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La Casa del Soldado1

Por: Aurora Seldon

Sabemos tan poco acerca de la vida.


¿Cómo podremos saber algo acerca de la muerte?
Confucio

1
El viento agitaba los faldones del abrigo de Sergio Biaggi, que permanecía de pie junto
a la escalinata del muelle de Arica, ciudad del sur del Perú, una fría mañana de junio de
1878.
El momento de la despedida se acercaba y su corazón estaba lleno de pena, pero no
tenía alternativa: los negocios de su padre así lo exigían y toda su familia se mudaba a la
ciudad de Antofagasta, en el vecino país de Chile, huyendo de la crisis económica que
atravesaba el Perú.
Sus ojos azules se cruzaron con los de su mejor amigo, Gonzalo Manzur, que había
ido a despedirlo con el dolor pintado en su pálido rostro.
Los dos jóvenes de diecinueve años hacían un interesante contraste. Ambos eran
altos, pero Sergio era rubio, de rostro sonrosado y saludable. En cambio, Gonzalo tenía
el cabello negro y lacio y unos inquietos ojos, negros también, que hacían resaltar su
semblante pálido, producto de una enfermedad de la infancia que había minado su
salud. Sergio siempre había cuidado de Gonzalo con la devoción de un hermano,
protegiéndolo de las bromas de sus compañeros de colegio como un fiel escudero. Su
carácter afable y efusivo contrastaba con la seriedad de Gonzalo, que no le había
generado muchas simpatías entre sus condiscípulos. De hecho, muchos no se explicaban
cómo un joven como Sergio podía ser amigo de alguien como Gonzalo.
Pero eran amigos. Los mejores.
Habían nacido en Tacna, ciudad sureña vecina a Arica, y vivían en la calle Bolívar,
donde existían hermosas casas-quintas circundadas de jazmineros, rosales, bugambilias
y duraznos que eran la delicia de los muchachos del barrio; sin embargo la feliz
adolescencia de Sergio se vio trastornada por la creciente recesión que atravesaba el
país, la cual tenía como marco la crisis financiera de Chile y el endeudamiento peruano
por los empréstitos de los Contratos Dreyfus2 unido a un marcado caudillismo
militarista. Esta situación finalmente había decidido al padre de Sergio, ciudadano
italiano, a emigrar a Chile, donde tenía negocios con la Compañía de Salitres y el
Ferrocarril de Antofagasta.
—Volveré dentro de un año —dijo Sergio, repitiendo la promesa que le había hecho
a su amigo desde que le fue comunicada la decisión de la mudanza.
—Escríbeme —pidió nuevamente Gonzalo, con un nudo en la garganta.
—Lo haré.

1
Esta historia se sitúa en Tacna, Perú, ciudad natal de la autora, durante la época previa y posterior a la Guerra del Pacífico. Los lugares
mencionados existen; sin embargo la Casa del Soldado es ficticia, así como sus personajes.
2
Los Contratos Dreyfus se firmaron entre el gobierno peruano y la casa judío-francesa Dreyfus Hermanos, cuando Nicolás de Piérola
era ministro de Hacienda, para negociar directamente (sin consignatarios) la venta del guano, uno de los principales recursos del Perú, al
extranjero, en un volumen que bordeaba los dos millones de tonelada métrica.
Un apretón de manos y un abrazo de amigos fue toda la despedida. Sergio subió los
escalones sin mirar atrás.
Gonzalo lo miró alejarse y dio media vuelta, limpiándose las lágrimas con disimulo.
Parte de él partía con Sergio, aunque su amigo no lo supiera.

