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Marx para mí (y ojalá también para otros)

La desigualdad no es un fenómeno individual ('mis ingresos son bajos'), sino un


fenómeno social que afecta a amplios sectores de la población ('mis ingresos son bajos
porque las mujeres están discriminadas')

Branko Milanović 9/01/2019

Karl Marx

FUENTE: WIKIMEDIA COMMONS


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Ayer mantuve una conversación acerca de mi trabajo, acerca de cómo y por qué,
hace más de 30 años, comencé a estudiar la desigualdad, qué fue lo que me
motivó a hacerlo, cómo era ocuparse de la desigualdad de  ingresos en una
sociedad oficialmente sin clases (y no democrática), si el Banco Mundial se
preocupa por la desigualdad etc. De esta forma, el entrevistador y yo tratamos
algunas cuestiones metodológicas y la ineludible influencia de Marx en mi
trabajo. Me gustaría exponerla de un modo más sistemático en este post.

La influencia más importante de Marx en las personas que trabajan en ciencias


sociales es, creo, su interpretación económica de la historia. Esta ha entrado a
formar parte de la corriente dominante de tal modo que ya no la asociamos
mucho con Marx. Y ciertamente no fue el único y ni siquiera el primero en
definirla; sin embargo, fue el que la aplicó de un modo más coherente y creativo.

Incluso cuando creemos que dicha interpretación de la historia es hoy en día un


lugar común, no es del todo así. Examinemos la actual controversia sobre las
razones que llevaron a Trump al poder. Algunos (principalmente los que creen
que todo lo que ocurría previamente estaba bien) culpan a una repentina oleada
de xenofobia, odio y misoginia. Otros (como es mi caso) consideran que esos
estallidos han sido motivados por un largo período de estancamiento económico
de los ingresos de las clases medias y un aumento de la inseguridad (de los
empleos, del gasto en atención médica, la imposibilidad de pagar la educación de
los hijos). Por lo tanto, este último grupo tiende a dar prioridad a los factores
económicos y a explicar cómo estos derivaron en racismo y en todo lo demás.
Hay una gran diferencia entre los dos enfoques, no solo en el diagnóstico de las
causas, sino, sobre todo, en su opinión de lo que debe hacerse.

El segundo punto de vista de Marx que considero absolutamente indispensable


del trabajo en materia de desigualdad de ingresos y riqueza es entender que los
poderes económicos ejercen su influencia en los procesos históricos a través de
"grandes grupos de personas con diferentes posiciones en el proceso de
producción", a saber, a través de las clases sociales. Las clases se pueden definir
por la diferencia de acceso a los medios de producción, tal y como Marx insistió,
pero no solo por eso. Volviendo a mi trabajo en las economías socialistas, desde la
izquierda se vertieron críticas muy influyentes hacia los sistemas socialistas que
sostenían que las clases sociales de dicho sistema se formaron sobre la base de un
acceso diferente al poder estatal. La burocracia, ciertamente, puede considerarse
una clase social. Y no solo bajo el socialismo, sino también en formaciones
precapitalistas en las que el papel del Estado como "extractor de la plusvalía" era
importante, desde el antiguo Egipto a la Rusia medieval. En la actualidad,
muchos países africanos pueden analizarse provechosamente desde esa
perspectiva en particular. En mi próximo libro Capitalism, alone utilizo el mismo
criterio respecto a los países con capitalismo político, especialmente China.

Para hacer hincapié: el análisis de clase es absolutamente crucial para todos


aquellos que estudian la desigualdad precisamente porque la desigualdad, antes
de convertirse en un fenómeno individual ("mis ingresos son bajos"), es un
fenómeno social que afecta a amplios sectores de la población ("mis ingresos son
bajos porque las mujeres están discriminadas" o porque los afroamericanos están
discriminados o porque los pobres no tienen acceso a una buena educación, etc.).
Un par de ejemplos de lo que tengo en mente: el trabajo de Piketty,
especialmente en Los altos ingresos en Francia, y el libro de Rodríguez Weber
sobre la distribución de la renta en Chile a muy largo plazo Desarrollo y
desigualdad en Chile (1850–2009): historia de su economía política. Por otra parte,
creo que el trabajo de Tony Atkinson sobre la distribución de la renta y la riqueza
británicas y de varios países más no logró integrar suficientemente el análisis
político y de clase.

Aquí también es donde el trabajo sobre la desigualdad toma distancia con una de
las lacras de la microeconomía y de la macroeconomía moderna: el agente
representativo. El papel del agente representativo era eliminar todas las
distinciones significativas entre grandes grupos de población con diferentes
posiciones sociales, centrándose en la constatación de que todo el mundo es un
“agente” que trata de elevar al máximo los ingresos bajo una serie de
condicionantes. Esto es, en efecto, trivialmente cierto. Y al ser trivialmente cierto
ignora la multitud de características que hacen que estos "agentes" sean
verdaderamente diferentes: su riqueza, antecedentes, poder, capacidad para
ahorrar, género, raza, propiedad de capital o la necesidad de vender mano de
obra, el acceso al Estado, etc. Por consiguiente, diría que cualquier trabajo serio
sobre desigualdad debe rechazar el empleo del agente representativo como una
forma de abordar la realidad. Soy muy optimista al pensar que esto sucederá
porque la figura del agente representativo fue el resultado de dos novedades,
ambas actualmente en retroceso: un deseo ideológico, especialmente marcado en
los Estados Unidos debido a las presiones similares a las de McCarthy para negar
la existencia de clases sociales, y la ausencia de datos heterogéneos. Por ejemplo,
era difícil calcular el ingreso medio o ingreso por decil, sin embargo, era fácil
obtener el PIB per cápita.

La tercera contribución metodológica fundamental de Marx es la conciencia de


que las categorías económicas dependen de las formaciones sociales. Lo que son
meros medios de producción (herramientas) en una economía compuesta de
pequeños productores de productos básicos se convierte en capital en una
economía capitalista. Pero va más allá. El precio del equilibrio (normal) en una
economía feudal o en un sistema gremial en el que no se permite que el capital se
mueva entre sectores, será diferente de los precios de equilibrio en una economía
capitalista con libre movimiento de capital. Para muchos economistas esto sigue
sin ser obvio. Emplean las categorías capitalistas actuales para el Imperio
Romano, donde el trabajo asalariado era (y cito a Moses Finley) “espasmódico,
ocasional y marginal”.  

Sin embargo, aunque no lleguen a ser plenamente conscientes, reconocen de


facto la importancia del establecimiento institucional de una sociedad que
determine los precios no solo de los bienes, sino también de los factores de
producción. De nuevo, lo vemos a diario. Supongamos que el mundo produce
exactamente el mismo conjunto de mercancías y la demanda es exactamente la
misma, pero lo hace dentro de las economías domésticas que no permiten el
movimiento de capital y mano de obra, y después lo hace en una economía
totalmente globalizada donde no existen las fronteras. Obviamente, los precios
del capital y el trabajo (beneficio y salario) serán diferentes en esta última, la
distribución entre los dueños del capital y los trabajadores será diferente, los
precios cambiarán en función de los cambios de los beneficios y salarios, los
ingresos también cambiarán, así como los patrones de consumo y, en última
instancia, incluso la estructura de producción se verá alterada. De hecho, esto es
lo que hoy en día está haciendo la globalización.  

El hecho de que las relaciones patrimoniales determinen los precios y la


estructura de producción y consumo es una visión sumamente importante. De
este modo, se subraya el carácter histórico de cualquier ordenamiento
institucional.

La última contribución de Marx que me gustaría destacar  –quizás la más


importante y grandiosa– es que la sucesión de formaciones socio-económicas (o
más restrictivamente, de los modos de producción) está en sí misma “regulada”
por las fuerzas económicas, incluida la lucha por la distribución del excedente
económico. El cometido de la economía es nada menos que histórico y global:
para explicar el auge y la caída no solo de los países, sino de las diferentes formas
de organizar la producción cabe preguntarse por qué los nómadas fueron
sustituidos por poblaciones sedentarias, por qué el Imperio Romano de
Occidente se dividió en unas pocas heredades grandes y siervos de tipo feudal,
mientras que el Imperio Romano de Oriente permaneció poblado por pequeños
terratenientes, y cuestiones similares. Quien estudia a Marx nunca olvida la
grandiosidad de las preguntas que se plantean. Para un estudiante así, emplear
las curvas de la oferta y la demanda para determinar el coste de la pizza en su
ciudad será ciertamente admisible, pero jamás será considerado el papel principal
o más importante de la economía como ciencia social.

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Este artículo se publicó en inglés. originalmente en el blog del autor.

Traducción de Paloma Farré.

AUTOR >

Branko Milanović
Marxismo y feminismo: historia y
conceptos
Introducción del libro 'El patriarcado del salario', donde se recoge la discusión entre
estas dos vertientes políticas
Silvia Federici 4/04/2018

Karl Marx (1875)

Wikimedia
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En este momento en el que a nivel mundial se siente la necesidad de un cambio,
económico, social y cultural, es importante tener presentes los principales
problemas de la relación entre marxismo y feminismo. El primer paso es analizar
qué entendemos por marxismo y por feminismo, para después unir estas
perspectivas, lo cual no solo es posible sino totalmente necesario para ese cambio
por el que trabajamos. Este proceso de cruce debe resultar en una mutua
redefinición.

Incluso si entendemos el marxismo como el pensamiento de Karl Marx, y no


como los usos que se han hecho posteriormente de sus ideas o como, por
ejemplo, la ideología de la URSS o China, en el mismo pensamiento de Marx ya
hay muchos elementos de su concepción de la sociedad y del capitalismo de los
que necesitamos liberarnos; a su vez tenemos que recuperar lo que es útil e
importante hoy en día de su teoría de la historia y del cambio social. Y es que
Marx ha contribuido enormemente al desarrollo del pensamiento feminista,
entendido este como parte de un movimiento de liberación y de cambio social,
no solo para las mujeres sino para toda la sociedad.

En primer lugar, su concepto de la historia. Para Marx, la historia es un proceso


de lucha, de lucha de clases, de lucha de los seres humanos por liberarse de la
explotación. No se puede estudiar la historia desde el punto de vista de un sujeto
universal, único, si la historia es entendida como una historia de conflictos, de
divisiones, de lucha. Para el feminismo esta perspectiva es muy importante.
Desde el punto de vista feminista es fundamental poner en el centro que esta
sociedad se perpetúa a través de generar divisiones, divisiones por género, por
raza, por edad. Una visión universalizante de la sociedad, del cambio social,
desde un sujeto único, termina reproduciendo la visión de las clases dominantes.

