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Jueves 09 De Abril

 Cien días de gobierno de la alcaldesa


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Un país de estados de excepción


Política 11 Oct 2008 - 3:38 AM
Por: Mauricio García Villegas */ Especial para El Espectador

La conmoción interior decretada por el presidente Álvaro Uribe lleva a


preguntarse a este experto de Dejusticia, ¿por qué los gobiernos siguen
valiéndose de una constante tan peligrosa?

Colombia ha vivido la mayor parte de su historia bajo los rigores de la violencia.


Este pasado sangriento ha incidido tanto en su estructura institucional como en
su cultura jurídica. La prioridad del orden público en los asuntos de gobierno ha
hecho sobrevalorar la participación de la Fuerza Pública en la dinámica
institucional del Estado y ha desequilibrado el balance constitucional entre las
ramas del poder público. La participación de la Fuerza Pública se ha consolidado
a través de la utilización frecuente que los gobiernos han hecho de los estados de
excepción.

El estado de excepción se convirtió, por lo menos hasta 1991, en un instrumento


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ordinario de la política gubernamental. He aquí cuatro indicaciones de esta
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p g q
anomalía. 1) La excepción era casi permanente. Así, por ejemplo, en los 21 años
transcurridos entre 1970 y 1991 Colombia vivió 206 meses bajo estado de
excepción, es decir, 17 años, lo cual representa el 82% del tiempo transcurrido.
Entre 1949 y 1991 Colombia vivió más de 30 años bajo estado de sitio. 2) Buena
parte de las normas de excepción han sido legalizadas por el Congreso, lo cual ha
convertido al Ejecutivo en un legislador de hecho. 3) Hubo períodos en los cuales
se impusieron profundas restricciones a las libertades públicas, a través por
ejemplo de la justicia militar para juzgar a los civiles. A nales de 1970 el 30% de
los delitos del Código Penal eran competencia de cortes marciales y 4) La
declaratoria y el manejo de la excepción desvirtuaban el sentido y alcance de las
normas constitucionales sobre la materia, debido a la ausencia total de un
control político y jurídico.

I. Cronología del estado de excepción

La incidencia social e institucional del estado de excepción no ha sido la misma


desde 1949. Tres períodos pueden ser diferenciados. El primero de ellos se inicia
en 1957 con la instauración del Frente Nacional y llega hasta el n del gobierno
del presidente López Michelsen en 1978. Durante este tiempo aumentaron
progresivamente las protestas ciudadanas y creció la apatía política de amplios
sectores de la población. Inicialmente el estado de sitio fue utilizado en las
ciudades para reprimir –en un principio tímidamente– las manifestaciones de
descontento, así como para resolver problemas derivados de la crisis económica
heredada de la época de La Violencia. En el campo se vivía una situación de
guerra contra la subversión guerrillera naciente y contra los pocos reductos de la
violencia. Mientras en las ciudades se restringían los derechos ciudadanos con el
n de contrarrestar las manifestaciones políticas, en las zonas rurales se mataba
para reprimir a la subversión. De otra parte, la intervención de los entes
encargados del control –tanto constitucional como político– fue prácticamente
nula.

El segundo período se inicia con el gobierno de Turbay Ayala (1978) y termina


con el n del mandato del presidente Virgilio Barco (1990). En estos años, la
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excepción perdió fuerza como instrumento de control social –en parte por la
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disminución de las manifestaciones políticas de estudiantes y obreros– y ganó


importancia como instrumento de represión de las actividades ilegales del
narcotrá co y la subversión.

Durante la década de los años 70 y principios de los 80, las Fuerzas Armadas y los
organismos de seguridad del Estado obtuvieron prerrogativas propias de un
régimen militar, lo cual les eximió de los costos políticos del ejercicio directo del
poder.

Desde mediados de la década de los ochenta y sobre todo desde la Constitución


de 1991, estas prerrogativas fueron drásticamente limitadas. No obstante, la
violencia y la desprotección de los derechos se agravaron. Esto se debió, por lo
menos en parte, al hecho de que las reformas democráticas introducidas, así
como los procesos de paz, fueron percibidas por algunos militares y por
funcionarios del Estado, como un obstáculo para ganar la guerra y, por ese
motivo, pre rieron abandonar el manejo legal del orden público, con todas las
implicaciones en materia de violaciones a los derechos humanos que de allí se
derivan. De la cultura de la excepción se saltó a la cultura de la guerra sucia.

A nales de los años 80, el proyecto político híbrido del Frente Nacional –
democracia, militarización del Estado y exclusión social– empezó a parecer
inviable, incluso para las élites políticas que lo idearon, a mediados de la década
de los ochenta. Las ventajas que en un principio se obtuvieron de la combinación
entre democracia y autoritarismo ahora empezaron a mostrar resultados
contraproducentes.

