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Bibliografía general

Historia Contemporánea de América Latina – Halperin Donghi (todas las


unidades)
El legado colonial

Lo que había movido a los conquistadores era la búsqueda de metal precioso, siguiendo sus
huellas, su poco afectuosa heredera la corona de Castilla iba a buscar exactamente lo mismo y
organizar sus indias con este objeto principal. Ese sistema colonial tan capaz de sobrevivir a sus
debilidades tenia el fin principal de obtener la mayor cantidad posible de metálico con el
menor desembolso de recursos metropolitanos, de aquí deriva mas de una de las
peculiaridades que el pacto colonial tuvo en América española, no solo en cuanto a las
relaciones entre metrópoli y colonias, sino también en las que corría entre la economía
colonial en su conjunto y los sectores mineros dentro de ella; era necesario orientar hacia la
metrópoli, mediante el intercambio comercial, la mayor parte de ese tesoro metálico, ello se
hacía posible manteniendo altos no sólo los costes de importaciones metropolitanas, sino
también los de comercialización, sea entre España y sus indias, sea entre los puertos y los
centros mineros de éstas. Las consecuencias de este sistema comercial para la economía
hispanoamericana eran múltiples y tanto más violentas cuanto más las favoreciesen los altos
de la geografía; la primera de ellas era la supremacía economía de los emisarios locales de la
economía metropolitana: el fisco y los comerciantes que aseguraban el vinculo con la
península; la segunda era el manteamiento casi total de los demás sectores de la economía
colonial al margen de la circulación monetaria.

El botín de la conquista no incluía solo metálico, sino también hombres y tierras. Lo que hizo
del área de mesetas y montañas de México a Potosí el núcleo de las indas españolas no fue
solo su riqueza minera, sino también la presencia de poblaciones indígenas, a las que su
organización anterior a la conquista hacia utilizables para l economía surgida de ésta. Para la
minería, desde luego, pero también para actividades artesanales y agrícolas. Sobre la tierra y el
trabajo indio se apoya un modo de vida señorial que conserva hasta el siglo XIX rasgos
contradictorios de opulencia y miseria. Los señores de la tierra tenían así un inequívoco
predominio sobre amplias zonas e la sociedad colonial, no habían conquistado situación
igualmente predominante en la economía hispanoamericana globalmente considerada, esta es
una de las objeciones sin duda mas graves a la imagen que muestra al orden social de la
colonia como dominado por rasgos feudales, por otra parte, indiscutiblemente presentes en
las relaciones socioeconomías de muy amplios sectores primarios. La organización del enero
economía hispanoamericana la que margina a esos sectores, a la vez que acentúa en ellos los
rasgos feudales.

La catástrofe demográfica del siglo XVII provocará transformaciones aún más importantes en
el sector agrario: reemplazo de la agricultura por la ganadería del ovino, respuesta elaborada
desde México hasta Tucumán a la disminución de la población trabajadora; reemplazo parcial
de la comunidad agraria indígena, del a que el sector español se limita a entrar una renta
señorial de furtos y trabajo, por la hacienda unidad de explotación del suelo dirigida por
españoles.

Dentro del orden económico colonial la explotación agrícola forma una suerte de segunda
zona, dependiente de la mercantil y minera, pero a la vez capaz de desarrollos propios bajo el
signo de una economía de autoconsumo que elabora su propios y desconcertantes signos de
riqueza; el repliegue sobre si misma ofrece solución solo provisional y siempre frágil al
desequilibrio entre ambas zonas.

Este pacto colonial, laboriosamente madurado en los siglos XVI y XVII, comienza a
transformarse en el siglo XVII. Influye en ello más que la estagnación minera -que está lejos de
ser el rasgo dominante en el siglo que asiste al boom de la plata mexicana- la decisión por
parte de la metrópoli de asumir un nuevo papel frente a la economía colonial, cuya expresión
legal son las reformas del sistema comercial introducidas en 1778-82, que establecen el
comercio libre entre la península y las indias. ¿Qué implicaban estas reformas? Por una parte
la admisión de que el tesoro metálico no era el solo aporte posible de las colonias de la
metrópoli; por otra -en medo de un avance de la economía europea en que España tenía una
participación liberada pero real-, el descubrimiento de las posibilidades de las colonias como
mercado consumidor; una y otra innovación debían afectar el delicado equilibro interregional
de las indias españolas, los nuevos contactos directos entre la metrópoli y las colonias nacen
aparecer a quela como rival -y por rival exitosa- de los que entre estas habían surgido como
núcleos secundarios del anterior sistema mercantil. El contacto directo con la península
comienza la fragmentación del área económica hispanoamericana en zonas de monocultivo
que terminarán por estar mejor comunicadas con su metrópoli ultramarina que con cualquier
área vecina, esa fragmentación es a la larga políticamente peligrosa, si parece fortificar los
vínculos entre Hispanoamérica y su metrópoli, rompe los que en el pasado han unido entre si a
las distintas comarcas de las indias españolas. La reforma comercial no sólo consolida y
promueve esos cambios en la economía indiana, se vincula además con otros que se dan en la
metrópoli; esa nueva oleada de conquista mercantil que desde Veracruz a Buenos Aires va
dando, a lo largo del siglo XVIII, el dominio de los mercados locales a comerciantes venidos de
la Península (que desplazan a los criollos antes dominantes) es denunciada en todas partes
como afirmación del monopolio de Cádiz, cadis es esencialmente el emisario de Barcelona. En
este sentido la reforma alcanza un éxito muy limitado: el despertar económico de la España del
setecientos no tiene vigor bastante para que la metrópoli pueda asumir plenamente el papel
de proveedora de productos industriales para su imperio. El nuevo pacto colonial fracasa
sustancialmente porque mediante él España solo logra transformaciones de onerosa
intermediaria entre sus Indias y las nuevas metrópolis económicas de la Europa Industrial.

En México el progreso tenida a acentuar las oposiciones mismas que estaban ya en su punto e
partida; se daba, en primer lugar, en medio de una rápida expansión demográfica, pese a que
la expansión de la capital y de las zonas mineras acrecen los sectores de economía de
mercado, la mayor parte de ese expansión se hace en el sector del autoconsumo, cuya
participación en el dominio de la tierra es disminuida por el avance de la agricultura comercia;
he aquí un problema que va a gravitar con dureza creciente en la vida mexicana: ya es posible
adivinarlo detrás de la violencia de los alzamientos de Hidalgo y Morelos; otro problema que
afecta a sectores menos numerosos, pero mas capaces de hacerse ori permanentemente, es el
del desemboque para la población urbana que, en parte a causa de la inmigración forzada de
campesinos, en parte por el puro crecimiento vegetativo, aumenta más rápidamente que las
posibilidades de trabajo en la ciudad. El progreso mexicano preparaba así las tormentas que lo
iban a interrumpir, por eso dejaba de ser el aspecto mas brillante de la evolución
hispanoamericana en la etapa ilustrada; para la corona México capaz de proporcionar los dos
tercios d ellas rentas extraídas de las indias, es la colonia mas importante. Para la economía
metropolitana también: la plata mexicana parece encontrar como espontáneamente el camino
de la metrópoli. Sin duda, México hace que el imperio español figura de privilegiado, y la
riqueza monetaria por habitante es superior a la de la metrópoli; pero no solo esa riqueza está
increíblemente con entrada en pocas manos; es por añadiría el fruto de la acumulación de una
parte mínima del producto de la minería mexicana; año tras año, el 95 por 100 dela
producción de plata toma el camino de Europa; el 50 por 100, sin contraprestación alguna, y el
resultado como consecuencia de un sistema comercial sistemáticamente orientado en favor de
los productos metropolitanos.

Si México es, a fines del siglo XVIII, la más importante económicamente de las posesiones
indianas, no es ya la que crece más rápidamente. Las Antillas españolas están recorriendo más
tardíamente el camino que desde el siglo XVII fue el de las francesas, inglesas y holandesas:
originariamente ganaderas, desde comienzos del siglo XVIII se orientan hacia la agricultura
tropical.

Frente al crecimiento de México y Cuba, América central, organizada en la Capitanía General


de Guatemala, se mostraba más estática. El mayor predomino indígena se encuentra en el
Norte, en lo que será Guatemala, tierra de grandes haciendas y comunidades indígenas
orientadas hacia al autoconsumo, El Salvador, en tierras más bajas y cardias, tiene una
población mas densa de indios y mestizos y una propiedad más dividía. Son los comerciantes
los que domina la zona y controlan la producción y exportación del principal producto con el
que Centroamérica participa en la economía internacional: el índigo. Más al sur, Honduras y
Nicaragua son tierras de ganadería extensiva y escasamente prospera, poblada sobre todo de
mestizos y mulatos; en Costa Rica, el rincón más meridional y despoblado de la capitanía, se
han instalado en la segunda mitad del siglo XVII colonos gallegos, que desarrollan una
agricultura dominada por el autoconsumo en el valle central, en torno de Cartago.

Las tierras sudamericanas del Caribe son de nuevo zonas de expansión. Nueva granada tiene
su principal producto de exportación en el oro, explotado desde el siglo XVI, pero cuya
producción creció rápidamente en el siglo XVIII, y llegó afines del siglo a superar las de Brasil.

A esta Nueva Grada encerrada en si misma se contrapone una Venezuela volcada, por el
contrario, al comercio ultramarino; su estructura interna, si es aún mas compleja, que la
neogranadina, está también mejor integrada. Esta en primer termino la costa del cacao,
continuada en los valles internos a los Andes venezolanos; en las zonas montañosas hay
explotación pastoril de ganado menor. El mas importante de sus rublos es el cacao, siguen el
índigo, con algo más de un millón, el café y el algodón. La agricultura costera y de los valles
andinos se encuentra en manos de grandes propietarios que suan mano de obra
predominantemente esclava; esta aristocracia criolla ha obtenido en 1778-85 su victoria sobre
la Compañía Guipuzcoana, que había tenido el monopolio de compra y exportación del cacao
venezolano. Venezuela no pertenece a la Hispanoamérica consumidora de cereales y
legumbres, sino a la que devora carne, en cantidades increíbles para observadores extraños.

En el pacífico sudamericano la presencia de Quito presenta, aun mas acentuada que el


venerito de Perú, la oposición entre la costa y la sierra. La costa es consagrada a la agricultura
tropical exportadora para ultramar, lo mismo que en Venezuela, se desarrolla aquí una
agricultura de plantación, con mano de obra esclava, pero la mayor parte de la población se
encuentra en la sierra. La sierra está mal integrada a una economía de intercambio
ultramarino: en algunos rincones abrigados produce algodón, utilizado en artesanías
domésticas, que encuentran su camino hasta el rio de la plata; el trigo de tierras frías se
consumo en parte en la costa.

Al sur de quito, el virreinato del Perú vive una coyuntura nada fácil. La reorganización imperial
de la segunda mitad del siglo XVIII ha hecho en él su primera víctima: la separación del
virreinato neogranadino y, sobre todo la del rioplatense, no han afectado tan solo la
importancia administrativa de Lima; complementadas por decisiones de política comercial
acaso mas graves, arrebatan a lima el dominio mercantil de la meseta altoperuana, y-a través
de él- el de los circuitos comerciales del interior rioplatense; la ofensiva mercantil de Buenos
Aires triunfa también -aunque de modo menos integral- en Chile. Sobre todo, la pérdida del
comercio altoperuano es importante; la decadencia del gran centro de la plata no le impide ser
aún el más importante en la América del Sur española. Las comunidades indígenas predominan
en la sierra, mientras la costa tiene una agricultura de haciendas y esclavos; la agricultura
serrana vive oprimida por la doble carga de una clase señorial española y otra indígena,
agravada por la del aparato político-eclesiástico, que vive también de la tierra.

El reino de Chile es la mas aislada y retoma de tierras españolas. En el siglo XVIII también él
crece: la producción (y por lo tanto la exportación) de metales preciosos está en ascenso y
llega hacia fines de siglo a cerca de dos millones de pesos anuales. Pero la economía chilena no
dispone de otros rubros fácilmente exportables: si el trigo encuentra su mercado tradicional en
Lima, la falta de adquirientes frena una posible expansión ganadera: los cueros de la vertiente
atlántica encuentran acceso más fácil a Europa que los de Chile; el sebo tiene en Perú un
mercado seguro, pero limitado.

Mientras chile permanece escasamente tocado por las transformaciones de la estructura


imperial de la segunda mitad del siglo XVIII, el Rio de la Plata es acaso, junto con Venezuela y
las Antillas, la comarca hispanoamericana mas profundamente afectada por ellas. Por razones
ante todo políticas (necesidad de establecer una barrera al avance portugués), la corona
aporta su apoyo decidido a un proceso que ya ha comenzado a insinuarse: la orientación hacia
el Atlántico de la economía de Tucumán, de Cuyo, del Alto Perú, de Chile. Es ése un aporte
decisivo al crecimiento de Buenos Aires, centro de importación de esclavos para todo el sur del
imperio españoles desde 1714 y desde 1776 cabeza del virreinato, a la que un conjunto de
medidas que gobiernan su comercio asegura algo más que las ventajas derivadas de su
situación geográfica y la dotan de un hinterland económico que va hasta el pacifico y el
Titicaca. Este crecimiento refleja el de una administración hecha más frondosa por las
reformas borbónicas, pero también el de una clase mercantil súbitamente ampliada gracias a
la inmigración de la Península, y enriquecida con igual rapidez. Ese sector mercantil prospera,
sobre todo, gracias a su dominio sobre los circuitos que rematan en el Alto Perú: en sus años
mejores la capital del nuevo virreinato exporta por valor de algo más de cinco millones de
pesos, de los cuales el 80 por 100 es plata altoperuana.

Al norte del litoral ganadero las tierras de Misiones y de Paraguay tienen destinos divergentes.
Desde la expulsión de los jesuitas misiones ha entrado en contacto clandestino, pero cada vez
más frecuente, con las tierras de colonos españoles; la estructura comunitaria indignada ha
sufrido con ello; la población del territorio misionero decrece vertiginosamente. Misiones
sigue produciendo algodón (exportado bajo forma de telas rusticas) y sobre todo yerba mate,
que se bebe en una infusión que los jesuitas han sabido difundir por toda la zona andina hasta
quito; la expansión de la ganadería vacuna alcanza también a Paraguay. El litoral vive
dominado por los comerciantes de Buenos Aires; el pequeño comercio local es sólo
nominalmente independiente, pues está atado por deudas originadas en adelantos imposibles
de saldar; gracias a este predominio mercantil no surge en el litoral, hasta después de la
revolución, una clase de hacendados de riqueza comparable a la de los grandes comerciantes
de la capital, pese a que desde el comercio predomina la gran explotación ganadera, que
utiliza peones asalariados.
Pero el núcleo demográfico y económico del virreinato rioplatense sigue están o en el Alto
Perú y en sus minas- en torno a las minas se expande la agricultura altoperuana, en las zonas
mas abrigadas del altiplano y una actividad textil artesanal, ya sea doméstica, ya organizada en
obrajes colectivos que utilizan el trabajo obligatorio de la población indígena. Al lado de las
ciudades mineras, surgen de comerciales: la mas importante es La Paz, centro a la vez de una
zona densamente polada de indígenas, y abundante en latifundios y obrajes, que establece el
vínculo entre Potosí y el Bajo Perú.

A fines del siglo XVII un equilibrio rico en desigualdades tiende a ser reemplazado por otro que,
sin eliminarlas, introduce a otras nuevas. Es posible señalar, junto con tantas diferencias,
ciertos rasgos comunes a toda la América española; otro de ellos es el peso económico de la
iglesia y de las ordenes, que se da, aunque con intensidad variable, tanto en México como en
Nueva Granada o en el Rio de la Plata, y que influye de mil maneras diversos en la vida
colonial. Otro es la existencia de líneas de casta cada vez mas sensibles, que no se afirman tan
sólo allí donde coinciden con diferencias económicas bien marcadas, sino también donde, por
el contrario, deben dar nueva fuerza a diferenciaciones que corren peligro de borrarse, sobre
todo entre los blancos, los mestizos y mulatos libres. Las tensiones entre estos grupos étnicos
envenenan la vida urbana en toda Hispanoamérica, desde Montevideo, con la fundación de
aire tan moderno en ese Rio de la Plata relativamente abierto a los vientos del mundo, en que
un funcionario no logra, ni aun mediante una declaración judicial que atestigua la pureza de su
sangre española, esquivar una insistente campaña que lo presenta como mustio, y por lo tanto
indigno de ocupar cargos de confianza, hasta Venezuela, en que la nobleza criolla, a través de
algunos de sus miembros mas ilustrados ,se hace portavoz de resistencias más amplias al
protestar contra la largueza con que las autoridades regias destruyen ejecutorias de hidalguía
a quienes tienen con qué pagarlas.

La diferenciación de castas es, sin duda, un elemento de estabilización, destinado a impedir el


ascenso de los sectores urbanos más bajos a través de la administración, el ejército y la iglesia,
a la vez que a espejar de consecuencias sociales el difícil ascenso económico obtenido por
otras vías, pero su acuidad creciente revela acaso el problema capital de la sociedad
hispanoamericana en las ultimas etapas coloniales: si todas las fronteras entre las casas s
hacen dolorosas es porque la sociedad colonial no tiene lugar para todos sus integrantes; no
solo las tendencias al ascenso, también las mucho mas difundidas que empujan a asegurar
para los descendientes el nivel social ya conquistado se hacen difíciles de satisfacer, en una
Hispanoamérica donde el espacio entre una lase rica en la que es difícil ingresar y el océano de
la pebre y las castas sigue ocupado por grupos muy reducidos. Con estas tensiones se vincula
la violencia creciente del sentimiento anti peninsular: son los españoles europeos los que, al
introducirse arrolladoramente (gracias a las reformas mercantiles y administrativas
borbónicas) en un espacio ya tan limitado, hacen desesperada una lucha por la supervivencia
social que ya era muy difícil. Por añadidura, el triunfo de los peninsulares no se basa en
ninguna de las causas de superioridad reconocidas como legitimas dentro de la escala
jerárquica vigente en Hispanoamérica: por eso mismo resulta menos fácil tolerar que, por
ejemplo, la marginación de los mestizos por los criollos blancos, que no hace sino deducir
consecuencias cada vez mas duras de una diferenciación jerárquica ya tradicional. La sociedad
colonial crea así, en sus muy reducidos sectores medios, una masa de descontento creciente:
es la de los que no logran ocupación, o la logran sólo por debajo del que juzgan su lugar.

Esta característica de la sociedad urbana colonial crea una corriente de malevolencia apenas
subterránea, cutos ecos pueden rastrearse en la vida administrativa y eclesiástica y de modo
mas indirecto, pero no menos seguro en la literatura. Tiende, por otra parte, a agudizar el
conflicto que opone a los peninsulares y el conjunto de la población hispanoamericana (en
particular la blanca y la mestiza). Si no en su origen, por lo menos en sus modalidades este
conflicto estuvo condicionado por las características de la inmigración desde la metrópoli.

Debido a esa desigual implantación, la colonización seguía concentrada en núcleos separados


por desiertos u obstáculos naturales difícilmente franqueables; antes de alcanzar el vacío
demográfico y económico la instalación española se hace, en vastísimas zonas, increíblemente
rala.

Las innovaciones dirigidas por la Corona tienen dos aspectos: el comercial y el administrativo.
En lo primero lograron comenzar la transformación del comercio interregional
hispanoamericano, y favorecieron el surgimiento de núcleos de economía exportadora al
margen de la minería. La minería, si no es en ninguna parte la que proporciona la mayor parte
de la producción regional, sigue dominando las exportaciones hispanoamericanas; la división
entre un sector minero que produce para la exportación, y otras actividades primarias, cuyos
frutos sólo excepcionalmente cursan el océano, se mantiene vigente pese a las excepciones
nuevas como el tabaco y el azúcar de Cuba, el cacao de Venezuela y Quito, los cueros del Rio
de la Plata. La reforma mercantil se muestra mas influyente en cuanto a la importación; la
libertad de comercio en el marco imperial acerca de las Indias a la economía europea, abarata
localmente los productos importados y hace posible entonces aumentar su volumen. Esta
transformación, que corresponde al cambio de las funciones asignadas a las Indias frente a su
metrópoli, no solo está lejos de significar una incorporación plena de los potenciales
consumidores hispanoamericanos a un mercado hispánico unificado; aun examinada a la luz
de los objetivos más modestos se revela muy incompleta: el uso de bienes de consumo
importados que se limita a las capas sociales mas altas, se conoce además limitaciones
geográficas, y se difunde peor lejos de los puntos de ingreso de la mercadería ultramarina.

Con todas esas limitaciones las reformas mercantiles parecen introducir un nuevo equilibrio
entre importaciones y exportaciones, menos brutalmente entre importaciones y
explotaciones, menos brutalmente orientado en favor de la metrópoli. Esa innovación es
balanceada por otras: en primer lugar, la que significa la conquista de los grandes circuitos
comerciales hispanoamericanos por comerciantes peninsulares, cuya autonomía frente a las
grandes casas de Barcelona y Cádiz suele ser ilusoria. Pero no son sólo los comerciantes
peninsulares quienes hacen sentir mas duramente su presencia: es también la Corona, cuyas
tentativas de reforma tienen, sin duda, motivación múltiple, pero están inspiradas por una
vocación fiscalista que no se esfuerza por ocultarse. Entre mediados y fines del siglo XVIII las
rentas de la Corona triplican; sin duda ese aumento permite la creación de una estructura
administrativa y militar más olida de las indias, pero también hace posibles mayores envíos a la
península. Puede encontrársele también una intención de fortalecimiento político, visto sobre
todo en la perspectiva mitad que estaba tan presente en el reformismo ilutado y hacía, por
ejemplo, que en los desvelos por mejorar la agricultura colonial la preocupación por la
extensión del cultivo del cáñamo ocuparse un lugar desmesurado. La mejora administrativa era
para las autoridades españolas un fin en sí mismo: habían llegado a estar convencidas como
sus más violentos críticos de que las insuficiencias administrativas eran tan graves que en caso
de seguir tolerándoselas terminarían por amenazar la existencia misma del vínculo imperial

El esquema administrativo de las Indias nos enfrenta con autoridades de designación directa o
indirectamente metropolitana (virreyes, audiencias, gobernadores, regidores) y otras de origen
local (cabildos de españoles y de indios); unas y otras ejercen funcionarios complejos en el
gobierno de la administración, la hacienda, el ejército y la justicia. Los virreyes tienen
funciones de administración, hacienda y defensa que ejercen sobre territorios demasiado
extensos para que puedan cumplirlas eficazmente; la delegación de autoridad es ineludible,
pero no se la institucionaliza sino en muy pequeña medida. Por debajo del virrey,
gobernadores y corregidores son administradores de distintos más reducidos, de designación
regia en el primer caso, virreina en el segundo.

En Hispanoamérica la creación de las intendencias (que unifica atribuciones administrativas,


financieras y militares antes muy irregularmente distribuidas) significa un paso adelante en la
organización de un alta burocracia formada y dirigida desde la metrópoli y constituido en su
mayoría por peninsulares. ¿Cuál es el resultado de esta compleja reforma? Para apreciarlo es
posible examinar la historia posterior de Hispanoamérica: se descubrirá que muy pronto ha de
darse esa disgregación política que la reforma intentaba esquivar; se descubrirá que muy
pronto ha de darse esa disgregación política que la reforma intentaba esquivar; se descubrirá
que las reformas no logran disminuir los conflictos institucionales (a veces parecen
proporcionarles tan solo nuevos campos); se descubrirá también que los progresos contra la
corrupción de la administración colonial son muy modestos. Si comparamos la eficacia del
sistema administrativo no sólo con la del que lo precedió sino también con la de lo que siguió,
el juicio se hace menos negativo: en todas partes el progreso es indudable; en más de una
región se necesitarán décadas para recuperar luego de la independencia la eficacia
administrativa perdida con ella. Ese fracaso sólo parcial era por otra parte inevitable: la corona
buscaba crear un cuerpo de administradores que fueran realmente sus agentes, y no solo los
círculos de intereses locales demasiado abrigados contra la curiosidad metropolitana, pero el
cuerpo que organizó era demasiado limitado en número; cada intendente se hallaba
sustancialmente solo frente a un sistema de intereses consolidados.

