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EL PAPA

FRANCISCO
NOS HABLA
DEL AMOR
QUE DIOS SIENTE
POR NOSOTROS

Selección de textos:
Matilde Eugenia Pérez T
PRESENTACIÓN
“Dios es Amor”, nos dice san Juan (cf.1 Juan 4, 8). El amor
es su ser, su esencia, y también su quehacer.
Dios es Amor y nos ama infinitamente a cada uno de los
hombres y mujeres que poblamos el mundo, ahora en
el presente, y también, por supuesto, en el pasado
transcurrido y en el futuro que vendrá.
Dios es Amor y nos ama con un amor que no tiene límites,
que no hace exclusiones. Un amor de Padre y de
Madre a la vez; un amor de Amigo y de Esposo, como
proclama hermosamente el Cantar de los cantares.
Dios es Amor y nos ama como nadie nos ha amado ni nadie
nos amará nunca.
Su amor es el fundamento de nuestro ser, de nuestra
existencia, y de la existencia de todos y cada uno de
los seres animados e inanimados que pueblan el
universo. Así lo leemos en el libro de la Sabiduría:
“Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste
aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho”
(Sabiduría 8, 24).
Su amor llena nuestro corazón y nuestra vida de fuerza y
entusiasmo, de alegría y de esperanza.
Dios es Amor. Amor creador, amor salvador, amor
santificador.
Dios es Amor y su amor es un amor de palabras y de obras
un amor que promete y cumple. Un amor que se da, un
amor que se entrega a plenitud. Un amor que todo lo
hace nuevo.
El amor de Dios es un amor concreto. Un amor cálido. Un
amor lleno de ternura y bondad. Un amor que nos
cuida y nos protege de todo peligro.
Dios es Amor. Amor “compasivo y misericordioso, lento a la
cólera y rico en piedad” (Salmo 103(102)8).
Un amor que nos acoge cada día en su seno. Un amor que
nos abraza. Un amor que nos acaricia. Un amor que
sana todas nuestras heridas, y perdona todos nuestros
pecados por grandes que sean..
Cuando tenemos la certeza de este Amor infinito de Dios
por nosotros, en nuestra mente y en nuestro corazón,
nuestro ser y nuestra vida son lo que tienen que ser,
llegan a donde tienen que llegar.
Cuando tenemos la certeza de este Amor infinito de Dios
por nosotros, en nuestra mente y en nuestro corazón,
nuestro ser y nuestra vida alcanzan su plenitud, porque
el Amor de Dios es un amor que inspira, que impulsa, que
mueve.
Este es el anuncio de Jesús, la Buena Noticia que Jesús
vino a traernos. La Buena noticia que el Papa
Francisco quiere que todos conozcamos y asumamos
personalmente, para que disfrutemos de ella, y para
que con nuestras obras y nuestras palabras la llevemos
al mundo, que necesita con urgencia conocerla.
Porque el Amor de Dios es la más grande, la más buena y la
más bella noticia que ha habido y que habrá. Una
noticia que sana los corazones heridos por el mal y el
pecado, y reconstruye las vidas truncadas, en la fe y la
esperanza.

Matilde Eugenia Pérez Tamayo


Quien no ama
no ha conocido a Dios,
porque Dios es Amor.
(1 Juan 4,8)
En el origen del mundo está
sólo el amor libre y gratuito
del Padre.
Todo el universo material
es un lenguaje
del amor de Dios.
Como en la creación,
también
en las etapas sucesivas
de la historia de la salvación
resalta la gratuidad
del amor de Dios.
El amor de Dios nos sale al encuentro
como un río en crecida
que nos arrolla pero sin aniquilarnos;
más bien, es condición de vida.
Verdaderamente deberíamos decir
con toda nuestra fuerza:
"Soy amado, luego existo".
Todo ser humano
es objeto
de la ternura infinita
del Señor,
y Él mismo
habita en su vida.
