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Calidad —de la educación— universitaria, ¿según qué


concepción de calidad? Algunas consideraciones.
Por:

Andrés Klaus Runge Peña1


“Los controladores (expertos) tienen que ser capaces
de hacer aquello que ellos mismos quieren direccionar
[...] Tienen que ser “maestros”, educadores […] Lo que
generalmente no son, son administradores, estadistas,
etc., etc. […] ¿Quién controla la calidad de la gestión de
la calidad? […] se necesita una gestión de la calidad de
la gestión de la calidad de la gestión de la calidad…”
Rainer Dollase, 2007.

“En una sociedad en la que el mercado es idealizado


como la instancia reguladora más elevada y en la que,
en concordancia con ello, solo valga como más
relevante lo que se deje expresar en las dimensiones
del cambio, queda como medida para la calidad —y en
últimas de manera general para ‘lo bueno’—, solo el
criterio de la venta que produce ganancia. Cada vez se
vuelve más difícil mantener separados calidad y valor
económico, finalmente se vuelven sinónimos.”
Erich Ribolits, 2009, p. 13.

Ante las preguntas por la calidad universitaria y, en específico, por la calidad de la educación
universitaria habría que hacer algunas consideraciones iniciales sobre la cuestión de la calidad y,
particularmente, de la calidad educativa. Así, una respuesta o intento de respuesta a estos
cuestionamientos obliga, ante todo, entrar en consideraciones sobre lo que se denomina y entiende
por calidad y por “enfoque de calidad” en el contexto educativo y universitario colombiano.

1. Los conceptos de cualidad y calidad

Vale recordar que, desde el punto de vista filosófico, por cualidad —“poion” en griego o “qualitas” en
latín—, se entiende, ya desde Aristóteles en su “Organón”, una de las categorías —predicamentos o
lo que se dice— del ser o de lo existente. La cualidad se refiere al hecho de tener una determinada
característica o forma de ser. Ella alude, por un lado, a la propiedad o conjunto de propiedades que le
son inherentes o propias a algo —a un objeto, sistema o proceso— y que permiten, por tanto y por
otro lado, juzgar su valor como de mala, “medio regular”, “casi regular”, “medio buena”, “casi buena”,
buena, buena o excelente calidad. Así, a partir del vocablo latino “qualitas” o cualidad evolucionan en
castellano las expresiones “cualidad” y “calidad”.

Un aspecto que llama la atención es que, en su uso contemporáneo, la calidad, en expresiones como
educación de calidad, escuela de calidad, docente de calidad o universidad de calidad, se tiene como
algo “incuestionablemente positivo o bueno” en las actuales “sociedades del rendimiento” (Han). De
allí que nadie reniegue de la calidad o esté en contra de ella. No hay nadie —gobierno, organización,

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Licenciado en Educación: Inglés-Español de la Universidad de Antioquia, Doctor en Ciencia de la Educación de la
Universidad Libre de Berlín, Estudiante del Programa Postdoctoral de Investigación en Ciencias Sociales, Niñez y
Juventud (CLACSO), Profesor de Pedagogía y Antropología Pedagógica y Tradiciones y Paradigmas de la Pedagogía
de la Universidad de Antioquia, Docente y Asesor en la Maestría y el Doctorado en Educación de la U. de A., profesor
invitado del Doctorado en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud CINDE - Universidad de Manizales y Coordinador del
Grupo de Investigación sobre Formación y Antropología Pedagógica e Histórica ——. E-Mail:
andres.runge@udea.edu.co
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institución, grupo o individuo— que no quiera ser de calidad o que no esté en favor de la calidad.
Cuestionar la calidad o estar en contra de ella se presenta como un sinsentido: no hay espacio y
cabida para la no-calidad.

No obstante, un aspecto que a menudo se pasa por alto es que, aun cuando en el uso cotidiano y
académico la calidad designe y comprenda la propiedad o característica de un objeto, en el sentido
de cualidad, lo cierto es que ésta, en tanto valoración, —educación de calidad, escuelas de calidad,
maestros de calidad o universidades de calidad—, no es la propiedad o característica del objeto en
cuestión, sino el resultado de una valoración, es decir, de un juicio sobre la propiedad —cualidad—
de dicho objeto (Heid, 2000, p. 41). En ese sentido, la calidad no es un objeto extra-mental que exista
por sí mismo, como cuando uno alude a una silla o a un perro, sino que existe en tanto valoración de
algo. De manera que, así como uno no ve la inteligencia por ahí corriendo, tampoco ve la calidad,
pues como juicio resulta de la comparación y se encuentra ligada a determinados contextos: se
produce desde un lugar y con unos intereses.

Así mismo y en consecuencia, la calidad, en tanto valoración de algo, no es objetiva —aunque se


presente con números y estadísticas—, implica un determinado punto de vista, es interesada y está
sujeta, por tanto, a relaciones de poder. Lo que lleva a preguntar: ¿Quién establece que algo es de
calidad? ¿Desde dónde y bajo qué parámetros se establece que algo es de calidad? ¿De dónde
surge la idea de que las cosas sean o tienen que ser de calidad? ¿Para qué propósitos y con qué
intereses se recurre a la calidad? ¿Por qué la calidad hoy se convierte en un asunto de mejoramiento
continuo y de autoexplotación ilimitada? ¿Quiénes y qué decisiones se toman sobre la base de que
algo se valora como de calidad? ¿Cómo se regula, gobierna, direcciona, incluye, excluye sobre la
base de la calidad?