2
Durante los meses que siguieron, las cartas iban y venían, llevando sentimientos que
ninguno de los dos se había atrevido a confesar cuando estaban juntos.
La separación fue más dolorosa para Gonzalo, quien no tenía muchos amigos y al
alejarse Sergio, se sumió en un mutismo que no lo hacía una compañía agradable para
nadie. El enfermizo muchacho se había apoyado en Sergio desde la infancia y sin él, se
sentía absolutamente perdido.
Lo amaba. El suyo era un amor apasionado y febril que iba más allá de los
sentimientos fraternos y de la amistad. Deseaba estar con él de un modo que sabía que
estaba prohibido, pero no le importaba.
La separación no hizo más que avivar ese fuego.
Llevaba consigo cada una de las cartas de Sergio atadas en una cinta. Epístolas
cargadas de frases que podrían haberse aplicado a dos amantes, fueron muchas noches
su única compañía. El paquete de cartas lo acompañaba a todas partes. Se las sabía de
memoria, cada palabra, cada frase hilvanada por su amado Sergio, cada promesa…
Cada vez que llegaba una carta, Gonzalo se sentía feliz y esa felicidad le duraba unos
cuantos días, hasta que el dolor de la separación pesaba nuevamente sobre él y se sumía
en periodos de depresión de los salía con la llegada de otra carta.
Su madre, doña Susana Manzur, era viuda y aunque gozaba de una cómoda posición,
vivía en permanente angustia a causa de Gonzalo. Muchos médicos lo habían
examinado sin que ninguno lograse acertar con la raíz de su mal.
Una de las últimas cartas de Sergio trajo inquietantes noticias. La situación
económica de Chile era preocupante y se hablaba de una guerra con el Perú. La familia
Biaggi pensaba volver a Italia al finalizar el año. Sergio le decía que volvería a Tacna
antes de irse, pues debía arreglar los asuntos de su familia y vender sus propiedades. Y
le prometía llevarlo con él…
Fue esa promesa la que sostuvo a Gonzalo a medida que las cartas se espaciaban y
que el inminente conflicto armado estaba más cerca. Convenció a su madre de que
necesitaba un cambio de clima y se decidió a partir en junio de 1879, cuando Sergio
volviera a buscarlo.
Entonces, estalló la guerra.
Fueron meses terribles. La comunicación entre ambos amigos se interrumpió
completamente y al llegar junio, Sergio no apareció.
Desesperado, Gonzalo trató de averiguar sobre Sergio, pero todo lo que pudo saber
fue que los Biaggi ya no vivían en Antofagasta.
Finalmente, a pesar de su enfermedad, tuvo que alistarse en el ejército y salir en
campaña sin siquiera saber manejar un fusil. Por ser un joven de buena familia y con
educación superior, se le confirió el rango de oficial, pero los soldados no lo respetaban
y los otros oficiales lo miraban con recelo cuando por las noches, lo oían murmurar
frases entrecortadas y releer cientos de veces un ajado paquete de cartas que guardaba
junto a su pecho.

3
Con el estallido de la guerra, la desesperación se apoderó de Sergio. Trató en vano de
regresar a Tacna valiéndose de su doble nacionalidad peruana-italiana, pero le fue
imposible. La armada chilena había atacado el puerto de Iquique y la peruana respondió
atacando Antofagasta. Los caminos terrestres estaban controlados y los padres de Sergio
se opusieron férreamente a que intentara la empresa suicida de internarse en plena zona
de conflicto.
Las noticias eran inquietantes. Sergio trató de averiguar sobre Gonzalo, pero lo
último que supo fue que se había alistado en el ejército, lo que hacía incluso más difícil
encontrarlo.
Finalmente, luego del segundo combate naval de Antofagasta, los Biaggi partieron
hacia Italia, llevándose a Sergio, quien se juró a sí mismo, mientras derramaba amargas
lágrimas que se mezclaron con las aguas del mar, que volvería por Gonzalo.
Y así pasaron seis años.

