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Todos llegamos a este mundo con un inmenso manantial de vida, con cualidades
potenciales que sólo en un entorno verdadero de afecto, protección y cuidado
pueden desarrollarse y madurar.
El impulso de sobrevivir es básico en todas las especies. Como sabemos, el
infante humano nace indefenso y sumamente vulnerable; para su supervivencia
depende de un adulto. Es en el contexto de esta dependencia primaria y de la
respuesta que reciba de sus padres –o cuidadores primarios–, donde un niño
podrá desarrollar su vitalidad; así como una semilla necesita hallar la luz del sol
para crecer.
Debido a la ignorancia y a la negligencia emocional con la que se crece y se
educa, la vitalidad de la gran mayoría de los seres humanos está bloqueada en
más de un aspecto sin que se lo detecte. Cuanto más bloqueados estamos, menor
es nuestra capacidad de sentir y de pensar con libertad, y menor nuestra
individualidad y riqueza; más aún, tendemos a reaccionar en forma mecánica y sin
auténtica sensibilidad.
¿En qué momento y de qué manera se nos arrebata parte de este potencial tan
sagrado con que nacemos? Todas nuestras limitaciones psicológicas son
consecuencia –y no defectos propios– de experiencias muy tempranas. El
sufrimiento anímico de los adultos es producto de heridas muy concretas que
vulneraron su dignidad e integridad en los momentos clave de su estructuración
psíquica. En nuestra cultura, aun en los ámbitos intelectuales, la inmensa mayoría
sigue banalizando el nexo existente entre las experiencias de la infancia y el
comportamiento del adulto. El pasado, con su carga emocional y sus bloqueos, no
puede eliminarse ni elaborarse mientras se niegue el sufrimiento experimentado.
No es posible ayudar a una persona a curar sus heridas si se niega a verlas; y por
más que las niegue, ese dolor quedará vivo y encerrado en el sótano más oscuro
de su alma. Son muy pocos los que se enfrentan a los hechos dolorosos
acontecidos en su vida y descubren la verdadera historia de su niñez sin
idealizarla. ¿Por qué? Porque mientras la sociedad siga ignorando las penurias de
la infancia, los adultos permanecen solos y aislados con su historia, sin saber qué
hacer; y lo que es peor aún, muchos se resignan a sufrir depresiones, tomar
medicamentos o drogas para no sentir.
¿Cómo se puede recuperar la autoestima si uno no se libera de sus bloqueos? No
hay nadie en este mundo que no desee valorarse y respetarse. Los bloqueos son
fruto de una historia que debería conocerse emocionalmente para comprender
cómo esa persona ha podido convertirse en quién es.
¿Qué es un bloqueo?
Yo como vosotros fui sorprendida
mientras robaba la vida,
expulsada de mi deseo de amor.
Yo como vosotros no fui escuchada
y vi los barrotes del silencio
crecer en torno a mí… *
Los bloqueos psicológicos trazan el recorrido de las potencialidades heridas de un
ser humano. Sus causas son estrictamente emocionales y su dinámica es la
desvalorización, el desprecio y la humillación interiorizados en las relaciones
parentales. Todos somos niños dependientes y asustados porque crecimos bajo la
tutela del miedo y la culpa, que son el fundamento de todo bloqueo. ¿Dónde se
originan ese miedo y esa culpa? Allí donde lo aprendemos todo: en el seno de
nuestra familia y en la educación con la que somos encorsetados en nuestros
primeros años. Bloqueos en el aprendizaje, en la capacidad de formar vínculos, en
el desarrollo de la afectividad y de la sexualidad, en nuestra capacidad creativa y,
sobre todo, en nuestra autonomía y libertad.
Si un adulto ve que sus sentimientos y sus necesidades más profundos son
invalidados por el medio que lo rodea, sentirá una opresión muy poderosa, será
una experiencia amenazadora para su vida; el miedo y la desconfianza anudarán
su corazón, vivirá a la defensiva o se sumirá en una gran tristeza.
Imaginemos a un bebé o a un niño pequeño en plena formación: es un ser débil y
maleable que depende enteramente –porque no tiene otra salida– de lo que los
padres sientan y hagan por él1.
