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Branko Milanović 9/01/2019
Karl Marx
Ayer mantuve una conversación acerca de mi trabajo, acerca de cómo y por qué,
hace más de 30 años, comencé a estudiar la desigualdad, qué fue lo que me
motivó a hacerlo, cómo era ocuparse de la desigualdad de ingresos en una
sociedad oficialmente sin clases (y no democrática), si el Banco Mundial se
preocupa por la desigualdad etc. De esta forma, el entrevistador y yo tratamos
algunas cuestiones metodológicas y la ineludible influencia de Marx en mi
trabajo. Me gustaría exponerla de un modo más sistemático en este post.
Aquí también es donde el trabajo sobre la desigualdad toma distancia con una de
las lacras de la microeconomía y de la macroeconomía moderna: el agente
representativo. El papel del agente representativo era eliminar todas las
distinciones significativas entre grandes grupos de población con diferentes
posiciones sociales, centrándose en la constatación de que todo el mundo es un
“agente” que trata de elevar al máximo los ingresos bajo una serie de
condicionantes. Esto es, en efecto, trivialmente cierto. Y al ser trivialmente cierto
ignora la multitud de características que hacen que estos "agentes" sean
verdaderamente diferentes: su riqueza, antecedentes, poder, capacidad para
ahorrar, género, raza, propiedad de capital o la necesidad de vender mano de
obra, el acceso al Estado, etc. Por consiguiente, diría que cualquier trabajo serio
sobre desigualdad debe rechazar el empleo del agente representativo como una
forma de abordar la realidad. Soy muy optimista al pensar que esto sucederá
porque la figura del agente representativo fue el resultado de dos novedades,
ambas actualmente en retroceso: un deseo ideológico, especialmente marcado en
los Estados Unidos debido a las presiones similares a las de McCarthy para negar
la existencia de clases sociales, y la ausencia de datos heterogéneos. Por ejemplo,
era difícil calcular el ingreso medio o ingreso por decil, sin embargo, era fácil
obtener el PIB per cápita.
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AUTOR >
Branko Milanović
Marxismo y feminismo: historia y
conceptos
Introducción del libro 'El patriarcado del salario', donde se recoge la discusión entre
estas dos vertientes políticas
Silvia Federici 4/04/2018
Wikimedia
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En tercer lugar, la relación entre la teoría y la práctica. Marx siempre subrayó que
se conoce la sociedad en el proceso de cambiarla, que la teoría no nace de la
mente de una persona, del pensamiento en sí mismo, de la nada. Nace del
intercambio social, de la práctica social, y en un proceso de cambio.
Al mismo tiempo, el feminismo nos ha dado herramientas para hacer una crítica
de Marx. Este es uno de los aportes más importantes a nivel teórico del
movimiento feminista de los años setenta y del que formé parte, en especial, de
las mujeres que se identificaron con la campaña «Salario para el trabajo
doméstico» y que contribuyeron enormemente al desarrollo de una teoría
marxista-feminista, entre ellas, Mariarosa Dalla Costa y Leopoldina Fortunati en
Italia, y Maria Mies en Alemania. Estas mujeres criticaron de forma fuerte a Marx
porque este se enfrentó a la historia del desarrollo del capitalismo en Europa, en
el mundo, desde el punto de vista de la formación del trabajador industrial
asalariado, de la fábrica, de la producción de mercancías y el sistema del salario,
mientras que obvió problemáticas luego cruciales en la teoría y la práctica
feminista: toda la esfera de las actividades centrales para la reproducción de
nuestra vida, como el trabajo doméstico, la sexualidad, la procreación; de hecho
no analizó la forma específica de explotación de las mujeres en la sociedad
capitalista moderna.
Es cierto que pocos teóricos han denunciado con tanta pasión y eficacia la
explotación brutal en las fábricas de las mujeres y los niños, y de los hombres por
supuesto, describiendo las horas de trabajo, las condiciones degradantes (si bien
con cierto tono moralista, como cuando habla de la degradación de las mujeres
que al no poder vivir de su salario, muy bajo, deben complementarlo con la
prostitución) pero en los tres volúmenes de El capital no hay ningún análisis del
trabajo de reproducción; solo habla de ello en dos pequeñas notas, en una escribe
que las obreras, al estar todo el día en la fábrica, se ven obligadas a comprar lo
que necesitan, y, en la segunda, señala que había sido necesaria una guerra civil
para que las obreras se pudieran ocupar de sus niños, en referencia a la Guerra de
Secesión de EEUU, que acabó con la esclavitud y supuso una interrupción de la
llegada de algodón a Gran Bretaña y por tanto el cierre de las fábricas.