El tercer período se inicia con la promulgación de la Constitución de 1991, escrita


y promulgada durante el gobierno del presidente Gaviria –no sobra agregar que
ello se hizo a través de normas de excepción– y se extiende hasta hoy.

Desde los últimos años de la década de los 80, los movimientos populares se
debilitaron y disminuyeron las protestas organizadas por los sindicatos y los
movimientos estudiantiles. El estado de conmoción –-nuevo nombre del
antiguo estado de sitio– perdió parte de su carácter permanente, debido a la
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restricción temporal contenida en el artículo 213 de la Carta política. De otra
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restricción temporal contenida en el artículo 213 de la Carta política. De otra
parte, el narcoterrorismo disminuyó notoriamente con el desmantelamiento del
Cartel de Medellín, pero el secuestro, el homicidio y, en general, la privatización
de la violencia y de los mecanismos de justicia adquirieron más importancia que
nunca.

En los 90, la lucha contra la subversión cambio de método: de la estrategia


seudolegal a través del estado sitio, se pasó, poco a poco, a una lucha
abiertamente ilegal a través de los ejércitos paramilitares, solapadamente
apoyados por amplios sectores del Estado y de la sociedad. Como consecuencia
de ese cambio, desde mediados de los años 80, Colombia asiste a un proceso de
fragmentación y deterioro institucional que de manera paulatina se desplaza
desde una situación en la cual predominaba la anormalidad constitucional, como
resultado de la cuasipermanencia del estado de excepción, hacia la proliferación
incontrolada de grupos armados que proclaman su intención de substituir al
Estado en su función de administrar justicia.

En un país que tiene dos movimientos guerrilleros, poderosas ma as de


narcotra cantes, ejércitos de paramilitares y una delincuencia común
desbordada, es apenas natural que el tema de la seguridad se convierta en una
preocupación nacional. Interpretando esa preocupación el presidente Álvaro
Uribe creó la política de seguridad democrática, con lo cual se consiguió mucha
de la seguridad que hacía falta en Colombia. De otra parte, en materia de lucha
contra la subversión, el estado de

excepción siguió relegado a un segundo plano. Sin embargo, dado el énfasis casi
exclusivamente militar en la reconstrucción institucional de los territorios
recuperados por el Ejército a la guerrilla y dado también que la complacencia
sectorial del Estado –y de la sociedad– con el paramilitarismo continúa, la
mayor seguridad se ha conseguido, en buena parte, a costa del  deterioro de la
dimensión democrática y legal de las instituciones.

II. Los efectos perniciosos del mal uso del estado de excepción

El Poder Ejecutivo, y de manera  especí  ca, el poderຐ militar, obtuvieron hasta


mediados de los 80 concesiones excesivas que no se tradujeron en una mayor
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mediados de los 80 concesiones excesivas que no se tradujeron en una mayor
e cacia en el control de los grupos armados en pugna con el Estado. A medida
que aumentaba la justicia penal de excepción, paradójicamente disminuía su
capacidad para remediar el con icto que estaba llamada a resolver, y ello debido
al efecto difusor de las violencias que acarreaba dicho aumento. La justicia
luchaba contra un enemigo que se fortalecía en la medida en que resultaba
atacado. El crecimiento de la justicia de excepción resultaba desproporcionado
en relación con los resultados obtenidos: mientras más crecía el aparato
represivo más crecía el delito y el con icto que el mismo aparato quería resolver.
La di cultad para romper este círculo vicioso se encuentra en el hecho de que al
tiempo que se incrementa el uso de la excepción y crece la ine ciencia del
Estado, aumentan las razones aducidas por los gobiernos para justi car su uso y
su fortalecimiento.

 La ine cacia de las medidas de excepción, por un lado, y, la búsqueda de un


proyecto de régimen político-jurídico plenamente democrático a nales de los
80, por el otro, condujeron a la implantación de controles judiciales frente a las
facultades de excepción. Pero quizás ellos llegaron demasiado tarde. Tales
controles hicieron atractiva la búsqueda de soluciones extralegales entre agentes
del Estado, lo cual aumentó el fragor de la guerra, así como disminuyó y
fragmentó el poder institucional.

 De esta manera, de una situación inicial en la cual las élites nacionales
pretendían consolidar un régimen político en la zona de frontera entre el
constitucionalismo y el autoritarismo, se fue pasando a una situación en la cual
el poder del Estado es incapaz de controlar la pugna entre poderes armados en la
cual participan sus propios agentes. De los intentos de constitucionalización del
poder excepcional del Estado se pasó al debilitamiento del Estado constitucional
y a su consecuente inclusión en una guerra de fracciones. La práctica de la
excepción constitucional en la frontera seudoconstitucional, se ha convertido en
una práctica bélica en el territorio de la guerra.

