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LA REFORMA

OWEN CHADWICK
Copyright © Owen Chadwick, 1964, 1969, 1972
Penguin Books Ltd, 27 Wrights Lane, London W8 5TZ, Inglaterra

Versión en castellano unicamente para el uso de estudiantes de SEUT.


Primera Parte

LA PROTESTA

1
2
1
El Clamor por la Reforma

IDEA DE LA REFORMA

A principios del siglo XVI, todos los que contaban en la Iglesia de Occidente estaban clamando por una
reforma.
La Europa occidental llevaba un siglo o más buscando la reforma de la Iglesia «en la cabeza y en
los miembros,» pero no había logrado encontrarla.
Si le preguntáramos a la gente lo que quería decir cuando hablaba de que la Iglesia necesitaba
una reforma, no le habría sido fácil ponerse de acuerdo. Había muchos párrocos que no vivían ni
trabajaban en sus parroquias. Sin embargo, puede que hubiera razones de peso para permitirles trabajar
en otro sitio y seguir recibiendo el estipendio de la parroquia. Las leyes del papa interferían en muchos
asuntos de Iglesia y Estado, y se hablaba de la necesidad de limitar su autoridad; pero algunos
necesitaban la ayuda del papa para dirigir la Iglesia en sus tierras, y usaban el poder supremo del papa
como agente dispensador, una salida por la que príncipes y obispos se zafaban de los rigores de las leyes
eclesiásticas.
Todos protestaban que el comprar o vender oficios en la Iglesia --ya fueran obispados o
párrocos-- era deplorable. Era el pecado conocido como simonía. Pero el pagar los derechos para acceder
a un puesto se podía defender como una forma de impuesto, o como los honorarios de los abogados. A
primera vista era desagradable que el obispo de Worcester fuera un italiano que residiera
permanentemente y se ocupara de deberes administrativos en la corte de Roma; pero el rey de Inglaterra
necesitaba un agente eclesiástico en el Vaticano, y le parecía razonable que una diócesis inglesa pagara
su sueldo. Lo que a un hombre honrado le parecía un abuso lo justificaba otro hombre honrado.
Todo el mundo quería reforma, o profesaba quererla. Lo que no tenían tan claro era cómo y qué
había que reformar. Las energías de algunos reformadores se encaminaban a crear nuevas órdenes
religiosas, o pequeños grupos de oración y de estudio. Los obispos trataban de ser más estrictos
oponiéndose a ordenar a hombres ignorantes, o imponiéndoles a los monjes y a los canónigos a vivir
conforme a su regla. Pero a nivel administrativo la búsqueda de la reforma iba dando traspiés como un
cojo que no sabe adónde va. De 1512 a 1517 estuvo reunido en la iglesia lateranense de Roma un gran
concilio de la Iglesia, llamado ecuménico (aunque pocos fuera de los italianos estaban presentes). Sus
miembros escuchaban discursos largos y elocuentes, y celebraban sesiones de muchas horas. Estaban de
acuerdo, entre otras muchas cosas, en que había que suprimir el cisma y la herejía; en que los turcos eran
un peligro para las naciones cristianas; en que los obispos debían tener más poder sobre los monjes, y en
que nadie debía predicar a menos que tuviera licencia legal; en que no se debía permitir que las pandillas
romanas saquearan las casas de los cardenales a la muerte del papa; en que los profesores debían
establecer en sus clases la verdad de la inmortalidad del alma; en que había que impedir la publicación
de libros que no fueran sanos. Los que tenían un espíritu reformador puede que creyeran edificantes
estas conclusiones; pero algunos por lo menos no reconocían en los decretos del concilio el
cumplimiento de la frase vaga y esquiva: «Reforma en la cabeza y en los miembros.
El sentimiento, extendido por toda Europa, de que la Iglesia debía ser reformada estaba tan
diversificado como era posible. Para los obispos italianos puede que quisiera decir que la maquinaria
constitucional del Vaticano era excesivamente pesada, que el poder de los cardenales había aumentado y
debería disminuir. Para los frailes predicadores puede que quisiera decir que las vidas de sus
congregaciones eran malas cuando se juzgaban de acuerdo con los ideales de la santidad cristiana. Para
los juristas seculares puede que quisiera decir que los tribunales eclesiásticos y las exenciones
eclesiásticas eran obstáculos intolerables para una administración eficaz. Para los miembros de la Iglesia
quería decir a menudo, entre los chirriantes y atascados mecanismos de la burocracia clerical, que la

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incidencia de los impuestos eclesiásticos era eficiente y onerosa; mientras que una larga historia de
guerras papales o política o desgobierno había hecho escépticos a los hombres en cuanto a si los reinos
de Dios o de los hombres estaban sacando algún provecho de las rentas. ¿Estaba bien que se concediera
la dispensa de los decretos escriturales sobre el matrimonio? y, en caso afirmativo, estaba bien que el
obtener la dispensa fuera tan costoso? ¿No quería eso decir que había una ley para los ricos y otra para
los pobres? ¿Estaba bien que un hombre con dinero pudiera obtener permiso para celebrar su matrimonio
entre Septuagésima y el Miércoles de Ceniza, y un hombre sin dinero no pudiera? ¿Por qué había de
tener poder la administración centralizada en Roma para suplantar los derechos de los patronos locales
en la concesión de beneficios, y especialmente cuando la administración parecía usar su poder en interés
de sus familiares? ¿Era justo que un eclesiástico que cometiera una felonía fuera inmune de la
jurisdicción normal de los magistrados seculares? Cuando un gobierno necesitaba dinero urgentemente
para la defensa de su reino frente a la amenaza de una invasión turca, ¿era oportuno que los eclesiásticos
reclamaran sus voluminosas dotaciones para estar exentos del deber de contribuir? ¿Era digno de las
censuras espirituales de la Iglesia el que se blandiera la severa arma de la excomunión para recoger
deudas, y que se sumieran las almas en la desesperación por razones triviales? ¿Por qué tenía que
morirse de hambre el cura de una parroquia mientras su párroco no residente vivía desahogadamente del
estipendio del beneficio? ¿No eran mundanos demasiados miembros del clero – camorreros, borrachos,
adúlteros, indignos de su puesto sagrado? ¿No era la Iglesia moderna una ramera (si el crítico era
extremado, y tal vez desde el púlpito), vendiéndole su belleza a cualquiera que pudiera pagar?
Cuando los eclesiásticos hablaban de reforma, estaban pensando casi siempre en una reforma
administrativa, legal o moral; casi nunca de una reforma doctrinal. No sospechaban que fuera errónea la
doctrina del papa. Lo que suponían era que el sistema legal y la burocracia generaban ineficacia,
corrupción, injusticia, mundanalidad e inmoralidad. Si eran hombres educados, humanistas del
Renacimiento, estos deseos estaban mezclados a veces con una demanda de mejora intelectual. No solo
querían que los papas y los obispos fueran menos mundanos, que los monjes se sometieran a su regla,
que el clero de las parroquias fuera más instruido. Algunas veces hablaban de una teología que fuera
menos remota de los seres humanos, más fiel al Evangelio, una fe que fuera menos externa y más
conforme con la enseñanza del Señor. Pero para alcanzar esta meta no deseaban ni esperaban nada que
pudiera llamarse un cambio de doctrina.
La sensación de que se necesitaba una reforma, aunque difusa y a menudo vaga, derivaba su
fuerza de situaciones particulares. A un sacerdote que se le viera públicamente borracho en las tabernas
se le dejaba seguir en su ministerio sin reprenderle; los escándalos eran notorios; y apenas se notaba que
en algunos otros casos de borrachera se imponía la disciplina pastoral. Una corporación comprometida
en un pleito de propiedad con un monasterio encontraba imposible llegar a un acuerdo a menos que se
gastara tanto tiempo y dinero que haría infructuoso el veredicto distante. Un clérigo que se supiera que
era culpable de homicidio se veía que escapaba con una modesta reclusión a pan y agua. Un párroco
mantenía abiertamente una concubina sin que nadie se metiera con él. Se ordenaba al sacerdocio a un
iletrado carente de ningún conocimiento del latín, y se le podía oír musitar sin sentido las oraciones en el
altar; y los de la parroquia no sabían nada de los hombres instruidos y devotos a los que los obispos
estuvieran ordenando en otros sitios. Demasiados escándalos; demasiados inconvenientes; demasiadas
injusticias; demasiada ineficacia irremediada y aparentemente irremediable --estas cosas prestaban
fuerza al clamor de los eclesiásticos y de los políticos por una reforma.
Así es que la primera pregunta que surgía en la mente pública no era: «¿Es verdad lo que enseña
la Iglesia Católica?» Esa enseñanza se creía que era inalterada a lo largo de los siglos del pasado,
inalterable en el futuro por toda eternidad. En Bohemia había herejes husitas que ejercían autoridad sin
cortapisas. Ocultos en las campiñas inglesas o en los valles alpinos había unos pocos grupos ignorantes
de lolardos o de valdenses; en Alemania se celebraban unas extrañas reuniones para estudiar la Biblia y
para urdir, según se imaginaba, una mescolanza de sedición y de blasfemia. El clamor por la reforma
significaba suprimir, no animar, esos descontentos secretos.
Muchos de los abusos obvios eran abusos según los estándares más elevados de los
eclesiásticos, pero eran útiles al soberano del estado o a sus servidores. Linacre, el médico del rey
Enrique VIII, había sido párroco de cuatro parroquias, canónigo de tres catedrales y chantre de la
catedral de York antes de ser ordenado sacerdote. Estaba recibiendo la paga por sus servicios médicos
con esta variedad de parroquias y prebendas.

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Estas eran más bien corrupciones del Estado, más que de la Iglesia. El rey era más responsable
que el papa. Tenía que recompensar ricamente a sus servidores si habían de servirle bien. Como la
Iglesia poseía una gran parte de la riqueza de cada país, el rey podía recompensar a muchos de ellos
solamente si los colocaba en puestos eclesiásticos. El gran diplomático francés Antoine du Prat fue
elevado al arzobispado de Sens, y entró en su catedral por primera vez en su propia procesión funeraria.
Los obispos eran muchas veces más eminentes como cortesanos que como pastores. Cuando el rey Luis
XII de Francia entró en Italia en 1509 iba acompañado por tres cardenales, dos arzobispos, cinco obispos
y el abad de Fécamp, todos ellos franceses; y la presencia de esta galaxia no era debida en lo más
mínimo a una ansiedad extraordinaria por la conciencia regia. Durante el segundo cuarto del siglo XVI
había veintidós obispos en la provincia de Languedoc en la Francia meridional, y solo cinco o seis
residían en sus sedes. La corrupción no se le había de achacar menos a la Iglesia cuando era corrupción
real; y sin embargo los abusos parecían peores cuando los perpetraban los clérigos a favor de los
clérigos. El clero era el guardián de la conciencia pública. Era su deber restringir la avaricia, santificar la
pobreza, denunciar al usurero y al simoníaco y al adúltero, excomulgar hasta a los reyes si caían
impenitentemente en pecado mortal, obrar la justicia y amar la misericordia y conducirse humildemente
delante de Dios. Para este fin sus púlpitos eran sagrados. Si se necesitaba una reforma, y en eso estaban
todos de acuerdo, era el deber del clero el proclamar su necesidad y el demostrar con obras y ejemplo
que este mundo seguía estando sometido a la Iglesia. Respetaban al papa, puesto --eso creían-- por Cristo
o por Constantino por encima de reyes y príncipes, y esperaban que por su palabra aún podía traer paz y
justicia e integridad a los pueblos.
Ningún papa, si siquiera un Hildebrando o un Inocente III, podía haber satisfecho estas
aspiraciones vagas y malinformadas. Hacía doscientos años que el poder del papa había ido mermando
ante el poder de los reyes. Aunque la Cristiandad seguía siendo una idea que podía mandar ejércitos,
eran ejércitos pequeños y mezquinos comparados con los ejércitos cruzados que se habían reunido
antaño para conquistar Palestina de los infieles. La conciencia de la Cristiandad se escandalizó cuando
después de 1525 se vio al cristianísimo rey de Francia aliarse con los turcos; se escandalizó cuando el
papa Alejandro VI estaba entre los primeros de los gobernadores cristianos para dirigir tal negociación.
Pero el escándalo fue superficial. Aunque la gente creía todavía en el Cristianismo y todavía esperaba
que el papa fuera la cabeza de la Cristiandad, buscaban liderazgo político y seguridad para su estado y su
príncipe. Los reyes y los gobiernos llevaban doscientos años limitando la autoridad del papa en sus
territorios, restringiendo sus poderes a los confines que convenían a sus propósitos y asegurándose el
derecho efectivo a nombrar obispos. La autoridad era aún muy extensa. Todo gobernador de la Europa
Occidental tenía todavía que tenerla en cuenta. El sistema legal de la Cristiandad latina seguía
dependiendo de los tribunales papales. El prestigio del vicario de Cristo y cabeza de la sociedad cristiana
seguía imponiendo un asentimiento y un respeto confuso entre los pueblos. Pero los Estados de Europa
iban restringiendo la autoridad papal. Esperar que el papa reformara la Iglesia era esperar un milagro que
él no tenía suficiente poder para realizar. Podía impulsar la reforma mediante el ejemplo, la influencia o
la enseñanza; pero pertenecían al pasado los días en que podía mandar --suponiendo que quisiera
mandar.
El prestigio del papa solía ser moral tanto como social y doctrinal. En los años 1500 a 1517 era
exclusivamente social o doctrinal. Bajo Alejandro VI Borja, Julio II y León X parecía que el trono de
San Pedro, como otros obispados, se había convertido en una sede remuneradora aunque incómoda para
políticos mundanos. Para no ver el contraste entre el precepto y la práctica se tenía que ser ciego. Un
folletista* guasón --tal vez Erasmo-- describía una conversación a la puerta del Cielo cuando el papa
Julio II pretendía entrar:

JULIO.- ¡Abre la puerta, deprisa! En cumplimiento de tu deber tendrías que haberme recibido
con todo el ceremonial del Cielo.
SAN PEDRO.- Parece que a ti te gusta dar órdenes. Dime quién eres.
JULIO.- ¡Doy por supuesto que me reconoces!
SAN PEDRO.- ¿Sí? No te he visto nunca, y al pronto me parece extrañísimo tu aspecto.
JULIO.- ¡Tú debes de ser ciego! No puedes dejar de reconocer esta llave de plata... Mira mi
triple corona y en mi palio enjoyado.
SAN PEDRO.- Veo una llave de plata, pero que no se parece en nada a las que me dio a mí

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Cristo, el verdadero Pastor de la Iglesia...

Europa estaba alucinada al ver que el papa Julio II se ponía al frente del ejército papal en el
Norte de Italia; al ver al Vicario de Cristo, con la espada al costado y el yelmo en la cabeza, escalando la
grieta de la fortaleza Mirandola que había capturado su estrategia.1 El que salvara los Estados Papales de
la anarquía, hiciera que se echaran los cimientos de San Pedro (18 de abril 1506), empleara a Rafael para
pintar las stanze y a Miguel Angel para el techo de la capilla Sistina --eso no era nada en la balanza del
juicio moral al uso. Su obra parecía la de un italiano, y de un gran príncipe del Renacimiento, no la de
una autoridad internacional y moral. En Tours, en 1510, una comisión de doctores en teología franceses
se encontró debatiendo angustiosamente la cuestión: ¿Qué valor tienen las excomuniones pronunciadas
por el papa contra un rey que resiste la agresión del ejército del papa?
Los hombres siempre han blasfemado y cantado cosas obscenas e improvisado canciones
anticlericales bebiendo con los amigos. Pero entonces estas diversiones no se limitaban a la taberna. Se
iban haciendo propiedad pública, la lectura y los lugares comunes de hombres honorables y educados.
Los puritanos de la Edad Media veían en el dinero la raíz de casi todos los males. Y tal vez se
daba en este punto el contraste más doloroso entre el ideal religioso y la práctica clerical. Hombres
religiosos, siguiendo a san Francisco de Asís o Tomás de Kempis u otros innumerables de la Iglesia
medieval, todavía creían que la pobreza era parte de la más alta vocación moral. Pero ya no se respetaba
a los pobres. El mendigo santo ya no era objeto de admiración indiscriminada; en parte, porque la
experiencia había revelado un porcentaje demasiado elevado de fraudes, pero también porque el ideal
moral iba empezando a modificarse ante los cambios sociales y económicos. Sin embargo, los hombres
devotos seguían asumiendo el antiguo ideal de la pobreza y el aislamiento. «Es vanidad buscar riquezas
perecederas y poner en ellas la confianza. Es vanidad perseguir puestos y escalar una alta posición. Es
vanidad seguir los deseos de la carne... Vanidad desear una larga vida... vanidad amar lo que se
desvanece tan rápidamente, y no apresurarse adonde mora el gozo perdurable» (Imitación de Cristo, I,
1). El ideal moral era todavía monástico o cuasimonástico. Pero los hombres educados, la clase media,
los humanistas, bebiendo a fondo de las fuentes de la recién descubierta literatura de Grecia y Roma, se
llenaban con delicia de este mundo, y encontrándose en una sociedad de riqueza en aumento, percibían
la incongruencia y la discrepancia entre el ideal y la vida cotidiana en la que se encontraban. Los
antiguos valores heredados del pasado estaban en conflicto con los intereses materiales e intelectuales
del presente.
El dinero, la causa de todos los males --y sin embargo los beneficios eclesiásticos le parecían a
menudo al laicado una manera de apilar oro sobre oro. Y en el reino del dinero, en las oportunidades
para la buena vida eclesiástica, les parecía a muchos observadores que Roma iba a la cabeza. Todo lo de
la Iglesia, decían los críticos exagerando, se vende por dinero: perdones, misas, velas, ceremonias,
curatos, beneficios, obispados, hasta el mismo papado. «Si los papas, los vicarios de Cristo, trataran de
imitar Su vida --es decir, Su pobreza, trabajo, doctrina, Cruz y desprecio de este mundo... ¿serían como
los papas que hoy en día compran sus sedes por dinero y las defienden con espada y veneno?»
Erasmo estuvo en Roma en 1509, y Lutero en 1511; y no le gustó a ninguno de los dos. Mucho
después, dijo Lutero: «No me habría perdido ver Roma por cien mil florines, porque entonces habría
tenido miedo de ser injusto con el papa.»
La palabra reforma --que, a diferencia de la palabra
renacimiento, usaban ampliamente los contemporáneos y llevaba
usándose dos siglos o más-- muestra que esta búsqueda de cosas
mejores era característicamente medieval al buscar en el pasado su
modelo y estándar. Todos los escritores de la baja Edad Media
miraban la Iglesia Primitiva por un cristal color de rosa. En las
vidas de los santos leían del heroísmo y celo apostólico; y viendo
ordinarios y peor que ordinarios a los hombres de su alrededor,
miraban hacia atrás con añoranza y sin crítica. Hubo una vez una
edad de oro. Había devoción, fervor, religión, sacerdotes santos,

1
El arzobispo de York estuvo al mando de uno de los ejércitos papales durante parte de esta campaña del Norte
de Italia.

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pureza de corazón. Pero ahora esa antigua edad de oro se ha
degenerado imperceptiblemente en edad de plata, de plata a madera,
de madera a hierro. «Hay tanta diferencia entre nosotros y los
hombres de la iglesia primitiva como entre la basura y el oro.» Este
no era un clamor nuevo del siglo XV. Trescientos años antes, san
Bernardo de Claraval quería ver la Iglesia antes de morir como era
en los días antiguos, cuando los apóstoles echaban las redes en
busca de almas, y no de oro o plata. Era una de las llamadas típicas
del predicador medieval. Muchos reformadores creían que el emperador
Constantino trajo el desastre con su donación --el regalo de tierras
y autoridad secular al papa Silvestre--, que la edad de oro de la
Cristiandad se arruinó cuando el papa adquirió riqueza. Los nuevos
humanistas del siglo XV eran menos ingenuos en su actitud para con
Constantino, y uno de ellos, el secretario papal Valla, demostró que
la leyenda de la donación era una falsificación posterior. Pero
aunque el tímido comienzo de una historia crítica hizo menos fácil
creer en un presente negro y un pasado blanco, un humanista
instruido como Erasmo todavía creía, si bien moderadamente, en una
edad perdida de santidad y pureza. La Reforma siempre miró hacia
atrás.
Cien años antes, las pretensiones de papas rivales yen competencia habían obligado a los
eclesiásticos a planificar una reforma de la Iglesia en la cabeza y en los miembros. El Concilio de
Constanza (1414-18) y el Concilio de Basilea (1431-9) se habían reunido, habían adoptado muchas
resoluciones, y habían puesto fin triunfalmente al conflicto del papado. Sus aspiraciones después de la
reforma de la administración y de la piedad de la Iglesia fueron desmentidas por los acontecimientos y
por el peso de los intereses creados y nacionales. Pero, aunque no habían logrado lo que pretendían,
habían sembrado pequeños vientos que hacia 1500 estaban surgiendo como tempestades. Aquellos
concilios airearon la idea de la reforma de tal manera que ya no se pudo olvidar nunca. Habían hablado
con franqueza, clamado por el cambio, descubierto abusos, sugerido remedios, evocado derechos y un
idealismo que entonces no habían conseguido satisfacer. De esa manera habían multiplicado el
descontento. Si bien fracasaron en su objetivo práctico, dejaron tras sí un estado de opinión pública
inquieta, crítica, desazonada, impaciente, solicitando reforma en teoría, y no siempre conscientes de las
consecuencias prácticas. En 1496, un francés escribía que en la conversación de los hombres no había
tema más frecuente que el de la reforma.
Demandas de reforma generalizadas, populares e insatisfechas acaban por ser revolucionarias.
La demanda creció a sus propias expensas. Todos los obispos --y hubo muchos-- que probaron
medidas reformadoras en sus diócesis, corrían el riesgo, no solo de enfrentarse con una dura resistencia
en ella, sino también de suscitar más aspiraciones en las diócesis vecinas abandonadas. Todos los monjes
que trataban de persuadir al monasterio de asumir una vida estricta y regular parecía que envilecían otras
casas. Demandar reforma es denunciar abusos. Denunciar abusos es suscitar dudas en la opinión pública,
criticar a los responsables, exponerlos al descrédito público. Demandar reforma era reducir el prestigio
del papa, de los obispos, los monjes, los frailes y los párrocos, y suscitar más críticas. El gobierno de la
jerarquía se estaba debilitando con los ataques al orden clerical.
La palabra anticlericalismo podría ser confusa, porque sugiere el antagonismo diferente que
surge en el siglo XIX. Pero en 1502 dijo Erasmo que se insultaba imperdonablemente a un laico cuando
se le llamaba clérigo, sacerdote o monje. En 1515, el obispo de Londres, cuyo canciller se decía que
había matado a un sastre, le dijo al cardenal Wolsey que en las circunstancias presentes cualquier jurado
de doce hombres cualesquiera de Londres condenaría a cualquier clérigo aunque fuera tan inocente
como Abel. Mister Skidmore de Isleworth dijo unos años más tarde que «Galeses y sacerdotes» eran
despreciados lastimosamente por aquel entonces.
Este clamor por reforma, creciendo como el viento que azota las olas, no era un nuevo estándar
de juicio o de crítica. La demanda se había propogado desde el programa académico de una universidad
hasta el clamor de un pueblo. Sin embargo es necesario preguntar por qué el antiguo deseo era tanto más
potente en este momento que cien años antes. Porque la reforma parecía haberse ido frustrando. Al final
de todos los esfuerzos del siglo XV el papado había producido al papa Alejando VI Borja. La reforma se
había intentado, y había fracasado.

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La tragedia del fraile dominico Savonarola ha dado a la posteridad este sentimiento de fracaso
de una manera dramática. Cuando el rey francés Carlos VIII pasó por Florencia en 1494, Savonarola le
suplicó apasionadamente que convocara un concilio ecuménico en Roma que depusiera al papa
Alejandro VI. Para las conquistas de Francia el papa era más útil en su trono. Savonarola, inflamado de
poder moral y profético, persuadió a la ciudad de Florencia a que aceptara a Cristo como Rey, atacó el
lujo y la simonía y la curia papal, desafió una suspensión papal y luego una excomunión, dirigió
apelaciones salvajes a los soberanos de Europa para que convocaran el concilio reformador y, desertado
por último por la multitud florentina, fue quemado vivo en la piazza del Signory* el 23 de mayo de 1498.
El suyo fue el clamor medieval por reforma, expresado a la vieja usanza, triunfante por un momento a la
vieja manera, suprimido como se hacía antiguamente. La mayor parte de sus contemporáneos le dieron
poca importancia a la tragedia. Menos de veinticinco años después, Erasmo, cuyas peticiones de reforma
fueron la mitad de apasionadas y el doble de eficaces, creía que el desafío de Savonarola había sido un
triste ejemplo de los males que se encuentran entre los frailes.
Pero, ¿qué fue lo que hizo el clamor por reforma más potente y más revolucionario a principios
del siglo XVI que cien años antes? ¿Fue sencillamente que los abusos eran peores? ¿Que la corrupción
pudrió de tal manera el cadáver que el cuerpo hueco se colapsó en el momento en que lo empujaron?
La evidencia en este punto, aunque difícil de juzgar, sugiere que no. La Reforma se produjo, no
tanto porque Europa fuera irreligiosa sino porque era religiosa. La Iglesia medieval había generado
repetidas oleadas de idealismo ferviente, y lo estaba haciendo otra vez. Los abusos ahora condenados
siempre fueron abusos y siempre fueron condenados en el tribunal de la opinión pública. Muchos
párrocos eran ignorantes en 1500, y muchos párrocos han sido ignorantes en todas las épocas. Los
reformadores sufrían de alucinación al buscar en el pasado la edad de oro. La Iglesia llegó a dominar la
Europa occidental en tiempos rudos, y las cicatrices de esa rudeza estaban todavía a la vista. La mayor
parte de los abusos no eran tanto peores. Lo que era nuevo era el grado de conciencia de los hombres de
los defectos del orden eclesiástico y de la posibilidad de remediarlos.
En ciertas áreas, y en ciertas prácticas, había habido decadencia en el siglo XV. El nuevo mundo
de crédito ofrecía oportunidades al emprendedor por encima de los sueños más fantásticos de sus
predecesores. Había un nuevo descaro en el absentismo, en el acaparamiento de puestos eclesiásticos, en
mantener concubinas, en percibir la paga de sacerdote sin haber sido ordenado. «Nosotros los italianos --
escribía Maquiavelo-- somos más irreligiosos y corruptos que los demás... porque la Iglesia y sus
representantes nos dan el peor ejemplo,» y puede que hubiera algo de verdad en esa autoacusación
complacida. Pero había abundante idealismo reformador aun en la Italia del Renacimiento posterior.
De lo que no cabe duda es de la extensión de la práctica religiosa. Enrique VIII se dice que oía
tres misas en los días de caza, y a veces cinco los otros días; y la devota Margaret Beaufort oía seis misas
todos los días. El fervor medieval impulsó nuevas formas de devoción, y el final del siglo XV vio varias
nuevas formas de piedad. Savonarola persuadió a los florentinos a llevar sus tesoros y quemarlos; en
1507, el papa Julio II legalizó el culto de la casa santa de Loreto, que se creía que era el hogar del Señor
transportado milagrosamente desde Nazaret por los ángeles; el dominico Alain de la Roche (muerto en
1475) popularizó el (mucho más antiguo) uso del rosario; en las iglesias, un monumento característico
era la Pietà, la Virgen de la Piedad con su Hijo muerto; fue el tiempo cuando se empezaron a colocar en
las paredes de las iglesias las Estaciones del Vía Crucis; la unión de una campana con la oración a la
Virgen, luego conocida como el Angelus, es de finales del siglo XIV. Una parte de lo que se conoce
vagamente como «devoción de la Contrarreforma» empezó a florecer antes de la Reforma.
La vigorosa y popular devoción a la Virgen fue acompañada de un notable aumento del culto de
los santos y sus reliquias, y de las peregrinaciones a sus altares. El fervor malamente regulado podía ser
supersticioso y hasta demoníaco. En 1500 se estaban torturando y quemando más brujas, y persiguiendo
más judíos. Pero la superstición no era innovación. Desde las edades más tenebrosas, los campesinos
comían polvo de los sepulcros de los santos o usaban la hostia consagrada como amuleto o coleccio-
naban supuestas reliquias o creían milagros increíbles y nada edificantes o sustituían al Salvador con la
Virgen o un santo patrón. En 1500 se hacían estas cosas fervorosamente. Lo que era nuevo era no tanto
la práctica como la manera en que los forjadores de la opinión estaban empezando a considerarla.
Resumiendo: la sima perpetua entre las religiones de los letrados y las de los iletrados se iba
ensanchando hasta que ya no se podía salvar. Mientras las devociones populares, mezcladas con la

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superstición popular, parecían ser casi incontrolables por los obispos y los teólogos, mientras el fervor de
la gente buscaba el culto emocional, las imprentas trabajaban en la publicación de más de cien ediciones
de la Biblia entre 1457 y 1500.
Por tanto debemos buscar otras explicaciones fuera de la sencilla teoría de que la Iglesia estaba
demasiado mal para continuar, y considerar dos circunstancias especiales: el creciente control de los
reinos por sus reyes, y la mejorada educación de las mentes inteligentes del mundo occidental.2

EL PODER DEL GOBIERNO

Los reyes Enrique VII y Enrique VIII de Inglaterra eran más poderosos que ninguno de sus predecesores.
Los reyes Fernando e Isabel en España, también; los reyes de Portugal y de Dinamarca, algunos
príncipes alemanes, y hasta el Emperador Alemán eran menos débiles que sus inmediatos predecesores.
El gobierno, aunque no moderno, se iba haciendo un poco más moderno. El ritmo variaba con las tierras.
En Inglaterra, los ejércitos particulares de los barones se habían agotado en las Guerras de las Rosas, y
seguidamente los señores habían sido debilitados por los Tudor; en Francia, la nobleza feudal siguió
siendo suficientemente grande para dividir el reino; en Polonia, la nobleza iba ganando control de la
corona. Pero las bases de un servicio público, de una maquinaria mejorada de la administración y de la
justicia en el centro, el uso de abogados preparados --los ingredientes de un estado moderno marcaron el
desarrollo constitucional de varios miembros durante esa edad. Y en torno a esos gobiernos más
efectivos se iba fraguando la idea de la nación, la lealtad semiconsciente pero patriótica de sus pueblos.
La relación entre esto y el éxito de la revolución protestante es indudable, pero no fácil de
definir. Se podría decir en general que la Reforma se produjo en Inglaterra y en Dinamarca porque era
necesario limitar el poder de la Iglesia para el ulterior desarrollo de un gobierno eficaz. El gobierno
eficaz demandaba restringir la intervención papal, los privilegios y exenciones eclesiásticas, el derecho
legal de una autoridad de fuera del país para cobrar impuestos. En todos los estados de la Europa
occidental, y no solamente en los que luego se hicieron protestantes, esto empezó a suceder antes de
1500.
Pero esta conexión entre el desarrollo constitucional y la revolución protestante, que es tan
importante en la historia de Inglaterra que reduce cualquier otra consideración, no era una regla general
en toda Europa. Antes que empezara la Reforma, los reyes de España y de Francia satisficieron
parcialmente su necesidad de control de la Iglesia. En 1478, el papa concedió a los soberanos españoles
el derecho a instalar y dirigir la Inquisición: un sistema de tribunales que controlaba efectivamente a los
eclesiásticos del país y que estaba bajo la autoridad inmediata, no del papa ni de los obispos, sino del
rey. Los inquisidores tenían poder sobre todas las órdenes religiosas y, a partir de 1531, sobre los
obispos, y sus veredictos no se podían apelar a Roma de sus veredictos. Los reyes de Francia, como los
de Inglaterra, pero con más éxito, limitaron la interferencia del papa durante el siglo XV. En 1516, tras
largas entrevistas entre el papa y el rey Francisco I, se firmó el concordato de Bolonia, que determinó la
relación legal del papa y la corona hasta la Revolución Francesa de 1789. El rey se aseguró el derecho a
nombrar todos los puestos más altos de la Iglesia de Francia, y colocó en estrechos límites el derecho de
apelación de los clérigos a la sede de Roma. Ahora podía nombrar hasta 10 arzobispados, 82 obispados,
527 abadías, y numerosos prioratos y canonjías, y como dispensador de estos favores y de sus dotaciones
estaba indirectamente en control de las propiedades de la Iglesia. Cuando quería dinero de la Iglesia, sus
métodos ya no tenían que ser tortuosos.

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Algunos escritores añaden una tercera circunstancia: el descubrimiento de América, y la consiguiente
ampliación del horizonte y de la inquietud de la mente. Hay poca evidencia que respalde una conclusión tan
grande. Las consecuencias prácticas y sociales se hicieron más graves al final del siglo XVI, especialmente
en la inflación de los precios, pero después de la revolución protestante. Las consecuencias teóricas asediaron
a los pensadores cristianos solamente en el siglo XVII. Habría habidoMartín Lutero aunque no hubiera
habido Cristóbal Colón.

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En el siglo XV los reyes de Inglaterra controlaban los nombramientos de obispos. Hasta el débil
emperador Federico III de Alemania, y los aún más débiles reyes de Escocia, obtuvieron este derecho de
nombramiento de muchas sedes. La república de Venecia peleó varias batallas con Roma con el mismo
fin. Los papas iban perdiendo paulatinamente autoridad efectiva, no teórica, sobre las iglesias de los
diferentes estados, los nombramientos de los cargos superiores, el derecho de cobrar contribuciones y de
mantener la inmunidad de impuestos de los estados eclesiásticos y el derecho a escuchar apelaciones sin
interferencias. Pero es verdad que los papas no habían renunciado nunca antes a tanta autoridad como la
de permitir la existencia de la Inquisición española y la de conceder el concordato de Bolonia al rey de
Francia. El papa se iba haciendo más débil porque los gobiernos se iban haciendo más fuertes. Y cuanto
más fuertes los gobiernos, más indefensas la vasta riqueza y las posesiones de la Iglesia y más peligroso
para los intereses creados y para la corrupción el clamor por reforma.
La Reforma no era siempre un medio por el que los legítimos soberanos fortalecían el dominio
de sus estados. Lo contrario es a veces lo cierto. En muchas tierras, la revolución protestante estuvo
asociada con la revuelta política contra un soberano exterior o extranjero --como en Escocia, los Países
Bajos, Suecia, algunas ciudades suizas, algunos de los principados alemanes que trataban de liberarse de
la supervisión imperial. Hasta la revolución política inglesa contra el papa fue un leve reflejo del
rechazamiento de un señor extranjero.

Conforme el poder del príncipe iba creciendo y el poder del papa decreciendo, los reformadores
de la Iglesia miraban al gobierno en busca de un poder efectivo de reforma. La reforma necesitaba un
cuchillo para cortar los nudos legales que protegían el abuso establecido. En la maraña de derechos y
prescripciones, el conflicto de los sistemas legales secular y eclesiástico, la jurisdicción rival de los
tribunales, la constante oportunidad de dilatar las tácticas, la indefensión del sistema diocesano y la
anarquía de algunas partes de la administración eclesiástica, los perezosos y los cómodos florecían a sus
anchas. ¿Se quería reformar un monasterio? Se iba al provincial de la orden, o al obispo, o al papa, y
probablemente se entraba en años de litigios frustrantes, al final de los cuales no se había conseguido
casi nada; pero si se iba al rey, él si podía forzar su paso por la maraña y mandar a los monjes que se
comportaran o se marcharan. Los mejores de los reformadores, por lo menos en España, Inglaterra,
Francia, Alemania, querían que actuara el soberano. Era el único que poseía el poder para actuar
eficazmente.
El cardenal d'Amboise, autorizado por el rey para llevar a cabo una reforma en Francia, tuvo
necesidad de fortalecerse para la reforma con una bula, del papa Alejandro VI, que le confería una
autoridad plena como legado del papa. Así pertrechado con armas de las cabezas de la Iglesia y del
Estado, llevó a cabo una reforma admirable en varias casas y congregaciones monásticas. En 1501
decidió reformar los cordelieros de París, y comisionó a dos obispos para que los visitaran y reformaran
la casa. Cuando llegó la comisión, los frailes se refugiaron a toda prisa en la capilla, expusieron el
santísimo sacramento y se pusieron a cantar salmos. Los dos obispos esperaron cuatro horas y,
frustrados, se marcharon. Al día siguiente volvieron con el alcalde de París, cien arqueros y una cuadrilla
de policías. De nuevo los frailes se refugiaron en los salmos. Se les hizo callar, y se les leyeron las bulas
papales y los decretos reales. Replicaron citando extractos en sentido contrario de sus reglas y del
derecho canónico. Después de un prolongado punto muerto, y de que interviniera una comisión diferente
formada por cordelieros, el cardenal consiguió asegurar una cierta medida de reforma en la casa.
En la maraña de la ley, el reformador, aunque necesitaba poderes papales, también los
necesitaba reales. Llevaba consigo los decretos del rey juntamente con las bulas del papa, y puede que
necesitara la guardia real. En lenguaje moderno, aunque siempre se había necesitado el Estado para
reformar la Iglesia, se iba haciendo cada vez más necesario al hacerse su poder más efectivo, más
soberano.
El antiguo ideal de la unidad de la Cristiandad se iba colapsando al surgir los estados nacionales.
El Vaticano seguía pregonando los derechos de un Inocente III o Bonifacio VIII al dominio mundial. En
1493, el papa Alejandro VI, como señor de los continentes, dividió el mundo recién descubierto de
América y las Indias entre España y Portugal. En un conflicto europeo, los papas podían seguir hablando
de deponer de sus reinos a reyes enemigos. Ante una audiencia solemne de Alejandro VI en San Pedro,
Chieregato repitió la antigua interpretación de las dos espadas de poder, la espiritual que blandía la
Iglesia, y la temporal el Estado por orden del papa. Estas vastas pretensiones no correspondían a gran

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cosa en la fría realidad de la política europea. El papa podía obtener a veces lo que quería, pero por
diplomacia y no ya por decreto. Puede que tronaran las bulas, y todavía eran potentes cuando tronaban;
pero entre bastidores se habían hecho las negociaciones. Para lograr algo realmente importante en
Francia, España, Portugal, Inglaterra, partes de Italia, partes de Alemania, el papa tenía que asegurarse la
cooperación o el visto bueno del gobernador efectivo. Esta fue la época cuando la sede romana encontró
deseable por primera vez el retener embajadores --nuncios-- en las capitales europeas. Las primeras
nunciaturas permanentes se instalaron en Venecia en 1500 y en París en 1513. Los hombres ya no se
inclinaban ante las terribles reprensiones de la Iglesia. Las negociaban, se comprometían con ellas, las
discutían, hasta las compraban contra sus enemigos --porque en 1500 sin duda valía la pena comprarlas.
Conforme fue alcanzando su madurez el sistema de los estados europeos, las necesidades
italianas y la responsabilidad del papado aparecieron relativamente más importantes a la responsabilidad
internacional. Como los otros gobernantes de Europa, el de los Estados Papales tuvo que establecer un
control eficiente sobre sus territorios. Los funcionarios de la sede tenían que ser italianos; se les hacían
firmar promesas a los papas antes de la elección de que todos los funcionarios romanos corresponderían
a romanos; el número de cardenales italianos crecía regularmente. Mantener una mayoría de cardenales
italianos era también mantener a distancia la presión que los reyes trataran de ejercer mediante sus
cardenales nacionales. Durante el siglo XV no hubo más que dos papas no italianos, y uno de ellos fue
Alejandro VI Borja. Hubo otro papa no italiano, Adriano VI, que reinó brevemente en 1522-3. No hubo
otro hasta 1978. Era casi inconcebible que uno que no fuera italiano pudiera cumplir eficazmente los
deberes italianos del papa.

LA NUEVA INSTRUCCIÓN

La clase alta, los gobernantes, los comerciantes, empezaban a estar mejor educados. Las prensas estaban
funcionando, los impresores se iban multiplicando, las bibliotecas, aunque todavía pequeñas comparadas
con las de tiempos posteriores, iban aumentando el número y la gama de sus libros. La prensa posibili-
taba métodos de estudio que estaban en embrión en los días de los manuscritos. Se podían comparar los
textos, se podían adquirir más baratos los instrumentos de estudio, se podían preparar ediciones críticas -
-aunque la palabra «críticas» no se podía usar como se usaría en el siglo XVII, porque los manuscritos
estaban todavía encerrados en los baúles de las bibliotecas y no se habían experimentado los métodos de
investigación. Más personas leían libros. Los conocimientos aumentaban.
Pero el Renacimiento no consistía solo en nueva información. Era un movimiento del espíritu
tanto como de la inteligencia. La idea que tenemos del Renacimiento es irrecuperablemente vaga.
Algunas veces se ha supuesto que el nuevo ambiente de individualismo, de complacencia en el ser
humano, de naturaleza y arte y los logros de la humanidad, eran un trasfondo necesario y directo para la
revolución religiosa, como si el hombre se fuera levantando como un Sansón para desprenderse de los
mimbres que le tenían atado a la ortodoxia y al ideal ascético. Así escuetamente dicho, la supuesta
conexión entre el Renacimiento y la Reforma es tan abiertamente falsa que el más elemental conoci-
miento de la época basta para refutarla; tan claramente falsa que se pueden encontrar pareceres que
afirman paradójicamente que no hubo ninguna conexión entre el Renacimiento y la Reforma. Los
historiadores sensatos no ponen en duda que la conexión, aunque no precisamente de causa a efecto, no
fue íntima. Pero es mucho más fácil estar seguros de que existe la conexión que definirla con claridad. El
fervor moral tal como el de san Bernardo tuvo más que ver con la Reforma que una libertad crítica como
la de Pedro Abelardo. Fue más un movimiento de fe que de razón.
Los humanistas eran tan diversos como era posible. Tenían poco en común, salvo el amor a la
antigüedad clásica. Los humanistas de Italia, donde el avivamiento de los clásicos se conectaba con el
brote del sentimiento del nacionalismo y de las glorias del pasado italiano, vivían en un ambiente
claramente diferente del de los humanistas del Norte, de Alemania, Francia e Inglaterra. El humanismo
italiano era literario, artístico, filosófico, mientras que el del Norte era religioso, hasta teológico. Este
contraste, como muchos contrastes históricos, disminuye ante una inspección más íntima. Sería erróneo
tomar en serio el afectado paganismo de un excéntrico como Pomponio Leto, que se llamaba a sí mismo
Sumo Pontífice, que se arrodillaba todos los días ante un altar dedicado al rey Rómulo, y todos los años
celebraba la fundación de la ciudad de Roma. Con unas pocas excepciones señeras, los humanistas

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italianos se identificaban con un espíritu religioso, mientras que en el Norte había un humanismo
evidente de filosofía y literatura. Pero el contraste perdura. En Francia, Alemania e Inglaterra había un
movimiento inspirado en los italianos y en su renovado amor a la antigüedad griega y latina, pero
transformados por un contexto decididamente religioso; el movimiento conocido generalmente como
humanismo cristiano, y representado en su mejor aspecto por Juan Colet y Sir Tomás Moro en
Inglaterra, por Lefèvre d'Étaples en Francia, y sobre todo por Erasmo de Rotterdam.

ERASMO (C. 1466-1536)

Erasmo creía que en su niñez la Europa Septentrional no sabía nada de la nueva enseñanza clásica que ya
estaba floreciendo en Italia. No se puede decir sin reservas que él hubiera dedicado su vida a ninguna
causa, porque amaba la comodidad entrañablemente; pero si asumió alguna causa, fue la de animar a los
nuevos estudios mediante el ejemplo y el precepto, y remediar este estado de «barbarismo» nórdico.
Entre 1498 y 1514 vivió en París, Oxford e Italia, dio clases dos años en Cambridge, y posteriormente se
afincó en Basilea, con intervalos, hasta su muerte en 1536. Aunque su vanidad inocente le lisonjeaba a
veces que él era el único que había educado las universidades norteñas, la corriente de educación iba
fluyendo más ampliamente de lo que él reconoció nunca. Pero más que ningún otro humanista, él
escribió libros que se introdujeron en los hogares y en los estudios de los lectores del Norte. Las librerías
los vendían en cantidades prodigiosas para entonces. Un impresor de París que escuchó una vez que
podía ser que la Sorbona condenara Los coloquios como herético, imprimió inmediatamente 24,000
ejemplares. Erasmo era mucho más que un maestro del estilo y la erudición. Su ingenio natural se
alimentaba de una observación delicada y humorística y a veces cínica de los seres humanos. Sabía
escribir para instruir y conmover tanto como para divertir. Pero lo mismo que no sabía ser aburrido, y
rara vez superficial, su inteligencia era tan poderosa como ágil, y llegaba al fondo de los temas.
Como satírico se burlaba, a menudo amable y a veces cruelmente, de casi todas las profesiones o
clases del estado. Su ridículo caprichoso pinchaba o aguijoneaba a reyes, mercaderes, soldados,
comerciantes, investigadores. Entre todos sus blancos, dirigía sus dardos más penetrantes contra los
abusos de la Iglesia. La cuestión es si dirigía sus golpes a la Iglesia más porque los clérigos mundanos
eran presa fácil para la sátira, o porque su sentido moral se daba por ofendido, y creía que el ridículo le
ponía filo al clamor por reforma. Los Países Bajos eran el hogar de aquellas células de celo y devoción
reformista conocidas como los Hermanos de la Vida Común, el medio ambiente del que había surgido la
cima de la escritura devocional medieval, La imitación de Cristo; y Erasmo recibió parte de su
educación al cuidado de ellos. Está claro, al menos, que no escribía meramente para agradar, ni porque
sabía que el criticar a los eclesiásticos multiplicaría sus ventas. Erasmo no estaba inflamado por la
pasión o el celo reformista; pero su nariz sensible y erudita no podía soportar el hedor de la corrupción.
Despreciaba la ignorancia, la superstición, el oscurantismo, y quería curarlos. Como su pluma podía
retratar esos vicios en la luz más entretenida, podía comunicar su desprecio personal a incontables otras
mentes. El efecto que difundían escritos como El elogio de la locura (1511) o Los coloquios (1518) es
incalculable.
Los hombres instruidos iban musitando todas estas cosas sobre el clero, los monjes y los papas,
la corrupción y los chanchullos, la superstición popular y las prácticas idolátricas. Erasmo expresaba, y
brillantemente, lo que ellos apenas si sabían decir; y la Europa educada reía. Reyes y obispos, estudiosos
y mercaderes, todos los que pretendían ser educados, le aplaudieron divertidos en principio, y luego con
aprobación consciente. Para 1517 Erasmo había llegado a formar parte del orden aceptado. No tanto en
Italia, pero sí en Francia e Inglaterra y España y Alemania, la nueva instrucción y la crítica erasmista de
la Iglesia iban de la mano, especialmente entre los eclesiásticos. Más que ningún otro en particular
rebajó la reputación de papas y clérigos, monjes y frailes y, sobre todo, de los teólogos.
Los teólogos por encima de todos. Una vez describió a un contemporáneo como «un homúnculo,
la teología en persona». Los condenaba por pedantes, logicastros, manipuladores de conceptos sin
sentido, forjadores de silogismos, logómacos. «Sería más fácil salir del laberinto de Creta que de los de
los realistas, nominalistas, tomistas, albertistas, occamistas, scotistas.»
Este desprecio público de los teólogos escolásticos debilitó los bastiones de la doctrina
tradicional. Esto requiere una explicación. Es bien sabido que los problemas de la lógica, de la ética y de

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la metafísica pueden ser confusos, pero no por eso es inevitable despreciarlos.
El desprecio de los escolásticos incluía el desprecio de su estilo indescifrable --es decir, no
ciceroniano-- o gramática defectuosa. Pero esto era algo más profundo, más fuerte, más apasionado que
el desprecio de un poeta romántico o de un arquitecto neogótico hacia sus predecesores clásicos. Es más
comparable con la «Batalla de los Antiguos con los Modernos» a finales del siglo XVII, una batalla en la
que los desacuerdos literarios se basaban en una discordia filosófica, los antiguos considerando a los
modernos rudos y tal vez herejes, los modernos creyendo que los antiguos eran estrechos y fanáticos.
«Oí predicar a un camello en Lovaina --decía uno de los personajes de Erasmo-- que no debemos tener
nada que ver con nada que sea nuevo.»
En primer lugar, los teólogos defendían un credo con métodos que parecían obsoletos. Su
teología estaba enmarañada de principios filosóficos que ya habían dejado de creer muchos filósofos.
Hacía doscientos años que la escuela filosófica nominalista3 estaba conquistando las universi-
dades del Norte de Europa. Los nominalistas eran escépticos acerca del poder de la razón humana para
llegar a conclusiones verdaderas en el reino de la metafísica. Se los llamaba «la escuela moderna», y era
más o menos la dominante hacia el año 1500 en muchas de las universidades principales de Alemania y
Francia.
Los nominalistas eran intencionadamente ortodoxos y no echaban por la borda las doctrinas de
la Iglesia; pero ilustraban la impotencia de la facultad del raciocinio mostrando su incapacidad para
demostrar las doctrinas clave del Cristianismo. Eran por tanto escépticos en cuanto a las grandes
Summae, las reconciliaciones medievales entre la doctrina cristiana y la filosofía natural de los
aristotélicos. Muchas de estas Summae, aunque escritas desde diferentes puntos de vista según la escuela
de los autores, construían sus reconciliaciones sobre la base de la confianza en la capacidad de la razón.
Los nominalistas creían que esa confianza sin fundamento minaba las estructuras masivas de la teología
en su base, y las convertía en montones imposibles de escombros. No creían que las doctrinas de la
Iglesia eran inciertas. Creían que se sabían, no por la razón, sino por la revelación --por la autoridad de la
Biblia o de la Iglesia, o más bien por la autoridad tanto de la Biblia como de la Iglesia.
La actitud de los teólogos para con la doctrina de la transubstanciación es una ilustración clave
del cambio de la filosofía. Santo Tomás de Aquino, siguiendo su escuela de filosofía, distinguía entre la
«sustancia» (o concepto universal del pan) y los «accidentes» (o propiedades externas de los trozos
individuales de pan). Exponía el misterio de la Eucaristía proponiendo que la sustancia del pan se
cambiaba en la sustancia del Cuerpo de Cristo, mientras que los accidentes, en apariencia, color, gusto y
forma, seguían siendo los del pan. Los nominalistas no podían creer, sobre una base exclusivamente
racional, en la existencia real de un universal o «sustancia» del pan. Puesto que lo individual es lo único
«real», no podían concebir un cambio de sustancia que no implicara un cambio de los accidentes al
mismo tiempo. Creían que la doctrina de la transubstanciación era cierta. La Iglesia la autenticaba, y por
tanto era verdadera. Si no tuviéramos más guía que la razón, creeríamos que era incierta. Pero ante tal
misterio la razón es impotente.
Los teólogos nominalistas trazaron así una zanja entre la verdad conocida por revelación y las
dudas de la facultad racional. Ya no buscaban una concordia entre la fe y la razón, porque la fe y la razón
parecían pertenecer a planos diferentes, y armonizarlas era como mezclar aceite con agua. La filosofía
religiosa estaba cayendo en descrédito. La soga del nominalismo estaba estrangulando la tráquea por la
que habían respirado los filósofos. A poco de empezar la Reforma inglesa, los hombres de Oxford
estaban rasgando los pesados folios de Duns Scoto y usándolos para encender el fuego. Este síntoma de
una actitud para con Duns Scoto no era una consecuencia de la Reforma, sino su causa. Sus
construcciones mahestuosas parecían papel de desecho.
Los críticos de los siglos XV y XVI se fijaban con celo en las minucias que los escolásticos
habían considerado posibles de resolver. La confianza en la teología racional acabó en un exceso de
confianza en la posibilidad de la inferencia. Es un escándalo posterior, e incierto, el que los escolásticos

3
Nominalismo: el axioma de que lo único real es lo individual. Por tanto, es imposible formar silogismos con una
premisa universal, ya que «universal» no es más que una colección de individuales únicos. De ahí un fuerte
escepticismo acerca de conclusiones meramente lógicas, como opuestas a las conclusiones derivadas de la
observación o la experiencia.

13
discutían el número de ángeles que podían bailar en la punta de un alfiler; pero santo Tomás de Aquino,
por ejemplo, discutía, si los ángeles tenían moción local, si pasan por el espacio intermedio, o si un ángel
podía estar en más de un sitio a la misma vez. Según los axiomas disponibles para él, parecía racional
perseguir las respuestas a estas preguntas. Según los axiomas de los nominalistas, resultaba irracional.
Como estas respuestas no se daban en la Escritura ni en las definiciones de la Iglesia, la razón era
incapaz de encontrarlas. En vez de buscar soluciones reales a problemas reales, los tomistas les parecían
a los nominalistas simplemente presuntuosos.
Para Erasmo y para los primeros Reformadores, educados en una sociedad escéptica en cuanto a
la razón metafísica, la palabra silogismo les olía a absurdo y autosuficiencia. Estos teólogos, escribía
Erasmo despectivamente, se creen que como Atlas aguantando el cielo sobre sus hombros, así están ellos
sosteniendo la Iglesia Católica con sus estructuras silogísticas.
La filosofía no estaba muerta. Los franciscanos seguían siendo scotistas, los dominicos,
tomistas, y el estudio de las viejas formas de pensamiento continuaba en las universidades. Pero no era
ya el principal esfuerzo de los filósofos. Los nominalistas, evitando los problemas insolubles, dirigían
sus estudios hacia la lógica y los problemas del significado; y así desviaban la filosofía del reino de la
teología.
El estudio de la lógica, aunque saludable para la mente, ofrece poco alimento al alma. Sir Tomás
Moro dijo una vez que él “podía obtener alimento corporal ordeñando un chivo en una criba antes que
alimento espiritual leyendo a los escolásticos.”
Encima de esta decadencia interna de los escolásticos cayó la crítica humanista con su falta de
interés en la investigación filosófica, sus ideas profanas de una forma de educación menos estrecha y su
interés en la investigación crítica e histórica.
El conflicto entre los escolásticos y los humanistas puede que no fuera inevitable. Es fácil
exagerar la discordia entre la vieja enseñanza y la nueva. Parte de la controversia subsiguiente no fue
porque los escolásticos cerraran los ojos al nuevo conocimiento, sino porque los nuevos escolares eran
arrogantes, despectivos y agresivos. Sin embargo, la traición de las escuelas sufría a menudo de los
peores defectos del tradicionalismo. En 1505, se dice que Wimpfeling trastornó la universidad de
Friburgo tratando de demostrar que Cristo, san Pablo y san Agustín no habían sido monjes. Lefèvre
d'Étaples se sumió en una larga batalla cuando sugirió que María Magdalena y María la hermana de
Marta no eran la misma persona. Erasmo creía que la Epístola a los Hebreos no la había escrito san
Pablo, dudaba que el libro del Apocalipsis fuera debido al apóstol Juan, sabía que el versículo trinitario
de la primera Epístola de Juan no se encontraba en ninguno de los manuscritos griegos más antiguos,
sospechaba que las obras de Dionisio Areopagita eran espúreas. Aunque los estándares de la crítica eran
todavía vagos e inciertos, ya estaban creando conflictos entre los nuevos estudios y las obras de la
ortodoxia que los teólogos escolásticos mantenían.
En 1514-16, una pelea sobre el erudito alemán Reuchlin dividió a los investigadores en dos
campos. Un judío convertido llamado Pfefferkorn promovió una campaña para confiscar libros judíos
que eran anticristianos. Reuchlin era un filólogo extraño, teosófico, que estaba fundando el estudio
moderno de la lengua hebrea. Su reputación como investigador permitió a Erasmo compararle con san
Jerónimo. Ya era impopular con los conservadores porque estaba interesado en la misteriosa cábala
hebrea. Su estudio del hebreo le descubrió algunos puntos flojos del texto de la Biblia Vulgata latina.
Defendía los libros hebreos y atacaba a Pfefferkorn. En 1511 escribió un libro titulado Augenspiegel
defendiendo la utilidad para los estudiosos cristianos del Talmud judío que los dominicos de Colonia se
proponían quemar. Su libro fue condenado por los inquisidores en Mainz y quemado solemnemente en
Colonia. Ambos lados apelaron al papa, que confirmó finalmente la condena en 1520. Los esfuerzos de
los inquisidores para asegurarse de la caída de Reuchlin parecían ser tan fanáticos e ignorantes como
para poner a la mayor parte de los humanistas alemanes en simpatía con Reuchlin y en desprecio para
con sus oponentes. Dos enemigos de los inquisidores de Colonia, Ulrico von Hutten y Crotus Rubeanus,
escribieron Cartas de hombres oscuros (1515) como una sátira de sus métodos, metiendo a todos los
«teólogos» en un ridículo común. La idea del oscurantismo se iba formando.
La línea que divide el dogma de la opinión teológica no era, ni es, fácil de trazar. Sin pretender
criticar el dogma, los humanistas no podían pisotear cínicamente a los teólogos convencionales sin
acercarse a las bases de la tradición católica. Erasmo tenía un programa para la recuperación de la
verdadera teología.

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En 1503 publicó el Enchiridion militis christiani (Manual del soldado cristiano) en un intento de
exponer las líneas de esta verdadera teología. Era una teología más sencilla, más primitiva, más bíblica
menos involucrada en sutilezas lógicas y más directa al alma humana, despojada de las capas de glosas y
de autoridades y de comentarios. En 1516 publicó una edición del Nuevo Testamento griego con el
anexo de una mayormente nueva traducción latina. Para los Evangelios hizo uso de un manuscrito griego
no muy bueno del siglo XIV, para los Hechos y las Epístolas dos manuscritos griegos de fecha similar, y
para el Apocalipsis un manuscrito del siglo VIII que él creyó erróneamente que era apostólico. Pero
aunque esta versión no era en general mejor que la Vulgata, de la que se separaba a veces sin suficiente
razón, ya era mucho haber empezado a usar los manuscritos griegos. Quería que todos fueran capaces de
leer la Biblia en la vernácula, quería que llegara hasta los más humildes. Descartaba los comentarios de
los escolásticos, y dirigía cautelosamente al estudiante a los Padres. Publicó ediciones de Jerónimo y de
otros Padres Latinos, hizo traducciones de Atanasio y Crisóstomo y otros de entre los griegos. Quería
que la Biblia llegara fresca al pecho humano, y escribió una paráfrasis latina de todos los libros del
Nuevo Testamento menos del Apocalipsis.
Comparado con este nuevo estudio de la Biblia y a juzgar por esta búsqueda de la sencillez, las
complejidades e irracionalidades de la devoción popular resultaban ridículas. Erasmo y sus compañeros
estaban impacientes, despectivos, irritados con las supersticiones de la gente. Esas supersticiones, cultos
a estatuas, visitas a Madona que movían los ojos o a hostias que sangraban, parecían ser no meros
vehículos de devoción ruda, no meramente vulgares y crédulos, sino la ruina de la verdadera religión. La
gente cultivaba una religión de actos externos, y sustituía el cambio genuino de corazón y de vida por
una peregrinación, una indulgencia, una reliquia. Es el mejor lado de Erasmo, la preocupación por la
verdadera religión, lo que cambió su sátira en la forma más severa de condenación. «Tal vez crees que
todos tus pecados se lavan con un papelito, un pergamino sellado, con la donación de un poco de dinero
o de algunas imágenes de cera, o con una pequeña peregrinación. Te engañas totalmente.» «Sin las
ceremonias tal vez tú no serías cristiano; pero no son ellas lo que te hace cristiano.» El antiguo
sentimiento medieval del contraste entre el ideal y la realidad estaba empezando a fundirse en un
sentimiento educado de contraste entre la Biblia y la religión que se practicaba popularmente en la
Iglesia.

Europa quería una reforma, y no estaba esperando una revolución. Como Erasmo, muchos
hombres educados habrían preferido que la Iglesia fuera puesta en ridículo para adquirir un buen sentido
y eficacia y pureza de vida. Pero a un hombre que tiene una propiedad no se le puede hacer burla para
que renuncie a ella. Había fuerzas más potentes actuando, tanto para mantener el estado existente de la
Iglesia, que no se alteraría sin violencia e ilegalidad, como para preguntar si el estado existente de la
Iglesia no era el síntoma de una enfermedad profunda y moral. Había un dicho célebre el siglo XVI:
“Erasmo puso el huevo, y Lutero lo incubó.” Es seguro, por lo menos, que Erasmo solo no habría
querido, ni podido, incubarlo. Posteriormente dijo que habría escrito sus libros de otra forma si hubiera
previsto lo que venía de camino.

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2
Lutero

Una de las dificultades mayores del papa en el costoso Renacimiento era la quiebra bancaria.
Hacía años que la administración romana vivía por encima de sus ingresos; y para salir al paso
de la subida de los precios iban subiendo a su vez las minutas por dispensas, exenciones, bulas de
indulgencia y cosas parecidas. Las comisiones que tenían que pagar algunos eclesiásticos eminentes
eran enormes. Miles de Illiers, obispo de Chartres, desembolsaba 30,000 libras en impuestos, derechos
legales y sobornos. No todo ese dinero llegaba a Roma.
En aquel estado ineficiente de la administración, toda clase de intermediarios sacaba su parte,
desde los funcionarios de los reyes hacia abajo. El papa se llevaba todas las culpas, mientras que no
sacaba más que una parte de las ganancias. Al enfrentarse con déficits graves, creaba nuevos puestos y
los vendía; y como cada uno de ellos conllevaba un derecho a los ingresos, este insensato
procedimiento equivalía a vivir del capital y a expensas de la posteridad. Bajo Inocente VIII una banda
de delincuentes hizo un montón de dinero falsificando bulas para la venta, y no hay nada que ilumine
mejor el ambiente financiero que el que una empresa así fuera posible y lucrativa.
Las rentas de la república de Venecia eran alrededor de un millón de ducados. Como mucho,
los ingresos del papa no llegaban al medio millón, pero tenía que asumir responsabilidades políticas,
espirituales y algunas veces hasta militares muy por encima de las de Venecia.
En 1484, el papa Inocencio VIII se vio obligado a empeñar la tiara por 100,000 ducados. El
papa Alejandro VI, cuya habilidad financiera era una de sus principales virtudes, equilibró el
presupuesto. Su sucesor Julio II gastó pródigamente en todas direcciones en su esfuerzo por elevar el
papado a su status europeo en política, y en patrocinar generosamente a grandes artistas y arquitectos.
León X continuó con los gastos. En 1513 debía por lo menos 125,000 ducados.
El que derrocha, por lo pronto se encuentra a merced de los bancos. Las empresas financieras
de Europa, como los Medici en Florencia o los Giustiniani en Genoa, o los Fugger en Augsburgo,
proveían los créditos necesarios. Eficientes en la dirección de sus negocios, a menudo se aseguraban
para su propia seguridad de que los medios de las finanzas eclesiásticas se recogían debidamente. Los
banqueros empezaron a familiarizarse con las fuentes de las rentas papales, con las excepciones y
provisiones y dispensas e indulgencias, y a esperar recibir su justa parte como intereses del préstamo y
amortización del capital.
En aquel mundo en expansión, además de los papas otros también necesitaban créditos. Los
reyes necesitaban a menudo enviar agentes con el sombrero en la mano a los bancos. Los Fugger
salvaron una vez a Carlos V de la ruina financiera. Los arzobispos también necesitaban créditos, y fue
la necesidad de crédito de un arzobispo lo que relacionó fatalmente el clamor por la reforma
administrativa con la doctrina.

LAS INDULGENCIAS

El arzobispo Alberto de Mainz era un príncipe de veintisiete años, hermano del elector de
Brandemburgo. Era también arzobispo de Magdeburg –en cuya diócesis estaba Wittenberg—y
administrador de la sede de Halberstadt. Para combinar estos altos puestos necesitaba dispensas de
Roma. Como los derechos de dispensa a esta escala gigantesca eran elevados, Alberto obtuvo un
préstamo de la gran casa alemana de Fugger de Augsburgo. Como garantía de la deuda se
comprometió a organizar por toda Alemania la proclamación de la Indulgencia que había declarado
recientemente el Papa con el propósito de construir San Pedro de Roma. El dinero de la venta de esta
Indulgencia –o, menos crudamente expresado, de los dones de los fieles que buscaban la remisión de

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las penas del purgatorio—fue, una parte, al edificio del papa, y la otra a los banqueros en pago de la
deuda de Alberto.
Estas circunstancias eran malas. Pero no eran escandalosamente públicas. No se conocían
fuera de un puñado secreto y poderoso de diplomáticos y financieros.
El «perdonador» se había movido a sus anchas y a veces humorísticamente por el escenario
medieval. Tetzel, el dominico empleado para predicar esta Indulgencia, era un fuera de serie por la
naturaleza especial y solemne de su misión, no por la poco edificante doctrina de sus pregones. Los
teólogos sutiles podían hacer distinciones que separaban el mal teórico de la «venta» de una
indulgencia. En la práctica, los ignorantes no podían evitar creer que estaban «comprando» el perdón
para sí mismos o para sus seres queridos en el más allá, o por lo menos que estaban haciendo una
buena obra con su generosidad que el papa declaraba que era efectiva para obtener el perdón en el más
allá. «En el mismo instante en que tintinea la moneda en la caja de la colecta, un alma sale volando del
purgatorio» –no cabe duda que se usaba este refrán.
El elector Federico el Prudente, gobernador de Sajonia, prohibió la venta de la indulgencia de
Tetzel en su territorio. Le desagradaba la prepotencia que ejercía la casa de Brandeburgo que
representaba el arzobispo Alberto, y estaba orgulloso de su propio tesoro de reliquias e indulgencias, y
de sus productivos privilegios. Como a otros príncipes, le disgustaba que saliera dinero de su territorio.
En la iglesia de su castillo de Wittenberg había cajas que atesoraban 17,443 fragmentos de huesos
santos y otros objetos, incluyendo el cuerpo de uno de los Santos Inocentes.
Pero la gente pasaba varios kilómetros al otro lado de sus fronteras para oír predicar a Tetzel
en los pueblos vecinos. Martín Lutero, profesor de Sagrada Escritura en la Universidad de Wittenberg,
llevaba varios años preocupándose por la doctrina y práctica de las indulgencias. Le apenaba sin
medida oír que las personas ignorantes supusieran que ya no necesitaban más penitencia porque
habían comprado la indulgencia. Le enseñaron a Lutero una copia de las instrucciones del arzobispo a
Tetzel, y se escandalizó. La víspera de Todos los Santos, el 31 de octubre de 1517, fijó 1 a la puerta de
la iglesia del castillo de Wittenberg un cartel titulado «Noventa y cinco tesis sobre las indulgencias».
Anunció que estaba dispuesto a defenderlas en una discusión pública.
Algunas de las Noventa y cinco Tesis son afirmaciones diseñadas por un teólogo para ser
sopesadas por teólogos. Y sin embargo no tienen el tono distante de una discusión puramente
académica. Es evidente que el corazón del escritor estaba implicado tanto como su cabeza. Aunque las
tesis son a menudo conservadoras y no incluyen ninguna de las doctrinas centrales de la Reforma
luterana, la atmósfera de discusión académica se disipa en ocasiones con un grito de dolor. «El papa
tiene más riquezas que todos los demás hombres... ¿Por qué no construye la iglesia de San Pedro con
su propio dinero en vez del de los cristianos pobres?» Eso no es una tesis sobre la teología de las
indulgencias. Pero aunque expresan el clamor del pueblo alemán por las exacciones italianas, las tesis
no se revelaban antipapales en la superficie. Lutero manifestaba suponer que el papa estaría en
desacuerdo con el comercio inicuo si lo conociera. Hay que decirles a los cristianos, escribió, que si el
papa supiera lo que estaba ocurriendo, antes vería la iglesia de San Pedro en ruinas que construirla con
la carne y los huesos de su rebaño.

EL JOVEN LUTERO

En el tiempo de las Noventa y cinco Tesis Lutero tenía casi treinta y cuatro años. Era un hombre
fuerte, cuadrado, de casta campesina, de ojos profundos e inquietantes y un carácter tan abierto como
la luz del día. Tenía una mente activa y vigorosa, pero no era ningún acróbata intelectual, y sí más
concienzudo y perseverante que sutil y delicado en el análisis. Sus amigos le respetaban siempre con
una estima afectuosa y a veces triste, sabiendo que él no les ocultaba nada, no levantaba barreras, les
permitía tocar hasta sus mismas entrañas. Nunca dejó de ser un campesino, y estaba orgulloso de su
sangre campesina. Sabía usar un lenguaje rudo, vulgar, crudo, áspero. Tenía sentido del humor y una
risa franca, pero no tenía ingenio.

1
La primera evidencia de clavar las tesis nos llega de Melanchthon 29 años después. Se ha puesto en duda si las
clavó, especificando la forma de publicarlas. Melanchthon es probable que lo supiera.

18
Nacido en 1483, hijo de un minero del cobre próspero y piadoso de Eisleben, Sajonia, estudió
en la universidad de Erfurt, donde la escuela de filosofía era nominalista, y allí decidió, tal vez tras una
experiencia repentina en una tempestad, ingresar en el convento de los frailes agustinos. No era una
casa decadente en ningún sentido, sino en la que se guardaba fielmente la regla. Allí estudió a san
Agustín y se enamoró de sus escritos. Como alumno de los nominalistas, y como estudiante de
Agustín y de los Padres, participaba de aquella actitud despectiva hacia los escolásticos aristotélicos
tan característica de su tiempo. Lutero no era un humanista. Hubo un tiempo, en los primeros días de
la reforma, cuando parecía muy apropiado para un reformador el ser un humanista y él adoptó un
nombre griego, como Melanchthon y Erasmo y otros humanistas, y se llamó Eleutherius. Estaba claro
que no era conveniente, y lo usó rara vez. Algunos de sus amigos posteriores lamentaban que le
importara tan poco la literatura del mundo antiguo, y creían que le podía haber ayudado a suavizar su
rudeza. El humanismo era europeo, internacional, una aristocracia intelectual; Lutero era alemán,
nacional, un hombre del pueblo. Es sorprendente descubrir que sabía tocar el laúd y cantar con voz de
tenor.
No le importaban nada ni el estilo ni la elegancia, y poco los textos correctos de los
documentos antiguos, y siguió siendo toda su vida un escolástico en sus métodos y en sus actitudes.
Pero hacia 1516, en parte varios años antes, había adoptado el ideal de una teología más sencilla, de
una vuelta a las fuentes de la verdad cristiana en las Escrituras y en los Padres. En 1512, mientras que
vivía en la casa de los monjes agustinos de Wittenberg, obtuvo su doctorado y llegó a ser profesor de
Sagrada Escritura de la joven universidad.
Era un fraile concienzudo, que practicaba celosamente las oraciones y los ayunos. Después de
unos pocos años de paz, su conciencia se encontró atormentada de escrúpulos. «Me esforcé todo lo
que pude en guardar la regla. Solía estar contrito, y hacer una lista de mis pecados. Los confesaba una
y otra vez. Cumplía escrupulosamente las penitencias que se me asignaban. Y sin embargo me seguía
remordiendo la conciencia. No hacía más que decirme: “Ahí fallaste.” “No lo sentiste bastante.”
“Dejaste ese pecado fuera de la lista.” Trataba de curarme las dudas y los escrúpulos de conciencia con
remedios humanos, con las tradiciones de los hombres. Cuanto más probaba estos remedios, tanto más
inquieta y atormentada se me ponía la conciencia.» Tenía un sentimiento arrollador de la majestad y la
ira de Dios. Se sentía tentado a creer que era un reprobado y un hijo de la destrucción, que nunca
podría ser redimido. Dios amaba a todo el mundo menos a él. Le abrumaba la idea de que Dios es un
Dios justicioso.
Conducido a san Pablo por el vicario general de su orden, Staupitz, y por sus propios estudios
de la Biblia y de san Agustín, encontró en la Epístola a los Romanos la nueva comprensión y paz que
su alma anhelaba. No llegó a esta comprensión repentinamente, por una revelación cegadora. La
moderna investigación del siglo XX ha descubierto y analizado los cursos de lecturas que dictó Lutero
sobre la Biblia entre 1513 y 1518. En esos años fue creciendo su entendimiento de san Pablo en
precisión y claridad y madurez. Aunque las clases que dio sobre los Salmos en 1513-15 estaban
enmarcadas en un lenguaje más escolástico y tradicional que el que usaría cuatro años después, ahí ya
se puede encontrar el principio de su entendimiento de san Pablo. Más adelante en su vida consideró
otra vez su vida anterior y destacó momentos de percepción particular. Recordó que había estado
leyendo la Epístola a los Romanos en una torre, 2 y de pronto sintió la fuerza del texto: «El justo vivirá
por la fe.» Su escrito muestra que la percepción le llegó paulatinamente.
La promesa le pareció salir al encuentro de la experiencia más profunda de su ser moral. El
monje perseverante no debía confiar en su perseverancia, sus penitencias, su rigor. La justicia de
Cristo se les prometía a todos los que pusieran su confianza en Él. La fe era el canal por el que la
gracia del Salvador podía fluir hasta el alma atribulada trayendo paz y nuevo esfuerzo. Esta paz de
mente y nuevo esfuerzo no se apoyaban en los pobres esfuerzos del cristiano agotado, sino en una
participación en una paz eterna y en una justicia más allá de la suya. El corazón humano en demasiado
depravado para salvarse a sí mismo; el perdón es un don, no se puede ganar.
Antes de oír de Tetzel y de las Indulgencias ya estaba proclamando la justificación por la fe
como su evangelio paulino. Le parecía que Wittenberg estaba aceptando la lección. En mayo de 1517
le escribía a un amigo: «Mi teología, que es la de san Agustín, se va abriendo camino, y está

2
No se puede fechar exactamente la experiencia de la torre. Se ha sugerido que tuvo lugar después de las
Indulgencias, quizás en la primavera de 1518. Probablemente fue en 1512.

19
dominando en la universidad. Dios lo ha hecho. Aristóteles se va despeñando, y tal vez no pare hasta
llegar al infierno. Me sorprende que haya tan pocos que quieran cursos sobre las Sentencias de Pedro
Lombardo. No va nadie a escuchar una conferencia a menos que el conferenciante enseñe mi teología,
que es la teología de la Biblia, de san Agustín y de todos los verdaderos teólogos de la Iglesia.»
«Estoy bastante seguro de que la Iglesia no se reformará nunca a menos que nos deshagamos
del derecho canónico, la teología escolástica, la filosofía y la lógica como se estudian hoy, y
pongamos otra cosa en su lugar.»

Las Noventa y cinco Tesis no contenían ninguna mención de la doctrina de la justificación por
la fe. Pero a pesar del silencio de las tesis, su ataque a las indulgencias surgió de «mi teología,» de la
convicción paulina de la gracia de Dios. Lutero creía que las indulgencias eran perniciosas porque
descarriaban las almas sencillas. Las veía como un síntoma externo y condenable de tantas cosas que
eran íntimamente falsas en la enseñanza cristiana de su generación, una enseñanza que afirmaba o
aseguraba que se podía aplacar a Dios con actos externos, con formas, con pagos, con «buenas obras.»
No fue el ataque a las indulgenecias lo que llevó a Lutero a la doctrina de la justificación por la fe sola.
Antes por el contrario, aplicó una ya apropiada doctrina de la justificación para juzgar una indulgencia
particular.

EL ATAQUE AL PAPA

El arzobispo Alberto de Mainz no era un hombre que tuviera interés en las sutilezas de la teología de
las indulgencias. Pero estaba interesado en los ingresos producidos por la Indulgencia, y descubrió que
la protesta de un hasta entonces desconocido teólogo de Wittenberg estaba disminuyendo las ventas.
Informó al papa de las Tesis de Wittenberg. El papa creyó que la pelea era trivial, y le dijo al cabeza
de los frailes agustinos que mantuviera callados a sus hombres.
¿Era herético el ataque a las indulgencias? Los teólogos dominicos, constituidos en guardianes
de la ortodoxia y antagonistas naturales de los monjes agustinos, creían que Lutero era un hereje, y
trataron de demostrarlo. Como la doctrina de las indulgencias era imprecisa, tenían que hacerlo
demostrando que Lutero estaba atacando el poder papal. Había puesto en duda la autoridad absoluta
del papa: eso era herético. El argumento pronto de convirtió en una controversia sobre la autoridad
papal y sus límites, y el debate sobre las indulgencias pronto se dejó atrás por el surgimienot de un
tema más amplio.
En un principio, a Lutero no le hizo ninguna gracia verse aclamado como líder de un ataque a
Roma. Se estaba diciendo que él decía cosas que en realidad no había pretendido. «La canción –dijo-
estaba en un tono demasiado alto para mi voz.»
Se le habría podido hacer callar con éxito, tal vez, de no haber sido por la cantidad creciente
de apoyo que le respaldaba. Su soberano terrenal, el elector Federico de Sajonia, le protegía. No cabe
duda de que Federico no entendería nada del argumento teórico; pero estaba orgulloso de su
universidad de Wittenberg, le disgustaba como sajón que los italianos se inmiscuyeran en Alemania,
no le disgustaba la desazón causada en la tesorería del arzobispo de Mainz, y confiaba en su capellán
Spalatin, que era amigo y apoyo de Lutero. El papa no tenía interés en ofender a un príncipe poderoso
de Alemania, que le podía ser útil políticamente en la contienda inmediata sobre la corona imperial,
por culpa de una mezquina pelea de frailes. Y en otras partes de Alemania, las Tesis y los panfletos
subsiguientes seguían circulando y suscitando opiniones públicas. Se iban resistiendo las autoridades
eclesiásticas, y con éxito. El sentimiento alemán contra el control distante y vejatorio de Roma
empezó a surgir tras Lutero como una marea repentina. Tetzel, al que Roma había hecho doctor, no
podía andar por las calles por miedo a la violencia del pueblo.
Una dieta en Augsburgo en 1518 escuchó una serie de demandas contra las exacciones y la
interferencia en Alemania. A ella asistió el cardenal Cayetano, el gran teólogo dominico y restaurador
de los estudios escolásticos, el legado a quien había confiado el caso el papa. Lutero apareció ante
Cayetano del 12 al 14 de octubre de 1518, y a pesar de las promesas de su elector estuvo
probablemente en más peligro que en ninguna otra ocasión.
Cayetano no tenía intención de discutir las indulgencias. La cuestión era, sencillamente, la
sumisión a la autoridad del papa o la rebeldía. Ordenó a Lutero que se retractara o sufriera las

20
consecuencias. Lutero estuvo respetuoso, discreto, nada truculento; pero no cedió en lo más mínimo.
Sabía que estaba dispuesto a morir antes que retractarse.
Sus amigos le sacaron a toda prisa de Augsburgo por la noche. Si la lealtad a la verdad quería
decir atacar al papa, habría ataque al papa. Imprimió un relato de las entrevistas con Cayetano, con el
apéndice de un comentario que atacaba la base doctrinal de las pretensiones de la Sede Romana al
primado y a la infalibilidad. El 28 de noviembre de 1518 apeló solemnemente sobre la autoridad del
papa a un Concilio General de la Iglesia Cristiana.
Los consejeros del papa León X no estaban dispuestos a ejercer una represión decisiva.
Enviaron al noble alemán Carlos von Miltitz para que le otorgara el honor papal de la Rosa Dorada al
elector Federico y para solicitar su ayuda contra los turcos y contra Lutero. Miltitz depositó la Rosa
Dorada para mayor seguridad en el banco Fugger de Augsburgo, y se entrevistó con Lutero en
Altenburg en enero de 1519. Como inteligente diplomático, observó el estado del sentimiento alemán
y se dio cuenta de que aunque tuviera un ejército de 25,000 no podía llevarse a Lutero por la fuerza a
Roma. «Martín –le dijo-, yo creía que tú eras algún teólogo viejo musitándose argumentos en un
rincón cómodo detrás de la estufa. Y me encuentro con que eres joven, fuerte, y original.» Persuadió a
Lutero a que escribiera una carta al papa León (3 de marzo de 1519), en tono sumiso, mostrando
respeto a la Sede Romana pero sin retractarse de nada.
Dieciséis meses después de las Tesis de la Indulgencia, un Lutero incontrolado seguía siendo
fiel a sus agustinos, y reconocía al papa como el cabeza de la Iglesia en algún sentido.
Independientemente de lo que pensaran los censores contemporáneos, a Lutero no le habrían
considerado hereje algunos teólogos medievales, aun en marzo de 1519.
En los primeros meses de 1519 Lutero estuvo estudiando la historia del papado. Encontró lo
que estaba buscando: bases para justificar la duda sobre la autoridad suprema del papa. El estudio de la
Biblia le convenció de que las indulgencias eran un error. Las indulgencias, como sus antagonistas no
hacían más que recordarle a voces, se apoyaba exclusivamente en la autoridad del papa. Empezando
por contrastar la autoridad de la Biblia con la del papa encontró abundantes autores que le persuadían
de que el papa no era el cabeza de todas las iglesias por derecho divino. La autoridad suprema en la
Iglesia correspondía al Concilio General, del que el papa era el principal servidor. Le hizo pasar a una
etapa más avanzada en su argumento el más brillante y tenaz controversista del momento, Juan Eck de
Ingolstadt. Si la rapidez y la agudeza pudieran haber obtenido la victoria, Eck habría derribado a
Lutero con facilidad.
En julio de 1519 Eck se enfrentó con Carlstadt, hasta entonces amigo de Lutero, en una
disputa pública en Leipzig. Lutero se picó con Eck y se sumó a la pelea. La disputa tenía lugar en el
salón del castillo de Pleissenberg, y en parte en presencia del duque Jorge de Sajonia. Los
contendientes estaban el uno frente al otro en púlpitos, Eck con su estridente, carrasposa voz y agilidad
de respuesta que desmentía su cara imperturbable, y Lutero con su clara, melodiosa voz, aspecto
ascético y manera titubeante de argumentar. Eck quedó vencedor en la mayor parte del debate contra
Carlstadt y Lutero. Su más grande y fatal triunfo obligó a Lutero a cambiar de actitud, y le hizo saltar
al otro lado de la más alta verja única que separaba la reforma de la revolución.
Leipzig estaba cerca de la frontera con Bohemia. Para su gobernador y sus habitantes, el
bohemio Juan Huss, que había sido quemado vivo en el concilio de Constanza en 1415, era el más
notorio de los herejes. Era natural que los opositores de Lutero le salpicaran generosa, pero vagamente
con las palabras insultantes de «Bohemio» o «Hussita». Lutero había sido educado en la creencia de
que Huss había sido un hereje, y repudiaba indignado aquellos motes. Eck estaba decidido a mostrar
que algunas de las opiniones de Lutero estaban de acuerdo con las de Huss, y por tanto que Lutero
participaba de aquella famosa herejía. Si Lutero hubiera sido un controversista diestro como Eck,
habría eludido el tema con habilidad. Tenía la clase de mente sólida, determinada, más interesada en la
verdad que en la victoria. Y no le faltaba coraje moral, mezclado con obstinación o tenacidad. Frente a
las maniobras sutiles y picado con sus injurias, Lutero hizo precisamente lo que Eck quería que
hiciera: admitió que Huss había tenido razón algunas veces, y que el Concilio General de Constanza
que le condenó había estado equivocado. «Entre las creencias condenadas de Juan Huss y sus
discípulos, hay muchas que son verdaderamente cristianas y evangélicas y que la Iglesia Católica no
puede condenar.» Hubo un tumulto en el que se podía oír exclamar al duque Jorge de Sajonia: «¡Que
le caiga la plaga!»

21
El júbilo de Eck fue patente. Lutero había empezado por negar un papa infalible, y ahora
negaba la única alternativa: un Concilio infalible. ¿Dónde se encontraba entonces la infalibilidad?
La concesión fue trascendental para la actitud mental de Lutero. Era conservador, no tanto
intelectual como temperamentalmente. Toda su vida había rechazado los cambios innecesarios. No
pretendía iniciar ninguna revolución, sino purificar la Iglesia Católica conservando la verdad. Pero el
debate de Leipzig derribó la última barrera que contenía su antagonismo con Roma. Se había
identificado pública e irrevocablemente, en parte, con un hombre condenado por las autoridades de la
Iglesia Universal. Desde entonces esperaba incomprensión e incompatibilidad entre la Biblia y las
autoridades eclesiásticas tal como estaban constituidas, entre la verdad enseñada en la Palabra de Dios
y los errores enseñados por las tradiciones humanas de los eclesiásticos del papa. Para febrero de 1520
había avanzado más allá de la concesión involuntaria extraída en Leipzig. «Todos somos hussitas sin
saberlo –escribió-: San Pablo y san Agustín eran hussitas.»
Entonces era ya un hombre célebre y famoso. El mercado estaba ansioso por comprar lo que
publicara. Lutero le descubrió al mundo que, aunque no tenía ninguna inclinación por la discusión
sutil, era un escritor polémico genial. El estilo era el apropiado para el hombre: directo, al grano,
bíblico, sin revueltas. Le mandó a su público cada vez más extenso una serie de panfletos escritos en
alemán y latín, fáciles de leer, a menudo bellamente expuestos, a menudo justificando la acusación de
extremismo. Su lenguaje se le llevaba rápidamente por delante. «Tengo la sangre caliente por
temperamento –escribía en 1520-, y la pluma se me pone furiosa fácilmente.» Los panfletos de Lutero
podían ser repelentes. A menudo se redimen de ser meras andanadas por el motivo desinteresado y la
preocupación religiosa que no puede ocultar la severidad de la polémica. Lanzó su ataque contra el
papa en un contexto de doctrina y devoción bíblicas. Pasó fácilmente a escribir un comentario a
Gálatas, una exposición del Magníficat, un sermón, un mensaje de consuelo para los dolientes. Lutero
no encontraba ninguna diferencia entre las dos clases de escritos. Sabía que tenía una sola finalidad: la
reforma espiritual y moral de la Cristiandad.
Era natural para un hombre que era un hereje a los ojos de muchos eclesiásticos, y por tanto en
peligro de muerte, el concebir su labor como una lucha con los principados y potestades de las
tinieblas. Sus ideas sobre la gracia y la justificación le hacían pensar en el alma cristiana como la
fortaleza de Dios, sitiada y atacada por los ejércitos de los demonios. Se abrió camino luchando,
psicológicamente, en las tormentas de la tentación. Una vez comparó el alma con un ganso señuelo,
atado en un pozo y rodeado de púas; los lobos saltan sobre él de todos lados, pero caen en el pozo y
mueren en los pinchos. Su himno más célebre, Castillo fuerte es nuestro Dios, surgió de los instintos
más íntimos de su corazón:

Aun si están demonios mil


prontos a devorarnos,
no temeremos, porque Dios
sabrá aún prosperarnos.
¡Que muestre su vigor
Satán, y su furor!
Dañarnos no podrá,
pues condenado es ya
por la Palabra santa.

Este himno lo escribió varios años después (1527). Pero ayuda a explicar la exclusiva combinación en
Lutero de la devoción religiosa y la polémica panfletaria.
Entre los escritos de 1520 tres se hicieron famosos, los llamados Tratados de la Reforma: A la
nobleza cristiana de la nación alemana (en alemán), La cautividad babilónica de la Iglesia, y De la
libertad del cristiano. El segundo de estos era un ataque a la doctrina corriente de los siete
sacramentos. El tercero era una exposición renovada para el papa de la doctrina de la justificación por
la fe y sus consecuencias para la vida moral del cristiano. El primero de los tres fue el más efectivo y
revolucionario de todos sus tratados polémicos. Lo comparó con el toque de trompeta que derribó los
muros de Jericó. Convocó a los príncipes y magistrados de Alemania a reformar la Iglesia en virtud de
su posición. El clero no puede ni quiere reformar su estado. Los reyes y los príncipes deben intervenir
y reformarlo quiera que no. En una crisis, el que pueda actuar debe hacerlo rápidamente. ¿Debemos

22
esperar la autorización del alcalde para correr a apagar un incendio, aunque se haya producido en la
casa del alcalde? Si está atacando una ciudad un ejército invasor, todos los residentes tienen la
obligación de dar la alarma. La Reforma es imposible a menos que sea destruido en Alemania el poder
del papa. Los reyes y los príncipes deben levantarse y destruirlo. Deben abolir los perdones, las
dispensas, las anatas, las exacciones, la mundanalidad de los papas y la riqueza de los cardenales, los
palios, las encomiendas, el gobierno secular del papa y de los obispos, cuyo deber es predicar y orar,
no regir temporalmente. «No sería sorprendente si Dios hiciera llover del cielo fuego y azufre y arrojar
Roma al hoyo, como hizo una vez con Sodoma y Gomorra.» Los príncipes deben acabar con el abuso
de las excomuniones, el exceso de funcionarios ociosos en la Curia Romana, la regla del celibato
clerical, deben reducir el número de procesiones, peregrinaciones, votos, jubileos, misas por los
difuntos, mendicantes y mendigos. Deben reformar los currículos de las universidades, hacer volver
los estudios de los escolásticos a la Biblia y a un número reducido de realmente buenos libros sobre la
Biblia. La nación alemana y el imperio deben ser liberados para vivir su propia vida. Los príncipes
deben hacer leyes para la reforma moral del pueblo, restringiendo el lujo en el vestir o en las fiestas o
en las especias, destruyendo los burdeles públicos, controlando a los banqueros y créditos.
¿Está bien que los laicos pongan sus manos en la Iglesia? ¿Sería un sacrilegio? ¿No es el deber
del clero el reformar la Iglesia? Lutero denunció la creencia de que la Iglesia era el clero. La Iglesia,
según el Nuevo Testamento, es un cuerpo sacerdotal. El laicado tiene también su vocación sacerdotal
en la Iglesia. Es una parte tan necesaria del estado espiritual como el clero. El príncipe es llamado por
Dios para cuidar del bienestar de su pueblo. Si ve a su pueblo despojado o corrompido, es su deber
protegerlo. Si no le es posible hacer lo que puede hacer por el papa, entonces hay que impedirle al
sastre que le haga las vestiduras, hay que hacer que el zapatero deje de hacer los zapatos a los obispos,
los carpinteros no deben construir casas para el clero, el cocinero debe dejar de cocinar. El príncipe
incumple su deber si no busca la reforma.

LA QUEMA DE LA BULA

En el verano de 1520 Alemania se unió en apoyo de Lutero. El mudo o articulado resentimiento contra
la administración eclesiástica y sus exacciones se levantó en su apoyo, le tomó como su portavoz. El
15 de junio de 1520 Roma publicó la bula Exsurge Domine, condenando cuarenta y una proposiciones
de Lutero como heréticas, ordenando a los fieles quemar los libros de Lutero dondequiera que se
encontraran, y dándole a Lutero dos meses de gracia para retractarse o ser excomulgado. A Eck, que
había escrito mucho de ella, se le encargó publicarla en Alemania. En la surgente marea de
sentimientos la tarea le resultó considerablemente difícil. Los príncipes, las universidades, hasta los
obispos estaban reacios a permitir que se publicara la bula en sus dominios. Lutero recibió la bula con
un acto público de desafío. A las 9 de la mañana del 10 de diciembre de 1520, ante una multitud de
ciudadanos y miembros de la universidad, quemó ceremoniosamente los libros de derecho canónico y
las decretales del papa y una copia de la bula en una hoguera en el prado entre el muro de Wittenberg
y el río Elbe. Vio como se reducía el papel a cenizas y entonces volvió a la ciudad con sus colegas.
Una gran multitud de estudiantes se quedaron alrededor del fuego. Al principio estaban conmovidos y
solemnes, y cantaron el Te Deum. Luego se pusieron a gritar chistes, y a cantar una endecha en el
funeral de las decretales. Algunos de ellos se vistieron grotescamente, clavaron una gran bula
imaginaria en un palo y la pasearon por toda la ciudad precedida por una charanga, recogiendo los
libros de Eck y de los escolásticos. Luego se dirigieron otra vez a la hoguera y quemaron los libros y
la falsa bula con otro Te Deum.
El 3 de enero de 1521 se hizo definitiva la excomunión de Lutero. La ruptura era completa,
tras la cual solo podía haber guerra o rendición. «Dije –en la disputa de Leipzig en 1519- que el
Concilio de Constanza había condenado algunas proposiciones de Huss que eran verdaderamente
cristianas. Me retracto. Todas sus proposiciones eran cristianas, y al condenarle el papa condenó el
Evangelio.» La pelea ya no era una disputa de monjes, ni una tormenta de verano entre teólogos de
diferentes órdenes, ni una cuestión de herejía pertinaz. Había salido al escenario de la política europea.
«Toda Alemania está en revolución,» escribió el legado papal, «Nueve de cada diez gritan “¡Lutero!”
como grito de guerra; y al otro décimo no le importa Lutero, y grita: “¡Muera la corte romana!”

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Ya no era un asunto de profesores, tribunales o eclesiásticos. Los campesinos de cerca de
Wittenberg, cuando encontraban a un viajero en la carretera, le preguntaban: “¿Eres de Martín?”, y le
apaleaban si decía que no.

LA DIETA DE WORMS, 1521

Cuando Lutero quemó la bula hacía tres años que Carlos V era el rey de España y dos que era el
emperador electo de Alemania. Parecía que toda Alemania iba a hacer lo que haría más tarde
Inglaterra: repudiar su sumisión a Roma y proclamar una iglesia nacional alemana. Si el Emperador de
Alemania se hubiera implicado en el movimiento nacional y lo hubiera encabezado esto podría haber
sido posible. Pero aunque Carlos V era de ascendencia alemana, y aunque sabía que el papa León X
era su enemigo político, no era un soberano alemán. La base de su poder estaba en España y en
Nápoles. Creía en la reforma como la practicaban los españoles, con una ortodoxia menos militante
pero tan firme como la ortodoxia española. No podía separar Alemania de Roma sin dividir su reino en
fragmentos.
Veinticuatro días después de la excomunión de Lutero, Carlos V inauguró su primera dieta en
la ciudad de Worms. Tenía veintiún años, y era frío de cascos, enérgico y devoto. Le dio un
salvoconducto a Lutero para que fuera a que le oyeran en Worms, y Lutero decidió ir. Era un acto de
coraje, porque Huss había ido a Constancia con un salvoconducto y le habían quemado. Lutero le dijo
a Spalatin que iría a Worms pese a todos los demonios y las puertas del infierno.
En Worms, el 18 de abril de 1521, en presencia del emperador, le preguntaron a Lutero si
estaba dispuesto a retractarse. Dijo que estaba dispuesto a disculparse por las faltas que hubiera en sus
escritos polémicos, pero que no podía desdecirse de sus ataques al papa. «A menos que se me
demuestre por las Escrituras o con razones evidentes que esto en el error, soy en conciencia un
prisionero de la Palabra de Dios. No me puedo ni quiero retractarme. El ir contra la conciencia no es ni
seguro ni correcto. Que Dios me ayude. Amén.» 3
Gracias al salvoconducto se le permitió volver a su casa desde Worms, y no fue hasta un mes
después cuando la dieta declaró el destierro del imperio y puso a Lutero fuera de la ley. Lutero pensó
que la dieta había sido un anticlímax, casi una pérdida de tiempo. «Yo esperaba –escribió al pintor
Cranach- que Su Majestad el Emperador habría reunido a cincuenta doctores en teología para confutar
al monje en una discusión. Pero todo lo que dijeron fue: “¿Son tuyos estos libros?” “Sí.” “¿Estás
dispuesto a retractarte?” “No.” “¡Entonces, fuera!”»

WARTBURGO

Al quedar Lutero fuera de la ley, el elector Federico de Sajonia se encontró en un dilema. Unido a la
persona de Lutero por sentimiento y por instinto político, no tenía intención de entregarle para que le
quemaran o ahorcaran. Pero le parecía imprudente dar la impresión de proteger a un hombre al que la
Iglesia declaraba que era un hereje y la mayor parte del Estado ponía fuera de la ley. Por tanto hizo los
preparativos para que «raptaran» a Lutero a su vuelta de Worms, y le advirtió de su plan. Cuando el
carro de Lutero iba pasando por los bosques cerca de Möhra, cinco jinetes lo rodearon y arrebataron a
Lutero, que seguía aferrándose a sus libros, y se le llevaron al castillo de Wartburgo para ponerle a
salvo. «Unos dicen que yo le capturé –escribió el legado papal-, y otros que fue el arzobispo de Mainz.
¡Ojalá fuera verdad!» En Worms se rumoreaba que se había encontrado el cadáver de Lutero
apuñalado y arrojado a una mina.
En Wartburgo, conocido y vestido como el caballero Jorge, sin que el mundo supiera dónde se
encontraba, tuvo una reacción después del peligro que había pasado. Hay una leyenda falsa de que le
arrojó un tintero al diablo cuando estaba luchando con él, y de que la mancha de tinta todavía se puede
ver en la pared. Fue un tiempo de depresión física y de tentación mental. Sentía que había demonios a
su alrededor. Imaginaba que oía a un demonio llevándose nueces de la mesa y cascándolas en el techo
por la noche. Los cuervos y las urracas, graznando por las torres fuera de su ventana, sonaban como

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Lutero probablemente no dijo las célebres palabras: “Aquí estoy; no puedo hacer otra cosa.”

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los ecos tétricos de los gemidos de su alma. Tuvo dudas por un tiempo si había hecho bien en luchar y
en resistir. Se quedó tranquilo descansando, dándose paseos para coger fresas, o tomando parte en una
cacería de liebres y perdices. La caza le asqueaba, viéndola como una parábola de la cómo los papas y
los sacerdotes metían en la red las almas indefensas de los pobres. Pronto se puso bien, y se puso a
escribir otra vez – uno de sus panfletos polémicos, un sermón mostrando que la confesión auricular no
era obligatoria, homilías (llamadas Apostillas Postils) sobre las epístolas y los evangelios, un libro
para demostrar que los votos monásticos eran un error. Pero principalmente empezó a traducir el
Nuevo Testamento al alemán. Se propuso que llegara la Biblia a los hogares de la gente sencilla.
Repitió el clamor de Erasmo de que el arador debía ser capaz de recitar las Escrituras mientras araba, y
el tejedor mientras tarareaba a la música su lanzadera. Le llevó un poco más de un año el traducir el
Nuevo Testamento y hacérselo revisar a su joven amigo y colega Felipe Melanchthon. Había habido
versiones alemanas antes de esta, y Lutero no era ni un profundo conocedor del griego ni un genio
literario. Pero la sencillez, la transparencia, la frescura, la perseverancia del carácter de Lutero se
reflejaron en la traducción, como en todo lo que escribió. La Biblia alemana (terminada en 1534) llegó
a ser, con los himnos de Lutero, uno de los pilares de la Reforma luterana.

LOS TUMULTOS DE WITTENBERG

El rebelde, aunque escondido, no había sido suprimido; y los amigos creían que había llegado la hora
de actuar contra los abusos que él y otros habían criticado. Las doctrinas de Lutero estaban empezando
a proclamarse desde muchos púlpitos de Alemania. No pocos frailes o monjes habían abandonado o
abandonaban sus conventos para predicar la nueva reforma. Jóvenes humanistas como Felipe
Melanchthon, el sobrino segundo de Reuchlin, se había reunido con él en Wittenberg. En Basilea, la
gente aclamaba al sacerdote cuando llevaba la Biblia en vez de la hostia en la procesión del Corpus.
Lutero había quemado la bula y las decretales papales a la vista de los estudiantes de la universidad de
Wittenberg. No se podía esperar que los estudiantes se contentaran con mirar.
Se les había dicho que los votos y el celibato del clero y la comunión en una sola especie (es
decir, ofreciéndole al comulgante solamente el pan, y no el vino) eran un error. El 29 de septiembre de
1521 Melanchthon y algunos de sus jóvenes recibieron la comunión en las dos especies (es decir, tanto
el pan como el vino). El 4 de diciembre una multitud amotinada de estudiantes destruyeron un altar en
la iglesia de los franciscanos. El día de noche buena, una multitud asaltó una parroquia y se puso a
cantar haciendo burla del culto. El día de Navidad, uno de los profesores (Carlstadt, colega de Lutero)
se vistió de laico para celebrar la misa, simplificó la liturgia y dio la comunión a los laicos en las dos
especies. En enero, un ordenanza se llevó las rentas eclesiásticas de las fraternidades y de sus misas
dotadas, y las dejó bajo el control de un comité de laicos, decretó estipendios para los sacerdotes,
ayuda para los pobres y dotes para las chicas pobres; prohibió la mendicidad y los burdeles; y ordenó
que los elementos del sacramento fueran puestos en las manos de los comulgantes, que se diera la
comunión en las dos especies, y que se quitaran las pinturas y los altares laterales de las iglesias. Hubo
algunos tumultos, y se rompieron algunas pinturas e imágenes.
Salvo por los tumultos, las amenazas proferidas contra los sacerdotes o monjes conservadores,
y el lenguaje de los tres «profetas» (los llamados profetas de Zwichau) que surgieron en medio del
tumulto, estas alteraciones del orden fueron bastante moderadas. No se lo parecían al devoto elector
católico Federico. A Lutero le disgustó la noticia. En marzo de 1522 fue cabalgando a Wartburgo, se
quitó el disfraz de laico y apareció en las calles de Wittenberg con su hábito agustiniano. Estaba
dispuesto a repudiar las misas privadas, a desechar los votos y a permitir el matrimonio de los
sacerdotes; pero no quería ni violencia ni tumultos. Aplacó el desorden con la fuerza de su
personalidad. En marzo de 1523 se aprobó una liturgia algo simplificada; y en 1524 Carlstadt fue
obligado a salir de Sajonia.

LA GUERRA DE LOS CAMPESINOS, 1524-5

El gobierno central era débil en Alemania. Alemania estaba gobernada por una miscelánea de poderes
locales, príncipes, obispos, alcaldes, nobles o barones ladrones, caballeros. Estos poderes locales

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dependían más de su propia fuerza que de la débil ley imperial. Las luchas contra los ejércitos
privados de los barones o caballeros y la supresión de los tumultos o «revueltas» de los campesinos
eran epidémicas en Alemania. Aunque a Lutero le disgustaba el desorden, resistió con éxito al
gobierno central y llamó a todos los que fueran hombres de veras a levantarse y reformar a los
potentados eclesiásticos, que eran la fuerza más conservadora de Alemania. El fuego que estaba
pasando por la maleza llegó a la materia inflamable. Los campesinos estaban resentidos y
descontentos. Sus tumultos, bajo el emblema de un zapato, hacía mucho que eran anticlericales, los
dirigían soldados hambrientos a la deriva o caballeros en bancarrota. Se unían al grito de una tierra
cristiana en la que toda la propiedad fuera común, y creían profecías apocalípticas de predicadores
radicales ambulantes como Tomás Münzer
En 1524-5 el Sur de Alemania fue sacudido por una serie de levantamientos campesinos. Los
líderes demandaban justicia, remedios, libertad de la opresión de los señores feudales, el derecho a
escoger su pastor, la restauración a la comunidad campesina de las tierras que habían sido comunes.
Barrieron Alemania central y meridional quemando conventos y castillos. En mayo de 1525, el
ejército campesino sajón fue derrotado en Frankenhausen, Münzer fue ejecutado y se suprimió la
revuelta en toda Alemania, en algunos lugares brutalmente. La supresión fortaleció las manos de los
príncipes que gobernaban Alemania, y trajo graves consecuencias a Lutero y su movimiento.
Lutero había nacido campesino y conocía la desdicha de los campesinos. Había dado un gran
golpe a la opresión de los señores feudales y estaba de acuerdo con muchas de las demandas de los
campesinos. Pero aborrecía la lucha armada. Creía que el camino de una demanda pacificadora e
insistente era el único camino cristiano. Cuando empezó la revuelta, viajó por todos los distritos del
campo, arriesgando la vida para predicar contra la violencia. Horrorizado por la noticia de una
matanza en Weinsberg, donde al sonido de las gaitas los campesinos habían lanceado al conde de
Helfenstein en presencia de su esposa e hijo, escribió el más calamitoso de sus tratados, Contra las
ladronas hordas asesinas ladronas de los campesinos. En cuatro páginas ardientes convocó a los
príncipes a «blandir sus espadas para liberar, salvar, ayudar y tener piedad de la pobre gente obligada a
unirse a los campesinos; pero a los malvados, apuñalar, herir y matar todo lo que pudieran.» Estos
tiempos son tan extraordinarios que un príncipe puede ganar el Cielo más fácilmente derramando
sangre que haciendo oración.« Los extremistas de parte de los campesinos dijeron que Lutero era un
lacayo de los opresores. Los nobles decían que su lenguaje vehemente incitaba a los campesinos a la
matanza. Lutero se negaba a retractarse. «Uno no puede enfrentarse con un rebelde con la razón. La
mejor respuesta es darle de puñetazos en la cara hasta que le salga sangre por la nariz.» Sus enemigos
sacaban partido fácilmente de su lenguaje. Escribió otro panfleto para defenderlo; y las cosas no
mejoraron.
Fue el justo castigo de su vena polémica. Ya en 1520 un amigo le había advertido que no fuera
tan contencioso. Aunque se daba perfecta cuenta de que la pluma se le desbocaba, y algunas veces lo
lamentaba, su sencilla y recluida crianza le impedía darse cuenta del efecto del lenguaje violento sobre
las mentes sencillas. Lutero, que no era un extremista, a menudo sonaba como un extremista. Se
imaginaba a un valiente ciudadano encontrándose con un campesino salvaje espada en mano, y no
tenía idea de que su lenguaje pudiera animar a los hombres a perpetrar atrocidades contra campesinos
indefensos.
Todos los que odiaban a Roma o al poder clerical se habían reunido en torno a Lutero, y no
todos los alemanes que odiaban a Roma iban movidos por los principios y los motivos de Lutero.
Guerreros como Ulrich von Hutten o Franz von Sickingen podían planificar alegremente raptar a
legados papales. Aunque una mínima parte del carácter de Lutero se sentía atraída hacia tales métodos
de acción directa, ese no era su camino. «No quiero –había escrito a Spalatin- luchar por el Evangelio
mediante la violencia y el crimen.» Pero durante algunos años fue la voz de la autoconsciencia
alemana. Al grito de Lutero para la reforma religiosa se reunieron hombres que querían otras cosas
además de la reforma religiosa. Una ola de sentimiento alemán había arrollado a Lutero llevándole
más adelante. Pero no todo este sentimiento era puro. Cuanto más controversial se iba haciendo
Lutero, más dividía Alemania. Hombres que admiraban a Lutero cuando denunciaba las indulgencias,
vacilaban y luego se retiraban de un ataque frontal al papa.
Era natural que dieran marcha atrás. Esto ya era una revolución, y era probable que se
rompieran cabezas. Poco después de pasar Lutero por Erfurt de camino a Worms, los estudiantes y los
habitantes del pueblo se lanzaron como locos contra las propiedades eclesiásticas del pueblo, asaltando

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bibliotecas y destruyendo libros. Aunque Lutero denunció estas y otras ilegalidades, hombres sanos y
pacíficos mantuvieron que si la reforma era este desmadre de la sociedad, ellos no querían saber nada
de ella. Humanistas como Pirckheimer, que había atacado una vez a Eck tan firmemente como Lutero,
se sometieron a Roma. Erasmo quien había dado la bienvenida a Lutero en su búsqueda de reforma, y
había escrito una carta vigorosa animando al elector Federico a que no prestara atención a la petición
de arresto de Lutero, dijo a León X que la manera de atacar a Lutero era precipitada. Hacia 1522,
Erasmo creía que la manera de Lutero era objetable, aunque su postura era acertada. Para 1524,
Erasmo era activamente hostil, y él y Lutero se enzarzaron en la controversia Sobreel libre albedrío y
La esclavitud del albedrío. Lo más triste de todo para Lutero fue que su amigo y confesor Staupitz –
todavía sospechoso ante Roma por haber animado a Lutero, todavía un amigo, y siempre agradecido a
Lutero por guiarle de las algarrobas a los prados vivos- creía que no se podía justificar una reforma si
al mismo tiempo se ponía en peligro la unidad de la Iglesia.
Lutero había empezado como el profeta en Alemania. Para 1524 era el profeta de un gran
partido.

LA FORMACIÓN DE LA IGLESIA LUTERANA

Protección política
Alemania estaba dividida, y a partir de 1524 a Lutero no se le podía aplastar más que por la fuerza, es
decir, mediante una guerra civil. En la dieta de Speyer en 1529, la minoría de príncipes que estaban a
favor de la reforma presentaron una «Protesta» contra los procedimientos del Emperador y los
príncipes católicos. Esta fue la Protesta que dio origen al nombre Protestante. En 1531 los príncipes y
las ciudades protestantes se unieron en una confederación política, la liga de Schmalkalda, decididos
y capaces de resistir al Emperador y a los imperialistas católicos. La liga era un nuevo poder en
Europa. Para 1539 incluía el electorado de Brandeburgo, Prusia (donde el gobernador Alberto
secularizó el principado regido hasta entonces por la Orden Teutónica), Sajonia electoral, Hesse,
Mansfeld, Brunswick, Anhalt, y otros territorios con veinte ciudades del imperio.
Como nueva fuerza política, la Liga Protestante se vio enmarcada en una región en la que las
consideraciones religiosas no eran primarias. No estaba siempre claro si la liga esta defendiendo a los
protestantes contra los católicos o los derechos de los príncipes contra el Emperador; ni tampoco si el
Emperador estaba defendiendo el catolicismo o la supremacía imperial. Carlos V estaba preocupado
por otros asuntos y peligros además de los protestantes. Era el soberano de España, y pasaba muchos
años ocupándose de los asuntos españoles. Estaba en guerra con Francia, y con el aliado de los
franceses, el papa Clemente VII. En 1527, un ejército imperial, impagado e indisciplinado, saqueó la
ciudad de Roma y puso al Papa bajo el poder del Emperador. Este estaba demasiado ocupado para
dedicar fuerzas efectivas contra una poderosa Liga Protestante. Ni tampoco tenían interés todos los
que apoyaban al Papa en que se suprimieran los protestantes. Lo mismo que el Rey francés no había
vacilado en intentar una alianza con los turcos cuando convenía a su necesidad política, y una vez
permitió a un almirante turco celebrar el ayuno del ramadán en las calles de Toulon, así los reyes
franceses preferían una Alemania dividida. Puede que ejecutaran a los protestantes en sus dominios,
pero no estaban contentos de ver destruidos a los protestantes de Alemania. La Contrarreforma, si se
consideraba solamente como una fuerza política y no como una fuerza religiosa, fallaba en parte
porque a algunos católicos les habría parecido una calamidad que se acabara con los protestantes.
Hasta ciertos papas, cuando estaban en conflicto con los españoles o con la Alemania católica,
buscaban esperanzados el apoyo de los príncipes protestantes.
En Alemania, a los príncipes católicos les impedía tomar una acción efectiva la amenaza en
sus fronteras orientales. Los turcos estaban en Hungría, y se ha mostrado que las mayores concesiones
de libertad a los protestantes coincidían con amenazas turcas de invasión, y que los intentos de un trato
más severo coincidían con la paz turca.
Las iglesias luteranas, aunque no pudieran extenderse fácilmente hacia el Sur, tenían tiempo
para organizar su vida en paz.

