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¿Qué significa la Cruz del Gólgota?

       El término gr. para "cruz" (stuaros; verbo stuarooµ; latín crux, crucifigo, ‘aseguro a una cruz’) significa en
primer lugar estaca o viga vertical, y secundariamente estaca utilizada como instrumento de castigo y
ejecución. Se emplea en este último sentido en el NT. El sustantivo aparece 28 veces y el verbo 46. El AT no
registra la crucifixión de criminales vivos (stuorooµ en la LXX de Est. 7.10 corresponde al hebreo taµlaÆ, que
significa ‘colgar’). Las ejecuciones se llevaban a cabo por apedreamiento. Sin embargo, ocasionalmente se
colgaban cadáveres en los árboles como advertencia (Dt. 21.22–23; Jos. 10.26). Dichos cadáveres se
consideraban malditos (de aquí Gá. 3.13), y tenían que quitarse y enterrarse antes de la caída de la noche (Jn.
19.31). Esta práctica explica la referencia neotestamentaria a la cruz de Cristo como un "madero" (Hch. 5.30;
10.39; 13.29; 1 P. 2.24), símbolo de humillación.

       Los fenicios y los cartagineses practicaban la crucifixión, y más tarde los romanos la aplicaron
ampliamente. Sólo los esclavos, los provincianos, y los tipos más bajos de criminales se crucificaban, pero
raramente se crucificaba a un ciudadano romano. Así, la tradición según la cual Pedro, como Jesús, fue
crucificado, pero Pablo decapitado, concuerda con la práctica en la antigüedad.

       Aparte del poste vertical (crux simplex) en el que se ataba o empalaba a la víctima, existían tres tipos de
cruz. La crux commisa (cruz de san Antonio) tenía la forma de una mayúscula, que algunos creen derivada del
símbolo del dios Tamuz, la letra tao; la crux decussata (cruz de san Andrés) tenía la forma de la letra; la crux
immissa era la conocida cruz de dos barras, que según sostiene la tradición fue la cruz en la que murió nuestro
Señor. Este parecer se ve reforzado por las referencias en los cuatro evangelios (Mt. 27.37; Mr. 15.26; Lc.
23.38; Jn. 19.19–22) al título que se colocó en la cruz encima de la cabeza de Cristo.

       Cuando se condenaba a un criminal, era costumbre azotar a la víctima con el flagellum, que era un látigo
con correas de cuero, lo que en el caso de nuestro Señor sin duda lo debilitó mucho y aceleró su muerte. Luego
se le hacía llevar la viga transversal (patibulum), como un esclavo, hasta el lugar de su tortura y muerte,
siempre fuera de la ciudad, mientras un heraldo iba delante de él con el "título", o sea la acusación escrita. Fue
este patibulum, no toda la cruz, lo que Jesús no pudo llevar a causa de su debilidad, y que Simón de Cirene
llevó en su lugar. Se desnudaba completamente al condenado, se lo colocaba en tierra con la viga transversal
debajo de los hombros, y se ataban o clavaban allí los brazos o las manos (Jn. 20.25). Luego se levantaba esta
viga y se la fijaba en el poste vertical hasta que los pies de la víctima, que entonces se ataban o clavaban,
apenas dejaban de tocar el suelo, y no alto como se ve con frecuencia en las ilustraciones. Una clavija (sedile)
proyectada hacia adelante generalmente soportaba la mayor parte del peso del cuerpo del condenado, que se
sentaba a horcajadas en la misma. Luego se dejaba a la víctima para que muriera de sed y agotamiento. A
veces se aceleraba la muerte mediante el crurifragium o quebradura de las piernas, como se hizo con los dos
ladrones, pero no con nuestro Señor, porque ya estaba muerto. No obstante, se le clavó una lanza en el
costado para mayor seguridad, a fin de poder quitar su cuerpo antes del día de reposo, como demandaban los
judíos (Jn. 19.31ss).

       Al parecer el método de crucifixión variaba en diferentes partes del imperio romano. Los escritores
seculares de la época evitaban relatar detalladamente esta forma de castigo, la más cruel y degradante de
todas las existentes en esa época. Pero recientes hallazgos arqueológicos en Judea han arrojado nueva luz al
respecto. En el verano de 1968 un equipo arqueológico dirigido por V. Tzaferis descubrió cuatro tumbas
judaicas en Givat ha-Mivtar (Ras el-Masaref), cerca de Jerusalén, en las que se encontró un osario que contenía
los únicos huesos existentes de un hombre (joven) que fue crucificado, y que datan probablemente de entre el
7 y el 66 d.C., a juzgar por la alfarería herodiana allí encontrada. Tiene grabado el nombre Johanán. Se ha
llevado a cabo una prolija investigación sobre las causas y la naturaleza de su muerte, lo que podría ilustrar
considerablemente la forma en que murió nuestro Señor.

       Los brazos (no las manos) del joven fueron clavados al patibulum, la viga transversal, lo que podría indicar
que en Lc. 24.39; Jn. 20.20, 25, 27 debería traducirse "brazos". El peso del cuerpo posiblemente lo soportaba
una plancha (sedecula) clavada al simplex, el poste verocal, como soporte de las nalgas. Las piernas estaban
dobladas en las rodillas y vueltas hacia atrás, de modo que las pantorrillas estaban paralelas al patibulum o
travesano, con los tobillos por debajo de las nalgas. Un clavo de hierro (que todavía permanecía en su lugar)
atravesaba ambos talones, con el pie derecho encima del izquierdo. Un fragmento indica que la cruz era de
madera de olivo. Ambas piernas habían sido quebradas, presumiblemente por un fuerte golpe, como lo que se
hizo con los dos que murieron con Jesús en Jn. 19.32.

       Si Jesús murió de la misma forma, seguramente sus piernas no estaban completamente extendidas, como
tradicionalmente nos muestra el arte cristiano. Los músculos retorcidos de las piernas deben haberle causado
fuertes dolores, con contracciones espasmódicas e intensos calambres. Esto podría explicar por qué tardó
menos tiempo en morir (seis horas), a lo que sin duda contribuyó la flagelación previa.

       Los escritores contemporáneos la describen como la más dolorosa de las muertes. Los evangelios, sin
embargo, no ofrecen una descripción detallada de los sufrimientos físicos de nuestro Señor, sino que simple y
reverentemente dicen que "le crucificaron". Según Mt. 27.34 nuestro Señor rehusó todo tipo de alivio para sus
sufrimientos, seguramente a fin de conservar hasta el final la claridad mental en el cumplimiento de la voluntad
de su Padre. Esto explica que haya podido consolar al ladrón agonizante y pronunciar las restantes siete
palabras maravillosas desde la cruz.
       El interés que demuestran los escritores neotestamentarios en la cruz no es ni arqueológico ni histórico,
sino cristológico. Les interesa el significado eterno, cósmico, y soteriológico de lo que ocurrió, una vez y para
siempre, en la muerte de Jesucristo, el Hijo de Dios, en la cruz. Desde el punto de vista teológico, la palabra
"cruz" se utilizó como descripción sumaria del evangelio de salvación, de que Jesús "murió por nuestros
pecados". De modo que la "predicación del evangelio" es "la palabra de la cruz, la "predicación del Cristo
crucificado" (1 Co. 1.17ss). Por ello el apóstol se gloría "en la cruz de nuestro Señor Jesucristo", y habla de
sufrir persecución "a causa de la cruz de Cristo". Resulta claro que la palabra "cruz" representa aquí el anuncio
completo y jubiloso de nuestra redención por medio de la muerte expiatoria de Jesucristo.

       "La palabra de la cruz" es también "la palabra de la reconciliación" (2 Co. 5.19). Este tema surge
claramente en las epístolas a los Efesios y a los Colosenses. Es "mediante la cruz" que Dios ha reconciliado a
judíos y gentiles, derribando la pared intermedia de separación, la ley de los mandamientos (Ef. 2.14–16). Es
"mediante la sangre de su cruz" que Dios ha hecho la paz, reconciliando "consigo todas las cosas" (Col. 1.20ss).
Esta reconciliación es a la vez personal y cósmica, y se produjo porque Cristo ha anulado el acta de los decretos
que había contra nosotros, que nos era contraria, "clavándola en la cruz" (Col. 2.14).