En segundo lugar, la cuestión de la naturaleza humana. La concepción de Marx


de la naturaleza humana como resultado de las relaciones sociales, no como algo
eterno, sino como producto de la práctica social es una idea central para la teoría
feminista. Como feministas y como mujeres, hemos luchado contra la
naturalización de la feminidad, a la que se le asignan tareas, formas de ser,
comportamientos, todo impuesto como algo «natural» para las mujeres. Esta
naturalización cumple una función esencial de disciplinamiento. Cuando
rechazamos algunas tareas, domésticas por ejemplo, no se dice «es una mujer en
lucha», se dice «es una mala mujer», porque se presume que hacerlas es parte de
la naturaleza de las mujeres, de nuestro sistema psicológico. Esta concepción nos
ha servido para luchar contra la naturalización y la idea del eterno femenino.

En tercer lugar, la relación entre la teoría y la práctica. Marx siempre subrayó que
se conoce la sociedad en el proceso de cambiarla, que la teoría no nace de la
mente de una persona, del pensamiento en sí mismo, de la nada. Nace del
intercambio social, de la práctica social, y en un proceso de cambio.

En cuarto lugar y de manera central, el concepto de trabajo humano. La idea del


trabajo como la fuente principal de la producción de la riqueza, sobre todo en la
sociedad capitalista. El trabajo humano como la fuente de la acumulación
capitalista.

Por último, y de forma más general, el análisis de Marx sobre el capitalismo.


Aunque está claro que el capitalismo ha cambiado, que la sociedad capitalista, la
organización del trabajo, las formas de acumulación, todo esto ha cambiado
mucho desde que Marx escribió El capital, algunos elementos que Marx destacó
continúan siendo importantes para entender los mecanismos que conforman este
sistema y le permiten perpetuarse.

Al mismo tiempo, el feminismo nos ha dado herramientas para hacer una crítica
de Marx. Este es uno de los aportes más importantes a nivel teórico del
movimiento feminista de los años setenta y del que formé parte, en especial, de
las mujeres que se identificaron con la campaña «Salario para el trabajo
doméstico» y que contribuyeron enormemente al desarrollo de una teoría
marxista-feminista, entre ellas, Mariarosa Dalla Costa y Leopoldina Fortunati en
Italia, y Maria Mies en Alemania. Estas mujeres criticaron de forma fuerte a Marx
porque este se enfrentó a la historia del desarrollo del capitalismo en Europa, en
el mundo, desde el punto de vista de la formación del trabajador industrial
asalariado, de la fábrica, de la producción de mercancías y el sistema del salario,
mientras que obvió problemáticas luego cruciales en la teoría y la práctica
feminista: toda la esfera de las actividades centrales para la reproducción de
nuestra vida, como el trabajo doméstico, la sexualidad, la procreación; de hecho
no analizó la forma específica de explotación de las mujeres en la sociedad
capitalista moderna.

Marx solo analiza el trabajo de las mujeres obreras en la gran industria

Marx reconoció la importancia de la relación entre hombres y mujeres en la


historia desde sus primeras obras. Denunció la opresión de las mujeres, sobre
todo en la familia capitalista, burguesa. Por ejemplo, en los Manuscritos
económicos y filosóficos de 1844, escribe (evocando en cierto sentido a Fourier)
que la relación entre mujeres y hombres en toda sociedad en todo periodo
histórico es la medida de cómo los seres humanos han sido capaces de humanizar
la naturaleza, estas son las palabras que usa. En La ideología alemana, habla de la
esclavitud latente en la familia, y de cómo los varones se apropian del trabajo de
las mujeres. En El manifiesto comunista, denuncia la opresión de las mujeres en la
familia burguesa, cómo las tratan como propiedad privada y cómo las usan para
transmitir la herencia. Hay por tanto cierta presencia de una conciencia
feminista, pero son comentarios ocasionales que no se traducen en una teoría
como tal. Solo en el volumen I de El capital Marx analiza el trabajo de las mujeres
en el capitalismo, pero solo analiza el trabajo de las mujeres obreras en la gran
industria.

Es cierto que pocos teóricos han denunciado con tanta pasión y eficacia la
explotación brutal en las fábricas de las mujeres y los niños, y de los hombres por
supuesto, describiendo las horas de trabajo, las condiciones degradantes (si bien
con cierto tono moralista, como cuando habla de la degradación de las mujeres
que al no poder vivir de su salario, muy bajo, deben complementarlo con la
prostitución) pero en los tres volúmenes de El capital  no hay ningún análisis del
trabajo de reproducción; solo habla de ello en dos pequeñas notas, en una escribe
que las obreras, al estar todo el día en la fábrica, se ven obligadas a comprar lo
que necesitan, y, en la segunda, señala que había sido necesaria una guerra civil
para que las obreras se pudieran ocupar de sus niños, en referencia a la Guerra de
Secesión de EEUU, que acabó con la esclavitud y supuso una interrupción de la
llegada de algodón a Gran Bretaña y por tanto el cierre de las fábricas.

Es curioso que no fuera capaz de ver el trabajo de reproducción; él mismo, al


comienzo de La ideología alemana, dice que si queremos entender los
mecanismos de la vida social y del cambio social, tenemos que partir de la
reproducción de la vida cotidiana. Reconoce también en un capítulo del volumen
I de El capital llamado «Reproducción simple» (que es como denomina a la
reproducción de la mano de obra) que nuestra capacidad de trabajar no es algo
natural, sino algo que debe ser producido. Reconoce que el proceso de
reproducción de la fuerza laboral es parte integrante de la producción de valor y
de la acumulación capitalista («la producción del medio de producción más
valioso para los capitalistas: el trabajador en sí mismo»). Pero, de manera muy
paradójica desde un punto de vista feminista, piensa que esta reproducción queda
cubierta desde el proceso de producción de las mercancías, es decir, el trabajador
gana un salario y con el salario cubre sus necesidades vitales a través de la compra
de comida, ropa... Nunca reconoce que es necesario un trabajo, el trabajo de
reproducción, para cocinar, para limpiar, para procrear.

Marx señala que la procreación de una nueva generación de trabajadores es


fundamental para la organización del trabajo pero lo ve como un proceso natural,
de hecho, escribe que los capitalistas no tienen por qué preocuparse respecto a
este tema y pueden confiar en el instinto de preservación de los trabajadores; no
piensa que puede haber intereses diferentes entre hombres y mujeres de cara a la
procreación, no lo entiende como un terreno de lucha, de negociación. A la vez,
piensa que el capitalismo no depende de la capacidad de procreación de las
mujeres dada su constante creación de «población excedente» a través de
revoluciones tecnológicas; sin embargo, clara muestra de la preocupación del
capital y del Estado respecto del volumen de la población es el hecho de que con
el advenimiento del capitalismo llegaron todo tipo de prohibiciones del control
de la natalidad por parte de las mujeres, muchas de las cuales llegan hasta hoy
día, al tiempo que se intensificaron las penas para aquellas que las ponían en
práctica. Por otro lado, solo tiene en cuenta las relaciones sexuales en relación
con la prostitución que, como hemos señalado, encuentra degradante y obligada
para las mujeres por su empobrecimiento.

Este es un límite crucial de la teoría de Marx. Una de las consecuencias de su


incapacidad para ver más allá de la fábrica y entender la reproducción como un
área de trabajo (y de trabajo sobre todo femenino) es que no se dio cuenta de que
mientras escribía El capital se estaba desarrollando un proceso de reforma
histórica que en pocos años llevó a la construcción de la familia proletaria
nuclear.

A partir de 1870, aproximadamente, empieza un gran proceso de reforma en


Inglaterra y EEUU, que después se despliega en otras partes de Europa, por el
cual se crea la familia proletaria. Este proceso es la expresión de un cambio
histórico de la política del capital. Hasta 1850-1860 el capitalismo se fundaba en lo
que Marx denominó «explotación absoluta», una régimen laboral donde se
extiende al máximo el horario de trabajo y se reduce al mínimo el salario. Así,
durante toda la Revolución Industrial, la clase obrera no podía prácticamente
reproducirse, trabajaban 14-16 horas al día y morían a los 40 años. Se da entonces
una clase obrera que se reproduce con extrema dificultad y que muere muy joven,
con una alta mortalidad infantil y de las mujeres en el parto.

Marx ve todo esto pero no se da cuenta del proceso de reforma que está teniendo
lugar y que crea una nueva forma de patriarcado, nuevas formas de jerarquías
patriarcales. Él continúa pensando, como Engels, que el desarrollo capitalista, y
sobre todo la gran industria, es un factor de progreso y de igualdad. La famosa
idea de que con la expansión industrial y tecnológica se elimina la necesidad de la
fuerza física en el proceso laboral y se permite la entrada de las mujeres en la
fábrica, de forma que se inicia un proceso de cooperación entre mujeres y
hombres que permite una mayor igualdad y que libera a las mujeres del control
patriarcal del trabajo a domicilio, que fue la primera forma de trabajo de la
manufactura en el inicio del capitalismo. Marx comparte la idea de que el
desarrollo industrial, capitalista, promueve una relación más igualitaria entre
hombres y mujeres.

Pero lo que vemos a partir de finales del siglo XIX, con la introducción del salario
familiar, del salario obrero masculino (que se multiplica por dos entre 1860 y la
primera década del siglo XX), es que las mujeres que trabajaban en las fábricas
son rechazadas y enviadas a casa, de forma que el trabajo doméstico se convierte
en su primer trabajo y ellas se convierten en dependientes. Esta dependencia del
salario masculino define lo que he llamado «patriarcado del salario»; a través del
salario se crea una nueva jerarquía, una nueva organización de la desigualdad: el
varón tiene el poder del salario y se convierte en el supervisor del trabajo no
pagado de la mujer. Y tiene también el poder de disciplinar. Esta organización del
trabajo y del salario, que divide la familia en dos partes, una asalariada y otra no
asalariada, crea una situación donde la violencia está siempre latente.

Esta nueva organización de la familia supuso un giro histórico. Permitió un


desarrollo capitalista imposible antes. La creación de la familia nuclear va
paralela al tránsito de la industria ligera, textil, a la industria pesada, del carbón,
de la metalurgia, que necesita un tipo de obrero diferente, no el trabajador sin
fuerza, escasamente productivo, resultado del régimen laboral de explotación
absoluta; esos trabajadores que morían a los 35 años además se rebelaban contra
su situación. Toda la primera mitad del siglo XIX es de rebelión: el cartismo, el
sindicalismo, el comunismo, el socialismo. Con esta construcción de la familia se
consiguen dos cosas: por un lado, un trabajador pacificado, explotado pero que
tiene una sirvienta, y con ello se conquista la paz social; por otro, un trabajador
más productivo. Aquí cabe emplear la categoría de Marx de «subsunción real», un
concepto que usa para describir el proceso por el cual el capitalismo, con su
historia y su desarrollo, reestructura la sociedad a su imagen y semejanza, de
formas que sirvan a la acumulación; por ejemplo, reestructura la escuela para que
sea productiva para el proceso de acumulación y también reestructura la familia.
Cuando hablo de este proceso de creación de la familia nuclear, entre 1870 y 1910,
hablo de un proceso de subsunción real del proceso de reproducción; se
transforma el barrio, la comunidad, aparecen las tiendas...