4
En 1884, un año después de la firma del Tratado de Ancón, que puso fin a la guerra,
Sergio pudo volver. No había tenido noticias de Gonzalo, pero suponía que eso era
hasta cierto punto normal en una situación de conflicto donde las comunicaciones
quedaban interrumpidas.
Durante los años de ausencia, había releído mil veces las cartas de su amigo, leyendo
entre líneas, interpretado los significados. En esas cartas, su querido Gonzalo le hablaba
de una amistad tan profunda y apasionada que podía llamársele amor.
Había soñado con Gonzalo tantas veces que en ocasiones temía mezclar la fantasía
con la realidad. En su sueño, volvía a Tacna en busca de Gonzalo y ambos compartían
el momento más sublime en el que dos personas pueden expresar el amor.
Se sentía culpable y egoísta por no haber regresado antes. Había noches en las que se
había desvelado pensando en el desvalido Gonzalo en la línea de batalla, rogando a Dios
que se encontrara bien. Había rezado mucho por Gonzalo y eso lograba mitigar un poco
la culpa, aunque sabía que tampoco había tenido demasiadas opciones. Era una época en
la que un hijo debe obedecer al padre y su padre le había ordenado ir con él, pero en el
fondo sabía que Gonzalo le hubiera reprochado su cobardía.
También había visto el mundo en Roma. Gracias a algunos amigos, había
descubierto placeres que jamás soñó experimentar. Visitó burdeles y casas de citas, se
embriagó en los brazos de prostitutas y también conoció el amor masculino en
compañía de expertos jóvenes.
En el barco en el que volvía, pensó muchas veces en esos apasionados encuentros,
anhelando compartirlos con Gonzalo, disfrutar de su cuerpo del mismo modo, dejar salir
toda la pasión que sentía por él.
¿Sentiría lo mismo Gonzalo? Así lo creía. No había otro modo de interpretar las
palabras de sus cartas, las promesas exigidas apasionadamente, el dolor y la ternura que
expresaban.
«Te extraño. Siento una opresión en el pecho cuando pienso en ti. Deseo abrazarte,
sentirte a mi lado ahora. Siempre.
Dicen que habrá una guerra, pero yo sólo puedo pensar en ti.»
Eso decía su última carta. Para Sergio era la declaración de un enamorado y ahora
volvía por él. Estarían juntos. Siempre.