Nadie podrá quitarnos la dignidad
que nos otorga
el amor infinito e inquebrantable
de Dios.
Él nos permite levantar la cabeza
y volver a empezar,
con una ternura
que nunca nos desilusiona
y que siempre puede
devolvernos la alegría.
La caridad, el amor,
es compartir en todo
la suerte del amado.
El amor nos hace semejantes,
crea igualdad, derriba los muros
y las distancias.
Y Dios hizo esto con nosotros.
¡Cuánta necesidad de ternura
tiene el mundo de hoy!
Paciencia de Dios,
cercanía de Dios,
ternura de Dios.
¡Cuánta necesidad
tiene el hombre de hoy,
en toda latitud,
de sentir que Dios lo ama
y que el amor es posible!
A todos debe llegar
el consuelo y el estímulo
del amor salvífico de Dios,
que obra misteriosamente
en cada persona,
más allá de sus defectos
y caídas.
En esto se manifestó
el amor que Dios nos tiene;
en que Dios
envió al mundo
a su Hijo único
para que vivamos
por medio de él.
(1 Juan 4, 9)
Dios piensa en cada uno de
nosotros... y piensa bien, nos quiere,
‘sueña’ con nosotros. Sueña acerca
de la alegría que gozará con
nosotros. Por esta razón el Señor
quiere ‘re-crearnos’, y hacer nuevo
nuestro corazón, ‘re-crear’ nuestro
corazón para hacer que la alegría
triunfe.
¡El Señor sueña conmigo!
¡Piensa en mí!
¡Yo estoy en la mente,
en el corazón del Señor!
¡El Señor es capaz
de cambiarme la vida!
Dios Padre nos conoce
mejor que cualquier otro,
y nos mira con confianza,
nos ama como somos,
pero nos hace crecer
según lo que podemos
llegar a ser.
Dios no reserva su amor
a algunos privilegiados,
sino que lo ofrece a todos.
Así como es Creador
y Padre de todos,
del mismo modo quiere ser
el Salvador de todos.
También aquellos
que nos parecen alejados
del Señor,
son seguidos
– o mejor “perseguidos” –
por su amor apasionado,
su amor fiel y también humilde.
¡Porque el amor de Dios
es humilde, tan humilde!
El amor de Dios por cada uno de nosotros
es fuente de consolación y de esperanza.
Es una certidumbre fundamental para
nosotros: ¡nada podrá jamás separarnos
del amor de Dios! Ni siquiera las rejas de
una cárcel. La única cosa que nos puede
separar de Él es nuestro pecado; pero si lo
reconocemos y lo confesamos con
arrepentimiento sincero, ese pecado se
convierte en lugar de encuentro, porque Él
es misericordia.
Dios
está siempre preparado
para abrirnos los brazos,
pase lo que pase.
Dios no nos ama
porque en nosotros hay motivos
para ser amados.
Dios nos ama
porque Él mismo es amor,
y el amor,
por su propia naturaleza,
tiende a difundirse, a darse.
Dios no nos pide nada
de lo que no nos haya
dado antes...
Él no es indiferente a nosotros.
Está interesado en cada uno
de nosotros,
nos conoce por nuestro nombre,
nos cuida y nos busca
cuando lo dejamos.
Dios no dejará jamás
de querernos mucho.
Dios caminará con nosotros
siempre, siempre.
Esta es nuestra esperanza.
Y nosotros hemos conocido
el amor que Dios nos tiene,
y hemos creído en Él.
(1 Juan 4, 16a)
Dios Padre nos ama
como somos:
nos ama siempre,
a todos.
Buenos y malos.
Dios siempre nos busca antes,
nos espera antes,
nos ama antes.
Es como la flor del almendro,
así dice el profeta:
florece antes.
La ternura de Dios
es capaz de mover
un corazón de piedra
y poner en su lugar
un corazón de carne.