Marx ve todo esto pero no se da cuenta del proceso de reforma que está teniendo
lugar y que crea una nueva forma de patriarcado, nuevas formas de jerarquías
patriarcales. Él continúa pensando, como Engels, que el desarrollo capitalista, y
sobre todo la gran industria, es un factor de progreso y de igualdad. La famosa
idea de que con la expansión industrial y tecnológica se elimina la necesidad de la
fuerza física en el proceso laboral y se permite la entrada de las mujeres en la
fábrica, de forma que se inicia un proceso de cooperación entre mujeres y
hombres que permite una mayor igualdad y que libera a las mujeres del control
patriarcal del trabajo a domicilio, que fue la primera forma de trabajo de la
manufactura en el inicio del capitalismo. Marx comparte la idea de que el
desarrollo industrial, capitalista, promueve una relación más igualitaria entre
hombres y mujeres.
Pero lo que vemos a partir de finales del siglo XIX, con la introducción del salario
familiar, del salario obrero masculino (que se multiplica por dos entre 1860 y la
primera década del siglo XX), es que las mujeres que trabajaban en las fábricas
son rechazadas y enviadas a casa, de forma que el trabajo doméstico se convierte
en su primer trabajo y ellas se convierten en dependientes. Esta dependencia del
salario masculino define lo que he llamado «patriarcado del salario»; a través del
salario se crea una nueva jerarquía, una nueva organización de la desigualdad: el
varón tiene el poder del salario y se convierte en el supervisor del trabajo no
pagado de la mujer. Y tiene también el poder de disciplinar. Esta organización del
trabajo y del salario, que divide la familia en dos partes, una asalariada y otra no
asalariada, crea una situación donde la violencia está siempre latente.
Este modelo de familia continuó hasta los años sesenta del siglo XX y es el
modelo frente al que el movimiento feminista y las mujeres en general se
sublevaron en las décadas de los años sesenta y setenta, diciendo basta a esta
concepción de la mujer como dependiente. El feminismo ha significado una
búsqueda de autonomía, de rechazo al sometimiento de las mujeres en la familia
y en la sociedad, como trabajadoras no reconocidas y no pagadas, una
sublevación contra la naturalización de las tareas domésticas y por el
reconocimiento como trabajo del trabajo doméstico.
Fue a partir de esta rebeldía que mujeres como yo y como las que he mencionado
más arriba llegamos a Marx. En la izquierda, lo habitual era estudiar a Marx, a los
padres del socialismo, pero verificamos que no había mucho allí para comprender
nuestra situación. Así empezamos una crítica de su obra y el análisis de toda el
área de la reproducción, toda un área de explotación que Marx había ignorado.
En este momento de crítica a Marx, nosotras usábamos a Marx, Marx nos dio
herramientas para criticarlo.
Por ejemplo, cuando Marx dice que la fuerza de trabajo se debe producir, que no
es natural, como hemos visto antes, a nosotras nos pareció muy acertado, pero
pensamos «sí, es el trabajo doméstico el que produce la fuerza de trabajo». Ese
trabajo no se reproduce solo a través de las mercancías, sino que en primer lugar
se reproduce en las casas. Y empezamos una labor de reelaboración, de repensar
las categorías de Marx, que nos llevó a decir que el trabajo de reproducción es el
pilar de todas las formas de organización del trabajo en la sociedad capitalista. No
es un trabajo precapitalista, un trabajo atrasado, un trabajo natural, sino que es
un trabajo que ha sido conformado para el capital por el capital, absolutamente
funcional a la organización del trabajo capitalista. Nos llevó a pensar la sociedad y
la organización del trabajo como formado por dos cadenas de montaje: una
cadena de montaje que produce las mercancías y otra cadena de montaje que
produce a los trabajadores y cuyo centro es la casa. Por eso decíamos que la casa y
la familia son también un centro de producción, de producción de fuerza de
trabajo.
Analizamos también el salario, que no es una cierta cantidad de dinero, sino una
forma de organizar la sociedad. El salario es un elemento esencial en la historia
del desarrollo del capitalismo porque es una forma de crear jerarquías, de crear
grupos de personas sin derechos, que invisibiliza áreas enteras de explotación
como el trabajo doméstico al naturalizar formas de trabajo que en realidad son
parte de un mecanismo de explotación.
Este análisis fue muy importante para comprender los mecanismos y los procesos
históricos que llevaron a la desvalorización y la invisibilización del trabajo
doméstico y a su naturalización como el trabajo de las mujeres. En mi
investigación, me encontré un evento histórico extraordinariamente importante,
la caza de brujas, que no tuvo lugar solo en Europa sino también en América
Latina; allí fue exportada por misioneros y conquistadores, desde la zona andina
hasta Brasil, donde se usó contra las revueltas de los esclavos (se acusaban de
demoniacos sus ritos y ceremonias). La caza de brujas fue un evento fundante de
la sociedad moderna que permitió generar muchas de sus estructuras, como la
división sexual del trabajo, la desvalorización del trabajo femenino y, sobre todo,
la desvalorización de las mujeres en términos generales, al crear y expandir la
ideología de que las mujeres no son seres completamente humanos, sino seres sin
razón, que pueden ser más fácilmente seducidas por el demonio, etc. En este
sentido, abrió la puerta a nuevas formas de explotación del trabajo femenino.
