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El tiempo y el teatro

Por Mauricio Kartun1

Está terminando una de nuestras funciones de Terrenal en el Teatro del Pueblo. Una escena
alta, como decimos en el oficio, tensa de acción y densa de significado. El actor, agitado,
pone entero su carácter en un monólogo que resume ahí cada una de las energías del relato.
Pasaje de bravura. El público está tomado. El viejo ritual de siglos sucede otra vez. Pero en
la platea como un cuchillazo suena un celular. Sigue sonando mientras alguien sin gran
apuro lo busca en su cartera. El actor se desconcierta, se desconcentra. Intenta seguir pero
no puede. Entonces enfrenta al auditorio. Ya no es el personaje. Va a proscenio y encara a
ese espectador. Está perturbado. Reprocha. Vuelve. Intenta luego seguir con lo suyo pero
ya nada es igual. La función se malogra. Inexorable.
Los celulares en el teatro parecerían nuestro tópico anecdótico de las últimas décadas. Un
incordio más como fueron los sombreros o los peinetones. Un fastidio como ese eterno
papelito de los caramelos. Un problemita, piensan los espectadores. No soy desmesurado ni
catastrófico pero estoy convencido de que se juega allí algo mucho más trascendente: allí se
libra una batalla. Brutal. Real y simbólica. No lo parece pero pocas causas tienen hoy tanta
vigencia. No soy neutral, ojo conmigo. Peleo en uno de los bandos.
A ver.
Los tiempos del ser humano fueron durante cientos de miles de años los tiempos de la
tierra. Su velocidad la pedestre, la de los pasos. Su acceso al conocimiento el de la
experiencia, con toda la larga paciencia que eso requiere. Si los cuerpos y los cerebros son
siempre funcionales a los espacios, a las geografías, ¿cómo no lo serían también a los
tiempos? Tenemos cerebros configurados a los ritmos de la tierra. En contacto físico y
temporal con ella. Tiempos nativos. Pero en el último siglo de pronto el hombre empezó su
lento éxodo aéreo. Remontó su cuerpo primero en un globo; su voz y sus imágenes con una
antena después. Y desde hace un par de décadas, con internet, ya planea sin necesidad de

1
Mauricio Kartun (San Martín, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1946): dramaturgo, director, docente
de dramaturgia, artista fundamental del teatro argentino y latinoamericano contemporáneo. Reúne sus
textos teóricos en su libro Escritos 1975-2015, Buenos Aires, Colihue, 2016.
volver a aterrizar. Un auténtico y literal destierro. El tiempo que alguna vez fue una
montaña se fragmenta, se erosiona, se hace arena, polvo. Y vuela. La geografía ya no es
obstáculo. El tipo se encuentra de pronto con tiempos aéreos y ni sabe pilotear. Pero en su
sed eterna quiere ir cada día más rápido. No soporta una página que tarda unos segundos en
cargar y abre entre tanto otra solapa y otra. Toda velocidad será lenta. Su ambición secreta
es que el tiempo dé la vuelta. Que la página cargue alguna vez antes mismo de que él lo
quiera. Esa es su contradicción más angustiante, la paradoja trágica: más rápido y nunca
alcanza. Puede hacer ahora en una hora lo que antes llevaba una vida. Y no le alcanza. En
la ilusión ingenua de que eso lo hace más feliz se termina complaciendo entonces con más
experiencias de infinita menor intensidad y duración. Ese choque con el nuevo tiempo
etéreo tras siglos de pertenecer al viejo tiempo material es el drama que le toca a nuestros
cuerpos hoy.
Un libro precioso que leí hace poco, El aroma del tiempo, de Byung-Chul Han, lo explica
sencillo y agudo: «Quien intenta vivir con más rapidez también termina muriendo más
rápido».
No hay otra: a la carrera de la velocidad del siglo XXI sólo la puede ganar la parsimonia.
Es sencillo: frente al vértigo de la velocidad menos cero no hay más allá. Sólo anhelo. Solo
recuperamos equilibrio con el regreso al tiempo manual. Al nuestro. A la manufactura, a la
mampostería, a la tracción a sangre, al paso. Ahí nos volvemos a entender a nosotros
mismos. Ahí nos repatriamos. Aunque sea por un rato. Real y simbólico. Cada vez más
gente lo comprende y lo practica.
Soy jardinero, disfruto de otra dimensión del tiempo. Plantar hoy una semilla y observar ese
movimiento imperceptible que en unos años dará esa flor que hoy ya estoy esperando. Y
deleitarme con esa cámara lenta. Cada vez que el mareo de la aceleración me amenaza meto
las manos en la tierra. Infalible. La jardinería cobra hoy de pronto una metafísica que antes
no tenía. Dice y hace otra cosa.
Soy dramaturgo y director. Escribo durante un año un texto que no sé si terminaré, y si me
sale me encierro durante otro a dirigirlo. Por el gusto de hacerlo y con el sueño de ver la
flor. Y el espectador que viene luego, entra al templito choto nuestro este, se sienta y
contempla. Con parsimonia.
También el teatro tiene hoy una metafísica que antes no tenía. Él también dice y hace hoy
otra cosa. Y ahí está el secreto de su supervivencia. De su eternidad, apuesto. Restituir.
El teatro es el humus de la cultura. Una masa de ese polvo volátil del tiempo
contemporáneo, pero húmedo, sólido, gordo y fecundo. Y su flor –el espectáculo–, tan
fugaz y delicado como ella. Arte del tiempo.
El placer es materia lenta. Ir a ver teatro es aceptar y disfrutar los tiempos de un tiempo
inalterable. Sin fast forward. Sin cambio del punto de vista. Sin edición. Y al no poder ser
más que eso nadie puede pedirle más que lo suyo: que en su estrechez absoluta produzca el
milagro: te tome, te con-mueva y te transforme. Y si lo consigue ahí está su prodigio. El
poder del tiempo nativo.
Se apagan las luces de la sala y quedan siempre en las butacas unos relumbrones ansiosos.
Pantallas que se resisten a resignar el último mensaje. Dando batalla. El tiempo originario
luchando por arraigar a ese otro tiempo desterrado que le hace frente.
Tras siglos de prestar sus escenarios para representar los dramas del hombre hoy lo
representa además en las butacas.

