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El temible dragón azulado


Por Fernando de Vedia

—¡Oh, no! —exclamó el príncipe Fredesvindo—. Es la tercera vez que


invito a la princesa Gelsumina a tomar el té a mi castillo y no viene.
Explícame la razón, sabio hechicero, tú que todo lo sabes.

—Su majestad —contestó el hechicero—, mi bola de cristal me indica que


un monstruo le impide salir de su castillo…

Sin esperar que el anciano terminara de hablar, el príncipe se colocó la


armadura, montó en su caballo blanco y partió a rescatar a la princesa.
Estaba seguro de que se trataba del dragón azulado, el que te echa fuego
y te deja quemado, que aterrorizaba a los poblados de la zona.

—¡Te las verás conmigo, tonto dragón! —gritaba el príncipe, aunque nadie
lo escuchaba. Y mientras cabalgaba, entonaba una canción para darse
valor:

Aquí viene Fredesvindo,


soy un príncipe valiente,
cuando encuentre a ese dragón
le voy a romper los dientes.

Le cortaré las dos alas,


lo agarraré de los cuernos,
le tiraré de la cola,
lo mandaré al infierno.

No me asusta su gran fuego


ni sus terribles colmillos,
pero es muy cierto que al verlo
me pillo en el calzoncillo.

Si puedo pensarlo bien,


y me dejan que yo elija,
preferiría pelear
con pequeñas lagartijas.

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—¡No debiste meterte con mi amada, tonto dragón! —gritó de nuevo el
príncipe, olvidó su canción y cabalgó más rápido.

Es que la princesa Gelsumina le gustaba desde jardín, y hacía mucho que


quería declararle su amor. Pero siempre ocurría algo que se lo impedía.

Una vez la había invitado a bañarse en el foso de su castillo, el único de la


comarca con agua climatizada. Pero ella tenía que ir a una manifestación
por los derechos de las mujeres.

Otra vez la había invitado a pasear en su carruaje descapotable


superdeportivo. Pero ella tenía partido de fútbol.

Peor fue cuando el príncipe quiso probarle un zapato de cristal que


alguien había perdido en uno de los bailes que solía ofrecer en el castillo:

—Si el zapato te entra te casarás conmigo —le dijo a la princesa con una
sonrisa.

—Yo no estuve en ese baile y no me voy a prestar a esta práctica patriarcal


—contestó ella.

El príncipe no sabía qué significaba “patriarcal”, pero a juzgar por el enojo


de la princesa estaba seguro de que se trataba de un terrible insulto y se
guardó el zapato.

Esta vez las cosas serían diferentes. Derrotaría al dragón, liberaría a su


amada y ella no tendría excusa para ir a tomar el té a su castillo.

Le llamó la atención lo rápido que avanzaba a través del camino de tierra,


usualmente atestado de carruajes, caballos, vendedores ambulantes y
bicicletas de deliverey (que llevaban comida a los castillos), pero que
ahora estaba vacío.

Le tomó menos de quince minutos llegar al castillo de la princesa, cuando


no solía tardar menos de una hora. Una vez en el pueblo, le sorprendió no
cruzarse con nadie; las calles se veían desiertas y las tiendas cerradas.

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“¡Oh, no!”, pensó el príncipe, aterrado. “El dragón ha terminado con
todos. Temo por la vida de mi amada”. Y desenfundando la espada,
cabalgó hacia la cima de la colina a toda velocidad.

Tampoco había nadie en el castillo de la princesa y sus alrededores, ni


guardias ni lacayos, ni servidumbre ni bufones.

“Esto es peor de lo que imaginaba”, pensó el príncipe con las piernas


temblorosas. Y de inmediato exclamó en voz bien alta:

—¡He venido a enfrentarte, maldito dragón azulado! ¡Pagarás por lo que


le has hecho a mi amada Gelsumina! ¡Sal de tu escondite y pelea,
cobarde!

Hubo unos minutos de silencio y quietud. El príncipe miraba atento a


diestra y siniestra para evitar ser atacado por sorpresa.

En ese momento, la ventana de la Torre principal del castillo se abrió y la


princesa asomó la cabeza. Con su voz dulce y delicada, preguntó alzando
el tono:

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—¿Qué hacés acá, salame?

El príncipe quedó desconcertado. El saludo de la princesa le sonó un tanto


agresivo y no entendió el motivo de su enojo.

—Princesa… he venido a rescatarte del dragón…

—¿De qué hablás? ¡Estoy con mi familia en cuarentena por el coronavirus,


como todo el mundo! ¡Andate a tu castillo y quedate ahí, querés! —le
gritó. Y antes de cerrar la ventana de un golpazo, le arrojó un frasquito de
alcohol en gel y un rollo de papel higiénico.

—¿Coronavirus? —dijo el príncipe, y salió corriendo rumbo a su hogar,


detrás de su caballo blanco que había salido corriendo antes.

****************

Tiempo después el virus pasó, la gente volvió a salir a las calles, la vida
retomó su ritmo. Pero el príncipe Fredesvindo todavía sentía vergüenza
por el papelón que había hecho con la princesa Gelsumina. Permanecía
encerrado en sus aposentos, triste y sin ganas de nada. Hasta que alguien
golpeó a su puerta. ¡Era la princesa!

—Vine para que me expliques eso que me dijiste la última vez de que yo
era tu amada. ¿Me invitás un té?

El príncipe volvió a sonreír, tomó a la princesa de la mano y juntos bajaron


a los jardines.

Eso sí, antes se puso alcohol en gel, como corresponde.

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