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Mujer que sabe latín: Rosario Castellanos y el ensayo1

Maricruz Castro Ricalde

Para Gabriela Cano, por su inagotable generosidad

Entre tantos ecos, empiezo a reconocer el de mi propia voz.

Rosario Castellanos

¿Quién se atrevería a dudar que Sor Juana Inés de la Cruz y Rosario Castellanos

han sido las escritoras más visibles para la sociedad mexicana del siglo XX? La crítica

literaria, tanto la de su país como la del extranjero, ha prodigado una atención

sobresaliente a su variada obra2: a sus textos poéticos, iniciados en 1948 con

Trayectoria de polvo y Apuntes para una declaración de fe; a los dramatúrgicos, dados

a conocer a partir de 1952, con Tablero de damas; a sus novelas, con la primigenia

Balún Canán, en 1957; a sus cuentos, cuyo libro Ciudad Real (1960) fue el primero de

otros dos. La aparición de Juicios sumarios, en 1966, parecería indicar que el ensayo

fue el último de los géneros que decidió explorar. No fue así. En distintas revistas había

publicado ya escritos que posan la mirada sobre los acontecimientos de su tiempo,

fueran de orden social o estrictamente literario. Mencionemos, por ejemplo, que entre

1947 y 1948 aparecieron varios artículos y reseñas en la revista Suma bibliográfica:

“Aventura del libro”, “Tres poetas filósofos”, “La náusea (de Jean Paul Sartre)” y “A

1
Publicado en: Castro, M. (2010). “Mujer que sabe latín: Rosario Castellanos y el ensayo” en Pol
Popovic (comp.). Rosario Castellanos: perspectivas críticas. Ensayos inéditos. México: Miguel Ángel
Porrúa Editores, ITESM, pp. 169-197. ISBN 798607401319-1
2
Beth Miller afirma que es un “lugar común comenzar mencionando” a ambas, “en toda discusión sobre
las escritoras mexicanas” (1976: 33). Elva Macías, Margarita Peña y Beatriz Espejo son otras tres de las
críticas que avalan este aserto. La primera de ellas conmina a indagar más sobre la labor didáctica y social
que Castellanos desarrolló en el Instituto Nacional Indigenista de Chiapas. La segunda enfatiza que su
obra poética es lo más destacable del conjunto de su obra (Excélsior, 1987: s.p.). Por su parte, Alberto
Farfán sostiene que esta autora “junto a Juan Rufo, Juan José Arreola y Carlos Fuentes, entre otros, forma
parte del grupo de escritores que ha sido beneficiado por una complaciente tradición de supuestos críticos
de nuestra literatura” (1997: 27).

1
puerta cerrada (de Jean Paul Sartre)” por mencionar algunos. Su tesis de maestría,

Sobre cultura femenina, fue publicada en América. Revista antológica, en 1950. A

partir de ese momento, fue una incansable reseñista y sus escritos comenzaron a circular

en los medios periódicos mexicanos más importantes de su época: La Rueca, Metáfora.

Revista Literaria, Letras Patrias y, especialmente, en la Revista Mexicana de

Literatura, el suplemento del diario Novedades, México en la cultura, la Revista de la

Universidad Nacional Autónoma de México y el suplemento de la revista Siempre, La

cultura en México (Ocampo, 1988: 334-337). Entre 1963 y hasta el momento de su

muerte fue asidua colaboradora del diario más leído ese entonces, Excélsior. Sus

entregas se convirtieron en “una lectura obligada para muchos mexicanos, donde con

humor, claridad y pulido filo crítico puso en cuestión distintos aspectos de la cultura

humana y de su país” (Cuéllar, 1994: 7).

Castellanos reunió gran parte de esos escritos y fue conformando volúmenes

regidos por criterios temáticos, casi siempre. Juicios sumarios fue la colección dada a

conocer por la prestigiada editorial de la Universidad Veracruzana y aborda temas de

literatura mexicana, latinoamericana, española, francesa, alemana inglesa y tópicos

teóricos. Poco antes de su muerte, en 1973, agrupó en Mujer que sabe latín, textos

relacionados con la mujer y, específicamente, las escritoras. En forma póstuma, se hace

público el último libro que preparó, El mar y sus pescaditos. La literatura y el tiempo

(1975), en el que aborda la obra de un gran número de autores, provenientes de diversas

latitudes, y que evidencia tanto su interés personal por los registros literarios de aquel

entonces como por difundirlos entre lectores potenciales. El uso de la palabra (1974)

condensa una selección de los ya mencionados artículos periodísticos escritos para

Excélsior, no elegidos por ella, pero que igual dan cuenta de “un involucramiento

atento, responsable y reflexivo en relación con su país y todo el continente. Constituyen

2
documentos valiosísimos para la comprensión de la cultura mexicana en el siglo XX

[…]” (Prado, 2006: 110-111). Al recuento anterior, es necesario adjuntar la gran

cantidad de prólogos e introducciones preparados ex profeso lo mismo que para

incipientes autores y creadoras que para consagrados, vivos o fallecidos, en editoriales

afamadas o de cuño reciente; sus líneas estuvieron dedicadas a Sergio Fernández,

Susana Francis, Berenice Kolko, Ernesto Cardenal, Choderlos de Laclos, Santa Teresa

de Jesús, por mencionar algunos3.