Volviendo a nuestro tiempo, creo que esta síntesis entre marxismo y feminismo
es importante no solo para leer el pasado, para entender la historia del
capitalismo, sino para entender lo que pasa hoy, para leer el presente. Nos
permite entender que hoy somos testigos de una nueva ola de acumulación
originaria, el proceso que Marx asignó al origen de la sociedad capitalista, que
separa a los productores de los medios de su reproducción, que crea un
proletariado sin nada más que su fuerza de trabajo, que puede ser explotado sin
límite, etc. Este proceso, desde la década de los años setenta, se reproduce de
forma cada vez más fuerte a nivel mundial, como respuesta a las grandes luchas
de los años sesenta, que debilitaron los mecanismos de control del sistema
capitalista: las luchas anticoloniales, las luchas de los obreros industriales, las
luchas feministas, de los estudiantes, contra la militarización de la vida, contra
Vietnam... todas pusieron en crisis los sistemas de dominación capitalistas. No es
una coincidencia que a partir de finales de los años setenta empecemos a ver
todos estos procesos que juntos se denominaron neoliberalismo. El
neoliberalismo es un ataque feroz, en su común denominador, a las formas de
reproducción a nivel global; empieza con el extractivismo, la privatización de la
tierra, los ajustes estructurales, el ataque al sistema de bienestar, a las pensiones,
a los derechos laborales. En este sentido, el proceso de reproducción tiene un
papel central. Hemos visto que las luchas más potentes y significativas de los
últimos años se han desarrollado no solo en los lugares de trabajo asalariado, que
de hecho están en crisis, sino fuera de ellos: luchas por la tierra, contra la
destrucción del medio ambiente, contra el extractivismo y la contaminación del
agua, contra la deforestación. Y cada vez más, a la cabeza de estas luchas,
encontramos mujeres que comprenden que hoy no se puede separar la lucha por
una sociedad más justa, sin jerarquías, no capitalista —no fundada sobre la
explotación del trabajo humano—, de la lucha por la recuperación de la
naturaleza y la lucha antipatriarcal: son una misma lucha que no se puede
separar.
En este contexto, una visión marxista-feminista, con los aportes y críticas del
marxismo que vengo describiendo, nos puede ayudar a liberarnos de algunas
ideologías. Por ejemplo, una de ellas, presente en Marx y también en algunos
importantes marxistas de la actualidad, defiende la idea de que el desarrollo
capitalista es necesario porque es una fuente de progreso y, por sí mismo, nos
lleva a un proceso de emancipación. En nuestros días existe un movimiento
llamado «aceleracionista», que quiere acelerar el desarrollo capitalista porque
entiende este desarrollo como un factor de emancipación. Otro ejemplo son los
marxistas autónomos que piensan que el capitalismo, al verse obligado en esta
fase a usar la ciencia y el conocimiento, también se ve obligado a dar más
autonomía a los trabajadores; muchos entienden entonces que el desarrollo
capitalista genera más autonomía para los trabajadores. Creo que una mirada
marxista-feminista, y para mí «feminista» significa «centrada en el proceso de
reproducción», nos permite contestar estas visiones. Porque como decía una
compañera ecuatoriana: «Lo que muchos llaman desarrollo, nosotras lo llamamos
violencia». Desarrollo hoy significa violencia, expulsión, desposesión, migración,
guerra.
El feminismo nos permite corregir las visiones marxistas actuales que piensan que
la tecnología puede ser emancipatoria en sí misma
También se dice que el capitalismo crea las condiciones materiales para superar
la escasez y para liberar a los seres humanos del trabajo. Se piensa que el
capitalismo, con el desarrollo tecnológico y científico, necesita cada vez menos
trabajo. Esta óptica, desde mi punto de vista, es muy masculina y entiende el
trabajo solo como producción de mercancías. Porque si como trabajo se incluye el
trabajo de cuidados, de reproducción de la vida, que continúa siendo
estadísticamente el mayor sector de trabajo en el mundo, es obvio que la inmensa
mayoría de este trabajo no se puede «tecnologizar». Se tecnologizan algunas
partes, por ejemplo muchas personas usan la televisión para cuidar a los niños, o
sueñan con que pequeños robots limpien y hagan todas las tareas, incluso se
anuncia que se convertirán en compañeros de piso; creo que esta no es la
sociedad que queremos. Nos están preparando para una sociedad en la que las
personas estén cada vez más aisladas. Creo que podemos afirmar que esto no
encaja en una óptica emancipatoria. El feminismo nos permite corregir las
visiones marxistas actuales que piensan que la tecnología puede ser
emancipatoria en sí misma.
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AUTORA >
Silvia Federici
Doscientos años reinventando a Marx
El hecho es que siempre hemos necesitado un Marx hecho a la medida de nuestras
esperanzas y temores. No necesariamente el Marx que existió pero un Marx, alguno,
cualquiera
En las luchas políticas del siglo XX y lo que va corrido del XXI tampoco ha sido
suficiente con ver a Marx como un pensador influyente del calibre de, digamos,
Adam Smith, o Jean-Jacques Rousseau. O se lanzan cruzadas contra el "error
marxista" o se le coloca en el pináculo del pensamiento moderno, como la
autoridad respecto a la cual todas las demás ideas tienen que medirse. Que todas
estas proclamas tengan poco o nada qué ver con los escritos de Marx poco
importa.
