Вы находитесь на странице: 1из 22

PORTANTIERO – Los usos de Gramsci.

La forma en que Gramsci trató de resolver para Italia lo que Lenin trató de
resolver para Rusia, puede calificarlo como el “Lenin de Occidente”, el Lenin
de hoy para las sociedades industrializadas, lo cual no significa más que
una metáfora que no nos permite avanzar demasiado en la evaluación
crítica de una trayectoria política.
La cárcel mussoliniana paradójicamente, permite el despliegue de un
pensamiento que desde la práctica política Gramsci no hubiera podido
desarrollar como dirigente de un partido comunista. Creía que iba a
recuperar al filólogo de la cultura que quiso ser en su paso por la
universidad de Turín. En esa dirección trazó sus proyectos de prisionero,
que luego no cumplió, para ir anotando reflexiones más hondas, como base
para una teoría de la revolución socialista en su país y, en general, para el
diseño de una estrategia de la conquista del poder. ¿Cuál es esa estrategia
política? El mismo la define en términos militares: la de la “guerra de
posiciones”, como alternativa frente a la “guerra de maniobras”. La reflexión
sobre la necesidad de un viraje estratégico se expresa en Lenin y también,
aunque con más vacilaciones, en los cuadros soviéticos que dirigen la
Internacional. “Hay que terminar con la idea del asalto para reemplazarla
por la del asedio”, proclama Lenin en 1920. Toda la obra de Gramsci, desde
entonces hasta el momento de su muerte, ha de estar fijada a esa matriz. El
predominio de la guerra de posiciones como opción estratégica no implica,
por otra parte, el total abandono de la guerra de maniobras; solo supone que
la presencia de ésta se limita a una función táctica.
En los años 1923-26, Gramsci consolida para sí las claves de una teoría de
la revolución y a ella le será permanentemente fiel. Todos los conceptos de
ciencia política que irá decantando en la cárcel tienen que ver con esa
opción. Para Gramsci, en Oriente el Estado es todo y la sociedad civil una
relación primitiva, en cambio en Occidente, una poderosa línea de
trincheras en la sociedad (las instituciones de la sociedad civil, los aparatos
hegemónicos) custodia cualquier temblor de Estado. En una palabra, esa
situación calificada como Occidente se presenta en cada nación en que “la
sociedad civil se ha convertido en una estructura muy compleja y resistente
a las irrupciones del elemento económico inmediato”.
El supuesto es que el poder no se “toma” a través de un asalto porque el
mismo no está concentrado en una sola institución, el estado-gobierno, sino
que está diseminado en infinidad de trincheras. La revolución es así un
proceso social, en el que el poder se conquista a través de una sucesión de
crisis políticas cada vez más graves, en las que el sistema de dominación se
va disgregando, perdiendo apoyos, consenso y legitimidad, mientras las
fuerzas revolucionarias concentran crecientemente su hegemonía sobre el
pueblo, acumulan fuerzas, ganan aliados, cambian, en fin, las relaciones de
fuerza.
La guerra de posiciones requiere enormes sacrificios de la población, por
eso es necesaria una concentración inaudita de la hegemonía que permita
al sector más avanzado de las clases subalternas dirigir al resto,
transformarse efectivamente en la vanguardia de todo el pueblo. La
revolución socialista es internacional por su dirección, por su objetivo final,
“pero el punto de partida es nacional y es de aquí que es preciso partir”.
EL TIEMPO DE LA OFENSIVA. La perspectiva de análisis en Gramsci arranca
de una caracterización de la situación italiana como crisis orgánica, crisis
de hegemonía, crisis a la vez política y social, “crisis del estado en su
conjunto”. El estado, como ordenador de la sociedad, como condensación
de sus contradicciones, es lo que entra en crisis. Otra vez se trata, en
Gramsci, de la primacía de la política. En un escrito de 1918 apunta estas
ideas: “Las revoluciones son siempre y solamente revoluciones políticas”.
La teoría de la revolución y del estado consiste en ser anti jacobina y, por lo
tanto, anti autoritaria. “La revolución rusa –escribe en el ’18- ha ignorado al
jacobinismo”. En Gramsci el significado de jacobinismo es el de revolución
desde arriba por obra de una minoría iluminada. Su concepción de la
conquista del poder, en cambio, supone que ésta es el resultado de un
proceso de masas, de una “revolución desde abajo”. En segundo lugar, su
teoría de la revolución lleva implícita una teoría del ejercicio del poder y de
realización final del socialismo como “reabsorción de la sociedad política en
la sociedad civil”, como autogobierno de las masas. En tercer lugar, ubica
como pilar de la acción política la organización de lo que calificará más
adelante como “reforma intelectual y moral”, entendida como terreno crítico
para el desarrollo de “una voluntad colectiva nacional-popular”. El
socialismo aparece así como una nueva cultura, como un hecho de
conciencia sostenido por la historia de cada pueblo-nación.
La hegemonía, como capacidad para unificar la voluntad disgregada por el
capitalismo de las clases subalternas, implica una tarea organizativa capaz
de articular diversos niveles de conciencia y orientarlos hacia un mismo fin.
Tres han de ser los soportes orgánicos de esa estrategia hacia el poder:
consejos, sindicatos y partidos. Ellos integran “la red de instituciones
dentro de las cuales se desarrolla el proceso revolucionario”.
En Turín, el germen del gobierno obrero es la comisión de fábrica. No es el
sindicato, como quería Tasca o el partido como lo planteaba Bordiga, sino la
organización de los trabajadores en la fábrica capitalista como organismo
político, como “territorio nacional del autogobierno obrero”. Los sindicatos
no podrían serlo, porque ellos “son el tipo de organización proletaria
específico del período histórico dominado por el capital”. Ni los sindicatos
ni el partido pueden abarcar a la totalidad de las clases subalternas. Ambos
son organismos de tipo “privado”.
La importancia que Gramsci le otorga a los consejos es porque ellos han de
constituir la trama del estado como organismos que abarcan a la totalidad
de las clases populares. “El consejo de fábrica es una institución de
carácter público, mientras que el partido y el sindicato son instituciones de
carácter privado. En el consejo de fábrica el obrero entra a formar parte
como productor, como consecuencia, por lo tanto, de su carácter universal,
como consecuencia de su función y de su posición en la sociedad”. El papel
concebido por Gramsci a los consejos de fábrica se implanta en una matriz
ideológica que piensa a la revolución como un proceso social de conquista
del poder, como un hecho de masas, y que concibe a la realización del
socialismo como lucha permanente contra la alienación política, como
“reforma intelectual y moral” tendiente a cerrar la fisura que separa a
gobernantes de gobernados. Para Gramsci, los consejos fusionan la lucha
económica con la lucha política en combinación con las tareas propias de
sindicatos y partido. Su convicción es que, a través del despliegue que
efectúan en una pluralidad de instituciones, las clases populares tienen la
posibilidad de superar la fragmentación a que las condena el régimen del
capital.
EL REFLUJO. Su arranque es la consideración del fascismo como salida
regresiva a una situación de crisis orgánica, por medio de la cual las clases
dominantes consiguen recomponer el orden social fragmentado,
instrumentando para ello a la pequeña burguesía. La primera aparición del
fascismo es como grupo de choque de la burguesía agraria; se trata de una
política puramente terrorista para la que recluta a elementos marginales.
Esta base social se desplaza, en un segundo momento, a la pequeña
burguesía rural y luego a la pequeña burguesía urbana, en un proceso muy
rápido de crecimiento de sus soportes de masa que coincide con el reflujo
de la ola revolucionaria provocado por la derrota de las ocupaciones de
fábrica.