Expulsados los jesuitas, es el clero secular el que domina el panorama eclesiástico de las indias,
y la corona juzga sin duda bueno que sea así. Sin duda el clero secular no alcanza en ningún
aspecto el nivel de los expulsos: en cambio, es más dócil y, en la medida en que se renueva en
sus jerarquías por el impulso directo de la Corona, podrá ser remodelado conforme a los
deseos de ésta. Pese a todas sus limitaciones, la iglesia conserva el especialísimo lugar que le
viene desde la conquista. Instrumento de gobierno y pieza indispensable del poder político
colonial, es la única parte de éste que las poblaciones no sienten como totalmente extraña.

El Brasil que va a llegar a la independencia ha sido mas transformado por el siglo XVIII que
Hispanoamérica. Su zona nuclear ha trasladado del norte azucarero al centro minero; el mismo
tiempo la expansión portuguesa ha proseguido hacia el norte y el sur: al norte se ha dado la
expansión del Marianao, la instalación sumaria en la Amazonia; en el sur, la apertura de una
nueva tierra ganadera en Rio Grande. Hasta fines del siglo XVIII es Brasil un núcleo azucarero
rodeado de un contorno que lo complementa, proveyéndolo de hombres y ganaderos. Hasta
este momento tenemos dos braciles: en primer lugar, está el sugar-belt de los sectores del
ingenio, dueños a la vez de la tierra y de los medios de fabricar el azúcar, que hacen trabajar a
una masa esclava africana y secundariamente india: la mezcla de europeos y africanos se
produce rápidamente, y la presencia africana en la vida y la cultura brasileña es un rasgo que
surge ahora para quedar. Al margen de las tierras del azúcar surge una población mestiza: los
ganaderos del ser tao nordestino, los cazadores de indios del Norte y San Pablo han surgido
ellos mismos de la unión de portugueses e indios; como en ciertas zonas marginales españolas
el imperativo de poblar la tierra se ha traducido en una febril reproducción de los
conquistadores, creando organizaciones familiares cuya distancia del modelo monógamo
europeo horroriza a más de un testigo. Aquí la vida es más sencilla y dura que en las tierras del
azúcar; aun en lo mas hondo de su crisis, los señores del ingenio parecen comparativamente
opulentos, y a la vez que envidiados son menospreciados por su blandura por los más rudos
ganaderos y jefes de bandas del interior. La minería produjo una nueva riqueza para Brasil, y la
importación de esclavos retomó un ritmo rápido; pero la pequeña empresa de exploración y
de explotación aurífera (como luego la de diamantes) admitía una multiplicidad de
empresarios individuales, y provocó una inmigración metropolitana que no tuvo paralelo en
Hispanoamérica; gracias sobre todo a ella, Brasil pudo alcanzar, a fines del siglo XVIII, los tres
millones de habitantes.

El primer Brasil, el de las capitanías, es entonces un conjunto de factorías privadas en la costa


americana: no sólo su transformación en colonia de la Corona es más lenta que en
Hispanoamérica; es además menos completa: la administración regia, que sucede a la de los
dueños de concesiones, debe respetar las situaciones locales de poder en medida aún mayor
que en Hispanoamérica. Si desde mediados del siglo XVI esta administración comienza a
organizarse, con la instalación de la capitanía general en Bahía, falta por entero en Brasil esa
segunda conquista, que la corona castellana lleva adelante sobre los conquistadores. Brasil es,
por el momento, un conjunto de factorías escasamente rendidoras: no hay en él nada
comparable al botín de metálico que la Corona disputa en el siglo XVI a los conquistadores
castellanos. Cuando un nuevo Brasil (el del azúcar) surja del primitivo, junto con él surgirá una
clase terrateniente cuya mano de obra no depende (como en Hispanoamérica) de las
concesiones más o menos gratuitas de la Corona; está compuesta de negros esclavos
comprados en el mercado.

En Hispanoamérica la posesión de la tierra y la de la riqueza no van a juntas; en Brasil si suelen


acompañarse, u eso da a las clases dominantes locales un poder que les falta en las Indias
castellanas. Por eso la creación de un poder central no puede darse en Brasil en contra de esos
poderes locales que encuentran modo de dominar las instituciones creadas para controlarlos.
El poder central nace aquí débil y elabora tácticas adecuadas a esa debilidad: la historia del
siglo XVIII brasileño abunda en choques armados interregionales (en el Norte entre Olinda y
Recife, en el centro entre norteños y paulistas en Minas Gerais) frente a los cuales el poder
regio actúa como árbitro algo tímido.

La larga espera: 1825-1850

En 1825 terminaba la guerra de independencia; de baja en toda América española un legado


nada liviano: ruptura de las estructuras coloniales, consecuencia a la vez de una
transformación profunda de los sistemas mercantiles, de la persecución de los grupos más
vinculados a la antigua metrópoli, que habían dominado esos sistemas, de la militarización que
obligada a compartir el poder con grupos antes ajenos a él. De sus ruinas se esperaba que
surgiera un orden nuevo, cuyos rasgos esenciales habían sido previstos desde el comienzo d
ella lucha por la independencia; pero éste se demoraba en nacer. La primera explicación, la
mas optimista, buscaba en la herencia de la guerra la causa de esa desconcertante demora:
concluida la lucha, no desaparecía la gravitación del poder militar; puesto que no se habían
producido los cambios esperados, suponía que la guerra de independencia había cambiado
demasiado poco, que no había provocado una ruptura suficientemente honda con el antiguo
orden, cuyos herederos eran ahora los responsables de cuanto de negativo seguía dominado el
panorama hispanoamericano. Sin embargo, los cambios ocurridos son impresionantes: no hay
sector de la vida hispanoamericana que no haya sido tocado por la revolución, la más visible de
las novedades es la violencia: como se ha visto y, en la medida en que la revolución de las
élites criollas urbanas no logra éxito inmediato, debe ampliarse progresivamente, mientras
idéntico esfuerzo deben realizar quienes buscan aplastarla.

Luego de la guerra es necesario difundir las armas por todas partes para mantener un orden
interno tolerable, así la militarización sobrevive a la lucha. Pero la militarización es un remedio
a la vez costoso e inseguro, los fejes de grupos armados se independizan bien pronto de
quienes los han invocado y organizado; para conservar su favor, estos deben tenerlo
satisfechos: esto significa gastar en armas lo mejor de las rentas del Estado. Las nuevas
republicas llegan a la independencia con demasiado nutridos cuerpos de oficiales y no siempre
se atreven a deshacerse de ellos. La gravitación de los cuerpos armados, surgida en el
momento mismo en que se da una democratización, sin duda limitada pero real, de la vida
política y social hispanoamericana, comienza sin duda por ser un aspecto de esa
democratización, pero bien pronto se transforma en una garantía contra una extensión
excesiva de ese proceso: por eso aun quienes deploran algunas de la modalidad de la
militarización hacen a veces poco por ponerle fin. Esa democratización es otro de los cambios
que la revolución ha traído consigo; ha cambiado la significación del a esclavitud: si bien los
nuevos estados s muestran remisos a abolirla, la guerra los obliga a manumisiones cada vez
más amplias, las guerras civiles serán luego ocasión de otras… esas manumisiones tienen por
objeto conseguir soldados: aparte su objetivo inmediato, buscan en algún caso muy
explícitamente salvar un equilibrio racial, asegurando que también los negros darán su cuota
de muertos al cual: es el argumento dado alguna vez por Bolívar en favor de la medida, que
encuentra la hostilidad de los dueños de esclavos.

La revolución ha cambiado también el sentido de la división en castas. Ese conservatismo de la


etapa inmediatamente posterior a la revolución implica también que las zonas indias donde
sobrevive la comunidad agraria no son sustancialmente disminuidas por el avance de los
hacendados, de los comerciantes y letrados urbanos que aspiran a conquistar tierras; más bien
cualquier intención tutelar de las nuevas autoridades es la coyuntura la que defiende esa
arcaica organización rural: el debilitamiento de los sectores altos urbanos, la falta -en las
nuevas naciones de población indígena numerosa- de una expansión del consumo interno y,
sobre todo, de la exportación agria, que haga inmediatamente codiciables las tierras indias,
explican que éstas sigan en manos de comunidades labriegas atrozmente pobres, incapaces de
defenderse contra fuertes presiones expropiadoras y además carentes a menudo de título
escritos sobre sus tierras. Frente al mantenimiento del estatuto real de la población indígena,
son los mestizos, los mulatos libres, en general los legalmente postergados en las sociedades
urbanas o en las rurales de trabajo libre los que aprovechan mejor la transformación
revolucionaria: aun cuando los censos de la primera etapa independiente siguen registrando la
división en castas, la disminución a veces vertiginosa de los registrados como de sangre
mezclada nos muestra de qué modo se reordena en este aspecto la sociedad
postrevolucionaria.

Simultáneamente se hadado otro cambio, facilitado por el debilitamiento del sistema de


castas, peor no identificable con éste: ha variado la relación entre las élites urbanas
prerrevolucionarias y los sectores, no sólo en castas (mulatos o mestizos urbanos) sino
también de balances pobres, desde los cuales habiz sido muy difícil el acceso a ellas. Los
resultados de la radicalización revolucionaria son efímeros, en la medida en que ésta sólo
preside la organización para la guerra; la reconversión a una economía de paz obliga a
devolver poder a los terratenientes. Es el entero sector terrateniente, la que el orden colonial
había mantenido en posición subordinada, el que asciende en la sociedad postrevolucionaria.
Frente a él las elites urbanas no sólo deben adaptarse a las consecuencias de se ascenso: el
curso del proceso revolucionario las ha perjudicado de modo más directo al hacerles sufrir los
primeros embates de la represión revolucionaria o realista; además la ha empobrecido: la
guerra devora en primer término las fortunas muebles, tanto las privadas como las de las
instituciones cuya riqueza, en principio colectiva, es gozada sobre todo por los hijos de la élite
urbana.

La victoria criolla tiene aquí un resultado paradójico: la lucha ha destruido lo que debía ser el
premio de los vencedores, los poderes revolucionarios no sólo han debido reemplazar el
personal de las altas magistraturas, colocando en ellas a quienes les son leales; las ha privado
de modo mas permanente de poder y prestigio, transformándolas en agentes escasamente
autónomos del centro de poder político. En las vacancias de éste, luego de 1825 no se verá ya
a magistraturas municipales o judiciales llenar el primer plano como en el periodo 1808-10; la
revolución ha traído para ellas una decadencia irremediable.

Debilitadas las bases económicas de su poder por el coste de la guerra, espejados de las bases
institucionales de su prestigio social, las elites urbanas deben aceptar ser integradas en
posición muy subordinada en un nuevo orden político, cuyo núcleo es militar; se unen
entonces en apoyo del orden establecido a los que han sabido prosperar en medio del cambio
revolucionario: comerciantes extranjeros, generales transformados en terratenientes… la
impopularidad que las nuevas modalidades políticas encuentran en la élite urbana, haya sido
ésta realista o patriota, no impiden una cierta división de funciones en la que ésta acepta
resignadamente la Suva. Esta división de funciones sigue imponiéndose todavía por otra razón;
la revolución no ha suprimido un rasgo esencial de la realidad hispanoamericana, aunque ha
cambiado algunos de los modos en que solía manifestarse; también luego de ella sigue siendo
imprescindible el apoyo del poder político-administrativo para alcanzar y conservar la riqueza;
en los sectores rurales se da una continuidad muy marcada: ahora como antes, la tierra se
obtiene, no principalmente por dinero, sino por el favor del poder político, que es necesario
conservar. En los urbanos la continuidad no excluye cambios mas importantes: si en tiempos
coloniales el favor por la excelencia que se buscaba era la posibilidad de comerciar con
ultramar, ésta ya no plantea serios problemas en tiempos postrevolucionarios. En uno y otro
caos, la relacione entre le poder político y los económicamente poderosos ha variado: el
poderío social, expresable en términos de poder militar, de algunos hacendados, la relativa
superioridad económica de los agiotistas los coloca en posición nueva frente a un Estado al
que no solicitan favores, sino imponen concesiones.

Inglaterra busca en Latinoamérica son sobre todo desemboques al a exportación


metropolitana, y junto con ellos un domino de los círculos mercantiles locales que acentué la
situación favorable para la metrópoli; hasta 1815, Inglaterra vuelca sobre Latinoamérica un
abigarrado desborde de su producción industrial; ya en ese año los mercados latinoamericanos
están abarrotados, y el comienzo de la concurrencia continental y el agudizarse de la
estadounidense invitan a los intereses britanos a un balance de esa primera etapa. También en
los círculos intentos de Hispanoamérica la guerra de la independencia introdujo innovaciones
al as cuales los debilitados grandes mercaderes locales no pudieron siempre adaptarse
eficazmente: en toda a costa atlántica y en el Sur de la del Pacifico significo un paso más en la
apertura directa del comercio ultramarino que había comenzado la reforma de 1778; en toda
Hispanoamérica, desde México a Buenos Aires, la parte más rica, la más prestigiosa, del
comercio local quedará en manos extranjeras.
En muchos aspectos Inglaterra es, en efecto, la heredera de España, beneficiaria de una
situación de monopolio que puede ser sostenida ahora por medios más económicos que
jurídicos, pero que se contenta de nuevo demasiado fácilmente con reservarse los mejores
lucros de un tráfico mantenido dentro de niveles relativamente fijos; la Hispanoamérica que
emerge en 1825 no es, sin embargo, igual a la anterior a 1810; en medio de la expansión del
comercio ultramarino, ha aprendido a consumir más, en parte porque la manufactura
extranjera la provee mejor que la artesanía local. El aumento de las importaciones, al parecer
imposible de frenar (una política y prohibición no sólo era impopular, sino privaba a los nuevos
estados de las rentas aduaneras que, por presión de los terratenientes, se concentraban ceas
siempre en la importación y constituían la mayor parte de los ingresos publica), significaba un
peso muy grave para la economía en su conjunto, sobre todo cuando no se deba un aumento
paralelo e igualmente rápido de las exportaciones.

Desde el comienzo de su vida independiente, esta parte del planeta parecía ofrecer un campo
privilegiado para la lucha entre nuevos aspirantes a la hegemonía; esa lucha iba a darse, en
efecto, pero la victoria siempre estuvo muy seguramente en manso británicas. Las más
decisivas tentativas de enfrentar esa hegemonía iban a estar a cargo de Estados Unidos
-aproximadamente entre 1815 y 1830- y a partir de esa última fecha, de Francia. El avance
norteamericano se apoyaba en una penetración comercial que comenzó por ser exitosa: desde
México a Lima y Buenos Aires, los informes consulares britanos recogidos denuncian, para
años cercanos a 1825, la magnitud del peligro. En su aspecto político la amenaza
norteamericana se desvaneció bien pronto: los bandos que contaron con su simpatía
enfrentaron radios fracasos; en todas partes -notaban con amargura los agentes
norteamericanos- los favores de la diplomacia británica eran buscados ansiosamente y
recibidos con agradecimiento, mientras que los de Estados Unidos encontraban una cortés
indiferencia. En lo económico, la presencia norteamericana se desvaneció mas lentamente:
sostenida en un sistema mercantil extremadamente ágil, iba a perder buena parte de sus
razones de superioridad cuando se rehiciera sólidamente una red de tráficos regulares.

La presencia francesa nunca significó un riego para el comercio británico: mas que
concurrente, el comercio francés era complementario del inglés, orientado como estaba hacia
los productos de consumo de lujo y semilujo, y secundariamente hacia los de alimentación de
origen mediterráneo, en los que Francia tendía a reemplazar a España.

La hegemonía de Inglaterra se apoya en su predominio comercial, en su poder naval, en


tratados internacionales. Pero se apoya también en un uso muy discreto de esas ventajas: la
potencia dominante, que protege mediante su poderío político una vinculación sobre todo
mercantil y que no desea participar más profundamente nel a economía latinoamericana,
arriesgando capitales de los que no dispone en abundancia, se fija objetivos políticos
adecuados a esa situación. En primer lugar, no aspira a una dominación política directa, que
implicaría gastos administrativos y comprometería en violentas luchas de facciones locales; por
el contrario, se propone dejar en manos hispanoamericanas, junto con la producción y buena
parte del comercio interno, el costoso honor de gobernar esas vastas tierras; su política en
términos generales, a mantener el statu quo si está segura razonablemente la paz y el orden
interno.

Su fuerza y el uso moderado que de ella hace contribuyen a hacer de Inglaterra la potencia
dominante; a mediados del siglo XIX parece surgir en el horizonte latinoamericano el fin lujo de
otra: es el nuevo Estados Unidos, cuya huella queda inscrita en la guerra mezicano-
nortamericana, y más discretamente en el breve florecer del anexionismo cubano, y c mas
discretamente en breve florecer del anexionismo cubano, y cuyo nuevo papel parece
reconocido por Gran Bretaña en el tratado de 1850, que prevé una solución concertada para el
problema del canal interoceánico; pero el sentido de la presencia norteamericana es doble.
Hay, por un lado, la voluntad de expansión territorial de regiones consagradas a una economía
agraria, dividas entre sí por el problema del trabajo servil; en particular, el sur esclavista debe
expandirse o perecer, y la guerra de México en su triunfo, como la anexión de Cuba es su
proyecto. En ese aspecto la presencia norteamericana se traduce pura y simplemente en un
avance sobre la frontera de las tierras iberoamericanas.

Mientras tanto hispanoamericana espera, cada vez con menores esperanzas, el cambio que no
llega. Hacia la década del cuarenta, definitivamente alejada la posibilidad de una restauración
del antiguo orden, la nostalgia de sus blandas excelencias puede ser reconocida por
conservadores e innovadores a la vez como un sentimiento muy arraigado en la opinión
hispanoamericana. Es que entre los cambios traídos por la independencia es fácil sobre todo
advertir los negativos: degradación de la vida administrativa, desorden y militarización, un
despotismo mas pesado de soportar porque debe ejercerse sobre poblaciones que la
revolución ha despertado a la vida política, y que solo deja la alternativa, a la vez temible e
ilusoria, de la guerra civil, incapaz de fundar sistemas de convivencia menos brutales. En lo
económico, es de una perspectiva general hispanoamericana, se da un estancamiento al
parecer invencible: en casi todas partes los niveles de comercio internacional de 1850 no
exceden demasiado a los de 1810; este indicador, particularmente sensible a cambios
inducidos a partir de contacto con el resto del mundo, lo dice casi todo; pero esa situación
general conoce variaciones locales muy importantes. Venezuela en su agricultura, y el Rio de la
Plata en su ganadería tienen, desde antes de 1810, el germen de una estructura económica
orientada a ultramar, que compensará las desventajas del nuevo clima político-social con las
ventajas que le aportará la nueva organización comercial, y así podrá afirmarse. En cambio,
Bolivia, Perú y sobre todo México, cuya económica minera ha sufrido de muchas maneras el
impacto de la crisis revolucionaria, y requeriría aportes de capitales ultramarinos para ser
rehabilitada, no logran reconquistar su nivel de tiempos coloniales.

Para esa situación inesperadamente dura, la América Latina fue elaborando soluciones (de
política económico-financiera; de política general) que sólo lentamente iban a madurar; allí
donde la crisis fue, a pesar de todo, menos honda, las soluciones fueron halladas más pronto, y
significaron transformaciones menos profundas. El viejo orden era en Brasil más parecido al
nuevo que en Hispanoamérica; una metrópoli menos vigorosa, y por lo tanto menso capaz de
hacer sentir su gravitación; un contacto ya entonces directo con la nueva metrópoli
económica, un peso menor de los agentes e la Corona respecto de poderes económico-sociales
de raíz local acostumbrados a imponerse, eran todos rasgos que en el Brasil colonial
anticipaban el orden independiente. Un liberalismo brasileño, vocero sobre todo de las
distintas aristocracias locales (la azucarera del norte, las ganaderas del centro y del extremo
sur) choca con un conservadurismo urbano, comprometido por la presencia en sus filas de los
portugueses que dominan el pequeño y mediano comercio de los puertos y representado
sobre todo por funcionarios herederos de la mentalidad del antiguo régimen; sin duda, entre
esos adversarios el equilibrio era posible: misión de la corona era asegurar con su influjo algún
poder al sector conservador y, a la vez, arbitrar entre ambos. Asuntos así, su tarea no era fácil:
el emperador Pedro I iba a fracasar sustancialmente en ella; antes había tenido tiempo de
lanzar al impero a la primera de sus aventuras internacionales: la guerra del Rio de la Plata por
la posesión de la Banda Oriental, rebautizada Provincia Cisplatina.
La guerra no es un éxito; derrotado por tierra, Brasil ahora económicamente su enemigo
mediante el bloqueo de Buenos Aires; debe finalmente aceptar la mediación inglesa y la
solución que Gran Bretaña ha propuesto desde el comienzo: la independencia de la Banda
Oriental, que desde 1828 se constituye en nuevo estado republicano. Entretanto, también la
guerra ha permitido descubrir un instrumento financiero que, censurado enérgicamente peor
todos, y contrario a las buenas doctrinas económicas, se revela, sin embargo, indispensable: el
papel moneda; en la inflación se descubre la solución conjunta para los problemas de un
estado en perpetua miseria y los que de una economía en perpetuo déficit de intercambio. Su
adopción es significativa: marca el triunfo de los intereses rurales sobre los urbanos; entre los
primeros son, sobre todo, los terratenientes del Norte y del Sur, dependiente del mercado
internacional, los más favorecidos; entre los segundos es aún más perjudicada que los
comerciantes la masa de asalariados (la clase media, que en el imperio esclavista es más
nutrida que la clase baja libre). En 1831 don Pedro I decide trasladarse a Portugal, a luchar
contra la relación absolutista de Don Miguel y asegurar la sucesión para su hija María de la
Gloria; su retiro es una implícita confesión de fracaso y marca el comienzo del imperio
parlamentario.

Avances como los de la política brasileña sean efímeros, pero por momentos parecen
confirmar la superioridad de la solución neoportugesa frente a la neoespañola, luego de la
crisis de la emancipación; frente al éxito imperial -por limitado que se quiera- Hispanoamérica
parece no poder exhibir sino un balance en que los fracasos predominan abrumadoramente. El
inventario de esos fracasos se ha hecho muchas veces; la primera consecuencia de ellos suele
buscarse en la fragmentación política de Hispanoamericana, que se contrapone a la unión de la
América portuguesa, a pesar de la crisis que abundaron en el siglo XIX brasileño. La guerra de
independencia había confirmado las divisiones internas de la Hispanoamérica colonial, y había
creado otras: fueron sus vicisitudes las que hicieron estallar la unidad del virreinato del Rio de
la Plata; sólo en América Central el proceso de fragmentación iba a proseguir luego de 1825,
con la disolución e las provincias unidas de Centroamérica en 1841. Mas que de la
fragmentación de Hispanoamérica habría entonces que hablar, para el periodo posterior a la
independencia, de la incapacidad de superarla; esta incapacidad se pone de manifiesto a
través del fracaso de las tentativas de reorganización que intentan evadirse del marco estrecho
e los nuevos estados, herederos del marco territorial de los viejos virreinatos, presidencias y
capitanías: la mas importante es, desde luego, la de Bolívar. Pero ésta implica algo mas que un
intento de agrupar en un sistema político coherente a Hispanoamérica, en torno de Colombia.

En lo político, la solución la encontraba Bolívar en la republica autoritaria, con presidente


vitalicio y cuerpo electoral reducido; al asegurar un estable predominio a las elites de raíz
prerrevolucionaria, ese régimen encontraría, según Bolívar, modo de arraigar en
Hispanoamérica. Retrospectivamente Bolívar iba a declarar imposible su éxito, y junto con él el
de toda otra empresa de organización política en Hispanoamérica; pero no sólo el proyecto
bolivariano era- pese a todo su realismo- excesivamente ambicioso: ese realismo era, por
añadidura, discutible, en la medida en que s apoyaba en una imagen no totalmente exacta de
la realidad postrevolucionaria. En ella impresionaba a bolívar sobre todo el paso de las
supervivencias del antiguo régimen; su realismo constituía en respetarlas para asegurar al
nuevo orden base suficiente de comarcas solo superficialmente tocadas por la revolución; pero
esas supervivencias no se daban únicamente del modo en que las concebía el Libertador: las
elites urbanas, a las que buscó ganar entregándoles una parte del poder en las asambleas
censitarias, estaban debilitadas por las crisis revolucionarias; las rurales, tocadas por ella en su
composición, pero con su poder intacto y aun acrecido, tendían a buscar apoyo en los poderes
militares locales, a los que la revolución daba peso decisivo. Bolívar, sin duda, no ignoraba que
el orden postrevolucionario era sustancialmente militar; para él, sin embargo, esta
característica era efímera, y un orden durable sólo surgiría sobre bases necesariamente
aristocráticas cuando, disipada la tormenta, volviesen a aflorar los rasgos esenciales del
prerrevolucionario. El fracaso de Bolívar puede vincularse entonces a este pronostico errado:
contra lo que él creía, las innovaciones aportadas por la guerra de independencia habían
venido para quedarse. Pero se vincula también con una dificultad de orden táctico que no
pudo superar: cualquiera fuese su intención a largo plazo, Bolívar se presentaba en Bogotá, en
Lima o en Chuquisaca como el representante de ese orden militar con el que no quería
identificarse y, por ello mismo, encontraba el recelo d ellos sectores con los que se proponía
compartir el poder.