Este modelo de familia continuó hasta los años sesenta del siglo XX y es el
modelo frente al que el movimiento feminista y las mujeres en general se
sublevaron en las décadas de los años sesenta y setenta, diciendo basta a esta
concepción de la mujer como dependiente. El feminismo ha significado una
búsqueda de autonomía, de rechazo al sometimiento de las mujeres en la familia
y en la sociedad, como trabajadoras no reconocidas y no pagadas, una
sublevación contra la naturalización de las tareas domésticas y por el
reconocimiento como trabajo del trabajo doméstico.

Fue a partir de esta rebeldía que mujeres como yo y como las que he mencionado
más arriba llegamos a Marx. En la izquierda, lo habitual era estudiar a Marx, a los
padres del socialismo, pero verificamos que no había mucho allí para comprender
nuestra situación. Así empezamos una crítica de su obra y el análisis de toda el
área de la reproducción, toda un área de explotación que Marx había ignorado.
En este momento de crítica a Marx, nosotras usábamos a Marx, Marx nos dio
herramientas para criticarlo.

Por ejemplo, cuando Marx dice que la fuerza de trabajo se debe producir, que no
es natural, como hemos visto antes, a nosotras nos pareció muy acertado, pero
pensamos «sí, es el trabajo doméstico el que produce la fuerza de trabajo». Ese
trabajo no se reproduce solo a través de las mercancías, sino que en primer lugar
se reproduce en las casas. Y empezamos una labor de reelaboración, de repensar
las categorías de Marx, que nos llevó a decir que el trabajo de reproducción es el
pilar de todas las formas de organización del trabajo en la sociedad capitalista. No
es un trabajo precapitalista, un trabajo atrasado, un trabajo natural, sino que es
un trabajo que ha sido conformado para el capital por el capital, absolutamente
funcional a la organización del trabajo capitalista. Nos llevó a pensar la sociedad y
la organización del trabajo como formado por dos cadenas de montaje: una
cadena de montaje que produce las mercancías y otra cadena de montaje que
produce a los trabajadores y cuyo centro es la casa. Por eso decíamos que la casa y
la familia son también un centro de producción, de producción de fuerza de
trabajo.

Analizamos también el salario, que no es una cierta cantidad de dinero, sino una
forma de organizar la sociedad. El salario es un elemento esencial en la historia
del desarrollo del capitalismo porque es una forma de crear jerarquías, de crear
grupos de personas sin derechos, que invisibiliza áreas enteras de explotación
como el trabajo doméstico al naturalizar formas de trabajo que en realidad son
parte de un mecanismo de explotación.

También revisitamos la historia de la acumulación originaria, el concepto de


Marx, tomado de Adam Smith, para describir el momento histórico que creó las
condiciones de existencia del capitalismo. Como es sabido, Marx expuso que fue
un proceso de desposesión, de expulsión del campesinado de la tierra y que
incluyó también la esclavitud y la colonización de América. Lo que Marx no vio es
que en el proceso de acumulación originaria no solo se separa al campesinado de
la tierra sino que también tiene lugar la separación entre el proceso de
producción (producción para el mercado, producción de mercancías) y el proceso
de reproducción (producción de la fuerza de trabajo); estos dos procesos
empiezan a separarse físicamente y, además, a ser desarrollados por distintos
sujetos. El primero es mayormente masculino, el segundo femenino; el primero
asalariado, el segundo no asalariado. Con esta división de salario / no salario,
toda una parte de la explotación capitalista empieza a desaparecer.

Este análisis fue muy importante para comprender los mecanismos y los procesos
históricos que llevaron a la desvalorización y la invisibilización del trabajo
doméstico y a su naturalización como el trabajo de las mujeres. En mi
investigación, me encontré un evento histórico extraordinariamente importante,
la caza de brujas, que no tuvo lugar solo en Europa sino también en América
Latina; allí fue exportada por misioneros y conquistadores, desde la zona andina
hasta Brasil, donde se usó contra las revueltas de los esclavos (se acusaban de
demoniacos sus ritos y ceremonias). La caza de brujas fue un evento fundante de
la sociedad moderna que permitió generar muchas de sus estructuras, como la
división sexual del trabajo, la desvalorización del trabajo femenino y, sobre todo,
la desvalorización de las mujeres en términos generales, al crear y expandir la
ideología de que las mujeres no son seres completamente humanos, sino seres sin
razón, que pueden ser más fácilmente seducidas por el demonio, etc. En este
sentido, abrió la puerta a nuevas formas de explotación del trabajo femenino.

Esta síntesis entre marxismo y feminismo es importante no solo para leer el


pasado, sino para entender lo que pasa hoy

Volviendo a nuestro tiempo, creo que esta síntesis entre marxismo y feminismo
es importante no solo para leer el pasado, para entender la historia del
capitalismo, sino para entender lo que pasa hoy, para leer el presente. Nos
permite entender que hoy somos testigos de una nueva ola de acumulación
originaria, el proceso que Marx asignó al origen de la sociedad capitalista, que
separa a los productores de los medios de su reproducción, que crea un
proletariado sin nada más que su fuerza de trabajo, que puede ser explotado sin
límite, etc. Este proceso, desde la década de los años setenta, se reproduce de
forma cada vez más fuerte a nivel mundial, como respuesta a las grandes luchas
de los años sesenta, que debilitaron los mecanismos de control del sistema
capitalista: las luchas anticoloniales, las luchas de los obreros industriales, las
luchas feministas, de los estudiantes, contra la militarización de la vida, contra
Vietnam... todas pusieron en crisis los sistemas de dominación capitalistas. No es
una coincidencia que a partir de finales de los años setenta empecemos a ver
todos estos procesos que juntos se denominaron neoliberalismo. El
neoliberalismo es un ataque feroz, en su común denominador, a las formas de
reproducción a nivel global; empieza con el extractivismo, la privatización de la
tierra, los ajustes estructurales, el ataque al sistema de bienestar, a las pensiones,
a los derechos laborales. En este sentido, el proceso de reproducción tiene un
papel central. Hemos visto que las luchas más potentes y significativas de los
últimos años se han desarrollado no solo en los lugares de trabajo asalariado, que
de hecho están en crisis, sino fuera de ellos: luchas por la tierra, contra la
destrucción del medio ambiente, contra el extractivismo y la contaminación del
agua, contra la deforestación. Y cada vez más, a la cabeza de estas luchas,
encontramos mujeres que comprenden que hoy no se puede separar la lucha por
una sociedad más justa, sin jerarquías, no capitalista —no fundada sobre la
explotación del trabajo humano—, de la lucha por la recuperación de la
naturaleza y la lucha antipatriarcal: son una misma lucha que no se puede
separar.

En este contexto, una visión marxista-feminista, con los aportes y críticas del
marxismo que vengo describiendo, nos puede ayudar a liberarnos de algunas
ideologías. Por ejemplo, una de ellas, presente en Marx y también en algunos
importantes marxistas de la actualidad, defiende la idea de que el desarrollo
capitalista es necesario porque es una fuente de progreso y, por sí mismo, nos
lleva a un proceso de emancipación. En nuestros días existe un movimiento
llamado «aceleracionista», que quiere acelerar el desarrollo capitalista porque
entiende este desarrollo como un factor de emancipación. Otro ejemplo son los
marxistas autónomos que piensan que el capitalismo, al verse obligado en esta
fase a usar la ciencia y el conocimiento, también se ve obligado a dar más
autonomía a los trabajadores; muchos entienden entonces que el desarrollo
capitalista genera más autonomía para los trabajadores. Creo que una mirada
marxista-feminista, y para mí «feminista» significa «centrada en el proceso de
reproducción», nos permite contestar estas visiones. Porque como decía una
compañera ecuatoriana: «Lo que muchos llaman desarrollo, nosotras lo llamamos
violencia». Desarrollo hoy significa violencia, expulsión, desposesión, migración,
guerra.

El feminismo nos permite corregir las visiones marxistas actuales que piensan que
la tecnología puede ser emancipatoria en sí misma

También se dice que el capitalismo crea las condiciones materiales para superar
la escasez y para liberar a los seres humanos del trabajo. Se piensa que el
capitalismo, con el desarrollo tecnológico y científico, necesita cada vez menos
trabajo. Esta óptica, desde mi punto de vista, es muy masculina y entiende el
trabajo solo como producción de mercancías. Porque si como trabajo se incluye el
trabajo de cuidados, de reproducción de la vida, que continúa siendo
estadísticamente el mayor sector de trabajo en el mundo, es obvio que la inmensa
mayoría de este trabajo no se puede «tecnologizar». Se tecnologizan algunas
partes, por ejemplo muchas personas usan la televisión para cuidar a los niños, o
sueñan con que pequeños robots limpien y hagan todas las tareas, incluso se
anuncia que se convertirán en compañeros de piso; creo que esta no es la
sociedad que queremos. Nos están preparando para una sociedad en la que las
personas estén cada vez más aisladas. Creo que podemos afirmar que esto no
encaja en una óptica emancipatoria. El feminismo nos permite corregir las
visiones marxistas actuales que piensan que la tecnología puede ser
emancipatoria en sí misma.

Para concluir, quiero destacar que el problema del trabajo de reproducción y de


su desvalorización es un problema construido en una sociedad en la cual este
trabajo no es particularmente degradante o poco creativo en sí mismo, como
desafortunadamente muchas feministas piensan también. Ha sido convertido en
un trabajo que oprime a quien lo realiza porque se realiza en condiciones que
quedan fuera de nuestro control. En este momento de necesidad de cambio
social, y con esta mirada marxista-feminista, creo que el cambio debe empezar
por una recuperación del trabajo de reproducción, de las actividades de
reproducción, de su revalorización, desde la óptica de la construcción de una
sociedad cuyo fin, en palabras de Marx, sea la reproducción de la vida, la felicidad
de la sociedad misma, y no la explotación del trabajo.

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 Silvia Federici es profesora, escritora y activista, especializada en feminismo.


Este extracto es la introducción del libro 'El patriarcado del salario', publicado
recientemente por la editorial Traficantes de Sueños. 

