Вы находитесь на странице: 1из 4

SUEÑOS Y ESPUMA

Que Neil viniera a la Argentina era posible, pero que actuara a cinco cuadras de mi
casa, un sueño o un error de la propaladora. Con el corazón en la boca, corrimos hasta el
club Alsina y se hizo realidad: su sonrisa importada empapelaba las paredes invitando al
baile de carnaval. Después de chillar y saltar como correspondía a cinco fans de Neil
Sedaka, nos separamos para escuchar si el Papá Ventanero lo anunciaba.
Por la tarde, nos reunimos en la placita y depositamos nuestros tesoros alrededor del
altar improvisado que presidía la foto de Neil. Esa semana me había tocado custodiar el
simple de “Oh, Carol”, y lo guardaba envuelto en un pañuelo de seda.
–No sé para que te comprometés, si no tenemos tocadiscos –me lo habían prometido
para los quince–. Mirá si se te raya. Y encima, mi pañuelo –rezongaba mamá.
Lidia apoyó sobre el pasto la carpeta de recortes de Radiolandia; Mirtita, las cartas
que nunca enviaríamos; Alicia, la lista con firmas para el ranking de Una Ventana al
Éxito; y Pochi, nuestra joya: el L.P. del 59 que su madrina le había traído de Estados
Unidos. Ese lo guardaba siempre ella, que tenía un Winco, y solo lo escuchábamos
cuando su madre, una señora rara que usaba tacos hasta para baldear la vereda, nos
invitaba a tomar el té.
Mientras tarareábamos “Stupid Cupid”, aunque no entendiéramos ni jota, pensamos
los pasos a seguir. Aunque en realidad era uno solo. ¿Cómo ir? A los doce años, gracias
que nos llevaran al corso de la Rivadavia, apretujados entre mascaritas y escupidas de
pomos hasta las diez de la noche y después, al sobre. Eso decía mi papá mirando pasar
las carrozas mientras mamá ojeaba las vidrieras. Solos y aburridos como ostras. Y ahí se
me ocurrió: más fácil que convencer a dos iba a ser convencer a cuatro.
Papá y el padre de Alicia, hinchas de Quilmes, solían encontrarse en la cancha.
Nuestras madres, en los actos escolares. Decidimos que yo les diría a mis padres que los
de Alicia lo invitaban al baile y ella haría lo mismo con los suyos.
¿Y el dinero para las entradas? Mirtita, con su mente práctica –llegaría a ser
contadora–, propuso que organizáramos la rifa de un tocadiscos.
–Pero, ¿de dónde lo sacamos?
No hacía falta. Y empezó a hacer las cuentas. Si vendíamos mil números, podríamos
comprarlo sin problemas.
–¿Vamos a llegar? Faltan dos semanas.

1
–Por supuesto. Para apurarlos les decimos que nos quedan los últimos números y que
se sortea con la Lotería Nacional el último viernes antes de Carnaval –se jactó Alicia
que sabía de esas cosas porque el papá era quinielero.
Al final, lo único que necesitábamos era un talonario y monedas para comprarlo.
Resignamos los helados y fuimos a la librería. En casa dijimos que la rifa era para la
Capilla de San Mauro.
–¡Qué moderno el curita nuevo! –se sorprendió mi mamá.
Empezamos a vender las rifas muy entusiasmadas, pero cuando juntamos para las
entradas nos volvimos un poco remolonas. Hacía un calor de justicia ese febrero y ya
habíamos agotado la paciencia de todos los vecinos.
Cuando le dije a papá que Damiano, para festejar un pálpito, lo invitaba al baile del
Alsina, le gustó la idea. Estaba de vacaciones y sin Campeonato a la vista su vida no
tenía mucho sentido.
El viernes del sorteo cada una prometió rezarle a San Mauro para que no saliera
ninguno de los cuarenta y ocho números vendidos. Alicia fue la primera en enterarse.
Había salido el 037, la edad de mamá y el único número que mi familia había
comprado. No dijimos nada. Pero mi papá leía El Mundo todos los sábados y el número
de la rifa titilaba debajo del vidrio de la cómoda.
–Nena, andá preparando el disquito –gorjeaba mi madre–. Avisale al curita que
mañana, después de la misa, paso a buscar el Winco.
Me encerré en la pieza y prometí que nada empañaría el brillo de ese carnaval.
A las ocho estábamos todos de punta en blanco. Mamá, preciosa con un vestido de
fibrana floreada, demasiado escotado para mi gusto; papá, de elegante sport. Mi
hermano estrenaba un trajecito marinero, un poco apretado por los pañales; y yo, un
conjunto de banlon color patito que, aunque daba calor, me quedaba precioso. El antifaz
con lentejuelas, regalo de mi madrina, lo escondí entre los malvones del jardín antes de
salir.
Alicia tenía las entradas y nos esperaba en la puerta del club con sus padres y las
chicas. Papá decía “gracias, gracias”, y Damiano le respondía “lo mismo digo”.
Nosotras, en el medio para que no saltara la perdiz.
Habíamos reservado una mesa cerca del escenario, bastante alejada de la pista de
baile. Cada vez que pasaban la serie de tangos, papá se levantaba protestando porque
tenía que abrirse paso a empujones y, cuando llegaba, ya no le queda ánimo para los

