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El cardenal Pie - Alfredo Sáenz

“la ‘revolución moderna’ no es sino el producto del mundo moderno. Al decir ‘moderno’ no
nos estamos restringiendo por cierto a una visión meramente ‘cronológica’ de las cosas. El adjetivo
‘moderno’ encubre, como se puede advertir en el Magisterio pontificio de la época del Cardenal, y
también de este siglo, especialmente en su primera mitad, un sentido francamente peyorativo. El
mundo moderno es el producto de una tremenda ‘apostasía’ a la que se ha accedido progresivamente,
tras un proceso de varias centurias”. Pág. 255

“El edificio de la Cristiandad reposaba sobre un trípode que, a juicio de Pie, resume la entera
doctrina católica: Un Dios, que reside en el cielo; Jesucristo, el Hijo de Dios enviado a los hombres;
la Iglesia, intérprete permanente de Cristo sobre la tierra. Son tres verdades inextricablemente
ligadas entre sí. Si se toca una sola de ellas, pronto no quedará nada de las otras dos.
La primera verdad, a saber, que en el cielo hay un Dios, infinitamente bueno y justo a la vez,
que impera la virtud y prohíbe el vicio, es la verdad fundamental, la base de todo el ser y quehacer
cristianos. Sin embargo, esta verdad por sí sola es impotente para regir la vida de los hombres, ya
que la inteligencia humana, tan fuertemente afectada por las pasiones, no siempre llega al
conocimiento de ese ser supremo como en realidad es sino que lo imagina según sus caprichos. La
razón debilitada, fácilmente se construye un Dios a su medida, un Dios que coadyuva sus propios
intereses, como lo demuestran treinta siglos de idolatría.
De ahí la necesidad de la segunda verdad. Aquel Dios lejano se ha acercado, se ha encarnado,
ha habitado entre nosotros, y expresándose de manera clara y positiva, nos ha dejado una doctrina y
una moral. Con todo, ello no es todavía suficiente, ya que si tomamos el Evangelio y lo
interpretamos a nuestro arbitrio, la sustancia de ese libro celestial no tardará en disiparse o
terminaremos por adaptarla a nuestras aficiones desordenadas. Allí están para probarlo todas las
herejías contra los evangelios así como la pluralidad de interpretaciones, una más deletérea que otra.
Era preciso que el Dios que había descendido al mundo para dejarnos su Buena Nueva,
estableciese en la tierra una autoridad infalible, encargada, hasta el fin de los siglos, de interpretar
auténticamente el Evangelio. Tal es la Iglesia, a la que prometió su permanente asistencia para que
exprese siempre el verdadero sentido de su enseñanza, zanjando dudas y pronunciando juicios
definitivos.
Como puede verse, trátase de tres verdades inescindiblemente concatenadas. Quitemos la
autoridad de Dios, o quitemos a Cristo y su Evangelio, o quitemos la Iglesia y su interpretación,
entonces la entera construcción se desploma. Bien decía San Agustín que no es posible que Dios
haya querido arrojar a los hombres una tea eterna de discordia, no estableciendo en la tierra algún
intérprete autorizado de su palabra. Si no hay Iglesia no hay Evangelio; y sin el Evangelio,
fácilmente llegaríamos a dudar de Dios”. Págs. 256-258

(Dice Pie) “«Es una proposición explícitamente condenada por la Iglesia –concluye– aquella que afirma que
la cristianización del poder y de las instituciones políticas por parte de Constantino y sus sucesores fue en sí misma una
cosa fatal. Nada que pertenezca a la necesidad del orden y a las exigencias de la verdad puede ser fatal. (…) eternizar el
muro de separación entre el hombre privado y el hombre público, hubiese implicado instaurar en el mundo el sistema del
dualismo maniqueo, error principal contra el cual se dirigieron los primeros monumentos de la polémica cristiana» (T.
IX, p. 168)”. Pág. 259

“La implantación, ya secular, de una situación anómala en dicho campo (se refiere a la
irrupción del misterio de la iniquidad), hace que no pocos, conociendo tan sólo el presente estado de
cosas, lo consideren normal, olvidando así por completo lo que ha de ser la cultura, y lo que de
hecho fue durante varios siglos”. Pág. 262

“Fundar una universidad, o, según el lenguaje de entonces, un studium generale, de donde la


enseñanza teológica estuviese excluida, era un pensamiento que ni siquiera podía ocurrírsele a
nuestros padres, no más que el de hacer un cuerpo al que le faltase simplemente la cabeza (T. IX, pp.
258-259)”. Págs. 263-264.