La ilusión de que el retorno a un orden parecido al viejo era posible iba a revelarse falaz; si en
casi todas partes estos ensayos de restauración se tradujeron en rápidos fracasos, fue en
México donde por el contrario ocuparon buena parte de la primera etapa independiente; esto
no es extraño: en México los últimos tiempos coloniales habían sido aún más prósperos que en
el resto de Hispanoamérica, y peor otra parte la independencia se había logrado sin que
perdieran la supremacía local los que a lo largo de la lucha por ella habían sido sostenes del
orden colonial. La caída del régimen imperial es fruto de la acción del ejército, convocado por
Santa Anna, seguido bien pronto no sólo por los oficiales surgidos de los movimientos
insurgentes sino también por muchos de los antiguos realistas, descontentos por la
indiferencia con que el emperador, decidido a tomar distancias frente a sus antiguos colegas y
limitado en su generosidad por la ruina del fisco, atiende a sus requerimientos. A la caída del
primer imperio sigue la convocación de una constituyente y la elección como presidente de
Guadalupe Victoria, que pese a sus inclinaciones liberales intentará guardar un cierto equilibrio
frente a las fracciones cuya hostilidad crece progresivamente. El partido conservador cree
llegada su hora en el momento de designarse reemplazante para Guadalupe Victoria, en el
colegio electoral logra imponer contra el candidato liberal Vicente Guerrero a su oscuro
candidato, en vano: Santa Anna se pronuncia y es rápidamente imitado; Guerrero es, a pesar
de todo, presidente; le toca enfrentar una tentativa -pronto fracasada- de reconquista
española. En 1832 se pronuncia finalmente, desde su finca en Manga de Clavo en Veracruz, el
general Santa Anna; al año siguiente es presiente, en su nombre gobiernan el vicepresidente
Gómez arias y un congreso liberal, que se lanza primero sobre los privilegios del clero y luego
sobre los del ejercito; Santa Anna reaparece entonces, este expulsa a los liberales y se
constituye en garante del orden conservador que restaura. En 1836, guerra de Texas: los
colones del sur de Estados Unidos que al se han instalado y han sido bien recibidos por las
autoridades mexicanas, no aceptan el retorno al centralismo que está en el programa
conservador; la independencia de temas es un hecho, pero no es reconocida por México,
contra el consejo de alemán, que deseaba ver allí un estado independiente y protegido por
Gran Bretaña, capaz de hacer barrera al avance expansivo de Estados Unidos. México perdía
en 1848 la mitad de su territorio en beneficio de su vencedor, éste resolvió temporariamente
sus problemas financieros vendiendo nuevos territorios a Estados Unidos por Diez millones de
dólares, ultimen: al año siguiente estallaba una nueva rebelión liberal muy distinta de los
episodios militares que habían llenado la historia reciente, con ello Moria el México de alemán
y santa Anna, el de los conservadores amigos del orden en alianza con el organizador del
desorden. La vuelta al antiguo régimen, remozado por el contacto con las nuevas metrópolis,
era imposible, y hacia 1850 la restauración conservadora no había logrado eliminar uno solo
de los males contra los cuales su vocera se había elevado elocuentemente desde un cuarto de
siglo antes. En suma, el México conservador fracasaba por falta de una dirección homogénea,
porque además era demasiadas las dificultades de esta zona, antes tan prospera para
adaptarse al nuevo orden abierto con la independencia, que le era desfavorable; en efecto, la
guerra había destruido el sistema de explotación minera.

Desarrollos análogos, marcados por el estancamiento económico y la incapacidad de hallar un


estable ordenamiento político, encontramos en las otras tierras hispanoamericanas de la plata,
ahora divididas entre la repúblicas de Perú y la de Bolivia, las elites sobrevivientes están
necesariamente desunidas: las herederos de la lima comercial y burocrática, los de los centros
mineros del Alto Perú, los hacendados ricos solo en tierras que dominan la sierra es del
Ecuador hasta la rayada Argentina, los hacendados en la costa peruana, muy ligados a la
fortuna comercial de Lima y golpeados por la quiebra de una agricultura de regadío y de mano
de obra esclava… y frente a ellos un personal militar que sirve alternativamente en el ejército
de Perú y el de Bolivia, y está destinado a tener decisivo papel. Santa Cruz iPhone la unión de
Perú y Bolivia; en 1836 nace la Confederación perubolivana, en la que los poderes se
concentran en el protector, Santa Cruz intenta ejercer en ese marco más amplio, el mismo
autoritarismo renovador que lo característico en Bolivia: su dictadura reforma la
administración y la justicia, reorganiza el sistema de rentas… por un momento parece encarnar
el modelo del gobernante hispanoamericano preferido por los poderes europeos; el papa, la
monarquía de julio, la diplomacia británica coinciden en otorgar su aplauso a esa experiencia;
estos remotos apoyos se revelan muy insuficientes: Santa Cruz tiene contra si a Lima, a la que
ha despojado de toda esperanza de predominio, tiene contra si al so que ha perjudicado con
sus reformas desde los magistrados al os funcionarios y comerciantes que se consagraban al
fraude a la aduana, no tiene en su favor a los sectores populares. Y a largo plazo revela la
intención de deshacer la comunidad de tierras indígenas en favor de propietarios individuales,
que no se reclutarían precisamente entre los comuneros; hacer en Perú y Bolivia un Estado
moderno es, en suma, una operación demasiado onerosa, que deja indiferentes a los de arriba
como a los de abajo.

No es extraño que el nuevo orden político arraigue mal en tierras que no ha podido encontrar
su lugar en la Latinoamérica desechada por la revolución y lentamente vuelta a rehacer en
medio de una coyuntura desfavorable; en otras partes, soluciones políticas más adecuadas a
esa nueva coyuntura logran imponerse de modo más sólidas. Aun en ellas, sin embargo, la
conquista de un orden estable se revela extremadamente difícil, la dificultad deriva, en parte,
de la vigencia de un nuevo clima económico, que no favorece a quienes dominaron economía
y sociedad antes de 1810. Pero surge también de que el elemento que actúa como arbitro
entre esos dirigentes urbanos y mineros, los de las zonas rurales de economía semiaislada, la
plebe urbana que comienza a hacer escuchar (mientras la rural no ha sido despertada en
tierras peruanas por la revolución, y en las mexicanas ha sido brutalmente devuelta a la
sumisión), es un ejército también él no suficientemente arraigado en el nuevo orden: sólo
paulatinamente arraigado en el nuevo orden: solo paulatinamente los jefes veteranos de la
revolución, a los que a veces al azar de su último destino ha dado influencia en una región a la
que no pertenecen por origen, establecen vinculaciones con sectores cuyo poderío local ha
sido favorecido por el camio de coyuntura, y llegan a identificarse con ellos, hasta entonces la
intervención de la generales se da al azar de las coincidencias entre las oposiciones que se dan
dentro dela sociedad civil y de las rivalidades entre jefes militares; esa situación es
consecuencia del modo particular en que México y Perú han vivido la lucha de independencia:
en México ésta fracasó hasta que sus adversarios retomaron sus banderas políticas para mejor
combatir sus aspiraciones en otros ordenes; en Perú se resolvió en la conquista del país por
ejércitos venidos del sur y del norte. En otras regiones hispanoamericanas el orden nuevo iba a
surgir, sobre todo, del juego de las fuerzas internas.

Entre los estados sucesores de la Gran Colombia, encontramos a uno de ellos una situación
comparable a la peruanobolviaina: es Ecuador, que recoge con nombre nuevo el patrimonio de
la antigua presidencia de quito, la línea de desarrollo es más sencilla: laos que hacen de
árbitros en la vieja y siempre vigente oposición entre la elite costeña -plantadora y
comerciante- y a la aristocracia de una sierra (dominante sobre una masa indígena vinculada
sobre todo por el peso de las deudas heredadas de padres e hijos, y apenas tocada por los
cambios revolucionarios) son militantes que permanecen extranjeros a Ecuador: los
venezolanos de Flores.

Nueva Granada y Venezuela, al revés de Ecuador, ya desde 1830 se liberan de la influencia de


elementos de origen extraño; la disolución de la Gran Colombia devuelve a Santander el poder
en Bogotá; ya entonces se afirma el influjo militar del general Mosquera, que será dominante
durante esta entera etapa, en sus comienzos el régimen, que tiene rasgos de duro
autoritarismo, retomar frente a la iglesia la tradición colonial, la quiere gobernada por el
gobierno civil. El orden conservador se apoya sobre todo en ciertas regiones neogranadinas: la
franja montañosa del sur, que ha resistido tenazmente a la revolución, pero también al valle
del Cauca, en cuyo curso medio e inferior los comerciantes y terratenientes de Antioquia no
muestran aún el dinamismo económico que los caracterizará luego, pero va si un
conservadurismo político y tradicionalismo religioso igualmente marcados. Frente al bloque
conservador, la costa atlántica es hostil al orden establecido, que ha perjudicado a sus clases
mercantiles. La Nueva Granada presenta por esos años, como se ve, un modelo político para
tierras más agitadas; ¿Cuál es el secreto de este éxito, relativo pero indudable? Notemos en
primer termino el papel relativamente secundario del ejercito neogranadino; en segundo
lugar, la existencia de fuertes diferenciaciones regionales, que está lejos de ser tan sólo un
factor de inestabilidad, puesto que gracias a ella se da una fragmentación de esa clase alta
-que tiene un cuasi monopolio del poder político- en grupos locales relativamente indiferentes
a la marcha de la política nacional mientras ésta no afecte ni su preeminencia local ni sus
intereses concretos; esas divisiones regionales son todavía de otra manera un factor de
cohesión: crean vínculos entre las aristocracias y los demás sectores de las distintas regiones,
particularmente importantes en Nueva Granda porque la población rural mestiza no es tan
pasiva ni está tan sometida como en las tierras andinas más meridionales.

En 1830 el pronostico sobre el futuro político venezolano había debido ser acaso más
pesimista que respecto del neogranadino; arrasada por la guerra, que fue allí particularmente
feroz, con sus aristocracias costeñas arruinadas y entregadas al domino de ejércitos formados
por mestizos llaneros y mulatos isleños, Venezuela parece condenada a una extrema
inestabilidad. El orden conservador comienza entonces a mostrar sus quiebras; en primer
lugar, el retorno a un orden semejante a la colonial hace nacer tensiones muy duras: los
beneficiarios del sistema son grandes comerciantes que se reservan lo mejor del negocio
cafetero y grandes propietarios, que en el litoral intentan rehacer una economía de plantación
devolviendo a la esclavitud a los negros emancipados a todo pasto durante las guerras de
independencia. Sin duda, la revolución ha introducido nuevos miembros en los sectores
privilegiados: son los jefes militares que ahora gobiernan Venezuela. A mediados de la década
del cuarenta, los descontentos se acumulan; el que primero se hace sentir es el de algunos de
los beneficiarios del sistema; algunos grandes señores de Caracas, devueltos a la prosperidad, s
fatigan de ocupar políticamente el segundo lugar tras de los rudos generales de la revolución, y
organizan una oposición liberal, a la que un periodista de talento, Antonio Leocadio Guzmán,
hace extremadamente popular entre la plebe caraqueña.

En América Central las dificultades hubieran debido ser acaso menores: esta tierra no conoció
revolución ni resistencia realista. Surgen así las Provincias Unidas de América Central:
destinadas a vida breve y azarosa, son desgarradas por la lucha entre liberales y
conservadores, que se superpone a la oposición entre Guatemala -tierra de economía
semiaisalda y población india, dominada por una minoría española de estilo señorial- y El
Salvador, rincón que proporciona la mayor parte de las exportaciones ultramarinas de
Centroamérica de propiedad más dividida y población mestiza. La pérdida de Guatemala
deshace a la confederación: El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica se constituyen en
diminutos estados republicanos; por el momento poco ha cambiado en esos despoblados
rincones del imperio español. En Guatemala la alianza entre aristocracia adicional y poder
militar adquiere matiz original porque este poder es el de una milicia improvisada,
desvinculada de las tradiciones militares coloniales o revolucionarias, y su jefe proporciona
acaso el ejemplo más extremo del homo nuños llevado al poder por la militarización
postrevolucionaria.

En el extremo sur de la Hispanoamérica del río de la Plata sufre una evolución compleja, por el
momento más rica en fracasos que en éxitos duraderos. El Paraguay comienza su vida
independiente en una experiencia cuyos rasgos extremos le gana a la atención curiosa de
observadores europeos. Ese aislamiento se extiende a la economía: los pocos contactos que le
quedan a Paraguay con el resto del mundo se hacen mediante comerciantes brasileños
autorizados a titulo individual por Francia, las consecuencias están lejos de ser únicamente
negativas, esa sociedad mestiza de necesidades sumarias, puede renunciar sin excesivo
sacrificio a consumo ultramarinos. Por otra parte, el dictador gusta de apoyarse en la plebe
mestiza contra la poco numerosa aristocracia blanca, si ésta no es despojada de sus tierras, es
junto con los comerciantes víctima de un sistema que hace desaparecer casi por entero los
cultivos destinados a mercados externos. La disolución del Estado unitario de 1820 había
estado lejos de constituir una calamidad sin mezcla: sirvió para liquidar bruscamente una
situación ya insostenible; pero en esa liquidación no sólo salía destrozado el centralismo de
Buenos Aires, sino también el federalismo de resto del litoral, que había tenido en Artigas su
paladín.

Recibida con general beneplácito cuando no se habían adivinado las penurias que traería
consigo, la guerra era cada vez mas impopular entre los ricos de Buenos Aires, y era ahora la
primera causa de desconfianza frente al nuevo espíritu aventurero de los dirigentes del
antiguo partido del orden que dominaban el congreso constituyente; estos iban bien pronto a
dar nuevos motivos de alarma en la opinión: harían presiente de la republica a Rivadavia, y
excediendo descaradamente sus atribuciones pondrían a la entera provincia de Buenos Aires
bajo la autoridad del Gobierno nacional; mientras tanto, la redacción de una constitución
unitaria terminó de enajenar al congreso la buena voluntad de los gobernantes del interior, ya
comprometida por episodios como la aprobación del tratado de comercio y amistad con Gran
Bretaña que imponía la libertad de cultos aun en las provincias interiores, y por otros más
turbios, vinculados con las rivalidades entre compañías mineras organizadas en Londres con el
auspicio de Rivadavia.

La guerra civil estalló primero en el norte y luego en el centro del país. A la renuncia de
Rivadavia siguió la restauración de la provincia de Buenos Aires, gobernada por el jefe del
antiguo partido de oposición, el coronel Dorrego; por detrás e el eran los antiguos sostenes
sociales del partido del orden los que volvían a gravitar, obligando a Dorrego a seguir las
negociaciones de paz; éstas culminaban en 1828 en un tratado que creaba un nuevo estado
independiente: la República Oriental del Uruguay , en cuya viabilidad por el momento nadie
creía demasiado; vuelto de la Banda Oriental, el ejercito argentino se apresuró a derrocar y
ejecutar a Dorrego: el general Lavalle, jefe del movimiento, asumió la responsabilidad de la
decisión, que le había sido aconsejada por algunos prohombres del antiguo partido del
orden ,ahora rebautizado unitario; la ejecución de Dorrego provocó un alzamiento rural que
reconoció como jefe a Juan Manuel de Rosas. Rosas, la figura dominante, no sólo porque en
buenos aries, momentáneamente disminuida por su adhesión a una causa perdida, recupera
muy pronto su ascendiente, sino también porque su gobernador es el único jefe federal que ha
asimilado la experiencia de la crisis pasada para deducir de ella un arte de gobierno.

Surge entonces una nueva coalición antirracista: terminada la rebelión riograndense, Brasil
vuelve a gravitar en el Plata; Urquiza, el gobernador e Entre Ríos, Brasil y el Gobierno e
Montevideo se unen, y Urquiza, tras expulsar a Oribe de Uruguay, invade Santa Fe para seguir
sobre Buenos Aires; en Caseros, cerca de cincuenta mil soldados e enfrentan, el ejercito rosista
(cuya marcialidad había impresionado al representante británico de Buenos aires) se desbandó
luego de un bravísimo combate, y el gobernador, tras de dimitir el cargo, marchó al destierro
inglés. Termina así la época de Rosas; durante ella, pese a todas las vicisitudes, Argentina
prosperó; esa prosperidad es sobre todo la de la provincia de Buenos Aires, que, si tiene que
dar tropas para los ejércitos rosistas, por lo menos no conoce invasiones ni luchas en su
territorio. Es la más tardía del litoral ganadero: en la década del cuarenta, Entre Ríos y
Corrientes comienzan a adquirir importancia nueva, en particular la primera de esas provincias
una clase terrateniente muy poco numerosa y muy rica comienza a sentirse rival de la de
Buenos Aires.

Las administraciones de orden reflejan pálidamente en la Argentina a rosista, el que es en la


primera mitad del siglo XIX el éxito mas considerable de la Hispanoamérica independiente: el
de la republica conservadora de Chile. En la década de veinte muy poco parecía anunciar ese
éxito: chile había enfrentado experiencias extremadamente agitadas; O’Higgins había
intentado organizar un autoritarismo progresista de raíz borbónica: había fracasado bien
pronto, acusado de despotismo luego de chocar con los terratenientes por su reforma del
sistema de herencia, con la Iglesia por su tolerancia con los disidentes, con la pebre por su
pretensión de limitar sus festejos tradicionalmente tumultuosos. El sistema conservador
-católico, autoritario, enemigo de novedades- se expresó en la constitución de 1833; bajo su
égida Chile conoció un orden que fue despersonalizándose, luego de superar las pruebas del
asesinato de Pretales y la guerra con la confederación perubolviariana; ese orden fue
presentado en la opinión publica hispanoamericana en términos muy idealizados por los
jóvenes emigrados argentinos antirracistas (Sarmiento, López, Alberdi) que, acusados en su
patria por ser agentes de ideas disolventes, eran recibidos sin alarma por el Chile conservador
que les abría sus periódicos, sus cátedras y, a veces, sus magistraturas. Es real, por ejemplo, la
institucionalización, acompañada de una liberalización lenta del régimen, sobre todo a partir
de 1841 y 1851; esa liberalización se vincula además con cambios mas generales en la vida
chilena: de 1831 es el comienzo de un periodo de expansión minera del Norte Chico, que crea,
al Aldo de la clase terrateniente del valle central que es la domínate en la republica
conservadora. A mediados de siglo, como los otros países hispanoamericanos que conocen
como menos glorioso régimen es conservadores (Colombia o Venezuela), Chile aparece
trabajado por un descontento muy vasto: aún más que en aquellos países, en Chile, tras de los
voceros más ruidoso de ese descontento, se dibujan nuevos sectores altos (los mineros) que
aspiran a compartir el poder y combaten por él desde posiciones de fuerza económica ya muy
considerable.

Surgimiento del orden neocolonial

La eficacia que el cambio de la coyuntura económica mundial tuvo para Latinoamérica fue
acrecería por el modo en que se produjo; una explicación hoy impopular lo hace partir del
descubrimiento del oro californiano, justo o no, ella tiene en todo caso, el mérito de recordar
que el cambio de coyuntura comenzado hacia 1815 no solo abre una fase de alza destinada a
durar hasta 1873, sino también se acompaña de una ampliación del espacio económico, de
torno de la metrópoli gracias a un sistema de intercambios hasta entonces relativamente poco
voluminosos; esa unificación es facilitada por la renovación de los transportes, dejada, sin
embargo, en un segundo plano por una intensificación del empleo de los tradiciones, sobre
todo en las rutas oceánicas. Las consecuencias inmediatas para los países hispanoamericanos
que bordean ese oceánico son considerables; súbitamente instalados sobre una ruta que
adquiere importancia creciente, esa nueva situación les ofrece medios más fáciles para
exportar sus frutos; no es esa la única consecuencia del descubrimiento californiano: la
economía desenfrenadamente consumidora que surge en torno de los centros auríferos activa
directamente la de los países del pacifico. El tono de la vida urbana se hace mas europeo: si el
proceso es muy parcial es innegable, y sus raíces parecen ser dobles. Hay un conjunto de
progresos técnicos que irrumpen para cambiar el aspecto de las ciudades: el gas de la década
de cincuenta reemplaza al aceite y a la maloliente grasa acuna o equina con medio de
iluminación en Buenos Aires, en Valparaíso, en Lima, después de haberse impuesto en Rio de
Janeiro; al mismo tiempo los nuevos medios de transporte acercan a las ciudades de Europa; si
bien la mayor parte de la navegación oceánica seguirá haciéndose por varios decenios a vela, a
comienzos de la década del cincuenta el buque-correo inglés comienza a transportar pasajeros
en vapores por las grandes rutas americanas.

A mediados del siglo XIX comienza en casi todas partes el asalto a las tierras indias (sumado en
algunas regiones al que se libra entra las eclesiásticas); ese proceso, que según algunos casos
avanza junto con la expansión de cultivos para el mercado mundial, en otros se da
perfectamente separado de ésta. Su primer motor parece ser entonces la mayor agresividad
de sectores a menudo situados a nivel más bajo que los tradicionalmente dirigentes; junto con
ella, lo que hace más atractiva la conquista de las tierras insidias parece ser, en una primera
etapa, la expansión de los mercados locales proporcionados por ciudades y pueblos; ese signo
de un cambio en el equilibrio entre sectores urbanos y campesinos comienza a darse e rigor
antes de que otras transformaciones vinculen de modo nuevo a Latinoamérica con la
economía mundial, aunque está destinado a intensificarse con ellas. ¿Cuáles son esas
innovaciones? Se ha señalado que son básicamente dos: mayor disponibilidad de capitales y
mayor capacidad por parte de las metrópolis para absorber exportaciones hispanoamericanas;
la primera s e vuelca en inversiones y créditos a gobiernos, esta innovación es rica en
consecuencias políticas y contribuye a producir la consolidación del Estado que es uno de los
hechos dominantes en esta etapa, los préstamos a Gobiernos que cada vez más
frecuentemente adoptan fórmulas de amortización a largo plazo se apoya en una visión del
futuro latinoamericano (a la que contribuyen a fortificar) según la cual la expansión constante
de la economía resolverá el problema del endeudamiento.

En lo inmediato las inversiones de capitales, beneficiando a veces desmesuradamente a


quienes las hacían, beneficiaban aún más a las clases propietarias locales, que aumentaban a
las vez sus rentas (gracias a una expansión de la producción facilitada por el nuevo clima
económico) y su capital, multiplicado -sin necesitar ninguna inversión sustancial- por el
proceso de valorización de la tierra; en estas condiciones es preciso preguntarse si acaso no
había disponibilidades de capitales para las inversiones a las que fueron convocados los
extranjeros, lo que contaba era la decisión de los dueños de esos capitales de no invertirlos de
ese modo. Al dejar de lado este aspecto del problema, el estudioso actual tiene de a disminuir
la importancia del papel de las clases dirigentes locales en la etapa de afirmación del orden
neocolonial. Pues es éste precisamente el proceso que llena la etapa iberoamericana
comenzada a mediados del siglo XIX, la fijación de un nuevo pacto colonial; esto transforma a
Latinoamérica en productora de materias primas para los centros de la nueva economía
industrial, a la vez que de artículos de consumo alimenticio en las áreas metropolitanas, la
hace consumidora de la producción industrial de esas áreas, e insinúa al respecto una
transformación, inculpada en parte con la e la estructura productiva metropolitana: no son ya
los artículos de consumo perecedero (textiles, seguidos de lejos por los de menaje domestico)
los absolutamente dominantes las inversiones aseguraban un flujo variable de bienes de
capital, productos de la renovada metalurgia, y también uno mas constante de combustibles
(el carbón, victorioso con la modernización que hace abandonar las fuentes locales de luz y
calor, y confirmado luego en su predominio por la expansión de las redes ferroviarias) y de
respuestas y otros productos complementarios, esa evolución de la composición del comercio
importador es, sin embargo, lenta, y no madurará sino en tiempos posteriores. Las nuevas
funciones de América latina en la economía manual son facilitadas por la adaptación de
políticas librecambistas, el librecambio es un factor de aceleración del proceso que comienza
para Latinoamérica, y esa es, sin duda, la causa ultima de su popularidad local, que se amplía
también gracias a los nuevos hábitos de consumo de sectores urbanos en expansión, que hace
depender de la importación a masas humanas cada vez mas amplias.