5
El barco atracó en el muelle de Arica el 31 de octubre de 1884 y Sergio bajó, exultante.
Por fin vería a Gonzalo y le diría todas las cosas que había guardado tanto tiempo. No
había advertido a nadie de su llegada, sería una sorpresa. Le daría una sorpresa a su
amado Gonzalo.
Dejó su equipaje en un hotel de Arica, pero no se quedó allí. Anhelaba demasiado
ver a Gonzalo, de modo que alquiló un coche que lo llevaría a Tacna, a sólo cincuenta y
seis kilómetros, y se enteró por el conductor de la situación de su ciudad natal.
Finalizada la guerra, Arica había pasado definitivamente a Chile y Tacna había
pasado también en forma temporal, situación que había generado un hondo pesar en sus
habitantes. Había un toque de queda y los soldados patrullaban sus calles. No era una
buena época para ir de visita, según el conductor.
Sergio conocía esos hechos, pero ver la realidad lo golpeó con fuerza. La guerra
había dejado sus víctimas en vencedores y vencidos. Se respiraba en el ambiente…
Nada volvería a ser como antes.
Pero en ese momento su principal objetivo era encontrar a Gonzalo. Luego se lo
llevaría de allí.
Llegó a Tacna a las nueve y treinta de la noche y el coche lo dejó en la Plaza de
Armas. Había algunas patrullas y la gente se apresuraba a volver a sus viviendas pues el
toque de queda se iniciaba a las diez.
Sergio sufrió su segundo choque al ver los hostiles y temerosos rostros de los que
habían sido sus vecinos y se apresuró a ir a la casa que su familia conservaba en la calle
Bolívar.
La antigua casona estaba cerrada y sus ventanas exteriores tapiadas. En el portón con
jambas que conducía al jardín principal, tropezó con una vieja mendiga cuyos ojos
brillantes lo traspasaron.
—Permiso, buena mujer —murmuró Sergio—. Voy a pasar.
Ella no se movió.
—La casa está maldita —dijo su vieja boca desdentada.
Sergio sacó unas monedas y se las mostró en la palma de la mano.
—Permiso, por favor.
—La casa está maldita —repitió ella, tomando las monedas que dejó caer en el piso
de piedra en despectivo gesto—. No quiero tu dinero, guárdalo para quienes realmente
te lo pidan. Hoy es la Noche de los Muertos. —La vieja se irguió en todo lo que su
encorvada figura le permitía—. Esta noche, los muertos se levantarán de sus tumbas
para vagar por la Tierra y resolver sus asuntos pendientes antes de poder descansar en
paz. ¡Nadie debe osar interferir en sus designios!
Un escalofrío recorrió la espalda de Sergio, pero se obligó a serenarse diciéndose que
sólo eran cuentos de niños.
—No tengo nada que ver con los muertos —razonó—. Sólo deseo pasar.
—Ni siquiera ellos se atreven a perturbarlos… —susurró la vieja, señalando una
patrulla de soldados que pasó rápidamente, persignándose.
Sergio retrocedió alejándose del portal y la luz de la luna bañó su figura. La vieja
retrocedió, santiguándose.
—¡Veo la sombra junto a ti! —dijo con voz ahogada y Sergio volteó, porque había
sentido una presencia junto a él, pero ya no había nada, tan sólo una brisa helada le
agitó los cabellos y algo pareció desprenderse de su deforme sombra proyectada en el
suelo y elevarse. El joven se dijo que había sido una alucinación producto del susto que
le había dado la mendiga y se volvió hacia ella.
Pero había desaparecido.
—Qué cosa más extraña —murmuró, pensando en dirigirse a la casa de Gonzalo, que
quedaba cerca de allí, pero una patrulla que apareció en la esquina lo convenció de que
era mejor entrar a su abandonada casa y buscar a su amigo al día siguiente.

6
La puerta no ofreció resistencia y Sergio penetró al jardín exterior, bañado por la luz de
la luna. El antaño cuidado jardín de su madre ofrecía un lastimoso espectáculo, la
maleza se había apoderado del terreno y las crecidas enredaderas se asemejaban a garras
que torturaban a los árboles. Una gélida brisa corría entre las copas de los limoneros,
produciendo un ruido desagradable.
Sergio atravesó rápidamente el jardín, arrebujándose en su abrigo, y empujó la
puerta principal, cuyos goznes chirriaron en protesta pues hacía años que nadie entraba
allí.
Maldijo no haber tenido la previsión de traer alguna luz, y buscó a tientas detrás de la
puerta la lámpara de queroseno que su padre solía dejar. Inexplicablemente la encontró
y, luego de algunos esfuerzos, logró encenderla.
Al instante lanzó una exclamación de sorpresa. El salón que había pensado encontrar
en ruinas, lucía tal y como lo había dejado seis años antes.
Tocó, sin dar crédito a sus ojos, el terciopelo rojo de los muebles labrados, el mármol
de las mesas, los jarrones y cuadros de su madre... los mismos que ella había embalado
cuidadosamente para llevarlos a Antofagasta.
Pensando que se trataba de una alucinación, corrió hacia el patio principal en cuyo
centro la pileta de mármol que su padre había traído de Italia refulgía a la luz de la luna.
El canto del agua que caía lo hizo detenerse, maravillado. Parecía que el tiempo se había
detenido allí… la glorieta de su madre cubierta de bugambilias, las bancas donde se
sentaban a tomar el sol por las tardes… Todo estaba en su lugar, como si el tiempo no
hubiera pasado por ellos.
Atontado, atravesó el patio y se dirigió hacia su dormitorio, que encontró también
exactamente igual. Incluso había allí una palangana con agua tibia y una toalla limpia.
Sergio se frotó los ojos, pero cuando volvió a mirar, todo seguía allí. Se pellizcó
varias veces, pero todo seguía allí.
Asombrado, trató de buscarle una explicación lógica a todo y lanzó una exclamación
cuando la solución le vino a la mente. ¡Era obra de Gonzalo! Seguramente su fiel
amigo, que guardaba las llaves de la casona, se había esforzado en mantenerla igual a
pesar de la guerra, esperando el retorno.
Lágrimas de gratitud inundaron sus ojos y se sentó en la cama, mirando complacido a
su alrededor.
La ventana estaba entreabierta y la luna iluminaba la confortable estancia, dándole un
aspecto celestial. Todo irradiaba tanta paz, que los ojos comenzaron a cerrársele y el
cansancio del viaje, unido a todas las emociones experimentadas, comenzaron a hacer
mella en él, de modo que lentamente, se quitó el pesado abrigo de viaje y lo dejó en una
silla, para desnudarse y meterse en la cama cuyas almohadas de plumas seguían tan
mullidas como siempre.
Maravillado, se durmió pensando en Gonzalo y en la sorpresa que le daría al día
siguiente.