(Dice Pie) “«La fe aporta a la razón un beneficio inmenso; no contenta con abrirle a una perspectiva
inconmensurable y que le estaba del todo cerrada, le da nuevas fuerzas para elevarse hasta ese nivel y para transitarlo. La
tradición entera de la Iglesia y los incomparables trabajos de la teología católica son la prueba incontestable y el
espléndido comentario de esta doctrina. La analogía de los misterios revelados con los hechos comprobados y las leyes
descubiertas del orden natural; los bosquejos de la gracia divina dibujados en la naturaleza entera; el nombre tres veces
santo de Dios escrito en toda la tierra con caracteres admirables; los vestigios de la Trinidad y de la Encarnación
impresos por doquier; las aspiraciones y expectativas que ni siquiera se sospechaban, despertadas y satisfechas
plenamente por la revelación divina y el mundo nuevo que nos ofrece; las conveniencias secretas de los dos órdenes; la
unión perfectamente concordada de realidades tan distintas y naturalmente tan separadas; la armonía intrínseca y la
inefable belleza de los misterios mismos; en fin, los presentimientos intelectuales que nos da la contemplación de las
evidencias encandilantes que nos están reservadas en lo alto; tales son nuestros tesoros domésticos, tesoros de los que la
fe nos pone inmediatamente en posesión, y que la razón ilustrada y fortalecida no cesa de abrirnos» (T. VII, pp. 242-
243)”. Pág. 264

“Esta armonía tan admirable entre el orden natural y el sobrenatural, que ahora se concreta en
el campo de las relaciones entre la ciencia y la fe, no es quizás sino el reflejo del misterio de la unión
hipostática, donde lo humano se une a lo divino, sin perder ambas naturalezas ninguna de sus
propiedades, en la debida subordinación de lo humano a lo divino”. Págs. 264-265

“Así, pues, siempre en continuidad con los errores iniciales, los hombres se dejaron deslizar
por la pendiente que creara la herejía, hasta llegar al abandono, a veces no exento de desprecio, de la
esfera teológica. El orden sobrenatural apareció entonces como supremamente superfluo, y la
naturaleza como poseyendo en sí misma las luces, fuerzas y recursos necesarios para ordenar todas
las cosas de la tierra, el entero orden temporal, para tranzar la conducta de cada individuo, para
proteger los intereses de todos, y para conducir a los hombres a su destino final que no es otro que la
felicidad”. Pág. 272

“La pretensión dogmática y práctica de reducir todo a la naturaleza, pretensión que el


Concilio Vaticano calificó con el nombre de naturalismo, encontró en nuestro Cardenal un excelente
opositor: «En este sistema, la naturaleza se convierte en una suerte de recinto fortificado y campo atrincherado, donde
la creatura se encierra como en su dominio propio y del todo inalienable. Allí se instala como si fuese completamente
dueña de sí misma, munida de imprescriptibles derechos, teniendo que pedir cuentas, sin nunca tener que darlas. Desde
allí considera las vías de Dios, sus proposiciones y decisiones, o al menos lo que se le presenta como tal, y juzga de todo
con absoluta independencia. En suma, la naturaleza se basta, y poseyendo en sí su principio, su ley y su fin, se construye
su propio mundo, y se convierte poco a poco en su Dios. (…) Allí está el fundamento de la doctrina revolucionaria de la
soberanía del hombre, encarnada en la soberanía del pueblo. En resumen, la naturaleza es el único y verdadero tesoro» ”.
Págs. 272-273

“En la raíz del naturalismo hay un acto de soberbia, un remedo del consentimiento
paradisíaco a la tentación de querer ser como Dios en la renuncia al orden sobrenatural. Pie ha
caracterizado esta actitud en un texto verdaderamente inspirado… pone en boca del ‘naturalista’ las
siguientes palabras:

«Profeso altamente las doctrinas espiritualistas; quiero, con toda la energía de mi voluntad, vivir la vida del
espíritu y observar las rigurosas leyes del deber. Pero no me habléis de una vida superior y sobrenatural; vosotros
desarrolláis todo un orden sobrehumano, basado principalmente en el hecho de la encarnación de una persona divina.
(…) Pero, si bien es cierto que me avergüenzo de todo lo que me degrada por debajo de mi naturaleza, tampoco siento
atractivo alguno hacia lo que tiende a elevarme por encima. Ni tan bajo, ni tan alto. No quiero ser ni bestia, ni ángel;
quiero seguir siendo hombre. Por otra parte, estimo en gran manera mi naturaleza; reducida a sus elementos esenciales y
tal cual Dios la ha hecho, la encuentro suficiente. (…) Pertenece a la esencia de todo privilegio el que pueda ser
rehusado. (…) yo me atendré a mi condición primera; viviré según las leyes de mi conciencia, según las reglas de la
razón y la religión natural; y Dios no me negará, después de una vida honesta y virtuosa, la única felicidad eterna a que
aspiro, la recompensa natural de las virtudes naturales».
(…) Como bien observa Mons. Pie, el naturalismo parte del falso supuesto de que el hombre
habría sido constituido primero en un estado de integridad puramente natural, con un fin
estrictamente natural, con facultades y potencias naturales capaces de alcanzar dicho fin. Y si el
naturalista prefiere permanecer en su propia esfera, renunciado a un orden más elevado que el suyo
original, lo hace por le temor de que en la alianza de lo humano con lo divino, lo humano resulte
destruido, absorbido, o al menos aminorado”. Págs. 274-275

“el naturalismo, al tiempo que se obstina en afirmar la dignidad de la naturaleza, frustra al


hombre en su impulso hacia lo alto. En última instancia no es sino una expresión del miedo que
produce el vértigo de la alturas a que Dios nos ha llamado”. Pág. 275

“En el fondo, el naturalista es un pusilánime, que no se anima a tomar sobre sí el «pondus


gloriae» que Dios le ofrece. Dios, el rico por excelencia, resolvió asociarse con nuestra naturaleza
indigente. Lo hizo radicalmente en el momento de la Encarnación, «comercio inefable» en que lo
humano recibió lo divino y lo divino asumió lo humano. Esa elevación nos llega a través del
bautismo, se plenifica en la Sagrada Eucaristía, donde Cristo se mezcla con nuestra alma y nuestro
cuerpo, y se consuma en la gloria celestial”. Pág. 276

(Pie increpa al naturalista) “«¡Obra rebelde, te quejas de que Aquel que te modeló con sus
manos, que tiene todo derecho sobre ti, use de su autoridad superior para asignar a tu obscuridad un
lugar brillante más allá de los astros! ¡Humilde esclavo de aquel que te dio el ser, te quejas porque te
saca del polvo para colocarte entre los príncipes de los cielos! ¡Encuentras mal que el soberano
dominio que Dios podría ejercer sobre ti a su gusto, lo ejerza por bondad! ¡Fenómeno monstruoso
del orden moral, eres indócil al beneficio, rebelde al amor! Pues bien, el dominio imprescriptible de
Dios se ejercerá sobre ti por la justicia. (…) Sustancia ingrata, te has rehusado a esta afinidad
gloriosa, serás relegada entre los desechos y las deyecciones del mundo de la gloria; porción
resistente del metal colocado en el crisol, serás arrojado entre las escorias y los residuos impuros».
La vocación a la gloria es una nobleza que obliga. Dios castigará como esclavo a aquel que no haya
querido ser tratado como hijo”. Págs. 277-278

“En vano teme el naturalista que lo sobrenatural anule su naturaleza. Jamás el cristianismo
deprimió la naturaleza; por el contrario, constantemente la ha defendido de sus detractores. (…) no
deja de ser sintomático que el doctor de la Iglesia que tiene más autoridad en las cuestiones relativas
a la gracia, San Agustín, haya sido también el más celoso defensor de la naturaleza, aquel que dijo
que ésta es un bien tan grande que sólo Dios está por encima de ella”. Págs. 278-279

(Dice Pie) “«Ahora bien –concluye–, si se quiere buscar la primera y la última palabra del
error contemporáneo, se advertirá con evidencia que l oque se llama el espíritu moderno no es sino la
reivindicación del derecho adquirido o innato, de vivir en la pura esfera del orden natural… (…)
Esta actitud independiente y revulsiva de la naturaleza en relación con el orden sobrenatural y
revelado es lo que constituye propiamente la herejía del naturalismo» (T. V, p. 41; cf. pp. 40-41)”.
Págs. 283.

