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7 DE ABRIL DE 2020

¿SABÍAS QUE...? - Número 13

…Don Bosco tampoco tuvo fácil vivir la Semana Santa en un Turín


de claro ambiente anticlerical fruto de los movimientos de la
Revolución Industrial y vientos liberales obreros, llegando a tener
que confinarse en el Oratorio para celebrar la Semana de Pasión
con sus muchachos?

DON BOSCO Y LA SEMANA SANTA

Sin duda alguna, este añ o viviremos una Semana Santa muy distinta a cualquier
otra que conozcamos, no existe referente alguno con el que comparar, pues incluso
en caso de conflicto bélico, se celebró como manifestació n pú blica de fe en algunos
puntos de Españ a. En 2020, el COVID-19 ha hecho que la tradició n se detenga por
un añ o y nos veamos forzados a vivir la Semana Santa de otra forma, pero má s
interior, má s intensa personalmente, má s meditada, donde la Pasió n, Muerte y
Resurrecció n de Cristo será una compañ era má s íntima y cercana.
Podríamos preguntarnos có mo vivió Don Bosco la Semana Santa en el Turín de su
época, en unos momentos donde el anticlericalismo era atroz, se expropiaban
algunas ó rdenes religiosas, donde los vientos revolucionarios habían llegado a
Turín junto con los efectos tardíos de la Revolució n Industrial que ya había
triunfado en otros países de Europa. La Iglesia había perdido su poder terrenal y
eran momentos complicados para el catolicismo, siendo sus practicantes objeto de
la burla, del insulto o del desprecio. Tan fuerte era la presió n para los cristianos
cató licos que se tuvieron que suprimir las prá cticas y procesiones religiosas en la
calle, confiná ndolas tan só lo de puertas para dentro, “sin salir de casa”.
No hay muchas referencias específicas a la Semana Santa en las Memorias
Biográ ficas de Don Bosco, pero las que conocemos son muy significativas del estilo
educativo y evangelizador de nuestro fundador.
Así, se nos cuenta que en 1848, cuando Don Bosco llevaba tan só lo dos añ os en
Valdocco, la Semana Santa sirvió para enfervorizar a los jó venes en la piedad. El
Jueves Santo, tal y como seguimos haciendo hoy en día, visitaron procesionalmente
los Monumentos de las parroquias. De una iglesia a otra iban cantando, sirviendo
para atraer a otros muchos chicos que se unían a sus filas alegremente. Al llegar a
cada iglesia, tras unos minutos de adoració n, los cantores daban inicio a cantos
enternecedores de la Pasió n, incluso cantaron un motete[1] que Don Bosco ya les
había ayudado a ensayar días previos. Era tan conmovedora la escena que muchas
personas se emocionaban hasta llorar al oír las tristes melodías, siguiendo a los
chicos de una iglesia a otra y vivir con un profundo sentido cristiano la Semana de
Pasió n del Señ or. Este hecho llegó incluso a envalentonar a muchos adultos
espectadores que, como consecuencia de las burlas, insultos o desprecios de
muchas personas en la calle, no se atrevían a tomar parte en aquella prá ctica
religiosa.
La primera vez que se celebró el Lavatorio de los pies en el Oratorio,
concretamente en la Capilla de San Francisco de Sales de Valdocco, fue ese añ o
1848. A tal fin fueron elegidos doce chicos, en representació n de los doce
Apó stoles. Se colocaron en círculo en el presbiterio. Se cantó el pasaje del
Evangelio prescrito por la liturgia. Después don Bosco se ciñ ó una toalla, se
arrodilló delante de cada uno y les lavó los pies, como hizo Jesú s con sus discípulos
en la ú ltima cena, se los secó y besó con profunda humildad. Mientras se
desarrollaba la ceremonia, los cantores hacían resonar las palabras del rito: Ubi
caritas et amor, Deus ibi est (Donde hay caridad y amor allí está Dios). Y aquellas
otras: Cessent jurgia maligna, cessent lites; et in medio nostri sit Christus
Deus (Cesen las malignas contiendas, cesen los pleitos; y en medio de nosotros
reine Jesucristo Dios). Después dio un pequeñ o discurso moral y explicó su
significado y señ aló las enseñ anzas de la ceremonia, una de las má s apropiadas
para informar y educar los corazones juveniles en las dos virtudes principales del
cristianismo: la humildad y la caridad.
Después de la ceremonia, se sentaron a la frugal cena con Don Bosco los jó venes
apó stoles. El mismo la quiso servir por su propia mano, para mejor representar la
ú ltima cena del Divino Redentor. Por ú ltimo, les entregó un pequeñ o regalo[2] y
los envió a casa henchidos de alegría. La ceremonia del Lavatorio se siguió
practicando cada añ o en el Oratorio con mucha entrega y fue una de las predilectas
de Don Bosco, que continuó celebrá ndola mientras le acompañ aron las fuerzas. É l
mismo elegía los “apó stoles” entre los mejores alumnos y añ adió un
decimotercero. También solía invitar a algú n sacerdote a dirigir la palabra a los
muchachos, antes de iniciarse la funció n. En aquel acto del Lavatorio, su espíritu de
fe, humildad y sencillez conmovía el corazó n de todos los asistentes.
También se continuó la Visita a los Monumentos, aunque procesional y
corporativamente, só lo hasta 1866. Don Bosco acompañ aba siempre a los
muchachos, después de haber pedido permiso a los rectores de las distintas
iglesias por él elegidas para las estaciones de la peregrinació n. El devoto
recogimiento de aquella generosa juventud aumentaba la piedad cristiana de la
població n que los contemplaba edificados. Cuando las circunstancias políticas y
sociales ya no permitieron estas visitas, se suprimieron, estableciendo en la capilla
del Oratorio otras prá cticas de piedad propias de esos días, como por ejemplo, la
visita al Santísimo Sacramento con la Corona al Sagrado Corazó n de Jesú s, el Vía
Crucis y el canto del Stabat Mater. Con ello logró don Bosco atraer y entretener a
sus jó venes, de manera que, bien instruidos en la doctrina, el 23 de abril
cumplieron muchísimos de ellos con Pascua.