       La cruz, en el NT, es símbolo de vergüenza y humillación, como así también de la sabiduría y la gloria de
Dios reveladas por medio de ella. Roma la utilizó no solamente como instrumento de tortura y ejecución sino
también como picota vergonzosa, reservada para los peores y más bajos criminales. Para los judíos era señal
de maldición (Dt. 21.23; Gá. 3.13). Esta fue la muerte que murió Jesús y por la cual clamaba la multitud.
"Sufrió la cruz, menospreciando el oprobio" (He. 12.2). El peldaño más bajo en la escala de la humillación de
nuestro Señor fue que soportó la "muerte de cruz" (Fil. 2.8). Es por ello que fue piedra de tropiezo para los
judíos (1 Co. 1.23; Gá. 5.11). El vergonzoso espectáculo de una víctima que llevaba su patibulum les resultaba
tan familiar a sus oyentes que Jesús habló tres veces del camino del discipulado como el de llevar la cruz (Mt.
10.38; Mr. 8.34; Lc. 14.27).

       Además, la cruz es el símbolo de nuestra unión con Cristo, no simplemente en virtud de que seguimos su
ejemplo, sino en virtud de lo que él ha hecho por nosotros y en nosotros. Por su muerte sustitutiva en la cruz
nosotros morimos "en él" (cf. 2 Co. 5.14), y "nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él", para que
por medio de su Espíritu, que mora en nosotros, pudiésemos andar en vida nueva (Ro. 6.4ss; Gá. 2.20; 5.24ss;
6.14), permaneciendo "en él".

Gólgota

       Gólgota en arameo y hebreo significa cráneo.  Término que aparece dos veces en el A.T. con sentido
literal, referido al cráneo de Abimelec (Jue. 9:53) y a la calavera de Jezavel ( 2 Re. 9:35).  En el N.T. aparece
solamente en el relato de la crucifixión (Mt. 27:33; Mr. 15:22; Jn. 19:17).  En todos estos pasajes el término
griego es kraníon (del cual calvarium es tradicción latina, derivado de calvan que significa cráneo) que Lc.
23:33 da sin referencia a la forma semítica "Golgota".

       No se sabe el porqué del nombre.  La simple conjetura es que el cráneo simbolizaba la muerte en este
lugar de ejecuciones.  Jerónimo (Historiador Bíblico) sugiere sobre Mt. 27:33 que allí había cráneos de personas
insepultadas, pero esto riñe con la costumbre judía.  Además hay una primitiva leyenda cristiana según la cual
el cráneo de Adán se enterró allí (Comentario de Orígenes a Mt. 27:33).  Todo esto es clara prueba de un
esfuerzo teologíco de explicar el término.

       El sitio del Gólgota también es incierto.  Todo lo que se sabe es que estaba fuera de la ciudad, más allá de
la segunda muralla (Jn. 19:20; He. 13:12).  Debió ser una colina, pues podía verse desde cierta distancia (Mr.
15:40) y estaba cerca de un camino (Mr.  15:29).  Juan añade que una tumba nueva estaba cerca, en un
huerto (19:41). Eusebio coloca al Gólgota al norte del monte Sion.  Antes del siglo IV los cristianos no
mostraron mucho interés en identificar el lugar.  Según Eusebio, Constantino comisionó al obispo de Jerusalén,
Macario, para determinar con certeza el lugar.  Después de remover del supuesto lugar un templo de Afrodita,
Constantino erigió el templo del Santo Sepulcro.  Pero en vista de las operaciones militares de Tito en el siglo I
y de Adriano en el II, la identificación del Gólgota es en realidad bastante precarias.

       Aunque el llamado "Jardín de la tumba" o "Calvario de Gordon", formación rocosa muy parecida a un
cráneo, concuerda con la descripción bíblica, no cuenta con el respaldo de la tradición.

 
Azote

       Pena prevista en Dt 25.1–3, pero limitada «a cuarenta azotes, no más» para que «tu hermano no quede
envilecido delante de tus ojos».

       Este castigo no parecía muy deshonroso en sí mismo, pero llegaba a serlo cuando ponía al castigado en
estado lamentable. La legislación posterior, para estar segura de no sobrepasar el número de cuarenta, más
bien que por sentimientos de piedad, ordenó que se dieran treinta y nueve azotes. Se administraba esta pena
con un flagelo de tres correas. Y, así, cada golpe equivalía a tres. Se daba, por tanto, trece golpes (3 x 13 =
39). La ley asiria administraba este castigo con mayor prodigalidad.

       Por el Talmud y por el Nuevo Testamento se sabe que este castigo se ejecutaba a menudo en la sinagoga
(Mt 10.17; 23.34; Mc 13.9; Hch 5.40; 22.19). La flagelación judía debió de irse sustituyendo poco a poco por la
flagelación romana. Así se deduce probablemente de 2 Co 11.24, 25, donde Pablo distingue entre los treinta y
nueve golpes recibidos cinco veces de los judíos y las tres veces que lo azotaron.

       La Lex Porcia prohibía azotar a un ciudadano romano (Hch 16.37). Sin duda, a Jesús se le aplicó la
flagelación romana, mucho más cruel que la judía y quizás dentro del pretorio (Mc 15.15).

Adivinación

       La palabra hebrea usual que se traduce “adivinación” y “adivino” es la raíz qsm. La raíz nhû se usa en Gn.
44.5, 15, y en otras partes se traduce “sortílego”, “agüero”, “mirar en (darse a) agüeros”, “ser agorero”. A
veces la raíz <nn aparece unida a los vocablos anteriores, y se traduce “observar los tiempos”, “ser adivino”,
“(oír a) agoreros”.

       La adivinación es en general la tentativa de percibir acontecimientos distantes en el tiempo o el espacio y


que, por consiguiente, no son perceptibles por medios normales. Una definición similar podría aplicarse a la
función del vidente en la profecía, como fue ejercida, por ejemplo en 1 S. 9.6–10. De ahí que el término podía
ser utilizado ocasionalmente en sentido bueno, como que podríamos hablar de un profeta en posesión del don
de clarividencia sin por este motivo aprobar todas las formas de clarividencia. Así, Balaam es adivino, además
de ser inspirado por Dios (Nm. 22.7; 24.1). La adivinación que se condena en Ez. 13.6–7 es la que se especifica
como “mentirosa”. En Mi. 3.6–7, 11 la adivinación es una función de los profetas, aunque aquí también han
prostituido su don; Zac. 10.2. En Pr. 16.10 qesem (“oráculo” o “decisiones inspiradas”) se aplica a la guía
divina otorgada por medio del rey.

       Aparte de estos usos generales, la adivinación es condenada, con excepción de dos pasajes que se
consideran más adelante. Al pueblo de Dios se le prohíbe la utilización de la adivinación y los encantamientos
en la forma que lo hacía el mundo pagano (Lv. 19.26; Dt. 18.9–14), y 2 R. 17.17; 21.6 registran su
desobediencia. Se mencionan adivinos paganos en 1 S. 6.2; Is. 44.25; Ez. 21.22.

       La adivinación puede adoptar muchas formas. Se pueden hacer dos grandes divisiones, a saber, una
interna y una mecánica: la primera constituye ya sea la inspiración en estado de arrobamiento de tipo
chamanista, o directamente la clarividencia; la segunda utiliza medios técnicos, tales como arena, vísceras de
un sacrificio o, en tiempos modernos, hojas de té. Estas divisiones no son excluyentes, ya que los objetos
pueden desencadenar la facultad clarividente, como sucede con el uso de la bola de cristal. Es posible que
Balaam haya dado paso a sus poderes de esta manera (Nm. 24.1).

