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CONVERSACIÓN EN LA MOTAÑA

Paul Celan

Un atardecer en que el sol, y no sólo él, se había puesto en el crepúsculo, allá iba, dejó
atrás su casita y allá iba el judío, el judío e hijo de judío, y con él iba su nombre, el
nombre impronunciable, iba y venía, venía a los tumbos, haciéndose oír, venía a tientas
con su bastón, venía tropezando sobre la piedra, me oyes, claro que me oyes, soy yo, yo,
yo y el que oyes, el que crees oír, yo y el otro, -así iba, se lo oía venir, iba un atardecer
en que algo se había puesto en el crepúsculo, iba entre la niebla, iba en la sombra, en la
propia y en la ajena –pues el judío, tú lo sabes, qué posee el judío que realmente le
pertenezca, que no sea fiado, prestado y no devuelto-, así iba y venía, venía andando por
el sendero lindo, sin igual, iba, como Lenz, por la montaña, él, a quien lo habían dejado
vivir allá abajo, donde le corresponde, en los bajos fondos, él, el judío, venía y venía.
Venía, sí, por el sendero lindo.
¿Y quién piensas que venía a su encuentro? A su encuentro venía su compadre, su
compadre y su paisano, un cuarto de vida de judío mayor, grandioso venía, también él
venía en la sombra, en la fiada –pues yo pregunto y pregunto, ¿quién, si Dios lo ha
hecho judío, viene con algo propio?-, venía, venía grandioso, venía al encuentro del
otro, Grande venía al encuentro de Chico, y Chico, el judío, llamó a callar a su bastón
ante el bastón del judío Grande.
Entonces calló también la piedra, y se hizo silencio en la montaña en la que éste y aquél
iban andando.
Se hizo, pues, silencio, silencio en lo alto de la montaña. Pero no duró mucho aquel
silencio, porque cuando un judío viene y se encuentra con otro judío, enseguida el
silencio se acaba, hasta en la montaña. Pues el judío y la naturaleza, que son dos cosas
distintas, siguen siendo lo que son, aun hoy, aun aquí.
Ahí están, pues, los paisanos, a la izquierda florece el martagón, florece silvestre,
florece como en ningún otro lado, y a la derecha se halla la valeriana, y dianthus
superbus, el clavel reventón, se halla no lejos de ahí. Pero ellos, los paisanos, Dios
bendito, no tienen ojos. Mejor dicho: sí tienen, también ellos tienen ojos, pero delante
cae un velo, no delante, no detrás, un velo que se mueve; apenas entra una imagen,
queda atrapada en la tela, y en el acto se teje un hilo, se teje alrededor de la imagen, una
hebra del velo; se teje alrededor de la imagen y engendra con ella un niño, mitad imagen
y mitad velo.
¡Pobre martagón, pobre valeriana! Ahí están los paisanos, en un sendero de la montaña,
calla el bastón, calla la piedra, y el callar no es callar, no se ha acallado ninguna palabra,
ninguna frase, sólo se ha producido una pausa, un hueco en las palabras, un lugar vacío,
ves alrededor de todas las sílabas; lengua son y boca, estos dos, como antes, y en sus
ojos cae el velo, y ustedes, pobres de ustedes, no se hallan ahí, no florecen, ustedes no
están a la vista, y julio no es julio.
¡Charlatanes! Incluso ahora, que la lengua choca torpemente contra los dientes y que los
labios no se mueven, tienen algo que decirse! Bueno, déjalos hablar…
“Has venido desde lejos, has venido hasta acá…”
“He venido. He venido como tú.”
“Lo sé.”
“Lo sabes. Lo sabes y lo ves: se ha plegado la tierra aquí arriba, se ha plegado
una vez y dos veces y tres veces, y se ha partido al medio, y en el medio hay agua, y el
agua es verde, y el verde es blanco, y el blanco viene de todavía más arriba, viene de los
glaciares, podría decirse, aunque no se debe, éste es el lenguaje que vale aquí, el verde
con el blanco dentro, un lenguaje ni para ti ni para mí –pues yo pregunto y pregunto
para quién está pensada la tierra, no para ti, digo, no está pensada para ti y tampoco para
mí-, un lenguaje, en fin, sin Yo y sin Tú, mero Él, mero Eso, ¿entiendes?, mero Ellos y
nada más.”
“Entiendo, entiendo. He venido, sí, de lejos, he venido como tú.”
“Lo sé.”
