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-Gonzalo Arango
Comenzar a escribir es, en el marco del aprendizaje humano, uno de los procesos
que más permeados están de incertidumbre, desazón, frustración, y en casos
cuando la fortuna nos favorece, satisfacción. Para los que tuvimos la dicha de
acceder al privilegio de la alfabetización no le resultará extraño poseer un vago
rumor de las desavenencias que se experimentaron con el primer acercamiento a la
escritura; proceso doblemente complicado, ya que el aprendizaje de la escritura -en
la forma en que se aborda tradicionalmente- viene acompañado de un proceso no
menos complejo como el de la lectura.
La lectura, elemento complicado en sí mismo que implica una de las primeras
relaciones que deben establecerse entre lo común y lo extraño, puede decirse que
es una herramienta que se sitúa un nivel por debajo de la escritura en el sentido que
la primera es en primera instancia una habilidad pasiva, se configura como un
elemento donde el neófito no tiene más labor que la de recibir una carga abismal de
elementos inasibles para la sensibilidad, que van desde las letras, hastas su
unificación en palabras. Esta complejidad crece a medida que se realiza el tránsito a
un elemento que dentro de sí guarda el carácter de la actividad, la escritura.
El proceso escritural implica utilizar todos aquellos elementos que nos fueron
impregnados cuando ejercíamos el papel de recipiente vacío, le demanda a nuestra
mente un esfuerzo por traducir al papel lo que yacía entre el sopor de sí misma, con
estos primeros ejercicios de actividad, vienen los primeros ejercicios de creatividad.
Miguel Ángel Torregroza Beleño
Universidad Santo Tomás
Lic. Filosofía y Lengua Castellana
César Vásquez
detectar dentro de sí el malestar que los acecha. Proust utilizó su herencia para
abastecerse con una habitación aislada de todo estímulo exterior para que su mente
se concentrara enteramente en la producción de su obra, excentricidad a los ojos de
legos y diletantes, mas necesidad inexorable para los caprichos del arte, junto a un
padecimiento increíble para el escribiente. Solo en unas condiciones de ese calibre
podría haber salido a la luz una obra semejante a À la recherche du temps perdu,
con toda su extensión, toda su ruptura sintáctica, con su prolijidad para la
descripción, con su fantástico detalle.
De la misma manera Van Gogh en un extremo de mayores dificultades materiales,
también exige una serie de espacios que son fundamentales para la emergencia de
De sterrennacht, un taller que no podía sostener, el alcoholismo, la necesidad de
escapar de su propia condición terrenal a través del arte o las sustancias, son todas
en cierto sentido muestra de lo tortuoso que puede llegar a ser el destino artístico,
pintado de continuo por la fatalidad; con esto no pretendo reforzar la tesis heredada
de los poetas malditos de que el único camino al arte es el del exceso y la
autodestrucción, pero tampoco negaré que estos elementos ofrecen
interpretaciones sugerentes como que el arte y la fatalidad tienden a cruzar sus
caminos o por lo menos a acariciarse.