La crisis de los partidos liberales y el repliegue de los obreros facilita el
ascenso al poder por parte de Mussolini. Es necesario destacar algunos
rasgos. Primero, la definición del fascismo como un movimiento de masas
con bases sociales amplias y no como un mero agrupamiento terrorista, lo
que le plantea al partido obrero la necesidad de disputar la adhesión de las
clases intermedias, urbanas y rurales. Segundo, la definición del contenido
del fascismo como el de un régimen que realiza la unidad política de la
totalidad de la burguesía, de modo tal que la lucha antifascista debe ser,
simultáneamente, lucha anticapitalista. Tercero, la definición, dentro de esa
unidad, del predominio del sector más moderno y no del más atrasado de la
clase dominante: el capital monopolista. Estos tres rasgos impondrán, a su
vez, las características de la acción revolucionaria a desarrollar. Ella, para
ser exitosa frente a esa situación creada por el fascismo, deberá articular:
la reconstrucción de la unidad de la clase obrera; la constitución de un
bloque entre ésta y el campesinado, principal componente de la pequeña
burguesía; la estructuración de una fórmula política que logre fijar los
objetivos de transición, “no como fin en sí, sino como medio”. En este
proceso complejo de acción política el modelo estratégico será el de la
guerra de posiciones, su traducción social la táctica del frente único, su
consiga política la república de los consejos obreros y campesinos.
El núcleo ideológico que Gramsci habrá de rescatar de los debates de la
Internacional estará atravesado por dos ejes: el desarrollo de la capacidad
hegemónica del proletariado sobre el resto de las clases subalternas; la
necesidad de “traducir” la lucha revolucionaria a las características
nacionales de cada sociedad. Esta última condición –que es la de la guerra
de posiciones, la de la hegemonía- se plantea para una escena política y
social que no es la misma de Rusia de 1917. “La determinación que en Rusia
era directa y lanzaba las masas a las calles al asalto revolucionario, en
Europa central y occidental se complica por todas estas superestructuras
políticas creadas por el mayor desarrollo del capitalismo que hacen más
lenta y más prudente la acción de las masas.
Para Gramsci, las clases sociales son más que datos estadísticos: son
realidades históricas definidas por peculiaridades nacionales.
Si no se hegemoniza a campesinos e intelectuales, el proletariado no podrá
construir el socialismo. Si no obtiene el apoyo de esos sectores, “el
proletariado no se transforma en clase dirigente y estos estratos que en
Italia representan a la mayoría de la población, permaneciendo bajo la
dirección burguesa, dan al estado la posibilidad de resistir al ímpetu
proletario y de quebrantarlo”. El primer paso para ello era despojar al
proletariado de su “corporativismo de clase”, transformándolo en dirigente
de la totalidad de los grupos subalternos.
El frente único, el gobierno obrero y campesino, la fase de transición cuyo
eje son las reivindicaciones intermedias, contienen políticamente la
temática teórica de la hegemonía, del bloque histórico, del estado
concebido en sentido amplio, eslabones ideológicos de la concepción
estratégica de la revolución como “guerra de posiciones”.
Los obreros no son –como lo cree el burgués- el instrumento material de la
transformación social, sino el protagonista conciente e inteligente de la
revolución. La finalidad del partido es organizar y unificar alrededor de la
clase obrera a todas las fuerzas populares; esto es, dirigirlas en el proceso
de conquistas del poder.
La teoría de la organización en Gramsci es mucho más que una teoría del
partido: es una teoría de las articulaciones que deben ligar entre sí a la
pluralidad de instituciones en que se expresan las clases subalternas. La
“guerra de posiciones”, en tanto supone una “concentración inaudita de la
hegemonía”, requiere una metodología del movimiento de masas capaz de
soldar la “espontaneidad” de éste con la “dirección conciente”.
LA REFLEXIÓN DESDE LA DERROTA. El punto de arranque lógico es la
definición del estado como combinación de coerción y consenso, como
articulación entre sociedad civil y sociedad política, porque ella supone la
base para su teoría de la revolución, entendida como guerra de posiciones.
El estado, en la concepción gramsciana, no es sólo el aparato de gobierno,
el conjunto de instituciones públicas encargadas de dictar las leyes y
hacerlas cumplir. El estado bajo el capitalismo es un estado hegemónico, el
producto de determinadas relaciones de fuerza sociales, “el complejo de
actividades prácticas y teóricas con las cuales la clase dirigente no sólo
justifica y mantiene su dominio sino también logra obtener el consenso
activo de los gobernados”. En ese sentido, integran el estado capitalista,
como “trincheras” que lo protegen de “las interrupciones catastróficas del
elemento económico inmediato”, el conjunto de instituciones vulgarmente
llamadas “privadas”, agrupadas en el concepto de sociedad civil y que
corresponden a la función de hegemonía que el grupo dominante ejerce en
la sociedad. Familias, iglesias, escuelas, sindicatos, partidos, medios
masivos de comunicación, son algunos de estos organismos, definidos como
espacio en el que se estructura la hegemonía de una clase, pero también en
donde se expresa el conflicto social. Las instituciones de la sociedad civil
son el escenario de la lucha política de clases, el campo en el que las
masas deben desarrollar la estrategia de la guerra de posiciones.
Pero la concepción gramsciana del estado no aparece en toda su dimensión
si no se la vincula con su concepción de la crisis. En las sociedades
capitalistas, donde la sociedad civil es compleja y resistente y sus
instituciones son “como el sistema de las trincheras en la guerra moderna”,
la ruptura del sistema no se produce por el estallido de crisis económicas.
¿Cuándo puede decirse que un sistema ha entrado en crisis? Sólo cuando
esa crisis es social, política, “orgánica”. Sólo cuando se presenta una crisis
de hegemonía, crisis del estado en su conjunto. Estas crisis orgánicas se
originan por la convergencia entre el fracaso de los viejos grupos dirigentes
en alguna gran empresa para la que convocaron a las masas populares y el
crecimiento de la movilización de sectores sociales hasta ese momento
pasivos. La presencia de la crisis de hegemonía no garantiza la revolución:
sus resultados pueden ser diversos, dependen de la capacidad de reacción
que tengan los distintos estratos de la población. Una salida es el
cesarismo: la emergencia de algún grupo que se mantuvo relativamente
independiente de la crisis y que opera como árbitro de la situación. Otra
salida es el transformismo: la capacidad que las clases dominantes poseen
para decapitar a las direcciones de las clases subalternas y para integrarlas
a un proceso de revolución-restauración. Ambas son, de algún modo, salidas
“impuras” que suponen compromisos, o la revolución de las clases
subalternas. La preparación de las condiciones para facilitar este último
camino es el problema que le interesa a Gramsci cuando insta a analizar
cada sociedad como un sistema hegemónico particular, como el resultado
de una compleja relación de fuerzas.
La teoría de la crisis se enlaza de tal modo con la estrategia para la
constitución de un “bloque histórico” alternativo, capaz de sustituir la
dominación vigente e instalar un nuevo sistema hegemónico. Ese nuevo
bloque histórico, orgánico, en el que estructura y superestructura se
articulan en una unidad dialéctica, supone, como base, la confrontación de
una coalición política de las clases subalternas, bajo la hegemonía del
proletariado. La realización del bloque histórico sólo es pensable desde el
poder, como construcción de un nuevo sistema hegemónico, en el que una
clase dirige y domina a la totalidad social desde las instituciones de la
sociedad política (estado-gobierno) y las instituciones de la sociedad civil
(estado-sociedad). El bloque político de las clases subalternas incluye como
principio ordenador de su estructura, la capacidad hegemónica de la clase
obrera industrial sobre el conjunto del pueblo. Más aún: sin hegemonía el
bloque no existe, porque éste no equivale a una agregación mecánica de
clases.