El teatro teatra

Por Mauricio Kartun

Cuál es el hecho del teatro. Qué hace. Cada uno lo ve a su modo. El autor, el actor, el
director, el espectador. Cada cual creerá ver en su propio deseo, en su necesidad -esos
fragmentos cualunques-, el potencial complejo de ese hacer. Y ninguno de esos segmentos
darán cuenta ni por lejos de su complejidad. Se lo observa como resultado de una suma de
ánimas y no se le descubre el alma. David Bohm, esa mezcla bizarrona de físico y filósofo,
propone concebir lo complejo como totalidad no dividida y fluyente. Y en la necesidad de
reconstruir el lenguaje para expresarlo, introduce un nuevo modo verbal, el "reomodo".
(rheo es la raíz del verbo griego que significa ‘fluir’). Un modo en el que el movimiento se
considere primario en nuestro pensamiento, y en el que esta noción se incorpore a la
estructura del lenguaje para que sea el verbo, antes que el nombre, el que juegue el papel
principal. Que allí donde el lenguaje tradicional nos obliga a ver el mundo como estructuras
rígidas y estáticas sea capaz de captar el fluir de los procesos, su interconexión. A ver: que
sea capaz de hacer comprender que un árbol arbola.

Cuando observamos un remolino solemos considerar (y con-solidar) una apariencia


material y sólida allí donde se expresa en realidad una de las paradojas dinámicas más
bellas de la creación: una energía fluyente, un movimiento hecho materia. Bueno: el teatro
es eso: una energía que corre y gira desde hace siglos generando signo y forma en su
vértigo morfológico. Un remolino con una fuerza y un saber propio. Y es por esa ancestral
energía generadora de forma abierta que el teatro no piensa obras: obra pensamientos. Que
cuando está vivo –no siempre- el teatro sabe. Bien. Mucha cháchara, pero cómo se define
entonces ese hecho, su acción: qué hace el teatro. ¿Practica un ritual en donde el conflicto
celebra litúrgica y sanguinariamente a la violencia? ¿Desfila una procesión inmóvil, una
ceremonia donde un séquito de fieles sentados en estado de sagrada identificación sigue el
devenir del ídolo encarnado? O genera apenas un acto de entretenimiento ordinario. O un
espacio expresivo de vanidades. O se limita a encarnar literatura.

No hay caso. Ninguna singularidad sería capaz de dar cuenta nunca del hecho metafísico,
maravilloso y bohmiano que puede expresarnos su reomodo: porque lo que hace el teatro
desde hace siglos en su bastardo apareo entre lo profano y lo mítico es nada más y nada
menos que teatrar.

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