AUTORA >

Silvia Federici
Doscientos años reinventando a Marx
El hecho es que siempre hemos necesitado un Marx hecho a la medida de nuestras
esperanzas y temores. No necesariamente el Marx que existió pero un Marx, alguno,
cualquiera

Luis Fernando Medina Sierra 5/05/2018


Karl Marx (1818-1883)

ROGER VIOLLET COLLECTION


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A doscientos años de su nacimiento, si algo está claro es que si Marx no hubiera


existido habría sido necesario inventarlo. La prueba está en que, aunque en
verdad existió, llevamos ya casi un siglo y medio reinventándolo. Y matándolo. Se
han publicado ya tantos obituarios de Marx, declarándolo muerto, otra forma de
reinventarlo, que se nos olvida que la tradición comenzó en vida del mismo: The
New York Times publicó un obituario erróneo en 1871, cuando aún le quedaban
doce años en este mundo. Nunca nos ha bastado con el Marx normal, el
ensayista, periodista y activista político de éxito dispar en cada una de estas
actividades sino que hemos tenido que verlo como algo más. No había cumplido
los cincuenta años cuando tuvo que instar a la naciente Internacional Comunista
a que se abstuviera de crear a su alrededor una especie de "culto a la
personalidad" (instrucción que fue póstumamente violada hasta la náusea). Si
bien las primeras reseñas de El Capital a cargo de economistas victorianos eran
comedidas y a veces hasta generosas, pocos años después, cuando el movimiento
obrero había crecido notablemente, el lenguaje de sus críticos se endurece,
pasando a la histeria y de ésta a la demonización.

En las luchas políticas del siglo XX y lo que va corrido del XXI tampoco ha sido
suficiente con ver a Marx como un pensador influyente del calibre de, digamos,
Adam Smith, o Jean-Jacques Rousseau. O se lanzan cruzadas contra el "error
marxista" o se le coloca en el pináculo del pensamiento moderno, como la
autoridad respecto a la cual todas las demás ideas tienen que medirse. Que todas
estas proclamas tengan poco o nada qué ver con los escritos de Marx poco
importa.

Poco importa, por ejemplo, que Marx se haya negado explícitamente a ofrecer
recetas sobre cualquier tipo de régimen post-capitalista; los eventos de 1989
tenían que ser vistos como una "refutación" de sus ideas. Poco importa, por
ejemplo, que de los cientos de volúmenes que forman sus obras completas, él solo
haya publicado en vida una pequeña fracción, visiblemente asediado por dudas
constantes sobre sus propias tesis; el marxismo tenía que ser visto como una
doctrina inexpugnable e infalible. Poco importa, por ejemplo, el hecho de que
Marx haya sido siempre un vehemente crítico del pensamiento utópico de su
tiempo y que fuera un admirador del potencial transformador del capitalismo;
Marx tenía que ser caricaturizado como un falso apóstol que clamaba a los cuatro
vientos la llegada de un nuevo milenio. El hecho es que siempre hemos
necesitado un Marx hecho a la medida de nuestras esperanzas y temores. No
necesariamente el Marx que existió pero un Marx, alguno, cualquiera.

O se lanzan cruzadas contra el "error marxista" o se le coloca en el pináculo del


pensamiento moderno, como la autoridad respecto a la cual todas las demás
ideas tienen que medirse

En la lucha política esta constante reinvención es a veces malsana pero


comprensible. Más saludable, pero acaso menos comprensible, y sorprendente
para los no iniciados, ha sido la constante reinvención de Marx en la academia. A
veces este fenómeno llega a los medios de forma un tanto desconcertante. Así, el
valioso estudio de Thomas Piketty, por el simple hecho de haber adoptado el
título El Capital en el siglo XX ha sido anunciado como la resurrección de Marx
cuando en realidad la distancia analítica entre Piketty y Marx es mayor que la que
puede existir entre Hawking y Newton. Más perversamente, los nuevos círculos
de ultraderecha neofascista creen haber detectado una conspiración a cargo de
una entelequia llamada "marxismo cultural" de la cual nadie había oído hablar
antes. Para estos personajes, el hecho de que en los presuntos cuarteles generales
(facultades de estudios culturales y de género) solo se encuentren libros de
autores post-modernos como Deleuze o Derrida, bastante alejados de Marx,
resulta un pequeño detalle sin importancia.

Para sorpresa de más de un conservador, en la academia se sigue estudiando a


Marx en formas que seguramente a él le hubieran sorprendido y hasta irritado. Es
lectura obligada en las introducciones al pensamiento sociológico o político.
Toda estudiante de filosofía tiene altísima probabilidad de tener que leer a Marx.
En todo congreso de teoría literaria hay algún panel donde se leen novelas y
clásicos desde una perspectiva marxista. Aunque la influencia de Marx en la
ciencia económica está muy disminuida (por razones inherentes a la disciplina
que poco y nada tienen que ver con los eventos de 1989), economistas de gran
renombre siguen citando algunos de sus atisbos. Desde estudios sobre el islam y
el medioevo, hasta modelos matemáticos del ciclo económico se han escrito en
respuesta a los ímpetus intelectuales procedentes de Marx.

¿A qué se debe esta constante necesidad colectiva de inventar y reinventar a Marx


una y otra vez? Me atreveré a ofrecer una hipótesis.

Las circunstancias biográficas y geográficas pusieron a Marx en la confluencia de


varios procesos históricos que siguen influyendo sobre nosotros, procesos
complejos y hasta contradictorios. Su obra, con todos sus aciertos, errores,
dificultades y paradojas, recoge como pocas las tensiones resultantes de dicha
confluencia. A riesgo de simplificar, podemos referirnos a estos procesos como
los efectos de dos revoluciones: la Revolución francesa y la Revolución industrial.

La vida y la obra de Marx están atravesadas por ambas revoluciones. Nació, solo
tres años después de la caída de Napoleón, en Trier, una de las ciudades alemanas
que el gobierno revolucionario francés ocupó en 1794. Su vida adulta transcurrió
en la Inglaterra de la revolución industrial y aunque al parecer nunca visitó una
fábrica, sí le pedía a su amigo Engels datos sobre la fábrica de su familia y leía
ávidamente los reportes de los inspectores laborales.

Se trata, sin duda, de dos revoluciones muy distintas: la primera una revolución
política, llena de eventos dramáticos, gestas, héroes y muertes, la segunda una
revolución tecnológica, silenciosa. Sus ritmos también diferían. Marx creció en la
Europa post-Waterloo cuando parecía que ya la Revolución francesa había
quedado en el pasado, las conquistas de Napoleón revertidas, la monarquía en
Francia restaurada, con la facción borbónica más reaccionaria a la cabeza. Los
hechos posteriores demostraron que no era así, que la Revolución iba a ser como
un río subterráneo que reemergería una y otra vez. En cambio la revolución
industrial seguía un curso lineal, sin retrocesos, expandiéndose por el sur de
Inglaterra, cruzando el Canal de la Mancha, primero a la pequeña Bélgica y
después a Holanda, Francia y Alemania, y más allá, cubriendo el continente de
ferrocarriles y chimeneas.
Tratándose de eventos tan complejos, de tantas ramificaciones, era normal que
en la sociedad europea surgieran todo tipo de posiciones al respecto. Para
algunos conservadores impenitentes, muchos de ellos congregados en torno a la
Iglesia católica, ambas revoluciones eran auténticas calamidades. Mientras la una
amenazaba con arrasar tronos y títulos nobiliarios, dejando el poder en manos de
advenedizos burgueses o, peor aún, masas incultas, la otra, acaso más insidiosa y
difícil de detener, amenazaba con destruir los gremios de artesanos y con llevar al
campesinado a unas ciudades que no eran otra cosa que focos de infección física y
moral.

También era posible, como lo hacían muchos políticos burgueses de la época,


tratar de contener el impulso de la Revolución francesa mientras se alentaba el de
la industrial. Para liberales como Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville, al
proceso iniciado en la toma de la Bastilla se le podían encontrar aspectos
positivos siempre y cuando se le diera ya por terminado. De ese modo,
la liberté encarnada en un gobierno constitucional, garante de los derechos
individuales, especialmente los concernientes a la actividad económica,
armonizaba perfectamente con el desarrollo del capitalismo fabril, comercial y
financiero que se expandía cada vez más por Europa.

Algunas facciones más heterogéneas, por el contrario, veían con buenos ojos el
remezón político que desde Francia anunciaba el final de las viejas jerarquías,
pero al mismo tiempo veían con horror la modernización capitalista. De un modo
u otro, elementos de esta reacción se encuentran en algunos de los primeros
socialistas y comunistas, muchos de ellos, como Charles Fourier, dedicados a
soñar arcadias pre-industriales e incluso, como Robert Owen, a ponerlas en
práctica. Similares ambivalencias podían encontrarse en otros sectores del
espectro político. El mismo Hegel, a quien aún hoy resulta difícil definir, defendía
muchos de los principios políticos emanados de la Revolución francesa (con la
que tuvo una relación compleja) a la vez que veía al liberalismo inglés como
incapaz de gestionar la miseria humana y social que su industrialización estaba
generando. De esta misma época viene la sensibilidad estética del romanticismo
que lamentaba cómo la sociedad industrial y mercantil estaba destruyendo de
manera inexorable los viejos valores, mitos, y, anticipando nuestros temores,
paisajes.

Lo que resultaba más difícil, y ésta es la posición de Marx, casi única en su


momento, era saludar simultáneamente las dos revoluciones, con todas sus
promesas radicales. Al igual que tantos otros en la primera mitad del siglo XIX,
Marx veía a la Revolución de 1789 como un proyecto inacabado, abortado incluso,
debido a la presión implacable de las potencias reaccionarias y de la
consolidación como nueva base del poder político de una burguesía que estaba
totalmente satisfecha con la liberté ganada pero no tenía ningún interés en ir más
allá y mucho menos quería oír hablar de egalité o de fraternité. Pero para Marx la
opción no era refugiarse en un pasado condenado a desaparecer o en pequeños
experimentos en algún lugar perdido de la pradera norteamericana. Al contrario,
para él, la verdadera plenitud del espíritu del 89 solo podía lograrse tras el
desarrollo pleno del capitalismo. La revolución industrial terminaría por barrer
con el viejo orden, un orden que a Marx no le suscitaba ninguna nostalgia, y de
ese modo abriría el camino a una nueva sociedad.

Marx veía a la Revolución de 1789 como un proyecto inacabado, abortado incluso,


debido a la presión implacable de las potencias reaccionarias

Esta postura política requería, sin embargo, una nueva postura intelectual.
Algunos de los aspectos más sugestivos (pero también contradictorios) de la obra
de Marx como filósofo y economista tienen que ver precisamente con su intento
de abordar el dualismo resultante. De una parte, la defensa de los principios del
89 en un mundo que se empeña en asfixiarlos requiere un llamado a la acción
política decidida y consciente. Pero, por otra parte, la convicción de que el curso
futuro del proceso depende del despliegue de fuerzas sociales y económicas
profundas invita a relativizar el papel de dicha acción. Marx, más que muchos de
sus predecesores, y de manera tan sistemática que aún hoy es considerado uno de
los fundadores de las ciencias sociales modernas, buscó elaborar un marco
conceptual en el que los individuos pudieran verse simultáneamente como
protagonistas del proceso político de su tiempo y como productos de fuerzas que
escapan a su control.