7
Un viento gélido hizo que Sergio abriera los ojos de golpe. Alguien había entrado a la
habitación.
La puerta estaba abierta y la gélida corriente que lo había despertado venía de allí.
Una sombra se perfilaba frente a la cama.
—¿Quién está allí? —preguntó, tratando de que su voz no sonara temblorosa.
La puerta se cerró de golpe y la figura se puso frente a él, apenas iluminada por la luz
de la luna.
—¡Gonzalo! —exclamó Sergio, adivinando la delgada silueta que se sentó en la
cama junto a él.
—No me escribiste ni viniste a buscarme —reclamó el recién llegado. Sus ojos
negros estaban apagados, como si una profunda tristeza se hubiera apoderado de él.
—Lo intenté, pero vino la guerra… No me dejaron venir. Tuvimos que ir a Italia…
Sergio sentía que algo iba mal. Gonzalo estaba sentado frente a él, con el rostro lleno
de pena. Podía palpar su cuerpo, vestido con un ajado uniforme. Y estaba tan frío…
—Fuiste ingrato conmigo —reprochó nuevamente y su voz sonó infinitamente triste.
—Lo siento… lo intenté, no sabes cómo traté, pero no tenía noticias tuyas. Lo último
que supe era que te habías alistado. Ese uniforme, ¿es del ejército? ¿Por qué lo vistes?
La guerra terminó.
Gonzalo no respondió, pero su cuerpo delgado se abrazó a Sergio y éste pudo sentir
que la temperatura subía conforme esas manos lo acariciaban.
—Regresaste…. —murmuró Gonzalo, buscando sus ojos.
—Me costó mucho volver, lo hice por ti —confesó Sergio.
—¿Eso es cierto? —una esperanza brilló en los ojos de Gonzalo.
—Lo es… tus cartas… en ellas decías tantas cosas. Me las sé de memoria…
—Yo también —las manos de Gonzalo se quedaron quietas en el pecho de su amigo,
y luego revolotearon como mariposas acariciando la piel—. «Si estallara la guerra
(Dios no lo quiera), buscaré el modo de volver junto a ti» —citó—. Yo estuve
esperando.
El cálido aliento del muchacho rozó los labios de Sergio y se quedaron mirando,
perdidos uno en el otro.
—Te esperé hasta el final —susurró Gonzalo y a Sergio se le hizo un nudo en la
garganta.
—Perdóname… perdóname, por favor… Vine por ti, para llevarte conmigo.
Los labios de Gonzalo sobre los suyos le dieron a Sergio la certeza del perdón.
Balbuceó algunas frases entrecortadas y se entregó al beso tantas veces soñado.
—Te amo… te he amado siempre…
Sergio ya no sabía lo que decía. La repentina aparición de Gonzalo lo había
descontrolado y apenas si se dio cuenta de que acababa de expresar en voz alta las
palabras que había deseado tantas veces decir.
—Yo te amé hasta el final.
El rubio joven no comprendió la frase, pero poco importaba. Necesitaba expresar su
afecto en formas más tangibles que las palabras y comenzó a quitar con prisa el
deteriorado uniforme de Gonzalo, sin reparar en las manchas oscuras que lo cubrían.
Lo tuvo entre sus brazos y lo acarició tal como había soñado, cubriendo su cuerpo de
besos, gimiendo su nombre en el arrebato de su pasión.
Gonzalo le correspondió con igual ardor, dejando que su más experimentado amante
llevase las riendas y gimió con anticipación cuando un dedo intruso se adentró en su
cuerpo virgen.
—Te amo… te amo tanto —gimió Sergio. Nunca en sus más locas fantasías había
imaginado esa sublime entrega que le hacía Gonzalo. Nunca imaginó adentrarse en su
cuerpo con tal frenesí, mientras los resortes de la cama crujían al ritmo que los ansiosos
amantes le imprimían.
—Te amo, Sergio —gimió Gonzalo, aferrándole las caderas para empujarlo más
adentro—. No olvides nunca esta noche, es el único regalo que guardo para ti.
Sergio estaba demasiado excitado como para comprender la frase y sólo siguió
moviéndose y gimiendo palabras de amor, hasta que el orgasmo les llegó, intenso e
inolvidable.
Permanecieron abrazados sin hablar, sobrepasados por los sentimientos, hasta que la
campana de la inconclusa catedral señaló la medianoche.
Entonces, Gonzalo se levantó.
—Tengo que irme, prometí a mamá llegar a esta hora.
—Espera, no puedes irte con ese uniforme, hay soldados patrullando la ciudad.
Quédate conmigo, mañana iremos a tu casa —intentó razonar Sergio.
Pero Gonzalo no le hizo caso y saltó de la cama, mostrando su pálido y desnudo
cuerpo que se apresuró a cubrir con el viejo uniforme. Una ráfaga de viento frío penetró
en la estancia y Sergio se estremeció.
—No te vayas, por favor —suplicó, sintiendo un repentino desasosiego.
Gonzalo, ya vestido, lo detuvo con un gesto al ver que comenzaba a levantarse.
—No me pasará nada. Tú debes descansar… mañana nos veremos.
El pálido joven se inclinó junto a su amante para besarlo por última vez y brilló en
sus ojos una lágrima.
—Lleva mi abrigo, te protegerá del frío y ocultará el uniforme —pidió Sergio,
sujetándole las manos.
Gonzalo asintió, cogió rápidamente el abrigo y luego de un suspiro, abandonó la
habitación.
Sergio se sentó en la cama. La sensación de desasosiego y pérdida aumentaba por
momentos y quiso correr en pos de Gonzalo, pero sentía una pesadez que le hacía difícil
moverse de la cama. Una modorra comenzó a apoderarse de él y sus ojos se empezaron
a cerrar. Volvió a recostarse, pensando en todos los acontecimientos de esa extraña
noche, sintiendo que no todo estaba bien… Pero luego el recuerdo de Gonzalo lo
tranquilizó.
Mientras se quedaba dormido, se sintió el hombre más feliz de la Tierra. Había hecho
realidad su sueño y estaría junto a su amado por siempre. Lo llevaría a Italia. ¡Había
tantas cosas de que hablar y tantas cosas que hacer!