La hegemonía tiene como espacio de constitución a la política: grupo
hegemónico es aquel que representa los intereses políticos del conjunto de
los grupos que dirige. Si está claro que el concepto de hegemonía excede el
campo de lo económico, parece necesario recalcar también que el mismo
no se agota en el nivel de lo ideológico. La hegemonía se realiza (y esto vale
para el bloque en el poder y para el bloque revolucionario) a partir de
aparatos hegemónicos que articulan cada bloque, instituciones de la
sociedad civil que contienen en su interior el despliegue de las relaciones
de fuerza o, si se prefiere, de la lucha de clases en todos sus niveles.

O’DONNELL – Apuntes para una teoría del Estado.


El Estado es un componente específicamente político de la dominación en
una sociedad territorialmente delimitada. La sociedad civil está dividida en
clases desiguales y contradictorias. De la posición de clases surgen
posibilidades diferenciales de lograr prestigio social, educación, acceso a la
información, etc. Esto permite acceder al control de los recursos de
dominación. En la sociedad existen dos sujetos sociales: la burguesía y el
proletariado, clases antagónicas e irreconciliables en sus intereses. Pero
hay también un tercer sujeto que aparece como árbitro del conflicto: el
Estado. Éste aparece como neutral, pero para O’Donnell es un garante de la
relaciones de explotación y de dominación.
Así, la clase es desigual y de carácter de explotación (en la sociedad civil) y
el Estado no es neutral, sino garante de la reproducción de esas clases. El
Estado aparece como árbitro, como una fuerza externa movida por una
racionalidad superior. Se muestra como una encarnación del orden justo al
que sirve como árbitro.
El Estado como garante tiene que trabajar activamente para que se siga
reproduciendo la burguesía y el proletariado, ya que es la única certeza que
posee el sistema para perdurar. En algún momento el Estado tiene que
favorecer al proletariado para poder reproducirlo.
O’Donnell estudia particularmente en América Latina, y dice que el Estado
es claramente el aparato de dominación de una clase, ya que es una cosa y
aparece como otra, como un tercer sujeto, que aparece sólo cuando existe
conflicto. El Estado capitalista garantiza que las relaciones de producción
se sigan reproduciendo. Las clases pueden tener recursos de dominación,
que son más o menos dominantes en cuanto poseen esos recursos
económicos, de información, ideológicos, técnico-científicos.
El Estado ejerce un control encubierto de la dominación y para O’Donnell
existen tres sujetos sociales: 1) El Estado, que posee los medios de
coerción física, 2) La sociedad y, 3) Las instituciones estatales: surgen
cuando el trabajador está desposeído de los medios de producción y el
capitalismo de los medios de coerción. Su función es movilizar los recursos
de la coacción, poseer control supremo y garantizar a las clases la relación
social que las constituye. Las instituciones estatales –que aparecen como
no capitalistas- garantizan y reproducen a la sociedad capitalista por dos
razones: a) son una organización burocrática que cumple tareas para
organizar la sociedad y b) responden a situaciones de crisis sociales.
Según el autor, las mediaciones son recursos del Estado para apelar
ideológicamente, para querer hacer aparecer al Estado como escindido de
lo social, cuando en realidad es parte co-constitutiva del mismo. Dice que lo
privado está impregnado por lo político estatal y que el Estado no está fuera
de la sociedad. Las mediaciones surgen cuando el Estado y la sociedad civil
llegan a un conflicto, y son instancias generalizadoras para disimular la
división de clases. Ocultan el fraccionamiento social y crean nuevas
generalidades. El autor da tres ejemplos:
1. La ciudadanía: ser ciudadano implica igualdad ante la ley, hacer valer
todos los derechos de la constitución. Implica la negociación de la
dominación en la sociedad. “Todos somos ciudadanos, todos somos
iguales”. El Estado mediante la ciudadano oculta su rol de garante de la
dominación. De esta manera la ciudadanía es el fundamento del Estado
porque es la modalidad más abstracta de mediación.
2. El pueblo: o lo popular. Es una solidaridad colectiva que suele mediar
entre el Estado y la sociedad. El uso de cada concepto en un discurso se
transforma en mediación. Lo popular abarca lo que se conoce como
“desposeídos”. Existen ambigüedades: por un lado abarca a los desposeídos
(clases subalternas), pero por el otro, no puede beneficiar a esa clase,
poniéndose en contra de las clases más dominantes de la nación, los ricos e
instituciones estatales.
3. La nación: es la colectividad superior a los intereses particulares de la
sociedad. Esto facilita la negociación de las contradicciones porque las
desigualdades sociales se ocultan al incluir a todos los intereses dentro del
marco homogeneizante de la nación.
O’Donnell cree que la mediación es un instrumento importante como parte
del cual se constituye el consenso. Toma de Weber el surgimiento del
Estado capitalista, pero no coincide con él en el funcionamiento. El Estado
capitalista tiene un doble juego, lo que es y lo que aparenta ser. Existe una
separación entre Estado y sociedad, que se trata de unir a través de las
mediaciones que ocultarían las relaciones de explotación.
 
El estado es el componente político de la dominación en una sociedad
territorialmente delimitada. La dominación (o poder) es la capacidad, actual
y potencial, de imponer regularmente la voluntad sobre otros, incluso pero
no necesariamente contra su resistencia. Y Lo político es la parte analítica
del fenómeno más general de la dominación: aquella que se halla
respaldada por la marcada supremacía den el control de los medios de
coerción física en un territorio excluyentemente delimitado.
La dominación es relacional; es una modalidad de vinculación entre sujetos
sociales. Es por definición asimétrica, ya que es una relación de
desigualdad. Esa asimetría surge del control diferencial de ciertos recursos.
El primero es el control de medios de coerción física. Otro es el control de
recursos económicos. Un tercero es el control de recursos de información
en sentido amplio, y el último que interesa señalar es el control ideológico.
La coacción es el recurso más costoso, porque desnuda explícitamente la
dominación y presupone que ha fallado el control ideológico.
Ese gran diferenciador es la clase social o, más precisamente, la
articulación desigual de la sociedad en clases sociales. Por clase social
entiendo: posiciones en la estructura social determinadas por comunes
modalidades de ejercicio del trabajo y de creación y apropiación de su valor.
La modalidad de apropiación del valor creado por el trabajo constituye a las
clases fundamentales del capitalismo, a través de, y mediante, la relación
social establecida por dicha creación y apropiación. Esa apropiación no es
simplemente una relación de desigualdad, es un acto de explotación, lo cual
implica una relación conflictiva. Típicamente son relaciones contractuales,
entendidas como aquellas en las que, mediando o no un documento escrito,
las partes convienen un haz de obligaciones y derechos. Las partes pueden
recurrir a un “algo más” que subyacer a la habitual probabilidad de vigencia
y ejecución del contrato. Ese plus es el estado.
La garantía que presta el estado a ciertas relaciones sociales es parte
intrínseca y constitutiva de la misma.