El resultado es, como resulta apenas natural, complejo y hasta paradójico. El


Marx materialista insistió siempre en que nuestras representaciones del mundo
son producto de condiciones históricas de modo que, por así decirlo, nunca
podemos saltar sobre nuestra propia sombra. De ese modo inauguró toda una
agenda de investigación acerca de la génesis de la cultura y las ideologías que, a
pesar de muchas transformaciones, sigue aún hoy vigente. Pero, en su otra
dimensión, aquella que llevaba a Gramsci a referirse a él como "el filósofo de la
praxis," Marx se negaba a ver a los seres humanos como simples portadores de
representaciones, enfatizando más bien su potencial transformador,
revolucionario.

Marx nunca logró una formulación de este dualismo que fuera plenamente
satisfactoria pero esto difícilmente es culpa de él. Antes bien, él fue de los
primeros en acometer una tarea intelectual que aún hoy entendemos como
simultáneamente imposible e imprescindible. Posiblemente de aquí venga la
persistente vigencia de su pensamiento. El mundo en que vivimos no ha superado
esta contradicción y ahora tenemos más dudas que las que tenía Marx sobre la
posibilidad de superarla.

Tratándose de una característica tan arraigada de nuestra condición


contemporánea, es obvio que Marx no haya sido el único en verla. El eminente
sociólogo Max Weber (uno de los primeros académicos no marxistas que, sin
embargo, le tendió la mano al creciente número de discípulos del ensayista
exiliado) ofreció un diagnóstico similar de la sociedad moderna, viendo al
hombre encerrado, en sus palabras, en la "jaula de hierro" de una racionalidad
crecientemente impersonal como lo demostraban las cada vez más grandes e
impenetrables burocracias de los estados modernos. No es casual que uno de los
grandes escritores del siglo XX, Franz Kafka, haya sido precisamente un burócrata
que supo expresar como pocos el pavor cósmico del hombre impotente ante una
realidad que, a pesar de ser racional, le es totalmente ajena. Hoy, en la era de los
algoritmos, en la que nuestras biografías flotan, se funden con otras en nubes de
datos y luego se reparten troceadas en patrones con alto valor de mercado, en la
era en la que el empleo y el techo pueden desaparecer de la noche a la mañana
como resultado de apuestas financieras que nadie comprende hechas en un
casino a miles de kilómetros de distancia, tenemos claro, más incluso que en los
tiempos de Marx, que vivimos en sociedades altamente complejas, donde estamos
a merced de mecanismos impersonales, inescrutables que sin embargo ejercen
tanto poder sobre nosotros como el que atribuían a los dioses y a las fuerzas
sobrenaturales los seres humanos de sociedades pre-ilustradas.

Pero los principios del 89 no han muerto. Siguen siendo una aspiración muy
arraigada. Siguen resonando como una invitación a que nos hagamos cargo de la
realidad que nos rodea, a construir una sociedad donde el ser humano pueda
sentirse en contacto transparente consigo mismo y sus semejantes. Mientras esa
aspiración no muera, el pensamiento de Marx seguirá interpelándonos.

Seguramente, si Marx viviera le molestaría que tratáramos su obra simplemente


como un conjunto de ideas que flotan sobre nuestras cabezas, ajenas a su tiempo
histórico. Usaría su reconocida sorna para criticar tributos asépticos, abstractos
como el que he venido esbozando. Pediría, en última instancia, un análisis
marxista del marxismo, un análisis donde nuestra apropiación de sus ideas sea
ella misma entendida como producto de fuerzas profundas de las estructuras
sociales y económicas que habitamos. Aunque los límites de espacio y de
capacidades me impiden llevar a cabo esa tarea a cabalidad, hay que intentarlo.

Seguramente, si Marx viviera le molestaría que tratáramos su obra simplemente


como un conjunto de ideas que flotan sobre nuestras cabezas, ajenas a su tiempo
histórico

Cualquier intento de hacer una historia marxista del marxismo se tropieza de


entrada con una dificultad: mientras Marx creía estar ofreciendo la herramienta
teórica para la emancipación del proletariado en las economías avanzadas de su
tiempo, su obra ha sido objeto de muchas metástasis y mutaciones que él no
hubiera podido imaginar. La primera de tales metástasis ocurrió en vida de él y le
produjo cierto estímulo intelectual y satisfacciones editoriales: la recepción de su
obra por los disidentes rusos que planteaban la pregunta de si una autocracia
semifeudal podía pasar a la vanguardia del proceso histórico de superación del
capitalismo.

Pero de allí en adelante la trayectoria se vuelve cada vez más confusa e


impredecible. Líderes campesinos en América Latina, luchadores anticoloniales
en Vietnam, curas rojos en España, alcaldes y maestros de escuela de la Toscana e
incluso militares árabes y portugueses, solo por poner algunos ejemplos, han
sentido en algún momento la atracción de la obra de Marx a pesar de no ser sus
destinatarios originales. ¿Cómo explicar esa multiplicidad? Creo que se debe a
que, por mucho que hoy en día los cuestionemos, los ideales racionalistas han
sido y siguen siendo una presencia incandescente.

Nietzsche dijo alguna vez que el cristianismo era un platonismo para el pueblo.
Me atrevería a decir que cuando se asiente el polvo de la historia, con todas sus
tragedias y crímenes, el comunismo del siglo XX será visto como una Ilustración
para el pueblo, como el movimiento que aspiraba a llevar los ideales de la
modernidad y el progreso a gentes que hasta hacía muy poco habían estado bajo
la influencia de las religiones y la superstición.

Acaso no sea una simple casualidad que en dos países en los que el movimiento
comunista de los años treinta del siglo XX lanzó una "larga marcha campesina"
(China y Brasil), se hayan producido en la segunda mitad del siglo XIX revueltas
campesinas cristianas con aspiraciones teocráticas: la Rebelión Taiping en China
y el movimiento de Antonio Conselheiro en Brasil. Tal vez tampoco sea
coincidencia que el retroceso de los movimientos socialistas y comunistas del
Tercer Mundo haya venido acompañado por el crecimiento de fundamentalismos
religiosos bien sea musulmanes o cristianos.

Por supuesto, ese proceso tuvo desenlaces trágicos y hasta genocidas. Pero, sin
necesidad de adentrarnos en el ocioso ejercicio de la "historia contrafáctica," la
expansión del capitalismo como fuerza global habría generado convulsiones
históricas sin precedentes así Marx nunca hubiera asistido a la fundación de la
Primera Internacional. Dadas la irrupción de la política de masas, la
consolidación de imperios globales y la aplicación de la ciencia a la producción
era prácticamente imposible que hubiera sido de otra manera.

No necesitamos demasiados esfuerzos de la imaginación para verlo. Hoy en día


tenemos pequeños "laboratorios" que nos muestran lo que ocurre cuando
sociedades rurales, periféricas, carentes de las instituciones propias de un Estado
moderno, se ven súbitamente arrojadas al vórtice de los mercados globales. Los
resultados pueden ser grotescos como lo muestra la estela de bandidismo, muerte
y desolación que ha dejado el narcotráfico en sitios tan dispares como Colombia,
México o Afghanistán.

Tal vez ningún otro texto de mediados del siglo XIX haya descrito en forma tan
elocuente el proceso de globalización como el Manifiesto Comunista. Si en
tiempos de Marx era una exageración retórica decir que con el capitalismo “todo
lo sólido se desvanece en el aire”, ahora es un diagnóstico digno de ser tomado en
serio. Marx creía que, aunque pareciera paradójico, precisamente a partir de esas
condiciones se podía crear una sociedad verdaderamente humana, una
“asociación en la que el libre desarrollo de cada uno sea la condición para el libre
desarrollo de todos”. Dicha sociedad no está a la vuelta de la esquina. De llegar a
existir, solo será posible tras grandes esfuerzos de millones de personas. Pero
como el costo de desistir es tan alto, como las alternativas de oscurantismo y
degradación son tan intolerables, seguramente seguiremos reinventando a Marx
en el camino.
AUTOR >

Luis Fernando Medina Sierra


Es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del
Instituto Juan March. Doctorado en Economía en la Universidad de Stanford.
Profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU).
Es autor de A Unified Theory of Collective Action and Social Change (University of
Michigan Press, 2007) y de El fénix rojo  (Catarata, 2014).

Revisitando a Marx: repensar la economía


desde la democracia
La democratización de la empresa es el instrumento de transformación colectiva
mediante el cual las trabajadoras y los trabajadores pueden reconquistar la hegemonía
cultural perdida desde los años ochenta del siglo XX

Bruno Estrada 28/02/2018
Manifestación en Madrid, en 2018, por el aniversario de la matanza de los
abogados de Atocha, a la que se sumó un sindicato británico.

B.E.
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Hablar de Carlos Marx y del trabajo doscientos años después de su nacimiento no


puede hacerse desde una reflexión acrítica, como si no hubieran pasado dos
largos siglos preñados de cambios. En estos doscientos años se han producido
profundas transformaciones en las formas de generar valor por parte de las
empresas capitalistas y, como consecuencia de ello, ha cambiado profundamente
la realidad del trabajo y del conflicto social, lo que requiere de nuevas estrategias
por parte de los sindicatos.

La deliciosa película El joven Marx nos muestra cómo el joven filósofo, poco a


poco, fue dejando de interesarse por los vacuos debates intelectuales con
Proudhon sobre la interpretación de una realidad que estaba mutando. Proudhon
representaba un concepto de socialismo vinculado a una forma de producción
basada en el trabajo de los artesanos, que estaba en declive. En el capitalismo
emergente la explotación de los trabajadores por parte de los propietarios de los
medios de producción era mucho mayor que en la producción artesanal y
también las plusvalías generadas. La película refleja cómo el joven Karl fue
progresivamente implicándose en la lucha política y social que batallaba contra
esa lacerante explotación de las trabajadoras y trabajadores industriales, la nueva
clase social emergente. 

Esta inmersión en la lucha política de los trabajadores no hubiera sido posible sin
su estrecha colaboración con Engels, y sin la determinante influencia de la
compañera de este, Mary Burns, una joven trabajadora que, como hilandera de
las faraónicas factorías textiles de Manchester, había sufrido en su propia carne la
dura realidad de la clase obrera inglesa. Podría decirse que Marx comprendió lo
que realmente significaba el capitalismo gracias a Engels, y a Burns.

En este capitalismo manchesteriano, que luego se extendió por todo el orbe, los
incrementos de productividad se han venido obteniendo  mediante una creciente
división del trabajo que ha descompuesto el proceso productivo en tareas cada
vez más rutinarias y repetitivas, y en una aceleración de los ritmos de producción.
Este trabajo se convierte en un mero input estandarizado, en una mercancía
homogénea. Posteriormente la mecanización de esas tareas uniformes, la
sustitución de trabajadores por máquinas, han permitido aún mayores
incrementos de la productividad, como mostró magistralmente Charles Chaplin
en Tiempos Modernos. 