Lo cierto es que una comprensión de la calidad resulta difícil de dar, pues ella varía de acuerdo a
muchos factores y aspectos contextuales. Así, “debido al hecho que la calidad no es un objeto de
investigación ‘observable de modo objetivo’ y definible de un modo general, sólo es susceptible de
una medición si con antelación se han precisado los criterios observables que, en tanto indicadores,
deberían validar su existencia más o menos dada. Al precisar esos criterios se llega inmediatamente
a una situación de intereses que son, por regla, dados mediante el ‘interés orientador del
conocimiento’ del contratista de la evaluación” (Ribolits, 2009, p. 9). Por tanto y de igual manera, la
calidad en el ámbito educativo no es algo que esté objetivamente definido, sino que resulta ser, más
bien, el producto de intereses y negociaciones (poder) de los sujetos, instituciones o instancias
involucrados.

No es gratuito que en el contexto empresarial y técnico la calidad de los productos haya sido un
asunto bastante trabajado, pero también la calidad de los procesos. La planeación, direccionamiento,
control y evaluación de todas las actividades de la empresa de cara a la producción y puesta en
circulación de productos se entiende como “gestión de la calidad” (Bakic, 2009, p. 32). La gestión de
la calidad tiene como meta el “mejoramiento continuo” en el marco de unas condiciones y exigencias
cambiantes; se trata siempre de un proceso cíclico (Horvath, 2009, p. 41) que no tiene un fin “natural”.
Para ello, se trata del desarrollo de procesos que se enmarquen o que lleven hacia donde se ha
propuesto o a donde es necesario llegar. Acá se habla del “desarrollo de la calidad”. Pero también
tiene que ver con el aseguramiento de los cambios y de las mejoras que se logran como
consecuencia de dicho desarrollo. Es cuando se habla de “aseguramiento de la calidad”. La gestión
de la calidad abarca ambos asuntos. Por tanto, la gestión de la calidad y los sistemas de gestión de la
calidad son, en ese sentido, una parte del desarrollo organizacional.
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Es acá, precisamente, donde hacen su aparición los programas y modelos para la gestión de la
calidad como el TQM (Total Quality Management) o Gestión de la Calidad Total2 —que implica
aseguramiento y conciencia de la calidad de todos los miembros y en todos los procesos—, el modelo
EFQM (European Foundation for Quality Management) o Modelo de la Fundación Europea para la
Gestión de la Calidad —especificado para un trabajo de análisis interno y de auto asesoría y
orientado hacia la “satisfacción del cliente”— el Modelo de Certificación ISO 9000 3 —y siguientes— o
los modos estratégicos de control cibernético (Controlling) como el Balance Scorecard (Kaplan y
Norton) —cuyo propósito radica en aplicar las estrategias de una organización a formas claras,
medibles y comprobables de direccionamiento (visión + estrategia)— que estaban pensados para el
aumento y aseguramiento de la eficacia y la eficiencia —entendida como el logro cada vez mejor de
las metas con los medios disponibles (o sea, el de hacer cada vez más con menos)— de los procesos
y productos industriales y empresariales. La calidad aparece en estos marcos como el cumplimiento
de las especificaciones, como la concordancia entre un “es” y un “deber ser”. El resultado de todo
ello, como dijimos, es un “producto de calidad”.

La gestión de la calidad educativa escolar y universitaria es un capítulo reciente dentro de la historia y


teoría de la escuela y la universitología que viene enmarcada dentro de una fuerte tendencia a nivel
internacional que se conoce como Nueva Gestión Pública (New Public Management) o Gestión del
Cambio. Se trata de un nuevo modo de direccionamiento y conducción que se orienta por los
modelos de la economía y el mercado y que, como “mano invisible”, viene agarrando cada vez con
mayor fuerza las dinámicas de las instituciones educativas. Un asunto que, por su posición
hegemónica, ha venido reduciendo sistemáticamente el problema de una reflexión y teorización sobre
las instituciones educativas y su desarrollo y organización a la cuestión exclusiva de la gestión de la
calidad. De allí que la educación se tenga por un asunto —que debe y tiene que ser— controlable,
medible, evaluable, lo cual resulta particularmente complicado cuando se trata de seres humanos y,
para este caso, de su formación.