Poco importa, por ejemplo, que Marx se haya negado explícitamente a ofrecer
recetas sobre cualquier tipo de régimen post-capitalista; los eventos de 1989
tenían que ser vistos como una "refutación" de sus ideas. Poco importa, por
ejemplo, que de los cientos de volúmenes que forman sus obras completas, él solo
haya publicado en vida una pequeña fracción, visiblemente asediado por dudas
constantes sobre sus propias tesis; el marxismo tenía que ser visto como una
doctrina inexpugnable e infalible. Poco importa, por ejemplo, el hecho de que
Marx haya sido siempre un vehemente crítico del pensamiento utópico de su
tiempo y que fuera un admirador del potencial transformador del capitalismo;
Marx tenía que ser caricaturizado como un falso apóstol que clamaba a los cuatro
vientos la llegada de un nuevo milenio. El hecho es que siempre hemos
necesitado un Marx hecho a la medida de nuestras esperanzas y temores. No
necesariamente el Marx que existió pero un Marx, alguno, cualquiera.
La vida y la obra de Marx están atravesadas por ambas revoluciones. Nació, solo
tres años después de la caída de Napoleón, en Trier, una de las ciudades alemanas
que el gobierno revolucionario francés ocupó en 1794. Su vida adulta transcurrió
en la Inglaterra de la revolución industrial y aunque al parecer nunca visitó una
fábrica, sí le pedía a su amigo Engels datos sobre la fábrica de su familia y leía
ávidamente los reportes de los inspectores laborales.
Se trata, sin duda, de dos revoluciones muy distintas: la primera una revolución
política, llena de eventos dramáticos, gestas, héroes y muertes, la segunda una
revolución tecnológica, silenciosa. Sus ritmos también diferían. Marx creció en la
Europa post-Waterloo cuando parecía que ya la Revolución francesa había
quedado en el pasado, las conquistas de Napoleón revertidas, la monarquía en
Francia restaurada, con la facción borbónica más reaccionaria a la cabeza. Los
hechos posteriores demostraron que no era así, que la Revolución iba a ser como
un río subterráneo que reemergería una y otra vez. En cambio la revolución
industrial seguía un curso lineal, sin retrocesos, expandiéndose por el sur de
Inglaterra, cruzando el Canal de la Mancha, primero a la pequeña Bélgica y
después a Holanda, Francia y Alemania, y más allá, cubriendo el continente de
ferrocarriles y chimeneas.
Tratándose de eventos tan complejos, de tantas ramificaciones, era normal que
en la sociedad europea surgieran todo tipo de posiciones al respecto. Para
algunos conservadores impenitentes, muchos de ellos congregados en torno a la
Iglesia católica, ambas revoluciones eran auténticas calamidades. Mientras la una
amenazaba con arrasar tronos y títulos nobiliarios, dejando el poder en manos de
advenedizos burgueses o, peor aún, masas incultas, la otra, acaso más insidiosa y
difícil de detener, amenazaba con destruir los gremios de artesanos y con llevar al
campesinado a unas ciudades que no eran otra cosa que focos de infección física y
moral.
Algunas facciones más heterogéneas, por el contrario, veían con buenos ojos el
remezón político que desde Francia anunciaba el final de las viejas jerarquías,
pero al mismo tiempo veían con horror la modernización capitalista. De un modo
u otro, elementos de esta reacción se encuentran en algunos de los primeros
socialistas y comunistas, muchos de ellos, como Charles Fourier, dedicados a
soñar arcadias pre-industriales e incluso, como Robert Owen, a ponerlas en
práctica. Similares ambivalencias podían encontrarse en otros sectores del
espectro político. El mismo Hegel, a quien aún hoy resulta difícil definir, defendía
muchos de los principios políticos emanados de la Revolución francesa (con la
que tuvo una relación compleja) a la vez que veía al liberalismo inglés como
incapaz de gestionar la miseria humana y social que su industrialización estaba
generando. De esta misma época viene la sensibilidad estética del romanticismo
que lamentaba cómo la sociedad industrial y mercantil estaba destruyendo de
manera inexorable los viejos valores, mitos, y, anticipando nuestros temores,
paisajes.
Esta postura política requería, sin embargo, una nueva postura intelectual.
Algunos de los aspectos más sugestivos (pero también contradictorios) de la obra
de Marx como filósofo y economista tienen que ver precisamente con su intento
de abordar el dualismo resultante. De una parte, la defensa de los principios del
89 en un mundo que se empeña en asfixiarlos requiere un llamado a la acción
política decidida y consciente. Pero, por otra parte, la convicción de que el curso
futuro del proceso depende del despliegue de fuerzas sociales y económicas
profundas invita a relativizar el papel de dicha acción. Marx, más que muchos de
sus predecesores, y de manera tan sistemática que aún hoy es considerado uno de
los fundadores de las ciencias sociales modernas, buscó elaborar un marco
conceptual en el que los individuos pudieran verse simultáneamente como
protagonistas del proceso político de su tiempo y como productos de fuerzas que
escapan a su control.