ASPECTOS Y SUJETOS SOCIALES CONCRETOS. Lo que más interesa
destacar es que la característica del capitalismo no es que el trabajador
está desposeído de los medios de producción; lo es también que el
capitalista está desposeído de los medios de acción. La separación del
capitalista del control directo de esos medios entraña la emergencia de un
tercer sujeto social: las instituciones estatales. Lo económico y la coerción
económica es primario en las relaciones capitalistas de producción. Pero
una vez que se vende y compra fuerza de trabajo, se está celebrando un
contrato que formaliza relaciones que también están constitutivamente
impregnadas por aspectos no económicos. El Estado no respalda
directamente al capitalista (ni como sujeto concreto ni como clase) sino a
la relación social que lo hace tal. La separación del capitalista de los
medios de coacción es el origen del estado capitalista y sus instituciones.
Si el estado es el garante de las relaciones de producción, entonces lo es de
ambos sujetos sociales que se constituyen en tales mediante esas
relaciones. El estado es el garante de la existencia y reproducción de la
burguesía y del trabajador asalariado como clases. En la génesis de las
relaciones capitalistas de producción se halla una difusa coerción
económica que no puede ser imputada ni a los capitalistas concretos ni a
las instituciones estatales; solo puede ser descubierta como una modalidad
de articulación general de la sociedad.
ORGANIZACIÓN. Esa apariencia de exterioridad se funda en el
encubrimiento de la dominación que subyace a las relaciones capitalistas
de producción, que determina que el estado sólo aparezca (como
institución) cuando eventualmente se lo invoca para respaldarlas. Pero
además se funda en que las instituciones estatales aparecen como
encarnación de una racionalidad más general y no capitalista. El derecho
racional-formal nació y se expandió juntamente con el capitalismo. Esto es
expresión de una relación profunda: ese derecho es la codificación
formalizada de la dominación en la sociedad capitalista, mediante la
creación del sujeto jurídico implicado por la apariencia de vinculación libre
y formalmente igual de la compraventa de fuerza de trabajo y, en general, de
la circulación de mercancía. El derecho racional-formal es algo más que
enseñanza preventiva y camino regularizado para la efectivización de la
garantía coactiva del estado. Al cristalizar los planos que corresponden a la
esfera de la circulación y hacerlos previsibles como derechos y
obligaciones, el derecho es también un tejido organizador de la sociedad y
de la dominación que la articula.
La sociedad civil y los sujetos que la constituyen quedan así reducidos a lo
que aparecen en las relaciones capitalistas de producción: agentes que, no
condicionados por coacción alguna, reproducen relaciones de intercambio
movidos por una racionalidad limitada a lo económico. Por el otro lado, las
instituciones estatales quedan como instancia superior mediadora de esas
relaciones. Es así como el sujeto del derecho es el mismo de la superficie
aparente de la sociedad capitalista: es la parte “privada”, contrapuesta a lo
público de un estado fetichizado.
EXTERIORIDAD. La dominación y su respaldo coactivo tienden a esfumarse
tanto de la sociedad como del estado. Lo que queda es un “orden”
jurídicamente cristalizado al que pueden apelar todos los sujetos, libres e
iguales, y expuestos a coerción sólo cuando intentan violarlo.
RACIONALIDAD ACOTADA. Esto determina que no puede realmente buscar
ni hallar soluciones óptimas. Su capacidad de atención es limitada, y la
información está lejos de fluir libremente. La arquitectura institucional de
estado y sus decisiones son el resultado contradictorio y sustantivamente
irracional de la modalidad de existencia y reproducción de su sociedad. La
complicidad estructural del estado y la desigual base de recursos con que
cada uno puede hacerse oír por las instituciones estatales, entrañan que no
pocas decisiones estén orientadas por la intención de favorecer a tal o cual
fracción o grupo de la burguesía.
MEDIACIONES. La contradicción del estado capitalista es ser hiato y, a la
vez, necesidad de mediación con la sociedad civil. La competencia
interburguesa y la desarticulación de clases subordinadas tienden a generar
sistemas de solidaridades inferiores a los que el estado no puede dejar de
implicar. El estado capitalista es el primer estado que necesita postular el
fundamento de su poder en algo externo a sí mismo.
El estado capitalista es un crucial factor de la cohesión de la sociedad
global. El resultado es un amplio control ideológico, ejercicio pleno pero
encubierto de la dominación en la sociedad, respaldado por un estado que
aparece como custodio y epítome de un compartido sentido de vida en
común, asumido como natural y éticamente justo.
Un ciudadano es aquel que tiene derecho a cumplir los actos que resultan
en la constitución del poder a las instituciones estatales, en la elección de
los gobernantes que pueden movilizar los recursos de aquéllas y reclamar
obediencia. La ciudadanía es el fundamento más congruente del estado tal
como aparece en la superficie de la sociedad capitalista. Lo es debido a que
es la modalidad más abstracta de mediación entre estado y sociedad.
La nación es el arco de solidaridades que une al “nosotros” definido como la
común pertenencia al territorio acotado por un estado. El estado demarca a
una nación frente a otras en el escenario internacional. El referente de las
instituciones estatales no es la sociedad sino la nación. La nación es una
generalidad concreta, lo que permite imputarle el interés general que es
referente del estado cosificado. Ser miembro de la nación es verse como
integrante de una identidad colectiva superior a los clivajes de clase.
Lo popular no es la mediación abstracta de la ciudadanía ni la mediación
concreta pero indiferenciada de la nación. Sus contenidos son más
concretos que los de ésta. También son menos genéricos. Lo popular puede
ser tanto fundamento como referente de las instituciones estatales. El
estado capitalista sólo puede ser realmente un estado popular en
circunstancias históricas muy especiales y de corta duración.

WEBER – Economía y sociedad

EL ESTADO. De la coalición necesaria del Estado nacional con el capital


surgió la clase burguesa nacional, la burguesía en el sentido moderno del
vocablo. En consecuencia, es el Estado nacional a él ligado el que
proporciona al capitalismo las oportunidades de subsistir; así, pues,
mientras aquél no ceda el lugar a un estado universal, subsistirá éste
también.
El derecho racional del moderno Estado occidental, según el cual decide el
funcionario de formación profesional, proviene en su aspecto formal del
derecho romano. Éste es en primer lugar un producto de la ciudad-estado
romana, que nunca dejó llegar al poder a la democracia en el sentido de la
ciudad griega, y con ella, su justicia.
Una política económica estatal digna de este nombre, o sea una política
continuada y consecuente, sólo se origina en la época moderna. El primer
sistema que produce es el llamado mercantilismo. Anteriormente al mismo,
sin embargo, había por doquier dos cosas: política fiscal y política del
bienestar, en el sentido, esta última, del aseguramiento de la cantidad usual
de alimentos.
El primer indicio de una política económica principesca racional aparece en
Inglaterra en el S XIV. Se trata del mercantilismo, que significa el paso de la
empresa capitalista de utilidades a la política. El Estado es tratado como si
constara únicamente de empresas capitalista; la política económica
exterior descansa en el principio dirigido a ganar la mayor ventaja posible al
adversario: a comprar lo más barato posible y a vender a precios muchos
más caros. Mercantilismo significa, pues, formación moderna de poder
estatal, directamente mediante aumento de los ingresos del príncipe, e
indirectamente mediante aumento de la fuerza impositiva de la población.