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La Confesión de Fe
Derribar los ídolos es más fácil que reemplazar la fe que se depositaba en esos ídolos. Tan pronto
como los hombres empezaron la reforma, sin el conservadurismo de la antigua ley, debían decidir
hasta dónde iban a reformar, qué preservar y qué cambiar. Se estaba de acuerdo en que había que
destruir el poder del papa; los monjes y las monjas debían ser liberados de sus onerosos votos, que tal
vez se les habían impuesto cuando eran demasiado jóvenes para saber lo que estaban haciendo; había
que acabar con el sistema financiero de vender puestos eclesiásticos o sacramentos, y dirigir las
dotaciones al sostenimiento de las necesidades pastorales o de los pobres; había que educar y enseñar
la Biblia al pueblo; los sacerdotes tenían que convertirse en maestros y predicadores; la misa se tenía
que simplificar y hacer inteligible; había que suprimir las doctrinas «recientes», que no se encontraban
en la Escritura. El principio normativo era la doctrina de la justificación por la fe, en otras palabras una
desviación del énfasis en los actos externos en la religión –culto y ritual y ceremonial- a la mente y al
corazón, a la fe que necesita actos externos para la expresión sacramental de un culto interior.
En los estados y ciudades reformados los primeros pasos fueron relativamente fáciles. Se
colocó en el púlpito una biblia alemana; se permitió casarse a los sacerdotes; a los monjes que querían
ser libres se les permitió salir de los conventos; se suprimieron los ritos ininteligibles; se enseñó a la
gente a participar en el culto con himnos alemanes; las dotaciones de las iglesias se desviaron de
encontrar sacerdotes que celebraran misas privadas o de mantener casas de monjas en ruinas. Lutero
mismo creía en hacer las cosas paulatinamente. Hacía sugerencias de reformas, animaba a
experimentar, dejaba mucho a la iniciativa local de reforma. Sus formas litúrgicas suprimieron el
lenguaje sacrificial de la misa, pasaron los cultos del latín al alemán, aumentaron mucho las ocasiones
para predicar, y limitaron las celebraciones a los domingos y fiestas –haciendo así que perdieran su
propósito los altares laterales de las iglesias-, pero eran conservadoras en general. Se daba la
comunión en las dos especies, pero la elevación de la hostia se retuvo en muchas iglesias. Las
vestiduras tradicionales siguieron usándose generalmente. Se puede ilustrar la naturaleza conservadora
de la reforma por el simple hecho de que se conserven en las iglesias luteranas los ejemplares más
completos y adornados de los retablos medievales.
En La cautividad babilónica de la Iglesia de 1520 Lutero redujo el número de los
sacramentos, sobre la base de la Escritura, de siete, número que se había mantenido 350 años, a tres:
bautismo, eucaristía y confesión privada. Aunque Lutero estaba preocupado por que el autoexamen
antes de la penitencia no se convirtiera en una carga para las conciencias escrupulosas, la confesión
sacramental siguió siendo normal en las iglesias luteranas. Los elementos se recibían en la eucaristía
con la máxima reverencia externa, porque los pastores luteranos seguían enseñando que el pan y el
vino eran el cuerpo y la sangre del Señor. La investigación histórica de Lutero le convenció de que la
transubstanciación era una doctrina tardía e irracional que no tenía apoyo en la Escritura. Creía que la
Escritura demandaba sencillamente la creencia en la presencia real, pero se contenía de tratar de
definir o describir más el misterio de los elementos. Aunque quería que la misa fuera en alemán
cuando la congregación era ignorante, estaba de acuerdo en que fuera en latín cuando era culta. Ni
Lutero ni Melanchthon creían que estaban fundando una nueva iglesia. Se consideraban miembros de
la Iglesia Católica de todos los siglos, comprometidos a purificarla de ciertos abusos que se habían
introducido recientemente.
Esta convicción fue canonizada en la confesión de fe que presentó Melanchthon a la dieta de
Augsburgo en 1530 y que se convirtió en la base doctrinal amplia de las iglesias luteranas como la
Confesión de Augsburgo. «Esto –escribió Melanchthon después de revisar la fe protestante- es casi la
suma de nuestra enseñanza. Se puede ver que nada de ello está en desacuerdo con la Escritura, o con la
enseñanza de la Iglesia Católica, o con la de la Iglesia Romana tal como se conoce desde los autores
antiguos. Por tanto se nos juzga injustamente si se nos considera herejes. Estamos en desacuerdo con
algunos abusos que se han introducido en las iglesias sin la debida autoridad...« Lutero entonces estaba
inquieto, como han seguido estándolo más aún desde entonces algunos luteranos, de que Melanchthon
estuviera tan preocupado por la paz de la Iglesia que hablara menos directamente de lo que requerían
la verdad y la ocasión.

Melanchthon
La Confesión de Augsburgo iba respaldada por una Apología, que también obtuvo un puesto entre los
estándares luteranos de fe y que fue redactada también por Felipe Melanchthon. La alianza entre las

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dos mentes de Lutero y Melanchthon, que moldearon juntas la reforma luterana, es un estudio
fascinante, porque eran compañeros de yugo desiguales. La vehemencia del uno frente a la naturaleza
pacífica del otro; el alma pastoral frente al investigador e intelectual; el apóstol de los pobres y
sencillos frente al de la educación superior: el peregrino dirigiéndose hacia su Dios a través de nubes
de demonios y tentaciones frente al estudiante moderado de la verdad; modales de rudo campesino
frente a amable cortesía; coraje frente a timidez; mantenerse firme por la verdad aunque se hundiera la
Iglesia frente al pensador razonable dispuesto a encontrarse con los rivales a mitad de camino si podía;
el enemigo de Erasmo frente a su amigo –ambos encontraron la alianza embarazosa y dolorosa. Tras la
muerte de Lutero (1546) la discrepancia entre maestro y discípulo se convirtió en una dificultad,
suscitando discusiones y lealtades divisorias. Mientras estuvo vivo, se complementaron mutuamente.
Melanchthon, viendo y lamentando los fallos de Lutero, le admiraba con un afecto triste y le
reverenciaba como el restaurador de la verdad en la Iglesia. Su respeto por la tradición y la autoridad
armonizaba con el subyacente conservadurismo de Lutero, y él suplía erudición, una teología
sistemática – Los lugares comunes, 1521, muy modificado en posteriores ediciones -, una forma de
educación, un ideal para las universidades y un espíritu equilibrado y tranquilo. En los frescos de la
iglesia de la Virgen de Pirna se pintó a san Lucas con el rostro de Lutero y a san Marcos con el de
Melanchthon.

La organización de las iglesias luteranas


No se podía esperar que los errores que hacía siglos que se había estado intentando erradicar se
pudieran subsanar en un momento. Un pueblo ignorante no se puede educar en un día; los pastores
torpes o inmorales no se pueden desalojar ni reformar sin una investigación; y no había una
organización que investigara o educara. Los obispos habían ejercido una supervisión inadecuada sobre
la moral del clero y los servicios en las iglesias, pero no era más que una supervisión. En las ciudades
y los estados luteranos esta supervisión se había colapsado o se estaba colapsando. En algunas áreas
los obispos todavía trataban de seguir cumpliendo sus funciones, y en otras ya habían dejado de hacer
ningún esfuerzo. Unos pocos, como el obispo de Sammland, ayudaron activamente a introducir
doctrinas y pastores reformados. Pero la disciplina parroquial era confusa o inexistente. Pocas
personas conocían ahora la ley de la iglesia. Muchos actos reformistas cortaban con un cuchillo el
nudo de los derechos y privilegios legales. Todos los monjes que salían del monasterio, todos los
magistrados que suprimían una misa privada y transferían la dotación, todos los reformadores que
echaban a un sacerdote incompetente de la parroquia, estaban poniendo otro clavo en el ataúd del
sistema legal en uso. Cuando Lutero iba a visitar las parroquias llevaba consigo a un teólogo y tres
juristas. La iglesia no se podía reformar sin el consentimiento y la ayuda de la ley – es decir: en la
ciudad, los magistrados, en el estado, el príncipe.
Al príncipe le parecía lo más fácil y natural llenar el vacío que había dejado el repudio de
Roma, porque en la baja edad media el señor laico ya había logrado poderes extensos como patrón en
el nombramiento para los obispados y las parroquias, hasta apropiándose de una parte de las rentas
eclesiásticas. Los magistrados de una ciudad libre en el Imperio Germánico ya habían logrado una
cierta medida de control sobre la administración parroquial dentro de la ciudad. En todo el Imperio,
desde Hamburgo al Norte hasta Zúrich o Ginebra en el Sur, las ciudades aceptaban fácilmente las
nuevas doctrinas, y sus concejos asumían fácilmente la reforma y la supervisión de las parroquias. La
Reforma no le quitó de la mano el poder eclesiástico a una Iglesia que lo retuviera. Ofrecía a las
ciudades y a los príncipes la oportunidad de quitarle de la mano el poder que ya se le estaba
escurriendo.
La naturalidad del cambio se puede ver en Nuremberg. En 1524-5, los alcaldes, atraídos a
Lutero, revisaron la liturgia, abolieron las misas de difuntos, e hicieron otros cambios. El obispo de
Bamberg excomulgó a los alcaldes, los declaró depuestos de sus cargos, y ordenó una nueva elección.
Los alcaldes se negaron a someterse; los ayuntamientos los respaldaron, y por persuasión o amenazas
le impusieron obediencia al clero. El obispo ya no ejercía jurisdicción en la ciudad, y el ayuntamiento
ejercía la suya propia disolviendo los monasterios u ordenando una visitación parroquial. No había
nadie más que lo hiciera.
A los contemporáneos, la supresión de la autoridad episcopal les parecía menos revolucionaria
de lo que le parecería a la posteridad. Varias escuelas de la baja edad media atribuían una importancia
teológica al sacerdote y al papa, pero veían al obispo más como un funcionario administrativo que

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como una orden de ministerio integral en la Iglesia Católica. El despojar de autoridad al obispo de
Bamberg se veía como un acto en nada comparable a enseñar una nueva doctrina de la misa, pero
comparable a despojarse de los íncubos de un archidiácono opresivo o reaccionario. Muchos teólogos
del siglo XVI, reformados o conservadores, asumieron como muchos teólogos del siglo XV que el
sacerdote o presbítero constituía el orden «esencial» del ministerio. Podía no ser conveniente que un
sacerdote ordenara a otros sacerdotes, pero no había ninguna objeción teológica.
Lutero no veía ninguna razón que impidiera a un príncipe reformar la iglesia. Por el contrario,
era su deber, su vocación, uno de los propósitos para los que Dios le había llamado. Como la reforma
imponía cambios drásticos en la ley, era imposible hacerlos sin su colaboración. Aunque Lutero
basaba su creencia en el deber del príncipe en la doctrina del sacerdocio del laicado, su mente era
práctica en muchos sentidos. Vio la necesidad inmediata, y cómo podía resolverse eficazmente. Le
pidió a Juan, el nuevo elector de Sajonia, que era un luterano convencido, que ordenara una visitación
a las iglesias sajonas. De las visitaciones surgió una nueva organización, establecida en Wittenberg en
1542. El príncipe ejercía la antigua jurisdicción del obispo nombrando un consistorio.
El consistorio, instrumento por excelencia del gobierno en las iglesias luteranas – y
posteriormente en las presbiterianas – no se creó inmediatamente en todos los estados luteranos. El
pleno sistema consistorial se fue imponiendo poco a poco. No se formó el consistorio en Pomerania
hasta 1563, en Hesse hasta 1610, en Waldeck hasta 1676-80.
El consistorio estaba compuesto por lo general de juristas y abogados, nombrados por el
príncipe. Se consideraba más como un tribunal eclesiástico que como un tribunal civil, aunque esta
diferencia tenía menos sentido entonces que la que tendría un siglo después. Algunas veces presidía el
príncipe en persona en las deliberaciones; otras veces actuaba como diputado. Los visitadores salían
en nombre del príncipe, le presentaban a él sus informes y le pasaban a él los problemas insolubles. El
consistorio ejercía toda la disciplina.
Se habría esperado que la doctrina del sacerdocio del laicado habría conducido a alguna forma
de gobierno eclesiástico en el que la congregación laica poseyera una cierta medida de autoridad. Por
esta doctrina Lutero invocaba el derecho de los príncipes a reformar la iglesia. Enseñaba el deber de
las personas corrientes para con el clero, de preocuparse de la verdadera fe y de los sacramentos
apropiados y del orden debido. Pero ante un plan práctico de orden para la iglesia local, Lutero lo
rechazó. En Hesse, un exfranciscano ambulante, Francis Lambert, propuso (1526) un esquema
democrático de gobierno congregacional que daba a cada congregación el derecho a escoger, y de
hecho a controlar, a su pastor. Lutero, al que se le consultó, no quiso saber nada de eso. En unas pocas
ciudades – Ulm, Estrasburgo, Reutlingen – un grupo de ancianos ayudaba en la administración
financiera para representar a los laicos en el cuidado de la iglesia, y una cierta medida de esa
representación contaba con la simpatía de Lutero. Pero nunca se hizo realidad. Melanchthon parece
que lo desaprobaba, prefiriendo la transparencia del consistorio. En las ciudades era más corriente que
el gobierno municipal actuara como si fuera una especie de consistorio.
Lutero no tenía deseo de darle al príncipe el control sobre la doctrina. El derecho episcopal
que él atribuía al Elector era la antigua función administrativa del obispo, una función mayormente
secular y legal. Suponía que la doctrina estaba bajo el control de la Escritura, y de la tradición de la
Iglesia Católica en todo lo que esta estuviera de acuerdo con la Escritura. Pero en un mundo de
desunión religiosa la fe personal del gobernador era inevitablemente importante en la historia religiosa
de su estado. En Inglaterra los cambios de gobernador condicionaron el progreso de la Reforma, y eso
fue lo que sucedió en varios estados alemanes.
El poder de los príncipes sobre el clero y sus propiedades hizo a los gobiernos más eficientes
en sus estados. Semejantemente hizo la administración eclesiástica menos corrompida y más eficiente.
La Reforma iba remediando parte al menos de la confusión e incompetencia administrativa que se
encontraba en la vieja iglesia. Pero estaba cambiando las leyes; y el proceso era a veces enredado.
Ideas como el nuevo alivio protestante de los pobres eran excelentes en teoría. La práctica se quedó
muy atrás. La eficacia de la reforma variaba de un estado a otro.
En la principesca anarquía de Alemania, los hombres fuertes siempre habían aprovechado las
oportunidades que se les presentaban para controlar o para desviar las rentas eclesiásticas. Las
oportunidades disponibles se habían multiplicado ahora en la necesaria transferencia de las dotaciones.
Los monjes que vivían en un convento bien dotado se marchaban de sus retiros y se dispersaban; el
convento se quedaba vacío, y sus ingresos sin utilizar. Los juristas cambiaban el destino de las

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dotaciones de los conventos de monjas y de las misas privadas; era de esperar que esa parte de las
dotaciones acabara en una tesorería secular. Lutero no siempre escatimaba esas transferencias, pero
creía que era razonable que parte de una dotación excesiva podría transferirse a los proyectos
necesitados del estado, porque esos proyectos eran también religiosos. Tomaba a mal las genuinas
malversaciones. «Aborrezco ver a nuestros príncipes tan codiciosos de obispados... Los nobles comen
monasterios, una dieta que les hará vomitar, como los perros cuando comen hierba.» Una vez se
introdujo en la habitación del Elector para buscar su protección para la propiedad de la iglesia. En la
misma Sajonia el total de la dotación procedente de monasterios confiscados se dedicaba a la caridad,
a estipendios para pastores o para maestros y un subsidio para los indigentes. En Hesse se convirtieron
en hospitales algunas casas monásticas, o contribuyeron a la fundación (1527) de la universidad de
Marburgo, la primera universidad que fue fundada por los protestantes. Algunas dotaciones se
dedicaron a los primeros intentos del estado de cuidarse de los pobres, reemplazando las ayudas que
daban antes las órdenes religiosas.

LA BIGAMIA DE FELIPE DE HESSE

El poder del príncipe quedó ilustrado por la bigamia del landgrave Felipe de Hesse. Se había casado a
la edad de diecinueve años, pero se permitió tener varias queridas después de su boda. Su conversión
al protestantismo no hizo cambiar su manera de vivir. En 1539 inició una relación con una joven
aristócrata de diecisiete años. La madre de ella demandó que el matrimonio, si no podía ser público,
por lo menos había de ser permitido por los principales teólogos de la iglesia. Felipe pidió a Lutero,
Melanchthon y Bucero el permiso para un segundo matrimonio. Argumentó que si no se le permitía
casarse legalmente, no tendría más remedio que seguir viviendo en pecado. Amenazó con que, si
Lutero no sancionaba su matrimonio, apelaría al Papa y al Emperador.
La amenaza no era infundada. En el pasado, el poder dispensador del papa había sancionado el
equivalente del divorcio a una primera mujer. Los estados protestantes repudiaban el poder del papa, y
con él el de dispensar. Bajo compromiso de secreto Lutero y Melanchthon sancionaron el segundo
matrimonio como el menor de dos males. Lutero no tenía conocimiento de la serie de queridas de
Felipe, y dijo más tarde que si lo hubiera sabido no habría sancionado el matrimonio. Había creído que
Felipe actuaba de buena fe y sufría genuinamente de «debilidad». El esfuerzo para justificar el
matrimonio basándose en el precedente de Abraham no convenció a los contemporáneos. El
matrimonio se solemnizó en presencia de Melanchthon y Bucero. El compromiso de secreto se
incumplió inmediatamente, y – aunque algunas opiniones, católicas tanto como protestantes,
compartían el punto de vista de Lutero de que la bigamia era preferible al divorcio – Europa se
escandalizó de los teólogos protestantes.

CATECISMO E HIMNOS

Conmovido con la grosera ignorancia que encontró en la primera visitación sajona de 1528, Lutero
escribió sus Catecismos mayor y menor (1529), uno para el clero y el otro para los laicos y los niños,
con breves modelos para oraciones privadas y acción de gracias para antes de las comidas. Como la
biblia alemana, los Catecismos llegaron a ser la base de la enseñanza parroquial y de la religión en el
hogar. Con el mismo fin escribió sus himnos. Usó canciones y melodías religiosas antiguas y las
adaptó. El primer cuaderno de ocho himnos alemanes, incluyendo cuatro de Lutero, apareció en
Wittenberg en 1524, al que siguió pronto una edición de otros treinta y dos himnos de los cuales
Lutero había escrito veinticuatro. La colección completa fue la base de la himnología luterana. No
estaban diseñados para enseñar, ni utilizan el lenguaje de los teólogos, sino que son expresiones
sencillas de sincera confianza y alabanza.
Hubo muchas diferencias entre los estados en cuanto a su uso. Algunos los permitieron en la
iglesia, otros no usaban más que versiones del salterio; siempre fueron más para uso privado que para
uso público, y se adoptaron en las escuelas y en los hogares. Los directores del coro algunas veces los
suplementaban con otros, pero hasta 1624 el sínodo sajón prohibió el uso de nada que no fuera el libro
original. La congregación los aprendía en la escuela, los usaba en el hogar, y los cantaba de memoria

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sin necesidad de himnario. Allá por 1697, a un campesino de Merseburg que llevó un himnario a la
iglesia y cantaba de él, le prohibió su pastor introducir tales novedades.
Lutero era un hombre del pueblo, y luchó para llevar verdadera religión a los corazones y
hogares de la gente; para mostrarles que la religión no era cosa del clero, eclesiástica, un acto ritual
que se hacía en la iglesia, sino la apropiación del Evangelio en la vida. Sería ingenuo imaginar que
lograra en un momento lo que no había conseguido la iglesia medieval en varios siglos. Hasta en el
siglo XVII la lectura de la Biblia en el campo, al contrario que en las ciudades, no era corriente salvo
en las clases superiores. Hasta en el siglo XVII había quejas de que no se podía convencer a las
congregaciones de cantar himnos. Pero el éxito que consiguió fue principalmente en sus cuatro
proyectos a favor de la gente sencilla: la biblia alemana, la misa alemana, los himnos alemanes, los
catecismos alemanes. Se cree que la imprenta de Lufft enWittenberg por sí sola publicó 100,000
biblias entre 1534 y 1584. Uno de los adversarios de Lutero , Cochlaeus, se quejaba de que la gente
sencilla amaba esa biblia, y los zapateros y las ancianas la estudiaban y discutían sobre sus textos. Fue
el primer libro alemán que fue el libro del pueblo. Ejerció influencia sobre el desarrollo del lenguaje.

EL CARÁCTER DE LUTERO

Lutero murió en 1546, después de algunos años de mala salud. Comenzó la Reforma, y su experiencia
y enfoque fueron inseparables del curso de la historia de ésta. La clase de piedad – sencilla, austera y
franca – que llegó a ser característica de la Alemania del Norte, da la medida de la personalidad e
influencia de Lutero. A pesar de su preparación y estatura pública, Lutero fue siempre un hombre del
pueblo. Siempre conservó el sentimiento de la gracia de Dios sosteniendo su alma en medio de
tentaciones y tempestades. Siempre sintió que luchaba contra la maldad, pero sin temor. Tanto sus
odios como su risa, como se ha dicho, eran titánicos. Pero sus odios no eran personales, sus contiendas
no eran en su propio provecho, no era una persona de malos sentimientos. Sus odios iban dirigidos
contra los que oprimían y extraviaban a su querido pueblo alemán; y cuando pensaba en sus alemanes,
eran los pobres y los ignorantes los que tenía en mente. Sin falsedades, con una cualidad infantil que le
permitía hablar con los campesinos, tenía un carisma para la predicación a nivel popular, para la
instrucción clara y sin pretensiones. Tenía una mente gráfica y pictórica, fértil para producir
ilustraciones oportunas y graciosas, que percibía la parábola a mano en la vida diaria. Sus himnos, su
biblia alemana, sus catecismos, su enseñanza eucarística: estas cosas, juntamente con la doctrina de la
justificación por la sola fe, crearon la tradición luterana de la piedad, de la familia y del culto público.
El Lutero que sobrevivió en la memoria de Alemania no fue el fraile, sino el padre de familia.
Durante la guerra de los campesinos se casó con una ex monja, Catalina von Bora, con la que vivió en
la casa vacía de los frailes agustinos. Su matrimonio no fue romántico. Catalina, de cara sencilla y
descuidada en el vestir, fue una industriosa y excelente ama de casa. Pero, decía Lutero: «No
cambiaría mi Katie por Francia o Venecia, porque ha sido Dios quien me la ha dado, y otras mujeres
tienen peores defectos, y ella es sincera conmigo y una buena madre de mis hijos.» El recuerdo típico
que ha quedado de Lutero es el de un hombre de familia presidiendo su mesa, rodeado de sus colegas
y amigos, conversando con él o escuchándole exponer su teología, su política o su humor. Uno de sus
amigos sacó un cuadernillo desvergonzadamente y se puso a tomar nota de las observaciones de
Lutero. La costumbre se extendió, y doce reporteros diferentes hicieron colecciones. Lutero lo tomaba
a broma algunas veces, pero ni le molestaba ni prohibía la labor de estos curiosos escribas. Veinte
años después de su muerte, uno de aquellos, Aurifaber, publicó una colección recopilada de varias.
Desde entonces Las conversaciones a la mesa de Lutero se han convertido en un clásico de la
Reforma. Puede que fuera a veces rudo y deslenguado. «Querido marido – decía Catalina -, te pasas de
tosco.» «Me enseñan a ser tosco» – replicaba Lutero. Era tan deslenguado que sus enemigos se
lanzaron a capitalizar las Conversaciones de sobremesa. No son de confianza como fuente de detalles
históricos, sobre todo cuando los acontecimientos habían ocurrido muchos años antes de ser referidos;
y el texto de Aurifaber no estaba exento de correcciones e interpolaciones. Pero nos da una imagen
único y auténtico de un hombre y teólogo; el que quiera entender la personalidad y mentalidad de
Lutero no puede dejar de tenerlo en cuenta. Es imposible aplicarle ningún calificativo menor que el
viejo epíteto clásico de magnánimo, en su sentido original de gran corazón.

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Mientras tanto, a Italia por los valles suizos, a Francia cruzando el Rin, y de allí a España, por
las montañas del Sudeste de Bohemia y Hungría y Austria, al otro lado de los mares a Inglaterra y
Escocia y Escandinavia, rodaban los ecos del trueno luterano. Una revuelta con éxito engendra más
revuelta.

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3
Calvino

ZUINGLIO (1484-1531) 1

En Zúrich se introdujo la Reforma de la manera normal entre las ciudades libres del Sacro Imperio
Romano. Los ciudadanos representativos estaban influenciados por las doctrinas reformadas; resistían y
repudiaban la autoridad del obispo de Constancia cuando trataba de interferir; el concejo de la ciudad
acordó reformar las iglesias y parroquias con en consejo de sus pastores principales, permitir el matrimonio
de los clérigos, quitar las imágenes y reliquias supersticiosas, suprimir los monasterios y usar sus
dotaciones para la educación, y encargar una liturgia simplificada y en la lengua vernácula en lugar de la
misa. El proceso empezó en 1522 y estaba completado para 1525. Como en otras ciudades, el concejo fijó
disposiciones reformadas para controlar la moral pública.
Zuinglio pretendía que su reforma era independiente de la de Lutero, que él había empezado a
enseñar doctrinas reformadas antes de tener noticias de Lutero. Un examen de la evidencia no apoya
totalmente su pretensión. Zuinglio recibió un impulso de la revolución luterana como cualquier otra ciudad
libre del Imperio, y por aquel entonces Zuinglio estaba profundamente interesado en la enseñanza y en los
métodos de Lutero. Pero la misma yesca se encontraba por todas partes; lo mismo que la apelación de las
autoridades eclesiásticas a la Escritura.
Como Lutero, pero más en simpatía que Lutero, Zuinglio aprendió de Erasmo. Simpatizaba con la
idea de la búsqueda de la reforma mediante la apelación al ridículo. Tenía más ingenio, más filosofía, más
erudición, menos profundidad, menos sentimiento religioso que Lutero. Su deseo de reformar la Iglesia era
más el deseo del humanista que odiaba la ineficacia y el oscurantismo que el deseo del ex-fraile que había
superado una tempestad de tentación para defender las almas de su pueblo. Era menos pesimista sobre la
naturaleza humana, más esperanzado acerca del destino del buen pagano. Pero no era solo un humanista.
Al estudiar a los padres griegos a los que Erasmo le condujo, y al encontrarse bajo la influencia de san
Agustín, encontró las mismas necesidades e intuiciones religiosas que eran centrales en el corazón de
Lutero. Ni Zuinglio ni Calvino dejaron que los amigos que admiraban su inteligencia y seguían sus
razonamientos como discípulos vieran su intimidad; captaban la lealtad e las personas con la fuerza fría de
sus mentes. Lutero no dejó nunca de ser un hombre de corazón, y descubría sus pensamientos y
sentimientos íntimos a la vista y al afecto, captaba lealtad más por estatura moral que por sutileza mental.
No obstante, no hay que exagerar el contraste. Cuanto más sabemos de los dos reformadores suizos, menos
posible encontramos tratarlos meramente como intelectuales. Pero en cierta medida esto impacta a
cualquiera que trata de penetrar hasta las fuentes del carácter y la mente de los tres hombres.
Zuinglio sentía menos reverencia por el pasado que Lutero, menos respeto por las formas tradi-
cionales del culto. Las iglesias de Zúrich cambiaron radicalmente de aspecto. Se quitaron las reliquias y los
órganos, se vendieron o destrozaron las pinturas e imágenes, los altares que sobrevivieron fueron
despojados de sus ornamentos, y el nuevo orden alemán para la Cena del Señor (1525) tenía poco parecido
con la liturgia medieval. Después de un sermón y oraciones, se colocaba pan sin levadura y vino, no en un
altar, sino sobre la mesa en el centro de la nave y en medio de la congregación. Los ministros estaban de
cara a la congregación, llevaban ropa laica, y llevaban el pan en grandes fuentes de madera a los fieles, que
estaban sentados en silencio. Zuinglio instituyó otros cultos casi sin liturgia, que constaban solamente de
sermón y oraciones.

1
Zuinglio fue pastor en Glarus (1506-16, capellán de los suizos que servían en el ejército del papa (1513-15), en
Eisiedeln (1516-18), y fue elegido Predicador del Pueblo en la antigua catedral de Zúrich. En 1519 empezó a enseñar
el Nuevo Testamento en un sentido reformista. Pronto se ganó el apoyo del concejo de la ciudad, y fue totalmente
aceptado para 1523.

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Lutero creía que nada del culto debía ser contrario a la Palabra de Dios. Pero como su
temperamento conservador asumía que era permisible lo que no prohibía expresamente la Escritura, no
había tratado de abolir la elevación de la Hostia o las vestiduras eucarísticas. Zuinglio, creyendo también
que nada del culto debía ser contrario a la Palabra de Dios, rodeaba esta creencia con un ambiente
diferente. A su parecer la Escritura debía sancionar explícitamente lo que se hacía en el culto; y aunque
reconocía un área de «cosas indiferentes», tales como la expresión de las oraciones, en las que el ministro o
la iglesia tenía libertad para seguir cualquier regla de edificación, asumía que la sencillez había de
prevalecer en todo. El cambio de aspecto y de culto en las iglesias suizas era por tanto más revolucionario
que en las iglesias del Norte de Alemania. En algunas de las iglesias luteranas el canto de himnos fluía bajo
el ímpetu de Lutero. Las iglesias suizas creían que los himnos no eran parte de la Escritura, y se
proveyeron de versiones métricas de los Salmos. Las iglesias luteranas siguieron usando la confesión
privada como sacramento; las suizas no prohibieron la penitencia privada con un pastor, pero creían que no
tenía la sanción de la Escritura para ser un sacramento, y era causa de poder sacerdotal, y por tanto de
corrupción.

LA PRESENCIA REAL

Esta diferencia, tanto de actitud como de principio, empezó a incidir en la doctrina de la Eucaristía.
No se podía negar que la misa había sido el foco de muchas supersticiones populares. Zuinglio,
como Lutero, creía que la misa no era un sacrificio, y quería eliminar el lenguaje sacrificial. A diferencia
de Lutero, Zuinglio también creía que la doctrina cristiana de la Eucaristía se había corrompido por la
suposición de que el Cuerpo de Cristo estaba «sustancial» o «corpóreamente» presente en o bajo los
elementos de pan y vino. Su mente distinguía agudamente entre lo material y los espiritual, y rechazaba la
idea de que unos objetos físicos pudieran ser vehículos de dones espirituales. Siempre prefería tratar los
sacramentos más bien como símbolos y sellos de un pacto entre Dios y el hombre que como medios de
gracia. La Cena del Señor era un memorial de la muerte del Señor y una acción de gracias por ella. En sus
primeros años como reformador, él y su amigo Ecolampadio de Basilea estaban tan comprometidos en
decir lo que no era la Cena del Señor, que rara vez y de mala gana intentaban describir lo que era. La
lectura de la Biblia le sugería que la doctrina de la Presencia Real - en aquellos días real quería decir
sustancia o corpórea - era un error. El don es el don espiritual de la redención de Cristo, y un don
espiritual no se puede recibir físicamente, sino solo por la fe. Y cuando le objetaban que en la Biblia se
dice textualmente: «Esto es mi Cuerpo,» él y Ecolampadio replicaba esta era la manera metafórica normal
que usaba Jesús, que decía : «Yo soy la puerta,» «Yo soy la vid;» pero nadie insistía en que se entendieran
estas afirmaciones literalmente. «Esto es mi Cuerpo» se debe entender que quiere decir: «Esto es un
símbolo de mi Cuerpo.» El pan y el vino no eran vehículos de un Cristo presente, sino señales de un Cristo
presente por la fe.
Durante los cuatro últimos años de su vida, bajo la presión de sus enemigos y tal vez también de
algunos de sus colegas, hizo afirmaciones más positivas. Estos signos, aunque signos de lo ausente, son
eficaces y portadores de gracia, son maneras especiales de la presencia universal del Espíritu divino,
enfocan ese don que también recibimos cuando oramos. Zuinglio nunca concedió la doctrina tradicional de
que en la Cena del Señor hay una comunicación verdadera de la humanidad del Señor al alma creyente.

EL COLOQUIO DE MARBURGO, 1529

Lutero creía que Zuinglio estaba privando a los fieles de esa amable seguridad prometida en el Evangelio,
y que estaba aplicando argumentos racionales a un misterio que está más allá de toda argumentación. No
podía considerar fieles a los suizos. El landgrave Felipe de Hesse, dolorosamente consciente de una
necesidad política de unidad entre los protestantes, preparó en 1529 una conferencia en Marburgo, donde
esperaba que una conversación apacible uniera otra vez los dos lados. Reunió en Marburgo a Lutero,
Zuinglio, Melanchthon, Bucero, Ecolampadio y otros teólogos notables. Llegaron a un acuerdo sobre
muchos puntos, pero fallaron rotundamente en el caso de la Eucaristía. Lutero empezó la discusión
escribiendo en la mesa las palabras: «Esto es mi Cuerpo», y anunció que no se apartaría nunca de ellas.

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«No voy a discutir si es puede querer decir es un símbolo de. Estoy conforme con lo que dijo Cristo... El
diablo no puede salir de eso.» A partir de aquello se negó a dar la mano de amistad a los discípulos de
Zuinglio. Melanchthon tenía remordimientos de que la diferencia no fuera tan sencilla como suponían los
dos lados, y anhelaba una reconciliación. Lutero no dio ni un paso, y se hizo más profunda la escisión entre
los protestantes. Y como los teólogos de las ciudades de Rinlandia y de los Países Bajos seguían a Lutero y
Ecolampadio más bien que a Lutero, esas iglesias empezaron a buscar consejo y dirección más bien en
Zúrich que en Wittenberg.
Con la espada y el hacha de combate en mano, Zuinglio fue muerto en 1531 en la batalla de
Kappel entre Zúrich y los cantones católicos. Le sucedió como pastor principal Enrique Bullinger (muerto
en 1575), de temperamento prudente y moderado, que mantuvo una correspondencia europea mientras
Zurich se convertía en la guía y el modelo de otras ciudades protestantes.

BUCERO (1491-1551)

Martín Bucero, el reformador de Estrasburgo, dedicó una buena parte de su carrera a reconciliar a los
zuinglianos con los luteranos. Como otros negociadores, pensaba a veces que encontrar la fórmula correcta
equivalía a reconciliar a las partes contendientes, y nunca cayó en el defecto de ser demasiado lacónico en
sus explicaciones. Lutero le llamó una vez «ese tarabilla». Pero Bucero era más que un mero diplomático o
negociador; era un hombre de principios, y uno de los más instruidos y equilibrados entre los protestantes.
Después de estar vinculado con Lutero, había sido convencido por el razonamiento de Zuinglio de que era
imposible la recepción física de un don espiritual, y de que el canal de recepción era la fe. Pero también
percibía la fuerza de la posición luterana de que la Escritura revelaba una comunicación auténtica de la
humanidad del Señor en el sacramento. Por tanto propuso que el verdadero planeamiento del tema debería
usar la preposición con. El don divino no se daba en o bajo los elementos del pan y el vino - hasta ahí tenía
razón Zuinglio -; sino que se daba en una indisoluble conjunción con ellos - como el pan se le da al cuerpo,
así pasa el don divino al alma fiel. Este don divino era la humanidad del Señor, como creía la Iglesia
Católica. Por tanto Lutero tenía razón en sostener que al comulgante se le ofrecía un don objetivo, y
Zuinglio la tenía en defender que el incrédulo no podía recibir nada más que pan.
Este es en bosquejo la doctrina que se llamó después «recepcionismo», y que estaba destinada con
el tiempo a llegar a ser la doctrina clásica del protestantismo no luterano. Una de sus formas es la doctrina
calvinista. Porque las largas exposiciones de Bucero fueron comprimidas en una explicación clara y
coherente, que no se podía por menos de entender, por uno de sus lugartenientes. Desde 1538 hasta 1541
Juan Calvino, desterrado de Ginebra, estuvo trabajando bajo Bucero en Estrasburgo.

FAREL EN GINEBRA

La ciudad de Ginebra, como tantas otras ciudades del Imperio, se había ido desarrollando hacia la
independencia, aunque más despacio que Nuremberg o Estrasburgo o Zúrich. Las armas de la ciudad de
Berna, desde 1528 la ciudad más poderosa de la Suiza protestante, apoyaban el deseo de los ginebrinos de
ser independientes de su obispo. Los berneses utilizaron al francés Guillermo Farel para reformar las áreas
francófonas de Suiza bajo su jurisdicción, y fue una extensión natural de la influencia bernesa cuando Farel
ayudó a los de Lausana a echar a su príncipe-obispo y convertirse en una ciudad protestante libre.
Farel intentó trabajar en Ginebra, pero le expulsaron. En 1533 Berna le envió otra vez a Ginebra bajo
protección diplomática. Sermones, controversias, disturbios, un asedio, marcaron el estado de división de
los ciudadanos. Antes que acabara 1535 Ginebra ya era protestante. Era una ciudad independiente, pero su
independencia estaba bajo la protección de Berna.

CALVINO (1509-64)

Calvino pasó por Ginebra el verano de 1536 de camino de París a Estrasburgo, el puerto de los refugiados
protestantes que huían de Francia. Nacido en Noyon en 1509, estudió latín y teología en la universidad de

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París y derecho en Orleáns. En 1532 publicó un acreditado comentario a De clementia, de Séneca.
Inseguro en París se retiró a Basilea, y en 1536 publicó un manual lúcido de teología protestante,
Instituciones de la religión cristiana. Al pasar sin propósito fijo por Ginebra, Farel le persuadió a que se
quedara. El concejo de la ciudad le ofreció empleo como profesor de Sagrada Escritura.
Farel no era organizador. La reforma de Ginebra no llegaba a mucho más que rotura de imágenes
y más sermones. Calvino, que tenía formación de jurista, llevaba empleado en Ginebra unos cuatro meses
cuando presentó al concejo de la ciudad un programa de reformas convenientes. Tenía una mente ordenada
para los asuntos prácticos tanto como para los documentos, y una de las ardientes pasiones de su vida era el
aborrecimiento de la confusión pública. Se puso a buscar una organización de la iglesia y del ministerio
que asegurara la decencia y el orden. Como todos los otros reformadores asumió que eso se podía lograr
mediante una reproducción sistemática de las prácticas de la Iglesia primitiva tal como las presentaban el
Nuevo Testamento y la historia.
Sus primeros esfuerzos para organizar la iglesia terminaron con su destierro, de 1538 a 1541,
porque Ginebra no quiso nunca dejarse organizar a ultranza como proponía Calvino. Pero en el momento
en que le llamaron de nuevo, triunfalmente, persuadió al concejo de la ciudad que estableciera una serie de
normas conocidas como Las ordenanzas eclesiásticas. Aunque estas reglamentaciones fueron revisadas
veinte años más tarde por un Calvino firmemente en control, no representaban fielmente su ideal preciso
de política eclesiástica. Pero desde 1541 el bosquejo de su programa se fue poniendo en práctica.
Era una generación posterior a Lutero. Lutero se casó con una ex-monja, Calvino con la viuda de
un anabaptista; y la diferencia es simbólica. El problema ya no era derrocar el papado, sino la construcción
de nuevas formas de poder. Lutero basaba mucho sobre la doctrina del sacerdocio del laicado, y derivaba
parte de su programa práctico de esa doctrina. Reconocía que ésta estaba en la Escritura, y hacía hincapié
en sus consecuencias teoréticas. Pero lo que se necesitaba era la autoridad de un ministerio propiamente
llamado y purificado. Con el desmembramiento de la autoridad papal, la Reforma parecía haber dejado
imprecisa e incierta la autoridad del ministerio cristiano. Donde existía autoridad en las iglesias
protestantes, aparte de la autoridad personal de individuos de talla, esta autoridad recaía sobre el príncipe o
el magistrado de la ciudad. Calvino creía que al organizar la iglesia de Ginebra debía organizarla siguiendo
el ejemplo de la Iglesia primitiva, y de esta manera reafirmaba la independencia de la Iglesia y la autoridad
divina de sus ministros.
Había poco que fuera democrático en la constitución ideal de Calvino. Los pastores elegían a los
pastores, aunque el concejo de la ciudad podía rechazar la elección. Debían reunirse una vez a la semana
para el estudio en común de las Escrituras, y la asistencia a esta reunión no era voluntaria. Elegían a los
maestros, que eran responsables de la enseñanza de la Escritura y de la educación en general, aunque aquí
también el concejo insistía en que era necesario que él ratificara la elección. Los ancianos - lo más
característico de las instituciones de Calvino - eran agentes disciplinarios. Tenían la obligación de
supervisar la moral de sus congregaciones, asegurarse de que no se permitiera recibir la comunión a
pecadores notorios, e informar a la «venerable compañía» de los pastores. Estos ancianos eran nombrados
por los consejos del gobierno de la ciudad después de consultarlo con los pastores. Se tenían que reunir
todos los jueves en consistorio con los pastores para considerar si había algún desorden en la iglesia que
requiriera remedio. Tenían que citar ante ellos a los herejes, ya miembros de la parroquia que dejaban de
asistir a sus iglesias o que trataban despectivamente a los ministros. Había que amonestarlos; y si el
pecador seguía impenitente, podían excomulgarle e informar al magistrado.
Este control de la moral de la población no era nada nuevo. Hacía siglos que los tribunales de los
obispos y los concejos de las ciudades habían decretado reglas que una generación más tarde se
considerarían una tiranía intolerable que coartaba la libertad del ciudadano. Calvino quería otorgarle este
derecho y deber a las autoridades de la Iglesia, no a las del Estado; y cuando las autoridades de la Iglesia
entregaban a un pecador al poder civil, este había de castigarle.
Así como ocurría con los concejos de Basilea, Berna, Zúrich y otras ciudades suizas, el concejo de
Ginebra no tenía ningún deseo de conceder el poder de la excomunión a su clero. En cada nueva
oportunidad trataban de añadir condiciones a las Ordenanzas asegurándose de que los pastores actuarían
sólo después de referir el caso al concejo. Añadieron una nota al texto final de las Ordenanzas eclesiásticas
que estipulaba: «Estas disposiciones no implican que los pastores tengan jurisdicción civil alguna, ni que la
autoridad del consistorio interfiera de ninguna manera con la autoridad de los magistrados y de los

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tribunales civiles.»
La apostilla delataba una inquietud. En cierta medida los magistrados ya se habían visto obligados
a permitir el derecho a la excomunión como una condición para la vuelta de Calvino del destierro. Trataron
de restringirlo, no solo mediante estas apostillas ambiguas, sino también insistiendo en que un magistrado
civil presidiera el consistorio, bastón en mano, en señal de que estaba actuando como magistrado civil y no
simplemente como anciano laico. Calvino consiguió por fin que se suprimiera el bastón en 1561.
El concejo siempre lograba retener un mayor control en las elecciones al consistorio de lo que
Calvino aprobaba, y el concejo a menudo interpretaba la cláusula susodicha sobre la jurisdicción de una
manera que él desaprobaba enérgicamente.
Se conservan las actas del consistorio a partir del 16 de febrero de 1542. Las ofensas son
múltiples, y no todas tan interesantes como las siguientes. Una mujer se arrodilló en la tumba de su marido
y gritó Requiescat in pace; otros la vieron, y empezaron a imitarla. Un orfebre hizo un cáliz. Alguien dijo
que la llegada de los refugiados franceses había elevado el coste de la vida. Una mujer trató de curar a su
marido atándole al cuello una nuez que contenía una araña. Otra bailaba. Otra poseía un ejemplar de las
vidas de los santos, la Leyenda dorada. Una mujer de sesenta y dos años se casó con un hombre de
veinticinco. Un barbero le hizo la tonsura a un sacerdote. Otro criticaba a Ginebra por ejecutar a las
personas por sus opiniones religiosas.
Calvino vio el peligro que acechaba tras las trivialidades en el comportamiento moral. Una
ordenanza de 1547 renovaba el decreto más antiguo de 1535 contra el uso de pantalones rasgados. Pero
«vemos que, con los agujeros de los pantalones, quieren introducir toda clase de desórdenes.» Calvino
estaba inclinado a adoptar una actitud severa con las ofensas. Cuando mandaron a la cárcel a varios
distinguidos ciudadanos por celebrar un baile en una casa particular, fue para él una cuestión emocional, y
declaró su intención de descubrir la verdad «aunque me cueste la vida.»
En 1550 los magistrados autorizaron a los clérigos a visitar una vez al año el hogar de cada
miembro de la parroquia con vistas a examinar si la familia cumplía las reglas de la iglesia.
La reforma se había puesto en marcha para remediar la corrupción, la superstición y la
inmoralidad de la iglesia y de la sociedad. El péndulose había devuelto. El remedio comenzaba a trabajar
con mayor eficacia de lo esperado.
El consistorio era infatigable en el mantenimiento del orden moral. Sus miembros trataban de
suprimir la adivinación y la brujería, eran implacables con los comerciantes que defraudaban a sus clientes,
denunciaban las medidas falsas, los intereses excesivos, un médico que imponía precios altos, un sastre que
le cobró de más a un viajero inglés. Se compararon una vez con perros que ladran cuando su amo es
atacado. Se creían responsables de la protección de los ancianos, huérfanos, viudas, niños, enfermos.
Trataban de educar la conciencia pública, pareciéndose un poco a los profetas hebreos en su coraje, poder e
impopularidad.
Los límites entre las jurisdicciones de la Iglesia y el Estado nunca habían sido fáciles de definir, ni
tampoco lo fueron en Ginebra. Calvino, el jurista experimentado, trazó una revisión del código de la
ciudad para el concejo, un plan de vigilancia, una manera más limpia de deshacerse de la basura. No era
fácil distinguir si estaba ofreciendo esas sugerencias como laico interesado o como el pastor principal de la
ciudad. Se cuenta que cuando el primer dentista llegó a Ginebra, Calvino se aseguró personalmente de que
era respetable antes de permitirle abrir consulta; y, aunque la historia es probablemente apócrifa, representa
una verdad sobre la mezcla de Iglesia y Estado. El consistorio daba sus opiniones acerca de las rentas
bancarias, los intereses para préstamos de guerra, exportaciones e importaciones, acelerar los juicios, el
coste de la vida y la escasez de cirios. Por otra parte el concejo, aun en los últimos años de Calvino, se
puede encontrar supervisando el clero y realizando otras funciones que lógicamente se habrían asignado al
consistorio. El concejo no se retrasaba en protestar contra los sermones excesivamente largos, o contra los
pastores que descuidaban la visita a los hogares de la gente; examinaban las proclamaciones de los pastores
aun cuando se trataba de una llamada al ayuno en la ciudad, sancionando los días para la penitencia
pública, accediendo o rehusando prestar pastores a otras iglesias, proveían el alojamiento y el estipendio de
los pastores, daban licencia para la impresión de libros teológicos.
No es correcto hablar de una dominación, ni de los magistrados por parte de los pastores, ni de los
pastores por parte de los magistrados. Algunas personas estaban tanto en el concejo como en el consistorio,
y no tenían muy claro si estaban actuando como Iglesia o como Estado. Un pastor que dominara el
consistorio no podía por menos de ser uno de los gobernadores del Estado lo mismo que de la Iglesia. Esa

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era una de las razones por la cual Calvino trabajaba con éxito con una constitución que no era del todo fiel
a sus propias ideas.
Calvino no fue el dictador de Ginebra descrito por la leyenda y por sus enemigos. Hubo muchos
asuntos en los que no pudo lograr todo lo que quería. Quería que los pastores dieran los primeros pasos en
la elección de pastores, y el concejo insistió en estar asociado con la labor de selección desde el principio.
Quería que los pastores estuvieran presentes cuando el concejo elegía los ancianos, y lo consiguió en sus
últimos años, aunque la costumbre anterior se restableció ocho años después de su muerte. Quería que el
castigo de las prostitutas fuera severo, pero no lo fue nunca tanto como él consideraba adecuado. En
octubre de 1558 el concejo decretó por fin que la culpable de una segunda ofensa marchara por toda la
ciudad con un capirote en la cabeza, anunciado por un trompetero; pero aun entonces el concejo se negó a
aplicar el castigo con rigor. En 1546 Calvino convenció al concejo que suprimiera las tabernas y
estableciera cafés en su lugar. Serias reglas determinaban la conducta en esos cafés, prohibiéndose la
conversación indecorosa y las canciones obscenas, decretándose que no se sirvieran comidas a menos que
se hiciera una oración antes y después de la comida, y que se tuviera una biblia francesa para consultarla en
el lugar. Los cafés no resultaron un éxito, porque la gente prefería las tabernas, y estas acabaron por abrirse
otra vez. En 1546 hubo una ley contra el uso de nombres de pila que no fueran bíblicos, y en esto también
se impuso el pueblo. Quería que los pastores fueran ordenados mediante imposición de manos, y el
concejo no permitió más que oraciones y sermón. Ni tampoco pudo persuadir al concejo para que
devolviera todas las rentas eclesiásticas que se había apropiado, como tantos otros príncipes y ciudades, en
el primer impulso de la reforma. Esto no era una cuestión de principio para él, y no se esforzó
excesivamente. La cuestión de con qué frecuencia se debía celebrar la Cena del Señor estaba muy cerca de
su corazón. Creía que la Iglesia primitiva celebraba la comunión frecuente, semanalmente, y que debía
hacerse así en la iglesia de Ginebra. En la Edad Media se había acostumbrado a los laicos a participar de la
comunión tan poco frecuentemente que todos los reformadores encontraron este cambio uno de los más
difíciles para que el laicado lo aceptara. En las Ordenanzas de 1541 restringió esta petición a una vez al
mes, y hasta eso se le negó. Había de administrarse «en el tiempo presente» cuatro veces al año.
Calvino no era popular. Era la clase de hombre que no tiene más que discípulos o adversarios; era
imposible mantenerse neutral con respecto a él. Le conocían y querían solo unos pocos íntimos. En el
lecho de muerte dijo de los ciudadanos de Berna: «Siempre me han temido más que me han amado.» Y lo
mismo podría ser el veredicto de muchos de los ciudadanos de Ginebra. Algunos de ellos se dice que le
llamaban Caín, y uno llamó Calvino a su perro. Se sabe de papeles insultantes que se dejaban en el púlpito,
de canciones que se escribían contra él, de hombres que le acusaban de hipócrita y de tirano, de treinta
jugadores de tenis de quien se sospechaba que había escogido para su juego la plaza a la que daba la iglesia
en la que él estaba enseñando, del rumor de que alguien había ofrecido 500 coronas al que le asesinara.
Sabía lo que quería, y podía ser implacable para conseguirlo. Aunque a menudo sabía ser amable, le
resultaba más difícil que a la mayoría serlo con sus rivales. Consciente de ser fiel a la enseñanza de la
Biblia, identificaba la oposición a su persona con desprecio a la Palabra de Dios, y sabía que había que
vencerla. Era naturalmente austero, no encontrando placer en comer o beber; no se puede evitar sospechar
que se casó para dar ejemplo. Vivió tranquilamente en su casa de la Rue des Chanoines, con un modesto
estipendio, una familia sencilla y pocas horas de sueño; siempre estaba serio, sin nada de la exuberancia y
alegría de vivir de Lutero. No se permitía licencias, no soltaba nunca las riendas. Cuando decidía algo, era
inflexible. «Una vez que te mete el cuchillo - dijo un compañero de pastorado -, ya no tienes escapatoria.»
Un fabricante de juguetes y barajas llamado Ameaux, cuyo negocio sufría las consecuencias de la
disciplina que prohibía los juegos de cartas, dijo en una comida festiva que Calvino era una mala persona y
un extranjero que enseñaba una doctrina falsa. El concejo decidió que debía arrodillarse y disculparse con
Calvino en presencia de ellos. Calvino insistió en que tal disculpa no era suficientemente pública, y que él
no volvería a predicar hasta que se le ofreciera una satisfacción adecuada. El concejo condenó a Ameaux a
andar por la ciudad en camisa con un cirio pidiendo la misericordia de Dios. Si Calvino era moderado en lo
que Lutero era exuberante, si evitaba la rudeza que a veces manchaba la conversación de Lutero, le faltaba
el calor y la generosidad de Lutero.
No caía en el oportunismo, y tenía una mente sin estrechez ni anteojeras. Mientras que Zuinglio
podía tratar con desprecio a sus rivales, y Lutero rara vez los consideraba otra cosa que malvados, Calvino
podía ver que tenían razones, pero que había que desbaratarlas. El aire de inflexibilidad que conseguía
impartir a mucho de lo que hacía es primariamente el aire de un hombre que está convencido de su propia

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lógica y dispuesto a seguir el razonamiento hasta sus últimas consecuencias, sean las que fueren, teoréticas
o prácticas. La lógica puede que no siempre sea convincente para el lógico abstracto. Las instituciones,
hasta en su forma final, tenían una coherencia menos inevitable de lo que su reputación hacía suponer. El
sentido de coherencia se transmite al lector tanto por el orden de la disposición y la claridad del estilo
como por el implacable desarrollo del razonamiento desde sus axiomas.
Era un hombre intelectual, de doctrina. Ni siquiera sus íntimos podían penetrar hasta su alma,
como cualquier lector de las Conversaciones a la mesa puede penetrar a la de Lutero. Había algo distante,
secreto, reservado. Era un hombre de libros, textos, autoridades; carecía del sentimiento de la belleza
natural. Si tenía otros sentimientos, estaban por lo general escondidos. Causa sorpresa percibir su ternura
de espíritu cuando murió su esposa.
Parece extraordinario a primera vista que hubiera dominado una ciudad de la que él no era ni
ciudadano hasta 1559, y donde no hizo el menor esfuerzo por cultivar el favor popular. Hasta 1555 la
oposición dentro de la ciudad fue poderosa. En 1548 se le hizo presentarse ante el magistrado para que
explicara una carta interceptada, y fue reprendido hasta tal punto por el fracaso en el cumplimiento de su
deber que se creyó abocado a ir otra vez al destierro. Sus discípulos trataron de desacreditar la oposición
con el nombre de libertinos, pero lo eran solamente en el sentido poco corriente de tener opiniones sobre
Iglesia y Estado diferentes de las de Calvino. En 1553 Ginebra quemó al español Servet por su herejía
trinitaria, con lo que escandalizó a los protestantes radicales. Calvino había querido que la muerte fuera
más piadosa que la hoguera, pero había actuado para asegurar la ejecución, y algunos hombres buenos
creían que se le debía culpar a él por la severidad. El mismo año, un ciudadano del grupo libertino llamado
Berthelier, que fue excomulgado, pidió al concejo y no al consistorio , a las autoridades del Estado no a las
de la Iglesia, permiso para recibir el sacramento dos días después. El concejo lo concedió. Según el
apéndice a las Ordenanzas, estaba probablemente en su derecho. Calvino anunció desde el púlpito que le
negaría el sacramento a cualquier persona excomulgada. Esperaba ser depuesto y desterrado, y hasta
predicó un sermón de despedida. El concejo dijo que tenía que obedecer su orden; pero, como la discreción
es la mejor parte del valor, aconsejó a Berthelier que no asistiera al culto. La pelea se prolongó hasta 1555,
cuando la interpretación de las Ordenanzas de Calvino fue aceptada, y los líderes «libertinos» huyeron a
Berna. Calvino estuvo seguro a partir de entonces.
Una circunstancia exterior le ayudó. Ginebra era el refugio natural de los protestantes franceses
que huían de la persecución. Los protestantes franceses buscaban dirección en Ginebra; y muchos
refugiados que llegaban a Ginebra eran nuevos apoyos para Calvino. En 1546, ni uno solo de los trece
pastores era ginebrino de origen. «¡Adiós Ginebra! - dijo uno de los que odiaban a Calvino - El Rey de
Francia será un ciudadano aquí.» Los refugiados eran personas piadosas que habían abandonado sus
hogares por causa de la conciencia; todos los recién llegados de Francia, Escocia, Italia, Los Países Bajos o
Inglaterra fortalecían la posición de Calvino. Fue el refugiado escocés Juan Knox el que llamó a Ginebra
«la más perfecta escuela de Cristo que hubo jamás en la tierra desde los días de los apóstoles.»
Pero sería erróneo suponer que la autoridad de Calvino estaba basada en el apoyo exterior. Ni
siquiera todos los refugiados estaban contentos con lo que encontraron. Clemente Marot, casi un poeta
laureado en París, un despreocupado epigramatista romántico francés, que fue metido en la cárcel por
comer indebidamente en cuaresma, que había sido obligado a abjurar de la herejía protestante, publicó en
1541 traducciones métricas de treinta Salmos. Un salterio métrico era el vehículo principal del culto
congregacional en todas las iglesias reformadas. Marot huyó a Ginebra, y tradujo allí otros veinte salmos, a
los que Calvino puso un prefacio; y pronto se estaban cantando en los cultos. La poesía de Marot
correspondía perfectamente a la necesidad de los reformados. Los salmos métricos aportaron una nueva
forma de participación congregacional en el culto, y pronto llegaron a ser muy amados. Pero la vitalidad
de Marot no se amoldaba a Ginebra. En diciembre de 1543 el consistorio acusó a un hombre de jugar tric-
trac con él, y Marot salió de la ciudad.
La verdadera fuente de la autoridad de Calvino estaba en él mismo. Aunque fuera intransigente,
procuraba íntegramente lo que creía que era la verdad; imponía la admiración y el discipulado
involuntarios que se prestan a la consecuencia, al coraje y a la decisión. Siempre hablaba y escribía con
una fuerza magistral, sabía lo que quería y adónde iba, estaba tan libre de pompa o afectación como de
sensiblería. Impactó a Ginebra con el sello de su mente; y por tanto los calvinistas, dondequiera que iban,
contribuían con una coherencia y claridad de perspectiva que no compartían los luteranos, anabaptistas o
anglicanos.

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En 1559 fundó un colegio para la educación superior de Ginebra y del protestantismo occidental.
Lo equipó con profesores dimitidos de un colegio similar en Lausana porque no habían podido conseguir
que su concejo estuviera de acuerdo con el derecho de excomunión, y puso a uno de ellos a la cabeza, el
intelectual Teodoro Beza, que habría de ser más tarde su sucesor. Pronto llegó a ser una de las grandes
escuelas del pensamiento protestante, educando a muchos de los líderes calvinistas de la segunda
generación. El rector, los profesores y todos los maestros eran nombrados por el consistorio, aunque con la
aprobación del concejo. En un principio todos los estudiantes tenían que firmar una confesión rígida de
ortodoxia; pero esto se abolió en 1576, en parte porque excluía a los que más necesitaban instrucción, y
también porque parecía disculpar a los colegios luteranos cuando éstos obligaban a los estudiantes
calvinistas a firmar la Confesión de Augsburgo.

La más amplia influencia de Calvino descansaba en la claridad de su sistema teológico y de su


exposición bíblica. La primera edición de sus Instituciones, publicada en 1536, era un libro pequeño que se
distinguía entre las realizaciones teológicas especialmente por la lucidez de su ordenamiento y su estilo
latino. El libro fue creciendo año tras año - Calvino tuvo tranquilidad para ampliarlo en el exilio de
Estrasburgo, y permitió que se publicara la primera traducción francesa de esta edición ampliada en 1541.
La edición definitiva y más extensa se publicó en 1559; Calvino, enfermo y desde la cama, iba dictando la
traducción francesa a sus secretarios, y aun entonces sugería adiciones que se pudieran incorporar al texto.
Escribía sencilla y concisamente. No tenía ninguna de las reverberaciones de la prosa de Bucero, nada de
la vehemencia de Lutero. Puede que no gustara lo que Calvino decía; pero no que no se entendiera lo que
quería decir. Y como la estructura se fue edificando una edición tras otra, resultó claro que el manual, ya
ampliado en Estrasburgo, ya contenía el esqueleto del edificio y que las adiciones ilustraban y explicaban y
aplicaban a circunstancias prácticas una teología que tenían clara en su mente desde la primera edición.
Pero en la provisión para el ministerio y la organización - la sección del libro más trascendental en la
práctica - las adiciones son sustanciales.
Como todas las mentes poderosas, Calvino dependía de la influencia de otros y de su experiencia
pasada. Cuanto más sabemos de Bucero, más reconocemos su influencia sobre ciertos puntos de vista
característicos de Calvino sobre la teología y el gobierno eclesiástico. Pero aunque su estancia en
Estrasburgo bajo Bucero había sido formativa, Calvino no era un imitador. Un hombre de la Biblia y un
concienzudo estudiante de los Padres de la Iglesia, pensó y digirió y absorbió hasta que las convicciones
resultantes y decisivas fueron suyas propias.
La doctrina de Calvino descansaba sobre la fe en la especial providencia de Dios que guía los
acontecimientos particulares del mundo. No tenemos que pensar en una dirección general. Nos enseña la
Biblia su dirección particular en los sucesos particulares de las vidas individuales. Leemos que no cae al
suelo un gorrión aparte de la voluntad del Padre. Leemos que Él envió el huracán en el desierto, y así
sabemos que «ningún viento sopla a menos que Él lo haya mandado especialmente.» Leemos que Él da
hijos a algunas madres y a otras no. Esto no es fatalismo, no es un sistema mecánico de una naturaleza
implacable, sino los decretos personales de un Dios Todopoderoso. Él mueve las voluntades e
inclinaciones de las personas a andar por el camino que Él traza. El azar es una apariencia para nosotros
porque su eterno consejo está oculto dentro de su pecho.
El paso religioso definitivo de Lutero fue una confianza absoluta en un Salvador redentor, y su
texto decisivo: «El justo vivirá por la fe.» El paso religioso definitivo de Calvino fue el asentimiento de la
voluntad a un Dios eterno; su texto decisivo: «Hágase tu voluntad.»
Si las circunstancias son favorables, el cristiano dará toda la gloria a Dios y ninguna a sí mismo. Si
las circunstancias son adversas y la ruina le aflige, reconocerá la disciplina de Dios y clamará con Job: «El
Señor dio y el Señor ha tomado, bendito sea el nombre del Señor.» Calvino tenía frecuentemente en los
labios textos bíblicos de conformidad y de confianza; y nadie en la historia cristiana ha tenido más derecho
que Calvino para usarlos.
Con este interés religioso en la providencia de Dios, Calvino envolvió la doctrina de la
predestinación en una nueva atmósfera.
Los protestantes habían sido enseñados por Lutero, por san Agustín, y por la Epístola a los
Romanos que ellos no podían merecer el Cielo, que la vida moral cristiana y sus consecuencias en el más
allá debían aceptarse por la fe como un don de la misericordia y el amor de Dios. Dios escogió a algunos y
no a otros - la Escritura lo enseñaba, y la observación lo confirmaba.

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Si todo es don de Dios, aun la fe por la que nos apropiamos el don, entonces desde toda eternidad
Dios tiene que haber escogido a algunos para la vida y haberles otorgado su misericordia, y dejado a otros
sin redimir de sus pecados para morir una muerte eterna. Todos confesaban que esto era inmiscuirse en el
misterio de un Ser eterno que está oculto a los ojos humanos. Todos estaban de acuerdo en que lo que las
congregaciones necesitaban oír no eran especulaciones sobre el misterio de la predestinación, sino que «el
que se arrepienta será salvo.» Que la predestinación era una realidad lo admitían todos los pensadores
cristianos de la tradición paulina y agustiniana. Las diferencias teoréticas entre Calvino, san Agustín, santo
Tomás de Aquino o Lutero son pequeñas.
Pero Calvino lo vio en el contexto de su fe en la providencia. Por tanto poseía para él una
importancia para la devoción y la práctica religiosa que no poseía para santo Tomás ni aun para Lutero.
Juan Eck había escrito sobre la predestinación como un ejercicio intelectual para entrenar su joven mente.
Calvino aborrecía la idea de que esto fuera un problema aislado meramente para el intelecto. La seguridad
del cristiano de su elección para la vida eterna era la más profunda fuente de su confianza, su intrepidez, su
humildad y su poder moral. «Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros?» La doctrina, aunque es un
misterio, no era un mero misterio para los críticos del aula. Había textos sobre ella en las Epístolas a los
Romanos y a los Efesios y en otras partes de la Biblia. Estos textos deben haberse dado para que impartie-
ran conocimiento, hay que predicar sobre ellos desde el púlpito y enseñados a la gente sencilla. Todas las
almas deben ser guiadas en la fe a ser conscientes de su llamamiento, a cerciorarse de que la mano
misericordiosa de Dios está sobre ellas, hasta que puedan confesar con san Pablo que están persuadidas de
que nada puede separarlas del amor de Dios.
Al proclamar esta majestuosa doctrina, Calvino la despojaba de las vacilaciones que habían
musitado sus predecesores. Él no sabía escribir nada oscuramente - y por tanto expresó abiertamente sus
tremendas (horribile) consecuencias: que Cristo no murió en la Cruz por toda la humanidad, sino
solamente por los elegidos; que Dios no quiere que todos los seres humanos sean salvos; que todos fueron
creados por Dios, que decretó desde toda la eternidad que estaban destinados a una destrucción eterna. Y si
alguien objetaba que Dios era por tanto injusto, Calvino contestaba que todos los seres humanos eran
condenados justamente por sus pecados, y fuera de esto no podemos ver el propósito todopoderoso.
Sabemos que Dios actúa siempre con justicia. Cómo obra esa justicia está fuera de nuestra vista en esta
vida.
Durante los cien años siguientes esta fue la cuestión clave para los teólogos, casi tanto para los
católicos como para los protestantes: la cuestión de si la doctrina agustiniana en esta expresión
intransigente era la interpretación auténtica del Nuevo Testamento. «¡Yo no estoy predestinado - declaraba
el Berthelier más joven violentamente - digáis lo que digáis tú y tu Calvino!»
El caso del ex-carmelita Jerónimo Bolsec en Ginebra es el prototipo de una serie de controversias
que habían de preocupar a la Cristiandad. En octubre de 1551, uno de los colegas de Calvino explicaba el
texto de Juan 8:47 siguiendo el razonamiento de Calvino. Bolsec, refugiado de Francia, se levantó para
desafiar la opinión de que Cristo no murió por todos, y que la fe era un don concedido desde la eternidad a
los elegidos; dijo que esas doctrinas hacían de Dios un tirano. Mientras estaba hablando entró Calvino en
la reunión sin ser visto y escuchó. Cuando acabó Bolsec se levantó Calvino y habló durante una hora. A
Bolsec le metieron en la cárcel. El concejo de la ciudad, alucinado por el razonamiento de las dos partes, y
no muy atraído por la exposición de Calvino, apeló a las otras iglesias de Suiza. Calvino encontró
insatisfactorias las respuestas de las otras iglesias: Berna replicó que la cuestión era un misterio sobre el
que no podían contender los hombres; Basilea y Zúrich dieron un apoyo general pero cualificado a
Calvino; y Zúrich le culpó por su manera de tratar a Bolsec. Solamente el Neuchâtel de Farel, sin que se le
pidiera, mandó una carta denunciando a Bolsec como un Iscariote. El concejo de la ciudad desterró a
Bolsec, más por mor de la paz que de la verdad. Bolsec se vengó publicando (1577) una vida de Calvino
que es la fuente de algunas leyendas calumniosas.
A la larga había de ser esto la piedra de tropiezo del calvinismo. En un principio, el poder
organizador y la doctrina de la iglesia fueron la fuerza de atracción. Las personas no eran atraídas por la
enseñanza calvinista y luego movidos a organizarse como iglesias calvinistas, sino que eran atraídas por la
disciplina calvinista y así eran guiadas a la ortodoxia calvinista. Pero el poder moral y devocional de la
doctrina de la elección era fuerte. Los calvinistas eran austeros, intrépidos, laboriosos, devotos a la Biblia.
Sabían lo que creían y lo que debían hacer, y sabían bajo qué autoridad se encontraban. Durante cien años

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fueron la fuerza religiosa más potente del protestantismo.

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4
La Reforma en Inglaterra hasta 1559

El impulso hacia la Reforma en Sajonia fue primero religioso y luego político. En Francia, Holanda y
Escocia, la Reforma empezó como un movimiento religioso que se vio involucrado inevitablemente en la
política nacional. Pero este proceso no fue universal. Algunas reformas empezaron porque la nación se
estaba desarrollando, y el cambio religioso afectó al desarrollo. En Dinamarca y Suecia la Reforma fue
más una revolución política con consecuencias religiosas que una revolución religiosa con consecuencias
políticas.
Inglaterra fue única en su reforma, y única en la Iglesia que se estableció a consecuencia de la
Reforma. La reforma inglesa fue supremamente una revolución política, y su autor, el rey Enrique VIII, se
opuso ferozmente por un tiempo a muchas de las consecuencias religiosas que acompañaron a los cambios
legales en todo el resto de Europa.
En Inglaterra, la Corona no era antipapista por tradición. Con entre una quinta y una tercera parte
de la tierra en mano de eclesiásticos, que poseían derechos especiales e independientes en la justicia y en el
pago de los impuestos, no le era posible al rey gobernar efectivamente a menos que usara el poder
teoréticamente supremo del papa como medio para controlar al clero.
El cardenal Wolsey es un ejemplo interesante de este poder real. El primer ministro de Enrique
VIII desde 1514, cardenal en 1515, y canciller desde 1515 hasta su muerte en 1529, parecía manejar toda
la autoridad en el estado. Pero necesitaba más que la autoridad real. Para gobernar el estado en 1520
necesitaba autoridad papal para dominar a los obispos y las órdenes religiosas. Llegó a ser legado papal
con poderes que se renovaban y ampliaban de cuando en cuando. Estos poderes se concedían so pretexto
de que los necesitaba para reformar la Iglesia. Hablaba públicamente de la necesidad de la reforma, pero
estaba demasiado ocupado con los asuntos importantes del estado. Cerró monasterios para fundar dos
colegios universitarios, y empezó a poner fin al abuso de los santuarios; y en tanto en cuanto puso a los
señores feudales bajo control, ayudó a la disciplina de la Iglesia. Pero no estaba reformado él mismo.
Manejaba las rentas, no solo de su arzobispado de York, sino de nunca menos de otra sede, y de la rica
abadía de San Albano, aunque nunca visitó ninguna de sus diócesis hasta después de su caída del poder.
Recibía grandes pagas o sobornos por servicios privados de cualquier clase, y hacía gala de su riqueza ante
todo el mundo. Mantenía una concubina con la que tuvo por lo menos una hija y un hijo que llegó a deán
de la catedral de Wells cuando aún era un niño escolar.
De 1518 a 1529 Wolsey gobernó Inglaterra como representante tanto del Rey como del Papa. Su
autoridad impopular en el estado, especialmente sus exacciones de dinero, incrementaron el rencor de
laicos instruidos contra el poder clerical, y por tanto contra el Papa. Se resentía el control del Papa en esta
nueva forma porque hacía presente y efectivo lo que raramente había sido efectivo desde una distancia
remota. El ser libres de la interferencia papal llegó a ser una meta más deseada por los laicos y el clero de
lo que lo había sido nunca antes en Inglaterra. El Duque de Suffolk dio un puñetazo en la mesa con una
blasfemia gorda gritando que el viejo dicho era cierto, que nunca había hecho ningún legado o cardenal
nada bueno en Inglaterra.
Pero Wolsey era el servidor del Rey, no del Papa. Sin el favor del Rey no se podía mantener ni un
momento. Durante los once años antes de 1529 el Rey ya controlaba la Iglesia tanto como el Estado en
Inglaterra, y con el consentimiento del Papa. Si hubiera suficiente hostilidad hacia el Papa entre los ingle-
ses, el Rey podría controlar la Iglesia tanto como el Estado con el consentimiento del Papa. Wolsey cayó
porque el deseo del Rey de desembarazarse de su mujer Catalina de Aragón puso al Papa en una situación
en la que era imposible el consentimiento.

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EL «CABEZA» DE LA IGLESIA

Enrique quería casarse con Ana Bolena. Catalina se iba envejeciendo antes de tiempo, era demasiado árida
para complacer la energía exuberante del Rey, y dio a luz a una serie de criaturas de las que María fue la
única que sobrevivió al parto o a la infancia. Enrique podría haber satisfecho sus deseos carnales con una
querida; pero se le introdujeron en su formidable mente motivos más elevados, que sublimaban para él
todo el problema. Catalina había estado comprometida con el hermano mayor de Enrique, Arturo. Por
tanto no era elegible para novia de Enrique, y se le había permitido casarse con él solamente con la
dispensa del Papa. Era posible que los niños enfermizos y la falta de un heredero varón demostraran que la
bendición de Dios no descansaba sobre un matrimonio que era prohibido por la ley de Dios. Y con el
recuerdo de las guerras de las Rosas y la dinastía Tudor tan insegura en apariencia era necesario para la
unidad y prosperidad de Inglaterra que el Rey engendrara un varón y legítimo heredero. Catalina,
empezaba él ahora a creer, no había sido nunca su esposa. Y se dirigió a la Iglesia para que declarara el
hecho y santificara su matrimonio con Ana Bolena.
El papa Clemente VII, un político diligente y fracasado, era demasiado débil o prudente para negarse
tajantemente. Se mantuvo aplazando la decisión. En circunstancias favorables tal vez se habría apresurado
a declarar lo que quería el Rey. Pero Enrique y Wolsey le estaban pidiendo un imposible doctrinal y
práctico. Le estaban pidiendo que declarara que la dispensa papal que permitió a Enrique casarse con
Catalina había sido nula. Un papa no podía declarar que el acto de un predecesor había sido inválido sin
debilitar su propia autoridad. Y en medio de las vicisitudes de la política italiana, los ejércitos del
emperador Carlos V, que era sobrino de Catalina de Aragón, saquearon Roma en 1527 y tuvieron cautivo
al Papa. Clemente no podía complacer a Enrique VIII sin ofender de muerte a Carlos V.
El verano de 1529 el Rey, desesperando de hacer ceder al Papa, despidió a Wolsey y la política de
persuasión y se pasó a una política de amenaza. Los príncipes del norte de Alemania habían conseguido
excluir de sus dominios el poder del Papa. Enrique habló de seguir su ejemplo. Reunió el Parlamento de
1529, y dejó que los juristas laicos y anticlericales, liberados del dominio de Wolsey, prepararan una serie
de proyectos de ley para reformar la administración eclesiástica.
Desde 1393, la principal restricción de la ley en cuanto a la intervención papal en la Iglesia inglesa
era el estatuto de Praemunire. En su origen, este había tenido el propósito de excluir del reino los decretos
papales que interfirieran con los derechos de los obispos ingleses. Los tribunales ampliaron paulatinamente
su aplicación. Wolsey, después de su caída, fue acusado bajo Praemunire sobre la base absurdamente
injusta de que había actuado como legado papal en Inglaterra.
En enero de 1531 los juristas aplicaron esta arma vaga y amenazadora a todo el clero de Inglaterra.
Le acusaban de una ofensa contra Praemunire porque habían aplicado el derecho canónico romano en sus
tribunales. «Nadie - escribió el embajador imperial - puede sondear los misterios de esta ley. Su interpre-
tación no está más que en la cabeza del rey, quien la amplía y declara a su capricho, y se la aplica a quien
quiere.» Las diócesis de la Iglesia, tras rígida protesta y sin reconocer verbalmente su delito, compraron su
perdón por 118,000 libras esterlinas (100,000 de la diócesis de Canterbury, y 18,000 del de York) y a
continuación el Rey las obligó a reconocer al Rey como Cabeza de la Iglesia - «Protector especial, único y
supremo Señor, y, hasta donde lo permite la ley de Cristo, aun suprema Cabeza.»
La fórmula no quería decir gran cosa. No era un repudio del poder papal. La frase hasta donde lo
permite la ley de Cristo podía cubrir toda clase de limitaciones. Pero los lores y juristas del Parlamento
estaban de acuerdo con el Rey en avanzar en su enfrentamiento al Papa. Uno de los lugartenientes de
Wolsey, Thomas Cromwell, llegó entonces a la cima entre los consejeros. Experimentado en el método de
Wolsey de controlar la Iglesia y el Estado como una unidad, aspiraba a un control similarmente unificado a
lograr por el Rey y el Parlamento excluyendo del reino al Papa.
En 1532 Enrique, a petición del Parlamento, exigió a las diócesis una «Sumisión»; es decir, el
entendimiento de que, como el poder de las diócesis de hacer cánones podía entrar en conflicto con el
poder de la Corona y el Parlamento de hacer leyes, no podían promulgar nuevas ordenanzas sin licencia
del Rey, y que habían de someter los cánones existentes para su revisión a un comité nombrado por el Rey.
El mismo año un decreto ley restringía el pago a Roma de las primicias o primeros frutos, que en 1534 se
transfirieron a la Corona; en 1533 un decreto ley abolía las apelaciones de Inglaterra a Roma, y en 1534
todos los demás derechos y deberes legales del Papa se transferían a la Corona. El mismo año el Decreto
de Supremacía declaraba que el Rey era el cabeza supremo de la Iglesia de Inglaterra y omitía la cláusula

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restrictiva insertada por el clero en el Sínodo. El nuevo arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer,
declaró que el matrimonio de Enrique con Catalina no era tal, y en Pentecostés de 1533 Ana Bolena fue
coronada Reina. En junio y julio de 1535 el obispo Fisher de Rochester y el excanciller Tomás Moro
fueron decapitados por negarse a jurar la supremacía real en derogación de la autoridad del Papa. En enero
de 1535 Cromwell recibía una comisión para visitar las iglesias y al clero en todo el reino.
¿Qué sentimientos albergaban los corazones de los eclesiásticos cuando se les exigía repudiar al
Papa y aceptar la supremacía real aquellos años a partir de 1534?
En el sur de Inglaterra, los objetores declarados fueron pocos. Más tarde pretendieron los
historiadores católicos de la generación siguiente que muchos guardaron silencio con la conciencia
intranquila y por miedo; si esto fue verdad de muchos o no, no cabe duda que lo fue de algunos. Tenemos
evidencia de hombres que hablaron contra la supremacía a sus amigos personales; y, como la evidencia
incluye solamente a los que después fueron traicionados por sus amigos, la murmuración tiene que haber
sido mucho más corriente de lo que sabemos. Todos los cambios de religión son inquietantes. Un sacerdote
de la iglesia de San Albano dijo que no podía olvidar las viejas costumbres en las que se había criado. Los
cambios desarticulaban las mentes, y la gente no sabía qué hacer. Fray Brenchley predicó un sermón
despotricando contra el cambio, y dijo: «Señores, fijaos bien, ahora tenemos muchas leyes nuevas. Me
temo que tendremos un Dios nuevo dentro de poco.» En Gisburn de Yorkshire, cuando el sacerdote estaba
leyendo en voz alta los artículos de la supremacía, un hombre salió al frente de entre la congregación, le
arrebató el libro de las manos y salió corriendo de la iglesia. Se tenía miedo de cómo iba evolucionando el
gobierno, miedo al Luteranismo, miedo a que el Rey confiscara las tierras de la Iglesia. John Smethson,
diciendo maitines con otro sacerdote, dijo: «Yo no voy a orar por el Rey, porque está a punto de
arruinarnos.»
La mayor parte de los murmuradores eran gente sencilla. Por encima había unos pocos como
Fisher y Moro, que mantenían sobre una base doctrinal que ningún Parlamento podía abolir el poder del
Papa. El doctor Reynolds, examinado el 29 de abril de 1535, dijo que «todos los hombres buenos del
reino» estaban de acuerdo con él, y que «yo tengo de mi parte todos los Concilios Generales, todos los
escritores, los santos doctores de la Iglesia de los últimos 1,500 años, especialmente san Ambrosio, san
Jerónimo, san Agustín y san Gregorio.» La tradición católica, creía él, declaraba que el poder del Papa
formaba parte de la verdad cristiana, y ningún decreto del Parlamento podía abolir su autoridad sobre la
conciencia. Esta postura debían asumirla todos los del círculo de la reina Catalina de Aragón, porque
aparte del poder legal del Papa Catalina no estaría casada con Enrique. Todos los que consideraban el
divorcio una injusticia que debía rechazarse en conciencia debían afirmar que el Papa había permitido
rectamente el matrimonio, y por tanto debían asentir a que el Papa poseía una autoridad religiosa de parte
de Dios tanto como una autoridad administrativa de parte de los hombres.
Pero en las alturas había pocos hombres que pensaron así. Al clero superior no le resultaba difícil
repudiar al Papa. Consideraban el papado una institución humana que se podía suprimir legalmente a favor
de mejores arreglos. Estaban dispuestos, sorprendentemente dispuestos, a firmar documentos diciendo que
el Obispo de Roma no tenía más jurisdicción en Inglaterra que cualquier otro obispo extranjero. Creían lo
mismo que los obispos que declararon en febrero de 1535 que el poder papal era cosa del hombre y no de
Dios. Los obispos no estaban al servicio de los tiempos. Tunstall de Durham, humano y sincero, llevaba
tiempo predicando vigorosamente a favor de la supremacía real antes de que le mandaran hacerlo. Roland
Lee, obispo de Coventry y Lichfield, estaba inquieto, no porque le mandaran a predicar contra el Papa,
sino porque le mandaban a predicar, porque todavía no se había subido a un púlpito. La Europa del Norte
aceptaba mayormente las opiniones de los Concilios de Constanza y Basilea del siglo anterior, de que el
Papa era el servidor administrativo de la Iglesia.
El clero superior solía asociar el conservadurismo con el «mumpsimus» y el oscurantismo; y
algunas veces tenían razón. Fray Arthur de Canterbury predicó en Herne ante un gran auditorio, y echó la
culpa a los nuevos libros y predicadores de descarriar a la gente y despreciar los ayunos y oraciones y
peregrinaciones; los llamaba júdases, y decía que el que ofreciera un penique en el altar de Santo Tomás
ganaba más mérito que el que daba una libra a los pobres, porque lo uno es espiritual y lo otro corporal.
Los sencillos eran conservadores, e ignorantes. Cranmer se sorprendía de descubrir que un hombre
instruido como el doctor Reynolds pudiera tener estas opiniones pertinazmente acerca del Papa. El
arzobispo de York, Edward Lee mandó a todos sus curas que leyeran la declaración contra el Papa, pero
indicó que la orden no se obedecería íntegramente porque muchos de los curas apenas sabían leer y él

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conocía a menos de doce sacerdotes seculares de la diócesis que pudieran predicar.
Aunque a algunos les remordía la conciencia, los autores del tiempo de la reina María de la
generación siguiente exageraron la magnitud de la inquietud interior. La abolición del poder del Papa no
fue la más arriesgada de las leyes de Enrique VIII. El país apenas se dio cuenta de la excomunión del Papa,
y el Rey declaró que le importaba un higo que el Papa lanzara 10,000 excomuniones.
La facilidad con que se abolió el poder del Papa y se sometió el clero a la ley del país animó al
Rey y a Cromwell a ampliar la revolución. Todos los otros países o ciudades, al repudiar al Papa,
suprimían los monasterios. El Rey y Cromwell echaron una ojeada a las tierras monásticas de Inglaterra,
ahora indefensas ante el poder de la Corona. Wolsey ya había suprimido veintiocho casas para fundar su
nuevo colegio universitario en Oxford (más tarde llamado Christ Church) y una escuela en Ipswich.

LA SUPRESIÓN DE LOS MONASTERIOS

Los estados protestantes diferían en sus actitudes hacia los monasterios. Estaban de acuerdo en que la vida
monástica era una forma equivocada de vida cristiana; pero si había por tanto de suprimirse era un asunto
en desacuerdo. Todos los estados protestantes revocaron leyes que imponían castigos a los monjes y
monjas fugitivos. Animaban a los monjes y a las monjas a volver a la vida secular. Trataban de facilitarles
que asumieran un trabajo secular proveyéndoles pensiones de las dotaciones monásticas y encontrándoles
cuidado pastoral, y por tanto un estipendio parroquial, si eran sacerdotes. Se proveían pensiones similares,
o dotes para el matrimonio, a las monjas que dejaban de serlo. Algunas veces las sometían a una enseñanza
diseñada para recuperarlas de su conducta errónea. Los estados más revolucionarios, como las ciudades
suizas, simplemente suprimían los monasterios y confiscaban sus dotaciones, aunque proveyendo de ellas
las pensiones necesarias. Algunos estados luteranos siguieron este ejemplo; pero otros - Sajonia durante un
tiempo, especialmente Suecia y Dinamarca - dejaron continuar a algunas casas hasta que expiraban
naturalmente. La suerte de una monja lanzada al mundo después de la clausura era probablemente más
dura que la de un monje, y en Suecia varios conventos de monjas declinaron callada y lánguidamente
durante algunos años. Un convento en Maribö en Dinamarca no se cerró hasta 1621.
Inglaterra fue excepcional en esto como en tantas otras cosas. En la Inglaterra conservadora de
Enrique VIII se tenía la pretensión de no obligar a los conventos a cerrar.
En el verano de 1535, bajo poderes conferidos como visitador, Cromwell programó una visita a
los monasterios. Dos comisionados, Richard Layton y Thomas Legh, visitaron los monasterios del Sur
entre julio de 1535 y febrero de 1536. Los visitadores informaron de muchas indignidades en los monaste-
rios. No toda su evidencia satisfacía plenamente al observador imparcial. Los monasterios más pequeños
(los que tenían un valor anual de menos de 200 libras esterlinas) fueron suprimidos por un decreto ley de
1536. Aun después de aquel decreto el Rey no tenía intención evidente de disolver todos los monasterios, y
él mismo refundó dos casas durante 1537. Hasta en mayo de 1538 el convento de monjas de Kirklees
recibió una patente de re-fundación.
Pero desde Noviembre de 1537 las casas más grandes y ricas empezaron a «rendirse», es decir, a
disolverse por sí mismas de común acuerdo. Los visitadores volvieron a recorrer el país para convencer a
los monjes de que se disolvieran. La persuasión era rara vez difícil, en parte porque se rumoreaba por todas
partes que los iban a suprimir pronto, en parte porque algunas casas ya tenían dificultades para continuar.
Un número no despreciable de monjes y monjas se alegraban de que se les diera así la libertad. En mayo de
1539 en Parlamento aprobó un decreto confiriendo a la Corona todas las posesiones monásticas que se
rindieron después del decreto de 1536. Ninguno de los abades presentes en la Cámara de los Lores protestó
en contra. La disolución fue un proceso tranquilo, con solo el derramamiento de sangre de los pocos que
rechazaron la supremacía real. (Sin embargo no es seguro que las acusaciones se habrían procesado contra
los abades difíciles si ellos hubieran sido menos difíciles en lo de la rendición). La última casa, la abadía de
Waltham en Essex, se rindió al Rey el 23 de marzo de 1540.
Un decreto de 1536 instaló un Tribunal de Aumentos para recibir y administrar la propiedad
rendida. En un principio parece que se pretendía que retuviera la propiedad y guardara la renta anual.
Pronto el Tribunal empezó a conceder alquileres, a menudo a servidores de la Corona; y pareció sensato
vender algunas tierras, ofreciendo parte de la propiedad al público.
La disolución de los monasterios fue con mucho el acontecimiento social más importante de la

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revolución. Los monasterios no eran, ni habían sido en los últimos trescientos años, el poder moral e
intelectual y espiritual de la alta Edad Media; pero eran un hecho social que se extendía por todo el paisaje
europeo, dominando muchas aldeas con sus tierras y sus trabajos. Es posible encontrar muchas casas que
habrían dado gloria a muchas órdenes en cualquier siglo, pero forman un grupo pequeño dentro del total.
La propia casa de Lutero en Erfurt, bajo la dirección de Staupitz, era sin duda un lugar donde hombres de
religión trataban en verdad y en serio de vivir una vida religiosa. La casa benedictina de Metten en el Sur
de Alemania era respetada por los protestantes por su piedad. Los cartujos de Inglaterra eran de un espíritu
tal que los llevó valerosamente a la muerte bajo el decreto de Supremacía de Enrique VIII. También es
posible encontrar casas, más que las fervientes, que se podrían calificar justamente de deshonras. Entre los
monasterios alemanes había abundantes escándalos de bebida y sexo. Los comisionados de Enrique VIII
buscaban la iniquidad moral por razones de estado, y aunque exageraron la repelente colección que
encontraron, bastante se confirmó por otra evidencia menos parcial. Pero la mayoría de los monasterios no
eran ni fervientes ni deshonrosos. Eran clubes agradables y medio secularizados de vida cómoda y
tranquila. Algunos de los más pequeños eran poco más que granjas.
Aunque es difícil encontrar evidencia de confianza sobre este punto, los celosos católicos creían
que muchos monjes eran indiferentes a la disolución de sus casas provisto que pudieran repartirse el dinero
entre ellos o por lo menos recibir una pensión adecuada. Excepto sobre esta base apenas podemos dar
razón de la facilidad con que se disolvieron a sí mismas «voluntariamente» las mayores casas monásticas
en Inglaterra entre 1536 y 1540. Muy pocos monjes y monjas huyeron a ultramar en 1539 o 1540 para
practicar en países católicos la vida familiar que se les negaba en Inglaterra. Se conocen algunos ejemplos
de individuos que se retiraban a vivir con sus superiores; cinco de las monjas de Kirklees en Yorkshire
vivieron muchos años con su priora en Mirfield; tres o cuatro monjes de Monk Bretton siguieron viviendo
con el prior en las cercanías llevándose consigo algo de la biblioteca y documentos; Elizabeth
Throckmorton, la abadesa de Denney en Cambridgeshire, se retiró a su hogar con dos de las monjas y
siguió observando la regla del convento; y tal continuidad extraoficial puede que fuera más corriente de lo
que demuestra la evidencia disponible. Pero era excepcional; y es un craso error imaginarse los
monasterios como el ejército privado del Papa. Los abades de Glastonbury, Reading y Colchester fueron
ahorcados en 1539, pero la gran mayoría de los de Inglaterra aceptaron sin rechistar la supremacía real y la
abolición de la autoridad papal, y ejemplos de una conformidad semejante se pueden encontrar en
Alemania. La disolución de los monasterios no era necesaria para la destrucción de la autoridad papal. Pero
el transferir tierras en una escala considerable, y el crear diversos nuevos derechos e intereses, animó a los
que estaban de acuerdo con los luteranos.
¿Qué se hizo con el dinero y las tierras de los monasterios disueltos?
En primer lugar, se usó para proveer pensiones para los ex monjes y pensiones o dotes para las ex
monjas. No eran pensiones abultadas para los religiosos ordinarios, pero se pagaron regularmente en casi
toda la Europa protestante. Algunos de estos pensionistas vivieron mucho tiempo, porque Fuller dijo que
los últimos murieron en Inglaterra en 1607-8, y sabemos de un cisterciense de la casa de Bittlesden que
murió como rector de Dauntsey en 1601. Muchos ex monjes fueron clérigos parroquiales haciendo
innecesario el que las autoridades eclesiásticas ordenaran a muchos nuevos pastores. En Dunstable, de
doce canónigos se sabe que por lo menos diez eran beneficiarios en 1556. Otros monjes, legos o
sacerdotes, se buscaban un trabajo secular. Los abades y priores ingleses recibían grandes pensiones de las
rentas monásticas. De algunas de las abadías más ricas fundó Enrique VIII seis nuevos obispados
(Westminster, 1 Bristol, Chester, Gloucester, Oxford y Peterborough); todas las nuevas catedrales tuvieron
a un ex monje como deán, y casi todas también a un ex monje de obispo. En Peterborough el palacio del
abad pasó a ser el palacio del obispo. Entre veinte y treinta superiores llegaron a ser obispos a pocos años
de la disolución, y algunos otros fueron cabezas de colegios u hospitales. Donde las viejas catedrales
habían sido fundaciones monásticas (Canterbury, Durham, Winchester, Ely, Norwich, etc.), los
monasterios se convirtieron en cabildos de canónigos, y muchos de los antiguos monjes siguieron como
nuevos canónigos - sabemos, por ejemplo, que más de veinte monjes se quedaron como prebendados de la
catedral de Norwich, que en Winchester se quedaron todos los monjes menos cuatro, y en Durham
veintiséis de cincuenta y cuatro.

1
Su diócesis era el condado de Middlesex. La sede se suprimió en 1550.

49
Estas dotaciones de nuevas sedes no fueron más que un fragmento de las tierras monásticas. En
Inglaterra, una pequeña porción se dedicó a la educación. Se fundaron o refundaron unos pocos colegios
de Oxford y Cambridge; una pequeña suma de dinero se usó para fundar escuelas, especialmente cuando la
municipalidad local adquirió el lugar y decidía dedicarlo a proveer educación; pero estas fundaciones
apenas compensaban la pérdida de las escuelas monásticas. En las de los estados alemanes en los que la
disolución fue tan ordenada como en Inglaterra, relativamente mayores sumas se desviaron de los monaste-
rios suprimidos a universidades o escuelas. Pero todos los gobiernos tenían necesidad de dinero, y una
proporción de las tierras se dedicó a la ayuda de los proyectos del estado, a recompensar a los funcionarios.
La Corona de Inglaterra ganó un aumento en la renta anual de sobre 100,000 libras esterlinas.
Donde la disolución fue desordenada, el destino de los religiosos puede que fuera menos dichoso.
En Escocia, donde el gobierno central era más débil que en Inglaterra, la disolución fue poco sistemática y
a veces cruda. Donde el gobierno central era débil, los monasterios eran tesoros indefensos en la
transferencia de poderes.
No exageremos las pérdidas. Todo el mundo está de acuerdo en que en todos los países de Europa
la Iglesia, como colección de corporaciones, poseía demasiada riqueza para la salud del estado, que algún
tipo de desviación era necesaria, y que la transferencia material de la propiedad es siempre dolorosa y va
corrientemente acompañada de injusticias con los individuos. El suprimir muchos de los monasterios no
era dañar la vida de la Iglesia, sino limpiarla, o nacionalizarla, con un mínimo de compensación para los
individuos, granjas o clubes campesinos. Para cualquiera que respetara el ideal monástico en su mejor
nivel, la pérdida estaba en los grupos de comunidades devotas que se consumían en el holocausto general:
escuelas, hospitales y casas de beneficencia; en muchas de las escuelas de canto, dejando a muchos
músicos sin trabajo y haciéndoles la vida muy dura, excepto la de las monjas que no querían o podían
casarse. El gravamen no era que la Iglesia sufriera una pérdida paralizadora de dotaciones, sino que los
gobiernos protestantes de Europa, en su necesidad de dinero, perdieron una oportunidad única de dedicar
estos recursos caritativos a fines verdaderamente caritativos como la educación, los hospitales, y la ayuda a
los pobres. No habría sido tan severa la carga si se hubiera podido mostrar que las dotaciones se dedicaban
a fines realmente nacionales. Algunas de las dotaciones sí se dedicaron. En otros casos, el efecto de las
disoluciones fue poner dinero y tierras en las manos de los lores laicos. Tales desviaciones permitieron
sobrevivir a los gobiernos, o hacer algunas cosas más, por lo menos por algún tiempo.
Si el edificio de la abadía estaba en un pueblo, podía ser propiedad valiosa. Si estaba en el campo,
probablemente era inútil y no se podía ni vender ni usar. El gobierno inglés mandó que se demolieran, pero
esto era a veces demasiado costoso, y las conchas vacías de las casas se convertían en ruinas que no
llegaban a ser románticas. En Lewes una cuadrilla de obreros, a las órdenes de un experto italiano, usaron
pólvora para derribar las columnas más grandes; y la obra se hizo deprisa porque un pariente de Thomas
Cromwell quería residir allí. En Lincolnshire el funcionario local consideró que el obedecer la orden y
demoler costaría más de mil libras, y por tanto sugirió dejar las casas inhabitables destruyendo los tejados
y escaleras, y dejando después que todos los que necesitaran la piedra usaran los muros como canteras.
Unos pocos propietarios fueron descuidados en el uso de las ruinas. Sir Richard Grenville convirtió más
tarde la iglesia de la abadía de Buckland en una casa, y la misma suerte le correspondió a la nave y el
crucero de Denney en Cambridgeshire. La gran puerta de la nueva casa de Lord Wriothesley en Titchfield
se colocó en medio de la iglesia de la abadía. El rey Enrique VIII usó la capilla de la sala capitular de
Londres para almacenar sus tiendas y aperos. En Malmesbury, un tejedor rico compró el monasterio para
usarlo como una fábrica, llenó de telares todas las habitaciones y se hizo el plan de construir pisos para sus
tejedores en los terrenos. Pero otras se hicieron parroquias, y los pueblos compraron a veces la iglesia de la
abadía con este propósito. La iglesia de la abadía de Tewkesbury, una de las glorias de la arquitectura
inglesa medieval, se destinó en un principio a la demolición como inútil, y fue el pueblo el que la salvó con
aquel fin.
Del contenido de las casas no se dispuso sin desperdicio. A excepción de los monasterios de
Alemania y Escocia donde la casa ya había sido expoliada por el populacho, la plata y las joyas y puede
que también algunos libros de la biblioteca se solían destinar al tesoro o a la biblioteca del estado. En
Inglaterra los contenidos se subastaban, muchas veces en una venta que se celebraba en el claustro o en la
sala capitular, y de esta forma los especuladores, comerciantes, coleccionistas o conservadores podían
encontrar cristal, vestiduras, misales, candelabros, incensarios, escalerillas, órganos, púlpitos, ladrillos y
tejas. El maderamen era valioso a menudo, lo mismo que las cubiertas de plomo. Hay una famosa des-

50
cripción posterior (1591) de la venta de la abadía de Roche en la que un monje estaba tratando de vender
las propiedades de su celda, y los campesinos estaban arrancando ganchos de hierro de las paredes. Un
conservador interesado compró parte de la madera de la iglesia y el campanario. Una generación más tarde
un sobrino suyo le preguntó cómo pudo hacer eso, y él le contestó: «¿Y que podía hacer yo? ¿Es que no
iba a hacer lo que los demás y sacar algo del despojo de la abadía? Yo veía que se lo estaban llevando
todo, así es que hice lo que todo el mundo.» Parte del contenido pasaba a las iglesias parroquiales,
especialmente en Inglaterra y el Norte de Alemania. Ciento cuarenta y seis toneladas de piedra de la abadía
de Thorney se concedieron para construir las capillas nuevas del colegio de Corpus Christi en Cambridge.
En la torre de la entrada de Christ Church en Oxford está la gran campana que antaño perteneció a la
abadía de Oseney, refundida en 1678-9. En la iglesia parroquial de Richmond, Yorkshire, se pueden ver
los asientos de misericordia adquiridos de la casa de Easby en la disolución. Tales reliquias son raras ahora
en las iglesias inglesas, porque el derroche fue considerable en las subastas. En las subastas locales, a
menudo en el campo, pocos podían conocer el verdadero valor de las piezas. En la venta en Stafford del
convento agustiniano, el señor Stamford licitó siete chelines y se quedó con un retablo de alabastro, una
puerta y un altar mayor.
Algunas bibliotecas eran reducidas y pobres. Al disponerse de las mejores bibliotecas hubo
pérdidas, no tanto por la destrucción de textos de las escuelas medievales como por la dispersión. Estos
contenidos se dispersaron en el comercio público del libro, y puede que llegaran a ser propiedad de
individuos que entendieran poco o nada de su valor. En los países protestantes, los anticuarios u hombres
de simpatías conservadoras o eclesiásticos interesados en la historia, pasaban por las librerías reuniendo lo
que podían salvar y donando su preciosa cosecha a alguna institución que se comprometiera a su
conservación, como el arzobispo Matthew Parker ofreció más tarde la mayor parte de su extraordinaria
colección de manuscritos a su colegio, Corpus Christi de Cambridge, o Robert Hare dio los manuscritos
que había coleccionado a Trinity Hall y a Caius College, evidentemente porque consideraban que estas
sociedades eran suficientemente conservadoras de actitud para valorar el regalo. Pero la dispersión
obligada de miles de manuscritos no se podía producir sin pérdidas, tanto más por cuanto en la nueva edad
de la imprenta pocos hombres se daban cuenta de lo irreparables que podían ser esas pérdidas. Pero las
pérdidas fueron casuales, aleatorias, involuntarias; si se quemaban manuscritos fue como ahora recicla un
librero moderno un montón inútil de novelas victorianas - papeles viejos polvorientos olvidados en los
desvanes y en los montones de basura porque nadie los quiere, no porque los consumieran en un
holocausto de celo fanático.
En algunas partes de Inglaterra la supresión de los monasterios suscitó ira y recurso a las armas.
Cuando los comisionados estaban suprimiendo el priorato de San Nicolás de Exeter, dejaron un obrero
para que desmantelara la cruz mientras iban a comer. Se reunió un grupo de mujeres, entraron a la fuerza
en la iglesia y corrieron y apedrearon al obrero, que tuvo que refugiarse en la torre y escapar tirándose por
una ventana, lo que le costó una costilla rota, pero pudo ser el cuello roto. En Lincolnshire, Yorkshire y
Cumberland el sentimiento popular, hostigado por más resentimientos que el disgusto por la política
religiosa del Rey, inició una rebelión que bastó para sacudir el trono - la Peregrinación de la Gracia. La
derrota de la rebelión precipitó la lenta supresión o la «rendición voluntaria» de las casas mayores.
No era posible disolver los monasterios sin destruir otros objetos tradicionales de devoción aunque
despreciados hasta por los conservadores instruidos como supersticiosos o pueriles. En 1538 los agentes
del Rey expoliaron o destruyeron los altares principales del reino, sobre todo el de santo Tomás de Becket
en Canterbury, cuyo botín se dice que llenó veintiséis carros, y que incluía parte de la arcilla con la que
Dios hizo a Adán, piedras de la prisión de la que escapó san Pedro y una espina de la corona de Cristo.
Trajeron a Londres una vieja imagen llamada la Cruz de Boxley, que podía mover los ojos y los labios
mediante un mecanismo interior de cables. El predicador de Saint Paul’s Cross demostró cómo funcionaba
a la congregación, y luego les tiró los trozos rotos. Una imagen del Norte de Gales llamada Darvell Gadarn
se quemó en Smithfield en compañía de un franciscano que había sido el confesor de la reina Catalina y
negó la supremacía real. La imagen de Nuestra Señora de Walsingham se trasladó antes de la supresión del
priorato. En 1545, dos años antes de la muerte del Rey, un estatuto del Parlamento autorizó la disolución
de los oratorios privados - capillas dotadas para ofrecer misas privadas por el alma de su fundador o con
otros fines. Pero no se ejecutó extensamente hasta el reinado de Eduardo VI, cuando el decreto se renovó y
amplió.
Aunque estos decretos revolucionarios contaban con la aprobación de muchos conservadores,

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animaron decisivamente a los que no eran conservadores.

LOS PROTESTANTES INGLESES BAJO ENRIQUE VIII

En el lugar que ahora ocupa el Laboratorio Cavendish en Cambridge estaba la casa de los frailes agustinos.
Su cabeza era en 1520 Robert Barnes, y Miles Covardale estaba entre sus miembros. Era natural que los
frailes de Cambridge estuvieran anhelantes por seguir la controversia suscitada por Lutero, el distinguido
teólogo de su orden en Wittenberg. Con un talante semejante entre los colegios universitarios - Thomas
Bilney de Trinity Hall, Hugh Latimer de Clare College - se reunieron en la posada cercana (White Horse
Inn) para discutir la teología alemana, y el grupo se llegó a conocer en la universidad como «Alemania».
El grupo de Cambridge se descompuso después de 1525, pero los radicales se trasladaron
veladamente a Alemania o Suiza para estudiar y seguir adelante con sus planes de reforma. Entre los
muchos ingleses que hubo en el continente de Europa durante el reinado de Enrique VIII estaban Robert
Barnes, anteriormente de los frailes agustinos de Cambridge, que estudió en Wittenberg, fue recibido
favorablemente cuando Thomas Cranmer estuvo en relación con los protestantes, fue hasta usado como
agente real en el extranjero, y fue quemado vivo como hereje en Smithfield en 1540; William Tyndale, que
consiguió imprimir la primera versión inglesa del Nuevo Testamento en Worms en 1525-6, y fue ahorcado
y quemado cerca de Bruselas en octubre de 1536; Miles Coverdale, también de los frailes agustinos de
Cambridge, que imprimió una traducción inglesa completa de la Biblia en Zurich en 1535, y cuyo delicado
sentido del ritmo sigue siendo familiar a los que usan los Salmos del Libro de Oración Común.
En los años 1535-9, cuando se estaban disolviendo los monasterios, Thomas Cromwell ejerció un
modesto mecenazgo con los reformadores que no eran radicales. Hugh Latimer fue elevado a la sede de
Worcester, Felipe Melanchthon fue invitado a Inglaterra en vano. Cromwell mantuvo intercambios diplo-
máticos con los príncipes luteranos del Norte de Alemania, y mandó que se colocara una Biblia inglesa en
todas las iglesias parroquiales. Esta Biblia, impresa en París y en Londres en 1538-9, estaba basada en las
versiones de Tyndale y Coverdale. La reimpresión de 1540 llevaba un prefacio del arzobispo Cranmer de
Canterbury.

THOMAS CRANMER (1489-1556)

Cranmer, miembro del claustro de Jesus College, Cambridge, fue empleado en el asunto del divorcio del
Rey y hecho embajador inglés ante el emperador Carlos V. Mientras estaba en Nuremberg se casó con la
sobrina del teólogo luterano Osiander, y poco después (1532) fue llamado a Inglaterra para ser arzobispo
de Canterbury. Probablemente Enrique VIII no se daba cuenta de que su arzobispo electo era ya
suficientemente reformista como para tener esposa, y al Rey le bastaba con que se lo recomendara
encarecidamente Ana Bolena. Cranmer no tenía interés en ser prelado, e iba de acá para allá por Europa
con la esperanza de que se retirara su nominación. De ahí en adelante obedeció al Rey, protestando antes
de su consagración que el voto de fidelidad al Papa no le obligaría si era contrario a las leyes de Dios o del
reino; reuniendo al tribunal de Dunstable para determinar la nulidad del matrimonio con Catalina de
Aragón; cediendo tierras de la Iglesia al Rey en condiciones ventajosas. Aprobó la disolución de los
monasterios, aunque quería las tierras para la enseñanza y para el alivio de los pobres. La política no era su
fuerte. Como arzobispo siguió dedicándole al estudio el mismo tiempo que en Cambridge, las tres cuartas
partes del día; y parte del resto lo dedicaba a la caza, a pasear, al ajedrez o a montar a caballo, porque era
un jinete notable. Ni siquiera en el apogeo del ocio episcopal en el siglo XVIII podía un arzobispo
gobernar la Iglesia con efectividad en menos de la cuarta parte del día. Cranmer era un erudito reposado de
pies a cabeza, y la Iglesia se iba gobernando más con su visto bueno que con su dirección.
Sobrevivió a las vicisitudes del reino de Enrique VIII, en parte porque era tranquilo, en parte
porque era un instrumento útil, y en parte porque creía en la supremacía real y en la política del Rey,
aunque hizo intervenciones privadas a favor de hombres condenados, ya fuera por herejía o por papismo.
El tiempo de su amistad con la Reforma acabó en 1539. El vicario general del Rey, Thomas Cromwell,
abogado de la reforma moderada y amigo de Cranmer, se comprometió en el desgraciado plan para el
matrimonio del Rey y Anne de Cleves, que le costó la cabeza en julio de 1540. En 1539 el restrictivo

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estatuto de los Seis Artículos intentó vindicar la fe católica del Rey decretando castigos salvajes para los
que negaran la transubstanciación, las misas privadas, la confesión auricular o la necesidad del celibato
clerical, y desilusionó a los protestantes que esperaban el progreso de la Reforma en Inglaterra. Los
obispos con simpatías reformistas - Hugh Latimer de Worcester, Nicholas Shaxton de Salisbury - fueron
desplazados de sus sedes, y antes del final del reino se condenó a muerte a Shaxton por hereje y se le
obligó a retractarse. La esposa de Cranmer se dice que desapareció en ultramar durante cuatro años, y el
mismo Cranmer dijo que quería escapar al extranjero. Se hacían apuestas en las calles de Londres de que
Cranmer seguiría a Cromwell a la Torre de Londres, y en el continente europeo se rumoreaba que le
habían ejecutado. Pero Cranmer sobrevivió. Sin embargo en 1539 se había opuesto al estatuto de los Seis
Artículos en la Cámara de los Lores, y por tanto su «herejía» era notoria entre los ortodoxos. En 1543 el
rey recibió acusaciones contra el arzobispo de algunos prebendados de la catedral de Canterbury. «Ahora
sé - le dijo Enrique a Cranmer bromeando en una falúa cerca del puente de Lambeth - quién es el mayor
hereje de Kent.» El Rey frustró los esfuerzos de los conservadores para acabar con Cranmer, y puso su
nombre entre los albaceas de su testamento. De siervos a duques, a todo el mundo le gustaba Cranmer, y al
Rey entre ellos.
La supervivencia era importante para la extensión de las ideas reformistas. La importancia de la
supervivencia de Cranmer para el futuro de la Iglesia de Inglaterra consistía en primer lugar en que era un
hombre honrado. No se le adhirió ningún rumor de intriga política o de aprovechamiento ilícito. Si sirvió al
Rey, lo hizo por principio y no por interés propio o por cobardía. Creía en la doctrina del príncipe piadoso,
y la creía en su forma extremada. Aunque él no podía creer que «el rey», especialmente aquel Rey, «no
podía cometer errores», creía que el aceptar las órdenes del Rey era un deber ante Dios y los hombres.
Parece haber llegado a la decisión en sus convicciones protestantes sólo en los dos últimos años
del reinado de Enrique VIII. Hasta 1543 aceptaba la doctrina de la transubstanciación por imposición del
Rey. Casi su única contribución a la causa protestante, antes de que muriera el Rey, fue escribir un prefacio
liberal a la Biblia inglesa oficial que Cromwell mandó que se pusiera en todas las iglesias parroquiales, una
Biblia que se pretendía que educara al pueblo en las Escrituras, pero también que previniera que se
acudiera a traducciones falsas y heréticas, y que desde 1543 no se le permitía leer nada más que a los
clérigos, los nobles, la alta burguesía y los mercaderes. Y sin embargo los conservadores sospechaban de
Cranmer, hasta los que no sabían nada de su vida. Y no se equivocaban. Hacia 1546 creía en la doctrina de
la justificación por la sola fe, y no creía en la de la transubstanciación; y Cranmer tenía una inteligencia
académica, vacilante, de pausado movimiento, reacia a afirmar y no propensa a las conversiones rápidas.
No había llegado a sus convicciones de 1546 sino a través de una larga y turbulenta historia de escrúpulos
y estudio. Aunque desilusionara a los protestantes, su insegura ocupación de la sede de Canterbury
constituía un cierto estímulo a los moderados que había entre ellos.