       Las siguientes formas se mencionan en la Biblia:

       a. La rabdomancia. Ez. 21.21. Se arrojaban al aire palos o flechas, y se deducían los presagios según la
posición al caer. Os. 4.12 también podría referirse a este procedimiento.

       b. La hepatoscopía. Ez. 21.21. Se suponía que el examen del hígado u otras vísceras de un sacrificio
echaba luz sobre algún problema. Probablemente se clasificaban las formas y las marcas, las que eran
interpretadas por el sacerdote.

       c. Los terafines. Práctica asociada con la adivinación en 1 S. 15.23; Ez. 21.21 (“idolatría” en ambos
casos); Zac. 10.2. Si los terafines eran imágenes de antepasados fallecidos, la adivinación era probablemente
una especie de espiritismo.

       d. La necromancia, o sea la consulta a los fallecidos. Esto se asocia con la adivinación en Dt. 18.11; 1 S.
28.8; 2 R. 21.6, y está condenada en la ley (Lv. 19.31; 20.6), los profetas (Is. 8.19–20), y los libros históricos
(1 Cr. 10.13). Se hablaba del médium como del poseído por un <oÆb_, que se traduce “espíritu familiar”, o, en
términos modernos, “control”. Un término asociado, traducido “mago” o “sabio”, es yid>oÆnéÆ,
probablemente de la raíz yaµd_a>, ‘saber’, presumiblemente con referencia al conocimiento sobrenatural que
afirma tener el espíritu y en sentido secundario su dueño.
       e. La astrología. Mediante la astrología se obtienen conclusiones teniendo en cuenta la posición del sol, la
luna, y los planetas en relación al zodíaco y el uno con el otro. Aunque no se la condena, en Is. 47.13 y Jer.
10.2 se da poca importancia a la astrología. Los sabios ( Magos) que visitaron al niño Jesús (Mt. 2.9)
probablemente se formaron en la tradición babilonica que mezclaba la astronomía con la astrología.

       f. La hidromancia, o adivinación por medio del agua. En este caso aparecen formas y figuras en el agua
contenida en un tazón, como sucede también en la bola de cristal. El brillo del agua induce una especie de
arrobamiento leve, y las visiones son subjetivas. La única referencia a esto es la Biblia aparece en Gn. 44.5, 15,
donde podría ser que José haya utilizado su copa de plata con este propósito. Pero no es posible decir hasta
dónde se puede dar crédito a una afirmación registrada en una sección donde José y su mayordomo están
engañando deliberadamente a sus hermanos.

       g. Las suertes. En el AT se echaban suertes para conocer la voluntad de Dios respecto a la asignación de
territorio (Jos. 18–19, etc.), la elección del macho cabrío a ser sacrificado en el día de la expiación (Lv. 16), el
descubrimiento de la persona culpable (Jos. 7.14; Jon. 1.7), la asignación de los deberes en el templo (1 Cr.
24.5), la determinación de un día afortunado por Amán (Est. 3.7). En el NT los vestidos de Cristo fueron
repartidos por medio de suertes (Mt. 27.35). En la Biblia la última ocasión en que se echaron suertes para
conocer la voluntad de Dios fue en la elección de Matías (Hch. 1.15–26), y en este caso puede haber algún
significado en el hecho de que sucedió antes de Pentecostés.

       h. Los sueños. A menudo se toman en cuenta como medio de adivinación, pero en la Biblia no hay ningún
caso en que una persona haya pedido deliberadamente ser guiada o recibir conocimiento sobrenatural a través
de sueños, excepto, quizás, los profetas falsos en Jer. 23.25–27. El sueño espontáneo, es a menudo un medio
para conocer la voluntad divina.

       En Hch. 16.16 una muchacha tiene espíritu de adivinación. La palabra griega en este caso es pythoµn. El
famoso oráculo de Delfos se encontraba en el distrito de Pitón y, evidentemente, se usaba el término en forma
general para describir a cualquier persona poseída de inspiración sobrenatural, como el caso de la sacerdotisa
en Delfos.

Circuncisión

       I. En el Antiguo Testamento

       El AT informa de un modo coherente acerca del origen y la práctica de la circuncisión en Israel.

       a. Origen y práctica

       Se alega que Ex. 4.24 siguientes y Jos. 5.2 siguientes, juntamente con Gn. 17, ofrecen tres relatos
distintos del origen del rito, pero, en realidad, Ex. 4.24 siguientes, difícilmente pueda explicarse a menos que
fuera ya una práctica establecida la circuncisión de párvulos o niños, y Jos. 5.2 siguientes,s declara que los que
salieron de Egipto fueron circuncidados. Gn. 17 es el único relato bíblico sobre el origen de la circuncisión
israelita. Dicho rito fue integrado al sistema mosaico en conexión con la pascua (Ex. 12.44), y aparentemente
continuó practicándose a través de todo el AT (por ejemplo Jer. 9.25–26). Constituyó un rasgo fundacional del
judaísmo del NT, y fue causa de las controversias judaicas del período apostólico. Los judíos del NT habían
relacionado la circuncisión tan íntimamente con Moisés que habían olvidado virtualmente su relación más
fundamental con Abraham (Hch. 15.1, 5; 21.21; Gá. 5.2–3). Nuestro Señor se vio precisado a recordarles que
era una práctica anterior a Moisés (Jn. 7.22); Pablo destaca el hecho de que era precisamente la creencia en la
relación mosaica del rito lo que era motivo de repudio por parte del cristianismo (Gá. 5.2–3, 11, etc,), y
repetidamente recalca para sus lectores su origen abrahámico (Ro. 4.11; 15.8).

       b. Significación de la práctica

       En Gn. 17 el pacto divino aparece, en primer lugar, como una serie de promesas personales (4b–5: Abram
se convierte en el nuevo hombre con nuevos poderes), nacionales (versículo 6, el pronosticado surgimiento de
una nación monárquica), y espirituales (versículo 7, la relación juramentada de Dios con Abraham y sus
descendientes). Cuando el pacto, en segundo lugar, se expresa en una señal, la circuncisión (versículos 9–14),
es esta totalidad de la promesa divina la que se simboliza y se aplica a los recipientes divinamente designados.
Esta relación de la circuncisión con la promesa que la precede demuestra que el rito significa el acercamiento
en gracia de Dios al hombre, y solamente por derivación, como veremos, la consagración del hombre a Dios.
Esta verdad es la que fundamenta lo expresado en Jos. 5.2 siguientes; durante el tiempo en que la nación
peregrinaba en el desierto ante el desagrado de Dios (Nm. 14.34), el pacto estaba, por así decirlo, suspendido
en su efectividad, y la práctica de la circuncisión dejó de cumplirse. O también, cuando Moisés habló de poseer
"labios incircuncisos" o de ser "torpe de labios" (Ex. 6.12, 30; Jer. 6.10), solamente el don de la palabra de
Dios podía remediar la situación. Además, el NT habla de la circuncisión como una "señal" (Ro. 4.11) del don
divino de la justicia. Por lo tanto, la circuncisión es la señal de esa obra de gracia por la cual Dios elige y deja
marcados a ciertos hombres como propiedad suya.
       El pacto de la circuncisión funciona sobre la base del principio de la unión espiritual de la casa o familia en
torno a su jefe. El pacto se establece "entre mí y ti, y tu descendencia después de ti" (Gn. 17.7), y los
versículos 26–27 expresan marcadamente la misma verdad: "Abraham e Ismael … y todos los varones de su
casa … fueron circuncidados con él." Así, desde su iniciación, la circuncisión de los párvulos fue una costumbre
israelita distintiva, que no fue copiada de prácticas egipcias o de otros pueblos, y que contrastaba
marcadamente con los ritos de pubertad que caracterizaban a otros pueblos; estos últimos se relacionaban con
el reconocimiento social como adulto, mientras que el rito de los israelitas era el reconocimiento de una
posición delante de Dios, y una señal anticipatoria de la gracia divina.

       Aquellos que así se hacían miembros del pacto debían demostrarlo externamente por la obediencia a la ley
divina, expresada a Abram en su forma más general, "Anda delante de mí y sé perfecto" (Gn. 17.1). La relación
entre la circuncisión y la obediencia se mantiene como una constante bíblica (Jer. 4.4; Rom 2.25–29; Hch.
15.5; Gá. 5.3). En este sentido, la circuncisión involucra la idea de consagración a Dios, pero no como su
esencia. La circuncisión encarna y aplica promesas y exigencias contenidas en el pacto para una vida de
obediencia a las condiciones establecidas en el mismo. La sangre que se derrama en el acto de la circuncisión
no expresa los extremos a que debe llegar el hombre en la consagración de sí mismo, sino el elevado precio
que Dios exige de aquellos a quienes llama y marca con la señal de su pacto.