El supuesto de la política mercantilista residía en el alumbramiento en el
país del mayor número de fuentes de ingresos posible. Es erróneo suponer
que los teóricos y los estadistas mercantilistas confundieran la posesión de
metales nobles con la riqueza de un país. Sabían que la fuente de dicha
riqueza está en la fuerza impositiva, y no es sino con el fin de aumentarlo
que hicieron todo lo posible para retener en el país el dinero que amenazaba
con desaparecer del tráfico. Otro punto programático del mercantilismo era,
en conexión concreta directa con la política de poder del sistema, el del
mayor aumento posible de la población y la creación de las más
oportunidades posibles de venta al exterior y aún en lo posible de las de
productos que comprendían un máximo de mano de obra del país, o sea,
pues, de productos acabados, y no acaso de materias primas. Ese sistema
se apoyaba en la teoría de la balanza comercial, que enseña que un país se
empobrece tan pronto como el valor de las importaciones rebasa el de las
exportaciones.
Inglaterra es el país de origen del mercantilismo. Las primeras trazas de su
aplicación se encuentran allí en 1381. Al producirse, bajo el débil rey
Ricardo II, una escasez de dinero, el parlamento nombró una comisión
investigadora, que es la que primero trabajó con el concepto de la balanza
comercial, con todas sus características esenciales.
El mercantilismo, como alianza del Estado con intereses capitalistas,
apareció bajo un doble aspecto. Una de sus formas de aparición fue la de un
mercantilismo monopolístico estamental. Ese sistema quería la creación de
una articulación estamental de toda la población en sentido cristiano-social,
una estabilización de los estamentos, para poder volver a introducir el
sistema social en la caridad cristiana. En contraste con el puritanismo, que
veía en todo pobre a un perezoso o un criminal, aquel sistema simpatizaba
con la pobreza. En Inglaterra, la política real y anglicana sucumbió en el
Parlamento Largo debido a los puritanos. La lucha de éstos contra el rey se
prolongó por muchos años, bajo la consigna: “contra los monopolios”, que
en parte se habían otorgado a extranjeros y en parte a cortesanos, en tanto
que las colonias eran asignadas a favoritos del rey. El estamento de los
pequeños empresarios, que entre tanto habían crecido, luchaba contra la
política monopolística real, y el Parlamento Largo decretó la incapacidad
electoral de los monopolistas. La segunda forma del mercantilismo fue la
del mercantilismo nacional, que se limitaba a proteger a las industrias
nacionales existentes, pero no creadas por monopolios. Casi ninguna de las
industrias creadas por el mercantilismo sobrevivió a la época mercantilista.
Ni constituye tampoco el mercantilismo nacional el punto de partida del
desarrollo capitalista, sino que éste tuvo lugar primero en Inglaterra al lado
de la política monopolístico-fiscal del mercantilismo.
EL ESTADO RACIONAL CON EL MONOPOLIO DEL PODER LEGÍTIMO.
Sociológicamente el Estado moderno sólo puede definirse en última
instancia a partir de un medio específico que le es propio: la coacción
física. “Todo estado se basa en la fuerza”, dijo Trotsky. Por supuesto, la
coacción no es en modo alguno el medio normal o único del Estado, pero sí
su medio específico. En el pasado, las asociaciones más diversas –
empezando por la familia- emplearon la coacción física como medio
perfectamente normal. Hoy, en cambio, habremos de decir: el Estado es
aquella comunidad humana que en el interior de un determinado territorio
reclama para sí (con éxito) el monopolio de la coacción física legítima. Por
su parte, la política sería la aspiración a la participación en el poder, o a la
influencia en la distribución del poder, ya sea entre Estados o en el interior
de un Estado, entre los grupos humanos que comprende, la cual
corresponde también esencialmente al uso lingüístico. El que hace política
aspira al poder: poder ya sea como medio al servicio de otros fines –ideales
o egoístas-, o poder “por el poder mismo”, o sea para gozar del sentimiento
de prestigio que confiere.
El Estado, lo mismo que las demás asociaciones políticas que lo han
precedido, es una relación de dominio de hombres sobre hombres basada en
el medio de la coacción legítima. Así, pues, para que subsista es menester
que los hombres dominados se sometan a la autoridad de los que dominan
en cada caso. Motivos de legitimidad de una dominación hay tres: primero,
la autoridad del “pasado” de la costumbre, la dominación “tradicional” tal
como la han ejercido el patriarca y el príncipe patrimonial de todos los
tipos. Luego, la autoridad del don de gracia personal extraordinario
(carisma), es decir la devoción y la confianza en revelaciones, heroísmo y
otras cualidades de caudillaje del individuo: dominación carismática, tal
como la ejercen el profeta o el guerrero, el gran demagogo o el jefe político
de un partido. Y, por último, la dominación en virtud de “legalidad”, es decir
en virtud de la creencia en la validez de un estatuto legal, ejercida por el
“servidor del Estado” y todos aquellos otros elementos investidos de poder.
Pero aquí nos interesa el segundo tipo de dominación: la carismática. La
devoción al carisma del profeta o del caudillo en la guerra o del gran
demagogo significa que éste pasa por el conductor interiormente “llamado”
de los hombres, que éstos no se le someten en virtud de costumbre o
estatuto, sino porque creen en él. La devoción de su séquito se dirige a su
persona y sus cualidades.
¿Cómo hacen los poderes políticamente dominantes para mantenerse en su
dominio? Toda empresa de dominio que requiere una administración
continua necesita por una parte la actitud de obediencia en la actuación
humana con respecto a aquellos que se da por portadores del poder legítimo
y, por otra parte, por medio de dicha obediencia, la disposición de aquellos
elementos materiales eventualmente necesarios para el empleo físico de la
coacción, es decir, el cuerpo administrativo personal y los medios
materiales de administración.
El cuerpo administrativo, que representa a la empresa política de dominio lo
mismo que a cualquier otra, no se halla ligado a la obediencia frente al
detentador del poder por aquella sola representación de la legitimidad de
que hablábamos hace un momento, sino además por otros dos medios que
apelan directamente al interés personal: retribución material y honor social.
Pera el mantenimiento de todo dominio por la fuerza se necesitan además
determinados elementos materiales externos, exactamente lo mismo que en
la empresa económica. Todos los ordenamientos estatales se pueden
clasificar en dos grupos, según que se fundan en el principio de que las
personas que constituyen el cuerpo cuya obediencia el soberano ha de
contar, ya sean funcionarios o lo que fueren, poseen en propiedad los
medios de administración, ya se trate de dinero, edificios, material bélico,
lotes de automóviles, caballos o lo que sea, o que, por el contrario, el
cuerpo administrativo esté “separado” de los medios de administración, en
el sentido en que actualmente el empleado y el proletario están
“separados”, en la empresa capitalista, de los medios materiales de
producción.
La asociación política en que los medios materiales de la administración se
encuentran total o parcialmente en el poder propio del cuerpo
administrativo dependiente la designaremos como articulada “en clases”. El
vasallo, por ejemplo, pagaba de su propio bolsillo la administración y
jurisdicción del distrito que le había sido dado en feudo, y se equipaba y
abastecía a sí mismo para la guerra, y sus subvasallos hacían lo mismo.
Esto traía consecuencias desde el punto de vista de la posición de poder del
señor, que solo se apoyaba así en el vínculo personal de la lealtad y en el
hecho de que la posesión del feudo y el honor social del vasallo derivaban
de la “legitimidad” de aquél. Sin embargo, encontramos hasta en las
formaciones políticas más tempranas, la administración por cuenta propia
del señor, por medio de esclavos dependientes de él, de funcionarios
domésticos, servidores, “favoritos” personales y prebendarios retribuidos a
sus expensas con asignaciones en especie o en dinero trata aquél de
retener la administración en sus propias manos, de procurarse, los medios
para ello, ya sea de su bolsa o de los productos de su patrimonio.
