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¿Despertaremos al Leviatán?

26/05/2020
Joseba Arregi-El Correo

La pandemia ha conseguido que todo sea más confuso de lo que creíamos


El título responde a las dudas: al autor no le parece que sea la hora de grandes
afirmaciones, sino de las preguntas, no de pronósticos seguros del futuro, sino de
apuntar hacia posibles tendencias y riesgos. Ante tantos expertos que hablan de
que este o aquel fenómeno social han llegado para quedarse, ante tantos profetas
que saben con seguridad cuál es el futuro que nos espera, quizá sea bueno practicar
alguna forma de escepticismo y no estar seguro de casi nada, de ver quizá
tendencias, contradicciones, pulsiones no controladas, elementos socioculturales
que pretenden significar algo aunque quizá enmascaren más que aporten luz en el
mar de dudas que de la mano de la pandemia parecen haberse apoderado de
nuestras mentes.

Creo que tienen razón los que dicen que la pandemia no ha traído nada nuevo que
no existiera antes, que quizá lo que ha provocado ha sido poner el pie en el
acelerador de la historia y hacernos conscientes de problemas que ya estaban entre
nosotros, pero que conseguíamos escamotear. Al tiempo que ha conseguido que
todo sea más confuso de lo que creíamos.

Los tiempos de los que veníamos eran ya bastante confusos, siendo precisamente la
confusión una de sus características principales: la posmodernidad como la pérdida
de las grandes creencias, el fin de los grandes relatos, la cultura que bebe el cáliz
de la muerte de Dios hasta el fondo, la celebración de la ruptura y crítica de toda
normalidad, la destrucción de toda verdad, de todo valor, de toda certeza
establecida, el derecho de cada cual a construirse su mundo, de crear su propio
lenguaje, de vivir su propia subjetividad hasta el extremo.

Es cierto que, junto con crisis económico-financieras, las fuerzas destructivas de


cualquier normalidad han dejado a muchos individuos en un gran desamparo. La
cultura no les provee de orientación y de criterios para enfrentarse a los problemas
que inevitablemente acompañan a la existencia humana. La cultura posmoderna ha
desnudado a los hombres en lugar de proveerles con vestimenta adecuada para
protegerse de la intemperie.

Ciertamente, dando la razón a Schumpeter, no hay destrucción sin construcción:


nuevas creencias e ideologías, nuevas normas constitutivas de una nueva
normalidad, nuevas ortodoxias, nuevos pensamientos obligatorios y nuevas
correcciones de pensamiento: ni los que nacieron para asustar al burgués -‘épater le
bourgeois’- pretendiendo vivir fuera de la cultura y de la sociedad podían vivir en la
intemperie radical. Mientras unas instituciones caducaban -la familia, el Estado, las
iglesias, las tradiciones-, otras nuevas como la globalización, el mercado mundial,
las redes de Internet, la Unión Europea, la ONU, el multilateralismo aparecían como
los nuevos sostenes frente al desamparo imperante.

Pero desde que la cultura moderna comienza a pensar el mundo, la sociedad, la


política, el poder, el saber y la humanidad de los hombres desde las posibilidades de
la propia razón humana, como si no hubiera Dios -‘etsi Deus non daretur’- se
desarrollan las ciencias, el capitalismo, la industrialización, el Estado moderno, la
democracia y el Estado de Derecho, los derechos humanos y todos se fundamentan
en sí mismos sin poder recurrir a ninguna fundamentación que supere la limitación
contingente de la razón humana. Todo termina estando a disposición de una
subjetividad individual desbordante.

Hasta que llega la pandemia, frente a la que la ‘hybris’ griega, la soberbia, el


endiosamiento se manifiestan impotentes, e incluso la ciencia a la que se recurre

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