       No siempre se lograba esta actitud de obediencia, y, aunque la señal y la cosa señalada se consideran una
en Gn. 17.10, 13–14, la Biblia reconoce francamente que es posible ser poseedor de la señal y nada más, en
cuyo caso se trata de algo espiritualmente muerto y, más aun, condenatorio (Ro. 2.27). Esto lo enseña
claramente el AT, ya que exhorta a que haya una demostración de realidad acorde con la señal (Dt. 10.16; Jer.
4.4), advierte que en ausencia de la realidad la señal no vale nada (Jer. 9.25), y ve anticipadamente la
circuncisión del corazón por parte de Dios (Dt. 30.6).

       II. En el Nuevo Testamento

       El NT es inequívoco: sin la obediencia, la circuncisión se transforma en incircuncisión (Ro. 2.25–29); la


señal exterior pierde totalmente su significación cuando se la compara con la realidad de guardar los
mandamientos (1 Co. 7.18–19), con la fe que obra por amor (Gá. 5.6), y con una nueva creación (Gá. 6.15).
Sin embargo, el cristiano no puede ni debe tratar con desdén a la señal. Aun cuando debe rechazarla en cuanto
expresa la salvación por medio de las obras de la ley (Gá. 5.2ss), no obstante en su signíficado profundo la
necesita (Col. 2.13; Is. 52.1). En consecuencia, existe una "circuncisión de Cristo", el "echar … el cuerpo (y no
solamente una parte de él) pecaminoso carnal", una transacción espiritual no hecha a mano, una relación con
Cristo en su muerte y resurrección, sellada por la ordenanza de iniciación del nuevo pacto (Col. 2.11–12).

       En Fil. 3.2 Pablo usa el vocablo deliberadamente ofensivo katatomeµ, "los mutiladores del cuerpo" "el
cortamiento", Pablo no habla mal de la circuncisión en los cristianos (Gá. 5.12). El verbo correspondiente
(katatemnoµ) se utiliza (Lv. 21.5) en relación con mutilaciones paganas prohibidas. Para los cristianos, quienes
son "la circuncisión" (Fil. 3.3), la imposición de esta anticuada señal equivale a una laceración pagana del
cuerpo.

Culto a los Muertos

       La mayor parte de los pueblos paganos primitivos cree en la existencia de espíritus, buenos y malos, y
muchos consideran que entre ellos se encuentran los espíritus de los muertos. El deseo de promover el
bienestar de los espíritus benevolentes y aplacar la ira de los malevolentes a menudo lleva a promover el “culto
a los muertos”, en el que con los fines mencionados se realizan servicios tales como dar sepultura apropiada y
proveer de alimentos y bebidas. No obstante, el culto abierto a los muertos, en el sentido de adoración o aun
de deificación, es relativamente raro; el ejemplo más conocido es el de la China confucionista. Por lo tanto,
sería más apropiado hablar de “culto a los muertos” en lugar de “culto a los antepasados”, ya que este último
no se menciona en la Biblia.

       A fines del ss. XIX y principios del XX los informes de los viajeros y misioneros sobre las creencias de los
pueblos primitivos modernos permitió a los antropólogos especular sobre la “evolución” de la religión. Se volvió
a examinar la Biblia a la luz de las teorías resultantes, y se descubrieron los supuestos rastros de etapas
primitivas en el desarrollo de la religión de los israelitas. Entre ellos se encontraron indicaciones del culto a los
antepasados. Así se llegó a afirmar que una prueba de ello lo constituía el traslado de Enoc, porque “le llevó
Dios” (Gn. 5.24), lo cual sería indicación de que fue deificado, pero se trata de una suposición completamente
gratuita. También se ha sugerido que los Enoc eran adorados originalmente como imágenes de los
antepasados, pero nuevamente carecemos de fundamento para tal noción.

       Con el redescubrimiento de las antiguas civilizaciones del Cercano Oriente, el ambiente en el cual se
desenvolvió el AT, se vio que las costumbres de los pueblos primitivos modernos no tenían mayormente nada
que ver con aquéllas, pero muchas de las teorías relativas al desarrollo de la religión permanecieron, aunque se
comenzó a considerar que la religión del AT era una amalgama de las creencias y prácticas de los pueblos de
los alrededores.
       En el antiguo Cercano Oriente la creencia en la vida después de la muerte llevó a prácticas cúlticas muy
difundidas en relación con los muertos. El aprovisionamiento que hacían los egipcios para asegurar el bienestar
de los muertos, en lo que se creía era una existencia futura básicamente agradable, era bastante complejo.
Menos se conoce de los ritos fúnebres individuales mesopotámicos, pero se tenía una idea pesimista de la vida
venidera, y en consecuencia era importante asegurar, mediante la provisión para las necesidades, como así
también mediante el ritual y la liturgia, que los muertos no volvieran como espíritus insatifechos a molestar a
los vivos. 

       El caso de los reyes era diferente, y había una tendencia, en lo externo por lo menos, a deificarlos. Los
nombres, por ejemplo, de gobernantes primitivos como Lugalbanda y Gilgamés fueron escritos con el
determinativo divino, honor que también se acordó especialmente a los reyes de la 3ra. dinastía de Ur, y en
algunas ocasiones se les dirigía oraciones. También está bien probada la existencia de un culto a los muertos en
Siria, como, por ejemplo, en los descubrimientos en Ras Shamra, donde se encontraron tumbas dotadas de
cañerías y canales para posibilitar el derramamiento de libaciones, desde la superficie, hacia el interior de las
tumbas.

       Se han excavado pocos cementerios o tumbas del período israelita en Palestina, pero las que lo han sido
muestran, quizás, una decadencia en el mobiliario de la edad del bronce cananea o, en otras palabras, una
declinación del culto a los muertos. No obstante, la Biblia establece claramente que los israelitas se desviaban
continuamente del camino recto y adoptaban las prácticas religiosas de sus vecinos. Es de suponer que entre
estas prácticas se hayan encontrado algunas relacionadas con el culto a los muertos. Así las declaraciones en
Dt. 26.14 sugieren que se hizo necesario prohibir las ofrendas a los muertos; parecería que se esperaba que se
quemaría incienso para Asa cuando fue sepultado (2 Cr. 16.14), y en el funeral de Sedequías (Jer. 34.5); y Ez.
43.7–9 da a entender que existía un culto a los cadáveres de los reyes. La práctica de la necromancia
(Adivinación) también está probada (1 S. 28.7), aunque se la condená claramente (Is. 8.19; 65.4).

       A veces se citan otros pasajes bíblicos como prueba de que se toleraban esas prácticas o se las aceptaba
como legítimas. Así vemos que en Gn. 35.8 se indica que se llamó Alón-bacut, “encina del llanto”, a la encina
bajo la cual estaba sepultada el ama de Rebeca, y en Gn. 35.20 Jacob coloca una masµb_aÆ (Columna) sobre
la tumba de Raquel. Se han tomado estas acciones como indicativas de una creencia en la inviolabilidad de las
tumbas, y como consecuencia, en las prácticas cúlticas relacionadas con los muertos. Pero el llorar por los
muertos bien podía ser una expresión genuina tanto como ritual, y no hay indicaciones de que la colocación de
una columna o pilar memorial necesariamente indicara una práctica cúltica. La práctica del levirato (Dt. 25.5–
10) ha sido interpretada como parcialmente destinada a que alguien se encargara de llevar a cabo el culto a los
muertos para el extinto. Esta interpretación, sin embargo, una vez más, excede el simple testimonio que ofrece
el texto. A pesar de las diversas teorías, la participación en los sacrificios familiares (por ejemplo 1 S. 20.29) no
ofrece pruebas del culto a los muertos. Se ha sugerido, además, que algunas de las costumbres funerarias
(Columna) muestran señales de un culto, o incluso adoración, dirigido a los muertos. Pero tales prácticas, en la
medida en que eran legítimas (Lv. 19.27–28; Dt. 14.1) bien pueden ser explicadas como manifestaciones de
pena por la pérdida de un ser querido.