Los ensayos de Castellanos, por lo tanto, ocupan un lugar destacado en el

conjunto de su obra. Sin embargo, han sido relativamente poco estudiados. Elena

Urrutia recuerda el asombro de Andrea Reyes, compiladora de algunas muestras de este

género cultivado por la chiapaneca, debido a que éstos son una parte de su producción

“inexplicablemente ignorada” (Reyes, 2007: 3). Su caso no sería el único. En un

revelador artículo, Mary Louise Pratt reivindica la relevancia de las ensayistas en

Latinoamérica, incluso dentro de lo que denomina el “ensayo de identidad”. Es decir, la

“serie de textos escritos a lo largo de los últimos ciento ochenta años […] y que abordan

la problemática de la identidad latinoamericana con relación a Europa y Norte América”

(2000: 75). Aún quedan por estudiar las aportaciones de Victoria Ocampo, Marta

Brunet, Juana María Gorriti, Gabriela Mistral, Clorinda Matto de Turner, Mercedes

Cabello de Carbonera, Luisa Capetillo, entre muchas otras. Su obra, no obstante, suele

estar dispersa en periódicos y revistas y sólo en pocas ocasiones, como sucede con

Castellanos, tuvieron la oportunidad de congregarlos en un mismo volumen.

Pero no sólo se detecta cierto olvido por parte de los estudiosos de la creadora de

Álbum de familia, también éste es visible en las antologías sobre ensayo mexicano, en

3
Al respecto, opina Eduardo Mejía, a propósito de las notas y la compilación del segundo tomo de las
Obras Reunidas de Castellanos: “Sus prólogos son verdaderas introducciones a los temas tratados,
invitaciones a la lectura, pero también son más que eso: reflexiones agudas, inteligentes, pero no
definitorias” (Roura, 1999: 68).

3
las historias de la literatura que se refieren a este género, en los programas académicos.

La grandeza de la pluma de Alfonso Reyes legitimaría su inclusión en el canon. No

obstante, las dudas saltan cuando, pongamos por caso, José Luis Martínez decide

integrar en su conocida selección El ensayo mexicano moderno (1971) a Eduardo

Villaseñor, Arturo Arnaiz y Freg o a Gastón García Cantú. Sin menoscabar los méritos

de los aludidos, es difícil explicar que haya olvidado por completo a Castellanos o a

cualquier otra escritora del siglo XX. Podríamos argumentar que este tipo de ausencias

es característica de un canon forjado desde una perspectiva masculina, lo cual, sostiene

Mary Louise Pratt acontece, aun cuando “Las obras excluidas a menudo se leyeron

ampliamente en el momento de su publicación -así ocurrió en el caso de Gorriti y

Mistral- y fueron marginadas posteriormente por criterios andocéntricos que de manera

consciente o inconsciente buscaban mantener el predominio masculino sobre la los

espacios culturales y literarios” (2000: 71).

Es indudable que una de las razones por las cuales la autora de Oficio de

Tinieblas era reconocida se debía a su presencia mediática. Aun cuando su decisión

levantó críticas en un sector del medio cultural mexicano, Rosario optó por colaborar no

sólo en Excélsior, sino en revistas de corte político y sus supuestas antagónicas, las

“femeninas”. Esto no sólo le aseguraba un ingreso económico que le era necesario, sino

también la posibilidad de llegar a un público que, muy posiblemente, no leería sus

poemas o sus narraciones. Todo ello repercutió en la estructura y el estilo mismo de ese

tipo de escritos, formulados algunos de ellos para un sector letrado y, aún éstos, tenían

que mantener un tono lo suficientemente claro, directo y ameno, como aquéllos

destinados a un segmento de receptores sui géneris, de intereses más variados, menos

especializados, cuyos modos de lectura se inclinaban hacia la brevedad, el fragmento y

la glosa.

4
Una posible causa de la reticencia que sus ensayos plantean para el canon radica

en la problematización que entrañan4, en relación con la definición del género como

una “literatura de ideas” plasmada en prosa no narrativa (Martínez, 1971: 10-12), que

“manifiesta un punto de vista bien fundamentado, bien escrito y responsable del autor

respecto de algún asunto del mundo” (Weinberg, 2006: 20). Pero si, como recoge

Fabienne Bradu, entre la crítica parece haber un consenso sobre la exuberancia de un

“yo”, la excesiva intrusión de lo personal, la desmesurada aparición de sí misma como

sujeto central de sus escritos, ¿no influiría esto, acaso, ante sus lectores especializados,

en su percepción de que tales rasgos debilitaban la exposición y la argumentación de sus

ideas? Sostiene Bradu:

la obra de Rosario Castellanos es eminentemente autobiográfica o, mejor dicho,

la vida de Rosario Castellanos es una presencia, un tema y una circunstancia que

atraviesa su obra en todos los géneros que ha practicado […] Algunos juzgarán

esa intromisión tan constante y hasta meridiana de la vida en la obra como una

calidad humana: la honestidad al desnudo; otros como una limitante que vuelve

la literatura subjetiva en exceso, hasta tal grado que el tono intimista queda

asfixiado por la dimensión estrictamente individual de la experiencia (1987: 86).

Si el universo de lo femenino había sido confinado a los pequeños conflictos de la vida,

al espacio de lo casero, a la intimidad de lo cotidiano, ¿no estarían estos temas al

margen de los “asuntos del mundo” que vertebran al ensayo como género literario? No

es nuestra intención comparar la literatura de Castellanos con la de los escritores

mexicanos de su época, ni tampoco sustentar las razones por las cuales ciertas obras de

la chiapaneca ocupan un lugar más relevante en el conjunto de su obra. Sin embargo, sí

4
En otro lugar he planteado cómo su obra narrativa también significó un reto para el canon literario, al
integrar en sus textos temas marginales (la sexualidad, las mujeres, la soltería, la vida conyugal) y qué
papel desempeña, en su recepción, haber optado por procedimientos artísticos poco vanguardistas (Castro
Ricalde, 2006).