El amor de Dios
no cesará nunca,
ni en nuestra vida
ni en la historia
del mundo.
El Evangelio de Jesucristo
nos revela
que Dios no puede estar
sin nosotros:
Él no será jamás un Dios
“sin el hombre”;
esto es un gran misterio.
Y esta certeza es
la fuente de nuestra esperanza.
Hemos sido elegidos por amor
y ésta es nuestra identidad.
Dios se ha enamorado
de nuestra pequeñez.
Él elige a los pequeños.
Dios es Padre a su manera:
bueno, indefenso
ante el libre albedrio
del hombre,
capaz sólo de conjugar
el verbo “amar”.
Dios no es sólo Padre;
es también como una Madre
que nunca deja de amar
a su criatura.
Dejémonos inundar
por el amor de Dios.
Reconozcamos todos
ser mendigos
del amor de Dios,
no dejemos
que el Señor pase de largo.
Miren qué amor
nos ha tenido el Padre
para llamarnos hijos de Dios,
pues ¡lo somos!.
(1 Juan 3, 1)
Dios es amor.
Pero no amor de telenovela.
¡No, no!
Amor sólido, fuerte;
amor eterno...
Amor concreto;
amor de obras y no de palabras.
El amor de Dios
no es indiferenciado.
Dios mira con cariño
a cada uno,
con nombre y apellidos.
El amor fiel
que Dios tiene
por cada uno de nosotros,
nos ayuda a enfrentar
con serenidad y fuerza,
el camino de cada día,
que a veces es ágil,
a veces, en cambio,
es lento y fatigoso.
Dios nos ama gratuitamente
como una mamá a su niño.
La gracia de Dios
es cercanía, es ternura.
El amor de Dios es un amor
que permanece siempre joven,
activo y dinámico,
y que atrae hacia sí
de un modo incomparable.
Un amor fiel que no traiciona
a pesar de nuestras contradicciones.
Un amor fecundo que genera vida
y va más allá de nuestra pobreza.
El amor de Dios
no tiene límites.
Como repetía muchas veces
san Agustín,
es un amor que va
"hasta el fin sin fin".
Dios ama con un amor sin fin,
que ni siquiera el pecado
puede frenar,
y gracias a él,
el corazón del hombre
se llena de alegría
y de consolación.
Dios te busca
aunque tú no lo busques.
Dios te ama
aunque tú lo hayas olvidado.
Dios ve una belleza en ti,
incluso si piensas
que has desperdiciado
todos tus talentos
innecesariamente.
El amor del Padre
que recibimos
el día de nuestro Bautismo,
es una llama
que ha sido encendida
en nuestros corazones
y requiere que sea alimentada
por la oración y la caridad.
Déjense llenar
de la ternura del Padre,
¡para difundirla
a su alrededor!
En esto consiste el amor:
no en que nosotros
hayamos amado a Dios,
sino en que Él nos amó
y nos envió a su Hijo
como propiciación
por nuestros pecados.
(1Juan 4, 10)
Dios no se limita
a afirmar su amor,
sino que lo hace visible
y tangible.
Dios nos ama,
nos ama tanto,
que nos ha dado a su Hijo
como nuestro hermano,
como luz
para nuestras tinieblas.
El amor de Dios
no es algo abstracto,
genérico;
el amor de Dios
tiene nombre y rostro:
Jesucristo.
¡Qué gran misterio
la Encarnación de Dios!
Su razón es el amor divino,
un amor que es gracia,
generosidad,
deseo de proximidad,
y que no duda en darse
y sacrificarse,
por las criaturas a las que ama.
Dios nos da en Cristo
la garantía de un amor
indestructible.
En Jesús, en su “carne”,
es decir, en su concreta humanidad,
está presente todo el amor de Dios,
que es el Espíritu Santo.
Quien se deja atraer por este amor,
va hacia Jesús, y va con fe,
y recibe de él la vida,
la Vida eterna.