Las clases terratenientes, en cuanto propietarios de la tierra, cuya valorización es una


consecuencia inmediata del orden nuevo, pero también en cuanto dotadas de influencia
política que les permite beneficios adicionales; estas clases, más ricas en tierras que en dinero,
frecuentemente endeudadas, constituyen, junto con los políticos reclutados en la élite urbana,
lo mejor de la clientela de los nuevos bancos nacionales que van surgiendo en Latinoamérica;
las particularidades de los sectores dominantes explican que la política monetaria de los
estados latinoamericanos haya sido frecuentemente aún menos ortodoxa que su política
aduanera: el culto por la moneda con respaldo metálico, que en doctrina no se abandona
nunca, es durante largas etapas excesivamente platónico, y los sistemas de moneda de papel
florecen, sea como consecuencia de una legislación bancaria demasiado incauta, que orienta el
crédito hacia los sectores altos y lo hace pagar luego por el conjunto de la población mediante
la emisión, sea como resultado de las crisis financieras de los estados que se han lanzado con
demasiada avidez sobre el crédito internacional, y deben echar mano del respaldo metálico de
su circulante interno para atender obligaciones exteriores en horas de crisis, renunciando
momentáneamente a la convertibilidad. Fue el nuevo orden el que, al dar más dinero al
Estado, le ha permitido pagar mejor a sus empleados y sobre todo multiplicar su número, al
aumentar de este modo (y mediante la nueva riqueza que proporciona a los terratenientes) la
capacidad de consumo urbano ha permitido una expansión del pequeño y mediano comercio,
está comenzado a hacer posibles algunas actividades industriales orientadas hacia ese
mercado local.

Las víctimas de esas órdenes nuevas se encuentran sobre todo en los sectores rurales, uno de
los elementos precursores de esa aparición fue el comienzo de la expropiación de las
comunidades indias, en las zonas en que éstas habían logrado sobrevivir hasta mediados del
siglo XIX. La incorporación de un proletariado rural proporciona muy escasos beneficios a
quienes las sufren: los sectores que dirigen la modernización agraria, escasos de capitales, no
encaran sino cuando no les queda otra salida la constitución de una mano de obra realmente
pagada en dinero; encuentran en que los peones asalariados no sólo demasiado costosos, sino
también demasiado independientes: un campesino con dinero suele, en efecto, creerse mas
libre de lo que efectivamente está, y abandonar la hacienda. La modernización económica
impone a la fuerza de trabajo rural cargas que ésta no aceptaría espontáneamente, si las
relaciones de trabajo se han modernizado en los hechos mucho menos que en las letras de la
ley, y aun ésta sigue consagrados regímenes muy poco modernos, el estilo de trabajo que se
espera de los campesinos latinoamericanos concede en cambio muy poco a tradiciones
consolidadas en etapas en que la rigidez de los mercados de consumo no empujaba a
aumentar la producción. Se tata de hacer de ese campesino una suerte de hibrido que reúna
las ventajas del proletario moderno (rapidez, eficacia surgidas no sólo de una voluntad
genérica de trabajar, sino también de una actitud racional frente al trabajo) y las del rabajador
rural tradicional en América Latina (escasas exigencias en cuanto a salarios y otras
recompensas, mansedumbre para aceptar una disciplina que, insuficientemente racionalizada
ella misma, incluye vastos márgenes de arbitrariedad).

La inmigración es, pues, otro aspecto del proceso que comienza. Desde 1810 se ha tendió a
colocársela cada vez mas en primer plano en cualquier proyecto de transformación económica
y social: esta tendencia se acentuó hacia mediados de siglo, cuando Estados Unidos comenzó a
dar un ejemplo impresionante de cómo ella podía contribuir a cambiar el ritmo de crecimiento
de un país. Sin embargo, la inmigración fue en Latinoamérica de importancia muy variable, en
todas partes continuó y se acentuó la integración de extranjeros en los niveles altos de las
sociedades urbanas; las nuevas funciones que iba asumiendo la economía metropolitana
aseguraban, en efecto, el manteamiento de este proceso. Inmigración masiva sólo se dio en
algunas tierras atlánticas: Argentina, Uruguay, Brasil central y meridional; y en la época que
nos interesa aun en esas regiones sólo comenzaba a hacer sentir sus consecuencias.

El crecimiento del comercio internacional (que da la medida más precisa del ritmo del proceso
que incorpora a América Latina, como región productora de materias primas, al comercio
mundial) es aun más rápido: en 1880 la República Argentina ha decuplicado las exportaciones
del virreinato del Rio de la Plata a comienzos del siglo y multiplicado por cincuenta el valor de
las del litoral ganadero que constituyen ahora el núcleo de su comercio exportador. El
crecimiento es, sin duda, en otras partes mas moderado: Brasil decuplica el valor de sus
exportaciones de comienzos del siglo; Nueva Granada las ha multiplicado siete veces;
Venezuela, en proporción comparable; Perú las ha quintuplicado. El aumento se concentra a
entonces en las zonas marginales del antiguo imperio: no es extraño que se acompañe de una
caída de la importancia relativa de las exportaciones de metales preciosos que se da aún en las
tradicionales exportaciones de oro y plata. La expansión, que no se da ya predominantemente
en torno a la minería, es fruto de un conjunto de booms productivos, algunos de los cuales son
incidencia solo local, mientras otros afectan a más de una región latinoamericana; esos
posesos tienen en común requerir inversiones directas de capital relativamente reducidas (aun
en las primeras etapas de la expansión de la minería del cobre en Chile, los capitales locales
resultaron suficientes para asegurarla), sin duda, otras inversiones son necesarias para acelerar
el proceso, las que se vinculan con la instalación de redes ferroviarias y telegráficas.

Terminada la guerra civil, Estados Unidos recupera una política latinoamericana coherente,
que con el tiempo ose hará cada vez más decidía; al mismo tiempo, la estrella de Francia
palidece y la política británica toma cada vez mas en cuenta el avance norteamericano, que
solo intenta discretamente frenar en las zonas en que el predominio económico inglés se está
consolidando. A falta de un Grand desean político le sobran objetivos concretos que
defender, y una vez asegurados éstos Gran Bretaña tiene predomino de hecho sobre buena
parte de Latinoamérica; para asegurar la defensa de los intereses británicos se dan
instrumentos que no necesitan ser blandidos amenazadoramente: así, los países endeudados
que necesitan de nuevos créditos de la plaza de Londres se muestran espontáneamente
sensibles a los puntos de vista de metrópoli financiera; esta necesidad objetiva es aceptada sin
demasiada resistencia por la opinan publica latinoamericana, los gobiernos que son elogiados
en el economista, los mas importantes que marchan a Londres a recibir el agasajo de comités
de homenaje en que dominan los banqueros de la City, no sólo buscan cultivar a los
prestamistas de los que dependen, ganan al mismo tiempo prestigio frente al os mas
influyentes entre sus gobernados.

La renuncia de ambiciosos objetivos políticos era una de las razones de fuerza de la potencia
hegemónica: si, por ejemplo, la Francia del segundo imperio sólo era guía aceptada por
quienes se inclinaban a soluciones marcadamente autoritarias y por lo menos parcialmente
tradicionalistas, la Inglaterra victoriana, que se presentaba a Latinoamérica despojada de
cualquier actitud misionera, contaba con la adhesión de todos cuantos aceptaban los rasgos
esenciales de la modernización en curso; y éstos -como puede deducirse del cuadro de fuerzas
sociales que la apoyaban- cubrían el entero espectro político, desde los generales dispuestos a
compensar con radio progresos materiales la desaparición de la libertad política de la que han
despojado a sus gobernados, hasta las oligarquías que prosperan con las exportaciones, y los
sectores medios urbano que creen estar colaborando en la construcción de un remedo
latinoamericano de la Europa burguesa.

Aun gobiernos muy moderadamente reformadores deben enfrentar resistencias que


adquieren las modalidades verbales de la guerra santa; la nueva iglesia, si tiene organización
mas vigorosa, no siempre conserva esa adhesión popular en la que reside lo esencial de su
fuerza política. Las modalidades de la nueva situación se manifiestan muy claramente en
México: allí la revolución liberal conquista una base popular frente a una oposición eclesiástica
ahora masiva (y no limitada a las jerarquías altas); al mismo tiempo la iglesia cumple mejor que
antes su papel de núcleo d ella resistencia conservadora, y por añadidura es un nexo esencial
entre ésta y las fuerzas políticas y financieras europeas, que contribuyeron a ampliar el
conflicto. Había en la sociedad hispanoamericana fuerzas cada vez mas vigorosas que se
disponían, por su parte, a atacar el estatuto de la iglesia y las ordenes; esa fueras envían
algunas regiones un objetivo inmediato la riqueza eclesiástica, sobre todo la inmueble. Ello
ocurría así precisamente donde la iglesia había acumulado, en tiempos coloniales, patrimonios
inmobiliarios muy vastos y los había conservado sustancialmente incólumes durante la guerra
revolucionaria.

La cristianización popular, cuya superficialidad no había implicado un riesgo mientras la Iglesia


había conservado un estatuto no discutido por los sectores gobernantes, revelaba ahora todas
sus limitaciones, y la adhesión a la iglesia -intercesora en nombre de las masas frente al orden
tradicional, pero intercesora eficaz en la medida en que era parte de ese orden- se revelaba
fundada en sentimientos muy complejos y ambiguos, entre los cuales los de temor aparecen
dominantes: la Iglesia, desde que se proclama perseguida, pierde una parte de su prestigio
frente a esas masa de cuya religiosidad escasamente ilustrada espera obtener el desquite
frente al despego de los sectores gobernantes. Las iglesias ha tomado en cuenta uno de los
rasgos mas notables del cambio ocurrido en Hispanoamérica: la ampliación de la vida política
por participación de sectores nuevos es muy limitada: en casi todas partes los que dominan la
economía conservan hasta 1880, y aun mas allá, el monopolio del poder político o, en todo
caso, lo comparten con fuerzas que han entrado a gravitar desde antes de la renovación de
mediados del siglo (la más importante de las cuales es, en todas partes, el ejercito). La
renovación política temía entonces por reducirse en un proceso interno de los sectores
dirigentes, ellos mimos escasamente renovados en su reclutamiento. Este desenlace tiene algo
de inesperado, sus e toma en cuenta las resistencias que en sus comienzos la renovación
encontró, demasiado violentas para que sea explicación suficiente la presencia de una
generación de dirigentes políticos que en casi todas partes se resigna mal a su ocaso.

En casi todas partes, a mediados del siglo XIX, un orden sustancialmente conservador, más o
menos firmemente arraigado, está amenazado por el crecimiento de una oposición que se
nutre sobre todo de las ciudades en crecimiento; esta oposición no expresa sólo el
descontento siempre disponible de la plebe urbana, son sobre todo el de muchos jóvenes de
las clases instruidas pero no necesariamente ricas, a los que la sociedad hispanoamericana no
es más capaz en 1850 que en 1800 de dar el lugar que juzgan suyo en derecho, y a quienes el
conservadorismo intelectual dominante resulta particularmente insoportable; a menudo esa
oposición recoge también la pretensión de clases medias urbanas a recibir trato más
respetuoso de sus gobernantes. El poderío económico y social que sostener estas protestas es
insignificante; si consolidan sus avances es porque logran evocar en su apoyo a elementos más
poderosos, pero esto sólo lo alcanzan cuando ya han obtenido una supremacía política que ha
comenzado por ser muy frágil.

El credo liberal es demasiado satisfactorio a los intereses dominantes para que los recelos que
inspiran sus primeros abanderados sean un obstáculo decisivo; pero la conversión de los
poderosos al nuevo orden sólo llegará cuando sus ventajas se hayan hecho evidentes, cuando
su viabilidad se haya revelado por lo menos probable; hasta entonces las fuerzas renovadoras
tiene que llevar adelante en mas de uno de los nuevos países latinoamericanos una lucha a
menudo extremadamente difícil. En otros países, sin duda, la transición se da sin combate: se
trata aquí de una más superficial evolución de actitud dentro de los sectores ya antes
dominantes: ese triunfo más fácil del orden nuevo se revelará, a menudo, también menos
duradero. Los criterios utilizados para establecer la separación entre la primera y la segunda
etapa de afirmación del orden neocolonial: los elementos decisivos han sido dos; por una
parte, una disminución en la resistencia que los avances de ese orden encuentran; por otra, la
identificación con ese orden de los sectores económicos y socialmente dominantes; esta
identificación, que trae consigo un parcial abandonado de los aspectos propiamente políticos
del programa renovador de mediados del siglo, reorienta la ideología dominante del
liberalismo al progresismo, y va acompañada a menudo -pero no siempre- de una simpatía
renovada por las soluciones políticas autoritarias.

En México, en 1861 los liberales conquistan la capital; la resistencia conservadora prolonga, sin
embargo, la guerra civil en las provincias. Y juega lo que cree su carga de triunfo: la
intervención europea; el gobierno conservador ha acumulado deudas en casas bancarias de
Francia y Suiza durante la guerra civil, liberales y conservadores por Gual han echado mano del
dinero y las mercaderías de comerciantes ingleses y españoles. Ahora las potencias urgen a
Juárez que liquide esa cuenta a menudo dudosas, Juárez alega con verdad que no puede
hacerlo; las potencias intervienen: los anglofrancoespañoles ocupan Veracruz a comienzos de
1862; los fracasos iniciales (derrota de Puebla agregan razones de prestigio a esa política de
presencia: en junio de 1863 los franceses conquistan la capital, cuyo clero los recibe en delirio,
el gobierno de Juárez comienza su retirada hacia el norte. La estabilidad llegará al México
conservador a través de la instalación de una monarquía: en esa solución coinciden veleidades
ya antiguas de los conservadores mexicanos y las preferencias de su nuevo protector, el
emperador francés. En 1864 México también tiene emperador: es Maximiliano de Habsburgo;
el imperio había sido creado por los conservadores para deshacer la obra de la reforma, se iba
a cuidar muy bien de tanta improducencia, la reforma había creado ya sus propios
beneficiarios: hacendados, pero sobre todo comerciantes de la capital y de las ciudades de
provincias que se habían hecho propietarios de bienes antes eclesiásticos. Terminada la guerra
civil en Estados Unidos, agravada la crisis del equilibrio europeo por la guerra de 1866, los
franceses se retiraron finalmente de México, dejando una vez más entregados a su destino a
los elementos locales que habían confiado en su apoyo; Maximiliano, que no quiso seguirlos,
presidió una resistencia sin esperanzas, fue capturado y fusilado por la decisión de Juárez. Pese
a su lealtad, acaso sincera, a la tradición de la Reforma, el triunfo de Diaz significaba una etapa
importante en su transformación: luego de su triunfo, sus partidarios se encargaron de
mostrar en él el fin de la tradición jurídico-liberal de la reforma; un progresismo autoritario,
una tiranía honrada que se diferenciaría sustancialmente de la de Sana Anna porque ahora
tendría objetivos que iban más allá de su mera supervivencia, que se encargaría de dirigir la
modernización económica tan demorada, era la exigencia de una nueva hora mexicana.

El transito de Rosas a Roca fue mucho más que una transformación política, en la Argentina de
1880 no era posible reconocer la de 1850; la alternancia de etapas prosperas y crisis no
lograba disimular una expansión que lo dominaba todo, en la provincia de Buenos Aires los
ferrocarriles decuplicaban el valor de la tierra, y al mismo tiempo contribuían a hacer posible
una quintuplicación de los valores de las exportaciones. La prosperidad es el clima que se cree
permanente de Argentina, mientras ésta dura, el orden político permanece estable; sus
altibajos provocan tensiones que, sin embargo, la coyuntura acalla luego de haberlas
provocado.

En México, en Argentina, en Uruguay, donde la disidencia armada había sido un rasgo


constante, donde dirigentes políticos que habían llegado a ser reconocidos y respetados en
toda América latina, habían comenzado a mediados de siglo una regeneración en el credo del
liberalismo constitucional, el progresismo s e coloreaba, en mayor o menor grado, de matices
autoritarios y militares. Se podrían esperar desarrollos análogos en tierras en que el esfuerzo
de renovación había sido menos hondo, en que las tendencias autoritarias habían arraigado en
el pasado encontrando menores resistencias. Y, sin duda, éstos no ha de faltar: no van a ser,
sin embargo, los mas frecuentes; lo más frecuentes es en cambio que el progresismo sea el
nuevo credo de oligarquías políticas que, a la vez que se amplían, se consolidan en el poder (es
el caso de chile, el de Colombia), lo defienden tenazmente de las amenazas de un
autoritarismo militar en que ostentan ver un heredero de la arcaica tradición caudillista (es el
caso de Perú) o ceden sólo una parte de su gravitación a fuerzas que les son ajenas, y a las
cuales de ningún modo se subordinan (es el caso de Brasil). También hay, sin embargo,
soluciones progresistas decididamente autoritarias: las hallaremos en Venezuela, en
Guatemala, en Ecuador. En Centroamérica, esa evolución era menos extremosa por razones en
parte políticas (en ninguna parte el dominio conservador había sido tan marcado como en
Guatemala, en parte económico-sociales (en ninguna parte el modelo de una economía
señorial cerrada dominaba como allí); en todo caso, la lucha entre liberales y conservadores
(clericales) llena la historia centroamericana en la segunda mitad del siglo, de ella emerge
lentamente la solución militar, que -utilizando para reclutar su clientela política el nexo, a
menudo tenue, del dictador con alguno de los partidos tradicionales- inaugura de hecho un
régimen nuevo; pero el progresismo de estas soluciones autoritarias está a menudo limitado a
la esfera de las intenciones por la lentitud del cambio económico. La política centroamericana
comienza a ser afectada en esta etapa por la importancia estratégica de la región Gran Bretaña
y Estados Unidos, adversarios mal reconciliados en cuanto aspiran ambos al dominio de la ruta
del Istmo, se dedican a jugar apuestas en las complejas rivalidades políticas centroamericanas.

Algunos sectores militares hallan en el positivismo la ideología adecuada a su actitud: en él


encuentran justificación para su rechazo de un equipo político al que reprochan a la vez su
reclutamiento social demasiad estrecho y su apego a una cultura política anticuada y la bresca,
cuyo núcleo está en jurisprudencia y no en las nuevas ciencias exactas y sociales. En el
positivismo encuentran también esos oficiales los instrumentos para articular la exigencia de
un nuevo tipo de autoritarismo progresista, más sensible, por otra parte, que en
Hispanoamérica a motivos humanitarios y que tiene posición firme en favor de la abolición de
la esclavitud; se configura así un republicanismo militar, que se difunde en la medida en que se
logra identificarse con la defensa corporativa del cuerpo de oficiales. La organización política
imperial se debilitaba desde dentro (por marginalización de ese partido liberal que era, desde
hacia decenios, su sector mas importante) y a la vez perdía el apoyo seguro -decisivo en Brasil-
del ejército, y junto con él el menos importante de la Iglesia; esa deteriorización creciente se
daba en un clima de transformación económica y social muy rápida, de la cual, por el
momento, se advertía sobre todo la rápida destrucción del antiguo orden. Entre 1870 y 1885,
la estructura de las exportaciones brasileñas varió completamente: en esa primera fecha los
artículos que la dominación eran el algodón y el azúcar, productos ambos del Nordeste; en 185
el café cubría el 62,2% de las exportaciones, el azúcar sólo el 11,34% y el algodón había
perdido toda importancia.

La ruina del orden tradicional era aquí también evidente; en ese clima en que la decadencia
parecía dar el tono general de la vida brasileña, el debilitado régimen imperial debió liquidar el
más pesado de los legados de la pasada prosperidad: el problema de la esclavitud; sin duda
ésta perdía importancia con el transcurso con el transcurso del tiempo: la trata había sido
eficazmente suprimida desde mediados del siglo, y la económica esclavista no era más capaz
que antes de organizar el reemplazo de la mano de obra sin acudir a la importación. El
republicanismo, cada ave más popular en el ejército, había echado raíces además en la
provincia que estaba al frente de la expansión cafetera, San Pablo; en Minas Garaes, que
seguía siendo la más poblada de Brasil, el liberalismo (que tenia allí uno de sus focos
principales) se alejaba, por su parte, cada ve más del marco monárquico. Finalmente, el
republicanismo ganó un adepto de excepcional importancia: el mariscal Deodoro da Fonseca,
que mantenía el orden en el ejercito para los conservadores. Un golpe militar que no encontró
resistencia derribó en 1889 la monarquía: el ejército y las élites políticas del Brasil central,
donde se estaba elaborando la expansión del café, eran los beneficiarios principales del
cambio institucional.

La república brasileña -que inscribió en su bandera el lema positivista de “orden y progreso”-


significó la alineación de Brasil sobre el modelo de regímenes progresistas, en que el influjo de
la oligarquía terrateniente era integrado en proporciones variables con el del ejército, del que
hemos visto ya variados ejemplos en la América española. El Brasil del café no iba a necesitar
de la esclavitud; la inmigración europea iba a cubrir sus necesidades de mano de obra: a plazo
mas largo era la expansión demográfica brasileña, que comenzaba a tomar ritmo sostenido la
que aseguraría la disponibilidad de una mano de obra abundante y barata.
Unidad 1
Crisis imperiales – Halperin Donghi (Teórico)
El preso creciente de los conflictos externos

En 1750 se dio la mas ambiciosa tentativa por cerrar el contencioso entre España y Portugal en
la costa sudamericana del atlántico sur: el tratado de Madrid, que transfiere a la Colonia del
Sacramento al rey de España y las tierras misioneras al este del Rio Uruguay al de Portugal.
Dese entonces, y por algo mas de una década, la política española buscó mantener abierta esa
alternativa pacifica a la anterior alianza francesa, de resultados decepcionantes; pero los
obstáculos se revelan pronto muy fuertes, en cuanto a la reconciliación con Portugal, la
reacción de las poblaciones garantes a la cesión acordada en Madrid es la que podía esperarse
de las victimas más seculares del impulso expansivo portugués. Hay quienes en el gabinete
español preferirían dejar de lado el tratado, que les parce poco ventajoso. La muerte en 1754
del ministro que con él se ha identificado, Carvajal, y a la inmediata desgracia de su gran rival
el marqués de la Ensenada van a hacer que sus términos no lleguen a aplicarse, y en 1761, ya
bajo otro soberano, es finalmente anulado; para entonces una nueva vuelta de tuerca en el
conflicto de poder en Europa relega las relaciones entre potencias ibéricas a un segundo plano,
en 1755 estalla la que será la guerra de siete años; Inglaterra entra en ella -al lado de Prusia, y
contra Francia, Austria y Rusia- al año siguiente; España mantiene su neutralidad, y ni siquiera
la muerte de Fernando VI y el ascenso al trono de Carlos III, menos pagado a una política
sistemática de paz, la aparta de ese rumbo. Al terminar esta costosa aventura España y
Portugal no han resuelto su contencioso, por otra parte, ambas naciones -la protegida igual
que la hostilizada por Inglaterra- tienen motivos para temer el acrecido poder que concede a
ésta -sobre todo en ultramar- su victoria en la Guerra de Siete Años, que termina con el poder
de Francia en Asia y el continente americano.

Luego de años de discreta ayúa francesa y española a los rebeldes norteamericanos, en 1778
Francia declara la guerra a Inglaterra, España comienza por ofrecer su mediación que termina
por transformarse en ultimátum, en 1779 también se encuentra en guerra; aunque la empresa
mas ambiciosa de ésta (el sitio de Gibraltar) no alcanza éxito, la derrota britana esta vez no
tiene duda. Pero hay en todo el episodio un elemento inquietante: las potencias borbónicas
han logrado vencer apoyándose en un desafío dirigido a la vez contra el orden colonial y el
orden monárquico, protagonizado por los revolucionarios de la América inglesa, es el primer
signo de que la larga crisis europea y mundial se desliza del conflicto entre potencias a otro
lado que afectará al orden político ismo, entre los servicios del monarca español su ministro
Aranda no deja de señalar las perspectivas inquietantes que abre esa paradójica victoria; el
lazo entre uno y otro conflicto es muy real: la revolución norteamericana ha surgido en
respuesta a una tentativa de reorganización imperial paralela a las de las potencias ibéricas, y
destinada como éstas en parte a distribuir de modo nuevo, entre metrópoli y posesiones
ultramarinas, el peso cada vez mas gravoso de los gastos militares.

