tendencias es más completo, más auténtico y refleja con más exactitud el
carácter antinómico de nuestra naturaleza que el estilo que con un
extremismo ciego expresa solamente uno de los polos de nuestros
sentimientos. Pero, de todos los artistas, los poetas son probablemente los
que con más ahínco se postran de hinojos —rezan más que los otros—, son
sacerdotes par excellence y ex professio, y la Poesía así planteada se
convierte sencillamente en una celebración gratuita. Justamente es esta
exclusividad lo que hace que el estilo y la postura de los poetas sean tan
drásticamente insuficientes, tan incompletos.
Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que el artista
debe expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo, también tiene
que cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en el
mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también
la del mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un
error de estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por
todo el mundo, mientras en realidad los hombres ni me aprecian ni me
tienen simpatía, también cometo un error de estilo. Si, en cambio, queremos
tomar conciencia de nuestra verdadera situación en el mundo, no podemos
eludir la confrontación con otras realidades diferentes de la nuestra. El
hombre formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen,
el hombre que es producto exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo
peor y más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y
ha convivido con gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa
religiosidad suya, no compensada por nada, esa entrega absoluta a la
Poesía, sino también su política de avestruz en relación con la realidad:
porque ellos se defienden de la realidad, no quieren verla ni reconocerla, se
abandonan expresamente a un estado de ofuscamiento que no es fuerza,
sino debilidad.
¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no buscan
únicamente a sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que estos
versos no son producto exclusivo de un hombre determinado y restringido?
¿Es que no son herméticos? Obviamente, no les reprocho el que sean
«difíciles», no pretendo que escriban «de manera comprensible para todos»
ni que sean leídos en las casas campesinas pobres. Sería igual a pretender
que voluntariamente renunciaran a los valores más esenciales, como la
conciencia, la razón, una mayor sensibilidad y un conocimiento más
profundo de la vida y del mundo, para bajar a un nivel medio; ¡oh, no,
ningún arte que se respete lo aceptaría jamás! Quien es inteligente, sutil,
sublime y profundo debe hablar de manera inteligente, sutil y profunda, y
quien es refinado debe hablar de un modo refinado, porque la superioridad
existe, y no para rebajarse. Por tanto, no es malo que los versos
contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que
hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos mundos y
tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un autor que
defiende obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo digo
para que no se me eche en cara que practico un género que combato), mis
obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen
otros mundos. Y si no escribo para el pueblo, no obstante escribo como
alguien amenazado por el pueblo o dependiente del pueblo, o creado por el
pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por la cabeza adoptar una pose de
«artista», de «escritor», de creador maduro y reconocido, sino que
precisamente represento el papel de candidato a artista, de aquel que sólo
desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo que
frena mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo
de gente afín a mí, sino precisamente en relación y en contacto con el
enemigo.
¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta si cae en
manos no de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como
cualquier otra expresión, un poema debería ser concebido y realizado de
manera que no deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que
no tuviese que gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no
deshonren al creador ni siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten.
Porque ningún poeta es exclusivamente poeta, y en cada poeta vive un no-
poeta que no canta y a quien no le gusta el canto…; el hombre es algo más
vasto que el poeta. El estilo surgido entre los adeptos de una misma religión
muere en contacto con la multitud de infieles; es incapaz de defenderse y de
luchar; es incapaz de vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho.
Permitidme que os muestre la siguiente escena… Imaginémonos que en
un grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a cantar.
Su canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere
darse cuenta de ello; no, él se comporta como si encantara a todo el mundo;
pretende que todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un
reconocimiento incondicional a su papel de Vate; y aunque nadie le da
mayor importancia a su canto, él adopta una expresión como si su palabra
tuviera un significado decisivo para el mundo; lleno de fe en su Misión
Poética lanza anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no quiere
reconocer ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a él,
le atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera
desenvuelta, natural ni directa, sino en una forma heredada de otros poetas,
una forma que perdió hace tiempo el contacto con la directa sensibilidad
humana; y así no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la
Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo
pretende que los demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de
rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido
llevar un peso excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree en la
fuerza de la poesía, sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se ofrece
a los demás, sino que los obliga a que reciban este don divino como si fuera
una hostia. En un estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una
grieta por la cual desde el exterior pudiese penetrar la vida? Y al fin y al
cabo no hablamos aquí de un cantor de tercera fila, no, todo esto también se
refiere a los poetas más célebres, a los mejores.
Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un
rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que
cantan en el vacío. Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de
pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor… o hasta con
repulsión… ¡Pero no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!
Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el
estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya
no encuentra apoyo en nada…, se convierte en juguete de los elementos. A
partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano
concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos
en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo
empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno,
se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que
metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas
«añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de
un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se
refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El
estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo,
lo cual ha provocado el que hoy en día los versos no sean más que una
docena de «vivencias» consagradas, servidas en insistentes combinaciones
de un vocabulario mísero. A medida que el Estrechamiento se iba volviendo
cada vez más Estrecho, también la Belleza no frenada por nada se volvía
cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada
vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el verso,
privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un
poema gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos
cuantos exploradores), por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a
un tamaño ya demasiado sintético y homeopático. Asimismo se empezó a
hacer descubrimientos y experimentos con cara de ser los únicos enterados;
y, repito, ya nada es capaz de frenar esta aburrida orgía. Porque no se trata
aquí de la creación de un hombre para otro hombre, sino de un rito
celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno
dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación
de la vocación del Poeta.
Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios
únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha
hecho grandes estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte
de Virgilio, de Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentaremos
la misma sensación: que la «eminencia» y la «grandeza» de estas obras se
realizan en el vacío, que pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe
que son grandes…, pero que de algún modo nos resultan lejanos,
inaccesibles y fríos…, puesto que fueron escritos de rodillas y con el
pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción.
Esta prosa surgió del mismo espíritu que ilumina a los poetas, e
indudablemente, por su esencia, es «prosa poética».
Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las personas de los
poetas y del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus acólitos,
nos sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben
para los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se
rinden honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no
difiere mucho de otros mundillos especializados y herméticos: los
ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana,
tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca con el mismo sentimiento
religioso que los poetas de Mallarmé, y uno confirma al otro en la
convicción de su propia importancia. Pero los ajedrecistas no pretenden
tener un papel tan universal, y lo que después de todo se puede perdonar a
los ajedrecistas, se vuelve imperdonable en el caso de los poetas. Como
consecuencia de semejante aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los
poetas mediocres se hinchan de manera apocalíptica, mientras problemas
insignificantes cobran una importancia desorbitada. Recordemos, por
ejemplo, las tremendas polémicas acerca del tema de las asonancias, y el
tono en que se discutía esta cuestión: parecía entonces que el destino de la
humanidad dependiera de si era lícito rimar de forma asonante. Es lo que
ocurre cuando el espíritu del gremio llega a dominar al espíritu universal.
Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas. A todos los
excesos mencionados más arriba, hay que añadir el exceso de vates. Estas
cifras ultrademocráticas hacen explotar desde dentro la orgullosa y
aristocrática fortaleza poética; realmente resulta bastante divertido verlos a
todos juntos en un congreso: ¡qué multitud de seres más peculiares! Pero
¿es que el arte que se celebra en el vacío no es el terreno ideal para aquellos
que justamente no son nadie, cuya personalidad vacía se desahoga
encantada en esas formas limitadas? Y lo que ya es verdaderamente ridículo
son esas críticas, esos articulillos, aforismos y ensayos que aparecen en la
prensa sobre el tema de la poesía. Eso sí que es vanilocuencia, una
vanilocuencia pomposa y tan ingenua, tan infantil, que uno no puede creer
que hombres que se dedican a escribir no perciban la ridiculez de semejante
publicística. Hasta ahora no han comprendido esos estilistas que de la
poesía no se puede escribir en tono poético, por lo que sus gacetillas están
repletas de semejantes elucubraciones poetizantes. También es muy grande
la ridiculez que acompaña los recitales, concursos y manifiestos, pero
supongo que no vale la pena extenderse más sobre ello.
Creo haber explicado más o menos por qué la poesía en verso no me
seduce. Y por qué los poetas —que se han entregado totalmente a la Poesía
y han sometido a esta Institución toda su existencia, olvidándose de la
existencia del hombre concreto y cerrando los ojos a la realidad— se
encuentran (desde hace siglos) en una situación catastrófica. A pesar de las
apariencias de triunfo. A pesar de toda la pompa de esta ceremonia.
Pero aún tengo que refutar cierta acusación.
