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El lamento de los perros le hizo recordar que era martes, y que Dalia era la última mujer joven que
había de morir en Cruzpampa. Por la cordillera emergía el crepúsculo y las alas de música del
entierro se desvanecían en la procesión, bajo una iglesia pequeña y roída. Pensó en levantarse,
abrir la puerta y acompañar el cuerpo, pero recordó entonces que desde hace meses seguía en esa
misma habitación, y se alimentaba solamente de panes secos y del agua depositada que caía de la
lluvia, y que se filtraba entre la urdimbre del techo de paja, oscuro y pútrido de esa casa que la
gente creía deshabitada.
Recordó entonces el sonido de las trompetas saliendo del metal en forma de flor, y que en un
tiempo remoto él mismo había fabricado los instrumentos con los que la gente del pueblo
animaba sus fiestas y cargaba sus santos. Había olvidado la ausencia de la lluvia, el olor de la tierra
seca del otoño, pues desde que comenzaron a fallecer las mujeres no había cesado de llover. Y
ésta caía lenta, obstinada y permanente como si tratara de envolver al mundo en un mar espeso y
sombrío. Ahora él había decidido salir. Y sin embargo tuvo miedo a que la gente no lo reconociera.
Que creyeran que un hombre nuevo llegaba al pueblo. O que simplemente no lo notaran, que su
presencia material entre ellos no era más que el recuerdo de una sombra que nunca estuvo sobre
la tierra.
Estaba seguro que aquel día era martes, pues, a pesar de haber perdido muchas cosas en la
memoria, siempre recordaba los días, los meses, los años, al igual que cada una de las muertes de
las mujeres que fueron desapareciendo. Siempre sonaban las campanas, aullaban los perros y un
trote sin fuerzas caminaba hasta el cementerio. En Dalia hubo un cambio en el ritual: la música. Y
había de ser aquel acontecimiento el cual lo despertara de su letargo.
En el catre antiguo, legado de sus antepasados, yacían brillantes la máscara, el cotón y la cadena,
puestos en simetría humana: de la máscara colgaba una nariz de madera, ojos desorbitados,
perlitas perfectas y brillantes que formaban mejillas y cejas, que destellantes en otro tiempo
causaban el asombro de los habitantes de Cruzpampa; el saco negro y rojo como el atardecer,
como el encuentro del día y de la noche, bordado en figuras de antiguos danzantes en hilos de
plata; y la cadena, sierpe larga compuesta de 35 eslabones y la cabeza de campana, fiel vínculo
con el dios iracundo que entonces los castigaba.
Cogió el saco, se vistió con calma, con la pausa de antaño, cuando aún los otros como él olvidaban
su origen y vivían entre las intrigas del pueblo. Miró por la ventana el espacio sombrío: los meses
de lluvia habían sumido en una pausa intensa a la población general, la procesión avanzaba como
un animal pequeño y triste; el municipio, abandonado desde el comienzo de las precipitaciones,
era invadido por los ciegos, los dementes y mendigos, que de todos eran los que menos padecían
aquella pesadilla húmeda; las casas de muros gruesos, entejadas, se deshacían entre el rumor
blanco.
Culminada su vestimenta, descendió de los altos por una escalera hinchada y verdosa, atravesó el
zaguán de paredes partidas, pisó charcos que apenas y profanaron la bota roja, herencia de la
cuadrilla cuyo último danzante era él. Se acercaba cada vez más al umbral, a la puerta que desde
tiempo se hacía infranqueable. Y los recueros fueron emergiendo, brillantes y esplendidos como
las estrellas del cielo. Vio al fiero corochano, desaparecido en las alturas del cerro Cunyaj, vio su
sombrero de plumas, su cinturón y su matraca, su rostro de barbas blancas, motivo de las risas y el
terror de los niños; vio los saltos uniformes del caporal, oyó por última vez su voz chillona, el
silbido de asombro a la bella Elena, y las cintas coloridas, colgadas de su espalda como alas
inmensas, y su indicación a los pampas, a los guías que en ese tiempo solo eran 6. Mientras
avanzaba, él iba recordando el conjunto completo, la banda de música apareciendo cada 11 de
agosto, integrada por mozos de diversas zonas, puntuales cada año, soplando la trompeta de su
aparición a las siete y media de la mañana a la entrada del pueblo. Recordó el ritmo del bombo, la
réplica continua de la tarola, el viento de las trompetas, los clarinetes orquestando la armonía en
tiempos variables de pausas y progresiones.
De pronto se descubrió en el centro de la plaza, apenas percibido por dos mendigos, lo
observaban de los balcones municipales, sus rostros eran imposibles de reconocer.
‐¡Tú eres el último!‐ dijo el más viejo, gritando con una voz que parecía de falsete y comenzó a
silbar.
‐¡Baila!‐ le dijo el otro, haciendo brotar de sus palmas una música conocida por el danzante.
El enmascarado daba saltos simples, hacía círculos, alzaba los brazos con la serpiente de la cadena
entre ellos, dando la vuelta a la plaza. Se detenía en cada esquina y lentamente se doblaba en sí
mismo y volvía a su postura original.
El espacio se aclaraba, la neblina poco a poco se iba esfumando y la lluvia lenta y espesa
comenzaba a robustecerse en granos de agua. Su forma redonda y gruesa caía sobre la tierra y los
charcos; un sonido de palmoteos se repartía en el valle entero. Las hojas habían de bailar luego de
mucho tiempo de la cólera de un dios, que entonces comenzaba a apaciguarse.
La danza no se detuvo. Los peregrinos de la procesión aún permanecían sonámbulos a la entrada
del cementerio. Pero el agua hacía florecer en sus memorias una remota sensación diferente a su
estado actual. Era la lluvia, su golpe fuerte sobre la tierra lo que les recordaba la variación, el
cambio de las estaciones, lo verde de las plantas y sus frutos coloridos, hacía renacer en ellos el
recuerdo de los nacimientos, que quince años estériles habían hecho desaparecer. Y cuando la
ráfaga de luz los colmo en lo profundo, y el trueno rompió en dos partes el pasado y el presente,
vieron caminar entre ellos a Dalia con un vestido de sol. Vieron sus ojos fijos sobre la coraza del
cielo que iniciaba a hendirse. Entre las nubes blancas y titánicas los rayos del inti se filtraban sobre
el pueblo y lo doraban suavemente.
Solo entonces habían de despertar de su sueño de años. A lo lejos, el danzante iba elevándose y
desvaneciéndose en el cielo claro. Así fue dejándolos por el cielo el menor hijo perdido, el último
de los Wiracocha.