En 1793 una España aliada con Inglaterra y Portugal se incorporaba a la coalición


antirrevolucionaria y antifrancesa; la guerra, comenzada en el Rosellón, iba a ser llevada en
1794 a territorio español; si en Cataluña el avance francés pudo ser contenido y en 1795
parcialmente repelido, en el País Vasco un avance más lento del invasor le permitía en ese
mismo año cruzar el Ebro por Miranda; cuando Prusia y Holanda, derrotada, se retiraron de la
coalición, España debió imitarlas. En 1795 la paz de Basilea cedía a Francia la parte española de
Santo Domingo, un año después España sería aliada de su vencedora. A la vez que un
inesperado retorno al pacto de familia con quienes habían ejecutado al jefe de la rama
francesa de los borbones, esta alianza era la admisión de que España no tenía otra alternativa
frente a una Francia aparentemente invencible por esa poderosa liberación de energía
expansiva que había sido la Revolución.

Francia esta de nuevo en guerra en 1803, el gobierno español busca ahora permanecer
apartado; en octubre de 1804 la marina británica ataca y captura naves españolas de retorno
de Indias y se apodera de un rico tesoro metálico, la respuesta inevitable es la guerra
declarada en 1805. La alianza se torna cada vez mas desigual, los efectos desfavorables de la
superioridad naval británica pesaban a corto plazo más sobre España que sobre una Francia
capaz de extraer vastos recursos de su fortaleza europea, pero además, habiendo entrado en
la alianza porque el abrumador poderío francés no le dejaba alternativa, el gobierno español
no podía evitar el progresivo deslizamiento de aquella hacia una relación de vasallaje, en 1806
esa redefinición entraba en una fase crítica, el primer rasgo de esto fue las veleidades de
independencia mostradas por el gabinete de Madrid, bruscamente abandonadas luego del
derrumbe de la resistencia prusiana al avance francés en Europa central. Mas dependiente que
España de sus territorios de ultramar, el reino portugués se había apegado obstinadamente a
una neutralidad que le permitirá retener, en medio de un mundo en guerra, su base europea a
la vez que la colonial; en noviembre de 1807 los franceses entran en Portugal y toman Lisboa,
abandonada por el príncipe regente su corte después de días de vacilaciones, cortadas por el
imperioso consejo británico, en ese mismo noviembre estalla en España la crisis dinástica que
los agentes franceses han anticipado e incitado, ella culmina en marzo de 1808 con el motín de
Aranjuez, seis días después de producido.

El sistema político de las indias ha sido puesto todo él en entredicho. La desesperación del
monarca, a la vez cumbre y fuente de legitimidad de esa inmensa, contradictoria maquina
administrativa, amenazada a la vez la cohesión de ésta y la de los territorios sumariamente
gobierna. Ello crea nuevos riesgos y oportunidades para los territorios y sus habitantes, pero
en los veinte años de progresiva agonía que han precedido a ese derrumbe hay quienes se han
preparado para montar las nuevas alternativas.

La agonía del imperio español en América

A partir de 1796 el lazo imperial había sido mortalmente debilitado: el envió de hombres y
recursos de la península a las indias se tornaba difícil, la creación de una administración
unificada por los menos en la cima y de un ejercito de dimensiones realmente imperiales,
quizás el mas importante legado de la reforma borbónica, quedaba por ello amenazada; la
quiebra del vinculo atlántico heria el núcleo mismo del poder español: el tesoro indiano, que
había sostenido por siglos al poder metropolitano, ya no podía hacerlo. Junto con el lazo
político-financiero, el mercantil sufre un golpe durísimo, tan duro que la corona misma, para
paliarlo, debió abrogar parte del monopolio mercantil que el nuevo régimen comercial había
asegurado a la metrópoli. La Corona alienta a su vez una participación mas activa de las
colonias en un comercio mas riesgoso, y la inserción de éstas en corrientes mercantiles nuevas,
como la que las ligará con intensidad nunca antes conocida a Estados Unidos o el norte de
Europa continental, o menos nuevas, pero tradicionalmente vedadas total o parcialmente al
comercio legal, como el de Brasil y las Antillas no españolas. La razón para esas concesiones es
mas fiscal que económica: el comercio es la fuente principal de ingresos, y su estancamiento
tendría consecuencias gravísimas; ambos descubrimientos -el de la decadencia progresiva del
poder español, tras su reafirmación en las reformas, y el de la posibilidad de desafiar con éxito
las bases ideológico-políticas de ese poder- quedaron reservados a grupos mas reducidos en
las Indias que en la Península, donde el sentimiento filo revolucionario, por más que pudo ser
contrarrestado con éxito por una vasta movilización contrarrevolucionaria, no dejó de ganar
adhesiones más allá de una reducía elite a la vez social e intelectual. Mas que el choque
frontal, la administración real -en las indias como en España- aprende a temer la lenta
corrosión de la fe política recibida, y pone una seriedad nueva en el esfuerzo por impedir la
difusión de textos heterodoxos.

Ese efecto corrosivo es tanto mas temible porque, pro debajo del ejemplo revolucionario
extenso, influye la conciencia de que el sistema imperial ha entrado en una etapa de crisis
resolutiva: es sobre todo ella la que introduce cambios -sutiles o clamorosos- en las actitudes
de quienes esbozan reacciones, a menudo opuestas, frente a la nueva coyuntura. Si la lealtad
al viejo orden debe aceptar implícitamente la posible caducidad de ese orden, otras
posesiones más enfáticas, pero más condicionadamente leales, utilizan la coyuntura para
proponer un contenido nuevo a ese orden del que se proclaman defensoras.

Ese conflicto entre los presuntos herederos de la nación americana, estos descienden a la vez
de los señores prehispánicos y de los conquistadores españoles, postergados ambos por las
oleadas de advenedizos que sobre las indias arroja a la metrópoli, lo conflictivo en esta
relación no es tanto su reciente redefinición en favor de los oriundos de la metrópoli, como su
vinculación con el lazo colonial mismo, cuando ese lazo está por interrumpirse. Un contencioso
heredado de la etapa de reformas, una nueva política, y la toma de conciencia de la caducidad
del lazo colonial se suman entonces en estas primeras manifestaciones de una disidencia que
busca sus raíces en la experiencia de tres siglos. Esta primera expresión de una disidencia
hispanoamericana define entonces los términos de una futura ruptura, pero hace muy poco
por aproximarla.

Por el momento, las elites, en las que las circunstancias acentúan los elementos de rivalidad
sobre los de solidaridad, se trata, mas que de buscar una alternativa global al vinculo colonial,
de utilizar en su provecho las oportunidades que crea la cautelosa -y siempre parcial y
provisional- redefinición impuesta por esas circunstancias mismas. Si la rivalidad tiene
existencia más allá de las interpretaciones que de la crisis de independencia han de
proponerse, así planteada la cuestión tiene respuesta relativamente sencilla: esa rivalidad,
definida como la de criollos y peninsulares, era admitida como real por funcionarios de la
corona y miembros de las elites criollas décadas antes de las crisis de independencia, y no
faltaban nociones precisas sobre cómo se manifestaba.

Peninsular o americana, la nueva elite administrada aprende pronto a respetar el poderío real
de éstos, y mas de uno de sus miembros termina integrándose en los grandes linajes locales a
través de bien calculados matrimonios. Todo esto es cierto, y lo es también que, al lado de las
nuevas familias que prosperan con las reformas, sobreviven en la cima no poas de las más
antiguas en relación no siempre hostil con sus supuestas rivales; aún así son grandes linajes,
mas que un grupo de usufructuarios de extender su presencia entre actividades cada vez mas
diversificadas, y por lo tanto las modalidades de integración e peninsulares en la elite
hispanoamericana, no podían dejar de causar su resentimiento, en la esfera económica el
acceso a la riqueza lo proporciona el comercio, y al avance peninsular se da a través de la
reforma y expansión de éste, en la esfera pública, ese avance se impone por el arbitraje de un
poder que también favorece a los peninsulares. La acentuación del elemento conflictivo en la
relación entre peninsulares criollos dentro de la élite colonial es, en efecto, un reflejo mas que
una causa de la creciente dimensión conflictiva de la relación entre élite colonial y metrópoli;
ahora bien, la conciencia de esa dimensión conflictiva está destinada a hacerse cada vez mas
viva en la medida en que crece la conciencia de la mortalidad del orden vigente. A medida que
la crisis final parece hacerse mas próxima, la divergencia entre quienes deben su posición en la
sociedad colonial al lazo colonial y están dispuestos a defenderlo a cualquier precio, los
escasos que anticipan con entusiasmo y están dispuestos a acelerar su fin, y los más
numerosos capaces de contemplar a éste con su serenidad, debía necesariamente acentuarse.

Si esos sordos conflictos son difíciles de reducir a una secuencia que conduce, por ampliación
progresiva, al abierto conflicto con el orden colonial, sin embargo guardan una relación real
con su desenconamiento; merced a ellos figuras y sectores locales miden sus fuerzas, siendo
mejor la debilidad del poder regio, redefinen guardamonte la relación con éste desde el
súbdito peticionario hasta la de un interlocutor cada vez más independiente; hay además otro
proceso subyacente: la toma de conciencia creciente del costo del pacto colonial, por debajo
de la sucesión de soluciones efímeras dos situaciones básicas se tornan evidentes, en una de
ellas una metrópoli incapaz de defender su vinculo con sus posesiones americanas, se obstina
en reivindicar la exclusividad u esta carga no se traduce ya tan sólo en un orden comercial
onerosos para las colonias, sino mas aún en uno que ha dejado de funcionar: mas que en
importaciones de precio exorbitante, se refleja ahora -por ejemplo- en las pilas de cueros que
se acumulan en Montevideo; en la segunda, el pode regio se rinde a la realidad y organiza una
apertura mercantil que -se ha visto- se inspira en objetivos fiscales mas que mercantiles: los
resultados ofrecen una lección quizá engañosa, pero convincente, de las ventajas de una
liberalización ms radical y la ofrecen no sólo al naciente grupo de estudiosos coloniales de las
realidades económicas, sino potencialmente a cuantos participan en la vida económica de las
colonias.

Si esta etapa no se caracteriza por la progresiva diferenciación entre grupos sociales


hispanoamericanos frente a la cada vez mas inminente crisis del vinculo colonial, a la larga
grupos y figuras individuales avanzan en una acomodación prospectiva a esa crisis, que así
están las cosas se reflejará en el modo en que la crisis habrá de producirse, cuando ella se
desencadene: dese el comienzo se definen alternancias al antiguo orden, peor al mismo
tiempo los poderes viejos y nuevos que intentan afirmarse al desaparecer el poder supremo
comienzan por explorar con extensas cautela la posibilidad de establecer vínculos solados con
toda la sociedad, sin ver a sus integrantes irrevocables comprometidos por su ubicación social
en favor de alguna de las soluciones antagónicas.

Hay otra razón para que esta etapa de curso incierto no acentúe las tensiones entre sectores
de actividad: las innovaciones introducidas tan poco espontáneamente se acompañan de
derogaciones ocasiones de las restricciones mediante autorizadas concedidas ad hominem por
las autoridades locales, a quienes la penara urge a acentuar sin esperar la iniciativa regia.
Acaso el mejor modo de orientarse en esa desconcertante variedad sea atendiendo a las
peculiaridades regionales, en primer lugar, se da la diferencia entre áreas en ascenso y
aquellas que quedan atrás o se mantienen estancadas; a la vez, se diferencian aquellas cuyo
rubro principal de exportaciones es la minería y las que en el siglo XVIII han comenzado a
expandir una agricultura o un pastoreo cuyos productos se orientan al mercado exterior.

En España, el proyecto de recabar fondos para el fisco acudiendo al patrimonio eclesiástico


tenia, a más de su obvio objetivo fiscal, otro: estimular la transformación agraria, la
eliminación de las manos muertas arrojaría al mercado de tierras la masa de las que la iglesia y
las ordenes eran acusadas de administrar mal; en México -como en buena parte de
Hispanoamérica- el patrimonio territorial de la iglesia y las ordenes era mas reducido que en la
metrópoli y se concentraba sobre todo en las zonas menos capaces de desarrollo agrícola, por
uñidura había sido también reducido mas significativamente que en la metrópoli por la
expulsión de los jesuitas.

Los efectos de la consolidación fueron menos devastadores de lo temido sólo porque su


aplicación fue a la vez parcial y gradual: pronto se admitió que los deudores no podían pagar el
principal a su vencimiento, y se les autorizó a hacerlo en cuotas anuales, limitadas finalmente a
un máximo de veintiséis. El episodio es significativo por mas de una razón: la experiencia del
frenesí fiscal de 1780 no ha sido desaprovechada, y ahora la autoridad aprecia con mayor
cautela las posibilidades de acrecer su peso financiero sobre los subsiditos ultramarinos, ese
agravamiento así sea más prudente de la presión fiscal no puede sino exacerbar tensiones en
el momento mas oportuno, cuando el retorno a la guerra revela una España cada vez más
acosada.

Brasil, de la crisis del pacto colonial a la internacionalización de la metrópoli

En Hispanoamérica, la impetuosa introducción de las reformas borbónicas produjo reacciones


capaces de imponer casi de inmediato un curso menos innovador. Cunado -avanzada la década
de 1790- se abrió la crisis final del orden colonial, ya se había alcanzado un nuevo equilibrio
entre un poder central, que seguía con todo siendo mas ambicioso y exigente que en el
pasado, y grupos locales que habían logrado salvar lo esencial de sus bases de poder. En Brasil,
el más precoz episodio reformista había sido frenado, antes que, por reacciones internas, por
limitaciones que los factores externos imponían a la libertad de acción de la Corona
portuguesa con mayor dureza que a la española, la confrontación iba a producirse más tarde, y
desde el comienzo pondría en entredicho el pacto colonial mismo. Si el reformismo pomerano
había encontrado en Brasil menos resistencia que el borbónico en las indias españolas, había
una razón que solo después revelaría su pleno significado: la reforma portuguesa no incluía
entre sus objetivos la mediatización de autoridades y elites locales por una nueva burocracia
que se define por imperial, pero es abrumadoramente metropolitana. Así, la gestión directa,
tanto en la percepción de impuestos como en la gestión de monopolios regios, fue menos
sistemáticamente introducida que en las indias españolas, y los organismos de fisco regio
fueron deliberadamente abiertos a esas figuras de influencia local.

A esas diferencias se agregan otras que tienen que ver con la menor enjundia del Estado y la
sociedad portugueses, crear una clase mercantil -y subsidiariamente empresaria- poderosa,
asociada al impero mediante privilegios explícitos, es más un objetivo del reformismo ilustrado
portugués que del español, en parte porque la necesidad de vigorizar a esa clase es mas
evidente en Portugal que en España, y es en este aspecto donde la decisión del reformismo
portugués de no diferenciar entre metrópoli, y colonia se muestra mas rica en consecuencias,
aunque previsibles, inesperadas. La introducción de la exclusiva mercantil e industrial en favor
de la metrópoli es, sin embargo, percibía en todo su significado por algunos coloniales, mas
que en las medidas que buscan redefinir el pacto colonial de modo mas desfavorable a la
colonial, influye en ello la aparición de alternativas a la aceptación del dominio metropolitano.
Durante la etapa plombagina la tendencia a integrar a los hombres ricos y prudentes en la
administración de finanzas ha permitido consolidar alianzas de intereses entre éstos y los
agentes de la Corona, en perjuicio de ésta; así, la junta da fazenda que tiene a su cargo la
selección de asentistas para la percepción de impuestos y otros contratos está integrada por
quienes, por su posición económica, son candidatos adecuadísimos para esos asientos, y
mantienen en la esfera privada relaciones muy estrechas (de alianza u hostilidad) con los
restantes candidatos posibles. El resultado es la acumulación de poder financiero y económico
en las manos de quienes unen a la prosperidad mercantil el domino de los resortes del poder
público.

La combinación de desenfrenada voracidad fiscal y celo moralizador (producto en buena parte


de aquella) consolida frente a la Corona la solidaridad de una sociedad que suele estar dividida
por fuertes tensiones interna. Ahora bien, mientras en el Perú los movimientos invocaban una
doble nostalgia -la de un pasado incaico fuertemente estilizado de los tiempos de “buen
gobierno” español- en Minas Gerais la alternativa e inspira en una voluntad de romper con
cualquier pasado; la conspiración se autodefine como republicana: junto con la exclusividad
debe ser barrido el dominio del monarca portugués. Se explica también por diferencias más
generales entre el ámbito español y portugués, la alianza con Inglaterra y su condición
inocultable de potencia menor han impuesto en Portugal, pese a todas las prevenciones, una
mayor apertura hacia el mundo; la segunda hace menos difícil pensar un orden no tutelado
por la autoridad del soberano.

Hay todavía otra razón: los conspiradores de Minas se creen más capaces que sus equivalentes
peruanos de defender por sí misma su posición dominante en la sociedad local. Ni siquiera la
presencia de la esclavitud, dura frontera intenta, los arredra: se proponen sencillamente
suprimirla, seguros de que su posición privilegiada sobrevivirá a esa innovación radical.
¿Quiénes son los conspiradores? Los mas activos son algunos de lo mas amenazados por el
nuevo rigor que el fisco regio se propone desplegar frente a sus deudores; tras ellos, en
colaboración menos militante, pero inequívoca, se ubican otras figuras de esa elite de grandes
comerciantes y terratenientes, altos funcionarios y letrados unidos por la solidaridad de
pasadas conclusiones, que ahora reconcilia a victimas y beneficiarios de la escandalosa gestión
de Cunha Meneses; por detrás de esa solidaridad los conspiradores sienten otra, mas amplia,
con la provincia de la que se consideren los jefes naturales. Porque esta élite, a la vez
directora, explotadora y expoliadora, es también una élite intelectual, en sus filas se cuentan
los protagonistas de ese prodigioso despertar poético que fue en Brasil la Arcadia, que no solo
busca, en un lenguaje y un estilo fuertemente estilizadas, hacer un lugar al Brasil en una
comunidad literaria más vasta, sino también volcar en ese lenguaje percepciones e imágenes
que nacen inequívocamente de esa realidad brasileña.

La corona portuguesa, como la española, prefería víctimas de escaso peso social, peor por otra
parte Tiradentes -al contrario de los demás complicados- proclamó su entusiasmo
revolucionario tan insistentemente que su abogado solo pudo invocar una supuesta insania
para justificar su petición de absoluto. El Brasil republicano, que tardaría casi un siglo en nacer,
ganaba así un promotor, solemnemente ahorcado para ejemplo de subversivos en 1792. Ese
temor no dejó de devolver una disciplina espontánea a las élites brasileñas, cualesquiera
fuesen sus objeciones al pacto colonial, mientras que, por distintas razones, éstas perdían
urgencia. El contencioso fiscal había pesado desde el comienzo mas que el mercantil, y él
afectaba sobre todo a Minas Gerais; al agravarse la crisis de la producción aurífera, el peso de
la provincia minera en el Brasil se reducía aún más por la creciente prosperidad de las
exportaciones del norte y nordeste, la del algodón primero, cuyo mercado se amplia gracias a
los avances de la revolución industrial, y la del azúcar. La crisis del oro y la expansión de una
agricultura tropical tienen por consecuencia que el comercio británico con el Portugal se torne
deficitario y poco falta para que el de Portugal con su vasta colonia.

Había, por otra parte, un servicio que la corona seguía brindándole a su colonia, y que sus
clases propietarias sabían apreciar: su tenaz apego a la neutralidad en el conflicto europeo.
Esta hacia posible mantener al a vez el acceso al mercado británico, vital para los vinos
metropolitanos, pero también para el algodón brasileño, y al continental, imprescindible para
el azúcar, cuyo acceso al británico estaba cerrado por la protección concedida al de las Antillas
inglesas. Que esa política fuera conveniente para la metrópoli no la hacia menos deseable para
el Brasil, e iba a ser mantenida con desesperada tenacidad hasta 1807. En ese otoño del
imperio portugués en América, al que la misma coyuntura que exacerba todas las
contradicciones del español confiere una inesperada placidez, nace una nueva y también más
apacible versión del liberalismo patricio, que conserva muy poco del fervor republicano de los
paradójicos conspiradores mineros.

De lo único a lo múltiple: dimensiones y lógicas de la independencia –


Xavier Guerra (practico)
Tres dimensiones del proceso de Independencia

La primera es la que indica la palabra “independencia” aunque su sentido no sea evidente, su


significación inmediata es la que América española deje de depender -políticamente- de
cualquier autoridad exterior a ella. Los Estados hispanoamericanos son realidades
radicalmente nuevas sin ningún otro antecesor que las comunidades humanas creadas por la
expansión europea en diversas regiones del Nuevo Mundo. Durante toda la época colonial y
las primeras fases de la independencia, los americanos consideraron siempre que las indias no
dependían en un país, sino de un monarca, que era a la vez rey de España y de Indias; de ahí la
extrema violencia con que rechazaron -ahí tenemos una de las causas mas ciertas de la
independencia- el estatuto colonial que los españoles de la península les atribuyeron cada vez
más frecuentemente a partir de mediados del siglo XVIII; lo rechazaban los americanos era la
dependencia política de otro Estado, ornaban parte ciertamente de la Corona de Castilla y a
través de ella de la Monarquía hispánica, pero no dependían de una España península que, por
lo demás, no tenia existencia jurídica, sino de un rey que era el monarca común de todos.

La independencia es tanto la ruptura con el poder regio y con la España peninsular, con la
fragmentación interna de la América hispánica; más adecuado, es decir, por lo tanto, que la
independencia es la disolución de ese conjunto multisecular que era la monarquía hispánica, o
el fracaso de un imperio tal como los borbones habían intentado construirlo. Siguiendo un
esquema que podríamos llevar “nacionalitario” de la formación del Estado-nación, los Estados
hispanoamericanos se conciben, así como la expansión de nacionalidades que, por la
independencia, adquirieron una existencia autónoma como nación, los problemas que planea
este esquema tan familiar y aparentemente claro son innumerables. El primero es la ausencia
casi total antes de la crisis de 1808 de movimientos nacionalistas, entendidos estos como la
acción de grupos significativos de hombres en favor de la independencia. Tampoco cabe
atribuir un carácter nacionalista a las grandes revueltas sociales, como las de la década de
1780, en Nueva Granada o en los dos Perú, revueltas típicas del antiguo régimen, que
comenzaron con el grito de “¡viva el rey y muera el mal gobierno!”.

El segundo problema concierne al contenido de esas hipotéticas nacionalidades que, en otros


lugares remiten a comunidades dotadas de una especificad lingüística y cultural, religiosa o
étnica, América española es un mosaico de grupos de este tipo, pero ninguna “nación”
hispanoamericana pretendió nunca identificarse con ninguno de ellos. Los fundadores de los
nuevos Estados, los constructores de las nuevas naciones, fueron en su inmensa mayoría de
origen europeo y compartían todos los rasgos que en otras áreas geográficas conforman la
nacionalidad: el mismo origen, el mismo idioma, la misma cultura, las mismas tradiciones
políticas y administrativas. El problema de América española no es el de nacionalidades
diferentes que se constituyen en Estados, sino mas bien como construir “naciones” separadas
a partir de una misma “nacionalidad” hispánica. Todo indica, por el contrario, que el Estado no
es el punto de llegada de la nación sino un punto de partida para su creación, la independencia
precede tanto al nacionalismo como a la nación.

Es en la óptica de la implosión de un conjunto político multicomunitario hay que considerar la


independencia de la América hispánica; hay pues que tener en cuneta primero la estructura
política de la antigua monarquía hispánica y las modificaciones que experimento bajo lo
Borbones, analizar los diferentes tipos de identidades políticas que existan en ella a finales del
siglo XVIII; estudiar después, sin prejuicios teleológicos, esa crisis política inédita que comienza
en 1808, y que va a desquiciar las relaciones entre los dos lados del Atlántico. Esta novedad de
la nación nos conduce a examinar una segunda dimensión de la independencia: la de ser, por
las profundas y bruscas mutaciones que se producen entonces, una época revolucionaria. En lo
político, aun antes de la adopción el régimen republicano por los nuevos países, triunfa en
todo el mundo hispánico -incluida en la España peninsular- el constitucionalismo liberal:
desaparece el absolutismo, sustituido por la soberanía del pueblo como nuevo principio de
legitimidad. Mas allá de esta mutación política, y englobándola, se producen profundas
mutaciones culturales en el sentido mas fuerte de la palabra; el individuo sustituye al grupo en
las nuevas maneras de concebir el hombre y la sociedad, el poder y la economía, los valores y
los comportamientos, y a partir de él se construyen nuevas formas de sociabilidad y nuevas
prácticas sociales.