EL REINADO DE EDUARDO VI (1547-53)

El 28 de enero de 1547 murió el Rey, y por fin se le abrieron las puertas al partido reformista.
El nuevo Rey, Eduardo VI, tenía nueve años, y el poder estuvo pronto en las manos del Protector
Somerset, amigo de Cranmer y defensor de la Reforma. En decreto de los Seis Artículos y las leyes contra
la herejía aunque nominalmente en efecto hasta su revocación en noviembre, dejaron inmediatamente de
aplicarse. Los beneficiarios protestantes podían enseñar libremente doctrina protestante, los sacristanes
protestantes podían quitar las imágenes o alterar el aspecto de sus iglesias, impresores protestantes podían
publicar tratados contra la misa. En julio de 1547 se publicaron interdictos exigiendo la destrucción de
imágenes o pinturas deterioradas, y la lectura de los Evangelios y las Epístolas en inglés. La dificultad de
determinar cuándo una imagen había sido «deteriorada» produjo desacuerdos, los cuales a su vez
condujeron a más órdenes de que se suprimieran todas las imágenes. Se llamó a Latimer a predicar, un
estatuto del Parlamento decretó que la comunión se administrara en las dos especies; otro nuevo estatuto de
febrero de 1549 permitió casarse a los clérigos, y la mujer de Cranmer empezó a aparecer en público a la
mesa de su marido.

EL LIBRO DE ORACIÓN DE 1549

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Los reformadores querían abolir la misa en latín en primer lugar, y sustituirla por una liturgia en la lengua
vernácula. En marzo de 1548 se publicó un Orden de Comunión proveyendo oraciones de preparación en
inglés para incluir en la misa latina. En enero de 1549 un decreto de Uniformidad abolió la misa latina e
hizo de la nueva liturgia (el Libro de Oración de 1549) la forma legal del culto.
De nombre este libro fue la obra de un grupo de trece teólogos, que se reunieron en Chertsey y en
Windsor y son conocidos por tanto como la Comisión de Windsor. De hecho hay un estilo único que
abarca todo el libro, el estilo del genio litúrgico de Cranmer. Aquellas tres cuartas partes del día que pasaba
en su estudio estaban dando su jugoso fruto. Llevaba un cierto número de años dedicado tranquilamente a
proyectos litúrgicos; el único que llegó al público durante el reinado de Enrique VIII fue la Letanía inglesa,
publicada por primera vez en 1544, y casi en su forma actual.
El Libro de Oración de 1549 fue modelado en parte sobre la base de los órdenes de culto
protestantes alemanes. Sus principios de reforma fueron los de Lutero. Los cultos debían ser comprensibles
para el pueblo y celebrados congregacionalmente, el pueblo tenía que pasar de ser meros espectadores
ocupados en sus devociones privadas a ser participantes activos. El laicado debía estar bien instruido, y se
insertaban exhortaciones a la enseñanza. Doctrinalmente se negaba la idea de la eucaristía como un
sacrificio que se repite. El más importante de los libros protestantes que están en el trasfondo del Libro de
Oración de 1549 era una liturgia escrita por Martín Bucero para Colonia y conocida por el título de sus
traducciones inglesas de 1547 y 1548 como Una consulta sencilla y religiosa. Varias frases alemanas (por
ejemplo, «Los que Dios ha unido, que ningún hombre los separe») se tomaron de los libros luteranos. El
ritual estaba muy simplificado, a pesar de lo cual se retuvieron muchas viejas costumbres de vestiduras
ceremoniales y tradicionales. El libro de 1549 seguía la idea luterana de que la costumbre solo se debía
alterar cuando lo exigía la Escritura, en vez de la doctrina suiza revolucionaria de que toda acción debía
tener sanción bíblica. Un comerciante viajero inglés describía el culto de comunión como «parecido a los
de las iglesias de Nuremberg y algunas de las de Sajonia.»
Los cultos luteranos adaptaron las liturgias de la Edad Media. Igualmente Cranmer usó las
liturgias medievales de Inglaterra, especialmente el Sarum. Hizo oficios de maitines, como algunos
órdenes luteranos, que ya habían fundido los antiguos cultos de maitines y de laudes en el Breviario
medieval. Hizo un oficio de vísperas trabajando directamente sobre los oficios de vísperas y completas del
viejo Breviario. En los momentos solemnes de los ritos sacramentales a menudo retenía las palabras y
signos externos del rito medieval, sobre todo en la oración de consagración de la eucaristía, que recordaba
indudablemente el canon de la misa romana. Pero lo diversos elementos con los que trabajó, tradicionales
o protestantes, fueron asumidos por su cuidadosa erudición y transformados en una belleza, al mismo
tiempo delicada y austera, de prosa y poesía litúrgica. Las liturgias no se hacen, crecen en la devoción de
los siglos; pero en la medida en que una liturgia puede ser la obra de una sola persona, el Libro de Oración
fluyó de un investigador de instinto certero para el culto de un pueblo.
La cuestión futura de la Reforma inglesa dependía en gran parte del Libro de Oración de Cranmer,
si el Protestantismo inglés iba a seguir este intento de moldear lo mejor de lo viejo con lo mejor de lo
nuevo, o si la experiencia habría de probar que la mezcla no tenía una unidad esencial, sino que era una
confusa confusión creada hábilmente por un maestro artesano, que el tiempo y las presiones mostrarían
que estaba formada de elementos incompatibles.
Aun antes de publicarse, el Libro apenas contentaba al mismo Cranmer. En la parte posterior de
1548 su mente se movía en la dirección de la doctrina eucarística que enseñaban los reformadores suizos, y
las fórmulas tradicionales de la misa ya no le agradaban. Fue influenciado por su amigo Nicholas Ridley,
ahora obispo de Londres; y por eminentes refugiados del continente europeo invitados por él a Inglaterra -
Martín Bucero de Estrasburgo, que llegó a ser profesor regio de teología en Cambridge; el italiano Pier
Martire Vermigli, que llegó a ser profesor regio en Oxford, y Jan Laski, o à Lasco, de Polonia. Mientras
que Bucero enseñaba la moderadora doctrina que se conocería después como de su discípulo Calvino, Pier
Martire y à Lasco eran ambos zuinglianos a la manera de Zurich. «Gracias a Dios - escribía un joven
zuingliano inglés a Bullinger en Zurich en septiembre de 1548 - Latimer se ha pasado a nuestra doctrina de
la eucaristía, lo mismo que el arzobispo de Canterbury y otros obispos que hasta hace poco parecían
luteranos.» Desde el momento de la publicación, el Libro de 1549 disgustó a los dos lados; a los conserva-
dores, porque era demasiado radical, y a los reformadores porque era demasiado conservador.
Bajo el protectorado del Duque de Northumberland, el partido reformista inglés consiguió hacer

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entre 1550 y 1553 todo lo que hubiera hecho una ciudad alemana o suiza. Produjeron una nueva liturgia
simplificada en la lengua vernácula, con una doctrina suiza de la eucaristía, publicaron un nuevo
compendio de teología de acuerdo por lo menos en líneas generales con el modelo de la teología suiza (los
Cuarenta y Dos Artículos de 1553), despojaron las iglesias de imágenes y de altares laterales, sustituyeron
el altar mayor por una mesa santa, prohibieron el uso de ceremonias que no fueran las incluidas en el Libro
de Oración, y dedicaron a un uso secular una porción de propiedades eclesiásticas. Redujeron la autoridad
de los obispos al extender la política de Enrique VIII para sustituirla por el ejercicio directo de la
supremacía real. Donde los obispos se resistieron a acompañar la reforma, fueron desplazados de sus sedes
- Bonner, de Londres; Gardiner, de Winchester; Tunstall, de Durham; Day, de Chichester; Heath, de
Worcester - y sustituidos. En apariencia, el antiguo sistema de gobierno eclesiástico seguía igual; de hecho,
los gobernadores de la Iglesia eran el Consejo de Estado, como en Wittenberg o Nuremberg o Zurich. Dos
de los nuevos obispos, Hooper de Gloucester y Coverdale de Exeter, habían estado exiliados en el
continente europeo, eran acérrimos partidarios de Zurich, y desaprobaban el antiguo episcopado cuando
los estaban consagrando obispos. Hooper hasta estuvo recluido en la prisión de la flota por un tiempo para
obligarle a retirar sus objeciones a algunos de los acompañamientos externos de la consagración episcopal.

EL LIBRO DE ORACIÓN DE 1552

Este Libro seguía siendo una liturgia, una versión modificada del de 1549, pero todavía no el sermón y
las oraciones y los salmos de Zurich o de Ginebra. Si Cranmer creía ahora que los suizos tenían razón en
su idea de la eucaristía, su mente era cautelosa por naturaleza, y todavía le hacía menos revolucionario la
reticencia humana a tirar por la borda la mayor parte del trabajo de su vida en el estudio de la liturgia.
Martín Bucero escribió un libro erudito conocido como la Censura (1551) para demostrar lo que no era
correcto del Libro de 1549, y su crítica moderada influyó en Cranmer. Bucero objetaba a ponerse de
rodillas, las vestiduras, las oraciones por los difuntos, el vestirse con una ropa blanca, el crisma del
bautismo, la unción con aceite, el exorcismo. Así es que el ritual del Libro de 1552 estaba muy
simplificado.
Conservadores como el obispo Stephen Gardiner habían pretendido que el Libro de 1549
enseñaba la doctrina luterana o católica romana de la Presencia Real en los elementos, la doctrina que
Cranmer había dejado de creer. Los varios pasajes que había objetado Latimer se alteraron en el nuevo
Libro. El más importante era la frase al recibir la santa comunión.
Libro de 1549: «El Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo que fue dado por ti preserve tu cuerpo y
alma para la vida perdurable.»
Libro de 1552: «Toma y come esto en memoria de que Cristo murió por ti, y aliméntate de Él en
tu corazón por la fe con acción de gracias.»
La frase de 1552 era así un perfecto vehículo de las doctrinas suizas que enseñaban que la
eucaristía era primariamente un memorial de un sacrificio, y que el don era espiritual, que se recibía con el
corazón, no con la mano.
Cranmer consentía la exclusión de antiguas prácticas ceremoniales, y llamaba al altar la mesa, pero
seguía llamando al ministro un sacerdote y retenía el que se recibiera el sacramento de rodillas. En octubre
de 1552 un capellán escocés, cuyo nombre no se menciona en la fuente pero que se cree que era John
Knox, predicó un sermón opuesto claramente a este ponerse de rodillas. El consejo suspendió la
publicación del Libro de Oración, y le pidió a Cranmer que considerara la cuestión. Cranmer se negó a
ceder, y se llegó a un compromiso insertando en el Libro la llamada Rúbrica Negra, que declaraba que al
solicitar que se arrodillaran los comulgantes «no se quiere decir que se haga, o se deba hacer, ninguna
adoración... a ninguna presencia real o esencial de la carne o sangre natural de Cristo.»
Esta explicación no satisfizo nunca a los reformadores que aceptaban el principio suizo de la
sanción bíblica para todo lo de la Iglesia. La atmósfera tradicional que todavía se cernía
inconfundiblemente sobre el Libro de Oración, la herencia obvia de las liturgias medievales, el uso de la
señal de la cruz en el bautismo o del anillo en el matrimonio, la naturaleza formal y litúrgica de las
oraciones, la exigencia de arrodillarse - todas estas cosas eran objetables para los calvinistas y los
zuinglianos. En el reinado de María Tudor se rumoreaba entre los exiliados ingleses en el continente
europeo que Cranmer estaba de acuerdo con ellos en secreto, y que había compuesto un Libro de Oración

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cien veces más perfecto que el de 1552, pero que le había impedido publicarlo «el clero malvado.»
En 1553 la Reforma inglesa era todavía algo extraño para la mayor parte del pueblo, todavía un
asunto de legislación. Las parroquias habían sido afectadas por la disolución de los monasterios; fueron
más afectadas por la abolición de la misa en latín, la introducción de dos liturgias vernáculas en rápida
sucesión, la transformación en apariencia de las iglesias y de los clérigos que oficiaban en ellas. Las
congregaciones eran naturalmente conservadoras y les molestaba el cambio. Debe de haber habido muchos
en las parroquias del país que simpatizaban con los rebeldes de Cornwall de 1549 que describían la liturgia
inglesa como «un juego de Navidad» y querían que les devolvieran la misa en latín y la comunión en una
sola especie. La Reforma en Inglaterra había captado la lealtad genuina solamente de unos pocos teólogos
instruidos y algunos mercaderes educados y otros miembros de la clase media, especialmente en Londres,
y la apoyaban por motivos menos desinteresados los nobles potentados. En 1553 Inglaterra no era ni
mucho menos un país protestante. Llegó a serlo más por el reinado de María.

EL REINADO DE MARÍA TUDOR (1553-8)

Medio española, hija y confidente de Catalina de Aragón, tratada a veces como bastarda por su padre,
María creció con una adhesión tan ferviente a Roma que llegaba a ser fanática. Durante los pocos años de
cambio protestante bajo Eduardo VI estuvo sujeta a indignidades y persecuciones por su deseo de
mantener su misa. Llegó al trono a la edad de treinta y siete años, ya una solterona amargada. Su
matrimonio, programado en 1554 con el hijo del emperador Carlos V, Felipe II de España, fue el acto más
desastroso del reinado. Felipe tenía 11 años menos que ella, y era encantador. En 1555 María se convenció
de que iba a tener un bebé, y el 30 de abril repicaron las campanas de Londres y se cantó un Te Deum de
acción de gracias por el nacimiento de un niño imaginario. Su felicidad personal, lo mismo que su
esperanza de una Inglaterra católica, dependían de un niño y heredero, y María no se recuperó nunca de la
frustración de estas esperanzas.
Su objetivo era restaurar la fe católica; y por la naturaleza de su ascendencia, esto debe de haber
querido decir, no del Catolicismo no-Romano de su padre, sino de la autoridad de la Sede de Roma. Los
cinco obispos desplazados fueron restaurados a sus sedes, y Gardiner fue nombrado Lord Canciller y su
consejero principal. Ridley, Latimer, Coverdale y Hooper fueron a la cárcel; y también Cranmer, por una
protesta contra la misa en latín, aunque un decreto del Parlamento restauró su legalidad sólo después de
que él fuera aprisionado. Unos 2,000 clérigos fueron despedidos porque se habían casado, aunque algunos
se las arreglaron para ganarse la vida donde eran menos conocidos. Se permitió salir libremente de
Inglaterra a Pier Martire y otros refugiados, y les fue fácil también a otros ingleses que consideraron
prudente marcharse. En su coronación el 1 de octubre de 1553, María prometió mantener los derechos de
la Santa Sede lo mismo que las libertades del reino. Un decreto del Parlamento anuló toda la legislación
del reinado de Eduardo VI referente a los libros de oración, la uniformidad y el matrimonio de los clérigos.
El sínodo de Canterbury declaró ser verdad la doctrina de la transubstanciación.
Todo eso no equivalía a restaurar la autoridad papal. A la Reina le fue más fácil restaurar la Iglesia
Católica de 1546 que la de 1528. El Parlamento inglés no tenía ningún deseo de que se restaurara la
autoridad papal en Inglaterra. Prefería que ella se casara con un inglés y no con un español, y la ofendió
pidiéndoselo.
Tampoco era fácil restaurar las iglesias a su apariencia de antes de 1547. El obispo Bonner
demandó que la píxide se colgara de nuevo sobre el altar, que hubiera un altar de piedra, un crucifijo, una
verja 2 , incensarios, vestiduras y la campanilla del sanctus; y como muchos beneficiarios, sacristanes o
turbas habían destruido o vendido estos artículos, en principio era imposible cumplir las órdenes del
obispo. Los londinenses mostraron tal fiera hostilidad que el embajador imperial Simon Renard se temía
momentáneamente una revolución. Las cuentas de los sacristanes de la época muestran que las cruces
renovadas no tenían ni mucho menos la misma calidad que las cruces antiguas que habían sido demolidas.
El laicado esperaba que si recibían a Reginald Pole, el legado papal, como nuevo arzobispo de Canterbury,
estarían poniendo en peligro su posesión de las viejas tierras monásticas. Según el derecho canónico la

2
Las verjas en las iglesias de Inglaterra eran de madera y tenían una parte superior como un pequeño balcón que
se debía reconstruir de nuevo.

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propiedad eclesiástica era inalienable. Los Comunes temían que la restauración legal del Papa quisiera
decir la expropiación de muchos de los terratenientes importantes del país. Sus temores aumentaron
cuando Pole se negó a comprometerse dando una seguridad absoluta en relación con las tierras que habían
sido de la Iglesia. El 7 de noviembre de 15554 el papa Julio III dio por fin suficiente seguridad. Más
avanzado el mes se permitió a Pole desembarcar en Dover, y fue recibido en Londres con clamoroso
entusiasmo popular. El 30 de noviembre, 500 miembros del Parlamento se arrodillaron para recibir su
absolución por los actos desobedientes y cismáticos del reino de Inglaterra, y bajaron a la capilla a cantar
un Te Deum. Seis días después el sínodo se sometió al legado, y similarmente recibió la absolución. Pero el
decreto del Parlamento que revocaba los decretos de Enrique VIII contra el Papa también establecían que
el laicado estuviera en posesión de las antiguas tierras eclesiásticas. María empezó a devolver sus propias
tierras, pero el proceso languideció pronto.
La Reina restableció una pocas casas monásticas, la más importante la abadía de Westminster.
Como las antiguas tierras monásticas no estaban disponibles bajo la ley, todos los monasterios tenían que
ser dotados de nuevo, y la falta de dinero limitó el número de casas que se podían fundar. Un intento de re-
fundar el monasterio de Glastonbury falló porque la dotación no era suficiente. Los monasterios se
poblaron, en su mayoría, de monjes y monjas de las casas disueltas.

Las hogueras
En diciembre de 1554 se restablecieron tres antiguos estatutos contra la herejía. El 4 de febrero de 1555 fue
quemado en Smithfield el primero de los protestantes, John Rogers.
En el transcurso de los siguientes tres años y medio casi trescientas personas fueron quemadas vivas como
herejes protestantes, altas y bajas, ricas y pobres. Incluían a cinco obispos anteriores: Ferrar, de San David,
Hooper, Ridley, Latimer y Cranmer. Ridley y Latimer fueron quemados juntos en Oxford el 16 de octubre
de 1555. Dos frailes españoles fueron enviados a Oxford a discutir con Cranmer y persuadir aquella mente
moderada y dubitativa a que admitiera más evidencia en los Padres para la supremacía del Papa de la que
esperaba. A finales de febrero de 1556 se sometió a la Iglesia Católica y al Papa como su Cabeza supremo,
declaró que creía en todos los artículos de la fe católica y denunció las herejías de Lutero y Zuinglio. El 18
de marzo firmó un documento de penitencia por haber abusado de su arzobispado y declarado el divorcio
de Enrique VIII. El día señalado para su quema estaba lloviendo, y le pusieron sobre una plataforma en la
iglesia de Santa María mientras el Dr. Cole le predicaba. Al final del sermón, Cranmer oró, profundamente
arrepentido; y entonces, para sorpresa de la concurrencia y desilusión de las autoridades, revocó todas sus
retractaciones. Dijo que no las había creído, pero que las había firmado con la esperanza de salvar la vida.
En la hoguera extendió el brazo derecho hacia la llama que ascendía.
Así el gobierno, actuando por lo que consideraba un principio, arrojó a la sima de la humillación al
hombre que había sido arzobispo de Canterbury por más de veinte años. Cranmer no era un servidor del
tiempo sin escrúpulos. No había sido un eclesiástico mundano que hubiera participado de los despojos de
una Iglesia rica con un soberano absoluto. Era un intelectual y un hombre de conciencia, un sincero
creyente en la supremacía real, que había sido arrastrado por último a un dilema intolerable cuando la
Corona le ordenó repudiar la supremacía real. Su mente humilde vio que las cuestiones no eran en absoluto
simples. Pero él era un hombre de religión; y un hombre que estaba tan dispuesto a ver los dos lados de un
argumento que se le podía haber convencido para que hiciera una sincera retractación a medias, si el
gobierno hubiera sido menos fanático. Nadie creía en la tolerancia. Los protestantes como Cranmer o John
Philpot, tanto como la reina María, aprobaban que se quemaran herejes extremos tan firmemente como la
reina María. Pero estos hombres, que habían ocupado puestos directivos en la Iglesia bajo Enrique VIII o
Eduardo VI no eran de la misma clase que los herejes de tiempo antiguo. Lo que ellos habían enseñado, lo
habían enseñado con el favor y la autoridad del gobierno de Inglaterra. Era imposible esperar que hombres
de instrucción e integridad alteraran sus opiniones porque Inglaterra había cambiado de gobierno.
Las autoridades sostenían que la herejía de algunos de los acusados era tan grave que ni los
protestantes habrían discutido el castigo. A otros los podían acusar de blasfemia en la iglesia. El gobierno
inglés quemó a menos protestantes que los reyes franceses o los gobernadores españoles en los Países
Bajos. Pero los quemados por Inglaterra incluían no solo a los radicales de una minoría exigua, sino a
eminentes representantes de opiniones mantenidas ampliamente entre el clero y el laicado influyentes.
María no estaba ejecutando a unos pocos fanáticos impopulares, sino a algunos de los principales

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dirigentes de un partido de la oposición. No había nadie en el país de menos de treinta y cinco años que
supiera cómo era la Inglaterra papal, y al Papa le querían solo los eclesiásticos conservadores, que ahora
creían que la ortodoxia católica no se podía preservar sin el reconocimiento de la autoridad papal.
Inglaterra recibió otra vez al Papa por orden de María, no porque los ingleses le quisieran.
La mayor parte del pueblo no quería tampoco el Protestantismo. Pero en ciertas partes del país la
hostilidad al viejo régimen calaba sorprendentemente honda. El amargo anticlericalismo del tiempo de
Wolsey hizo que hasta los laicos más sencillos odiaran la restauración papal. A finales de agosto de 1554
los aldeanos de Suffolk trataron de quemar una iglesia durante la misa con la congregación dentro. El
mismo mes los campesinos indignados le cortaron la nariz a un sacerdote de Kent. En febrero de 1555
Renard informó de su temor a una revolución si no se detenían las hogueras. El 29 de agosto de 1556, mil
personas aclamaron por las calles a una columna encadenada de veintidós hombres y mujeres de
Colchester de camino a la hoguera. Dos de los restaurados franciscanos de Greenwich informaron de que
la gente les tiraba piedras cuando se marchaban.
¿Quién fue el responsable de la persecución?
No los españoles del séquito del rey Felipe en Londres. Nadie vio el peligro tan claramente como
el inteligente embajador Simon Renard. Envió informe tras informe a Felipe advirtiéndole que había que
contener a los obispos, recomendando que hubiera otras maneras distintas de esas peligrosas hogueras
públicas, que las ejecuciones secretas serían mejores, o el destierro o la cárcel. Observaba preocupado la
simpatía de las multitudes hacia las víctimas: cómo recogían las cenizas y las envolvían reverentemente;
cómo proferían amenazas contra los obispos, o lloraban de compasión.
Las hogueras empezaron después de la llegada de Pole; y los obispos que se sentaban en los
tribunales para condenar a los herejes estaban bajo su jurisdicción como legado papal. Pole quería que se
intentara la suavidad antes de la ejecución; pero creía que la ejecución era correcta si fallaba la suavidad.
Renard creía que el áspero y malhumorado Bonner era el más deplorable activista entre los obispos; y los
informes de las víctimas protestantes apoyan esta reputación. Stephen Gardiner, canciller hasta su muerte
en 1555, tuvo una gran responsabilidad. Otros obispos tuvieron su parte. La Reina y sus consejeros íntimos
no mataron a hombres y mujeres por táctica o por venganza, sino en conciencia, para purgar al reino ante
el Dios Todopoderoso.
Las autoridades no esperaban enfrentarse con el coraje de los mártires. Creyendo que los
protestantes ingleses eran pocos y superficiales, esperaban retractaciones. Consiguieron algunas, entre las
cuales la más importante fue la de sir John Cheke, anteriormente tutor del rey Eduardo VI, que fue
secuestrado cerca de Bruselas y no quiso arrostrar el fuego. Pero sobrevaloraron la capacidad de los seres
humanos para adoptar opiniones porque se les mandaba. La firmeza de las víctimas, desde Ridley y
Latimer para abajo, bautizó con sangre la Reforma inglesa, e inculcó en las mentes inglesas la asociación
fatal de la tiranía eclesiástica con la Sede de Roma. El antiguo anticlericalismo, el viejo odio a Wolsey y su
poder, el resentimiento contra la autoridad del Papa, recibieron una justificación nueva y terrible. Cinco
años antes, la causa protestante se identificaba con el robo de las iglesias, la destrucción, la irreverencia, la
anarquía religiosa. Ahora empezaba a identificarse con la virtud, la honradez y la leal resistencia inglesa a
un gobierno medio extranjero.
Todo dependía del bebé que no llegó nunca. En toda Europa se sabía que la princesa Isabel debía
ser la sucesora, y que con ella vendría otra revolución, protestante. Rumores de la enfermedad de María,
informes de su muerte, se extendían por todo el continente de Europa, desanimando a los partidarios de
Roma y fortaleciendo la moral de los protestantes. A los exiliados ingleses en Alemania les resultaba más
fácil que les prestaran dinero a cuenta de sus propiedades en Inglaterra, hasta tal punto estaban
convencidos los banqueros europeos de que aquellos estarían pronto en su país con salud y poder. Cada
calamidad que afligiera a uno de los perseguidores se constataba y recordaba como un juicio de Dios - el
canciller de la diócesis de Salisbury que murió un día antes del día que pensaba mandar a noventa
personas para ser juzgadas; el carcelero de Newgate que murió con la carne podrida; el agente destruido
por un rayo en el arresto de un protestante; el sheriff de Londres herido de parálisis. Si hubiera habido un
bebé, el aspecto político de Inglaterra habría cambiado de la noche a la mañana. Pero la Reina permanecía
miserable en sus habitaciones, o vagaba por los pasillos como un fantasma, o suspiraba por su marido
ausente e indiferente, o se sentaba en el suelo con las rodillas hacia arriba mientras los hombres musitaban,
con temor o esperanza, que se estaba muriendo.
Murió la madrugada del 17 de noviembre de 1558; y el cardenal Pole, pocas horas después.

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ASCENSIÓN DE ISABEL AL TRONO

La religión de Isabel es un enigma, pero no porque guardara silencio sobre el asunto. Hablaba con soltura
con los embajadores extranjeros, menos con sus consejeros; pero la información resultante es tan confusa
que no nos sorprende el embajador español, que escribía desesperado: «Después de todo, es una mujer, e
inconstante.» Como la religión ocupaba el centro de la diplomacia inglesa, es incuestionable que a veces
sus descripciones de su fe estuvieran encaminadas a complacer al rey Felipe II de España, o al Rey de
Francia, o a los señores hugonotes u holandeses o alemanes o escoceses. Tendía a decirle a las personas lo
que querían oír. Viendo sus afirmaciones a través de los ojos de otros, no sabemos si fiarnos. Una vez la
acusó un crítico adverso de «ateísmo», un absurdo. Algunos historiadores la han acusado de «secular»,
pero esa acusación es un anacronismo. Se la ha acusado, menos absurdamente pero igual de
improbablemente, de creer que todas las religiones eran iguales. Guardaba el credo íntimo de su alma tan
secreto como sus intenciones reales sobre el matrimonio: hablaba de forma cambiante sobre el matrimonio,
estaba en perpetuo coquetar con pretendientes, pero nadie puede penetrar su mente íntima; y tal vez, como
mujer, no podía siempre sondear su propio corazón. Su mecanismo no era sencillo. Había vivido tan
peligrosamente durante el reinado de María que el ocultar sus complejidades se le había vuelto natural.
En consecuencia, los historiadores siguen discutiendo si, al hacer a Inglaterra protestante durante
1559, la Reina y sus consejeros estaban empujando a un Parlamento indeciso, o si la Cámara de los
Comunes estaba empujando a una Reina indecisa.
Como hija de Ana Bolena, debía ser protestante. Bajo María, había sufrido por la causa
protestante; fue aclamada por el creciente partido protestante como su campeona; los exiliados se
apresuraron a volver del continente europeo. Con todo su talento diplomático, no tuvo nada que ver con el
Papa, y retiró al representante inglés sin ceremonias. En la Navidad de 1558 mandó al obispo de Carlisle
que no elevara la forma, y ante la negativa de este salió de la iglesia después del Evangelio. Al abrirse el
Parlamento el 25 de enero de 1559, cuando fue ceremoniosamente a la abadía de Westminster, fue recibida
por el abad y los monjes con cirios, incienso y agua bendita, y despidió a los monjes diciéndoles: «Quitad
esas antorchas, que podemos ver muy bien.» Convocó a los predicadores protestantes, y se rodeó de lores
protestantes, especialmente el anterior secretario de Somerset, William Cecil. Con un tesoro empobrecido
y una tierra indefensa, con los franceses reclamando la corona inglesa a través de la reina María de
Escocia, con el ejército español en los Países Bajos, con dos tercios de Inglaterra católicos, era imprudente
ser protestante. Por nacimiento, educación y convicción, no podía ser otra cosa. Le dijo claramente al
embajador español que no podía casarse con Felipe II porque ella era una hereje.
Era hija de Enrique VIII; y es seguro que se sentía atraída personalmente a un estatus religioso
como el de su padre, si bien en líneas generales y no adoptado en todos sus detalles. Sus ideas de ese
estatus incluían un catolicismo sin el papa; la supremacía real; un clero preferiblemente célibe; la Presencia
Real en la eucaristía. En marzo de 1559 le dijo al embajador español que estaba decidida a restaurar la
religión como la había dejado su padre. Esto no era un programa factible, porque nadie en el país lo quería.
Los reinados de Eduardo VI y de María Tudor Habían hecho a los católicos más romanos, y a los
protestantes más reformados. Isabel gobernaba un pueblo dividido, en el que algunos querían al Papa y
otros el Libro de Oración por el que habían muerto Cranmer y Ridley y Latimer.
Siete años más tarde le dijo a un español que los protestantes la habían llevado más lejos de lo que
ella quería ir - y estaba hablando sinceramente tanto como diplomáticamente. Pero no tenía elección. Si era
protestante, entonces, a pesar de lo que decía sobre la confesión luterana de Augsburgo, a pesar de su
afirmación de que sólo estaba en desacuerdo con tres o cuatro cosas de la misa, no tenía alternativa al
Libro de Oración consagrado por el fuego.
Fue la suerte de la reina Isabel y de Inglaterra que la política a seguir estaba de acuerdo con su
preferencia. Un cambio violento, una campaña de fuera-la-idolatría, hubiese no sólo provocado una
revolución en el Norte de Inglaterra, sino también invitado a los ejércitos de Francia o de España. Tenía
que mantener la alianza con España y la buena voluntad de Felipe II como la mejor protección contra los
franceses. Le aconsejaron que fuera con tiento: «Las copas de boca estrecha, si el licor se escancia rápida y
violentamente, se resisten a llenarse así, y más bien se niegan a recibirlo.» En la medida de lo posible se
proponía reconciliar a los conservadores moderados como el obispo Tunstall de Durham, y así establecer

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una religión que pudieran aceptar los conservadores.
No sin una fuerte oposición en el Parlamento, un proyecto de ley de Supremacía le ofreció ser la
Cabeza suprema. Aceptó el poder, pero rechazó el título, y se convirtió en la suprema gobernadora. A los
conservadores y a los radicales les desagradaba por igual el título de Cabeza, y les agradaba más la nueva
palabra. Puesto que el Libro de Oración de 1552 era la única liturgia posible, se reeditó bajo una ley de
Uniformidad, pero con retoques importantes en el sentido conservador. Una rúbrica declaraba que los
adornos de la iglesia y de los ministros debían ser los del segundo año del rey Eduardo VI, año en el que
las vestiduras tradicionales estaban todavía en uso y las iglesias todavía retenían mucho de su aspecto y
mobiliario medieval. Se omitió la Rúbrica Negra de 1552 que declaraba que no se pretendía la adoración
de ninguna Presencia Real al arrodillarse para recibir la comunión. Sobre todo, se mantuvo la fórmula
zuingliana que el libro de 1552 había ordenado para la administración de la comunión, pero había de ir
precedida por la fórmula más tradicional de 1549 - «El Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo que fue dado
por ti preserve tu cuerpo y alma para la vida perdurable.»

MATTHEW PARKER

La vacante sede de Canterbury se le asignó a Matthew Parker, que se sabía que había sido partidario de la
Reforma bajo Eduardo VI. Durante el reinado de María Tudor, Parker había sido privado de sus derechos
por estar casado, y vivió tranquilamente en Inglaterra. Era como Cranmer por lo retraido y estudioso; más
perseverante que capaz, a los ojos del gobierno poseía el mérito supremo de ser un hombre moderado que
quería conciliar.
Los obispos de la época mariana no estaban dispuestos a colaborar con el gobierno. Se oponían
sistemáticamente a los proyectos de ley en la Cámara de los Lores. El arzobispo Heath de York se negó a
coronar a la Reina. Tal como resultó después, solo dos de los diecisiete obispos marianos (los de Llandaff
y de Sodor y Man) siguieron en sus sedes bajo Isabel. 14 obispos, 12 deanes, 15 cabezas de colegios y
entre 200 y 300 clérigos dimitieron o fueron despedidos.
Este rechazo de los líderes conservadores hizo la tarea de Parker mucho más difícil. Tuvo que
depender de los teólogos que estaban en simpatía con el Protestantismo.
Pero muchos de los teólogos del partido protestante no eran tan moderados como lo habían sido
bajo Eduardo VI. Los que habían estado exiliados en el continente europeo habían aprendido las doctrinas
y las prácticas de las iglesias suizas y renanas. Se habían dividido en cuanto a si el Libro de Oración de
1552 era realmente reformado. En Frankfurt los exiliados se pelearon amargamente. El ala menos
extremista, dirigida por Richard Cox, mantenía que el Libro de Oración de 1552 era el libro por el que
habían muerto los mártires de Inglaterra; el ala más extremada, dirigida por John Knox, mantenía que
todavía contenía los posos del papismo. Estos eran los hombres que ahora volvían como una riada a
Inglaterra, y en algunos de ellos se tenía que apoyar el gobierno para seguir su política moderada.
El 17 de diciembre de 1559 Parker, tras la elección de su deán y cabildo, fue consagrado arzobispo
de Canterbury. El gobierno quería que todo se hiciera a la manera antigua, y esperaba que cuatro obispos
marianos estuvieran dispuestos a consagrar. La esperanza resultó fallida; Parker fue consagrado por
Barlow, el obispo enriquiano de Bath y Wells, Scory, el obispo eduardiano de Chichester, Hodgkin, el
obispo sufragáneo de Bedford, y Coverdale, el traductor de la Biblia y obispo eduardiano de Exeter. Las
dificultades de Parker se pueden juzgar por las vestiduras de los ministros. Barlow llevaba capa pluvial, la
vestidura legal. Scory y Hodgkin sin duda tenían reservas con la capa pluvial, y llevaban sobrepellices.
Coverdale tenía escrúpulos acerca de la sobrepelliz, y llevaba un toga negra. Pronto estaría claro que fuera
lo que fuera lo que la Rúbrica de los Ornamentos pretendiera, no se imponía el atuendo tradicional de los
ministros. Los antiguos exiliados, ahora nuevos obispos, como Grindal y Jewel, amenazaron con dimitir de
sus sedes por esa cuestión. Lejos de asegurar que se conservara la capa pluvial, Parker se esforzaba para
que se conservara la sobrepelliz.

La mayor parte del clero parroquial permaneció en sus puestos a través de todas estas vicisitudes.
Unos pocos en cada diócesis siguieron a los obispos marianos al retiro o al destierro, pero la gran mayoría
del clero siguió ministrando en sus parroquias a pesar e todos los cambios. Un canon agustiniano de
Dunstable llamado John Stalworth se vio obligado a salir de su orden religiosa con una pensión cuando se

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disolvió la casa en 1539. Seguidamente obtuvo beneficios bajo Enrique VIII, Eduardo VI, María e Isabel,
y murió siendo rector de Greatworth en Northamptonshire en 1590. Aunque su vida se prolongó más que
la de la mayoría, su carrera no fue atípica. Hugh Curwen, que había sido arzobispo mariano y también
protestante de Dublín, no encontraba nada extraño, cuando solicitando de Isabel una sede inglesa, informar
de que la había servido a ella y a su hermana María durante ocho años y medio. Nicholas Wotton, que
rehusó apasionadamente los obispados, fue deán de Canterbury y de York conjuntamente desde el reinado
de Enrique VIII hasta el de Isabel; pero no era tanto un deán como un diplomático asalariado de los
deanatos. Algunos merecían que se los considerara chaqueteros. El Dr. Andrew Perne fue maestre de
Peterhouse de 1554 a 1589. Cuando en 1557 se exhumaron los cuerpos de Bucero y Fagius fueron
exhumados y quemados como herejes en la plaza del mercado de Cambridge, en compañía de una pila de
libros protestantes, Perne era vicecanciller y dio su aprobación a los trámites. Tres años y medio después
aprobó el Senado una gracia unánime restaurando a Bucero y a Fagius sus títulos, y se celebró un culto
público en su honor; el Dr. Perne era otra vez vicecanciller. Los humoristas del reinado de Isabel acuñaron
el verbo latino pernare con el sentido de «volverse la chaqueta». Pero Perne fue una excepción, porque la
mayoría de los cabezas marianos de los colegios de Oxford y Cambridge fueron depuestos tras la
ascensión de Isabel.
Algunos clérigos se contentaban con logros menores más bajos, sabiendo que la alternativa serían
molestias o pasar hambre. Tenemos el informe de una conversación entre dos clérigos citados a la catedral
de San Pablo en Londres para presentar su nueva solicitud ante los comisionados. Se encontraron a la
salida.

El Dr. Kennall dijo: «¿Qué tienes intención de hacer hoy?»


El Dr. Darbyshire contestó: «Lo que estoy obligado a hacer en conciencia, es decir, no firmar.»
«¿Qué? - dijo Kennall - ¡No creo que seas tan tonto como para negarte a firmar, y perder por eso
los buenos beneficios que tienes!»
Darbyshire dijo: «Debo hacer lo que es seguro para mi alma, y que sea lo que Dios quiera de mis
beneficios.»
«¡Voto a Dios - dijo Kennall con mucha vehemencia - que me juego la cabeza que no los vas a
conseguir tan buenos, ni tantos, ni tan juntitos nunca jamás!»

Muchos clérigos eran ignorantes, simples, pobretones y por lo general «irreformados». Otros, más
capaces de tomar una decisión, estaban convencidos de que la Iglesia necesitaba una Reforma. No estaban
todos contentos con lo que veían a su alrededor en materia de reforma, pero preferían la lengua vernácula
al latín, y una esposa a una concubina, y creían que los miembros de su parroquia eran almas que había que
bautizar y alimentar y casar y enterrar. Pasara lo que pasara con el Papa, el derecho canónico o la filosofía
escolástica, la gente seguía necesitando los sacramentos.
Pero en 1559 aún estaba por determinarse el modelo religioso o eclesiástico de la Reforma inglesa.
Hasta entonces lo único que era seguro era que, de la manera que fuera, la Iglesia e Inglaterra iban a ser
protestantes.

La Reforma tenía en todas partes consecuencias políticas; pero en Inglaterra, más que en los
demás estados, el motivo político estaba involucrado en las ideas reformistas. Para 1558 el Protestantismo
ya había echado raíces en el país - lo que era evidente por los mártires producidos bajo María y la actitud
de Londres hacia ellos. Pero la Reforma como fuerza reformadora apenas había empezado. El aspecto de
las iglesias se había cambiado, se habían disuelto los monasterios, se permitía el matrimonio de los
clérigos, las imágenes y las casullas se habían destruido o vendido, el poder independiente de la Iglesia se
había recortado, y debilitado la autoridad secular de los obispos. Pero el clero seguía tan ignorante como
siempre. Y la doctrina protestante calaba poco más que las homilías que se estaba obligado a leer y la
liturgia que se mandaba usar. Un cuerpo considerable de opinión laica (tanto más considerable cuanto más
lejos de Londres) prefería las formas antiguas. A los principales reformadores, con la excepción de
Matthew Parker, les desagradaban los restos de las viejas formas que todavía quedaban, y querían alterar el
nuevo establecimiento aún más, para ponerlo de acuerdo con los modelos de Zurich o Ginebra. El final de
la revolución no se había alcanzado en 1559. Algunos dicen que la ascensión al trono de Isabel fue el
principio, no el fin, de la Reforma inglesa.

61
62
5
El desarrollo del Protestantismo Reformado

El modelo suizo de Protestantismo Reformado se convirtió en la norma para las iglesias protestantes fuera
de las iglesias luteranas del Norte de Alemania y Escandinavia. No estaban de acuerdo sobre la relación de
Iglesia y Estado, y se dividían en calvinistas y no calvinistas. Estaban de acuerdo en la doctrina de la
eucaristía que negaba que la gracia del sacramento se diera «en» el pan; en la sencillez austera de la
liturgia; en el reconocimiento de la gran importancia de la disciplina moral, y en el propósito de llevar la
Biblia a todos los hogares.
Lograron sus conquistas principalmente en los países en los que el gobierno era católico romano y
hostil. Las reformas más conservadoras se dieron en los países en los que el gobierno asumió la Reforma y
la bendijo más tarde o más temprano – los principados alemanes del Norte, Dinamarca, Suecia e Inglaterra.
Las reformas menos conservadoras fueron las de los países en los que el gobierno resistió la Reforma por
la fuerza, y en los que la revolución religiosa requirió también una revolución política – Francia, Los
Países Bajos, Escocia. Cuanto más hostil era el Estado, más probable era que los protestantes fueran
calvinistas, porque el calvinismo establecía la autoridad del ministerio libre de la sujeción espiritual a las
autoridades del Estado.
Pero la Reforma empezó a extenderse a expensas, no solo de los católicos, sino también de los
luteranos en el norte de Alemania. El apelativo Reformado, en efecto, vino a ser utilizado comunmente, en
opoosición no a los católicos romanos, sino a los luteranos.

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Protestantismo en 1529

64
Protestantismo en 1555

65
Protestantismo en 1600

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ALEMANIA

Las divisiones del luteranismo


Al año de la muerte de Lutero en 1546 el Protestantismo alemán estaba abocado a la
destrucción.
El emperador Carlos V logró por fin la paz con Francia en el tratado de Crépy en 1544. Los
turcos estaban ocupados en Persia y las fronteras de Oriente estaban tranquilas. Ganó a su lado al
duque protestante Mauricio de Sajonia, que codiciaba el título y los dominios del elector de Sajonia.
Sus ejércitos avanzaban hacia el Norte, y en la batalla de Mühlberg en 1547 derrotó a los sajones y
capturó la ciudad de Wittenberg y a la persona del elector Juan Federico. El landgrave Felipe de Hesse
fue llevado al tribunal mediante un subterfugio y hecho prisionero también. El título y todos los
dominios electorales de Sajonia excepto Turingia se le dieron como recompensa al duque Mauricio.
Parecía que el Emperador podría acabar por la fuerza con la revuelta protestante.

El Ínterin de 1548
En la Dieta de Augsburgo de 1548 el Emperador ordenó el convenio religioso conocido como
el Ínterim de Augsburgo. Esto permitía a los protestantes, hasta la decisión final de un concilio
general, retener el matrimonio legal de los clérigos y el uso del cáliz en la eucaristía. Casi no les
permitía nada más, y continuaba la cuestión de si tal convenio se podía imponer. Bucero huyó de
Estrasburgo a Inglaterra; otros teólogos huyeron hacia el Norte; el prisionero Juan Federico trató de
trasladar su universidad de Wittenberg – que estaba en las tierras de las que le habían despojado – a
Jena en Turingia. En Jena reunió a los adversarios más encarnizados del Ínterim, los más fieros e
intransigentes de los discípulos de Lutero, que convocaron a Melanchthon para que se reuniera con
ellos.
Melanchthon se negó a ir. Había huido de Wittenberg poco antes de su captura por las tropas
españolas, pero pronto regresó y recibió la seguridad del duque Mauricio de que se respetaría a la
Iglesia protestante de Sajonia. Era hombre naturalmente dispuesto a encontrarse con sus adversarios a
mitad de camino siempre que pudiera, y era reacio a desertar Wittenberg, que él consideraba la estrella
matutina de la Reforma. Con la ayuda de Mauricio consiguió modificar el Ínterim – para hacerlo más
tolerable – en el Ínterim de Leipzig de diciembre de 1548, que contenía fórmulas doctrinales sujetas a
una interpretación luterana pero de acuerdo con el gobierno por medio de obispos (siempre que no se
ejerciera contra la Palabra de Dios) y con la liturgia latina, siete sacramentos, vestiduras y días de
ayuno. Proveyendo que las doctrinas esenciales del Evangelio quedaran libres, Melanchthon estaba
dispuesto a aceptar la imposición del ritual y la liturgia católicos aun cuando le desagradaban. En una
carta a Karlowitz dijo que él era un hombre de paz, y criticó imprudentemente la vehemencia e
irascibilidad de Lutero.
Carlos V no tenía de su parte el afecto del pueblo. Se descubrió que la fe y la práctica
protestantes habían echado raíces en la devoción popular. En la Alemania meridional y central las
tropas españolas impusieron una aceptación superficial del Ínterim, y en Sajonia y Brandeburgo lo
hicieron viable fórmulas de aire evangélico. Pero el Norte de Alemania estaba en revuelta abierta. El
Emperador tampoco tenía a su favor la independencia tradicional de las ciudades y príncipes alemanes.
Aun en el Sur de Alemania encontró al pueblo obstinadamente en contra de la misa restaurada, y
dificultades para encontrar pastores, porque muchos protestantes se negaban a someterse y muchos
católicos ponían en duda una disposición impuesta sin la aprobación del Papa.
Si Carlos V no había acabado con los luteranos, sí los había dividido. Felipe Melanchthon era
el único discípulo de Lutero de talla europea, la única persona que podía haber guiado a las iglesias
luteranas. Entre la mitad o más de la mitad de los luteranos su reputación había decrecido. Se le seguía
viendo como el educador de Alemania y el autor al que se debían muchas verdades en materia
religiosa; pero al cabo de unos pocos meses había dejado de ser el cabeza de una Iglesia para
convertirse en el cabeza de un grupo de teólogos. Los luteranos estaban divididos entre un partido
moderado ubicado en Wittenberg y dirigido por Melanchthon, y un partido estricto o extremo ubicado
en Jena y Magdeburgo y dirigido por Matías Flacius Illyricus.
Las iglesias luteranas no recuperaron nunca la unidad que perdieron a raíz del Ínterim de
Augsburgo de 1548.

67
La Paz de Augsburgo, 1555
Políticamente pronto se les restauró la tranquilidad, porque el Emperador no pudo mantener el
poder. Con la ayuda de una nueva invasión turca, de una alianza con los franceses y por el duque
Mauricio de Sajonia, la Liga Protestante consiguió del Emperador la Paz de Augsburgo (1555). Todas
las tierras que eran luteranas antes de 1552 pudieron seguir siéndolo legalmente, y para el futuro se les
permitiría elegir a todos los gobernadores de estado entre la vieja religión y la luterana, y sus súbditos
habrían de aceptar la decisión de su gobernador o marcharse pacíficamente del estado – el famoso
principio de cuius regio eius religio, aunque tal formulación es posterior. El tratado estableció la base
de la paz religiosa en Alemania para los siguientes sesenta años. El Protestantismo dejó de estar en
peligro.
Pero el desacuerdo sobre el Ínterim inauguró largos años de discusión entre las iglesias
luteranas. Flacius Illyricus fue el más instruido, militante y enredador eclesiástico del siglo XVI.
Natural de Istria, cerca de Venecia (de ahí su nombre), hablaba italiano como su lengua materna y no
habló nunca el alemán con fluidez. Melanchthon le consideraba simplemente un discípulo
desagradecido, una víbora que Wittenberg había alimentado sin darse cuenta. Flacius estaba decidido a
defender «la fe sola» hasta la muerte. Tenía algo de la cualidad aniquiladora de Lutero como
panfletero, y repartía andanadas contra Felipe Melanchthon y su partido, conocidos desde entonces
como los felipistas. Y no solo contra Melanchthon. No había probablemente ninguna escuela de
pensamiento en la Cristiandad a la que Flacius no dirigiera su controversia. A un afecto apasionado
por la ortodoxia en los más altos niveles religiosos añadía más de una pincelada de chiflado y de
fanático. Melanchthon, muriendo en 1560, escribió un papelillo de razones por las que no le tenía
miedo a la muerte. Al margen se encuentran estas palabras: «Serás redimido del pecado. Estarás libre
de todo cuidado, y de la furia de los teólogos.»
Conforme empezó la fe reformada a extenderse hacia el Norte penetrando en Alemania, la
piedra de toque de la fe luterana fue la doctrina de la eucaristía. Melanchthon siempre mantuvo que la
diferencia entre «en el pan» y «con el pan» no era sencilla, y había producido un texto revisado de la
Confesión de Augsburgo en 1540 que les dejaba sitio a los reformados. 1 A los felipistas los acusaron
pronto de criptocalvinistas, de favorecer una doctrina reformada del sacramento. Los luteranos más
estrictos confesaban a veces que el Catolicismo Romano estaba más cerca de la ortodoxia que el
Calvinismo. Melanchthon quería encontrarse con los suizos donde le fuera posible, para trabajar con
ellos en paz. Había otras fuentes de conflicto. Los felipistas no podían conceder que Lutero estuviera
fuera de toda crítica. La más fuerte pretensión de los luteranos estrictos era la de ser fieles a Lutero.

La Fórmula de Concordia
En 1577 se llegó a un acuerdo parcial en los debates del Luteranismo con la publicación de la
Fórmula de Concordia.
La Fórmula no fue el triunfo póstumo de Flacius Illyricus, porque condenaba algunos de sus
puntos de vista. Pero contenía una exclusión tajante de la doctrina reformada de la eucaristía y de la
doctrina calvinista de la predestinación. Ningún felipista podía suscribirla. La Fórmula se impuso
como obligatoria para los ministros de los estados luteranos que la aceptaron, y estableció una mayor
paz religiosa de la que había existido desde los días del Ínterim de Augsburgo de 1548.
La mayor parte de los estados luteranos (86 estados o ciudades y unos 8,000 pastores)
aceptaron la Fórmula de Concordia, y de momento parecía que los luteranos estaban unidos. Pero no
todos los estados la aceptaron. El Rey de Dinamarca echó al fuego su ejemplar de la Fórmula de
Concordia. Bremen, Anhalt y Nuremberg fueron importantes entre los pocos que se negaron a
aceptarla y se mantuvieron felipistas. La existencia continuada de estas iglesias felipistas animó el
crecimiento del Protestantismo Reformado en Alemania. En sus simpatías estaban tan cerca de
Calvino como de los luteranos estrictos, y poco a poco algunas de las iglesias felipistas apenas podían
distinguirse de las reformadas. Los reformados hicieron rápidos avances en Alemania porque un grupo
numeroso entre los luteranos llegó a creer que aquellos tenían razón en aspectos importantes.
Sin embargo es un mito de la historia popular el que los luteranos perdieron su vigor y
1
Conocida como la Confessio Variata.

68
capacidad de expansión después de la Paz de Augsburgo de 1555. La mayor parte de las tierras
luteranas eran nominalmente luteranas antes de 1555, pero varias de las más grandes, como Prusia y
Suecia, fueron organizadas adecuadamente durante la segunda mitad del siglo XVI, y en Alemania los
luteranos siguieron consolidando sus estados vigorosamente hasta la Guerra de los Treinta Años.
Hicieron una adquisición señera allá por el año 1598 cuando Estrasburgo, anteriormente la ciudad de
Bucero y de Juan Calvino, recibió la Fórmula de Concordia y se hizo luterana. Hasta el Palatinado,
donde se introdujeron presbiterios calvinistas en 1570, y que había de convertirse en la piedra angular
de las iglesias reformadas alemanas, se hizo rígidamente luterana por siete años desde 1576. De que
los luteranos se criticaran mutuamente a veces no se debe deducir que hubieran perdido dinamismo.
La vehemencia es más una señal de energía que de debilidad. La antigua imagen de una Iglesia
Luterana estática y en baja ante las incursiones de los reformados y de los jesuitas es una leyenda de la
historia de la Iglesia que han tenido que revisar los estudios modernos.
Entre 1556 y 1559 el elector palatino Otón Enrique hizo protestante a Palatinado. Al mismo
tiempo el duque Cristóbal, de Württemberg, estado que era protestante desde 1534, organizó a fondo
la Iglesia con la ayuda del teólogo Johann Brenz. En 1568 el ducado de Brunswick se pasó al lado
protestante. Oldenburg fue organizado por una orden fuerte de la Iglesia Luterana en 1573. Una serie
de órdenes eclesiásticas reorganizaron otros estados.
Una forma importante de extender el territorio protestante después de 1555, fue la absorción
de las tierras de los episcopados. Los de Alemania eran también señoríos seculares. El hacer luterana
la sede de Magdeburgo era hacer protestante no solo una diócesis y una administración eclesiástica,
sino también un principado y una administración secular.
Los católicos pretendían que era ilegal hacer protestante una diócesis. A la Paz de Augsburgo
añadían una cláusula conocida como la Reserva Eclesiástica, ordenando que si un obispo o abad se
hacía protestante perdía su puesto y el cabildo, convento o patrocinador debía proceder a una nueva
elección. Los protestantes se negaron a aceptar esta cláusula e hicieron protestas contra ella repetidas
veces.
Esta manera de asegurarse territorios era sencilla: hacer que se eligiera un obispo protestante.
Entonces el obispo dejaba libertad para la Confesión de Augsburgo en su territorio, y nombraba
canónigos protestantes para asegurar la sucesión. Era más fácil cuando el obispo no era elegido por un
cabildo sino por un príncipe protestante. De esta manera se anexionó Brandeburgo los territorios de las
tres sedes en las que el elector tenía el derecho de nombramiento – Brandeburg, Havelberg y Lebus.
Era menos fácil, pero igual de inevitable, en sedes en las que las tierras estaban rodeadas de territorio
protestante o ubicadas en una gran ciudad protestante. Por muy católicos que fueran los canónigos del
cabildo, y por muy reacios que fueran a elegir a un protestante, era políticamente imposible elegir a
una persona que no fuera aceptable para los poderes vecinos. De esta manera Sajonia absorbió las
sedes de Meissen, Merseburg y Naumburg. El cabildo de Merseburg, donde los canónigos protestantes
estaban en mayoría, demandaron que el hijo más joven del Elector de Sajonia fuera su obispo
(diciembre de 1561); tenía ocho años, y por tanto el Elector gobernó la diócesis en nombre de su hijo.
Tres años después, cuando murió el obispo de Naumburg, el Elector rodeó con sus tropas el lugar de la
elección, prometió dinero y prebendas, y quedó complacido cuando el mismo hijo más joven, entonces
de doce años, fue elegido para la sede. En 1585 el cabildo protestante de Bremen eligió a un chico
aristocrático de diez años para el arzobispado. Por motivos similares el duque católico incondicional
de Baviera puso a su hijo Ernesto en la sede de Freising a la edad de trece años. El cabildo católico de
Halberstadt eligió en 1567 al nieto del duque de Brunswick, de dos años, con la esperanza desesperada
y vana de recibir la protección de Brunswick para su sede. El niño fue elegido con la condición de que
fuera educado en la religión católica. Pero el viejo Duque fue enterrado por un abad protestante con
oraciones protestantes, el niño fue educado como protestante, y aunque acabó por ser consagrado
como obispo según los ritos católicos, se negó a asistir a la misa y se declaró de acuerdo con la
Confesión de Augsburgo.
Así fueron incorporados al nuevo sistema varios antiguos principados episcopales. 2

2
El peor de los conflictos con motivo de la elección por un cabildo tuvo lugar en Estrasburgo entre 1592 y
1604, donde los canónigos protestantes eligieron a un obispo protestante (de quince años), los canónigos
católicos a un obispo católico, y los amigos de cada bando llevaron la contienda a una guerra declarada.

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El Emperador declaró ilegal esta manera de burlar la Reserva Eclesiástica; pero después de
negociaciones empezó a hacerse de la vista gorda, y observó consentidoramente mientras las grandes
sedes de Magdeburgo, Lübeck, Verden, Minden y Halberstadt pasaban a manos protestantes.
Los más grandes principados eclesiásticos eran los tres arzobispados de Mainz, Trèves y
Colonia. A pesar de tener muchos protestantes entre sus ciudadanos y unos pocos entre sus canónigos,
ninguno de ellos consiguió elegir a un arzobispo protestante; y después de 1555 la única conversión de
un arzobispo alemán a la fe protestante, en Colonia y en 1582, resultó ser el más grave revés para la
causa protestante antes de la Guerra de los Treinta Años. 3 No lejos de la Renania y el Noroeste de
Alemania se encontraba el ejército más formidable de Europa, el ejército español de Los Países Bajos,
y España tenía interés político y religioso en proteger el catolicismo de los obispados del Rin.
Pero la fe protestante no se extendió solamente por medio de medidas políticas con príncipes-
obispos. Su verdadero poder expansivo se hizo evidente cuando ambos lados consideraron la libertad
por la Confesión de Augsburgo como un probable preludio al cambio al Protestantismo del territorio.
En un estado como el arzobispado de Mainz, donde el gobernador no era favorable pero tampoco
celoso en contra, los protestantes siguieron haciendo rápidas incursiones. Al Sur de las tierras
alemanas, que una edad moderna consideraría como firmemente católicas, en Austria y Baviera y Tiro
y Bohemia, los protestantes estaban creciendo en número y poder en la década de los sesenta del siglo
XVI, generalmente entre la nobleza, y en las ciudades entre la clase media. En 1568 el emperador
Maximiliano II hacía esfuerzos para que se concediera una medida de libertad legal 4 a los luteranos de
Austria, y cuatro años más tarde concedió una libertad similar en Bohemia. Hacia 1575 todavía parecía
que los protestantes podrían acabar por convertir a toda Alemania.
De los estados alemanes que aceptaron la doctrina y la política reformada, los más importantes
fueron: el Palatinado, permanente aunque moderadamente reformado hasta 1583; Bremen, una Iglesia
Luterana felipista que se hizo reformada en 1580, aunque siguió repudiando el nombre de calvinista;
Anhalt, incluido entre los estados reformados hacia 1595; la parte principal de Hesse, incluida como
reformada hacia 1605; y el gobernador, pero sorprendentemente no el pueblo, de Brandeburgo.
En 1613 el elector Juan Segismundo de Brandeburgo, a quien su padre había permitido
estudiar en Heidelberg en el Palatinado, se hizo calvinista. Que dos de los tres electores protestantes de
Alemania (Sajonia, Palatinado, Brandeburgo) fueran reformados preocupaba a los luteranos en todas
partes, y especialmente cuando Brandeburgo estaba creciendo en poder y en importancia. Pero a
diferencia del Palatinado, donde la vecindad del alto Rin y de Suiza hacía inevitable la influencia
reformada, en Brandeburgo el pueblo era profundamente luterano. Incapaz de obligarlos a seguir una
política reformada, el elector Juan Segismundo aseguró un lugar legal para la enseñanza reformada
dentro del estado de Brandeburgo, y las dos confesiones siguieron juntas, con una mayoría luterana.
Ya se llamaran reformadas, o aun calvinistas, las iglesias alemanas no siguieron por lo general
el modelo suizo de gobierno eclesiástico. Si, como Bremen, habían sido felipistas en su origen,
generalmente conservaban la forma luterana de consistorio. Si, como el Palatinado, estaban
gobernadas por un príncipe, este mantenía el control sobre el consistorio aun donde permitía la
introducción de ancianos ginebrinos. El elector del Palatinado Federico III presidía normalmente el
consistorio; su nieto Federico IV lo presidía una vez al mes. En ningún lugar de Alemania se
estableció totalmente la pura forma de gobierno calvinista. Los reformados alemanes seguían más bien
a Zuinglio y sus sucesores en Zurich, que desaprobaban el derecho libre de excomunión sin referencia
al magistrado. Solamente en el bajo Rin, por asociación con los Países Bajos calvinistas, se crearon
verdaderos sínodos presbiterianos, en Wesel en 1568 y en Emden en 1571. Durante mucho tiempo las
iglesias felipistas no usaron más confesión de fe que la Confesión de Augsburgo.

Erasto (c. 1524-83)

3
Sobre la elección de Colonia y sus consecuencias, véase capítulo 8: «Colonia».
4
A los nobles, con sus casas e inquilinos, se les concedía libertad de culto protestante en su territorio, pero no en
las ciudades reales o en los pueblos de mercado. Tenían que testificar por escrito su adherencia a la Confesión
de Augsburgo y comprometerse a no molestar a los católicos en las prácticas religiosas, los estipendios y otros
derechos.

70
En el Palatinado, el conflicto entre Iglesia y Estado, entre los ideales de política eclesiástica de
Zurich y de Ginebra, se hizo público. Thomas Lüber, mejor conocido en todo el mundo por su nombre
humanista de Erasto, había sido discípulo de Bullinger en Zurich y llegó a Heidelberg en 1558 como
médico del Elector palatino. Desde 1560 el calvinista Caspar Oleviano trató de introducir los
consistorios y la disciplina calvinista en el Palatinado. Erasto se convirtió en su principal oponente; y
cuando el elector Federico III fue persuadido finalmente a introducir la disciplina presbiteriana, en
1570, fue bajo severas limitaciones, aunque no tanto como para impedir que se molestara a Erasto con
un proceso de años en los tribunales de la Iglesia.
Durante su vida Erasto no imprimió ninguna obra contra la pretensión presbiteriana de
excomunión; pero escribió y circuló tesis contra el derecho de excomunión sobre la base general de
que, si la excomunión conlleva castigos civiles, su ejercicio debe pertenecer exclusivamente al
magistrado. Estas tesis se produjeron después de su muerte, y se publicaron en Londres en 1589. En
Gran Bretaña, y solamente allí, pronto se aplicó el nombre de Erastianismo, injustamente para con
Erasto, como un término que describía cualquier teoría que abogara excesivamente el control del
Estado sobre la Iglesia.

Luteranos y calvinistas
Las iglesias luteranas crecieron lentamente en orden e instrucción. Las universidades más
antiguas de Tubinga, Rostock, Greifswald y Leipzig eran reformadas, y después de la fundación de
Marburgo (1527) se fundaron otras nuevas en Königsberg (1544), Jena (1558), Helmstedt (1576) y
Giessen (1607).
Martin Chemnitz de Brunswick (1522-86), discípulo de Melanchthon, se volvió el teólogo
protestante más instruido del siglo. Ayudó a sistematizar más la doctrina luterana. Su libro famoso fue
Un examen del Concilio de Trento (cuatro partes, 1565-73), que contenía la más completa de todas las
justificaciones contemporáneas del movimiento protestante. Como los diversos estados se organizaban
por órdenes eclesiásticas, la administración de la educación y de la ayuda a los pobres llegó a estar
mucho mejor organizada.
En la Alemania dividida los luteranos no permitían en sus estados ni la misa católica ni el
culto calvinista; los consistorios calvinistas disciplinaban a cualquiera que encontraran sustentando
doctrinas católicas o luteranas de la Presencia Real. Como había más estados separados protestantes en
Alemania que en ningún otro sitio, la desunión religiosa era más manifiesta en Alemania.
La Alemania protestante no era una unidad subyacente con diferencias de opinión. Los
calvinistas eran más amigables con los luteranos que los luteranos con los calvinistas, pero
presentaban una provocación grave pretendiendo abiertamente que los luteranos seguían manchados
con la herencia del papismo, y con su sentimiento de superioridad. «Hoeschel, aunque luterano –
decía Escalígero –, es un hombre instruido.» Hasta 1648 los luteranos no olvidaron nunca que los
católicos romanos y ellos eran las únicas religiones legales en Alemania, y que el status de los
reformados era tan ilícito como el de los anabaptistas. Creían que la negación calvinista de la
Presencia Real era una ruptura intolerable con la fe católica. Rara vez eran conscientes de una unidad
común entre los protestantes. El profesor luterano Policarpo Leyser defendía la tesis de que si los
errores de los calvinistas se compararan con los de los papistas, los de los calvinistas serían peores. La
devoción se convirtió en un pertrecho de guerra cuando se publicó Un libro de oración contra los
calvinistas. Aunque la mayoría no sustentaba el punto de vista de Leyser, los luteranos más estrictos
creían que era ser leal a la verdad el no fraternizar con los Reformados. Cuando Teodoro de Beza se
enfrentó con el luterano Andreä en una discusión acerca de la nueva unión en Montbéliard, no
pudieron darse la mano al acabar. La muerte de miles de mártires hugonotes en Francia le parecía al
luterano Hutter un justo juicio de Dios sobre una secta que había quebrantado la paz religiosa. Hubo
un clamor en contra del felipista Calixtus cuando tomó la comida con el capellán Reformado de la
corte de Berlín. «¿Es posible – preguntaba Calixtus cuando estaba siendo atacado por ser amigable con
teólogos Reformados – que el odio haya subido hasta tal punto entre nosotros que no sea lícito cruzar
la calle con un Reformado? Me niego a evitar la compañía de hombres buenos, sean calvinistas o
papistas.»

71
La pelea se extendió por toda Alemania, debilitó el poder político de los protestantes en
Alemania y Polonia y Francia y Hungría y Transilvania, abrió las puertas a la Contrarreforma y disipó
energías pastorales hacia la controversia teológica. Pero aun la controversia teológica seguía siendo
teología, y el conocimiento adquirido con una finalidad bélica era más útil que la ignorancia muda y
vegetal.
Algunos luteranos no tenían miedo de usar escritos calvinistas. Estaban dispuestos a traducir
libros ingleses de piedad Reformada. Estudiantes luteranos incluían en sus viajes Marburgo, o
Heidelberg, o Leiden; y la universidad de Tubinga daba la bienvenida hasta a vehementes estudiantes
calvinistas. Los luteranos felipistas eran mucho más amigables con los Reformados, y se dio un caso
aislado de unión: Pelargus, superintendente en Frankfurt del Oder, se pasó del felipismo al calvinismo
declarado; algunos clérigos luteranos siguieron sosteniéndole, ordenó a pastores tanto luteranos como
Reformados, y la universidad concedió el grado de doctor a miembros de ambas confesiones.
Juan Durie era un pastor escocés que en 1628 fue nombrado capellán de los comerciantes
ingleses de Elbing en Prusia. Angustiado por la pelea religiosa de Alemania, dedicó el resto de su
larga vida a programar la unión de luteranos y Reformados, si no de todos los protestantes, en una
sencilla confesión de fe común basada en el Credo de los Apóstoles. Viajó por todo lo largo y ancho
de Europa, de Londres a Transilvania, de Ginebra a Estocolmo. Las iglesias suizas incluyeron su causa
en sus oraciones; el Estado sueco le expulsó. Hombre de amplia simpatía, vaga teología y poco
conocimiento de negocios, demostró que en la causa de la unidad cristiana no son suficientes el
sentimiento y el afecto.
Los reformados encontraron absurdo el decir que los luteranos, con todos sus errores, no
formaban parte de la Iglesia verdadera. «No puedo negar – escribió Richard Hooker de los luteranos –
la posibilidad de su salvación, que ha sido el instrumento principal de la nuestra, a pesar de que
llevaron a la tumba un convencimiento tan repugnante a la verdad.» En el paso del siglo XVI al XVII
empezaron a mirar a los luteranos con ojos todavía críticos, pero más favorables, reduciendo el
número de cosas esenciales de la fe en las que insistían. En 1631 el sínodo francés de Charenton
reconoció por fin a los luteranos como hermanos, y resolvió que podían tomar la comunión en sus
iglesias y hasta ser padrinos de sus hijos. Las iglesias suizas fueron muy hospitalarias con los
refugiados luteranos durante la Guerra de los Treinta Años.

FRANCIA

La conversión de Francia estaba en lo más íntimo del corazón de Calvino. El francés era su lengua
materna, él era un teólogo francés, se comunicaba por carta con sus amigos, y su academia ginebrina
preparaba evangelistas para Francia, llevando la Biblia francesa publicada por Olivétan en 1535 y los
Salmos traducidos por Marot.
El gobierno francés, aunque practicaba la ejecución por herejía desde el principio, fue
provocado a una persecución más severa. El 18 de octubre de 1534, los ciudadanos de París, Orleans,
Blois y otras ciudades se encontraron por la mañana carteles violentos y groseramente irreverentes en
las paredes de las calles principales, y uno sobre la puerta del dormitorio del Rey en el castillo de
Amboise. Habían sido introducidos de contrabando en Francia, y su distribución había sido bien
organizada, no sin la oposición de las cabezas más sabias entre los protestantes. La reina Margarita de
Navarra, la amiga de los reformadores, creía que los carteles tenían que haber sido escritos y
distribuidos por un enemigo para desacreditarlos. Estaba en un error. El rey Francisco I emprendió una
procesión solemne a Notre Dame, con reliquias y teas encendidas, para purificar la ciudad de París, y
en un banquete en el palacio del obispo declaró su intención de erradicar del estado el veneno. Más de
treinta y cinco luteranos fueron quemados, y muchos más huyeron del país.
Seguidamente el gobierno persiguió, a menudo ferozmente. Los peores sufrientes los primeros
años fueron los valdenses de Provenza, que perdieron varios centenares de personas en una incursión
asesina (1545) que fue dignificada o disculpada con el nombre romántico de «cruzada». Pero aunque
los «luteranos» (como se los llamaba hasta después de 1560, cuando se hizo más corriente el nombre
de hugonotes) fueron perseguidos, no siempre le era fácil al gobierno el perseguirlos
consecuentemente. Ni tampoco puede un pueblo tolerar indefinidamente la crueldad si es pública,

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parcialmente ineficaz y ejercida contra gran número de hombres y mujeres aparentemente buenos.
Porque Francia, a pesar de las apariencias, no era una unidad política. La corona era poderosa,
firmemente católica, y desde el concordato de Bolonia (1516) ejercía una autoridad onerosa y
calamitosa sobre las dotaciones de la Iglesia. Pero el país era extenso, los nobles inquietos e
independientes, la corrupción de la vida eclesiástica notoria, y al otro lado de las fronteras, y después
de 1558 al otro lado del canal de la Mancha, había estados protestantes. Los mercaderes y los
terratenientes recibían las nuevas doctrinas, abrían sus biblias y encontraban esperanza para la reforma
de la Iglesia; y aunque a menudo en peligro y perdiendo muchos en la hoguera y el patíbulo, no se
podía suprimir fácilmente y en todas partes en un momento. Se necesitaba solamente una debilidad en
la Corona – una minoría, una regencia – para que las facciones políticas se formaran en torno a la
nobleza lanzada a la lucha por el poder. Para 1560 los hugonotes eran suficientemente numerosos por
toda Francia para ser un elemento importante en la lucha política.
Las universidades y otros centros humanísticos se sentían a menudo impulsados a la reforma.
Grupos de estudiantes de los colegios provinciales eran a veces fuertes en el lado de los protestantes,
algunas veces armados para defenderse de los católicos. En 1560, 400 estudiantes de Toulouse
demandaron una iglesia, cantaron los salmos de Marot públicamente y fueron reprimidos. La gran
universidad medieval de Montpellier atraía muchos estudiantes de Alemania y de otros países
protestantes.
La Reforma atraía especialmente a los nobles del campo y a los mercaderes de las ciudades,
mientras que los campesinos seguían inalterablemente conservadores a menos que siguieran a sus
señores feudales. En Normandía, el almirante Coligny simpatizaba con la Reforma, y bajo su dirección
o inacción las iglesias se pudieron ir organizando. En la Navarra Francesa y en las tierras limítrofes se
fueron formando congregaciones, porque el rey Borbón y su reina de Navarra estaban a favor. En
Orleans y el Orleanesado, por razones similares, los calvinistas hicieron progresos, lo mismo que en el
Delfinado y en la Provenza en el extremo Sur, donde algo de la herencia de los valdenses y de la
herejía medieval puede que se combinara con una tradición política de independencia. La mayor parte
del pueblo de París, Burdeos y Toulouse siguieron siendo católicos siempre. Lorena y el Norte estaban
controlados por nobles católicos, Guisa y Montmorency.
Al principio los cultos hugonotes se celebraban en secreto; en una casa particular, en un
granero, en un bosque o en el campo. Algunas congregaciones exigían para la admisión un juramento
de no revelar jamás los nombres de otros protestantes. Los pastores, que eran demasiado pocos, se
protegían en parte con disfraz o nombre supuesto, y se trasladaban si se llegaba a conocer su identidad
en el pueblo. Aunque celebraron su primer sínodo nacional en París en 1559, su centro de
organización y consejo era Ginebra. Usaban el salterio y la Biblia y los órdenes de culto de Ginebra, y
en su desesperada escasez de pastores se trajeron a muchos de Suiza. En algunas parroquias, el
sacerdote adoptó calladamente opiniones protestantes, y siguió instruyendo a su rebaño. Cierto
número de sacerdotes y frailes fueron expulsados, y adoptaron el papel de pastores. En la cuaresma de
1560, un monje llamado Tempeste predicó el Evangelio Reformado en Montélimar sin quitarse ni
siquiera el hábito. En 1561 en Montauban, un agustino predicó un curso notable de sermones de
cuaresma, y en Resurrección se despojó de las vestiduras públicamente antes de unirse a los hugonotes
en la eucaristía.
Pero la experiencia francesa con sacerdotes y monjes deshabituados no fue siempre feliz. Sus
motivos eran dudosos, y eran objeto de un odio desmesurado por parte de las autoridades eclesiásticas.
Los consistorios hugonotes establecieron reglas bajo las cuales los ex sacerdotes y ex monjes podían
ser admitidos. Buscaron la ayuda de Suiza, y enviaron estudiantes a Ginebra para que fueran instruidos
para el pastorado. Entre 1555 y 1562 Ginebra suplió por lo menos ochenta y ocho pastores a los
hugonotes, y Berna y Neuchâtel también algunos. Las ciudades suizas desnudaron sus púlpitos por
amor a los franceses. Durante 1561, como los hugonotes empezaron a salir a la luz pública, se podía
dar el caso de que un pueblo francés echara a su sacerdote, rompiera las imágenes de la iglesia y
solicitara un pastor – y a veces no le podían mandar a ninguno. Ginebra recibió ayuda en 1558 cuando
Berna expulsó a un número de pastores de Lausana y de otros sitios porque insistían en la disciplina
consistorial ginebrina en territorio bernés; muchos de estos fueron enviados a Francia.
A principios de 1561 el gobierno francés protestó oficialmente a la República de Ginebra por
enviar predicadores que causaban sedición y disensión en el reino. En lo sucesivo Ginebra tuvo

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cuidado de hacer la vista gorda a la ayuda extraoficial que estaban supliendo sus pastores y
ciudadanos.
En 1561 el almirante Coligny calculó que había 2,150 congregaciones protestantes en Francia.
Existe un cálculo contemporáneo del crecimiento de los protestantes en el pueblecito de
Castres en Languedoc. En 1559 viajaron algunos habitantes de Castres a Ginebra para comprar biblias
y otros libros, y pidieron un pastor. A finales de 1559 la Venerable Compañía eligió a Geoffrey Brun,
a quien Berna había expulsado hacía poco del territorio de Lausana. En abril de 1560, miembros de la
congregación condujeron a Brun a Castres a salvo, le introdujeron en el pueblo al amparo de la
oscuridad y le alojaron con un ciudadano importante llamado Gaches. En la casa de este se celebraban
los cultos, siempre de noche y secretamente. Pero al cabo de un mes ya se conocían fuera las reuniones
de la casa de Gaches, así es que trasladaron los cultos a la casa de otro protestante. Mientras tanto la
congregación iba creciendo. Después de solo unos seis meses Brun decidió que debía tener un segundo
pastor, y volvió a Ginebra a buscarlo. Mientras estaba fuera, iba un pastor desde Toulouse para
predicar y bautizar; pero fue descubierto y expulsado.
Para 1561 los hugonotes estaban saliendo a la luz pública. En febrero de 1561 el nuevo
ayudante de Brun reanudó los cultos en casas particulares. El 18 de abril empezó a predicar
públicamente otro nuevo pastor en el viejo edificio de la escuela, y aunque le ordenaron los
magistrados que desistiera, rehusó cumplir la orden. El mismo Brun volvió de Ginebra, y al cabo de
poco tiempo los magistrados se unieron a la congregación. El rebaño era ya demasiado grande para
reunirse en casas particulares, así es que adoptaron edificios públicos y sacaron de la cárcel por la
fuerza a los presos protestantes. A partir de entonces el pueblo era un pueblo hugonote.
El sínodo de Paría (1559) organizó un sistema nacional de presbiterios. Cada iglesia estaba
gobernada por un consistorio, el pastor con ancianos laicos. Por encima de esto había una asamblea de
distrito, el coloquio, y por encima un sínodo provincial, y finalmente en la cima el sínodo nacional.
Durante muchos años el estado del país impedía que mucho de esto fuera más que una organización de
papel, pero hay abundante evidencia de que en muchos distritos el consistorio y el coloquio
funcionaban con eficacia.

En 1559 Francia estaba en bancarrota por la inflación y la crisis europea de créditos; y en el


peor momento para el orden público murió el Rey. El 30 de junio de 1559 el rey Enrique II fue herido
en el ojo derecho con la punta de una lanza astillada en un torneo, y aunque diversos médicos
eminentes hicieron experimentos precipitados con los ojos de cuatro criminales decapitados a
propósito, murió diez días después. El nuevo rey, Francisco II, ya casado con la reina María de
Escocia, no había cumplido los dieciséis años y era enfermizo. Murió a su vez el 5 de diciembre de
1560, y la corona pasó a su hermano menor, Carlos IX, de diez años. Su madre, Catalina de Médicis,
pasó el resto de sus años haciendo equilibrios entre las dos grandes facciones de nobles. A un lado
estaban los Guisa, encabezados por el Duque de Guisa y el cardenal de Lorena: católico, aliado cuando
podía de España. Al otro lado estaban los Borbones, encabezados por el príncipe de Condé (porque el
cabeza natural del partido, Antonio de Borbón, rey de Navarra, aunque casado con una protestante
convencida, era débil y vacilante), respaldado por los tres hermanos Châtillon (el cardenal de
Châtillon, el almirante Coligny y d’Andelot): amigo de los hugonotes, y aliado cuando podía de los
príncipes protestantes alemanes o de la reina Isabel de Inglaterra.
El poder de la corona de Francia no podía soportar la prueba de la minoría de edad y la
regencia de una Reina madre extranjera. En la lucha por el poder, el gobierno central estaba debilitado
y las provincias hacían valer sus derechos. Probablemente habría habido una guerra civil, similar a las
guerras inglesas de las Rosas, si la cuestión religiosa no hubiera dividido también a Francia. Hasta en
1560-1 los contemporáneos distinguían entre hugonote «políticos» y «religiosos», y los políticos eran
los señores que estaban disgustados con el poder de los Guisa católicos sobre la Corona, y dispuestos a
usar la contienda religiosa como instrumento. Sus líderes tenían diversas actitudes. Condé llevaba una
vida privada vergonzosa, y Coligny era un protestante noble y fiel.
Ante la debilidad del gobierno, los hugonotes no podían evitar la ilegalidad. No era posible
mantenerse al margen y ver cómo quemaban a sus amigos si tenían poder para pararlo. Empezaron a
proteger sus asambleas para el culto con una guardia de hombres armados. En Caen tomaron posesión
de iglesias abandonadas; en otros lugares expulsaron a los ocupantes antes de tomar posesión. En

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Montpellier sitiaron a los canónigos en su recinto catedralicio. En la primavera de 1560 la iglesia
hugonote de Rouen tenía 10,000 miembros, con cuatro pastores y veintisiete ancianos. En Dieppe la
congregación fue lo suficientemente atrevida o precipitada como para construir un «templo» en el
corazón de la ciudad, de un estilo clásico como el Coliseo; pero el gobierno lo destruyó. En los
pueblos de mayoría protestante, mantener el secreto llegó a ser imposible y absurdo.
No podían reunirse sin protección, y las autoridades públicas no los protegían. En Valence en
1560 los hugonotes más jóvenes se apoderaron de la iglesia franciscana, y los caballeros armados
protegían los cultos. En Nîmes la congregación se reunía en los suburbios y celebraba la liturgia
ginebrina bajo una guardia armada con picas y arcabuces. El 26 de agosto de 1560 una congregación
de 7,000 se reunió en la plaza del mercado de Rouen, cantó salmos, y escuchó a un predicador que
estaba de pie en una silla rodeado de 500 hombres con arcabuces.
La ocupación de iglesias por hugonotes era intolerable para los católicos, que lo consideraban
un sacrilegio. Los hugonotes no tenían el sentido del sacrilegio; eran la Iglesia de Dios, purificando
sus edificios y restaurando la verdadera religión. Cuando casi todos los habitantes de una ciudad eran
hugonotes, pensaban que era cuestión de justicia el que pudieran reunirse para el culto en una o varias
iglesias vacías.
Una conspiración – en la que el motivo religioso era una pequeña parte, o un pretexto – para
capturar al Rey y obtener tolerancia para los hugonotes (el tumulto de Amboise, 1560) fue denunciada
a los Guisa y destrozada. El país estaba al borde de la guerra civil.
¿Estaba bien el que hombres religiosos se unieran en rebelión contra el legítimo soberano?
Muchas comunicaciones sobre este tema pasaron entre Ginebra y los líderes hugonotes. Por una parte
Calvino creía que las autoridades son ordenadas por Dios, que nadie tiene derecho a rebelarse contra
un legítimo soberano. Allá por el año 1562 Beza hizo una famosa réplica al Rey de Navarra sugiriendo
resistencia pasiva: «Señor, es ciertamente la suerte de la Iglesia de Dios, por la cual estoy hablando, el
sufrir golpes y no el infligirlos. Pero tened la bondad de recordar que es un yunque que ha desgastado
muchos martillos.» Por otra parte, el gran jurista Anne de Bourg, esperando la ejecución por herejía
en su prisión parisina (1559), escribió un panfleto contendiendo que cualquier monarca que forzara a
sus súbditos a vivir contra la voluntad de Dios era ilegítimo. Entre estos dos extremos había amplio
campo para la discusión. Los Guisa habían capturado al Rey y le estaban gobernando - ¿no era una
rebelión contra los tiranos del Rey una verdadera defensa del Rey? ¿No debería pelear un cristiano
para salvar a su rey de un despotismo ilegítimo? Hasta Calvino estaba de acuerdo en que tal lucha era
permisible – pero con una condición: que esté dirigida por los principales magistrados o por los
príncipes herederos. Así es que cuando Condé mobilizara sus fuerzas, sería posible que Ginebra
aprobara que se unieran a su bandera. Beza era un decidido abogado de esta opinión. Los consistorios
hugonotes se dejaron usar como organización civil y militar tanto como gobierno religioso.

El Coloquio de Poissy
Rodeada de espadas estruendorosas y de mutuas discriminaciones, Catalina de Médicis
revoloteaba como un ave enjaulada. Volviéndose a Coligny en busca de ayuda publicó un decreto
mandando que cesaran todas las persecuciones religiosas y que se excarcelaran todos los presos. Los
refugiados en Suiza e Inglaterra volvieron a toda prisa a Francia. Congregaciones de hugonotes se
reunían abiertamente en pueblos en los que habían sido minoría; y se sucedieron revueltas y
desórdenes. Para septiembre de 1561 Catalina convocó a Coligny en Poissy, una reunión de teólogos
de ambos lados, en un esfuerzo para hacerlos vivir juntos.
Se reunieron en el refectorio del convento de Poissy, cerca de París. Por parte católica se
sentaban en el tribunal el Cardenal de Lorena y cuarenta o cincuenta obispos con sus teólogos
ayudantes. Como acusado estaba en pie Beza, secundado por pastores principales de Francia y al que
se unió más tarde Pedro Mártir desde Zurich. Ante el rey y su madre y los príncipes de la sangre los
teólogos expusieron el caso. Parecía como una de esas disputaciones programadas que habían ayudado
a establecer el Protestantismo en Zurich y otras ciudades suizas. Pero la atmósfera era muy diferente.
Las filas de prelados se mantuvieron sentados, hostiles, seguros de su poder; y las cartas privadas de
Beza muestran que estaba interiormente menos confiado de lo que parecía en el atrevido frente que
presentaba a la asamblea. Era simbólico que no se proveyeran asientos para los calvinistas, que se
presentaban como acusados ante el tribunal. Si Catalina se proponía un acuerdo o tolerancia, debe de

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haberse desilusionado pronto. Cuando entraron Beza y sus colegas, un cardenal dijo audiblemente:
«Aquí llegan los perros de Ginebra.» Beza lo oyó, y se volvió, diciendo: «El rebaño del Señor necesita
fieles perros de ovejas para ahuyentar a los lobos.»
Empezó a conciliarlos declarando la fe Reformada en todos los artículos principales del credo
tradicional. Los obispos le oyeron al principio en silencio respetuoso. Se ha mostrado que el Cardenal
de Lorena, por lo menos, pretendía llegar a la paz si era posible. Hasta cuando Beza empezó a declarar
los desacuerdos sobre la Biblia, la justificación por la fe, las tradiciones de la Iglesia, los obispos
guardaron silencio. Declaró que los Reformados no creen que el pan de la eucaristía sea pan ordinario,
ni que Cristo esté ausente de la Cena del Señor; pero en cuanto a Su presencia local «decimos que Su
Cuerpo está tan distante del pan y el vino como los altísimos cielos lo están de la tierra.»
Le interrumpieron con el grito de «¡Blasfemia!» Y solamente la orden de la reina Catalina
permitió que la conferencia continuara. Prosiguió pesada e infructuosamente, y se disolvió sin
consecuencias en octubre de 1561. Catalina, suponiendo que los hugonotes eran más fuertes de lo que
eran y temiendo el poder de los Guisa publicó el Edicto de enero de 1562 mandando a los hugonotes
que devolvieran las iglesias de las que habían tomado posesión y prohibiendo los cultos públicos
hugonotes dentro de los muros de un pueblo excepto en casas particulares, pero permitiendo el culto
público dondequiera fuera de las murallas.
Los protestantes habían obtenido un reconocimiento legal, aunque fuera precario. Se daban
cuenta de lo mucho que habían ganado. Algunos creían que, si duraba la libertad concedida en el
edicto, podían hacer protestante a Francia. Apenas esperaban que durara.

El estallido de la guerra civil


El 1 de marzo de 1562 el duque de Guisa se detuvo con 200 hombres armados en Vaso, en la
Campaña, en su viaje hacia París. Era domingo; y cerca de la capilla del monasterio, en la que los
Guisa tenían intención de oír misa, de 600 a 1,000 protestantes estaban celebrando el culto en un
granero. La reunión era ilegal, a menos que el granero se considerara una casa particular, porque
estaban dentro de la muralla. No se sabe quién empezó la pelea, si la congregación empezó a tirarle
piedras a los intrusos de Guisa o si fueron estos los que hicieron fuego en primer lugar. Por lo menos
cuarenta y ocho miembros de la congregación fueron muertos o mortalmente heridos y otros muchos
dañados.
El ejemplo se fue contagiando en las provincias. En Toulouse cerca de 3,000 hugonotes,
incluyendo mujeres y niños, fueron asesinados. El populacho católico atacó a las congregaciones
hugonotes en todas partes. El populacho hugonote saqueó iglesias católicas. El duque de Guisa se
apoderó del Rey y de Catalina de Médicis. Las «Guerras de Religión» habían empezado.

Es la tragedia de la Reforma. Todo el mundo, católicos o no, confesaban que la Iglesia de


Francia estaba corrompida y debía ser reformada. Los calvinistas proponían que fuera reformada
conforme a la Palabra de Dios; y sus ideales fueron arrebatados en el torbellino político, mezclados
con la codicia y el miedo y la pasión de la humanidad, derramados en sangre y pisoteados en el polvo.
La religión dividía una Francia ya decrépita, y treinta años de guerra civil o treguas sospechosas
fueron la consecuencia – una guerra civil de asesinatos, matando a sacerdotes inocentes de una parte y
pastores inocentes de la otra, y de pillaje, incendios, agotamiento y masacre. No fue continua (1562-3,
1567-70, 1572-6); y después de 1569 las guerras fueron más políticas que religiosas. El duque de
Guisa fue asesinado en 1563, Condé fue hecho prisionero y fusilado a sangre fría en 1569, Coligny fue
asesinado con millares de otros en la matanza de la noche de San Bartolomé en 1572. Y en los
intervalos de «paz» hubo muchas muertes.
«Si no fuera por la guerra – escribía el embajador veneciano Correro en 1569 – Francia sería
ahora hugonote, porque la gente iba cambiando de fe rápidamente, y los pastores eran muy respetados y
ejercían autoridad entre los demás. Pero cuando pasaron de las palabras a las armas y empezaron a robar,
destruir y matar, la gente empezó a decir: “¿Qué clase de religión es esta?”»
Uno de los Diez Mandamientos, cuando lo interpretaba literalmente la teología suiza, causaba
estragos y resentimiento entre los moderados cuyas simpatías podrían haberse ganado para la causa
reformista: «No te harás imagen;» un precedente veterotestamentario para la destrucción. Si el

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populacho irreligioso de ambos lados desvalijaba iglesias a veces, los fanáticos religiosos destruían
imágenes y cruces y cuadros y vidrieras de colores porque creían que la Palabra de Dios se lo
mandaba, que había de cumplirse por encima de las leyes de los hombres. Nada enajenaba más
fácilmente a los cumplidores de la ley. En Caen hasta los sepulcros de Guillermo el Conquistador y
Matilde fueron destrozados. Los pastores exhortaban a la moderación, los generales hugonotes
amenazaban con la pena de muerte por saquear, sin éxito para contener el celo. El 21 de abril de 1562
Condé oyó que estaban invadiendo las iglesias de Orleans, y se dirigió a toda prisa a la iglesia de la
Santa Cruz. Viendo a un hombre encaramado en la pared a punto de derribar un santo de su nicho,
Condé le quitó el arcabuz a uno de sus hombres y apuntó. El escalador gritó desde arriba: «¡Señor,
esperad a que haya derribado este ídolo, y entonces moriré si queréis!» En la plaza de mercado de
Montauban en agosto de 1561 los ídolos de la contienda fueron quemados solemnemente en una pira
mientras coros de niños cantaban la versión métrica de los Diez Mandamientos.
Pero sería falso suponer que la mayor parte de la destrucción la produjo el celo religioso. Por
el contrario; no solo son las guerras civiles ocasiones para el saqueo popular, puesto que destruyen el
gobierno local, sino que esta guerra civil se peleó, en buena parte, entre bandas de mercenarios
alquilados cuya religión era el pillaje. Cuando llegó a Orleans la noticia de la matanza de la noche de
san Bartolomé en París, y al menos inteligente se le ocurría que era inminente otra nueva matanza en
Orleans, 400 rufianes llegaron del campo con la intención de resarcirse de las pérdidas de la guerra
pasada; y algunos a menudo aprovechaban la ocasión, cuando el gobierno estaba colapsado, de
desquitarse de sus pérdidas y llenarse los bolsillos. La tarea militar era calamitosa para la religión de
los dos lados. Las órdenes de los coroneles eran más decisivas que los sermones de los pastores o las
advertencias de la distante Ginebra.

Enrique IV
En cada paz o armisticio los hugonotes conservaban un reconocimiento legal, tenue si la
marea de la guerra había fluido en su contra, generosa si la guerra había acabado a su favor. El 1 de
agosto de 1589 el último hijo de Catalina de Médicis, Enrique III, fue apuñalado por un fraile
dominico imbécil, y dejó al Borbón Enrique de Navarra, un hugonote, hijo del débil Antonio y de la
hugonote Jeanne d’Albret, como soberano legítimo de Francia; y Francia tuvo por fin a un hombre de
poder y decisión como rey. Tardó cinco años en conquistar su reino contra la liga católica y sus
aliados españoles, que no querían reconocer a un rey protestante. Por último confesó que lo único que
podía hacer para traer la paz al país era hacerse católico.
Algunos autores han sostenido que Enrique IV siempre fue un hugonote político, no religioso,
y han señalado los escándalos de su vida privada, su vergonzosa procesión de queridas. Había una
historia popular en su tiempo de que dijo: «París bien vale una misa.» Pero ahora se duda más bien de
que el cambio de lealtad fuera tan turbulento para su alma como lo era para su mente. No en vano era
hijo de Jeanne d’Albret, y había mamado la fe protestante, como se suele decir, con la leche de su
madre.
Tormentoso para su mente política, porque era seguro que el cambio al catolicismo le haría
perder el apoyo de algunos hugonotes, sus fieles seguidores, y no era seguro que le haría ganarse a los
intransigentes de la Liga Católica. Pero los católicos moderados, y los «políticos» que habían dejado
de preocuparse de la religión y se preocupaban supremamente por la paz, le presionaron con
razonamientos de que el reino era «más parecido a un campamento de bandoleros que a un reino» y no
tendría paz a menos que él se hiciera católico romano. La inmensa mayoría de los franceses seguían
siendo católicos, y «podían aguantar a un turco antes que a un hereje.» El Rey de Francia debía
consultar el bien de su reino, y la alternativa podía ser el dominio de Francia por los españoles. Hasta
dos o tres pastores hugonotes de su séquito tuvieron que aceptar la razón, creyendo que ahí estaba la
mejor esperanza para el Protestantismo francés. Esa no era la opinión general de los hugonotes.
«¿Puede ser – le preguntó su pastor personal Gabriel d’Amours – que el más grande capitán del
mundo se haya vuelto tan cobarde como para ir a misa por miedo a los hombres?»
«Entra en nuestra Iglesia y límpiala» – gritaban los católicos moderados. «Estoy entrando en
la casa – decía Enrique a una delegación preocupada de hugonotes – no para vivir en ella, sino para
limpiarla.» Parece que le habían convencido de que las diferencias entre las dos fes eran triviales, de
orden y de liturgia. El más sabio y capaz de sus consejeros, Sully, un hugonote, le recomendó cambiar

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con la disculpa de que un hombre podía salvarse en cualquier religión provisto que mantuviera lo
esencial del credo y la caridad.
Enrique se negó a hacer una profesión de fe demasiado detallada en todos los artículos de la
Iglesia de Roma, e hizo un asentimiento general. El 25 de julio de 1593 fue recibido en la antigua
iglesia de la abadía de San Dionisio, y juró sobre los evangelios que renunciaba a la herejía para vivir
y morir en la religión Católica Apostólica Romana. El 17 de septiembre de 1595 el papa Clemente
VIII absolvió solemnemente a los embajadores y apoderados de Enrique en la plaza delante de la
iglesia de San Pedro, imponiendo como condiciones que el Rey fuera cuatro veces al año a confesar y
comulgar, que oyera misa todos los días, que observara los ayunos, y recitara las letanías los miércoles
y el rosario los sábados. Debía educar a su heredero como católico romano, y establecer la religión en
su estado ancestral de Béarn.
Francia, no cabía la menor duda, no iba a ser un país protestante.

El Edicto de Nantes, 13 de abril de 1598


No cabía la menor duda tampoco de que los hugonotes se quedaban, y legalmente. Eran tal
vez una decimoquinta parte de la población, aunque en algunas áreas eran mayoría. La coronación de
Enrique IV debilitó la idea de una única religión en un único estado (un roi, une loi, une foi) que se
mantenía por doquier en Europa hasta ese momento. Durante sus primeros meses o años como
soberano católico no podía permitirse tolerarlos abiertamente, porque había muchas voces dispuestas a
acusarle de falsedad, y las fuerzas de la Liga Católica en Bretaña no se redujeron hasta 1598.
En 1598 se sintió por fin libre para actuar, y el resultante Edicto de Nantes es un hito en la
historia de la tolerancia y de la libertad. Los alemanes habían zanjado la cuestión de la desunión
religiosa (por un tiempo) dividiendo Alemania en estados católicos y protestantes. En otros lugares de
Europa, con solo Polonia e Irlanda como excepciones especiales, un estado era o católico o
protestante. Ahora Francia estaba probando el experimento trascendental de un estado en el que vivían
juntos católicos y protestantes.
El Edicto de Nantes hizo posible que los protestantes pudieran tener libertad de conciencia en
toda Francia, y que los hijos de ambas fes fueran admitidos a todos los hospitales, escuelas y
universidades. Los protestantes podían celebrar cultos en los estados de los principales nobles
protestantes, y en todas las ciudades donde se hubieran celebrado de enero de 1596 a agosto de 1597,
incluyendo dos ciudades en cualquier distrito del reino, pero no a menos de cinco leguas a la redonda
de París. Podían establecer sus propias escuelas dondequiera que celebraran cultos. Se les asignaron
cementerios públicos para su uso, y podían ser elegidos para todos los puestos del estado.
De la misma manera que necesitaban cementerios propios, también necesitaban sus propios
tribunales. Se crearon tribunales para hacer juicios en lo que concernía a los protestantes, en París con
seis protestantes (pronto reducidos a uno) de los dieciséis jueces, en el Sur con el mismo número de
protestantes que de católicos. Se concedió a los protestantes una asignación anual de 225,000 coronas,
y la posesión temporal de ciertas fortalezas importantes como garantía de su seguridad.
Y mientras tanto se les daba a los católicos no solamente el reconocimiento del Catolicismo
como la religión oficial de Francia, sino una ventaja adicional: libertad para celebrar la misa en los
pueblos protestantes.
No se puede afirmar que el Edicto funcionara a la perfección. Las matanzas dejan una estela
imborrable de amargura, y la existencia de salvaguardas legales en el Edicto es evidencia de
inseguridad. La universidad se negó a admitir estudiantes protestantes, y más aún a admitir profesores
protestantes. El arzobispo de Tours y varios obispos pidieron que se hicieran oraciones en las iglesias
para que el Edicto a favor de la herejía no llegara a ser ley. «Soy – dijo el papa Clemente VIII – la
persona más afligida y desconsolada del mundo... Veo el Edicto más maldito que se podía imaginar, ...
por el que se concede la libertad de conciencia a todo el mundo, que es la peor cosa del mundo... Yo le
absolví y le reconocí como Rey... y en consecuencia seré el hazmerreír del mundo.» En algunas partes
de Francia se eludió el Edicto de Nantes durante varios años. A las puertas hugonotes unos groseros
cantaron una cancioneta sobre la vaca de una chica católica que se coló en un culto hugonote. Al
principio hubo un poco derramamiento de sangre, y mucho malestar. Para rabia de Enrique, el sínodo
hugonote de Gas (1603) reafirmó solemnemente su creencia en que el Papa era el Anticristo. Pero no
todo eran sentimientos malos. En Castelmoron ha sobrevivido un acuerdo por el que los habitantes de

78
ambas religiones se declaraban solemnemente de acuerdo en compartir el cementerio parroquial y el
campanario. Desde 1601 se les concedió a los hugonotes que tuvieran dos representantes en los
tribunales para denunciar violaciones del Edicto. El Rey transgredió su propio Edicto permitiendo a
los hugonotes parisinos que construyeran una gran iglesia en Charenton, a menos de las cinco leguas
estatutarias. 5
Es una época de la historia. Francia, porque no podía hacer otra cosa, iba a probar si se podía
ser buen ciudadano aunque no se perteneciera a la religión de la Corona.

HOLANDA

España gobernaba los Países Bajos; y España era el más devoto y poderoso de los estados católicos.
Sin embargo los Países Bajos estaban abiertos a toda clase de influencias protestantes. Al Este, los
estados del Norte de Alemania eran luteranos o Reformados; al Oeste, después de 1558, Inglaterra era
protestante, y además estaba temerosa del poder de España; al Sur, después de 1562, los hugonotes
estaban luchando contra los Guisa y la Liga Católica, y se ganaron epidémicamente el derecho legal a
existir. Los ciudadanos de los Países Bajos eran prósperos; sus ciudades, mercantiles; sus puertos,
ricos; su educación, avanzada; su pueblo, de la clase en la que se extendían rápidamente las ideas
reformadas. La Corona española, determinada por razón de su devoción y por razón de estado a acabar
con la herejía a sangre y fuego, se enfrentó con la única parte del imperio español en la que los
protestantes eran suficientemente numerosos para ser una fuerza política.
Hacia 1564, por tanto, existía en los Países Bajos una controversia política como la que hubo
en Francia en vísperas de la guerra civil: dos partidos en un estado, uno católico deseoso de retener y
extender el poder de la Corona sobre las libertades locales; y otro, no precisamente protestante, porque
incluía a católicos de la nobleza, sino resentido de la extensión del poder real, deseoso de conservar las
libertades locales y tradicionales, y de que se tuviera tolerancia con los protestantes, ya demasiado
numerosos para acabar con ellos a pesar de todo lo que ya habían logrado la hoguera y el patíbulo.
El gobernador católico de Los Países Bajos era un extranjero normalmente ausente, Felipe II
de España. El partido que quería la tolerancia (o, en su ala extremista, la supresión del catolicismo
romano) aparecía fácilmente como el partido de los patriotas, de los defensores contra los ejércitos
extranjeros. Por otra parte, el partido de la corona tenía una ventaja de más peso que nada que tuvieran
los Guisa en Francia. El Rey podía contar con el equipamiento y las tropas del poder militar más
grande del día.
Felipe II quería unir los Países Bajos, con sus diversas tradiciones y dos lenguas, como un
estado español. Los gobiernos de la baja Edad Media o de la Reforma que se proponían acrecentar la
autoridad real encontraban el medio más fácil aumentando su control sobre la Iglesia. A este fin creó
un nuevo sistema de pequeñas diócesis y obispados, cuyos nombramientos se reservaba, fomentó la
forma española de la Inquisición, y en 1565 reforzó salvajemente los ya feroces decretos contra los
herejes. Para 1565 la oposición de los Países Bajos estaba empezando a identificarse con la resistencia
a la política religiosa del Rey español, y por tanto con los protestantes.
En 1566 las congregaciones empezaron a hacer cultos a campo raso, algunas veces con
guardia armada y cerrados con barricadas. Una congregación de siete u ocho mil se reunía en un
campo cerca de Gante; quince mil en las afueras de Amberes; veinte mil en un puente cerca de
Tournai, una tercera parte de los cuales estaban armados, y el predicador iba al púlpito escoltado por
cien soldados de a caballo. Como los hugonotes, estaban desesperadamente faltos de pastores. Francis
Junius llegó de Ginebra para ser pastor de una congregación de Amberes cuando no tenía más que
veinte años.

5
Después de asesinato de Enrique IV (1610) la independencia política de los hugonotes ofendía a la creciente
autocracia de la Corona bajo María de Médicis, y luego Richelieu, y los privilegios políticos que convertían a
los hugonotes en una corporación independiente en el estado se les arrebataron finalmente en 1628. Pero el
Edicto de Nîmes de 1629 reafirmó las concesiones religiosas del Edicto de Nantes. (Para Luis XIV y la historia
de la subsiguiente Revocación del Edicto de Nantes véase el tomo 4 de Pelican History of the Church, páginas
17 ss).

79
En tales circunstancias de sentimiento popular, cualquier acontecimiento público podía iniciar
un tumulto. (Medio siglo después una procesión católica que iba por las calles de un pueblo del Sur de
Alemania condujo fatalmente a la Guerra de los Treinta Años). Aquel agosto de 1566, en una
procesión de la imagen colosal de la Virgen por las calles de Amberes, un populacho rudo se precipitó
a la catedral; se burlaron de la anciana que vendía cirios y baratijas cerca de la puerta, que empezó a
tirar cosas – y a partir de ahí las pasiones populares se extendieron por las ciudades de los Países
Bajos, se destrozaron las imágenes de las iglesias, se rasgaron los cuadros de las paredes, se rompieron
las vidrieras de colores, se rompieron los baúles de vestiduras, se rasgaron los misales, se saquearon
los monasterios, se libertaron los prisioneros. Como en Francia, los pastores protestantes hicieron todo
lo posible por contener y suprimir la violencia.
Los tumultos dividieron al pueblo en partidos en guerra, y el país estaba ya en una guerra
civil. Felipe II resolvió seguidamente gobernar los Países Bajos bajo ley marcial; el 1 de diciembre de
1566 un sínodo calvinista en Amberes declaró permisible la resistencia armada. Guillermo de Orange,
El Taciturno, trató de mantener unido un partido moderado; pero en 1568 se lanzó como líder del
movimiento protestante antiespañol, y se hizo calvinista abiertamente en 1573.
Para 1587 se calculaba que los protestantes no eran más que la décima parte de la población.
Pero la organización calvinista era la de la resistencia a los impuestos y al gobierno sangriento del
Duque de Alba. Guillermo el Taciturno, entre los líderes calvinistas, trató de llegar a un compromiso
con la mayoría católica, y así a la unión de los Países Bajos hasta que fue asesinado en 1584.
En Francia la guerra religiosa concluyó en un estado dentro de un estado. En los Países bajos
finalizó en la división del país en el Sur católico y el Norte calvinista (1579) – el origen remoto de las
modernas Bélgica y Holanda. El Norte consiguió un no fácil reconocimiento por España en 1609, y un
reconocimiento libre, de independencia, solamente en 1648.

ESCOCIA

Mientras España era la monarquía más centralizada de Europa, la Corona de Escocia era débil
constitucionalmente, y además porque desde 1542 el soberano era menor de edad y mujer, la reina
María de Escocia. Más obviamente que en Francia, casi tan evidente como en la aristocrática Polonia,
los protestantes podían extender sus ideales provisto que se aseguraran el respaldo de los señores. Las
prácticas de la Iglesia de Escocia eran tan irreformadas como las de Francia. Sus críticos humanistas
despreciaban su corrupción, y sus tierras constituían una tentación. Inglaterra era el refugio para
cualquier escocés de ideales reformistas que no se sintiera a salvo en su propio país.
Como en Francia y en los Países Bajos, la Reforma estuvo enredada en las peleas políticas de
las facciones escocesas. Un partido buscaba el apoyo de Francia, aceptaba dinero francés, trataba de
gobernar Escocia con la ayuda de tropas francesas, quería incrementar el poder de la Corona en la
persona de la regenta francesa María de Guisa, y se identificaba con el mantenimiento de la religión
católica. El otro partido buscaba el apoyo inglés, aceptaba dinero inglés, quería la ayuda de tropas y
barcos ingleses, y estaba identificado con los ideales reformistas y la antipatía hacia los obispos
católicos. En diciembre de 1557, una banda de lores que se llamaban a sí mismos «Los Lores de la
Congregación» constituyeron una liga o «covenant» (alianza) con el propósito declarado de defender
la Palabra de Dios. En 1560, la reina Isabel de Inglaterra, que no se podía arriesgar a tener a sus
espaldas una Escocia católica y pro-francesa, mandó dinero y barcos y un ejército a Leith; la Regente
y las tropas francesas fueron expulsadas, y el Parlamento escocés repudió la autoridad del Papa y
abolió la misa, aceptando una Confesión de Fe diseñada por John Knox. Pero un Libro de Disciplina,
que se pretendía que introdujera la política Reformada de gobierno eclesiástico según la cual la
supervisión moral sería ejercida por un consistorio y ancianos, no recibió sanción legal. Se formó una
Asamblea General escocesa, el equivalente del sínodo nacional hugonote, que confirmó un libro de
cultos que seguía el modelo ginebrino del Libro de Orden Común. La edición de 1564 se encuadernó
juntamente con el salterio métrico; y desde entonces los salmos fueron el elemento popular y
congregacional del libro. La totalidad del libro de oraciones llegó a ser conocida como «El Libro de
los Salmos».
La forma presbiteriana de gobierno, a pesar de no haber obtenido la sanción legal, se fue

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introduciendo paulatinamente en las parroquias. El registro disciplinario de Saint Andrews ya empieza
en 1559. Pero fue aceptado lentamente, aun por el pueblo. Durante 130 años la historia eclesiástica de
Escocia es la de un intento de crear o de rechazar un sistema de presbiterios con personalidad jurídica
e independencia. Cuando la Corona y el gobierno eran débiles, los presbiterios recibían la fuerza legal.
Cuando el gobierno era fuerte, se les retiraban o disminuían los derechos que reclamaban.