Así, una vez que el discurso de la calidad, sobre todo tal y como se ha trabajado dentro del saber
empresarial, se hace extensivo y hegemónico dentro del sistema educativo y dentro de las
instituciones de educación superior en particular, a estos se les comienza a atribuir las mismas
características que a la empresa: eficiencia, rendimiento, productividad incrementada a bajo costo,
producción de cada vez más con cada vez menos, orientación y satisfacción de los clientes,
competitividad, eficacia, innovación, creatividad, rentabilidad, éxito y excelencia, emprendimiento, etc.
Además, se supone que todo lo anterior se convierte en un asunto exclusivo de tales instituciones
educativas y en una responsabilidad de sus directivos y docentes; es decir, en un asunto de gestión
de la calidad educativa. Dicho con otras palabras, la institución educativa (escolar o universitaria), en
la lógica de ese discurso gerencialista neoliberal, debe ofrecer una “mercancía” o “producto” de
calidad, también en una abierta competencia con cualesquier otras instituciones educativas (privadas,
públicas, con recursos o sin recursos, citadinas o apartadas). ¿Qué entender entonces por calidad
educativa en el contexto universitario? Miremos:

2. Concepciones de calidad educativa


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TQM (Total Quality Management) es un modelo de calidad desarrollado en los años cuarenta del siglo
pasado en Estados Unidos que ha influido sobre muchas de las propuestas actuales de calidad. Dentro de
sus principales principios está el de orientar la calidad según y para los clientes. En ese sentido, la calidad
no es propiamente una meta, sino un proceso que nunca llega a un final y que se instaura como
acrecentamiento y autoexplotación ilimitados.
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La ISO u Organización Internacional para la Estandarización (International Organization for
Standardization) es la organización más vieja y conocida a nivel mundial en cuestiones de certificación de
la calidad (existe desde 1947). La sigla ISO fue escogida como forma de designar, siguiendo la expresión
griega “isos”, lo igual. Para una certificación de la calidad se necesita de una documentación basada en
un manual que constatan y evalúan unos auditores en el lugar. El proceso de cierre de la certificación
lleva al otorgamiento de un certificado de calidad.
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Siguiendo a Harvey y Green (2000), se pueden plantear diferentes concepciones de la calidad


educativa: Uno puede decir que una institución de educación superior es de calidad porque es A) una
excepción en el sentido de que es exclusiva (Aa), porque sobresale de las demás (Ab) o porque,
simplemente, cumple con los requisitos o estándares mínimos (Ac). La primera subcategoría es la
clásica y tiene que ver con eso excepcional que, a su vez, da una suerte de exclusividad. La calidad
se equipara a “goodwill” o reputación. En términos críticos, con ella se apoya una concepción elitista
de la educación que se basa en el presupuesto de la propia exclusividad (reputación) como criterio.
Dicho criterio de calidad radica en que, precisamente, es inalcanzable para otros. En la segunda
subcategoría tenemos la comprensión de la calidad como excelencia o cumplimiento de los más altos
estándares. Esto último es lo que se equipara acá a calidad. Se habla de excelencia tanto en el
sentido de consecución de los más altos estándares como en el de no cometimiento de errores. A
diferencia de la calidad en su comprensión tradicional, como una suerte de “goodwill” intangible, con
esta concepción sí se nombra los componentes de la calidad; no obstante, con ello se asegura, al
mismo tiempo, el carácter inalcanzable de la misma. La calidad sólo se alcanza a partir de unas
condiciones improbables e inverosímiles: dar “lo mejor” como condición para llegar a “lo
sobresaliente”. La concepción de la excelencia tiene que ver, en gran parte, con la reputación de la
institución escolar y ambas se condicionan entre sí. La estructuración de la institución corrobora la
reputación y ésta, por su parte, permite la consecución de recursos. Con todo esto dispuesto, la
calidad en los resultados, se supone, viene por añadidura. Dicho en otras palabras, la calidad de los
resultados tiene que ver con la calidad de las entradas. De lo mejor, se supone, siempre sale lo
mejor. Este es el modelo dominante en la educación —sobre todo universitaria— en Estados Unidos.

Tenemos una tercera comprensión de la calidad como excepción que se refiere a la concordancia con
los estándares: calidad se equipara a concordancia con unos estándares mínimos. En esa lógica un
producto de calidad es aquél que cumple con una serie de controles de calidad. Nos la vemos con
criterios que son alcanzables y, en ese sentido, el control se ejerce más con el propósito de evitar los
errores o defectos y lograr la calidad a partir del cumplimiento de los estándares mínimos;
estándares, no obstante, generalmente supeditados y establecidos por quienes ejercen el control
desde un lugar externo.

Si bien con esta última comprensión de la calidad se evita la formulación de estándares últimos y
universales (ideales, utópicos, improbables, inalcanzables) en el sector educativo, se introduce el
asunto de la comparación y la competencia. “Con la introducción de estándares relativos como base
para juzgar a las instituciones o a sus ofertas formativas se plantea, no obstante, el problema de la
comparación” (Harvey y Green, 2000, p. 21). Los alumnos, los docentes, las clases, el rendimiento
escolar, etc., empiezan a ser comparados bajo criterios “objetivos”, independientemente del lugar o
del territorio o de las particularidades contextuales. Se introducen los “rankings” (Estudio PISA).

Así, mediante la comparación de la calidad los gestores de la calidad, pero sobre todo, la
organización educativa, la institución universitaria como tal, deja de basarse en intuiciones,
tradiciones o decisiones pragmáticas, en apuestas políticas, sociales, ilustrado-emancipadoras, para
sustentarse ahora en lo datos. Datos que permiten no solo la toma de decisiones de los
administradores, sino también de las instancias gubernamentales. La gestión de la calidad deviene en
estrategia para la misma gestión de la política. Los datos —por ejemplo, en las pruebas o en
estadísticas— sirven para la toma de decisiones fundamentadas. Se supone que con esto las
instituciones universitarias se vuelven más racionales en sus dinámicas y ganan en seguridad en la
planeación y en la toma de decisiones (decisiones basadas en la evidencia).