El simplismo inusitado con que se defienden los poetas (por lo general,
hombres nada tontos, aunque ingenuos) cuando se ataca su arte, sólo se
puede explicar por una ceguera voluntaria. Muchos de ellos buscan salvarse
argumentando que escriben versos por placer, como si todo su
comportamiento no desmintiese semejante afirmación. Los hay que
sostienen con toda seriedad que escriben para el pueblo y que sus
rebuscados jeroglíficos constituyen el alimento espiritual de las almas
sencillas. No obstante, todos creen con firmeza en la resonancia social de la
poesía, y desde luego les será difícil comprender cómo se les puede atacar
desde este lado. Dirán: — ¡Cómo! ¿Acaso puede usted dudar? ¿Es que no
ve usted las multitudes que asisten a nuestros recitales? ¿La cantidad de
ediciones que consiguen nuestros volúmenes? ¿Los estudios, los artículos,
las disertaciones publicados sobre nosotros? ¿La admiración que rodea a los
poetas famosos? Es usted precisamente quien no quiere ver las cosas como
son…
¿Qué les contestaré? Que todo esto no son más que ilusiones. Es cierto
que a los recitales van multitudes, pero también es cierto que incluso un
oyente muy culto no es capaz en absoluto de comprender un poema
declamado en un recital. Cuántas veces he asistido a estas aburridas
sesiones, en que se recitaba un poema tras otro, cuando cada uno de ellos
tendría que ser leído con la máxima atención al menos tres veces para poder
descifrar por encima su contenido. En cuanto a las ediciones, sabemos que
se compran miles de libros para no ser leídos jamás. Sobre la poesía
escriben, como ya hemos dicho, los poetas. ¿Y la admiración? ¿Es que los
caballos en las carreras no despiertan todavía más interés? Pero ¿qué tiene
que ver la afición deportiva con que asistamos a toda clase de rivalidades y
todas las ambiciones —nacionales u otras— que acompañan a estas
carreras, qué tiene que ver todo esto con una auténtica emoción artística?
Sin embargo, semejante respuesta, aunque justa, no sería suficiente. El
problema de nuestra convivencia con el arte es mucho más profundo y
difícil. Y es indudable, al menos a mi parecer, que si queremos entender
algo de él, debemos romper totalmente con esta idea demasiado fácil de que
«el arte nos encanta» y que «nos deleitamos con el arte». No, el arte nos
encanta sólo hasta cierto punto, mientras que los placeres que nos
proporciona son más bien dudosos… Y ¿acaso puede ser de otra manera, si
la convivencia con el gran arte es una convivencia con hombres maduros,
de horizontes más vastos y sentimientos más fuertes? No nos deleitamos,
más bien tratamos de deleitarnos…, y no comprendemos…, sino que
tratamos de comprender…
Qué superficial es el pensamiento para el cual este fenómeno
complicado se reduce a una simple fórmula: el arte encanta porque es bello.
—Oh, hay tantos esnobs…, pero yo no soy un esnob, yo reconozco con
franqueza cuando algo no me gusta —dice esta ingenuidad y le parece que
con esto todo queda arreglado.
Sin embargo, podemos percibir aquí claramente unos factores que no
tienen nada que ver con la estética, ¿Pensáis que si en la escuela no nos
hubiesen obligado a extasiarnos con el arte, tendríamos por él, más tarde,
tanta admiración, una admiración que nos viene dada? ¿Creéis que si toda
nuestra organización cultural no nos impusiera el arte, nos interesaríamos
tanto por él? ¿No será nuestra necesidad de mito, de adoración, lo que se
desahoga en esta admiración nuestra, y no será que al adorar a los
superiores, nos ensalzamos a nosotros mismos? Pero ante todo, estos
sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen «de nosotros» o «entre
nosotros»? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no quiere
decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un
tímido aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se
crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a esta
locura colectiva. Todos «se comportan» como si estuvieran entusiasmados,
aunque «verdaderamente» nadie está entusiasmado, al menos no hasta tal
punto.
Sería, pues, un error, una ingenuidad lastimosa, pretender que la poesía,
o cualquier otro arte, fuera, sencillamente, fuente de placer humano. Y si
desde este punto de vista observamos el mundo de los poetas y de sus
admiradores, entonces todos sus absurdos y ridiculeces parecerán
justificados: pues al parecer tiene que ser así, y está acorde con el orden
natural de las cosas, que el arte, igual que el entusiasmo que despierta, sea
más bien producto del espíritu colectivo que no una reacción espontánea del
individuo.
Y, sin embargo, no. Sin embargo, tampoco este planteamiento logrará
salvar a los poetas, ni proporcionar los colores de la vida y de la realidad a
su poesía. Porque si la realidad es precisamente así, ellos no se dan cuenta.
Para ellos todo sucede de una manera simple: el cantante canta, y el oyente,
entusiasmado, escucha. Está claro que si fuesen capaces de reconocer estas
verdades y sacar de ellas todas sus consecuencias, tendría que cambiar
radicalmente su misma actitud hacia el canto. Pero podéis estar tranquilos:
jamás nada cambiará entre los poetas. Y no os hagáis ilusiones de que ante
estas fuerzas colectivas que nos falsean nuestra percepción individual
muestren una voluntad de resistencia al menos para que el arte no sea una
ficción y una ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el
hombre. ¡No, estos monjes prefieren postrarse!
¿Monjes? Eso no quiere decir que yo sea adversario de Dios o de sus
numerosas órdenes religiosas. Pero incluso la religión muere desde el
momento en que se convierte en un rito. Realmente, sacrificamos con
demasiada facilidad en estos altares la autenticidad y la importancia de
nuestra existencia.
Sienkiewicz
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