Todo niño necesita la compañía de un ser humano empático y no dominante para
crecer y estabilizarse. Pero, ¿qué le sucede a un niño cuando no encuentra esa
mirada empática y comprensiva que lo sostenga y lo aliente? ¿Cómo se defiende
en un clima de soledad e indiferencia o de desaprobación y censura constante?
Escondiendo sus verdaderos sentimientos: el llanto, la rabia, la tristeza o la
indignación, que serían las reacciones naturales ante el dolor. Aprende a bloquear
su capacidad de sentir para no sufrir, porque no le queda más remedio que
adaptarse y silenciar su dolor. Aprende a desconfiar de sus percepciones y a
mentir porque necesita negar la dolorosa realidad que lo circunda para conservar
la ilusión de que es querido porque, de lo contrario, no podría sobrevivir. Aprende
a bloquear su capacidad de pensar; tan frágil es la existencia al principio de
nuestra vida. Así aprendemos a enmudecer nuestros sentimientos y a reprimir
nuestro dolor; y con él enterramos también nuestra vitalidad y nuestros recursos.
La espontaneidad vital se va cercenando por esta temprana adaptación forzada; lo
que queda luego es la fatiga que dura toda la vida por esta práctica tan
generalizada del “no darse cuenta”, del no saber o no registrar lo que
verdaderamente uno quiere, siente y necesita.
El problema es que tanto jóvenes como adultos permanecen anclados en esta
trágica situación infantil. Tomar conciencia de esta situación no mata, libera.
Nuestro cuerpo es incapaz de vivir sin sentimientos auténticos, es el guardián de
nuestra verdad, nos avisa a través de síntomas físicos y emocionales de nuestra
identidad perdida, de lo más verdadero y profundo que tuvimos que sofocar para
sobrevivir.
Toda enfermedad es una vía de acceso –si estamos dispuestos y abiertos– a
nuestros verdaderos sentimientos y deseos que quedaron silenciados por el miedo
infantil y justificado de entonces2.
Ahora, como adultos, contamos con la posibilidad de salir de la sombra, percibir la
magnitud de las heridas padecidas en la infancia y desbloquear las partes más
preciadas y vitales de nuestro ser.
Hacerse adulto
Una vida emocional congelada, anhelos propios que se postergan una y otra vez,
confusión y desorientación interior en situaciones decisivas de nuestra vida,
dificultad para pensar y sentir con claridad, una conciencia anestesiada por el
autoengaño, actitudes forzadas e inauténticas… todas huellas de bloqueos, de
agujeros emocionales donde debería florecer una vida auténtica, rica y con
sentido; la que nos corresponde por haberla elegido.
Los adultos que conocen y viven con su historia –porque no la niegan– recuperan
un nuevo espacio de libertad: cuando accedemos a una auténtica comprensión
emocional de nosotros mismos, cuando hay empatía hacia nuestro destino infantil,
experimentamos una libertad interior, una incuestionable seguridad y una fuerza
para emplear de manera creativa, activa y constructiva nuestra historia, en lugar
de sufrir y seguir siendo víctimas inconscientes del pasado 4.
En muchos de nosotros, vive todavía el niño atemorizado y lleno de culpa, cuyos
miedos nunca pudieron ser escuchados, aceptados ni vividos de forma consciente.
La percepción de quiénes somos realmente, de lo que sentimos y necesitamos,
nos permite orientarnos mejor en el hoy y poder distinguirlo del ayer.
La paz y la alegría que muchas personas desean no vienen de afuera; el camino
hacia la madurez es el de una profunda empatía hacia uno mismo. ¿Cómo
podemos ser empáticos con los demás si no lo somos con nosotros? Podemos
recuperar nuestra capacidad original de amar y de comunicar en libertad en tanto
restablezcamos la confianza, el respeto y la lealtad a nuestro verdadero ser.
4. Esa trampa que nos parecía ineludible, esa herida incurable, ese dilema
insoluble, aquellos viejos bloqueos, de pronto resultan diferentes y abordables
porque dejamos de cargar con viejas culpas y temores.
http://www.revistacriterio.com.ar/sociedad/los-bloqueos-psicologicos/