5
intentaremos debilitar esa creencia en torno del desnudamiento público y la centralidad

de la autobiografía dentro de sus ensayos, al poner en evidencia las estrategias

discursivas de las que echa mano en uno de sus libros. Aunque es imposible que un

escritor deje hablar desde un yo, un aquí y un ahora, ella se decanta por un

desdoblamiento de sí misma y elige un modo de enunciación transpersonal y no uno

íntimo; inscribe sus textos en ámbitos más amplios de sentido y convoca a una gran

cantidad de voces, gracias a las cuales la suya se ve fortalecida, según demostraremos

en el siguiente apartado. Cuando habla de sí misma tiende a ser un recurso que funciona

como puerta de acceso a una problemática social con la que se siente inconforme. En

alguna ocasión expresó su convicción acerca del valor de la palabra escrita: “Ahora,

¿cómo puedo cambiar esa realidad? ¿Un libro mío va a hacer una metamorfosis casi

instantánea? No, pero de alguna manera va a crear conciencia de una, dos gentes, tres,

ahora, dentro de veinte años, dentro de un siglo, pero va a crearla de todas maneras”

(Cresta de Leguizamón, 1975: 12).

La cantidad de textos ensayísticos, el amparo de editoriales reputadas, la

variedad de temas abordados que iban más allá del cliché temático con el que se le

vincula (las mujeres y los indígenas) bastarían por ubicar este género en una posición de

primera línea, en relación con su obra. Creemos que su estudio abre otras posibilidades,

vinculadas con una redefinición del género que apunta hacia un campo cultural más

vasto: señalan la formalización de un modelo de escritura, a caballo entre múltiples

maneras de entender el ensayo: como la mezcla del artículo periodístico, la reseña, la

meditación sobre las costumbres, el esbozo biográfico. La reformulación de las

estrategias de escritura y la apropiación de otras fueron adoptadas por muchos de los

escritores mexicanos que pugnaban por convertir la palabra escrita en una profesión, en

una de sus principales fuentes de supervivencia, como antes y en ese momento también,

6
lo fueron la docencia, el servicio público y la diplomacia. Si bien, esta situación

comienza a surgir a fines del siglo XIX, cuando –en los términos de Liliana Weinberg–

“la prosa se encuentra con el periodismo” (2006: 22), en la década de los sesenta y

principios de los setenta cristaliza este ideal, tan perseguido por los representantes de la

Generación de Medio Siglo, y cuya presencia fue constante en la prensa mexicana, al

igual que la de destacados miembros de otras generaciones o grupos literarios. En los

diarios, las revistas y los suplementos culturales, como prologuistas, directores de

colecciones o asesores editoriales se dieron cita, en ese mismo periodo, Salvador Novo,

Ermilo Abreu Gómez, Agustín Yáñez, Juan José Arreola, Octavio Paz, Jaime García

Terrés, Jorge Ibargüengoitia, Juan García Ponce, Elena Poniatowska, José Emilio

Pacheco, Carlos Monsiváis, José de la Colina, Margarita Michelena, entre muchos

otros. A través del estudio de los ensayos de Castellanos sería posible, entonces, intentar

describir de qué manera pudo resolver la tensión entre una “memoria del género” (su

inserción en una tradición artística e intelectual) y una redefinición del mismo, en

función de las nuevas necesidades sociales.

Hemos seleccionado Mujer que sabe latín como objeto de nuestro análisis. Para

1973, año en que comienza a circular, nuestra escritora ya había recibido los máximos

honores de la literatura nacional, había sido invitada a impartir cursos y conferencias en

el país y el extranjero, era embajadora desde dos años atrás. Es decir, el libro de nuestro

interés, si bien conjunta ensayos realizados pocos meses antes, presenta una unidad en

su propósito: trata de debilitar la expresión de su título (“Mujer que sabe latín, ni tiene

marido, ni tiene buen fin”), mediante la indagación de las condiciones sociales que lo

han naturalizado dentro de los imaginarios sociales. Para ello, combina 35 textos que,

grosso modo, podríamos dividir en dos líneas: los de índole propiamente literaria y los

que aspiran al debate de ideas. Valorar esos ensayos es una de las intenciones de este

7
trabajo, para lo cual identificaremos la relación con su contexto y sus estrategias de

composición.

Entre el estilo personal y la discursividad social

Mujer que sabe latín fue el libro de Rosario Castellanos de mayor tiraje. Como

parte del proyecto editorial de la SEP, en su primera edición contó con cuarenta mil

ejemplares, destinados casi todos ellos a formar parte del acervo de las bibliotecas del

Estado de todo el país. Esta colección fue promovida durante el sexenio del presidente

Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) y constó de poco más de 300 volúmenes que

abarcaron distintas disciplinas: historia, literatura, ciencia, pedagogía5. La inclusión de

Castellanos en un proyecto de estos alcances se debió, sin duda, a que para esas fechas,

ella vivía los momentos de mayor prestigio social en su carrera profesional, entendiendo

ésta no sólo su oficio como escritora, sino también como diplomática y académica (en

Jerusalén daba clases en la universidad)6. Pero no podemos olvidar que ese grado de

visibilidad también se debía a los cordiales lazos que la unían con el mismo Echeverría,

así como con los tres Secretarios de Educación Pública con los que tuvo una relativa

cercanía durante sus años de mayor producción editorial (de 1958 a 1974): Jaime Torres

Bodet, Agustín Yáñez y Víctor Bravo Ahuja. Su afianzamiento dentro de ciertos grupos

culturales en México era inobjetable: la responsable directa de la colección SepSetentas

era su muy buen amiga, María del Carmen Millán7.