En el añ o 1858, Don Bosco asistió a las funciones litú rgicas de la Semana Santa en
la Basílica de San Pedro en su primer viaje a Roma, acompañ ado por el clérigo
Miguel Rú a. El Domingo de Ramos de ese añ o, durante la bendició n de las palmas,
Don Bosco se emocionó por la solemnidad de los ritos, la cuidada liturgia y los
cantos que la acompañ aban, recibiendo la palma de manos del propio Papa Pio IX.
Durante los siguientes días, para poder asistir má s de cerca a los ceremoniales de
la Semana Santa, el Cardenal Marini, uno de los cardenales diá conos asistentes al
trono, nombró a Don Bosco su caudatario, de forma que –vestido con sotana
morada- estuvo casi al lado del Papa durante toda la semana y pudo saborear el
canto gregoriano y la mú sica de Allegri y Palestrina. El Jueves Santo siguió al
Pontífice en la procesió n del Santísimo a la capilla Paulina y le acompañ ó al balcó n
vaticano desde el que Roma esperaba la bendició n solemne, asistió al Lavatorio de
los pies de trece sacerdotes, efectuado por el Papa en dos grandísimas galerías del
palacio y a su cena conmemorativa, servida por el propio Pío IX. Se sorprendió
grandemente Don Bosco el día de Pascua en la bendició n Urbi et Orbi del Papa
desde el balcó n de San Pedro. Junto con el Cardenal Marini y un obispo, Don Bosco
se quedó un instante junto al pretil, cubierto por un magnífico pañ o, sobre el que
se habían puesto tres tiaras de oro. Le dijo el Cardenal a Don Bosco: ¡Vea qué
espectáculo!
Don Bosco giraba sobre la plaza sus ojos ató nitos. Una muchedumbre de
doscientas mil personas estaba apiñ ada en ella con la cara vuelta hacia el balcó n.
Tejados, ventanas y terrazas de todas las casas estaban ocupados. El ejército
francés cubría una parte del espacio comprendido entre el obelisco y la escalinata
de San Pedro. Los batallones de la infantería pontificia estaban formados a derecha
e izquierda. Detrá s, la caballería y la artillería. Miles de carrozas llenaban las dos
alas de la plaza, junto a la columnata de Bernini y al fondo junto a las casas. En
particular, en las de alquiler había de pie grupos de personas que parecían
dominar la plaza. Se oía un vocerío clamoroso, el piafar de los caballos, una
confusió n increíble. Nadie puede hacerse una idea de aquel magnífico espectá culo.
Contemplaba absorto aquella gente de tan diversas naciones. De pronto, Don Bosco
se dio cuenta de que los dos prelados habían desaparecido y vio a derecha e
izquierda las varas de la silla gestatoria que llegaba a sus hombros sin que él se
hubiera dado cuenta. Se encontró entonces en una situació n comprometida;
prisionero entre la silla y la balaustrada, apenas si podía moverse; alrededor de la
silla estaban apretados cardenales, obispos, maestros de ceremonias, y portadores
de la silla gestatoria, de suerte que no veía un resquicio por donde salir de allí.
Volver los ojos hacia el Papa era una inconveniencia, darle las espaldas una
grosería; quedarse en el centro del balcó n una ridiculez. No pudiendo hacer otra
cosa, se quedó de lado, de modo que la punta de un pie del Papa se apoyaba en sus
hombros.
En aquel momento se hizo en la plaza un silencio sepulcral: se hubiera oído el volar
de una mosca. Hasta los caballos estaban inmó viles. Don Bosco, sin turbarse, atento
al má s mínimo incidente, observó que só lo el relincho de un caballo y la campana
de un reloj que daba las horas se oyeron mientras el Papa recitaba sentado algunas
oraciones de ritual. Viendo que el piso del balcó n estaba cubierto de ramas y flores,
se inclinó y tomó unas flores que metió entre las hojas del libro que tenía en mano.
Por fin, Pío IX se puso en pie para bendecir: abrió los brazos, elevó las manos al
cielo, las extendió hacia la multitud que inclinaba su frente y se oyó su voz sonora,
potente y solemne que cantaba la fó rmula de la bendició n, má s allá de la Plaza
Rusticucci y de la buhardilla del edificio de los escritores de la Civiltà Cattolica.
La muchedumbre respondió a la bendició n del Papa con una inmensa y ardorosa
ovació n. Entonces el Cardenal José Ugolini, leyó en latín el Breve de la indulgencia