Si en la creación
el Padre nos ha dado
la prueba de su inmenso amor
donándonos la vida,
en la pasión y muerte de su Hijo
nos ha dado la prueba
de las pruebas:
ha venido a sufrir y a morir
por nosotros.
¡Y ello por amor...!
La Cruz de Cristo
es la prueba suprema
del amor de Dios
por nosotros.
Si queremos conocer
el amor de Dios
debemos mirar al crucificado,
un hombre torturado,
un Dios vaciado de la divinidad,
ensuciado por el pecado.
Un Dios que, aniquilándose,
destruye para siempre el mal.
Entrando hoy en el misterio de Dios a
través de las llagas de Jesús,
comprendemos que la misericordia no es
una entre otras cualidades suyas, sino el
latido mismo de su corazón. Y entonces,
como Tomás, no vivimos más como
discípulos inseguros, devotos pero
vacilantes, sino que nos convertimos
también en verdaderos enamorados del
Señor.
Queridos,
si Dios nos amó
de esta manera,
también nosotros
debemos amarnos
unos a otros.
(1 Juan 4, 11)
El Niño Jesús, nacido en Belén,
es el signo que Dios dio
a los que esperaban la salvación,
y permanece para siempre
como signo de la ternura de Dios
y de su presencia en el mundo.
Jesús es
el Amor
hecho carne.
Jesús es
la fuente inagotable
de ese amor
que vence todo egoísmo,
toda soledad,
toda tristeza.
Cada gesto,
cada palabra de Jesús,
revela el amor
misericordioso y fiel
del Padre.
El amor auténtico
nos lo da Jesús:
él nos ofrece su Palabra
que ilumina nuestro camino;
nos da el Pan de Vida,
que nos sostiene
en las fatigas de cada día.
El Evangelio es
el anuncio del amor de Dios
que en Jesucristo,
nos llama
a participar de su vida.
Donde esta Jesús,
hay misericordia
y felicidad;
sin él
existen el frio
y las tinieblas.
La justicia de Dios
se ha hecho carne en su Hijo;
se ha hecho misericordia,
se ha hecho perdón;
el corazón de Dios
siempre está abierto al perdón.
Entrar en el misterio
de Jesucristo
es dejarse caer
en aquel abismo de misericordia
donde no hay palabras:
sólo el abrazo del amor.
El amor que lo condujo
a la muerte por nosotros.
La compasión de Jesús
no indica simplemente
una reacción emotiva
frente a una situación
de inquietud de la gente,
sino que va más allá.
Jesús aparece
como la realización
de la solicitud y de la atención
de Dios hacia su pueblo.
Queridos,
amémonos unos a otros,
ya que el amor es de Dios,
y todo el que ama
ha nacido de Dios
y conoce a Dios.
(1 Juan 4, 8b)
La misericordia de Dios...
va al encuentro de todos
con el rostro del Padre
que acoge y perdona,
olvidando completamente
el pecado cometido.
Qué hermosa es esta realidad de fe
para nuestra vida: la misericordia de
Dios. Un amor tan grande, tan
profundo... Un amor que no decae, que
siempre aferra nuestra mano y nos
sostiene, nos levanta, nos guía. A mí
me produce siempre una gran
impresión releer la parábola del Padre
misericordioso; me impresiona porque
me infunde siempre una gran
esperanza.
La misericordia
es el corazón del Evangelio.
Es la buena nueva
de que Dios nos ama.
De que ama siempre al pecador,
y con este amor lo atrae hacia sí
y lo invita a la conversión.
La misericordia de Dios
cambia la historia
de los individuos
e incluso de los pueblos.
Cuando nos reconocemos
pecadores,
Dios nos llena
de su misericordia
y de su amor.
Y nos perdona,
nos perdona siempre.
¡No hay límite
a la misericordia divina
ofrecida a todos!
Acuérdense bien
de esta frase.
La misericordia de Dios:
una gran luz de amor, de ternura.