En la Francia hugonote, en Holanda y en Escocia, el movimiento protestante adoptó la forma


calvinista entre 1559 y 1567. En cada país, los Reformadores tuvieron que persuadir al pueblo, y
organizar la Iglesia, en las garras del poder de la Corona. En cada país sus pastores se habían
preparado en Ginebra, o por lo menos habían recibido la profunda influencia de su enseñanza. En cada
país, la apelación al pueblo y la despiadada supresión de la «idolatría» en las iglesias mediante la
violencia popular hizo que los moderados se retuvieran. Pero en Escocia la guerra civil fue breve y
desorganizada, y la causa protestante triunfó fácilmente con la ayuda de Inglaterra.
Una Francia poderosa no habría permitido que Escocia se hiciera protestante tan rápidamente.
El estallido de las guerras de religión francesas destruyó el poder europeo de Francia, y dejó a la reina
María de Escocia indefensa en su incómodo trono. Si los hugonotes fallaron en Francia,
indirectamente ayudaron al triunfo del calvinismo en Escocia.
Como Enrique IV de Francia había demostrado que un Rey protestante no podía gobernar un
país católico, la tragedia de la reina María de Escocia demostró que una reina católica no podía
gobernar a un pueblo protestante. El siglo XVI no conoció ningún ejemplo de un gobernador de
religión diferente de la de la mayoría de su pueblo. Cuius regio eius religio podía querer decir que un
gobierno tenía el derecho de obligar a su pueblo a adoptar su religión. También se podía invertir y
querer decir que un pueblo tenía poder para obligar a su gobierno a adoptar su religión o abdicar.
María quería tener su misa en la capilla privada del palacio de Holyrood; Knox declaró que una misa
era para él más terrible que el desembarco de 10,000 hombres para suprimir la verdadera religión. Lo
mismo que Enrique IV de Francia, María jugó con la idea de cambiar de religión. En 1566 parecía que
podría establecer su poder y seguir siendo católica. Los asesinatos de Rizzio y Darnley acabaron con
toda esperanza. En abril de 1567 se casó con Bothwell, y así perdió hasta el apoyo católico. Aquel
mismo año fue obligada a abdicar.
Pero el breve reinado de María, y la victoria de Knox, fueron importantes para el fuerte
calvinismo y el sello característico del protestantismo escocés. Cuanto más agonizante sea la lucha por
la libertad o la supervivencia, tanto más revolucionario y decisivo será el cambio de religión. Se había
ganado la guerra con una relativa facilidad; y sin embargo la Reforma se había establecido en contra
de la Corona y bajo la dirección de Knox, el más severo de los discípulos de Calvino.
Los ingleses establecieron su reforma con la ayuda de la Corona, con una ayuda tan
importante que durante unos años la existencia de su Iglesia parecía depender de la vida de la reina
Isabel. La mayoría de los protestantes ingleses no tuvo miedo nunca a la «interferencia» de la Corona
en la Iglesia, porque le debían la tranquilidad y libertad a esa interferencia. Los escoceses
establecieron su Reforma en contra de una Reina católica, y desde muy pronto relacionaron su fe
protestante con el sentimiento de que tenían que salvaguardar los derechos de la Iglesia de las
interferencias de un gobierno hostil o indigno. La doctrina y la forma presbiteriana de gobierno se
ganaron el aprecio de muchos escoceses de las tierras bajas del Sur antes de la unión de la Corona con
la de Inglaterra en 1603.

LOS MARTIROLOGIOS

El movimiento protestante había ido acompañado, a veces, del dominio de la masa, de la apropiación
de tierras y de la facción política y militar. Los ejércitos de Guillermo de Orange contribuyeron a
hacer a Holanda protestante, la armada y el ejército de la reina Isabel de Inglaterra ayudaron a hacer a
Escocia protestante, las tropas de Alba o de Parma mantuvieron católico el Sur de los Países Bajos. Es
ingenuo creer que la fuerza no contribuyó sustancialmente a los éxitos tanto de la Reforma como de la
Contrarreforma.
Pero los protestantes mantuvieron su número, y edificaron sus congregaciones, a pesar de una

81
persecución sangrienta y sistemática. No fue totalmente inevitable el que los discípulos de Lutero o de
Calvino fueran tratados como herejes destinados a la hoguera. La táctica de quemar luteranos o
calvinistas fue modificada pronto por necesidad en los estados católicos alemanes. Desgraciadamente
se podían quemar con éxito en Italia y en España, e Italia y España determinaron las actitudes católicas
ante la Reforma.
En la Inglaterra de la reina María, en Francia y en los Países Bajos – y en menor medida en
Escocia – las comunidades protestantes se crearon a base de coraje y convicción en grado sumo.
Francis Junius predicó un sermón a una audiencia en Amberes mientras varios hombres eran
quemados fuera en la plaza del mercado y el resplandor de las llamas reverberaba en las ventanas de la
habitación. Algunos de los pastores Reformados principales del centro de Europa, como los cinco
obispos ingleses, acabaron sus vidas en el patíbulo. Los apoyaba una multitud de gente sencilla.
Los teólogos Reformados desconfiaban de la vieja costumbre de celebrar un calendario de
santos, porque creían que el culto que se daba a los santos se sustraía de la fe en el único Salvador.
Pero desde muy pronto los escritores protestantes empezaron a recoger relatos y materiales históricos
sobre las muertes en el patíbulo y en la hoguera. La primera parte de la Historia de la Reforma en
Escocia de John Knox tiene algunas de las características de un martirologio. Los autores holandeses
publicaron una serie de tales martirologios. Los más famosos e influyentes fueron el Libro de los
Mártires de Jean Crespin, abogado francés que huyó a Estrasburgo y después a Ginebra, y que recogió
las dolorosas y conmovedoras agonías de las víctimas hugonotes; y el libro, originalmente del mismo
título, del inglés John Foxe, que huyó al extranjero durante el reinado de la reina María y escribió su
Libro de los Mártires en Basilea entre 1556 y 1559. Su obra, en ediciones posteriores conocida como
Actas y Monumentos, fue influenciada por la de Crespin, pero el genio propio de Foxe y los temas
diferentes la hicieron un gran libro por derecho propio. Tanto Crespin como Foxe incluyeron de grado
la muerte de personas que es dudoso que se identificaran con la causa Reformista, y Foxe incluyó por
lo menos a dos personas que no habían muerto; pero concediéndole a la crítica moderna lo que le es
debido, estos libros contienen un material que sigue siendo indispensable para el historiador de la
época, y fueron fuentes de poder y fe en las comunidades a las que fueron dirigidos. En Inglaterra el
Sínodo de 1571 ordenó que se pusiera un ejemplar del libro de Foxe en todas las catedrales; muchas
iglesias parroquiales siguieron el ejemplo, y unos pocos todavía se pueden encontrar en iglesias
inglesas. Entre los hugonotes y los puritanos ingleses, estos martirologios ahondaron la adhesión a la
Reforma y animaron una comprensión antirromana de la historia de la Iglesia.

EL PURITANISMO

Puritano es un adjetivo que se usó por primera vez en la década de los 60 del siglo XVI como término
despectivo. Pronto llegó a significar escrupuloso, excesivamente estricto, que se pasa de severo,
incomprensivo. Como tal se usaba para poner en ridículo a los que caían en una severidad o rigidez
absurda.
Pero hay más de una manera de ver lo que es demasiado severo. Los cortesanos de Carlos II,
en su odio a los Roundheads 6 , no tenían que ver mucha severidad o rigidez en alguien para acusarle de
puritano. La edad de la Reforma no tenía esa mentalidad. Se proponía remediar las inmoralidades de la
Iglesia y de la sociedad. En conjunto era una edad seriamente moral. Entre los españoles de la
Contrarreforma, los ayuntamientos de Suiza, el papa Paulo IV o el cardenal Borromeo, los ciudadanos
luteranos, los pastores escoceses, los líderes de la reforma inglesa, católicos y protestantes,
predestinacionalistas o arminianos, Calvino o Ignacio de Loyola, Felipe Neri o William Laud, Johann
Arndt o Jeremy Taylor – el tono de la Europa occidental era reformista y a menudo por tanto estricto.
Si el epíteto de puritano se saca de su uso específico y se aplica a la condenación de la hipocresía, la
gazmoñería y la presunción, bien puede ser meramente una manera de describir los ideales morales de
la Reforma y la Contrarreforma; y el tinte desagradable para la posteridad surgió porque algunas
expresiones prácticas de estos ideales morales resultaron ser menos tolerantes que otras.

6
«Cabezasrapadas», en la historia de Inglaterra, los que estaban de parte del Parlamento en contra de Carlos I
durante la guerra civil (N. del Tr.).

82
El rigorismo moral no estaba confinado al Calvinismo. Si en algo falló la Reforma fue en
alterar la práctica pública sobre la pompa y las vanidades de este mundo. El puritanismo no se
entenderá a menos que se vea como parte de un clima de opinión europea.
Algunas veces se ha usado la palabra con ligereza para incluir a los protestantes del ala
izquierdista que igualmente vivían austeramente y eran hombres de la Biblia, aunque discutieran las
doctrinas del calvinismo. Este uso más general tiene una cierta justificación. No todos los puritanos
creían en la forma presbiteriana de gobierno eclesiástico, ni todos los presbiterianos se podrían
describir correctamente como puritanos. Pero la idea puritana se puede encontrar en su forma más
distintiva y coherente y auténtica entre los calvinistas. Las doctrinas de Calvino vistieron la idea
moral, la incorporaron a la atmósfera de la Escritura y a formas particulares de devoción y costumbres
religiosas. Aunque puritanismo y calvinismo no eran idénticos, el ideal puritano se comprende mejor
cuando se ve entre los calvinistas.
Poseer un nivel austero de moralidad pública y privada, y al mismo tiempo el poder para usar
la fuerza del estado para obligar a mantener ese nivel es buscarse la impopularidad y por último la
rebelión. En tres domingos sucesivos de 1561, quinientas o seiscientas personas cruzaron Montpellier
con banderas y tamboriles, saltando por las calles y cantando: «¡Aunque les pese a los hugonotes,
bailaremos!»
La disciplina moral se imponía mediante el consistorio, que actuaba como una especie de
comisión permanente de investigación del bienestar de la comunidad. Aun en Ginebra, la acción del
consistorio no fue nunca totalmente libre, y en otros países calvinistas como Holanda y Escocia su
libertad fue, o limitada drásticamente, u obtenida solo para períodos cortos. Entre los hugonotes de
Francia y los puritanos de dentro de la Iglesia de Inglaterra, sus decretos no producían absolutamente
ningún castigo temporal, y su autoridad por tanto dependía solamente de su prestigio moral. Sin
embargo, la existencia del consistorio, ya fuera restringida o deseada, llegaba lejos en el
mantenimiento de los ideales elevados de disciplina que habían propuesto los reformadores. Allí
mantenían la ley moral los líderes de la congregación, se animaban mutuamente, establecían un juicio
corporativo sobre el pecado, estabilizaban la ortodoxia y reprimían la mala conducta. La bisagra de la
moralidad calvinista era la doctrina de la predestinación. El sentimiento de contraste entre las buenas
personas y las malas, los hijos de las tinieblas y los de la luz, aparece claramente en el puritanismo. La
doctrina de la elección era en parte la causa, y en parte la expresión de este contraste. El hombre de fe
creía que había sido llamado, no teniendo en cuenta ninguna virtud o cualidad que tuviera, sino por un
acto libre y amoroso de la gracia de Dios; al conducirse en buenas obras había de establecer en su
propio corazón la convicción de esa llamada, porque su evidencia era una vida buena; había de buscar
la seguridad sincera de su propia salvación en el amor de Dios. Sabía que una vez que Dios concediera
su gracia, ya no le dejaría perderse definitivamente.
El calvinista podía ser que no tuviera esta certeza, y sin embargo encontrarse a menudo en
estado de gracia. No era evidencia de condenación el que se dejara de podía poseer esta seguridad.
Pero la certeza se creía que acompañaba a la fe firme como la roca que se manifestaba en las buenas
obras. Y al mirar a su alrededor comprobaba que la humanidad se divide en ovejas y cabras. Sabía que
no sabía quiénes eran ovejas y quiénes cabras, que este era un secreto escondido en el consejo eterno
de Dios. Pero sabiendo que la humanidad estaba así dividida entre la luz y las tinieblas, no podía evitar
pensar, y a veces actuar, como si compartiera el eterno conocimiento previo y supiera quién estaba en
la noche, en la noche perpetua. El mejor puritano hacía realidad 7 su propia salvación, y respetaba el
misterio de la salvación de sus prójimos.
En 1570, Thomas Cartwright, profesor de la Cátedra Lady Margaret de teología en
Cambridge, recomendaba en sus clases un sistema presbiteriano de gobierno eclesiástico para
Inglaterra. Aquello le costó la cátedra. Durante los años siguientes cierto número de pastores
organizaron un sistema voluntario de presbiterios, especialmente en Londres, Northamptonshire y
Essex. Sus planes obtuvieron apoyo en la Cámara de los Comunes. En 1588-9 el anónimo «Martín
Marprelate» publicó tratados difamatorios contra los obispos, y en la persecución subsiguiente los
presbiterios fueron suprimidos en su mayoría.

7
Frase tomada de la Biblia tradicional inglesa, «work out your own salvation», que la versión Reina-Valera
traduce «ocupaos en vuestra salvación» (Filipenses 2:12.- N. del tr.).

83
Aunque no condenaban el teatro que se hacía con fines edificantes e instructivos, los puritanos
no eran amigos del teatro en sus formas corrientes. A pesar de las glorias de la literatura dramática
isabelina, los puritanos la condenaban a menudo con justicia. Les parecía que el teatro animaba a la
inmoralidad presentando en escena a borrachos o inmorales sexuales y haciendo reír más bien que
condenarlo a los espectadores. Calvino no permitiría jamás que se usara ropa del otro sexo, sobre la
base de Deuteronomio 22:5; y en escena los chicos hacían generalmente el papel de mujeres. Después
de la muerte de Calvino, los moralistas hicieron gala de una creciente severidad contra el teatro. En
1572 el sínodo hugonote de Nîmes, en nombre de las iglesias reformadas francesas, prohibió todas las
representaciones excepto las educativas.
En 1584 el doctor Reynolds de Oxford denunció las comedias porque interrumpían los
estudios en la universidad. En 1599 publicó El derrocamiento de las representaciones, en el que
criticaba todos los argumentos educacionales a favor del teatro para los jóvenes, mantenía que
representar el desenfreno degeneraba moralmente, y decía que, aunque no era enemigo de la poesía ni
de los recreos razonables, creía que algunas de las horas que se pasan en el teatro sería mejor
emplearlas escuchando sermones. Si los moralistas más rigurosos estaban dispuestos a atacar el uso
del teatro en la educación, casi todos los moralistas atacaban la procacidad del teatro profesional de
Londres. Se aducían todos los argumentos de la Escritura y de la moral, la desvergüenza en la escena,
el uso del teatro como lugar de encuentro con las prostitutas, la utilización del domingo como día
corriente de representaciones, el toque de trompetas para convocar a los espectadores como se
repicaban las campanas para la oración de la tarde. La ciudad de Londres las excluía, así es que se
trasladaron hacia el Sur a Southwark.
Pero con el surgimiento del partido antipuritano en Inglaterra, se animó el mundo del teatro.
En la lucha contra los puritanos, el teatro era un arma aguda, y se tomó la venganza mediante la
parodia. La crítica moral puritana se presentaba como fanatismo, su certeza como fariseísmo, su
desprecio por la moda como individualismo ostentoso, su exposición a la impopularidad como manía
persecutoria. «Estoy contento – decía ‘Zeal-of-the-land Busy’ 8 , la mordaz caricatura de un puritano en
la comedia de Ben Johnson Bartholomew Fair (1614) – estoy contento de ser así separado de los
paganos de la tierra, y que me pongan en el cepo por una causa santa.» Todas las parodias, si son
humorísticas, tienen algo de verdad; y el teatro se fijaba en las cualidades repulsivas del sustrato
puritano. «¡Tú eres el asiento de la Bestia, oh Smithfield – apostrofaba el rabino Busy al parque de
atracciones – y me voy de ti! ¡Rezumas idolatría por todos tus poros!»
A pesar de tales parodias el nombre de puritano llegó a ser honorable entre algunos hombres
buenos; como vemos por esta cita de 1641: «Al llenar de injurias esta palabra (puritano) ... pueden
extenderla y estirarla hasta tal punto que apenas haya ningún honrado protestante civilizado que sea
leal de corazón y de verdad a su religión que pueda evitar que le salpique.» Entre otras cosas el
nombre equivalía a hipocresía, fanatismo, y hasta facción política. La fuerza puritana se encontraba
entre los comerciantes de los pueblos, miembros de corporaciones. Tales hombres eran los que
mantenían el ministerio puritano en existencia, a pesar del disfavor de la autoridad, suscribiéndose
para proveer un maestro en su parroquia. Escogían a uno que predicara la fe calvinista y le
garantizaban el derecho a ocupar el púlpito.
Los puritanos animaban a llevar un diario como ejercicio religioso. Estaban interesados en las
historias morales, en tiempos y formas de conversión, en direcciones o providencias especiales y en
sus propias ofensas. Eran en parte confesiones, autodisciplina, una manera de exponer su vida ante el
Señor. Por la misma razón les encantaban las pequeñas biografías piadosas. Isaac Walton no era
puritano, sino de la alta iglesia de la restauración, y publicó la primera de sus Vidas encantadoras en
1640. Pero tras este modelo del género se encuentra una masa de escritos puritanos, la sobria
hagiografía de la nueva edad. Samuel Clarke recogió un Foxe nuevo y más puritano en los años 1650-
2, con las vidas de hombres que no son de renombre sino para el historiador.

Un cabellero puritano

8
Hemos optado por no traducir este nombre que es una referencia muy irónica al celo de un puritano que
siempre está molestándose por asegurar que todos tengan un comportamiento recto según sus criterios (N. del
tr.).

84
El cabellero Bruen vivía cerca de Tarvin en Cheshire durante el primer cuarto del siglo XVII.
Se levantaba a las 5 de la mañana en invierno, entre las tres y las cuatro en verano, y pasaba una o dos
horas meditando la Biblia, intercediendo por su familia, o transmitiendo un sermón que hubiera oído
recientemente, con la intención de dejar en su despacho cuando muriera muchos volúmenes ordenados
de devociones manuscritas. Ponía en práctica el texto «siete veces al día Te alabaré» en momentos
determinados durante el día. Despertaba a su familia tocando una campana para el culto familiar, y
aunque la mayor parte de sus oraciones eran improvisadas, siempre empezaba con una colecta para
convencer a los ignorantes que creían que las oraciones litúrgicas eran ilegales. Escogía hombres
piadosos de la vecindad como servidores, los catequizaba, y tenía reuniones con ellos para discutir
problemas de conciencia; y después de las oraciones de la tarde los servidores solían continuar sus
devociones en la cocina. Compró dos biblias grandes y las puso en atriles en el vestíbulo y en la sala
para que los servidores y visitantes pudieran consultarlas. Cuando descubría un juego de cartas en la
habitación de un visitante, no le decía nada, pero quitaba con cuidado de la baraja las cuatro sotas. 9
Una vez, en una comida que daba el sheriff se propuso un brindis por el príncipe. Al pasar las copas
observaban que iba a hacer; y él dijo: «Vosotros bebed a su salud, y yo oraré por su salud...», y pasó la
copa. Los domingos cuando iba a la iglesia, a una milla de distancia, llamaba a sus vecinos y
arrendatarios, e iban juntos cantando el Salmo 84 en el camino. Después del culto de la mañana
generalmente se quedaba con unos pocos, y repetían el sermón o cantaban salmos hasta que empezaba
el culto de la tarde, y después volvía a casa con su compañía discutiendo el sermón y cantando salmos
otra vez.
En la iglesia de Tarvin quitó las vidrieras de colores y puso cristales blancos a sus expensas.
Pagaba los estipendios de varios predicadores o maestros, especialmente de un piadoso predicador de
Tarvin, donde el beneficiario estaba decrépito. Un domingo al año la gente de Tarvin celebraba una
velada con mucha bebida y baile. Bruen reunió a tres de los mejores pastores de la comarca, que
mantuvieron reunida a la parroquia con tan constante predicación y oración que los gaiteros,
buhoneros, entrenadores de osos, juglares y tahúres se marcharon furiosos; y cuando esto se repitió
tres años seguidos se acabó la velada.
Su lema, que solía escribir en la primera página de sus libros, era Halleluyah. Observaba
religiosamente providencias particulares, y guardaba un diario de ellas, del que han sobrevivido estos
resúmenes:

1601. Mi criado, yendo con el carro cargado, se cayó; y como las ruedas estaban recubiertas de
hierro, le pillaron la pierna, pero no le hicieron el menor daño: ¡Laus Deo, alabado sea Dios!
1602. Mi hijo Juan, yendo al campo, llevó una guadaña para ver lo que podía segar; la guadaña
se le metió por el calcetín hasta la espinilla, afeitándole el vello, y le salió por la parte trasera de la pierna
sin tocarle ni la carne ni la piel: ¡Laus Deo, alabado sea Dios!
1603. Uno que moraba en mi granja en Wimble-Stafford, viendo a dos personas piadosas que
iban de camino, le dijo a uno que estaba con él: ¡Voy a bailar, a contonearme, y a decir palabrotas para
que se pongan furiosos esos dos puritanos! Y así lo hizo, para su gran disgusto. Pero de pronto la mano
vengadora de Dios vino sobre él, y cayó enfermo al instante, le llevaron a casa en una carreta y a los tres
días murió de muerte terrible: ¡A Dios sea la gloria!

Con sus arrendatarios era siempre caritativo, no exigiéndoles rentas altas, animándolos en su
trabajo, haciendo una contribución anual para comprar ropa de invierno para los pobres, visitándolos
cuando estaban enfermos, dándoles a veces sus buenos trajes. En tiempo de escasez daba de comer a
muchos a su mesa. Su hospitalidad era generosa, y fuera de la idea que se tiene corrientemente de un
puritano. Veintiuna personas estaban participando de su comida cuando murió su segunda mujer;
jóvenes caballeros «de buena casta» venían a estudiar en su casa; su mesa siempre estaba bien
provista, porque criaba palomas y conejos para ayudar a su cocina. Se casó tres veces, y tuvo por lo
menos doce hijos, y en su retrato grabado se le ve con una gola cumplida a la moda. Su generosidad
era tan desbordada que cayó en deudas, y en su ancianidad tuvo que cerrar la casa tres años y vivir
modestamente en Chester mientras se recuperaba su fortuna.

9
En la baraja inglesa knaves, que quiere decir bribones (N. del tr.).

85
Tales hombres estaban impregnados de textos bíblicos; conscientes de la mano inminente de
Dios en cada acción y momento; negando la posibilidad de la casualidad; enseñando de tal manera la
depravación total del hombre desde la caída de Adán, y la gloria del poder redentor, que era apropiado
el que la gran épica puritana fuera El Paraíso perdido de Milton (1667); regando el suelo de la oración
con escritos devocionales y espirituales; seguros de la victoria final de Dios.
Aunque frugales y ahorrativos, no compartían la idea medieval de la pobreza. Condenaban y a
veces se burlaban del cilicio y las disciplinas, y no creían de ninguna manera en una virtud fugitiva y
enclaustrada. Aunque representativos de la vena ascética y de negación del mundo del Cristianismo,
que en otra edad produjo los monjes y los frailes, no eran ascetas en el antiguo sentido de la palabra.
Un hombre bueno trabajaba, y en consecuencia podía adquirir prosperidad, y no había nada malo en
disfrutarla lo mismo que otros dones naturales como la esposa y los hijos. No había ninguna suspicacia
en cuanto al matrimonio o el engendrar hijos. Pero practicaba el madrugar, los días de ayuno, la
templanza en todo tiempo, la austeridad en el vestir, y mantenía pocas comodidades personales en su
casa. Hasta el puritano rico podía usar los mismos platos que sus arrendatarios pobres. Su ideal era
mantener su posición en la sociedad con sencillez y modestia, y prescindir de las trivialidades y
adornos que distraían. El cristiano había de vivir en el mundo usando sus dones como administrador
de Dios. Como era una religión para el luchador, también lo era para el comerciante, el magistrado o el
obrero. Los talentos habían de usarse, no enterrarse en un pañizuelo. La doctrina de Lutero de la
bendición de todas las vocaciones terrenas recibía una expresión austera y decisiva entre los
calvinistas.
Basándose en el texto de Deuteronomio 23:19 la Iglesia medieval condenaba la usura, e
incluía todos los intereses bajo la prohibición. La prohibición del crédito habría dado al traste con la
prosperidad de Europa. Los escolásticos posteriores diseñaron fórmulas para permitir el interés en los
préstamos públicos. El punto de vista de los Reformadores no era radical. El juicio negativo de la
Iglesia a lo largo de los siglos no se descartó a la ligera ni rápidamente. Lutero estaba en contra de la
usura; y más aún contra los campesinos que usaban la prohibición de la usura para negarse a pagar su
renta o sus deudas. Los suizos eran más propensos a ser radicales. Calvino acabo con la prohibición
interpretando que esta ley del Deuteronomio se aplicaba solamente a las prácticas de los hebreos y no
se pretendía que fuera universal. La única norma es la ley del amor. La extorsión siempre está mal, las
rentas excesivas también, prestar a los pobres está mal, pero los préstamos normales pueden ser
razonablemente ventajosos para todas las partes contratantes. El interés no se ha de condenar excepto
cuando transgrede la ley del amor.
Los teólogos europeos fueron aceptando paulatinamente los argumentos de Calvino. En 1564-
5 Bartolomé Genhard, pastor de la iglesia de San Andrés de Rudolstadt, les negó la comunión a dos
caballeros que habían prestado dinero del cuatro al seis por ciento, y después de discusiones públicas
se le obligó a dejar el puesto. En 1587 cinco predicadores de Ratisbona atacaron ferozmente todos los
tipos de interés comparando al prestamista con un ladrón y un asesino; y como Gernhard apelaban a la
autoridad de Lutero; y fueron expulsados de la ciudad cuando se negaron a obedecer la orden de
guardar silencio sobre el asunto. Algunos autores luteranos y católicos siguieron declarando inmoral
toda usura hasta entrado el siglo XVII. En Inglaterra, el Parlamento permitió el interés hasta del diez
por ciento en 1545. El estatuto fue revocado bajo Eduardo VI en 1552, pero en 1571 se volvió a
permitir el interés y ya no lo atacó nunca más el gobierno. Las autoridades de la Iglesia se
reconciliaron con la legalidad aunque poco a poco. En 1638 un teólogo protestante, el holandés
Claudio Saumaise, expuso por último en su libro Sobre la usura que el interés era ya necesario para la
civilización, y que la libre competencia beneficiaría a la sociedad reduciendo los costos.
Las verdades tras una alegada conexión del puritanismo y el capitalismo son estas: Primera, la
teología Reformada, menos encadenada a la precedente, se ajustó un poco más rápidamente a la nueva
economía; y segunda, que (lo demás era lo mismo) los que practicaban el ahorro, la temperancia, la
honradez y la consideración con los demás, y que creían que una vida laica activa en la sociedad era
una vocación de Dios, era más probable que tuvieran éxito como comerciantes que los que no tenían
estas cualidades.

El culto calvinista

86
El principio suizo demandaba la autoridad de la Escritura para todo lo concerniente al
gobierno eclesiástico y al culto de la iglesia. La piedad era sencilla, y todo lo demás distraía la
atención. La Iglesia medieval les parecía a los Reformados una casa excesivamente amueblada y
desordenada, o una tienda de antiguallas inservibles, donde el adorador no podía aprehender la
verdadera santidad porque le obstruían la visión baratijas, altares laterales, imágenes, vidrieras de
colores, pompa, vestiduras, santos y ceremonias, como si el barullo del ruido ritualista ensordeciera los
oídos atentos a la oración. Algunas personas sencillas lamentaban la pérdida de colorido, la ausencia
de imágenes y colgaduras; pero no el verdadero calvinista, que más bien se sentía como si hubiera
estado presente en la purificación del templo, elevado y purificado en Espíritu, consciente de un viento
purificador que corría por la iglesia barriendo la suciedad y la superstición y los ornamentos que le
anclaban el alma a la tierra. Un homilista de 1563 nos ha conservado una conversación imaginaria
entre una mujer y su pastor:

- ¡Ay! – le decía - ¿Qué vamos a hacer ahora en la iglesia, que se han llevado todos los santos,
todas las vistas piadosas a las que estábamos acostumbrados han desaparecido, que no podemos oír nada
como las flautas, los cánticos, el canto llano y la música del órgano como antes?
- Pero, mi querida señora, deberíamos regocijarnos grandemente y dar gracias a Dios de que
nuestras iglesias estén libres de todas esas cosas que tanto desagradaban a Dios y profanaban suciamente
su santa casa.

Por tanto suprimían los actos rituales, preferían las oraciones improvisadas a las litúrgicas,
usaban pan ordinario en lugar de ázimo en la comunión, no querían que sus pastores se distinguieran
por una ropa especial ni dentro ni fuera de la iglesia, prescindían del anillo en las bodas y de la señal
de la cruz en el bautismo, y creían que en todos los cultos debía haber un sermón exponiendo la
Palabra de Dios. Reaccionando siempre en contra de un ritual que no fuera ni inteligible ni inteligente,
eran abogados vehementes de la instrucción, de la catequesis, de las escuelas y del conocimiento
bíblico. Las debilidades principales del culto calvinista eran la tendencia a exhortar fuera de tiempo
tanto como a tiempo, a hacer la homilía excesivamente larga, a dirigir la oración improvisada a la
congregación más que a Dios.
Lutero compuso grandes himnos, y la mayor parte de las iglesias luteranas aceptaron la
himnodia. Para los Reformados los himnos no eran Escritura, y por tanto no debían usarse en el culto.
En Francia y Ginebra la única himnodia era la versión métrica de los Salmos de Marot y otros. En la
Inglaterra de Eduardo VI, Thomas Sternhold, un laico, escribió traducciones métricas de treinta y siete
salmos. John Hopkins añadió siete más, y entonces calvinistas ingleses como William Whittingham
añadieron algunos más hasta completar el Salterio. La edición de 1582 contenía también versiones
métricas de los cánticos de maitines y vísperas, del Veni Creator y del Credo de san Atanasio. Algunas
veces se encuadernaba el salterio métrico con la Liturgia. Se autorizó oficialmente su uso para el
principio y el fin del culto de la mañana y de la tarde y antes y después del sermón. Una de sus
versiones – todavía conocida tanto su letra como su música como el Old Hundredth (el Viejo Salmo
100) – ha sobrevivido incluida en todas las ediciones modernas del himnario. Se conocen más de 600
ediciones, la última incluida en el catálogo de la biblioteca de la Universidad de Cambridge fechada en
1845. Se ha criticado mucho el salterio métrico por su rima ramplona, considerándolo indigno de ser
vehículo de los pensamientos que atesora. Pero parte de las críticas procedían de los que aborrecían el
canto congregacional como fatalmente desentonado, y no querían más que la música coral; o de los
que abogaban por himnos no bíblicos en lugar de los salmos métricos; o de los que se quejaban de sus
melodías como «gigas ginebrinas», y asociaban sus palabras con el espíritu puritano. No son poesía
metafísica, 10 sino canciones religiosas populares, y como tales deben ser juzgados; como decía la
edición de 1582 en la primera página, no se pretendía que se usaran solamente en la iglesia, sino
también en las casas particulares, para que el pueblo pudiera dejar «todas las canciones y las baladas
profanas, que tienden indebidamente a alimentar los vicios y corromper a la juventud.» William
Whittingham tradujo el Salmo 23 en forma métrica. Algo semejante hizo Juan de Enzinas en el siglo

10
Nombre que se da en literatura inglesa a la de los grandes poetas del siglo XVII como Donne, Herbert y
Marvell (N. del tr.).

87
XVII (1606):

El Señor es mi pastor esforçado,


No faltará me nada. Sossegado
Yazer me haze en lugar muy yeruoso:
Pastorear junto aguas de reposo.
Haze boluer mi alma: y por su nombre
Por senda justa Él me guía y da lumbre.

Puede que sea atrevido, y un crítico duro del calvinismo frunciría las cejas ante alguna de sus
palabras. Pero apenas sería justo darle a esta sencilla sinceridad el calificativo de ramplona. Estos
salmos se cantaban en las fiestas de los pueblos con música de flautas de caña (El Cuento de Invierno,
Acto 4, escena 3), o por los soldados en marcha. Era natural que un versículo del Salterio se le viniera
a los labios a Oliver Cromwell en la batalla de Dunbar (1650). La versión llamada de Sternhold y
Hopkins enseñó más acerca de la religión cristiana al pueblo de Inglaterra y a los primeros reformados
de Escocia que ningún otro libro fuera del Nuevo Testamento.

88
6
Los radicales de la Reforma

Un movimiento revolucionario siempre produce un ala que quiere reformar la revolución.


Cualesquiera otras cosas la Reforma consiguiera, creó una especie de piedad llamada por los críticos
«la religión de los mecánicos.» Trajo la religión a la familia, impulsó a todo hombre y a toda mujer a
buscar la confirmación de su fe en la Biblia, instaló la preocupación de Dios para sus hijos
individualmente con una fuerza y un énfasis que no se habían presentado nunca antes en la historia de
la Cristiandad. El zapatero se llevaba la Biblia a casa, y la estudiaba, y encontraba la verdad por sí
mismo. Encontraba allí la Palabra de la vida, y no veía la necesidad de educación, de estudio
académico, para entenderla. Si la inspiración del solo Espíritu podía afirmarla en su corazón, la
explicación del solo Espíritu podía explicar su verdad. La marea turgente de las letras que hizo posible
la imprenta, empezaba a reventar los límites de la tradición eclesiástica en el momento en que se
cuestionaban las viejas formas de disciplina eclesiástica. La gente sencilla creía que todos tenían el
mismo derecho a buscarse la doctrina por sí mismos en la Biblia. Encontraban visiones apocalípticas,
y al dragón arrojado al pozo sin fondo, y soñaban con el reino de los cielos y de los santos, y trataban
de reunir a un resto de los fieles y de Babilonia, y despreciaban a los ricos y a los ilustrados. «Dios usa
a la gente sencilla y a la multitud para proclamar que el Señor Dios omnipotente reina; como cuando
vino Cristo al principio, los pobres reciben el Evangelio, no muchos sabios, no muchos nobles, no
muchos ricos, sino los pobres.»

LOS ANABAPTISTAS

Los miembros de estos grupitos llegaron a ser conocidos generalmente como anabaptistas, porque
algunos de sus líderes estaban de acuerdo en denunciar el bautismo de niños. Pero el nombre de
anabaptista se aplicó indefinida y ampliamente como un insulto. Incluía una multitud de opiniones
diversas.
La mayor parte de los grupitos apenas estaban organizados: reuniones tranquilas para leer y
estudiar la Biblia, con gran diversidad de doctrinas y prácticas. Encontraron su suelo más fértil en las
ciudades de Suiza, de Renania y de Holanda. Pero porque sus enemigos los condenaran a todos como
anabaptistas, no debemos sacar la conclusión de que estaban de acuerdo entre ellos o formaban un
cuerpo coherente de enseñanza. En su mayor parte rechazaban el bautismo infantil. Creían que la
Iglesia verdadera era llamada a salir del mundo, y por tanto la mayor parte de ellos repudiaban la idea
de que el magistrado debería sostener a la verdadera Iglesia. La llamada Confesión Anabaptista de
Schleitheim (1527), el documento más próximo a una confesión consensuada por los anabaptistas
originales, proclamaba el bautismo de adultos y la separación del mundo, incluyendo todo lo que fuera
papista, y de la asistencia a las parroquias y tabernas. Condenaba el uso de la fuerza, al acudir a los
tribunales, el hacerse magistrado o tomar juramentos.
El mundo exterior miraba a los anabaptistas con horror. En las manos de los excéntricos
religiosos o de los fanáticos ignorantes, liberados de las restricciones de una tradición común e
histórica, los grupitos podían acabar en la blasfemia o el crimen. En la extrema izquierda estaba el
aguijón apocalíptico con el que Tomás Münzer ayudó a espolear a los campesinos alemanes a su
calamitosa revuelta de 1524. Había profecías descabellads del inminente fin del mundo, planes para un
nuevo reino de Dios que había de establecerse por la fuerza. Las doctrinas propagadas por profetas
bizarros pronto prendieron en la estopa que se encontraba lista. Juan de Batenburgo, anteriormente
alcalde de Steenwijk en los Países Bajos, parece haber mantenido que había que matar a todos los
inconversos, que se podían desvalijar las iglesias, que el divorcio era obligatorio si uno de los
cónyuges era inconverso, que la propiedad es común y la poligamia correcta, y que él era el Elías que

89
había de preparar la Segunda Venida. Aunque consideraba que el bautismo no era importante, se le
conocía como anabaptista. Con tales asociados, los pacíficos anabaptistas acabaron en la ruina en la
opinión pública.

Münster
A finales de 1533 el grupo anabaptista de Münster en Westfalia, bajo la dirección del antes
pastor luterano Bernard Rothmann, consiguió el control del ayuntamiento. A principios de 1534 un ex-
posadero y profeta holandés llamado Juan de Leiden apareció en Münster convencido de que era
llamado a convertir la ciudad en la nueva Jerusalén. El 9 de febrero de 1534 su partido se apoderó del
ayuntamiento. Para el 2 de marzo desterraron a todos los que se negaban a bautizarse, y se proclamó
ciudad de refugio para los oprimidos. Aunque el obispo de Münster reunió un ejército y empezó el
asedio de su ciudad, un golpe que se intentó dentro de los muros fue brutalmente reprimido, y Juan de
Leiden fue proclamado rey de la Nueva Sión, llevaba vestiduras como ropas reales, y puso su corte y
trono en la plaza del mercado. Se decretaron leyes para establecer la comunidad de bienes, y se adujo
el Antiguo Testamento para justificar la poligamia. Bernard Tothmann, que había sido un hombre
sensato, amigo de Melanchthon, tomó nueve mujeres.
Para entonces creían que tenían la obligación y el poder para exterminar a los impíos. El
mundo iba a perecer, y solo se salvaría Münster. Rothmann lanzó una llamada pública a la rebelión
mundial: «Queridos hermanos, armaos para la batalla, no solo con las armas humildes de los apóstoles
para el sufrimiento, sino también con la armadura gloriosa de David para la venganza ... con el poder
de Dios, y ayuda para aniquilar a los impíos.» Un exsoldado llamado Juan de Geelen salió
furtivamente de la ciudad, llevando ejemplares de esta proclamación a Los Países Bajos, y preparó
golpes en las ciudades holandesas. Una noche de febrero de 1535 un grupo de hombres y mujeres
desnudos y armados pasó corriendo por las calles de Amsterdam gritando: «¡Ay! ¡Ay! ¡La ira de Dios
cae sobre esta ciudad!» El 30 de marzo de 1535 Juan de Geelen, con trescientos anabaptistas, hombres
y mujeres, asaltó un viejo monasterio de Frisia, lo fortificó, hizo salidas para conquistar la provincia, y
solo los hicieron salir después de bombardearlo con artillería pesada. La noche del 10 de marzo de
1535 Juan de Geelen con una banda de unos treinta hombres atacó la muralla de Amsterdam durante
un banquete municipal, y murieron el burgomaestre y varios ciudadanos. Por fin, el 25 de junio de
1535 abrieron las puertas de Münster unos hombres sensatos desde dentro de las murallas, y el ejército
del obispo entró en la ciudad. Las jaulas que se colgaron con los cadáveres de los líderes anabaptistas
siguen colgadas en la torre de la iglesia de San Lamberto.
Durante un siglo o más, el nombre de mal agüero de Münster bastó para destruir los
argumentos a favor de la tolerancia religiosa, y para probar que era mejor suprimir a los anabaptistas,
por muy cumplidores de las leyes que fueran. «De momento – escribía uno de sus primeros atacantes –
son pacíficos, corderillos que respetan la ley, pero pronto se pueden convertir en lobos tan rebeldes
como antes.» «Dios – escribía el sucesor de Zuinglio en Zurich Enrique Bullinger – abrió los ojos de
los gobiernos con la revolución de Münster, y nadie a partir de entonces se fiaba de los anabaptistas
que pretendían ser tan inocentes.»

Si dejamos de lado el extremo catastrófico de la locura, los grupos, conforme se fueron


desarrollando, empezaron a agruparse en cuatro áreas: (1) La suiza, fundada por Conrad Grebel y
Felix Manz de Zurich en tiempos de Zuinglio; (2) la alemana del Sur, dirigida en un principio por
Balthasar Hubmaier y Hans Denk, y después de sus muertes por el ingeniero tirolés Pilgrim Marbeck;
(3) la de los hermanos hutteritas de Moravia, y (4) la de los menonitas de los Países Bajos y el Norte
de Alemania.
En Zurich unas quince personas, miembros de un pequeño grupo de estudio bíblico, se
negaron a bautizar a sus hijos. A principios de 1525 un exsacerdote de un grupo, que se llamaba Jorge
Blaurock, hizo profesión de fe y fue bautizado por Conrad Grebel; y después bautizó al resto del
grupo. Pocos días después hubo más bautismos de adultos en la aldea de Zollikon más abajo del lago,
y pronto Blaurock y Grebel estaban recorriendo el país, bautizando a hombres y mujeres en arroyos y
celebrando cultos sencillos en las casas o en los campos. En 1526 el ayuntamiento de Zurich ordenó
que se ahogara a los anabaptistas. Uno de los anabaptistas, Felix Manz, fue atado a un zarzo y arrojado
al río. Blaurock fue azotado por las calles y expulsado del país. Se mudó al Tirol, pero fue capturado y
quemado vivo en 1529.

90
Los Hutteritas
Desde 1526 un pequeño grupo, parcialmente de influencia suiza, se estableció en Moravia.
Tras un cisma y dolorosas vicisitudes, una de las divisiones se organizó pacíficamente como los
Hermanos Hutteritas, desde 1556 hasta 1620. Jacob Hutter fue ejecutado en 1536, pero marcó a su
grupo particular con la convicción, basada en los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles,
de que los verdaderos cristianos debían practicar la comunidad de bienes.
Reunían la comunidad en una «comunidad fraternal» – la Bruderhof de Nikolsburg todavía
sigue en pie. La Bruderhof constaba de varios edificios, unos grandes y otros pequeños. La planta baja
se usaba para la vida común, comedor, escuela, guardería, cocina, lavadero, naves de costura, herrería,
talleres. Los tejados eran altos y empinados, y en los atrios vivían las familias. Cada Bruderhof era
dirigida por un mayordomo elegido, y la comunión se celebraba en el comedor. La organización
recordaba en cierta manera la regla de un monasterio medieval, y en conjunto estas comunidades
hutteritas eran una manifestación fascinante, en un contexto familiar, del antiguo ideal ascético.
El motivo de la ganancia estaba excluido para el individuo, pero no para la comunidad. «La
propiedad privada – afirma un documento hutterita temprano (1545) – es el mayor enemigo del amor,
y el verdadero cristiano debe rendir su voluntad y ser libre de la propiedad si quiere ser un discípulo.»
Uno de sus principios era que todos los materiales habían de producirse, en la medida de lo posible, en
la comunidad, así es que se curtían las pieles, y se hacían los zapatos en la Bruderhof. Cuando no era
posible, se tenía libertad para comprar materiales, tales como metales, del mundo exterior, pero no se
podían «comercializar», no se podía comprar con la intención de vender; compraban solamente para
poder vender los frutos de su labor. «Creemos que está mal comprar algo y venderlo y quedarse con la
ganancia, haciendo así que la cosa sea más cara para los pobres y quitándoles el pan de la boca, de tal
manera que el pobre no puede evitar llegar a ser un mero servidor de los ricos.» Todos los que se
incorporaban tenían que aprender un oficio. Como muchos de los anabaptistas pacíficos eran pacifistas
por principio, y no permitían la fabricación de espadas, lanzas o armas de fuego. Pagaban los
impuestos normales, pero no los que iban dirigidos a fines militares, y dejaban que les secuestraran sus
bienes en pago. Todo trabajo debía ser cuidadoso, sólido, de confianza, sin prisa. Nadie podía legar
propiedad. Todo lo que usaba una persona volvía a su muerte a la comunidad.
Trabajo duro, manufactura cuidadosa, vida austera y consumo restringido producían riqueza.
En tiempo de paz, entre 1564 y 1619, los hutteritas de Moravia se hicieron célebres, porque podían
manufacturar los mejores objetos a más bajo precio que nadie. Eran famosos como médicos, relojeros,
copistas, cuchilleros, diseñadores de muebles y, sobre todo, de mayólica. Sus casas de baños eran
frecuentadas por nobles católicos, y sus servicios demandaban organizar granjas, destilerías o
serrerías. En 1609 vendieron camas de hierro a un noble austríaco, en 1611 un carruaje dorado
artísticamente al margrave de Brandeburgo, y en 1613 un reloj ornamental al cardenal Von
Dietrichstein. Los antiguos inventarios moravos de mobiliario tenían anotadas cosas como «un jarrón
anabaptista azul dorado y montado en plata» y, bellos objetos de mayólica anabaptista se pueden ver
ahora en los museos. Su gran médico, Nobel, fue llamado para prestar sus servicios al emperador
Rodolfo II. En la cima de su prosperidad habría probablemente unas 100 comunidades, con 20,000
miembros o más.
El estallido de la Guerra de los Treinta Años fue el final de su edad de paz y abundancia. En
1620 las tropas imperiales saquearon Nikolsburg, y en 1621 el gobierno persuadió al obispo, o cabeza,
que descubriera un depósito de su «tesoro» (que enterraban en el suelo), el capital de su comunidad
trabajadora, exagerado por la leyenda y la maledicencia popular. En 1622 fueron expulsados de
Moravia, y un resto huyó hacia el Este. Atravesando Eslovaquia, las tierras turcas y Ucrania, llegaron
durante los años 1874-9 a Dakota del Sur en los Estados Unidos, y allí y en las provincias canadienses
del Norte se pueden encontrar las comunidades de hermanos hutteritas: 128 casas fraternales (1954)
con unas 10,000 personas, que practican la comunidad de bienes, aprenden inglés en la escuela y
hablan alemán en casa, leen en sus cultos los antiguos sermones del siglo XVII, y no permiten nuevos
sermones, pero sí maquinaria agrícola, coches, teléfonos y luz eléctrica.

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Los menonitas
La comunidad de bienes, a pesar de Münster y de los hutteritas, se encontraba solo en grupos
diseminados de anabaptistas, fuera de los cuales se interpretó pronto, a la manera ortodoxa, como
«sobrellevar los unos las cargas de los otros.»
Sin embargo, durante cierto tiempo hubo otras costumbres singulares, trazos de las cuales se
pueden encontrar también entre los hutteritas. La convicción característica del movimiento era la de
que hay una congregación pura, la sociedad de los santos, la congregación de los verdaderamente
convertidos, rescatados del mundo no solamente como individuos sino también como sociedad. Esa
era la raíz de su ataque contra el bautismo infantil y la iglesia establecida por ley. Esta era la raíz del
deseo de retirar a los miembros, social tanto como espiritualmente, de la vida general del mundo.
La necesidad de rechazar el servicio militar o el pago de ciertos impuestos, eran dificultades
manifiestas para vivir en paz. Pero el deseo de pureza absoluta sufría aún mayores agonías que estas.
¿Qué sucedería si un verdadero cristiano se casaba con un incrédulo? Un tratado suizo de 1527
afirmaba que el creyente debía divorciarse de su cónyuge incrédulo, o más bien comportarse como si
no hubiera existido su matrimonio. En 1536 Melanchthon oyó el examen de un anabaptista en
Turingia, y creyó que el acusado mantenía que una fe errónea era causa inmediata para el divorcio.
Otros trazos de esta agonía se encuentran ocasionalmente en el movimiento. Pero los líderes sensatos
se dieron cuenta de que el punto de vista rígido no se podía mantener.
Una segunda causa de agonía era la excomunión. En las iglesias tradicionales la excomunión
comportaba castigos seculares, y a veces la ley imponía el ostracismo social. Los anabaptistas no
querían saber nada de la ley; pero creían que la exclusión de la comunidad pura debía conllevar una
exclusión social. Mennón Simons (muerto en 1561), jefe de los líderes anabaptistas de Holanda,
adoptó este punto de vista durante los años treinta del siglo XVI.
En 1556 fue excomulgado un miembro de la congregación de Emden llamado Rutgers. Su
mujer creía que no debía evitar a su marido, así es que fue también excomulgada. La controversia
originada acerca de si había sido rectamente excomulgada o no, dividió el movimiento menonita
durante un tiempo. La decisión severa fue condenada por una conferencia de anabaptistas suralemanes
en Estrasburgo en 1557, y Mennón Simons, que en un principio había objetado a la prohibición,
parece que fue ganado, hasta cerca de su fin, por la rigidez. En el Norte de Alemania y en Holanda el
movimiento se dividió en un ala liberal y otra rígida. 1
En vista de estas circunstancias todos los grupos anabaptistas, hasta los del siglo XVIII,
preferían indudablemente casarse dentro de la comunidad, y de ahí llegó a hacerse corriente el
matrimonio entre primos hermanos o segundos. El compromiso se anunciaba desde el púlpito, y entre
los menonitas suizos el diácono había la proposición de matrimonio del hombre a la familia de la
mujer.
Entre los menonitas aparecieron otras costumbres interesantes. Al principio la comunión se
celebraba corrientemente en silencio, sin fórmulas ni liturgia. Después de la comunión se celebraba a
menudo el lavamiento de pies, sentándose hombres y mujeres aparte, que terminaba con un beso de
paz y un «Dios te bendiga.» En Turingia los anabaptistas conservaban su propia versión de la oración
dominical, con la cláusula «Danos el pan celestial eterno.» Los grupos más severos conservaban una
sencillez extrema en el vestir, el mobiliario y la alimentación. El domingo, antes de la comunión, se
reunía la congregación para hacer autoexamen, y podía pasar a veces que decidieran no celebrar
seguidamente la comunión. El bautismo era corrientemente por infusión, como en las iglesias
tradicionales, y no por inmersión. Hábitos peculiares de los menonitas Amish americanos extremos
actualmente, como la negativa a usar botones y la insistencia en los corchetes (porque los botones
convertían la ropa en un adorno), se introducían poco a poco como cambios de modas, y el aceptar
cualquier moda nueva era hacer un compromiso con el mundo.

Los Waterlanders
Por otra parte, el ala liberal de los menonitas holandeses, conocidos como los Waterlanders,
fueron capaces de adaptarse más libremente a la sociedad en la que vivían. Fundados en la tolerancia,
empezaron pronto a modificar la primitiva rigidez en varias direcciones. A pesar de su principio

1
El antiguo orden Amish de los menonitas de los Estados Unidos todavía practica una forma de exclusión – no
comer en la misma mesa aun dentro de la misma familia, y no trabajar juntos en la granja.

92
pacifista, nunca abandonado, reunieron y presentaron una gran suma de dinero a Guillermo de Orange
en su campamento de Roermond (1572), y en el siglo siguiente los acusaron de permitir que sus barcos
mercantes navegaran con cañones para protegerse de los piratas. Para 1581 permitían a sus miembros
ocupar puestos, por lo menos de menor importancia en el gobierno, provisto que el puesto no incluyera
participar en derramamiento de sangre. Denunciaban, pero toleraban, el matrimonio con no menonitas.
Para 1620 se dice que habían permitido que calvinistas, bautizados en la infancia, se les unieran sin
rebautizarlos. Lentamente sustituyeron la oración en silencio por la oración hecha por el pastor, y
empezaron a cantar salmos. Los estados holandeses, en general, los trataron bien, eximiendo de
impuestos sus casas de caridad y orfanatos, permitiéndoles afirmar en vez de hacer juramentos, y
cambiar su servicio militar por pagos en dinero. En consecuencia, miembros de estos pequeños grupos
sobrios temerosos de Dios se establecieron en la vida holandesa como banqueros, comerciantes,
investigadores, pintores (entre ellos Ruysdael). Habían sobrevivido la memoria de Münster.

LOS SOCINIANOS

Al margen del movimiento anabaptista surgió un grupo cuyo lazo de unión era más directamente
teológico – los conocidos como socinianos, arrianos o unitarios.
Del caldo de cultivo de ideas de los primeros anabaptistas surgieron especulaciones que
ponían en duda las decisiones de la Iglesia primitiva – especialmente acerca de la naturaleza y persona
y nacimiento de Cristo. Era inevitable que la doctrina de la Trinidad fuera reexaminada y analizada a
la luz de los textos bíblicos. Lutero mismo había declarado que palabras como Trinidad y de la misma
sustancia no eran necesarias en el lenguaje cristiano, aunque él sostenía totalmente las ideas que
trataban de expresar. En Lausana en 1534 Viret formuló una confesión ortodoxa sin usar las palabras
Trinidad, persona y sustancia. Calvino prefirió no usar el credo atanasiano. El movimiento reaccionaba
contra las sutilezas escolásticas, contra la especulación teológica; y algo del lenguaje usado por los
pensadores tradicionales acerca de la Trinidad podría considerarse técnico.
No se debe suponer que los unitarios del siglo XVI fueran los críticos racionalistas del XVIII,
ni tampoco los humanistas del Renacimiento. Eran estudiantes de la Escritura que evitaban todo
recurso a la razón o a la autoridad y llegaban a una cierta conclusión por sí mismos. Comparados con
el texto bíblico, todos los siglos cristianos no significaban nada. Contra todo el mundo desde los
Apóstoles era el título de un libro de un dirigente anabaptista llamado Campano.
La mayoría de los anabaptistas, en este tema estaban de parte de la antigua ortodoxia. La
mayoría de las iglesias anabaptistas apenas mostraba interés en la cuestión. No usaban ningún credo,
estaban contentos con una forma de culto que se ajustaba al texto bíblico. Cuando surgió un
antitrinitario llamado Adam Pastor entre los menonitas alemanes, Mennón Simons y los líderes
estrictos le excomulgaron. Pero una disciplina menos rigurosa mantenía una actitud diferente en otros
lugares.
Entre los primeros radicales que adoptaron un pensamiento antitrinitario, el más famoso e
influyente fue el español Miguel Servet. Una proporción sorprendentemente alta de líderes
antitrinitarios eran refugiados huidos de Italia o España. Hacia 1530, cuando era un joven de
diecinueve o veinte años de edad, Servet ya era conocido entre los pastores protestantes de Renania
por sus ideas raras sobre la Trinidad. Creyó en alguna doctrina de la Trinidad hasta el trágico fin de su
vida. Creía que tenía la misión de destruir las formas erróneas y los términos técnicos acuñados por los
escolásticos y los filósofos sutiles.
Era un joven extraordinario y versátil. Estudió medicina e hizo brillantes especulaciones en el
campo de la anatomía e intuyó la ley de la circulación de la sangre. Editó hábilmente al geógrafo
Tolomeo. En 1537 estaba dando clases de astrología en París, y haciendo horóscopos por dinero. En
1546-8 publicó tres ediciones revisadas de su libro sobre los jarabes. Entre toda esta versatilidad se
ganaba la vida como investigador, editor y corrector de pruebas hasta tanto que se produjera el
inminente fin del mundo. Ejerciendo como médico cerca de Lyon, aparentemente católico aunque
interiormente rechazaba al Papa, la Trinidad y la práctica del bautismo infantil, le descubrió (no sin la
asistencia de Calvino desde Ginebra) y condenó la Inquisición como hereje. Escapó de la cárcel de la
Inquisición en Viena con la treta de pedir permiso para darse un paseo por el jardín en bata y gorro de

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noche. Se extendió el rumor aun hasta la distante Wittenberg de que había huido a París y muerto loco.
Pasando por Ginebra un fin de semana asistió a un culto de tarde y le reconocieron.
Fue quemado vivo en un espacio abierto fuera de la muralla de Ginebra el 27 de octubre de
1553.
Sevet no era ningún sabio y humilde buscador de la verdad. Era extraño, arisco,
desequilibrado, grosero y arrogante. Pero al (casi) invitar a Ginebra a que le quemara sobre la base de
un error puramente intelectual prestó un servicio a la causa de la caridad cristiana más que muchos
otros hombres mejores que él. No fue el primer hombre ejecutado por los protestantes por herejía, ni
estuvo cerca de ser el último. Su muerte, como ya veremos, acercó a la Cristiandad un poco más a
poner fin a la macabra procesión de matanzas por causa de la conciencia.

Rakow
La Reforma se abrió camino en Polonia porque cada señor feudal obtuvo la libertad práctica
de escoger su propia religión. En la capilla privada de la gran casa señorial, cualquier doctrina estaba a
salvo provisto que el propietario la apoyara. Los anabaptistas que huyeron hacia el Este encontraron
un refugio en algunos de los estados polacos, desde los cuales ejercieron una atracción magnética
sobre las congregaciones reformadas diseminadas. Por cierto tiempo encontraron un refugio parecido
en Hungría y en Transilvania.
Una Iglesia llamada la Iglesia Reformada Menor de Polonia empezó a existir profesando
principios anabaptistas y manteniendo una doctrina antitrinitaria. Tenía su base en unos pocos de los
grandes estados, de los que los más importantes eran los de Vilna en Lituania, donde la apoyó el
príncipe canciller Radziwill (muerto en 1565), y en Rakow, propiedad de un magnate anabaptista
llamado Jan Sieninski. La mujer de este era una antitrinitaria convencida, así es que Sieninski fundó
por amor a ella en sus estados un pueblo nuevo al que llamó Rakow, por el cangrejo (rak) que figuraba
en el escudo de armas de su esposa, y le concedió un fuero de incorporación (1569) que proveía una
amplia tolerancia. «Yo, Ian Sieninski ... hago saber a todos ... que no ejerceré dominio sobre la
religión en que puedan tener diferencias los mencionados rakovitas ... ni permitiré que haya agentes
gobernándolos en esta materia, sino que cada uno de ellos, según la gracia que Dios le dé, y según le
guíe su conocimiento de la verdad, abrace su religión en paz consigo y con sus descendientes.» Rakow
recogió a los radicales de otros estados polacos, refugiados de Moravia y Alemania, a uno o dos
nobles polacos que vendieron sus estados y se los distribuyeron a los pobres, y a entusiastas sencillos
que creían que Rakow sería la nueva Jerusalén. Tras unos pocos años de anarquía religiosa, los
ciudadanos de Rakow quisieron convertir el pueblo en una especie de Bruderhof hutterita. Trataron de
organizar el pueblo con una aplicación estricta de textos del Nuevo Testamento. Como todos los
demás, altos y bajos, se exhortaba a los pastores a que se ganaran el pan con sus propias manos.
Promovieron la libertad de los siervos y la comunidad de bienes, rechazando el acudir a los tribunales,
el participar en los deportes y los bailes públicos, estableciendo fábricas de papel, tela y cerámica, e
instando una imprenta (1600) para imprimir literatura unitaria. En 1602 Jacob Sieninski, el hijo del
fundador, fundó un colegio en el que todos los estudiantes tenían que trabajar en un oficio.

Socino
En 1580 un dirigente nato buscó acceso a la iglesia de Rakow: Fausto Sozzini, de cuyo
nombre latinizado Socinus se derivaba el que se dio más tarde a los unitarios, socinianos,
socianianismo. Socino, como tantos otros de los primeros radicales, era italiano de nacimiento,
vástago de una eminente familia de Siena, un miembro de la cual, su tío Lelio Sozzini, ya se había
distinguido en la causa del protestantismo radical (otros tres tíos habían sido sospechosos o acusados
de herejía). Como secretario en Florencia adquirió reputación como teólogo mediante un tratamiento
lúcido y ortodoxo de la autoridad de la Sagrada Escritura. Retirándose de Florencia a Basilea hacia
1575, escribió, aunque no publicó, su obra más famosa, Sobre la obra salvadora de Cristo,
exponiendo el punto de vista del Calvario como propiciación por el ejemplo. A partir de entonces fue
un radical convencido y crítico, viajó a Polonia, y se quedó allí desde 1580 hasta su muerte en 1604.
Se le negó la entrada a la iglesia de Polonia. Dijeron que debía ser (re-)bautizado, y él no
podía creer que el bautismo fuera una ordenanza obligatoria en la Iglesia. A pesar de muchas presiones
posteriores él nunca se sometió, ni recibió la comunión en Rakow. Sin embargo participaba del culto

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con ellos, tomaba parte en sus sínodos aunque no era un miembro oficial, y se convirtió
inevitablemente en un dirigente.
Como no estaban de acuerdo sino en las negaciones, Socino se introdujo en el campo del
pensamiento constructivo. Entre sus tareas más duras estuvo la de convencer a un sínodo de Chmielnik
en 1589 para que abandonara la creencia en un milenio inminente. Defendió la doctrina pacifista con
una convicción moderada, persuadiendo sin embargo a las iglesias a pagar los impuestos, a dejar que
sus miembros buscaran que se les hiciera justicia en los tribunales, a tener propiedad privada, a invertir
dinero a interés, o servir como magistrados provisto que no se someterían a la obligación de imponer
la pena capital. Dio al movimiento unitario un cuerpo de doctrina y un método cristiano tradicional de
pensamiento coherente. La bisagra de su enseñanza era que, a pesar de la convicción antitrinitaria, los
miembros del movimiento solo serían fieles a la enseñanza del Nuevo Testamento si adoraban a Cristo
como divino.
En 1605, el año después de la muerte de Socino, tres de sus discípulos publicaron en Rakow el
llamado Catecismo Rakoviano (edición latina, 1609). Este catecismo llegó a ser para los socinianos lo
que había sido la Confesión de Augsburgo para los luteranos. Fue dedicado (sin permiso) al rey
Jacobo I de Inglaterra, y fue quemado por orden del parlamento en abril de 1652. Una sucesión de
profesores luteranos y calvinistas dedicaron sus plumas y a sus estudiantes a refutarlo. Sin embargo
consigue ser constructivo aun negando no solo la doctrina de la Trinidad sino también el pecado
original, la regeneración bautismal, la predestinación a la muerte, la satisfacción vicaria y la
justificación por la fe sola. Porvenía de un mundo de radicales en el que algunos negaban todavía más
cosas.

El final de Rakow
A los socinianos no los dejaron tranquilos. Al mismo Socino le pringó de basura un joven
católico en las calles de Cracovia, y le golpeó y casi linchó una multitud; sus papeles fueron quemados
en una hoguera en la plaza del mercado. La seguridad de los socinianos estaba en la debilidad de la
corona católica de Polonia; el peligro, en que en una época de guerras el pacifismo los ponía en
peligro de ser acusados de traición. En la tercera generación de la familia Sieninski, el nieto del
fundador se hizo un ferviente católico durante sus estudios en la universidad de Viena. En 1638 dos
estudiantes de la academia de Rakow le tiraron piedras a un crucifijo erigido provocativamente en la
frontera de Rakow. El obispo católico de Cracovia exhibió los trozos del crucifijo en la dieta de
Varsovia, y acto seguido se suprimió la imprenta, se cerró el colegio y los habitantes socinianos fueron
expulsados. En 1640 el obispo echó los cimientos de una nueva iglesia católica en el solar de la iglesia
sociniana, y siglo y medio después los viajeros podía todavía ver los restos del baptisterio en el que
habían sido sumergidos los adultos.
Así pasó el centro del pensamiento unitario de Polonia a los más radicales de los menonitas
holandeses. Pero en la Inglaterra, la Holanda y la Alemania del siglo XVII, el nombre y la obra de
Socino no había de olvidarse ni mucho menos. Porque él, y sus semejantes, habían suscitado una
pregunta fundamental para el ala izquierda de la Reforma: si por la sola autoridad de la Escritura, y sin
ninguna referencia de ninguna clase a la Iglesia primitiva y a su enseñanza se podía defender el
lenguaje trinitario.

LOS INDEPENDENTISTAS INGLESES

«De vuestros anabaptistas – escribía el obispo de Salisbury John Jewel apostrofando contra los países
católicos de la Europa continental – no sabemos nada.» No era del todo cierto. El rey Enrique el
Católico quemó a trece anabaptistas holandeses en un año. La reina Isabel la Protestante quemó a dos
anabaptistas holandeses en 1575. Los Treinta y Nueve Artículos (1571), con su defensa de las armas y
de los juramentos, y su denuncia de la propiedad comunitaria, delatan que algunas noticias de Europa,
e inmigrantes, entraban en Inglaterra. Unos pocos anabaptistas extranjeros llegaron a Londres durante
los reinados de Eduardo VI e Isabel I. Pero los Artículos estaban peleando contra una sombra.
Los grupitos florecían dondequiera que la religión era inestable. Y la religión de la Inglaterra
isabelina era todavía, en cierto modo, inestable. Vecina de países protestantes en los que reinaba el
calvinismo, Inglaterra escogió una vía media. Los calvinistas antagonistas de la prudencia doctrinal o

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del conservadurismo litúrgico no tenían ningún deseo de separarse de la Iglesia de Inglaterra, sino
querían . reformarla desde dentro por medios legales. Cuanto más fiero era su asalto, más rígida se
presentaba la defensa de la Iglesia de Inglaterra establecida por ley. Pero en su propia ala izquierda,
por lo menos desde 1567, había unos pocos grupos o congregaciones que no podían soportar el culto
en las iglesias en las que se usaran sobrepellices o los fieles se arrodillaran para recibir la comunión, y
que se retiraban para tener reuniones ilícitas, secretas, misteriosas. La mayor parte de estas
congregaciones eran dirigidas, y algunas de ellas formadas, por pastores anglicanos que habían sido
suspendidos o trasladados por dejar de cumplir con el orden eclesiástico en Inglaterra. Les resultaba
imposible dar culto a Dios con el libro de Liturgia, la sobrepelliz, la señal de la cruz en el bautismo, y
tolerar la disciplina ejercida por juristas en tribunales públicos. Aunque la mayoría de ellos eran gente
sencilla, uno o dos de los dirigentes eran instruidos, y hasta ilustrados. Algunos de ellos rechazaban el
bautismo infantil; y cuando los desterraron del país y encontraron refugio en Holanda, el ejemplo y la
influencia de los menonitas holandeses empezaron a tener importancia. En la mayor parte de las
congregaciones era fundamental la idea de un pacto – cada miembro se vinculaba con Dios mediante
un pacto solemne para una vida santa, y en la existencia de este pacto se basaba una disciplina moral
ejercida por los otros miembros de la congregación.
La Reforma apelaba a la Biblia abierta. Los reformadores habían deseado y programado que el
más sencillo obrero del campo pudiera leerla por sí mismo. En el siglo XVII el obrero estaba
empezando a leer por sí mismo, y con consecuencias insospechadas. Mediante sus biblias en las
lenguas vernáculas las principales iglesias protestantes introdujeron en la conciencia popular una
dinámica religiosa, una avenida que ya no se podría encauzar por los límites de ningún canal artificial,
ni siquiera con una censura más eficaz o rigurosa que la que tenían a su disposición las autoridades de
entonces. La Inglaterra de mediados del siglo XVII había de comprobar lo que sucedía cuando el
«mecánico», el broncista, el batanero y el cochero se metían en la Biblia para sacar de ella su teología
por sí mismos. Algunos reformadores, como Lutero al principio, predicaron el sacerdocio de los
laicos. ¿Quería eso decir que un laico, y hasta una mujer, podía hablar cuando quisiera en la
congregación – como el coronel Henson, del ejército de Cromwell, se abrió paso hasta el púlpito en
Aston y predicó – quisiera el pastor o no?
La Reforma se había embarcado a reformar la Iglesia. Si se empieza a reformar, ¿hasta dónde
se ha de llegar, y cuándo se ha de considerar que se ha cumplido la reforma? Se había estado de
acuerdo en que uno de los objetivos era quitar hombres escandalosos e indignos del ministerio en las
parroquias; sin embargo se seguían encontrando algunos hombres indignos en algunas parroquias. La
reforma tenía que llegar más lejos, la labor no estaba más que medio hecha. Y si las autoridades
protestantes del país se negaban a permitir que avanzara la obra, tal vez era mejor abandonar la
parroquia con su indigno beneficiario, y reunirse aparte con hombres piadosos consagrados en serio a
la fe.
Las autoridades de la Iglesia y del Estado decían que los curas tenían que ponerse la
sobrepelliz, y que los comulgantes se tenían que arrodillar. Creyendo que la Escritura lo prohibía,
algunos miembros de la parroquia llegaban y se sentaban. Los párrocos los tenían que echar. Indigno
era arrodillarse; y si los echaban de la comunión por sentarse, se iban a hacer su propia asamblea de
manera, así lo creían, más conforme con la Palabra de Dios. El cisma era pecado – «pero sin duda –
escribía Francis Cheynell – el arzobispo era más cismático al imponer tales cargas a sus tiernos
comulgantes que la gente al apartarse de la comunión externa.» Así por lo menos se razonaba; y por el
contrario, se alegaba que el principio justificaría la desobediencia a todas las leyes. «Yo creo que
puedo decir con razón – dijo un crítico enojado en 1657 – que este es en el fondo un principio
anabaptista de Münster.»
En 1581 Roberto Browne, anteriormente del ala izquierda de los numerosos puritanos de la
universidad de Cambridge, reunió una congregación independiente en Norwich.
Browne adoptó ciertas ideas que se encontraban entre los anabaptistas – que la Iglesia consta
solo de verdaderos cristianos, que la congregación se vincula por medio de un «pacto», elige o depone
a sus propios pastores (y por tanto cada congregación es soberana en su propia vida y orden), que los
magistrados no tendrán parte en la religión, que las iglesias establecidas y «nacionales» son un error,
que un/una cónyuge se puede separar de su cónyuge no creyente. Después de estar preso por las
feroces denuncias de las autoridades de la Iglesia y del Estado, huyó (1582) con muchos de su
congregación y su principal colega el maestro Harrison a Middelburg en Holanda.

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En Middelburg la congregación se dividió en grupos en pelea, y pocos meses después Browne
se marchó a Escocia y a un nuevo encarcelamiento. De vuelta en Norwich re-creó una congregación.
En 1585 se sometió al arzobispo de Canterbury y volvió de mala gana a la Iglesia de Inglaterra,
muriendo como párroco anglicano de Achurch en Northamptonshire cuarenta y ocho años después.
En 1593 se aprobó en el Parlamento un estatuto severo contra los puritanos y los separatistas,
y el mismo año tres de los líderes – Barrow, Greenwood y Penry – fueron ejecutados por escribir
panfletos ardientes contra las clases directoras de Iglesia y Estado. Hasta que estalló la guerra civil en
1642, el refugio principal de los separatistas ingleses era Holanda. El grupo más célebre vino de
Nottinghamshire y los distritos circundantes de Scrooby, Gainsborough, Bawtry, Babworth, Worksop,
Austerfield. Varios de los líderes mantenían que no eran cristianas las formas litúrgicas de culto, y
Smyth mantenía que era ilegal usar un libro para cantar los salmos. Aunque las Escrituras se leían
públicamente, a menudo iban acompañadas de profecía o comentario continuo de exposición
devocional.
Las pequeñas congregaciones, cada una suprema en cuanto a su culto, eran serias en cuanto a
su esfuerzo por tener un culto bíblico. Algunas congregaciones reavivaron el ágape o fiesta del amor
fraternal, una comida congregacional que se celebraba antes de la comunión. Otras adoptaron el rito
del lavamiento de pies. Practicaban el examen mutuo y la disciplina moral corporativa en las reuniones
semanales. John Robinson, en su famosa charla a la iglesia antes del viaje del Mayflower en 1620,
expresó el sentir de todos esos grupos de que la luz había de encontrarse en la fidelidad a la Biblia.
«Estaba muy confiado en que el Señor tenía mayores verdades y luz todavía por manifestar en su
Palabra santa ... Los luteranos ... no podían ser llevados más allá de lo que vio Lutero, porque la parte
de la voluntad de Dios que Él reveló a Calvino, los luteranos preferían morir antes que abrazarla ... Ya
veis los calvinistas: se afincan donde él los dejó ... Porque aunque eran luces preciosas brillando en su
tiempo, sin embargo Dios no les había revelado a ellos toda su voluntad ...»
Como los menonitas, los separatistas ingleses no fueron siempre un espectáculo edificante.
Había una Babel de cismas y de mutuas excomuniones. La naturaleza de una disciplina moral ejercida
por la congregación estaba todavía a medio formar y requería mucha experiencia para dejar de
agotarse criticando las ballenas del corsé de la mujer del pastor. Una de las aberraciones más extrañas
fue la acción de por lo menos dos anabaptistas ingleses (especialmente John Smyth en 1608) de
bautizarse a sí mismos porque no había una iglesia pura para recibirlos. En 1610, treinta y dos de la
pequeña congregación de Smyth solicitaron ser admitidos por los menonitas Waterlander, y después
de cinco años de duda los recibieron.
Los bautistas ingleses, como sus homólogos del continente europeo, bautizaban de la manera
corriente por aspersión. Pero tanto en el continente como en Inglaterra hubo pastores aislados que
enseñaban y practicaban el bautismo por inmersión. Algunos de los menonitas de los Países Bajos
adoptaron la inmersión a principios del siglo XVII, y en 1641 los Bautistas Particulares ingleses (como
llegaron a ser conocidos los de teología calvinista) adoptaron formalmente el rito de la inmersión que
habría de ser característico del movimiento bautista. En 1640 había siete congregaciones bautistas en
Londres, y cuarenta y siete en otras partes de Inglaterra, pero muchos otros bautistas ingleses estaban
en el extranjero, en Holanda o en Nueva Inglaterra.

NUEVA INGLATERRA

En Nueva Inglaterra el movimiento radical adoptó una nueva forma. El país estaba sembrado de una
mezcla de asentamientos comerciales animados por inversores de Londres y de refugiados que habían
huido de la política religiosa del gobierno inglés, presbiterianos, independientes, bautistas o católicos
romanos.
La carta de privilegio de la Compañía de Virginia (1606) proveía que se había de predicar la
verdadera Palabra de Dios tanto a los colonos como a los salvajes, y desde 1609 fueron excluidos los
papistas. El asentamiento pretendía reproducir la Iglesia de Inglaterra al otro lado del Atlántico. El
clero había de usar el Libro de Liturgia, todas las plantaciones debían proveer una iglesia, se castigaba
a los que no asistieran al culto, el clero se sostenía con una especie de «diezmo», debiendo recibir cada
clérigo de sus fieles 1,500 libras de tabaco y dieciséis barriles de grano.

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Pero hasta en Virginia el establishment se modificó para que la congregación tuviera un poco
más de control de su clérigo. No había ninguna experiencia de patronato privado, ni de obispos al
Oeste del Atlántico, ni rito de confirmación. La sacristía local adquirió pronto una importancia que no
tenía en Inglaterra.
En 1620 se hizo a la vela el Mayflower, y así empezó el asentamiento de Plymouth. Esta es la
primera de las plantaciones proyectadas como refugios de la persecución religiosa. De los 149 a bordo
del Mayflower, una minoría de treinta y cinco eran separatistas de la congregación de Leiden.
Cuarenta y un adultos firmaron el convenio (Compact) en la cabina del barco – el pacto de establecer
el gobierno de la colonia. Más tarde compraron la parte de los comerciantes de Londres que habían
financiado la travesía, y en 1629 consiguieron un pastor de acuerdo con su gobierno e ideales. Pero
siguieron siendo un pequeño grupo durante muchos años.
En 1628 hubo un asentamiento en la bahía de Massachusetts. En 1630 fue asumido por la
Compañía de la Bahía de Massachusetts, grupo mucho más fuerte y mucho menos extremista de
puritanos ingleses encabezado por John Winthrop, terrateniente de Suffolk. Muchos de estos eran
amigos de la Iglesia de Inglaterra, por lo menos en cuanto no desanimaban nunca a sus miembros de
que asistieran a las iglesias parroquiales cuando estaban en Inglaterra. Sin embargo la forma de
gobierno eclesiástico a que llegaron en Salem y Boston en la bahía de Massachusetts era una clase
peculiar de congregacionalismo establecido. Trataban de practicar los ideales de los puritanos ingleses
contemporáneos. Se negaban a usar el Libro de Oraciones y establecieron la disciplina moral, aunque
no ejercida mediante un consistorio como en el modelo presbiteriano, sino por medio de un tribunal de
gobierno. En 1631 determinaron que nadie podía ser ciudadano con derecho al voto a menos que fuera
miembro de la iglesia de la colonia. En 1643 había 15,000 habitantes, de los que solo 1,708 eran
ciudadanos. Esto daba una cierta medida de poder al clero, que decidía la admisión a la membresía de
la iglesia.; y lo mismo que en las colonias españolas, el servicio allende los mares atraía a una gran
proporción de hombres decididos. Pero la última palabra la tenía el tribunal de gobierno. Así es que la
forma de gobierno de la Iglesia se parecía al de Zúrich más que al de Ginebra. Fue codificado y
declarado en la Plataforma de Cambridge de 1648.
Connecticut, New Hampshire y Rhode Island fueron fundadas, de maneras diferentes, por
grupos que no estaban conformes con la naturaleza restrictiva del establishment de la Iglesia en
Massachusetts. Connecticut fue fundada en 1635 por personas de un mismo pensar que estaban en
desacuerdo con la constitución autocrática y cuasiteocrática, y querían que cualquier hombre de buen
carácter, fuera o no miembro de iglesia, tuviera derecho al voto. Rhode Island fue fundada por el
independentista extremo Roger Williams, cuando se le acusó de separatismo y se le desterró de
Massachusetts en pleno invierno de 1636. Aquí se desarrolló una pequeña comunidad consagrada a la
tolerancia y la libertad de cultos, que recibía de buena gana a los disidentes que expulsaba
Massachusetts.
Maryland fue otra comunidad que aspiraba a la tolerancia. Carlos I dio una carta en 1632 a
George Calvert Lord Baltimore, que era católico romano y atrajo a refugiados católicos romanos tanto
como a colonos protestantes.
Mientras tanto el Rey de Inglaterra y su Parlamento entraron en conflictos, y la anarquía de la
guerra ofreció nuevas oportunidades al ala izquierda de la Reforma. El congregacionalismo moderno
desciende de la armonía del puritanismo ordinario inglés, moldeado en las condiciones únicas de
Massachusetts, con unos pocos de los ideales más radicales de los primeros independentistas, y luego
devuelta al otro lado del Atlántico a la oportunidad abierta de Inglaterra en la edad de Oliver
Cromwell.

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7
El ataque al Calvinismo

LOS EPISCOPALES INGLESES

Como Catalina de Médicis bajo la amenaza de guerra civil en 1562, como Guillermo el Taciturno
cuando se estaban desmembrando los Países Bajos, como los reyes suecos, así también el gobierno
inglés buscó una constitución moderada, suficientemente reformada como para satisfacer a los
protestantes razonables, suficientemente conservadora como para satisfacer a los católicos que no
estaban determinados a ser papistas. Seguía en pie la cuestión de si los protestantes ingleses se podían
dar por satisfechos con menos que el modelo suizo, que en todas las tierras circundantes – Francia, los
Países Bajos, Escocia – iba consiguiendo la aprobación de los reformadores.
Ningún estado protestante alemán de aquella época se atrevía a intentar la unidad entre
luteranos y Reformados. O bien el estado alemán era oficialmente luterano y los pastores Reformados
estaban excluidos, o era oficialmente reformado y los pastores luteranos estaban excluidos. Sin
embargo, por razones de estado y por inclinación personal, y con las opiniones del país divididas por
el vaivén religioso de Enrique VIII a María, la reina Isabel de Inglaterra trató de mantener juntas, en
una conformidad externa de moderación, a personas cuyas opiniones podían diferir entre sí tan
ampliamente como los luteranos diferían de los calvinistas.
El resultado no era ni esperado ni deseado por ninguno de los dos partidos: el desarrollo dentro
de los límites del establecimiento de dos grandes escuelas de pensamiento religioso, en parte
incompatibles en puntos de vista, antagonistas en un principio, cada una tratando de dominar o
expulsar a la otra, perdiendo en el curso del conflicto los extremismos de cada ala en un disentimiento
formal, pero llegando por último a convivir la una al lado de la otra, si no cómodamente por lo menos
con una cierta medida de respeto mutuo – las dos escuelas de los calvinistas y de los episcopales. Y su
mutua hostilidad y relación, enredadas con la contienda política del Rey y el Parlamento, generaron
ese vástago sui géneris de la Reforma que desde 1836 llegó a ser conocido como el Anglicanismo.

La reina Isabel y sus consejeros se proponían asegurar un compromiso; una vía media entre las
partes contendientes que dividían el reino; una aurea mediocritas, si se creía con el arzobispo Matthew
Parker que lo correcto era la moderación; una «mediocridad de plomo», una «mezcolanza», como
preferían llamarla algunos discípulos de los suizos.
Pero la moderación y el compromiso son ideales que rara vez consiguen inspirar lealtad. El
católico romano por su parte, y el calvinista por la suya, se proponían un programa de restauración o
de reforma. La fuerza de la oposición a las vías medias estaba de parte de los calvinistas, porque la
mayoría de las personas sensatas admitían que se necesitaba más reforma. En la Alemania
contemporánea, a los luteranos no les estaba resultando fácil defender su reforma conservadora frente
a las incursiones de las iglesias Reformadas. Los calvinistas contaban con la lealtad de muchos de los
teólogos razonables de Inglaterra. Representaban al Protestantismo europeo, la idea de una Cristiandad
reformada y unida, la fe de Escocia y Suiza y los Países Bajos y el Palatinado y los sufridos hugonotes
de Francia. Y tras ellos, algunos señores laicos querían que se abolieran los obispos por razones
materiales. Otros estados protestantes secularizaron las tierras de los obispos lo mismo que las de los
monasterios; Inglaterra había secularizado hasta entonces solamente los monasterios, y reducido los
ingresos de los obispos con regateos poco escrupulosos. Había tesoros por venir. El deseo doctrinal
entre los calvinistas reformistas y piadosos de que Matthew Parker fuera el último arzobispo de
Canterbury recibía una cierta medida de apoyo callado de hombres que no eran ni calvinistas ni
piadosos.
Se necesitaba una apología en defensa de la moderación sobre la base del principio cristiano.

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Los primeros años del reinado de la reina Isabel no estaba claro lo que enseñaba la escuela no
calvinista. No eran luteranos, porque pocos entre ellos aceptaban la doctrina luterana de la eucaristía, y
muchos de ellos aceptaban como verdadera la doctrina calvinista de la predestinación. Los Treinta y
Nueve Artículos, que llegaron a su forma definitiva en 1571 y asentimiento a los cuales se exigía del
clero, enseñaban las doctrinas clásicas de los protestantes Reformados: que el hombre es justificado
por la sola fe, que la gracia de los sacramentos la reciben solamente los hombres de fe, que la Iglesia
no puede enseñar nada que no contenga la Escritura.
Si los obispos isabelinos tenían un guía en cuanto a la autoridad doctrinal, era Bullinger de
Zúrich, con quien varios de ellos habían tenido amistad durante su destierro bajo la reina María.
Estaban unidos por lealtad a la Reina y al acuerdo nacional en materia religiosa, y por resistencia a los
calvinistas que se negaban a aceptar ese acuerdo. No discutían, en principio, que los obispos fueran
apostólicos, ni siquiera que fueran la mejor forma de gobierno eclesiástico. Discutían que el gobierno
inglés de Iglesia y Estado pudiera organizar legalmente la Iglesia con obispos, y si la organizaba así, si
no estaban repudiando la autoridad de la Escritura. Hasta este punto eran como los luteranos;
interesados, porque ellos eran los defensores de la moderación de Isabel y Parker, en demostrar que el
abuso no prohibe necesariamente el uso; que era un principio falso y «un pilar podrido» el afirmar que
nada abusado bajo el papa se podía retener en la Iglesia.

Richard Hooker
En 1584 Richard Hooker fue nombrado Maestre del Temple en Londres. Su «conferenciante»
– es decir, cura sobre el que no tenía control – era Walter Travers, que había sido ordenado por un
presbiterio extranjero y era autor, por lo menos en parte, del Libro de Disciplina, la norma de gobierno
eclesiástico calvinista inglés. Travers propuso que Hooker no predicara hasta que la congregación le
hiciera un llamamiento. Hooker rechazó la propuesta, y maestre y conferenciante predicaron cada uno
contra las doctrinas del otro, Canterbury contra Ginebra – apareciendo Travers como el más vivaz y
popular, porque Hooker era corto de vista y leyó su largo manuscrito sosamente, con los ojos pegados
al papel. Hooker entonces pasó a dos parroquias rurales en sucesión, Boscombe en Wiltshire y
Bishopsbourne cerca de Canterbury. Predicar a favor de Canterbury y en contra de Ginebra
demandaba que Canterbury dijera algo tan positivo como el sistemático Calvinismo al que se estaba
oponiendo; y el resultado de esta controversia fue la defensa clásica de la forma isabelina moderada de
reforma. Hooker diseñó De las leyes de política eclesiástica en ocho libros. Los libros 1 al 4 se
publicaron en 1593, el 5 en 1597. Hooker murió en 1600. Los libros 6 y 8 no aparecieron hasta 1648, y
el 7 en la primera edición completa en 1662. Una larga discusión sobre la autenticidad de estos libros
póstumos ha llegado a la conclusión de que el cuerpo de la obra es de Hooker, aunque no se puede
excluir del todo la posibilidad de hábiles retoques de manos interesadas, especialmente en el libro 6.

Los calvinistas sostenían que todo lo que se hace en la Iglesia debe tener sanción positiva en la
Escritura, y sobre esta base atacaron la liturgia inglesa del Book of Common Prayer (Libro de Oración
Común) y la política del convenio isabelino. La defensa de Hooker era en el fondo una justificación
del lugar de la razón en la religión. Aparte del área en que Dios ha dado mandamientos específicos en
la Escritura, hay otra área amplia en la que el gobierno de la Iglesia y del Estado debe estar de acuerdo
con la ley natural de Dios, que se puede conocer por la razón general de la humanidad, y de la que las
leyes eclesiásticas y civiles deben tratar de ser la expresión práctica. Las leyes humanas no moderan
los detalles de la práctica para todos los tiempos. La sociedad humana está cambiando constantemente,
y un Estado o una Iglesia pueden mandar cualquier práctica que sea edificante y conveniente, provisto
que su orden obedezca la ley de la Escritura o esté en armonía con la ley natural. El Estado y la Iglesia
están unidos; y por tanto el príncipe piadoso tiene el derecho y el deber de legislar, en materia de
política eclesiástica lo mismo que civil, siempre provisto que sus leyes estén en armonía con la ley
natural y no contradigan la Escritura. La belleza literaria de la prosa de Hooker y la mesurada
tranquilidad de su razonamiento elevaron el libro muy por encima de las controversias de la época a la
que iba dirigido.
Era una nota nueva en el pensamiento protestante. La unión de Iglesia y Estado, la
justificación del poder de los príncipes piadosos en materia religiosa (justificación que llegó tan lejos
como para defender elementos de la política inglesa que la posteridad ha estado de acuerdo con los
calvinistas en considerar abusos), la tradición general del pensamiento teológico suizo sobre la

100
justificación y los sacramentos – hay poco de nuevo aquí excepto la forma de expresión. La
innovación trascendental era el método racional de defensa, en el que Hooker se apoyaba en parta en
santo Tomás de Aquino. La Reforma se sentía más segura de sí misma cuando podía usar a los
escolásticos en vez de despreciarlos.
Pero hay otra novedad, al lado de la teorética, en Hooker. Proponiéndose defender el convenio
isabelino como sabio, conveniente y permisible de acuerdo con la Escritura, dedicó su quinto y más
largo libro al Libro de Oración, tan acaloradamente atacado por sus críticos puritanos. En su serena
apología se trasluce un afecto del corazón hacia esta liturgia, vista sobre el trasfondo de una gran
tradición, no solamente como sabia y conveniente, sino también como fruto sazonado de los siglos
cristianos, llevando en su interior el encanto de una devoción reformada y católica.

La sucesión apostólica
Hooker, por lo menos en sus primeros años, no estaba dispuesto a contender a favor de los
obispos como el único ministerio autorizado. Los defendió, en parte porque el convenio inglés los
conservaba y él estaba defendiendo la legalidad de todo el convenio, y en parte también porque
valoraba las costumbres de los siglos católicos que no se podían acusar de haber sido erróneas. En los
libros publicados póstumamente usó un lenguaje más fuerte sobre la autoridad apostólica de los
obispos.
Entre sus contemporáneos, algunos teólogos – Hadrian Saravia, Matthew Sutcliffe, Thomas
Bilson, Lancelot Andrewes, John Overall – afirmaban que los obispos eran parte del ministerio
auténtico ordenado por Cristo. Hooker había concedido que no eran contrarios a la Escritura; este
nuevo grupo defendía que eran el ministerio fundado por Cristo, demandado por la Escritura y por la
práctica apostólica. Creían en una autoridad divina transmitida en la Iglesia a través de los siglos. La
Iglesia no tenía libertad para cambiar el orden establecido en un principio. Por tanto ellos no concluían
que las iglesias luteranas o calvinistas en el continente europeo no fueran iglesias, porque todavía no
tenían el sentimiento de aislamiento de la amplia tradición reformista del continente. Las reformas del
continente europeo, argüían, habían sido menos afortunadas que la inglesa. «No negamos – escribía
Jorge Downham – que la plata sea buena, aunque el oro sea mejor.» «Si nuestra forma es de derecho
divino – escribía Lanzarote Andrewes al hugonote Pedro Du Molin – no se sigue de ahí que no haya
salvación fuera de ella, o que una iglesia no pueda vivir sin ella. Hace falta ser ciego para no ver
iglesias que existen sin ella.»
Pretender que los obispos fueran de derecho divino en la Iglesia era sin duda un ataque al
Calvinismo. Aunque los luteranos reclamaban a menudo poderes para sus superintendentes cuando
discutían la política calvinista, esta pretensión inglesa era única en las iglesias protestantes. Suecia,
que también conservó sus obispos consagrados en una reforma conservadora, era demasiado luterana
para insinuar tal pretensión estos años.
Para 1590, por tanto, empezó a ser importante para algunos teólogos el si los obispos ingleses
estaban en línea de sucesión con los obispos de la Edad Media. En consecuencia, el negar esta
continuidad empezó a ser una cuestión importante para los luchadores católicos romanos. Si se
pretendía que estos obispos protestantes eran obispos católicos, era importante negar esa pretensión
inmediatamente.

La historia de la Cabeza de la Jaca


Hacia 1590, un viejo clérigo llamado Thomas Neal, antes profesor de hebreo en Oxford, que
había sido capellán de Bonner y no se había reconciliado nunca de veras con la Iglesia isabelina, se
dijo que estaba contando una historia alucinante. Se rumoreaba que pretendía haber estado presente en
la consagración del arzobispo Matthew Parker; que lejos de asistir a ella en la forma debida en la
capilla del palacio de Lambeth, había estado presente en una taberna de Cheapside, la Cabeza de la
Jaca; que allí, como no se podía encontrar ningún obispo católico para consagrar, Parker y otros se
arrodillaron en el suelo de la taberna delante de Scory, el obispo eduardiano depuesto de Chichester, y
Scory había puesto una Biblia sobre el cuello de cada uno diciendo: «Recibid el poder para predicar la
Palabra de Dios con sinceridad.» Este rumor circuló entre los católicos recusantes en el cambio de
siglo, y por último apareció impreso. Se creyó generalmente, y la cuestión fue la pelea del momento.
En 1613 Francis Mason, capellán del arzobispo de Canterbury, presentó el extracto en cuestión del
registro de Parker en la biblioteca de Lambeth, una descripción de la consagración tomada de los

101
papeles del Estado, y hasta un testigo presencial, el conde de Nottingham (antes Lord Howard de
Effingham, comandante de la flota inglesa contra la Armada), que afirmaba haber estado presente en
la consagración y en la comida que le siguió. En 1614, encontrando que los autores católicos romanos
aseguraban que la copia del registro era una falsificación, el arzobispo Abbot llevó a cuatro obispos y
cuatro sacerdotes católicos romanos, presos a la sazón en la Torre de Londres, y les hizo examinar la
inscripción en el registro. Aunque el rumor se desvaneció desacreditado, fue una señal de que la
autenticidad de los obispos protestantes, o su falta, había empezado a ser importante a los dos lados de
una manera que no les habría importado a Calvino o Lutero.

El estudio de los Padres


El caso de los obispos resultó ser más defendible de lo que se habría supuesto medio siglo
antes. Porque la investigación no estaba parada, sino mejorando lentamente en poder crítico y
comparativo. En 1642 el historiador holandés Gerardus Vossius demostró que san Atanasio no había
escrito el credo que lleva su nombre. El hugonote David Blondel probó definitivamente que las
decretales isidorianas, que se había supuesto durante 700 años que eran cartas de los primeros papas,
eran una falsificación del siglo IX. Esta erudición no era parcial al deshacer viejas historias. Blondel
inquietó a sus compañeros protestantes al demostrar que la historia de la papisa Juana – que se dijo
que había accedido al papado disfrazada de varón y que había dado a luz un bebé durante una
procesión, una historia muy usada por protestantes belicosos – era una fabricación tardía. Las dos
llamadas epístolas de san Clemente se imprimieron por primera vez en Oxford en 1633. Lefèvre
d’Étaples había publicado una versión latina de san Ignacio de Antioquía en 1498, pero casi todos los
eruditos protestantes creían que las cartas eran una falsificación a favor de los obispos, hasta que
James Ussher mostró en 1644 que una versión no interpolada era genuina. El descubrimiento cambió
la base sobre la que se había estado planteando la discusión sobre el ministerio desde los días de
Lutero.
El progreso de la investigación puso a san Agustín en una nueva perspectiva. Como el coloso
entre los primeros expositores de san Pablo, dominaba la Reforma. En 1600 o 1630 era todavía el más
grande de los Padres. Pero ahora estaba claro que había habido más variedad y discrepancia en la
comprensión cristiana primitiva de la Biblia de la que se había supuesto hasta entonces por ninguno de
los dos lados de la controversia.
Los Padres se encontró que servían de apoyo a los protestantes más radicales un poco menos,
y a los conservadores moderados un poco más de lo que se había esperado.
En el ambiente religioso de 1600-1630 percibimos un cambio de talante. Algo nuevo en el aire
del protestantismo está soplando por los palacios de la doctrina y la moral, que llega misteriosamente,
y que es imposible agarrar o enjaular. En parte es la madurez de la Reforma: llega a su sazón
surgiendo de la seguridad y el crecimiento, del conocimiento de que han pasado los peores peligros;
una disposición a apropiarse las mejores devociones de los siglos católicos en cuanto son provechosas;
una voluntad de estudiar a los filósofos, de leer a Platón y Aristóteles, de usar a los escolásticos con
discriminación. En los primeros días de reforma tenían que gritar fuerte la verdad, y estos gritos puede
que sonaran ásperos y estridentes: los trompetazos del dogmatismo. Aunque todavía tocando la
trompeta en 1600, iban templando las notas en una armonía de sonido más rica – la oración, la vida de
la santificación, la cura de la conciencia atribulada, el lugar del intelecto en la religión. Se puede
discernir el viento fresco por toda Europa en muchas formas diversas: en el más noble de los escritores
devocionales luteranos, Johann Arndt; en los nuevos intereses metafísicos y místicos de los poetas
ingleses desde Spenser a Donne y Vaughan; en la filosofía platónica de un inglés como Thomas
Jackson, o el idealismo próximo a ser impartido por los cartesianos en Francia; en las investigaciones
éticas de los teólogos puritanos y jesuitas; en el poder que el misticismo español estaba empezando a
ejercer en la Iglesia de la Contrarreforma.

Enséñame, mi Dios y Rey,


En todo a verte a Ti. 1

1
Teach me, my God and King, - In all things Thee to see. Poema de George Herbert, de The Temple (1633), que
se canta como himno en muchas iglesias de habla inglesa (N. del tr.).

102
En Spenser, Donne, Herbert, Jackson, Arndt, este misticismo de la naturaleza o conciencia de
un universo sacramental, estaba logrando entre los protestantes la adhesión a una antigua tradición
católica de devoción, haciéndoles así elevar la mirada más allá de las iglesias reformadas y percibir un
panorama más amplio. Un horizonte más vasto tenía que beneficiar a los conservadores de la Reforma.
Animó el amor de los luteranos a formas tradicionales de oración, o la adhesión anglicana al culto
litúrgico.

La fortaleza de la enseñanza calvinista era expugnable en sus dos bastiones débiles: el si el


dogma de la predestinación absoluta, aunque respaldado por textos de la Escritura, no era incompatible
con otros textos de la Escritura y con la revelación integral de la naturaleza de Dios; y si el texto del
Nuevo Testamento vindicaba la posición de que la forma de gobierno eclesiástico con pastores,
ancianos y consistorios era la única ordenada en la Escritura.

ARMINIO

Jacobo Arminio estudió bajo Beza en Ginebra, viajó por Italia, y fue profesor en la universidad de
Leiden en Holanda desde 1603 hasta su muerte en 1609. El otro profesor de teología era Franz Gomar,
calvinista de mentalidad inflexible y talento concienzudo para presentar los decretos eternos en su
guisa más repelente. Arminio empezó a contender que el Nuevo Testamento revelaba a un Dios de
amor, y que esto era incompatible con la interpretación que consignaba a muchos mortales al infierno
sin tener en cuenta su conducta. La controversia entre los gomaristas y los arminianos se fue
calentando; y después de la muerte de Arminio cuarenta y seis pastores dieron su asentimiento a un
documento conocido como la Reexposición (Remonstrance). Esta declaraba que la elección a la vida
eterna está condicionada a las buenas obras de esta vida, que se puede resistir y perder la gracia, que
Cristo murió por todos los hombres. Los reexpositores introdujeron en la discusión un ataque sobre
una Iglesia independiente del Estado, y así llegó a involucrarse el conflicto doctrinal con la política
holandesa.
En 1618-19 las iglesias Reformadas celebraron un sínodo en Dort, asamblea que estuvo más
cerca de ser un concilio general de las iglesias reformadas. Asistieron delegados de Inglaterra,
Escocia, Suiza, Hesse y el Palatinado, y todas las iglesias principales de la tradición suiza – excepto
los hugonotes franceses, a los que desanimó su gobierno, y el elector de Brandeburgo, porque la
mayoría de sus súbditos eran luteranos. El sínodo confrontó a los arminianos, liderados ahora por
Simon Episcopius. En una asamblea tan numerosa de los Reformados, incluyendo hasta a un obispo
inglés, fue imposible canonizar el lenguaje extremista de Gomar. Pero el sínodo determinó que la
causa de la elección es la pura gracia de Dios, sin tener en cuenta las buenas obras; que la gracia, una
vez otorgada, no se puede perder irremisiblemente; que Cristo murió solamente por los elegidos, y que
no es posible resistirse a la gracia. Los Estados Generales desterraron a los arminianos, que se negaron
a retractarse.
Episcopius y los líderes desterrados se refugiaron al otro lado de la frontera en los Países
Bajos españoles o en Francia. Después de 1625 lograron ser tolerados en Holanda, en 1630 se les
permitió edificar una iglesia en Amsterdam, y en 1634 fundar un seminario. Protestando en parte
contra el calvinismo sobre la base de la razón, Episcopius los condujo paulatinamente a una actitud
más racionalista y antidogmática para con todos los credos y formularios, y empezaron a tener
semejanza con los socinianos. Siempre se mantuvieron como una pequeña comunidad (veintiséis
iglesias o capillas en 1841), pero agraciada con eruditos como Gerardus Johannis Vossius, Hugo
Grocio y Jean Leclerc. Los arminianos fueron el primer signo en la Cristiandad de esa escuela racional
antidogmática que había de tomar el liderato del Protestantismo para finales del siglo XVII.

LOS REYES ESTUARDO Y LOS OBISPOS INGLESES

No era necesario que el «príncipe piadoso» fuera episcopal; sí le era necesario mantener control del
consistorio y de las leyes de la Iglesia. En la Alemania del norte esto se lograba a menudo por medio
de «superintendentes» o «superintendentes generales», en Suecia e Inglaterra mediante obispos. En las

103
iglesias calvinistas el consistorio equivalía a una asamblea elegida por el clero o el pueblo, con
derecho a legislar aparte de la autoridad secular. «No obispo no rey,» - dijo Jacobo I de Inglaterra en la
asamblea de Hampton Court (el palacio de Hampton) en 1604, con tanto más sentimiento porque
desde que podía recordar había estado tratando de fortalecer la débil autoridad real en Escocia frente a
las pretensiones de los presbiterios y los sermones de los pastores. Su hijo Carlos I habría conservado
la cabeza sobre los hombros y un simulacro de poder si hubiera estado dispuesto a contemporizar
sobre la ecuación «no obispo no rey.» Por tanto, estos dos reyes fueron desanimando sistemáticamente
a los puritanos y animando a los antipuritanos dentro de la Iglesia de Inglaterra. Carlos I empezó su
reinado pidiendo una lista del clero para el ascenso; y William Laud marcó los nombres de la lista con
P (para puritano) y O (para ortodoxo). Los antagonistas del calvinismo estaban pasando revista para el
asalto.
Había algo que distinguía a un rey inglés del príncipe piadoso de Alemania o Suecia. Mientras
que todos estaban de acuerdo en que un gobernante legítimo era llamado por Dios, y en que la
obediencia era un deber cristiano, no habría sido tan natural para un luterano escribir que un aura de
divinidad rodeaba al rey. Vástago de una antigua estirpe, coronado con la unción del ritual medieval,
retenía un halo de santidad que ni el Renacimiento ni la Reforma disiparon facilmente. Es curioso
encontrar al rey católico de Francia tocando a un escrofuloso para sanarlo hasta pocos años antes de la
Revolución Francesa. Y mucho más curioso encontrar a los soberanos protestantes de Inglaterra,
desde Isabel hasta Jacobo II, todavía representando las mismas curas rituales, y notar que el último
soberano reinante que tocó fue la reina Ana en 1714. (Una señora le pidió a Jorge I que la tocara – él
la dejó a ella que le tocara a él). El rey Jacobo I se había educado en Escocia, asumió su obligación de
mala gana, y empezó su primer rito predicando un sermón contra la superstición. Pero su desgana se
desvaneció, y Carlos I no tuvo escrúpulos. El aura sobrenatural de la cabeza ungida tomaba mucho
tiempo para desvanecerse, y debía ser tenida en cuenta cuando se juzgaban las extrañas formas
inglesas de la doctrina del derecho divino de los reyes.

La Biblia inglesa
El primer logro de los Estuardo se convirtió en uno de los mayores legados de la reforma
inglesa: la Versión Autorizada de la Biblia, también llamada del Rey Jacobo.
Por dos veces había autorizado el gobierno de Inglaterra una Biblia para ser leída en las
iglesias parroquiales, y ordenado a los sacristanes que la compraran: la Gran Biblia publicada por
Cromwell y Cranmer en 1539, y la Biblia de los Obispos de 1568. Autorizar una versión era parte de
la reforma moderada. La Gran Biblia se había programado que excluyera las versiones extraoficiales
como la de Tyndale, con sus notas y comentarios demasiado mordaces. Estas diversas versiones no
eran traducciones independientes. Cada una procedía de la precedente, usando la antigua cuando era
buena, y muchas frases de la de Tyndale pasaron por todas las versiones posteriores.
Pero en la era isabelina ninguna de las versiones autorizadas podía competir con la más
popular de las versiones extraoficiales, «la Biblia de Ginebra». Los ingleses exiliados en Ginebra
durante el reinado de la reina María publicaron en 1557 una traducción revisada del Nuevo
Testamento, y la Biblia completa en 1560. Era una revisión cuidadosa de la Gran Biblia, a la luz de la
erudición de Calvino y Beza y de las versiones francesas contemporáneas. Esta versión se conoce
popularmente como la «Breeches Bible», («la Biblia de los pantalones de montar,») porque en Génesis
3:7 se dice que Adam y Eva «cosieron hojas de higuera y se hicieron breeches.»
Esta no era solamente una versión erudita y una mejora de estilo. Incluía mapas y listas, y era
la primera biblia inglesa con números de versículos, que había introducido el impresor Robert Étienne
en su edición de Ginebra de 1551. (Se dice que Étienne había puesto los números de todo el Nuevo
Testamento mientras iba de viaje de París a Lyon). Los números de versículo fueron una ayuda
incalculable para los lectores, predicadores y estudiantes; y los ginebrinos tuvieron en cuenta además
la conveniencia del lector al producir una edición de bolsillo admirable y barata. El aspecto de la
página bíblica no se cambió nunca después de la Biblia de Ginebra de 1560, y se consideró sagrado:
impreso en tipo romano, siguiendo la costumbre de Beza de usar la letra cursiva para las palabras que
se suplían en la traducción, y con las divisiones en versículos. Ahora era mucho más fácil encontrar un
texto cualquiera, menos fácil seguir una historia continua o el desarrollo de un razonamiento paulino.
El rey Jacobo I no se formó su criterio de la erudición por investigación imparcial, porque
creía injustamente que la Biblia de Ginebra era «la peor», y encontraba sus notas «muy parciales,

104
inexactas, sediciosas y con demasiado sabor a conceptos peligrosos y traicioneros.» Pero le importaba
mucho el tema, y seleccionó a unos cuarenta y siete traductores con formación, aunque proveyó
inadecuadamente para su remuneración mediante nombramientos eclesiásticos. Estaban divididos en
seis compañías, de las que dos se reunían en Oxford, dos en Cambridge y dos en Londres, entre las
que se distribuyeron los libros de la Biblia. Aunque tenían orden de seguir la Biblia de los Obispos de
1568 sin alterar innecesariamente lo que el pueblo tenía costumbre de oír, sin embargo adoptaron
mucho de la Biblia de Ginebra, y a veces de la Biblia de Douai que publicaron los recusantes católicos
romanos en 1582-1610. Se les requirió no añadir las notas de controversia por las que no gustaba la
Biblia de Ginebra. Cuando se hubo completado la revisión en los tres centros, fue revisada por una
comisión de doce, y entonces el obispo Bilson de Winchester y el doctor Miles Smith, que revisaron
toda la obra, hicieron los últimos retoques y añadieron un prefacio (por Smith) que es una noble
presentación de los objetivos de los traductores en el contexto del concepto que tenía la Reforma de la
Biblia. Su objetivo, declararon, era no hacer una nueva traducción, sino mejorar una antigua.
Una nota en la primera página indicaba que era «autorizada para ser leída en las iglesias.» No
se dice que el uso de otras versiones quedara así fuera de la ley, pero el impresor real fue el único al
que se le concedió el derecho de imprimirla, y podía impedir que sus rivales publicaran otras
versiones. Con todo el Nuevo Testamento de la Biblia de los Obispos se imprimió hacia 1618 o 1619,
y se siguió usando hasta el final del siglo XVII. La Biblia de Ginebra siguió usándose ampliamente en
la devoción popular, y algunos puritanos sospechaban que la versión del rey Jacobo era elitesca. Se fue
abriendo camino paulatinamente, y sobre todo por sus méritos de erudición y forma literaria.
El lento crecimiento de las versiones inglesas se ve claramente en el Libro de Oración Común.
Los Salmos aparecen casi como en la edición revisada (1540) de la Gran Biblia y, consagrados por la
recitación, no se cambiaron. El Magníficat y el Nunc Dimittis aparecen en una versión revisada de una
traducción independiente hecha probablemente por Cranmer. Las Epístolas y los Evangelios no se
pusieron en la versión del rey Jacobo hasta 1662. Las fechas no se introdujeron en el margen de la
Biblia hasta 1701. Se basaban en los cálculos del arzobispo Ussher de Armagh en sus Annales Veteris
et Novi Testamenti de 1650-4, que fijaron la Creación del mundo en el año 4004 a.C.
Mientras se iba consagrando la versión del rey Jacobo, la depuración del texto grieg no se
había detenido. Dieciséis años después de su aparición, el patriarca de Constantinopla Cirilo Lúcaris
dio al rey de Inglaterra el gran manuscrito bíblico de principios del siglo V ahora conocido como el
Códice Alejandrino (en el Museo Británico), que era un texto griego mejor que el que conocían los
traductores de la Versión Autorizada. La tarea de la revisión documentada del texto se archivó para el
futuro.

Los laudianos
La escuela inglesa antipuritana de religión, a menudo llamada laudiana, del nombre de su
obispo más eminente, 2 fue motejada por sus enemigos con el nombre de «arminiana». Los arminianos
de Holanda atacaron la doctrina de los calvinistas, especialmente la de la predestinación. Los
episcopales de Inglaterra atacaron la doctrina de los calvinistas, especialmente la del presbiterado. La
diferencia era importante; pero los contemporáneos hostiles no estaban del todo en el error al usar la
palabra arminianos para describir a los laudianos. Unos pocos de ellos repudiaban toda la doctrina de
la predestinación en su forma agustiniana; muchos de ellos repudiaban las presentaciones extremistas
de ella que se daban entre los calvinistas de la tercera generación.
Pero la diferencia trascendental entre puritanos y episcopales era más devocional que
doctrinal, aunque la doctrina guiaba la devoción y la devoción afectaba el lenguaje en que se predicaba
la doctrina.
La escuela episcopal había empezado por la defensa del Libro de Oración y la organización
episcopal frente a sus críticos puritanos. Así se generó una asociación entre los anglicanos altos 3 y un
cuidado por la reverencia externa, por el debido ritual y ceremonial, una asociación que nunca se ha

2
William Laud, obispo de San David (1621), de Bath y Wells (1626), de Londres (1628); arzobispo de
Canterbury (1633); ejecutado en 1645.
3
La palabra alto es aquí un anacronismo. Se usó por primera vez hacia 1687 con el sentido de «rígido a favor de
la Iglesia de Inglaterra,» especialmente contra los disidentes.

105
perdido entre muchas vicisitudes. Considérese la fraseología del poema, La Iglesia Británica, de
George Herbert:

Un buen aspecto en despliegue idóneo


Ni muy mezquino ni demasiado alegre,
Muestra al que vale.
Detalles extravagantes no pueden compararse:
Porque o bien no son más que pintados
O están desnudos...

Después el poeta contrasta a la que está sentada repintada sobre las colinas, con la que se
sienta tímidamente en el valle impropiamente vestida y despeinada:

Pero, querida Madre, lo que echan de menos


Los mezquinos, tu honor y gloria es,
Y así será.
Bendito sea Dios, de cuyo amor fue
Medida doble de su gracia dar,
Y a nadie más que a ti.