5
El estudio de este conjunto de libros es de gran interés para identificar los intereses del régimen, sus
nociones sobre la nación y su percepción sobre aquello que debía ser de lectura básica para todos los
mexicanos. María del Carmen Velázquez realiza una descripción sobre este esfuerzo editorial (1979: 373-
389).
6
“Estoy instalada en la alegría pura”, le aseguró Castellanos a su gran amigo Raúl Ortiz, poco antes de su
muerte en 1974. Esos años como embajadora de Israel la convirtieron en una mujer, continúa él, “en
pleno señorío, en pleno dominio de su extraordinario encanto” (Ramírez, 1994: 29).
7
Es revelador que el penúltimo artículo que publicó en vida en Excélsior lo dedicara, íntegramente, a
Millán, con motivo del ingreso de ésta a la Academia Mexicana de la Lengua (Castellanos, 1974: 6A,
9A).

8
“Es imposible recortar la relación entre discurso y práctica […] la dificultad de

interpretar el ensayo nace en muchos casos de la tentación de colocarlo en un espacio

neutral y descontextualizarlo” (2006: 16), sostiene Liliana Weinberg. Y, en ese tenor,

haber aceptado, justamente, la inclusión de Mujer que sabe latín, como parte de esas

lecturas básicas, indispensables, para el público mexicano de los años setenta se dirigía

a sustentar una, por lo menos aparente, reconfiguración del espectro ciudadano y

confirmar la idea de que el gobierno echeverrista estaba en pos de una apertura

democrática. Una de las estrategias de ese sexenio fue la inserción de mujeres

sobresalientes, como la misma Castellanos, en unos pocos ámbitos de la vida social y

cultural en México, que no en la política y mucho menos en la económica.

Entre los grandes méritos de esta autora está el aprovechar esos espacios

relativamente nuevos para las mujeres –los periodísticos, los de las ediciones de grandes

tirajes– para posicionar un tema ignorado por las plumas del momento: aquél

relacionado con la problemática femenina. Estaba tan consciente de ello, que en una

entrevista concedida en 1970, aseveró: “[…] el ensayo me parece muy importante

porque me aclara problemas teóricos, y el periodismo me permite tener un contacto

directo con una gran masa de público” (Stern en Sirvent, 2005: s.p.). En este libro,

aprovecha lo publicado en el suplemento dominical de Excélsior, Diorama de la

Cultura, y lo transforma en un material susceptible de ser leído unitariamente, pues

todos los artículos se refieren o bien a escritoras o bien a perspectivas interpretativas

sobre la condición de las mujeres, con excepción de dos, localizados dentro de aquéllos

que cierran el volumen: el que habla de Heráclito y Demócrito (aunque sus nombres no

figuran en el título del ensayo) y el centrado en Paul Claudel.

Este artículo, que apareció originalmente con el nombre de “Claudel y la

metáfora”, resulta singular en varios sentidos. El más evidente es que junto con “Notas

9
al margen: nunca en pantuflas”, se ocupa de varones, pero en éste sí menciona desde el

título quién será el núcleo del mismo. Menos explícitamente está el hecho de que se

encuentra intercalado entre los textos más personales del libro, en medio de aquéllos en

donde el sujeto de la enunciación es un “yo” identificado con la autora. Nos parece

sobresaliente que el tema abordado sea la traducción y, con éste, ser la encarnación del

otro. Hablar de sí misma desde la posición de Claudel (poeta y diplomático) es una

interpretación demasiado obvia. Resulta más interesante para el lector percatarse de la

propuesta final de Castellanos: las implicaciones de convertirse en traductor de sí

mismo. De ahí el título original del ensayo. Pero regresemos al análisis de la estructura

del volumen: ¿cómo logra Castellanos constituir un libro, a partir de textos concebidos

de manera aislada, separados por meses e, incluso, años de distancia?

Por un lado, presenta cronológicamente su material, pero no en cuanto a la fecha

de su aparición en dicho suplemento, sino por la época de mayor esplendor de las

creadoras abordadas. Por ejemplo, el primero que circuló en Excélsior es el dedicado a

Flannery O’Connor, el 8 de febrero de 1970, en el libro, en cambio, es ubicado “in

media res”, es decir, es el número 17 de los 35 incluidos en él. “La angustia de elegir”

cierra el volumen, pero fue publicado el 28 de febrero de 1971. Después de él, dio a

conocer aquéllos dedicados a Mercedes Rodoreda, María Luisa Mendoza y a “La

participación de la mujer mexicana en el educación formal”8, el cual decidió situar casi

en el inicio, en segundo término, después de “La mujer y su imagen”.

Con lo anterior, intento argumentar que Mujer que sabe latín no es simplemente

un atado de ensayos, preparados a lo largo de dos años (entre febrero de 1970 y abril de

1972) para un medio de comunicación impreso, y luego aprovechados para formar un

libro. Si bien lo anterior es cierto, también lo es su voluntad de configurar un nuevo

8
Éste, a diferencia de todos los demás, apareció en Diálogos. Revista de Artes y Letras, de El Colegio de
México (Ocampo, 1988: 336).