“Lo sabes y quieres preguntarme: ¿Has venido a pesar de todo, a pesar de todo
has venido hasta acá –por qué y para qué?”
“Por qué y para qué… Porque tenía que charlar tal vez, contigo o conmigo,
porque tenía que charlar con la boca y con la lengua y no sólo con el bastón. ¿Pues con
quién charla el bastón? Charla con la piedra y la piedra -¿con quién charla?”
“¿Con quién va a charlar, compadre? No charla, habla y el que habla, compadre, no
charla con nadie, habla porque nadie lo escucha, nadie y Nadie, y entonces dice, él y no
su boca y no su lengua, dice y sólo él: ¿Oyes?”
“¿Oyes? –dice él-, lo sé, compadre, lo sé… ¿Oyes? –dice él-, acá estoy. Acá estoy,
estoy aquí, he venido. He venido con el bastón, yo y ningún otro, yo y no él, yo con mi
hora inmerecida, yo, a quien le ha tocado eso, yo, a quien no le ha tocado eso, yo el
memorioso, yo el desmemoriado, yo, yo, yo…”
“Dice él, dice él… ¿Oyes? –dice él… Y Oyestú, por supuesto, Oyestú no dice
nada, no responde, pues Oyestú es el de los glaciares, aquel que se ha plegado tres
veces, y no para los hombres… Aquel Verde-y-Blanco, el del martagón, el de la
valeriana… Pero yo, compadre, yo que estoy parado aquí, en este camino que no me
corresponde, hoy, ahora, cuando él se ha ocultado, él y su luz, yo aquí con la sombra, la
propia y la ajena, yo –yo puedo decirte:
-Una vez yací sobre la piedra, una vez, tú sabes, sobre la losa; y a mi lado,
también ahí, yacían ellos, los otros como yo, los distintos a mí y semejantes, los
paisanos; y ahí yacían y dormían, dormían y no dormían, y soñaban y no soñaban, y
ellos no me amaban y yo no los amaba, pues yo era uno solo, y quién va a amar a Uno,
y ellos eran muchos, aun más que los que yacían a mi alrededor, y quién podría amar a
todos, y, no te lo niego, yo no los amaba, a ellos, que no podían amarme, yo amaba la
vela que ardía ahí, a la izquierda, en el rincón, la amaba, porque se consumía al arder,
no porque ella se consumiera al arder, porque ella era realmente su vela, la vela que él,
el padre de nuestras madres, había encendido, porque aquella tarde un día comenzó, un
día determinado, un día que era el séptimo día, el séptimo, al que debía seguir el
primero, el séptimo y no el último, la amaba, compadre, no a ella, amaba su consumirse
al arder y, tú sabes, no he vuelto a amar nada más desde entonces;
nada, no; o tal vez eso que como aquella vela se consumía aquel día, el séptimo
y no el último; no el último, no, porque después de todo acá estoy, aquí, en este sendero,
que ellos dicen que es lindo, sí, estoy aquí, junto al martagón y a la valeriana, y a cien
pasos de aquí, ahí, al otro lado, adonde puedo ir, ahí el alerce estira sus brazos hacia el
cembro, lo veo, lo veo y no lo veo, y mi bastón, que ha conversado, ha conversado con
la piedra, y mi bastón, que calla ahora reposadamente, y la piedra que, dices tú, sabe
hablar, y en mis ojos cae el velo, que se mueve, caen los velos, que se mueven, levantas
uno y ya cae el próximo, y la estrella –pues, sí, aparece ahora sobre la montaña-, si
quiere entrar aquí, debe casarse y dejar de ser pronto ella misma, ser mitad velo y mitad
estrella, y yo sé, compadre, yo sé, te he encontrado acá, y hemos charlado, mucho, y
aquellos plegamientos, tú sabes, no son para los hombres, ni para nosotros, que hemos
venido hasta acá y nos hemos encontrado, acá, bajo la estrella, nosotros, los judíos, que
hemos andado, como Lenz, por la montaña, tú Grande y yo Chico, tú el charlatán y yo
el charlatán, con los bastones, con nuestros nombres impronunciables, con nuestra
sombra, la propia y la ajena, tú acá y yo acá –
-yo acá, yo; yo que puedo decirte todo, que podría decírtelo; yo que no te lo digo
y te lo he dicho; yo con el martagón a la izquierda, con la valeriana, con lo que se
consumía al arder, con la vela, con el día, con los días, yo acá y allá, yo tal vez
acompañado -¡ahora!- por el amor de los no amados, yo en el camino hacia mí mismo,
hacia arriba.”

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