Marx nunca logró una formulación de este dualismo que fuera plenamente
satisfactoria pero esto difícilmente es culpa de él. Antes bien, él fue de los
primeros en acometer una tarea intelectual que aún hoy entendemos como
simultáneamente imposible e imprescindible. Posiblemente de aquí venga la
persistente vigencia de su pensamiento. El mundo en que vivimos no ha superado
esta contradicción y ahora tenemos más dudas que las que tenía Marx sobre la
posibilidad de superarla.
Pero los principios del 89 no han muerto. Siguen siendo una aspiración muy
arraigada. Siguen resonando como una invitación a que nos hagamos cargo de la
realidad que nos rodea, a construir una sociedad donde el ser humano pueda
sentirse en contacto transparente consigo mismo y sus semejantes. Mientras esa
aspiración no muera, el pensamiento de Marx seguirá interpelándonos.
Nietzsche dijo alguna vez que el cristianismo era un platonismo para el pueblo.
Me atrevería a decir que cuando se asiente el polvo de la historia, con todas sus
tragedias y crímenes, el comunismo del siglo XX será visto como una Ilustración
para el pueblo, como el movimiento que aspiraba a llevar los ideales de la
modernidad y el progreso a gentes que hasta hacía muy poco habían estado bajo
la influencia de las religiones y la superstición.
Acaso no sea una simple casualidad que en dos países en los que el movimiento
comunista de los años treinta del siglo XX lanzó una "larga marcha campesina"
(China y Brasil), se hayan producido en la segunda mitad del siglo XIX revueltas
campesinas cristianas con aspiraciones teocráticas: la Rebelión Taiping en China
y el movimiento de Antonio Conselheiro en Brasil. Tal vez tampoco sea
coincidencia que el retroceso de los movimientos socialistas y comunistas del
Tercer Mundo haya venido acompañado por el crecimiento de fundamentalismos
religiosos bien sea musulmanes o cristianos.
Por supuesto, ese proceso tuvo desenlaces trágicos y hasta genocidas. Pero, sin
necesidad de adentrarnos en el ocioso ejercicio de la "historia contrafáctica," la
expansión del capitalismo como fuerza global habría generado convulsiones
históricas sin precedentes así Marx nunca hubiera asistido a la fundación de la
Primera Internacional. Dadas la irrupción de la política de masas, la
consolidación de imperios globales y la aplicación de la ciencia a la producción
era prácticamente imposible que hubiera sido de otra manera.
Tal vez ningún otro texto de mediados del siglo XIX haya descrito en forma tan
elocuente el proceso de globalización como el Manifiesto Comunista. Si en
tiempos de Marx era una exageración retórica decir que con el capitalismo “todo
lo sólido se desvanece en el aire”, ahora es un diagnóstico digno de ser tomado en
serio. Marx creía que, aunque pareciera paradójico, precisamente a partir de esas
condiciones se podía crear una sociedad verdaderamente humana, una
“asociación en la que el libre desarrollo de cada uno sea la condición para el libre
desarrollo de todos”. Dicha sociedad no está a la vuelta de la esquina. De llegar a
existir, solo será posible tras grandes esfuerzos de millones de personas. Pero
como el costo de desistir es tan alto, como las alternativas de oscurantismo y
degradación son tan intolerables, seguramente seguiremos reinventando a Marx
en el camino.
AUTOR >
Bruno Estrada 28/02/2018
Manifestación en Madrid, en 2018, por el aniversario de la matanza de los
abogados de Atocha, a la que se sumó un sindicato británico.
B.E.
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Esta inmersión en la lucha política de los trabajadores no hubiera sido posible sin
su estrecha colaboración con Engels, y sin la determinante influencia de la
compañera de este, Mary Burns, una joven trabajadora que, como hilandera de
las faraónicas factorías textiles de Manchester, había sufrido en su propia carne la
dura realidad de la clase obrera inglesa. Podría decirse que Marx comprendió lo
que realmente significaba el capitalismo gracias a Engels, y a Burns.
En este capitalismo manchesteriano, que luego se extendió por todo el orbe, los
incrementos de productividad se han venido obteniendo mediante una creciente
división del trabajo que ha descompuesto el proceso productivo en tareas cada
vez más rutinarias y repetitivas, y en una aceleración de los ritmos de producción.
Este trabajo se convierte en un mero input estandarizado, en una mercancía
homogénea. Posteriormente la mecanización de esas tareas uniformes, la
sustitución de trabajadores por máquinas, han permitido aún mayores
incrementos de la productividad, como mostró magistralmente Charles Chaplin
en Tiempos Modernos.