10
producto artístico: lo arregla, según acabamos de demostrar, según un orden específico;

escoge –entre todos los textos escritos en ese lapso– los más convenientes para sus

propósito (así, hace a un lado los que tratan sobre escritores varones: Macedonio

Fernández, Ricardo Garibay, José Carlos Becerra, Juan Bañuelos, John Updike, Erich

María Remarque, Carlos Monsiváis, por mencionar unos pocos). También modifica

algunos de los títulos: los acorta y, así, este recurso le vale para que, si en el suplemento

cultural aclaraba si se refería a una obra específica, en Mujer […], en cambio, opta por

suprimir ese dato y le añade un matiz más general. Es el caso de la primera novela de la

“China” Mendoza (Con él, conmigo, con nosotros tres), la de Elsa Triolet (Los amantes

de Avignon), la de Mercedes Rodoreda (La plaza de diamante). Otras veces, los

transforma ligeramente (de “Simone Weil: que permanece en el umbral” pasa a “la que

permanece en los umbrales”), elimina algún elemento explicativo (no aparece, en

“Bellas damas sin piedad”, la especificación “Agatha Christie” o “vocación literaria” en

el de “Escrituras tempranas”). En Excélsior, opta por el nombre en español de

“Violette” (Violeta Leduc) y en el libro, lo asienta en francés. Los recursos formales

desplegados van en pos de borrar las marcas que pudieran implicar que se trata de

simples reseñas y prefiguran un lector más culto y especializado.

Su estructura tiene un sentido, al abrir y cerrar con textos de pretensiones más

generales, de aspiraciones universalistas, de meditaciones sobre las realidades de las

mujeres, en una especie de marco para la mayoría de los otros ensayos, encaminados a

reflexionar sobre la obra de aproximadamente una treintena de escritoras o acerca de

creaciones específicas. Como vemos, propone una organización discursiva, trabaja

sobre los textos y al juntarlos, le proporciona una densidad significativa al volumen,

inexistente en los ensayos publicados por separado. Construye, entonces, una

11
representación del mundo insólita dentro de las temáticas y los intereses tratados por la

intelectualidad de esa década.

A diferencia de otros creadores que publicaron en los años sesenta, quienes

eligieron experimentar con el lenguaje, la estructura y las técnicas de escritura

(pensemos en ciertas narraciones de José Revueltas, Sergio Fernández, Salvador

Elizondo, Julieta Campos, José Emilio Pacheco en Morirás lejos), Rosario Castellanos

apuesta por la edificación de un estilo en donde prevalecen, contrariamente a las ideas

más divulgadas sobre sus ensayos, marcas que deslindan al autor biográfico y al autor

resultado del texto, entre el enunciador y el sujeto derivado de los efectos del enunciado.

Con esta óptica, es más sencillo despojar de relevancia la indagación sobre las fronteras

entre la vida personal de la escritora y la imagen que proyecta de sí misma en su obra.

La accidentada relación sostenida con quien fuera su amante, su esposo y exmarido,

Ricardo Guerra, sus estados depresivos y quiebres emocionales, los efectos causados

por las pugnas entre los grupos culturales en México (dentro de los cuales su literatura

no era del todo apreciada), quedan en suspenso, a la hora en que la voz autorial urge

romper con el círculo vicioso para salir del molde tradicional.

En “La participación de la mujer en la educación formal”, cuestiona: “Una mujer

preparada, como se dice, una mujer que aporta su ayuda para el sostenimiento del hogar

paterno o conyugal, ¿recibe un trato semejante o distinto al de una mujer parasitaria?”

(1973: 37). Esta pregunta detona otras que favorecen la reflexión sobre las

consecuencias de aceptar el hecho de que ser diferente, independiente en lo económico,

pueda o no reformar la estructura social. Rosario decide hacer a un lado la dimensión

personal de la enunciación y moverse hacia una transpersonal. La primera, la personal,

apunta “al ego y al estatuto del sujeto, integrando su parte corporal y sensible”; la

segunda, se refiere “a la relación entre ser persuasivo y ser interpretativo que implica la

12
alteridad” (Bertrand, 2002: 54). Por lo tanto, siguiendo los razonamientos teóricos de la

semiótica tensiva profundizados por Denis Bertrand (2002: 53-75), los avatares de su

vida íntima los reserva para sí misma o para un género literario diferente9, elimina la

posibilidad de una encarnación discursiva desde un “yo” y opta por una indistinción

enunciativa, desde una modalidad impersonal: “se dice”, “hay que hacer algo”, focaliza

a partir de la tercera persona y provoca que sea un “ella” quien hable.

En Mujer […], escoge abrir con dos textos muy poderosos que dejan clara su

postura, en torno de la problemática que han vivido las mujeres, cinceladas a golpes de

teorías pseudocientíficas. “La mujer y su imagen” es el primero que se encuentra el

lector ante sí; no hay presentaciones provenientes de plumas ajenas, no hay líneas

introductorias ni preámbulos. Castellanos irrumpe con fuerza en el tema central, a

diferencia de gran parte de los demás textos del mismo libro. En éstos, una de sus

técnicas favoritas es proponer un tema general antes de abordar la vida y/o la obra de las

mujeres seleccionadas. Son planteamientos de raíces filosóficas como las implicaciones

de nacer (“Violette Leduc: la literatura como vía de legitimación”), los cambios vitales

cuyas consecuencias están fuera del alcance de los seres humanos (“Elsa Triolet: la

corriente de la historia”), la importancia y la complejidad de lo cotidiano (“Silvina

Ocampo y el ‘más acá’”), la relevancia de la niñez para cualquier individuo (“El

catolicismo precoz de Mary McCarthy”), entre muchos otros. Éstos funcionan como un

contexto que facilita la focalización de la artista sobre la cual girará el resto del escrito.