Dios perdona
pero no con un decreto,
sino con una caricia,
acariciando nuestras heridas
del pecado.
Dios mira
en el “campo” de la vida
de cada persona,
con paciencia y misericordia.
Ve mucho mejor que nosotros
la suciedad y el mal,
pero también ve
los retoños del bien
y espera con confianza,
que maduren.
En mi vida personal,
he visto muchas veces
el rostro misericordioso
de Dios,
su paciencia.
Queridos hermanos y hermanas, dejémonos
envolver por la misericordia de Dios;
confiemos en su paciencia que siempre nos
concede tiempo; tengamos el valor de volver
a su casa, de habitar en las heridas de su
amor dejando que Él nos ame; de encontrar
su misericordia en los sacramentos.
Sentiremos su ternura, tan hermosa,
sentiremos su abrazo y seremos también
nosotros más capaces de misericordia, de
paciencia, de perdón y de amor.
Si nos amamos unos a otros,
Dios permanece en nosotros
y su amor
ha llegado en nosotros
a su plenitud.
(1 Juan 4, 12b)
Donde está el Señor
está la misericordia.
Solo la misericordia
del Señor
sana el corazón.
El Señor
usa la misericordia,
perdona ampliamente,
está lleno de generosidad
y de bondad
que derrama sobre cada uno
de nosotros,
abre a todos los territorios sin límites
de su amor y de su gracia,
que solamente pueden dar
al corazón humano
la plenitud de la alegría.
La salvación
que Dios nos ofrece
es obra de su misericordia.
No hay acciones humanas,
por más buenas que sean,
que nos hagan merecer
un don tan grande.
Dios es Padre...
nos ama siempre.
Si lo buscamos,
Él nos acoge y nos perdona...
Él nos levanta de nuevo
y nos devuelve
nuestra plena dignidad.
Dios no nos olvida.
Dios no se cansa nunca
de perdonar,
somos nosotros
los que nos cansamos
de acudir a su misericordia.
Dios es paciente,
sabe esperar.
¡Qué hermoso es esto!
Nuestro Dios es
un Padre paciente
que nos espera siempre,
y nos espera
con el corazón en la mano,
para acogernos,
¡para perdonarnos!
No hay pecado que Dios no perdone. Él
perdona todo. Tu dirás: ‘Pero, padre, yo
no voy a confesarme porque hice tantas
cosas feas... tantas... que no tendré
perdón...’ No. No es verdad. Perdona
todo. Si tú vas arrepentido, perdona
todo... Tantas veces ¡no te deja hablar! Tú
comienzas a pedir perdón y Él te hace
sentir esa alegría del perdón antes de que
tú hayas terminado de decir todo.
Solo se entiende
la misericordia de Dios
cuando se derrama
sobre nosotros,
sobre nuestros pecados,
sobre nuestras miserias.
El Señor nos mira siempre con
misericordia; no lo olvidemos,
nos mira siempre con
misericordia, nos espera con
misericordia. No tengamos
miedo de acercarnos a Él. Tiene
un corazón misericordioso. Si le
mostramos nuestras heridas
interiores, nuestros pecados, Él
siempre nos perdona.
Como el Padre me amó,
yo también los he amado a ustedes;
permanezcan en mi amor.
Si guardan mis mandamientos,
permanecerán en mi amor,
como yo he guardado
los mandamientos de mi Padre,
y permanezco en su amor.
(Juan 15, 9-10)
El amor de Dios por cada uno de
nosotros es fuente de consolación y de
esperanza. Es una certidumbre
fundamental para nosotros: ¡nada
podrá jamás separarnos del amor de
Dios! Ni siquiera las rejas de una
cárcel. La única cosa que nos puede
separar de Él es nuestro pecado; pero
si lo reconocemos y lo confesamos
con arrepentimiento sincero, ese
pecado se convierte en lugar de
encuentro, porque Él es misericordia.