En el contexto universitario, bajo el criterio de conformidad con los estándares mínimos, se establece
una brecha entre instituciones universitarias que cumplen con tales estándares e instituciones
universitarias que no lo hacen, lo cual tiene al menos dos consecuencias: por un lado, que unas
pueden gozar de ciertos privilegios y otras no (por ejemplo de apoyo económico por parte del Estado)
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y, por el otro, que, al introducirse el criterio de comparación, se pone a las instituciones en una lucha
entre sí, directa y “despiadada”, por la consecución de un puesto, de un ranking, de unos recursos, de
unas prerrogativas, de unos incentivos, etc. (competencia de mercado).

A lo que hay que agregar, además, lo siguiente: si bien los estándares son alcanzables como
cumplimiento de unos indicadores mínimos, éstos se caracterizan fundamentalmente por no ser fijos
o estables. De manera que al cambiarse (elevarse) constantemente tales estándares mediante un
sistema cada vez más continuo de evaluación y de “rankings” se desata, por lógica, una dinámica de
permanente competencia para alcanzar así el nuevo nivel de los nuevos estándares mínimos y así
permanentemente (compárese con el sistema de clasificación de los grupos de investigación por
COLCIENCIAS).

La calidad universitaria se evidencia acá claramente como una estrategia gubernamental que permite
la otorgación o no de recursos en momentos de crisis fiscal y de racionalización de los recursos, pero
también como una forma de direccionamiento y control de las instituciones universitarias. Se las
gobierna mediante la calidad; es decir, mediante su movilización permanente en pro de la calidad
(cualificación y mejoramiento constante). El estado y los gobiernos se des-responsabilizan, desde el
punto de vista de la equidad con respecto a todas las instituciones educativas y de la educación como
derecho, y, bajo el primado de los “rankings” y estándares, apoyan a las que “ganan” o cumplen con
los estándares y con ello a) quedan bien ante la opinión pública —les dan a los que ganan, a los que
cumplen y para cualquier individuo esto es lo justo—, b) racionalizan —administran— los recursos y
c) se “llenan de motivos” para ejercer nuevos controles cada vez más minuciosos y para poner a las
instituciones en la “búsqueda permanente” de la calidad de manera que se recalibren
constantemente.

Una de las cuestiones cruciales en esta dinámica por la gestión de la calidad y por el mejoramiento
continuo es que la calidad como “algo alcanzado” —como mínimo logrado— deviene,
paradójicamente, en algo que tiende a autoinvalidarse debido a la misma lógica irracional acumulativa
y autoexplotadora en que está en juego: si el estándar mínimo como criterio de calidad era 1, ahora
es 2 y mañana será 3 y así sucesivamente. Es más, los productos mismos así sean supuestamente
de calidad se convierten también, ellos mismos, en criterios de no calidad, porque de lo que se trata
es de un mejoramiento continuo de la misma, pues no hay óptimo, sino optimización, no hay
producto, sino producción, no hay calidad sino cualificación permanente e ilimitada. Además, en esa
lógica compulsiva, se supone que si se elevan los estándares se eleva la calidad y los estándares
alcanzados se convierten así en la condición misma para que sean cambiados.

El propósito último es la autoexplotación ilimitada —en un proceso que no tiene un fin “natural”—, de
manera que los competidores —que generalmente se contraponen a un rival externo— terminan por
verse a sí mismos como los principales contrincantes: “El sujeto de rendimiento está libre de un
dominio externo que lo obligue a trabajar o incluso explote. Es dueño y soberano de sí mismo. De
esta manera, no está sometido a nadie, mejor dicho, solo a sí mismo […] Así, el sujeto de rendimiento
se abandona a la libertad obligada o a la libre obligación de maximizar el rendimiento. El exceso de
trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación […] El explotador es al mismo
tiempo el explotado” (Han, 2012, p. 31-32). Para ello se necesita que los sujetos se auto monitoreen
(metacognición, feedback), autorregulen y autoevalúen de modo que optimicen sus propios procesos.
De allí que el mapa de procesos resulte tan sospechosamente necesario para los administradores,
pero no como algo que le ha de permitir al “proceso investigación”, al “proceso docencia”, al “proceso
ciclo de vida académica” (¿?) un distanciamiento crítico con respecto a lo que se hace, sino, por el
contrario, como el derrotero, por excelencia, que le ha de permitir al “proceso” optimizar su propia
autoexplotación sin límite de cara a un control y vigilancia externos y, sobre todo, internos. Por tanto,
ya no se comienza con algo, sino que no se termina con nada. Las figuras para ello son las del long
life learner, el “workaholic” o el sujeto emprendedor.
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El cambio de una confrontación con un exterior como criterio de valoración de calidad a la


confrontación de las instituciones educativas consigo mismas hace que se instaure la autoevaluación
permanente, la cual deviene en una parte “natural” de las dinámicas de las instituciones educativas —
el gobierno deviene en autogobierno—. La institución universitaria pierde su horizonte y sus proyectos
a futuro, porque lo que está en la base de sus preocupaciones es la próxima evaluación, la cual
acapara de manera totalitaria los intereses y preocupaciones. Se vive por y para auto/evaluarse.