Y a nadie más que a ti – aquí está el derecho a una reforma singularmente favorecida.
Evidentemente el poeta no considera especialmente la verdad como una señal de ese favor. Es «el
buen aspecto en despliegue idóneo,» las exterioridades debidas, la forma y la liturgia, la reverencia
que es sobria y no meretricia.
Es típico de los arminianos ingleses que las obras más importantes de la época, a ojos de la
posteridad, no sean obras de teología formal, sino dos libros de oraciones: el Manual de devociones
privadas (Preces Privatae) de Lancelot Andrewes, seleccionadas principalmente de los Salmos y las
antiguas liturgias griegas, y dadas al mundo póstumamente en 1648; y Una colección de devociones
privadas, según la práctica de la Iglesia antigua, publicada por John Cosin en 1627. 4 Este último no
se formó conforme a la tradición y lenguaje de piedad calvinista. Se publicó en primer lugar en
beneficio de las damas protestantes de la corte de la reina de Carlos I, Henrietta Maria, ya que las
damas católicas romanas usaban sus breviarios en las antesalas reales, y se pretendía que fuera «lo más
parecido posible a sus oficios de bolsillo, en relación con las formas antiguas antes del papismo.»
Comparándolo con los libros puritanos de piedad se encuentra que la diferencia no está en el contenido
doctrinal, sino en la atmósfera devocional. El excéntrico puritano Prynne se escandalizó de que Cosin
utilizara las partes más conservadoras del Libro de Oración y las elevara a prominencia. A Prynne le
desagradaban la palabra «devoción», la frase «Iglesia antigua», la suposición de que los cuadros y las
imágenes fueran aceptables, la oportunidad ofrecida para la confesión auricular. Cosin pretendía tener
autoridad, especialmente desde los primeros años de la reina Isabel. Prynne declaraba que esos años
no se habían eliminado las reliquias papales tanto como después, y que Cosin estaba intentando
equivocadamente «impulsar su imposición a nuestras añosas y meridianas sazones del Evangelio.»
Los laudianos devolvieron el arte a las iglesias, vitrales, cruces y aun crucifijos. Se deleitaban
en la música eclesiástica, y devolvieron los órganos que se habían removido. Elevaron la mesa santa
otra vez sobre escalones, la llamaron altar y la vallaron con rejas. (Las rejas santuario del siglo XVI
son famosas; la mayor parte de las rejas de las iglesias parroquiales inglesas no datan de antes del siglo
XIX, pero una gran proporción de las más viejas se instalaron bajo Laud o después de la
Restauración). Laud usaba la autoridad secular concedida a la Cámara de la Estrella y la Alta
Comisión para imponer comportamiento y ornamentos reverentes en la iglesia. Se proponía obediencia
y uniformidad. Trató de obligar a los clérigos a ponerse la sobrepelliz, a arreglar los canceles, a
inclinarse al santo nombre, a usar el Libro de Oración Común y no otro. Arregló edificios
deteriorados. Atacó el lino sucio, los santuarios abandonados, los tribunales eclesiásticos sujetos a

4
La famosa versión de Veni Creator – «Come, Holy Ghost, our souls inspire» («Ven, Espíritu Santo, inspira
nuestras almas») - se escribió para este libro.

106
largos retrasos y litigios absurdos, al clero ignorante, vago o inmoral, a las universidades desgarradas,
a los profesores puritanos que construían una iglesia dentro de otra. En la catedral de Durham, Cosin
pintó y doró las imágenes.
El talante católico de culto, oración y liturgia, que Andrewes y Laud derivaban del Libro de
Oración Común, no era compatible con la doctrina o el culto de los calvinistas ingleses. Los teólogos
ingleses que se oponían al Calvinismo no derivaban su doctrina de Arminio. Richard Montague, el
inglés que más cerca estuvo en doctrina de los arminianos de Holanda, no empezó a leer los escritos
de Arminio hasta mayo de 1625, cuando ya llevaba varios años atacando el calvinismo – «Que vengan
todos los calvinistas del mundo, no me importa.» Pero Laud y sus seguidores eran insultados, en el
parlamento y fuera de él, con el título malsonante de arminianos, que sus oponentes calvinistas
concebían como a mitad de camino del papismo. Probablemente la acusación no era injusta.
Montague, aunque con cierta medida de diplomacia, dio a entender una vez al enviado papal Panzani
que podía aceptar todos los artículos de la Iglesia Católica Romana excepto la transubstanciación, y le
dijo a un amigo que era su deber «mantenerse en la brecha entre el puritanismo y el papismo, el Escila
y Caribdis de la piedad antigua.»
En 1625 Nicholas Ferrar se retiró de la carrera en Londres y en el parlamento a Little Gidding
en Huntingdonshire, fue ordenado diácono por Laud, y vivió una vida de comunidad con las familias
de su hermano y cuñado. Dos veces al día asistían a los oficios en la pequeña iglesia, dos veces al día
tenían oraciones en la casa, y a todas las horas durante el día algunos miembros de la comunidad se les
unían en un pequeño oficio de oración, de manera que recitaban todo el salterio diariamente; y durante
la noche velaban por lo menos dos miembros de la comunidad recitando el salterio otra vez. La
comunidad practicaba la caridad con la vecindad, visitando a los enfermos y enseñando a los niños, y
en casa cultivaban sus habilidades encuadernando e ilustrando libros. Aunque Ferrar murió en 1637,
las familias continuaron sus devociones hasta que fueron asaltadas y dispersadas por las tropas en
1646.
Desde 1621 hasta su muerte en 1631, el poeta John Donne fue deán de San Pablo. Sus
sermones eran los mejores ejemplos de la predicación «laudiana»; tal vez de la predicación
protestante. Su teología era la de la Reforma, su lenguaje el de la edad del florecimiento de la literatura
inglesa.
Laud se proponía un ideal nada despreciable. Creyendo en la total unidad de Iglesia y Estado,
quería que ambos en armonía enseñaran al pueblo a hacer lo recto, a respetar la autoridad, a ser leales
y reverentes.
Estaba pasando la edad en que un arzobispo podía obligar a los reacios a observar una
reverencia externa. Leighton, Prynne, Bastwick, Burton, Lilburne – sus nombres recuerdan a hombres
de conciencia, revoltosos, fanáticos, excéntricos, convertidos en mártires públicos que perdían las
orejas, que eran azotados por las calles, que se exponían en la picota. Los críticos del convenio inglés
hacía tiempo que habían perdido el puesto, los más de ellos entre 1604 y 1607; pero el efecto del
esfuerzo de Laud fue desviar a algunos de ellos hacia la disidencia, la huida allende los mares a
Holanda y las Américas, la separación de la iglesia parroquial y la retirada a los conventículos. Al
subir al trono el rey Jacobo en 1603, el movimiento separatista de bautistas y congregacionalistas era
insignificante en número. Hacia 1641 seguía siendo reducido, pero ya no insignificante. Los hombres
inteligentes de estatura se habían pasado al separatismo, y la imprudencia altanera de Laud era en
parte culpable.
Inglaterra había intentado mantener unidas un ala derecha y un ala izquierda sobre la base de
la liturgia reformada de Cranmer y del convenio de Isabel; y el intento parecía haber fracasado
definitivamente. Las dos alas de la Iglesia, puritanos y episcopales, cada una pretendiendo ser la
auténtica Iglesia de Inglaterra y acusando a la otra de infiel o desleal, avanzaba hacia la exclusión
mutua, mientras la corona y el parlamento iniciaban la andadura hacia la guerra civil.

CARLOS I Y ESCOCIA

Contener a los puritanos de Inglaterra era una cosa, y otra contener a los presbiterianos de Escocia.
Los escoceses añoraban una reforma presbiteriana.

107
El rey Jacobo I emprendió la tarea despacio (lo que era sabio). Librándose de Andrew
Melville, el más presbiteriano de todos los escoceses, desterrándole al continente de Europa, restauró
paso a paso la jurisdicción diocesana de los obispos en Escocia. En 1610 se llevó a tres de ellos a
Londres para que fueran consagrados por los obispos ingleses. En 1618 hizo presentar cinco artículos
en una asamblea de Perth. Necesitaban que los escoceses aceptaran cinco puntos de práctica inglesa:
arrodillarse para recibir la comunión; la comunión privada de los enfermos; el bautismo en casas
particulares en casos de necesidad; la confirmación por un obispo; la celebración de Navidad, Viernes
Santo, Resurrección, Ascensión y Pentecostés. Aunque la asamblea aceptó los cinco artículos por
ochenta y seis votos contra cuarenta y uno, siguieron siendo letra muerta en la mayoría de las
parroquias. Era bastante difícil convencer de pronto a una congregación a que se arrodillara, aunque
durante dos generaciones no se le hubiera enseñado que arrodillarse para la comunión era contrario a
la Escritura, tal vez hasta idolátrico.
Pero no cabía duda de que el estilo de gobierno inglés se iba abriendo camino lentamente. La
operación resultó menos difícil de lo que se creyó posteriormente. Había en Escocia mucha opinión
moderada de la que en Inglaterra rechazaba al puritanismo.
Carlos I, al suceder en el trono en 1625, empezó su reinado con un Estatuto de Revocación
que se pretendía que pusiera orden en la Iglesia y las tierras de la corona en Escocia. Sospechaban los
lores escoceses que era el primer paso para poner en duda su derecho de posesión. La manera más
segura de suscitar antagonismos eclesiásticos era crear la inseguridad en los que se habían
aprovechado de las transferencias de tierras en el primer impulso de la Reforma. Jacobo sopesó el
poder de la nobleza contra el de los presbiterianos, pero Carlos lanzó a la nobleza a los brazos de los
presbiterianos.
En 1633 Carlos fue a ser coronado en Edimburgo, con Laud como consejero y una liturgia
elaborada de coronación que les parecía papista a los escoceses. En 1635 nombró al arzobispo de Saint
Andrews John Spottiswoode canciller del reino. En 1636 los obispos diseñaron cánones para la Iglesia
de Escocia. El canon I declaraba excomulgados a todos los que negaran la supremacía real en causas
eclesiásticas. Los cánones prohibían las oraciones improvisadas en el culto público, hacían que se
cambiaran las mesas santas por altares y no hacían la menor referencia a la Asamblea General, al
consejo de iglesia, al presbiterio o a los ancianos.
El Rey y Laud querían que los obispos escoceses aceptaran el Libro de Oración Común, que
hubiera un orden de culto uniforme para todo el reino. Los obispos creían que los escoceses estarían
más dispuestos a aceptar algo que no se supiera que era inglés. El Libro Escocés de Oración Común,
bosquejado por los obispos de Ross y Dunblane con el consejo de Laud, es del mayor interés como
programa litúrgico de lo que era por el momento el grupo anticalvinista más fuerte del protestantismo;
hasta más fuerte que los luteranos, aunque estos estaban apoyados por el pueblo, y los laudianos solo
por una minoría, ya que la tradición litúrgica y episcopal creaba una mentalidad casi tan proclive a
combatir a Lutero como a Calvino, y ya que eran apoyados por el soberano de uno de los grandes
estados europeos.
El libro coincidía en todo lo principal con el libro inglés, pero volvía a la atmósfera más
tradicional del primer Libro inglés de Oración (1549), insinuaciones (por lo menos) de un sacrificio
eucarístico y oraciones por los difuntos. Concedía algo a las conciencias calvinistas sustituyendo la
palabra sacerdote por presbítero y omitiendo muchas lecturas de los Apócrifos. En 1637 una
proclamación real colocada en la cruz de todos los mercados ordenaba que fuera esta la única forma de
culto en Escocia, y obligaba a todas las parroquias a comprar dos ejemplares antes de Pascua de
Resurrección.
Ante la perspectiva de un tumulto popular, los obispos escoceses pospusieron la introducción
del libro. El Rey les ordenó empezar en la catedral de Saint Giles de Edimburgo el cuarto domingo de
julio. Cuando el deán empezó a leer la liturgia, un clamor inmediato le interrumpió. El obispo trató de
restablecer el orden, se lanzaron una banqueta y otros objetos arrojadizos; 5 y aunque echaron a los
revoltosos, estos siguieron fuera, y trataron con rudeza al obispo después del culto. El concilio escocés
suspendió el libro pronto yn de buena gana.

5
La famosa historia de que fue una verdulera llamada Jenny Geddes la que le tiró su banqueta al obispo se
menciona por primera vez en 1670. Una banqueta que supuestamente fue lanzada se conserva en el Museo
Nacional de Escocia.

108
El rey Carlos, obstinado con la terquedad que dio con él en el patíbulo, reprendió al concilio e
insistió en el libro. Así empezó la larga carrera de tumultos que condujo al Scottish National Covenant
(Pacto Nacional Escocés), un vínculo solemne para resistir las innovaciones recientemente
introducidas en la Iglesia escocesa; y después a la guerra, que conectó a los escoceses con los
descontentos parlamentarios en Inglaterra, y finalmente a la Solemn League and Covenant (Liga y
Pacto Solemnes) de 1643, con el que se comprometieron los parlamentarios ingleses y los escoceses a
extirpar el «episcopado» e introducir una forma de gobierno presbiteriana en los dos reinos de
Inglaterra y Escocia.

LA GUERRA CIVIL Y CROMWELL

La guerra civil inglesa no fue una guerra religiosa, sino una batalla sobre la constitución. Pero con el
poder del rey gobernando y cobrando impuestos y los derechos del parlamento, se enrevesó la
contienda entre laudianos y puritanos. Ahora perecía como si todo lo que quisieran los puritanos se
fuera a establecer en la Iglesia de Inglaterra. Un estatuto del parlamento abolió la Cámara de la
Estrella y la Alta Comisión en 1641, y otra echó a los obispos de la Cámara de los Lores en 1642. Con
el estallido de la guerra civil en 1642 desaparecieron de Londres los miembros realistas para estar al
lado del rey, y se dejó al parlamento empezar su propia reforma de la Iglesia en las partes de Inglaterra
en las que las tropas pudieran imponer su ley. Un decreto declaró que fueran abolidos los obispados,
deanatos y cabildos, y sus tierras confiscadas.

La ejecución de Laud
El miedo al Catolicismo Romano formaba parte del patriotismo inglés. Laud y su partido, el
Rey y su Reina católica romana suscitaban temores, racionales e irracionales, de que estaban
animando a la Iglesia de Roma. El Rey había seguido una política extranjera de amistad con España; el
Arzobispo había devuelto a las iglesias parroquiales inglesas costumbres y ornamentos que muchos
asociaban con la Iglesia de Roma. En 1641 los católicos romanos irlandeses se rebelaron y masacraron
a miles de protestantes; y sin embargo el Rey hablaba de usar tropas irlandesas para reprimir a los
rebeldes ingleses y escoceses, y se descubrió que su secretario había negociado con el papa para
conseguir dinero y armas. El temor a los invasores «bárbaros» irlandeses, y el temor a Roma, eran en
1641 el mismo temor. Y estos temores, racionales e irracionales, fueron como un chirrión que llevó al
patíbulo al pequeño arzobispo Laud, idealista inflexible.
La Cámara de los Comunes ya había decidido acusar a Laud de traición en diciembre de 1640.
Pero, después de encerrarle en la Torre de Londres, no sabían qué hacer con él. En mayo de 1643 se
difundió el rumor de que le iban a desterrar a América. Aquel otoño decidieron juzgarle. El fiscal era
William Prynne, que pretendía haber perdido las orejas por orden de Laud, y que no creía que se podía
mantener la emoción fuera de los tribunales. A Laud se le acusó de intentar tirar por la borda los
derechos del Parlamento, de recaudar impuestos ilegales para armar barcos de guerra, y de tratar de
suprimir la religión reformada de Inglaterra y reconciliar a la Iglesia de Inglaterra con la Iglesia de
Roma. La evidencia era una mezcolanza incongruente de crucifijos, rejas de altares, cartas a
sacerdotes católicos romanos y puritanos perseguidos. La acusación fracasó, como era de esperar, en
su intento de probar la traición en los tribunales. En consecuencia, se presentó en el Parlamento un
Decreto de confiscación de bienes y muerte civil; el clamor de la multitud conquistó la reticencia de
los pares, y el Largo Parlamento, al ejecutar a Laud, dio un paso en la dirección que haría que los
ingleses asociaran por años el programa puritano con la injusticia y la ilegalidad.

La Asamblea de Westminster
La Cámara de los Comunes, ocupada en apropiarse de los poderes ejecutivos que habían
pertenecido antes al rey, se inclinó por tomar una forma parlamentaria de la supremacía real y
gobernar la Iglesia como gobernaba el Estado. Nombró pastores en las parroquias; creó comités para
administrar las rentas confiscadas; controló las rentas de los asientos de las iglesias; declaró que los
pastores escoceses podían llegar a ser beneficiarios ingleses; nombró un comité para expulsar a los
pastores escandalosos, y otro para socorrer a los pastores saqueados. Reconoció que los pastores
debían ser consultados, y convocó en Westminster una asamblea de 121 pastores y treinta miembros

109
laicos del Parlamento. Esta asamblea se reunió en el Salón de Jerusalén de la morada del deán, y
estuvo en sesión desde 1643 hasta 1649.
Algunos de sus miembros la consideraban como la asamblea nacional de una iglesia
reformada, con toda la autoridad de tal, y la Cámara de los Comunes la consideraba un órgano de
consejo. Los pastores principales de la asamblea eran presbiterianos y calvinistas, y querían establecer
en la Iglesia de Inglaterra el sistema disciplinario de ancianos y presbiterios. Como los gobiernos de
otros países calvinistas, el Parlamento no estaba dispuesto a conceder esos poderes de largo alcance de
disciplina y excomunión.
La asamblea de Westminster incluía a otros además de los presbiterianos convencidos. Juristas
ingleses como John Selden, desconfiando del dominio clerical de cualquier clase que fuera, y por tanto
de todas las formas de política calvinista, determinaron conservar el control laico de la Iglesia como
salvaguarda de una libertad razonable en opinión y moral. Había diez u once independientes en la
asamblea, que hablaban mucho y resistían a cada paso el establecimiento legal del presbiterianismo,
temiendo con razón que los nuevos presbiterios reprimirían a los independientes. Fue en este sentido
en el que escribió Milton su célebre verso, tan hostil a los presbiterianos: «El nuevo presbítero no es
más que el antiguo sacerdote escritoen letra mayúscula.» 6
La alianza militar con los escoceses contra el Rey, La Liga y el Pacto Solemnes de 1643, una
de cuyas condiciones era la búsqueda de una forma uniforme de gobierno eclesiástico para Inglaterra y
Escocia, llevó a los Comunes a aceptar más de las propuestas presbiterianas de las que les gustaría a
sus miembros. Un decreto dividía Londres en doce «clases»; otro abolía el uso del Libro de Oración
Común y lo sustituía por el Directorio de Culto Público, un orden de cultos mucho más flexible
derivado de la tradición escocesa, y más remotamente de la de Ginebra. En 1645 el Parlamento mandó
que se establecieran presbiterios en todo el país, y que se eligieran ancianos; pero se negó a conceder a
estos presbiterios el derecho incondicional de excomunión. Los ancianos podían excomulgar
solamente si se cometían ciertas ofensas indudables, pero para otras ofensas solo podían excomulgar si
era sancionado por los comisionados parlamentarios de la provincia. La Asamblea de Westminster
reclamó contra este sistema y consiguió una pequeña modificación, pero seguía existiendo el derecho
de apelación por encima de los ancianos a un comité parlamentario.
En 1646 el sistema, en teoría, empezó a funcionar. En la práctica funcionó, no sin fallos, en
Londres y Lancashire y otras áreas dispersas. Todos los beneficiarios debían asumir el Pacto y usar el
Directorio. La Asamblea, que empezó por intentar revisar los Treinta y Nueve Artículos con un
sentido calvinista, prefirió redactar una nueva formulación de fe, la Confesión de Westminster, cuyas
partes doctrinales fueron ratificadas por el Parlamento. Contiene una bien redactada e intransigente
declaración de teología calvinista, y pronto se convirtió en una exposición clásica de la doctrina
presbiteriana inglesa y escocesa. Sigue siendo la fórmula a la que deben dar su asentimiento (general)
los candidatos al ministerio en Escocia. La Asamblea preparó también un catecismo largo y otro más
corto, y este último llegó a ser el catecismo de costumbre en Escocia y después entre los
inconformistas ingleses.
Excepto en Escocia, la obra de la Asamblea de Westminster fue efímera.
El Parlamento no gobernó nunca todo el país. Hasta las instrucciones de asumir el Pacto
fueron ampliamente desobedecidas. Richard Baxter, posteriormente líder de los presbiterianos
ingleses, impidió que los suyos en Kidderminster hicieran el Pacto, y convenció a los pastores de
Worcestershire que no se lo ofrecieran al pueblo. Y cuando por último el rey fue derrotado en Naseby
en 1645 y todo el país hizo las paces, los ejércitos, y no el Parlamento, gobernaron el país. De nombre
eran los ejércitos del Parlamento; pero las tropas eran leales a sus mandos, no a Westminster, y desde
1647 el ejército se convirtió en el rival del Parlamento en la lucha por el poder.
Robert Baillie, uno de los delegados escoceses en la Asamblea de Westminster, confesó que la
presencia del ejército escocés fue el pilar del establecimiento presbiteriano en Inglaterra. Porque el
ejército inglés era más bien independiente que presbiteriano en sus mandos. Oliver Comwell y muchos
de sus coroneles creían en la libertad de culto. En la tropa, los oficiales a menudo dirigían las
oraciones y predicaban sermones. Querían libertad de culto para sí mismos, y para las numerosas
congregaciones independientes o bautistas que surgían por todo el país por la falta de una disciplina
represiva durante la guerra. Algunos de ellos adoptaron opiniones republicanas, mientras que la

6
En inglés «presbyter» es una palabra más larga que «priest» (N. del tr.).

110
mayoría del parlamento se seguía proponiendo una monarquía constitucional. Unos pocos adoptaron
las opiniones de una democracia a lo Leveller. 7 El parlamento se puso en sus manos al no pagarles
antes de que se licenciaran. Y así fue como el ejército se hizo con el gobierno de la nación.

La ejecución de Carlos I
La muerte del rey era necesaria para el partido republicano. El sector fanático de la soldadesca se
creía el instrumento de Dios para decapitar al rey. Los presbiterianos ingleses y escoceses consideraron
malvada la ejecución; pero no ganaron buena reputación con su resistencia ante la posteridad inglesa. A
fin de cuentas la muerte del Rey no beneficiaba a ningún partido eclesial más que a los antiguos
episcopales. La destrucción del Rey y sus consecuencias aseguraron por último que de las dos antiguas
escuelas de religión de la Inglaterra protestante (puritanos y episcopales) fuera la segunda la que asumiera
la dirección de la Iglesia de Inglaterra.
El mismo rey creía en la tradición episcopal; por razones teológicas tanto como políticas. Estaba
tan capacitado como cualquiera de sus obispos para discutir los textos bíblicos con los teólogos escoceses.
Su muerte no solo suscitaba la simpatía europea, sino a algunos ojos le convertía, como a Laud, en un
mártir de la causa episcopal y el Libro de Oración Común. Al poco tiempo de su muerte apareció Eikon
Basiliké, un reportaje de las últimas horas del Rey con lo que se presentaba como sus devociones
privadas, y durante 1649 aparecieron cincuenta ediciones, a pesar de los intentos que se hicieron para
suprimirlo. Su frontispicio mostraba al rey arrodillado ante una mesa en la que había una Biblia, con la
corona real en el suelo y una corona de espinas en su mano derecha, dirigiendo la mirada a una corona de
gloria que aparecía arriba. Escrito por un eclesiástico moderado, John Gauden, ayudó a convertir a Carlos,
de un rey ejecutado por rebeldes, en un mártir perseguido por fanáticos.

La Iglesia bajo Cromwell


El final de la guerra civil de Inglaterra creó unas condiciones religiosas únicas hasta entonces en
la historia del Cristianismo - un gran estado bajo un gobernador militar que prefería por su parte el
independentismo, que parecía a los mejores de los pequeños pero ahora crecientes grupos la fuerza
religiosa más excelente de su república, y usaba como uno de sus secretarios al más grande de los
publicistas independientes, John Milton. Era difícil crear un convenio religioso con hombres serios que
negaban que el magistrado pudiera intervenir debidamente en la religión; y la mayoría del país seguía
inclinada a ser anglicana moderada o presbiteriana. Aun bajo Cromwell, los independientes eran una
minoría al margen del convenio. Pero el ideal independiente se aseguró la tolerancia, por primera vez en
un gran estado. Esta tolerancia tenía sus límites. Los papistas fueron excluidos como desleales a
Inglaterra; los anglicanos altos fueron excluidos como desleales al régimen, y se les prohibió usar el Libro
de Oración Común. Sin embargo era un régimen de tolerancia genuina. En 1650 se revocó el estatuto de
asistencia obligatoria a la iglesia parroquial. Los ingleses seguían estando obligados a asistir al culto
público los domingos; pero como esa obligación no se podía imponer, esta revocación era importante para
la libertad religiosa cromwelliana. Aunque Cromwell prefería un puritanismo piadoso, su establecimiento
era lo bastante liberal como para permitir la difusión de ideas, místicas y críticas, libertarias y racionales,
entusiásticas y pietistas, que dejaran al pensamiento religioso de Inglaterra salirse de las redes en que
Laud o la Asamblea de Westminster querían confinarlo.
El control de un establishment nuevo y más amplio le fue concedido bajo el parlamento al Comité
de Triers, que no tenía poder nada más que para examinar la idoneidad de los candidatos al trabajo
pastoral. El comité de 1654 nombró a treinta y ocho, y estaba compuesto por presbiterianos e
independientes, con unos pocos bautistas. Un independiente, John Owen, el más grande de los teólogos
congregacionalistas, llegó a ser deán de la Iglesia de Cristo y vicecanciller de la universidad de Oxford;
otros llegaron a ser cabezas de Magdalen College, University College y Jesus College de Oxford, de
Pembroke Hall en Cambridge y de Trinity College en Dublín. Su administración contribuyó rara vez a la
erudición. Los apartamentos de Whitehall, anteriormente ocupados por el arzobispo Laud, desde 1650
estuvieron ocupados por el vehemente independiente Hugh Peters, capellán del Consejo de Estado. En
1653 los parlamentos de los «Barebones» («huesos secos») intentaron poner a prueba si el país se podía
gobernar con principios puramente bíblicos, y las congregaciones independientes tuvieron su debida parte

7
Los Levellers (niveladores) fueron un grupo radical del lado parlamentario durante la guerra civil que abogaba
por la república y la libertad de cultos (N. del tr.).

111
en nombrar miembros a tan fútil asamblea. Las congregaciones independientes se reunían en algunas de
las iglesias grandes - Westminster Abbey, Canterbury y otras catedrales. Un pequeño grupo de hombres
de la Quinta Monarquía se reunieron por un tiempo en un rincón de la catedral de San Pablo. La catedral
de Exeter fue dividida mediante una pared de ladrillo, con una congregación presbiteriana a un lado y una
independiente al otro. En Chester y Dover y Bristol la iglesia congregacionalista se reunía en el castillo,
sin duda porque contaba con las tropas de la guarnición. En 1658 las iglesias independientes se reunieron,
por fin sobre y no bajo tierra, en una conferencia nacional en el Savoy, y entre 100 y 120 congregaciones
independientes mandaron delegados. Para 1660 unas 130 pastores independientes ocupaban puestos en la
iglesia «establecida» de Cromwell; algunos de ellos habían sido elegidos a propósito por las
congregaciones, pero es una señal de la amplitud del movimiento el que muchos otros aceptaran el
nombramiento de manos de un patrón. Todavía había unas pocas iglesias congregacionalistas, como en
Bury St. Edmunds, que preferían permanecer fuera aun de un establishment diseñado para favorecer a los
congregacionalistas. El estado y los ingresos del clero «establecido» eransuplementados en buena medida
por becas del gobierno procedentes de las viejas tierras de obispos y cabildos.
El intento fue barrido por la restauración del rey Carlos II. Pero los acontecimientos de la guerra
civil, la república y el protectorado aseguraron que en Inglaterra, como en Nueva Inglaterra, los
congregacionalistas y los bautistas llegaran a ser una característica permanente de la vida religiosa. Ya era
imposible volver a las represiones del arzobispo Laud.

Los cuáqueros
Las confusiones religiosas de las guerras civiles inglesas ofrecían una oportunidad extraordinaria
a los grupitos de todas clases, convencionales o no. Los chiflados blasfemos o los celotas extraños, que en
una época acostumbrada a la tolerancia habrían dado poco que hablar, eran tan escandalosos para la
opinión pública que los presbiterianos trazaban y catalogaban a los heresiarcas y sus «doxias», hacían
listas como no se habían visto en la Cristiandad desde que San Epifanio catalogó sus heresiarcas a finales
del siglo IV. La vena apocalíptica hizo una nueva aparición. Estaban los hombres de la Quinta Monarquía,
que pretendían introducir la monarquía prometida en Daniel 2:44, en la que Cristo reinaría sobre la tierra
durante mil años. Estaban los muggletonianos, seguidores de un excéntrico sastre londinense que
pretendía que él y su primo eran los dos testigos del capítulo 11 del Apocalipsis, rechazaban la
predicación, y enseñaban que solo había que escuchar a los predicadores de pelo corto, y que la razón era
cosa del diablo. Y otros muchos se podían encontrar en los catálogos, ofreciéndoseles pocas oportunida-
des a los historiadores para penetrar más allá de lo que se dice que enseñaban para llegar a lo que de veras
enseñaban. El corpulento jefe de policía Richard Sale hacía la ronda por las calles de Derby, descalzo,
vestido de cilicio, con ceniza en la cabeza, hermosas flores en la mano derecha y ortigas hediondas en la
izquierda. En noviembre de 1652 un sastre de Furness llamado James Milner, después de ayunar cuarenta
días, profetizó que el jueves 2 de diciembre sería el primer día de la nueva creación, en el que un lienzo de
cuatro picos descendería del cielo con una oveja. Es importante recordar estos acontecimientos cuando se
contempla la generación siguiente con su miedo a los entusiasmos. La mayor parte de estos brotes de
piedad morían con sus promotores. Unos pocos estuvieron destinados a una historia prolongada, entre
ellos los muggletonianos, que sobrevivieron como pequeño grupo hasta la reina Victoria.
En el ala radical extrema de esas ideas que todavía se conocían como anabaptistas, la piedad
estaba marcada generalmente por una reacción decidida contra todas las formas externas. La Reforma
había sido una protesta contra el institucionalismo, contra la tendencia a sustituir la realidad interior por
las formas externas, contra la salvación mediante la compra de una indulgencia en lugar del verdadero
arrepentimiento. En el extremo izquierdo, el sencillo y sincero «mecánico» cuestionaba la utilidad de
todas las formas. Muchos independientes denunciaban el uso de modelos fijos de liturgia, y defendían que
todos los cultos debían ser «libres». En la guerra civil había grupos de «buscadores» (Seekers) que
esperaban la inspiración directa del Espíritu, y rechazaban todas las formas externas, incluidos los
sacramentos y hasta la lectura de la Biblia.
De todos estos grupos uno solo, tan extraño como muchos otros en sus orígenes, sobrevivió y
superó las rarezas de su nacimiento, y acabó por ganarse el respeto público y nacional - la Sociedad de los
Amigos, para llamarla con el nombre que recibió siglo y medio después. Los primeros seguidores de Fox
procedían de células existentes de buscadores.

112
George Fox (1624-91)
George Fox era hijo de un piadoso tejedor de Fenny Drayton en Leicestershire y de una madre
que era «de la estirpe de los mártires». Estuvo de aprendiz con un zapatero, pero a los diecinueve años de
edad, cuando empezó la guerra civil, se volvió un «buscador» (Seeker) ambulante, no asistiendo a las
iglesias - «casas con campanario» las llamaba él - sino andando por los campos o las huertas con su
Biblia. Su familia le recomendaba el matrimonio, otros le decían que me metiera en el ejército, un clérigo
le aconsejó el tabaco y el canto de los Salmos. Hacia 1647 o 1648 se hizo evangelista e iba por ahí
predicando el Evangelio. En parte su mensaje era el de muchos anabaptistas - una condena de los
juramentos y del servicio militar, una sospecha radical de las formas externas de la religión, una creencia
en que los más sencillos podían esperar en el Espíritu, y que la instrucción y el estudio no ayudaban en
nada a comprender la Biblia - «el Señor me hizo comprender que el criarse en Oxford o Cambridge no
bastaba para preparar y cualificar a los hombres como ministros de Cristo, y yo me retraje de eso, porque
era lo que todo el mundo pensaba.» La práctica de la oración silenciosa en las reuniones era corriente
entre los menonitas Waterlanders. Parte del mensaje de Fox se encuentra entre los grupos más místicos de
los anabaptistas del siglo XVI, un Denck o Schwenckfeld, 8 o más tarde en un Boehme; un mensaje que en
esencia era la antigua inmediatez de los místicos medievales alemanes e ingleses como Taulero y el autor
de La nube del desconocimiento, aunque despojada de su entorno católico y tradicional de práctica
monástica. No se necesita ningún guía exterior, ni pastor, ni autoridad, porque tenemos el conocimiento
inmediato del Cristo interior, la «luz interior», la simiente de la divinidad dentro del alma. Se ha planteado
que esta enseñanza es tan semejante, hasta en sus frases, al misticismo anterior del Dios que mora en lo
interior predicado por protestantes radicales que Fox debe de haber recibido su influencia directa,
especialmente la de Jacobo Boehme. Pero no se ha demostrado que Fox hubiera conocido a Boehme, y
probablemente la forma de planteamiento o el esquema mental se encontraba entre esos grupos de
buscadores que fueron el hogar primigenio de su espíritu.
El misticismo se aloja en el pecho de una elite; y en la atmósfera contemporánea el persuadir a los
quincalleros y los cargadores a concentrarse en la luz interior era invitar a lo excéntrico. Fox mismo
aprendió en el espíritu a negarse a inclinarse o descubrirse ante nadie, 9 a tutearse con todas las personas,
fueran ricas o pobres, a no decir nunca Buenas tardes, a no llamar a los días de la semana ni a los meses
del año por sus nombres, sino solo por sus números. Fue impulsado por su espíritu a entrar en la iglesia de
Santa María de Nottingham y denunciar al predicador en medio del sermón; en las provincias de Midland
interrumpió varias veces los cultos, fue apaleado por una congregación enfurecida en Mansfield-
Woodhouse, fue puesto en el cepo y en varias cárceles. En Lichfield anduvo descalzo subiendo y bajando
las calles en un día de mercado gritando: «¡Ay de la ciudad sanguinaria de Lichfield!» Estaba de acuerdo
con un cierto William Simpson que testificó contra Londres andando desnudo por sus calles; enseñaba la
convicción de la perfección moral, presente como la perfección de Cristo, y casi una infalibilidad personal
de predicación inspirada por el espíritu. Su rival en la dirección del movimiento, James Nyler, a quien Fox
convirtió a la luz interior en 1651, empezó a dejar que le adoraran como el Hijo de Dios; y en octubre de
1656 Nayler entró en Bristol durante una tormenta cabalgando sobre un caballo, con sus seguidores
echando su ropa sobre el suelo y gritando: «¡Santo, Santo, Santo!» Hubo en los primeros años poca
diferencia entre los cuáqueros y otros fanáticos. De hecho, el nombre quakers se le aplicó originalmente a
otro grupo, y se le transfirió a Fox como insulto.
Se conservaron para la posteridad, en parte por la naturaleza profunda de algunas de sus
enseñanzas, en parte porque Fox podía inspirar una devoción extraordinaria (y no sólo entre los que se
emocionaban fácilmente), y en parte por el crecimiento en su estatura personal de Fox mismo. Cuando
alcanzó la madurez, demostró tener una buena cabeza, capaz de distinguir lo realizable de lo absurdo. En
1652 interrumpió un culto en la iglesia de Ulverston, y sus palabras impactaron a la señora del caballero
8
Caspar Schwenckfeld (1490-1561), que enseñaba un misticismo no sacramental de vida interior, no trató de crear
ninguna comunidad, pero sus discípulos continuaron. Hacia 1618 el grupo sobrevivió solo en Silesia. En 1734, unos
200 emigraron a Filadelfia, donde hay ahora una iglesia Schwenckfelder en Pensilvania con una membresía de entre
dos y tres mil.
9
En Launceston Assizes en 1656 el juez mandó quitarse en sombrero, y preguntó la evidencia bíblica a favor de no
hacerlo. Fox replicó: «Puedes leer en el capítulo tres de Daniel que los tres muchachos fueron arrojados al horno de
fuego ardiendo a la orden de Nabucodonosor con sus chaquetas, sus calzas y sus sombreros puestos.»

113
de la congregación, Margaret Fell de Swarthmore Hall, que le dio refugio, y cuyo marido, un abogado
eminente, se pacificó a su vuelta. No cabe duda que los Fell ayudaron a Fox a comprender a la humanidad
y al mundo con más madurez. Después de la muerte de Fell se casó con la viuda Margaret (1669). Fox
demostró tener capacidad organizativa. Se daba cuenta rápidamente de las desventaja que suponía para los
cuáqueros el rechazar el bautismo y el matrimonio en la iglesia, e instituyó un sistema de inscripción de
nacimientos, matrimonios y defunciones - un registro que había de resultar inapreciable hasta que se creó
un sistema nacional de registro en 1836. Para 1670 sus Amigos de la Verdad habían logrado estabilidad,
sin perder la doctrina de la luz interior y el quietismo no sacramental que era la razón de su existencia.

Los episcopales
Desde el 26 de agosto de 1645 estuvo prohibido el Libro de Oración Común, hasta para el culto
familiar, bajo pena de un año de cárcel. Pero la ordenanza que establecía el Directorio nunca recibió el
asentimiento real, y a ojos de los realistas no podía revocar el Acta de Parlamento que establecía el Libro
de Oración Común. La lealtad a la liturgia era parte de la lealtad a la corona.
La ordenanza no se impuso uniformemente. Cuando llevaron a enterrar el cuerpo decapitado del
rey Carlos I a la iglesia de San Jorge en Windsor, los que acompañaban el féretro pidieron que el obispo
Juxon leyera el servicio fúnebre del Libro de Oración Común; y el gobernador del castillo declaró que el
Directorio era la única liturgia permitida. Pero en las capillas privadas y en los retiros unos pocos clérigos
y laicos siguieron usando la vieja liturgia, y hasta la hija de Oliver Cromwell María se caso conforme a su
rito. Unos pocos obispos retirados siguieron ordenando calladamente desde su retiro. Sacerdotes de
parroquias le daban la vuelta a la ley recitando el Libro de Oración de memoria, o insertando alteraciones
menores, o componiendo su propia liturgia con materiales del Libro de Oración. Los anglicanos estrictos
creían que estas manipulaciones con la liturgia eran tan ilegales como el uso del Directorio. Pero no hubo
ningún intento de organizar la Iglesia subterráneamente. De los obispos, Juxon se retiró a su tierra y a la
caza de zorras; Wren estuvo preso en la Torre; Brownrigg se cree que nunca visitó su diócesis de Exeter
en diecisiete años; Duppa dijo: «Yo me mantengo seguro... como la tortuga: no saliendo de mi concha.»
Los obispos recordaban los días de la guerra y de la ejecución de Laud, y preferían la oscuridad a la
temeridad. Historias en otro sentido se hicieron famosas; cómo el anciano obispo Morton, cuando un
viajero le preguntó su nombre, replicó: «Soy aquel viejo, el obispo de Durham, a pesar de todos vuestros
votos.» Los obispos sobrevivientes rara vez consideraban prudente o posible actuar en este espíritu.
Algo así como 3,000 beneficiarios fueron echados por los comités parlamentarios. A principios
del siglo XVIII el doctor John Walker compiló un martirologio titulado Los sufrimientos del clero, en el
que con un trabajo infinito y muchos materiales valiosos consideró el número de los beneficiarios
depuestos como 10,000, como si todo el clero de la Iglesia de Inglaterra fueran casi todos episcopales
suficientemente convencidos como para sufrir. El cálculo se apoyaba en la suposición de que los
episcopales eran tan dominantes en 1645 como lo fueron después en 1662; y esto no es cierto. Como dos
tercios de las parroquias de la Iglesia de Inglaterra no fueron molestadas por los cambios eclesiásticos.
Pero en el retiro de las calles de Londres y del campo inglés, en el exilio de París y de La Haya, la
escuela episcopal estricta se identificaba con la causa real. El joven rey Carlos causó pena y duda al
negociar con los presbiterianos escoceses, y hasta en una ocasión firmó el Pacto. Pero después de 1653 ya
no hubo más vacilaciones. La causa del rey era la de «la Iglesia de Inglaterra», y viceversa; y por «la
Iglesia de Inglaterra» se entendía el Libro de Oración Común y la organización de la Iglesia con obispos,
sacerdotes y diáconos. El caballero terrateniente que en 1641 odiaba a los obispos como puritano, ahora
esperaba su rehabilitación con la vuelta del Rey. La represión fue demasiado tolerante para matar la
escuela laudiana, fue suficientemente perseguidora para renovar la palabra puritano con una connotación
todavía más odiosa. «¡Yo - escribía el comprensivo Sancroft - considero esa maldita facción puritana
como la ruina de la Iglesia más gloriosa de la tierra!» Los presbiterianos puede que lamentaran la
ejecución del Rey, que desearan que viniera Carlos II, que sintieran aversión por los independientes y por
el gobierno de Cromwell; pero habían sido ellos los que habían abierto las compuertas de la revolución, y
a ojos de los estrictos realistas merecían que los echaran con Cromwell al mismo pozo común de
condenación.
Por primera vez en la historia de la Reforma, los eclesiásticos protestantes ingleses estaban ahora
rechazando la comunión con las iglesias Reformadas del continente europeo. Los exiliados episcopales no
estaban del todo de acuerdo en este punto, ya que John Cosin defendía que la comunión con los hugonotes
era legítima. Pero él era la excepción. Los hugonotes tenían presbiterios, el mismo nombre sonaba mal, y

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los pastores hugonotes estaban inexplicablemente en simpatía con el régimen puritano de Inglaterra,
pareciendo excusar la «impiedad» que había derribado la antigua política de la Iglesia de Inglaterra.

La restauración de Carlos II en 1660 trajo consigo la restauración del Libro de Oración y los
obispos. Pero en un sentido importante era imposible volver al estado de la Iglesia antes de las guerras
civiles.
Primeramente, la Iglesia de 1641 fue restaurada, pero no la Iglesia de 1640. La Cámara de la
Estrella y la Alta Comisión no volvieron a la vida. La Alta Comisión había sido la forma inglesa de un
consistorio luterano, el tribunal eclesiástico mediante el cual se ejercía efectivamente la supremacía real.
No se la proveyó de ningún sustituto adecuado. El resultado fue por tanto una inclusividad inconsciente.
Cromwell dejó la religión inglesa con mayor variedad. Ya no se podía encerrar estrechamente por medio
de una maquinaria de disciplina. Los límites de opinión y práctica dentro de la Iglesia de Inglaterra
habrían de ser ampliados sistemáticamente en lo sucesivo.
En segundo lugar, las hendiduras religiosas eran más profundas. En la edad de Cromwell los altos
eclesiásticos se habían tornado más altos, el puritano más incisivo en su resistencia al obispo y al Libro de
Oración. El inconformismo inglés sería en lo sucesivo permanente en la vida nacional.
En tercer lugar, los gobernantes de la Iglesia de Inglaterra se habían hecho más conservadores que
nunca. Los calvinistas querían reforma, y fracasaron. Por la forma de su fracaso resultaba difícil reformar
nada, y varios medievalismos rechazados de principio por los reformadores se conservaron en Inglaterra
hasta el siglo XIX y más. Según un dicho puritano la reina Isabel había barrido la Iglesia de Inglaterra y
dejado el polvo detrás de la puerta. La guerra civil consagró hasta ese polvo. Este conservadurismo
extraño se aplicó especialmente al Libro de Oración. Santificado en primer lugar por la quema de su autor
principal y de los mártires marianos, y luego por el crecimiento acostumbrado de la asociación santa,
recibió una nueva sacralización de su abolición «ilegal». Ahora era parte de la constitución, de la lealtad a
la corona, de la legalidad. Así llegó a ser más difícil hacer alteraciones de sustancia en el Libro de
Oración, ya fueran deseadas para aliviar las conciencias de los puritanos o posteriormente para ajustar las
devociones del pueblo a las necesidades de nuevas generaciones.
Por último, las iglesias protestantes se fueron dividiendo más y más. Desde que Zuinglio estuvo
en desacuerdo con Lutero, los protestantes habían estado divididos en luteranos y Reformados. Pero a
pesar de la ascensión en poder político de la Escandinavia luterana, las iglesias Reformadas asumieron la
dirección, y allá para 1620 parecía posible que con Inglaterra en el campo Reformado se podría lograr una
alianza armoniosa.
El colapso de la escuela puritana en Inglaterra dio al traste con esas esperanzas. La teología
Reformada se enfrentaba a continuación con la crítica, no solo de los alemanes del Norte, sino también de
un poderoso cuerpo de altos eclesiásticos ingleses; mientras, entre los pequeños grupos de inconformistas
ingleses y con el poder creciente al otro lado del Atlántico, congregacionalistas y bautistas se negaron a
aceptar la política calvinista.
Las guerras civiles inglesas no fueron trascendentales solamente para la historia de la religión
inglesa y escocesa. También afectaron a toda la posteridad de la Reforma protestante.

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Segunda Parte

LA CONTRARREFORMA

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8
La Contrarreforma

LA REFORMA CATÓLICA

El nombre de Contrarreforma sugiere una lucha contra el Protestantismo. La Contrarreforma tuvo un


aspecto político, una liga de los poderes católicos lista para una cruzada contra los nuevos estados
protestantes. Hubo también un sentido verdadero en el que la lucha contra el Protestantismo animó el
movimiento reformista dentro de la Iglesia Católica Romana. Pero no lo creó. El conflicto con el
Protestantismo le dio a la reforma un nuevo filo, para cortar por medio los intereses creados y el
conservadurismo administrativo que frustraba la reforma por doquier. Le dio a la reforma una dinámica,
una vitalidad, un afecto por los caminos antiguos, y una desconfianza de las formas protestantes.
Los intereses creados eran tan poderosos que ninguna reforma, ni siquiera una católica romana,
era posible sin un aumento del poder del estado secular. Parte de la dificultad estaba en el poder
independiente de la Iglesia dentro de cada estado. Y también el interés de la corte romana en mantener
todos sus derechos financieros y legales en toda la Iglesia. Aun una Reforma católica, en España, Francia y
el sur de Alemania, tuvo como consecuencia una restricción mayor sobre el poder de Roma en esos países,
y derivó su ímpetu efectivo tanto de los soberanos católicos como de la dirección moral e intelectual de
papas o teólogos.
La lucha contra los musulmanes en el sur de España fundió el Estado y la Iglesia en una unidad de
fervor cruzado. La corona española ya había ejercido un poder decisivo sobre la Iglesia mediante la
Inquisición, que fue un arma real, y mediante el control normal que una monarquía nacional le imponía a
la acción papal. Para 1550 la riqueza de las Américas recién descubiertas fluía hacia España; y un nuevo
poder económico, unido al status político obtenido mediante matrimonios reales, elevó al país a un nivel
directivo entre los estados de Europa. Después de 1562, Francia, dividida en dos, estaba fuera de la carrera
política, y España se convirtió en el máximo poder en Europa, sin rival en medios o en influencia. Por su
gobierno en el ducado de Milán, de Nápoles y de Sicilia podía dominar Italia, y el antiguo conflicto
titánico de la Edad Media entre el papa y el emperador quedó reducido a riñas mezquinas entre el papa y el
rey de España; pero solo riñas, porque después de 1562 el papa dependía tanto políticamente del rey de
España como los papas medievales habían dependido de los Saxon, de los Hohenstaufen o de los Angevin.
España estuvo a la cabeza del resto de Europa en hazañas militares, en navegación y en descubrimientos.
El catolicismo español era como un imán atrayendo hacia sí el catolicismo de la Contrarreforma.
El cardenal Ximénez de Cisneros, primado de España de 1495 a 1517, lideró una reforma de la
Iglesia española por líneas que habrían sido tradicionales si el poder real no hubiera estado comprometido
tan directamente. Reforzó la práctica de la pobreza entre los monjes y frailes; disolvió las casas religiosas
que dejaban de someterse a sus principios, o las despojó de sus donaciones, dedicando sus rentas a
hospitales o a monasterios empobrecidos; obligó a los beneficiarios a residir en sus lugares de trabajo, a
exponer las Escrituras, y a educar a los niños; y creó la universidad de Alcalá, concebida para entrenar
teólogos escolásticos y al clero, en la que se animaba al estudio del hebreo y el griego.
Aquí los principales eruditos, algunos de ellos importados de Italia, adoptaron calurosamente las
ideas reformistas y críticas de Erasmo. En los Países Bajos españoles, Vives editó a san Agustín y diseñó
programas ilustrados de educación. Probablemente no hubo ningún otro país de Europa en el que
adoptaran tan celosamente los principios de Erasmo unos pocos hombres eminentes como guías para la
Reforma. Estuvieron sometidos a una werie de críticas en 1520-2 por un cazador de herejes, Zúñiga, quien
infructuosamente trató de convencer a los españoles de que Erasmo era responsable del fenómeno Lutero.
Alcalá compitió con Salamanca por el primado intelectual de España. Entre 1502 y 1517 un grupo de
investigadores, bajo la dirección personal de Ximénez, produjeron la Biblia Políglota Complutense en seis
volúmenes, una Biblia en textos hebreo, griego y latino, con aparato crítico. Los volúmenes habían de

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venderse solo con el visto bueno del papa (que no se obtuvo hasta 1520), y por tanto la publicación se
retrasó hasta 1522, y el Nuevo Testamento de Erasmo se conoció en la Europa occidental antes que la
versión de la Biblia Políglota. La actitud crítica del cardenal era más conservadora que la de Erasmo, pero
su erudición no era en nada inferior. En 1512 apareció una traducción castellana de los Evangelios y de las
Epístolas, de la cual se hicieron varias reimpresiones, de manera que los españoles tenían pocas
dificultades para comprar un ejemplar en su propia lengua.
Pero desde de 1530 los erasmistas en España se enfrentaron con la desaprobación de la
Inquisición. Eran un grupo reducido de hombres instruidos, y sus ideales no se abrieron camino en el
pueblo o entre la mayoría de los clérigos y monjes españoles. En 1537 la Inquisición prohibió leer en
castellano las obras de Erasmo, y ordenó que sus ediciones latinas fueran expurgadas. Los inquisidores
empezaron a sospechar, y a cazar luteranos. Encontraron alguna evidencia. Se descubrió un grupo en
Sevilla que había introducido Biblias españolas de contrabando desde Ginebra. Las hogueras solemnes en
1558-60 destruyeron a unos pocos protestantes indefensos, y probablemente a algunos otros. Una vez a la
caza, los inquisidores eran difíciles de satisfacer. En Italia la destrucción del Protestantismo fue igualmente
rápida.

Las nuevas órdenes


El catolicismo medieval procuró su más elevada expresión de devoción en la vida monástica. La
manera clásica de reformar la Iglesia era fundando nuevas órdenes, o dando nuevas formas a las viejas
órdenes. En Italia y España se fundaron órdenes nuevas durante la primera mitad del siglo XVI. Era más
fácil fundar órdenes nuevas que reconstruir las antiguas, en parte porque los reformadores, hasta dentro de
una comunidad religiosa, es siempre probable que la dividan, y en parte porque las dotaciones monásticas
en toda Europa eran parte de ese sistema de riqueza mundana y de intereses creados que eran la fuerza más
conservadora de la Iglesia. Los monasterios individuales o en grupos lograban reformarse a sí mismos, y
algunas casas no necesitaban reforma. El intento más logrado de reconstruir una orden antigua fue el de
Matteo da Bascio (muerto en 1552), franciscano italiano de cepa campesina que trató de reavivar la
sencillez original de Francisco de Asís y observar la letra de su testamento. Insistió en la barba, y llevaba
una capucha de cuatro picos sobre el hábito marrón tosco. Más tarde dejó su grupo y se hizo evangelista
itinerante; pero el grupo fue reconocido por el papa en 1528, y el nombre de «capuchino» – derivado de la
capucha puntiaguda marrón – se encuentra por primera vez en un documentos papal de 1535. Los
capuchinos se dedicaban a la caridad pastoral, leprosos, hospitales, evangelismo popular, rechazaban
aquellas casas magníficas e iglesias urbanas de los franciscanos más viejos, se negaban a animar a la
ilustración y construían pequeñas comunidades de adobes o zarzo en pleno campo o en el monte. Se les
oponían constantemente los franciscanos tradicionales, a los que ellos criticaban en silencio mediante su
reforma, y de los que atraían a buenos hombres. Soportaron un intento de supresión forzosa en la década
de los treinta, y fueron casi suprimidos cuando su superior, Bernardino Ochino, el más popular de los
predicadores italianos, se hizo protestante (1542). Hasta 1572 les prohibieron fundar casas fuera de Italia,
pero desde esa fecha se extendieron rápidamente y, superados solo por los jesuitas, fueron la gran orden
religiosa de la Contrarreforma. El miedo a los pueblos y a la instrucción se modificó, y en 1619 la orden
adquirió por fin la independencia formal. Los capuchinos, en cierto modo, fueron típicos en lo que los
frailes podían hacer para reformar la Iglesia.Pero la mayor parte de las nuevas órdenes eran de una nueva
edad y tenían un nuevo espíritu tenían un espíritu nuevo – los teatinos (fundados por Gaetano da Thiene en
1524); los somaschi (1532); los bernabitas (1533); los jesuitas; y grupos más libres llamados «oratorios»,
como la hermandad de oración y obras pastorales de Roma llamada El Oratorio del Amor Divino (1516), o
el grupo de sacerdotes seculares fundado por Felipe Neri en 1575, que elevó el nombre de Oratorio al de
una gran institución religiosa. Aunque estas órdenes estaban en la línea de descendencia que se remontaba
a través de los frailes, su talante y sus instituciones eran nuevos. No se retiraban del mundo. Su intención
era el esfuerzo pastoral y la renovación parroquial. Llevaban vidas severas, predicaban, establecían
orfanatos u hospitales o casas para mujeres caídas, educaban a los chicos y se encargaban del alivio de los
enfermos y de los indigentes. Hasta la nueva orden para mujeres, las ursulinas (1535), en un principio
aconsejaba a sus miembros a vivir en sus hogares e ir a sus parroquias mientras vivían la vida de caridad y
de esfuerzo social. Si buscamos un tema único que vaya por los esfuerzos reformistas de la Reforma
católica, sería la búsqueda de un clero más adecuado – sacerdotes mejor preparados y más instruidos,
sacerdotes que residieran en sus parroquias, obispos que residieran en sus sedes, pastores fervientes y

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sacrificados y con mentalidad misionera, preparados como confesores, célibes, mortificados, capaces de
enseñar en la escuela, llevando vestiduras canónicas; un sacerdocio incorrupto e incorruptible, educado y
otromundista. Desde Gaetano da Thiene cerca del principio del siglo hasta Felipe Neri al final, los
reformadores conservadores se encaminaban a ese fin. Y a pesar de la novedad de sus ideas e instituciones,
estaban demostrando que las formas tradicionales de la Edad Media seguían siendo practicables. Podría ser
legítimo discutir si el celibato obligatorio del clero era bíblico, deseable, o peligroso, o útil; pero la
Contrarreforma dio una respuesta a aquellos radicales que pensaban que a la luz del concubinato medieval
era un imposible.

LOS JESUITAS

Ignacio de Loyola aparece por primera vez en las páginas de la historia durante 1515, en Pamplona,
Navarra, acusado de «grandes crímenes» en Guipúzcoa en compañía de un clérigo. Alegó que él era un
eclesiástico, pero el tribunal encontró que no figuraba en la lista del vicario general, y que se le había visto
corrientemente llevando chaqueta militar de cuero y coraza, y con espada, daga, mosquete y varias otras
armas. No sabemos lo que había hecho, pero es evidente que no era aún aspirante a la santidad.
El 21 de mayo de 1521, mientras defendía una brecha en el muro del castillo de Pamplona frente a
invasores franceses, una bala de cañón le destrozó la pierna derecha e hirió la izquierda. La cirugía
siguiente casi acabó con su vida. Tuvieron que romperle otra vez la pierna, que le habían colocado mal,
pero repitieron el error y el procedimiento. Le dejaron con la pierna derecha deforme, lo que significó para
él que no podría volver a pelear. Leyendo la Vida de Cristo del cartujo Ludolph y la literatura devocional
que eran los únicos libros que tenía a mano en su lecho de enfermo, meditando o soñando despierto
tristemente sobre su futuro, y teniendo una noche una visión de la Virgen con el Niño, decidió llegar a ser
un santo. «¿Supongamos que haga lo que hicieron san Francisco o santo Domingo?» Decidió empezar
emprendiendo una peregrinación a Jerusalén. En el santuario de Montserrat colgó su espada y su daga
junto a la imagen de la Virgen e hizo una vigilia toda aquella noche junto a su altar, como un caballero que
se dedicara de nuevo mediante una vigilia caballeresca.
Continuando su camino hacia Jerusalén, no pudo entrar Barcelona a causa de una plaga que la
estaba devastando. Por tanto se detuvo en Manresa con el propósito de quedarse unos días, que se
prolongaron casi un año. Durante aquellos meses fatigosos se dedicó a la austeridad, rezando siete horas al
día, flagelándose tres veces al día, levantándose a medianoche para orar, dejándose crecer el pelo y las
uñas, mendigando su pan. Lutero encontró que tales esfuerzos no servían para darle la paz mental. Ignacio
descubrió lo mismo. Su conciencia empezó a torturarle, se sentía abocado en su confesión a recordar una y
otra vez los mismos pecados, hostigaba su mente tratando de descubrir lo que había olvidado confesar,
sucumbió a una condición de escrúpulos. Lutero redescubrió la salida leyendo la Epístola a los Romanos.
Ignacio discernió su salida liberadora concentrando su férrea voluntad en la obediencia al Cristo sufriente,
una obediencia que se sometía a los mandamientos de su Iglesia. Fue su confesor el que le mandó comer,
así es que abandonó su resolución de no probar bocado hasta que le sobreviniera el agotamiento. Lutero
quebrantó su voluntad propia sujetándola a la gracia de Dios. Ignacio quebrantó la suya obligándose a
obedecer a los representantes de la Iglesia. Si la fe fue la base de toda la obra de Lutero, la obediencia fue
la clave de la de Loyola.
Mientras su cuerpo estaba sufriendo y su mente fermentando en Manresa, escribió el primer
boceto de Los ejercicios espirituales, un libro que llegó a su forma definitiva en Roma en 1541. (Ha
sobrevivido el manuscrito de 1541, con sus correcciones; pero no se imprimió hasta después de la
aprobación papal de la traducción latina de 1548). No es un libro de lectura. Si no se usa
experimentalmente, no dice nada. No tiene estilo, ni nada que atraiga. Ignacio no fue nunca comunicador
en materia de religión. El libro contiene una serie de ejercicios de oración – descritos sin adornos, pero con
realismo español. Al someter a una persona a esos ejercicios se proponía entrenarla a dominar su voluntad.
El sujeto ha de entrar en una celda solitaria para retirarse un mes en silencio, interrumpido solo por la
liturgia y la comunicación con su director. Ha de examinarse a sí mismo y su corrupción e inmundicia, de
mirarse a sí mismo como una úlcera que envenena a la sociedad, de ver con los ojos de la imaginación la
anchura y la longura y la profundidad del infierno; y al imaginar, ha de usar todo sus sentidos, ha de oir
gritar a los hombres, ha de olerlos quemarse, ha de querer sentir en sí mismo el dolor que sufren los

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condenados. Entonces se ha de volver a la gracia y la misericordia de Dios, a Belén y Nazaret y al
Calvario, con la misma imaginación casi física... Y así ha de pasar el mes de disciplina, llevando al sujeto a
sentir las terribles consecuencias de la propia voluntad, su indefensión fuera de la misericordia de Cristo y
de su Madre – el Cristo de belleza y de amabilidad, que le ha librado de estos tormentos sin merecerlo él,
sacándole poco a poco de la proximidad de las agonías a contemplar la paz y la gloria del monte de Sión,
elevándole de vivir en el Calvario a vivir con la Resurrección. El mes estaba programado para guiar a un
acto de voluntad – la elección de una nueva forma de vida. Esta nueva forma ha de vivirse en obediencia a
las ordenanzas de la Iglesia. La obediencia a un superior es la condición de un servicio como soldado de
Dios, y de una total autonegación en el individuo. El alma asumió obedecer a la Iglesia, como Esposa de
Cristo, y sacrificar su propio juicio; practicar la confesión, comulgar frecuentemente, la recitación de las
horas de oración; mantener las instituciones de la Iglesia tales como los monasterios, el celibato del clero,
las reliquias, el ayuno, las indulgencias, las peregrinaciones; y defender la teología escolástica, la tradición
de la Iglesia y los decretos de los papas. El libro finaliza con las «Reglas para pensar con la Iglesia.» En
estas reglas entra la celebrada hipérbole que él ha de estar dispuesto a creer que lo que le parece blanco es
negro si la Iglesia declara que lo es. (Contra la opinión corriente, sin embargo, se ha demostrado que
durante muchos años no hubo regularidad en la práctica de estos ejercicios por los discípulos de Loyola).
En 1523 Loyola fue a Jerusalén como peregrino. En 1526 estudió en Alcalá preparándose para la
ordenación. Sus rigores y sus pequeños grupos de amigos dedicados a la oración le hicieron sospechoso a
la Inquisición española, y estuvo preso por algún tiempo. Intentó de nuevo en Salamanca, y volvió a ser
encarcelado. En 1528 intentó de nuevo en la universidad de París, donde volvieron a denunciarle a la
Inquisición. Por fin había empezado a aprender sabiduría y prudencia en la elección de sus discípulos. En
París en 1534 sus primeros seis hombres se le unieron en una hermandad – Francisco Javier, también de
Pamplona, Faber (Pierre Le Fèvre), Laínez, Salmerón, Bobadilla y Rodríguez.
En una capilla de Montmartre (15 de agosto de 1534) el pequeño grupo hizo voto de ir a Palestina
a trabajar para la conversión de los turcos; o si esto resultaba ser imposible, ofrecerse al papa para que los
enviara a cualquier trabajo que eligiera, aunque fuera una misión a los turcos u otros poderes
perseguidores. Para 1538 estaba claro que Palestina era imposible; y aunque el pensamiento de Javier ya se
iba dirigiendo hacia las Indias, se ofrecieron al papa. Se habían dado cuenta de la necesidad acuciante de
las parroquias italianas, y se dieron a conocer como educadores de niños, como conductores de misiones o
retiros, como predicadores populares, como capellanes de hospital. En Roma en la primavera de 1539
formaron una «Compañía de Jesús» para instruir a los niños y a los ignorantes en los mandamientos de
Dios. Sus miembros habían de asumir una actitud especial de obediencia al papa, de ir adonde el papa los
mandara. Los sacerdotes de la Compañía, aunque obligados a recitar las horas canónicas, habían de hacerlo
a coro, para no retirarse de las obras de caridad.
No era momento propicio para fundar nuevas órdenes. En la curia papal, la reforma dio algunos
primeros pasos vacilantes bajo el papa Adriano VI (1522-3), manteniéndose quiescente o ni eso bajo
Clemente VII (1523-34) y para 1539, con Pablo II de papa, empezó a hacerse notar en la opinión pública
de Roma. Personas de ideas revolucionarias se podían encontrar en las altas esferas. El canonista
Guidiccioni, al que el papa consultó en relación con los jesuitas, creía que todas las órdenes masculinas
existentes excepto cuatro (tal vez excepto una) se debían suprimir. Por fin, el 27 de septiembre de 1540, la
Compañía fue establecida por una bula titulada Regimini militantis ecclesiae.
La Sociedad no fue diseñada para ser un arma para combatir a los protestantes. Ni en un principio
tuvo ninguna reputación de intransigente. La bula de 1540 declaraba que su objetivo era la propagación de
la fe, y la frase «propagación y defensa» de la fe no se añadió hasta 1550. Tampoco fue en su origen una
sociedad autocrática. Ignacio mismo era menos autocrático por temperamento que John Wesley. Pero entre
1540 y 1555 la Sociedad creció tan rápidamente en número de miembros, influencia y gama de actividades
que solo se podía dirigir – tal vez solo pudo mantenerse unida – por una mano vigorosa en el centro. Y
aunque Ignacio no era un autócrata por temperamento, y probablemente habría estado contento con que
otro hubiera gobernado la sociedad que él había fundado, le puso el sello de sus propios ideales religiosos,
y por tanto con la virtud de la obediencia en el centro de su vida devocional. La regla de obediencia
enseñada en Los ejercicios espirituales no era nueva. Se podía comparar con las reglas de Francisco de
Asís, y en su origen se remonta a la regla de Benito de Nursia y más atrás. Sin embargo consiguió impartir
a su sociedad una atmósfera de obediencia religiosa que encajaba fácilmente en la constitución autocrática

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deseable por razones prácticas, y que culminó en la promesa especial de obediencia al papa hecha por los
miembros profesos de la Sociedad.
Trataban de ser una sociedad de sacerdotes ministrando a los paganos y a los pobres, y
especialmente educando a los niños y a los ignorantes. Ignacio utilizó mucha energía resistiendo la
tendencia de sus seguidores más devotos a convertir la sociedad en una orden convencional y hasta
contemplativa. Establecieron orfanatos, casas para prostitutas, escuelas, centros de ayuda a los pobres, en
Sicilia hasta una especie de instituto bancario para los campesinos indigentes. Otras entre las nuevas
órdenes modificaron la obligación de los religiosos de decir los oficios a coro, pero Ignacio la llevó a una
abolición revolucionaria. No debía haber ninguna recitación común del oficio; así desapareció la más
antigua obligación de la comunidad monástica.
Es interesante observar el equilibrio con que el Ignacio maduro, una vez un celota y extremista
ascético, gobernó su orden. Aunque mantenía una vida severa y austera para sí, no dejaba que nadie
practicara la disciplina tan rígidamente como para dañar su salud. Hasta abligó a algún asceta joven,
descubriendo que había estado ayunando más allá de lo mandado, a tomar una comida en su presencia. Sus
hombres debían estar en forma para el duro trabajo en el mundo. El éxito de los jesuitas dependió en gran
parte de su disposición a ajustar los viejos ideales de los monjes a las necesidades de la nueva generación.
La jerarquía de la orden era compleja. El noviciado eran dos años en vez de uno, y era distinto de
los noviciados del viejo recinto, porque incluía un período de trabajo en un hospital y una peregrinación
descalzo. Entonces el novicio hacía los votos simples de pobreza, obediencia y castidad, y pasaba al
«escolasticado», donde recibía un curso severo de enseñanza superior, al final del cual podía ser recibido a
la plena profesión de votos y membresía en la Sociedad. Si era recibido, se le podía permitir más tarde
hacer un cuarto voto, el de la obediencia personal al papa; y los «profesos del cuarto voto» eran el cuerpo
de gobierno de la Sociedad. No eran numerosos – en 1556 solo 43 de los 1,000 miembros. Este cuerpo de
gobierno se citaba solo para elegir a un General, o a voluntad del General (excepto en circunstancias
excepcionales si el General estaba estaba insano o incapacitado), y el General lo era por vida, limitado
solamente por el consejo de cuatro asistentes elegidos. La constitución en teoría atribuía no más poder al
general, e imponía no más obediencia a los padres, que algunas órdenes medievales. Pero el antiguo abad
había estado limitado por la costumbre y el recinto y un cuerpo de tradición y una regla escrita, mientras
que el General Jesuita administraba un cuerpo nuevo que necesitaba un gobierno fuerte para controlar su
rápida expansión y armonizar sus diversas actividades.
La obra se hizo más diversa conforme fue creciendo el número. La misión a los paganos no se
podía permitir que se redujera – tal vez, de hecho, siempre se mantuvo como primaria para la Sociedad,
como lo era la lucha contra los herejes. El 7 de abril de 1541 Francisco Javier, con tres compañeros
jesuitas, se embarcó en Lisboa para las Indias. 1 Fue el primero de una larga lista de misioneros a las Indias
y a las Américas.
En 1540 la Sociedad seguía siendo un pequeño grupo dedicado primariamente a la educación y al
cuidado pastoral entre los pobres. Para 1556, cuando murió Ignacio, tenía más de 1,000 miembros, y se
había convertido en una de las fuerzas poderosas del mundo católico, por su ministerio, no a los pobres,
sino a los niveles superiores. Esto sucedió principalmente por su influencia en la educación superior.
Empezó enseñando a los pilluelos de los suburbios de Roma. Acabo enseñando a príncipes y princesas.
Los franciscanos habían empezado por un ministerio a los pobres y habían llegado pronto a
producir profesores de universidad. La extensión paralela de la obra jesuítica constituyó un cambio menos
brusco que entre los franciscanos. La educación de los niños, para ser efectiva, debe elevarlos. La escuela
primaria no puede ser eficaz a menos que lo sea la secundaria, y esta a menos que lo sea la universitaria. La
primera escuela secundaria de los jesuitas se abrió en Messina en 1548. El buen sentido de Ignacio exigía
métodos modernos, aire libre y ejercicios, una enseñanza admirable del latín en el espíritu del
Renacimiento, y atención a las buenas maneras. Pronto estaban educando las clases superiores de la
Europa católica. Y mientras tanto, se fundaban colegios universitarios en una universidad tras otra, la
primera Padua en 1542, la principal Roma en 1551. La Compañía de Jesús llegó a ser una orden docente,
el cuerpo a la cabeza de la enseñanza superior de los católicos. Y como sus métodos educacionales eran
efectivos, más que todos los demás de la Europa contemporánea, se encontró educando aristócratas y

1
Se entendía por las Indias, en plural, los territorios al sur y al sureste de Asia incluidos en las Indias Orientales,
India e Indochina (N. del tr.).

123
reyes. La asociación de los jesuitas con la corte católica, una asociación que resultaría peligrosa para los
dos lados, estaba fundada sobre un método de enseñanza inteligente.

Los jesuitas en Alemania


La enseñanza de la fe católica en las universidades puso a los jesuitas en controversia directa con
la influencia de los teólogos protestantes que se estaba extendiendo rápidamente. Su propio plan de
reforma se enfrentó con conceptos de la Reforma, especialmente con los que estaban en conflicto absoluto
con los ideales de obediencia a la Santa Iglesia Romana. Su estudio de teología era en primer lugar para
usos pastorales, luego para usos de controversia, y finalmente llegó a ser un fin en sí, una disciplina
académica. Ignacio, a pesar de penosa diligencia, no fue nunca un erudito. Pero dos de sus seis originales,
Laínez y Salmerón, ocuparon pronto un puesto entre los teólogos principales de la Europa católica, y
estuvieron entre los más firmes defensores del papa en el concilio de Trento. Y desde el momento (1542)
en que los padres jesuitas fueron reclamados por los obispos católicos para trabajar en la Alemania
meridional, se encontraron que estaban al mismo tiempo dirigiendo la resistencia al pensamiento
protestante y tratando de confutar a los teólogos protestantes. En 1549 empezaron a enseñar en la
universidad bávara de Ingolstadt, desde entonces su base alemana. En 1552 se fundó en Roma el colegio
alemán; y desde entonces Ignacio consideró la batalla contra la herejía la tarea primaria de su Compañía.
Fue sucedido como general por Laínez, el teólogo y controversista más hábil entre los primeros miembros.
Porque en 1555 los hombres sobrios creían que la causa conservadora se había perdido en
Alemania. El protestantismo se seguía extendiendo en tierras católicas como Austria, Baviera y Bohemia.
Les había sido difícil a los viejos teólogos resistir a los nuevos, excepto al nivel más superficial de
controversia. Juan Eck, con su habilidad, produjo pequeños manuales que marcaron goles contra los
protestantes. Pero a un nivel más profundo, los teólogos eruditos se habían encontrado en el lado de la
Reforma. La creencia universal de que la reforma era necesaria, la aridez y el estancamiento de la vieja
tradición escolástica, su esterilidad en un mundo dominado por las perspectivas del humanismo, la
cualidad de segunda clase de muchos de los defensores – estas eran las cosas que hicieron la apologética
tradicionalista corta y poco convincente durante los primeros cuarenta años de la Reforma. Hubo
excepciones; los frailes españoles Alfonso de Castro o Domingo Soto ya estaban creando una nueva
apologética frente al protestantismo en los cuarenta y los cincuenta. Pero conforme avanzó la ilustración y
volvió la confianza, conforme los teólogos fueron encontrando mucho terreno común con los protestantes
en el estudio de la Biblia y de la Iglesia antigua, la controversia llegó a ser menos desigual. Los
conservadores descubrieron que podían defender los viejos métodos en el nuevo mundo, y hasta se
sorprendían a veces de descubrir que los viejos métodos eran defendibles.
En Alemania el Catecismo del jesuita Pedro Canisio (publicado en 1555) es una señal del cambio
de atmósfera. Estaba escrito en un estilo comprensible, era lúcido y atractivo y estaba apoyado por textos
bíblicos, no estaba (como habría estado un catecismo de Eck) armado hasta los dientes contra los
asaltantes. Era una exposición no controversial de la fe católica, y obtuvo alabanzas hasta entre teólogos
protestantes. Canisio recorrió el sur católico animando a los príncipes a la defensa de su religión,
discutiendo y predicando, fundando colegios e instituciones. Durante buena parte de los siglos hasta bien
informados alemanes creían que el fundador de los jesuitas había sido Canisio.
No debería olvidarse que las disputas o los panfletos controversiales figuraban entre las partes
menos importantes de la batalla contra los protestantes. La única manera de contrarrestar el protestantismo
era reformar la Iglesia. En la Baviera de 1550, por ejemplo, seguían todos los viejos abusos, y seguían a
pesar del príncipe piadoso. El clero era a menudo iletrado, los monasterios parecían posadas campesinas,
las vicarías incluían corrientemente una concubina y una progenie numerosa, y había muchos sacerdotes
borrachos. Estas eran las condiciones que invitaban a que se extendieran hacia el sur los ideales reformistas
del norte, y parte de la clase media bávara ya estaba afectada por las enseñanzas de los luteranos o de los
anabaptistas. La única manera de detener la marea era reformar la Iglesia. Fue el esfuerzo pastoral tanto
como el antagonismo militante lo que estuvo a la base del avance contrarreformista en el sur de Alemania.
«La mejor manera de luchar contra los herejes es no merecer sus críticas,» – decía el nuncio Bonomi en
1585. Pero este esfuerzo pastoral fue una acción del estado. En Baviera, el piadoso príncipe Alberto reunió
a los jesuitas en su ayuda y reformó las parroquias de su ducado con severidad militar. Y expulsar a los
herejes o destruir a los anabaptistas o quemar los libros falsos era para cualquier soberano católico una
parte de sus esfuerzos para reformar sus parroquias.

124
CONTARINI Y CARAFA

Los protestantes – Lutero, Enrique VIII (si era protestante), Calvino – apelaban a un futuro concilio
general de la Iglesia. La memoria de los concilios del siglo XV seguía siendo potente. Los más
tradicionalistas de los reformadores esperaban que un concilio general reformara la Iglesia en la cabeza y
los miembros y, después de la revolución alemana, trajera la paz. La dificultad estaba en la cuestión de
cuando un concilio general era libre, quién podía asistir, y qué agenda tendría. Los teólogos papales
mantenían que el papa era el único que tenía el derecho canónico para convocar un concilio general. Los
teólogos protestantes no podían esperar, o no esperaban, un trato justo en un concilio convocado y
organizado por su principal oponente. Un pacificador moderado, como el emperador Carlos V, se enfrentó
con la tarea formidable e improbable, de convocar, o hacer que se convocara, un concilio que los hombres
sensatos de los dos lados reconocieran como tal verdadero concilio, con una autoridad y prestigio
comparables a los de los grandes concilios de la Iglesia primitiva.
Muchos moderados, especialmente en Alemania, se manterían pasivos en el cisma creciente
porque esperaban que el remedio estaría en un futuro concilio. Puede que no quisieran a Lutero, pero
querían reforma, y sospechaban que los papas dejaban de convocar un concilio porque no querían
reformarse. Los alemanes querían «un concilio cristiano libre en tierras alemanas.» Por «libre», la mayor
parte de los alemanes querían decir que fuera independiente del papado. El emperador Carlos V quería que
el concilio se reuniera en Alemania, en parte porque él era un buen católico, y en parte porque quería y
necesitaba una Alemania unida.
El papa y sus consejeros seguían a sus predecesores de un siglo antes en ver con suspicacia y
temor cualquier concilio que pudiera convocar un emperador alemán, por muy católico que fuera. Su
temor procedía tanto del hecho de que los intereses creados de la curia papal temían la «reforma en la
cabeza y en los miembros» sobre la que al parecer todos estaban de acuerdo, lo mismo que del recuerdo de
que cualquier concilio general promovía dificultades constitucionales para la libertad de la acción papal. Se
acordaban de que el concilio de Basilea se había enfrentado con los papas como una esposa criticona. Se
acordaban de que el concilio de Constanza había depuesto papas y elegido un nuevo papa. Temían que un
concilio general fuera de su control provocara una revolución en la que se transformara el catolicismo y la
sede romana quedara reducida a la insignificancia. Admitían que más tarde o más temprano tenía que
haber un concilio, pero estaban decididos a que se celebrara bajo la presidencia del papa o sus delegados,
de una manera tradicional con la asistencia de obispos, y tan directamente bajo la dirección del papa como
había sido el concilio de Letrán de 1512-17. Creían que los papas podían reformar la Iglesia mediante un
decreto papal, en tanto en cuanto necesitaba reforma. Si no se podía evitar el concilio, debía celebrarse en
Roma o en los dominios papales. Algunas veces creían que no se necesitaban nuevos decretos, y que las
naciones no necesitaban nada más que reforzar el derecho canónico existente. «¿Qué sentido tiene un
concilio – dijo el cardenal Campeggio en la dieta de Augsburgo (1530) – si los luteranos no obedecen los
cánones de los concilios anteriores?» «Nosotros... no necesitamos un concilio – dijo Lutero al nuncio papal
en 1535 – pero la Cristiandad sí, para poder reconocer sus inveterados errores.» Entre estos puntos de vista
en conflicto requirió largos años el que el emperador Carlos V y el papa Pablo III se pusieran de acuerdo
en cuanto al lugar y tiempo y agenda del concilio.
Pablo III Farnesio (papa 1534-49) fue el papa que reconoció que tenía que convocarse un concilio
general aunque no se quisiera, y abandonó la política de sus predecesores de que había que evitar a toda
costa un concilio no fuera que Roma pereciera en en conflicto constitucional consiguiente. En sus hábitos
personales Pablo no era un gran ejemplo de papa reformado, porque estaba aquejado de una familia
numerosa y avarienta. Pero reformado o no, estaba convencido de la necesidad urgente de reformar la
Iglesia desde dentro. Y su actuación fue valerosa. Aunque elevó al cardenalato a un sobrino suyo de
catorce años y le mandó con el capelo encarnado a la escuela, también elevó a varios líderes católicos de
celo reformista o simpatías humanistas: Fisher, Contarini, Sadoleto, Caraffa, Pole. A los reformadores se
les dio una entrada inmediata. En 1536 nombró una comisión de nueve – incluyendo a Sadoleto, Caraffa,
Contarini y Pole – para que prepararan un memorandum sobre la reforma. En 1537 publicó un Informe de
un comité selecto... sobre la reformar de la Iglesia (Consilium de emendanda Ecclesia). Recomendaban
que la residencia se hiciera obligatoria, que se exigiera un cierto nivel a las personas que se hubieran de

125
admitir a los beneficios. Aunque guardaron un prudente silencio sobre la ignorancia y la necesidad de
instrucción, reconocieron el peligro de las indulgencias y las devociones supersticiosas. Eran
indiscretamente francos en sus denuncias de los abusos monásticos, el abuso de la autoridad episcopal, la
avaricia e irresponsabilidad de los cardenales, las prostitutas en la ciudad de Roma, y las pretensiones de
canonistas extremados de que el papa, aunque vendiera beneficios, no podía cometer simonía.
Indiscretamente francos, porque el texto pronto se filtró y fue publicado por protestantes en Alemania. Se
circuló un grabado de tres cardenales barriendo una iglesia con colas de zorra en vez de escobas.
La Iglesia Católica no era ninguna estructura monolítica uniforme. La Iglesia medieval incluía una
amplia gama de opiniones, y ahora el papa se encontraba apremiado por dos escuelas diferentes. Todos
estaban de acuerdo en la reforma. Pero, ¿tenía que implicar la reforma una aproximación hacia los
protestantes, conciliar y conceder, permitir el matrimonio del clero o el cáliz a los laicos, renunciar a los
abusos notorios de la doctrina de los méritos reconociendo una enseñanza más bíblica de justificación por
la fe? ¿O había de obtenerse la reforma más bien luchando contra los protestantes, rehusando toda
concesión, desarrollando los elementos antiprotestantes de la devoción según la tradición medieval,
fortaleciendo la autoridad de la jerarquía?
La historia de la Contrarreforma es en parte la del triunfo de los conservadores y los militantes
frente a los conciliadores y liberales.
Entre los elevados al cardenalato por Pablo III y entre los autores del Consilium de emendanda
Ecclesia, dos se han visto como símbolos de las escuelas rivales: el cardenal Contarini, que patrocinó a los
primeros jesuitas, y el cardenal Caraffa, que organizó a los teatinos. Contarini 2 había estudiado filosofía
entre los humanistas, era a la sazón funcionario civil en la ciudad de Venecia, asistió en 1521 a la famosa
dieta de Worms como embajador de Venecia, y todavía era laico cuando el papa Pablo III le hizo cardenal
en 1535. Humano y cortés, fue durante siete años el guía e inspirador de la reforma católica. Creía que los
protestantes tenían una cierta medida de verdad en sus alegatos sobre el mérito, y en cuanto a la doctrina de
la justificación por la fe estaba dispuesto a encontrar fórmulas que satisficieran por igual a católicos y a
protestantes. Creía que había que acabar con los abusos tradicionales, hasta los más elevados, hasta los de
la curia romana.

El coloquio de Ratisbona, 1541


La política de conciliación alcanzó su clímax en el coloquio de Ratisbona en 1541. Allí Contarini,
acompañado por los más moderados de los teólogos católicos alemanes, y en posesión de instrucciones
vagas pero que sonaban a liberales del papa Pablo III, se sentó a la mesa con los más moderados de los
teólogos protestantes alemanes, Melanchthon y Bucero. Contarino se pasó de sus instrucciones. El papa
demandaba que se reconociera de principio la supremacía del papa. Contarini vio que esa demanda
arruinaría la conferencia, y la pospuso hasta el último punto de la agenda. Juan Eck, que asistía a la
conferencia aunque no era moderado, causó problemas en el pacífico programa pero por fin se sometió. Y
bajo la dirección de Contarini la conferencia obtuvo el éxito sorprendente del acuerdo sobre la doctrina de
la justificación por la fe.
Hombres moderados que intervienen en conferencias ecuménicas deben recordar que no todos los
miembros de sus respectivas iglesias son moderados. Lutero fue suspicaz cuando se enteró de lo que estaba
sucediendo. El acuerdo le resultó increíble. En Roma, el cardenal Caraffa protestó amargamente contra la
traición teológica. El rey francés Francisco I, repentinamente temeroso de que el emperador Carlos V
pudiera conseguir unificar Alemania sobre la base de una paz religiosa en Ratisbona, protestó con igual
vehemencia contra las concesiones. Los católicos alemanes del ala derecha creyeron que la concesión era
ilusoria, y que había que llegar más lejos, a límites intolerables, si se había de satisfacer a los luteranos.
Mientras tanto la conferencia de Ratisbona estaba colapsando sobre el artículo de la transubstanciación,
que Contarini no podía abandonar ni los protestantes aceptar. El papa Pablo III declaró que no admitiría
formulas ambiguas, y se perdió la oportunidad de la paz.
En Italia el cardenal Contarini se encontró con que por todas partes se rumoreaba que era un
hereje. Murió el año siguiente, 1542.
El fracaso de Contarini le abrió el camino al partido opuesto. Se creía que la reconciliación era un

2
A pesar de muchas historias, no había sido miembro del Oratorio del Amor Divino en Roma.

126
espejismo, y la política apropiada de la Iglesia era definir su doctrina y condenar al error con mayor
precisión.
El mismo año que Contarini estuvo en Ratisbona, Carafa recomendó al papa que fundara una
nueva y poderosa Inquisición sobre la herejía. Él y su escuela creían que la manera de purificar el
catolicismo era con ataques contra la herejía, y que la política conciliatoria estaba animando el crecimiento
de la herejía. Una pequeña pero distinguida cosecha de conversiones italianas al protestantismo en 1542,
incluyendo al famoso Bernardino Ochino de los capuchinos y Pedro Mártyr Vermigli de los agustinianos,
dio motivo a tal creencia. La Inquisición romana se fundó por bula (Licet ab initio) del 21 de julio de 1542,
nombrando a seis cardenales (incluido Caraffa) como inquisidores generales, y sometiendo a todos los
católicos a su autoridad. Se les dio poder para meter en la cárcel por sospecha, para confiscar propiedad y
para ejecutar a los culpables, mientras que el poder de perdonar se le reservaba al papa. Caraffa no quiso
esperar una aportación del tesoro papal, pero compró una casa que él acondicionó con oficinas y fosos y
grillos. Publicó un juego de reglas rigurosas para la Inquisición, de las que la cuarta decía: «Nadie ha de
rebajarse mostrando tolerancia con ninguna clase de hereje, y menos si es calvinista.»
Esta nueva Inquisición era papel mojado fuera de Italia, porque los soberanos católicos tenían sus
propios tribunales y no querían aceptar ningún nuevo sistema de tribunales papales. En los territorios
papales fue un éxito y un desastre. Una serie de cazas salvajes de herejes suprimió muchas otras cosas en el
proceso, incluyendo el pensamiento humanitario y el procedimiento inteligente. La Inquisición empezó a
mirar con sospecha a las sociedades de sabios y eruditos, a controlar el comercio del libro y a los
impresores. El humanismo italiano, brillante y excéntrico, sufrió su primer golpe en el saco de Roma en
1527, y ahora tenía que adaptarse a un mundo más disciplinado.
En 1555 Carafa fue elegido papa como Pablo IV. Tenía setenta y nueve años, y era colérico e
impulsivo, apasionadamente consagrado a dos únicos objetivos, no fácilmente compatibles – la
restauración del catolicismo y la caída del poder español en Italia.
La incompatibilidad de estos dos objetivos casi destruyó el valor reformista del pontificado. El
papa se vio obligado a usar tropas luteranas para guerrear contra los católicos españoles. Amontonó
reproches sobre la reina María de Inglaterra y sobre el cardenal Pole, arzobispo de Canterbury, que
devolvieron Inglaterra a la Iglesia, pero que sin embargo estaban en la alianza española. Se vio obligado a
usar a sobrinos indignos en sus planes antiespañoles, y subsiguientemente los desechó por corruptos y
criminales. Su breve pontificado como Pablo IV ofrece la más clara demostración del dilema de todos los
papas hasta 1870 – el dilema de si le era posible a un papado reformado ser también el centro de la política
italiana y uno más de los poderes de Europa. A lo largo de su reinado se mantuvo infatigablemente en
busca de reforma, conteniendo escándalos públicos, cuidándose de seleccionar a hombres buenos (tal
cuidado que para 1558 cincuenta y ocho obispados estaban vacantes), exhortando, guiando la opinión
pública. Devolvió a sus sedes a los 113 obispos que vivían en Roma excepto los diez o doce que
necesitaba en la administración. Obligó a todos los judíos a llevar un sombrero amarillo y vivir en un gueto
con solo una salida. Hizo que se publicara el primer Índice de libros prohibidos. El Decameron de
Boccaccio estaba en la lista hasta que fuera expurgado. El decreto prohibía todos los libros, por muy
inocuos que fueran, escritos por ciertos autores o publicados por ciertos impresores. Gran número de
protestantes, todas las obras de Erasmo sin excepción, aunque no trataran de religión, el rey Enrique VIII,
Staupitz, Maquiavelo, Rabelais, Pedro Abelardo, y hasta dos ediciones del Corán se encontraban en esta
lista excéntrica. Causó una gran quema de libros por toda Italia, pero fue totalmente ignorada en Francia y
España. En Venecia se quemaron más de 10,000 libros el sábado antes del Domingo de Ramos. Sixto de
Siena fue enviado a Cremona, donde había una gran escuela hebrea (ya que se habría mandado a destruir el
Talmud), e informó que había quemado un depósito de 12,000 volúmenes. Los gobernadores de Italia
minimizaron el desastre; el duque Cosimo de Toscana ordenó a los frailes de San Marco que se
abstuvieron de quemar ninguno de los libros que eran regalo de sus predecesores. Este índice fue
modificado misericordiosamente por el Indice de Trento de 1564. Pero su impacto sobre los libreros
italianos, a pesar de una regulación a favor de sus intereses, fue desastroso.
Bajo una Inquisición con amplios poderes y un papa dispuesto a sospechar de todo el mundo,
hubo casi un reino de terror en la ciudad. «Inclusive si mi propio padre fuera un hereje – dijo el papa – yo
allegaría la leña para quemarle.» Metió en la cárcel al cardenal Morone, heredero del manto del cardenal
Contarini. Le confió a Daniel de Volterra (que fue apodado desde entonces «el Pantalonero») la tarea de
cubrir algunas de las desnudeces de la Capilla Sistina.

127
Si el papa de 1459 se compara con el de 1559, el espectador observa un aire diferente, casi un
mundo diferente; una diferencia que no depende del contraste de las personalidades individuales. Para
1559 la reforma católica, tan angustiosamente anhelada por hombres piadosos en las décadas pasadas, por
fin había logrado poder en Roma. Es verdad que hubo individuos que gobernaron y dirigieron el cambio.
Pero no es solo un contraste entre individuos. Habría sido casi inconcebible que el papa de 1549 fuera
elegido en 1559, o viceversa. Por un lado está el mundo del Renacimiento italiano: alegre, humano,
corrupto, razonablemente contento con las viejas formas y los viejos abusos, todavía pensando en cruzadas
contra los sarracenos si es que pensaba en cruzadas alguna vez, valorando profundamente la vida ascética
pero considerando a los ascetas hombres que se podían admirar pero no imitar. Por otro lado hay un
mundo fervoroso: que busca disciplina y orden, no solo admirando a los frailes sino queriendo que la
Iglesia se amoldara al modelo ascético o puritano, sospechoso de los desnudos y de las estatuas paganas,
luchando ferozmente por disminuir o erradicar la venalidad de la administración eclesiástica.
La atmósfera de la vida religiosa, moral e intelectual se estaba transformando. Los obispos que
antes habían estado tranquilos en su no residencia ahora publicaban circulares denunciándola. Secretarios
que antes redactaban los más miserables documentos reveladores del tráfico de influencias, ahora
denunciaban a viva voz sus abusos. Humanistas que antes alquilaban sus plumas a la literatura inmoral no
se avergonzaban ahora de publicar libros devocionales. En los mil quinientos cincuenta algunos de ellos
todavía insertaban frases o leyendas paganas en sus escritos al papa, pero esas frases estaban ahora fuera de
lugar. Pedro Aretino había vivido en una especie de harén en Venecia y había hecho dinero escribiendo
obscenidades y panegíricos. Mientras triunfaba la Contrarreforma, se dedicó a escribir libros ascéticos,
adquirió una reputación de piadoso fervor y odio a los herejes, y murió en 1556 como Caballero de San
Pedro, blasonando con cinismo de haber rehusado el ofrecimiento de un birrete cardenalicio.
La Italia ilustrada estaba volviendo a la piedad de la Iglesia; los poetas italianos estaban
volviendo a la poesía sacra, los artistas italianos a las prácticas devotas. Y no solo en Italia estaba
cambiando la atmósfera. El portugués Inácio de Azevedo era hijo de un sacerdote, nieto de un obispo,
hijo y nieto de monjas. Cuando se enteró de su nacimiento lo consideró un sacrilegio cuádruple, se
creyó llamado a una vida de sacrificada reparación, entró en la Compañía de Jesús y en su misión
brasileña, y fue asesinado por piratas en medio del Atlántico. La marea de severidad moral, que en otra
parte de Europa estaba creando el Puritanismo, estaba ahora fortaleciendo la mano de los reformadores
católicos.

EL CONCILIO DE TRENTO

El Concilio de Trento es importante, en primer lugar, porque no consiguió reunirse hasta 1545.
Los cardenales, si habían de tener un concilio, querían que fuera en Roma. El emperador Carlos V
estaba decidido a tenerlo en Alemania. Hacía años que la diplomacia papal estaba dirigida a asegurar que
el concilio no se reuniera nunca. El legado Aleandro ofreció consejo oportuno al papa Clemente VII:
«Nunca ofrecer un concilio, nunca rechazarlo directamente. Por el contrario, mostrarse dispuesto a
complacer la solicitud, pero insistir en las dificultades que se presentan. Así se podrá soslayar.» «No
comprometerse a nada - advirtió el legado Cervini al papa Pablo III a la hora undécima - hasta que se esté
de acuerdo en que el Papa es el dueño absoluto del Concilio.»
El aplazamiento, tal vez fatal para la Cristiandad, resultó más fácil porque Carlos V solía estar en
guerra con el Rey de Francia. Francia, temiendo una Alemania unida, temía un concilio general. El Rey
francés estaba casi tan interesado en posponer indefinidamente el concilio como los cardenales romanos.
Después de repetidos falsos comienzos bajo el papa Pablo III, que vio que el peligro de no convocarlo era
ahora mayor que el de convocarlo, por fin el concilio se pudo reunir en 1545, porque el Emperador y el
Rey francés firmaron la Paz de Crépy en 1544, en la que se incluía una cláusula secreta por la que el rey
Francisco se comprometía a secundar los planes conciliares del Emperador.
Ya en 1524 se había mencionado el nombre de Trento como un posible lugar: una ciudad pequeña
al sur de los Alpes y del paso de Brennero, bajo el gobierno de un obispo católico, en Italia, de fácil acceso
para los obispos italianos, y sin embargo también en el Sacro Imperio Romano y por tanto satisfaciendo la
demanda alemana de que el concilio se reuniera «en tierras alemanas.»
El Concilio de Trento se inauguró después de una infinidad de retrasos el 13 de diciembre de 1545

128
con solo veintiocho obispos presentes. El Emperador y el Papa querían que el Concilio cumpliera diversas
funciones. El Emperador anhelaba la paz religiosa de Alemania, reformando los abusos y corrupciones de
la Iglesia y haciéndoles a los luteranos ciertas concesiones, como el matrimonio del clero y la comunión en
las dos especies. Por tanto deseaba que el Concilio prestara atención a las cuestiones de disciplina y dejara
las de doctrina, que su experiencia con teólogos le hacía creer insolubles. El Papa por el contrario instruyó
a sus legados, que presidían, que el Concilio debía tratar en primer lugar las cuestiones de doctrina. En
consecuencia se acordó que se trataran paralelamente las cuestiones de doctrina y las de disciplina. Pero de
las tres sesiones que celebró el Concilio (1545-8, 1551-2 y 1562-3) la primera se dedicó principalmente a
las definiciones doctrinales que se consideraban necesarias sobre las cuestiones en controversia con los
protestantes, y en la última se trató principalmente de los esfuerzos de regulación y corrección disciplinaria
a los que los tradicionalistas se referían cuando usaban la palabra reforma.
Los Padres del Concilio no se sentían obligados a ser suaves con los protestantes. En la sesión de
1545-8 venían principalmente de las áreas no afectadas por las ideas protestantes, y querían condenar lo
que les parecían doctrinas erróneas. Confrontados por la doctrina de la justificación por la sola fe,
declararon que la fe sola no era suficiente para la justificación, sino que debía ir acompañada de la
esperanza y la caridad. Confrontados por la apelación protestante a la Escritura, declararon que las
tradiciones no escritas y la Escritura debían recibirse con igual reverencia. Confrontados por la declaración
protestante de que los sacramentos del Evangelio eran tres o dos, afirmaron que los sacramentos no eran ni
más ni menos que siete. Los teólogos protestantes creían que la Biblia Hebrea era la fuente del texto
auténtico del Antiguo Testamento, y por tanto colocaban los apócrifos a un lado como instructivos para la
moral pero no canónicos (la cuestión nunca había sido zanjada por los teólogos medievales). Los Padres de
Trento declararon que la Vulgata Latina era el texto canónico y sagrado. Los teólogos protestantes creían
que la doctrina de la repetición del Sacrificio del Calvario en la misa, que ellos atribuían demasiado
generalmente a los teólogos católicos, era peligrosa y extrabíblica; y abolían de raíz «las misas privadas».
Los Padres de Trento declararon que en la misa había un verdadero sacrificio propiciatorio de Cristo, y
recomendaban especialmente las misas en las que el sacerdote era el único que comulgaba. Los protes-
tantes contendían que la liturgia debía ser en una lengua que entendiera el pueblo. Los obispos declararon
que la misa debía seguir siendo en latín.
Estas definiciones o decisiones acabaron definitivamente con las esperanzas del Emperador y de
otros moderados de que el Concilio buscara una cierta medida de reconciliación con los protestantes. No se
puede negar que el miedo al protestantismo condujo a los obispos a una confutación directa de sus doc-
trinas. Había rumores en el Concilio, de cuando en cuando, de que los ejércitos protestantes venían a atacar
Trento. Los obispos se sentían a veces legislando bajo el peligro inminente de la fuerza herética. En 1552
un ejército protestante al mando de Mauricio de Sajonia se encontraba a pocas horas de marcha de Trento,
y el Concilio se aplazó a toda prisa. Pero hay que observar que los decretos doctrinales de Trento, por
darse a veces en un tono polémico, sonaban más hostiles al protestantismo de lo que eran realmente. En las
primeras sesiones del Concilio, cuando se aprobaron los decretos más trascendentales, el número de
obispos presentes (unos sesenta) era todavía relativamente reducido. Pero aun en este número había
suficiente diversidad de opiniones para ilustrar la diversidad de la teología medieval. Un obispo,
Nacchianti de Chioggia, hasta creía que todas las cosas necesarias para la salvación estaban contenidas en
la Escritura, y proclamaba su derecho a seguir creyéndolo hasta que el Concilio declarara otra cosa. Los
obispos de Trento, al formular sus decretos, tenían que conceder un cierto margen para que hombres de
diversas opiniones pudieran aceptarlos como enseñanza auténtica de la Iglesia Católica. Los decretos de
Trento se formularon con cuidado; su lenguaje estaba diseñado para permitir más libertad de opinión de lo
que creían sus críticos protestantes. El cuidado con que se formularon no ha sido plenamente evidente
hasta el siglo XX. En los últimos cincuenta años la Sociedad Görres se ha ocupado de publicar las actas de
los debates y discusiones que subyacían bajo la promulgación formal de los cánones.
Bastará con un ejemplo: el decreto del 8 de abril de 1546 sobre las Escrituras canónicas. Críticos
posteriores del Concilio contendían que este decreto elevaba la tradición al rango de una segunda fuente de
revelación, fuera e independiente de la Escritura: una palabra no escrita dada por Cristo a sus apóstoles y
garantizada por la aceptación de la Iglesia Católica. Muchos defensores de la Contrarreforma entendieron
el decreto de esta manera. Pero el acta de la discusión muestra que, si el decreto se presta a esa
interpretación, no fue la que pretendieron todos los participantes. A algunos obispos les habría gustado que
todas las «tradiciones» de la Iglesia Católica Romana se declararan sagradas. Otros obispos creían que eso

129
era demasiado general; que las únicas tradiciones que podían pretender ser sagradas eran las «apostólicas»,
tradiciones transmitidas en la Iglesia desde los tiempos apostólicos. Se sugirió que se podía incluir en el
canon una lista de tradiciones apostólicas; pero se rechazó porque se podría omitir involuntariamente
alguna tradición apostólica y hacer que los cristianos la repudiaran o abandonaran. La cláusula se formuló
por tanto para santificar solamente las tradiciones «que se han mantenido siempre en la Iglesia Católica;» y
está claro que algunos de los que la formularon estaban pensando, no en un legado no escrito de doctrina,
sino en ciertas prácticas como la observancia del Domingo o el bautismo infantil. Aunque el decreto se
dirigía intencionadamente contra ciertas creencias de los protestantes, era menos hostil a las doctrinas
protestantes de lo que se creyó posteriormente. Y la misma medida de diversidad se puede encontrar en
otros decretos, aun en los del sacrificio eucarístico o la justificación por la fe.
Sin embargo es cierto que el efecto inmediato fue calamitoso para el programa de los
pacificadores.
En octubre y noviembre de 1551, después de un período en el que el Papa y el Emperador
estuvieron en conflicto abierto, los representantes luteranos llegaron por fin a Trento para prepararles el
camino a sus teólogos. Rehusaron participar en el Concilio a menos que los obispos empezaran a discutir
las cuestiones de doctrina otra vez desde el principio anulando todas las decisiones que habían adoptado.
Es comprensible; y también lo es el que los legados papales y los obispos rechazaran fogosamente la
sugerencia. Por la palabra Concilio, los dos lados entendían asambleas diferentes. Una asamblea en Trento
no podía servir para los dos propósitos.
El Concilio estaba bajo el control inmediato del Papa, que nunca estuvo presente. Sus delegados
presidían, y recibían frecuentes comunicaciones e instrucciones de la Curia romana, lo mismo que los
representantes del Emperador o de los reyes de Francia y España recibían frecuentes instrucciones de sus
respectivos soberanos. La mayoría del Concilio eran italianos; pero cuando aumentó el número de obispos
(en la última sesión de 1562-3 había más de 200) los sucesivos papas hubieron de ejercer una diplomacia
vigilante mediante agentes en Trento. Era importante para los papas que el Concilio no se desviara por los
deseos políticos de los monarcas católicos, y que no reformara a la misma Roma - solo Roma debía
reformar a Roma. Los obispos españoles mantenían opiniones inflexibles sobre «la ley divina» que insistía
en que un obispo residiera en su sede, y se quejaban de cien o más obispos de varios países que residían en
Roma. La Curia papal, aunque puede que admitiera el exceso, mantenía opiniones inflexibles acerca de
que la administración central de la Iglesia necesitaba obispos que no residieran en sus sedes, y que esta
administración no se debía debilitar por el fervor doctrinario de los obispos españoles. Los príncipes
católicos del sur de Alemania, como el emperador Fernando, querían que los católicos permitieran la
comunión en las dos especies y el matrimonio del clero; la demanda (1562) se había dejado de lado
hábilmente, y reafirmado el celibato. Pero la mayor parte del tiempo las labores diplomáticas de los
legados papales no fueron arduas. El Concilio, aunque no era una asamblea de dependientes papales, no
tenía intención de ser una asamblea revolucionaria; y en su cierre en 1563 los Padres reafirmaron
oficialmente todos los decretos aprobados en las diferentes sesiones y pidieron al Papa oficialmente que las
confirmara. Le pidieron al Papa nuevas ediciones del Índice (el publicado en 1564 aportaba prudencia al
Índice original de Caraffa), del catecismo (1566), del misal (1570) y del breviario (1568). Sus decretos
fueron confirmados formalmente por el papa Pío IV en la bula Benedictus Deus del 26 de enero de 1564.
Los decretos disciplinarios del Concilio fueron desde entonces la base canónica de la reforma
católica. Fueron a menudo arrolladores en su impacto. Se abolió el puesto de vendedor de indulgencias o
«quaestor». Se dieron a los obispos poderes efectivos de supervisión en sus diócesis. El Concilio suprimió
muchas de las exenciones del control episcopal que hicieron el puesto y la labor de obispo tan frustrantes y
aptas para producir litigios. Los modelos del piadoso pastor de almas, obispo o pastor, se describieron en
los cánones, pero estaban expuestos a no ser más efectivos que las admirables exhortaciones de concilios
anteriores. El Concilio de Trento dio un paso práctico hacia ese fin, adoptó una medida a la larga la más
importante de todas las que se decretaron allí. Mandó que el obispo de cada diócesis en que no existiera
una universidad estableciera un seminario para entrenar a los chicos y a los jóvenes con vistas al
sacerdocio. Los colegios jesuitas proveyeron algún precedente. La nueva preparación educó al clero en
teología, y fomentó en ellos hábitos disciplinados de devoción. Probablemente la institución de seminarios
fue más eficaz en promover el fin principal de la reforma católica que ningún otro canon - un sacerdocio
instruido y de corazón puro.
Nada ha resultado más espinoso en la historia de la Iglesia que el problema de hacer que un clero

130
iletrado fuera instruido. Los protestantes se escandalizaban de encontrar sacerdotes que musitaban en misa
palabras tan ininteligibles como fórmulas mágicas, y a su manera emprendieron instruir al clero -
estableciendo escuelas y colegios, organizando reuniones de estudio para los clérigos, animando a la
instrucción mediante la concesión de beneficios, desviando el énfasis pastoral de los sacramentos hacia la
debida y eficaz predicación de la Palabra. La Iglesia Católica Romana también usó todos estos métodos,
sin excluir un énfasis más urgente en la predicación. En 1538 la ciudad de Roma había olvidado que la
sobrepelliz era la vestidura debida de los sacerdotes seculares para predicar; porque los sacerdotes
seculares casi nunca predicaban, y las congregaciones estaban acostumbradas solo a los frailes y otros
religiosos, que predicaban en los hábitos de sus órdenes. Los jesuitas, y más tarde los oratorianos, inten-
taron remediar el defecto como parte de su vocación a un sacerdocio reformado - un jesuita fue listado
como «sacerdote reformado» en el Concilio de Trento. Como los protestantes tronaban contra los «perros
mudos», y demandaban que los pastores fueran predicadores, el Concilio de Trento impuso la obligación
de predicar a los obispos y al clero.
Es más fácil legislar que conseguir que se ejecute la ley. No era difícil imponer que el clero fuera
instruido y predicara sermones. Era más difícil, y requería mucho más tiempo, asegurarse de que los
sermones que se predicaran no fueran ofensivos a oídos instruidos. Era fácil legislar que se instalara un
seminario en cada diócesis. Pasarían muchos años antes que hubiera seminarios en casi todas las diócesis,
y antes que muchos de esos seminarios proveyeran una educación digna del ideal que inspiró su fundación.
Es posible que en los países protestantes el problema de la educación ministerial resultara más fácil de
resolver, porque los cambios revolucionarios en la constitución eclesiástica hacían que las autoridades
tuvieran las manos menos atadas, y también permitían que se dedicara a la educación una proporción
mayor de dotación. Pero se necesitaba una época larga de esfuerzo tanto en los países protestantes como en
los católicos.
En los países protestantes a menudo la reforma fue llevada a cabo por los príncipes en contra del
papa. En los países católicos el proceso no era del todo diferente – lo llevaban a cabo los eclesiásticos con
la ayuda de buena o mala gana de los príncipes. En la Francia católica y en partes del sur de Alemania los
decretos no se podían ni recibir, y España se aprovechó de lo que quiso. No era fácil reformar el
episcopado cuando tantos reyes católicos, incluyendo los de Francia y España, ejercían un control casi
absoluto sobre la elección de hombres para obispos. Todavía en junio de 1569, el embajador de Venecia en
París decía que en la corte francesa comerciaban con obispados y abadías como si se tratara de pimienta o
canela. El Concilio de Trento fue eficazmente reformador principalmente en Italia; en otros lugares fue un
impulso y un estímulo a la reforma. Algunos concilios provinciales franceses aceptaron los decretos en
1580-4, y solemnemente en 1615 los representantes de todo el clero francés, en un breve momento de
autoafirmación. Los concilios del clero español los aceptaron de inmediato (1564), pero no los pudieron
poner en práctica sin el permiso de la corona. En el sur de Alemania, gracias a la habilidad del legado
papal Commendone, los obispos y los príncipes católicos (excepto el Emperador) recibieron los decretos
de Trento en 1566, aunque con algunas reservas.

