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LAS PALABRAS QUE ATRAVIESAN EL TIEMPO

Los vestigios de la cultura, de cualquier forma de cultura, se encuentran en las


huellas impresas en diferentes tiempos. Rastrearlos significa hacer presente,
actual, su contenido. La humanidad se ha cuidado, cada vez con mayor atención,
de asegurar su “legado” y garantizar su reconocimiento posterior. El carácter
específico de la tradición ˂trado: yo entrego˃ ha pulido sus mecanismos. Ahora,
por ello, en la transición de siglo y milenio, algo que ha soportado y resistido (léase
‘superado’) ese sofisma del tiempo, es un fenómeno aparentemente superado por
el tiempo. Así, la oralidad, en tanto que circunstancia vertebrante de la historia
humana, perpetúa su acción en la vida; puesto que es a través de agentes vivos
como ratifica su validez.

Mientras los núcleos humanos cuenten con representantes que, con su voz y
memoria, establezcan puentes de enlace y apuntalamiento de los sellos culturales
de cada momento. La oralidad seguirá erigiéndose como uno de los motores
fundantes y fundamentales de la cultura. Para recordarla, retenerla, reciclarla en
la memoria individual y general; para confrontar el presente y ser fuente
permanente del diálogo con el futuro.

La palabra, en consecuencia, atraviesa el tiempo, de la mano de los viejos. Estos


la traen desde el pasado, como su hermana. Este reconocimiento resultaría
demasiado obvio, si no fuera por la presencia del desarraigo lingüístico, la pérdida
de vínculos permanentes con alguna forma de expresión hablada, visible en las
generaciones posteriores. No ocurre, por el contrario, con aquellos que, al fin del
siglo que declina y del que le sucede, promedian los cincuenta o más años. Ellos,
los viejos, están abrazados al pasado, porque vienen del pasado. No se aferran
por nostalgia. Lo hacen porque está en su carne, es su vínculo con los que ya no
están a su lado; pero, a la vez, es una puerta de franqueo con los que les
sucedemos para acercarnos a lo que dejó de ser visible, pero, no obstante,
aprehensible por la acción de la palabra. El vehículo de esta son los viejos.
Los niveles de actualización de la palabra hablada, como huella del tiempo, de la
cultura, de la historia, de la memoria, han definido diversos instrumentos y
métodos. Allí cabe pensar que debió emerger la pregunta sobre la validez de la
oralidad cuando apareció la imprenta. Esta no malogró la acción de aquella. La
diversificó, canalizó su presencia, patentizó la palabra en una de sus formas,
gráficamente. Otros medios, como el vídeo, permiten captar aspectos no posibles
de consignar en el escrito, como la entonación, el acompañamiento gestual y otros
contextos conexos con el evento, tales como el espacio, el ambiente social, la
vestimenta, el tiempo ambiental y otros aparentemente accesorios o irrelevantes
˂la presencia, por ejemplo, de otros actores sociales que van de paso, que se
cruzan en la acción o desarrollo del evento –como personas o animales- o que
están allí, casi imperceptibles, como una imagen en la pared˃. Análogo
razonamiento se aplicaría a otros instrumentos y modos de trabajo alrededor de la
oralidad; sin embargo, tal vez ninguno agote la posibilidad de captar lo que la
palabra y sus fenómenos conexos reporta.

Más allá, sin embargo, de toda posibilidad de recuperar o actualizar eventos orales
a través de la fotografía, la grabación sonora, audiovisual o gráfica, se encuentra
un evento universalizante. Se trata del ámbito totalizador que es la vida de las
comunidades específicas. Cuando los grupos humanos hicieron que sus
cercanías se convirtieran en afinidades, y estas en elementos identificadores,
unificadores, con capacidad de generar cohesión social, la noción de comunidad
se erigió como entidad con significado vivo. Allí, la palabra, el lenguaje, inició un
nuevo camino: trabar ˂tramar, hacer trama˃ de lo que las comunidades producen
y se echó a viajar a través del tiempo.

En razón de lo anterior, podría argüirse que el lenguaje hablado sí que ha sido un


real elemento globalizante, hegemonizante, de todas las interacciones humanas,
es decir, de la cultura total. Señales o gérmenes de todos estos componentes
articuladores y generadores de la cultura y significados sociales se encuentran en
grupos humanos, convocados en torno a experiencias cuyo eje es la voz hablada.
Tal es el caso de sencillos conglomerados urbanos que han buscado reproducir en
la ciudad, desde lo individual, hasta llegar al grupo, las mínimas, básicas o
específicas condiciones generales, que constituían antaño su entorno, allá en su
espacio rural o apartado del actual contexto físico que lo ha aprisionado, más que
acogido, y que ahora le asigna un anónimo rol en la sociedad: el olvido o la
dependencia improductiva.

Sin embargo, superando estas determinantes históricas, los viejos se pre-sienten,


se acercan, se cohesionan, se proyectan, imbricados por uno de los factores de su
común unidad, la palabra. Diseminados en diversos puntos de las ciudades,
comparten, viven y observan la evolución de su identidad. Así resiste y
permanece uno de tales grupos, en el sur oriente de Bogotá, el grupo Los
Victoriosos, del que nos ocuparemos reflexionando, para cotejar los asertos hasta
ahora señalados aquí.

Los Victoriosos, como una entidad cultural, han significado la superación de la


disyuntiva de lo gregario versus lo agregado. Del camino donde lo aleatorio
precede a lo cercano por afinidad, han reproducido y potenciado estructuras
lingüísticas tradicionales –copla, saludos, bromas orales– en las que no han
cedido autenticidad o identidad frente a la cohesión por el cambio que ha
avasallado a otros –individuos, grupos, instituciones, sociedades enteras, hasta
homogenizarse bajo conceptos tales como globalización y sus nociones afines–.
Los Victoriosos, a pesar de haber hecho un recorrido de dos décadas, como
colectivo cultural urbano, tienen aún gran trecho por recorrer. Este compromete
su autodescubrimiento y el descubrimiento que la sociedad haga de él, en tanto
que comunidad singular portadora de significados sociales vigentes, gracias al
vínculo permanente de la palabra. Estamos en camino.

Octubre 2000

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