Siguiendo a Jan Masschelein y Maarten Simons en su libro “Más allá de la excelencia. Una pequeña
morfología de la Universidad-Mundo” (Jenseits der Exzellenz. Eine kleine Morphologie der Welt-
Universität), publicado en abril de 2010, vemos entonces que la actual indiferencia frente a los
bastiones del progreso, ilustración y verdad pone a la Universidad pública bajo amenaza. Vivimos en
una época de Universidades-Empresa que ahora se definen de una manera totalmente diferente en
relación con el mundo. En primer lugar, la Universidad-Empresa ya no busca más guiar y guiarse
hacia un futuro “mejor” mediante y gracias a su comprensión privilegiada —distanciada, pública— de
los procesos que están en la base de nuestra existencia (aunque todavía haya reliquias de ello). Se
pierde el para qué y el hacia dónde. Lo claro ahora es que el tiempo colapsa, pues en tanto
preocupación empresarial aquél solo se refiere al —solo está como— presente. Y en ese marco se
tratan las preocupaciones de la Universidad que tienen que ver, precisamente, con maximizar —y
obviamente buscar— los recursos existentes y responder a lo inmediato. Se trata de una
preocupación aquí y ahora por la innovación sin ningún tipo de posicionamiento socio-político y de
una preocupación aquí y ahora por la siguiente evaluación para poder aspirar nuevamente a los
recursos limitados.

Ahora bien, si por otro lado los estándares mínimos tienen que ver más con una suerte de
reconocimiento de las especificidades o con los mínimos requeridos, entonces la comparación misma
se vuelve un asunto problemático, pues no hay criterios aplicables a todos. Habría, más bien,
calidades diferentes que en la lógica de la competencia y la medición no podrían estandarizarse: ¿Es
de calidad una institución educativa universitaria que, en un contexto regional apartado y marcado por
la violencia, ha logrado que los jóvenes opten por la educación y no por el narcotráfico, a pesar de
que su nivel en cálculo 1 o en matemáticas del primer semestre no es, comparativamente hablando,
muy bueno?

En síntesis, con esta concepción de calidad se relativiza la concepción de la calidad como algo
exclusivo y se deja como algo promedio y constantemente variable. A su vez, la “calidad como
concordancia con los estándares relativos no dice nada sobre los criterios que llevaron
respectivamente a esos estándares. En esa medida, existe la posibilidad de que un determinado
producto o una determinada oferta de servicio no sea vista como calidad” (Harvey y Green, 2000, p.
21), sino, más bien, como algo que ha cumplido con los mínimos requeridos; la calidad se vuelve un
asunto de promedio; pero que, en su variación, permite que quienes regulan la educación
universitaria también la gobiernen estableciendo una lógica de permanente competencia y
autocontrol.

Pero también puede ser de calidad porque cumple con lo que promete —con las especificaciones del
diseño—; es decir, es B) consistente, pues no comete errores y hace las cosas de manera correcta.
En este caso la evaluación se vuelve prevención y control internos y la calidad un asunto de gestión,
planeación, control, cultura y aseguramiento (de la calidad). Si existe consistencia en el proceso que
va de la misión, los objetivos a los indicadores —de logros— y mecanismos de control —tipo ISO—
se supone que es una institución de calidad. El hecho de atender a que no se cometan errores pone,
en este caso, a las instituciones universitarias en la lógica de una cultura y gestión de la calidad
internas. Hay así una relativización de los valores absolutos y se rompe con el criterio de
comparación.
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Lo anterior quiere decir, para el caso del sector educativo universitario, que no aplica ninguna base
para la comparación entre una institución universitaria A y una B, ya que, en términos de una cultura
de la calidad que previene el error, cada institución universitaria es de calidad en tanto hace las cosas
“bien”, de una manera adecuada y se autoevalúa permanentemente. Llama la atención que el énfasis
en el proceso o en la consistencia sea lo que menos se considere dentro del sector educativo —esto
a pesar de estar en boga asuntos como la diversidad, pertinencia, particularidad, importancia
regional, perspectivas situadas, etc.—. De todas maneras, la pregunta acá es si efectivamente una
institución universitaria es libre de cumplir con lo que promete o si, más bien, está forzada a cumplir
con lo que le hacen y obligan prometer. Dicho con otras palabras: si en vez de autoevaluar lo que
quiere, termina por querer lo que le obligan a autoevaluar.

Otro punto de tensión acá es que la reconocida autonomía universitaria —en los niveles meso
(gobierno, directrices, relación con la sociedad y el territorio) y micro (práctica, acciones) de la
institución— queda subordinada a la dictadura de los estándares o lineamientos educativos y los
procesos —muchos de ellos contingentes, emergentes, no medibles, contextualizados, específicos,
no racionalizables de modo instrumental— quedan reducidos a indicadores cuantificables (al tal mapa
de procesos). Por tanto, una cultura y gestión de la calidad se evidencia en que todos los miembros
de una institución son responsables de la calidad. El control de la calidad se hace extensivo a cada
uno de los miembros e instancias de la institución con lo que, a su vez, se les responsabiliza —por los
procesos y por los resultados—. La calidad de una organización viene dada así por la suma —
adoctrinamiento mediante el coaching— de las calidades específicas de las unidades que conforman
dicha organización (planeación de la calidad, control de la calidad, aseguramiento de la calidad,
mejoramiento de la calidad). Nadie puede protestar o estar en contra de la calidad.