8
La mañana sorprendió el aterido cuerpo de Sergio tendido en la cama, cubierto por una
deteriorada y sucia manta.
El joven lanzó una sorprendida exclamación. ¡La habitación estaba en ruinas!
Estaba en el centro de una vieja y polvorienta cama, desnudo y apenas cubierto por
una harapienta manta. El cuarto estaba vacío, el tapiz mohoso se despegaba de las
paredes y todo olía a abandono y decadencia.
No había almohadas de plumas ni palangana con agua, ni sillas ni armarios.
Se levantó, tiritando, y se vistió lo más rápido que pudo. En el ambiente se respiraba
una opresiva atmósfera de casa abandonada que lo aterró.
Pero, ¿dónde estaba el dormitorio lujoso en el que había dormido? ¿Dónde estaban
los muebles, las cortinas, los cuadros?
Salió al patio y encontró el mismo paisaje desolador. La vieja pileta de mármol
estaba rota y cubierta de musgo, la glorieta de su madre estaba completamente cubierta
por las enredaderas y la madera de las bancas estaba podrida. Era el vivo paisaje de la
desolación.
Corriendo, entró al salón, para encontrarse con el mismo cuadro aterrador: paredes
manchadas por el abandono, muebles polvorientos cubiertos de sábanas, ausencia de
cortinas o adornos…
¿Había sido víctima de una alucinación?
La cabeza le daba vueltas y un solo nombre acudía a su mente: Gonzalo.
Gonzalo había estado con él, había visto la casa confortable, el dormitorio cálido y
cómodo… Gonzalo tenía que saber qué era lo que estaba ocurriendo.
Aferrándose a ese pensamiento como una tabla de salvación, corrió hacia la calle y
recorrió las casas que lo separaban de la casa de su amante.