       Resulta claro entonces que ni el culto a los antepasados ni el culto a los muertos tuvieron papel alguno en
la verdadera religión de Israel.

¿Existe la Trinidad?

       La palabra trinidad no aparece en la Biblia, y aunque la usó Tertuliano en la última década del siglo II,
formalmente no encontró su lugar en la teología de la iglesia hasta el siglo. IV. Sin embargo, es la doctrina
distintiva de la fe cristiana que abarca todo lo demás. Ella hace tres afirmaciones: que no hay sino un solo Dios,
que cada una de las tres personas, Padre, Hijo, y Espíritu, es Dios, y que tanto el Padre, como el Hijo y el
Espíritu son personas claramente diferenciadas. En esta forma se ha convertido en la fe de la iglesia desde que
recibió su primera formulación plena por Tertuliano, Atanasio y Agustín.

       I. Derivación

       Si bien no es una doctrina bíblica en el sentido de que no se puede encontrar formulación de ella en la
Biblia, se puede ver que ella subyace a la revelación de Dios, implícita en el AT y explícita en el NT. Con esto
queremos decir que, si bien no podemos hablar confiadamente de la revelación de la Trinidad en el AT, no
obstante una vez que la sustancia de la doctrina ha sido revelada en el NT, podemos volver hacia atrás y
comprobar la existencia de muchas implicancias de ella en el AT.

       a. En el Antiguo Testamento

       Se puede entender que en épocas cuando la religión revelada tenía que hacerse valer en un entorno de
idolatría pagana, nada que pudiese poner en peligro la unidad de Dios podía darse libremente. El primer
imperativo, por consiguiente, consistía en declarar la existencia del único Dios, vivo y verdadero, y a esta tarea
se dedica principalmente el AT. Pero ya en las primeras páginas del AT se nos enseña a atribuir la existencia y
la persistencia de todas las cosas a una fuente tripartita. Hay pasajes donde Dios, su Palabra y su Espíritu
aparecen juntos, como, por ejemplo, en el relato de la creación donde Elohim aparece creando por medio de su
Palabra y su Espíritu (Gn. 1.2–3). Se piensa que Gn. 1.26 apunta en la misma dirección, porque allí se afirma
que Dios dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza", seguido por la
afirmación de su cumplimiento: "Y creó Dios al hombre a su imagen", caso notable de intercambio del plural y
el singular, lo cual sugiere pluralidad en la unidad.

       Hay muchos otros pasajes donde Dios, su Palabra y su Espíritu aparecen juntos como "co-causas de
efectos". En Is. 63.8–10 vemos que son tres los que hablan, el Dios del pacto con Israel (v. 8), el ángel de la
presencia (v. 9), y el Espíritu "enojado" por su rebelión (v. 10). Tanto la actividad creadora de Dios como su
gobierno se asocian, posteriormente, con la Palabra personificada como "Sabiduría" (Pr. 8.22; Job 28.23–27),
como también con el Espíritu como dispensador de todas las bendiciones, y fuente de la fuerza física, el valor,
la cultura y el gobierno (Ex. 31.3; Nm. 11.25; Jue. 3.10).

       La triple fuente revelada en la creación se hace más evidente aun a medida que se desenvuelve la
redención. En una etapa antigua encontramos los notables fenómenos relacionados con el ángel de Yahvéh, que
recibe y acepta honores divinos (Gn. 16.2–13; 22.11–16). No en todos los pasajes del AT donde aparece esta
designación se refiere a un ser divino, porque está claro que en pasajes tales como 2 S. 24.16; 2 R. 19.35, se
hace referencia a un ángel creado investido de autoridad divina para la ejecución de una misión especial. En
otros pasajes el ángel de Yahvéh no sólo lleva el nombre divino, sino que tiene dignidad y poder divinos,
dispensa liberación divina, y acepta homenaje y adoración propios únicamente de Dios. En resumen, al Mesías
se le atribuye deidad, aun cuando se lo considera como persona diferenciada de Dios mismo (Is. 7.14; 9.6).

       El Espíritu de Dios recibe prominencia también en relación con la revelación y la redención, y se le asigna
su función en la dotación del Mesías para su obra (Is. 11.2; 42.1; 61.1), y en la de su pueblo para responder
con fe y obediencia (Jl. 2.28; Is. 32.15; Ez. 36.26–27). Así, el Dios que se reveló a sí mismo objetivamente por
medio del Ángel mensajero se reveló a sí mismo subjetivamente en y por el Espíritu, dispensador de todas las
bendiciones y dones en la esfera de la redención. La triple bendición aarónica (Nm. 6.24) también debe tenerse
en cuenta quizá como prototipo de la bendición apostólica neotestamentaria.

       b. En los evangelios

       A modo de contraste debemos recordar que el AT fue escrito antes de que se hubiese dado a conocer con
claridad la revelación de la doctrina de la Trinidad, y el NT después de ella. En el NT la encontramos
particularmente en la encarnación de Dios Hijo, y en el derramamiento del Espíritu Santo. Pero por tenue que
sea la luz en la antigua dispensación, el Padre, el Hijo y el Espíritu del NT son los mismos que los del AT.

       Puede decirse, no obstante, que como preparación para el advenimiento de Cristo, el Espíritu Santo se hizo
presente en la conciencia de hombres temerosos de Dios en medida desconocida desde el cierre del ministerio
profético de Malaquías. Juan el Bautista, más especialmente, tuvo conciencia de la presencia y el llamado del
Espíritu, y es posible que su predicación tuviese referencia trinitaria. Llamaba al arrepentimiento para con Dios,
a la fe en el Mesías venidero, y hablaba de un bautismo del Espíritu Santo, del cual su bautismo con agua era
símbolo (Mt. 3.11).

       Las épocas especiales de revelación trinitaria fueron las siguientes.

(i) La anunciación. La participación de la Trinidad en la encarnación le fue revelada a María en el anuncio


angelical de que el Espíritu Santo vendría sobre ella, el poder del Altísimo le haría sombra y el niño que había
de nacer de ella sería llamado Hijo de Dios (Lc. 1.35). De esta manera se dio a conocer que el Padre y el
Espíritu participarían en la encarnación del Hijo.

(ii) El bautismo de Cristo. En el bautismo de Cristo en el Jordán se pueden distinguir las tres Personas, el Hijo
que es bautizado, el Padre que habla desde el cielo en reconocimiento de su Hijo, y el Espíritu que desciende en
el símbolo objetivo de la paloma. Jesús, habiendo recibido así el testimonio del Padre y del Espíritu, recibió
autoridad para bautizar con el Espíritu Santo. Juan el Bautista parece haber reconocido muy pronto que el
Espiritu Santo vendría del Mesías, y no simplemente con él. La tercera Persona era por lo tanto el Espíritu de
Dios y el Espíritu de Cristo.

(iii) La enseñanza de Jesús. La enseñanza de Jesús es trinitaria en su totalidad. Habla del Padre que lo había
enviado, de sí mismo como el que revela al Padre, y del Espíritu como aquel por el cual él y el Padre obran. Las
interrelaciones entre Padre, Hijo y Espíritu se hacen resaltar en todas partes (véase Jn. 14.7, 9–10). Declaró
enfáticamente: "Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador ("Abogado"), para que esté con vosotros para
siempre: el Espíritu de verdad" (Jn. 14.16–26). Se hace por lo tanto una distinción entre las tres Personas, y
también una identificación. El Padre que es Dios envió al Hijo, y el Hijo que es Dios envió al Espíritu, que
también es Dios. Esta es la base de la creencia cristiana en la "doble procesión" del Espíritu. En sus disputas
con los judíos Cristo insistió en que su carácter de Hijo no provenía simplemente de David, sino de una fuente
que lo convertía en Señor de David, y que ya lo era cuando David pronunció las palabras (Mt. 22.43). Esto
indicaría tanto su deidad como su preexistencia.
(iv) La comisión del Señor resucitado. En la comisión dada por Cristo antes de su ascensión, con instrucciones a
los discípulos sobre ir por todo el mundo con su mensaje, hizo referencia concreta al bautismo "en el nombre
del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo". Es significativo que el nombre sea uno, pero que dentro de los
límites de ese único nombre haya tres Personas claramente diferenciadas. La Trinidad como tri-unidad no
podría expresarse de modo más claro.

       c. Los escritos neotestamentarios

       El testimonio que ofrecen los escritos del NT, aparte de los evangelios, es suficiente para mostrar que
Cristo había instruido a sus discípulos en lo tocante a esta doctrina en mayor medida de lo que registra
cualquiera de los cuatro evangelios. Con decisión y entusiasmo proclaman la doctrina de la Trinidad como la
triple fuente de la redención. El derramamiento del Espíritu en Pentecostés hizo que la personalidad del mismo
adquiriese mayor prominencia y al mismo tiempo arrojó nueva luz sobre el Hijo. Pedro, al explicar el fenómeno
de Pentecostés, lo representa como una actividad de la Trinidad: "Este Jesús … exaltado por la diestra de Dios,
y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís" (Hch.
2.32–33). De modo que la iglesia de Pentecostés estaba fundada en la doctrina de la Trinidad.