Acá el control de las salidas (outputs) —el control de la calidad— resulta ser lo opuesto a la cultura y
gestión de la calidad, en la medida en que no se trata tan sólo de controlar los resultados, pues éstos
son, más bien, la consecuencia lógica de todo el proceso. Y si los resultados no son los esperados es
porque habría que actuar preventivamente allí donde tuvo lugar el error. Ahora bien, si mi
responsabilidad como docente universitario es enseñar “bien” y así lo hago, pues la del estudiante es
que aprenda “bien”, a lo que cabe preguntar: ¿Asumen esa responsabilidad los estudiantes? ¿Es
responsable de esto último el docente, la institución, el estado o el mismo estudiante? ¿Si ciertas
pruebas ponen en evidencia los malos resultados de los estudiantes, esto es responsabilidad suya,
de los docentes, de la institución o del estado? Si mi responsabilidad es hacer investigación “de
punta”, ¿se me dan las garantías y condiciones para hacer dicha investigación? ¿Es responsable solo
el investigador o también el grupo de investigación, la facultad, la universidad, el estado?

Además, aunque llamativamente se hable de procesos, de consistencia, de pertinencia local siempre


se termina con comparaciones y con un control mediante estándares e indicadores —como en el
caso de las Universidades colombianas—. El planteamiento sobre la calidad ligada al proceso (a la
gestión por procesos) se viene a pique, porque a partir de los indicadores —cuantificables— en
realidad no se evalúa el proceso, sino que se evalúan los resultados sobre la base de productos y
comparaciones.

Con las pretensiones de asegurar que los recursos utilizados produzcan el máximo de rendimiento,
es decir, se hagan o se vuelvan eficientes, y de garantizar que los resultados se ajusten a lo previsto
y propuesto —resultados esperados, impacto— en el programa de tareas y actividades, es decir, que
sean eficaces, se llevan a cabo evaluaciones y auditorías de los procesos en los que ya éstos dejan
de ser considerados como tales, pues operan bajo los presupuestos, primero, que es posible prever
con anticipación el resultado; segundo, que es posible definir operacionalmente este resultado en la
forma de un producto mensurable; y, tercero, que es posible estandarizar la medición del producto en
la forma de indicadores que se presentan como fijos e invariables. El concepto de proceso se
funcionaliza así bajo la lógica de una racionalidad con arreglo a fines —para utilizar la expresión de
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Habermas— y lo mismo sucede con la calidad del proceso que queda supeditada a la pura
cuantificación y a la rendición de productos medibles.

Valga decir, además, que las instituciones educativas universitarias no funcionan como una fábrica
(empresa) —tal y como se quiere en la lógica de la gubernamentalidad neoliberal—. Por tanto, sus
procesos, aunque se quiera, no son racionalizables de un modo funcional —empezando por las
mismas prácticas docentes que no son “tecnologizables” (Luhmann)—. De igual modo, en las
instituciones educativas universitarias no aplica la idea de un cumplimiento de modo perfecto de
todas las especificaciones y resulta problemático el asunto de cómo no cometer errores de un modo
absoluto. Se puede llevar a cabo todos los pasos —procesos— que se consideran importantes para
la realización de una “buena clase”, de un “buen trabajo de laboratorio”; sin embargo, ello no asegura
que el otro aprende. Particularmente, los estudiantes no son productos estandarizables —se trata de
fomentar y reforzar la capacidad analítica y crítica, lo que significa el vérselas (o tratar, cuestionar,
criticar, redefinir, etc.)— y la docencia es una actividad contingente.

A ello se le suma el que la educación en su modalidad institucional se confronta con el problema del
tiempo. Si la calidad se entiende como no cometer errores —superar la contingencia— y hacer las
cosas correctas, entonces ninguna clase, ningún curso, ningún seminario, ninguna actividad
investigativa, ningún problema, ningún tema podría dejarse del lado hasta estar seguros de que se ha
trabajado y aprendido lo suficientemente bien por todos y cada uno de los estudiantes involucrados.
Pero ninguna institución educativa sería pensable en la que un docente se quedara trabajando un
tema específico, por ejemplo, durante dos o más años con tres alumnos que no han podido entender
dicho tema. Al docente le toda seguir de largo — y simplemente “pone a perder”—: no hay tiempo y
hay que ofrecer todos los contenidos, así estos no se hayan aprendido ¡Lo exige la institución y lo
exige el estado¡