En síntesis, en Colombia la excepción ha propiciado el desvanecimiento de la


frontera entre lo legal y lo ilegal
 y por
esta vía
 ha facilitado
ຐ el salto hacia el no-
derecho, no sólo de funcionarios del Estado sino también de particulares. La
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derecho, no sólo de funcionarios del Estado sino también de particulares. La
ine cacia de los objetivos de paz y orden trazados por las medidas de excepción,
a pesar de su casi permanencia durante ciertos períodos de

la historia nacional, ha producido desengaño respecto de las vías institucionales


y una cultura antijurídica que es en parte responsable de la búsqueda, en la
sociedad y en el Estado, de mecanismos alternativos e ilegales destinados a
conseguir tales objetivos.

* Profesor de la Universidad Nacional e investigador de Dejusticia


(www.dejusticia.org).

Los bemoles de la conmoción

Según la Constitución, el Gobierno tiene 90 días para conjurar la crisis judicial. Si


no logra el objetivo, puede pedir la prórroga al Congreso por otros noventa días.
Los expertos jurídicos consideran que el Gobierno debe tener cuidado en la
violación de los derechos fundamentales. Según explicó el constitucionalista
Germán Calderón España, cabe la posibilidad de que pueda afectarse la
preservación de los debidos procesos. La implementación de jueces provisionales
puede llevar a futuro a una nulidad de las actuaciones que se desarrollen, porque
“el principio del juez natural puede verse quebrantado y esto pone en duda la
legalidad de la medida”. Calderón España aseguró que la agenda legislativa se
puede ver afectada por los nuevos decretos que lleguen a estudio del Congreso.

Por su parte, el ministro del Interior y de Justicia, Fabio Valencia Cossio, le dijo a
El Espectador que el Ejecutivo se encuentra tranquilo frente al concepto que dé la
Corte Constitucional acerca de la conmoción interior, decretada para conjurar el
paro judicial. Advirtió que varios ex magistrados y expertos constitucionales
estudiaron los argumentos para expedir la emergencia. El ministro estuvo en
contacto con juristas como el ex vice scal Francisco José Cintura. Pese a todo,
dijo que se mantiene la voluntad de diálogo para llegar a un acuerdo con Asonal
Judicial.

Seis conmociones en la historia y su constitucionalidad


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Desde la promulgación de la Constitución de 1991 el estado de conmoción
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Desde la promulgación de la Constitución de 1991, el estado de conmoción
interior ha sido decretado en seis oportunidades, cuatro de las cuales fueron
respaldadas por la Corte Constitucional. La primera fue el 10 de julio de 1992 por
el gobierno de César Gaviria, con el n de evitar la excarcelación de personas
procesadas por terrorismo y narcotrá co. La Corte le dio su aval. La segunda
conmoción interior, decretada también por el gobierno de Gaviria, el 8 de
noviembre de 1992, asimismo respaldada por la Corte, vino motivada por una
escalada terrorista de la guerrilla y la intimidación de funcionarios y
contratistas, así como por los ataques a algunas cárceles.

Luego, el 1º de mayo de 1994, la administración Gaviria volvió a tomar la misma


determinación para evitar otra vez la salida masiva de presos peligrosos de
cárceles debido a la morosidad de la justicia. Sin embargo, la Corte declaró su
inconstitucionalidad con el argumento de que después de dos años de haberse
decretado la primera por las mismas causas, no se había hecho nada para
conjurar la crisis.

En agosto de 1995, el gobierno Samper apeló a este mecanismo con el objetivo de


fortalecer la justicia y el sistema penitenciario, y terminar con la congestión
judicial, así como tipi car ciertos delitos y reformar algunos procedimientos, en
un intento de hacer más e caz la lucha contra la delincuencia común y la
guerrilla. La Corte le dijo no, porque las razones esgrimidas por el Ejecutivo no
habían sido su cientes para pasar por alto los mecanismos “normales” de
defensa. Poco después, en noviembre de 1995, se decretó un nuevo estado de
conmoción tras el asesinato del dirigente político Álvaro Gómez Hurtado. En este
caso, la Corte aceptó que la escalada terrorista justi caba las medidas
excepcionales.

Finalmente, el 12 de agosto de 2002 se volvió a recurrir al estado de conmoción


interior, cinco días después de posesionado el presidente Uribe, ante la escalada
de ataques de la guerrilla y de los grupos paramilitares. La Corte respaldó dicha
decisión, aunque después algunos decretos expedidos fueron declarados
inexequibles.

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