Llegamos así a la tercera dimensión de la independencia: el ser una vasta conmoción social que
pone en movimiento una multitud de actores sociales y políticos, con una amplitud y
simultaneidad sin equivalente en otras épocas históricas; estallan entonces una multitud de
movimientos populares como los de Hidalgo o Morelos en México, los del Alto y Bajo Perú, el
de los Llanos de Venezuela y otros menores, en los que intervienen en combinatoria variadas
los diferentes grupos étnicos -indios y negros, mestizos y castas, criollos y peninsulares. La
guerra se convierte en un fenómeno social endémico y aparecen nuevos actores sociales
-ejércitos, guerrillas, montoneros, bandas armadas de todo tipo- y con ellos jefes militares y
caudillos, cuyo peso como actores políticos será cada vez mayor. Los contemporáneos de la
independencia rara vez analizaron así la crisis que estaban viviendo, para ello la conmoción
social definida como “anarquía” y “discordia”, no procedía primariamente de reivindicaciones
sociales sino de factores políticos, del espíritu de turbulencia y de desorden, inseparable de
toda revolución. La agitación popular era para ellos la consecuencia de la fragmentación del
poder y de la omnipresencia de las “facciones”. La disolución del vinculo social, al hundirse el
sistema político y cultural que regulaba las relaciones entre los actores sociales.

Un proceso único

La independencia remite, por lo tanto, a una pluralidad de fenómenos de índole diferente:


implosión de un conjunto político multicomunitario, revolución política y cultural, conmoción
social. La unicidad del fenómeno es patente por varias razones; en primer lugar, por su punto
de partida: la invasión de la España peninsular por Napoleón y la abdicación de la familia real;
en segundo lugar, porque la lógica y los ritmos del proceso son los mismos en las diferentes
regiones, a pesar de la gran diversidad de las estructuras sociales, la lógica porque todas ellas
incluida la España peninsular, tienen que resolver los mismos problemas, en una primera etapa
¿Cómo suplir la ausencia del rey y conservar la unidad de la monarquía? ¿Quién tiene derecho
a asumir la soberana y a construir por tanto juntas de gobierno? ¿Cuáles son los derechos
respectivos de las dos partes de la monarquía en cuanto a la representación política? Y una vez
constituidas las primeras juntas americanas en 1810: ¿sobre qué bases reconstruir nuevas
unidades políticas? ¿Cómo articular la pretensión a la preeminencia de las antiguas capitales
con el deseo de la autonomía de las regiones y ciudades periféricas? ¿Cómo construir un
régimen político libre, fundado en la sonera de los “pueblos” y en los derechos de los
ciudadanos? ¿Cómo ganar la guerra? ¿Cómo hacerla compatible con el régimen representativo
y con las libertades públicas? ¿Cómo movilizar a la sociedad y mantener al mismo tiempo al
orden social existente? En tercer lugar, porque la imbricación de los fenómenos políticos,
culturales y militares entre las diferentes regiones es tal que hace imposible estudiarlos con
una óptica exclusivamente local, so pena de caer en errores fragantes al atribuir a causas
locales evoluciones que son comunes a toda el área hispánica.

Ningún proceso revolucionario de gran amplitud -como lo es la independencia- puede


reducirse a una explicación simple en términos de causas y efectos. En efecto, cualquiera de
estos procesos puede analizarse en tres niveles diferentes. Un primer nivel, clásico, es el de las
causas propiamente dichas, con la distinción también habitual entre causas lejanas y causas
próximas; dos tipos de causas que remitan, de hecho, las primeras a las estructuras y las
segundas a las coyunturas. Las causas estructurales, insistiendo sobre todo en diversos
aspectos de las reformas borbónicas: unos de los aspectos fiscales y económicos y en su
impacto -negativo o positivo- sobre las oferentes regiones o grupos sociales, otros en la
mutación que ellas suponen en la manera de concebir el Estado, sus relaciones con la
sociedad, la estructura política de la monarquía y el lugar que en ella ocupa América. En el
segundo y en el tercer sentido, la articulación ya no es inmediata, puesto que, como es bien
sabido, la crisis que abre en 1808 el proceso d la independencia no corresponde a ninguna
medida precisa tomada por la Corona, sino a un acontecimiento inédito: la desaparición del
rey. Ahí reside una de las principales diferencias entre los orígenes del proceso de
independencia en la América británica y en la española.

Se abre un ciclo de guerras que no se cerrará mas que con la derrota definitiva de Napoleón en
1814. La guerra rompe la evolución interna previsible de la monarquía hispánica; en primer
lugar, por su costo que transforma los equilibrios financieros y lleva a sus gobernantes a
adoptar medidas extremas como la amortización de los vales reales que provocaron un
profundo descontento en múltiples sectores sociales y una considerable descapitalización de
las económicas americanas; en segundo lugar, por su impacto sobre el comercio entre España
y América como consecuencia del bloque marítimo inglés, desde 1797 y salvo cortos periodos
de tregua américa cesa de comerciar regularmente con España. El comercio libre del que
América gozó de facto desde esta época no fue nunca oficializado por las autoridades
metropolitanas sometidas, durante el periodo álgido de la crisis. En tercer lugar, porque la
persistencia de la guerra y la incapacidad de la metrópoli de asegurar por si misma la defensa
del nuevo continente contra los enemigos del monarca, transfirió esta responsabilidad a los
reinos y provincias de América: a las autoridades, pero también a la sociedad.

Pero, además de estos efectos indirectos, la Revolución francesa tuvo otros mas directos, en
las élites de las dos partes de la monarquía. A partir de 1791, el gobierno tomó medidas
represivas para impedir el contagio revolucionario: clausura de la mayoría de los periódicos
españoles y dificultades mayores para su creación en América; censura reforzada de la
imprenta; control de la llegada de los extranjeros y de las importaciones de impresos;
vigilancia de las formas de sociabilidad modernas sospechosas de “asambleísmo”
-significativamente a la vez de la simpatía hacia la Francia revolucionaria y de ser el germen de
nuevas agrupaciones políticas. La aspiración de la reforma política de la monarquía, aunque no
presentase un cariz revolucionario, nunca había estado tan difundida. En fin, a esta coyuntura
internacional cada vez mas critica se añadían, en algunas regiones de América, coyuntura de
crisis propias -como la crisis agrícola en Nueva España- para explicar las modalidades de
violencia social que tomarán los acontecimientos en ese reino.

A ese primer nivel, clásico, de análisis por las causas se añade a menudo otro no menos clásico:
el de los resultados. En lo político: la aparición de nuevos Estados, la modernidad de los
constitucionales o de las ideas, la libertad de prensa y el surgimiento de la opinión pública, la
victoria de la nación, el régimen republicano y, en general, toda la política moderna; pero
también la omnipresencia de los caudillos, de los caciques, los afrontamientos ideológicos y la
inestabilidad política. En los social, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, la supresión
legal de las distinciones étnicas, a veces la abolición parcial o total de la esclavitud, una mayor
movilidad social provocada por la guerra; pero también la ofensiva contra las comunidades
indígenas y sus tierras, el declive de la administración pública, la feudalización de la sociedad,
la decadencia de tantas ciudades y ruralización de la sociedad. En lo cultural, los planes y a
veces la reforma de la instrucción, la difusión del a imprenta y de los impresos, la elaboración
de una historia y de una simbología nacionales; pero también, la desaparición de tantas
escuelas en los pueblos, la decadencia de los establecimientos de enseñanza superior, el
abandono del cultivo de la ciencia por unas elites que han hecho de la política su ocupación
principal. En lo económico, en in, la apertura del comercio a otras naciones y, después de
absorber los efectos nefastos de la guerra, la recuperación económica de algunos países; pero
también la ruina o el estancamiento económico o demográfico de tantos otros, la
descapitalización de las económicas, la desorganización de tantos circuitos comerciales
externos o internos.

Las primeras fases de la dinámica revolucionaria

La lógica política del proceso está aquí claramente indicada: las abdicaciones reales; la
disolución del cuerpo político por la acefalia del poder real; la reversión de la soberana a la
sociedad; el renacimiento de la representación política; la victoria de la soberna del pueblo; el
rechazo por los gobiernos peninsulares de la igualdad política entre España y América, los
agravios americanos, la guerra y la ruptura.

La primera y fundamental fase es sin duda a que va de 1808 a 1810. Todo este periodo, en el
que se producen la mayoría de los acontecimientos claves que van a producir la desintegración
de la monarquía, está dominado por la coyuntura militar y política peninsular. La abdicación
forzada de Fernando VII y el rechazo -casi unánime en España y unánime en América- de la
nueva dinastía y de la dominación francesa abren el ciclo revolucionario, al plantear de una
manera repentina y angustiosa del problema del poder. ¿Cómo colmar el vacío de autoridad
real que legitimaba hasta entonces todos los otros poderes y en el que se fundaba la cohesión
de la monarquía? Las respuestas -practicas y teóricas- que fueron dadas entonces en ambos
continentes, fueron semejantes: la desaparición el Rey, la soberana volvía a la sociedad;
formulada con términos diversos -al “reino”, a la “nación”, a los “pueblos”- esta respuesta
ponía de hecho el fin al régimen absolutista, a un poder que se ejercía unilateralmente de
arriba abajo.

En cuanto a los actores, como también era lógico en sociedades del antiguo régimen, los
principales fueron las autoridades regias -individuales o colegialas- y las múltiples
corporaciones eclesiásticas o civiles y, entre ellas, sobre todo los cabildos, los que mejor
encarnaban simbólicamente a la sociedad; pero más allá de esta primera aproximación -las
ciudades y las autoridades y cuerpos, al mismo tiempo lugares y actores de la política- otros
grupos apechen un primer plano. Por un lado, se ven los grandes clanes familiares, ya
perteneciesen a la aristocracia, al patriciado o a familias de fortuna más reciente; y por otro,
esos hombres ilustrados, llamados entonces “sabios”, “literatos”, o “letrados”, que
independientemente de su origen social, constituyen la “república de las letras”. En fin, todos
estos actores empiezan desde el principio mismo de la crisis a agruparse y a oponerse en la
que todos llaman entonces con inquietud partidos o facciones, y que entre los cuales
descuellan el “americano” y el “europeo” u otros nombres equivalentes y a menudo más
injuriosos. El primero, el americano, es mas pesimista en cuanto al destino de la España
peninsular, desconfía más de la legitimidad de los gobiernos provisionales españoles, de su
lealtad política hacia el rey y de su voluntad de conservar la integridad de la monarquía; el
segundo, el europeo, muestra un optimismo voluntarista acusa al otro de derrotismo, de
querer trastornar el gobierno e incluso de tender en secreto a la independencia. Las dos
actitudes remiten de hecho a actitudes que van a chocar en lo que va a ser la gran cuestión de
los años siguientes, la igualdad política entre España y América.

El primer problema es el que va a producir los conflictos más vivos y precoces, puesto que lo
que primero está en juego es el poder local: en cada reino, en cada provincia, de hecho, en las
capitales. Desde el momento mismo de la recepción de las noticias de la crisis peninsular, es
ahí donde se movilizan los actores y los partidos ya descritos. La fuerza y la cronología de
conflicto, y la intensidad de la lucha entre “facciones”, dependen de múltiples factores,
algunos estructurales como las tensiones y rencores provocados por la política que regia en los
años anteriores, otros mas accidentales como la personalidad y actitudes tomadas por las mas
altas autoridades reales -virreyes, gobernadores, audiencias- o la manera y el orden aleatorio
es que fueron llegando las noticias de los acontecimientos peninsulares. En todo caso, la
tentativa de formación de juntas chocó desde el principio con el rechazo radical por parte de la
mayoría de las autoridades regias y del partido “europeo”.

El segundo problema, la representación en las instancias centrales de la monarquía, por su


naturaleza misma, dio lugar a menos afrontamientos locales, pero tuvo una influencia sin dúa
mayor en la ruptura moral entre los dos continentes. A través de ellos aparecía la imagen que
la mayoría de los peninsulares y los sucesivos gobiernos centrales se hacían de América y de
los americanos, y el lugar secundario y dependiente que de hecho las asignaban en la
monarquía. La declaración que las indias no eran “propiamente colonias o factorías como las
de las otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española” equivalía
a afirmar y a negar al mismo tiempo la igualdad política entre los dos continentes. La palabra
“propiamente” y “colonias” remitían a algo que los americanos aborrecían puesto que
implicaba un estatuto político inferior con relación a los reinos peninsulares y una dependencia
no del rey sino de la España peninsular.

La negación practica de la igualdad de derechos políticos, tal como se manifestaba en la


oposición a la formación de juntas en América y en la inferioridad de la representación, ponían
de manifiesto la nueva concepción de la Monarquía que reinaba en los ambientes
gubernamentales españoles desde mediados del siglo XVIII tal como ya se había revelado en
las reformas de Carlos III: en lugar de una monarquía plural, un estado unitario, un imperio, en
el que las indias ocuparían una posición central como fuente de riquezas, pero políticamente
subordinadas al centro imperial. A esta divergencia profunda sobre los derechos de América,
contribuía otro fenómeno esencial de los años 1808-1810: la profunda mutación ideología UE
estaban experimentando las elites intelectuales a ambos lados del Atlántico. El factor nuevo
que explica su rápida extensión es el nacimiento de la opinión pública, elemento esencial del
espacio publico moderno; la existencia en esta opinión estaba ya en generar en las discusiones
e intercambios de escritos entre ese medio social y cultural nuevo que hemos llamado antes la
República de las Letras.

La segunda fase del proceso revolucionario se abre nuevamente en 1810 con acontecimientos
militares y políticos en la península: la ofensiva victoriosa de las tropas francesas en Andalucía,
la huida de la junta central de Sevilla a Cádiz y su sustitución pocos días después por un
consejo de Regencia, de muy incierta legitimidad y sometido a la influencia de Cádiz y de sus
comerciantes. Aunque la constitución de juntas no equivaliera para su autora al a separación
total y definitiva de la España peninsular, su formación abría el camino tanto a la
desintegración territorial en América como a la ruptura definitiva con la península. La
desintegración territorial surge no sólo de la diversidad de posiciones adoptadas por las
diferentes regiones de América, sino también de la lógica misma de la reversión de la
soberanía a los “pueblos”.

En las regiones en las que las ciudades capitales eliminaron a las autoridades regias y
constituyen juntas (Venezuela, nueva granada, rio de la plata, chile), la decisión no podía ser
unánime; los principios utilizados para justificarla -la reversión de la soberanía a los “pueblos”-
llevaban consigo la desaparición de las autoridades regias que aseguraban la unidad política de
las oferentes circunscripciones administrativas. De inmediato, las ciudades capitales tuvieron
que enfrentarse con otras ciudades importantes que no aceptaban su pretensión de
preeminencia; caracas tuvo que enfrentarse, entre otras, con Coro y Maracaibo; Buenos Aires,
no solo, como antes, con Montevideo, sino también con las ciudades del interior; Nueva
Granada se fragmentó en múltiples juntas rivales. La reunión de los pueblos en un organismo
representativo común, como dos años antes de la península, fue una solución que todos
intentaron emplear: de una junta general ,formada por diputados de los “pueblos”, destinada
a construir un gobierno provisional, un gobierno que impidiera la disolución territorial,
definiera una posición común en cuanto al reconocimiento del consejo de regencia, asegurara
la defensa común, fijara las reglas para elegir un congreso realmente representativo y
elaboraba una constitución destinada a reconstruir el cuerpo político. Casi en todas partes los
pueblos secundarios piden una participación en los procesos representativos que se están
poniendo entonces en marcha rechazando así la representación implícita a la que pretendan
sus cabeceras; quedaba entonces abierta la otra posibilidad: el empleo da las armas. La guerra
entre ciudades empieza en el momento de las formaciones de las juntas.

A estos conflictos internos vino muy pronto a añadirse la guerra que va enfrentar cada ve mas
a los dos continentes, España y América, y dentro de ésta, al “partido americano” con el
“europeo”. La formulación de éstos estaba fundada -además de su derecho al autogobierno-
en dos hipotesis: la inexistencia de un verdadero gobierno central en la metrópoli y la probable
derrota total de la España peninsular. La guerra, pues, va a convertirse en un fenómeno central
que transforma no solo la economía y la sociedad sino cámbienlas identidades americanas, por
la lógica misma de la oposición entre amigo-enemigo, empieza a producirse entonces una muy
rápida inversión de identidad. Ante la desigualdad política flagrante con que han sido tratados,
los juntitas adoptan progresivamente la apelación de “colonias” que había hasta entonces tan
ardientemente rechazado para convertiría en una justificación de independencia. La mutación
de la identidad no es solo política, sino que modifica la manera que los criollos tenían de
considerarse a sí mismos. Ellos, que hasta entonces reivindicaban su condición de españoles
para demandan la igualdad de derechos con los peninsulares, separan ahora los dos términos y
los utilizan para clarificar su lucha como afrontamiento de dos pueblos -y pronto de dos
naciones.

Toda esta evolución que, en sus primeras fases, no había hecho intervenir mas que actores
pertenecientes al mundo de las elites, va progresivamente a movilizar otros que no pertenecen
a este mundo. Dos razones complementarias explican la aparición de actores mucho más
populares. Por un lado, la impugnación de la legitimidad de las autoridades bloquea los
mecanismos de regulación de las tensiones sociales; por otro, para obtener un mayor apoyo en
la lucha contra sus adversarios, los “partidos” utilizan, para ganarlos a su causa, los agravios y
demandas de los diferentes grupos sociales.

Conclusiones

¿en que podían fundarse las naciones que el nuevo imaginario político postulaba como sujeto
de soberanía? Ni en una muy global pero tenue identidad americana de contenido puramente
cultural y operativa solo en la lucha contra los peninsulares; ni en nacionalidades que, como
dijimos, no existían todavía. Solo algunas de las múltiples comunidades políticas del antiguo
régimen podían servir de base. En algunos y más afortunados casos, en los renos, cuando estos
habían conseguido constituir se en comunidades ciertas o indiscutibles. En otros, habría que
hacerlo a partir de las ciudades principales; la nación será el resultado, difícil y a veces
aleatorio, primero de los conflictos o de los pactos entre esas ciudades y después de la fortuna
de las armas de los libertadores. Pero en todos los casos, quedaran todavía por construir otras
dimensiones constitutivas de la nación moderna: la social, romper la sociedad estamental para
crear individuos y ciudadanos; y la cultural, hacer UE todos compartan una memoria y un
imaginario comunes, aunque sean místicos.

Unidad 2
Política, ideología y sociedad – Frank Safford
Los países no tenían una composición étnica igual; por un lado, Bolivia, Perú, Ecuador,
Guatemala y (en menor grado) México tenían mucha población india, asimilada sólo en parte
en la cultura hispánica dominante; en otros países predominaban los mestizos y casi toda la
poblacon estaba culturlamente integrada en la sociedad hispánica. Los países tamben eran
muy distintos geográficamente, la mayor parte de la población de México, Guatemala y de los
países andinos se concentraba en las tierras altas del interior, mentras que una proporción
mportante de la Venezuela, Chile y grna parte del Rio de la Plata vivía en las regiones costeras;
esta diferencia tuvo importantes consecuencias en la economía y también en la vida poltiica de
cada país. La herenca colonial de estos países también diferia en importantes aspectos; todos
compartían la lengau y las insttucones españolas y todos habían sido gobernados bajo el
mismo sistema colonial; sin embargo, al comenzar la era republicana, el sistema político y sus
instituciones aunque tenían raíces españolas, no fueron los mismos para todos: la iglesia
mexicana, debido a la importancia política y económica que tuvo México durante casi tres
siglos de dominio español, había desarrollado una preponderancia nstituional y económica que
no se podía comparar a la de otras regiones, tales como Venzuela y el Rio de la Plata.
Asimismo, las guerras de independencia afectaron a estos países de diferentes manera, en
México y, en menor medida, en Perú, el cuerpo de oficiales criollos, instruidos y socalizados en
la carrera militar por los españoles en vísperas de la independencia, continuó básicamente
intacto después de la independencia; en los otros países, la organización militar de finales del
perodo colonial fue liquidada en las guerras de independencia, aunque con resultados
diferentes.

El aspecto mas mportante de la historia política de Hispanoamérica en este periodo quizá sea
lo dificl que fue establecer nuevos estados una vez consegudia la separación de España; los
Estados, en la mayoría de los países hispanoamericanos, no pudieron restablecer
completamente la autoridad que la corona española mantuvo hasta 1808; se crearon sistemas
constitucionales formals, la mayor de las cuales fueron consttuidos para transferir el poder a
través de lecciones y garantizar las liberades individuales. En términos politcos, el cambio no
consistó sólo en el paso de monarquia a república, sino en el paso de las estructuras de control
centralizadas al colapso, o aflojamiento, de estas estructuras a menudo bajo la forma de
sistemas feudales; junto con el debilitamento del poder central quedó minado el poder de los
grupos corporativos y las dstinciones de castas que habían existido en la sociedad colonial y
que habían jugado un papel importante en el control social. La desorganizacion y desintgracion
de las estructuras coloniales no sólo fueron consecuencia de las guerras de independencia y de
los conflictos sociales posteriores, sino también de la ideología liberal dominante. En las
primeras décadas de la independencia, las diferencias existentes entre las castas se abolieron
juridcamente, pero no siempre en la práctica o en la realidad en el uso social; simultanemente,
se tomaron las primeras medidas par aboliar la esclavitud; al principio de la independencia, las
elites también propusieron, aunque no la llevaron a cabo inmediatamente, la división de las
tierras comunales de los indiios en parcelas individuales. La propiedad comunal se consideraba
incompatible con la concepción liberal individualista de la sociedad, así como con los principios
económicos liberales que mantenían que sólo el interés en la propiedad individual y el libre
juego de lso factores económicos. Debido a la interaccon de la ideóloga liberal y de la realidad
economca, algunos grupos corporativos que habían dominado la sociedad colonial -sobre todo
los cuerpos de comerciantes, de empresarios mineros y de los gremios.

Las nuevas republicas a menudo no cumplieron con los ideales constitucionalistas que
proporcionaron; mientras se mantenía la ficcon de una sociedad individualista de miembros
considerados iguales, la elite, así como otros sectores socailes, de hecho vivía de acuerdo con
las normas establecidas por las relaciones de patrón-cliente propias de las sociedades en las
que había una gran diferenciación social y económica. Las consecuencias políticas que en los
años de 1810 a 1870 tuvieron la vinculación -y la dependencia- económica de la región con el
mas desarrollado mundo atlántico; en principio, los graves desequilibros que había en los
intercambos y la consiguiente constriccon monetaria y económica que tuvieron que soportar
las naciones hispanoamericnas, asi como el incremento de la deuda exterior de sus gobiernos,
fueron importantes factores desestabilziadores de lso nuevos gobiernos. Estos problemas
actuaron conjuntamente creando la atmosfera conservadora que dominó desde los últimos
años de la década de 1820 hasta mediados de la de 1840.

Las elites hispnanomericanas tuveron que afrontar el problema fundamental y perenne de


construir sistemas políticos que ejercieran una autoridad efectiva y duradera; apenas pudieron
escapar de la tradcion política española de la que habían bebido, pero inevitablemente fueron
muy influenciados por los ejemplos políticos francés e inglés, tanto directamente como por
medio del liberalismo español, así como por el modelo de los Estados Unidos. El primer
problema, y el más duradero, fue el de reinstaruar la autoridad legitima, ahora sin presencia
del rey. Por ultimo, estaba la cueston de controlar a los grupos corporativos mas fuertes de la
sociedad hispanoamericana: la iglesia y el ejercito; en el sistema español, estaba el rey que
podai exgirir lealtad y obedicencia a estos organismos, en ausencia del rey ¿serían capaces los
nuevos estados de ejercer una autoridad tan efectiva sobre ellos?

Los primeros gobiernos (1810-1813) apelaron al principio de la osberania popular, pero


también reconocieron la autoridad del cautivo Fernando VII. En la primera fase de la
independencia, la autoridad de las diferentes juntas y de los gobiernos provisionales, a pesar
de mantener su lealtad formal a Fernando VII, en el mejor de los casos era incompleta; la
milicia provincial continuó siendo una fuerza política importante, haciendo y deshaciendo
gobiernos. En este periodo, la cuestión fundamental era controlar a los militar es de modo
directo: la cuestión de los fueros militares aun no se había planteado. Para la supervivencia de
los nuevos gobiernos era muy importante tanto controlar la iglesia como obtener su apoyo.