       En 1 Co. hay una mención de los dones del Espíritu, la diversidad de servicios para un mismo Señor y la
inspiración de un mismo Dios para la obra (1 Co. 12.4–6).

       Pedro traza la salvación a la misma fuente tri-unitaria: "elegidos según la presciencia de Dios Padre en
santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo" (1 P. 1.2). La bendición
apostólica: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos
vosotros" (2 Co. 13.14), no sólo resume la enseñanza apostólica, sino que interpreta el significado más
profundo de la Trinidad en la experiencia cristiana, la gracia salvadora del Hijo que da acceso al amor del Padre
y a la comunión del Espíritu.

       Lo que resulta sorprendente, sin embargo, es que esta confesión de Dios como uno en tres se llevó a cabo
sin lucha y sin controversia, por un pueblo adoctrinado por siglos en la fe del Dios único, y que al ingresar en la
iglesia cristiana no consideraba que estaba haciendo un corte con su antigua fe en ningún sentido.

       II. Formulación

       Aun cuando la Escritura no nos ofrece una doctrina formulada de la Trinidad, ella contiene todos los
elementos con los cuales la teología ha armado la doctrina correspondiente. La enseñanza de Cristo da
testimonio de la verdadera personalidad de cada una de las distinciones en el seno de la Deidad a la vez que
arroja luz sobre las relaciones existentes entre las tres personas. Quedó para la teología la tarea de formular a
base de esto una doctrina de la Trinidad. La necesidad de formular la doctrina le fue impuesta a la iglesia por
fuerzas externas a ella, y fue, en particular, su fe en la deidad de Cristo y la necesidad de defenderla lo que
primero la impulsó a afrontar la tarea de formular una doctrina completa de la Trinidad para su regla de fe.
Ireneo y Orígenes comparten con Tertuliano la responsabilidad de la formulación que sigue siendo, en lo
fundamental, la de la iglesia católica. Bajo el liderazgo de Atanasio esta doctrina se proclamó como credo de la
iglesia en el concilio de Nicea (325 d.C.), y en manos de Agustín, un siglo más tarde, recibió una formulación
que encierra el llamado credo de Atanasio que es aceptado por las iglesias trinitarias hasta el día de hoy.
Después de haber recibido aclaraciones por cuenta de Juan Calvino, pasó al conjunto de iglesias de la fe
reformada.

       En cuanto a la relación existente entre las tres personas hay distinciones reconocibles.

       a. Unidad en diversidad

       En la mayoría de las formulaciones esta doctrina se enuncia diciendo que Dios es uno en su ser esencial,
pero que en su ser hay tres Personas, que no obstante no conforman individuos separados y distintos. Son tres
modos o formas en las que existe la esencia divina. "Persona" es, empero, una expresión imperfecta de esta
verdad en la medida en que para nosotros denota un individuo racional y moral independiente. Pero en el ser
de Dios no hay tres individuos, sino tres autodistinciones personales en el seno de una sola esencia divina.
Luego también, en el hombre la personalidad conlleva la idea de independencia de voluntad, acciones y
sentimientos que llevan a una conducta peculiar de la persona. Esto no puede concebirse en relación con la
Trinidad. Cada persona es autoconsciente y autodirigida, pero jamás actúa independientemente o en oposición.
Cuando decimos que Dios es una unidad queremos decir que, si bien Dios es en sí mismo un centro tripartito de
vida, su vida no está dividida en tres partes. Es uno en esencia, en personalidad y en voluntad. Cuando
decimos que Dios constituye una Trinidad en la unidad queremos decir que hay unidad en diversidad, y que la
diversidad se manifiesta en Personas, en características y en funciones.

       b. Igualdad en dignidad


       Hay perfecta igualdad en naturaleza, honor y dignidad entre las tres Personas. La paternidad pertenece a
la esencia misma de la primera Persona y así fue desde toda la eternidad. Es propiedad personal de Dios, "de
quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra" (Ef. 3.15).

       Al Hijo se le llama "unigénito" quizá para sugerir su carácter único más que derivación. Cristo siempre se
atribuyó una relación única con Dios como Padre, y los judíos que lo escucharon aparentemente no tuvieron
dudas en cuanto a lo que pretendía. De hecho intentaron matarlo porque "decía que Dios era su propio Padre,
haciéndose igual a Dios" (Jn. 5.18).

       El Espíritu se revela como la persona que con exclusión de toda otra conoce las profundidades de la
naturaleza de Dios: "Porque el espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios … nadie conoció las cosas de
Dios, sino el Espíritu de Dios" (1 Co. 2.10s). Esto es como decir que el Espíritu no es sino "Dios mismo en la
más profunda esencia de su ser".

       Esto pone el sello de la enseñanza neotestamentaria sobre la doctrina de la igualdad de las tres Personas.

       c. Diversidad en las funciones

       En las funciones asignadas a cada una de las Personas en la Deidad, especialmente en cuanto a la
redención del hombre, resulta claro que se incluye un cierto prado de subordinación (en relación, si bien no en
naturaleza); primero, el Padre, segundo, el Hijo, tercero, el Espíritu. El Padre obra a través del Hijo por medio
del Espíritu. Así, Cristo puede decir: "El Padre mayor es que yo." Como el Hijo fue enviado por el Padre, así el
Espíritu es enviado por el Hijo. Como era función del Hijo revelar al Padre, así la función del Espíritu es revelar
al Hijo, tal como lo expresó Cristo: "El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber" (Jn. 16.14).

       Se ha de reconocer que la doctrina surgió como expresión espontánea de la experiencia cristiana. Los
primitivos cristianos se sabían reconciliados con Dios Padre, y sabían que esa reconciliación fue asegurada por
la obra expiatoria del Hijo, y que ella les era comunicada en forma de experiencia por el Espíritu Santo. Por lo
tanto para ellos la Trinidad fue un hecho antes de convertirse en doctrina, pero a fin de preservarla como parte
del credo de la iglesia fue preciso formular la doctrina.