Marx consideraba que la progresiva mecanización de las tareas de producción


conllevaría unos rendimientos decrecientes de la tasa de beneficio, un aspecto de
su teoría que la realidad actual se ha encargado de desmentir. ¿Por qué?

La “nueva productividad emocional”

En las actuales sociedades de la abundancia, las empresas han encontrado una


nueva forma de incrementar la productividad, mediante la “creación de valor de
arte” en gran parte los productos y servicios que consumimos: una “nueva
productividad emocional”. Esta nueva productividad se obtiene incrementando el
precio, no reduciendo los costes, gracias a que las empresas crean bienes
superiores sobre los que consumidores dejamos de tener criterios objetivos-
racionales para analizar su relación precio-calidad. Cuando el principal criterio
para comprar un bien es subjetivo-emocional, “lo compro porque me gusta”, los
precios de venta, como en las obras de arte, se desconectan de los costes de
producción. De esta forma en estas sociedades los precios de un porcentaje
creciente de productos y servicios vienen determinados por nuestra capacidad de
gasto, y por la confianza emocional que depositamos en su supuesta calidad.

Estas sociedades de la abundancia la conforman la mayor parte de la población de


los países democráticos más ricos del planeta (con una renta per cápita superior a
20.000 dólares) y más recientemente una parte creciente de la población de un
buen número de países emergentes, los que han vivido una acelerada
industrialización en las últimas décadas. 

Esto no quiere decir que no siga habiendo muchas actividades en las que los
incrementos de productividad aún se sigan obteniendo mediante la reducción de
costes, incluidos los laborales. Asimismo, no podemos olvidar que en
determinados momentos coyunturales en varios países desarrollados se ha
producido un notable deterioro de las condiciones de vida de un enorme
volumen de trabajadoras y trabajadores (en España ha sucedido de forma
evidente a raíz de la crisis de 2007). Pero ello no ha sido fruto de una tendencia
estructural de la economía, si no el resultado de determinadas políticas
económicas y laborales que han tenido como objetivo explícito debilitar a los
sindicatos y su poder de negociación para lograr una fuerte devaluación de los
salarios. Estos objetivos se han indicado de forma expresa, y en numerosas
ocasiones, por importantes autoridades de la Unión Europea y de los  gobiernos
de nuestro país. Incluso Pedro Solbes, exministro de Economía del último
gobierno del PSOE, lo volvió a reiterar en su última comparecencia en el
Congreso de los Diputados en relación con su actuación en la crisis financiera.

No obstante, si analizamos lo que ha ocurrido en el conjunto del planeta en las


últimas dos décadas se puede observar un notable incremento de la clase media
en muchos países emergentes (según un estudio del Credit Suisse la clase media
china la conforman ya 109 millones de personas, un volumen incluso superior al
de la clase media de EE.UU., que está compuesta por 92 millones), lo que está
permitiendo que se conforme una robusta demanda sofisticada también en ellos,
una demanda que en sus decisiones de consumo no se guía solo por el precio.

La evolución de las ventas de fideos instantáneos en China es un buen ejemplo de


cómo la demanda se hace más sofisticada cuando mejora la riqueza de los
ciudadanos de un país. Entre 2011 y 2015, de forma paralela a la mejora de las
condiciones de vida de decenas de millones de chinos, el consumo de este
producto de alimentación low cost  (un paquete puede costar 40 céntimos de
euros), de escasa calidad y valor nutricional, se ha desplomado en un 25%,
reduciéndose sus ventas en 12.130 millones €.

Tal como indicó Joseph Stiglitz en su artículo The causes and consequences of de


dependence of quality on price, publicado hace ya treinta años, en los mercados de
bienes superiores la tradicional competitividad vía reducción de precios, y costes
de producción, no es una garantía de que las empresas eliminen a los
competidores con mayores precios y salarios y, por tanto, aumenten su cuota de
mercado. Por eso no hemos asistido a unos rendimientos decrecientes de los
beneficios empresariales, como había previsto Marx.

En las sociedades de la abundancia las empresas desarrollan innovadoras


“tecnologías de comercialización” para crear valor emocional para sus productos,
mediante la valorización de la marca, la creación de intangibles o la
diferenciación del producto, una suerte de “neoartesanado industrial”. De forma
que los mercados de bienes superiores han dejado de ser algo propio de mercados
marginales, como el de coches usados, y se han extendido a multitud de bienes y
servicios que consumimos habitualmente: lavadoras, coches, zapatos, vacaciones,
formación, telefonía móvil, ropa, hostelería, restauración, etc. En todos estos
mercados de bienes superiores los consumidores creen que el precio es la señal
más potente sobre la calidad de los bienes: “si es tan caro es que será bueno”.

Sindicatos, distribución y sofisticación de la demanda

Conviene reiterar que la incorporación de “valor de obra de arte” a un alto


porcentaje de bienes y servicios consumidos en un país solo es posible si un
elevado porcentaje de trabajadores obtienen suficientes ingresos para adquirir
esos bienes superiores, de forma que se logra una  amplia sofisticación de la
demanda que decide por criterios diferentes al coste de los bienes.

Es en las democracias ricas donde, según el Foro Económico Mundial 1, la


demanda es más sofisticada. 

  Ranking mundial sobre el grado de


sofisticación de la demanda
EE.UU. 1
Corea del 2
Sur
Suiza 3
Japón  6
Alemania  7
Reino Unido 8
Finlandia 10
Suecia 11
Fuente: Foro Económico Mundial.

Es importante insistir en la elevada capacidad distributiva de la democracia, ya


que es lo ha permitido una disputa más equilibrada de la riqueza generada.
Bernstein ya indicó, hace más de un siglo, que el capitalismo, al ser corregido por
la acción social y política de las organizaciones obreras, no estaba depauperando
a los trabajadores. 

A partir de los años cincuenta del siglo XX el poder sindical logrado en gran parte
de estos países fortaleció el poder de trabajadores en la negociación colectiva y,
consecuentemente, hizo que la clase media se incrementara. También fueron
muy relevantes los fuertes mecanismos redistributivos que los gobiernos
socialistas pusieron en marcha a partir de los años cuarenta y cincuenta (en
Suecia fueron pioneros, ya que tuvieron los primeros gobiernos socialdemócratas
en los años veinte): 1) una fiscalidad progresiva; 2) un Estado del Bienestar con
unos extensos servicios públicos de calidad; 3) una adecuada intervención en los
mercados oligopólicos de productos básicos (agua, energía, vivienda,
telecomunicaciones, servicios financieros), así como ; 4) una sólida estabilidad
macroeconómica que evitó durante treinta años las cíclicas crisis del capitalismo.

Para Marx la historia de la sociedad humana formaba parte de la historia natural,


de lo que se concluye que la evolución social del ser humano nos lleva hacia
mayores espacios de cooperación, ya que esta ha sido la razón que explica nuestro
éxito evolutivo. Por tanto, de los tres instrumentos que las mujeres y hombres
hemos “inventado” para cooperar a lo largo de nuestra historia: la religión, el
dinero (que ha dado lugar a la actual hegemonía del capitalismo) y la democracia,
resulta evidente que este último es el mejor.

Los cambios productivos operados en las sociedades de la abundancia, y sus


efectos en el trabajo, podrían hacernos llegar a la conclusión de que esta “nueva
productividad emocional” daría lugar por sí misma una mayor preeminencia
social de aquellos trabajos que aportan calidad, creatividad, emocionalidad,
trabajos fundamentalmente intelectuales que no pueden reducirse a un input
estandarizados. En estas actividades los incrementos salariales, y otras formas no
materiales de retribuir el trabajo, son un importante estímulo para que las
empresas aumenten la “productividad emocional”, ya que esta depende
fundamentalmente de incentivar la motivación de estos trabajadores. No tiene
mucho sentido que las empresas que producen bienes superiores busquen
incrementar la productividad obligando a los trabajadores a soportar largas
jornadas agotadoras, o sustituyéndolos por máquinas.

Asimismo, hay que tener en cuenta que en las sociedades de la abundancia tienen
un creciente peso los valores postmateriales, por los incrementos salariales no
son el único instrumento para motivar a los trabajadores para que aporten lo
mejor de sus capacidades intelectuales en relación con la creatividad, la
innovación tecnológica o la empatía con el consumidor. Aquellas cuestiones
relacionadas con la democratización de la empresa cobran cada vez más
importancia: la percepción de libertad del trabajador en la utilización de su
tiempo, la autorrealización, la propia participación de los trabajadores en la
definición de las grandes líneas de dirección estratégica de las empresas. Todas
las empresas de alta tecnología con éxito en EE.UU. en los últimos veinte años
han tenido una importante participación de los trabajadores en su capital.

No obstante, si bien la “nueva productividad emocional”, puede reforzar el poder


de negociación individual de los trabajadores vinculados a los procesos de
creación, distribución y comercialización del producto, esto no tiene por qué
ocurrir en los procesos de fabricación y comercialización estandarizados, que en
gran medida están externalizados del “corazón de la empresa”. En un modelo de
gestión empresarial basado, en gran medida, en la externalización productiva es
muy difícil lograr un reparto equitativo entre capital y trabajo, ya que
externalización es en sí misma un sinónimo de desvalorización del trabajo. 

Tampoco podemos olvidar que gran parte de ese “valor de obra de arte” se genera
en pequeñas empresas subcontratadas, por parte de trabajadores autónomos, o
en centros productivos localizados en otros países donde no hay sindicatos libres
(en España la mayor parte de los trabajadores de las empresas de menos de
cincuenta trabajadores tienen muy mermada su capacidad real de negociar de
forma colectiva sus condiciones de trabajo). 

Por ello, el reto del sindicalismo de hoy en día es cómo conjugar el seguir siendo
un sindicato de clase, solidario, sin dejar de ser una organización de extensa base
social. Solo así el sindicato será capaz de “integrar lo que la empresa desintegra”,
como dice de Unai Sordo, secretario general de CC.OO. 

Repensar la economía desde la democracia

Revisitar a Marx nos debe servir, no para enredarnos en sesudas discusiones


intelectuales que se asemejan a los debates bizantinos, sino para hacer algo que él
expresó con una escueta y contundente frase: “de lo que se trata es de
transformar el mundo”.

La democracia ha sido el mejor “invento” que ha encontrado el ser humano, a lo


largo de su historia, para aunar la libertad, el conocimiento y la cooperación, los
vectores de su evolución social, ya que la democracia permite que los objetivos
para los que se coopera sean definidos por todas y todos. Por eso, hoy en día, el
gran reto de la izquierda política y social comprometida con la transformación
del mundo es repensar la economía, y la empresa, desde la democracia.