plenaria y a continuació n el cardenal Marini leyó el mismo breve en italiano. Don
Bosco se había arrodillado y, cuando se levantó , la silla y el Papa habían
desaparecido. Todas las campanas repicaban a gloria, retumbaba sin cesar el cañ ó n
del Castillo de Sant'Angelo y las bandas militares hacían resonar sus trompetas.
Entonces bajó el Cardenal Marini, acompañ ado de su caudatario, y subió a su
carroza. En cuanto ésta se movió , don Bosco se sintió víctima del movimiento y
empezó a revolvérsele el estó mago. Aguantó un poco, pero no pudiendo resistir
má s, comunicó al Cardenal su malestar. Hizo éste que subiera al pescante con el
cochero, y como el mareo continuaba, descendió de la carroza para marchar a pie.
Mas, como iba con sotana morada, hubiera causado sorpresa o burla, caminando
solo por la ciudad, y entonces el secretario, educadamente, bajó también de la
carroza y le acompañ ó hasta el palacio del Cardenal.
En el añ o 1863, desde el 25 de febrero se había impartido en los Oratorios festivos
la catequesis cuaresmal con gran celo apostó lico, y el 29 de marzo coincidía con el
Domingo de Ramos. El miércoles, primero de abril, gran parte de los alumnos salía
de vacaciones a sus pueblos durante ocho días, después de haber cumplido con el
precepto pascual. Hacía bastantes añ os que se celebraban regularmente devoto y
apasionado. Don Bosco se reservaba para sí la misa del Jueves Santo y el Lavatorio
de los pies, y a las otras ceremonias asistía puntualmente.
Aquel añ o, extremadamente fatigado por las interminables confesiones de los
externos, el Sá bado Santo se desmayó en la sacristía. Pero, apenas volvió en sí, fue
a tomar un poco de leche y prosiguió sus ocupaciones, aunque los médicos le
ordenaron que permaneciera algú n tiempo en su habitació n.
- ¡Podría descansar un poco!, le decían los jó venes.
- ¿Cómo queréis que descanse, si el Demonio no descansa jamás? Y añ adía a los
clérigos: Un hombre, sólo vale por uno. Ninguno debe esforzarse para trabajar por
dos, porque se estropea muy pronto y se convierte en un ser incapaz, precisamente
cuando sería el momento de hacer mayor bien.
La ú ltima referencia explícita a la Semana Santa corresponde a 1887, ampliamente
descrita y documentada por Don Viglietti que acompañ ó a Don Bosco en su viaje
a Barcelona, quedando maravillado de la religiosidad de sus gentes: Los tres
ú ltimos días de Semana Santa estaban en Españ a íntegramente consagrados a
obras de piedad y, sobre todo, a la conmemoració n los misterios de la pasió n y
muerte de Nuestro Señ or Jesucristo. Se suspendía cualquier otra ocupació n: no se
hacían visitas, a no ser por una grave necesidad; la circulació n de trenes y tranvías
quedaba reducida a lo mínimo, cerraban comercios y oficinas; y las iglesias estaban
concurridísimas. Fueron, pues, tres días de tranquilidad para el cansancio de don
Bosco, que pudo gozar un poco de paz y entretenerse con sus hijos de Sarriá . El
Jueves Santo por la tarde acompañ ó Don Narciso Pascual a Don Miguel Rú a y a Don
Viglietti a visitar las siete iglesias. Como testimonio de piedad españ ola, tan viva
entonces, reproducimos una pá gina de la carta de Viglietti a Don Juan Bautista
Lemoyne:
“Cuando volvimos a Sarriá teníamos un cúmulo de cosas que contar a don Bosco, porque
verdaderamente nosotros no creíamos que en España hubiera tanta religiosidad. Habíamos visto a
toda la tropa de soldados, con uniforme de gala, ir ordenadamente, con los oficiales al frente, a visitar
los monumentos: habíamos visto las banderas de la ciudad en los edificios a media asta; ni un coche, ni
un ruido; en cambio las iglesias y las calles abarrotadas de gente que, con edificante piedad, con el
rosario y los libros de devoción en la mano, se dirigían a las iglesias. Durante estos tres días no
circulan en Barcelona coches ni trenes; en el día de hoy, no se reparte el correo y todas las fábricas y
tiendas están cerradas. Hasta el mediodía del sábado, no se rompe este silencioso encanto. El soldado
español tiene obligación de oír la santa misa todos domingos”.