EL PAPA PÍO V

La nueva situación política que vivía el Papa ayudó al partido reformista de la Iglesia a vencer las
tradiciones conservadoras de Roma. Considerado como soberano político, el papa era menos importante
para los poderes europeos en 1565 que en 1510. En 1510 Julio II hizo el estado papal uno de los poderes
de Europa manteniendo el equilibrio político entre Francia y Alemania, y preservando así la independencia
y soberanía papal. En 1565 todo esto había cambiado. El Papa era mucho más pobre, porque Alemania e
Inglaterra habían desertado, Francia estaba enzarzada en una guerra civil, y los emolumentos e impuestos
no se pagaban. El cardenal español de Compostela escribió con frío cinismo al emperador Carlos V en
1555 que el Papa debía reformar la Iglesia, porque ahora era demasiado pobre para hacer ninguna otra
cosa. Las reglas del Concilio de Trento impedían fuentes de provecho tradicionales y lucrativas, y hacían
del estado papal un terreno menos feliz para aventureros dispuestos a ser ordenados a cambio de una fortu-
na. Entonces el papa Pablo IV (Caraffa) atacó con sus ejércitos a los españoles en Nápoles, fue derrotado,

131
y colocó al papado bajo el dominio de España durante los cuarenta años siguientes.
En 1565 Antonio Ghislieri, el Gran Inquisidor del papa Pablo IV (aunque no su discípulo ni su
favorito), fue elegido papa y tomó el nombre de Pío V (1565-72, canonizado en 1712). Hombre más santo
que Pablo, veía la reforma con un desprecio similar por compromiso, política y diplomacia. Era otro asceta
de mentalidad decidida, de cuerpo no tenía más que huesos y piel, y la forma de vida de un fraile riguroso.
Una vez dijo que la Iglesia no tenía necesidad ni de cañones ni de soldados, que sus armas eran la oración
y el ayuno, las lágrimas y la Biblia. Pero estaba dispuesto a usar otras armas cuando las tenía a mano.
Animó la matanza de prisioneros hugonotes. Envió el birrete y la espada consagrados al duque de Alba
para mostrarle su agradecimiento por el reino de terror que había impuesto en los Países Bajos.
Los edictos imponían castigos salvajes por simonía, blasfemia, sodomía y concubinato. Limitaban
el lujo de la ropa y los banquetes, las bodas y los alojamientos caros. Expulsó a todas las prostitutas de
Roma dándoles seis días, a menos que se casaran o entraran en el convento de las Penitentes - un decreto
que no se cumplió con todo su rigor, pero las que prefirieron no arriesgarse a los peligros de la lucha
fueron confinadas en un barrio especial que fue vallado, y en el que se organizaron sermones especiales
para su instrucción. Otro edicto prohibía a todos los residentes con casa visitar las tabernas. Disuadieron al
Papa por los pelos de que impusiera la pena de muerte por adulterio. Los padres eran sometidos a castigos
especiales si dejaban de enviar a sus hijos a las escuelas dominicales. Los sacerdotes, que habían vestido
corrientemente como laicos, fueron obligados a usar ropa clerical y afeitarse la barba. A los médicos y
doctores se les prohibía usar birrete. Los doctores no habían de visitar a los enfermos más de tres días sin
recibir un certificado de que el paciente se había confesado con un sacerdote. El Papa trató de restringir el
lujo de banquetes, bodas, ropa; su policía registraba las joyerías confiscando las vanidades del mundo; sus
impuestos desanimaban el uso de los carruajes; sus decretos limitaban las dotes y prohibían a los tenderos
colgar carteles con santos pintados. Creyó que era improcedente que hubiera estatuas paganas decorando
su residencia, y le dio al pueblo de Roma unas cuantas estatuas clásicas. Quería dar muchas más,
incluyendo algunas de las grandes estatuas que estaban en la galería del Belvedere, y las dejó seguir solo
con la condición de que la colección no estuviera abierta al público. Aprobó que se cubriera la estatua de
Neptuno de la fuente de Bolonia y contrató a un artista para que vistiera más los frescos, aunque en general
no cubrió los desnudos. Los chismosos empezaron a decir que el papa Pío quería convertir la ciudad de
Roma en un monasterio.
Era imposible imponer eficazmente leyes suntuarias de este tipo en la Roma de 1570. Fuera del
ámbito del gobierno papal fueron totalmente ineficaz. El Papa publicó un decreto aboliendo las corridas de
toros, pero los obispos españoles no se atrevieron a publicarlo. Estas leyes suntuarias tenían más
importancia como símbolos de un programa y de un ideal que como empresa práctica de gobierno moral.
En el mundo de la administración el Papa se metió en los mismos obstáculos que habían frustrado los
esfuerzos reformistas de sus predecesores. Una vez profesó que la Iglesia no necesitaba riqueza. De hecho,
Roma contaba con un gran servicio civil, una red de administración, y el gobierno papal no se podía llevar
adelante sin dinero. Los puestos se habían vendido por dinero; y en momentos de inminente bancarrota los
papas habían creado más puestos con sus correspondientes emolumentos a fin de conseguir capital.
Librarse de los funcionarios parásitos, corruptos e insignificantes de la corte papal no era solamente una
acción de reforma administrativa. Representaba encontrar sumas imponentes de dinero para compensar a
personas que habían comprado puestos de buena fe y ahora se iban a encontrar con que se abolían sus
puestos y medios de vida. El papa Pío les dijo a algunos funcionarios despedidos de la penitenciaría que
«siempre es mejor morirse de hambre que perder el alma.» Decía que era preferible que se arruinara la
Curia que el Cristianismo. Pero la justicia común no podía barrer a los burócratas de Roma sin ofrecerles
una salida. El Papa trató de obligar a todos los sacerdotes y obispos que tenían cura de almas fuera de
Roma que volvieran a sus beneficios, y hasta encarceló en el Castillo de Sant’Angelo a algunos obispos
que dejaron de cumplir la orden. Fue in intento de curar los síntomas más que la enfermedad. Sin embargo
fue mucho para el futuro el que un Papa hubiera intentado tan temerariamente una reforma de la
administración papal. «Los hombres de Roma - dijo el embajador veneciano Tiépolo - se han vuelto
bastante mejores; o, por lo menos, lo aparentan.»
En 1568 el Papa reformó el Breviario. Adoptó algo de aquel programa que Cranmer se había
propuesto antes - hacerlo más claro y sencillo, restaurando los Salmos y la lectura de la Biblia a su lugar
dominante, quitando pasajes de las lecturas no bíblicas que eran espurios o increíbles. Restringió la
publicación de indulgencias; e intentó por todos los medios de llevar a la práctica los decretos y el espíritu

132
del Concilio de Trento. En Santa María Maggiore de Roma se pueden ver las copias de los decretos de
Trento que usaba el papa Pío V. El historiador Pastor consideraba aquel librito con profunda emoción, y
comentaba: «Llegó a ser en sus manos el rastrillo con el que limpió todo un mundo de ortigas.»

Carlos Borromeo
La fuerza del movimiento en su mejor nivel se ve en la obra de Carlos Borromeo, arzobispo de
Milán desde 1560 hasta 1584. Experimentó una de esas conversiones fulgurantes que abundaron con tal
profusión en la Contrarreforma. Era sobrino del papa Pío IV, clérigo beneficiario a los doce años, pluralista
y arzobispo a la edad extracanónica de veintiuno, cardenal a los veintidós, adicto a la caza hasta un punto
criticable como impropio de un cardenal, amante del esplendor y el despliegue que vestía a sus 150 criados
de pies a cabeza con ropaje de terciopelo negro, repentinamente recibió órdenes sagradas a los veinticinco
años, siguió los Ejercicios espirituales de Ignacio, intentó dimitir de la mayor parte de sus lucrativos
beneficios sinecura, despidió a la mitad de su séquito e impuso reglas austeras a la otra mitad, vivía a pan y
agua un día a la semana, usaba un azote de ganchos en su cuerpo, y empezó a predicar sermones - cosa que
a la gente le resultaba alucinante, porque no habían oído nunca predicar a un cardenal. Sus habilidades y su
posición en Roma le permitieron representar un papel importante en la última sesión del Concilio de
Trento (1562-3). El Concilio creó una comisión para asegurar que se cumplían los decretos, y otra para
redactar un catecismo revisado de la doctrina cristiana; Borromeo ayudó a dirigir el trabajo en ambas
comisiones y revisó el primer bosquejo del catecismo. Es característico de la Contrarreforma el que este
famoso Catecismo se hubiera diseñado, no para niños o iletrados, sino para la instrucción del clero parro-
quial. Ayudó también a revisar el Breviario, como había decretado Trento. Procuró llevar a cabo en su
archidiócesis los decretos disciplinarios de Trento. Trento le había ordenado residir en su diócesis, pero él
encontró sumamente difícil que el Papa le permitiera ni siquiera visitarla. Consiguió persuadir al papa Pío
V y vivió en Milán, el primer arzobispo que residía en la diócesis desde hacía muchos años. Celebró síno-
dos provinciales y diocesanos de su clero como Trento había ordenado. Fue el nuevo modelo de obispo
católico, ocupado constantemente en visitar sus parroquias. Estableció, no un solo seminario, sino tres en
Milán y otros tres fuera de la ciudad. Los puso en un principio bajo el control de los jesuitas, pero más
tarde perdió la confianza en ellos y fundó una sociedad enseñante, los Oblatos de San Ambrosio, con ese
fin. Fundó un «Colegio suizo» para preparar sacerdotes para la Suiza católica. Instituyó una sociedad
educacional que para el tiempo de su muerte controlaba 740 escuelas. Era un hombre inexorablemente
austero, hasta impopular, heroico, dispuesto a arriesgar la vida en una plaga, o la comodidad en una pelea
con el gobernador. Murió en 1584 y fue canonizado en 1610.

LOS RECUSANTES INGLESES

Cualquier estado que se hacía protestante perdía eclesiásticos por fuga o destierro. Un número reducido no
estuvieron dispuestos a cambiar y prefirieron mantener su culto tradicional en otras tierras. Estos hombres
no estaban ganados para caer en el encubrimiento; ser testigos de la destrucción o la venta en los
mercadillos de las vestiduras, píxides, imágenes, capas pluviales, altares e incensarios.
Las circunstancias de Inglaterra, se podría haber esperado, que animarían a mayor número de estos
recusantes, que en Escocia o en los principados del norte de Alemania. Porque los obispos de la reina
María, casi como un solo hombre, se negaron a aceptar el nuevo régimen de la Iglesia, y arrastraron
consigo a otros 200 clérigos en las primeras de cambio. El gobierno de Eduardo VI y luego de María
convenció a algunos conservadores ingleses de que el Catolicismo necesitaba al Papa. El gobierno de
Londres, aunque suficientemente seguro a menos que se produjera una invasión de fuera, no había
dominado el norte, más primitivo y sencillo, y a veces tenía que tener tacto para gobernar a Gales, y más
aún a Irlanda. En el norte de Inglaterra y en Irlanda los grandes lores actuaban con espíritu independiente.
Y de la misma manera que los protestantes bajo la reina María se animaron por la falta de un bebé y el
conocimiento de que el sucesor había de ser un protestante, así los conservadores se animaron ahora por la
soltería de la reina Isabel y el conocimiento de que la heredera del trono, la reina María de Escocia, era
católica romana. Lancashire y las colinas del norte, como Irlanda, apenas habían sido tocadas por la

133
Reforma.
Los partidarios del Papa no dejaron de asistir inmediatamente a sus iglesias parroquiales. Tenían el
hábito de asistir; y se les podían poner multas si faltaban. En 1563 un comité en Roma declaró que no se
permitía la asistencia; pero ellos se lo pasaron por alto, y si bien no estaban dispuestos a aceptar la liturgia
en la lengua vernácula, sus hijos se fueron acostumbrando paulatinamente. A muchos de ellos les ayudó la
moderación, la atmósfera católica de la liturgia inglesa; y algunos justificaron su asistencia y conformismo
durante los primeros pocos años con la disculpa de que el Papa no se había pronunciado decisivamente
excomulgando a Isabel.
El papa Pío V fue en parte responsable de la tragedia de la Contrarreforma inglesa.
En 1568 la reina María Estuardo huyó de Escocia a Inglaterra, la metieron en la cárcel y dieron a
la oposición creciente un punto de apoyo. Ella le dijo al embajador español que si España la ayudaba sería
la reina de Inglaterra a los tres meses y se volvería a decir misa en todo el país. En Roma dos cardenales
discutieron angustiadamente con el Papa cómo ayudar más eficazmente a la inminente insurrección. Los
condes de Northumberland y Westmorland, con la bandera de las Cinco Heridas, 12,000 coronas del Papa
y la promesa de ayuda española, iniciaron la revolución. Profanaron la mesa santa de la catedral de
Durham, hicieron trizas la biblia inglesa, instalaron otra vez la misa – pero fueron suprimidos al poco
tiempo mediante ejecuciones terribles. Ignorando que la rebelión había colapsado, Pío V publicó la bula
Regnans in excelsis (1570) excomulgando y deponiendo a la Reina, declarando que ella y todos sus
partidarios no eran parte del Cuerpo de Cristo, y eximiendo a todos sus súbditos de la obediencia. La bula
fue introducida en Inglaterra por un capellán de la embajada española, y un caballero llamado Felton la
clavó a la puerta del palacio del obispo de Londres en el patio de San Pablo, lo que le costó la vida. El
lenguaje de la bula era insensato, y el rey Felipe II de España lo lamentó; él, que era la principal esperanza
terrenal de la sede romana pero que no había sido consultado. Así marcó el Papa a los católicos ingleses
con la imputación de traición.
Una vez que se les atribuyó el papel de traidores, los numerosos inocentes fueron metidos en el
mismo saco que los pocos culpables. La mayor parte de los partidarios ingleses del Papa eran tan ingleses
como romanos, y no tenían ningún deseo de destruir a su Reina para favorecer a la reina María de Escocia
y a los españoles. Pero puesto que el Papa había proclamado al mundo que no se podía ser fiel súbdito de
la Reina y del Papa, todos los católicos romanos de Inglaterra, todos los que se negaban por fidelidad a la
vieja religión a asistir a las iglesias parroquiales, eran traidores en potencia, puertas adentro. Si uno debía
dinero a un recusante, podía suscitar el sentimiento popular contra él o denunciarle a las autoridades. Si
uno le robaba a un recusante, o tomaba medidas contra él, el recusante no podía estar seguro de la justicia,
y puede que ni se atreviera a litigar. Las conjuraciones sucesivas en torno a la reina María de Escocia, los
esfuerzos inútiles para programar una sucesión católica a Isabel, los subsidios del Papa a los irlandeses
rebeldes, sobre todo la amenaza de España, aumentaron el miedo al Catolicismo Romano en la mente
popular de los ingleses.
El surgimiento del nacionalismo, y su sentimiento acompañante del patriotismo, se enfrentó con
los ideales medievales más antiguos de un Cristianismo internacional, y generaron conflictos de lealtad y
conciencias inquietas. En otros lugares las circunstancias o la diplomacia hicieron el conflicto menos
doloroso. Pío V, el menos diplomático de todos los papas, consiguió crear este conflicto de conciencia en
su forma más aguda. Aunque la mayor parte de los papistas ingleses eran leales a la Reina de Inglaterra,
algunos recusantes se sintieron obligados a ver su lealtad al Papa como un poner los mandamientos de
Dios por encima de los del César, y así justificaron los temores nacionales de conspiración e invasión
extranjera. Era verdad que 180 monjes y frailes navegaban con la Armada Invencible; que el rey Felipe II
y el entonces Papa estaban de acuerdo en elevar al exiliado cardenal Allen al puesto de gran canciller y
arzobispo de Canterbury si la invasión era un éxito; que en el tiempo de la Armada Allen imprimió una
diatriba repugnante denunciando a la Reina como bastarda, usurpadora y hereje; que una banda de 700
exiliados ingleses marchaba con el ejército español de los Países Bajos para preparar la invasión, y que en
1580 un secretario papal escribió una respuesta oficial diciendo que Isabel era la causa de tantas injurias
infligidas a la fe católica que «quienquiera la envíe fuera de este mundo con la piadora intención de hacerle
un servicio a Dios, no solo no peca sino gana mérito.»
Así empezó la legislación penal.
El parlamento de 1571 aplicó la pena de traición a cualquiera que reconciliara a otro con Roma o
se reconciliara él mismo con Roma. El Acta hacía a cualquier sacerdote recusante implícitamente reo de

134
pena de muerte por delito de traición. El primer sacerdote que fue ejecutado fue Cuthbert Mayne en 1577.
La legislación subsiguiente, desde 1581, hizo explícita la traición. En 1585 un sacerdote era culpable de
alta traición si permanecía en Inglaterra, y se convirtió en felonía albergar o recibir a un sacerdote. No se
puede decir si Mayne y sus seguidores fueron ejecutados por alta traición o si fueron mártires por causa de
la religión, ya que las dos cosas se habían identificado. A Mayne se le acusó de administrar la Cena del
Señor a la manera papista, y de dar basura en vez de la comunión; pero también se le obligó a confesar
que, aunque era leal a la corona, estaba dispuesto a ayudar a cualesquiera invasores que posteriormente se
esforzaran por recuperar Inglaterra para la obediencia al papa.
Aquí tenemos un diálogo de la sesión del tribunal de Durham en julio de 1594:

EL PRESIDENTE: Se te condena por la más vil traición a Su Majestad la Reina.


INGRAM: Señoría, yo muero solamente por la Religión, y por la misma Religión, y no otra, por la que su
señoría y todo este tribunal deben ser salvos si han de ser salvos.
JUEZ BEAUMONT: Eres un indeseable... La ley te dice que mueres por alta traición...
INGRAM: No hay ley cristiana en el mundo que pueda convertir en traición decir y sacrificar misa; lo mismo
se podría llamar traición a la celebración del Jueves Santo de los discípulos de Cristo como se hace
traición decir y sacrificar misa.

La situación de los recusantes ingleses se había vuelto intolerable. Una dispensa obtenida de
Roma en 1580 permitiendo una profesión cualificada de lealtad no ponía mejor las cosas, porque las
cualificaciones parecían socavar el valor de cualquier profesión de lealtad hecha por un recusante.
Mientras tanto, los exiliados en el continente europeo se organizaban. Estaba claro que la
recusación moriría en Inglaterra sin ayuda de Roma o ultramar, porque sin esa ayuda se había tornado
imposible suplir sacerdotes, doctrina o sacramentos. En 1568 Allen fundó un colegio inglés en la nueva
universidad de Douai, y procedente de allí se fundó un colegio en Roma en 1576. El colegio de Douai
envió 438 sacerdotes a la misión inglesa antes de 1603. Antes de esa fecha había también colegios en
Lisboa, Madrid, Sevilla y Valladolid. Allen creó una nueva manera, aunque muy peligrosa, de refrenar el
conformismo y animar a los fieles recusantes. A sus hombres preparados, celosos y valerosos, debió su
existencia continuada el Catolicismo en Inglaterra. Durante los años entre 1577 y 1603, 123 sacerdotes
fueron ejecutados, y unos sesenta hombres o mujeres que habían sido culpables de acogerlos o ayudarlos.
Los mejores de los sacerdotes, como el jesuita Edmundo Campion, eran hombres de puro espíritu pastoral,
refinado por la disposición a arrostrar el martirio. Hombres de menos talla, como el jesuita Robert Parsons,
eran intrigantes políticos sin escrúpulos.
Era inevitable que estas presiones dividieran el cuerpo recusante. Había hombres que creían que
podían ser buenos católicos y leales a la reina Isabel, y otros que lo creían imposible. La diferencia empezó
por dividir a los recusantes en dos partidos: los que querían que los jesuitas estuvieran en control de los
sacerdotes seculares, porque el control jesuítico insistía en una actitud más rigurosa, y los que se resistían
por la misma razón. En los colegios ingleses en Roma y Reims, a los que las guerras holandesas obligaron
al colegio de Douai a funccionar durante quince años, en el castillo de Wisbech donde estuvieron
confinados muchos recusantes, la diferencia condujo a acusaciones de cisma y herejía. Condujo a la
demanda de obispo por parte de los sacerdotes seculares, ya que la presencia de un obispo suprimiría o
minimizaría la autoridad de los jesuitas.
Los esfuerzos de hombres valerosos o desaprensivos no podían hacer mucho más que mantener la
lealtad de los pocos. Los retornos, a la subida al trono de Jacobo I en 1603 muestran que había 8,570
recusantes en el país. Los números más elevados se encontraban en Cheshire y Lancashire, casi 2,500 de
ellos en la diócesis de Chester. Otras estimaciones de la magnitud real de la recusación eran mucho más
elevadas. Puede que hubiera hasta 360 sacerdotes todavía trabajando veladamente en el país, y tal vez
100,000 católicos o más que se sometieron ocasionalmente para evitar multas. En el norte, pequeños
propietarios y granjeros y hasta habitantes de los pueblos podían ser recusantes. La gente sencilla puede
que se negara a ir a la iglesia porque les disgustaba el cambio. La señora Porter, mujer de un sastre de
York, cuando fue acusada de no ir a la iglesia, replicó que «su conciencia no se lo permitía, porque las
cosas no estaban en la iglesia como habían estado antes, en los tiempos de sus antepasados.» Pero, excepto
en el norte y en Irlanda, la continuidad de la lealtad a Roma dependía de la continuidad de una familia
católica de terratenientes. Los del campo no podían seguir siendo católicos sin los sacramentos; y los

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sacramentos no se podían obtener sin sacerdotes; y los sacerdotes no podían encontrar alojamiento y
protección sino en casas grandes. El número de «guaridas de sacerdotes» que se han descubierto ahora en
las casas de campo ha sido exagerado por la leyenda o la piedad. Estos escondrijos hábilmente construidos
se encuentran más frecuentemente en el norte que en el sur. Los más efectivos se construían dentro de una
casa de tal manera que el más experto inspector no pudiera observar espacios huecos o sin utilizar. En
Hindlip Hill en 1606 los perseguidores tenían conocimiento casi seguro de que había un sacerdote en la
casa. Tenían razón; había cuatro hombres escondidos. Demolieron la casa en su esfuerzo por encontrarlos,
pero en vano. Los encontraron después de varios días solamente porque se estaban muriendo de hambre y
tuvieron que entregarse. Estos incómodos escondites muestran románticamente que la recusación en
tiempos de la reina Isabel y de los Estuardo dependía de terratenientes fieles. Esta relación entre la familia
campesina y el sacerdote impartió al Catolicismo Romano en Inglaterra un sello propio que siguió
caracterizándolo hasta la emancipación de 1829, y que no han erradicado totalmente los grandes cambios
desde entonces.
En el complot de 1605 para volar al Rey y las Casas del Parlamento mientras estaban en sesión, la
mayor parte de los conspiradores eran católicos; y se demostró que el superior de los jesuitas, el padre
Garnet, tenía conocimiento del complot por medio del confesonario, y fuera del confesonario una vaga
información de que algo semejante estaba en camino. Los católicos romanos de Inglaterra ignoraban el
complot, y casi todos habrían estado en desacuerdo si lo hubieran sabido. Pero Guy Fawkes se convirtió
para los ingleses en el tercer símbolo, como las hogueras de Smithfield y la Armada Invencible, que
probaban la deslealtad de los católicos romanos. Se instituyó un culto anual de conmemoración el 5 de
noviembre, donde se predicaban sermones preñados de elocuencia más que de caridad.3
A pesar del Complot de la Pólvora, y ejecuciones epidémicas aunque menos numerosas de
sacerdotes, a pesar de leyes penales aún más severas, los recusantes tenían razón en esperar que los
Estuardo fueran más tolerantes y favorables. La alta política hizo negociaciones para una boda española
bajo Jacobo I, y casó a Carlos I con la reina católica romana Enriqueta María, a la que se permitió traer
consigo un obispo y veintisiete sacerdotes, aunque la mayoría de estos fueron despedidos posteriormente.
En 1623 un obispo fue por fin consagrado como obispo de Calcedonia para los católicos romanos de
Inglaterra, aunque se obligó a su sucesor a dejar el país en 1631. Uno de los secretarios de Estado dimitió
de su puesto al hacerse católico romano, fue promocionado a ser Lord Baltimore, y más tarde fue el
fundador del estado de Maryland. Bajo Carlos I los agentes papales aparecían en la corte y se celebraba
misa ante grandes congregaciones en las capillas de la Reina o los embajadores extranjeros. Hasta el doctor
Godfrey Goodman, obispo anglicano de Glouscester, se sometió en el lecho de muerte a la Iglesia de
Roma. Pares recusantes no fueron excluidos de sentarse en la Cámara de los Lores hasta 1678. Carlos II,
en exilio durante la república, adquirió aquellas simpatías católicas romanas que fueron rara vez evidentes
en su vida pública o moral, pero que aparecieron en su lecho de muerte.
La sospecha hacia Roma llegó a ser casi parte del carácter nacional, parte del patriotismo, parte de
la «inglesidad» de una persona, y una roca sobre la que los reyes Estuardo acabarían por estrellarse.

LA DEVOCIÓN DE LA CONTRARREFORMA

En la vida devocional como en la doctrina, se ha sugerido que los protestantes hicieron que los católicos
valoraran aún más las prácticas que aquellos criticaban o destruían. Un español o un italiano oían hablar de
pies sacrílegos que pisoteaban el polvo y los huesos de hombres piadosos, oían queviles turbos en el norte
lanzaban ladrillos a la imagen de la Bienaventurada Virgen, oían que la Virgen era ultrajada y blasfemada
aunque había consolado a la Iglesia a lo largo de siglos - la Virgen, cuyo delicado retrato de Reina de Santa
María Maggiore en Roma había sido pintado en vida, según se creía, por la mano del mismo san Lucas; y
se sentía movido de corazón a hacer reparación, a restaurar la belleza y la poesía de la que el norte la estaba

3
Estos cultos anuales continuaron hasta 1858. A mediados del siglo XVII el día era una ocasión para un
comportamiento desmadrado y fuegos artificiales y hogueras entre los aprendices de Londres. Desde alrededor de
1673, cuando el Duque de York (el futuro rey Jacobo II) se casó con María de Modena a pesar de la hostilidad de los
Comunes, se quemaba a veces una efigie del papa. A finales del siglo XVIII se empezó a llamar la efigie «guy», un
tipejo, y de ahí su supuesto nombre.

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despojando, a reverenciar las imágenes o las reliquias más fervientemente que nunca, a escuchar más
atentamente que nunca antes las historias de las reliquias que sangraban o de las imágenes que derramaban
lágrimas por sus ojos, que él decoraba con joyas aún más ricas.
Pero la creencia de que Roma valoraba aquí lo que los protestantes negaban porque los
protestantes lo negaban no está garantizada por la evidencia. El estudiante de la vida devocional durante el
siglo XV ve muchas de las formas asociadas a menudo con la Contrarreforma. La nueva piedad de la edad
de Trento, el nuevo fervor, animado por la estatura europea de la cultura religiosa española, tomó estas
formas más antiguas y las extendió.
Aunque la Contrarreforma podó su misa y su breviario, su poder devocional fue más personal que
litúrgico. El laicado se animaba a tomar la comunión con más frecuencia, y por tanto se confesaba con más
frecuencia; pero sus devociones en la misa acompañaban a las formas litúrgicas más que se derivaban de
ellas. Críticos hostiles observaban como actos agresivos el que los jesuitas anduvieran públicamente por
las calles con el rosario en la mano o al cinturón. En las iglesias fue una época de ornamentación pródiga,
mobiliario costoso de sepulcros y altares, de lámparas de colores y de candelabros preciosos. Los retiros
llegaron lentamente a ser una costumbre, surgiendo especialmente de los Ejercicios espirituales de Igna-
cio, y posteriormente muy animados por los autores franceses del siglo XVII. El laicado instruido fue
animado a usar la Biblia con fines devocionales, en traducciones autorizadas de la Vulgata. La devoción a
la Virgen María, aunque como muchas devociones se extendió hacia finales del siglo XVI, casi no adquirió
nuevas formas importantes; el Ángelus se extendió como devoción solamente durante el siglo XVII.
Algunos teólogos, como el jesuita Suárez, desarrollaron la idea de que María cooperó de alguna manera en
la redención humana; y los teólogos normalmente evitan tales especulaciones a menos que estén
acompañando, justificando o restringiendo alguna corriente de piedad popular. En la devoción eucarística
hubo más extensiones. Las viejas condiciones improvisadas en las que se reservaba el sacramento en las
iglesias, guardado a veces en armarios en la sacristía aun en Italia, fue pasando lentamente a un arreglo más
uniforme mediante el cual un tabernáculo elaboradamente amueblado se construía sobre el altar mayor de
la iglesia. La forma moderna del culto de bendición, en el que la hostia se expone para la veneración y se
bendice al pueblo con ella, se fijó en este tiempo. La comunión frecuente y una fuerte devoción a la Virgen
acompañaban a menudo a la meditación sobre la naturaleza humana de Cristo y su amor humano. Teresa
de Ávila y Francisco de Sales popularizaron el culto a san José. La primera Contrarreforma era demasiado
muy austera como para estimular un lenguaje extravagante, pero en su desarrollo ulterior dejó de tener
miedo al fervor emocional. Pierre de Bérulle (muerto en 1629), que introdujo el Oratorio en Francia, se
caracterizaba por un fervor de afecto hacia la naturaleza humana de Jesús, publicando en 1623 Les
grandeurs de Jésus, un título que ya por sí marca la diferencia con la devoción católica del siglo anterior.
Su sucesor como superior del Oratorio francés, Charles de Condren (muerto en 1641), muestra una mezcla
similar del lenguaje afectivo al Jesús humano con un lenguaje fuertemente evocativo acerca de la
eucaristía.
Un discípulo de Bérulle, Vicente de Paúl (1581-1660, canonizado en 1737) se dedicó al servicio
activo a los pobres; y las dos órdenes que fundó, los Lazaristas para hombres, y las Hermanas de la
Caridad para mujeres, representaron el mejor ideal social de la reforma católica. Las Hermanas de la Cari-
dad llegaron a ser la orden más numerosa de los tiempos modernos.
El milagro «físico» asociado con la santidad siguió siendo valorado como en la Edad Media. El
cuerpo que permanecía incorrupto o daba un olor fragante, la reliquia que curaba, la monja que levitaba en
el aire y permanecía suspendida, el rostro que brillaba con una luz extraterrena, los estigmas del
Crucificado en las manos y los pies (como los de la hermana María de la Visitación, la monja de Lisboa
que fue consultada por el almirante español antes de la salida de la Armada Invencible),4 el anillo de carne
sobre el dedo de la monja, el corazón que el fuego del amor espiritual elevaba a la temperatura material de
combustión, la monja que no comíó nada durante muchos años - el pueblo valoraba estos acompañantes
físicos y psicológicos acríticamente, no así las autoridades eclesiásticas. Uno de los contrastes más curiosos
entre los protestantes y la Contrarreforma es el hecho de que en las iglesias protestantes este elemento
popular de carácter medieval desapareciera totalmente. El rey de Inglaterra seguía tocando a las personas
para el Mal del Rey, los médicos de la medicina protestante apenas estaban emancipados de la magia

4
Posteriormente se alegó que sus estigmas eran espurios; la alegación es sospechosa, porque el gobierno español
descubrió que ella estaba a favor de la independencia portuguesa, y quiso desacreditarla.

137
material, sus astrónomos seguían siendo astrólogos, sus químicos seguían siendo alquimistas, sus
cazadores de brujas eran igualmente celosos. Pero los supuestos acompañamientos de los éxtasis místicos
desaparecieron con los conventos que los habían albergado, eran sospechosos de papismo y no se echaron
de menos.
El misticismo puede definirse en general como la directa aprehensión de lo divino por una
facultad de la mente o del alma. Los protestantes miraban con suspicacia tales pretensiones, que parecían
sugerir que lo divino podría encontrarse en un conocimiento o experiencia natural fuera del conocimiento
de las Escrituras. Muchos dirigentes católicos, especialmente los jesuitas, eran también suspicaces de una
pretensión mística incontrolada, por razones parecidas. Los primeros místicos españoles tuvieron a
menudo problemas con la Inquisición.
Teresa de Ávila (1515-1582), de familia noble, fue monja desde los dieciséis años, carmelita a los
veinte. Los carmelitas no eran «irreformados»; pero Teresa demandaba niveles superiores, y (desde 1562)
fundó diecisiete conventos a pesar de la oposición. En 1561-2, a las órdenes de su confesor dominico,
escribió su autobiografía, una narración de enfermedad nerviosa y éxtasis y visiones religiosas, mezclados
con una profunda comprensión del crecimiento del alma mediante la oración hacia la unión con Dios; un
fárrago, único en la historia cristiana, de mente infantil y madura, grandeza sin orden y con un mínimo de
puntuación, una versión femenina y desenfadada de las Confesiones de san Agustín, por las que fue muy
influenciada. No ha habido ningún autor cristiano importante que haya escrito con más naturalidad. El
lector sabe, aunque no se lo dijera uno de los amigos de Teresa, que ella escribía deprisa y sin
correcciones. La Inquisición confiscó su manuscrito, que ella recuperó gracias a la ayuda del rey Felipe II.
En El camino de perfección (1565) y El castillo interior (1577), recorrió otra vez el mismo terreno,
tratando en El castillo interior de reemplazar su autobiografía, que los inquisidores seguían guardando. El
castillo es el alma, su guardián es Dios, que mora en su interior; y la vida de oración es el recorrido por las
habitaciones del castillo desde el círculo exterior a la luz en el centro. En medio de estas devociones del
claustro, Teresa se muestra como una mujer con capacidad y sentido común, al tanto de los detalles prácti-
cos, organizando su orden, protegiéndola de asechanzas poderosas. Fue canonizada en 1622.
En 1567 conoció por primera vez a un joven estudiante de Salamanca, Juan de Yepes, ahora
conocido como san Juan de la Cruz (1542-91). Bajo la dirección de Teresa, Juan fundó en 1568 la primera
casa de carmelitas descalzos en Duruelo, no lejos de Ávila. Pasó varios meses de 1577-8 en prisión, murió
perseguido por su prior, y no fue canonizado hasta 1726; sus obras se publicaron por primera vez en Alcalá
en 1618, con muchas mutilaciones y supresiones. Hasta la edición de 1912-14 no se conoció
adecuadamente el texto auténtico, y fue declarado «Doctor de la Iglesia» en 1926. Poeta español de lírica
pureza, escanció el ideal místico en una serie de odas con comentarios, La subida al Monte Carmelo, La
noche oscura del alma, El cántico espiritual, La llama de amor viva. Con Juan de la Cruz - reposado y
recogido, que publicó poco, diseñado no tanto para el laico como para el religioso - el escribir poesía lírica
para el corazón, sin apelar a las emociones sino guiando el corazón hacia arriba a un aire más puro, la tradi-
ción mística dentro de la Cristiandad alcanzó una de sus cimas supremas.
La reacción, en parte teológica y en parte devocional, contra el agustinianismo, que ya hemos
observado en el Protestantismo entre los adversarios del Calvinismo, y que fue notoria en algunos de los
teólogos jesuitas, recibió su presentación más atractiva de un autor francés, Francisco de Sales (1567-
1622), obispo de Ginebra (no residente en Ginebra sino en Annecy) en 1602-22, canonizado en 1665. En
1609 publicó la Introducción a la vida devota, y en 1616 el Tratado del amor de Dios. La Introducción
marca una nueva fase en la piedad católica. Como los jesuitas eran las órdenes religiosas medievales
saliendo al mundo, así la Introducción es la piedad del convento saliendo del claustro y haciéndose cargo
de la vida laica. La perfección es posible para todos, y no solo para los especialmente religiosos. El hombre
más ocupado no ha de dejar el sacrificio ascético o la oración de contemplación al monje y a la monja, sino
puede practicarlos a su manera en las ciudades y en las cortes y en la vida familiar. La oración mental
callada y sin palabras del contemplativo está al alcance de todos. Así que, como los jesuitas
contemporáneos, Francisco de Sales presentaba la vida devocional como fácil, o por lo menos como
mucho más fácil de lo que uno esperaría. Al contrario que todos los agustinianos, fueran éstos luteranos o
jansenistas, tenía un concepto de lo más optimista de los poderes de la voluntad humana, que parece
elevarse hacia Dios mediante sus actos libres, atraída adelante y hacia arriba por Su belleza y dulzura. Lo
que Molina y algunos jesuitas son en teología - lo opuesto a la doctrina de la justificación por la sola fe -

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Francisco de Sales es en la piedad. Aunque para un gusto austero hay demasiada dulzura de espíritu, pocos
libros devocionales han comunicado tal sentimiento de encanto o de habilidad psicológica. Era plenamente
consciente de que el cortesano o el gobernador no pueden decir sus oraciones o mortificarse como la
monja. Pero sostenía que la rutina diaria y la tarea corriente ofrecen amplias oportunidades para la
autonegación al que quiera aprovecharlas. Animaba a recibir semanalmente la santa comunión. Fue el
primero de los escritores católicos en sacar la dirección espiritual del claustro y encomendar a todos los
laicos a la guía de un director espiritual secular.

El uso del latín


En 1660 el latín era todavía la lengua de la erudición europea. Había dejado de ser la lengua de
todo lo demás que importaba en la vida humana. A medida que las lenguas vernáculas se habían ido
convirtiendo en las lenguas de la literatura, ya fuera prosa o poesía, habían llegado a ser los vehículos del
culto en todas las iglesias fuera de la Católica Romana y Ortodoxa Oriental. Hasta en la erudición, mucho
de lo mejor se escribía ya en la lengua del pueblo.
Así es que el ascenso de las lenguas vernáculas a la máxima respetabilidad colocaba al latín
como la lengua litúrgica. Hasta el siglo XVII el latín era en cierta medida una lengua viva. Siguió viviendo
en rincones del mundo secular adulto, entre los abogados civiles y los investigadores. Pero en su mayor
parte se fue reduciendo a la Iglesia y al aula, ya no como un verdadero medio de vida e intercambio, sino
como lengua muerta, que tenían que aprender los niños, esencial para la persona educada que quisiera
entender su civilización y su pasado, pero ahora ya principalmente una lengua ritual y litúrgica. El latín no
era una lengua «muerta» en 1500, porque Erasmo la usó como expresión de la más elevada prosa
contemporánea. Tal forma de literatura viva ya no era posible hacia 1660. Y por tanto la lengua de la
liturgia católica se hizo más remota, más clerical, más ritualista a finales de la Reforma que al principio, en
parte como consecuencia de la Reforma. De la manera que las antiguas liturgias eslavas iban siendo
canonizadas en la Iglesia Rusa, aunque esa lengua ya no estaba en los labios sino solo en el misal, así el
latín de la Iglesia Romana siguió viviendo, pero en el altar y el seminario. Como lengua adquirió una
cualidad hierática que no había poseído del todo antes de la Reforma. En 1500 uno habría estado dispuesto
a asumir que la liturgia debía ser en latín porque debía estar en la mejor prosa disponible, que era algo que
el latín ofrecía supremamente. En 1650 un defensor del latín en la Contrarreforma habría sido más proba-
ble que declarara que el latín era la lengua santa de la liturgia.

LA ERUDICIÓN CATÓLICA

La erudición católica en la edad de la Contrarreforma estuvo muy limitada por el control de la imprenta. La
condena de Galileo en 1633 no es sino el más notorio en una larga sucesión de decisiones de los
conservadores más cautos contra mentes emprendedoras y originales. Pero la labor investigativa estuvo en
todas partes limitada por la censura. La pila de libros condenados por los censores protestantes se
remontaba tanto hacia el cielo como la de los condenados por los censores católicos. Los defensores de la
ortodoxia fueron lentos para darse cuenta de que si antes era fácil hacer trizas un manuscrito, una vez que
el libro estaba impreso podía fácilmente escapar a sus torpes tijeras. El papa Urbano VIII y sus consejeros
que condenaron a Galileo (ha dicho Giorgio de Santillana) no eran tanto opresores como las primeras
víctimas sorprendidas por la era científica.
La maquinaria represiva es a veces más molesta por su torpeza que por su violencia. Los
mercaderes que querían comercio con los países protestantes descubrían que los papeles requeridos eran
complicados de obtener. Los pupitres de los responsables de la censura estaban abarrotados de libros en
espera de licencias, y los juicios a los autores italianos durante parte de la segunda mitad del siglo XVI
habrían sido irrisorios si no hubieran sido insoportables. Las reglas eran suficientemente difíciles de
imponer. No debía haber ninguna mención laudatoria de los herejes, no se podía seguir ningún manuscrito
contrario al texto de la Vulgata, y los censores estaban a veces incapacitados para examinar los libros de
los instruidos y por tanto propensos a recurrir a darles largas, el recurso característico de los ineficaces e
inseguros. Entre los peores retrasos estaban los libros de texto para escuelas y universidades, que se
necesitaban urgentemente para fines de enseñanza pero que era importante que los censores aprobaran.
El nivel de ediciones que se encuentra en la Roma del siglo XVII no era el mismo que en Francia.

139
Una edición de san Ambrosio fue preparada por el futuro Sixto V. Corregía todas las citas bíblicas de
acuerdo con la Vulgata, alteraba el texto, transponía palabras, cambiaba el orden de los párrafos, insertaba
detalles ceremoniales que el santo omitía inadvertidamente, clarificaba oscuridades y suprimía
excentricidades. La extensión de estos métodos burocráticos al resto de la Iglesia habría destruido la
erudición católica.
Lo más raro de la censura reformista de la Contrarreforma fue su actitud para con la moralidad.
Los libros que atacaban al clero u olían a herejía eran reprimidos despiadadamente. Los libros obscenos no
tenían el mismo sino. El Decameron de Boccaccio sufrió una serie de ediciones expurgadas durante el
curso del siglo XVI. Las autoridades lo pusieron en un principio en el Índice entre otras publicaciones
obscenas, pero dejaron publicar libremente otras que eran igualmente obscenas, y el Decameron había
llegado a ser un clásico de la literatura italiana. En un país rico en poesía vernácula, era una de las pocas
obras maestras de la prosa vernácula. Cosimo de Médici de Florencia le pidió al papa Pío V que Roma
publicaría una edición expurgada. Esta edición apareció en 1573, prologada con un motu propio del papa
Gregorio XIII, una autoridad del tribunal supremo de la Inquisición, otra autoridad del Inquisidor General
de Florencia, y privilegios de los Reyes de Francia y España, los Duques de Toscana y Ferrara y otros
cabezas de estado. Es una edición extraordinaria. Los pasajes con olor a herejía se suprimieron - por
ejemplo, una frase reflexiva sobre la eficacia de las buenas obras; lo mismo que los pasajes en los que se
hacía burla de los monjes o los curas o se los presentaba como culpables de actos criminales. Siempre que
los censores encontraban a un clérigo en esas situaciones lo cambiaban por un laico. Dejaban las obsce-
nidades, pero protegían la reputación de los sacerdotes.
Los efectos de la represión no se deben exagerar. Latini se negó a poner su nombre en una edición
de Cipriano porque el censor insistió en cambios que él no podía aceptar. Fray Luis de León, profesor en
Salamanca, declaró que la edición de la Vulgata contenía muchos errores, aunque no de fe ni moralidad, y
estuvo preso cinco años. Cuando le dejaron en libertad, empezó su clase diciendo: «Decíamos ayer...»,
palabras que figuran en el pedestal de su estatua, y son la mejor expresión de la tranquila integridad mental
de los estudiosos amenazados. Los investigadores católicos sufrieron, pero siguieron investigando.
Gregorio XIII (papa 1572-85) reavivó el mecenazgo renacentista de la investigación. Protegió al
más grande exégeta católico del día, Juan Maldonado, de enemigos oscurantistas, y se le llevó a Roma a
trabajar en una nueva edición de la Septuaginta. En 1578 obreros de una cantera a dos millas de la ciudad
encontraron aberturas que condujeron al descubrimiento extenso de las catacumbas romanas, la mayor
parte de las cuales, aparte de las cámaras sepulcrales debajo de las iglesias, estaban olvidadas y
mayormente llenas de escombros. Durante los siguientes cincuenta años se excavó la extensión de galerías
subterráneas, y los arqueólogos romanos recogieron inscripciones. En 1584 el Papa instaló una imprenta
para literatura oriental, que empezó con una traducción al árabe de los Evangelios. Hizo que se tuviera el
cuidado debido de las colecciones de la Biblioteca Vaticana. En 1580 publicó un texto nuevo del código de
derecho canónico. La corte de Roma desplegó un triunfo señero de la razón y de la ciencia astronómica
cuando Gregorio reformó el calendario. Consultó las universidades, y las autoridades de la Sorbona
replicaron que un cambio en el calendario equivaldría a confesar que la antigua Iglesia había estado en un
error en el tema de la Pascua, y debilitaría por tanto la base de la autoridad eclesiástica. En 1582 el Papa
suprimió el antiguo calendario y pasó el 5 de octubre al 15 de octubre. Fue aceptado casi inmediatamente
en los estados católicos, que así lograron una exactitud más científica, mientras que los anticuados países
protestantes siguieron sufriendo bajo el viejo calendario.5 No quisieron cambiar el año por decreto del
papa, y buscaron el error en las matemáticas romanas. Se observó que se produjeron fuertes tempestades
en toda Alemania durante los diez días que el Papa había suprimido. El nuevo calendario fue adoptado por
la Suiza protestante en 1700-1, por Inglaterra allá para 1752, por Suecia en 1753; y entre los ortodoxos
orientales los búlgaros fueron los primeros en adoptarlo durante la guerra de 1914-18.
En un área específica de estudio las polémicas de la edad de la Reforma echaron los cimientos
para un avance erudito: el estudio de la Historia. Le era imposible a un católico discutir con un protestante
excepto sobre la base de la investigación histórica, porque no tenían otro terreno común. La Reforma
apelaba a la Biblia, la Contrarreforma a la Biblia como la entendía una Iglesia infalible. El terreno común
para discutir, por tanto, se encontraba en la historia de la Iglesia, si esa historia sostenía la idea de una

5
Como Alemania estaba dividida por la religión, los dos sistemas de fechar siguieron coexistiendo, causando
molestias en los encuentros y en los tribunales imperiales.

140
Iglesia infalible, si las prácticas de los protestantes o las definiciones del Concilio de Trento podían
encontrar apoyo en la historia de los siglos cristianos. Cada lado apelaba a la historia para sustentar su
interpretación, y este fue un estudio en el que fueron posibles avances emblemáticos. Entre 1559 y 1574 el
luterano Flacius Illyricus y sus colaboradores publicaron el Siglos de Magdeburgo, la primera exposición
seria e informada de la Historia de la Iglesia, trazando con celo y cuidado la lenta corrupción de la Iglesia
desde los tiempos del Nuevo Testamento hasta la Edad Media. Había que contestar a Flacius, y había que
hacerlo con una investigación mejor. En 1568, el fundador del Oratorio, Felipe Neri, encargó a su
oratoriano César Baronius la tarea de contestar a Flacius y a los «centuriadores», los de Siglo. Baronius
publicó sus Anales en doce volúmenes en folio desde 1588 hasta 1607, el año de su muerte. Los Anales
eran tan tendenciosos como los Siglos, e igualmente inexactos, aunque en lugares diferentes. Pero fueron
indispensables para estudiosos posteriores, porque Baronius, como Flacius, usó los archivos y manuscritos
de la Biblioteca Vaticana, de la que fue bibliotecario desde 1597. Los Anales trataban de demostrar, en
parte sobre la base de documentos que todavía no se sabía que eran espurios, que las prácticas o creencias
que Flacius alegaba que eran corrupciones se encontraban en verdad desde los primeros tiempos en la
Iglesia Cristiana. Satisfizo y reaseguró a un público preocupado, de que la crítica histórica moderna había
cribado la evidencia de las leyendas primitivas, y preservado las ideas populares de la antigüedad en una
neblina pintoresca.
El estudio de la Historia, aunque sea parcial, no puede existir sin engendrar verdad e
imparcialidad, tarde o temprano. Ya en la primera mitad del siglo XVII los estudiosos católicos franceses
se estaban embarcando en las investigaciones eruditas que para final del siglo hicieron a los benedictinos
franceses de San Mauro los primeros acreedores al título moderno de historiadores críticos. En 1606 el
jesuita belga Herbert Rosweyde obtuvo permiso para quedar libre de toda enseñanza y dedicarse a la
investigación. En promoción de los ideales piadosos de la Contrarreforma programó una gran colección de
vidas de santos que se había de editar y publicar de acuerdo con los niveles críticos del estudio histórico
moderno. Tuvo otras tareas, incluyendo una defensa de Baronius contra su más formidable crítico
protestante, y murió en 1629 cuando apenas tenía empezado el trabajo; y aun en lo que se había hecho,
nunca perdió del todo de vista la regla de que el principal objetivo del estudio histórico era contradecir a
los protestantes. En logros y en habilidad crítica llegó mucho más lejos que Baronius; y otro jesuita, Jean
Bolland (muerto en 1665), retomó su vasto plan, investigando las bibliotecas de los monasterios y
fundando esa eminente sociedad de los Bollandistas que tomó su nombre y aún sigue enriqueciendo el
mundo con su erudición.
La nueva investigación histórica fue llevada a su uso más consistente en la controversia por otro
jesuita, Roberto Bellarmino (muerto en 1621). Sus Disputaciones contra los herejes de nuestro tiempo, en
tres volúmenes (1586-93), fueron la defensa más coherente de la Contrarreforma contra la Reforma. El
papa Gregorio XIII ayudó a fundar en Roma una cátedra de Controversia para instruir a los jóvenes
sacerdotes alemanes o ingleses en Roma, y Bellarmino fue nombrado su primer ocupante. Llevó el nuevo
equipo histórico de la época a un sistema tranquilo y magistral, muy por encima de los agudos dimes y
diretes de Johann Eck, sin tenerle miedo a ningún razonamiento, ni tratando de resolver los problemas
dándole la vuelta a la frase o con espaciosas peroratas, ni despreciando a las personalidades, sino tan
intransigente como los guerreros más audaces en la mayor parte de las áreas de conflicto. El canon de la
Biblia, la naturaleza inspirada de la Vulgata, la necesidad de una Iglesia infalible para interpretar las
Escrituras, la autoridad de la Tradición, las doctrinas de la transubstanciación y del sacrificio eucarístico, la
falta de error en los decretos de los papas - todo el complejo de definiciones formuladas a medias en
Trento y que los protestantes creían indefendibles - encontraron un defensor que ponía «los errores de los
herejes» al lado de las enseñanzas de los «teólogos católicos», y seguidamente pasaba a demostrar sobre la
base de la Historia y de la razón que las posturas de los herejes eran insostenibles. Los protestantes no le
podían despreciar. Le apuntaron con su artillería de más peso.
En la misma época en que la Reforma inglesa adquiría autoconfianza intelectual con Richard
Hooker, la Contrarreforma perdía el recurso a la treta y a la injuria que delataba un sentimiento de
inseguridad, y desplegaba con Bellarmino su seguridad recuperada.

LA CONTRARREFORMA POLÍTICA

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El nombre de Contrarreforma se aplica vagamente no sólo al movimiento católico de reforma, sino a un
movimiento distinto: al avivamiento político de los poderes católicos de Europa y el temor creciente, al
final del siglo XVI y después, de que todavía pudieran domeñar a los estados protestantes e imponer de
nuevo el Catolicismo por la fuerza.
El principio de este movimiento se puede fechar desde la paz entre Francia y España concertada
en Cateau-Cambrésis en 1559, y el estallido de la guerra religiosa y civil en Francia poco después. Porque
Francia quedó excluida por ello por un tiempo de la balanza europea de poder. En los primeros y débiles
años de los estados luteranos, los protestantes se salvaron de la destrucción por la existencia de la Francia
católica, a cuyas necesidades políticas ellos sirvieron admirablemente. Todavía en 1551 el papa Julio III
convocó indignadamente a una guerra contra los franceses, tan miserablemente aliados con los protestantes
y los turcos. Desde 1562 a 1598 Francia sufrió una anarquía epidémica, y después de 1598 estuvo
recuperándose. Hasta 1629 no volvió a haber un ejército francés capaz de intervenir decisivamente en la
política europea exterior y hacer volver la balanza de poder otra vez a los protestantes. La Contrarreforma
política se puede fechar desde 1562 a 1626, y coincide con la debilidad de la Francia dividida. Dependía de
que tuvieran mano libre las políticas extranjeras de los poderes Habsburgo en España y Austria e Italia.
La llegada del Protestantismo contribuyó a dividir a Francia, Alemania, Suiza, Irlanda. Los reyes
católicos percibieron, o creyeron percibir, que el Protestantismo y los movimientos populares estaban
aliados, que su autoridad política dependía de la unión de la Iglesia Católica y el Estado y la supresión de
la herejía. Durante la segunda mitad del siglo XVI, animada por el papa Pío V y sus sucesores, la liga de
reyes católicos empezó a adquirir el aspecto de alianza política para la defensa de la Iglesia y posiblemente
para la destrucción del Protestantismo. El más poderoso y el más católico de estos reyes era Felipe II de
España. Devoto, determinado, austero, que pasaba largas horas de rodillas ante imágenes de santos, que
vivía en su Escorial más como en un monasterio que como en un palacio, que regía la Iglesia de España tan
tiránicamente como Enrique VIII regía la de Inglaterra, que identificaba la herejía con la traición a los
poderes establecidos, rico con el oro del Perú, gobernaba España y los Países Bajos, el sur de Italia y
Sicilia, Cerdeña, Milán, todas las colonias españolas en las Américas, y desde 1580 también Portugal y
todas las colonias portuguesas en las Indias. En 1599, un año después de la muerte de Felipe II, Tommaso
Campanella publicó un libro absurdo, De Monarchia Hispanica, para demostrar o predecir que España
estaba destinada a suceder al Sacro Imperio Romano, y que al final se unirían Francia, España e Italia en
un gran poder que obligaría a los protestantes a someterse. El sueño no era visionario. La victoria en una
de tres campañas habría aproximado el éxito. Si la Armada Invencible hubiera derrotado a la marina de
guerra inglesa; o si Alba hubiera quebrantado la resistencia en Holanda; o si la Liga Católica hubiera
derrotado a Enrique de Navarra, los protestantes habrían estado inseguros. El sueño no se limitaba a
fantasías de académicos. El papa Sixto V rodeó el mundo con vastas alianzas insustanciales, imaginando
conquistar a los turcos con sus galeras, recuperar Jerusalén y destruir a los protestantes con la liga de los
príncipes católicos. Excomulgó a Enrique de Navarra, como si fuera un papa de la alta Edad Media, y
hablaba de enviar un ejército papal a ayudar a los españoles en Francia contra los hogonotes. Estaba la
cuestión del apoyo papal a los polacos en un ataque a los rusos, una esperanza de restauración católica en
la costa báltica y un plan de invadir Argelia desde Italia. Era fácil presentar todas las guerras contra estados
no católicos por cualesquiera motivos como cruzadas; y, como los conquistadores en América, los
soldados españoles creían que estaban sirviendo a Dios y a su rey. En el retrato de Bruselas, Antonio Moro
pinta al duque de Alba con un crucifijo en el pecho sobre la armadura. Al lado de Alba en 1572 cabalgaba
el arzobispo de Colonia con pistolas en sus pistoleras.
El sueño llegó muy cerca de su cumplimiento en Alemania.
En 1562 parecía como si los grandes estados católicos del sur de Alemania, Baviera y Austria, de
los que dependía principalmente la causa, pudieran seguir a la Alemania del Norte al Protestantismo.
Muchos sacerdotes y monasterios ya estaban administrando la comunión en las dos especies, y algunos
estaban alterando la liturgia, suprimiendo las oraciones por los difuntos, y tratando a sus concubinas como
esposas legítimas. Probablemente dos tercios de la población de Austria ya estaban en simpatía con los
protestantes, y donde había habido una absurda superabundancia de clero, ahora un solo sacerdote tenía
que servir a cuatro parroquias. En Baviera se reunió una dieta en Ingolstadt en 1563 para discutir una
propuesta de legalizar la Confesión de Augsburgo; y aunque se rechazó, la dieta aprobó la concesión del
cáliz al laicado, la legalización del matrimonio del clero y el uso de la lengua alemana en el bautismo.
En las tierras del sur de Alemania, en las que los viejos abusos ya prevalecían bastante, el poder de

142
la Reforma hacia el Norte significaba un relajamiento mayor de la disciplina eclesiástica. Hacía tiempo que
se necesitaba una reforma de las canonjías y monasterios corruptos y secularizados, y ahora la palabra
Reforma había llegado a asociarse con herejía y gobierno del populacho. La resistencia conservadora a los
protestantes no estaba muy lejos en estas circunstancias de la resistencia a toda clase de reforma o cambio,
aunque fuera salutífero. «Conozco una catedral - escribió Johann Eck al cardenal Contarini en 1540 - en la
que solo tres de cincuenta y cuatro canónigos son sacerdotes.» Eck encontró una catedral en la que ni el
obispo ni el deán eran sacerdotes ordenados. Cuando simplemente al otro lado de la frontera del Norte se
permitía el matrimonio a los clérigos, los sacerdotes no casados, acostumbrados de antiguo a mantener
concubinas, suspiraban por la legalización de sus mujeres como esposas y sus hijos como legítimos y
honorables herederos. Varios eminentes obispos alemanes expusieron en 1561 que la única solución al
problema alemán era permitir el matrimonio de los sacerdotes, bajo condiciones. El duque Alberto V de
Baviera informó al Concilio de Trento de que él apenas podía mantener Baviera vinculada a la Santa Sede
a menos que se permitieran el cáliz y el matrimonio del clero. En abril de 1564 el papa Pío IV envió un
breve a muchos de los obispos católicos alemanes sancionando que se administrara la comunión en las dos
especies a los laicos que quisieran recibirla. Bajo estas condiciones los protestantes seguían haciendo
progresos.
Entre 1565 y 1585 es posible discernir un cambio de moral. Los protestantes se volvieron menos
seguros de sí mismos, y los católicos ganaron en confianza en sí mismos. El descenso de las esperanzas y
expectativas protestantes fue debido en parte a la nueva y más severa política católica seguida por
gobernantes como Alberto de Baviera. Pero aún más surgió de una cierta medida de reconocimiento de que
la Reforma, aunque no se negaban su verdad y necesidad, no había conseguido lo que en el primer brote de
entusiasmo se esperaba. «Nos figurábamos que nos esperaba un siglo de oro» - dijo el pastor calvinista
Scultet cuando visitó Wittenberg en 1591. «El enemigo - escribía el pastor Boquin de Heidelberg en 1576 -
parecía vencido por fin, cuando he aquí que levantó un nuevo ejército y se encastilló en su fortaleza.» Una
parte de este sentimiento de desilusión surgió de las divisiones protestantes. Los estados más pudientes de
la Alemania protestante eran luteranos, y sin embargo durante esos años la política y la enseñanza
Reformada, que algunos luteranos temían casi tanto como a Roma, estaba haciendo avances en Alemania.
La universidad de Wittenberg estaba declinando, mientras que la universidad jesuita de Ingolstadt iba en
ascenso. Otro elemento descorazonador fue la reacción inevitable entre todos los reformadores después
que la ola de reforma perdió su primer impulso; el carácter y la inteligencia de la raza humana son
desesperadamente resistentes a todos los intentos de reformarlos, y aun en un estado de mejor disciplina
los hombres y las mujeres son a menudo tenaces en sus supersticiones, malas costumbres, y moralidad
relajada. La Contrarreforma estaba descubriendo lo mismo, a pesar de todo lo que Trento y las nuevas
órdenes pudieron hacer. Un eminente mazo de los protestantes ya al final del siglo, Wolf Dietrich von
Raittenau, arzobispo de Salzburgo 1587-1612, era notorio por su costosa concubina, sus tres hijos y siete
hijas. Pero a pesar de muchas excepciones, los reformadores católicos mejoraron regularmente los niveles
en todas partes, y ya no existía el contraste deslumbrante entre los «reformados» y los «no reformados».
Los hechos dieron la razón a los católicos que contendían por la reforma como la única manera de resistir a
la Reforma.
La fuerza alterada de los respectivos partidos se puede ilustrar con los casos de Graz, Colonia y
Polonia.

Graz
En 1570 los habitantes de Graz eran en su mayoría protestantes; se decía que había como veinte
católicos comulgantes en la ciudad. En 1573 el archiduque Carlos fundó y dotó un colegio jesuita en Graz,
pero seguía obligado a permitir libertad de religión y de educación a los protestantes, y les prometió esta
libertad en la Dieta de Brück en 1578. Sin embargo, empezó por emplear sólo cocineros católicos en su
corte y promocionar a italianos y bávaros a altos puestos. En 1581 los pastores evangélicos fueron
expulsados de la ciudad y reemplazados por sacerdotes, se les prohibió a los ciudadanos de Graz asistir a la
escuela pública, que era protestante, y en 1585-6 el colegio jesuita fue elevado al rango de universidad, con
el reconocido propósito de mantener la pureza de la fe católica y destruir la herejía. Entonces el archiduque
se sintió suficientemente fuerte para conceder la ciudadanía solamente a católicos. Murió en 1590,
exigiéndole a su sucesor, que tenía doce años, el voto de mantener la fe católica. Mientras que no llegó a la
mayoría de edad los protestantes florecieron de nuevo. Se dijo inciertamente que en Semana Santa de 1596

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el joven Duque fue el único ciudadano de Graz que recibió la comunión de acuerdo con la fe católica. Pero
cuando Fernando alcanzó la mayoría de edad, la marea cambió otra vez. Se refiere que dijo: «Preferiría
gobernar un país en ruinas antes que un país condenado.» En 1598 expulsó de Graz a todos los pastores y
maestros protestantes. En 1599 cerró todas las iglesias y capillas protestantes, y la resistencia local al
decreto fue aplastada por la fuerza. En 1628 obligó a 800 miembros protestantes de la clase alta a dejar el
país.

Colonia
La Paz de Augsburgo fue un éxito político. De 1555 a 1605 ambos lados apelaban a ella como la
base de la ley alemana sobre división religiosa. Los sabios gobernantes de ambos lados no pensaban en
transgredirla, aunque fuera ventajoso solo para su partido, no fuera que Alemania cayera otra vez en la
confusión. No se debe pensar que el campesino alemán estuviera siempre libre de devastación y de tropas
en campaña durante estos años de «paz». Pero las campañas eran siempre locales, y seguían la antigua
costumbre alemana.
Sin embargo, la Paz de Augsburgo adolecía de dos defectos principales. No hacía provisión en dos
sentidos importantes: el status de los calvinistas y el de los territorios eclesiásticos.
Como era un tratado entre católicos y luteranos, no mencionaba a los zuinglianos o calvinistas,
cuya presencia lamentaban los luteranos casi tan ardientemente como la de los católicos. Por tanto los
príncipes y las ciudades calvinistas no tenían derecho legal a existir en Alemania. Pero esto era absurdo,
porque ciudades y príncipes zuinglianos y calvinistas sí existían en Alemania, y con fuerza creciente. Sin
embargo en teoría no tenían personalidad jurídica en los tribunales imperiales, y los luteranos, aferrándose
a la autoridad de la Paz de Augsburgo, a menudo se ponían de parte del Emperador y de los territorios
católicos contra ellos.
El segundo defecto de la Paz fue la falta de provisión legal efectiva cuando un príncipe-obispo se
hacía protestante. Es verdad que (véase páginas 69-70) se había añadido a los términos de paz la
regulación conocida como la Reserva Eclesiástica; pero la regulación no había sido nunca aceptada como
legal por los protestantes. La Reserva Eclesiástica declaraba que un prelado que se hiciera protestante
dimitía por tanto de su cargo eclesiástico. Tendía a garantizar que no se secularizaran más obispados y se
apropiaran como tierras protestantes.
Una cláusula que daba por válida un lado y el otro no, no podía ser más que una causa de
disensión. Y su funcionamiento dependía de hecho de la fuerza local de las partes contendientes. Con el
visto bueno del Emperador Fernando I no consiguió prevenir que grandes sedes como Magdeburgo y
Halberstadt pasaran a ser territorios protestantes. Once años antes de la Paz, Hermann von Wied, arzobispo
de Colonia, se hizo protestante y trató de asegurar el territorio del príncipe y el obispado como un
principado. Fue depuesto por los ejércitos del emperador Carlos V, y su intención quedó frustrada. Pero si
el obispo que se hacía protestante era un elector, incidían otras consideraciones además de la ley
eclesiástica. Si otro elector más se hacía protestante, los protestantes obtendrían la mayoría en el cuerpo
electoral, y probablemente elegirían a un protestante Emperador del Sacro Imperio Romano cuando se
produjera la siguiente vacante.
En 1582 el entonces arzobispo de Colonia Gebhard Truchsess se hizo protestante y secularizó su
territorio. Su rival católico, el duque Ernesto de Baviera, no tenía nada de reformado, y ya era obispo de
otras tres sedes, borracho y en posesión de una concubina. Para desilusión de los protestantes, los católicos
invocaron la Reserva Eclesiástica, y los luteranos retiraron su apoyo, en parte porque tenían miedo de que
Truchsess fuera amigo de los calvinistas. Fue arrojado de su sede por tropas españolas y bávaras, y el
príncipe de Baviera fue instalado como su sucesor.
La existencia de principados-obispados, en los que el obispo era el soberano temporal tanto como
espiritual, ayudó a la causa de la Contrarreforma tan pronto como el poder general católico fue
suficientemente fuerte como para darles apoyo político. Grandes obispos católicos gobernaban territorios
en los que la población era mayoritariamente protestante, y mientras la balanza del poder en Alemania
estuviera en el norte, los protestantes seguían siendo inmunes y extendiéndose. Es una señal del cambio de
la balanza el que los obispos empezaran a recurrir a la fuerza. En 1595 el obispo de Bamberg mandó ir a
misa o al destierro, y aunque se opusieron al edicto los nobles, el cabildo cardenalicio y los señores
vecinos, fue ejecutado bastante en general. En 1596 Theodore von Fürstenberg, obispo de Paderborn,
encarceló a todos los sacerdotes de su diócesis que administraban la comunión en las dos especies.

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Entonces se tuvo que enfrentar con los nobles, que empezaron a echar su ganado y sus caballos, y como la
ciudad, que eligió a un demagogo que tuvo que ser suprimido. Así al mando, el obispo dotó lujosamente
un colegio para los jesuitas y publicó un edicto imponiendo la misa o el destierro. La historia continua de
la tradición católica en la Renania, que por base geográfica se habría podido esperar que fuera
universalmente protestante, se debe en parte a los ejércitos españoles en los Países Bajos, y en parte al
éxito de la Contrarreforma en mantener y utilizar los grandes principados-obispados. A pesar de todas sus
incertidumbres legales, la Reserva Eclesiástica fue una cláusula trascendental.

Polonia
La marea empezó a cambiar en Polonia cuando fue elegido rey Esteban Báthory en 1575. Protegió
a los protestantes y a los católicos igualmente durante su reinado, y él mismo fue moderado; pero la marea
iba cambiando a favor de la sede de Roma en toda Europa del Este, y a finales de su reinado había 360
jesuitas en Polonia. Su sucesor Segismundo III (1587-1632) fue un vehemente católico. La afortunada
introducción del Calendario Gregoriano, que es una de las pruebas del progreso de la Contrarreforma, fue
acompañada de la recepción de los decretos del Concilio de Trento. No concedió ningún puesto a un
protestante, y con su beneplácito nobles católicos echaron a protestantes de sus estados, tribunales
católicos dictaminaron la recuperación de iglesias parroquiales hasta en pueblos de población protestante, y
obligaron a celebrar el culto luterano en el ayuntamiento. Casi toda la enseñanza superior estaba en manos
de los jesuitas. En 1607-8 los lores protestantes fueron suficientemente insensatos como para unirse a una
revuelta de descontentos que incluía a algunos católicos y ortodoxos; y la supresión de la revuelta
representó la victoria final de la Iglesia Católica Romana en Polonia. No se reconocían legalmente los
matrimonios mixtos a menos que fueran celebrados por un párroco, y los párrocos se negaban a
celebrarlos. Ya en 1598 había dicho el nuncio papal: «Hace poco tiempo se habría podido temer que la
herejía superara completamente al Catolicismo en Polonia. Ahora el Catolicismo está llevando a la herejía
a la tumba.»

Los Jesuitas
El Catolicismo político estaba haciéndose más agresivo al estar más confiado. Podemos constatar
el cambio observando la decreciente reputación internacional de los jesuitas. No habían venido al mundo
con la notoriedad que alcanzaron más tarde; y cuando se considera el heroismo de sus miembros en las
Indias y las Américas se podría considerar extraño que su nombre adquiriera tan mal olor. En una orden
que se extendió tan rápidamente, era inevitable que hubiera una proporción de hombres objetables; pero
probablemente no más elevada que en cualquier otra orden, y sus mejores figuras, como un Francisco
Javier, aportaron lustre al nombre de cristiano.
Empezaron por una sencilla reputación de estrictos, y su primera impopularidad fue el honroso
descrédito que sufriría un sincero puritano en Inglaterra. El nombre de jesuita se usó por primera vez en
Alemania, lo mismo que el de metodista en la Inglaterra de los Jorges, como sinónimo de severo. «Las
jóvenes - decía Hermann Weinsberg de Colonia - son buenas jesuitas; van a la iglesia a primera hora de la
mañana y ayunan en cantidad.» Si se decía que «fulano de tal es demasiado jesuita,» se quería decir que
llevaba una vida exageradamente estricta para un laico.
Pero dentro de la Iglesia la vieja rivalidad de las órdenes encontró un nuevo foco. Los franciscanos
y los dominicos miraban con suspicacia a ese nuevo cuerpo, que pretendía ser una orden de religiosos y sin
embargo vivía en el mundo abrumada de privilegios. Cuando los encontraban en España, Japón, las Indias,
la Curia Romana, sus métodos y la atmósfera diferentes generaban malentendidos constantes y repetida
controversia. En 1577 un dominico excéntrico confesó que él se santiguaba siempre que se encontraba con
un jesuita. Los franciscanos de Ingolstadt en 1583 llamaban a los jesuitas de allí «el azote de los monjes».
Se creía que Bellarmino podría haber sido elegido papa en 1605 a no ser por la imposibilidad de elegir a un
jesuita. Como principales propagadores de la fe llegaron a estar asociados en la mente de los protestantes
con la punta de lanza del peligro político que los acechaba. La Inglaterra de la reina Isabel tenía un miedo
de muerte a la subversión de grupos católicos con la ayuda española, y asociaban a los jesuitas con los
intentos extranjeros de animar la traición - para Edmundo Campion el juicio de Inglaterra era falso, para
Robert Parsons era cierto. Como orden religiosa ocupada en todo el trabajo del mundo, se sabía que le
estaban atentos los oídos de varios soberanos católicos; de algunos jesuitas se creía acertadamente que
animaban a la Liga católica y sus campañas en Francia, y de otros que aconsejaban al Emperador de

145
Alemania o al Duque de Baviera. Canisio trató de mantenerlos lejos de las cortes y los palacios; el General
de los jesuitas publicó una orden prohibiendo mezclarse en los asuntos alemanes de estado. Pero era
inevitable. Y la reputación siguió creciendo. Los chiquillos en las calles de Augsburgo en 1582 corrían a
un grupo de jesuitas gritándoles: «¡Jesuswider!» (¡Antijesuses!). En partes de Alemania por esas fechas se
los motejaba «los jinetes negros del Papa». En 1593 se publicó en Frankfurt una Historia de la Compañía
de Jesús, por un exasociado y aborrecedor de la Compañía, Elias Hasenmüller, en la que se habían
empezado a reunir historias; y a partir de ahí las leyendas se multiplicaron abrumadoramente - los jesuitas
intoxicaban a los hombres hasta evaporarlos cuando les administraban los Ejercicios espirituales; eran
maestros en impregnar cazuelas y saleros con venenos; amasaron una fortuna fabulosa en las Reducciones
de Paraguay o el comercio con el Japón; enseñaban que cualquier mentira estaba justificada si su fin era
servir a los propósitos de la Iglesia. El mito del oro en las Reducciones tuvo que ser investigado por una
comisión en 1640, y de nuevo en 1657, para probar que era falso. El Diccionario Inglés de Oxford fecha en
1640 la primera aparición de la palabra Jesuit con el sentido de treacherous, traicionero.
Así se produjo su reputación entre 1575 y 1640. Se produjo en parte porque ellos no podían, o no
querían, evitar la política de la cruzada (y la política, hasta de una cruzada, no es probable que sea limpia),
y en parte porque era un barómetro que registraba el éxito de la Contrarreforma política y los miedos y
pasiones que engendra ese éxito.

La Guerra de los Treinta Años


Cuanto más agresivo el talante, tanto mayor el riesgo de una cruzada, y pronto los protestantes
alemanes empezaron a temer que la única manera de estar seguros era movilizar una liga armada.
En la ciudad libre de Donauwörth en el sur de Alemania los protestantes eran mucho más
numerosos, pero estaba permitido el culto católico. A pesar de la orden de los magistrados, que temían
revueltas, el abad benedictino insistió (abril 1606) en mandar una procesión ceremonial por las calles, que
fue atacada por un gentío en su recorrido de vuelta. En 1607 Maximiliano de Baviera, con una comisión
imperial, ocupó Donauwörth y la trató como ciudad conquistada, anexionándola a Baviera, instalando
jesuitas en la iglesia y haciéndola católica a la fuerza. Parecía una transgresión flagrante de la Paz de Augs-
burgo, y los protestantes ya no se podían fiar de ese tratado para su protección. En 1608 los estados
protestantes formaron la Unión Evangélica para defender los estados protestantes que fueran atacados
contraviniendo la Paz de Augsburgo. Era principalmente calvinista, aunque con apoyo francés; tenía al
Elector del Palatinado como cabeza, y no incluía al principal estado luterano, Sajonia. Una alianza conduce
a una alianza rival, y en 1609 se formó la Liga Católica, presidida por Maximiliano de Baviera. Los dos
lados se estaban armando.
El 13 de mayo de 1618 los nobles protestantes de Bohemia, cuyo rey, Fernando, era el gobernador
de Austria y el Sacro Emperador Romano, arrojó a los comisionados imperiales por las ventanas del
castillo de Praga, hizo salir a los jesuitas del país y se rebeló contra Austria. Le ofrecieron la corona al
Elector del Palatinado, Federico V, cuya aceptación precipitó la Guerra de los Treinta Años. Un
gobernador calvinista en Bohemia habría desequilibrado la balanza de poder en toda Europa.
La Guerra de los Treinta Años fue una guerra religiosa solo hasta 1635. Empezó siendo una guerra
entre calvinistas y católicos, porque Sajonia y algunos otros estados luteranos se mantuvieron al margen,
creyendo que la acción del Elector del Palatinado era insensata e ilegal. En la batalla decisiva de la
Montaña Blanca las tropas imperiales avanzaron al grito de «¡Santa María!», y se construyó en Roma una
iglesia de Santa María de la Victoria. Para 1620 Federico había sido echado de Bohemia, y para 1623 del
Palatinado. Pero la guerra se prolongó, porque el éxito de los ejércitos imperiales fue tan arrollador que
introdujo a otros estados en su contra - Dinamarca (1625-9), Suecia bajo Gustavo Adolfo hasta su muerte
en 1632 y seguidamente bajo el canciller Oxenstierna, Sajonia (1631-5), y sobre todo la católica Francia
bajo Richelieu. Después de 1635 la guerra ya no era en ningún sentido una guerra religiosa, sino una
guerra europea moderna motivada por la rivalidad entre la Francia reavivada y la Alemania imperial.
Sesenta y cinco años antes, Francia y Polonia habían estado divididas entre católicos y
protestantes, el sur de Alemania vacilaba, y la esperanza política del papado dependía solamente de
España. Para 1628 España era mucho más débil, pero Francia había recuperado su status católico romano y
marginado a los hugonotes como una minoría impotente, Polonia había vuelto definitivamente a Roma y
rechazado el Protestantismo, y ahora la guerra llevaba la victoria hacia el norte de Alemania. En 1620-27

146
Bohemia, largo tiempo husita y protestante, fue hecha católica a la fuerza por los ejércitos austriacos, los
protestantes fueron privados de sus derechos civiles, la universidad de Praga fue dada a los jesuitas y unas
30,000 familias protestantes fueron expulsadas. Este fue el triunfo más emblemático y duradero de la
Contrarreforma, y fue acompañado por medidas semejantes en otros lugares de las tierras imperiales,
especialmente en Austria. En 1628 parecía que la conversión a la fuerza de la Alemania protestante llegaría
mucho más lejos. Tropas bávaras expulsaron a los luteranos y a los calvinistas del poder en el Palatinado, y
confiscaron de la biblioteca de Heidelberg un tesoro de libros y manuscritos, la mayor parte de los cuales
sigue en la Biblioteca Vaticana. El ejército imperial bajo Wallenstein conquistó el norte de Alemania hasta
la costa del Báltico, excepto la «neutral» Sajonia y Brandeburgo, e impusieron el Edicto de Restitución, lo
cual se considera acertadamente el momento más alto de la Contrarreforma política.
El Edicto de Restitución (1629) declaraba que había que restituir todas las tierras eclesiásticas
enajenadas por los protestantes desde 1552, y que los calvinistas debían ser excluidos de todos los
derechos del Imperio. No solo perderían los protestantes los grandes obispados, como Magdeburgo y
Halberstadt y Bremen, que habían absorbido desde 1552. Los electores de Sajonia y Brandeburgo habían
adquirido mucha propiedad eclesiástica desde 1552, y el Elector de Brandeburgo era calvinista. Si se
hubiera impuesto totalmente el Edicto, el Protestantismo alemán habría quedado postrado.
Se salvó, en primer lugar, gracias al genial rey sueco Gustavo Adolfo, que se creía llamado por
Dios para salvar a los protestantes y el poder sueco en el Báltico; y también porque entraron los poderes
europeos para abolir la cruzada e introducir otra vez la política de equilibrio de poder. Si se hubiera
impuesto totalmente el Edicto, el poder del emperador alemán habría sido intolerable para España, Francia
y Baviera. La guerra dejó de ser una guerra religiosa. Era necesario para Francia y Suecia el que los
estados protestantes de Alemania estuvieran a salvo.
Los términos de la Paz de Westfalia en 1648 establecieron las fronteras religiosas de los estados
europeos modernos. Fue una recuperación para los soberanos protestantes, un golpe para los axiomas
políticos de la Contrarreforma. Estableció de nuevo la Paz de Augsburgo de 1555, con la adición
trascendental de que su protección se extendía ahora a los Reformados tanto como a los católicos y a los
luteranos. Se llegó a un compromiso en cuanto a las tierras eclesiásticas por el que las tierras de los
obispados que tenían los protestantes el 1 de enero de 1624 siguieran siendo protestantes; y esto bastó para
acabar de reconocer la secularización protestante de las grandes sedes como Magdeburgo, Bremen y
Halberstadt. La corte imperial había de estar formada por protestantes y católicos en igual número.
Excepto en los dominios hereditarios de Habsburgo, todos los estados habían de tolerar la minoría de la
otra religión si había existido antes de 1624; y la propiedad de los exiliados por razones religiosas no se
podía confiscar. Francia ganó Alsacia (excepto Estrasburgo), mucho de la cual era protestante. Las
Provincias Unidas de los Países bajos protestantes y de Suiza se reconocieron como estados. El Elector
Palatino recuperó su Palatinado bajo y la dignidad electoral, pero al Duque de Baviera se le permitió
conservar la parte alta del Palatinado y la dignidad electoral (de ahí que el número de electores subiera de
siete a ocho). De todo lo que ganó en 1628, la causa católica se quedó con (1) Bohemia, (2) una Austria
plenamente catolizada, (3) el Palatinado superior bajo Baviera, (4) partes de Alsacia, bajo Francia, (5) el
reconocimiento por los protestantes de que los obispados del sur de Alemania estaban a salvo. Por su parte
los protestantes ganaron el reconocimiento católico de que sus principales secularizaciones fueron legales,
el reconocimiento de la república holandesa, el reconocimiento de que los alemanes podían ser legalmente
calvinistas, y una medida considerable de tolerancia para los protestantes en territorios católicos a cambio
de una medida considerable de tolerancia para los católicos en territorios protestantes.
Reconocidos ciertamente por los poderes católicos alemanes, mas no por el papa. El papado no se
había involucrado abiertamente en la cruzada alemana. Una vez más el carácter político del papa como
príncipe italiano había estado en conflicto con su anhelo de victoria religiosa. Desde la época de los Otones
sajones del siglo X, los papas habían visto en el predominio de un gran poder único en Europa un peligro
para Italia y por tanto para su seguridad temporal. Aun cuando estaban interesados en resistir a los
protestantes, nunca olvidaron este principio de política. El papa Urbano VIII (1623-44) recibió con agrado
el Edicto de Restitución; pero, como los franceses, se dio cuenta de que un emperador tan supremo en
Alemania pronto lo sería también en Italia, y por tanto animó a Francia y al cardenal Richelieu - que no
necesitaba que le animaran - a aquella política que a la larga terminó por salvar a los protestantes alemanes.
Rehusó condenar la alianza de los franceses con los protestantes, y en 1632, contestando al embajador
imperial que quería que declarara que la guerra era una cruzada, dijo fríamente que la guerra no era una

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guerra de religión, sino de asuntos de estado. Por una parte demandaba la plena restauración del
Catolicismo en Alemania, y por la otra temía las consecuencias políticas de esa restauración, y por tanto
trató de impedirla.
Se podría haber esperado que el sucesor de Urbano, el papa Inocencio X (1644-55) se sintiera al
mismo tiempo ofendido y aliviado por los términos de la Paz de Westfalia; ofendido por las concesiones a
los protestantes, y aliviado por la recuperación de un equilibrio de poder en Alemania. Inocencio dio
señales abundantes de sentirse ofendido, y ninguna de sentirse aliviado. Su legado Chigi protestó contra
los términos del tratado, y en el breve Zelo domus Dei declaró solemnemente que las cláusulas
anticatólicas del tratado eran inválidas. Si la Reforma había hecho algo, había convertido en inútil esta
anticuada especie de intervención papal en las necesidades políticas de las naciones.

148
9
Los Conquistadores

La Europa católica, estaba comprometida en un proceso de reforma y auto-defensa y a la vez estaba


llevando el Cristianismo a las Américas y las Indias. Entre 1493 y 1620, los misioneros españoles y
portugueses cambiaron el mapa cristiano del globo.
En 1492 Colón navegaba hacia el Nuevo Mundo, y en 1493 España ya estaba en conflicto
diplomático con Portugal sobre los nuevos territorios. Los dos gobiernos apelaron al Papa para que
arbitrara entre ellos; un ejemplo de los ejercicios papales de autoridad internacional tan familiares en la
Edad Media y que hicieron obsoletos los acontecimientos del siglo XVI. El 3/4 de mayo de 1493, el papa
Alejandro VI (Borja) concedió a España el derecho de posesión de todas las islas y tierras descubiertas o
por descubrir, provisto que no estuvieran ya ocupadas por un poder cristiano, y confirmó una previa
concesión a Portugal de las costas de Africa. Se trazó una línea desde el Polo Norte al Sur a 100 leguas al
Oeste de la más occidental de las islas Azores. Todo lo que estaba al Este de la línea se le concedió a
Portugal, y lo que al Oeste a España. Posteriormente, en el Tratado de Tordesillas de 1494, los
diplomáticos corrieron esa línea 270 leguas más al Oeste, lo que hizo que Brasil perteneciera a Portugal en
lugar de a España. Los otorgamientos se hicieron solo con la condición de que los europeos propagaran la
fe cristiana entre los habitantes nativos.
Seguidamente los colonos empezaron a asentarse, y a implantarse las iglesias por todas las costas
de las Américas y de las Indias. Los portugueses fundaron asentamientos a lo largo de las costas del Africa
Occidental y el Congo y Angola, en la India y Ceilán, con Goa como cuartel general (1510), en Brasil y
Santa Elena y Socotora y Mozambique; en Ormuz en el golfo Pérsico, en el archipiélago Malayo y Macao
frente a la costa de China (1555); y hasta donde no podían colonizar, como en el Japón, sus instalaciones
comerciales reunían pequeñas iglesias. Los españoles conquistaron México y Perú y las Indias
Occidentales y establecieron asentamientos en Colombia y Panamá y por todo el interior español, con
puestos fronterizos en California, Nuevo México, Chile y el Río de la Plata y su trasfondo.
En el Lejano Oriente solo, los españoles entraron en conflicto con los portugueses. Desde que
Magallanes demostró en 1522 que la Tierra era redonda, se necesitó una nueva línea al otro lado del
mundo que correspondiera a la divisoria del Atlántico, y los cálculos necesarios para descubrir esta nueva
línea fueron complejos. Los españoles pretendían que la línea verdadera que dividiera el globo en un
hemisferio español y otro portugués pasaba por Malaca cerca del moderno Singapur; y los portugueses
pretendían que pasaba por el interior del Pacífico al Este de las Filipinas. Los portugueses tenían razón;
pero la disputa permitió que se dividiera el Lejano Oriente dejándole las Molucas a Portugal, con sus
comunicaciones hacia el Oeste por Malaca y Goa; las Filipinas, que recibieron su nombre de Felipe II, a
España, con sus comunicaciones hacia el Este por México. La disputa había de tener una consecuencia
fatal en la historia cristiana del Japón.

LAS AMÉRICAS

Civilizar y evangelizar se creía que eran la misma cosa. Desde el principio, se fundaron y dotaron
obispados y conventos. Pronto se construyeron escuelas, y en 1544 la primera universidad del Nuevo
Mundo, la de México, a la que siguieron antes de 1600 las universidades de Lima, Santo Domingo y
Bogotá. La primera sede obispal de las Américas fue la de Santo Domingo, 1511, y había quince más para
1582 que incluían a Cuba, México, Lima, Quito, Santiago, Bogotá y Buenos Aires.
La expansión cristiana hacia el interior de la América Española recordaba la expansión misionera
carolingia hacia el interior de Alemania setecientos años antes en que el soldado era más poderoso que el
predicador. Los misioneros, a menudo verdaderamente consagrados, acompañaban a los conquistadores, y

149
establecían iglesias y escuelas en su estela. Pero, lejos del control del gobierno central, no era fácil tener a
raya a los aventureros españoles que tuvieran en mente robar y matar. Algunos de ellos habían heredado
una cierta medida del celo cruzado español que creó la nación durante los largos años de la Reconquista
frente a los moros. Cortés, el conquistador de México, por muy falto de escrúpulos y disoluto que fuera,
tenía fervor cruzado, era devoto de la Virgen María de la que siempre llevaba una imagen, hacía sus rezos
y asistía diariamente a misa, llevaba una cruz en un estandarte, y en otro el escudo de Castilla y una pintura
de la Virgen. Estas expediciones son en cierto sentido las auténticas sucesoras de las cruzadas medievales
(ya decadentes contra los turcos), y deben juzgarse en el contexto cruzado. Advertimos el mismo
fanatismo, la misma nobleza, superstición, oportunidad para hazañas de armas y de botín, y por añadidura
para abrir nuevas tierras al Cristianismo - pero con dos abrumadoras diferencias: primera, que las tribus
opuestas eran débiles y no belicosas, y segunda, que la lucha tenía lugar a más distancia del control de un
gobierno justo y eficaz. Cortés envió a los habitantes de Cholula en México la demanda de que tenían que
reconocer su autoridad y aceptar la fe cristiana; pero al oír un rumor de que estaban preparándose para
masacrar a los españoles, y atemorizado a causa de lo reducido de su número, invitó a los dirigentes
cholultecos a la plaza sagrada del templo en que estaban acampadas sus tropas, y allí, a una señal de
mosquete, asesinó a más de 3,000 de ellos en una matanza que duró más de dos horas.
La tarde del 16 de noviembre de 1532 el inca Atahualpa llegó en su litera a la gran plaza de
Cajamarca con unos 5,000 seguidores para encontrarse con Pizarro y los españoles. El padre Vicente salió
al frente y le explicó la fe cristiana al Inca, y le demandó que la aceptara y se hiciera vasallo del Empera-
dor. El Inca le preguntó qué autoridad tenía, y el fraile presentó un ejemplar del breviario. Atahualpa lo
miró, y lo tiró al suelo airadamente. El fraile corrió hacia Pizarro y le pidió venganza, prometiendo la
absolución. Los españoles, ocultos en los edificios que rodeaban la plaza, salieron en tromba y masacraron
varios millares de peruanos al precio de una sola herida que le causó a Pizarro uno de sus propios hombres
cuando él estaba impidiendo que atacaran a Atahualpa. Varios meses después agarrotaron a Atahualpa tras
un juicio por asesinato, conmutándosele la pena de morir quemado vivo cuando, mientras estaban apilando
la leña a su alrededor, él se dejó bautizar.
La escoria del ejército español no se esforzó en primer lugar en instruir a los mexicanos y
peruanos en la belleza de la fe cristiana. «¿Son esos cristianos? - preguntó un converso perplejo en Manila
al ver cómo se portaban los españoles - ¿Por qué no cumplen los mandamientos?»
Las órdenes de frailes estaban tan necesitadas de reforma como otras instituciones medievales a
principios del siglo XVI. Los informes de las Américas los cien años siguientes demostraban que el
paciente se había levantado del lecho mortuorio. Los esfuerzos de los franciscanos y dominicos en el
Nuevo Mundo se conocen demasiado poco. Casi toda la mejor obra la llevaron a cabo esas dos órdenes de
frailes, y los agustinos y más tarde los jesuitas, que llegaron a Perú en 1568 y a México en 1572.
No debemos minimizar la decisión que se necesitaba para cruzar los mares. No había permiso de
vacaciones, y las travesías no eran seguras. De 376 jesuitas que se embarcaron para la China entre 1581 y
1712, 127 murieron en el viaje. En la historia de las misiones es importante que la obra atraía a dos clases
de personas: por una parte, los que tenían heroísmo y decisión, y por otra los que habían fracasado en
Europa. Ninguno fue tan constante en la defensa de los indios como el dominico fray Bartolomé de las
Casas.

LAS CASAS (1474-1566)

Las Casas, cuyo padre había navegado como marinero con Colón, fue testigo de los peores excesos en los
territorios y de los horrores en el sistema de trabajo esclavista. El primer sacerdote que fue ordenado en el
Nuevo Mundo (1510), se dice que cantó su primera misa en una ceremonia en la que el plato de la colecta
estaba lleno de trozos informes de oro americano y el celebrante no pudo usar vino porque no había
llegado de España nueva provisión. Admirando la protesta dominicana contra los colonos, entró en la
orden, y llegó pronto a ser el principal protector de los habitantes nativos. Con una constitución de hierro y
una energía inagotable, viajó por la costa de arriba abajo y por las islas, observando, protestando,
quejándose, organizando, lanzando el guante del desafío y a veces en tanto peligro de sus compatriotas
como de los indios, cruzó el Atlántico catorce veces en un esfuerzo para asegurar remedios legales
adecuados del gobierno imperial, odiado tanto por los realistas colonos como por las empresas mercantiles,

150
recibiendo ayuda de la Corona, que era siempre bien intencionada pero raramente eficaz. Dificultó y
frustró constantemente su causa con un idealismo utópico y una tendencia crítica. Pero, a pesar de la
incansable cualidad que marcó su insistencia, a pesar de su fracaso en cuidarse de los esclavos africanos
como se cuidaba de sus indios, a pesar de su torpeza y falta de equilibrio, fue uno de los hombres más
sobresalientes de la edad de la Reforma. Hay momentos en la historia cristiana cuando es necesario ser
exagerado si se ha de hacer justicia. Durante más de cuarenta años, Las Casas se desgañitó recordándoles a
los españoles que los indios, sus hijos, eran seres humanos y debían ser tratados como tales. Si sus
esfuerzos prácticos resultaron a menudo ineficaces, se aseguró el apoyo, primero, del cardenal Cisneros, y
luego del emperador Carlos V, y se le garantizó bajo las «Nuevas Leyes» de 1542 que los españoles y los
indios eran iguales ante la ley.
¿Tenían una justificación moral las conquistas de las Américas? Los oponentes de Las Casas,
como el teólogo español Sepúlveda, así lo afirmaban. El papa Alejandro VI, en la bula de 1493, dio a los
españoles la soberanía sobre las Américas y los instruyó para convertir a los indios a la fe católica. El que
quiere el fin ha de querer también los medios. Es ilusorio suponer que los indios se pudieran convertir a
menos que primero se los sometiera al dominio español y a un gobierno establecido. Según este punto de
vista, los indios son un pueblo atrasado, de poca inteligencia y en cierto sentido más parecidos a los
animales que a los seres humanos. («Los españoles - decía Sepúlveda - están tan por encima de los indios
como el hombre está por encima del mono»). Son culpables de crímenes inmensos como los sacrificios
humanos, la idolatría y la sodomía. Como todo ciudadano está obligado a reprimir el crimen dondequiera
lo vea y pueda hacerlo, así es el deber de los españoles poner fin a esas barbaridades, y por tanto sus
guerras de conquista son guerras justas. Los israelitas no tenían una soberanía legítima cuando invadieron
la Tierra Prometida, pero estaban justificados en su invasión a causa de los crímenes de los cananeos.
Aunque la conducta de los israelitas en Canaán no es un modelo para los españoles en América, sugiere
por lo menos que los españoles tienen derecho a establecer un gobierno sobre los indios a fin de ofrecer
oportunidad a los predicadores del Evangelio. La guerra no es para convertir a los hombres, sino para
someterlos; y cuando sean súbditos de España, los predicadores podrán predicar, y entonces los indios
aprenderán que la religión cristiana es pacificadora y opuesta a los excesos de la soldadesca conquistadora.
San Agustín entendía el texto Obligadlos a entrar como una justificación del uso de la fuerza para preparar
a los hombres para la conversión.
Esta defensa del imperialismo cristiano le resultaba repelente a Las Casas. Sabía que el indio era
un ser humano, un niño tal vez, pero sin duda un ser humano. Creía que Pizarro estaba más cerca de un
bruto que el inca al que había conquistado. Creía que sin los derechos elementales de un ser humano nadie
puede ser realmente moral, que la idea de una congregación cristiana demandaba una política en la que la
santidad de la familia y el derecho a la propiedad fueran salvaguardados debidamente, y que la única
esperanza para la América Española dependía de darles a los habitantes nativos los derechos que poseían
los habitantes de Castilla.
Por tanto era necesario mantener que la realeza de los reyes paganos es legítima, que se debe
respetar la propiedad de los paganos, que el paganismo no es un pretexto justo para la conquista, y que los
crímenes cometidos por los indios se han de castigar de acuerdo con las leyes indias, y no son excusa para
el asalto de los ejércitos europeos. Los españoles tienen la obligación, que les ha sido impuesta por el Papa,
de convertir a las tribus nativas. Pero el único método verdadero y eficaz es el que ha aprobado la Iglesia,
el del razonamiento y la persuasión pacífica, acompañado del ejemplo de una manera cristiana de vivir. La
soberanía sobre América no se les ha dado a los españoles para que asalten y exploten, sino para asegurar
el gobierno de la justicia y la paz, y así ayudar a la extensión del Evangelio. Aunque el texto Obligadlos a
entrar se ha citado a favor de una conversión obligada, la verdadera imposición es solamente interior, la
convicción irresistible del alma.
En un debate sostenido ante la corte española en 1550, Las Casas y Sepúlveda discutieron la
cuestión apasionadamente. Al leer sus debates se ven las ideas nuevas y las viejas empujándose para
hacerse sitio - la guerra santa del cruzado, el derecho moral de propiedad sobre una tierra mal o poco
usada, el derecho a la persecución y a la intolerancia, la doctrina escolástica de los paganos - pero, sobre
todo, los defensores de los indios, Las Casas y sus sucesores, tienen el honor de estar entre los primeros
originadores de lo que se llamaría más tarde el derecho internacional.
Las Casas contendía que la guerra con la pretensión de la misión cristiana era anticristiana y
conducía al rechazamiento de la religión cristiana. Los guerreros replicaban que ellos no hacían más que

151
proteger a los misioneros y suprimir obstáculos a la predicación. Las Casas denunciaba esa pretensión
como una mera excusa para el robo y, si no era una excusa, sí era una violación de la ley de la caridad. La
única manera de convertir es mediante la predicación pacífica del Evangelio y el ejemplo de la vida
cristiana. Escribió un tratado para demostrarlo, pero éste no se imprimió hasta 1941, y por tanto el crédito
para la primera teoría moderna del evangelismo le correspondió a un jesuita, José de Acosta, que había
servido entre los indios de Perú, y que publicó en 1588 un librito famoso, Sobre la predicación del
Evangelio entre los indios, la primera presentación sistemática de la teoría misionera. Considera entre otras
muchas cosas la naturaleza de «la protección» militar, del bautismo de masas, la instrucción y el sacerdocio
indígena.
Hay que reconocerles a los papas de la Contrarreforma que siempre condenaron la doctrina de la
esclavitud de los indios.
A pesar de todos estos idealistas, el clero español en América (y el portugués en Brasil y en
Africa) no se inquietaban en su mayoría por la condición de esclavitud o servidumbre bajo la que vivían
tantos de sus rebaños.
Hacia 1541 el gobierno español logró una cierta medida de control sobre los establecimientos, y
una serie de virreyes, muchos de ellos excelentes gobernantes, intentaron remediar las peores
consecuencias de la conquista. El Concejo de Indias controlaba todos los nombramientos, tanto
eclesiásticos como civiles. Su poder sobre la Iglesia en las colonias era tan absoluto como el de Enrique
VIII sobre la Iglesia de Inglaterra. El virrey tenía a su cargo el deber, no solo de la administración secular,
sino también de construir iglesias, organizar diócesis y educar a los nativos. Dinero y donaciones se
dedicaban generosamente a la obra, y nada es más evocativo de la naturaleza secular-religiosa de la
conquista que las amplias plazas de las ciudades hispanoamericanas dominadas por catedrales barrocas
imponentes. En 1569 se estableció la Inquisición en el Nuevo Mundo como agente adicional del control
regio. Entre los grandes eclesiásticos, el más eminente fue Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima 1580-
1606, conocido como el apóstol del Perú. Celebró un concilio (III Concilio Limeño) en 1583 que aprobó
leyes para defender las libertades de los indios y de los negros, los educó, tradujo libro de texto incluyendo
un catecismo al quechua, y viajó constantemente entre las tribus. En 1594 le escribió a Felipe II que ya
había confirmado a 500,000 personas. Fue canonizado en 1726.
Los indios estaban dispuestos e interesados en recibir la fe cristiana. La dificultad era que estaban
igualmente dispuestos a abandonarla. Los misioneros bautizaban normalmente tras una breve preparación.
Es sorprendente que fuera necesaria una bula papal, de Pablo III en 1537, para declarar que se les permitía
a los indios recibir el bautismo.
Félix de Viler, que llegó al Congo en 1647, dijo que en cuatro años había bautizado a más de
600,000 adultos. Entre 1524 y 1531 los franciscanos bautizaron más de un millón de mexicanos. Pedro de
Gante, en una carta desde México fechada el 27 de junio de 1529, habla de 14,000 bautismos al día. El
catecumenado, la larga disciplina de preparación para el bautismo, había florecido en los siglos IV y V, y
no se reavivó hasta los campos de misión del siglo XIX. Los misioneros españoles esperaban que los
neófitos confesaran su comprensión de las verdades más sencillas. El catecismo era la instrucción para
todos, adultos tanto como niños; pero después del bautismo y no antes. En 1541 se requería a los indios de
Nueva Galicia antes del bautismo que creyeran en un solo Dios, Creador del Cielo y de la Tierra, y del
hombre en cuerpo y alma, en el pecado original, en la divinidad de Cristo, en el cielo y el infierno, en los
ángeles buenos y malos, y que hicieran profesión de súbditos del Papa y del Emperador. Después del
bautismo tenían que aprenderse las respuestas y recitarlas públicamente en la iglesia los domingos y días
festivos.
La práctica del bautismo en masa dejó los mismos efectos naturales que las conversiones en masa
del Norte de Europa al principio de la Edad Media: la supervivencia de la magia, la superstición y la
ignorancia. En una ciudad, Cortés dejó instrucciones estrictas de que los habitantes habían de adorar al
Dios de los cristianos, y también que debían cuidar de uno de sus caballos, que estaba cojo. Los habitantes
cumplieron fielmente sus órdenes. Alimentaron el caballo con fruta y flores hasta que murió; pero sus
mentes confusas identificaron al caballo con el Dios de los cristianos, y más tarde dos misioneros
franciscanos descubrieron que habían hecho una imagen de caballo para adorarlo, creyendo que era el dios
del rayo y el trueno. Hasta el día de hoy hay pueblos primitivos en las montañas de México que dan culto a
sus antiguos dioses, en los que el sacerdote católico ocupa un lugar inferior entre los hechiceros locales.
Pero sería precipitado atribuir todas las supersticiones del Nuevo Mundo a la supervivencia de las

152
religiones antiguas. De Europa también se pueden exportar, y se han exportado, supersticiones.
El problema del lenguaje fue serio al principio, y a los indios les encantaba confesarse. Durante
muchos años se permitió oír la confesión mediante un intérprete, práctica que se prohibió definitivamente
en el concilio de Lima en 1567, aunque se continuó en Brasil hasta 1580-90. Poco a poco se fueron
estudiando las lenguas nativas, se hicieron gramáticas y se imprimieron catecismos y libros de misa.
La herencia medieval se mostró no solo en los bautismos de masas sino también en la resistencia a
admitir a la comunión. En Brasil, los jesuitas admitieron a indios selectos a la comunión de Pascua por
primera vez en -1573. A partir de 1574 se les dejó comulgar con algo más de frecuencia, y a muy pocos,
después de pasar un examen, una vez al mes. Los franciscanos de México animaban a los indios a
comulgar con más libertad. La misa, y todo el año cristiano, estaban rodeados del máximo de ceremonial,
una gala de procesiones y fiestas, un regocijo solemne y pictórico en los bautismos o matrimonios. Cuando
llegó a Manila la noticia de que el Papa había beatificado a Ignacio de Loyola (1609), se instaló una
imagen de tamaño natural sobre el altar mayor de la iglesia de los jesuitas cubierta de joyas, y se lanzaron
fuegos artificiales desde la torre de la iglesia, se celebró una competición literaria, los estudiantes
desfilaron a caballo y un grupo de danza de la parroquia de San Miguel presentó un balet en el que cojos,
mancos y ciegos caían de rodillas invocando el nombre del beato Ignacio y poniéndose de pie de un salto
para representar una danza de espadas. Por todas las Indias había grupos de penitentes y flagelantes, y los
indios se reunían en confraternidades piadosas del Santísimo Sacramento o de Nuestra Señora. El
matrimonio presentaba innumerables problemas, porque las tribus indias eran frecuentemente polígamas, y
Roma tenía que dar dispensas en algunas situaciones humanas complejas. Los ideales de una educación
superior para los indios iban a paso de tortuga en la práctica. El gran virrey de Perú Francisco de Toledo
empezó a construir un colegio en Lima para educar a los hijos de los jefes; pero cuando volvió a España se
detuvo la construcción, y los colegios que se fundaron después no admitieron nada más que a jóvenes
españoles.
Los españoles, hasta los idealistas, creían que los indios no eran más que niños, y adoptaron la
política de mantenerlos bajo tutela. Los misioneros amaban a sus pueblos, pero a veces con un amor
posesivo que no se arriesgaba a dejarlos crecer. No se podían imaginar que un indio pudiera llegar a ser un
sacerdote. En México, algunos misioneros progresistas, dirigidos por los franciscanos y el obispo Juan de
Zumárraga, programaron un clero nativo, y ya en 1536 fundaron un colegio en un suburbio de la ciudad de
México exclusivamente para indios y para prepararlos para el sacerdocio. El colegio tuvo éxito en la
educación de mexicanos, pero no produjo ningún sacerdote mexicano. El laicado español creía que la idea
de un sacerdote mexicano era repulsiva, a los dominicos les desagradaba el colegio, y lentamente se
deterioró de tal manera que se suprimió del todo hacia final del siglo. El primer mexicano nativo que fue
ordenado fue Nicolás del Puerto, que llegó a ser obispo de Oaxaca en 1679; bastante más tarde sin duda.
Los primeros sacerdotes indios de Chile fueron ordenados en 1794, en Paraguay en 1768, en las Filipinas
después de 1725. No hubo clero nativo durante casi todo el período colonial de América.

LAS REDUCCIONES

Los indios de las Américas no eran pueblos capacitados para estar a la altura de los europeos. La
consiguiente dificultad de crear una política cristiana con dos pueblos totalmente diferentes, la dificultad de
prevenir que los colonos maltrataran o depravaran a los aborígenes, impuso experimentos que fueron la
forma católica de lo que habían de ser las reservas indias en los Estados Unidos de América o los
protectorados en varios estados modernos.
Las Casas intentó crear un modelo de asentamiento multirracial en las islas que acabó en guerra
entre los indios y los españoles. Paulatinamente llegó a ser una política, especialmente entre los
franciscanos y los agustinos, el organizar aldeas indias cristianas en las que se educaran los niños y las
personas se protegieran las unas de las otras y de los colonos. Los jesuitas pronto adoptaron el método en
Brasil.
Este modelo tenía el inconveniente obvio de que los frailes y sacerdotes llegaban a ser
responsables de gobiernos en miniatura; tenían que hacer las veces de magistrados, mandar las palizas,
administrar los fondos, tal vez hasta mandar una pequeña milicia. A los teólogos morales de Manila se les
requirió en 1630 que determinaran si un sacerdote misionero, como gobernador de su comunidad, podía

153
organizar una emboscada contra los atacantes. (Respuesta: Sí, como medida legal de autodefensa).
Francisco Borja, el aristócrata que fue general de los jesuitas en 1565-72, aconsejó que estas funciones no
se debían asumir; en 1597 el general Claudius Aquaviva intentó remediar el sistema más enérgicamente;
pero era irremediable. Los indios confiaban en los religiosos como no confiaban en ningún otro de los
colonizadores; y si se habían de hacer realidad un gobierno justo y una evangelización adecuada, no había
alternativa.
Además tenía el inconveniente de que los indios, separados del desarrollo principal de la vida
mexicana o peruana, nunca estarían preparados para arrostrar los rigores y la competencia de un mundo
adulto; y los problemas políticos modernos de México, por ejemplo, surgieron en parte de la dificultad de
integrar a los indios en la vida nacional. Pero los misioneros españoles no podían haber previsto este
inconveniente.
Los intentos más logrados de reservas nativas fueron los Reducciones de Paraguay, entre la tribu
de los guaraníes. Los misioneros franciscanos y jesuitas trabajaron en Paraguay (es decir, el área del
moderno Paraguay en torno a Asunción) entre 1583 y 1605. En 1605 llegó a Asunción un segundo grupo
de jesuitas. En primer lugar obtuvieron independencia del gobierno colonial consiguiendo que su
asentamiento estuviera directamente bajo el Rey de España. Crearon unas treinta «reducciones», estados
con iglesia central, hospital, convento y una escuela en la que se enseñaba español y hasta latín a los
mejores alumnos. Aquí eran educados los indios en un pequeño mundo que se mantenía apartado de las
corrupciones blancas, con una disciplina regular de asistencia a la iglesia y comunidad propietaria. Todos
los miembros de cada comunidad asistían a misa y a vísperas diariamente, se cantaban himnos en el trabajo
y había catecismo diario para los niños. Tenían una jornada laboral de ocho horas; se promocionaban la
música orquestal, el teatro y el deporte. Y por lo menos en una de las primeras reducciones se enseñaba a
todos la tabla de multiplicar recitándola en la iglesia después de misa los domingos. Tenían que defender
sus asentamientos frente a los ladrones de tierras y comerciantes de esclavos, que destruyeron varias de las
reducciones, mataron o hicieron esclavos a miles de indios, y lanzaron a los padres jesuitas a dirigir un
éxodo de 15,000 por la jungla. Los jesuitas solicitaron, y por último obtuvieron, el derecho a entrenar a los
indios en el uso de las armas de fuego, y así, ejércitos privados protegieron estas sociedades indígenas
agrícolas de la contaminación. 1
No hay que suponer que estuviera en reservas la mayoría de los indios de las Américas Central o
del Sur. La mayor parte estaban en parroquias «coloniales», con clérigos ordinarios como pastores, una
versión no muy reformada, pero trasplantada de las iglesias de España y Portugal. En el Quito del siglo
XVII se estimaba que la población clerical era tan numerosa como la laica. La Iglesia medieval prolongó
su existencia en ultramar mientras Europa estaba comprometida modernizándola.

LOS PORTUGUESES

Mientras los españoles estaban ocupados en las Américas, los portugueses se movían hacia el oriente. Su
progreso se puede trazar por el establecimiento de nuevas sedes: Madeira, 1514; Cabo Verde, 1532; Goa,
que se convirtió en la base del virrey en el imperio del lejano oriente, 1533, y en arzobispado desde 1558;
Malaca, 1557; Macao, en la costa china, 1576; Mozambique, en la costa oriental africana, 1612. Sus
misiones se desplazaron a Sofala en Africa oriental, Zambezi arriba a Tete, Congo arriba a Etiopía; el
jesuita Benedicto de Goes cruzó el paso de Khyber disfrazado de mercader armenio y recorrió Afganistán
y pasó por el Hindu-kush al Turquestán chino, muriendo en Suchow de China. Las misiones portuguesas
tenían muchas deficiencias, pero no carecían de coraje ni de espíritu emprendedor. Eran menos conscientes
de la barrera del color que los otros europeos.
En Oriente, los portugueses se enfrentaban con un problema diferente. Eran más débiles que los
españoles, y se encontraban con civilizaciones y religiones mucho más poderosas que la incaica o la
azteca.
La envergadura de la tarea no se asumió en un principio. En algunos lugares de Oriente el ritmo de
conversión fue tan rápido como en las Américas. En las Filipinas los españoles lograron el éxito

1
Con respecto a su posterior destrucción, véase The Pelican History of the Church, vol. 4, pp.189-90. Todavía se
pueden ver en áreas remotas las ruinas de sus iglesias.