2
firuletes. Pero estaba feliz y se notaba que mamá también estaba contenta. Yo los
miraba reírse y ya no me importaba ocuparme de mi hermano que se enredaba con las
serpentinas y me llenaba el pelo de papel picado.
A las once, un animador anunció que el señor Sedaka estaba un poco retrasado: eran
múltiples sus compromisos en la Capital y, por razones contractuales y de distancia, la
nuestra sería su última actuación.
–Pero a no desesperar, estimado público, prometemos esperarlo hasta que las velas
ardan. Mientras, los invitamos a disfrutar con nuestra “Típica del Plata” y, sin solución
de continuidad, la “Quilmes Jazz”. ¡A mover el esqueleto!
Para la tercera entrada de la Típica, el pañal de mi hermano había inundado varias
sillas y mis amigas y yo cabeceábamos sobre la mesa. Nuestros padres iban y venían de
la pista a la barra y se seguían convidando con chops de cerveza. Nos dejaban probar la
espumita y, cuando se levantaban, aprovechábamos y tomábamos un poco más. Para
mantenerme despierta comencé a contar los farolitos chinos que suspendidos entre
guirnaldas giraban como estrellas en un cielo de papel. Cuando la oscuridad amenazó
con envolverme, un rayo de luz encendió su sonrisa de medialuna y Neil apareció
confiable como siempre. Entre nubes de espuma y rulos de serpentinas, susurraba “Oh,
Carol” en mis oídos y me cubría con un pañuelo de seda para que no tomara frío. Sentí
que era el sueño más lindo de mi vida y apreté fuerte los ojos, no fuera a desaparecer.
Cuando los abrí, estaba sola en mi cama y las campanas de la iglesia repicaban en mi
cabeza llamando a misa. Me tapé con la almohada para no ver la que se venía.
Finalmente, el hambre fue más fuerte que el miedo y me levanté. Papá revolvía el tuco
para los ravioles –le había puesto las salchichitas que me gustaban–; mamá se hacía la
Violeta Rivas y canturreaba “Qué suerte” mientras preparaba la mesa; mi hermano se
llenaba la boca con queso rallado y arrojaba miguitas de pan como si fuera papel picado.
Los miré angustiada. Y ellos, ni fu ni fa.
–Cuando termines la primaria, te regalo el combinado, nena –anunció mi madre. Puso
música en la radio y le sopló un beso a mi papá. Yo lloraba sin parar. Sentía que la
felicidad, a veces, está tan cerquita que te alcanza.
Ese año cursamos séptimo, sorteamos los tesoros del Club y nos convertimos en fans
de Los Red Caps y de Palito Ortega. Sus discos se conseguían en la Rivadavia sin
problemas y todos los fines de semana podíamos verlos por la tele. Hasta actuaron gratis
en el Parque de la Cervecería.

3
4

Вам также может понравиться