Corresponden a este tipo todas las formas de dominación patriarcal y
patrimonial, de despotismo sultanesco y de ordenamiento estatal
burocrático. Y en particular este último, o sea aquel que en su formación
más racional caracteriza también, y aún precisamente, al Estado moderno.
El desarrollo de éste se inicia a partir del momento en que se empieza a
expropiar por parte del príncipe a aquellos portadores de poder
administrativo que figuran a su lado: aquellos poseedores en propiedad de
medios de administración, de guerra, de finanzas y de bienes políticamente
utilizables de toda clase. El proceso forma un paralelo con el desarrollo de
la empresa capitalista. Al final vemos que en el Estado moderno concurre en
una sola cima la disposición de la totalidad de los medios políticos de
explotación, y que ya ni un solo funcionario es propietario del dinero que
gasta o de los edificios, depósitos, utensilios y máquinas de guerra de que
dispone. En el Estado actual, pues, la “separación” del cuerpo
administrativo, es decir de los funcionarios, de los medios materiales de
administración se ha llevado a cabo por completo. Importa destacar que el
Estado moderno es una asociación de dominio de tipo institucional, que en
el interior de un territorio ha tratado con éxito de monopolizar la coacción
física legítima como instrumento de dominio, y reúne a dicho objeto los
medios materiales de explotación en manos de sus directores pero
habiendo expropiado para ello a todos los funcionarios de clase autónomos.
LA EMPRESA ESTATAL DE DOMINIO COMO ADMINISTRACIÓN. En el Estado
moderno, el verdadero dominio que consiste en el Manero diario de la
administración se encuentra en manos de la burocracia. Lo mismo que el
llamado progreso hacia el capitalismo a partir de la Edad Media constituye
la escala unívoca de la modernización de la economía, así constituye
también el progreso hacia el funcionario burocrático, basado en el empleo,
en sueldo, pensión y ascenso, en la preparación profesional y la división del
trabajo, la escala igualmente unívoca de la modernización del Estado, tanto
del monárquico como del democrático. Desde el punto de vista de la
sociología, el Estado moderno es una “empresa” con el mismo título que una
fábrica. Y se halla asimismo condicionada de modo homogéneo, en ésta y
en aquél, la relación de poder en el interior de la empresa. Así como la
independencia relativa del artesano, del pequeño industrial doméstico, del
campesino con tierra propia, se fundaba en que eran propietarios ellos
mismos de los utensilios, las existencias, los medios monetarios o las
armas con que ejercían sus respectivas funciones económicas, políticas, o
militares, así descansa también la dependencia jerárquica del obrero, del
empleado de escritorio, del asistente académico del instituto y del
funcionario estatal exactamente del mismo modo en el hecho de que los
utensilios, existencias y medios pecuniarios indispensables para la empresa
y su existencia económica están concentrados bajo la facultad de
disposición del empresario, en un caso, y del soberano político en el otro.
Históricamente, el “progreso” hacia lo burocrático, hacia el Estado que
administra conforme a un derecho estatuido está en la conexión más íntima
con el desarrollo capitalista moderno. La empresa capitalista necesita para
su existencia una justicia y una administración cuyo funcionamiento pueda
calcularse racionalmente. En el curso del proceso político de expropiación
que tuvo lugar con éxito mayor o menos en todos los países del mundo,
surgieron, al servicio inicialmente del príncipe, las primeras categorías de
“políticos profesionales”, en otro sentido, esto es, en el sentido de
individuos que no se proponían ser señores ellos mismos, sino que entraban
al servicio de señores políticos. Se ponían a disposición del príncipe y
hacían de la atención de su política un modo de vida por una parte, y un
ideal de vida por la otra. Una vez más, sólo en Occidente encontramos esta
clase de políticos profesionales al servicio también de otros poderes, al lado
del servicio del príncipe. Sin embargo, en el pasado dichos políticos se
desarrollaron también aquí, en la lucha del príncipe contra los estamentos,
al servicio del primero. Llamaremos “estamentos” a los poseedores por
derecho propio de medios militares, o de medios materiales importantes
para la administración, o de poderes de dominio personales. Gran parte de
ellos estaban muy lejos de dedicar su vida total o parcialmente, o aún más
que ocasionalmente, al servicio de la política. Aprovechaban su poder
señorial en interés de la obtención de rentas o beneficios, y sólo actuaban
políticamente cuando el señor o sus propios compañeros de estamento se lo
pedían especialmente.
Hay dos maneras de hacer de la política una profesión. En efecto, se vive
“para” la política, o “de” la política. El que vive “para” la política hace de
ella su vida: o goza de la mera posesión del dominio que ejerce, o nutre su
equilibrio interno y el sentimiento de su personalidad en la conciencia que
tiene de conferir un sentido a su vida mediante el servicio de una “causa”.
En este sentido, toda persona seria que vive para una causa vive también al
propio tiempo de dicha causa. Por consiguiente, la distinción se refiere a un
aspecto mucho más macizo de la cosa, o sea al económico. Desde este
punto de vista, vive “de” la política aquel en quien no sucede tal cosa. Para
que en este sentido económico alguien pueda vivir “para” la política han de
darse determinados supuestos: ha de ser en condiciones normales,
independiente de los ingresos que la política le pueda reportar. Y en
condiciones normales esto significa que ha de poseer bienes de fortuna o ha
de tener una posición privada que le rinda ingresos suficientes.
La dirección de un Estado por personas que viven exclusivamente para la
política y no de ella implica necesariamente un reclutamiento “plutocrático”
de las capas políticamente dominantes. Con lo cual, por supuesto, no se
afirma al propio tiempo que, a la inversa, la capa políticamente dominante
no trate también de vivir “de” la política, o sea que no trate de aprovechar
su dominio político en beneficio de su propio interés económico. Nada de
eso, No ha habido capa alguna que no lo haya hecho de una forma u otra.
Sólo significa lo siguiente: que los políticos profesionales no se ven
directamente obligados a buscar para su actividad política una retribución,
como ha de hacerlo obviamente el que carece de bienes de fortuna propios.
Y por otra parte tampoco significa, por ejemplo, que los políticos carentes
de tales bienes, tengan sólo o preponderantemente en vista sus intereses
privados en la política, o que no piensen “en la causa”. Antes bien, para el
hombre acaudalado, la preocupación por su “seguridad” económica
constituye un punto cardinal de su orientación vital. La política debe ser
honorífica y practicarse en este caso por personas de las que suelen
designarse como “independientes”, o sea pudientes, rentistas ante todo, o
bien hacer su dirección asequible a los que no disponen de medios, y
entonces ha de ser retribuida. El político profesional que vive “de” la política
puede ser o un punto “prebendario” o un “funcionario” a sueldo.
El desarrollo de la política en “empresa”, que requería una preparación en la
lucha por el poder y en los métodos de la misma, tales como el sistema
moderno de los partidos los ha ido desarrollando, imponía ahora la
separación de los funcionarios públicos en dos categorías claramente
distintas: la de los funcionarios profesionales por una parte y la de los
funcionarios “políticos” por la otra. Los funcionarios “políticos” se
distinguen por el hecho de que se les puede transferir y despedir, o por lo
menos poner en a disposición en cualquier momento. Sin duda, la mayoría
de los funcionarios políticos compartían la cualidad de todos los demás, de
acuerdo con el sistema alemán y en contraste con el de otros países, en el
sentido de que también la obtención de dichos cargos iba ligada a un
estudio académico, a pruebas profesionales y a un determinado servicio
preparatorio. Este distintivo específico del funcionarismo profesional
moderno sólo les falta en Alemania a los jefes del aparato político, es decir
a los ministros. Ya bajo el régimen anterior a 1918 podía uno ser ministro
prusiano de enseñanza sin haber asistido a un instituto de enseñanza
superior, en tanto que en principio sólo se podía ser consejero dictaminador
sobre la base de las pruebas prescritas.