9
Eran las seis de la mañana y la calle estaba desierta, salvo por la vieja mendiga que
dormía en el quicio de una puerta y que se santiguó varias veces al ver a Sergio correr
como un demente.
El muchacho llegó a la casa de Gonzalo y aporreó la puerta varias veces. Al cabo de
un rato, una criada abrió y lanzó un grito al verlo, pero Sergio se las arregló para
explicarle que buscaba a Gonzalo.
La alarmada muchacha lo hizo pasar al recibidor y al cabo de un rato acudió a su
encuentro doña Susana. Vestía de negro y tenía una triste mirada. Entraron al salón.
—Siento venir a esta hora. Me ha ocurrido algo extraordinario… Anoche vi a
Gonzalo y deseo hablar un momento con él.
Doña Susana se quedó mirándolo con asombro.
—Sé que debe estar cansado, estuvo en mi casa hasta la medianoche, pero se trata de
un asunto muy urgente…
Entonces, la señora rompió a llorar.
—Pero, doña Susana, ¿qué ocurre?
—Es que… No puedes ver a Gonzalo, hijo mío…
—Entiendo que es temprano, pero debo insistir. Es muy importante… —continuó
Sergio, comenzando a alarmarse.
—Es que… Gonzalo ya no está —sollozó doña Susana.
—No comprendo… ¿ha vuelto a salir?
—Gonzalo murió en la guerra —hipó la mujer—. Fue durante la batalla en las
pampas del Intiorko, resultó herido, escapó y vino a morir aquí… a tu casa. Lo
encontramos en tu dormitorio con una bala en el hombro y el uniforme manchado de
sangre, hace cuatro años. Murió desangrado, pobre hijo mío... Tenía un paquete de
cartas… tus cartas. Fue una gran desgracia. No tuve el valor para escribirte dándote la
noticia y tampoco sabía dónde encontrarte…
—Usted bromea, señora —balbuceó Sergio—. Estuve con Gonzalo anoche, hablé
con él… Es… es horrible.
Doña Susana siguió llorando y Sergio alzó la mirada, recorriendo la estancia.
Entonces comprendió que lo que le acababan de decir era cierto. En una esquina del
salón, dentro de una vitrina de cristal, estaba el uniforme que vestía Gonzalo, manchado
de sangre y sobre él un paquete de cartas chamuscadas y ensangrentadas.
Un escalofrío recorrió la espalda de Sergio, que recordó las palabras de la vieja
mendiga: «Esta noche, los muertos se levantarán de sus tumbas para vagar por la
Tierra y resolver sus asuntos pendientes antes de poder descansar en paz, nadie debe
osar interferir en sus designios».
En ese momento, la cordura lo abandonó y salió corriendo y dando voces, hasta que
llegó al jirón San Martín, donde se desplomó en la acera, sollozando.