Mientras por otro lado los primeors lideres criollos buscaron mantener la continuidad a través
del reconocimiento de Fernando VII como cabeza simboica del gobierno e intentando
perpetuar la tradcional relacoin del Estado con la iglesia, por otro las ideas políticas de los
nuevos gobiernos representaron una clara ruptura con el pasado. Todo lo referente a los
nuevos gobiernos llevaba el seno de la infleucnia del racionalismo ilustrado, y la mayoría de los
gobiernos se construyeron sobre los modelos republicanos de los Estados Unidos y de la
revolución francesa.

A partir de 1815 hubo una tendencia general a crear gobiernos con ejecutivos fuertes y que
ejercían un control centralizado sobre la administración provincial; este fenómeno estuvo en
parte fomentado por la movilziacon que hubo que hacer para defenderse de las fuerzas
realistas españolas en los campos de batalla. Por otro lado, muchos lideres criollos también
creeron que se necesitaba tener un ogiberno mas fuerte, mas centralizado, para ganarse la
confianza de las potencias europeas, para poder obtener prestamos, asi como para lograr el
reconocimiento diplomático. Además, se pensaba asimismo que, tras haber conseguido la
independencia de España, los gobernos hispanoamericanos debian ser fuertes por s tenían que
defenderse de la intervención de otros pasies. La atmosfera reaccionaria y antirrepublicana de
la restauración fomentó este miedo y también hizo que los lideres hispanoamericanos
adoptaran corrientes ideológicas mas conseradoras que las que habían seguido antes de 1815.
La centralización se acentuó sobre todo entre 1826 y 1845; al iniciarse la independencia había
una atmosfera política optimista que estimuló las formulaciónes constitucioanes utópicas de
1811-1812, sin embargo después dde 1815 los continuos desordenes politios y el comienzo de
la crisis económica crearon una atmósfera muy pesimista sobre el orden social y las
perspectivas económicas y políticas de hispanoamerica.

La idea de establecer una monarquia constitucional nunca tuvo verdadero éxito en


hispanoamerica. En la primera etapa (1810-1830) resultó difícil encontrr un candidato europeo
que fuera aceptado por la mayoría; incluso si se hubiera encontrado un candidato aceptado
por las potencias europeas, hubiersa sido una slcuion artficial (tal como mas tarde demostró el
caso de Maximiliano), faltando como faltaba la legimitidad que se suponía que debia ser la
calve del éxito de la monarquia. La élite no podía aceptr el dominio monarquico o imperial de
alguien que no fuera recionocido como un hombre de extracción superior a la de los demás;
sin embargo, quizá la causa más importante del fracaso monarquico fuera que la idea de la
monarquia perdió mucho de su atractivo después de las revoluciones nortamericanas y
francesa. La forma republicana establecda fue generando su propia inercia institucional, por lo
tnato después de 1820 la mayoría de los intentos de consoldiar el poder central fueron de
carácter republciano, la menos formalmente.
En el periodo de 1819 a 1846 se implantaron dos tipos de constitcuiones: la de las republicas
centralizadas parecidas a la constitución española de Cádiz de 1812 y la del Estado napoléonico
que defendia Simón Bolivar. La del primer tipo, que fue la mas extendida, tenida a contar con
un amplio apoyo entre las elites civiles, mientras que el modelo napoeleonico-bolivariano era
defendido sobre todo por los militares. La importan de la ocnstitucion de Cádez es evidente ne
la mayoría de las constituciones nacidas en los años 1820 y 1830. Siguiendo el modelo de la
constitución española de 1812, en diferentes países la elite criolla estableció un sistema
centralista con los adornos del constitucionalismo. La elite hispanoamericana buscaba
Introducir las ideas liberales y constitucionales anglofranceses en la estructura política
española, sin embargo, hubo una diferencia notable entre los redactores de la constitución de
Cádiz y la de lso autories de las constituciones hispanoamericanas, de unos años después. En
Cádiz, los liberales espaoles querían delimitar el poder de un rey absolutista, conviertiendole
en un monarca constituional; en cambio, en hispanoamerica se recurrió al mismo modelo
constitucional para fortalecer, mas que debilitar, la autoridad centrla tal como ya se había
establecido previamente ne las prmeras cartas hispanoamericanas.

Los republicanos centralistas creían junto con sus compañeros feeralistas que la alternación en
el poder era un medio para protegerse de la tirania; en cambio, Bolivia y otros jefes militars ni
tan spolo confiaban en la élite para mantener la vida política en orden y de modo ilustrado.
Por consiguiente, traaban de establecer una republica mas patenralista, en realidad una
monarquia constitucioanl con apariencia de republcia. Las constituciones basadas en el
modelo napoelonico-bolviariano tuvieron una vida corta, el modelo bolivariano fracasó en
todos lados en parte porque para muchos imponentes de la elite civil se parecía demasiado a
la monarquia; además el sistema de bolivar, al establecer un presidente y un senado vitalicio,
violaba los principios mas apreciados por los liberales que habían estudiado en la universidad:
la altenracion de los cargos como medio de evitar la tirania.

Las constituciones y las leyes fueron readcatadas por hombres que tenían estudios
universitarios, pero ellos no eran los únicos actores políticos. Algunos papeles políticos
importantes, incluyendo el poder supremo, amben fueron desempeñados por otros individuos
(oficiales militares, caudillos regionales, comerciantes y propietarios) que a menudo sabían
bien poco de las ideas liberal-constitucionales, lo cual no es limportaba mucho; en cambio,
para los políticos intelcuales las formas de la vida poltiica, es decir, las ideas corporizadas en
leyes y constituciones, eran muy importantes; se preocupaban de estas ideas y de sus
presumibles consecuencias. Los oficiales militares a menudo entraban en la vida poltiica a fin
de proteger su reputacon, a veces para proteger a lso mlitars como gupo de intereses y de vez
en cuando para representar intereses sociales mas amplios; los caudillos regioanles debian
satisfacer a las oligarquías locales de propietarios que a menudo eran la base de su poder. El
interés principal de los grandes propietarios era contar con el apoyo o la benevolente
neutralidad de los funcionarios locales en sus dispiutas sobre la propiedad de la tierra; los
comerciantes se preocupaban mas de que la reglamentación comerciales les fuera favorable (o
al menos de que les permitiera hacer previsiones) que de la forma de gobierno. Los políticos
como formación universitaria que habían defendido los principios constitucionales a menudo
también traicionaban estos principios cuando ejercían el poder.

A menudo, no se consiguió incorporar la autoridad en las instituciones normales establecidas


en muchas constituciones hispanoamericanas. La autoridad, que mas bien se encarnaba en
personas conrretas, estuvo en manso de lideres fuertes que tendían a ponerse por encima de
las leyes y las constituciones. Estos lideres por logenerla eran y son considerados caudillos, es
decir, hombres cuya fuerza personal les permitirá obtener la lealtad de un importante número
de seguidores a los cuales movilizaba para enfrentarse a la autoridad constituida o para
hacerse con el poder por medio de la violencia o la amenaza de violencia. El caudillismo se
contempla como una sistema social estructurado sobre bases de dependencia mutua entre el
jef y su grupo; se han establecido varios tipos de relación entre patrón y cliente; comúnmente
se ve al caudillo como un gratificador de sus seguidores en recompensa a sus leales servicio,
pero las interpretaciones más sofisticadas han apuntado otro tipo de relación patron-cliente
según la cual el caudillo mismo era el cliente de ricos patrones que lo acreaban y controlaban
como un instrumento de sus propios deseos políticos y/o económicos. Incluso en este caso hay
una relación de dependencia mutua en que ni los clientes del caudillo ni sus ricos patrones
controlan completamente esta relación.

En términos de clase sociales, frecuentemente se contempla a caudillo como a alguien que


asciende socialmente, un hombre de orígenes relativamente modestos cuya ansia de poder en
parte es impulsada por el dseo de rqieuza y de status social. Debido a que su régimen le
faltaba de facto legitimidad constitucional, y que con frecuencia tenia que afrontar la
oposición de otros caudllos, muchas veces se encontraba obligado a gobernar por medio de la
violencia con poca o nignuna consideración a los preciosismos constitucionales. Para el
caudillo, la cuestión fundamental eral a lealtad personal; los que le eran leales podían esperar
su ayuda, pero a los que eran sospechosos de serie desleales les esperaba una venganza
terrible, por otro lado, el caudillo podía establecer alianzas sorprendente,s debido, otra vez, a
sus relaciones perosnales.

Los orígenes del caudillismo. Muchas interpretaciones subrayan el peso de las guerras de
indpenedencia, y según una de ellas la lucha por la independencia elevó a los héroes militares
al status y al poder, mentras que las elites civiles y las instituciones de gobiernoq eu
controlaban se debilitaron; la emergencia del caudill puede verse asícomo consecuencia de
una mlitarizacion de la poltiica entre 1810 y 1825. Esta interpretacon vale para las regiones
que padecieron prolongados periodos de conflcitividad violenta durante la lucha pro la
independencia, sobre todo de forma notable para Venezuela, Nueva Granada, el Rio de la Plata
y México; pero en algunas regiones tales como Centroamérica, donde en el proceso de ganar
la independencia solo hubo pequeños conflictos militares, también surgieron caudillos en el
periodo de la postindependencia; hay que buscar otros causantes que la militarización de la
época de la independencia fue el resutlado de fueras mas arraigadas.

Con la independencia a los criollos se les multiplicaron las oportunidades de hacer una carrera
en la adminsitracion y en la política, no sólo porque sesbancaron a los españoles de los cargos
más altos, sino debido también al carácter de los gobiernos republicanos que se establecieron.
A excepción de los criollos, pocos se beneficieron de las conquistas políticas de la
independencia, lso criollos eran reaios a compartir el poder con los mestiso y los otros sectores
sociales inferiores según había establecido el orden colonial, la elite criolla eliminaba casi
sistemáticamente d los altos cargos a los individuos pertenecientes a las castas, sobre todo los
mulatos. La lucha por la independencia, y en el Rio de la Plata, la de la consolidación de la
nación, colocó en un lugar preemiante a los militares más que a las élites civiles que habían
dominado en el régimen colonial (funcionarios civiles y alto clero), el poder de la cuales sufrió
cierta decadencia; no sólo ocurrió que las filas del ejercito se engrosaron a causa de la guerra,
sino que la estructura de la admnistracion civil se debilitó porque los gbernos carecían de
recursos. Paralelamente, la decadencia de la burocracia civil y eclesiástica, los comerciantes
urbanos perdieron poder y posición, sobre todo en la medida en que el comercio cayó bjao el
control de los extranjeros, mientras que los propietarios adquierieorn mayor poder; así pues,
según Halperin, en este periodo se produjo a la vez una militarización y una ruralización del
poder. El siguiente planteamiento sugerirá que esta tesis de la militazacion y la ruralización,
aunque es correcta, no debe ser considerada como absoluta,sino como un cambio de grado
respecto al orden colonial. Entre 1810 y 1830, la militarización de la vida política fue un hecho
que los políticos civiles no pudieron evitar; a finales de la década de 1820 la independencia
parecía un hecho real y en todas partes de hispanoamerica la gente empezó a irritarse por el
dominio de los militares y por las dimensiones excesivas d elso ejércitos. Por ello, los últimos
años de de la década de 1820 y los primeros de la de 1830 se caracterizaron por lso esfuerzos
realizados por los civiles tanto para reducir el numero de los oficiales en activo como para
contrarrestar el ejercito creando milicas provnciales, estos años también se caraterizaron ,
lógicamente, por la exisencia de una gran hostilidad mutua entre los militares y políticos
civiles.

En los otros países, en los que el control de los civiles era mucho mas incierto, las elites
consideraron necesario recurrir al os lideres militares, de quienes desconfiaban, al pensar que
sus países aun no estaban preparados para un verdadero gobierno civil. por ello, en Méico una
serie sucesiva de políticos civiles de diferentes tendenicas intentaron utilizar al realista general
Santa Anna en beneficio propio, pero ´solo lol ograron en parte. En Perú, francisco Javier luna
pizzaro, el lder de la facción liberal, a pesar d eno gustarle nada la preeminencia de los militars
en la vida politia, reconcoia que eran indispensables y preparó la elección de varios de ellos
uqe pensaba que podía conrolar. Los lideres militares tambin fueron mportantes para imponer
orden allí donde el Estado era tan débil que el poder poltiico estaba fragmentado y era
descentralizado. La militarización de la política presentó dos formas básicas, en México y Perú
los caudillos tenían su base de apoyo en las unidades del ejercito regula y, combinándola
ambición indivudla con el interés corproativo y la mitigación de la clase alta civil, ntentaron
controlar el gobierno nacional. En el segundo modelo, del de las fragmentadas provincias del
Rio de la Plata, ofrecen el mejor ejemplo, lo caracteristico era el caudillo que como punto de
apoyo tenia a la milicia local y el respaldo de los propietarios y los comerciantes d ela región;
en este coso la principal función del caudillo, a los ojos de sus sustentares de la clase alta, era
consevar el orden de la regio ny defender a la provincia de la desorganizacion. En la mayoría
de lso países existían combinacones variables de caudillos con base en el ejercito y caudilos
con base regional, dependiendo en parte su importancia del grado en que el gobierno central
pudiera sostener un ejercito nacional lo suficientemente fuerte como para dominar a las
provincias. La elite económica no constituia el único grupo de civiles vinculado a lso caudillos, a
menudo estos estaban aliados con los mismo abogados políticos que habían estudiado en la
univerisad; estos ex universitarios se vincularon, tanto a nivel local como naconal, a los lideres
militares de mayores posibilaides, y los manipularon. Con frecuencia estos hombres instruidos
se convirtieron en secretarios de cuyos consejos los caudillos dependían mucho, a veces la
manpulacion se hacia desde lejos, desde las capitales los políticos intelectuales influenciaban a
la vez a los caudillos provinciales y nacionales, escribiendo regularmente artículos en los
periódicos y dando consejos en las cartas. Los ex universitarios a menudo necesitaban a los
caudillos para llevarles al poder, los caudillos necesitaban los conocimientos intelectuales y
administrativos de lo civiles que habían estudidado. Los gobiernos nacionales eran debles y su
control sobre las provincias era, en el mejor de los casos, incompleto; por ello las elites
urbanas dirigan un aparato cuyas decisiones a menudo podían frustarse a nivel provincial por
lso propietarios y comerciantes locales importantes; y, desde luego, muchas cuestiones de
importancia local fueron planteadas por las elites provinciales sin que el gobierno nacional
interviniera de forma significativa; en este sentido se puede decir que el poder estaba
ruralizado.

Los conflictos políticos que hubo en Hispanoamérica en este periodo que siguió a la
independencia se produjeron siple,ente por dedicir quien controlaría el Estado y sus recursos;
entre 1810 y 1845 la cuestión de si el Estado debia ser centralista o federalista dio lugar a
violentos conflictos en México, Centroamérica y en la región del Rio de la Plata. Además, allí
donde apareció, el dilema del centrlaismo o federalismo no siempre tuvo la misma naturaleza
u origen; en el Riode la Plata la causa federalista en algunos lugares estaba relacionada con los
interees económicos de la región; por otro lado, en México y en Chile, parece que aquellos
tuvieorn, al menos en este periodo, menos importancia en la aparición y desarrollo del
federalismo; en estos países másbien parece que el federalismo representaba tanto los deseos
regioanles de autonomía política como la convicción de que el sistema federal era el mejor
medio para proteger las libertades individuales del poder del Estado.

Si bien en la cuestión de la forma poltiia hubo algunas diferencias de un pasi a otro -tal como
muestra la cuestión federalista-, en la conflictividad política lacuesiotn subyacente fue más o
menos común a todos ellos; esta cuestión era el deseo de algunos políticos e modernizar
hispanoamerica. Algunos aspectos del proceso de modernización tenían raíces en el programa
de racionalización administrativa, económica, fiscal, y educativa emprendida por los borbones;
los borbones pusieron la supremacía del poder secular por encima del eclesiastico y sobre todo
intentaron reducir los privilegios jurídicos y las exenciones de impuestos del clero y poner los
recursos econmicos de la iglesia al servicio del Estado. La creación de una sociedad liberla
individualista significaba, en términos políticos, establecer la igualdad jurídica y la supremacía
del Estado secular; también implicaba garantizar la libertad de pensamiento. Todos estos
objetivos -la supremacía del Estado, la igualdad ante la ley y la libertad de pensamiento-
exigían liquiedar las organizaciones corportivas que habían dominado la sociedad colonal,
sobre todo la iglesia y el ejercito; estos dos cuerpos obstruían la supremacía del Estado, sus
privilegios impedían el ejercito de la igualdad ante la ley, y el control que ejercían sobre sus
miembros impedia la libertad de pensamiento, la creación de una sociedad liberal
individualsita significaba en temrinos ecnomicos, el establecimiento del mercado libre.

Muchos aspectos de este programa reformista contaban con el apoyo general de la elite
intelectual, si bien había distintas opniniones sobre cómo se debían llevar a término; con la
excepcon de la región del Rio de la Plata y también, durante un tiempo, de la de Venezuela, se
tendió el consenso en materia de política económica. Esta tendencia a un consenso en materia
económica entre los grupos políticos, tan eviente entre 1825 y 1845, se hizo aun mas fuerte
después de 1845, cunado la mayor parte de Hispanoamérica se incoróró mas estrechamente al
sistema comercial atlántico. La creciente demanda europea y norteamericana de materias
primas hispanoamericanas permitió que la mayoría de estos países pudieran equilibrar su
comercio con el exterior, por lo que parecía justificada la fe económica liberal en el libre
comercio; por consiguiente, de 1845 a 1870, en la mayora de los países prácticamente hubo
unanimidad al menos en los aspectos comercailes del liberalismo económico.

Al igual que ocurrió con la política económica, la poltiica fiscal no fue por lo general una
cuestión de partidos o grupos; todos los partidos políticos coincidieron en condenar el sistema
impositivo de lso españoles por ser irracional y no liberal, y emprendieron su reforma durante
el periodo optimista de los años veinte; cuando los impuestos directos que se introdujeron en
estos años y durante los primeros de 1830 toparon con la resistencia popular y no lograron
obtener ingresos adecuados. Si la elite poltiica de los diferentes partidos generalmente estuvo
d acuerdo sobre los principios económicos a seguir, lo mismo sucedió en lo referente a la
política social concerniente a la esclavitud y a las comunidades indias; en la década de 1820, en
la mayoría de los países, las élites, en un estallido de entusiasmo revolucionario, con más o
menos unianimidad hicieron pasos en el campo legislativo para abolir eventualmente la
esclavitud. En las actitudes respecto a la propiedad comunal de las omunidades indigneas se
puede observar una tendencia similar al consenso; desde los años veinte hubo el acuerdo
general de uqe las propiedades deberían repartirse entre los indios, casi todos los mimebors
de la elite consideraban que la propiedad comunal estaba en contradicción con los principios
económicos lberales, porque se suponía que la propiedad colectiva no podía activar los
intereses individuales.

Entre 1830 y 1845 en algunas zonas de hispanoamerica predominp una relativa estabilidad
política. Sin embargo, después de 1845 el conenso de la elite empezó a fracturarse; en los años
cuarenta apareció una nueva generación de políticos que se enfrentó a las personas de los que
habían ocupado el poder desde finales de la década de 1820; la mayoría de los países
hispanoamericanos habían sido gobernados por la misma geneacion que habían logrado la
independencia. La penuria fiscal que sufrieron la mayoría de los gobiernos hispanoamericanos
limitó su capacidad de cinroporar a la generación mas joven en lso cargos públicos; fuera por la
razón que fuese, el hecho es que en los años cuarenta la joven generación empezó, en muchos
lugares de fuerma bastante consicene, a oponerse al sistema polticio existente. Aunque la
dinámica de lperiodo se puede entender como el resultado de la presión de una nueva
generación dentro de la clase alta, el enfrentamiento también tuvo carácter de lucha de clses
en varios lugares; el periodo mexicano de la reforma (1855-1876) muchos de los
protagosnistas liberales de aquella lucha fueron una nueva generación no sólo por su edad
sino también por su origen social, la composición de la nueva generación de liberales que
emergió en los años caurente se define como formada mayoritariamente por hombres
ambiciosos de provincia que se pudieron promover socailmente gracias a al expansión de la
educación secundaria a partir de los primeros años de la independencia; estos jóvenes de la
clase alta provinciana tenían motivos para opoenrse al monopolio del poder ejercido por los
grupos existentes y para querer destruir lo que quedaba de las instituciones coloniales que
tendían a bloquear la movilidad social. En 1845 y 1860, junto a los jóvenes instruidos de las
provincias, empezó también a figurar otro grupo social: el de los artesanos urbanos. Uno de los
factores que desde medaidos de los cuarenta dio fuerza a los jóvenes de la clase alta fue la
expansoin del comercio exterior hispanoamericano; la creciente demanda europea de
productos y mateiras prmias tropicales de hispanoamerica creó un nuevo ambiente de
optmismo entre la clase alta, impulsnado una voluntad de regenracion política y de cambios
institucionales; en cambio, para los artesanos significó la llegad amasiva de productos de
consumo que amenazó con hundirlos.

Los sucesos políticos y las corrientes ideológicas de Europa que influyeron en la nueva
generación fueron distintos según las caracteristias de la política local; en gran parte de
hispanoamerica, los poderes y los privilegios de la Iglesia continuaban siendo un problema
centrla y sin resolver; por ello, la agitación que se produjo en Francia a raíz de al cuestión
religiosa o en los años treinta y cuarenta repercutió en algunos de estos países a paritr de
1845, sobre todo en México, Nueva Granada, Chile y Perú; los ataques que Michelet y Quinet
hicieon en los años cuarenta del papel de l iglesia en la educación superior y su libro que
atacaba a los jesuitas ejercieorn un gran impacto sobre jóvenes demócratas como Francisco
Bilbao (1823-1865) en Chile, y en Nueva Granada también sirvió para estimular la oposición a
lso jesuitas entre generación más joven.la revolución europea de 1848 hizo que se llamara la
atencon y cristalizaran las ideas socialistas en hispanoamerca, pero después de que empezaran
las revoluciones europeas, los jóvenes polticos aspriantes, influenciados por el ejemplo
europeo, comenzaron a acercarse a las clases bajas urbanas para movilizarlas políticamente.
Sin embargo, en general, la nueva generación fue mas individualista y liberal que socialista.

La revolución de 1848 fue bien recibida en Nueva Granda, Perú y Chile, donde la nueva
generación tuvo que luchar contra grupos establecidos de las élites: así, la revolución
democrática atrajo a los jóvenes como un medio de cambio político. En el Ro de la Plata, en
embargo, la dictadura de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires, al igual que los regímenes de
los caudillos menores que había en las provincias, había disfrutado de un amplio apoyo de las
clases populares. Por lo tanto, en el Rio de la Plata los políticos intelectuales más jóvenes
tendieron a tener una visión mas negativa de la revolcuion democrática. En lso años cuaenta,
en su exilio chileno, Domingo Sarmiento y Albertdi manifestaron su creencia de que la
soberanía popular en manos de la gente ingnorante inevitablemente conducia a la dictadura.
La revolución de 1848 sirvi+o para que Sarmiento y Alberdi se reafirmaran en su desconfianza
a la democracia, al menos en aquellos países donde había una gran mayoría de la gente
analfabeta; así pues, si bien en algunos países de hispanoamerica la nueva generación tendio
hacia la retorica democrática (no necesariamente hacia la practica democrática) incluso
después de que hubieran ascendido al poder en el periodo de los años cincuenta a lso setenta,
por el contrario en Argentina, tras el derrocamiento de Rosas en 1852, la nueva élite
intelectual dominante se inclinó hacia unas actitudes más conservadoras ebn cuanto a la
democracia política.

Aunque los liberales de 1845-1870 se veían a sí mismos como continuadores de la obra de los
reformadores de 1810-1825, el contenido y el espíritu de sus objetivos eran distintos en
algunos aspectos. En primer lugar, el poder y los privilegios de la iglesia se plantearon ahora
como una cuestión mucho más crucial; entre 1845 y 1870 la cuestión del poder y los privilegios
de la iglesia estalló en uan guerra a grna escala, sobre todo en Mézico, Nueva Granda y
Ecuador, mientras que en Perú y Chile la Iglesia, por primera vez, se convirtió en un tema
fundamental. En segundo lugar, en la generación de 1845-1870 el individualismo liberal en
algunos lugares -como Nueva Granda y Chile- fue acompañado de la retorica del socialismo
asociativo francés, aunque est atendencia no sobrevivió a lso años cincuenta. En tercer lugar,
también debido a la fincluencai de lsocailismo francés y a la revolcuion de 1848 -excepto en
Argentina-, se insistió mucho más sobre el ideal d la democracia social que en las generaciones
anteriores. Se puede decir que lo que caracterizó a los reformaores de 1810-1825 fue su
intención de racionalziar el sistema que habían hereado; en cambio, la generación de 1845-
1870 se concibió a sí mismo como realizadora de una revolución.