Dios está siempre a nuestro lado,
especialmente en la hora de la
prueba; es un Padre ‘rico en
misericordia’, que siempre dirije
sobre nosotros su mirada serena y
benévola... Ésta es una certeza
que infunde consolación y
esperanza, especialmente en los
momentos difíciles y tristes.
Pensemos esto,
es hermoso:
la misericordia de Dios
da vida al hombre,
le resucita de la muerte.
Estamos llamados a caminar
para entrar cada vez más
dentro
del misterio del amor de Dios,
que nos sobrepasa,
y nos permite vivir
con serenidad y esperanza.
El buen ladrón nos recuerda
nuestra verdadera condición
ante Dios:
que nosotros somos sus hijos,
que Él siente compasión
por nosotros,
que Él se derrumba cada vez
que le manifestamos
la nostalgia de su amor.
El verdadero amor es amar y
dejarme amar. Es más difícil
dejarse amar que amar. Por eso es
tan difícil llegar al amor perfecto
de Dios, porque podemos amarlo,
pero lo importante es dejarnos
amar por Él. El verdadero amor es
abrirse a ese amor que está
primero y que nos provoca una
sorpresa.
Frente al amor,
frente a la misericordia,
a la gracia divina derramada
en nuestros corazones,
la consecuencia
que se impone
es una sola:
la gratitud.
Si tú en tu relación
con el Señor
no sientes que Él te ama
con ternura,
aún te falta algo,
aún no has comprendido
qué cosa es la gracia...
El amor fiel que Dios tiene
por cada uno de nosotros,
nos ayuda a afrontar
con serenidad y fuerza
el camino de cada día,
que a veces es ágil,
a veces en cambio,
es lento y fatigoso.
Si nosotros tuviéramos
el valor
de abrir nuestro corazón
a esta ternura de Dios,
¡cuánta libertad espiritual
tendríamos!...
Si alguno me ama,
guardará mi Palabra,
y mi Padre le amará,
y vendremos a él,
y haremos morada en él.
(Juan 14, 23)
El amor del Señor
es más grande que todas
nuestras contradicciones,
fragilidades y pequeñeces,
pero es precisamente
a través de
nuestras contradicciones,
fragilidades y pequeñeces,
como Él quiere escribir
esta historia de amor.
El amor del Señor
abrazó al hijo pródigo,
abrazó a Pedro
después de las negaciones,
y nos abraza
siempre, siempre,
después de nuestras caídas,
ayudándonos a levantarnos.
El amor del Señor
es un amor que no patea,
que no aplasta,
un amor que no margina,
que no se calla,
un amor que no humilla
ni avasalla.
El amor del Señor
es un amor de todos los días,
discreto y respetuoso,
amor de libertad
y para la libertad,
amor que sana y levanta.
El amor del Señor
es un amor que sabe más
de levantadas que de caídas,
de reconciliación
que de prohibición,
de dar una nueva oportunidad
que de condenar,
del futuro que del pasado.
El amor del Señor
es el amor silencioso
de la mano tendida
en el servicio y la entrega.
Es el amor que no se pavonea,
que se da a los humildes.
Es el amor que nos une.
Hemos sido amados
con un amor entrañable
que no queremos
y no podemos callar;
un amor que nos desafía
a responder
de la misma manera:
con amor.
La invitación
que el Señor nos regala
es una invitación a ser parte
de una historia de amor
que se entreteje
con nuestras historias.
Allí donde nos encontremos,
haciendo
lo que estamos haciendo,
siempre podremos
levantar la mirada y decir:
Señor, enséñame a amar
como Tú nos has amado.
María, la “influencer” de Dios,
con pocas palabras
se animó a decir “sí”,
y a confiar en el amor,
a confiar en las promesas
de Dios,
que es la única fuerza capaz
de renovar, de hacer nuevas
todas las cosas.
Porque tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él
no perezca,
sino que tenga vida eterna.