       III. Consecuencias de la doctrina

       Las consecuencias de esta doctrina son de suma importancia no sólo para la teología, sino para la
experiencia y la vida cristianas.

       a. Significa que Dios es revelable

       La revelación es tan natural para Dios como lo es para el sol el acto de brillar. Antes de que hubiera seres
creados ya existía la autorrevelación en el seno de la Trinidad, por cuanto en ella el Padre revelaba al Hijo, el
Padre y el Hijo revelaban al Espíritu, el Espíritu comunicaba esa revelación en el seno del ser de Dios. Cuando
Dios determinó crear un universo esto no significó ningún cambio en el comportamiento de Dios; significaba
dejar que su revelación brillara hacia afuera, hacia su creación. Y esto lo hizo por medio de su Espíritu
revelador,

       b. Significa que Dios es comunicable

       Cuando el sol brilla comunica su luz, su calor y su energía. De modo que si Dios es en su misma esencia
comunión él puede hacer que esa comunión se exteriorice hacia sus criaturas y puede comunicarse con ellas
según su capacidad de recepción. Esto es lo que ocurrió en forma suprema cuando acudió a redimir a los
hombres: hizo que su comunión se inclinara hacia abajo para alcanzar al hombre proscrito y levantarlo. Y así,
dado que Dios es un Dios trino tiene algo que compartir: su propia vida y comunión.

       c. Significa que la Trinidad es la base de toda verdadera comunión en el mundo

       Ya que Dios es en sí mismo comunión, significa que sus criaturas morales, que han sido hechas a su
imagen, encuentran plenitud de vida sólo en comunión. Esto se refleja en el matrimonio, en el hogar, en la
sociedad, y sobre todo en la iglesia, cuya koinoµnia se construye sobre la base de la comunión de las tres
Personas. La comunión cristiana es, por lo tanto, lo más divino que hay en la tierra, el equivalente terrenal de
la vida divina, tal como Cristo oró por sus seguidores: "Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en
ti, que también ellos sean uno en nosotros" (Jn. 17.21).

       d. Proporciona variedad a la vida del universo


       Hay, como hemos visto, diversidad en la vida de Dios. Dios Padre concibe, Dios Hijo crea, Dios Espíritu da
vida; una gran diversidad en cuanto a vida, funciones y actividad. Por esta razón podemos comprender que si
el universo es manifestación de Dios, podemos esperar que haya diversidad en la vida de esa totalidad que es
el universo creado. Pensamos que la llamada uniformidad de la naturaleza está totalmente equivocada. Todas
las maravillas de la creación, todas las formas de vida, todo el movimiento en el universo, son reflejo, espejo,
de la multiforme vida de Dios. No existe la monotonía de la uniformidad, ni la uniformidad de diseño en gran
escala, por cuanto la naturaleza refleja el carácter multiforme de la naturaleza y la personalidad del Dios vivo.

Ética Bíblica

       I. El principio distintivo

       Lo distintivo de la enseñanza ética de la Biblia está bien ilustrado por la derivación de las palabras mismas,
"ética" y "moral". Ambas se originan en raíces (griegas y latinas) que significan "costumbre". Se infiere de esto
que nos comportamos de una manera éticamente correcta cuando hacemos lo que la costumbre indica.
Descubrimos las cosas que se hacen generalmente, y llegamos a la conclusión que estas son las que
deberíamos hacer.

       En nítido contraste con este enfoque, la ética bíblica se centra en Dios. En lugar de dejarnos guiar por la
opinión de la mayoría, o conformarnos al comportamiento acostumbrado, las Escrituras nos instan a comenzar
con Dios y sus requerimientos—y no con el hombre y sus costumbres—cuando buscamos directivas morales.
Este principio central y unificador se expresa de muchas maneras en la Biblia:

       (a) La norma para el bien es de carácter personal. Si deseamos descubrir cuál es la naturaleza del bien, la
Biblia nos dirige a la persona de Dios mismo. Sólo él es bueno (Mr. 10.18), y es su voluntad la que expresa "lo
que es bueno, aceptable y perfecto" (Ro. 12.2). Allá en el desierto de Sinaí Yahvéh hizo esta promesa a Moisés:
"Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro" (Ex. 33.19), y la promesa se cumplió mediante una revelación
especial del carácter del Señor (Ex. 34.6s). A diferencia de todos los demás maestros de moral, Dios es
absolutamente consecuente. Él es la expresión de su propia voluntad.

       (b) La fuente del conocimiento moral es la revelación. Según la Biblia, el conocimiento del bien y del mal
no es tanto objeto de investigación filosófica como aceptación de la revelación divina. Como lo expresa Pablo, el
conocimiento de la voluntad de Dios (lo cual equivale a descubrir lo que es correcto) se adquiere a través de la
instrucción en su ley (Ro. 2.18). Así que mientras el filósofo moralista investiga sus datos con el fin de llegar a
conclusiones sensatas, los escritores bíblicos se conforman con declarar la voluntad revelada de Dios, sin sentir
la necesidad de justificar sus opiniones.

       (c) La enseñanza moral se expresa en forma de mandamientos y no de afirmaciones. Exteriormente, la


diferencia más notable entre la Biblia y un texto secular de ética es la manera en que se transmite la enseñanza
moral. Para encontrar argumentos razonados para las exigencias éticas en la Biblia, se debe recurrir casi
exclusivamente a la literatura sapiencial en el AT (Pr. 5.1ss). En otras partes de las Escrituras los juicios
morales se declaran lisa y llanamente, sin argumentación razonada. El filósofo que no apoya sus opiniones con
argumentos bien defendidos no puede esperar que la gente lo escuche con seriedad. Pero los escritores
bíblicos, desde el momento que estaban convencidos de estar transmitiendo la voluntad de Dios, no sintieron
ninguna necesidad de emplear argumentos lógicos para apoyar sus mandamientos morales.

       (d) La demanda ética básica es la de imitar a Dios. Como Dios sintetiza el bien en su propia persona, el
supremo ideal del hombre, de acuerdo a la Biblia, es el de imitarle. Esto se refleja en el estribillo del AT, "seréis
santos, porque yo soy santo" (Lv. 11.44s); y en la manera en que grandes y antiguas palabras del pacto como
h\esed_ ("misericordia") y >ƒmuÆnaÆh ("fidelidad") se usan para describir el carácter de Dios y, a la vez, sus
exigencias morales para el hombre. También en el NT se hace referencia a la misma idea. Los cristianos deben
desplegar la misericordia de su Padre celestial, dijo Jesús, y también su perfección moral (Lc. 6.36; Mt. 5.48). Y
porque Jesús lleva "la imagen misma de su sustancia" (He. 1.3), la invitación a imitarle llega con la misma
fuerza (1 Co. 11.1). Nos hacemos imitadores del Padre en la medida en que manifestamos en nuestra vida el
amor del Hijo (Ef. 5.1s).

       (e) La religión y la ética son inseparables. Toda tentativa de introducir una cuña entre los preceptos
morales de la Biblia y su enseñanza religiosa fracasa. Debido al hecho de que la ética bíblica es teocéntrica, la
enseñanza moral de las Escrituras pierde su credibilidad toda vez que se le quita su apoyatura religiosa (pr
ejemplo las Bienaventuranzas, Mt. 5.3ss). La religión y la ética están relacionadas como lo están los cimientos y
el edificio que se asienta en ellos. Por ejemplo, las demandas morales del Decálogo se apoyan en el hecho de la
actividad redentora de Dios (Ex. 20.2); y buena parte de la enseñanza moral de Jesús se presenta como
deducción basada en premisas religiosas (Mt. 5.43ss). El mismo principio está bien ilustrado en la estructura
literaria de las epístolas paulinas. Al mismo tiempo que presenta ejemplos específicos de enseñanza moral
basada en fundamentos religiosos (por ejemplo 1 Co. 6.18ss; 2 Co. 8.7ss; Fil. 2.4ss), Pablo estructura sus
cartas para seguir el mismo modelo. Una sección teológica principal cuidadosamente presentada sirve como
trampolín para un claro agregado ético final (Ro., Ef., Fil.). La ética cristiana nace de la doctrina cristiana, y son
inseparables.
 

       II. El Antiguo Testamento

       (a) El pacto. El pacto que Dios formalizó con Israel por intermedio de Moisés (Ex. 24) tuvo significación
ética directa y trascendental. Particularmente, la nota fundamental de la gracia, manifestada primeramente en
la elección que hizo Dios en cuanto al socio para su pacto (Dt. 7.7s; 9.4), determina el tema para toda la
enseñanza moral del AT.

       La gracia de Dios propone el motivo principal para la obediencia a sus mandamientos. Las apelaciones a
manifestar temor reverencial no están ausentes por cierto en el AT (Ex. 22.22ss), pero es más frecuente que la
gracia provea el mayor estímulo al buen comportamiento. Los hombres, en su carácter de socios del pacto
celebrado con Dios, son invitados a responder con gratitud a los actos de amor inmerecido realizados por él
anteriormente; son llamados a hacer su voluntad en señal de gratitud por su gracia, antes que a someterse
atemorizados por amenazas de castigo. Por consiguiente, los esclavos debían ser tratados con generosidad
porque Dios manifestó generosidad hacia los esclavos hebreos en Egipto (Dt. 15.12ss). Los comerciantes no
debían usar pesas falsas en sus balanzas, recordando que fue el Dios de toda justicia el que redimió a sus
antepasados (Lv. 19.36). Los extranjeros debían de ser tratados con la misma bondad que el Señor de la gracia
manifestó para con su pueblo: "Porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto" (Lv. 19.33s). En una palabra,
la demanda de Dios en el pacto es esta: "Guardad… mis mandamientos, y cumplidlos", porque "yo Jehová … os
saqué de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios" (Lv. 22.31ss).