Inserta, así, a mujeres singulares dentro de un devenir más amplio; las restituye a un

9
En Cartas a Ricardo (1996), detalla las peripecias que vive como ama de casa, al tener que hacerse
cargo de todos los pagos, trámites administrativos, cuidado de su hijo y los de su esposo, liquidación de
las deudas del marido ausente contraídas en costosos almacenes. Las preguntas vertidas en el artículo
mencionado (“¿Hasta qué punto acepta esa independencia [económica] como una conquista o la soporta
como una culpa?”), ¿no podrían haber sido propiciadas por lo que ella misma había vivido? Castellanos
prefiere el desdoblamiento, procura eliminar cualquier huella que dirija la mirada hacia la emisora real y,
con ese desplazamiento, contribuye a la representación, a la ficcionalización, de sí misma como autora
implícita.

13
momento histórico preciso, exalta su valía y, a la vez, les resta un carácter de

excepcionalidad o de ser paradigmas únicos, aislados.

Dirigir el reflector sobre estas creadoras tiene como propósito desarrollar ideas,

alrededor de sus hechos y/o su obra. Castellanos no se reduce a elogiar (aspecto en el

que, además, suele a ser muy renuente), sino a convertirlas en casos ejemplares.

Difunde sus textos, elabora recuentos sobre sus vidas, las inserta en una corriente

histórica, filosófica y moral, identifica sus aportaciones estéticas, resalta sus

contribuciones dentro del campo social. Necesitaríamos mucho más espacio del que

contamos para detenernos en el personaje ético que configura, a partir de las virtudes

que identifica en ellas y los aspectos de sus biografías y productos artísticos que

detonan la mayor de las admiraciones en Rosario. Una de ellas es la capacidad de

aproximarse a la compleja realidad del colectivo femenino, más allá de los estereotipos.

En estos ensayos, de los cuales muchos despliegan la clara estructura y

fisonomía de la reseña, nuestra autora saca a relucir lo más sobresalientes de sus rasgos

como académica: emplea terminología especializada (habla de personajes, narradores,

estilos, figuras, tramas, desenlaces), pone en marcha contextualizaciones y

vinculaciones con el mundo de sus creadoras, sus textos anteriores o posteriores, es

capaz de relacionarlas con otros escritores y salpica de citas, paráfrasis y alusiones

cultas sus textos. Al respecto, afirma Eduardo Mejía, prologuista de sus Obras reunidas:

“Rosario Castellanos es muy exigente en los temas que toca, muy buena lectora,

generosa con el autor, muy rigurosa con la obra, inflexible. Podía equivocarse en su

opinión, pero siempre analizaba todos los aspectos de la obra” (El Financiero, 2005:

s.p.).

La estrategia de arrancar con una contextualización teórica es distinta en “La

mujer y su imagen”. Desde el primer párrafo se centra en la idea del mito femenino. Si

14
desde esas líneas iniciales, en la selección de su tema y el enfoque que le imprime,

escuchamos una voz con su timbre propio, con sus particularidades, también en ella se

registran otras presencias. Éstas la unen a su generación, a un discurso social que la

acercan a determinados colectivos y, simultáneamente, la distinguen de otros. Así, la

tempranísima mención de Simone de Beauvoir y la presencia reiterada de Virginia

Woolf10 la insertan en la avanzada intelectual de los feminismos en Latinoamérica.

Ése sería uno de los umbrales del ensayo, reconocidos por Liliana Weinberg

(2004: 37-40) como una tensión entre el anhelo de referirse al mundo desde una

posición particular y “hacer hablar al mundo a través de mí”. La chiapaneca se desplaza

con facilidad de un “yo” a un nosotros, pero el movimiento trazado es inverso al usual.

El enfoque transpersonal prevaleciente en los dos enérgicos textos iniciales (“La mujer

y su imagen” y “La participación de la mujer […]”), va cediendo su lugar a un “yo”,

con el cual cierra su libro, aunque esto es perceptible sólo en los últimos seis artículos, a

partir de “Nota al margen: nunca en pantuflas”. En éste, el título abre un sugerente

espacio de ambigüedad, pues podría pensarse de inmediato en el rechazo el estereotipo

de la mujer hogareña y descuidada. No es así, en lo absoluto. La idea central

desarrollada es la aversión de los intelectuales, de los grandes filósofos, hacia el ámbito

doméstico y su preferencia por el ágora, el sitio público, su lugar en la calle como

candil, su ubicación como héroes de trágico destino, su papel de protagonista o

inspirador de hazañas. Su pluma se detiene en Heráclito y Demócrito. Al añadirlos,

10
A las dos les dedicará textos completos. En este volumen, aparece “Virginia Woolf y el ‘vicio
impune’”. En Juicios sumarios II (1984), incluirá “Virginia Woolf o la literatura como ejercicio de la
libertad”. La influencia y la admiración por la inglesa salpicará Mujer que sabe latín, a través de citas,
alusiones, paráfrasis, en muchos otros artículos como en “La mujer ante el espejo: cinco autobiografías”,
“Corín Tellado: un caso típico). Lo mismo acontece con Beauvoir. En ese mismo libro, el segmento sobre
literatura francesa se refiere, prácticamente de manera íntegra, a ella. “Simone de Beauvoir o la lucidez”
(que aglutina otros apartados como “Autobiografía”, “La palabra”, “La desgracia de Margarita”,
“Sartre”), “Simone de Beauvoir o la plenitud”, “La fuerza de las cosas”, “El amor en Simone de
Beauvoir”. Y, al igual que con Woolf, habrá una gran cantidad de líneas sobre la autora de El segundo
sexo, en el resto de sus artículos periodísticos y ensayos literarios. Una muestra sería “Betty Friedan:
análisis y praxis”.