Ernst Wigforss, ministro de Economía de Suecia de 1932 a 1948, que fue el gran
constructor del Estado del Bienestar sueco, dijo hace más de ochenta años que “la
democracia no debía detenerse ante la puerta de las fábricas”. Por eso, para
conseguir que todos los ciudadanos puedan disfrutar de altos grados libertad en
todos los campos de la vida personal y social, y no solo los más ricos o los más
inteligentes (emocional o racionalmente), resulta imprescindible ensanchar la
base de la democracia en las empresas. 

 Lo más relevante para generar sociedades más igualitarias y más libres no es la
forma de distribuir los bienes y servicios producidos, sino la propiedad de las
empresas. Por eso democratizar la economía debe significar mucho más que
incrementar el porcentaje de capital público en la economía.

Repensar la economía desde la democracia debe permitir integrar al Estado y al


mercado como elementos complementarios en la esfera económica pero, sobre
todo, crear sólidos espacios de “capital colectivo” en la empresa: como planteó la
ley de cogestión alemana de 1976; los Fondos Colectivos de Inversión de los
Trabajadores que se instauraron en Suecia en 1984; el Fondo de Solidaridad
creado por la Federación de Trabajadores de Quebec en 1983; la ley francesa de
2013 que ha otorgado a los trabajadores el derecho a participar en el consejo de
administración de las empresas privadas de más de mil empleados; o quienes hoy
en día  defienden en Bélgica las “empresas de la codecisión”.

La democratización de la empresa es el instrumento de transformación colectiva


mediante el cual las trabajadoras y los trabajadores pueden reconquistar la
hegemonía cultural perdida desde los años ochenta del siglo XX, cuando los
latifundistas de capital apostaron por privatizar la política. 

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Bruno Estrada es economista y adjunto al secretario general de Comisiones


Obreras. 

Notas:

1. Los otros tres países con mayor demanda sofisticada del mundo son
pequeños países (Hong Kong tiene 7,4 millones de habitantes, Qatar 2,7
y EAU 9 ), que tienen una elevadísima renta pér cápita proveniente de
situaciones excepcionales: Qatar y EAU son monarquías petroleras, y
Hong-Kong es la puerta de entrada de enormes flujos de capital en
China.  No necesitan ser democráticos para crear riqueza.

AUTOR >

Bruno Estrada
Eleanor Marx, la cuestión de la mujer y el
socialismo
Escritora, actriz, organizadora sindical, militante socialista y feminista, fue la primera
traductora de ‘Madame Bovary’ al inglés y la primera biógrafa de su padre, Karl Marx

Josefina L. Martínez 16/08/2017
Eleanor Marx.

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Escritora, actriz, organizadora sindical, militante socialista y feminista, fue la


primera traductora de Madame Bovary al inglés y la primera biógrafa de su padre,
Karl Marx. La historia de una mujer que se ganó un nombre propio en la historia
del socialismo.
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Mayo de 1871. Francia se encuentra conmocionada por la Comuna de París, que


concentra las esperanzas de la clase obrera y el odio de la burguesía europea.
Durante la semana sangrienta del 20 de mayo fueron asesinados más de 30.000
trabajadores y más de 8.000 encarcelados.

Pocos días antes, dos mujeres jóvenes cuyo apellido podía hacer saltar las alarmas
de la policía francesa ingresaban al país con nombre falso. Jenny y Eleanor Marx
iban a Burdeos para buscar a su hermana, Laura, cuyos hijos estaban enfermos.
Su esposo, Paul Lafargue, había desaparecido poco antes, después de viajar a París
para ponerse al servicio de la Comuna. Jenny y Eleanor ayudaron a poner a salvo a
la familia Lafargue atravesando los Pirineos, pero cuando regresaron a Francia
para borrar sus huellas fueron detenidas. Retenidas en arresto domiciliario
durante una semana, serían interrogadas sobre el supuesto escondite de armas y
artefactos para construir bombas. La prensa europea acusaba a Marx de ser el
artífice de la Comuna, por lo que sus hijas eran consideradas peligrosas. La policía
francesa perseguía a las pétroleuses, mujeres que habían tenido un papel
destacado durante la Comuna, como la amiga personal de los Marx, Elisabeth
Dimitrioff.

Cuando su padre muere, en 1883, Eleanor tiene 28 años y junto con Engels
trabajan para preservar su legado, sus manuscritos y su correspondencia

Eleanor Marx tenía 16 años y ésta fue su primera experiencia política, que la
marcará para siempre. Cuando regresa a Londres se pone a militar activamente,
participa en la organización del Congreso de la Asociación Internacional de
Trabajadores y en el comité de ayuda a los refugiados de la Comuna de París. Su
perfecto manejo del inglés, alemán y francés le permite hacer de intérprete y se
ocupa de organizar el primer acto de aniversario en homenaje a los comuneros.
Algunos, como el húngaro exiliado Leo Frankel, se enamoran perdidamente de la
joven Marx. Pero quien despierta su interés es otro destacado comunero, el vasco
francés Hippolyte Prosper-Olivier Lissagaray, quien poco después escribirá la
primera historia sobre la Comuna de París con la ayuda de Eleanor.

“Hans Röckle era un mago que llevaba una tienda de juguetes: hombres y mujeres
de madera, animales fantásticos, gnomos y gigantes. Las dificultades económicas
lo obligaban a vender sus creaciones al diablo y los muñecos vivían grandes
aventuras hasta regresar a la tienda”. Con seis años, la pequeña Tussy, como la
llamaban en casa, escuchaba por las noches las historias que inventaba su padre.
En ese período, Marx pasaba horas trabajando en sus manuscritos para El Capital,
con la pequeña Eleanor jugando a su lado o montando a caballo sobre sus
hombros. Sumida en grandes dificultades económicas, la familia Marx sobrevivía
con la ayuda de Federico Engels, el General, como llamaba Tussy a su “segundo
padre”. En la casa de Jenny y Karl Marx todos eran lectores. Colecciones de
historia, filosofía, las recientes obras de Darwin, escritos de Hegel, Rousseau y
Fourier, novelas de Balzac y Dickens, la poesía de Goethe. El preferido era
Shakespeare, que Tussy aprendió a recitar de memoria desde chica y despertó su
amor por el teatro.

A los 18 años, Tussy busca independizarse --algo raro para una mujer soltera en la
Inglaterra victoriana--, encuentra trabajo enseñando en una academia de mujeres
en Brighton y mantiene una relación --por momentos clandestina-- con
Lissagaray. Pero una crisis de nervios, la mala alimentación y el deterioro de su
salud la obligan a regresar a Londres. Su actividad política no decae y en los años
siguientes participa en los debates sobre Irlanda, los intentos de formación de un
partido socialista independiente y la campaña de amnistía para los comuneros.
Cuando su padre muere, en 1883, Eleanor tiene 28 años y junto con Engels
trabajan para preservar su legado, sus manuscritos y su correspondencia. Le
escribe a Kautsky: “Su obra debe conservarse tal como es y todos debemos
intentar aprender de ella. Así todos podremos caminar con sus largas piernas”.

La mujer y el socialismo

Golpeado por la muerte de su gran amigo, Engels revisa los estudios de Marx
sobre la cuestión de la familia en la historia y da forma a su libro El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado (1884), obra pionera del feminismo
socialista. Eleanor colabora, leyendo y discutiendo los borradores. Publica junto
con su esposo, Edward Aveling, su propio trabajo: La cuestión de la mujer, un
punto de vista socialista. Eleanor defiende que la lucha por la emancipación de las
mujeres solo puede lograrse en el socialismo, y que ésta es un prerrequisito para
aquel.

Durante el agitado año de 1886, Eleanor y Aveling recorren 35 ciudades de


Estados Unidos invitados por el Partido Socialista Laborista. Tussy habla sobre la
situación de los trabajadores y las mujeres obreras. El movimiento sindical
norteamericano es un hervidero, después del encarcelamiento de los mártires de
Chicago, que serán fusilados ese mismo año. El éxito de la gira solo se enturbia al
final por unas denuncias contra Aveling, que derrocha parte del dinero del SLP en
gastos superfluos. Aveling esconde a Eleanor sus relaciones con numerosas
mujeres y miente sobre sus deudas.

Contra la opinión de muchos dirigentes sindicales, Eleanor planteaba la


necesidad de organizar a las mujeres y a los trabajadores no calificados

En la década siguiente Eleanor Marx se dedica a numerosas tareas políticas y de


organización del movimiento obrero. Participa del Congreso de fundación de la
Segunda Internacional, donde conoce a Clara Zetkin (traduce su discurso sobre
las mujeres) y cumple un papel destacado colaborando con las huelgas de los
portuarios, los trabajadores del gas y las fábricas químicas de Silvertown. Auspicia
la formación de la primera sección de mujeres en el Sindicato de trabajadores del
gas, asesora a las trabajadoras de comercios en huelga y apoya la organización
sindical de las obreras más explotadas que pelaban cebollas en fábricas
alimenticias. Contra la opinión de muchos dirigentes sindicales, Eleanor
planteaba la necesidad de organizar a las mujeres y a los trabajadores no
calificados.  

Después del fallecimiento de Engels, Eleanor recibe la mayoría de los papeles de


Marx y se dedica a editar sus manuscritos. En 1897 publica Salario, precio y
ganancia, mientras avanza en la biografía de Marx, pero el creciente deterioro de
su vida personal le impide continuar. Aveling miente cada vez más y acumula
deudas a costa suya. Finalmente, la crisis alcanza su cenit cuando Eleanor se
entera que Edward se ha casado con otra mujer, usando un nombre falso.

Sumida en una grave crisis personal, Eleanor muere a los cuarenta y tres años en
marzo de 1898 después de ingerir veneno. Al igual que la protagonista de la
novela de Flaubert, Eleanor no logró sobrellevar su propia tragedia privada.
Muchos de sus amigos y allegados consideraron a Aveling responsable --directo o
indirecto-- de su muerte, y éste fallece pocos meses después. El triste final de
Eleanor Marx no oscurece la intensidad de su vida, sus aportes al movimiento
obrero y al feminismo socialista. Como escribe su biógrafa, Rachel Holmes,
“Eleanor Marx cambió el mundo. En el proceso, se revolucionó a sí misma.”

El 4 de mayo de 1890, 250.000 trabajadores se reunieron en Hyde Park, en


Londres, para celebrar por primera vez el día internacional de los trabajadores.
Eleanor Marx tomó la palabra ese día desde la tribuna. Al terminar el discurso,
citó una de sus estrofas preferidas de Shelley:

Alzaos cual leones tras un largo sueño.

En número invencible.

Sacudíos vuestras cadenas y que caigan a la tierra

como el rocío que durante el sueño se posó sobre vosotros.

Vosotros sois muchos y ellos son pocos.