154
sobresaliente de todas las misiones orientales: 400,000 convertidos hacia 1585, como dos millones para
1620. Manila se fundó en 1571, tuvo obispo desde 1579, arzobispo desde 1595, una universidad
dominicana desde 1619. Los filipinos llegaron a ser la única nación católica del Lejano Oriente. Era natural
que se dispararan las expectativas en todas partes.
Cuando Francisco Javier embarcó en Lisboa para las Indias el 7 de abril de 1541 con tres
compañeros, tenía la autorización del Rey de Portugal además de la del Papa. Era vicario papal para todas
las costas del océano Indico, y poseía la acreditación real para su misión y una orden del Rey para que le
ayudaran todos los oficiales portugueses con todos los medios a su disposición.
Aristócrata de simpatía y nobleza, y sin embargo de una sencillez y rectitud de carácter
extremadas, habría parecido ser un guía de almas principescas o el agraciado instructor de una corte
alemana del sur. Desde Goa, donde encontró un obispo, una catedral, conventos e iglesias numerosas ya
florecientes, pasó a Travancore, y de allí a Malaca y a la península de Malaya, y de allí a Amboina, y de
vuelta a Travancore. En 1549 navegó de Goa a Japón, acreditado con cartas para el soberano. Después de
predicar en las calles o discutir con los monjes durante dos años, decidió convertir a China como paso
previo para convertir a Japón. Para asegurarse la necesaria autorización volvió a Goa. Pero le resultó difícil
llegar más allá de Singapur, trató de introducirse de contrabando en Cantón, y murió en la costa china
cerca de Macao a finales de 1552.
Era hombre de decisiones, intuiciones o entusiasmos rápidos, siempre dispuesto a abrir nuevos
campos y a convertir a tribus desconocidas y a arrostrar peligros por su fe. No llegó a dominar ninguno de
los numerosos lenguajes que encontró, ni se asentó en ningún sitio, siempre vagando hacia adelante con
repentinas resoluciones caballerescas. «Todas las cosas a todos los hombres» era el lema familiar de todos
los misioneros ignacianos; y Javier más que todos los demás, generoso y abierto y con una actitud de
simpatía para con todos los seres humanos, pronto se sentía a gusto y como en su propia casa entre
hindúes, musulmanes o japoneses.
Seguía el método de las conversiones en masa. Utilizaba los medios seculares de coerción que
ponían a su disposición los oficiales portugueses, apelaba al rey cuando creía que estaban fallando en el
cumplimiento de su deber. Practicaba el bautismo de masas como los españoles en las Américas. En la
costa de pescadores cerca del cabo Comorin deambulaba de aldea en aldea acompañado de sus intérpretes.
Reunía a los aldeanos tocando una campanilla, y recitaba el credo, el padrenuestro, los diez mandamientos
y el ave María, que ya se habían traducido al tamil. Cuando el auditorio, tras unos pocos días o semanas,
había aprendido suficientemente las palabras y profesaba creer los artículos del credo, los bautizaba, y
seguía bautizando hasta que se le caían las manos de agotamiento. Dejaba tras sí a catequistas que
bautizaran y casaran y recordaran a los convertidos todos los domingos el credo que habían profesado.
También trataba de dejar escuelas a su paso, y donde era posible sacerdotes europeos. Aunque estos
esfuerzos de cuidado pastoral no podían remediar los defectos de este método de evangelización, otros
seguirían donde él había abierto la puerta. Era extraordinario que un hombre solo consiguiera abrir tantas
puertas.
En Oriente los evangelistas se enfrentaron con una tarea de la que las misiones americanas no
sabían nada: las grandes religiones. Los jesuitas, que en 1579 fueron a la corte del Gran Mogul Akbar,
encontraron que su culto cristiano era aceptable en el templo que había construido en Fatehpur-Sikri, pero
tenían que compartir el edificio con parsis, hindúes, jainas y budistas. La actitud normal y tradicional de
los cristianos era que había que derribar los ídolos. Un supuesto diente de Buda se trajo a Goa en 1560, y
aunque el gobierno en bancarrota quería aceptar una oferta de cien mil libras esterlinas de un rajá, el
arzobispo se interpuso y destruyó la reliquia. Los españoles en América y en las Filipinas siguieron el
principio de que había que destruir todas las religiones antiguas como paganas para que lo nuevo pudiera
entrar en toda su pureza. El obispo de Manila en las Filipinas obligaba a los conversos chinos a cortarse la
coleta y llevar el pelo como los españoles como señal visible de que se habían librado de las costumbres
paganas. «Yo anhelaba - escribía el jesuita Vilela en 1571, después de ver a los adoradores danzando en el
altar sintoísta de Kasuga en Japón - haber tenido allí a un segundo Elías que les hiciera lo que les hizo a los
sacerdotes de Baal.»
Pero en las circunstancias religiosas de India y China, esta tradición hebraica y exclusivista dentro
de la Cristiandad empezó a ser desafiada y modificada por primera vez. Como la tolerancia y el
eclecticismo eran virtudes entre los hindúes, como la santidad y la vida ascética eran valoradas por los
hindúes o los budistas, algunos misioneros cristianos empezaron a adquirir un nuevo respeto por estas

155
religiones, y un nuevo rechazo de los métodos taladores como dificultad para la verdadera evangelización.
Aun Javier modificó sus primeras ideas de derribar ídolos.
Esta amabilidad para con las costumbres o creencias de los no cristianos, una amabilidad
generalmente desagradable y controvertible para los dominicos, fue llevada hasta el límite por los jesuitas.
En las Américas y en las Filipinas la mayor parte de los españoles actuaron como si no hubiera
absolutamente nada en las antiguas religiones de los habitantes sobre lo que pudieran edificar para exponer
la fe cristiana. En 1531, el obispo Zumárraga escribía desde México que habían destruido más de 500
templos y 20,000 ídolos. El padre Bernardino de Sahagún hizo un estudio profundo de las tribus que es un
testimonio fundamental de aquella sociedad desaparecida. Pero Sahagún no era popular entre sus colegas;
sus volúmenes fueron suprimidos, y se publicaron solo en los tiempos modernos, y no tuvo sucesor. La
presencia de los sacrificios humanos y de los cultos brutales y repelentes hizo que los misioneros vieran en
las aproximaciones primitivas a la verdad cristiana más bien parodias demoníacas. La experiencia española
de la religión tribal en América no le ofrecía una base para el encuentro, ahora inminente, del Cristianismo
con el hinduismo o con el budismo.
El problema inmediato con las religiones orientales concernía al lenguaje, a los términos que se
usaban para explicar la doctrina cristiana. El maestro cristiano se haría más inteligible si usara los términos
paralelos de otras religiones, pero correría el peligro de confundir a sus oyentes sacando una palabra de su
sistema no cristiano con todas sus connotaciones erróneas. Javier se enfrentó con el problema en seguida.
En Japón tradujo en un principio Dios por el equivalente budista Dainichi, y solo después de algunos
meses descubrió que era una traducción desastrosa y la sustituyó por el portugués Deus, que era ortodoxo
pero ininteligible para los japoneses.
Conforme las otras religiones llegaron a conocerse mejor, la cuestión de la práctica se hizo crucial.
Los españoles apenas habían tenido problemas; habían descartado todas las viejas prácticas, y hacían a sus
conversos, no solo cristianos, sino españoles. Los portugueses siguieron la misma política en Goa. El
catecismo original portugués para la India traducía la pregunta: «¿Quieres hacerte cristiano?» por
«¿Quieres unirte a la casta de los europeos?» Pero esta política pronto se encontró que era imposible, y que
sus misioneros tenían que decidir por tanto cuáles de las costumbres sociales de los japoneses, los chinos o
los indios eran meramente sociales y civiles, cuáles eran religiosas pero susceptibles de un sentido
cristiano, y cuáles eran incompatibles con la recepción del bautismo.
La reverencia para con los antepasados en China y las castas en la India eran parte integrante del
sistema social. Los jesuitas contendían en China que la reverencia de los antepasados era un acto social, no
religioso, y apenas diferente de las oraciones católicas por los difuntos. Querían que los chinos
consideraran el Cristianismo, no como una sustitución, ni como una nueva religión, sino como el
cumplimiento supremo de sus mejores aspiraciones. Pero los jesuitas les parecían a sus oponentes
simplemente superficiales. En 1631 un franciscano y un dominico de la zona española de Manila viajaron
(ilegalmente, desde el punto de vista portugués) a Pequín y encontraron que para traducir la palabra misa el
catecismo jesuita usaba el carácter tsi, que era la descripción china de las ceremonias del culto a los
antepasados. Una noche fueron disfrazados a una tal ceremonia, observaron que los cristianos chinos
participaban, y se escandalizaron de lo que vieron. Así empezó la pelea de «los ritos», que fue la plaga de
las misiones orientales durante un siglo o más.
El jesuita responsable de esta aventura extraordinaria en Pequín fue Matteo Ricci. Dominaba el
chino clásico, se vestía a la manera de un mandarín, estudiaba la ciencia china, presentaba el Cristianismo
como el cumplimiento del Confucianismo, y estaba dispuesto a permitir el culto tradicional a los
antepasados. En 1599 fundó la primera iglesia católica en Nanking. En 1601 tuvo una audiencia en Pequín
con el emperador Wan-Li, y le mostró un reloj que daba las horas. El emperador se admiró, y le asignó a
Ricci una pensión. Fue característico de su método de evangelización el que Ricci dibujara un mapa
excelente del mundo con China en el centro, pero con una cruz y textos de la Escritura en los espacios en
blanco. Su evangelismo estaba lo más lejos posible de las proclamaciones decisivas de los españoles en
México. Pasaba las horas muertas bebiendo té, discutiendo con visitantes inteligentes problemas de ciencia
y de filosofía. Cuando murió en 1610 había una congregación cristiana en Pequín, y unas 2,000 personas
bautizadas diseminadas por toda China.
Después de la muerte de Ricci, y de una reacción anticristiana temporal, continuó la misión el
padre Adam Schall, que estuvo en China desde 1622 hasta 1666, y se hizo necesario a la corte con un
método desarrollado a partir del plan de Ricci. El calendario chino, del que dependían los días afortunados

156
y desafortunados, estaba basado en una astronomía detallada. Schall dominaba la astronomía, y al mostrar
la inexactitud de los astrónomos musulmanes reinantes se hizo indispensable y fue elevado al rango de
director del observatorio chino y a ministro de estado en matemáticas. Compuso muchos libros de texto de
aritmética y geometría china y construyó una fundición para hacer cañones. Sus antepasados fueron
ennoblecidos solemnemente, a él se dio el título de Maestro en los Misterios del Cielo, y algunos chinos
llamaron al Cristianismo «la religión del gran Schall.» Sus relaciones con sus colegas no fueron siempre
felices, en parte porque él era de genio vivo y no sufría a los necios, y aún más porque se ponía en duda
que un jesuita debiera ser ministro del estado y responsable, aunque fuera indirectamente, de decidir los
días desafortunados. Antes de su final, fue sentenciado a muerte en una reacción, pero no ejecutado; su
amigo y sucesor, el padre Verbiest, fue elevado al consejo de las matemáticas, y construyó (y dedicó con
estola y sobrepelliz) cañones superiores a ninguno conocido por los chinos, en cada uno de los cuales
grabó el nombre de un santo cristiano.2 La influencia jesuita llegó a ser más puramente científica y menos
religiosa; y se puede dudar razonablemente que los sucesores de Ricci hubieran descubierto cómo conciliar
las absolutas exigencias de su religión con la adecuada simpatía hacia la religión y la cultura china. Pero
los métodos de Ricci no fueron en vano. Para 1650 había congregaciones cristianas esparcidas por las
principales ciudades chinas. Pero para entonces todavía no había sido ordenado al sacerdocio ningún
chino.
Japón parecía que iba a ser un campo misionero triunfal como las Filipinas. «Dentro de diez años -
escribía un misionero estusiasta en 1577 -todo Japón será cristiano si tenemos bastantes misioneros.» En
1579 los misioneros jesuitas pudieron fundar una nueva ciudad, Nagasaki, para que fuera el hogar de los
cristianos convertidos, y pretendían que había allí ya 100,000 conversos japoneses; en 1587 hablaban de
200,000 convertidos con 240 iglesias, dos colegios jesuitas y una escuela para jóvenes nobles. Japón no
tenía un gobierno estable, sino que era una anarquía de barones feudales o daimyos, y los daimyos
cristianos protegían a la joven Iglesia. Aunque los japoneses consideraban a los europeos como bárbaros
del Sur, estaban interesados en las artes mecánicas de Europa, y aún más en el comercio portugués a través
de Macao, del que los misioneros jesuitas se hacían cargo, a pesar de las protestas inquietas de sus
autoridades centrales.
La rápida extensión de la fe cristiana se interrumpió abruptamente. A diferencia de los jefes
americanos, los barones japoneses no eran impotentes, y tenían al lado a los sacerdotes budistas y sintoístas
dispuestos a ofrecer resistencia. Entre 1580 y 1614 tres jefes militares establecieron una autoridad central
efectiva en Japón. Por un tiempo el nuevo gobierno central vio a los cristianos como ayuda útil para resistir
las pretensiones de los sacerdotes budistas. Luego, los daimyos cristianos locales empezaron a ser el único
obstáculo que quedaba frente al gobierno absoluto. El comercio portugués con Macao, que hacía a los
jesuitas tan útiles a los gobernantes no cristianos, sufrió un grave descalabro cuando los barcos holandeses
empezaron a llegar, y aún más cuando los españoles en las Filipinas, reclamando el derecho bajo la vieja
división papal del mundo, desembarcaron a misioneros franciscanos en Japón. Se sabía, hasta en Japón,
que los misioneros españoles iban mano a mano con los conquistadores españoles. El padre jesuita Alonso
Sánchez bosquejó un esquema evangelístico para la invasión y conquista militar de China (1586), y el
obispo de Manila le dijo a Felipe II que «Ni siquiera Julio César o Alejandro Magno habían tenido nunca
una ocasión parecida; y en el plano espiritual no se había proyectado nunca nada más grande desde el
tiempo de los apóstoles.» En 1596 el piloto de un galeón español que naufragó en la costa japonesa se dice
que informó a uno de los consejeros del gobernador que los misioneros habían ayudado considerablemente
a los conquistadores españoles. En estas circunstancias el gobernador empezó a ver a los misioneros como
la reina Isabel I de Inglaterra veía a los jesuitas: como la punta de lanza de la invasión española. Varios
edictos y algunas crucifixiones marcaron el cambio de política. En 1614 el gobernador Ieyasu publicó un
edicto acusando a los misioneros de traición y de tratar de desbancar la verdadera doctrina, y
expulsándolos de Japón.
Entonces empezó una persecución sin igual en la historia cristiana. Entre 1614 y 1646 se
contabilizaron 4,045 mártires, unos a espada o en la hoguera, otros cocidos lentamente en un caldero, otros
colgados cabeza abajo en un pozo lleno de inmundicia con una incisión en la cabeza para dejar salir la
sangre y que el condenado siguiera vivo varios días. Desde 1627 se obligaba a los sospechosos a enlodar

2
El calendario revisado por Verbiest estuvo en uso, en sustancia y uso popular, hasta los cambios de este siglo en
China.

157
con los pies pinturas de Cristo o de la Virgen. Desde 1623, en muchos distritos, todos tenían que presentar
un papel anual en un templo o ante un magistrado para certificar que pertenecían a una de las sectas
budistas. En 1637-8 gran número de cristianos se unieron a una rebelión campesina de Shimabara; en la
matanza subsiguiente, los que declaraban que no eran cristianos se dejaban con vida; y el resto, hombres,
mujeres y niños, se mataban - hasta un número de 37,000 según el cálculo contemporáneo.
Un decreto de 1638 cerraba el país a los extranjeros. En 1642 ocho jesuitas desembarcaron
secretamente, pero fueron descubiertos en seguida y matados tras horrible tortura. Diez más fueron
juzgados en 1643 y parece que abandonaron su fe bajo la tortura del pozo. La persecución continuó
esporádicamente todo el siglo. Al abrirse los archivos modernos se ha mostrado que 486 cristianos de
Bungo fueron ejecutados o murieron en la cárcel entre 1660 y 1691. En 1614 había habido unos 300,000
cristianos en Japón; en 1697 había sumamente pocos. Ninguna destrucción de una iglesia que se conozca
en la historia cristiana fue más espectacular o trágica.

Dos jesuitas, Alexandre de Rhodes en Indochina y Roberto de Nobili en el Sur de India, siguieron
el método evangelístico de Ricci.
Desde 1606, Nobili dirigió una misión en Madura. Tomó como su maestro a un Sannyasi,
penitente de la casta brahmana; y se vistió con la túnica azafranada de los ascetas brahmanes, se afeitó la
cabeza y se puso anillos en las orejas, vivió como un ermitaño en una cabaña de turba con una dieta
vegetariana. Los brahmanes empezaron a admirarle como santón, y acabaron por aceptarle como uno de
ellos. Escribió en lengua tamil obras en las que se ponían en armonía la sabiduría hindú y la cristiana.
Compuso poemas cristianos a la manera de los antiguos himnos védicos. Permitía a sus conversos
brahmanes que siguieran usando el cinto sagrado y celebrando ciertas fiestas hindúes; en la escuela que
abrió permitió que se siguieran los ritos paganos, y respetó los prejuicios de casta hindúes; no permitía que
los parias le tocaran, y si tenía que administrar la comunión a un miembro de una casta inferior colocaba la
hostia en el extremo de una varita. No es sorprendente que algunos de sus compañeros europeos se
escandalizaran, y se dirigió a Roma una larga sucesión de denuncias. En 1618 se le trajo al tribunal del
arzobispo de Goa, siendo la sorpresa de todos cuando apareció con el atuendo de un asceta brahmán. «El
caso de los ritos de Malabar» se refirió a Roma. En 1623 Roma rehusó condenar a Nobili «hasta que se
tuviera disponible más información,» y él siguió practicando con éxito su sistema atípico de
evangelización hasta que hubo veintiséis brahmanes convertidos entre los 4,000 cristianos de Madura. 3
El Rey de España y el de Portugal controlaban las iglesias misioneras aún más absolutamente que
sus iglesias nacionales. Este control había sido sancionado por el Papa en una bula (Universalis Ecclesiae)
de 1508, y fue inapreciable en la primera organización de las distantes y a menudo anárquicas iglesias.
Conforme maduraban las iglesias, llegó a ser un marco que estorbaba el esfuerzo misionero. Pero fue solo
en el siglo XVII cuando Roma pudo intervenir más directamente en el campo misionero, porque los
poderes políticos de España y Portugal se iban debilitando. Hacia finales del siglo XVI Roma creó una
comisión de cardenales para decidir las cuestiones misioneras, y en 1622 el papa Gregorio XV la elevó a la
Santa Congregación de Propaganda Fide para la dirección del esfuerzo misionero. Propaganda Fide sufrió
en un principio las dificultades normales con la autoridad establecida de los reyes español y portugués. Un
obispo enviado por Roma a China fue arrojado por una tempestad a la costa de las Filipinas, y devuelto por
los españoles por el Pacífico, circunnavegando así involuntariamente el globo. Fue una señal importante,
tanto de la debilidad de Portugal como de la creciente habilidad de Roma para interferir en el campo
misionero, el que el jesuita Alexandre de Rhodes, queriendo desarrollar su misión en Indochina, se aseguró
lo que necesitaba de Roma y no de Madrid o Lisboa. Pero la debilidad política extremada de Portugal a
mediados del siglo XVII destruyó la fuerza motriz de las misiones católicas de Oriente, y demostró que el
papa Alejandro Borja se había precipitado al confiar medio mundo a un poder tan diminuto. Los primeros
informes enviados a Propaganda demuestran que la Contrarreforma apenas había tocado algunas de las
diócesis de América o de las Indias Orientales.
Los portugueses no fueron tan lentos en el Oriente para promocionar el sacerdocio nativo como
los españoles en el Occidente. El hijo de un jefe africano del Congo fue consagrado obispo ya en 1518, tras
educarse en Portugal. Ricci insistió en tener sacerdotes chinos, y se llevó una gran desilusión al no
conseguirlos; pero en China existía la dificultad adicional del matrimonio infantil. En Japón e India hubo
3
Véase también The Pelican History of the Church, vol. 4, pp. 190-2; y vol. 6, capítulo 6.

158
ordenaciones, la primera en Japón ya en 1601. A un brahmán llamado Mateo de Castro le negó la
ordenación el arzobispo de Goa. Fue en persona a Roma, y después de un curso de teología fue ordenado
sacerdote y enviado de vuelta a Goa. Fue recibido con rudeza e incredulidad, y a pesar de la persecución de
la policía escapó otra vez a Roma. En 1637 Roma le consagró obispo, y se embarcó para servir en Idalcan,
cerca de Goa pero fuera del control portugués. El arzobispo de Goa se negó a ayudarle, le suspendió y
metió en la cárcel a indios a los que él ordenó sacerdotes a toda prisa. Salió otra vez para Roma, fue
nominado como vicario apostólico en Etiopía, no consiguió llegar al país, se retiró a Roma y se le ordenó
que volviera a Etiopía. No era hombre que buscara el martirio, y fue en vez al Gran Mogul en Agra.
Volviendo otra vez a Roma vivió diecinueve años más como consejero de asuntos indios a Propaganda.
Esta fatalidad del primer obispo indio no fue estimulante para los que clamaban por un clero
indio. Pero Roma siguió impertérrita, y envió a dos sobrinos de Castro a India como vicarios apostólicos.
Alrededor de 180 sacerdotes indios se contaron en la misma Goa el año 1656. Su calidad no era
alta ni mucho menos, y el gobierno portugués seguía teniendo prejuicios contra ellos, pero se habían
vencido para siempre los obstáculos al clero indígena.
Así se echaron los cimientos de nuevas iglesias en América y Asia, y la católica Europa llamó a la
existencia a un nuevo mundo de fe.

En esta época penetraron muy poco las divisiones de la Cristiandad en las misiones. En raras
ocasiones, cuando fueron exportadas allende los mares, eran difíciles de distinguir de rivalidades políticas
o comerciales. Un comandante español masacró a 200 hugonotes franceses en una playa de Florida; pero
llevó a cabo la matanza tanto por ser franceses como por ser hugonotes. En Japón, la rivalidad de ingleses
y holandeses con los portugueses contribuyó a la calamidad que le sobrevino a la jóven Iglesia. En
América del Norte, los asentamientos franceses de Canadá (Nueva Francia) excluyeron por ley a los
hugonotes, pero no se impuso rígidamente la ley. El surgimiento del poder marítimo inglés y holandés en
el siglo XVII llevó a la política europea a mares remotos, y con ella la antipatía entre protestantes y
católicos. Los holandeses fundaron Batavia en 1619, capturaron Malaca en 1641 y conquistaron Ceilán
hacia 1658. Ellos y los ingleses ocuparon el vacío que dejaba el decadente Portugal, con consecuencias
calamitosas para los misioneros católicos. Las campanas que robaron los asaltantes holandeses de la
catedral católica de Puerto Rico se llevaron a colgar en la iglesia holandesa del Nuevo Amsterdam (más
tarde Nueva York). Pero mayoritariamente el globo era todavía suficientemente grande para todos.

El encuentro amistoso con las grandes religiones de Asia con simpatía, como tantos de los jesuitas
lo hicieron, era natural que afectara más tarde o más temprano al pensamiento cristiano. El efecto se retrasó
hasta que pasó la edad de la Reforma y se introdujo la edad de la Razón, cuando empezaron a plantearse
cuestiones trascendentes - cómo se relacionaba la ley revelada con la ley natural, en qué se diferenciaba la
ética cristiana de la ética natural, si se podía decir que había una «revelación» parcial que se les había dado
a los no cristianos. Estas cuestiones principales, con las que Asia enfrentó a la Iglesia Cristiana, apenas se
formularon durante la época de la Reforma. Matteo Ricci en Pequín empezó a ver que la larga historia de
los chinos obligaba a una revisión de la cronología del Antiguo Testamento. Pero la cosmovisión de
Europa apenas fue tocada en la segunda mitad del siglo XVII. Todavía en 1681 Bossuet podía escribir sus
Discurso de la Historia Universal sin salir del mundo mediterráneo y europeo.
Algunas de las preguntas que alucinaban a las mentes alertas el siglo XVI demostraron ser
menores en una perspectiva posterior. El descubrimiento del chocolate obligó a los teólogos a determinar
si, para las reglas del ayuno, se trataba de un alimento o un líquido; pero pronto se sospechó que era
perjudicial para la castidad, lo que hizo que se prohibiera su uso en algunas órdenes religiosas. El padre
Alonso Sánchez, viajando de las Filipinas a Macao, trató de celebrar la misa de San Atanasio (2 de mayo)
a su llegada, y se sorprendió de descubrir que las iglesias de Macao estaban celebrando la misa de la
invención de la Santa Cruz (3 de mayo), y que ninguna de las dos partes había confundido el calendario.
Estas recién descubiertas tribus de las Américas debían ser descendientes de Adán, sin duda, y de Noé,
según la Sagrada Escritura. Si todos los animales descendían de los del arca, ¿cómo habían cruzado los
océanos hasta las Indias? Tal vez, pensó el jesuita Acosta, encontremos todavía un puente de tierra por el
que pasaron los animales de Europa o Africa a las Américas, ya fuera en las regiones ártica o antártica
(porque rechazó como absurda la teoría de la Atlántida). Pero, ¿y los animales de América que no se
encuentran en el Viejo Mundo? Si salieron del arca en el monte Ararat, ¿por qué no estaban representadas

159
esas especies en Europa? Como todos los animales salieron del arca, debemos postular que algunas
especies encontraron aquel hábitat más conveniente para su forma de vida y desertaron las otras regiones o
perecieron en ellas. Acosta estaba preocupado porque, a pesar de los viajes alrededor del mundo, los
hombres no debían despreciar a los antiguos padres y doctores de la Iglesia que suponían, sobre la base de
datos insuficientes, que la tierra era plana.

160
10
La Iglesia Ortodoxa Griega

La más antigua de las Iglesias que componían la Cristiandad estaba experimentando la larga agonía de
vivir bajo un gobierno hostil. Para 1526 los turcos completaron la conquista de los Balcanes, el Egeo,
Crimea, Belgrado, dos tercios de Hungría. La mayor parte de los miembros de la que se identificaba como
la Santa Iglesia Ortodoxa se encontraban bajo dominio extranjero.

EL ESPIRITU DE CRUZADA

El espíritu cruzado no había muerto en Occidente, pero tampoco estaba lo suficientemente vivo como para
vencer las dificultades prácticas de lanzarse a una cruzada. Los idealistas y los políticos clamaban por una
cruzada contra los turcos. El 14 de marzo de 1518 el papa León X caminó descalzo desde la iglesia de San
Pedro hasta la Minerva y se sentó para escuchar un sermón, mayormente inaudible proclamando la guerra
santa. A lo largo de todo el siglo sus sucesores hablaron e hicieron planes con el mismo fin. El emperador
Carlos V creía que la suprema meta política era la reconquista de Constantinopla, y el rey Francisco I de
Francia, procurando la corona imperial, dijo que si tenía éxito estaría en Constantinopla en tres años, o
muerto. Todavía un siglo después el padre Joseph el Capuchino, la eminencia gris de Richelieu, escribió un
poema interminable llamado La Turquíada, convocando a la guerra santa contra el Islam.
Estas grandes aspiraciones correspondían a bastante poco en el reino de lo realizable. Los poderes
europeos tenían más miedo los unos de los otros que de los turcos. Un cierto escepticismo empezó a
aparecer; Erasmo preguntaba cínicamente si, en caso de que una cruzada tuviera éxito, el Papa sería capaz
de gobernar en el Este mejor que los turcos. Hasta los cruzados más idealistas necesitaban el respaldo del
incentivo comercial, y ahora media Europa estaba empezando a mirar hacia Occidente en lugar de hacia
Oriente, a las Américas o el Cabo e India. Si un español quería una cruzada, miraba a Cortés y México, o a
Pizarro y Perú. Y con los españoles en ascendente en Europa, una cruzada sin ayuda española estaba
condenada al fracaso.
Los poderes occidentales llegaron al punto más próximo a una cruzada contra los turcos el año
1571, y no se había de llegar tan cerca de una cruzada nunca después en la historia de Europa. El Sultán se
sabía que estaba a punto de atacar Chipre, gobernado por Venecia. El papa Pío V, idealista insensible a los
obstáculos políticos, dedicó esfuerzos medievales a crear una liga de poderes cristianos, y hasta hizo
temerosos a los venecianos de que el poder español en el Este les hiciera más daño que la pérdida de
Chipre. Da la medida del prestigio y la estatura del Papa el que consiguiera organizar una expedición naval
de tropas españolas, venecianas, papales e italianas al mando de don Juan de Austria. En la batalla de
Lepanto, frente a la costa occidental de Grecia, la flota turca quedó destrozada, y así se mantuvo el poder
naval occidental en el Mediterráneo. Pero fue la última de las alianzas cruzadas occidentales. La victoria
no consiguió recuperar Chipre o contener a los ejércitos turcos. La liga cristiana colapsó. Pío V murió siete
meses después de la batalla, y la oportunidad se hizo anacrónica. El ideal cruzado se quemó en incursiones
en busca de botín de los españoles, o de los florentinos, o de los Caballeros de San Juan de Malta en las
costas del imperio turco.

LA IGLESIA BAJO LOS TURCOS

La Iglesia Oriental Ortodoxa no se puede decir que floreciera bajo el dominio turco. Su riqueza había sido
confiscada, sus intelectuales habían huido a Occidente, había perdido el gobierno directo de un soberano
cristiano, sus campesinos fueron sometidos a una carga demoledora de impuestos, incluyendo la entrega de

161
muchos hijos varones a la religión y al servicio musulmanes. Las ciudades estaban empobrecidas, y las
aldeas luchando para pagar a sus sacerdotes y reparar sus iglesias; y en muchas áreas, especialmente en los
campos de Asia Menor, las iglesias decaían y frecuentemente se abandonaban.
Los campesinos cristianos destituidos no estaban en contra de enviar a sus hijos a los jenízaros
para que los educaran como tropas musulmanas. La decadencia cristiana se detecta en la existencia de
prelados con títulos rimbombantes pero sin apenas fieles, como el metropolita de Pisidia, que llegó a ser un
mero dependiente de Constantinopla. Como algunos de sus contemporáneos del Vaticano, el nombre
antiguo llegó a ser en la práctica el equivalente del obispo titular in partibus infidelium.
Había excepciones a la pobreza general. Lugares prominentes de peregrinación, como Jerusalén y
el Sinaí, siguieron floreciendo, aunque secretamente. Algunos funcionarios o iglesias de Jerusalén o
Constantinopla todavía recibían pensiones o ayuda indirecta de Occidente, del Papa o del Rey de España.
En Constantinopla, las comunidades comerciales de ricos venecianos o genoveses y las embajadas de los
poderes occidentales ofrecían otro apoyo indirecto a las iglesias ortodoxas de Constantinopla. Solían ser
comerciantes griegos los que se encargaban del comercio de la capital, y aunque era necesario ser
musulmán para tener uno de los puestos elevados del estado (se tienen noticias de excepciones ocasionales
aun de esta regla, como cuando un cristiano estuvo al mando de un ejército del Sultán en las llanuras de
Hungría) los cristianos eran empleados corrientemente como contratistas, constructores de barcos o
fundidores de cañones, y así acumulaban útiles fortunas. Hacia 1570 un griego de familia antigua, Michael
Cantacuzene, alcanzó tal eminencia organizando el comercio turco en pieles de Rusia que el Patriarca solía
llamarle semanalmente, tal vez para consultarle, o quizá para recibir instrucciones. Por lo menos el clero de
las ciudades podía vivir, y las iglesias se mantenían. Los merodeadores siempre parecían encontrar plata
eclesiástica abundante como botín; pero la impresión general es la carga de la pobreza. Sabemos de varias
expediciones mendicantes de Constantinopla al Oeste, a Moscú o a los principados balcánicos.
El Sultán, como sus predecesores bizantinos, prefería controlar la elección del Patriarca de
Constantinopla. El Sultán normalmente vendía la sede, o más bien deberíamos decir, imponía sumas
elevadas para ocupar el puesto. En esto no estaba haciendo más que la reina protestante Isabel I de
Inglaterra o algunos de los soberanos católicos de Francia o España, aunque en Constantinopla el precio
era todavía más elevado. La aportación al Sultán por la elección del Patriarca no era nada en 1453, pero se
fue elevando deprisa a partir de 1466 y alcanzó los 3,000 ducados en 1537. El tributo anual subió de 500
ducados a 4,100. 1 La subida del precio la causaba menos la imposición directa que la disposición de las
facciones contendientes a ofrecer sumas más elevadas al gobierno para remontar las ofertas de sus rivales.
En 1555 el patriarca Joasaph II, con una habilidad extraordinaria, consiguió que se le redujera la cuota de
elección, y fue depuesto posteriormente, no sin ironía, por una acusación de simonía, si hemos de creer al
cronista. Por añadidura, un poderoso laico griego impuso derechos sustanciosos por sus servicios ante el
gobierno a favor de la Iglesia. Michael Cantacuzene se dice que cobró muchos ducados por sus servicios
para la elección del patriarca Metrophanes (1565). Aunque la sangre de los mártires puede que fuera la
semilla de la Iglesia, la persecución y el dominio de un gobierno displicente puede que ofrecieran nuevas y
espléndidas oportunidades al vicio eclesiástico.
El Sultán cambiaba el Patriarca a su capricho, y la sede no era nunca cómoda. La línea de obispos
ortodoxos tuvo sus mártires bajo los turcos. Aunque dos arzobispos de Canterbury entre 1550 y 1650
acabaron sus vidas por ejecución, un hombre prudente al que se le hubiera dado a escoger entre Canterbury
y Constantinopla no habría escogido Constantinopla.
El peligro era menos corrientemente físico que moral. Porque los turcos eran tolerantes por lo
general, por lo menos con los ortodoxos. Hasta los derechos impuestos eran más señales de la venalidad de
la corte que de su hostilidad religiosa. De vez en cuando un sultán o un muftí celoso declaraba que los
turcos tenían obligación de examinar a todos los cristianos; y al sanguinario Selim I, al que alaba un
historiador turco por su humanidad al prohibir que tostaran a fuego lento a los condenados, se dice que era

1
Para no culpar a los sultanes excesivamente, tengamos presente que la muy protestante soberana Isabel de
Inglaterra mantuvo vacante la sede de Oxford veintiún años porque quería quedarse con las rentas; que el muy
católico soberano Felipe II de España mantuvo prisionero al arzobispo de Toledo muchos años por razones
semejantes; y que los gobernadores musulmanes de Erevan en Persia estaban no sólo elevando la principal sede
armenia en la subasta sino torturando a los obispos si no les enviaban suficiente dinero. Los gobiernos han adoptado
una gran variedad de trucos para imponer contribución a las ofrendas de los fieles.

162
difícil contenerle de matar cristianos; pero estas afirmaciones eran más metafísicas que prácticas. Los
turcos imponían el tributo de niños para instrucción y servicio. Normalmente expropiaban por lo menos
una iglesia en cada pueblo conquistado para transformarla en mezquita, o más de una si era una gran
ciudad - en Constantinopla misma se apropiaron por lo menos otras ocho iglesias además de la gran Santa
Sofía. En 1537 los almuédanos turcos de Constantinopla declararon que según la ley musulmana todas las
iglesias de una ciudad conquistada debían ser destruidas, y que Constantinopla era una ciudad conquistada.
El Patriarca se abrazó con lamentaciones a la imagen de la Virgen de Nuestra Señora Pammacaristos, su
catedral desde la pérdida de Santa Sofía, consultó al gran visir y a las autoridades legales, distribuyó
presentes, y alquiló a un viejo testigo llamado Mustafá que dijo tener 102 años, que había luchado en el
asedio de Constantinopla y podía atestiguar que la ciudad no había sido conquistada, sino que se había
rendido. Los juristas aceptaron el alegato, y el paso del peligro fue celebrado con letanías y acciones de
gracias. El proyecto de una masacre general de cristianos se reavivó en 1595 ante la noticia del saco de
Patras por la flota española, y de nuevo en 1646, pero no se llevó a cabo. El truco resultó provechoso para
los turcos, como sin duda se esperaba, porque tales propuestas no estaban en armonía con la práctica y la
política turcas.
A excepción del saqueo de iglesias, como de todos los demás edificios a la captura de muchas
ciudades, los turcos destruyeron pocas iglesias. Preferían que las iglesias quedaran retiradas, mandaron
quitar la gran cruz de la cúpula de Pammacaristos, visible desde lejos por tierra y por mar, y así rebajaron
la moral de los ortodoxos en la ciudad. En 1586 expulsaron a los cristianos de Pammacaristos, y desde
1601 hasta 1924 el Patriarca tuvo que contentarse con la iglesia más pequeña de San Jorge. Pero las
iglesias apenas fueron molestadas a menos que, como en algunas partes de Asia Menor, no quedaran
suficientes cristianos para mantenerlas. Si una iglesia que se hubiera convertido en mezquita no se
necesitaba más tarde, se les permitía a los cristianos comprarla otra vez, como sucedió en Larnaka de
Chipre. En Damasco se dividió la gran iglesia, sorprendente y tal vez únicamente, entre las dos religiones.
Las comunidades de monjes del monte Athos parece que sufrieron poco de las conquistas turcas, y en 1542
el patriarca Jeremías pudo fundar la nueva casa grande de Stavronikita. El monasterio de Santa Catalina en
el monte Sinaí, sin duda por razones de prudencia política, permitió que se construyera una capilla
musulmana dentro de sus precintos, pero fue poco molestado excepto con graves impuestos. Donde había
fondos disponibles era fácil reparar y decorar las iglesias, aunque esto estaba expuesto a ser una empresa
delicada, porque un patriarca fue depuesto (1502) acusado de emprender una nueva construcción sin
autorización. El movimiento de los obispos no fue restringido especialmente, y los patriarcas de Alejan-
dría, Antioquía y Jerusalén pudieron reunirse en sínodos en Constantinopla sin dificultad.
En las tierras griegas, los Balcanes y los jóvenes principados rusos, la Iglesia Ortodoxa siguió
siendo la Iglesia del pueblo. En Creta, Euboea y partes de Albania, el avance musulmán supuso la
conversión de cristianos al Islam. En celebraciones estatales, como la circuncisión del heredero de Murad
III en 1582, numerosos cristianos fueron presentados abjurando de su religión; pero en casi todas las partes
conquistadas de Europa el Islam siguió siendo la religión de la minoría gobernante. La antigua liturgia
cristiana y la estructura sacramental todavía impregnaban las vidas de los pueblos empobrecidos y
oprimidos. Salónica seguía siendo fuertemente griega, con veinte iglesias y cuatro monasterios frente a seis
mezquitas. Hacia 1570 Sofía tenía trece mezquitas, pero el metropolita controlaba unas 300 iglesias y dos
escuelas de iglesia.
Hasta qué punto eran poderosos los misterios griegos se puede ver por el impacto que ejercían
sobre los musulmanes más sencillos. Aunque la más noble de las iglesias bizantinas, Santa Sofía, tenía
alminares y estaba convertida en mezquita, los cristianos seguían visitando sus lugares santos, y los turcos
se les unían en su reverencia por las puertas hechas de la madera del arca o por el pozo santo cubierto con
una piedra del pozo de Belén. Algunas veces los turcos imponían sus propias tradiciones a un edificio
mediante el lento crecimiento en conocimientos evidente a toda persona familiarizada con los guías
profesionales de los edificios antiguos. La cúpula, se decía, cayó el día que nació el Profeta, y no se pudo
reconstruir hasta que apareció el santo musulmán Khidr y enseñó a los constructores a hacer hormigón
compuesto de arena de la Meca, agua del pozo Zem-zem y saliva del Profeta. En Salónica, la tumba de san
Demetrio, aunque en un edificio convertido en mezquita, siguió siendo meta de peregrinación cristiana, y
pronto de peregrinación mahometana. Hay buena evidencia de que los turcos se bautizaban en secreto con
la esperanza de recibir curaciones u otros beneficios, posiblemente entre ellos el sultán Murad III mismo
(1585), y de que los turcos llevaban amuletos que contenían textos del prefacio del Evangelio de san Juan

163
junto a los del Corán. Se dice que Selim II proveyó aceite para seis lámparas de plata que había delante de
un icono en Xeropotamou sobre el monte Athos, porque creía que los santos le habían ayudado. Era
amistoso con los cristianos, y permitió la restauración o construcción de iglesias con más libertad. Hay
evidencia de cristianos sencillos que consultaban al almuédano igual que al sacerdote cuando tenían
necesidad. La mezcla de creencias y supersticiones surgía fácilmente cuando las mujeres cristianas
llegaban a formar parte de un harén turco. Pero pocos hechos atestiguan tan vigorosamente la fuerza y
continuidad de la tradición ortodoxa bajo sus desánimos. Los sacerdotes cristianos puede que fueran
pobres y sencillos aldeanos, campesinos entre sus rebaños, pero su ministerio siguió siendo respetado; las
mujeres ortodoxas se santiguaban cuando pasaban la puerta del Patriarca y su guardia de dos jenízaros. El
sentimiento de tradición ancestral persistía tan fuerte como siempre o más al identificarse con la
supervivencia e identidad de un pueblo sometido.
Los tribunales del Sultán fortalecían la autoridad eclesiástica del Patriarca sobre la Iglesia Griega.
Los turcos trataban a los ortodoxos como una nación sometida con sus leyes locales, y consideraban su
representante al Patriarca de Constantinopla.
Durante el siglo XVI el Patriarca ya había empezado a adquirir ciertas funciones judiciales para
decidir disputas entre los griegos. En la propria jerarquía, el gobierno turco fortalecía constantemente la
autoridad patriarcal sobre otros obispos y metropolitas dentro del Imperio. Para 1576 el Patriarca obtuvo
un poder para elevar o deponer obispos más efectivo que el de ninguno de sus predecesores desde la
fundación de la sede. Era política turca normal el traer las iglesias nuevamente conquistadas a la sumisión
de la capital. En los territorios balcánicos esto admitía excepciones, porque la política local o la influencia
de visires amigables permitía una cierta medida de autonomía al arzobispo serbio de Pec o al arzobispo
búlgaro de Ochrida. Pero la autoridad eclesiástica de Constantinopla, a pesar de los problemas internos de
la ciudad, se fue fortaleciendo a través de esta edad hasta alcanzar su plenitud en el siglo XVIII.

LAS IGLESIAS LATINA Y ORTODOXA

La actitud de los ortodoxos para con Roma no se debilitó. Sentían la misma antipatía de siempre hacia sus
pretensiones. En Hungría y Polonia la tierra era una parte ortodoxa y otra católica, y la lucha ayudó a
mantener vivos los viejos rencores. Sin embargo, una ola de influencia teológica latina se extendió, casi
imperceptiblemente, por toda la Iglesia Griega.
La influencia de la teología latina no era ninguna novedad en el Este. Desde el tiempo de las
Cruzadas, el aislamiento parcial de la tradición bizantina se modificó por el conocimiento de las maneras y
el pensamiento occidentales, y por la atracción o repulsa hacia ellos. Después de 1204, con latinos
instalados por un tiempo en Constantinopla y las ciudades como Venecia dominando el Levante, las
comunicaciones llegaron a ser íntimas a veces. Y aunque estas comunicaciones fueron dificultadas por las
invasiones mongólicas y la nueva agresividad de los turcos otomanos, la propia debilidad de
Constantinopla, su desesperada necesidad política de ayuda occidental contra los turcos, hicieron los cien
años anteriores a 1453 un tiempo de estrecha asociación entre la Iglesia Griega y los italianos.
La caída de Constantinopla a los turcos en 1453 no quebrantó esta asociación. En el siglo XVI
muchos de los mejores jóvenes de la Ortodoxia pasaron a proseguir sus estudios en Italia, en universidades
como la de Padua, porque no podían recibir una educación equivalente bajo los turcos. Y así la invasión
turca, y luego el dominio turco, crearon las condiciones para un cambio indeleble entre los orientales. Los
ortodoxos no dejaron nunca de ser ellos mismos, nunca dejaron de atesorar su liturgia y sus formas
tradicionales de vida y expresión propias; pero ahora aprendían - y algunos de ellos aprendieron - a
expresar sus formas supremas de doctrina con la ayuda de métodos y lenguaje tomados de los escolásticos
latinos. Los teólogos ortodoxos aceptaron la tradición de los siete sacramentos (o misterios), ni uno más ni
uno menos, y fueron más inquisitivos que sus predecesores sobre los modos de la Presencia Real; para
resumir: se hacían preguntas teológicas que no se había planteado la tradición más antigua; y algunas
respuestas occidentales a esas preguntas pasaron paulatinamente a su tradición y se incorporaron a ella. La
incorporación de la palabra transubstanciación a una parte del pensamiento del Este es un ejemplo
emblemático.
La lengua latina empezó a introducirse en la teología oriental durante los últimos siglos de la Edad
Media. Pero ahora, en la Polonia ortodoxa y aun en la Rusia occidental, parte de la educación teológica se

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daba en latín. En Kíev se usaban libros de texto católicorromanos para preparar a los estudiantes
ortodoxos. En 1569 Ucrania se incorporó políticamente con Polonia y Lituania; y en 1596, mediante la
unión de Brest-Litovsk, la Iglesia de la provincia se unió a Roma. Entre 1596 y 1620, cuando se restauró
una jerarquía ortodoxa, los metropolitas de Kíev fueron miembros uniatas de la Iglesia Católica Romana.
La tradición teológica de la Ortodoxia, tan estática y conservadora en apariencia y en realidad, fue afectada
poco a poco.
Los turcos consideraban a los católicos romanos en el Este como minoría disidente, y los
desanimaban. Había muchos cristianos latinos en las islas exvenecianas del Egeo, en Bosnia y Serbia y
Albania, y hasta algunos sobrevivían en Trebisonda. Era más seguro para las comunidades latinas dejar
que los gobiernos turcos supusieran que eran ortodoxos orientales. A los turcos les interesaba figurar como
protectores de los ortodoxos frente al evangelismo occidental, aunque los griegos solo consiguieron
convencer al gobierno para que hiciera ilegal el proselitismo latino hacia 1728. De vez en cuando uno de
los papas proseguía los planes tradicionales de reunión con el Este, y un delegado apostólico conversaba,
cortés pero infructuosamente, con el Patriarca de Constantinopla. Había comunidades uniatas sujetas a
Roma en el Líbano, Siria y Palestina. En Roma se estableció un colegio griego, pero no floreció. En 1576
Roma envió a Oriente 12,000 ejemplares de una traducción griega del Catecismo Romano y otros 12,000
de los decretos del Concilio de Trento, pero no podemos suponer que se usaran. En 1583 el Papa
estableció en Constantinopla una pequeña casa jesuítica, con tres padres y dos hermanos legos, y tres años
después todos los miembros habían muerto de la plaga. Se volvió a abrir en 1609 bajo la protección de la
embajada francesa.

LOS ORTODOXOS Y LOS PROTESTANTES

Bajo estas circunstancias se encontró que las tensiones del Occidente reformista tocaron, aunque solo
superficialmente, el Oriente.
Era natural que los protestantes estuvieran interesados en los ortodoxos. Los estudios de Lutero de
la historia pasada del Oriente cristiano le ayudaron a convencerse de que había que resistirse a las
pretensiones de Roma. Los protestantes, especialmente los luteranos, creyeron a veces que era posible
establecer relaciones amistosas con las sedes orientales. Los estudiantes griegos en Occidente pasaron más
allá de Padua y Venecia para seguir las clases de Tubinga, donde el luterano Martin Kraus enseñaba la
posibilidad de unir la Iglesia Griega con la Evangélica. En 1559 un luterano amigo de Melanchthon se
tomó la molestia de traducir la Confesión de Augsburgo al griego. Un capellán diplomático llamado
Stephen Gerlach ofreció dicha traducción al patriarca de Constantinopla Jeremías II, esperando que viera
los acuerdos doctrinales entre las dos iglesias, aun cuando sus ceremoniales eran tan manifiestamente
diferentes. El Patriarca replicó con una exposición de los puntos en que las iglesias no estaban de acuerdo,
y haciendo una sugerencia cortés de que los luteranos deberían aceptar la enseñanza de la Iglesia Ortodoxa
y unirse a ella. La contestación del Patriarca cayó por casualidad en manos de un sacerdote católico
romano de Polonia, que la publicó para demostrar lo vano de las esperanzas luteranas de una alianza; y el
Patriarca tuvo el placer o el disgusto de recibir la felicitación del papa Gregorio XIII por su noble respuesta
a los cismáticos.

LÚCARIS (1572-1638)

Cirilo Lúcaris era un griego que conocía bien las formas occidentales, porque había estudiado en Venecia y
en la universidad de Padua, sabía leer y escribir italiano y latín con facilidad, y sirvió como controversista
y maestro en Polonia. Este servicio en Polonia cambió su actitud. Tratando de defender la Ortodoxia contra
Roma, encontró aliados en los protestantes, que en aquellos días eran todavía poderosos en Polonia.
Lúcaris estuvo dispuesto a llegar bastante lejos con los protestantes por mor de la unidad. Y parece que se
convenció sinceramente de que algunas de las posiciones de los protestantes eran correctas.
En 1602 llegó a ser patriarca de Alejandría; en 1620, para satisfacción de los embajadores
protestantes en Constantinopla y el horror de sus colegas católicos, llegó a ser patriarca de la misma

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Constantinopla. Entró en relaciones cordiales con el arzobispo de Canterbury y otros protestantes
eminentes. Regaló al arzobispo un manuscrito árabe del Pentateuco, y al Rey de Inglaterra el gran Codex
Alexandrinus de la Biblia. Envió a estudiar en Oxford y Halmstedt y Ginebra a sus jóvenes sacerdotes más
capaces. Encontró que le dolía someterse externamente a la liturgia en la invocación a los santos. Por
medio del embajador holandés consintió que se imprimiera en Ginebra su Confesión de Fe, que reflejaba el
lenguaje de Calvino e hizo que los protestantes aclamaran el acuerdo de fe entre la Iglesia Ortodoxa y
ellos. Enseñaba que la Iglesia está sometida a la Sagrada Escritura, y que podía errar; la predestinación a la
vida independientemente de las buenas obras; la justificación por la fe; los dos sacramentos del Evangelio,
y una doctrina Reformada de la eucaristía. Fue una sensación no pequeña en Europa encontrar que el
cabeza de las Iglesias Ortodoxas publicara una confesión de fe cuasi protestante. Y después de ser el
hazmereír, y a veces el organizador de intrigas entre los diplomáticos rivales de la ciudad, Lúcaris fue
estrangulado por orden del Sultán en 1638 y su cadáver arrojado al Bósforo. Su Confesión fue condenada
por dos sínodos poco después. Es una señal de los lazos poderosos entre las iglesias oriental y occidental el
que Pedro Mogila, el principal refutador ortodoxo de Lúcaris, extrajera mucho de su material de fuentes
católicorromanas como el catecismo del jesuita Pedro Canisius, y primero lo publicara en latín.
En 1672 el gran sínodo ortodoxo de Jerusalén condenó formalmente los errores de los herejes
protestantes.
No había ninguna simpatía natural entre los ortodoxos y los protestantes. Cuando el zar Iván el
Terrible capturó Kochenhausen de Livoria en 1577, encontró a un pastor luterano en la calle principal y se
enzarzó en amistosa conversación con él sobre teología - amistosa, hasta que el luterano comparó a Lutero
con san Pablo, cuando Iván le atacó sobre la cabeza con su látigo de montar y se marchó cabalgando y
gritando: «¡Al diablo contigo y con tu Lutero!» Por muy hostiles que pudieran ser los ortodoxos para con
Roma, el lenguaje y el talante y la doctrina de los protestantes siempre les parecieron extraños, raros,
contrarios a la tradición y erróneos.
Sigue siendo todavía un hecho de gran trascendencia en la historia cristiana el que la Iglesia
Ortodoxa, a pesar de estas diversas influencias, quedara fuera tanto de la Reforma como de la Contrarre-
forma. Aunque no sería provechoso especular sobre los «pudiera-haber-sidos» de la Historia, podemos
afirmar, por lo menos, que las cadenas del dominio turco hicieron posible evitar estas dos fuerzas, tan
dinámicas y tan transformadoras.

MOSCÚ

La fuerza constante de la Iglesia Ortodoxa se puede ver, no sólo en su permanencia en los Balcanes, sino
también en su firme extensión hacia el Norte y hacia el Este.
Los rusos siempre consideraron a Constantinopla, recibieron su fe del Sur, se sintieron
participantes del Cristianismo mediante su Ortodoxia Eslava.
Para 1505 Rusia ya había sido creada de los pequeños principados de las grandes llanuras por Iván
III el Grande. Se casó con Sofía, sobrina del último emperador romano de Constantinopla, y se
consideraba heredero del Cristianismo de la Roma Oriental. Adoptó como escudo de Rusia el águila
bicéfala de los bizantinos. Estas ideas fueron poderosas en la formación de la tradición y la autocracia
rusas. Encontramos a un monje llamado Filoteo escribiendo al Zar entre 1505 y 1533: «Dos Romas han
caído ya, y la tercera, nuestro Moscú, aún sigue en pie; y una cuarta no habrá nunca... En todo el mundo tú
eres el único Zar cristiano.» El clímax de esta manera de pensar fue la creación en 1589 del Patriarcado de
Moscú. Jeremías II de Constantinopla fue a Moscú en busca de limosnas; y para corresponder a una
generosidad munificente consagró a un candidato del Zar como primer patriarca de Moscú, que ocupó el
rango siguiente a Jerusalén.
La principalidad rusa era ahora el único país fuera del dominio musulmán en el que estaba
establecida la Iglesia Ortodoxa. Ya en 1576 un veneciano inteligente observó las posibilidades políticas
cuando el gobernador de Moscú profesaba la misma religión que los pueblos de Bulgaria, Serbia, Bosnia,
Morea y Grecia, y con una sola palabra podía convocar a súbditos turcos a una cruzada de liberación. Pero
la suya fue una profecía inteligente. Rusia tenía que pasar por mucha anarquía y guerra civil antes de poder
ejercer poder político efectivo en la Europa del Este, y sin eso no podía haber protección ni liberación para
los pueblos ortodoxos. Por un tiempo la comunicación se limitó principalmente a limosnas, o a que pasaran

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peregrinos rusos por Constantinopla de camino a Jerusalén, y al interés creciente de Rusia en el monte
Athos.
Con la expansión rusa estuvo también la fe ortodoxa. En un país extenso, con pocas ciudades, los
monasterios colonizaron los desiertos y se hicieron propietarios de grandes extensiones de tierra cultivable.
El crecimiento de las colonias monásticas continuó a lo largo del siglo XVI. Aquí, caso único en la
Cristiandad, los ideales primitivos de los antiguos solitarios egipcios siguieron renovándose en los
bosques, mientras las comunidades mayores establecían parroquias remotas y construían iglesias para los
campesinos. Cirio de Novoyezersk recorrió descalzo en peregrinación viviendo de corteza de pino, raíces y
hierba, pasando veinte años entre las fieras antes de decidirse en 1517 a construirse una celda y quedarse
en Bielozersk. En ningún otro lugar de la Europa de 1517 se podía encontrar esta originalidad, que
recuerda a la primitiva Irlanda celta. El elogio de la locura de Erasmo, sátira sofisticada de los monjes
decadentes publicada seis años antes, pertenece a un mundo diferente.

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Tercera parte

LA REFORMA Y LA VIDA DE LA IGLESIA

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La Cristiandad dividida

La Iglesia Occidental estaba irremediablemente dividida de la Iglesia Ortodoxa Oriental desde la captura
de Constantinopla por los cruzados en 1204. Una obvia consecuencia de la Reforma fue la fragmentación
adicional del Cristianismo occidental. Esta desunión fue hecha posible por la decadencia de la idea de
Cristiandad mediante el surgimiento de las soberanías nacionales, que no fue el resultado sino una de las
causas del éxito del Protestantismo. La Cristiandad occidental, dispuesta como estaba para la división
secular, lo estaba también para la división religiosa. La revolución protestante, y la seria contestación de la
Contrarreforma, no sólo dividieron la Iglesia, sino endurecieron los antagonismos de la división política.
Las guerras de religión fueron sólo acerca de religión en un sentido restringido. Las ciudades
holandesas luchaban por su independencia y su comercio contra el control y los impuestos imperiales y
españoles, los españoles para contener a sus súbditos rebeldes. Ninguna de las grandes expediciones, ni
siquiera la Armada Invencible contra Inglaterra, era una cruzada en el sentido idealista de la primera
cruzada a la Tierra Santa del papa Urbano II. Si las llamamos guerras de religión no queremos decir con
ello que los católicos estuvieran tratando de matar a los protestantes sólo porque eran protestantes, o que
los protestantes estuvieran tratando de matar a los católicos porque eran católicos. «Saca del ejército
católico - dijo una vez Montaigne - a todos los soldados cuyo motivo no sea el puro celo por la religión o
el patriotismo o la lealtad al soberano, y no te quedarán bastantes hombres para formar una compañía.»
Una de las aproximaciones más exactas fue la matanza de San Bartolomé en París en 1572, cuando las
bandas católicas mataron a miles de hugonotes en sus camas. Pero esa masacre fue ordenada por la reina
Catalina de Médici, en la mente y el corazón de quien parece que apenas entraban los motivos religiosos.
Los hombres podrían dividirse por temor por sus bolsillos, o por miedo a la tiranía, o a la codicia,
por las sospechas que siempre han dividido a la raza humana. Con Europa dividida en campos religiosos,
la diferencia de religión era un motivo profundo para el temor y para la desunión política. Por tanto,
cuando se afirma que las guerras de religión no fueron guerras de religión en el sentido de puras cruzadas,
no se dice que el miedo a la persecución, o la hostilidad a la supuesta herejía, no estuvieran nunca
presentes ni fueran potentes en la mente de los combatientes. Estaban a menudo presentes, y el motivo
religioso era el más compulsivo en las mentes de individuos o de grupos. En el siglo XVII unos pocos
empezaron a ser cínicos en cuanto a los motivos. John Selden dijo que la religión se tenía que presentar
como el motivo para pelear porque era el único motivo que tocaba por igual el interés de los más bajos
como de los más altos. Durante el siglo XVI tal racionalización apenas se encontraba.

Hacia 1648 ya se había fijado el mapa religioso de Europa como se mantendría otros 300 años. En
el Norte estaban en control los protestantes - iglesias luteranas en Suecia, Noruega, Dinamarca, Islandia y
los estados de Alemania septentrional y central; iglesias calvinistas o reformadas en Escocia, los Países
Bajos, Hesse, el Palatinado y unos pocos de los estados alemanes occidentales. En el Sur estaban en
control los católicos - España, Italia, Austria, Baviera y por el Sur de Alemania. Y por toda Europa corría
un cinturón de estados indefinidos en los que la victoria no estaba clara: Irlanda, donde la Iglesia Católica
Romana luchaba por mantener su arraigo frente a una Reforma que se extendía bajo la égida de Inglaterra;
Inglaterra, donde los calvinistas todavía seguían luchando, con ayuda escocesa y holandesa, para establecer
un gobierno eclesiástico calvinista frente a una forma de reforma más conservadora o menos conservadora;
Francia, donde después de casi cuarenta años de guerra los hogonotes habían alcanzado el derecho legal a
existir pero sólo contaban con la conformidad de una extensa minoría de la población; Suiza, donde el
avance de los calvinistas o Reformados se había detenido y el avivamiento de la Contrarreforma, sostenida
desde Milán, mantenía la lealtad tradicional de los cantones católicos, y algunos de los estados del centro
de Alemania.
¿Había alguna idea de una sola Iglesia Cristiana que sobreviviera a estas divisiones de pasión,

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nacionalismo, suspicacia política y controversia religiosa?
Poca. El temor pisoteaba la caridad. Un prelado holandés escribió un panegírico poético
glorificando al asesino de Guillermo el Taciturno. Los antagonistas católicos de John Knox hicieron
circular rumores escandalosos e infundados acerca de su nacimiento, ascendencia y carácter. Los teólogos
protestantes difundieron chismes escandalosos e inciertos sobre el nacimiento del jesuita Robert Parsons, y
cuando su hermano John Parsons, leal clérigo anglicano, rechazó la acusación con vehemencia, se contestó
que John debía estar en simpatía con los papistas. Estas controversias no se llevaban con manos limpias.
No le era fácil a la teología tradicional hacerse sitio dentro de la Iglesia para los que se apartaban
de ella, ya fuera por su fe o por su disciplina. Los católicorromanos ortodoxos creían que fuera de la iglesia
visible no había salvación, y que para ser miembro de la iglesia visible era menester someterse al Papa de
Roma. Ningún hombre se podía salvar sin una fe verdadera y completa; y no podía creer la fe verdadera y
completa a menos que creyera la palabra de la Iglesia infalible. El Calvinismo ortodoxo creía que fuera de
la iglesia visible no había salvación, y que un cristiano debía ser miembro de una congregación en la que se
predicara la Palabra en toda su pureza y los sacramentos se administraran rectamente; y como no podían
atribuir ninguna de estas virtudes a la Iglesia Católica Romana, no les resultaba posible admitir que un
católico romano pudiera ser miembro de la Iglesia de Cristo en el verdadero sentido de la palabra.
Las intolerables rigideces de la lógica se suavizaban con la habilidad o claridad o excentricidad de
los pensadores de cada lado. Todavía quedaban mentes anticuadas que idealizaban irrealizablemente la
teoría medieval de un solo Imperio Cristiano, pero ahora trataban de encontrar un Imperio que pudiera
alojar pacíficamente en sus términos a los tres grupos principales de cristianos, católicos, luteranos y
Reformados. Enrique IV de Francia hasta pensó en un Consejo de Europa que admnistrara sus problemas,
que planificara un desarme general entre naciones cristianas, protestantes o católicas, para controlar un
ejército cristiano europeo, y limitar las guerras a campañas contra los turcos. El rey Jacobo VI de Escocia
escribió un poema - o construyó versos - para celebrar la gran victoria sobre los turcos en Lepanto, y solo
unos pocos entre los escoceses criticaron que celebrara una victoria católica. En 1608 Stephen Pannonius
de Belgrado se imaginó un gran Imperio Europeo desde Holanda hasta Grecia y desde Inglaterra hasta
Polonia, basado en la tolerancia de todos los cristianos trinitarios.
Era imposible que no se redujeran las barreras en un mundo en el que el espíritu humanista era
poderoso, e iba creciendo constantemente en número y en educación una clase media. El motivo del lucro
no reconocía barreras en la división religiosa. El comercio del libro cruzaba las fronteras, las censuras eran
ineficaces por doquier. Los músicos protestantes componían misas y motetes para las iglesias católicas; los
músicos católicos arreglaban melodías corales para las iglesias protestantes. La enseñanza no conocía
fronteras, como no fuera la enseñanza teológica. La Reforma, o las divisiones nacionales y religiosas de la
Cristiandad, retrasaron la llegada de una concordia internacional de la educación. Los instruidos raras
veces trabajaban con el patronazgo de sus gobiernos, a menos que su erudición se pudiera reconocer como
útil, y ser útil era generalmente ser efectiva en la controversia. Pero la investigación humana trascendía
estos desánimos. Después del Edicto de Nantes, encontramos en Francia una genuina fraternidad de
investigadores, trascendiendo las divisiones religiosas, animados por una corte católica y el ministro
hugonote Sully, reunidos en torno al historiador De Thou y el investigador clásico Isaac Casaubon.
Los teólogos hábiles suavizaron los bordes agudos del dogmatismo. De lado romano, una larga
línea de pensadores, y de alta reputación, trataron de hacerle algún sitio al hombre que - por así decirlo -
habría sido católico si sus circunstancias externas hubieran sido diferentes. El cardenal Bellarmino insinuó
una comparación entre el protestante sincero y el catucúmeno que moría antes de completar la preparación
para el bautismo; y otros hicieron una comparación más explícita entre la fe de un sencillo, mal informado
hereje, y la fe de un niño. Por tanto, puede que hubiera personas, aun en los cuerpos protestantes, que se
adherían en sus almas, por medios misteriosos, a la Iglesia Católica. Sin embargo, no se puede decir que
estas concesiones más liberales se les ofrecieran a los protestantes durante la edad de la Reforma.
Del lado protestante, había una gama más amplia de división de opinión. Los eclesiásticos
reformados creían que la ruptura con Roma era el rasgón irreparable de una vestidura, la cortadura de un
remiendo apolillado, y la renovación o saneamiento del resto del paño. Transformaban la apariencia y la
atmósfera de sus iglesias, encontraban una atmósfera extraña o repelente o ininteligible cuando entraban en
una iglesia católica romana, tenían poco sentido de continuidad con el pasado cristiano de la Edad Media.
Cuando buscaban a sus predecesores en la Historia, los encontraban, no en la corriente central de la
tradición, sino en pequeños grupos perseguidos de la Cristiandad medieval - husitas y wycliffitas y

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valdenses. Cuando miraban a la roca de la que habían sido extraídos, miraban a la Biblia y, esperaban
encontrar medio ocultos huellas secretas de la religión bíblica aun entre las corrupciones del siglo XV. No
reconocían en absoluto que la Iglesia de la Contrarreforma tuviera ninguna semejanza con la Iglesia de la
que ellos habían surgido. Los que meditaban en el Apocalipsis, y comparaban sus presagios con las señales
de los tiempos, veían en el Papa de Roma a la Mujer Escarlata, o la Bestia, el Anticristo sentado en un
trono que estaba destinado para Otro.
El mismo Calvino reconocía que la Iglesia Católica Romana poseía los «rasgos» de la Iglesia
verdadera. El edificio había colapsado, pero entre los escombros el ojo con visión todavía podía discernir
los cimientos auténticos. La mayor parte de los teólogos Reformados estaban dispuestos a diferenciar entre
las autoridades de la Iglesia Romana y sus miembros. Confesaban que por la misericordia de Dios se
podrían salvar los católicorromanos, pero como individuos, como un resto, como peces sacados del mar,
como Elías y el grupo de verdaderos profetas entre los profetas de Baal, un resto salvado hacia fuera de la
Iglesia Romana y a pesar de la Iglesia Romana, no salvado mediante su ministerio y sacramentos;
participando de la verdadera Iglesia a pesar de que y no porque eran miembros de esa comunión visible.
Los luteranos estaban dispuestos a llegar más lejos. Como los Reformados, distinguían entre las
autoridades de la Iglesia Romana y sus miembros; pero tenían un sentimiento más fuerte de su continuidad
con la Iglesia de los siglos medievales. Habían cambiado poco el aspecto de sus iglesias; sus fieles tenían
menos sentimiento de extrañeza cuando entraban en una iglesia católica romana; conservaban la misa y el
sacramento de la confesión, y eran conservadores en el ceremonial. Lutero y Melanchthon siempre
creyeron y enseñaron que habían limpiado a la vieja Iglesia de sus impurezas. Cuando miraban hacia atrás
a la Iglesia del siglo XV y antes, encontraban a sus predecesores en la corriente principal de la tradición
medieval, en un Aquino, un Occam, un Duns Scoto. Los hombres se salvaban dentro de la Iglesia de Roma
a pesar del Papa pero no a pesar de la Iglesia visible. Dentro de la Iglesia eran bautizados, y oyeron leer la
Biblia, y recibieron el santo sacramento, y creyeron en la verdadera Presencia, y tuvieron parte en el
sacerdocio de Cristo.
Los teólogos ingleses, desde Hooker en adelante, no llegaron en su reconocimiento más lejos, pero
a veces lo expresaron con un lenguaje todavía más fuerte permitiendo libremente una continuidad entre la
Iglesia de los siglos medievales y la Iglesia Romana contemporánea. «Con Roma - escribía Hooker - no
osaríamos estar en comunión en relación con algunas de sus graves y severas abominaciones; pero en lo
referente a aquellas partes de la verdad cristiana en las que todavía persisten, gozosamente reconocemos
que son de la familia de Jesucristo.» «Tú sabes - le decía John Donne a un amigo - que yo no he
encadenado ni aprisionado nunca la palabra Religión, ni... la he encerrado en una Roma, o un Wittenberg,
o una Ginebra; esas son todas rayos virtuales del único Sol... No son tan contrarias entre sí como los Polos
del Norte y el Sur.»

Cada lado, por tanto, confesaba tartamudeando que el otro también contenía miembros de la
Iglesia verdadera. Los católicorromanos y los reformados creían que esas personas eran realmente cristia-
nas, a pesar de su participación en un cuerpo corrupto o herético; los luteranos y los anglicanos, que eran
verdaderamente cristianas, en parte por lo menos porque las herejías o corrupciones no podían privar a los
fragmentos de la Iglesia Católica Romana de los rasgos de una Iglesia verdadera.
Algún teólogo aislado tal vez fuera lo bastante atrevido como para trazar un esquema por medio
del que católicos y protestantes pudieran todavía llegar a un acuerdo. El más célebre de ellos fue George
Cassander (muerto en 1566), maestro flamenco en Colonia, donde la atmósfera era a menudo más irénica
que en algunas otras ciudades de Renania. Era un humanista católico, admirador de Erasmo y amigo de
protestantes, hombre de mente tolerante. Y formuló una idea, de la que se podrían encontrar atisbos en los
escolásticos y formulaciones más explícitas en un pensador pacificador como Melanchthon, pero que
todavía no se habían lanzado a la palestra de la discusión religiosa y estaba ahora destinada a una larga
historia; la idea de artículos fundamentales. Los principios se enunciaron en la bien formulada y famosa
frase (probablemente de los mil seiscientos veintes): «En las cosas esenciales, unidad; en las no esenciales,
libertad; en todas, caridad.» Pero estos programas eran académicos, oliendo al estudio, y la frase dejaba
todavía sin descubrir cómo se habían de determinar «las cosas esenciales.»
El único país en el que discusiones de esta clase parecían por un momento que pudieran ser fértiles
era Suecia. El rey Juan III de Suecia estudió a Cassander y a otros teólogos de la reunión cristiana, y se
casó con una católica romana. Su nueva orden de 1571 permitía el uso de salmos y oraciones en latín y

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hacía provisión pública para la confesión, la excomunión y la penitencia pública. El arzobispo de Uppsala
Laurentius Petri Gothus era similarmente estudiante de los Padres antiguos, y tras asentir a diecisiete
artículos - incluyendo oraciones por los difuntos, la veneración de los santos y la restauración de la vida
monástica - fue consagrado con mitra, báculo pastoral, anillo y crisma. Se abrieron de nuevo algunos de
los conventos antiguos. En 1576 el Rey trazó una liturgia todavía más romanizada, «El Libro Rojo de
Suecia», haciendo que una dieta lo aceptara en 1577, e intentando imponerlo en el país. En 1577 el jesuita
Antony Possevinus apareció en Suecia y convenció al Rey a que aceptaraeln Concilio de Trento sin
esperar concesiones. El Rey hizo la profesión de fe y recibió la comunión a la manera romana. El obispo
Olafsson de Linkoeping fue depuesto por llamar Anticristo al Papa. El catecismo de Lutero se sustituyó
por el de Canisius, y los jesuitas fueron admitidos. Pero el Rey siguió insistiendo en el cáliz para los laicos,
el uso del sueco en la liturgia, el matrimonio del clero y la aceptación de los cambios legales de la
Reforma. El Papa rehusó hacer más concesiones. La reina católica romana Catalina murió en 1583; los
jesuitas fueron expulsados; y Juan, después de echar una ojeada a la Ortodoxia, aceptó la tradición
conservadora de la Reforma sueca. A su muerte la corona pasó a Segismundo, rey de Polonia, que era
católico romano. El hermano de Juan, Carlos, impidió que Segismundo obtuviera poder; un sínodo en
Uppsala aceptó formalmente la Confesión de Augsburgo como norma de fe, se prohibió el uso del Libro
Rojo, se restauró el catecismo de Lutero, y una versión simplificada de la Ordenanza de 1571 se hizo la
forma del culto. No hubo más esperanza para ideas como las de Cassander.
Las barreras de la Cristiandad las cruzaban, aunque no frecuentemente, los libros. 1 Los teólogos
protestantes del siglo XVII aprendieron mucho, y no sólo de rechazo, de los teólogos jesuitas de España.
Hooker aprendió de Tomás de Aquino. Profesores y alumnos en Oxford y Cambridge entre 1600 y 1640
leían a Bellarmino y los escolásticos de la Contrarreforma. El puritano John Preston solía leer la Summa de
Aquino en el sillón del barbero; cuando caía pelo en la página, lo soplaba y seguía leyendo. Los
historiadores cruzaban las fronteras, y se usaban grandes ediciones de documentos sin tenerse en cuenta su
origen. El autor de un manuscrito en la biblioteca del Colegio de San Juan, Cambridge, recomendaba a los
estudiantes de Historia al cardenal Baronius como muy ventajoso, «pero sin fiaros demasiado de él.» Izaac
Walton cuenta la historia, embellecida con detalles circunstanciales y apócrifos, de que el papa Clemente
VIII leyó con admiración y hasta con reverencia el primer libro de Hooker. El cardenal Bellarmino se dice
que había guardado un retrato del puritano William Whitaker en su biblioteca, y se lo enseñaba a los
visitantes como el del «más instruido hereje que he leído nunca.» El cardenal Barberini se dice que había
recomendado De veritate de Hugo Grotius, y que siempre lo tenía a mano.
Protestantes más conservadores, luteranos o anglicanos, seguían usando libros medievales de
devoción, y hasta los de la Contrarreforma. Como los católicos no tenían reparos en usar himnos luteranos,
los luteranos tampoco en usar literatura romana para alimentar o instruir su piedad. Isaac Basire le envió a
su prometida un ejemplar de la Introducción a la vida devota de Francisco de Sales, creyendo que ayudaría
a su alma, señalando antes al margen con una cruz los pasajes que requerían precaución - «si no, todo es
sano.»2 La imitación de Cristo tuvo varias traducciones inglesas, y hubo ediciones protestantes del autor
devocional español fray Luis de Granada: un escritor de la Contrarreforma al que un editor protestante se
atreve a calificar de incomparable, un capitán espiritual. Los editores protestantes cambiaban algunas
frases para hacérselas más aceptables a sus lectores - un monje se presentaba como «un hombre religioso»,
un sacerdote como «un ministro», los santos como «los santos padres antiguos», san Francisco de Asís
como «un cierto hombre santo», santo Tomás como «el gran escolástico Aquino». Pero si se objetaba que
el autor era un papista, se contestaba, en palabras de un traductor protestante: «¿Es que no se ha de segar el
grano porque hay barbecho en el campo? ¿No se ha de coger la rosa por nacer en un espino?» Libros

1
Los libros cruzaban algunas veces la frontera porque no se reconocían. Una edición de los Lugares comunes de
Melanchthon se imprimió en Venecia y se leyó con aplauso en Roma, hasta que un franciscano detectó al autor y se
quemó la edición. Un Libro de Horas se publicó en París con algunas oraciones adicionales que se decía que habían
sido compuestas por Calvino. El comentario de los Salmos de Bucero se dice que se hizo popular entre los católicos
hasta que se supo quién era el autor. «Así es que - sonreía Escalígero al informar de curiosidades semejantes - no
miramos lo que se dice, sino quién lo dice.»
2
El arzobispo Laud quemó 1,100 ó 1,200 ejemplares de la Introducción en 1637, un holocausto inusual de un libro
devocional. Se daban circunstancias especiales: el capellán del arzobispo autorizó una edición expurgada, y el
impresor y el traductor incorporaron de nuevo los pasajes censurados antes de imprimir.

174
españoles entraban en tromba en las bibliotecas protestantes. John Donne miraba sus estanterías en 1623 y
veía más autores españoles que de ninguna otra nación. La utilización más sorprendente es la del Libro de
Resolución del jesuita Robert Parsons, temido y odiado por los ingleses como conspirador. Un pastor
anglicano llamado Bunny expurgó el libro bajo el patrocinio del arzobispo de York, y hasta oímos de un
pastor que lo leía en la iglesia. «Mister Bunny - murmuraba Parsons - me hace sonar como un buen pastor
de Inglaterra.» Algunos protestantes convencidos no se avergonzaban de usar libros latinos de piedad.
Un volumen considerable de teología, y una corriente de literatura devocional, conseguían cruzar
las simas y atestiguar, aunque fuera en susurros, la existencia continua de la Cristiandad. La caridad,
azotada y sangrante, escalaba cojeando la escala del arca.

175
176
12

El declive del poder eclesiástico

La Iglesia de 1600, considerada como organización capaz de ejercer presión sobre los gobiernos, poseía
menos poder efectivo que la Iglesia de 1500.
Debemos guardarnos de exagerar. En 1500, los poderes laicos ya habían alcanzado una cierta
medida de inmunidad de sanciones eclesiásticas; en 1600, las sanciones eclesiásticas seguían siendo
excesivamente efectivas. El poder real del estado fue incrementado, no creado, por la Reforma. Tampoco
se incrementó el poder real uniformemente. En algunos estados, como Escocia, el rey, que antes luchaba
para conservar la cabeza entre obispos señoriales, ahora luchaba entre predicadores sostenidos
popularmente. Donde quiera que prevaleciera una política calvinista o casi calvinista, el gobierno secular
no era más fuerte que antes, pero seguía siendo débil en relación con la Iglesia. El predicador Andrew
Melville podía con impunidad llamar al rey Jacobo VI de Escocia en su cara «vasallo tonto de Dios».
Consideremos las excomuniones que se lanzaban desde la sede de Roma. A veces se supone que
la Reforma hizo tan fútiles esas fulminaciones y tan inaudibles como los gritos de uno que estuviera de pie
al borde de una catarata. Al sustraer media Europa de la jurisdicción del Papa, la Reforma impidió que la
sede de Roma adoptara aquellas medidas prácticas que antaño habían dado peso a sus reprensiones, y dejó
la excomunión apoyada solamente sobre el cayado vacilante de un dudoso prestigio moral. Pero desde que
el papa Bonifacio VIII fue secuestrado el día fatal de Agnani dos siglos antes, el Papa se conducía con pies
de plomo entre los soberanos de Europa. Si quería excomulgar a la Reina de Nápoles, aquello era útil
solamente si había algún aventurero que quisiera ocupar aquel territorio. Si lanzaba un interdicto sobre la
ciudad de Venecia, era útil solamente si Milán quería atacarla por razones seculares. Y el arma se había
seguido usando en ocasiones estrafalarias, como cuando el papa Urbano VI, sitiado en el castillo de
Nocera, aparecía a la ventana tres veces al día con campanilla, libro y candelabro para excomulgar solemne
y absurdamente a los sitiadores.
Las excomuniones de la Reforma eran a menudo igualmente vanas - la de Lutero en 1521, o la de
Enrique VIII. Pero con el prestigio moral ascendente del papado reformado, la excomunión no era trivial.
En 1570 el papa Pío V excomulgó a la reina Isabel de Inglaterra. La bula destrozó las perspectivas de los
católicos romanos en Inglaterra, y en perspectiva posterior fue lamentada amargamente. Sus efectos, o no
efectos, se usaron más tarde a veces para convencer al papa para que no excomulgara a otro monarca. Pero
la bula no fue insignificante. Hizo que algunos católicos romanos en Inglaterra simpatizaran con la
conspiración y creyeran que la Reina era una soberana ilegítima. El gobierno inglés no fue displicente,
porque contestó con la legislación penal más salvaje de cualquier estado protestante de aquel tiempo. En
1573 el cardenal Carlos Borromeo excomulgó al poderoso gobernador español de Milán, y los nobles y los
trabajadores se negaron a caminar con él o a descubrirse en su presencia. Veinte años después, el rey
Enrique IV de Francia estaba luchando por el trono contra los ejércitos de la Liga Católica. El Papa puso a
Enrique bajo excomunión queriendo impedirle ganar el trono de Francia. La excomunión no fue lo
suficientemente fuerte como para frustrar al Rey, pero sí para retrasar su éxito unos pocos años. Los
truenos de los papas reformados se trataron más en serio que los de los papas renacentistas. Eran
suficientemente fuertes, no para obtener sus fines, pero sí para causarles angustia a los católicos fieles. A
partir de entonces el arma empezó a cubrirse de una capa de moho caritativo en los sótanos del Vaticano,
para pulirse todos los Jueves Santos en la solemne Bula de Excomuniones Generales, convirtiéndose poco
a poco en algo así como un antiguo rito y menos como el juicio del más allá que había hecho a reyes caer
de rodillas.

EXCOMUNION Y DISCIPLINA ECLESIASTICA

177
Si las excomuniones papales eran ineficaces, no era porque la excomunión hubiera pasado de moda. Por el
contrario: la disciplina pastoral del clero, la última sanción de la cual debe ser siempre la excomunión,
llegó a ser si acaso más efectiva durante el siglo XVI. La disciplina eclesiástica era más poderosa en 1600
porque la habían hecho efectiva los nuevos estados soberanos. Era la autoridad secular sola la que podía
reformar debidamente la Iglesia. Y donde, como en los Estados Papales, la disciplina era ejercida por el
clero, la ejercía en su capacidad de gobierno secular.
En todos los estados de Europa las mayores excomuniones siguieron conllevando castigos en este
mundo lo mismo que en el otro. En Inglaterra, por ejemplo, los excomulgados no tenían status ante un
tribunal, no podían reclamar si se les quitaban sus bienes, no podían dar evidencia, ni casarse, ni recibir
sepultura cristiana, y si permanecía excomulgado cuarenta días era arrestado y metido en la cárcel con una
orden del obispo al sheriff, con su sello episcopal, certificando el desprecio de la parte hacia la Santa
Iglesia. Lutero lo denunció como castigo del poder terrenal, no del celestial, y creía que debía ser
simplemente una forma de disciplina local y pastoral a discreción del pastor y su rebaño. Pero la vieja
excomunión tenía un lado útil para los que pretendían vigilar el país, y en las iglesias luteranas el aspecto
legal seguía dominando al pastoral. En Inglaterra se puede encontrar el mismo predominio legal. La
excomunión se usaba no tanto como disciplina pastoral en el verdadero sentido, sino como una forma de
imponer obediencia a la ley eclesiástica. Sus víctimas ya no lo consideraban como un juicio de Dios sino
solamente del magistrado. Todavía se usaba para imponer ciertas partes de la ley como el pago de los
diezmos, o para obligar a personarse en el tribunal eclesiástico. Todavía en 1812 una mujer inglesa fue a la
cárcel por desprecio al tribunal bajo acusación de excommunicatio capiendo, un proceso que por lo menos
escandalizó al Parlamento haciéndole abolir el uso de la excomunión en tal asunto y proveer alguna otra
pena.
En las iglesias reformadas, como en las medievales, la congregación estaba sujeta a disciplina
moral por hechos que no eran precisamente crímenes contra el estado. Aquí tenemos un ejemplo típico
escogido al azar de las actas parroquiales de la iglesia urbana de San Botolph Aldgate de Londres:

Memorandum de que William Erishe, que fue excomulgado por no pagar los derechos del párroco y sin
embargo presumir de estar casado con su mujer antes de ser absuelto según la ley canónica, por lo cual el
dicho William Erishe permaneció de pie en la iglesia durante el tiempo del sermón y pidió a Dios y al pueblo
perdón por la mencionada ofensa según el juicio del señor doctor Stanhope. Esta penitencia se cumplió el 15
de diciembre del año 1583.

Mister Erishe también tuvo que pagar al predicador una minuta por su sermón. En Saint Paul’s
Cross en el Londres isabelino, una fila de penitentes cubiertos con sábanas blancas y llevando cirios no era
infrecuente durante el sermón. En toda Europa los penitentes seguían presentándose de pie en sábanas
blancas, y en el sistema disciplinario de Escocia o partes de Alemania puede que también tuvieran que
permanecer de pie en «las prisiones», collares de hierro fijos a una columna de la iglesia. Una de las
últimas personas que fueron obligadas a hacer penitencia en una iglesia inglesa fue el violinista de la aldea
de Fen Ditton, el año 1849.
Como los castigos de los tribunales eclesiásticos no eran solo una forma de disciplina moral en la
iglesia sino una manera útil de tener a raya al pueblo (la diferencia entre las dos leyes no era fácil de
determinar), los gobiernos seculares resistían el derecho del clero a excomulgar e infligir así castigos
seculares sin referencia a sus tribunales. La discusión se mantuvo entre el papado y los calvinistas por una
parte, y todos los gobiernos, apoyados por los teólogos luteranos, anglicanos y zuinglianos por la otra. La
palabra erastianismo ha llegado a simbolizar la indebida interferencia del Estado en los asuntos de la
Iglesia; pero, lejos de enseñar que el Estado podía interferir en los asuntos privados de la Iglesia, Erastus1
enseñaba que la Iglesia no debía inmiscuirse en los propios intereses de las autoridades seculares, y que los
castigos seculares debían ser infligidos solamente por voluntad de un tribunal secular. Y en Europa en
general su opinión había de prevalecer, aunque el viejo «entregar al brazo secular para su castigo» se
alargó en España e Italia, y curiosas supervivencias se podrían encontrar en países protestantes.
La era de la Reforma vio crecer en eficacia a los tribunales, una máquina mejorada en la
organización de la disciplina moral que la era demandaba. Llegó un momento en el que los tribunales del

1
Sobre Erastus, ver p. 71.

178
Estado se hicieron tan eficientes y merecieron por parte del pueblo tanta confianza que dejó de necesitarse
un sistema de tribunales eclesiásticos, el cual se fue desvaneciendo, excepto para las necesidades internas
de la vida de la iglesia y la disciplina moral del clero. Las penas que resultaban de la excomunión habían
sido apropiadas en una edad más sencilla; habían ayudado a trabar una sociedad más ruda. Las mayores
excomuniones desaparecieron en el siglo XVII porque las personas confiaban en los brazos poserosos de la
justicia secular.

EL SANTUARIO

Vemos el mismo proceso desarrollarse con respecto al derecho de santuario. En la época anterior de
vendettas y de justicia vacilante se necesitaba la provisión de santuarios para que el acusado pudiera
guarecerse hasta que se le pudiera asegurar un justo juicio. La idea del santuario no es especialmente
cristiana; pero en un mundo cristiano de lugares sagrados, los hombres en dificultades huían al altar, y los
emperadores romanos habían regulado la práctica. En la baja Edad Media llegó a ser una manera de evadir
la justicia. En algunos casos notorios, como la iglesia de San Martin-le-Grand en Londres a principios del
siglo XV, un grupo de hombres que vivían en un santuario público llegaban a ser poco más que una banda
de bandidos que atacaban desde una fortaleza inmune. Era muy usado por personas más inocentes; el
registro del santuario de St. John de Beverley muestra que casi 500 personas se refugiaron allí en los seis
años antes de 1538. La mayor parte de los gobiernos de la baja Edad Media, incluyendo los papas, trataron
de acortar el derecho.
Los estados más poderosos del siglo XVI no estaban dispuestos a tolerar el arcaísmo. En 1539 el
gobierno francés, por orden de Villers-Cotterets, abolió el derecho de santuario en materias civiles y lo
limitó drásticamente a casos criminales. En 1540 en rey Enrique VIII de Inglaterra redujo a la mitad el
número de santuarios, y excluyó del santuario a los culpables de asesinato, violación, bandidaje, asalto,
incendio o sacrilegio. El derecho no se abolió en Inglaterra hasta 1624, y aun después ciertos privilegios se
reclamaban en Durham y Chester, como condados palatinos, hasta 1697. Todos los países protestantes
abolieron este derecho en el curso de su Reforma, unos más lentamente que otros; en Escocia, aunque se
barrió temprano el derecho en su vieja forma, el Parque de Holyrood sobrevivió como santuario teórico
para deudores hasta el año 1880. En los países católicos romanos se restringió el derecho, especialmente
por el papa Gregorio XIV, que en 1591 se lo retiró a los asesinos, herejes, traidores, bandidos y ladrones de
iglesias. Pero llegó a ser una cuestión de principio el mantenerlo, principalmente como una señal de la
independencia de la Iglesia, a pesar de los inconvenientes manifiestos que causaba. (En una iglesia en el
país suizo de Baden en 1770 costó 1,173 florines proveer una guardia para un hombre acusado de robar
una camisa y un par de zapatos). Unas pocas áreas cerradas, especialmente el Temple en París,
sobrevivieron en Francia hasta la Revolución de 1789. Se abolió en Silesia en 1743, en Toscana en 1769 y
en los estados católicos alemanes a principios del siglo XI. Puede que se encuentren todavía vestigios en
países católicos. En Concordato de 1929 entre Mussolini y el Papa, que todavía rige en Italia, provee que
los oficiales seculares no ejercerán sus funciones en una iglesia sin dar previo aviso a las autoridades
eclesiásticas.
Como los castigos que conllevaba la excomunión, el derecho de santuario era apropiado para una
sociedad sencilla. La eficacia de la justicia pública lo hizo innecesario.

EL BENEFICIO DEL CLERO

En los primeros días del Imperio Romano Cristiano, y en los reinos bárbaros, se les habían concedido a los
clérigos algunas exenciones. Tenían derecho a ser juzgados en su propio sistema judicial, los tribunales de
la Iglesia. La extensión de esta exención, antes del fin de la Edad Media, no sólo al clero propiamente
dicho sino a cualquiera que pudiera alegar órdenes menores aunque viviera como laico, casi a cualquiera
que pudiera demostrar que sabía leer, convertía la exención en una de las debilidades del gobierno
medieval. Los soberanos medievales hicieron lo que pudieron para limitar su fuerza. Ningún estado
efectivo podía tolerar el sistema, y los nuevos monarcas, como Enrique VII de Inglaterra, trataron de
socavarlo antes de la Reforma.
Los países protestantes lo abolieron de diversas maneras. El papado intentó mantenerlo, porque

179
trataba de mantener todas las antiguas exenciones; pero los gobiernos católicos, siguiendo sus propios
métodos, se aseguraron un control casi tan eficaz sobre las exenciones como los soberanos protestantes.
Algunos países luteranos siguieron eximiendo a los pastores por un tiempo de la jurisdicción normal de los
tribunales seculares y trataron el consistorio como una especie de tribunal espiritual para este fin. La Carta
Sueca de 1611 proveía que ningún sacerdote podía ser juzgado a menos que su caso fuera investigado
primero por el obispo y el cabildo. En Inglaterra un estatuto de 1513 excluía del beneficio a los culpables
de baja traición, asesinato, robo de lugares sagrados, bandidaje y el incendio de casas o graneros en los que
se almacenaran cereales, y quitaba el privilegio a los que no estuvieran de verdad en órdenes sagradas. El
estatuto produjo controversia y no fue eficaz inmediatamente; pero en la Reforma de Enrique VIII una
serie de estatutos barrió los viejos derechos y parecía que el beneficio del clero hubiera de desvanecerse en
Inglaterra tan rápidamente como en Escocia. Aun hasta 1576 los clérigos podían quedar inmunes en la
primera ofensa si podían reunir suficientes compurgadores que juraran ante el tribunal eclesiástico que era
inocente. Pero en 1576 el gobierno de Isabel abolió la compurgación. Es una de esas supervivencias
impredictibles en la Reforma inglesa el que el beneficio (nominal) no se aboliera definitivamente hasta
1827.

LOS CLÉRIGOS COMO FUNCIONARIOS

Había sido natural, antes de la Reforma, que las funciones mayores del estado las cubrieran eclesiásticos
elevados; en parte, porque más clérigos que laicos poseían la educación requerida; en parte, porque la
administración efectiva del estado debía incluir la administración efectiva de la Iglesia; en parte, porque los
estipendios de los funcionarios seculares se pagaban sin cargo a la tesorería real si se pagaban con
dotaciones eclesiásticas, y en parte, porque la estatura pública de los eclesiásticos los hacía obviamente
elegibles como consejeros reales.
El viejo hábito por el que un cardenal como Wolsey fuera el principal ministro del rey persistió en
los países católicos hasta el siglo XVIII. Baste mencionar a los cardenales Richelieu y Mazarino como los
gobernadores de Francia a mediados del siglo XVII. Los antiguos príncipes-obispos de Renania siguieron
con su status soberano bajo la protección del Emperador de Alemania hasta la era napoleónica. Pero hasta
en los países católicos tenía más oportunidad un ministro laico. El gobierno se iba haciendo más y más
complejo, y necesitaba un número creciente de funcionarios educados en las escuelas del Renacimiento. La
opinión pública demandaba que los obispos residieran en sus sedes, y no toleraba fácilmente a obispos que
nunca visitaban sus diócesis porque estaban sirviendo al rey.
En los países protestantes el proceso fue menos gradual. Los soberanos lograron más poder legal
sobre la corporación eclesial y no necesitaban eclesiásticos elevados para gobernar. La feroz enemistad
protestante contra la ignorancia y la desviación de las antiguas dotaciones permitieron que la educación de
los laicos se proyectara hacia adelante en los países protestantes. Los ideales pastorales del ministerio eran
hostiles al obispo o al clérigo que sacaba su estipendio de la Iglesia y realizaba su labor en el estado. En
muchos estados luteranos los obispos o pastores siguieron a veces sirviendo al príncipe en capacidad
secular. En Suecia el clero siguió siendo un estado separado en el parlamento. En otros países los
representantes de la Iglesia siguieron siendo miembros del consejo nacional donde el tal existía; como en
Inglaterra, donde los obispos siguieron ocupando sus sitios como de derecho antiguo en la Cámara de los
Lores, y se consideraba apropiado, hasta los años cuarenta o cincuenta del siglo XIX, que los clérigos
fueran magistrados y jueces de paz. Los primeros reyes Estuardo, en su inhábil contienda con el
Parlamento y su intento de imponer la prerrogativa real, llegaron más cerca que otros soberanos
protestantes de reavivar hábitos medievales. Desde 1621 hasta 1625 el obispo Williams de Lincoln fue
Lord Keeper, el primero en los setenta años. Desde 1635 el arzobispo Laud de Canterbury fue miembro de
la comisión del Tesoro y del comité del Privy Concil de Asuntos Exteriores. Desde 1636 hasta 1641 el
obispo Juxon de Londres tuvo el puesto de Tesorero, el primer clérigo desde el reinado de Enrique VII, y
poco después fue hecho Señor del Almirantazgo. Desde 1635 hasta 1639 el arzobispo Spottiswoode de
Saint Andrews fue Señor Canciller de Escocia. No se puede decir que este experimento fuera un éxito. Por
una parte encontramos al arzobispo Laud, que tenía opiniones fuertes sobre todas las cuestiones que
requerían su atención pero cuya habilidad financiera no iba pareja con la fuerza de su carácter, dando mal
consejo sobre un monopolio de jabón. Por otra, encontramos al clero identificado con la contienda política

180
a riesgo de sus labores pastorales. La Reforma dio al clero protestante algo del mismo doloroso pero
saludable estímulo que le dio la Revolución Italiana de 1860-70 a un papado indeciso al librarlo de la larga
pesadilla de los Estados Papales.

LA DESVIACION DE LAS DOTACIONES

La Iglesia como corporación era más pobre en 1600 que en 1500. Manos laicas - reales o de tesoreros
municipales, nobles o caballeros o funcionarios - se embolsaban una parte sustancial de las dotaciones que
había aportado la primitiva piedad medieval.
En algunos países protestantes la necesidad del Estado del dinero de la Iglesia fue un motivo para
que el Estado apoyara la Reforma. Algunas dotaciones parecían ser, y eran, malgastadas. Era verdad que
en todos los países de Europa la necesidad de una administración más efectiva se combinaba con la erosión
del valor del dinero, por la inflación durante el siglo, para hacer a los gobiernos aún más propensos a la
bancarrota de lo que lo son normalmente, y por tanto les hacía mirar con apetito los recursos ociosos.
Suecia adoptó una Reforma luterana principalmente sobre la base de que el país estaba en
bancarrota, que el Estado no podía existir sin una renta mayor, que los recursos solamente se podían
encontrar si las tierras de la Iglesia contribuían con más, y (puesto que el derecho canónico hacía las
propiedades de la Iglesia inalienables) que había que desembarazarse de la autoridad de Roma si se habían
de encontrar recursos.
Al rey Enrique VIII de Inglaterra, aunque también tenía un motivo más íntimo en su deseo de
sacudirse la autoridad romana, le aseguró su agente Thomas Cromwell que podía enriquecer el reino con
los botines de los monasterios. El enviado luterano Myconius, que se esperaba que viniera a enzarzarse en
negociaciones teológicas con los teólogos ingleses, resultó luego hostil al Rey. «El único interés del rey
Enrique eran los ingresos de la Iglesia. Despojó de oro y plata las tumbas de los santos... y robó a la Iglesia
sus estados... Ese era el Evangelio que quería Enrique.» La irritación del luterano es comprensible, porque
había algo de verdad en sus palabras.
La transferencia de propiedad más considerable fueron las confiscaciones de las tierras
monásticas. En países luteranos y calvinistas, con algunas excepciones como Suecia, donde sobrevivieron
las sombras de los cabildos catedralicios, Las dotaciones de obispos y cabildos siguieron el mismo camino,
pasando a ser propiedad del gobierno, el principado o la municipalidad. Y con los monasterios, los
gobiernos usaron a menudo parte de las dotaciones episcopales para fines eclesiásticos. Pero no debemos
exagerar las pérdidas de la Iglesia. Todavía en 1580, cuando la Contrarreforma iba avanzando en Alemania
con poder y celo, todos los canónigos de la catedral de Trèves eran aristócratas laicos que vivían en el país
de sus ricas prebendas - no había ni un sacerdote entre ellos. Si las dotaciones de tal corporación fueron
confiscadas cuando un estado se hizo protestante, existía la posibilidad de que algo al menos de la dotación
se dedicara a la educación o a la labor pastoral. Si nada de ello fue para estos destinos adecuados, la
confiscación fue meramente la transferencia de la propiedad de un grupo de nobles a otro - salvo que el
nuevo grupo adquiría el derecho indudable a legar la propiedad a hijos legítimos y consiguientemente
estaba enajenándola, probablemente para siempre, de su pretendida finalidad.
Para asegurar una parte de las antiguas dotaciones para la Iglesia, los protestantes tenían a veces
que transigir con los viejos términos legales y católicos de acuerdo con los cuales se administraban las
dotaciones. En la Alemania luterana oímos de la tonsura, hasta del celibato o consagración episcopal
católica, aceptados por el clero luterano como una manera de retener el derecho legal a las viejas
dotaciones. El ejemplo clásico de este tipo de compromiso con la necesidad fue Escocia, donde las más de
las tierras eclesiásticas eran episcopales. No parecía haber manera de asegurar ninguna parte de esas tierras
para el clero, a menos que los clérigos ocuparan legalmente las antiguas sedes episcopales con sus
derechos de propiedad. El pastorado era pagado al principio un estipendio inadecuado de sólo un impuesto
del tercio de todos los beneficios, sistema que muestra cuánto había ido a parar a los bolsillos de los lores
escoceses. En 1572, con la aprobación de Knox, se instituyeron «obispos», primariamente con el propósito
de asegurarse alguna parte de las rentas episcopales. La posteridad los ha conocido como los obispos
«tulchan», palabra que significaba un ternero artificial designado para que la vaca diera más leche; la
acusación era que había canales por los que se podían desviar hacia la corona y los lores más rentas
eclesiásticas. Comoquiera que fuera este asunto, que es incierto en el presente estado de la cuestión,

181
estaban diseñados para lo contrario, es decir, para impedir que el gobierno lo engullera todo.
Mientras los ingleses conservaban los obispos, las tierras episcopales no estaban por ello exentas
de contribuir al tesoro nacional. La reina Isabel le dijo una vez al obispo Edwin Sandys que ella no
perjudicaría nunca a ningún obispado. Pocos soberanos de la Reforma tuvieron tanto éxito como Isabel en
intimidar a los obispos para que hicieran arriendos, cambios, y otras gangas en términos ventajosos para la
corona y desventajosos para la sede. En 1559 el Parlamento le dio a la Reina un siniestro estatuto llamado
la Ley para intercambiar tierras de obispos, por el que en cualquier vacante ella pudiera echar mano
algunas de las temporalidades de la sede en compensación por parroquias y diezmos no apropiados. Así,
nos dice Strype, la Reina y sus cortesanos tenían una bonita oportunidad para seleccionar y escoger las
casas, tierras y rentas episcopales que quisieran, cediendo a cambio iglesias parroquiales con canceles
ruinosos, o casas arruinadas, o pensiones para mantener curas o párrocos. Algunas sedes se mantuvieron
vacantes muchos años mientras el gobierno se quedaba con las rentas, y al refugiado Rey de Portugal le
apodaban «el Obispo de Ely» porque estaba sostenido con las rentas de aquella sede. Richard Fletcher,
obispo electo de Londres, estuvo preso en su propia casa para obligarle a que aceptara el trato inicuo que le
proponía la Reina. La mayor parte de los pagos se hacían a la vacante y elección; y por tanto, a la muerte
del arzobispo Parker de Canterbury en 1575, un cortesano cínico propuso que todos los obispos fueran
trasladados simultáneamente a otras sedes (excepto Bangor, Saint Asaph y Saint David, «que se quedaban,
porque no eran más que pobres y en Gales»), e hizo un plan por el que esto se hiciera «sin justa causa de
mucha ofensa» a los obispos. La dilapidación continuó durante todo el reinado y solo se interrumpió bajo
el rey Jacobo I. Ningún obispo después de la Reforma inglesa se podía permitir lo que había hecho
William de Wykeham: fundar colegios como Saint Mary en Winchester y New College en Oxford.
«Las temporalidades tratan de hacer mendigos a los clérigos - escribía Whitgift, entonces maestre
de Trinity College en Cambridge, al obispo Cox de Ely en 1575 - para que dependan de ellas.» Probable-
mente estaba atribuyendo al laicado, que o se preocupaba más que de sus bolsillos, un propósito de más
largo alcance que el que ellos tuvieran. Pero el efecto es innegable. Los grandes lores de la Iglesia, antaño
iguales o superiores a los grandes lores del Estado, iban dependiendo más y más de ellos, y mediante
afortunado pillaje.

LAS IGLESIAS PARROQUIALES

La Reforma no pretendía disminuir el status de las iglesias parroquiales. Por el contrario, la congregación y
su iglesia debían elevarse como la casa fuerte de la vida religiosa, donde la Palabra se predicara y los
sacramentos se administraran rectamente. Aunque los lores predadores conseguían echar mano al dinero de
los beneficios, el botín era menos abierto y la necesidad y utilidad de la parroquia más evidente. 2 La
asignación, especialmente en partes de Alemania y Suiza, y por cierto tiempo en la Inglaterra de Cromwell,
del dinero episcopal y catedralicio a fines parroquiales fortaleció sustancialmente las parroquias.
El pobre cura de una parroquia campesina vivía miserablemente en 1600. Su condición había sido
la misma en 1500, pero desde entonces el poder adquisitivo del dinero se había reducido a una fracción de
su antiguo valor en la gran inflación del siglo. En papel, por tanto, su estipendio había ascendido
considerablemente durante el siglo, aunque su nivel de vida seguía como siempre. Era más difícil proveer
estipendios adecuados para hombres distinguidos, porque los ideales reformistas restringían la elevación de
pluralidades que se habían venido usando para recompensar a servidores capaces de la Iglesia o el Estado.
Seguía siendo tan difícil como siempre encontrar dinero para arreglar las iglesias. Era mucho más difícil
financiar la construcción de una gran catedral. El siglo XV y el primer cuarto del XVI fueron una gran
edad para la construcción de iglesias. La era isabelina fue una gran edad para la construcción de mansiones
en el país. Un paseo por las naves de casi cualquiera de las viejas catedrales de Inglaterra basta para
persuadir a cualquier persona consciente de la diferencia entre las posibilidades de 1500 y las de 1600.
Cuando el arzobispo Laud quiso restaurar la catedral de San Pablo en los 1630’s, se vio obligado a liderar
un movimiento nacional para encontrar el dinero.
Esas relativas dificultades de la tesorería de la Iglesia eran debidas, sin duda, en parte, a la pérdida

2
Corrientemente menos abierto. Pero Gustavo Vasa de Suecia reasumió 13,700 señoríos, de los que casi la mitad
mantenían el clero de las parroquias, una medida calamitosa para la vida parroquial.

182
de valor del dinero, tanto como a las apropiaciones del laicado.
La Reforma fue una revolución, y las revoluciones son siempre destructivas. El paso del poder de
una antigua autoridad a una nueva, aunque se realice sin guerra civil, no se lleva a cabo sin una relajación
de los vínculos de autoridad y de lealtad pública, una oportunidad para la masa, a la que John Knox solía
llamar la multitud villana. Pero el saqueo y la guerra civil deben de haber sido responsables sólo de una
pequeña parte de la pérdida de los tesoros artísticos de la Europa medieval. Algunas iglesias nobles se
quedaron en el abandono porque eran iglesias monásticas ya sin sentido. Se dejaron caer en ruinas muchas
capillas laterales, hasta dentro de iglesias grandes y todavía en uso, porque su razón de ser y el dinero para
mantenerlas habían desaparecido. Algunas reliquias o supuestas reliquias de santos se tiraban al montón de
la basura, pero otras se salvaron gracias a manos reverentes y se guardaron en nuevas casas de tesoros del
Sur de Europa, como el relicario de Sâo Roque en Portugal; y lo mismo sucedió en menor grado hasta con
las vestiduras. El maderamen antiguo se cortaba y quitaba, en algunos distritos rurales para usarlo como
leña, y en otros para recubrir alguna iglesia ruinosa; pero una parte se salvó.
Es un hecho extraordinario que encontramos más arte y arquitectura medieval en países que se
hicieron protestantes que en los que siguieron siendo católicos en la época de la Reforma. Esta regla
presenta notables excepciones; pero en general no es la principal responsable de las pérdidas la mano del
despojador, sino la del restaurador. El movimiento barroco barrió la Europa meridional en los siglos XVI y
XVII transformando las iglesias medievales. Se produjo igualmente, aunque más despacio, en los países
del Norte, creando las grandes iglesias, desde la catedral de San Pablo de Londres hacia abajo, y
destruyendo incidentalmente más restos del arte y la arquitectura medievales de los que había pretendido la
Reforma protestante. Las congregaciones menos conservadoras son las que tienen más dinero, y las más
conservadoras las que tienen menos. En los países meridionales barrocos, la Iglesia todavía tenía muchas
tierras y dotaciones, y sus eclesiásticos se podían permitir construir con magnificencia. En muchos países
protestantes, la relativa pérdida de viejas dotaciones en la Reforma, en parte por acción del gobierno y en
parte a causa de la inflación del siglo XVI, supuso que la mayor parte de las congregaciones protestantes
ya tenían bastante con mantener las viejas iglesias que habían heredado. Conservaban las viejas joyas, no
porque las amaran, sino porque no podían comprar nuevas; así es que conservaban las viejas.
La pérdida de enseres fue severa. Podemos seguirla en los archivos de una ciudad urbana de San
Botolph Aldgate en Londres. Empezó allá por el año 1547, poco después de la muerte del rey Enrique
VIII. La congregación estaba contenta y deseosa de tener el culto en inglés, pero el cura sentía la
desaparición del latín, y se negaba a decir o a cantar los salmos con los nuevos libros ingleses. La
congregación apeló al alcalde para que quitara al cura, y el 6 de octubre un nuevo cura usó el inglés al
hacer cuatro bodas. No servían para nada los viejos libros de cultos, y el 14 de noviembre los vendieron
por dieciocho chelines. El mismo comprador adquirió cinco misales, nueve pasionarios y varios otros
libros litúrgicos, algunos desvencijados e inservibles, por la suma de quince chelines. Durante los doce
meses siguientes también vendieron restos de la reserva de cera a un velero por cuarenta chelines, y las
vestiduras - paños de altar bordados con figuras de Cristo y ángeles y apóstoles y de la Virgen con aves de
oro, dos capas pluviales de pana adornadas con flores de oro. La mayor parte de las vestiduras fueron a
parar a un sastre de Cornhill, y en la misma venta la parroquia obsequió a los compradores con cerveza a
seis peniques. En 1551 el sacristán decidió vender las campanas y parte de la plata de la iglesia para
comprar casas cerca de la iglesia para el cura y el secretario. Pero algunos de la congregación se negaron a
consentir la venta de las campanas, así es que hubo dificultad para reunir dinero para las casas. Todavía
estaban debatiendo alquileres cuando intervino una comisión real, se apropió el dinero «para uso del Rey»
y dio a la parroquia a cambio un recibo y un certificado de que el dinero estaba a salvo bajo custodia. Dos
años después la reina María ascendió al trono, y el sacristán compró candelabros, cruz, cáliz, corporal,
incensario, vinagreros, capa pluvial, incienso, misal. Aunque un benefactor les dio vestiduras, los precios
muestran que lo nuevo era inferior a lo antiguo en calidad.
La Iglesia medieval era demasiado rica para la salud de la Iglesia o el Estado. Esta afirmación
resulta indiscutible en un sentido general y abstracto; pero, si la desplazamos de lo general a lo particular, a
cualquiera que contemplara a la junta parroquial de la iglesia de San Botolph considerando el recibo real
por el dinero que habían estado reuniendo para comprar las casas del cura y del secretario, se le pueden
perdonar un suspiro de melancolía.
El dinero es poder, y la Iglesia era menos poderosa en 1600 que en 1500. Si su autoridad moral
aumentó con la Reforma, su poder político disminuyó; y algunos idealistas creerían que la disminución del

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poder político era necesaria para el aumento de la autoridad moral. Los pensadores medievales que
atribuían los males de la Iglesia a su establecimiento por Constantino, y veían en sus arcas de dinero la raíz
de todos los males de la Cristiandad, no se habrían disgustado al ver las consecuencias de la Reforma.