Esto no quiere decir que no siga habiendo muchas actividades en las que los
incrementos de productividad aún se sigan obteniendo mediante la reducción de
costes, incluidos los laborales. Asimismo, no podemos olvidar que en
determinados momentos coyunturales en varios países desarrollados se ha
producido un notable deterioro de las condiciones de vida de un enorme
volumen de trabajadoras y trabajadores (en España ha sucedido de forma
evidente a raíz de la crisis de 2007). Pero ello no ha sido fruto de una tendencia
estructural de la economía, si no el resultado de determinadas políticas
económicas y laborales que han tenido como objetivo explícito debilitar a los
sindicatos y su poder de negociación para lograr una fuerte devaluación de los
salarios. Estos objetivos se han indicado de forma expresa, y en numerosas
ocasiones, por importantes autoridades de la Unión Europea y de los gobiernos
de nuestro país. Incluso Pedro Solbes, exministro de Economía del último
gobierno del PSOE, lo volvió a reiterar en su última comparecencia en el
Congreso de los Diputados en relación con su actuación en la crisis financiera.
A partir de los años cincuenta del siglo XX el poder sindical logrado en gran parte
de estos países fortaleció el poder de trabajadores en la negociación colectiva y,
consecuentemente, hizo que la clase media se incrementara. También fueron
muy relevantes los fuertes mecanismos redistributivos que los gobiernos
socialistas pusieron en marcha a partir de los años cuarenta y cincuenta (en
Suecia fueron pioneros, ya que tuvieron los primeros gobiernos socialdemócratas
en los años veinte): 1) una fiscalidad progresiva; 2) un Estado del Bienestar con
unos extensos servicios públicos de calidad; 3) una adecuada intervención en los
mercados oligopólicos de productos básicos (agua, energía, vivienda,
telecomunicaciones, servicios financieros), así como ; 4) una sólida estabilidad
macroeconómica que evitó durante treinta años las cíclicas crisis del capitalismo.
Asimismo, hay que tener en cuenta que en las sociedades de la abundancia tienen
un creciente peso los valores postmateriales, por los incrementos salariales no
son el único instrumento para motivar a los trabajadores para que aporten lo
mejor de sus capacidades intelectuales en relación con la creatividad, la
innovación tecnológica o la empatía con el consumidor. Aquellas cuestiones
relacionadas con la democratización de la empresa cobran cada vez más
importancia: la percepción de libertad del trabajador en la utilización de su
tiempo, la autorrealización, la propia participación de los trabajadores en la
definición de las grandes líneas de dirección estratégica de las empresas. Todas
las empresas de alta tecnología con éxito en EE.UU. en los últimos veinte años
han tenido una importante participación de los trabajadores en su capital.
Tampoco podemos olvidar que gran parte de ese “valor de obra de arte” se genera
en pequeñas empresas subcontratadas, por parte de trabajadores autónomos, o
en centros productivos localizados en otros países donde no hay sindicatos libres
(en España la mayor parte de los trabajadores de las empresas de menos de
cincuenta trabajadores tienen muy mermada su capacidad real de negociar de
forma colectiva sus condiciones de trabajo).
Por ello, el reto del sindicalismo de hoy en día es cómo conjugar el seguir siendo
un sindicato de clase, solidario, sin dejar de ser una organización de extensa base
social. Solo así el sindicato será capaz de “integrar lo que la empresa desintegra”,
como dice de Unai Sordo, secretario general de CC.OO.
Ernst Wigforss, ministro de Economía de Suecia de 1932 a 1948, que fue el gran
constructor del Estado del Bienestar sueco, dijo hace más de ochenta años que “la
democracia no debía detenerse ante la puerta de las fábricas”. Por eso, para
conseguir que todos los ciudadanos puedan disfrutar de altos grados libertad en
todos los campos de la vida personal y social, y no solo los más ricos o los más
inteligentes (emocional o racionalmente), resulta imprescindible ensanchar la
base de la democracia en las empresas.
Lo más relevante para generar sociedades más igualitarias y más libres no es la
forma de distribuir los bienes y servicios producidos, sino la propiedad de las
empresas. Por eso democratizar la economía debe significar mucho más que
incrementar el porcentaje de capital público en la economía.
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Notas:
1. Los otros tres países con mayor demanda sofisticada del mundo son
pequeños países (Hong Kong tiene 7,4 millones de habitantes, Qatar 2,7
y EAU 9 ), que tienen una elevadísima renta pér cápita proveniente de
situaciones excepcionales: Qatar y EAU son monarquías petroleras, y
Hong-Kong es la puerta de entrada de enormes flujos de capital en
China. No necesitan ser democráticos para crear riqueza.
AUTOR >
Bruno Estrada
Eleanor Marx, la cuestión de la mujer y el
socialismo
Escritora, actriz, organizadora sindical, militante socialista y feminista, fue la primera
traductora de ‘Madame Bovary’ al inglés y la primera biógrafa de su padre, Karl Marx
Josefina L. Martínez 16/08/2017
Eleanor Marx.
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Pocos días antes, dos mujeres jóvenes cuyo apellido podía hacer saltar las alarmas
de la policía francesa ingresaban al país con nombre falso. Jenny y Eleanor Marx
iban a Burdeos para buscar a su hermana, Laura, cuyos hijos estaban enfermos.