En esta lógica también se puede ser de calidad si C) se cumple con los fines que se prometen, sobre
todo, en términos de eficiencia y eficacia. La calidad educativa universitaria se funcionaliza y lo
importante es el fin en sí mismo, generalmente referido, hoy en día, a los buenos resultados en las
pruebas escolares TIMMS (International Mathematics and Science Study), PIRLS (Progress in
International Reading Literacy Study), PISA (Programme for International Student Assessment) o
exámenes como los que actualmente se busca implementar en la Universidad de Antioquia. Se trata
de que cierto alumno sea muy bueno en matemáticas, a pesar de que golpee permanentemente a los
compañeros de clase, que construya calculadamente edificios como el Space (con las consecuencias
que ya sabemos) o a que se muy bueno en medicina y, no obstante, trate a los pacientes como
“carne muerta”. Es decir, se es bueno de un modo inmanente, pero inútil desde el punto de vista
externo (social, cultural, territorial, político). Con esta idea de calidad la universidad deviene en el
espacio para la formación de “idiotas especializados” (Adorno); es decir, expertos en la pata delantera
izquierda de una pulga X o en la “e” de la diferencia en Derrida que no tienen más mundo que el de
su especialidad.

La calidad, juzgada de acuerdo a cómo un producto cumple o no con sus fines, puede ser vista, en
otra lógica, desde dos puntos de vista posibles: desde el punto de vista del proveedor (Ca) y desde el
punto de vista del cliente (Cb) (como construcción del mismo proveedor o como satisfacción del
cliente). En la segunda lógica, las especificaciones del producto se derivan entonces de las
necesidades y exigencias del consumidor4. El consumidor se supone que es una suerte de instancia
4
Bajo esta lógica se implementaron en Estados Unidos los cheques escolares como una manera de promover la
competitividad de las instituciones escolares: a los padres de familia se les daban unos cheques para los hicieran
efectivos en las escuelas de su elección. El propósito era que los padres de familia tuvieran mayores posibilidades de
elección en cuanto a la educación de sus hijos y que, en esa lógica, las instituciones escolares se vieran en la necesidad
de ofrecer “mejores servicios” y acaparar así la atención de dichos “clientes-consumidores”. La calidad escolar acá es
pensada como un asunto que es regulado y juzgado por las fuerzas del mercado. Lo mismo pasa hoy con las becas a
estudiantes universitarios que ofrece el Estado. Estas se ofrecen para que, supuestamente bajos sus propios criterios de
elección “racionales”, los becarios estudien en la universidad de su preferencia. Así, bajo esos criterios profundamente
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última o autoridad suprema. Se trata de una concepción de calidad que se da según la conformidad
del cliente. La calidad se define como la perfecta realización de todas las exigencias del cliente con
respecto al producto, tal y como lo plantea la Total Quality Management. Esto se corresponde
también con la definición de calidad que hace la ISO 9000:2005.

Pero no solo la falta de características que pida el cliente actúa de una manera negativa sobre la
calidad del producto, sino también las características adicionales no previstas o deseadas por el
cliente. El problema de este planteamiento consiste en la supuesta identificación total con el cliente —
con sus exigencias—, en donde no se puede dar ni más ni menos. Sin embargo, acá hay un sofisma:
la idea de que el consumidor, específicamente, el cliente determina tales exigencias no es más que
una ficción, por no decir, un simple engaño, si esto se analiza críticamente como parte de las
estrategias de mercado de la sociedad neoliberal y de consumo. Así pues, el cliente no es más que
un “ideal tipo” producido por el productor mismo —según el primer punto de vista— que “se define en
el proceso dialéctico de investigación del mercado y publicidad” (Harvey y Green, 2000, p. 25).

Particularmente en el sector educativo esto se torna mucho más problemático: Primero, porque los
conceptos de cliente y de consumidor no resultan adecuados para referirse a las personas en
formación. Cuando hablamos de estudiantes, ¿hablamos de clientes, de consumidores, del producto
y el resultado de la educación, de ambas cosas: cliente-producto, producto para la empresa, para la
sociedad o de qué? Segundo, porque, en sentido estricto, los estudiantes como “clientes” no están en
condiciones para nombrar y determinar de un modo exacto aquello que previamente exigen como
calidad y como producto de calidad (bien sea porque no lo saben y para eso están ahí educándose o
porque son ellos mismos —el resultado de— la calidad por antonomasia). En ese sentido y como
criterio de calidad el enfoque centrado en el cliente se vuelve contradictorio en el contexto
universitario: hablar de la exigencia de una educación de calidad deviene tan confusa como se lo
expuso en apartados anteriores. El cliente, es decir, el estudiante, pide algo de calidad, es decir, se
pide a sí mismo previamente como algo de calidad, pero precisamente por eso está allí, para llegar a
ser de calidad; por tanto, no puede juzgar, al menos no en ese mismo momento, pues es eso
precisamente lo que será en un futuro. Por tanto, no puede anticiparse a sí mismo como si su
biografía y trayecto formativo se pudiera programar o como si no hubiera constricciones sociales,
culturales, económicas que limitan la capacidad de elección. La respuesta a la calidad se la tiene que
dar el estudiante mismo a partir de su proceso vivido y a partir del concepto mismo de calidad en el
que se haya formado —la “satisfacción del cliente” es acá tan confusa como preguntarse si uno si ha
alcanzado la felicidad—.