15
Castellanos complejiza las líneas de los feminismos de fines de los sesenta y se

aproxima a lo hoy considerado como el universo de los estudios de género, pues a partir

de un tópico atribuido, por lo común, a lo femenino centra su mirada en lo masculino,

remontándose al pensamiento filosófico de la Antigüedad.

Mediante el recurso retórico de la paradoja, la autora configura dos espectros

espaciales. El rechazado por estos grandes hombres, el de “la comodidad de la bata y las

pantuflas de entrecasa”, por el de “los momentos privilegiados, en el rapto lírico y en el

corsé de las ocasiones solemnes” (1973: 183). En el primero se privilegiaría el trabajo,

el esfuerzo cotidiano y continuo, la sencillez de la frase; en el segundo, el instante

fugaz, la sustitución de la reflexión por la oratoria eficaz y la magnificación de la

imagen, plasmada en frases, cuanto más oscuras, más sublimes. El valor concedido por

Castellanos a la inscripción de inicio se reitera en distintas partes de libro. En las dos

instancias prefiere semidistanciarse y da pie al discurso ajeno, a través del recurso de la

paráfrasis. Esto indica ya una focalización, labor interpretativa y reformulación de las

palabras de los otros (los filósofos aludidos), lo cual funge como un tipo de intervalo, de

zona intermedia entre la dimensión personal y la transpersonal de la enunciación

acuñadas por Bertrand. De hecho, comienza el artículo de la siguiente manera: “Para

pensar, aconsejaba un pensador (tan importante que ha llegado a ser, al menos para mí

en este momento, anónimo) es necesario tener los pies calientes y la cabeza fría” (1973:

180). Aquí, la función de los paréntesis es la de ser un tenue hilo que corta el discurrir

de la exposición, interviene en él y traza una intersección, capaz de disparar el

pensamiento hacia otros derroteros. Es interesante la introducción de un “yo” (“al

menos para mí”) que después de esta observación se ausentará del resto del escrito y

que, sin embargo, marcará la posición de quien lo crea11. La indistinción de la

11
Para no distraer al receptor del tópico nuclear, la ensayista echa mano de la reflexión indicada por los
paréntesis, gracias a los cuales invita a meditar sobre de qué manera lo que consideramos importante es,

16
enunciación predominante se matiza acentuadamente, por lo tanto, con la singularidad

de lo subjetivo.

A partir de ese momento, los siguientes ensayos se verán fortalecidos con una

continua irrupción de la enunciación personal, inclinada a asociarse a un cuerpo

sensible, emocional, sufriente. “Lecturas tempranas”, “Escrituras tempranas”,

“Traduciendo a Claudel”, “Si ¿poesía no eres tú’, entonces ¿qué?” y “La angustia de

elegir” hablan desde el recuerdo íntimo, emplean la primera persona del singular,

aunque siempre en continuo diálogo con otras voces. Por lo general, las más afines a su

propio devenir intelectual y siempre ligadas al mundo de la literatura y la filosofía, en

una suerte de conversación con personajes y tramas (Don Quijote, Las mil y una

noches, En busca del tiempo perdido, Luis Cernuda, Simone Weil, Gabriela Mistral, St.

John-Perse). Los dos regímenes, el íntimo y el ajeno, se dan cita tanto dentro de los

textos como en el interior de los enunciados. Leamos lo que ocurre,

paradigmáticamente, en el cuarto de los artículos listados:

¿Justificar un libro? Es más sencillo escribir otro y dejar a los críticos la tarea de

transformar lo confuso en explícito, lo vago en preciso, lo errático en sistema, lo

arbitrario en substancial. Pero cuando, como en mi caso, se reúnen todos los

libros de poemas en un solo volumen que, al abrirse, deja leer un primer verso

que afirma que

“el mundo gime estéril, como un hongo”

No queda más remedio que, apresuradamente, proceder a dar explicaciones

(1973: 201-202).

justamente, aquello que pierde su origen, su razón de ser, y se convierte en norma, en sentido común, se
diluye en el anonimato. Para no imponerse y enunciarlo como una verdad absoluta, ella habla desde un
“yo” que, por supuesto, tiende a conminar al lector a adherirse a este razonamiento.

17
Las frases previas se erigen en un auténtico juego retórico con los receptores reales (los

críticos de su libro de poemas12), aunque se dirige también a los implícitos (los lectores

de Mujer que sabe latín). Este ensayo, por lo tanto, se inscribe dentro de un sistema

semiótico que revela enunciadores presentes y ausentes, textos ya generados y otro en

vías de ser constituido, redes de categorías compatibles e incompatibles que intentan ser

jerarquizadas.

En suma, un discurso tensivo en el que, después de abrazar el texto completo

desde un punto de vista personal, hablar desde el cuerpo propio y responsabilizarse por

la voz emitida, realiza un salto genial, en el que va desplazando del foco de su atención

a los críticos y se detiene en el “lector-cómplice” (como ella misma lo llama), quien

debe tomarse “el trabajo de elaborar otras hipótesis, otras interpretaciones” (1973: 208).