“La rebelión de Lucifer, su negativa al servicio y


adoración de Dios, su pretensión de igualarse al Creador con
las solas fuerzas de su naturaleza, la invitación sutil que dirigió
a nuestros primeros padres: tal es el origen último del
naturalismo”. Pág. 284
(Dice Pie) “«Satán se estremece ante la idea de tener que prosternarse delante de una naturaleza inferior a la
suya, ante la idea sobre todo de recibir él mismo de esta naturaleza tan extrañamente privilegiada un suplemento actual
de luz, de ciencia, de mérito, y un aumento eterno de gloria y de felicidad. Juzgándose herido en la dignidad de su
condición nativa, se atrincheró en el derecho y en la exigencia del orden natural; no quiso adorar en un hombre la
majestad divina, ni recibir en sí mismo un suplemento de esplendor y de felicidad derivado de esa humanidad deificada.
Al misterio de la encarnación, objetó la creación; al acto libre de Dios opuso su derecho personal; finalmente, contra el
estandarte de la gracia, levantó la bandera de la naturaleza. No se mantuvo en la verdad (Jo. 8,44), en la verdad del Dios
hecho carne, en la verdad de la gracia y la gloria que emanan de Cristo; y fue homicida desde el comienzo (Ibíd.), porque
juró la muerte del Hombre-Dios desde que el Hombre-Dios le fue mostrado» (T. V, p. 43). Por eso cuando Cristo
advirtió que los judíos estaban maquinando su muerte pudo decirles: Tenéis al diablo por padre, y
queréis poner en ejecución los deseos de vuestro padre, que es homicida desde el comienzo (Jo.
8,44).

“Son hombres llenos de sí mismos, antropólatras –porque en última instancia no se puede


vivir sin una divinidad–, adoradores de la humanidad. Este orgullo prometeico es el que los ha
llevado a elaborar la célebre declaración de los ‘derechos del hombre’ que, por el espíritu con que
fue redactada, implica la deposición de Dios, el rechazo de los ‘derechos de Dios’”. Pág. 288

“si, por un exceso de generosidad, (el naturalismo) tolera en una sociedad tan materializada la
existencia de la religión, en modo alguno la considera como lo que realmente es, ‘lo más grande y lo
primero’. Contrariamente a la enseñanza de Jesús de buscar ante todo el reino de Dios y su justicia,
dejando a Dios el cuidado de agregar el resto por añadidura, los hombres de nuestro tiempo buscan
su interés y su placer como logro principal, como fin último, mientras que la religión, en el mejor de
los casos, no es para ellos sino una cosa accesoria, un puro medio, una añadidura, de tal suerte que,
por una inversión tan monstruosa como sacrílega, el Dios viviente y verdadero se convierte en el
humilde proveedor del dios de la carne: quórum Deus venter est (Fil. 3, 19)”. Págs. 291-292

“Frente a tantos errores y tanto males nuestro doble deber es combatir la mentira y sobretodo
enseñar la verdad”. T. V, p. 52 (pág. 343)

“El hombre de fe y el hombre de bien ya casi no encuentran lugar en el orden de cosas existente; al
menos tienen que tomar mil precauciones para hacerse perdonar los principios a los cuales quieren
permanecer fieles”. T. VI, p. 211 (pág. 345)

“el error no se revela compacto. Sabe presentarse mezclando lo verdadero con lo falso, el bien con el
mal, construyendo con una mano y demoliendo con la otra, reparando la cumbre del edificio y
minándolo por la base. Por eso muchos se engañan. De ahí la necesidad de que los católicos
militantes tomen clara conciencia del carácter ambiguo con que suele presentarse el error, sobre todo
en la época presente, donde se nos acerca bajo la máscara de la seducción”. Pág. 348

“La Revolución no es sino ‘un duelo entre el hombre y Dios’ (T. IX, p. 461), en un intento de
colocar la soberanía del hombre y del pueblo por encima de la soberanía divina. (…)
La soberbia del hombre que sueña con ser dios está en el origen de la soberbia de las
sociedades que pretenden constituirse en instancia suprema”. Pág. 349. NO PUEDE IGNORARSE
EL PAPEL PRINCIPAL DE LA DEMOCRACIA EN ESTA SUBVERSIÓN (CONTRA LA
OPINIÓN DE MARTÍN MONEDERO)