EL PRINCIPE PIADOSO Y LA DOCTRINA CRISTIANA

El dogma del derecho divino de los reyes era terreno común para todos los que usaban la Biblia. Hasta qué
punto un ciudadano se podía involucrar en resistencia y rebelión, y en qué condiciones, si alguna, podía
perder un rey la lealtad de sus súbditos por su tiranía, era un asunto que se sondeaba amplia y
urgentemente; pero la doctrina de que el poder secular procede de Dios era común a todos. También era
terreno común (excepto para algunos grupos pequeños, anabaptistas o brownistas) que el gobernador tiene
una obligación en la moralidad y la religión de sus súbditos. Como en la edad Media, tenía que establecer y
defender la verdad, proteger a los servidores de la religión ortodoxa y repeler lo corrupto y herético.
¿Es el que defiende la verdad y repele el error el que determina lo que es verdad y lo que es falso?
Nadie mantuvo esto antes de la edad de Hobbes a mediados del siglo XVII, y se llegó al acuerdo de que
existía un cuerpo de verdad en el mundo que el Estado recibía de la Biblia y de la Iglesia.
Pero el Protestantismo no podía mantener absolutamente que al establecer la religión el Estado
debía simplemente obedecer a las autoridades eclesiásticas, el Papa o la jerarquía. Porque la jerarquía,
cuando se la sometía a la prueba de la Biblia, se podía ver que había errado. No podía haber libertad para la
verdad bíblica a menos que el Estado interviniera para elevarla de las represiones del pasado. Preguntado
con qué autoridad interfería el Estado, Lutero lo comparó con el deber de los vecinos a traer cubos de agua
para apagar el fuego de una casa. No necesitan autorización ni permiso; ven una necesidad y deben correr
para aportar la ayuda que puedan.
Cuando los teorizadores políticos examinaron las ideas de la soberanía del Estado, resultó que no
se podía tolerar el derecho de las autoridades eclesiásticas a vincular a todo el pueblo sin el consentimiento
del soberano secular. Roma seguía exigiendo que el derecho canónico, y los decretos de los papas y los
concilios que lo habían creado, debía ser vinculante para todos los hombres (de manera que, por ejemplo,
debía ser una ofensa sujeta a castigo secular el que un sacerdote se casara). Los calvinistas siguieron
demandando que la autoridad legislativa en la Iglesia debía ser el consistorio, y que el Estado secular tenía
la obligación de ejecutar los decretos del consistorio (así es que, por ejemplo, si el consistorio descubría a
una joven culpable de fornicación, el brazo secular estaba obligado a castigarla). Pero, aun en los países
católicos y calvinistas, los gobiernos no podían aceptar estas exigencias absolutas y esperar seguir siendo
gobiernos. Los reyes católicos de España y Francia y Austria trataron de varias maneras de limitar la
eficacia legal de la intervención papal en sus países. Los gobiernos calvinistas de Ginebra o Escocia u
Holanda trataron, más tarde o más temprano, de restringir la obligatoriedad legal de los decretos del
consistorio. Y dondequiera los hombres tomaron sus ideas de Wittenberg o Zurich o Canterbury,
repudiaron un poder independiente en el consistorio (o su equivalente, como el sínodo de Inglaterra) y
mantenían que derivaba su jurisdicción efectiva del soberano secular.
Tengamos claro lo que se afirmaba al negar independencia al consistorio. No estaban negando que
las autoridades eclesiásticas pudieran considerar puntos de doctrina o ceremonias o práctica eclesiástica.
Estaban negando que las decisiones de las autoridades eclesiásticas pudieran tener la fuerza de ley sin el
asenso y decreto del soberano secular. Afirmaban que el soberano secular era el único que podía hacer una
ley que fuera vinculante para todo el pueblo. Es posible que la autoridad eclesiástica pudiera declarar que
había que quemar a los herejes antitrinitarios, o que azotar por las calles a los adúlteros. El soberano no
estaba por ello obligado a quemar o azotar. Ni tampoco está exento del deber de examinar las advertencias
eclesiásticas antes de darles fuerza legal. Debe considerar el bienestar y la situación de sus súbditos, y
ninguna otra autoridad puede eximirle de este deber dado por Dios, aun cuando estén en litigio las
verdades más solemnes de la fe cristiana.
Por tanto es imposible, según esta teoría, que el soberano cristiano de un estado cristiano pueda no
tener en cuenta la doctrina. Las autoridades de la Iglesia declaran que algunas clases de enseñanza son
erróneas, peligrosas o inmorales, y deben por tanto ser prohibidas por ley. Puesto que el soberano debe
imponer la prohibición, no puede evitar la responsabilidad de comprobar que la tal enseñanza es de veras
errónea o inmoral. Es indudable (así lo mantenían) que el deber moral del soberano incluye el deber de

184
permitir en su territorio solamente el culto verdadero, el deber de reprimir la blasfemia, la inmoralidad y la
idolatría. En su mayor parte está claro qué son la blasfemia y la idolatría. Cuando no es obvio, el soberano
debe consultar a los pastores piadosos e instruidos. Pero ninguna alegación de que esta ley concierne
solamente a cuestiones espirituales puede eximir al soberano de su responsabilidad final de decidir la ley
que sea buena para el Estado y el pueblo.
¿Qué se debe enseñar desde los púlpitos? O más bien, puesto que no se puede obligar lo positivo,
¿qué se debe prohibir desde los púlpitos? Los pastores protestantes dicen que la transubstanciación es
errónea y no se debe enseñar en una iglesia bíblica. Para que esto sea legalmente efectivo, el soberano debe
prohibir por ley la enseñanza de la transubstanciación. Así es que está obligado, con todo el consejo que
pueda tener a su disposición, de entrar hasta en el terreno de la teología.
Controversistas atrevidos de Roma o de Ginebra se ensañaron con esta idea como «césaropapista».
Ridiculizaron la defensa que apelaba a precedentes bizantinos o ilustraba la necesidad de poder secular en
la religión con los ejemplos de Constantino o Justiniano. El poder del emperador bizantino en asuntos
religiosos había sido menos extendido y absoluto de lo que suponía la historia popular. Y, en teoría, el
poder del soberano protestante en religión era igualmente restringido. No podía mandar nada contrario a la
Palabra de Dios. Si hacía una ley contraria a la Palabra de Dios, había que desobedecerle. Y por esta razón
su poder es más estrecho en el reino sacro que en el secular. Porque las Escrituras han establecido más en
el reino sacro. El soberano no puede mandar lo que Dios ha prohibido, o prohibir lo que Dios ha mandado.
No le es posible prohibir la enseñanza de un Evangelio paulino, o la debida administración de los
sacramentos - por supuesto, no le es físicamente imposible; pero, si no hace, está actuando como un tirano
no cristiano, y hay que desobedecerle. (Si había que resistirle era otra cuestión; casi toda esta escuela
mantenía que no). No puede hacer nuevos artículos de fe o instituir nuevos sacramentos. No puede
legalizar el matrimonio entre dos hombres, o entre bebés, o entre madres y sus hijos. Hay leyes inmutables
que un soberano no puede tocar.
Probablemente la presentación más equilibrada e inteligente de esta teoría se encuentra en el libro
del holandés arminiano Hugo Grotius Del poder del soberano en la religión, publicado póstumamente en
1647. Pero en sustancia la misma teoría se encuentra en todo el Protestantismo no calvinista y no
anabaptista, y la mejor exposición en los teóricos ingleses del rey Jacobo I. Era fácil deshacer la teoría
como césaropapista y erastiana. Pero mientras se creyera que era necesaria para el Estado la unidad de
Iglesia y Estado, y mientras se creyera que era imposible la tolerancia, era una teoría defendible. Porque la
alternativa parecían ser leyes hechas por el papa o el presbiterio, vinculantes para todo el pueblo sin el
asenso del soberano secular, que por tanto dejaba de ser soberano. Europa estaba aprendiendo a no sufrir
interferencia de las leyes. El consejo de la Iglesia era una cosa, pero muy otra la imposición.
El razonamiento de esta teoría tuvo consecuencias importantes.
En sus manifestaciones más extremistas condujo a los pensadores protestantes a impulsar
considerablemente el derecho del soberano a intervenir en el reino espiritual. El cambio trascendental en la
idea reformista del Estado pareció ser un cambio legal – la sumisión de la legislación clerical a la secular.
Por tanto se mantuvo ampliamente en la Alemania luterana que toda la jurisdicción del obispo medieval
pasaba al soberano secular. En Inglaterra, preguntado en 1540 si los apóstoles habían hecho obispos por su
autoridad apostólica o sólo por necesidad, porque no había un soberano cristiano que los hiciera, el
arzobispo Cranmer de Canterbury contestó dubitativamente que la jurisdicción del obispo derivaba del
soberano lo mismo que la del canciller. El rey necesitaba ministros para las diferentes esferas del reino,
unos civiles y otros eclesiásticos. Pero la teoría de Cranmer era extremista, y los erastianos ingleses
posteriores probablemente no habrían llegado tan lejos.
Nunca se sostuvo que el rey pudiera controlar la Palabra o los Sacramentos. En esto estaba sujeto,
como cualquier otro, a la Palabra. Grotius y otros se apartaron de la cruda sencillez de Cranmer haciendo
una distinción importante: el pastor cristiano, en cuanto servidor de la Palabra y los Sacramentos, por
supuesto que derivaba su autoridad de Cristo – era en cuanto funcionario del Estado como derivaba su
jurisdicción del soberano. Porque se estaba de acuerdo en que en un Estado debidamente organizado, el
pastor debía ser en cierta manera un funcionario de la sociedad. Supervisaba la moralidad del pueblo, tenía
que ver con los testamentos y nacimientos y matrimonios y muertes, era responsable de la educación de los
niños. Era inevitable que fuera un funcionario del Estado, y como tal su jurisdicción debía derivarse del
soberano, o el soberano no sería tal.
Por tanto el soberano tenía una autoridad legítima para promulgar doctrina, para decidir lo que se

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podía y lo que no se podía predicar. La cuestión era si su doctrina estaba de acuerdo con la Palabra de
Dios, y lo mismo se debía cuestionar de una declaración de doctrina hecha por el papa o por el presbiterio
o por cualquier otro. Si los pastores ilustrados y piadosos del Estado se oponen a la doctrina del príncipe,
es probable que éste esté actuando tiránicamente al promulgarla.
Era un dicho en Alemania que «el duque de Cleves es un papa en su ducado.» Las más
extremadas formas de práctica a las que se expuso la teoría no tenían la más mínima consideración con la
autoridad de los pastores.
En 1588 el duque Juan de Zweibrücken pasó de ser estricto luterano a ser felipista, y al mandar a
sus súbditos que se adaptaran se dice que dijo: «Los gobernantes tienen el Espíritu de Dios, y según Dios
se complace de tiempo en tiempo en iluminar la mente del gobernante, sus súbditos deben estar dispuestos
a seguir al Espíritu, que sopla donde quiere.» Menciono tales pretensiones extremosas solamente como
excentricidades; pero las consecuencias prácticas podían ser más extremosas que la teoría. El rey Carlos I,
para desazón hasta de sus más leales partidarios del clero, promulgó no meramente directrices reales sobre
la dirección de los cultos, sino cánones, o lo que él llamaba cánones, para la Iglesia de Escocia. La primera
cláusula del artículo 20 de los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia de Inglaterra la añadió la autoridad
real sin recibir en principio ninguna aprobación de los sínodos ingleses. Un escolástico teórico como Hugo
Grotius no habría visto nada fuera de lugar en estas acciones, con la sola condición de que el soberano no
decretara nada contrario a la Palabra de Dios.
La supremacía del soberano parecía ser necesaria para la teoría no calvinista de Iglesia y Estado.
Era algo más fácil mantener, por simpatía aunque no por razón, si la soberanía se creía que residía en un
solo individuo. Los teóricos más inteligentes como Grotius o Selden percibían que no había diferencia
entre la responsabilidad de un rey y la de una oligarquía o una asamblea popular. Si se había de imponer
una ley sobre religión, la asamblea popular no podía evitar la tarea de considerar si era una ley buena, no
podía declinar su responsabilidad en ningún cuerpo de clérigos o ninguna asamblea de la Iglesia. Pero
algunos eclesiásticos tenían reparos en admitir la soberanía sobre la religión de una asamblea popular.
Cuando el parlamento inglés de 1625 fue convocado en Oxford, se reunió en las escuelas de teología, y el
Presidente del Parlamento se sentó en o cerca del sitio donde solía dar sus clases el profesor regio de
teología; y el clero laudiano tenía una leyenda de que esto dio por primera vez la idea al parlamento de que
podía dictaminar doctrinas religiosas. Se tenía el sentimiento de que este ejercicio particular de la soberanía
correspondía menos a una asamblea de laicos elegidos que al ungido por Dios para llevar la corona.
La soberanía de los príncipes piadosos afectó a la Iglesia de una manera que una posteridad liberal
confesaría que era un bien indiscutible. Si el príncipe conseguía un consenso suficiente en materia religiosa
para evitar disensiones, no solía querer inmiscuirse en las almas de las personas. Es una regla, sujeta a
algunas excepciones importantes, que los estados no calvinistas y los no católicos concedían una libertad
más amplia en doctrina que los calvinistas o los católicos. Compárese la amplitud de los Treinta y Nueve
Artículos ingleses de 1571 con la Confesión calvinista de Westminster. Cuando el arzobispo Whitgift de
Canterbury encontró que los Treinta y Nueve Artículos eran demasiado amplios para evitar la disputa
académica, intentó añadir nuevos artículos, los Artículos de Lambeth de 1595, definiendo precisamente la
doctrina de la predestinación. Lord Burghley, al enterarse, le dijo al arzobispo que el tema era demasiado
misterioso para su propia comprensión, y la enfurecida Reina obligó al arzobispo a retirarlos. Grotius
mantenía que una reserva en definiciones religiosas era una virtud en cualquier soberano. Aunque él y su
Iglesia creyeran que una doctrina era verdadera, puede que no fuera correcto imponerla. «Es peligroso –
Grotius usaba el viejo dicho conmovedoramente – decir la verdad sobre Dios.» Dogmata definienda sunt
paucissima.

TOLERANCIA

La Reforma hizo posible la tolerancia. No empezó con esa intención. Los estados y las Iglesias de una
Europa dividida descubrieron finalmente que tenían que tolerar o morir.
Desde el principio, la atmósfera protestante era un poco menos enemiga del inconformismo.
Siendo los mismos protestantes disidentes de una tradición establecida, consideraban con algo más de duda
la supresión de los disidentes. Lutero comenzó con una actitud casi tolerante, y la perdió cuando se dio
cuenta de la anarquía que seguía a la libertad religiosa, y cuando la cabeza clara de Melanchthon se

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pronunció definitivamente a favor de la represión religiosa. Los estados protestantes no cuestionaban que
había que impedir la predicación de los maestros de doctrinas no aprobadas; ni tampoco que el Estado
debía usar las leyes para animar a hombres y mujeres a asistir a la iglesia. En la Inglaterra anglicana y la
Alemania luterana, en la Holanda reformada o la España católica, los ciudadanos estaban igualmente
expuestos a castigos si dejaban de ir al culto de sus parroquias sin razón justificada. La tradición cristiana
principal todavía creía que, así como era bueno suprimir a un predicador que persuadiera a la congregación
de que el adulterio estaba bien, lo era suprimir a un predicador que los convenciera para que fueran ateos o
creyeran que el bautismo infantil era una parodia. La moralidad de la gente y sus opiniones religiosas no
eran dos cosas diferentes, sino la misma.
Sería un anacronismo suponer que todos los protestantes sensatos deberían haberse dado cuenta de
lo absurdo de la persecución por ideas religiosas. Por el contrario: la inmensa mayoría de los teólogos
cristianos sensatos estaba de acuerdo en que era normal que el error doctrinal se castigara civilmente. Esta
mayoría estaba formada, no solo por disciplinarios como Calvino y sus consistorios o el papa Pío V y sus
inquisidores, sino por eruditos humanitarios como Melanchthon o amables católicos devotos como San
Francisco de Sales.
En 1553 fue ejecutado Miguel Servet en Ginebra como hereje antitrinitario. Y aunque los teólogos
protestantes principales apoyaban el punto de vista de Calvino de que la ejecución había estado más que
justificada, hubo suficientes protestas para hacer deseable una mayor defensa, y el año siguiente Beza
publicó su libro sobre Si los herejes deben ser castigados por el magistrado civil. Fue escrito en un
momento de irritación y no le faltaban los pasajes insultantes, pero representan hábilmente la opinión
contemporánea. Aquí están sus razonamientos principales. Al magistrado le concernía la moralidad de su
pueblo – la proposición le parecía al siglo XVI una perogrullada que solo los locos discutirían. Y si es
verdad, como Beza admitió una vez, que unos pocos hombres puede que sean malos en sus vidas privadas
y buenos en sus deberes públicos, son tan excepcionales que no constituyen una regla para la función del
magistrado.
Se dice que Cristo era amable, y enseñaba al cristiano ofrecer la otra mejilla, y ser compasivo y
caritativo. Pero, ¿por qué no están de acuerdo los que critican el castigo por herejía en que el magistrado
debe refrenar el castigo de los asesinos? Es la mayor caridad el proteger a un rebaño de ovejas de un lobo
merodeador, no el dejarlas indefensas. La cuestión no es entonces si el magistrado debe castigar el mal,
sino si la herejía es un delito como el robo. No se puede negar que su influencia en la vida moral de una
comunidad es tan destructiva como el robo.
Si dice que el hereje es un hombre sincero que actúa de acuerdo con su conciencia. Si un pacifista
recorre la ciudad asediada exhortando a la guarnición a abandonar las armas, ¿dirías que está obedeciendo
a su conciencia, y por tanto le eximirías del castigo? De la misma manera, se dice que no se puede obligar
a nadie a creer, sino solo persuadirle. Por supuesto. Los castigos por herejía no están diseñados para
obligar al hereje a creer la verdad, sino para impedir que los pequeñitos sean descarriados, para proteger a
las ovejas de los lobos, para preservar a la comunidad y así excluir la injuria a la gloria de Dios. Es una
mera calumnia que queremos difundir la fe cristiana por la fuerza. Las autoridades de una universidad
despiden de su puesto a un profesor que todos los hombres sensatos están de acuerdo en que enseña lo que
no es cierto. ¿Se puede considerar ese despido una crueldad?
Está claro que el estado debe proteger, y protege, la verdadera religión. Y los más críticos de la
persecución admiten el hecho, ya que permiten que los casos extremos – ateos y blasfemos – deben ser
castigados. Sigue en pie la cuestión, si es permisible cualquier castigo, si la pena de muerte se puede
declarar no permisible. En esta cuestión tenemos no sólo que encontrar maniáticos, sino hombres buenos e
inteligentes que objetan que si se impone la muerte no hay posibilidad de arrepentirse.
En primer lugar debemos establecer que la crueldad, y la precipitación, se han de excluir.
Debemos recordar que la fe no se le puede imponer a nadie, y que los cristianos deben ser amables y
compasivos. Pero también debemos recordar que nuestra primera obligación es para con el rebaño. Es
evidente que la enseñanza herética (véanse los anabaptistas de Münster) es un crimen tan grave como
muchos que se castigan con la pena de muerte. Decir que no debemos aplicarla por esto es desafiar la pena
de muerte por cualquier ofensa – y esto nadie estaba dispuesto a mantener. De hecho, se puede argüir que
este crimen es más grave que ningún otro, porque destruye el alma, mientras que el asesinato destruye solo
el cuerpo, y es una ofensa directa a la majestad de Dios.
El razonamiento de Beza muestra que, por lo menos entre los protestantes, el peso de la opinión

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estaba empezando a desplazarse, no contra los castigos por delitos religiosos, sino contra la pena de muerte
por herejía. A partir de 1600, rara vez se ejecutó a nadie por este delito. Pero la opinión de que los
magistrados debían asegurar que en un estado no hubiera más que una sola religión sobrevivió hasta
mucho después.
El caso de las sentencias se apoyaba en dos premisas: primera, que todas las personas sensatas
conocían la verdad; y segunda, que el estado no podría existir si se aceptara en él más de una religión. La
tolerancia no habría de establecerse hasta que los hechos probaran que eran erróneas estas dos
suposiciones.
Mientras tanto, la libertad subrepticia ocasional posible aquí y allá entre las Iglesias europeas – en
Basilea, por ejemplo, en una o dos ciudades de Polonia, y más avanzado el siglo entre los holandeses –
permitió a los teóricos de mente original imprimir demandas de una tolerancia más amplia, intentando
basarlas en razonamientos sanos. A menudo habían sido influenciados por el pensamiento anabaptista, o
por otros entre los grupos radicales que contendían que, como el Reino de Cristo no es de este mundo, la
religión no es asunto de los magistrados.
Sebastian Castellio (Castalio, versión latinizada de Chatillon) huyó a Ginebra en busca de refugio,
pero allí se le negó la ordenación porque Calvino tenía dudas de su ortodoxia. Se retiró a Basilea donde,
después de unos pocos años de pobreza, llegó a ser profesor de griego. Fue procesado por sus diversas
herejías, aun en Basilea, pero murió en 1563 todavía bajo sospecha. Se escandalizó de la ejecución de
Servet, y se sintió movido a publicar el manifiesto más importante del siglo XVI a favor de la tolerancia,
¿Se debe perseguir a los herejes? Beza tenía razón en considerar a Castellio como su más serio oponente.
El libro era un mosaico de citas, y Castellio era el editor; pero algunas de las citas más impactantes
procedían de autores desconocidos, y el «editor» parece haberlas compuesto a propósito.
Los argumentos de Castellio no tienen importancia. En realidad tiene pocos que oponer a la
coherencia de Calvino y Beza. No es un estudio razonado del pensamiento político, sino el sencillo clamor
de la conciencia y el corazón cristianos. ¿Qué clase de persona era Cristo? ¿Y cómo se portan los
cristianos, que deberían ser sus imitadores, los unos con los otros?
«Oh Cristo, Creador y Rey del mundo, ¿ves? ¿Has llegado a ser diferente de ti mismo, tan cruel,
tan contrario a ti mismo? Cuando viviste sobre la tierra, nadie era más amable, más misericordioso, más
paciente con el error... Los hombres te azotaron, te escupieron, se burlaron de ti, te coronaron de espinas, te
crucificaron entre ladrones, y tú oraste por los que te hacían mal. ¿Has cambiado tanto?... Si tú, oh Cristo,
has mandado estas ejecuciones y torturas, qué le has dejado para hacer al diablo?»
El clamor de conciencia de Castellio dependía de la suposición, que Beza no compartía, de que la
verdad es difícil de encontrar. ¿Sabemos quiénes son los verdaderos herejes? Cristo y sus apóstoles fueron
ajusticiados como herejes. ¿Podemos estar seguros de no estar matando nosotros también a hombres
buenos e inocentes? Si se te pidiera que definieras la herejía, ¿cómo lo harías, siendo así que hay tal
diversidad de doctrinas cristianas en el mundo? «He examinado con cuidado lo que quiere decir la palabra
hereje – escribía – y no puedo hacer que quiera decir nada más que esto: un hereje es uno con el que no
estás de acuerdo.»
Era obvio hasta para Castellio que el estado podía imponer castigos por blasfemia y doctrinas
falsas extremadamente malas. Pero la fuerza, pensaba él, es una pobre arma para defender la verdad.
«Matar a una persona no es defender una doctrina, sino matar a una persona.»
El libro de Castellio fue la publicación más influyente a favor de la tolerancia. Lo citaban
incesantemente los que clamaban por tolerancia, al principio una voz aislada aquí o allí; pero, pasado el
primer cuarto del siglo XVII, un creciente coro de voces.

La Cristiandad siguió creyendo que un estado no podía ni prosperar ni sobrevivir si se permitía


más de una religión entre sus súbditos. ¿Cómo podía ser leal un protestante a un soberano católico, o
viceversa? La experiencia cotidiana confirmaba la sospecha.
Sin embargo, la Reforma movió a las mentes cristianas a dar el paso supremamente importante
hacia una creencia creciente en el derecho a ser tolerado. Hizo este avance porque estableció en Europa las
confesiones rivales del Catolicismo y del Protestantismo; y en algunos de los estados una de las dos
confesiones no consiguió hacerse con la totalidad del estado. Se creía que un estado no podía sobrevivir
con dos religiones públicas entre sus ciudadanos. ¿Qué sucedía si el imperativo de las circunstancias, o el
celo evangelístico, o la decisión política, erigía un estado con una minoría considerable de ciudadanos que

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no eran de la religión dominante?
En España y Portugal e Italia entre los países católicos, y en Escocia y los Países Bajos y
Escandinavia entre los protestantes, no existía el problema. La Reforma, o triunfó totalmente o fracasó
totalmente. La inmensa mayoría de los ciudadanos de estos países era de una religión. Es verdad que los
católicos sobrevivieron en el Noreste de Escocia protegidos por la familia Huntly, que en el Noroeste de
Italia sobrevivieron unos pocos valdenses en estrecha alianza con la Suiza calvinista, y que en las tierras
meridionales de los Países Bajos independientes había muchos campesinos desorganizados que retenían su
Catolicismo como sus vecinos y hermanos al otro lado de la frontera en los Países Bajos españoles. Pero
estas minorías insignificantes e impotentes podían no tenerse en cuenta. Si empezaba a predicar en España
un pastor protestante, se le castigaba. Si un sacerdote católico empezaba a celebrar misa en Escocia, se le
castigaba. De estos países no podían surgir nuevas ideas acerca de la tolerancia. La más habilidosa defensa
de la persecución durante el siglo XVII vino del presbiteriano escocés Samuel Rutherford (Una discusión
libre contra la supuesta libertad de conciencia, 1649). En Italia el papa Gregorio XVI condenó la libertad
de conciencia como una «locura», todavía en 1832. Los países con una gran mayoría de una fe no fueron
los que se movieron más rápidamente hacia la tolerancia.
Pero en Alemania, Francia, Polonia e Inglaterra, la Reforma no consiguió triunfar tan
absolutamente como triunfaron el Protestantismo en Escocia y el Catolicismo en España. En aquellos
países los teólogos siguieron preocupándose del problema, y teólogos católicos y protestantes se hicieron
concesiones trascendentales. Si planteamos la cuestión como las escuelas de entonces, preguntaremos con
los protestantes: Puesto que la misa es idolatría, ¿no es siempre pecado el tolerar la idolatría? Y
preguntaremos con los católicos: Puesto que la herejía es un mal, ¿no es siempre un pecado para un
príncipe católico el tolerar herejes en su territorio? Muchos pensadores replicaban afirmativamente: Sí, en
todas las circunstancias es un pecado grave el tolerar la idolatría o la herejía.
Pero otros consideraban inaceptable esta conclusión rigurosa. Martin Becanus (de origen
holandés), profesor jesuita en Alemania que murió en 1624, mantenía que esta conclusión procedía más
del celo que de la razón. Supongamos que los herejes son tan numerosos que no se pueden suprimir: en tal
caso será más calamitoso para el Catolicismo que el príncipe trate de suprimirlos que que los tolere. Y por
otra parte, aunque el príncipe pudiera lograr destruir a los herejes, pudiera ser que pensara que se podía
lograr un mayor bien mediante la misericordia, que si se toleraba a los protestantes, los católicos se
volverían más fervientes, más sacrificados, más fieles a su religión y mejores misioneros de su fe. En tales
condiciones puede que haya muchas circunstancias (caso, pensaría uno, las más) en que sería mejor tolerar
que quemar.
Está claro que el Edicto de Nantes y las consecuencias de la Francia y la Alemania divididas
habían empezado a liberalizar el pensamiento de las escuelas. El luterano Gerhard lo expresaba
sucintamente en sus Loci theologici de 1619 (libro 27). Si un reino está unido, la tolerancia es un error. Si
está dividido, entonces el gobernador tiene que arrostrar las divisiones. Es mejor tener un estado desunido
en religión que no tener ninguno. Fue un francés, el presidente Jeannin, el que dijo que una paz con dos
religiones era mejor que una guerra sin ninguna.
La opción cristiana principal por la tolerancia dependía, no de principio, sino de conveniencia.
Ninguno de los pensadores de las tradiciones católica, luterana o reformada llegó más allá de la
conveniencia. Pero no debemos infravalorar el peso de esta admisión. La fuerza del caso a favor de la
represión religiosa dependía del acuerdo entre una doctrina religiosa (el deber moral del magistrado) y una
suposición política (ningún estado puede sobrevivir si está dividido en religión). Becanus y Gerhard y sus
semejantes destruyeron este acuerdo al admitir que los estados como Francia podían existir aunque
divididos en religión, y pueden existir solamente si se permite que continúe la división. Los politiques
franceses de 1570 vieron con claridad infalible que la conveniencia estaba en no apoyar la persecución. Y
una vez que se suprimiera este apoyo, era fácil volver a examinar la naturaleza del deber moral del
magistrado. Los estadistas que empezaran por admitir que la represión era inconveniente podían acabar
preguntando hasta qué punto podía haber nunca una obligación moral. El clamor de la conciencia cristiana
de Castellio estaba llegando lentamente a su reino.

189
190
13
Ministerio y culto

La Reforma y la Contrarreforma puede que no hayan logrado siempre lo que querían los reformadores,
pero elevaron los niveles del ministerio cristiano, sacerdotal o pastoral. Y si el adagio como el
sacerdote, así es el pueblo 1 tiene fuerza, ese logro fue eficaz en la vida pública y en la privada.
No es correcto ver el contraste entre la prerreforma y la posreforma en blanco y negro. La
imitación de Cristo, escrito a principios del siglo XV, bastaría para recordar la elevada y profunda
piedad que se encuentra en la última parte de la Edad Media, el poder del ideal cristiano medieval que
ayudó a crear la Reforma. Hay abundante evidencia desde 1600 de que el ministerio cristiano podía
ser tan mundano o tan depravado como lo era a veces en 1400. Unos pocos cardenales romanos
seguían amasando fortunas con métodos decididamente anticuados. Al final de 1596 cuarenta
obispados franceses estaban ocupados todavía por laicos. Meiler Magrath, arzobispo protestante de
Cashel en Irlanda, aunque no invariablemente sobrio, era obispo de otras tres sedes irlandesas y
controlaba, en persona o mediante sus numerosos hijos, gran número de beneficios (en Londres se
rumoreaba que setenta). No era difícil encontrar excepciones por toda la Reforma.; pero, en general,
había menos corrupción, menos ilegalidad, menos no residencia, menos simonía, y había más
enseñanza, más predicación, más cuidado pastoral, mejor educación, mejor comprensión de la fe entre
los laicos y sus ministros, menos mundanalidad y más fervor entre los pastores o sacerdotes, menos
superstición y más religión, menos intelectualismo árido y una percepción más bíblica.
Los ideales de la Reforma y de la Contrarreforma se dividen claramente entre un ideal
dominantemente sacerdotal y un ideal dominantemente pastoral. No era probable que los más
decididos conservadores abandonaran la idea de que el acto supremo y decisivo del ministro cristiano
era la celebración de la misa; mientras que los Reformadores, reaccionando contra la idea de la
salvación por las formas o el ritual, vieron los sacramentos como una parte, aunque una parte
trascendental e indispensable, de un ministerio total a las personas, en el que el acto supremo y
decisivo era la exposición de la Palabra de Dios. Para unos el altar, y para los otros el púlpito, era el
punto focal de la iglesia.
Pero esta cruda antítesis estaba sujeta a muchas excepciones. Algunos católicos de la derecha
siempre quisieron dar prominencia al púlpito y al sermón. Los luteranos retuvieron el altar como tal; y
aunque las parroquias inglesas, antes de las reformas frustradas del arzobispo Laud, siguieron
generalmente la forma suiza de convertir el altar en mesa santa, la mayor parte de las catedrales
inglesas retuvieron el altar hasta las guerras civiles de 1642-8. En partes de la Inglaterra, la Alemania,
la Suiza y la Escocia protestantes había más y mejor predicación e instrucción en 1600 que en 1500;
pero esto también era cierto en Milán y en otras ciudades de la Contrarreforma, especialmente donde
se impusieron los jesuitas o los dominicos. En algunas partes de la Iglesia Católica, especialmente en
el Sur de Italia y en partes de Francia y Alemania, el trabajo pastoral fue tan callado como siempre. La
Cristiandad occidental estaba luchando, y no en vano, para elevar su nivel pastoral y moral, pero
desordenadamente, conforme se ofrecían circunstancias o la gente respondía.
En la baja Edad Media se publicaron varios manuales o guías útiles sobre el deber clerical y
pastoral. Si los comparamos con otros semejantes de finales del siglo XVI, protestantes o católicos,
observamos un cierto cambio de ambiente. Los manuales medievales son algo más litúrgicos, una
mezcla de deberes y conducta pastorales en la iglesia o en la sacristía; insisten más bien en cómo
llevar a cabo debidamente los ritos externos. Pasemos las páginas de la Historia 200 años, y ahora los
manuales insisten más en la necesidad de no repetir las palabras como un loro, en que el ritual exacto
sea sacramental mediante la reverencia interior del corazón. Están diseñados para un ministerio más
educado, un ministerio que predica incesantemente, en el que el púlpito es el privilegio y el trono del

1
Dicho inglés: Like priest like people. (N. del tr.).

191
pastor, un ministerio que se nutre del estudio de la Biblia y de los Padres. Los manuales de la
Contrarreforma comparten estas cualidades comunes con los de los protestantes. Los libros
protestantes suelen contener una sección nueva y sin precedentes sobre la esposa y los hijos y la
familia como modelo de la vida familiar campesina, y hasta de la huerta y el gallinero y la cochiquera.
Los libros de la Contrarreforma confieren el mismo peso al púlpito y a la sinceridad interior, a la
erudición y a la educación, aunque se insiste menos en el estudio bíblico y más en el conocimiento
teológico y de la Historia de la Iglesia. Aquí se describe el pastor como más «profesional», no en mal
sentido, como más eclesiástico; hay listas más largas y precisas de las doctrinas que debe inculcar, más
insistencia en que la exposición bíblica esté de acuerdo con la de la Iglesia. Si comparamos al pastor
protestante de Un sacerdote para el templo (escrito hacia 1632, cerca de Salisbury) de George
Herbert, con el sacerdote católico de las Instrucciones a pastores (escrito en Milán poco después de
1565) de Carlos Borromeo, el pastor de Herbert está concebido como más sociable que el italiano,
menos separado de los demás; está entre ellos como amigo además de cómo director de almas, los
recibe a su mesa. El pastor de Borromeo debe rehusar toda posible invitación del laicado a comidas o
cenas. Hay algo más vehemente en el ideal de Borromeo, un ardor más ferviente que en el tranquilo,
humano, amable devoto de Herbert. Mientras que este último contraste señala a algo en los caracteres
de los dos hombres, bien se puede tomar como ilustración de una cierta antítesis entre el pastor de la
Reforma y el de la Contrarreforma.

EL MATRIMONIO DEL CLERO

El matrimonio legal fue el cambio más importante de los que afectaron el status del clero protestante.
Aunque el hábito de país en país y hasta entre unas diócesis y otras, muchos sacerdotes de la vieja
dispensación, desde el papa Alejandro VI en adelante, tenían concubinas. Algunas parroquias lo
preferían, y no era desconocido entre los patrones católicos el negarse a nombrar a un sacerdote a
menos que tuviera una mujer. Un cura francés altamente considerado anotaba en su registro los
nacimientos regulares de sus hijos bastardos. En 1476 el cabildo de Brunswick ordenó a los canónigos
y a los párrocos que no despidieran a sus concubinas, sino que las tuvieran en cualquier otro sitio
distinto del edificio catedralicio. En Escocia entre 1548 y 1556 se reconocían dos hijos ilegítimos de
clérigos por cada cinco hijos de laicos, una proporción alucinante si se comparan sus respectivos
números. El convertir la querida en una esposa respetable, y a los hijos ilegítimos en legítimos, fue el
regalo más trascendental que concedió el Protestantismo al clero. Aparte de consideraciones más
elevadas se dijo que, antes de casarse con Catalina de Bora, la cama de Lutero no se hacía en todo un
año.
Los papas de la Contrarreforma estuvieron sometidos a presiones para que concedieran en
matrimonio del clero. Desde 1400 unos pocos reformadores conservadores, incluido Erasmo, lucharon
por ello, y justificaban su demanda con el ejemplo de la Iglesia Ortodoxa Oriental. Los estados
católicos con una fuerte minoría protestante solicitaron repetidamente que se les concediera, y al
Concilio de Trento se le presentaron solicitudes razonadas bávaras y austriacas. Los obispos franceses
llegaron a sugerir que si se había de conservar el celibato, sólo se debían ordenar desde entonces
hombres de avanzada edad. La elección, se dijo cínicamente, era entre pocos clérigos y clérigos
casados. El papa concedió la exención de la regla del celibato a miembros de ciertas órdenes militares
para evitar escándalos.
El Concilio de Trento se mantuvo inamovible. En noviembre de 1563 pronunció el anatema
sobre todos los que afirmaran que los clérigos, monjes o monjas pudieran contraer matrimonio válido,
y sobre todos los que decían que no era mejor vivir célibes que casados. Pero no fue tan intolerante
como parecía, porque dejó abierta la cuestión de si se podía ordenar a un hombre casado.
Requirió muchos años el que se hicieran efectivos los decretos de Trento. Un noble francés
que en 1583 estaba impidiendo su publicación en Francia en los decretos lo justificaba diciendo que en
Italia nadie prestaba la más mínima atención a los decretos que se referían a la moralidad del clero.
Los concilios provinciales reiteraban continuamente y casi sin esperanza los decretos. Todo lo que el
arzobispo de Salzburgo se atrevió a conseguir, allá para 1616, fue un decreto de que los sacerdotes
trasladaran sus concubinas a una distancia de seis millas y no tuvieran a sus hijos viviendo
abiertamente con ellos excepto con un permiso especial. Una medida práctica de ayuda, introducida a

192
partir de la mitad del siglo XVI y hecha obligatoria en 1614, fue el confesonario. Pero poco a poco se
fue desaprobando la costumbre de la cohabitación, y poco a poco se fue habiendo más familiar la
costumbre del celibato genuino. Ya fuera por una mejor disciplina o por el celo del movimiento de
reforma o porque se iba elevando el nivel general de decencia, la evidencia del siglo XVII es muy
diferente de la del XVI. Si los decretos de Trento y la Contrarreforma fracasaron en impedir las
concubinas, descartaron la esperanza de que se pemitieran las esposas y la aceptación de que las
queridas eran veniales y respetables.
Entre los protestantes, el matrimonio del clero empezó con aires de envalentonamiento, y llegó a
hacerse pronto la cosa más natural del mundo. Unos pocos sacerdotes empezaron a casarse mientras
Lutero estaba en Wartburgo, y en 1523 Lutero predicó un sermón a favor del matrimonio en la boda
del anterior vicario de los frailes agustinos, su amigo Wesceslas Link. En 1525 Lutero invitó a sus
amigos a cenar, y sin más aviso se casó con Catalina de Bora en su presencia. Uno tras otro de los
estados protestantes legalizaron el matrimonio de los pastores. Calvino, aunque no se volvió a casar
después de la muerte de su esposa, animaba a sus amigos y colaboradores a casarse para bien de la
Iglesia.
No le era fácil al laicado, más conservador por costumbre que el clero, ajustarse al cambio.
Algunos de los amigos íntimos de Lutero se molestaron cuando se casó. Los juristas son más
conservadores que la mayoría de los laicos, y todavía en 1536 los de Wittenberg mantenían, para
disgusto de Lutero, que los hijos de sacerdote eran ilegítimos. Algunos no se podían acostumbrar, al
principio, a recibir la comunión de manos de un sacerdote casado, y se sabe que hasta las comadronas
se negaban a asistir a las esposas de los sacerdotes en el parto. La reina Isabel de Inglaterra siempre
prefirió a los obispos no casados, e hizo que las esposas tuvieran que salir de los edificios de los
colegios y las catedrales. «Su majestad – escribía Cecil al arzobispo de Carterbury en 1561 – sigue
muy disgustada con el asunto del matrimonio del clero.» Podemos estar seguros de que a otros además
de la Reina se les hacía difícil recibir en su compañía a la mujer del párroco. A principios del reinado
de Isabel hubo un altercado en un trasbordador que cruzaba el río Severn porque los pasajeros
abucheaban a dos mujeres de párrocos. Hasta el soltero arzobispo Laud causó una vez escándalo al
decir precipitadamente que, en igualdad de condiciones, prefería nombrar a un candidato no casado.
En Inglaterra Isabel no renovó el acta de Eduardo VI legalizando el matrimonio del clero,
permitiéndolo más bien como indulgencia que como derecho; solo fue renovado oficialmente bajo
Jacobo I.
Tampoco les era fácil a los clérigos escoger esposas convenientes. Algunas veces la concubina
anterior pasó fácilmente a ser la nueva esposa, y el clero rural con un bajo estipendio se tenía que
conformar, según se decía, con casarse con una criada. Las autoridades trataban de impedir
matrimonios inconvenientes. El arzobispo de Uppsala impuso un juramento a sus clérigos de que no se
casarían sin el consentimiento del obispo y el cabildo. La reina Isabel mandó que el clérigo tuviera
que obtener para su esposa la aprobación del obispo de la diócesis y dos magistrados, y el
consentimiento del señor y la señora de la casa «donde sirve»; y esta orden la imponían los tribunales.
Pero todo llegó a ser natural en poco tiempo. Un cuestionario que se mandó en octubre de
1561 mostraba que la mitad de los clérigos del arcedianato de Londres ya estaban casados. Al cabo de
una generación casi todos estaban actuando como si el hábito fuera inmemorial. Bajo el arzobispo
Laud, nos cuenta un escritor laudiano, el clero era tenido en tal estima que la alta burguesía podía tener
mejor partido que «cobijarse en los brazos» de un párroco. Pero no todos estaban de acuerdo. Todavía
en 1610, en King’s Sutton de Northamptonshire, un hombre y su esposa tuvieron problemas por
ofender a la mujer del ministro y decir que «el mundo había dejado de pasárselo bien desde que los
curas eran casados.» Y se conservó la leyenda hasta mediados del mismo siglo de que los
descendientes de sacerdotes eran desgraciados – a pesar de numerosos ejemplos de hijos de la
parroquia que alcanzaron puestos elevados en la Iglesia y el Estado.
Al juzgar la Reforma, no se debe olvidar el descargo que supuso para muchas conciencias o
las familias y los hogares auténticos y honorables que así se hicieron posibles.

193
EL STATUS SOCIAL DEL CLERO

La pequeña aristocracia de la Inglaterra isabelina y estuardo se quejaba a veces de que los obispos
procedían del polvo, eran hombres de baja estofa. Pero la Reforma tenía menos en cuenta el status y
los orígenes sociales de lo que se habría podido esperar. La Iglesia medieval siempre abría sus puertas
a hombres capacitados, y las Iglesias Protestantes siguieron haciendo lo mismo. De los cinco
arzobispos protestantes de Canterbury entre 1575 y 1645, dos eran hijos de trabajadores prósperos de
paño, uno era hijo de un granjero, otro, de un comerciante rico, y sólo uno cuyo padre se habría podido
describir, en el lenguaje de entonces, como «caballero». Pero los aristócratas no tenían el monopolio
de la grandeza antes de la Reforma. De los siete arzobispos de Carterbury entre 1414 y 1532, cinco
eran de nacimiento ordinario, hijos de pequeños terratenientes o propietarios rurales, y sólo dos eran
del rango superior, uno (Bourchier) era descendiente por parte de su madre Plantagenet del rey
Eduardo III. Reginald Pole, arzobispo 1556-8, también era del rango más elevado.
Algo comparable se puede observar en los hombres que llegaron a papas. De cinco papas entre
1471 y 1521, tres eran de la clase alta, uno (León X) hijo de Lorenzo el Magnífico de Florencia; uno,
de la familia de un senador genovés; y el quinto (Sixto IV) no venía de ninguna parte. De cinco papas
entre 1559 y 1591, dos eran de humilde extracción; uno, de una clase media arruinada; uno, de un
aristócrata menor; y uno, de buena familia boloñesa. Puede que no podamos generalizar de
observaciones semejantes. Las uso solamente como ilustraciones de que, aunque hombres humildes a
menudo se elevaban a puestos importantes en la Iglesia medieval, la Reforma y la Contrarreforma
abrieron aún más las puertas, en parte porque el nuevo mundo del Renacimiento abrió otras puertas a
los hijos menores de los aristócratas, y en parte porque la sociedad en general estaba ampliando su
base.
Los más pobres del bajo clero vivían a un paso de la subsistencia antes de la Reforma, y no
vivieron mucho más lejos después de la Reforma. Estaban protegidos de la inflación en parte por el
diezmo, aunque las más ricas de las nuevas fuentes de riqueza eran imposibles de diezmar. La
situación social del clero parroquial en conjunto no cambió sustancialmente entre 1500 y 1600, en
sentido absoluto. Pero su situación cambió en relación con el laicado. Porque los laicos se iban
haciendo más ricos, mientras que el clero parroquial se quedaba donde estaba. En las iglesias
protestantes se hizo corriente un doble nivel de clero, aunque a menudo se superponían: la diferencia
entre el clero urbano y el clero rural. El clero urbano estaba altamente instruido, casado con las hijas
de la baja aristocracia si no de la nobleza, estimados socialmente, recibiendo unos ingresos razonables.
Un pastor urbano de Wittenberg en 1529 recibía 200 florines, y posteriormente 300 y cincuenta
barriles de trigo, mientras que sabemos de pastores rurales que ganaban veinte florines. El clero rural
solía ser de origen campesino, casado con campesinas, dominado por el señor feudal o el patrón laico,
recibiendo un salario de subsistencia y suplementándolo con ocupaciones seculares – normalmente
«granjas», porque los cerdos y las ovejas eran a menudo parte de los fondos que se recibían con la
parroquia.
En Alemania, aunque el sueldo del pastor puede que fuera desesperadamente bajo, tenía
algunas ventajas por estar normalmente exento de impuestos y se le permitía hacer cerveza sin límites,
y (por ejemplo en Sajonia después de 1527) la congregación tenía la obligación de mantener y arreglar
la casa del párroco.
El clero se vio a las puertas de la destitución en algunas partes de Alemania, donde había
mendigos clericales en iglesias protestantes como los había habido en las iglesias medievales. Los
pastores alemanes trabajaban a veces en ocupaciones seculares para ganarse la vida. Uno era curtidor y
tejedor, otro trabajaba el lino, un tercero vendía mantequilla y queso. Knipstro decía que cuando era
diácono en Santa María de Stralsund lo que le libró de pedir limosna fue la costura de su mujer. La
mayor parte del clero rural en Alemania eran pequeños granjeros con unos pocos cerdos y vacas, y así
sobrevivían. Muchos de los clérigos ingleses también se mantenían como pequeños granjeros. Hay una
famosa historia, aunque probablemente apócrifa, de que encontraron a Richard Hooker sus antiguos
alumnos leyendo las Odas de Horacio mientras apacentaba su «pequeño rebaño de ovejas en el terreno
del pueblo.» El párroco de Liddington en Rutlandshire se ganaba la vida ayudando a hacer techos de
paja en las casas; el señor Mills de Badeley trabajaba en una mina de carbón; sabemos de un herrero,
un cordelero y otros muchos oficios en el servicio de la iglesia. Si estos eran males, no eran males de
la Reforma, sino males que la Reforma no pudo remediar. En toda la Cristiandad la autoridad siguió

194
objetando a cualquier ocupación que no fuera el cultivo del terreno beneficial, la enseñanza o las
conferencias.
La creciente riqueza del laicado, comparada con los ingresos estáticos del clero, no estimulaba
a los padres a dedicar a sus hijos al ministerio pastoral. Cuando (hacia 1625) George Herbert le dijo a
un amigo de la corte que estaba considerando ordenarse, el otro trató de disuadirle, diciéndole que era
«un empleo demasiado mezquino, y muy por debajo de su nacimiento y de las capacidades excelentes
de su inteligencia.» Y Herbert replicó que «aunque la iniquidad de los últimos tiempos han hecho que
se valorara a los clérigos con mezquindad, y despreciable el sagrado nombre de sacerdote, sin
embargo yo me esforzaré por hacerlo honroso...»
Sabemos de los padres de noventa y cinco pastores del estado de Oldenburg en la Alemania
septentrional, que tenían la siguientes ocupaciones o profesiones: cincuenta y cinco, pastores;
dieciséis, campesinos; dos, soldados; siete, zapateros; uno, profesor de latín; seis, sacristanes o
sepultureros; seis, burgomaestres o concejales; dos, nobles.
Se ha calculado grosso modo que la mitad de la clerecía de Suecia durante el siglo XVII
procedía de hogares clericales. La profesión, por así llamarla ahora, podía llegar a ser casi hereditaria.
A Benedict Carpzov, un teólogo luterano rígido que murió en 1624, sucedieron cuatro generaciones,
cada uno de ellas llegó a ser doctor en teología, muriendo el quinto de la serie en 1803. Juan Fabricius,
el amigo de Melanchthon, que fue pastor en Wittenberg, fue sucedido por cuatro generaciones, de las
que dos fueron también pastores en Nuremberg.
El pastor rural era un poco más dependiente de los lores laicos y la pequeña nobleza que sus
predecesores. Los pastores rurales de la Iglesia de la última Edad Media eran dependientes, pero a
menudo de las autoridades eclesiásticas como abades y obispos absentistas. El pastor rural protestante
dependía más de la pequeña nobleza. En la Alemania de la Guerra de los Treinta Años sabemos de
capellanes de caballeros que actuaban también como sus mayordomos o camareros, pero esto era en
condiciones de guerra. No es de extrañar que los clérigos menores fueran poco críticos de los vicios de
sus señores. En Alemania algunos pastores llevaban las diferencias de clase tan lejos como para
permitir que la baja nobleza recibiera el sacramento por separado, o hasta usaban una fórmula
diferente y más cortés al administrar el sacramento a los nobles. El rey Cristián III de Dinamarca tuvo
que hacer una ley en 1551 para que los hijos de los pastores no fueran tratados como siervos por sus
patrones.
Pero el clero dependiente del campo empobrecido nunca había podido reprender los vicios
eminentes de sus lores; y si bien los reformadores no habían conseguido mejorar la suerte social del
clero, iban paulatina y penosamente elevando los niveles de educación. Más y más clérigos recibían
instrucción en la escuela y la universidad. El respeto que no se ganaba con riqueza se iba adquiriendo
lentamente con la instrucción. Tanto la Reforma como la Contrarreforma consiguieron crear un
ministerio instruido. El teólogo de la universidad alemana, el pastor de la iglesia urbana grande,
recibían un estipendio suficiente, y eran tenidos en alta estima a menudo, lo mismo que sus
equivalentes holandeses o ingleses o escoceses. En las ciudades alemanas estaban por encima de los
senadores. El pastor alemán Valentine Andreae, que murió en 1654, poseía una biblioteca selecta,
algunos manuscritos raros, una Virgen pintada por Alberto Durero y una Conversión de San Pablo por
Holbein. En Inglaterra los ministros se dedicaban a los estudios que acabaría por ganarles la
reputación de stupor mundi por su erudición. Muchos más clérigos de 1630 que hoy poseían por lo
menos unas nociones de hebreo lo mismo que de griego. El abogado inglés John Selden, un crítico
nada vulgar de la moralidad y la política del clero, decía: «Todo el mundo confiesa que no hubo nunca
un clero tan educado. Nadie les achaca ignorancia.»
Todas las Iglesias protestantes principales competían en hacer necesario para la ordenación
que se tuviera un título universitario. A todas les resultaba difícil en la práctica el acercarse a esa meta.
Un conferencia en Leipzig en 1544 estableció esta regla, que fue la primera de muchas decisiones
semejantes. Weimar en 1550 estableció un examen más fácil para el clero rural, y que tuvieran que
pasar un examen más difícil si se trasladaban a una ciudad.
Sabemos cómo Melanchthon hacía los exámenes previos a la ordenación en Wittenberg en
1549-55. Era primariamente una cuestión de ortodoxia, no de devoción. El ordenando debía entender
las diferencias entre la enseñanza protestante y la católicorromana, y la base bíblica de la enseñanza
protestante. Melanchthon hacía preguntas de ética y de Historia de la Iglesia, y algunas difíciles sobre
dogmática, y, lo que era raro en él: podía ser severo en los exámenes viva voce. El examen se hacía

195
normalmente en latín, y podía durar una hora. Inevitablemente, muchos candidatos aprendían, no la
teología de la universidad, sino los libros de texto de Melanchthon. En Stettin en 1545 se mandaba a
los candidatos que suspendían que se quedaran en el asilo de los pobres y estudiaran más. En 1552
Melanchthon publicó un Examen de ordenandos diseñado para ayudar a los examinadores lo mismo
que a los candidatos, que pasó pronto a formar parte de las normas oficiales de la Iglesia. En
Wittenberg el examen concluía con una breve predicación recordándoles a los ordenandos la
importancia de su trabajo. La liturgia de ordenación de Lutero contenía un voto sencillo de velar por
las personas por las que Cristo murió, y vivir, y hacer que su esposa e hijos vivieran, de una manera
cristiana.
En todas partes en Europa, católica y protestante, había más que un examen antes de la
ordenación. Y los clérigos ordenados se tenían que someter a veces a cursos de estudios teológicos. En
1586 el arcediano de Colchester prescribió el estudio de ciertos libros, mandó a los beneficiados a
componer ejercicios de sermones bajo un tutor, y requería un certificado de cumplimiento en su visita
siguiente. Podemos trazar el aumento de graduados clericales. En 1573 el obispo de Lincoln ordenó
sacerdotes a veinticinco hombres de los que ocho eran licenciados. En 1583 ordenó a treinta y dos, de
los que veintidós eran licenciados. En 1585 había 399 clérigos licenciados en la diócesis de Lincoln;
en 1603 había 646.

SERMONES

Era imprescindible una educación más elevada para el clero, porque se esperaba más de ellos como
predicadores y maestros.
Los protestantes más estrictos mantenían que los domingos debía haber dos cultos con
sermones; pero a menudo no conseguían establecer la costumbre. Los campesinos no habrían
escuchado un sermón en todas las parroquias rurales, en los dos o en ninguno de los cultos.
Había dos maneras de resolver el problema de proveer clérigos para las parroquias rurales.
Una era rebajar el nivel de ordenación por debajo del ideal de un ministerio instruido, y permitir
predicar a los así ordenados; y había quejas constantes, sobre todo en el continente de Europa, de que
había zapateros y mecánicos y otras personas incompetentes haciendo ruidos ni inteligibles ni
edificantes en el púlpito. La práctica se defendía diciendo que era mejor tener a un ignorante
explicando la Palabra de Dios, que no tener a nadie, provisto que el ignorante tenía su Biblia y su fe.
El arzobispo Matthew Parker de Canterbury empezó ordenando a demasiada gente demasiado pronto,
con el laudable deseo de llenar las parroquias, pero pronto se arrepintió y cambió de política. La
alternativa fue aplicar mano dura en la predicación, limitar el derecho de predicar a los que estaban
razonablemente preparados, y obligar a las parroquias rurales a conformarse con el culto y una homilía
oficialmente publicada que leía un lector. Hacia 1620 la iglesia rural de Eaton Constantine en
Shropshire fue servida por cuatro lectores en sucesión. Cada uno de ellos era el maestro del pueblo, los
cuatro eran ignorantes, y dos eran inmorales. Leían la oración común los domingos y fiestas, no se les
permitía predicar sermones, enseñaban en la escuela y bebían más de la cuenta entre semana, pegaban
a los chicos cuando estaban borrachos, y fueron despedidos. En las aldeas de por allí había una docena
de clérigos ancianos, como de ochenta años, ninguno de ellos predicador, casi todos viviendo vidas
escandalosas. Cerca había tres o cuatro iglesias servidas por hombres capacitados y piadosos. Pero si
iba alguien de otra parroquia a escuchar sus sermones, era despreciado en su pueblo como beato, y le
llamaban «puritano».
Una visita del arcedianato de Norfolk en 1597 muestra que había ochenta y ocho iglesias con
sólo cuatro sermones al año, y ocho iglesias sin ninguno.
El esfuerzo por remediar la antigua ignorancia del clero y del pueblo no era el trabajo de unos
pocos años. Pero algo se iba logrando. En la última parte del siglo XVI, los mineros de las montañas
de Harz podían usar términos técnicos de teología, naturalmente sin saber lo que querían decir. Si
juzgamos por los sermones impresos desde 1600 en adelante, la congregación estaba más capacitada
para una comprensión teológica que la mayor parte de las del siglo XX. El sermón no era probable que
fuera excesivamente suave, no evitaría la controversia, y puede que atacara directamente los pecados
de los miembros de la congregación. Más frecuentemente de lo que sería costumbre después, iría
dirigido contra los rebeldes a la autoridad soberana, o los papistas, cismáticos o anabaptistas, y en esas

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ocasiones las palabras serían muy duras. Entre 1621 y 1631 el poeta John Donne estuvo predicando
desde el púlpito de la Catedral de San Pablo de Londres algunos de los sermones más hermosos y
profundos de la Reforma y de todos los siglos cristianos. Puede que no hubieran sido fáciles de seguir,
en ninguna edad de la Iglesia. Era creencia común entre los protestantes, que el predicador debía
incluir siempre en sus sermones algo por encima de las cabezas de la congregación para elevar sus
mentes. Aun dejando lugar para esta creencia, Donne esperaba un nivel alto de conocimientos bíblicos
y teológicos en su congregación y, a juzgar por el provecho que algunos de sus oyentes pretendían
haber recibido, lo encontraba.
En las ciudades, al contrario que en las zonas rurales, los sermones eran frecuentes. Se creía
que se necesitaba una exposición de la Escritura en todos los actos de culto si era posible. En un
pueblecito como Torgau había cinco cultos entre semana con sermón. Estrasburgo tenía sermones
todas las mañanas y tardes en la catedral, y cuatro veces a la semana en varias otras iglesias. El total se
podía elevar, tanto para los predicadores como para las congregaciones. En la ciudad de Rostock el
número total de sermones predicados durante el año natural de 1640 se calculaba en los 1,500.
Algunos críticos luteranos mantenían que era excesivo, que el exceso era dañino para los
predicadores y el pueblo. «En esta ciudad – decía Herberger de Fraustadt – nosotros los predicadores
nos matamos a fuerza de predicar.» En Inglaterra, Lancelot Andrewes resumía su objeción en el
epigrama de que, cuando predicaba dos veces al día, una hablaba a tontas y a locas. Pero el apetito de
sermones era ávido. Después de predicar Chaderton durante dos horas dijo que terminaría, porque
estaba poniendo a prueba la paciencia de los oyentes; pero hubo gritos de: «¡Por amor de Dios, sigue!
¡Te lo suplicamos, sigue!» Y siguió otra hora.
Las iglesias del siglo XVI adquirieron un nuevo artículo de mobiliario: el reloj de arena para el
púlpito. Eran raros antes de la Reforma, y se hicieron corrientes en las parroquias inglesas durante el
reinado de Isabel. Muchas personas sensatas consideraban la hora como el límite de lo que se le podía
pedir que soportara a una congregación, aunque en ocasiones especiales como los funerales luteranos
no eran desconocidos los sermones de tres horas. Calvino reprendió a Farel por predicar sermones
largos y aburridos. Cranmer aconsejó a Latimer que no pasara en sus predicaciones de la hora y media,
no fuera que se cansara el Rey. La mayoría de los órdenes de culto requerían una hora entera, por lo
menos los domingos. Pero los sermones impresos demuestran que los había más cortos. El
humanitario Melanchthon creía que bastaba con media hora, porque el oído es el primero en cansarse
de los cinco sentidos. Se conocen relojes de arena que marcaban media horas; y los fabricantes, no
siempre exactos, algunas veces se equivocaban a favor de la congregación. Se conserva un reloj de
arena que completa su ciclo indefectiblemente en cuarenta y ocho minutos.
A los cultos del domingo por la mañana seguía corrientemente un catecismo o clase, a la que
asistían los adultos lo mismo que los niños. Hasta los príncipes gobernantes se sabía que asistían al
catecismo en la Alemania luterana. La costumbre fue perdiendo importancia durante el siglo XVII
cuando mejoraron las escuelas y el catecismo llegó a ser más apropiado para el aula que para la
Iglesia. El siglo salva desde 1550 hasta 1650 atestigua un gran incremento del conocimiento bíblico
entre los laicos protestantes. El progreso fue lento y desigual. William Bradford, que nació en
Austerfield al Sur de Yorkshire en 1590, recordaba que los aldeanos de su niñez ignoraban totalmente
la Biblia; pero hay tanta evidencia en sentido opuesto que bastarán dos ejemplos. Era domingo cuando
el marqués de Montrose se detuvo en Keith en 1650 como prisionero camino al patíbulo. El pastor
predicó un sermón contra él, del texto sobre Agag y los amalecitas. El dijo: «¡Despotrica todo lo que
quieras, Rabsaces!» – y le dio la espalda al predicador. En la iglesia de Cupar en 1652 se reunió un
gran gentío para escuchar un debate entre un presbiteriano y un independiente del ejército inglés.
¿Temas? El pecado original, la predestinación, las formas de culto.

EL EDIFICIO DE LA IGLESIA

La nueva importancia de la predicación requería una estructura diferente en el edificio, y un púlpito


más elevado y central. En 1575 se construyó una gran iglesia en el cuartel general de los jesuitas en
Roma, el Gesù; un centro de predicación militante y elevado. Los protestantes construyeron pocas
iglesias, en parte porque tenían que ocuparse de las ruinas de fundaciones dotadas, y en parte porque la

197
falta de medios dilapidó algunas iglesias 2 y dio a los de la parroquia la dura tarea de mantener otras.
La primera iglesia construida para el culto luterano, la iglesia del castillo de Torgau (1543), tenía un
altar sencillo y no tenía cancel. La Iglesia de San Pablo de Covent Garden, construida en 1631,
consistía en un rectángulo sencillo con un pórtico. Entre los Reformados, el mayor edificio nuevo fue
el templo hugonote de Charenton (1623), trazado como un rectángulo sencillo con dos filas de
galerías, con capacidad para 5,000 personas, un centro de predicación y poco más. 3 Pero mucho se
hizo dentro de la estructura de las iglesias antiguas, como se percibe visitando las de Edimburgo o
Amsterdam. A veces la antigua nave se usaba para la predicación, y el antiguo cancel para la
comunión. El púlpito se colocaba más alto, y para 1648 ya aparecían los primeros embriones del gran
púlpito de tres pisos. Hasta en algunas iglesias luteranas, la influencia Reformada hizo que el púlpito
ocupara el lugar principal, delante del altar como en Lauenburg (1615) o casi encima del altar como en
la iglesia del palacio de Smalkalda (1590), una disposición que se hizo corriente en Hesse y Turingia a
pesar de la desaprobación de los luteranos estrictos.
El la Inglaterra isabelina y jacobita hubo controversia entre los hombres del Libro de Oración,
que, sabiendo que era imposible encontrar un buen predicador en cada parroquia, contendían por la
liturgia leída como verdadero vehículo del culto, y los puritanos, que contendían que en todos los
cultos se debían exponer las Escrituras. Así es que el atril de lectura hizo su aparición como artículo
necesario del mobiliario eclesiástico, normalmente mirando a la congregación con la espalda del lector
hacia el Este. Los cánones de 1604 lo hicieron obligatorio en todas las iglesias inglesas. Unas pocas de
ellas (Leighton Bromswold en Huntingdonshire bajo George Herbert, Little Gidding bajo Nicholas
Ferrar) tenían dos púlpitos de igual altura, uno para el lector y el otro para el predicador, para mostrar
que la oración y la predicación tenían el mismo honor.

EL TRAJE PASTORAL

El pastor luterano llevaba la larga túnica negra por la calle. Se representa a Calvino en algunos
grabados en madera contemporáneos con jubón y pantalón, y la mayor parte de los pastores
Reformados evitaban cualquier atuendo que los distinguiera de los laicos. La golilla luterana alrededor
del cuello empezó como una innovación secular que algunos clérigos desaprobaban, pero pronto se
hizo litúrgica y cada vez más grande hasta que a mediados del siglo XVII ya era «una golilla de piedra
de molino». 4 Las órdenes de la visitación limitaban los adornos en el traje clerical – tenemos noticias
de las medidas que se tomaban contra los pastores alemanes que usaban tela de colores o punteras
elevadas en los zapatos, o que se cortaban la barba como los soldados.
A las congregaciones luteranas les disgustaban los clérigos que aparecían en el altar o en el
púlpito como laicos con chaqueta de colores, y las órdenes de la Iglesia pronto consideraban esto
como un abuso que había que reprimir. Zuinglio empezó predicando en toga durante el otoño de 1523,
y la tarde del 9 de octubre de 1524 Lutero predicó con toga, mientras que en el culto de la mañana
había predicado con el hábito de fraile y cogulla. Pero, aunque la toga se extendió rápidamente entre
los Reformados, en las iglesias luteranas varió la rapidez del cambio. En Augsburgo hicieron una
resolución solemne de no escuchar a un predicador que llevara capa pluvial, y Württemberg la
prohibió en 1536. Pero en las vestiduras del Norte, y especialmente el sobrepelliz, duraron mucho
más. El sobrepelliz se abolió en Nuremberg sólo en 1810.
2
Algunas de las iglesias más dilapidadas de la Inglaterra isabelina fueron las que habían sido antes casas
monásticas y por tanto el deber de reparar el cancel era ahora cosa de la Reina. Los funcionarios de la Reina no
se preocupaban nada por pagar reparaciones de canceles. Otros problemas de la transición surgían de las viejas
costumbres de los pueblos. En Fuyston, el monasterio de San Roberto de Knaresborough siempre había suplido
un bocací para cubrir el altar. Los parroquianos naturalmente esperaban que la Reina supliera el bocací, y la
mesa se quedó sin cubrir.
3
El templo de Charenton fue destruido por Luis XIV en 1685.
4
La gorguera ha sobrevivido en algunas iglesias luteranas hasta el día de hoy, especialmente en el Norte de
Alemania. El cuello clerical moderno debe sus remotos orígenes a un intento de los austeros de la
Contrarreforma posterior de impedir que los sacerdotes usaran grandes gorgueras como los laicos y reducirlos a
sencillos cuellos.

198
En Inglaterra, las vestiduras llegaron a ser uno de los temas de discusión entre puritanos y
episcopales – el sobrepelliz en la iglesia, y si los pastores se diferenciaban de los laicos en el vestir en
la calle. El teólogo puritano doctor Reynolds causó un revuelo apareciendo con una toga de pavo en la
conferencia de la corte de Hampton de 1604. Los canónigos ingleses de 1604 insistieron en que los
pastores ingleses, como los luteranos, usaran su toga negra académica por la calle, y el sobrepelliz en
la iglesia. Bajo Cromwell, el vicecanciller puritano de la universidad de Oxford se dice que
escandalizó apareciendo con un sombrero de tres picos y botas españolas de piel.

EL INTERIOR DE LA IGLESIA

Un pastor protestante que se pusiera en su púlpito inglés alrededor del año 1600 encontraría muchas
cosas similares a las de la vieja iglesia – la pila bautismal de piedra al lado de la puerta, la fuente en su
viejo lugar, la nave abierta con taburetes y unos pocos bancos, los hombres todavía sentados a un lado
y las mujeres al otro, el banco del magnate (algo más grande ahora; había tal vez uno o dos bancos
privados), el suelo cubierto de cañas y de paja, porque esta sacristía aldeana no se había podido
permitir todavía lo que se había hecho en otras iglesias aldeanas, cubrir el suelo de la iglesia con losas.
(Todavía en el siglo XVIII había algunas iglesias rurales con suelo de tierra). Un rincón de la iglesia
podía ser un montón de tierra, pero él estaba acostumbrado a que se enterraran personas en el edificio.
Algunos de los más viejos todavía se inclinaban hacia el altar al entrar, aunque las mujeres campesinas
lo tomaban como una reverencia al pastor. La iglesia, en comparación con la misma iglesia setenta
años antes, le haría una impresión de frialdad, de ausencia de amontonamiento, de vaciedad y
desnudez. Aunque la pantalla de roble todavía separaba el cancel de la iglesia, el crucifijo de arriba
había desaparecido, las imágenes a la derecha y a la izquierda lo mismo, las pinturas que estaban
colgadas en los muros se habían quitado, y los frescos que, en su primer resplandor, le habían dado al
cuerpo de la iglesia un sentido sonrosado y cálido, pero que ruinosos distraían la mente y hacían que la
iglesia pareciera charra, estaban ocultos bajo un encalado blanco. El órgano, si es que lo tenía la vieja
iglesia, no se veía por ninguna parte. Probablemente habría visto el escudo real, aunque su despliegue
no era legalmente obligatorio, y los Diez Mandamientos grabados en el muro. La impresión aplastante
debe de haber sido como un cambio de las tinieblas a la luz, de lo acogedor a lo austero, de lo
abarrotado a lo desierto. Y cómo respondiera el alma, dependería de su gusto y temperamento tanto
como de su costumbre.
Mucho dependía del pueblo y de sus clérigos y su tradición; pero el comportamiento de los
fieles sería probablemente algo más solemne que antes, un poco más reverente, un poco menos
cohibidamente natural. Estaban todavía el secretario y el encargdo de sacar a los perros callejeros de la
iglesia, y probablemente había cuchicheos y entradas y salidas; pero se zanjarían menos negocios, se
harían menos cambalaches, la nave tendría un poco menos aspecto de lugar e reunión abierto y secular
para chismes y citas, el centro de la vida secular del pueblo. No se debe exagerar el cambio, pero algún
cambio hacia la solemnidad ya se habría hecho evidente. En parte el cambio era debido a hábitos
morales diversos, nuevas concepciones de los modales y la decencia, y en parte a las nuevas liturgias,
que procuraban hacer que los fieles fueran una congregación activa. La congregación aldeana
medieval debe de haber sido mayormente pasiva en el culto. Cuando sonaban las campanas en los
momentos solemnes, se volvían hacia el altar, o se arrodillaban, u ofrecían sus breves oraciones
exclamativas. Pero en su mayor parte los cultos se hacían más bien para ellos que por ellos, el culto
del sacerdote o de los sacerdotes en el altar que los fieles presenciaban y oían. Y siendo
comparativamente pasivos, excepto en los momentos cumbre del culto, muchos de ellos seguían
mientras tanto con lo que les interesaba a ellos y a sus vecinos. Aunque se sabía que los terratenientes
protestantes seguían haciendo transacciones comerciales desde los bancos, las nuevas liturgias
empezaban a hacer demandas hasta de ellos.
En la Edad Media la iglesia era el único edificio público que tenían muchas comunidades. Sin
una sala de reuniones, los del pueblo o la aldea tenían el hábito de usar la iglesia para negocios, como
juzgado de paz, mercado, escuela, paseo, fiestas. A juzgar por niveles posteriores, se observarían
muchas irreverencias en las iglesias, desde la compraventa de caballos hasta los chismes de las
mujeres sobre la cesta de la compra. En la Europa meridional la tradición no ha muerto del todo; hasta

199
en una iglesia protestante como la catedral de San Pablo de Londres, rodeada de gentío, persistió hasta
el siglo XIX. Cualesquiera sean los fallos de esta conducta, la gente tenía la impresión de que la iglesia
era algo suyo, le habían llevado literalmente sus quehaceres cotidianos, la habían considerado el sitio
natural para reunirse con sus amigos lo mismo que el lugar sobrenatural para reunirse con Dios.
El cambio de hábitos en el siglo XVI es difícil de trazar. Sabemos de cruceros de iglesias
protestantes que se usaban todavía para almacenar municiones, de campesinos alemanes que usaban la
iglesia como bodega fresca para su cerveza, de un cancel protestante usado como biblioteca
parroquial, de párrocos que almacenaban sus diezmos de lana en el campanario, de representaciones
teatrales (durante un tiempo) en iglesias alemanas, de una iglesia rural en desuso llena de heno;
reuniones de vecinos, encuestas judiciales, los encargados de los pobres, a veces un tribunal
eclesiástico la usaría, y la escuela hasta conseguir tener un aula. La primera legislatura electa que se
reunió en América, la de Virginia en 1619, se reunió en el coro de la iglesia de Jamestown. Algo del
antiguo ambiente se mantenía porque los pastores eran en cierto sentido funcionarios del gobierno
local. Ellos administraban la ley isabelina de los pobres junto con sus ayudantes, eran responsables de
recoger las contribuciones y guardar los registros en Suecia, estaban en todas partes a cargo de la
educación existente, estaban a merced de que el gobierno les pidiera predicar contra los sombreros
femeninos de ala ancha o modas modernas insolentes, o que se les requiriera organizar una búsqueda
de los que no asistían a los cultos. Como con las Noventa y cinco Tesis, la puerta o porche de la iglesia
seguía siendo el lugar para fijar las noticias públicas. Como los pastores eran funcionarios públicos, a
veces incluían noticias públicas con las amonestaciones, tales como citas a los acreedores de alguien
que estaba en quiebra. La orden de la iglesia sajona de 1580 y los cánones ingleses de 1604 prohibían
tales noticias seculares, pero la conveniencia siguió triunfando sobre la reverencia. El arzobispo Laud
intentó con su acostumbrada energía hacer efectivo el canon, y citó al obispo Goodman de Gloucester
al Alto Consejo porque permitía a los jueces celebrar sesiones trimestrales en una iglesia. En 1571 el
arzobispo Grindal de York tuvo que mandar que no se tuvieran cenas en la iglesia ni bailes en el patio,
y que los vendedores ambulantes no expusieran sus mercancías en el porche de la iglesia a la hora del
culto. Ya en 1599 un viajante inglés inteligente y simpatizante en el continente europeo, Edwin
Sandys, se sorprendió de las conversaciones y risas y falta de atención durante las misas católicas.
No nos desviaríamos mucho si creyéramos que la iglesia se iba volviendo, con el
conocimiento de la comunidad, menos como una plaza de mercado o ayuntamiento y más como una
escuela; un edificio necesario para la comunidad en el que los hombres y las mujeres realizaban una
función particular y recibían un don particular, y donde se seguían reuniendo para charlar
amigablemente; pero un edificio concebido para ser considerado aparte, como si el antiguo santuario
estuviera extendiendo su dominio y territorio nave abajo hasta la puerta del Oeste.
El final lógico de este giro de opinión contra el uso de la iglesia para cosas seculares fue cerrar
el edificio salvo a las horas de culto. Las iglesias rurales se solían cerrar con llave antes; no era nada
nuevo cerrar las iglesias. Hacia 1600 se fue extendiendo el sentimiento de que el edificio se debía
apartar para el culto, y esto solo se podía conseguir cerrándolo a todas las otras horas. La iglesia
Sebaldus de Nuremberg se cerró, aunque no definitivamente, en 1603. En 1616 el pastor principal de
Zurich, Breitinger, aconsejó al ayuntamiento que cerrara la catedral sobre la base de que los
comerciantes seguían usándola para transacciones comerciales y los niños estaban jugando y
ensuciando los bancos. No conozco ningún detalle del sentimiento de que las iglesias protestantes
debieran estar abiertas para que se pudieran usar para la oración privada individual. Antaño se había
animado a los fieles a entrar a estudiar las grandes biblias expuestas en los facistoles; pero ahora había
biblias de bolsillo. El lugar apropiado para la oración privada se creía que era el hogar y la familia.
La disciplina protestante demandaba un alto nivel de atención y reverencia en los cultos. En
las iglesias reformadas los ancianos, en las iglesias inglesas los ayudantes, tenían el deber de corregir
el mal comportamiento, andar, hablar, salir al porche en medio del culto, el llegar tarde. Desde finales
del siglo XVI, se proveyeron pertigueros, así llamados porque estaban armados con pértigas o varas
largas, que iban entre los fieles impidiendo cualquier forma de comportamiento irreverente. Pero en
tanto se introducía un elemento de obligatoriedad entre los motivos para la asistencia a la iglesia, el
comportamiento de los meros conformistas no era probable que fuera devoto. Los pertigueros podían
evitar el ruido, pero no podían infundir una atmósfera de oración.
La alternativa al cuchicheo y mal comportamiento, ya no consentida, era el sueño. Los
pertigueros tenían instrucciones de despertar a los durmientes, pero seguía habiendo quienes se

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quedaban dormidos. Es evidente que se iba generalizando cuando Gerhard, en un panegírico funebre a
Major, se sintió en el derecho de decir que nadie había visto nunca al gran hombre dormido en la
iglesia. Andrewes fue consultado por un alma escrupulosa a quien se había dicho en un sermón que el
sueño era una señal de reprobación, y que a pesar de todos sus esfuerzos se seguía durmiendo; y la
tranquilizó diciéndole que eso era una falta del cuerpo, no de la mente, y que comiera menos los
domingos antes del culto. En un culto en Boston de Lincolnshire un observador pretendió haber visto a
la mitad de la congregación dormida. En Ginebra en tiempo de Calvino Jacques Pichard se quedó
dormido al principio del sermón, se despertó incómodo con un dolor de pierna, y molestó al
predicador y a la congregación arrastrando los pies y llamando mono a su vecino.
Sabemos de estas excepciones porque entonces tenían más importancia. Había que mantener
la debida solemnidad del culto. Una consecuencia fue la exclusión de los niños muy pequeños, y por
tanto de sus madres. Los cánones irlandeses de 1634 mandaban a los capilleros advertir a la gente que
no trajera niños que no se pudieran estar quietos en sus asientos, y en 1616 el Consejo de la Iglesia de
Perth mandó al pertiguero a sacar a los «niños llorones».
Mientras se pudieran imponer castigos por no asistir a la iglesia, no se podía esperar un
respeto ideal. Cuando Paul Gerhard, autor de grandes himnos, llegó a Wittenberg en 1628, descubrió
que si hacía sus oraciones en la capilla del castillo donde Lutero clavó sus Tesis le molestaban los
estudiantesdiciendo malas palabras, bebiendo y alborotando. La liturgia inglesa mandaba arrodillarse,
no solo para recibir la comunión; pero en grandes congregaciones parece que pocos se arrodillaban, y
la razón era no tanto el sentimiento puritano como la vieja costumbre, un suelo de paja y la falta de
cojines. El rey Enrique III de Francia, pobre derrochón, se pasaba la misa jugueteando con su perrillo.
Por otra parte, especialmente de los países calvinistas, hay descripciones creíbles de la constante
atención y el comportamiento solemne que caracterizaban los cultos públicos.
Una costumbre del pasado parecería una irreverencia a la posteridad pero no a la mayoría de
los contemporáneos: el que los hombres permanecían con sus sombreros puestos en la iglesia. Se
descubrían para la oración y desde luego para la comunión; pero hay muchos cuadros de
congregaciones escuchando el sermón con el sombrero puesto. Llegó a ser una de las diferencias entre
los laudianos y los puritanos, porque los primeros trataban de suprimir los sombreros. En algunas
partes de Suiza se siguieron usando los sombreros hasta el siglo XIX.

SUPERVIVENCIAS

En las tierras protestantes los campesinos siguieron con sus antiguas costumbres. Se seguían
santiguando al entrar en la iglesia, o se inclinaban ante la mesa santa, a menos que se les instruyera
enfáticamente en contra; y hasta en los países Reformados no siempre recibieron esa instrucción, o le
prestaron atención cuando la recibieron. Su párroco puede que fuera indiferente en esas cuestiones, o
despreciable para su grey. Ritos inmemoriales, bautizados o creados por la Iglesia medieval,
originados en las nieblas de la imaginación de la gente sencilla, a veces heredados de una era
precristiana, no fueron erradicados por la Reforma. La gran campana de Shrove Tuesday, llamada la
Pancake Bell (la Campana de la Hojuela), que una vez que había llamado a la gente a la confesión
seguía tañendo en los campanarios rústicos, por razón que se había olvidado, hasta que se creía que era
la señal para que las amas de casa empezaran la fritanga. Los campesinos seguían celebrando el
Domingo de Pasión con guisantes y habichuelas, o la Pascua de Resurrección con huevos, los chicos
seguían recogiendo hojas de palmera para el Domingo de Ramos aunque la procesión ya no tenía lugar
o estaba prohibida. Las visitaciones descubrían a viejos rezando el rosario justo a las tumbas de sus
muertos, o haciendo reverencias a las cruces, o dando una vuelta para pasar una cruz por su derecha, o
escandalizando a sus vecinos santiguándose (pero en algunas iglesias luteranas todavía se animaba a la
gente a hacer la señal de la cruz). El toque de campanas todavía se creía que evitaba el rayo, y los
pastores reconvenían contra el bautismo de campanas o la quema de incienso consagrado contra las
tormentas. Los campesinos alemanes obligaban a los pastores vacilantes a tañer las campanas contra
las tormentas, y en Kümmersbruck la gente estaba convencida de la necesidad física porque la
tormenta destruía edificios a la primera ocasión cuando dejaban de tocar las campanas. Hasta los
buenos protestantes no podían dejar de decir «¡Que Dios tenga misericordia de su alma!», y muchas
inscripciones de Ora pro nobis se dejaron intactas.

201
En los países luteranos la nueva misa, aunque más sencilla, era poco diferente de la antigua.
Melanchthon aconsejó una vez a un pastor que cambiara lo menos posible por mor de su
congregación. Aunque la misa luterana cambio en el transcurso de los años, cambió pulatinamente. En
diversas iglesias había luces, vastiduras, partes del culto en latín, altares, coros, canto litúrgico,
inclinarse y arrodillarse, crucifijo, imágenes y bordados. En Frankfurt, los misales anteriores a la
Reforma se seguían usando a finales del siglo XVI. Desde 1536, cuando el pastor reformado
Wolfgang Musculus asistió al culto en Eisenach, hasta 1653, cuando el embajador puritano inglés en
Suecia asistía a la catedral de Skara, hay informes ininterrumpidos del disgusto que producían las
liturgias luteranas a los de tradición Reformada. Todavía en 1635 se acusó de calvinista un intento de
suprimir el latín en el culto de Hamburgo.
En los países Reformados algunas personas se quejaban de que las iglesias parecían pajares,
de que no había nada en ellas ante lo que inclinarse. En Battle de Sussex la congregación se dijo en
1569 que se marchaba de la iglesia si el predicador denunciaba al papa, y los fieles seguían usando el
rosario. La pobre madre Waterhouse se quejaba en 1566 de que Satanás no la dejaba orar en inglés, y
que seguía metiéndole en la cabeza las oraciones latinas. Un ciudadano de Ginebra se quejaba de que
el canto de los salmos métricos le recordaba el viejo canto de los curas y le daba dolor de cabeza.
Había un pastor en Ginebra que había sido monje, y le criticaban por poner las manos como los frailes.
No se podía esperar que cambios tan radicales pudieran dejar de inquietar o confundir a la
generación de fieles que los experimentaban.
Por otra parte hay poca evidencia de confusión o descontento. Las protestas a favor de la
tradición fueron pocas. Casi todas procedían de los que querían llevar el cambio más lejos, y
consideraban que la supervivencia de la liturgia, las costumbres, los ornamentos viejos, recordaban
demasiado al papado y debían ser eliminados. Para entender el impacto de la Reforma en una
congregación ordinaria es necesario darse cuenta de que las supersticiones que se asociaban con la
misa les habían dado a algunas personas instruidas un sentimiento de rechazo, una repulsa tan fuerte
que era casi física. Se ha dicho que la actitud de John Knox para con la misa es explicable solamente
si, los años que asistió a ella, no encontró la más mínima cualidad sobrenatural, no observó nada en
ella que elevara el alma al cielo, la asociara solamente con el culto falso a un ídolo. Para muchas
personas educadas la liturgia simplificada, bíblica, vernácula llegaba con una sensación liberadora y
purificadora del corazón, como si las cuadras eclesiásticas se hubieran barrido a fondo con el agua
clara de la verdad divina. Como conversos, aclamaban el poder de lo nuevo como si ya no vieran nada
bueno en lo antiguo, y preferían desterrar cualquier resto de ello de la mente y de la vista.

EL DOMINGO

Íntimamente relacionado con el deseo de orden y reverencia en los cultos estaba el deseo de una
observancia más solemne del Domingo. Aunque el Domingo había sido un día de culto, también había
sido un día de juegos y juegos de Mayo, de fútbol. Fiestas y vigilias ; peleas de gallos, halconería,
caza, dados, bolos, peleas entre osos y perros, y cerveza en la iglesia – que eran la manera
contemporánea de recoger dinero para reparaciones en la iglesia, barriles de cerveza que se vendían al
público en la iglesia o en el patio dedicando las ganancias al fondo de la iglesia. Los luteranos no eran
rigurosos en cuanto al domingo. Protestaban contra el trabajo habitual o los preparativos del mercado,
pero Cassel celebraba su feria y mercado anual en Epifanía, Küstrin en Septuagésima. El landgrave
George de Darmstadt traslado todas las ferias que caían en domingo a días de entre semana, pero él era
la excepción.
Sin caer en los excesos de lo que se conocía popularmente como sabatismo (que llegó a ser un
distintivo del partido puritano en Inglaterra después de 1585), los protestantes moderados preferían no
asociar el trabajo ni muchos juegos con el domingo. El número de hijos ilegítimos concebidos por
mozas aldeanas en los juegos de Mayo era elevado. En la fiesta de los «lores del desgobierno», que
continuó hasta el final del reinado de Isabel, los exaltados de la parroquia aparecían en la iglesia con
una ropa fantástica, bufandas, cintas y lazos, con caballitos y dragones de juguete, flautas y tambores y
campanillas, marchando en procesión alrededor de la iglesia mientras el resto de la congregación se
ponía en pie en los bancos para ver y reír. Pero era fácil señalar abusos raros. Muchos clérgos ingleses,

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y no sólo el arzobispo Laud, defendían el deporte de los domingos y la cerveza de la iglesia, porque
ayudaban a los fondos de la iglesia y también porque eran diversiones inocentes.
El burgo y la diócesis medievales habían tratado de contener la mala conducta; por ejemplo, el
que se santificara el domingo. La legislación para conseguir un domingo solemne no era nada nuevo
para los protestantes; la heredaron, lo mismo que los esfuerzos cívicos para hacer que la comunidad
asistiera al culto del domingo. Pero la Reforma transformó de tal manera el domingo que para
mediados del siglo XVII el domingo había adquirido en los países reformados un tono y una atmósfera
que no tenía en los países católicos romanos. Aun en Inglaterra, donde el consistorio no adquirió
nunca autoridad legal, donde la corte siempre favoreció consistentemente los domingos en los que
después del culto se permitían las mascaradas o las representaciones teatrales o hasta las justas, y
donde el rey Jacobo I editó y reeditó El Libro de los Deportes (1618, reeditado en 1633) para evitar un
exceso de intromisiones en los juegos inocentes de los domingos, el domingo público, aun en la
Restauración, mantuvo una sobriedad que se podría haber llamado victoriana en tiempos posteriores.
Y esto se consiguió aunque los Reformadores suizos abolieron de un golpe todas las fiestas excepto
los domingos, dejando sólo los domingos y las tardes del verano para los juegos y el recreo público.
Las tiendas estaban cerradas (a excepción de las lecherías y frecuentemente las carnicerías), los
mercados y las ferias se suprimían los domingos, lo mismo que las peleas de perros contra osos o toros
encadenados, las tabernas se cerraban a la hora del culto y los juegos se suprimían. Hasta allá para
1662 un zapatero muy pobre de Londres al que le llevaron un par de zapatos ya tarde el sábado por la
noche, estuvo trabajando en ellos hasta después de la medianoche y madrugó a la mañana siguiente
para evitar que le vieran; sin embargo un vecino repelente le observó y denunció, y como castigo
estuvo preso en un campo de trabajos forzados golpeando lino. Desde la última parte de la era
isabelina en adelante a menudo se concedían licencias a los taberneros con la condición de que no
vendieran nada en el tiempo del culto divino, excepto por emergencia, so pena de perder la licencia;
algunas veces se imponía la condición de echar a la gente de la taberna cuando empezara a sonar la
última campanada para el culto de la mañana.
En comparación con esta atmósfera sobria, lo que se conoce como la controversia sabatista fue
menos signiticativa. La cuestión era si la ley mosaica sobre el sábado se aplicaba de alguna manera al
domingo cristiano. Los que contendían que era así, se negaban a consentir juegos de ninguna clase en
domingo, mientras que sus oponentes permitían juegos excepto a la hora del culto, siempre que fueran
inocentes, sobre la base de que el ejercicio físico era bueno para la gente. En Inglaterra la controversia
sabatista la empezó el libro del puritano Nicholas Bound llamado La verdadera doctrina del Sábado,
publicado en 1595. Se encontró en la controversia entre los Estuardo y el Parlamento semipuritano. El
debate se hizo agrio a causa de las exageraciones absurdas del lado mosaico, como las del predicador
de Somerset que dijo que jugar a los bolos el domingo era un pecado tan grave como matar a un
hombre, y a causa de la falta de sabiduría de la corona convirtiéndolo en una prueba de obediencia.
Pero en sí mismo era menos importante que el firme crecimiento de la tranquilidad y sobriedad del
domingo. Dos decretos del Parlamento (1625 y 1627) prohibieron a los parroquianos reunirse para
deportes fuera de su parroquia, ilegalizaron las peleas de perros contra osos y toros y las
representaciones teatrales en domingo, y prohibieron a los carreteros, carreros y boyeros llevar sus
vehículos o hatos los domingos y a los carniceros matar o vender carne. Lo principal de estos decretos
se renovó en Inglaterra en un pronunciamiento de 1677.

MÚSICA

La más importante innovación litúrgica de la Reforma fueron los himnos congregacionales. Familiares
entre los monjes, y no desconocidos para el laicado de la baja Edad Media, los himnos o los salmos
métricos se convirtieron en el vehículo principal de la alabanza congregacional y la más poderosa de
las fuerzas devocionales en las iglesias protestantes.
En la Alemania luterana el himno vendría a ser uno de los grandes himnos nuevos, escrito por
Lutero o sus colegas y a menudo cantado con una tonada popular antigua y familiar. Pero en
Inglaterra, como en todos los países Reformados, los himnos solo se permitían si eran bíblicos, es
decir, si eran salmos. Los Salmos traducidos tan impactantemente por Miles Coverdale no se cantaban
más que en las catedrales, o en iglesias que tuvieran coros especiales y preparados, con músicas que

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no se conocían todavía con el nombre de canto llano anglicano. En las iglesias aldeanas las palabras de
Coverdale las leían los sacerdotes y los secretarios, y no eran todavía sugestivas para los fieles
corrientes. Pero era muy diferente con los himnos del principio y del final del culto. Estos eran los
salmos métricos en la traducción de Sternhold y Hopkins.
No se debe creer que las congregaciones aceptaron sin vacilación cantar himnos y salmos
métricos. Todavía en 1640 cuatro de las once iglesias de Zurich no tenían canto congregacional, y en
la Suecia luterana fue raro hasta el siglo XVII. A los pastores de las parroquias rurales inglesas les
resultó difícil convencer a sus congregaciones para que cantaran, especialmente porque tardaban
mucho en aprenderse las palabras, y algunos no sabían leer. En los años anteriores a 1640 se formó el
hábito de que el lector recitara un versículo de los salmos, y luego toda la congregación lo cantaba. La
Asamblea de Westminster de 1643 recomendó que se siguiera esta práctica en todas las iglesias.
Aunque era probablemente lo mejor que se podía hacer, debe de haber resultado un modo extraño y
con cortes en la continuidad musical.
Hay una gran distancia, en cualquier edad, entre la música de la iglesia rural y la de la catedral
o la iglesia urbana con un coro debidamente preparado. La disolución de los monasterios dio un grave
golpe a la profesión musical del que ésta se recuperó lentamente.
Todos los reformadores y Reformados estaban de acuerdo en que la música antigua era
demasiado elaborada y había que simplificarla. La destrucción del sentido de las palabras por las
circunvoluciones de los compositores había llegado a veces a un colmo del absurdo y la extravagancia
comparable a las caricaturas modernas de la gran ópera. «La música eclesiástica moderna – había
escrito Erasmo – está compuesta de tal manera que la congregación no entiende ni una palabra.» La
vena puritana del Cristianismo, evocada o animada por la Reforma y la Contrarreforma, sospechaba de
la música como de uno de los ornamentos inútiles en una iglesia. Los músicos católicos tenían miedo
de que el Concilio de Trento proclamara un decreto terrible contra la música en las iglesias y que su
profesión se enfrentara con un desastre comparable con la calamidad que estaba ocurriendo en las
tierras protestantes. La necesidad de reajustar mentes y composiciones a una revolución en el gusto y
la liturgia, aunque menos evidente entre los católicos, era no menos una necesidad imperiosa. La
Iglesia clamaba por la sencillez; y el problema tanto para los católicos como para los protestantes era
cómo ser sencillo sin ser obtuso y aburrido. En Palestrina, o en Orlando Gibbons entre los
protestantes, se podía ver que el arte supremo estaba en la sencillez, y de tal sencillez surgía algo de la
música eclesiástica más preciosa.
Melanchthon creía que la música sacra era uno de los vehículos más hermosos del culto
cristiano. Lutero decía que no firmaría la paz con ninguno que condenara la música, porque es un don,
no del hombre, sino de Dios. «Si yo voy de camino en tu compañía – escribió George Herbert en un
apóstrofe a la música eclesiástica – tú conoces el camino que lleva a las puertas del Cielo.» Herbert,
cuyo entretenimiento principal era la música, se dice que cabalgaba desde su parroquia rural dos veces
por semana para escuchar la música de la catedral de Salisbury, aunque la evidencia no confirma un
gran nivel en el coro de Salisbury en sus días. En Inglaterra la música catedralicia trabajó muchos años
bajo sospechas. Hasta el doctor John Hacket, intercediendo por la supervivencia de las catedrales ante
el Parlamento Largo, 5 no presentó ninguna defensa de la música, y admitió que lo que se pretendía
como devoción se desavanecía en vibraciones y aires.
Los músicos de las catedrales se enfrentaban con la demanda de nueva música para acompañar
las letras vernáculas, y los nombres de Marbeck y Tallis (para mencionar solo ingleses) muestran
cómo se respondió al desafío. La tradición musical del viejo mundo se resistía a morir, y compositores
como Byrd preferían la vieja religión y su música, y escribieron de la nueva forma sólo por necesidad.
El manuscrito Wanley de la Biblioteca Bodleiana, fechado en los comienzos del reinado de Eduardo
VI, contiene arreglos para los cultos de la mañana y de la tarde, cierto número de antífonas y diez
arreglos diferentes para el culto de comunión. En Inglaterra, el más conservador de los países
protestantes, después de la Alemania del Norte y Escandinavia, se mantuvo la antigua tradición de
hacer música para la gloria de Dios, al principio de forma soterrada, pero luego de forma oficial bajo
el reinado de Isabel. Antes de finales del siglo, la música llegó a ser aceptada por muchos eclesiásticos
como verdadera y bella forma de ayuda para la adoración en la iglesia. El mayor logro musical del
5
Parlamento inglés convocado por Carlos I (octubre 1640-1648). Su oposición al rey provocó la primera
revolución inglesa (N. del tr.).

204
culto Reformado inglés, el canto llano anglicano, no se generaliza hasta comienzos del siglo XVII,
casi siempre a una voz. El canto a dos voces se generalizó sólo después de 1700. Hasta el momento
de la llegada de la República (Commonwealth), se acostumbraba entonar en las catedrales no sólo los
versículos y responsos, sino las lecciones, a fin de que la congregación las pudiera oír. Otra gloria de
la nueva música inglesa durante el reinado de Isabel fue la antífona, producto histórico del antiguo
motete.
El Concilio de Trento estableció normas para el control de la música en las iglesias, a fin de
estimular la simplicidad y el uso del canto llano. Sin embargo, la búsqueda de la simplicidad no evitó
la creación de un nuevo tipo de ejecución musical, el oratorio, bajo el impulso de San Felipe Neri,
quien utilizó representaciones dramáticas y musicales, junto con los sermones, como medios para
atraer a las multitudes. El primer oratorio propiamente hablando se remonta a los primeros años del
siglo XVII. Y el nuevo espíritu del siglo XVII fue más sofisticado y pródigo. El espíritu barroco
reaccionó en contra de la simplicidad de la anterior Contra-Reforma. Ahora había que representar a la
Iglesia triunfante y magnífica, cuyo culto habría de ser celebrado por sacerdotes en vestiduras
ornamentadas, bajo las cúpulas de la nueva arquitectura, con paredes cubiertas ricamente con pinturas,
los monumentos adornados con estatuas, los órganos resonando con armonías solemnes. Las
procesiones se hicieron más formales, marchando al sonido de las trompetas de bandas militares y
enarbolando estandartes y antorchas, con carrozas y estatuas sobre ruedas. Se sentía un ambiente de
sobreabundancia, de decorados excesos que abrumaban los sentidos. Tenemos noticia de que en 1639
había una catedral italiana que tenía diez órganos, además de varios laúdes y violines, de forma tal que
los cultos mayores tienen que haber dado la impresión de un entremezclarse de conciertos y coros
masivos. Los recitales de órgano se hicieron comunes en Italia. Se sabe de un público de 30.000
personas que escuchó un recital de Frescobaldi (1608) en la catedral de San Pedro en Roma. Muchos
de los conciertos italianos para violín fueron escritos para representaciones en iglesias, especialmente
para la elevación de la hostia. Se ha dicho que la más fantástica de las misas barrocas fue la escrita
por Orazio Benevoli en la ocasión de la consagración de la catedral de Salzburgo, en 1628. La
tranquilidad de la música antigua estaba desapareciendo y había una búsqueda de la pasión, la
emoción, lo conmovedor, la poesía y lo excitante. La música medieval fue la música del claustro. La
música barroca fue la música que se abrió al mundo exterior.
Las iglesias Reformadas no permitieron el uso del órgano. La razón para esta objeción no es
fácil de entender en un primer momento. El órgano llenaba la iglesia con sonidos ornamentales y no
bíblicos, coadyuvaba el dominio del coro y la pasividad de la congregación, aspectos que los
Reformadores estaban tratando de remediar, representaba para ellos un instrumento producto de la
elaboración y complejidad que su orientación simplificadora buscaba minimizar. Aun cuando Lutero
no tenía mucho aprecio por el órgano, este instrumento sobrevivió en muchas iglesias luteranas y, por
tanto, al hacer posible la combinación de congregación, coro y órgano, fundó una de las más
importantes glorias de la música sacra protestante, la coral.
Sin embargo, en los países calvinistas, a excepción de Holanda donde sobrevivieron
excelentes órganos, prefirieron no usar el órgano. Allí fueron removidos o vendidos gran cantidad de
órganos y muchos músicos quedaron desempleados. Hay una anécdota sobre el organista de la iglesia
del pueblo en Zurich, quien lloraba amargamente al contemplar como las hachas destruían su gran
órgano. Con todo, la destrucción de órganos ha sido presentada en términos exagerados, ya que sólo
unos pocos fueron destruidos por la violencia de las turbas. Muchos fueron vendidos a tabernas o a
personas adineradas, o fueron desarmados y sus partes fueron vendidas, o quedaron a la intemperie
hasta que se pudrieron. En la catedral de Worcester los tubos fueron transformados en vajilla para los
prebendados y la cubierta fue utilizada como armadura de cama. Un ejemplo poco usual, ya que
podemos encontrar detalles sobre él en los archivos de la ciudad, fue el caso del hermoso órgano de la
iglesia de Rive en la Ginebra de la época de Calvino. En 1544 se decidió que era un obstáculo y
alguien propuso que fuera trasladado al espacio mayor de la iglesia de San Pedro. Calvino señaló que
tal mudanza podría causar un escándalo y el consistorio resolvió ponerlo a la venta. Los encargados
de la venta descubrieron que faltaba el registro de trompeta y que uno de los fuelles estaba roto y por
tanto pagaron la reparación, en preparación para la venta. No obstante, no apareció ningún comprador
y, ya que debía ser removido de Rive, se acordó, a pesar de Calvino, que fuera ubicado en San Pedro,
donde aparentemente se quedó, deteriorándose durante 15 años. En 1562 el consistorio finalmente

205
resolvió fundir el metal de los tubos y permitir que el hospital usara lo que necesitara para sus
utensilios.
En Inglaterra los seguidores de Laud restauraron los órganos a varias catedrales e iglesias
parroquiales. Jaime I y IV instaló un órgano en la capilla de Holyrood, pero el artesano encargado
reclamó que había sido mejor tratado cuando era prisionero de los turcos. Todos los órganos ingleses
fueron vendidos o demolidos de nuevo en 1644. En los pueblos Reformados no había órganos.
Tampoco había todavía un violinista o un flautista en la galería. Sólo se encontraba el simple canto de
la congregación, al unísono, girando en torno a un número limitado de melodías, a menudo dirigidas
por el secretario de la parroquia; despreciado por Shadwell como ‘una congregación de campesinos
alabando a Dios con tristes, desafinadas y roncas voces’, canto aceptable, sin embargo, en las alturas
como si fuera un oratorio grandioso.

VITRALES

De la misma manera como los severos protestantes ponían objeciones a los instrumentos musicales en
la iglesia, pero no fuera de ella, tampoco pusieron objeciones al arte, provisto que no se introdujera en
la iglesia. Aun cuando los puritanos removieron los cuadros y pinturas de las iglesias, colgaron los
más hermosos cuadros en sus casas. En Suiza, el arte de los vitrales, expulsado de las iglesias, fue
adoptado en los hogares y los artesanos suizos pronto se pusieron a la cabeza de toda Europa con su
talento artístico. En algunas grandes catedrales (King’s College Cambridge, Exeter y York son
algunas de las más famosas en Inglaterra), y en algunas iglesias rurales donde el Señor manifestaba
simpatía o nadie se molestaba en interferir, se permitió que sobreviviera el antiguo vitral. Algunos
vitrales se cayeron o se partieron, ya que el vidrio de la época del Renacimiento era más frágil y más
delgado que el vidrio decorado y el interés por el arte pictórico condujo a un peligroso intento de dejar
a las ventanas con tan poco plomo como fuera posible. Durante el periodo “laudiano” en Inglaterra,
los artistas flamencos (especialmente los hermanos Abraham y Bernard Van Linge) dejaron notables
ejemplos de su arte, lo mejor del cual se encuentra en algunos de los colegios universiarios de la
Universidad de Oxford. Pero se creyó que las iglesias habían de estar llenas de luz, las paredes habían
de ser blancas, y los vitrales fueron vistos por la mayoría de los protestantes como no adecuados y
causantes de distracción en el culto. En Inglaterra, la destrucción fue casual, excepto por los primeros
destrozos violentos de 1559 y la destrucción sistemática durante la Guerra Civil. El vidrio natural era
considerado mejor, pero el reemplazarlo resultaba costoso. Generalmente se dejaba que permaneciera
el vitral hasta que se cayera o se rompiera y, cuando había que repararlo, era reemplazado con vidrio
natural. Mucho dependía del clérigo encargado, los directivos de la iglesia, el Señor de la villa y los
medios con que contara la parroquia. Se dio un caso muy ilustrativo en 1629. La iglesia de San
Edmund en Salisbury había mantenido sus vitrales. Uno de ellos que resultó dilapidado y quebrado
seriamente, representaba a Dios el Padre como un ancianito vestido con un traje rojo y azul, con un
bolso a su lado. Otro mostraba a Dios creando al sol y la luna con un par de compases. En otros Dios
estaba creando varias plantas, animales y a los seres humanos y, en el último vitral Dios estaba
sentado, descansando en una silla con brazos. Era sabido que los miembros sencillos de la
congregación se inclinaban ante las ventanas al pasar hacia sus asientos. Henry Sheffield, (Miembro
de Parlamento para representar Salisbury), vio cuando una mujer se inclinaba y quedó asombrado y se
molestó en gran manera y presentó una queja en la siguiente reunión de la junta cural exigiendo que
los vitrales fueran reemplazados con vidrio natural. Aun cuando la proposición fue aprobada, el
obispo intervino y no se tomó ninguna acción. Molesto por la demora, Sheffield tomó posesión de la
llave quitándosela a la esposa del celador, se encerró en la iglesia, subió a una silla y reventó el vitral
con un palo, perdiendo el equilibrio por la fuerza del golpe. Ocurriendo esto durante el obispado del
Obispo Laud, se le multó con £500. Seguramente que se dieron semejantes situaciones cuando Laud
no estuvo en el poder.
Por otra parte, el arte, como la música, fue ‘secularizado’ en la Europa del Norte durante la
edad de la Reforma; esto no porque los artistas fueran menos religiosos que los de antes (todo lo
contrario ocurrió en muchos casos), sino porque las iglesias habían dejado de ser las mecenas de los
artistas, quienes ahora se dedicaban a embellecer las casas de los laicos ricos.

206
14

Conclusión

La Cristiandad se había lamentado de que los señores, seglares y eclesiásticos, prosperaran


incalculablemente a base de los bienes mal adquiridos de la Iglesia. Ahora los señores seculares
prosperaban tan poderosamente que los bienes ya no eran los de la Iglesia. Si la Iglesia había poseído
demasiada riqueza, esto por lo menos se había reformado voluntariamente.
Los críticos del tiempo del Renacimiento eran dolorosamente conscientes del conflicto entre la
Biblia y la Iglesia moderna. La mitad de la Iglesia occidental escogió la Iglesia moderna como la clave
para entender la Biblia, y la otra mitad escogió la Biblia como la norma de la Iglesia moderna. La
Cristiandad occidental quedó dividida, y sin esperanza de unidad. La división de Occidente en
protestante y católico se hizo tan permanente como dos ríos, nacidos en un mismo manantial, cada uno
profundizando su lecho propio de doctrina y devoción. La pintura religiosa de Rembrandt penetra la
interioridad de la historia bíblica en términos de la vida contemporánea en Holanda, es la pintura para
la familia y el hogar corriente, respira el espíritu de la Reforma del Norte. La pintura religiosa de El
Greco respira el espíritu de la Reforma española, retratando a hombres que no son de este mundo,
encaramándose hasta la santidad del Cielo, apartada en el espíritu, aún la pintura del claustro, pero de
un claustro que ha abierto sus puertas al mundo. Diferentes corrientes de devoción, en su fluir, pueden
separar a los hombres religiosos de una manera sutil pero no menos trascendental que las duras
negativas dogmáticas del anatema.
La Cristiandad se había afligido de que tantos clérigos vivieran ilegítimamente con mujeres.
La mitad de la Iglesia occidental admitió la legalidad de las esposas, la otra mitad siguió luchando, no
sin éxito, para tener un clero célibe.
La Cristiandad se había afligido por la ignorancia del clero y la consiguiente ignorancia del
pueblo. Aunque no se puede remediar la ignorancia cambiando el ropaje de los clérigos o las posturas
de los fieles, la vehemencia pastoral de la época se dirigió a la instrucción, y con la ayuda del impresor
fue elevando paulatinamente los niveles del sacerdote, del pastor y del pueblo.
La Cristiandad había descubierto que un estado moderno ineficaz era incompatible con las
inmunidades de la Iglesia y del derecho canónico. En todas partes se abolieron o restringieron esas
inmunidades.
La Cristiandad se había dado cuenta trágicamente de la sima que había entre la ética cristiana
y la conducta de la gente. La Reforma fue incapaz de curar la lujuria, el orgullo, la codicia, la
opresión. La nueva seguridad de la vida en el estado, y el sistema mejorado de justicia secular, eran
tan eficaces como los sermones para civilizar a la gente. Pero los niveles generales de hábitos morales,
el tono de las maneras y costumbres, se había elevado.
Las oraciones en familia eran mucho más corrientes, el conocimiento de la Biblia se había
extendido y a menudo profundizado, el comportamiento en la iglesia era más reverente exteriormente;
los salmos habían llegado a ser cánticos del pueblo, la literatura y la poesía devocional habían
florecido. Una cumbre la de escritura devocional de la Reforma fue El Peregrino – que canta las
alabanzas de la gracia soberana, traza el crecimiento del carácter cristiano, dirigido no a los
profesionales sino a los corazones sencillos que servían en los campos o en las cocinas.
La Cristiandad se había dolido del abandono de la iglesia local a beneficio de todo lo demás de
la Iglesia, desde las órdenes religiosas hasta la burocracia. La Reforma dirigió las energías, y algunas
dotaciones, al sostenimiento del pastor y de su familia.
El Cristianismo medieval había sido rico y variado, pero había parecido una iglesia en la que
el mobiliario estuviera desordenado, el altar desplazado y los rincones polvorientos. La edad de la
Reforma, entre lamentables destrucciones, barrió las suciedades, se propuso la claridad de visión, y
dirigió la atención del fiel a lo que importaba de veras. Después de Lutero no fue posible ni para los
protestantes ni para los católicos imitar algunas de las viejas maneras de pasar por alto la gracia y la

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soberanía de Dios. En tanto en cuanto la Protesta consistió en el grito de Lutero de que la salvación no
venía del ritual – ni de actos externos, ni de indulgencias, peregrinaciones o Madonnas conmovedoras
– la Protesta fue un éxito. Las Noventa y Cinco Tesis clavadas una vez a la puerta de Wittenberg no
pretendían ninguna revolución, pero se logró la esencia de lo que demandaban, y no sólo en el
Protestantismo.
Para 1650 el centro del interés teológico se había desplazado de la justificación por la fe. Para
Lutero y su generación esta había sido la única cosa necesaria. Era una necesidad acuciante el
profetizar contra la religión de las obras, la salvación por el ritual y los actos externos; tenían que
clamar por la religión del corazón y la voluntad. En 1650 todavía se necesitaba clamar por la religión
del corazón y la voluntad, pero no más vehementemente que en cualquier otra época de la Historia de
la Iglesia. La necesidad principal parecía ser ahora la moralidad, y el principal problema de la teología
el curso y crecimiento de la vida buena. La controversia teológica que dominaba la Iglesia francesa del
siglo XVII iba dirigida a la supuestamente laxa enseñanza moral de los jesuitas. Los puritanos hicieron
un estudio de la «casuística», los casos de conciencia; y los teólogos episcopales como Jeremy Taylor
lo llevaron aún más lejos. La seriedad engendrada por la época de la Reforma puso la moralidad en el
centro, no como un sustituto, sino como una consecuencia de la fe. Y así la justificación por la sola fe,
aunque todavía cardinal en el Protestantismo, fue retrocediendo un poco al trasfondo del interés. Se
aceptaba, o no. Había otras cosas que discutir ahora.
En verdad, el mundo estaba un poco cansado de los planteamientos teológicos que
acompañaban a las guerras en la Cristiandad. Basta ya de fanfarria; recuperemos la caridad y la
generosidad, reduzcamos al mínimo los esenciales y tratemos de encontrar el terreno común con
nuestros oponentes. En el Tratado de Westfalia de 1648 la Cristiandad dejó escapar un profundo
suspiro de alivio, y se volvió a buscar la paz tanto intelectual como política.
En la Inglaterra de 1660, la palabra Reforma había adquirido un mal olor. Durante dos siglos o
más había sido una palabra gloriosa y expectante, una palabra de esperanza e idealismo. La palabra
atesoraba los esfuerzos elevados de la santidad medieval, oteando hacia atrás hacia una edad dorada y
sencilla. Ahora la palabra había acabado por perder su halo de idealismo. Se asociaba con el
fanatismo, la destrucción y el descontento. Había llegado a ser una palabra inquietante, que animaba a
los eternos descontentos a no dejar la bondad en paz, y estimulaba la crítica fanática. Se empieza a oír
de un mundo preocupado por la reforma, reformado y arruinado, reformado hasta la base.
La obra principal, suponían muchos, ya se había hecho. Ya era hora de recordar lo imperfectas
que seben ser todas las instituciones humanas, de tener cuidado con satanizar el sobrio cuidado
pastoral de las iglesias con gritos insaciables de cambio o con voltear los ojos para ver formalismo o
idolatría donde una persona razonable sólo ve costumbres inocentes o edificantes:

Como si se pretendiera que la religión


No existiera nada más que para andar arreglándola 1

La Cristiandad estaba entrando en una nueva época, con intereses y aspiraciones distintos de
los del siglo XVI. El mundo, se creía, ya había cambiado bastante. Había llegado la hora de conservar,
descansar, rescatar, ver lo que podrían lograr la sobriedad y la razón.
Resultó, sin embargo, que la razón sería a su manera tan revolucionaria como el clamor por la
reforma.

1
Hudibras, 1663.

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