10
Días más tarde, Sergio, aún convaleciente de su reciente ataque, visitaba nuevamente a
doña Susana para despedirse. Volvería a Italia e intentaría olvidar esa espantosa
pesadilla, pero antes había algo que necesitaba hacer.
Los médicos lo habían convencido de que había sufrido una alucinación, producto de
la tensión y el cansancio del viaje, y comenzaba a creérselo, pero no podía irse sin
visitar la tumba de Gonzalo.
Caminó con doña Susana en silencio hacia el Cementerio General de Tacna. Cada
uno llevaba un ramo de rosas blancas.
Avanzaron entre las hileras de tumbas hasta llegar a un mausoleo de piedra en el que
había una inscripción, nítida y dolorosa:
Gonzalo Manzur Cornejo
Hijo bienamado
Falleció el 26 de mayo de 1880

Y allí, colgado sobre la cruz que había junto a la tumba, encontraron el abrigo que
Sergio había dado a Gonzalo la noche del 31 de octubre.
El mundo de Sergio comenzó a girar locamente y creyó que alucinaba nuevamente
cuando vio a Gonzalo sonreírle junto a la tumba, tendiéndole la mano.
—Viniste por mí, pero no puedes llevarme contigo —susurró el joven—. Si tanto me
amas, ven conmigo y estaremos juntos. Siempre.
Sergio tendió la mano y avanzó hacia él.

11
—La llaman La casa del soldado —dijo la vieja mendiga a una familia que había ido a
ver la propiedad de Sergio Biaggi, fallecido de un infarto en el Cementerio General de
Tacna, varios años atrás—. Fue una gran tragedia, como sólo en los pueblos suele
ocurrir. Un amor prohibido fue el causante. Una pasión que unió a dos jóvenes al punto
en que uno de ellos, el soldado, vino a morir en la cama de su amigo, y años más tarde,
éste encontró la muerte cuando fue a visitar la tumba del amado.
La hija mayor de los Solórzano, Julia, miró con tristeza los abandonados limoneros
del jardín y el deterioro de la que fuera una bella propiedad. Su padre viudo, don Ramón
Solórzano, había dado poco crédito a la historia, calificándola como un cuento de viejas.
—Es muy triste, buena mujer —dijo Julia—, pero eso no tiene que ver con nosotros.
Arreglaremos la casa y la dejaremos tal y como era cuando sus propietarios vivían aquí.
La vieja mendiga hizo la señal de la cruz y se fue murmurando. Los Solórzano se
instalaron en la casa, pero su estancia no duró mucho. Una noche, Julia se despertó al
oír risas en el jardín y abrió la ventana de su alcoba, descubriendo con espanto a dos
jóvenes besándose y bañándose desnudos en la pileta de mármol.
Uno de ellos era alto, rubio y de atractiva figura y el otro era moreno y enfermizo.
Ambos la miraron, para desaparecer luego en la glorieta, tomados de la mano.
Pero eso no fue todo…
Todas las noches los jóvenes se enseñoreaban en la casa, se amaban en todos sus
rincones y sus gemidos de pasión tenían a los habitantes vivos en continua zozobra.
Se llevó un cura, pero éste huyó, santiguándose, pues dijo que no podía bendecir un
lugar donde se había profanado la ley de Dios, y así la casa volvió a quedar abandonada
por largos años mientras la vieja mendiga contaba a quienes la querían escuchar, la
historia de la Casa del Soldado.

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