“El principio que en última instancia está en la base de todo el moderno edificio social, por
restricciones que se pongan a su aplicación, no es otro que el ateísmo de la ley y de las instituciones,
aunque se lo disfrace con los nombres de abstención, neutralidad, o incluso de protección igual a
todas las religiones”. Pág. 351
“Será menester denunciar este atentado contra los derechos de Dios, así como la nueva moral
que de ello se sigue, una moral por encima de todas las religiones, la moral del hombre endiosado,
del hombre autónomo, que decreta su propio Decálogo. ‘Si yo no hubiera venido –dijo Cristo–, y no les
hubiera hablado, serían inexcusables. Pero ahora no pueden ser excusados de su pecado’ (Jo. 15, 22).
Habrá que mostrar la insuficiencia de una moral
independiente de Dios, aún cuando se diga fiel a ley natural,
afirmando que ni siquiera en este caso podrá ser observada
en su conjunto sin el socorro sobrenatural de la gracia. El
Dios de la moral natural no derramará su bendición sobre
quienes desprecian el código de su Hijo encarnado. ‘Filósofos
que proclamáis la caída de Jesucristo, sabed que no podréis
suplirlo, y si fuese verdad que ya no existe sobre la tierra sociedad
cristiana, tampoco lograréis rehacer una sociedad de honestos
paganos’ (T. II, p. 403)”. Pág. 351
“El rey de la Ciudad de Babilonia, enseña San Agustín, no es otro que Satanás. De ahí que
los errores de nuestro tiempo no se deben tan sólo a la ignorancia o a la maldad de los hombres. Ya
advertía Tertuliano que detrás de nuestros enemigos hay alguien que los pone en movimiento y los
conduce (cf. Apolog. 22). Recordando este pensamiento del escritor africano, dice Pie que aquellos
que niegan la existencia de Satanás no se dan cuenta de que además de oponerse a la enseñanza de la
Escritura están haciendo recaer sobre el género humano una terrible acusación. Porque el demonio
constituye algo así como un precioso descargo para la maldad de los hombres. Si no existiera
Satanás, los hombres, que sin duda tienen su parte de malicia pero que son también tan
miserablemente débiles, resultarían seres absolutamente malvados, y la humanidad de una
perversión tan sobrehumana que acabaría por ser monstruosa. ‘Es un triunfo del demonio haber logrado
disimular tan bien su presencia’ (T. V, p. 414)”. Págs. 354-355.

“En el fondo de todos cuantos pretenden atentar contra la doctrina de la Iglesia, se esconde el
odio satánico, un odio vivo, odio a Dios, odio a los hombres, odio furioso, implacable, eterno. El
príncipe de este mundo, que antaño tramó la muerte de Cristo, intenta algo semejante con respecto a
la Iglesia, cuerpo y pleroma de Cristo. (…) La pasión del Salvador se reproduce en la Iglesia,
especialmente en sus mejores hijos. El demonio, al ver a Cristo resucitado y vencedor,
definitivamente fuera de su alcance, se vuelca con toda su fuerza y la de sus aliados en la tierra a
destruir el cuerpo místico de Cristo, a despojarlo de sus vestidos, a dejar su cuerpo cubierto de
heridas”. Pág. 355.

“Es anticristo el que niega la superioridad de los tiempos y de los países cristianos sobre los
tiempos y los países infieles o idólatras. Porque si Cristo, que nos iluminó cuando estábamos
sentados en las tinieblas y en las sombras de la muerte, y nos abrió los tesoros de la verdad y de la
gracia, no hubiese logrado enriquecer al mundo, incluso al mundo político y social, con bienes
mejores que los que poseía en el seno del paganismo, ello significaría que su obra no es una obra
divina. Más aún, si el Evangelio fuese impotente para procurar el verdadero progreso de los pueblos;
si la luz revelada, útil a los individuos, resultase perjudicial a las sociedades; si el cetro de Cristo,
bienhechor para las almas, e incluso para las familias, fuera malo e inaceptable para las ciudades y
los imperios; en otros términos, si Jesucristo, a quien su Padre entregó las naciones en herencia,
según lo habían predicho los profetas, no pudiese ejercer su poder sobre los pueblos sino en
detrimento de los mismos habría que concluir que Cristo no es Dios”. Pág. 360

“así como el misterio de su encarnación no sufre que Jesús pueda ser dividido, fraccionado,
disuelto, así tampoco lo consiente el ejercicio de sus derechos; la distinción de naturaleza y
operaciones en Cristo jamás podrá implicar oposición alguna; lo divino no puede ser antipático de lo
humano, ni lo humano a lo divino”. Pág. 360

“Decir que Jesucristo es el Dios de los individuos y de las familias y no el Dios de los
pueblos y de las sociedades, es decir que no es Dios. Decir que el cristianismo es la ley del hombre
individual, y no la ley del hombre colectivo, es decir que el cristianismo no es divino. Decir que la
Iglesia es juez de la moral privada y doméstica, y que nada tiene que ver con la moral pública y
política, es decir que la Iglesia no es divina” (T. VI, p. 434). Págs. 360-361

“Oh mal, podrás triturar a este afirmador intrépido de la verdad y del bien, pero en la hora
misma en que lo trituras, te denuncia y te condena. Tu triunfo pasará, tu condenación permanecerá.
La victoria material es tuya; durará lo que duren el desorden y la mentira. La victoria moral es de él;
durará lo que duren la verdad y la justicia; et veritas Domini manet in aeternum (Ps. 116, 2)”. (T.
IX, p. 493). Pág. 465.

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