El verdadero funcionario no ha de hacer política, sino que ha de
“administrar” y, ante todo, de modo imparcial; y esto es así también, al
menos oficialmente, por lo que se refiere a los llamados funcionarios
administrativos “políticos”, en la medida en que no se plantee la “razón de
Estado”, es decir: en la medida en que no estén afectados los intereses
vitales del orden dominante. El funcionario ha de ejercer su cargo “sin
cólera ni prejuicio”. No ha de hacer aquello que el político (tanto el jefe
como su séquito) hacen siempre, es decir, luchar. Porque el partidarismo, la
lucha y la pasión constituyen el elemento político. Y más que de nadie, del
jefe político. La actuación de éste se mueve en un principio opuesto, de
aquel del funcionario. Y el honor del jefe político está precisamente en
asumir con responsabilidad todo lo que hace, responsabilidad que no puede
declinar o descargar en otros. Precisamente los tipos de funcionarios de
moral elevada suelen ser malos políticos, sobre todo en el concepto político
de la palabra “irresponsable” tales como hemos encontrado siempre, en
Alemania, en posiciones directivas. Estos es lo que designamos como
Burocracia. La burocracia se caracteriza frente a otros vehículos históricos
del orden de vida racional moderno por su inevitabilidad mucho mayor. No
existe ejemplo histórico conocido alguno de que allí donde se entronizó por
completo –en China, Egipto y en forma no tan consecuente en el Imperio
Romano decadente y en Bizancio- volviera a desaparecer, como no sea con
el hundimiento total de la civilización conjunta que la sustentaba. Y sin
embargo, éstas, no eran todavía más que formas sumamente irracionales de
burocracia, o sea “burocracias patrimoniales”. La burocracia moderna se
distingue ante todo por una cualidad que refuerza su carácter de inevitable
de modo considerablemente más definitivo que el de aquellas otras, a saber:
por la especialización y la preparación profesionales racionales. El
funcionario antiguo era un puro empírico, mientras que el moderno tiene
cada día mayor preparación profesional y especialización en concordancia
con la técnica racional de la vida moderna.
LOS PARTIDOS Y SU ORGANIZACIÓN. La existencia de los partidos no se
menciona en constitución alguna ni en leyes, pese a que representen los
portadores de la voluntad política de los elementos dominados por la
burocracia, o sea por los “ciudadanos”. Los partidos son por su naturaleza
más íntima organizaciones de creación libre que se sirven de una
propaganda libre en necesaria renovación constante. Actualmente su objeto
consiste siempre en la adquisición de votos en las elecciones para los
cargos políticos.
Por mucho que se lamente ahora desde el punto de vista moral la existencia
de los partidos, sus medios de propaganda y de lucha y el hecho de que la
confección de los programas y listas de candidatos estén inevitablemente
en manos de minorías, lo cierno es que la existencia de los mismos no se
eliminará. En cuando a eliminar la lucha de los partidos, esto es imposible,
si no se quiere que desaparezca al mismo tiempo la representación popular
activa.
Los partidos políticos pueden apoyarse, en los Estados modernos, ante todo
en dos principios internos básicos: 1) o son esencialmente organizaciones
de cargos, en cuyo caso su objetivo consiste en llevar a sus jefes por medio
de elecciones al lugar director, para que éstos distribuyan luego los cargos
estatales entre su séquito, o sea entre el aparato burocrático y de
propaganda del partido. Carentes en tal caso de un programa propio,
inscriben en el mismo, en competencia unos con otros, aquellos postulados
que suponen deben ejercer mayor fuerza de atracción sobre los votantes. 2)
O bien los partidos son principalmente partidos de ideología que se
proponen la implantación de ideales de contenido político. Tal fueron, en
forma bastante pura, el centro alemán de los años ’70 y la socialdemocracia
hasta su burocratización total. Por lo regular, sin embargo, los partidos
suelen ser ambas cosas a la vez o sea que se proponen fines políticos
objetivos trasmitidos por tradición y que en consideración de ésta sólo se
van modificando lentamente, pero persiguen además el patrocinio de los
cargos.
EL PARLAMENTO. Los parlamentos modernos son en primer término
representaciones de los elementos dominados por los medios de la
burocracia. Un cierto mínimo de aprobación interna –por lo menos de las
capas socialmente importantes- de los dominados constituye un supuesto
previo de la duración de todo dominio, aun del mejor organizado. Los
parlamentos son hoy el medio de manifestar externamente dicho mínimo de
aprobación. Para ciertos actos de los poderes públicos, la forma de acuerdo
por medio de ley, después de discusión previa con el parlamento, es
obligatoria y a dichos actos pertenece ante todo el presupuesto. Hoy la
disposición sobre la modalidad de la creación de dinero del Estado, o sea el
derecho del presupuesto, constituye la fuerza parlamentaria decisiva. Sin
embargo, mientras un parlamento sólo pueda apoyar las quejas de la
población frente a la administración mediante denegación de dinero o
rehusándose a aprobar proyectos de ley o por medio de propuestas
intrascendentes, queda excluido de la participación positiva en la dirección
política. En tal caso solamente puede hacer y sólo hará “política negativa”
esto es, se enfrentará a los directivos administrativos como una potencia
enemiga, y sólo recibirá de aquellos, que lo considerarán como un
obstáculo, un mínimo de información.
Se puede odiar o querer el mecanismo parlamentario, pero lo que no se
puede hacer, en todo caso es eliminarlo. Sin embargo, aparte de las
consecuencias generales de la “política negativa”, la impotencia del
parlamento se manifiesta en los siguientes fenómenos. Toda lucha
parlamentaria es no sólo una lucha de oposiciones objetivas, sino al propio
tiempo y en el mismo grado una lucha por poder personal. Allí donde la
posición fuerte del parlamento lleva aparejado que el monarca confíe
efectivamente la dirección de la política al hombre de confianza de la franca
mayoría, la lucha de los partidos por el poder se encamina a la consecución
de dicha posición política suprema. Son en tal supuesto, los individuos de
mayor instinto político y con las cualidades más pronunciadas de jefe los
que la llevan a cabo y los que tienen la mayor probabilidad de llegar a los
puestos de dirección.
Otra es la situación cuando, con la designación de un “gobierno
monárquico” la ocupación de los puestos supremos del Estado es objeto del
ascenso de funcionarios o de relaciones cortesanas casuales y cuando un
parlamento impotente ha de consentir semejante composición del gobierno.
La esencia de toda política es lucha, conquista de aliados y de un séquito
voluntario, y para ello, para ejercitarse en este arte difícil, la carrera
administrativa no ofrece en el estado autoritario oportunidad alguna. En el
ejército, la preparación se orienta hacia la lucha, y de la misma pueden
surgir jefes militares. Para el político moderno, en cambio, la palestra está
en el parlamento, lo mismo que para el partido está en el país, y no se puede
sustituir por nada equivalente y, menos que todo, por la competencia en
materia de ascenso. En un parlamento, por supuesto, y para un partido cuyo
jefe obtiene el poder del Estado.