Sin duda alguna, eran costumbres que han perdurado en la Semana Santa de
nuestro país hasta hace pocos añ os. Hoy día se vive la Semana Santa de forma
diferente, independientemente de este añ o por el Coronavirus, el pueblo se echa a
la calle, la religiosidad popular va má s allá del aspecto religioso o artístico. Las
Hermandades y Cofradías, como asociaciones pú blicas de fieles, viven por
mantener el espíritu de la esencia de la Pasió n, Muerte y Resurrecció n con sus
hermanos y sus titulares, intentan dar testimonio de la fe en Cristo y de la alegría
del Evangelio a todo aquél que se acerca, especialmente a la gente joven, y
mantener el sentir religioso de esta fiesta. Por eso, debemos sentirnos guiados por
las palabras del Papa Francisco quien nos invita esta Semana Santa a no traicionar
ni abandonar lo que de verdad importa, y a los jó venes les invita a tomar como
ejemplo a los verdaderos héroes de hoy y jugarse la vida como ellos sirviendo a los
demá s.
“El drama que estamos atravesando nos obliga a tomar en serio lo que cuenta, a no
perdernos en cosas insignificantes, a redescubrir que la vida no sirve, si no se sirve.
Porque la vida se mide desde el amor. De este modo, en casa, en estos días santos
pongámonos ante el Crucificado, que es la medida del amor que Dios nos tiene. Y,
ante Dios que nos sirve hasta dar la vida, pidamos la gracia de vivir para servir.
Procuremos contactar al que sufre, al que está solo y necesitado. No pensemos tanto
en lo que nos falta, sino en el bien que podemos hacer” (Homilía del Domingo de
Ramos de 2020, Papa Francisco).

PARA LA REFLEXIÓN
1. ¿Has vivido el tiempo de Cuaresma con un sentir especial como
preparación a esta “particular” Semana Santa?
2. ¿Cómo estás viviendo esta Semana Santa tan especial? ¿Entiendes la
Semana Santa como un momento de servicio a los demás?
3. ¿Vives la solemnidad de los ritos, de la liturgia y de los cantos como parte
de la Misión Evangélica?
Puedes consultar má s ampliamente la historia de Don Bosco y la Semana Santa
pinchando en los siguientes enlaces:
-          http://www.dbosco.net/mb/mbvol3/mbdb_vol3_254.html
-          http://www.dbosco.net/mb/mbvol5/mbdb_vol5_638.html
-          http://www.dbosco.net/mb/mbvol7/mbdb_vol7_354.html
-          http://www.dbosco.net/mb/mbvol18/mbdb_vol18_87.html

[1] El motete es una composició n musical breve, generalmente de cará cter


religioso, cantada a varias voces con o sin acompañ amiento instrumental.
[2] El pequeñ o regalo con los que obsequiaba a sus pequeñ os Apó stoles después de
cenar era casi siempre un pañ uelo blanco y un crucifijo

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