Dentro de los razonamientos teóricos de Bertrand, el funcionamiento retórico de este

discurso descansaría en una acentuada valoración de las palabras propias al fusionarlas

en una instancia colectiva determinada y difusa (2002: 53-62). Entre varias de las

estrategias utilizadas se encuentra la pregunta retórica –encaminada a involucrar a quien

la lee –, la multiplicación de los ejemplos, la variedad de los sujetos gramaticalmente

representados (yo, ustedes, nosotros, ellos) y el reiterado empleo de la ironía (“Hay que

reír, pues. Y la risa, ya lo sabemos, es el primer testimonio de la libertad. Y me siento

tan libre […]” (1973: 207-208)). Es posible calificar la asunción enunciativa como de

fuerte intensidad, al lograr una inversión axiológica entre el arranque del ensayo y su

conclusión (de lo confuso y lo errático, según el juicio de los críticos –“ellos” –, a un

diálogo sin jerarquías con los otros escritores y los lectores-cómplices). El grado de

asunción fuerte estribaría en el tránsito de la presencia virtualizada de la magnitud

12
En 1965, la investigadora argentina María Luisa Cresta de Leguizamón entrevista largamente a
Rosario, quien expresa lo siguiente sobre la crítica literaria: “No creo que me haya interpretado muy bien;
creo que ha elogiado cosas que no son elogiables, y que ha encontrado deleznables cosas que tal vez no lo
sean tanto; no estoy de acuerdo en general con el juicio que se ha hecho sobre mis libros” (1976: 7).

18
personal (el yo de la ensayista implícita) a su potencialización, a su convocatoria de uso

por parte de sus receptores. La inteligencia del recurso se cimentaría en el movimiento

de una temporalidad finita, la de los lectores reales de su tiempo (es decir, los críticos

literarios), a una abierta e intemporal, la de los receptores reales, conminados a conocer

la obra poética de Castellanos.

Un cierre con algunos intersticios

La rica y larga tradición masculina dentro del género ensayístico en México

registró un quiebre temático con la entrada de Rosario Castellanos al mundo del

periodismo y la literatura. En El uso de la palabra se trasluce cierto afán de

provocación, al intentar colocar, sobre la mesa del debate público, temas como los

movimientos de liberación femenina, la imposición social de la maternidad, el control

de la natalidad y la píldora anticonceptiva, la comparación de la virgen de Guadalupe

con la Malinche, la soltería. Va contracorriente de los tópicos “importantes” como los

relativos a los proyectos políticos y sociales del país, pues dentro de éstos no solía

incluirse perspectivas de esa naturaleza.

En Mujer que sabe latín, Castellanos practicaría el llamado “ensayo de género”,

en las dos vertientes acuñadas por Pratt: en “forma de enumeraciones históricas de

mujeres ejemplares y sus contribuciones a la historia y la sociedad […] y el comentario

analítico sobre la condición espiritual y social de las mujeres” (2000: 76-77). En ambos

casos, construye modelos femeninos alternos; desea normalizar las ideas en torno de la

inteligencia y los talentos de las mujeres; hila un discurso en forma transversal para

asentar una perspectiva de continuidad, dentro de la cual las barreras geográficas y

temporales no son tales; sitúa en la atención de los lectores temas muchas veces

despreciados por la crítica académica como lo es la cultura popular (la novela policíaca

19
y los textos de Agatha Christie y Patricia Highsmith; la novela rosa y los de Corín

Tellado).

Los ensayos que escribió en el último lustro de su vida revelan tanto la

dimensión privada como la social de la voz autorial. Si tenemos muchas más referencias

de la ensayista de carne y hueso en otros escritos como lo son sus epístolas (Castellanos,

1996), ella forja una representación de sí, es una escritora que se narra, se interpreta y se

ficcionaliza, para erigirse ante los lectores como un sujeto pensante, capaz de expresar

sus ideas; es una autoridad intelectual que argumenta en pie de igualdad, en relación con

sus coetáneos.

Los textos del volumen analizado hablan de una autora ensayista, como

“lector[a] del mundo y un[a] activ[a] intérprete de libros y tradiciones culturales” (2003:

VIII), parafraseando a Weinberg. Pero ¿qué sucede cuando la definición de mundo,

literatura y cultura apuntan hacia otra dirección, según las tradiciones que coinciden, sin

importar la geografía y la época? Castellanos crea, por lo tanto, nuevos horizontes de

sentido, contribuye a nombrar y entender la realidad desde otros enfoques, aun cuando

el campo intelectual de esos años la haya inscrito como un ejemplo del discurso

confesional, meramente autobiográfico y sólo valioso, desde una perspectiva histórica,

como reivindicadora de las causas de las mujeres (en este caso) o los indígenas (sobre

todo, en lo que es considerado su primer ciclo narrativo).

Las estrategias de enunciación empleadas en Mujer que sabe latín son

especialmente eficaces, gracias al orden de presentación de los artículos: de lo general a

lo particular, de un sistema transpersonal y de asunción que oscila en sus grados de

intensidad, a una enunciación que de un “yo” le concede la palabra a los lectores y con

ello potencializa la magnitud de dicha asunción, al convertirlo en un “nosotros”. Funde

la experiencia privada con el orbe social y le concede a los receptores la gracia de

20
garantizar la continuidad del sentido y, con esto, reinscribir sus textos en los complejos

territorios del canon y la tradición cultural.

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