(Juan 3, 16)
Hay un Dios en el cielo
que nos ama
como nadie en la tierra
nunca lo ha hecho,
ni lo podrá hacer.
Si todos
nuestros amores terrenales
se desmoronaran,
y no quedara más que polvo,
siempre queda
para todos nosotros,
ardiendo,
el amor único y fiel de Dios.
El amor de Dios
es constante....
El amor de Dios es
como el amor de una madre
que nunca puede olvidar...
Es el amor perfecto.
Nuestro Dios tiene sentimientos.
Nuestro Dios
no nos ama con las ideas,
nos ama con el corazón.
Y cuando nos acaricia,
nos acaricia con su corazón,
y cuando nos reprende,
como buen padre,
nos reprende con su corazón,
y sufre más Él que nosotros.
Cuando hablamos de Dios como
"padre", mientras pensamos en la
imagen de nuestros padres,
especialmente si nos han querido, al
mismo tiempo tenemos que ir más
allá. Porque el amor de Dios es el del
Padre "que está en los cielos", según
la expresión que nos invita a usar
Jesús: es el amor total que en esta
vida solo saboreamos de manera
imperfecta.
¡No tengan miedo! Ninguno de
nosotros está solo. Si hasta, por
desgracia, tu padre terrenal se
hubiera olvidado de ti y tú sintieras
quizás, rencor por él, no se te niega la
experiencia fundamental de la fe
cristiana: saber que eres un hijo
amadísimo de Dios, y que no hay
nada en la vida que pueda extinguir
su apasionado amor por ti.
Dios puede llenar
con su amor
nuestros corazones
y hacer que podamos
caminar juntos
hacia la tierra
de la libertad y de la vida.
Es importante reconocer
cuándo somos
visitados por Jesús,
para abrirnos
a su amor divino.
Hay una línea directa
que une el pesebre
y la cruz,
es la línea directa del amor
que se da y nos salva,
que da luz a nuestra vida,
y paz a nuestros corazones.
El Señor abre a todos
los territorios sin límites
de su amor y de su gracia,
que solamente pueden dar
al corazón humano
la plenitud de la alegría.
ORACIÓN
DEL PAPA
FRANCISCO
A JESÚS,
ROSTRO
MISERICORDIOSO
DE DIOS PADRE
Señor Jesucristo, tú nos has enseñado a
ser misericordiosos como el Padre del
cielo, y nos has dicho que quien te ve,
lo ve también a Él.
Muéstranos tu rostro y obtendremos la
salvación.
Tu mirada llena de amor liberó a Zaqueo y
a Mateo de la esclavitud del dinero; a
la adúltera y a la Magdalena del buscar
la felicidad solamente en una creatura;
hizo llorar a Pedro luego de la traición,
y aseguró el Paraíso al ladrón
arrepentido.
Haz que cada uno de nosotros escuche
como propia la palabra que dijiste a la
samaritana: ¡Si conocieras el don de
Dios!
Tú eres el rostro visible del Padre invisible,
del Dios que manifiesta su
omnipotencia sobre todo con el perdón
y la misericordia.
Haz que, en el mundo, la Iglesia sea el
rostro visible de Ti, su Señor,
resucitado y glorioso.
Tú has querido que también tus ministros
fueran revestidos de debilidad para que
sientan sincera compasión por los que se
encuentran en la ignorancia o en el error.
Haz que quien se acerque a uno de ellos se
sienta esperado, amado y perdonado por
Dios.
Manda tu Espíritu y conságranos a todos con
su unción para que tu Iglesia pueda, con
renovado entusiasmo, llevar la Buena
Nueva a los pobres proclamar la libertad a
los prisioneros y oprimidos y restituir la
vista a los ciegos.
Te lo pedimos por intercesión de María,
Madre de la Misericordia.
A ti que vives y reinas con el Padre y el
Espíritu Santo por los siglos de los
siglos.
Amén.
A.M.D.G

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