El funcionarismo se ha acreditado de modo brillante dondequiera que hubo
de demostrar en relación con tareas burocráticas perfectamente
delimitadas de carácter especializado su sentido de responsabilidad, su
objetividad y su competencia en materia de problemas de organización. Sólo
que aquí se trata de realizaciones políticas, y no de “servicio”, y los hechos
mismos ponen de manifiesto aquello que ningún amante de la verdad podrá
negar, a saber que la burocracia ha fracasado allí donde se le han confiado
cuestiones políticas. No es cosa del funcionario entrar combativamente con
sus propias convicciones en la lucha política y, en este sentido, “hacer
política” que siempre es lucha. Su orgullo está, por el contrario, en
preservar la imparcialidad y en pasar por encima de sus propias opiniones,
para ejecutar inteligentemente lo que la instrucción particular le exige. En
cambio, la dirección de la burocracia, que le asigna sus tareas, ha de
resolver por supuesto continuamente problemas políticos: problemas de
poder y culturales. Y el controlarla en esa función constituye la tarea
primera y fundamental del parlamento.
La posición dominante de todos los funcionarios descansa en un saber de
dos clases: primero, en el saber profesional, “técnico” en el sentido más
amplio del vocablo, adquirido mediante preparación profesional. Que éste
esté también representado en el parlamento o que los diputados puedan en
los casos particulares proporcionarse personalmente informes acudiendo a
los especialistas, esto es casual y asunto privado. Pero el saber profesional
no fundamenta por sí solo la burocracia. Se añade al mismo el
conocimiento, asequible sólo al funcionario, de los hechos concretos
determinantes de su conducta, o sea el saber relativo al servicio. Sólo aquel
que independientemente de la buena voluntad del funcionario puede
procurarse dicho conocimiento fáctico está en condiciones, en cada caso,
de controlar eficazmente la administración. En un parlamento que sólo
puede ejercer la crítica, sin poderse procurar el conocimiento de los
hechos, y cuyos jefes de partido no son puestos nunca en situación de tener
que demostrar de lo que son capaces, sólo tienen la palabra ya sea la
demagogia ignorante o la importancia rutinaria (o ambas a la vez). Por
supuesto, la formación política no se adquiere en los discursos ostentativos
y decorativos del pleno de un parlamento, sino solamente en el curso de la
carrera parlamentaria mediante una labor asidua y tenaz.
PARLAMENTARISMO Y DEMOCRACIA. La parlamentarización y la
democratización no están en modo alguno en una relación de reciprocidad
necesaria, sino que a menudo están en oposición. Y aún recientemente se
ha pensado con frecuencia que son necesariamente opuestos. Porque el
verdadero parlamentarismo sólo es posible en un sistema de dos partidos.
En los estados industriales, el sistema de dos partidos es imposible, como
consecuencia de la división de las capas económicas modernas en
burguesía y proletariado y por la importancia del socialismo como evangelio
de las masas.
Políticos profesionales los hay de dos clases: aquellos que viven
materialmente “de” los partidos y de la actividad política, y los que están en
condiciones por su posición pecuniaria de vivir “para” la política y se ven
impulsados a ello por sus convicciones, o sea que hacen de ella su vida
ideal. Entiéndase bien que no se trata aquí de negarle acaso al funcionario
de partido todo “idealismo” político. Lejos de ser el idealismo en función,
por ejemplo, de la posición de fortuna, la vida “para” la política es
precisamente más barata para el partidario acaudalado.
Las exigencias actuales de la política lleva aparejado el que una profesión
juegue un papel importante en el reclutamiento de los parlamentarios: la de
los abogados. Aparte del conocimiento del derecho como tal, contribuye
también a ello un elemento puramente material, o sea la posesión de un
despacho propio, tal como lo necesita hoy el político profesional.
¿En qué dirección se desarrolla el caudillaje en los partidos bajo la presión
de la democratización y de la importancia creciente de los políticos
profesionales, los funcionarios de partido y los interesados, y cuáles
repercusiones tiene esto sobre la vida parlamentaria? Una concepción
popular alemana hace el balance de la cuestión de los efectos de la
“democratización” de modo muy simple: el demagogo –dice- sube, y el
demagogo victorioso es el que tiene menos escrúpulos en relación con los
medios de captación de las masas. La frase relativa al ascenso del
demagogo en su sentido peyorativo ha sido exacta a menudo y lo es, en
relación con el demagogo en su sentido correcto.
El político que llega a ocupar el poder y ante todo el jefe de partido, se halla
expuesto a la crítica de los enemigos y competidores en la prensa, y puede
estar seguro de que, en la lucha, los motivos y los medios determinantes de
su ascenso se sacarán a relucir sin el menor escrúpulo. La consideración
objetiva habría, pues, de llevar a la conclusión de que la selección dentro de
la demagogia de los partidos no tiene en modo alguno lugar, a la larga y en
conjunto, según distintivos menos útiles que los que rigen a puerta cerrada
en la burocracia.
Lo decisivo es que para el caudillaje político sólo están preparadas en todo
caso las personas que han sido seleccionadas en la lucha política. Y esto lo
asegura globalmente mejor el tan vituperado “oficio de demagogo”.
La importancia de la democratización activa de las masas está en que el
jefe político ya no es proclamado candidato en virtud del reconocimiento de
sus méritos en el círculo de una capa de honoratiores (portadores de un
honor social específico), para convertirse luego en jefe, por el hecho de
destacar en el parlamento, sino que consigue la confianza y la fe de las
mismas masas, y su poder, en consecuencia, con medios de la demagogia
de masas.
La eliminación de los parlamentos no la ha postulado todavía seriamente
ningún demócrata, por mucha prevención que abrigue contra la forma actual
de los mismos. En cuanto instancia para la consecución del carácter
público de la administración, para la fijación del presupuesto y, finalmente,
para la discusión y la aprobación de proyectos de ley, es probable que se los
quiera dejar subsistir en todas partes. La oposición contra los mismos, en la
medida en que es honradamente democrática y no, decididamente, una
disimulación deliberada de intereses burocráticos de poder, desea más bien
probablemente en esencia dos cosas: 1) que no sean decisivos para la
creación de leyes los acuerdos del parlamento, sino la votación popular
forzosa, y 2) que no subsista el sistema parlamentario, esto es, que los
parlamentos no sean lugares de selección de los políticos directivos, ni su
confianza o desconfianza decisivos para su permanencia en los cargos.
Sin duda, la elección y votación popular obligatoria no constituye el polo
opuesto radical del hecho de que, en el Estado parlamentario, el ciudadano
no hace políticamente más que introducir cada par de años en una arma una
papeleta impresa que le proporcionan las organizaciones de los partidos. Se
han preguntado si esto constituía un medio de educación política. No cabe
duda alguna que sólo lo es en las condiciones de una publicidad y un control
público de la administración, que acostumbra a los ciudadanos a seguir
constantemente de cerca la manera como se administran sus asuntos. La
votación popular obligatoria, en cambio, llama en ocasiones al ciudadano a
pronunciarse un par de docenas de veces, en un par de veces, en materia de
leyes, y le impone además la obligación de votar largas listas de candidatos
oficiales que le son perfectamente desconocidos personalmente y de cuya
calificación personal nada sabe. Sin duda, la falta de calificación
profesional no constituye en sí misma un argumento en contra de la
selección democrática de los funcionarios, ya que no se necesita
ciertamente ser zapatero para saber si a uno le aprieta el zapato
confeccionado por un zapatero. Pero, con todo, en la elección popular de los
funcionarios profesionales es grande el peligro de la desorientación en
cuanto a la persona verdaderamente culpable de la mala administración

Вам также может понравиться