AUTOR >

Josefina L. Martínez
Rosa Luxemburgo, la rosa roja del
socialismo
Espada y llama de la revolución, su nombre quedará grabado en los siglos como el de
una de las más grandiosas e insignes figuras del socialismo internacional

Josefina L. Martínez 15/01/2017
Rosa Luxemburgo, en su casa en Berlín en 1907.

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Mehring dijo una vez que Luxemburgo era “la más genial discípula de Carlos
Marx”. Brillante teórica marxista y polemista aguda, como agitadora de masas
lograba conmover a grandes auditorios obreros. Uno de sus lemas favoritos era
“primero, la acción”, estaba dotada de una fuerza de voluntad arrolladora. Una
mujer que rompió con todos los estereotipos que en la época se esperaban de ella,
vivió intensamente su vida personal y política.

Era muy pequeña cuando su familia se muda desde la localidad campesina de


Zamosc hacia Varsovia, donde transcurre su niñez. Rozalia sufrió una
enfermedad de la cadera, mal diagnosticada, que la deja convaleciente durante un
año y le produce una leve renguera que dura toda su vida. Perteneciente a una
familia de comerciantes, siente en carne propia el peso de la discriminación,
como judía y como polaca en la Polonia rusificada.

Empezó a militar a los 15 años. Según su biógrafo, varios dirigentes socialistas


fueron condenados a morir en la horca, algo que impactó en la joven estudiante

La actividad militante de Rosa comienza a los 15 años, cuando se integra al


movimiento socialista. Según su biógrafo P. Nettl, tenía esa edad cuando varios
dirigentes socialistas fueron condenados a morir en la horca, algo que impactó
profundamente en la joven estudiante. “En su último año de escuela era conocida
como políticamente activa y se la juzgaba indisciplinada. En consecuencia, no le
concedieron la medalla de oro por aprovechamiento académico, a la que era
acreedora por sus méritos escolares. Pero la alumna más sobresaliente en los
exámenes finales no solo era un problema en las aulas; para entonces era, de
seguro, un miembro regular de las células subsistentes del Partido Revolucionario
Proletariado”.

Alertada de que había entrado en el foco de la policía, Rosa emprende una huida
clandestina hacia Zúrich, donde se convierte en dirigente del movimiento
socialista polaco en el exilio. Allí conoce a Leo Jogiches, quien será amante y
compañero personal de Rosa durante muchos años, y su camarada hasta al final.

Después de graduarse como Doctora en Ciencias Políticas --algo inusual para una
mujer en ese entonces--, finalmente decide trasladarse a Alemania para integrarse
en el SPD, el centro político de la Segunda Internacional. Allí conoce a Clara
Zetkin, con quien sella una amistad que dura toda la vida.

La batalla por las ideas

En Berlín desde 1898, Rosa se propone medir sus armas teóricas con uno de los
integrantes de la vieja guardia socialista, Eduard Bernstein, quien había
comenzado una revisión profunda del marxismo. Según él, el capitalismo había
logrado superar sus crisis y la socialdemocracia podía cosechar victorias en el
marco de una democracia parlamentaria que parecía ensancharse
crecientemente, sin revoluciones ni lucha de clases.  El “debate Bernstein” sumó
muchas plumas, sin embargo, fue Rosa Luxemburgo quien desplegó la refutación
más aguda en el folleto “Reforma o Revolución”.  
La Revolución Rusa de 1905, la primera gran explosión social en Europa después
de la derrota de la Comuna de París, fue sentida como una bocanada de aire
fresco por Luxemburgo. Escribió artículos y recorrió mítines como vocera de la
experiencia rusa en Alemania, hasta que logra introducirse de forma clandestina
en Varsovia para participar de forma directa en los acontecimientos. Es el
“momento en que la evolución se transforma en revolución”, escribe Rosa.
“Estamos viendo la Revolución Rusa, y seríamos unos asnos si no aprendiéramos
de ella”.

La Revolución Rusa de 1905 fue sentida como una bocanada de aire fresco.
"Seríamos unos asnos si no aprendiéramos de ella", decía

La Revolución de 1905 abrió importantes debates que dividieron a la


socialdemocracia. En esta cuestión, Rosa Luxemburgo coincidía con Trotsky y
Lenin frente a los mencheviques, defendiendo que la clase trabajadora tenía que
jugar un papel protagónico en la futura Revolución Rusa, enfrentada a la
burguesía liberal. El debate sobre la huelga política de masas atravesó a la
socialdemocracia europea en los años que siguieron. El ala más conservadora de
los dirigentes sindicales en Alemania negaba la necesidad de la huelga general
mientras que el “centro” del partido la consideraba como una herramienta
únicamente defensiva, válida para defender el derecho al sufragio universal. Rosa
Luxemburgo cuestiona el conservadurismo y el gradualismo de esa posición en su
folleto “Huelga de masas, partido y sindicatos”, escrito desde Finlandia en 1906.
Este debate reaparece hacia 1910, cuando Luxemburgo polemiza directamente
con su anterior aliado, Karl Kautsky.

Socialismo o regresión a la barbarie

La agitación contra la Primera Guerra Mundial es un momento crucial en su vida,


un combate contra la defección histórica de la socialdemocracia alemana que
apoya a su propia burguesía, en contra de los compromisos asumidos por todos
los Congresos socialistas internacionales.

En su biografía, Paul Frölich señala que cuando Rosa se entera de la votación del
bloque de diputados del SPD, cae por un momento en una profunda
desesperación. Pero, como mujer de acción que era, rápidamente responde. El
mismo día que se votaban los créditos de guerra, en su casa se reunían Mehring,
Karski y otros militantes. Clara Zetkin envía su apoyo y poco después se suma
Liebcknecht. Juntos editan la revista La Internacional y fundan el grupo
Spartacus.

En 1916 Rosa Luxemburgo publica “El folleto de Junius”, escrito durante su estadía
en una de las tantas prisiones que se han transformado en residencia casi
permanente. En este trabajo plantea una crítica implacable a la socialdemocracia
y la necesidad de una nueva Internacional. Retomando una frase de Engels,
Luxemburgo afirma que si no se avanza hacia el socialismo solo queda la
barbarie. “En este momento basta mirar a nuestro alrededor para comprender
qué significa la regresión a la barbarie en la sociedad capitalista. Esta guerra
mundial es una regresión a la barbarie.”

En mayo de 1916, Spartacus encabeza un mitin del 1 de mayo contra la guerra,


donde Liebknecht es arrestado, pero su condena a prisión provoca movilizaciones
masivas. Se anuncia un tiempo nuevo.

1917: atreverse a la revolución

Retomando una frase de Engels, Luxemburgo afirma que si no se avanza hacia el


socialismo solo queda la barbarie

La revolución rusa de 1917 encontró en Rosa Luxemburgo una firme defensora.


Sin dejar de plantear sus diferencias y críticas sobre el derecho a la
autodeterminación o acerca de la relación entre la asamblea constituyente y los
mecanismos de la democracia obrera --sobre esta última cuestión cambia de
posición después de salir de la cárcel en 1918--, Luxemburgo escribe que “los
bolcheviques representaron todo el honor y la capacidad revolucionaria de que
carecía la socialdemocracia occidental. Su Insurrección de Octubre no sólo salvó
realmente la Revolución Rusa; también salvó el honor del socialismo
internacional.”

Cuando la sacudida de la revolución rusa impacta directamente en Alemania en


1918 con el surgimiento de consejos obreros, la caída del káiser y la proclamación
de la República, Rosa aguarda impaciente la posibilidad de participar
directamente de ese gran momento de la historia.

El Gobierno queda en manos de los dirigentes de la socialdemocracia más


conservadora, Noske y Ebert, dirigentes del PSD --este partido se había escindido
con la ruptura de los socialdemócratas independientes, el USPD--. En noviembre
de ese año, el gobierno socialdemócrata llega a un pacto con el Estado mayor
militar y los Freikorps para liquidar el alzamiento de los obreros y las
organizaciones revolucionarias. Rosa y sus camaradas, fundadores de la Liga
Espartaco, núcleo inicial del Partido Comunista Alemán desde diciembre de 1918,
son duramente perseguidos.

El 15 de enero, un grupo de soldados detuvieron a Karl Liebknecht y a Rosa


Luxemburgo cerca de las nueve de la noche. Rosa "llenó una pequeña valija y
tomó algunos libros”, pensando que se trataba de otra temporada en la cárcel.
Enterado del arresto, el gobierno de Noske dejó a Rosa y a Karl en manos de los
enfurecidos Freikorps --cuerpo paramilitar de exveteranos del ejército del
Kaiser--. Se organizó una puesta en escena: al salir de las puertas del Hotel Eden,
los dirigentes Espartaquistas fueron golpeados en la cabeza con la culata de un
rifle, arrastrados y rematados a tiros. El cuerpo de Rosa fue tirado al río desde el
puente de Landwehr a sus sombrías aguas. Fue encontrado tres meses después.

Un año antes, en una carta desde la prisión dirigida a Sophie Liebknecht, en la


víspera del 24 de diciembre de 1917, Rosa escribía con un profundo optimismo
sobre la vida: "Es mi tercera navidad tras las rejas, pero no lo tome a tragedia. Yo
estoy tan tranquila y serena como siempre. (…) Ahí estoy yo acostada, quieta y
sola, envuelta en estos múltiples paños negros de las tinieblas, del aburrimiento,
del cautiverio en invierno (...) y en ese momento late mi corazón con una
felicidad interna indefinible y desconocida. (…) Yo creo que el secreto no es otra
cosa más que la vida misma: la profunda penumbra de la noche es tan bella y
suave como el terciopelo, si una sabe mirarla.”

Clara Zetkin, tal vez quien más la conocía, escribió sobre su gran amiga y
camarada Rosa Luxemburgo, compartiendo ese optimismo después de su muerte:
“En el espíritu de Rosa Luxemburgo el ideal socialista era una pasión avasalladora
que todo lo arrollaba; una pasión, a la par, del cerebro y del corazón, que la
devoraba y la acuciaba a crear. La única ambición grande y pura de esta mujer sin
par, la obra de toda su vida, fue la de preparar la revolución que había de dejar el
paso franco al socialismo. El poder vivir la revolución y tomar parte en sus
batallas, era para ella la suprema dicha (…) Rosa puso al servicio del socialismo
todo lo que era, todo lo que valía, su persona y su vida. La ofrenda de su vida, a la
idea, no la hizo tan sólo el día de su muerte; se la había dado ya trozo a trozo, en
cada minuto de su existencia de lucha y de trabajo. Por esto podía legítimamente
exigir también de los demás que lo entregaran todo, su vida incluso, en aras del
socialismo. Rosa Luxemburgo simboliza la espada y la llama de la revolución, y su
nombre quedará grabado en los siglos como el de una de las más grandiosas e
insignes figuras del socialismo internacional”.

Josefina L. Martínez es historiadora y periodista. Pertenece a la redacción de La


Izquierda Diario y es miembro del Colectivo Burbuja.

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