A medida que en Francia empezó a desarrollarse la revolcuion socialista, los moderados


hispanoamericanos hicieron marcha atrás, temiendo el impacto que la insurrecio neuropea
pudiera tener en trastornar los sectores mas bajos de la sociedad en sus respectivos países.
Por lo tanto, después de 1848 muchos mexicanos moderados se adhirieron, con un reducido
numeor de monárquicos militantes, a un conservadurismo militante y proclerical. En otros
países hispanoamericanos, los componentes del conservadurismo no fueron los mismos; en
nueva granada los conservadores no temian la revuelta e los campesinos son la movilziacion
de los artesanos de Bogotá y de lossectores populares de Cali; en Perú y Chile, la insurreccon
urbana también era una amenaza más real que la de los campesinos, por otro lado fuera de
mezico no hubo un movimiento monárquico que sirviera de espina dorsal del
conservadurismo. En general, los conservadores concebían a la Iglesia como una institución
central tanto para dar estabilidad a la sociedad como para conferir autoridad al Estado; sin
embargo, no todos los conservadores concebían sus realcoines poltiias con la Iglesia de la
misma manera; la iglesa era parte integral del Estado y de la sociedad; otros lideres
conservadores, en cambio, parece que tenían una idea mas insutrmental de la iglesia: la veían
como institución que era útil como elemento cohesivo de la sociedad o como un medio de
movilización política.

Aparte de la cuestión esclesiastica, sobre otrs materias había tanto consenso como conflicto
entre los grupos contenientes. Sin embargo, las elites políticas se dividieron en facciones con
una identidad más o menso clara. Ants de 1870 , el grado en que los grupos se podían llamar
partidosvariaba de una región a otra. En los apises en lso que dominaban violentos cuadillos
políticos, como ocurria en las Provincias Unidas del Rio de la Plata, Bolivia o Perú, no habial
ugar para que se desarrollaran los partidos cuya finalidad era ganar elecciones; en otros países
es una cuestión de definición. En ningun país de América Latina, antes de la década de 1850
hubo oranizaciones políticas que movilizaran a las masas. En las republicas en que las
elecciones ugaban un papel importante ne la vida poltiica, los partidos entendidos como
grupos políticos organizados con el propósito de ganar las elecciones se desarrollaron bastante
temprano. Ya ocurrió asi en 1825 en Nueva Granada, en 1826 en México y en 1830 en Uruguay
al tener lugar las primeras elecciones en el país. Mediante los periódicos de las capitales, los
lideres políticos pudieron dar a concoer su línea política a sus seguidores de provincias;
durante toda la década de 1840, la dirección de los partidos fue informal, derivando a menudo
de camarillas parlamentarias o de periodistas y otros indviduos politiamente activos en la
capital de la nación; aunque los medios de organización eran informales, en todo caso hacían
la función de unificar los partidos. Sin embargo, no fue sido hasta principios de la década de
1840 que en algunos países los candidatos para ocupar los carogs nacionales fueron elegidos
por convenciones de los partidos con delegados que formalmente representaban a todas las
provincias. Las facciones o partidos se formaban principalmente para logar el control del
gobierno y los cargos que ponía a su disposcion, ello no quiere decir necesariamente que un
individu eligierasu partido de forma accidental; los individuos se adherían a lso ldieres o grupos
políticos que con más probabilidad les iban a recompensar; esto implicaba vinularse a líderes o
grupos con quienes compartían un orden regional u otro tipo de conexión personal. Hay
muchos grupos poltiiso que parecen tener como eje de su existencia este tipo de vinculación
personal, mas que una consistencia ideológica. Se encuentra esto particularmente en los
grupos formados en torno a los caudillos, estas redes regioanels o de otro tipo de asociación
personal, también fueron importantes para cimentar grupos políticos conformados por
convicciones ideoligcas.

En la formulación mas común se agrupa a propietarios, militares y clero en la coalición


conservadora, mientras que se engloba a profesionales y ocmerciantes en el bloque liberal.
Posiblemente se pone a los comerciantes y a los profesioanes en el mismo saco frente a los
propietarios y e lclero debido a la tendencia de aplicar las categorías europeas de burguesía y
aristocracia a hispanoamerica. Son falsas en la medida que compartan que en cada uno de
estos grupos sociales había unanimidad; la utilización de categorías como propietario,
comerciante o prefiosnales para dividir los grupos de interés no es plausible debido a que lso
individuos de las clases altas en el siglo XIX (en temrinso sociiologicos) carecían de la
especificidad de función que está implícita en este tipo de caracterización. Un solo individuo
podría ser a la vez un gran propietario, un comerciante y posiblemente tmabien un abogado o
un oficial militar, es artificiar diferenciar polticiamente según su ocupación.
Si dividir a los grupo según su función económica no se justiifica, en cambio en varios países se
pueden apreciar divisiones políticas en las que la distrubucion del poder y el status (por encima
de las delimitaciones profesionales) juega un papel importante; en México, nueva granada y
Perú, la aplicación politica de los miembros de la elite corresponde estrechamente a su
ubicación social. Esta relación estaba en parte determianda por el origen regional, asi com
otambien por las circunstancias de nacimiento y de conexiones sociales en las regiones
concretas. Un individuo se inclinaba a ser conservador si, en términos sociales, ocupa una
ubicacon central; a menudo los conservadores habían nacido y crecido en ciudades que habían
sido mporrtantes centros administrativos o bien ciudades universitarias durante el perodo
colonial; estas poblacones se caracterizaban por tener un ethos mas aristocratico, una
jerarquía social mas rigida que las coduades provinciales de menor importancia.

Los liberales solían ocupar una ubicación social mas perisferica. A menudo procedían de
ciudades provinciales que durante el periodo colonial habían tenido menor importancia
economcia, admnistrativa o cultural y en las que la estratificación social era menos
pronunciada. Con frecuencia tenían menos posibilidades de acceder a la enseñanza superior,
que constituia una via para entrar a formar parte d ela elite poltiica, tanto a través del
aprendizaje formal como a través de los contactos socailes que proporcionaba. Como jóvenes
que se trasladaban de las provincias a lso centros culturales, a menudo virtualmente sin
dinero; se incorporaron parcial o difcilmente en la elite, los indivduso de esta clase que
pasaron a formar parte de la elite poltica gracias a su talento, valor y suerte, mas que a su
nacimiento es probable que se inclinaron por las ideas liberales de la igualdad ante la ley y la
capacidad individual y que no tuvieran ningun interés en proteger las estructuras coloniales del
poder, el privilegio y el prestigio. El liberalismo era mas fuerte en aquellas provincias que,
habiendo sido centros coloniales de poca categoría, habían lelgado a ser más importante en la
poltiica o la economía de la republica se trataba de provincia que podían aspirar a la luchar por
el poder y la influencia política y no de regiones insignifcantes a nivel demográfico y
económico.

Es difícil estrictamente el carácter social de las alineaciones políticas en el México de los años
1830 y 1840, la gente cambia de facción; sin embargo, es posible distinguir, para estos años,
cuatro tendencias cuya fuerza creció y se debilitó repetidas veces. En un extremo del espectro
poltiico se encontraban los que en lso años treinta adoptaron una posición centralista y
proesclesiastica y a finales de lso años cuarenta se identificaron abiertamente como
conservadores. En el otro extremo político se encontraban los federalistas de los años veinte y
treinta, o los puros de los años cuarenta, que perseguían un programa de igualdad ante la ley y
la destrucion de los privielgios y esclesiasticos y militares; los lideres del grupo solán ser
indivduos que habían estudidado derecho o medicina, si bien debido a las exigencias de al
guerra civil algunos se enconraron, de modo accidental, con carreras militares; los liberales
pros procedían sobre todo de las provincias que rodeaban el área conservadora y centralista.
Entre los dos polos del conservadurismo y del liberalismo del paronama político mexicano,
había dos grupos que a menudo accedían al poder aliándose con uno de los extremos; los
liberales moderados compartían con lso conservadores su aversion por todo lo ue oliera
demasiado a clase baja; se aliaron, alternativamente, con los conservadores -cuyo centralismo
autoritario detestaban- y con los liberales radicales -cuyas tendencias populistas no
compartían-.; en los años cuarenta, algunos de estos liberales se pasaron a las filas
conservadoras, amparándose y uniéndose detrás de la iglesia en opsoicion al anticlaricarismo
de los puros. La otra facción intermediaria estaba encabezada por el general Antonoio Lopez
de Santa Anna, que contaba con el apoyo de tres sectores: sus seguidores locales de Jalapa y
Veracruz, los agiotistas (especuladores con los bonos del Estado) y ciertos militares cutos
intereses a menudo representaba.

En Nueva Granada, el modelo de división política era sociológicamente similar al mexicano, si


bien algo mas simple. Este mismo modelo analítico de ubicación social se puede aplicar al
Perú, donde puede observarse la división entre los conservadores Pandos, Pardos y Herreras
de Lima y los liberales quesurgian en las provincias como Luna Pizzaro en Arequipa, Benito
Laso en Puno y los hermanos Galvez de Cajamarca. Sin embargo, el modelo no funciona tan
bien en otros casos. En buenos aires, en las décadas de 1820 y 1830, se puede identificar el
poder económico -los ganaderos y propietarios de saladeros- con los conservadores. El
conflciot se trató esencialmente de una lucha entre los intereses económicos dominantes que
preferían actuar presicndiendo de la poltitica (que se pusieron al lado de Rosas como agente
del orden) y un grupo de gente instruida que deseaba mplantar al sistema liberal según el
modo de los países occidentales. En este sentido fue un enfrentamiento entre la barbarie y la
civilización, algo parecido sucedió en Uruguay durante los mismo años entre una elite
intelectual urbana que quería introducir algo parecido al sistema politco europeo y los
caudillos que tenían lazos rurales y no entendian el constitucionalismo.

Las nuevas naciones perdían confianza en si mismos al tener que soportar la presión de las
potencias extranjeras. En la década de 1830, México, la región del Rio de la Plata, Nueva
Granda y otras áreas sufrieron el bloqueo inglés y francés. México y Centroamérica tuveon que
padecer el problema adicional de la agresión estadounidense. Estas potencias extranjeras a la
vez intimidaban y seducían a las elites, las faccones de la elite a menudo se sentan tnetadas a
comprometer la independencia nacional a cambio de obtener la ayuda de una potencia
exranjera.

La inestabilidad poltiica de Hispanoamérica entre 1810 y 1870 se ha eplciado de diferentes


maneras; una línea interpetativa, tiende a enfatizar el papel de los modelos culturales e
institucioanels fuertemente enraizados; la otra que tiende a observar de forma más detenida
los sucesos en el transcurso del tiempo, subraya las consecuencias de la variabls sociales y
económicas. La epxlicacion cultural de la inestabilidad hispanoamericana tiene en cuenta
varias variables. Esta tendencia en el siglo XIX a partir del autoritarismo y el anarquismo, estas
caracterostocas eran inherentes al legado español, pero tmbien cree que el conflicto entre las
tradiciones españolas y las ideas liberal-constitucionales importas a hispanoamerica del
extranjero al producirse la independencia las reforzaba. En España, a diferencia de otros pases
europeos, las instituciones feudales fueron debilies, los diferentes grupos de intereses
(nobleza, iglesia, comerciante, etc.), más que forman nucleos de poder relativamente
autónomos, dependieron fuertemente del Estado. La organización del poder dentro del
sistema dependía en definitiva del rey; sin la presencia del rey, el sistema de deshizo. Debido a
la fatla de uan tradición feudal, hispanoamerica no poseía una base de relaciones vasallaticas
constracutrales que capacite a lso componentes de un sistema feudal para la vida autónoma;
hecho de que la debilidad del feudalismo español constribuyó a la debilidad de las tradcoines
parlamentarias. Al no existir grupos de intereses económicos desarrollados e interactuantes
que participaran en el proceso constitucional, los nuevos países quedaron sumergidos
alternativamente en regímenes de anarquia y de tiranías personalistas.

Al igual que otros muchos analsiis que consideran los elementos culturales como una variable
determiantne, las nteprretaciones de Morse y de sus seguidores traían estos elementos de una
forma excesiva estáticas -como si la cultura española, una vez que se cirstalizó en algún
momento del distante pasado, nunca hubiera sufrido después ningún cambio importante-. Los
ideales liberal-constitucionalistas no lograron alcanzar la hegemonía que disfrutaban en la
cultura britcanica, pero influyeron de manera importante en el pensamiento político y al
menos parcialmente se ncorporaron en las relgas políticas. En segundo lugar, la nterpretacion
cultural de Morse y otros al centrarse en los conceptos de legimtimidad y de lso valoes
políticos y sociales tendió a no tener en cuenta el papel de lso factores estructurales
geográficos, económicos y sociales que desestabilizaban los sistemas políticos o bien permitían
su estabilidad. Contrastando con las interpeetaciones culturales, otros análisis subrayan las
causas económicas de inestabilidad poltiica de hispanoamerica. En estas económicas
desintegradas la inestabilidad mas bien se podía deber a la falta de intereses económicos que
a la existencia de intereses económicos enfrentados; en diferentes países las regiones que mas
frecuentemente iniciaron rebelioens en contra del gobierno nacional fueron auellas cuya
localización les hicieorn difícil o imposible participar efectivamente en el comercio de
expoetacion; en estas regones, las elites locales, por falta de oportunidades económicas en
donde invertir sus eneergias, se dedicaron a la tarea político-militar. En cambio, las regiones
que estaban integradas de forma mas efectiva en la economía de exportación tendían a ser
políticamente más estables. Las interpretaciones de la inestabilidad que subrayan la falta de
una clase fuerte y unida dedicada a sostener al Estado se completan subrayando también la
debildiad financiera de los nuevos gobiernos, la falta de fondos les hizo difícil conseguir la
fideldiad del ejército, asi como captar las elites civiles potencialmente disidentes a través del
patronazgo. Halperín atribuye la debilidad financier de los nuevos estados en parte a las
consecuencas de la relación de hispanoamerica con la economía atlántica; los agudos
desequilibrios mercantiles crearon una escasez de circulante y una contracción económica,
debilitando las bases economcias de os gobiernos. Al mismo tiempo, su base social, sobre todo
la burguesía urbana, quedó debilitada por la invasión de comerciantes extranjeros que produjo
por la incapacidad del Estado de pagar a sus funcionarios.

Contrastando con la inestabilidad política que caracerizó a la mayor parte de Hispanoamérica


entre 1810 y 1870, las décadas que transcuerreron entre 1870 a 1910 fueron años de
consolidación y centrlaizacion política, generalmente bajo gobiernos de tipo secular y
modernizados pero mas o menos autoritarios y no democráticos. Desde el punto de vista de la
historia intelectual y cultural, el porfirato y los otros regímenes liberales autoritarios son
notorios por haberse devestido de toda la ideología liberal menos lso atavíos externos y por
haber adotpado un estilo poltiico mas práctico y autoritario; así pues, se puede considerar que
estos regímenes retrocedieron a algo que se acercaba mucho a un sistema de gobierno de la
tradición española. Sin embargo, la mayoría de las interpretaciones de la era de la
consoldiacion política que se produjo después de 1870 tienden a poner en relieve las bases
economcias del nuevo orden; la creciente demanda europea y norteamericana de materias
primas latinoamericanas conllevó una afluencia de prestamos e inversiones extranjeros en
ferrocarriles, minas y en el sector agrícola de exportación, en el caso de Argentina y Uruguay,
también significó la llegada d einmigrantes europeos; estas inversiones extranjeras
suministraron a algunos regímenes los recursos necesarios para cooptar a los posibles
opositores en los puestos del gobierno y contentarios con concesiones o contrarios. También
les permitió mantener un ejercito nacional modenro con el que reprmir a los opositores que
no podían ser comprados. Ahora estos gobiernos centrlaes no sólo eran mas fuertes por lo
fiscal y, por lo tnato, mas capaces de contener a los disidentes, sino que también los miembros
de la clase dominante ponían mayor atención en las oportunidades económicas del momento,
de manera uqe la política, como forma de actividad económica se hundió en parte; fue una era
de orden y progreso.
Gobierno y sociedad en Chile durante la republica conservadora 1830-
1865 – Simon Collier (practico)
La continuidad institucional del país no se alteró en todo el periodos transcurrido entre la
instalación del régimen conservador o “pelucón” en 1830 y la guerra civil de 1891; Chile en
esta época gozaba de buena repubtacion entre las demás naciones latinoamericanas, una
excepción honrosa en la america de sur. La inmensa mayoría de la poblacoin (más o menos un
millón de 1830) vive en una zona entre el valle de Aconcagua y Concepcion, una distancia de
150 kilometros; es este un territorio potencialmente muy manejable si bien no completamente
integrado al principio, no se notaban diferencias regionales muy marcadas, o mejor dicho no
hay diferencias regionales que involucren no inevitabilidad de luchas prolongadas. También en
la dimensión social, hay un cierto grado de homogeneidad que llama la atención; la población
es esencialmente blanca o mestiza -los blancos forman la clase alta y los mestizos, las clases
populares-, la clase alta domina casi sin contrapeso y es, en efecto, la clase gobernatne y
laclase poltiica, casi, diría yo, la nación política en la expresión francesa. Los conflictos políticos
se dan dentro de un ámbito de esta clase, fuera de los grupos privilegiados no se nota mucha
actividad política independiente, en el campo donde predomina la hacienda no se producen
rebeliones, los movimientos de resistencia o protesta social son mas bien prepoliticos. Lo que
se teme en chile no es una rebelión de las masas, una jacquerie popular, son mas bien la
agitación dentro de la elite, que puede implicar convulsiones mas amplias.

Otro factor que muy probablemente ayude en la consoldiacoin política del siglo XIX es la
expesion comercial -un ciclo ascendente desde la década de 1820 hasta la crisis de la década
de 1870. Sobre lab ase e las exportaciones de la plata, el cobre, el trigo, la economía
experimenta una expansión notable; el poder adquisitivo de la clase alta y la renta de
lgobienro están en pleno auge. La poca extansion física del país, la sociedad solidariamente
jeraquica, la expansión comercial posibilitan, por cierto, la creación de una republica estable;
pero la creación misma no es automática, como lo desmuestra la llamada “anarquia” de la
década de 1820. El hecho de que el sistema conservador es efectivamente el producto de un
esfuerzo poliico por parte de los políticos de la década de 1830.

El emblema supremo del nuevo régimen es al constitución de 1833, sus rasgos mas notables ,
que sin duda alguna ayudan en la mantencon del reigmen; los tres aspectos claves son: en
primer lugar, el presidnecialismo, en segundo lugar, los poderes excepconales, y por ultimo, la
centralización.

Los métodos empleados para reforzar el funcionamiento de la constitución, tres facetas de


este rpboelma que son en primer lugar, la represión; en segundo lugar, el aplastamiento del
militarismo, y por ultimo, la manipulación electoral; son aspectos claves para la comprenson
de las reglas de juego de la política chilena de la época conservadora. En lo que la represión
política se refiere, el primer punto que hay que mencionar es que no es continua; es ocmun y
corriente durante gran parte de la década de 1830 (la etapa inicial del régimen); no se emplea
mucho durante la presencia de Bulnes, se recrudece en el decenio del presidente Montt (los
poderes excepcoinales están vigentes durante la mitad de su presidencia), desaparece por
completo en la administración de Perez. Por razones obvias, las dos guerras civiles son
acompañadas por unos brotes de represión mas o menos fuertes.

La conclusión fundamental es que la represión conservadora, por incomoda que hauya sido en
las vidas de los afectados, no es omnipresente ni excesivamente cruenta. La prensa funciona
bajo ciertas presiones durante toda la época conservadora, durante la década de 1830 casi no
hay una prensa de oposición.

Se puede apreciar que la República Conservadora tiene una dimensión autoritaria bastante
visible, peor la represión no es la única herramienta estabilizadora del régimen; un fenómeno
hasta cierto punto amenazante de la década de 1820 ha sido el militarismo, los conservadores
lo aplastan mediante un tratamiento draconiando ispensado a los oficiales liberales derrotados
en la guerra civil de 1829-1830 y a través de una reorganización notable de las milicas
nacionales. La estructura de la guardia naconal refleja precisamente la jerarquía social: la
oficialidad está compuesta de hombres de clase alta, adeptos del régimen, mientras que las
clases de tropa provienen del artesanado o de los pequeños agricultores dependientes de las
haciendas; opina sarmiento qu la guardia nacional ha “servido poderosamente para crear la
nacionalidad chilena”. Pero los milicianos tienen otra funcon primordial en la República
Conservadora: una función electoral; el control del proceso electoral, orquestado desde el
centro a raves de los intendentes y oficiales subalternos en las provincias, es quizás el
componente fundamental de la operación del sistema político, el gobierno necesita un
congreso sumiso y lo consigue mediante la intervención electoral; en todas las elecciones de la
época los mlicanos aportan una cantidad inapeciable de sufragios a la causa del régimen.

Este empleo constante de las milicias no es, por supuesto, la única tenicca del régimen en su
aspecto electoral. En realidad, hay un sinnumero de métodos a los que se puede recurrir -el
cohecho, la intimidación, el uso de disfraces, la detencon temporal de conocidos opositores, el
acuertelamiento de milcacnos de lealtades sospechosas-. Desde luego, la oposición también
emplea tales métodos en la medida posible, en circunscripciones donde la influencia oficial se
puede contrarrestar gracias a una combinación de circunstancias afortunadas.

Al final de la época de la cual estamos hablando, la unidad conservadora se quebranta. Un


sector considerado del partido Conservador, que ha apoyado el gobierno durante mas de 25
años, pasa a la oposición y se fusiona con los liberales, mientras que el resto de los
conservadores forma el nuevo partido nacional y permanece fiel al presidente Montt. En parte
se debe al rol mas combativo de la iglesia católica y la clericalizacion creciente de una corriente
conservadora, una actitud que choca con la tendencia resultemente regalista de Montt y los
nacionales; lo importante es que, tras las posimetrias agitadas de la presidencia de Monnt,
Chile experimenta los comienzos de un proceso de liberalización. La administracon de José
Joaquin Perez marcha un hito en la consioldiacon de una versión mas liberal de la republcia; es
una época nueva, en la cual ya no se emplean los estados de sitio y las facultades
extraordinaras, una época de la más completa libertad de imprenta, etc. Es la primera época
de lo que yo llamaría la clásica “ideológia chilena” de convivencia política y respeto a la opinión
ajena.

Si debemos rechazar la nocon de una ofensiva burguesa en términos politos directos en la


década de 1850, no se puede descartar la influencia burguesa en termnos sociales y (antes que
nada) culturales. En la prepracon del terreno para la liberalización de la segunda mitad del
siglo, hay varios fenómenos dignos de menconarse, aunque someramente. Es significativa, por
cierto, la renovación intelectual de la década de 1840, debida en parte de la reorganización
universitaria, en parte a la nspiracion constante del Bello (el entrenador inconsciente de toda
una generación liberal en Chile), y en parte al desafio de los emigrados argentinos como
Sarmiento; hay, evidenetemente, una expresion de los horizontes intelectuales y una amplia
aceptación de las influencias europeas.
En el transforndo de este proceso general, hay un fenómeno más fundamental. La instalación e
un regimen autoritario en 1830 choca con las “aspiraciones liberales y democráticas creadas
por la revolcuion de la independencia”. Los conservadores justifican su régimen no solamente
en términos de la mantención del orden sino también con referencias optmistas a la idea del
progreso. A pesar de sus discrepancias en materia de autoritarismo, hay un cierto grado de
acuerdo entre conservadores y liberales en cuanto a las reformas deseables en chile, la
educación, la imigracion, etc. La liberalización en Chile se produce, por lo tanto, por un cambio
general de mentalidad en parte circunstancial, en parte más de fondo en al clase política, para
la cual la época conservadora ha legado una estructura institucional capaz de adaptarse a las
condiciones nuevas y asi, a largo plazo, abrir los cimientos de una futura democracia chilena.

Unidad 3
América Latina y la Economia internacional, 1870-1914 – Glade

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