Por lo que, en esa dirección, la calidad también se puede entender como D) un valor equivalente,
adecuado o justo (en una relación de costo-beneficio). Se obtiene justamente aquello por lo que usted
puede pagar —acá se pueden ver asuntos relacionados con las “Escuelas Charter”: a mayor
rendimiento medible de los alumnos, o sea resultados, mayor apoyo financiero (se introduce la
competencia de mercado y los salarios por productividad)— o los rankings universitarios. El influjo de
esta concepción sobre el sector educativo universitario es bastante cuestionable. Las listas sobre
mejores instituciones educativas universitarias en realidad no dicen mucho acerca de las mismas y
además se basan en estándares que, como ya vimos, están supeditados a intereses —externos—, en
este caso, a los estudiantes mismos.

Finalmente, tenemos la concepción de calidad como E) transformación, por una lado, como formación
en un sentido pedagógico —como la ganancia formativa que la experiencia educativa en todas sus
dimensiones supone y procura al estudiante; como ampliación del horizonte de comprensión del
mundo; como confrontación reflexiva y distanciamiento frente a la inmediatez de la vida—.

ilustrados y racionales se opta por no estudiar en una universidad de “tira piedras”, pero si en una donde están los
hombres y mujeres más atractivos y bonitos de la ciudad.
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Y, por el otro, como cambio y mejora permanente —en donde la institución universitaria deviene en
un sistema de redundancia evaluativa y de autoexplotación sin fin—. Es decir, que el fin último de la
evaluación educativa universitaria termina siendo la evaluación sin fin, con lo que el horizonte
pedagógico, educativo y formativo de la institución se pierde en pro de un trabajo absolutamente
enfocado en la siguiente y siguiente y siguiente evaluación. Todos se suben en el “tren del
mejoramiento constante” como forma de expresión de la calidad y aparece la cultura de la medición
en donde ya no se mide lo que se valora, sino que se termina por valorar exclusivamente lo que se
mide. Se deja, hasta cierto punto, de educar o de formar, para solo medir hasta el agotamiento y
hasta que aparece el síndrome de burnout. La universidad deviene así en un espacio de redundancia
evaluativa.

3. A manera de cierre y de apertura al debate

Los planteamientos sobre la calidad vistos hasta acá son una muestra de la complejidad de
perspectivas sobre el asunto en cuestión y de los intereses de los actores en acción. Mientras unas
perspectivas muestran un cara determinista otras enfatizan en la acción de los agentes
comprometidos hasta el extremo de su autoexplotación. Lo cierto es que el concepto de calidad
educativa y el problema de la gestión de la calidad dejan muchos vacíos dentro del contexto
educativo universitario, con lo que incluso surge la pregunta acerca de si es necesario e
indispensable mantenerlos.

Si la calidad existe como valoración de algo —de la formación, socialización, cualificación,


integración, socialización, etc.—, entonces, llegados hasta acá, se abre el debate acerca de qué
criterios se han de tener en cuenta para juzgar —medir—, en nuestro contexto, si una institución
universitaria, una educación o un docente es de calidad o no. Porque si alguien plantea que la
institución educativa X es de calidad, debido a que sus estudiantes sacaron el puntaje máximo en las
pruebas, por ejemplo, de matemáticas (cualificación), también se podría sostener que no es de
calidad porque esos mismos estudiantes no saben nada de croché, no saben tocar el piano o la
mayoría de ellos no sabe hacer una ensalada (enculturación) o, incluso, no tienen una conciencia
política (formación política). ¿Cuáles son los parámetros —económicos, instrumentales, de
rendimiento, sociales, pedagógicos— para hablar de un enfoque de calidad en la educación superior?
¿Qué tan democrático, participativo, diverso, inclusivo y, sobre todo, pedagógico es el espacio para el
debate, discusión y construcción de tales parámetros? ¿Qué tan democrático, contextualizado,
participativo y pedagógico es el enfoque de calidad del que aquí se trata?

La respuesta a las anteriores cuestiones tendría que estar relacionada con una respuesta sobre el
tipo de universidad que requiere el país, sobre todo como universidad pública. De manera que si el
enfoque de calidad está centrado en la medición del rendimiento en matemáticas, ciencias y lenguaje,
entonces requeriríamos de dinámicas y procesos que enfocaran todo en dichas pruebas; pero si
nuestra apuesta es por una educación de calidad y una universidad de calidad que se reconoce en su
autonomía, que desarrolla sus dinámicas a partir de una lectura del contexto y del lugar —del
territorio, de la comuna, del barrio, del sector— y que aspiran a la formación —no simplemente
cualificación y alocación— de sus estudiantes, entonces la universidad con sus dinámicas y procesos,
con sus docentes y empleados tendría que velar por que todos tendríamos que ser profesionales
—“calidosos”— en un sentido cultural, social, pedagógico y didáctico más complejo que tendríamos
que entrar a discutir constantemente en el mismo espacio universitario. Precisamente el núcleo de la
forma pedagógico-formativa de la Universidad Pública tiene que ver con su capacidad de “des-
identificarse” —de sus prácticas, de sus pensamientos sedimentados, etc.—; es decir, de devenir en
algo otro como ejercicio de crítica al presente o como “ontología crítica de nosotros mismos”
(Foucault).

Bibliografía
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