Su esposo, Paul Lafargue, había desaparecido poco antes, después de viajar a París
para ponerse al servicio de la Comuna. Jenny y Eleanor ayudaron a poner a salvo a
la familia Lafargue atravesando los Pirineos, pero cuando regresaron a Francia
para borrar sus huellas fueron detenidas. Retenidas en arresto domiciliario
durante una semana, serían interrogadas sobre el supuesto escondite de armas y
artefactos para construir bombas. La prensa europea acusaba a Marx de ser el
artífice de la Comuna, por lo que sus hijas eran consideradas peligrosas. La policía
francesa perseguía a las pétroleuses, mujeres que habían tenido un papel
destacado durante la Comuna, como la amiga personal de los Marx, Elisabeth
Dimitrioff.
Cuando su padre muere, en 1883, Eleanor tiene 28 años y junto con Engels
trabajan para preservar su legado, sus manuscritos y su correspondencia
Eleanor Marx tenía 16 años y ésta fue su primera experiencia política, que la
marcará para siempre. Cuando regresa a Londres se pone a militar activamente,
participa en la organización del Congreso de la Asociación Internacional de
Trabajadores y en el comité de ayuda a los refugiados de la Comuna de París. Su
perfecto manejo del inglés, alemán y francés le permite hacer de intérprete y se
ocupa de organizar el primer acto de aniversario en homenaje a los comuneros.
Algunos, como el húngaro exiliado Leo Frankel, se enamoran perdidamente de la
joven Marx. Pero quien despierta su interés es otro destacado comunero, el vasco
francés Hippolyte Prosper-Olivier Lissagaray, quien poco después escribirá la
primera historia sobre la Comuna de París con la ayuda de Eleanor.
“Hans Röckle era un mago que llevaba una tienda de juguetes: hombres y mujeres
de madera, animales fantásticos, gnomos y gigantes. Las dificultades económicas
lo obligaban a vender sus creaciones al diablo y los muñecos vivían grandes
aventuras hasta regresar a la tienda”. Con seis años, la pequeña Tussy, como la
llamaban en casa, escuchaba por las noches las historias que inventaba su padre.
En ese período, Marx pasaba horas trabajando en sus manuscritos para El Capital,
con la pequeña Eleanor jugando a su lado o montando a caballo sobre sus
hombros. Sumida en grandes dificultades económicas, la familia Marx sobrevivía
con la ayuda de Federico Engels, el General, como llamaba Tussy a su “segundo
padre”. En la casa de Jenny y Karl Marx todos eran lectores. Colecciones de
historia, filosofía, las recientes obras de Darwin, escritos de Hegel, Rousseau y
Fourier, novelas de Balzac y Dickens, la poesía de Goethe. El preferido era
Shakespeare, que Tussy aprendió a recitar de memoria desde chica y despertó su
amor por el teatro.
A los 18 años, Tussy busca independizarse --algo raro para una mujer soltera en la
Inglaterra victoriana--, encuentra trabajo enseñando en una academia de mujeres
en Brighton y mantiene una relación --por momentos clandestina-- con
Lissagaray. Pero una crisis de nervios, la mala alimentación y el deterioro de su
salud la obligan a regresar a Londres. Su actividad política no decae y en los años
siguientes participa en los debates sobre Irlanda, los intentos de formación de un
partido socialista independiente y la campaña de amnistía para los comuneros.
Cuando su padre muere, en 1883, Eleanor tiene 28 años y junto con Engels
trabajan para preservar su legado, sus manuscritos y su correspondencia. Le
escribe a Kautsky: “Su obra debe conservarse tal como es y todos debemos
intentar aprender de ella. Así todos podremos caminar con sus largas piernas”.
La mujer y el socialismo
Golpeado por la muerte de su gran amigo, Engels revisa los estudios de Marx
sobre la cuestión de la familia en la historia y da forma a su libro El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado (1884), obra pionera del feminismo
socialista. Eleanor colabora, leyendo y discutiendo los borradores. Publica junto
con su esposo, Edward Aveling, su propio trabajo: La cuestión de la mujer, un
punto de vista socialista. Eleanor defiende que la lucha por la emancipación de las
mujeres solo puede lograrse en el socialismo, y que ésta es un prerrequisito para
aquel.
Sumida en una grave crisis personal, Eleanor muere a los cuarenta y tres años en
marzo de 1898 después de ingerir veneno. Al igual que la protagonista de la
novela de Flaubert, Eleanor no logró sobrellevar su propia tragedia privada.
Muchos de sus amigos y allegados consideraron a Aveling responsable --directo o
indirecto-- de su muerte, y éste fallece pocos meses después. El triste final de
Eleanor Marx no oscurece la intensidad de su vida, sus aportes al movimiento
obrero y al feminismo socialista. Como escribe su biógrafa, Rachel Holmes,
“Eleanor Marx cambió el mundo. En el proceso, se revolucionó a sí misma.”
En número invencible.
AUTOR >
Josefina L. Martínez
Rosa Luxemburgo, la rosa roja del
socialismo
Espada y llama de la revolución, su nombre quedará grabado en los siglos como el de
una de las más grandiosas e insignes figuras del socialismo internacional
Josefina L. Martínez 15/01/2017
Rosa Luxemburgo, en su casa en Berlín en 1907.
Wikipedia
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Mehring dijo una vez que Luxemburgo era “la más genial discípula de Carlos
Marx”. Brillante teórica marxista y polemista aguda, como agitadora de masas
lograba conmover a grandes auditorios obreros. Uno de sus lemas favoritos era
“primero, la acción”, estaba dotada de una fuerza de voluntad arrolladora. Una
mujer que rompió con todos los estereotipos que en la época se esperaban de ella,
vivió intensamente su vida personal y política.
Alertada de que había entrado en el foco de la policía, Rosa emprende una huida
clandestina hacia Zúrich, donde se convierte en dirigente del movimiento
socialista polaco en el exilio. Allí conoce a Leo Jogiches, quien será amante y
compañero personal de Rosa durante muchos años, y su camarada hasta al final.
Después de graduarse como Doctora en Ciencias Políticas --algo inusual para una
mujer en ese entonces--, finalmente decide trasladarse a Alemania para integrarse
en el SPD, el centro político de la Segunda Internacional. Allí conoce a Clara
Zetkin, con quien sella una amistad que dura toda la vida.
En Berlín desde 1898, Rosa se propone medir sus armas teóricas con uno de los
integrantes de la vieja guardia socialista, Eduard Bernstein, quien había
comenzado una revisión profunda del marxismo. Según él, el capitalismo había
logrado superar sus crisis y la socialdemocracia podía cosechar victorias en el
marco de una democracia parlamentaria que parecía ensancharse
crecientemente, sin revoluciones ni lucha de clases. El “debate Bernstein” sumó
muchas plumas, sin embargo, fue Rosa Luxemburgo quien desplegó la refutación
más aguda en el folleto “Reforma o Revolución”.
La Revolución Rusa de 1905, la primera gran explosión social en Europa después
de la derrota de la Comuna de París, fue sentida como una bocanada de aire
fresco por Luxemburgo. Escribió artículos y recorrió mítines como vocera de la
experiencia rusa en Alemania, hasta que logra introducirse de forma clandestina
en Varsovia para participar de forma directa en los acontecimientos. Es el
“momento en que la evolución se transforma en revolución”, escribe Rosa.
“Estamos viendo la Revolución Rusa, y seríamos unos asnos si no aprendiéramos
de ella”.
La Revolución Rusa de 1905 fue sentida como una bocanada de aire fresco.
"Seríamos unos asnos si no aprendiéramos de ella", decía
En su biografía, Paul Frölich señala que cuando Rosa se entera de la votación del
bloque de diputados del SPD, cae por un momento en una profunda
desesperación. Pero, como mujer de acción que era, rápidamente responde. El
mismo día que se votaban los créditos de guerra, en su casa se reunían Mehring,
Karski y otros militantes. Clara Zetkin envía su apoyo y poco después se suma
Liebcknecht. Juntos editan la revista La Internacional y fundan el grupo
Spartacus.
En 1916 Rosa Luxemburgo publica “El folleto de Junius”, escrito durante su estadía
en una de las tantas prisiones que se han transformado en residencia casi
permanente. En este trabajo plantea una crítica implacable a la socialdemocracia
y la necesidad de una nueva Internacional. Retomando una frase de Engels,
Luxemburgo afirma que si no se avanza hacia el socialismo solo queda la
barbarie. “En este momento basta mirar a nuestro alrededor para comprender
qué significa la regresión a la barbarie en la sociedad capitalista. Esta guerra
mundial es una regresión a la barbarie.”
Clara Zetkin, tal vez quien más la conocía, escribió sobre su gran amiga y
camarada Rosa Luxemburgo, compartiendo ese optimismo después de su muerte:
“En el espíritu de Rosa Luxemburgo el ideal socialista era una pasión avasalladora
que todo lo arrollaba; una pasión, a la par, del cerebro y del corazón, que la
devoraba y la acuciaba a crear. La única ambición grande y pura de esta mujer sin
par, la obra de toda su vida, fue la de preparar la revolución que había de dejar el
paso franco al socialismo. El poder vivir la revolución y tomar parte en sus
batallas, era para ella la suprema dicha (…) Rosa puso al servicio del socialismo
todo lo que era, todo lo que valía, su persona y su vida. La ofrenda de su vida, a la
idea, no la hizo tan sólo el día de su muerte; se la había dado ya trozo a trozo, en
cada minuto de su existencia de lucha y de trabajo. Por esto podía legítimamente
exigir también de los demás que lo entregaran todo, su vida incluso, en aras del
socialismo. Rosa Luxemburgo simboliza la espada y la llama de la revolución, y su
nombre quedará grabado en los siglos como el de una de las más grandiosas e
insignes figuras del socialismo internacional”.
AUTOR >