       El pacto también alentaba una intensa conciencia de solidaridad corporativa en Israel. Su efecto no era
sólo el de unir al individuo a Dios, sino también el de reunir a todos los miembros del pacto en una sola
comunidad (el lenguaje que utiliza Pablo para describir el efecto del nuevo pacto en Ef. 2.11ss). La repetición
de la frase "carne y hueso" en la Biblia ilustra gráficamente este principio; utilizada primeramente con
referencia a la relación de una persona con otra en Gn. 2.23, podía aplicarse por un individuo a su familia
extendida (Jue. 9.1s), por la nación al declarar su lealtad a su conductor (2 S. 5.1) y aun—más tarde—por un
judío al describir su parentesco con su raza (Ro. 11.14). De manera que cuando un hombre transgredía uno de
los mandamientos de Dios, toda la comunidad quedaba comprometida con su pecado (Jos. 7.1ss); y cuando
alguien pasaba por momentos difíciles, todos sentían la obligación de acudir en su ayuda.

       De ahí el marcado acento que el AT pone en la ética social. La solidaridad corporativa conducía de
inmediato a la preocupación por el prójimo. En esa íntima unidad comunitaria cada individuo era importante.
Los pobres tenían los mismos derechos que los ricos, porque todos estaban amparados por el mismo pacto. Los
miembros más débiles de la sociedad estaban especialmente protegidos (las disposiciones específicas de Ex. 22
y 23, con sus resguardos para la viuda, el huérfano, el extranjero, y los pobres).

       (b) La ley. El pacto proporcionó el contexto para la dispensación de las leyes por parte de Dios. En
consecuencia, un rasgo distintivo de la ley del AT era su énfasis en el mantenimiento de relaciones correctas.
Su principal interés era el de no levantar una cerca en torno a ideales éticos abstractos, sino el de cimentar
buenas relaciones entre una persona y otra, y entre las personas y Dios. Por ello la mayoría de sus preceptos
específicos se expresan en segunda persona y no en tercera. De ahí, también, la actitud netamente positiva y
cálida que adoptan aquellos que están bajo la ley hacia el cumplimiento de la misma (Sal. 19.7ss; 119.33ss,
72); y el reconocimiento de que la consecuencia más seria resultante del quebrantamiento de la ley no era un
castigo material, sino el deterioro inevitable de las relaciones entre las partes (Os. 1.2).

       El punto central de la ley son los Diez Mandamientos (Ex. 20.3ss; Dt. 5.7ss), ya que se refieren a las más
fundamentales de todas las relaciones. Ningún resumen podría ser más completo. Establecen la santidad básica
que gobierna todo cuanto tiene que ver con las creencias, el culto, y la vida: la santidad del ser mismo de Dios,
el culto que se le rinde, su nombre, y su día; y la santidad del matrimonio y de la familia, de la vida, la
propiedad, y la verdad. El contexto dentro del cual se promulgan es el de la redención (Ex. 20.2), y su
pertinencia no ha terminado con la venida de Cristo (Mt. 5.17ss; Ro. 13.9; Stg. 2.10s).

       Además de ser fruto de la obra redentora de Dios, el Decálogo tiene profundas raíces en las ordenanzas de
la creación de Gn. 1 y 2. Estas son las ordenanzas de la procreación y la responsabilidad administrativa sobre el
resto de la creación (Gn. 1.28); el día del reposo (Gn. 2.2s); el trabajo (Gn. 2.15), y el matrimonio (Gn. 2.24).
Juntos (como el Decálogo), se refieren a todas las áreas fundamentales de la vida y del comportamiento de los
seres humanos, y proveen normas básicas para aquellos que buscan un estilo de vida que concuerde con el
ideal del Creador.

       La caída del hombre en el pecado nada hizo para abrogar estas ordenanzas. En el resto de las Escrituras
se recalca su permanente aplicabilidad (Gn. 3.16, 19; 4.1–2, 17, 25; 5.1ss; 9.7). Pero en realidad la caída del
hombre afectó materialmente el contenido específico de la ley del AT. Además de las sanciones penales, fue
necesario incorporar nuevas disposiciones para hacer frente a la situación radicalmente diferente creada por el
pecado. El permiso otorgado por Moisés para el divorcio (Dt. 24.1ss) viene muy bien al caso. Esta disposición
fue una concesión divina para las relaciones matrimoniales seriamente afectadas por los estragos del pecado, y
de ninguna manera la anulación de la ordenanza matrimonial establecida en la creación (Gn. 2.24; Mt. 19.3ss).
Tanto aquí como en otros lugares, debemos cuidarnos de no confundir la tolerancia de Dios con su aprobación;
de la misma manera en que siempre debemos hacer una clara distinción entre la ética bíblica y cierto
comportamiento equívoco del pueblo de Dios registrado en la Biblia.
       (c) Los profetas. Los profetas del siglo VIII han sido aptamente denominados "los políticos del pacto".
Desde los tiempos de Moisés las condiciones sociales habían variado dramáticamente. Los contemporáneos de
Amós tenían casas de veraneo además de casas de invierno. El comercio en gran escala era floreciente. Había
especulación financiera, y los prestamistas operaban en gran escala. Se arreglaban alianzas e intercambios
culturales con naciones extranjeras. Aparentemente, las leyes emanadas del pacto poca ayuda podían ofrecer a
aquellos que luchaban con los dilemas morales en un medio vastamente diferente. Pero los profetas se
ocuparon de interpretar la ley, profundizando hasta llegar a sus principios básicos, y aplicando esos principios a
los problemas morales concretos de su día.

       En particular, se hicieron eco de la profunda preocupación de la ley en cuanto a la aplicación de la justicia
social. Reflejando con mucha precisión el espíritu de preocupación del pacto por los débiles, Amós y Oseas
desollan a aquellos que venden a los necesitados por un par de zapatos, aceptan soborno, usan pesas y
medidas falsas, o en una palabra oprimen a los pobres (Am. 2.6; 5.12; Mi. 6.11). Juntamente con Isaías y
Oseas, atacan de manera particularmente enfurecida a aquellos que procuran ocultar sus fracasos morales bajo
una apariencia de observancias religiosas (Is. 1.10ss; Os. 6.6). Declaraban con palabras atronadoras que a
Dios le resultaban nauseabundos los días festivos y las salmodias mientras florecían la injusticia y la iniquidad
(Am. 5.21ss). El caminar humildemente a su lado comprende la práctica de la justicia y la misericordia (Mi.
6.8).

       Los profetas también corregían cualquier desequilibrio que pudiera resultar del cumplimiento de las leyes
del pacto. Por ejemplo, el acento que pone el pacto en la solidaridad corporativa puede haber enturbiado, en la
mente de algunos, el concepto de la responsabilidad personal. Por ello Ezequiel, especialmente, pone mucho
empeño en señalar que a los ojos de Dios cada individuo es moralmente responsable de sus acciones; nadie
puede sencillamente echar la culpa de su mal proceder a la herencia y al ambiente (Ez. 18.20ss). Además, la
preocupación especial de Dios para con Israel había fomentado en algunos un tipo de nacionalismo malsano y
estrecho que los indujo a despreciar a los extranjeros. Los profetas aplicaban el necesario correctivo insistiendo
en que las normas morales divinas se aplican en forma equilibrada. Su amor abraza tanto a los etíopes como a
los israelitas (Am. 9.7), e Israel no ha de escapar de su juicio por el pecado alegando su posición especial como
pueblo escogido del Señor; más aun, dice Amós, un conocimiento privilegiado de Dios trae aparejadas mayores
responsabilidades y riesgos más grandes (Am. 1.1–3.2).

       La enormidad del pecado, y la inmensidad de la sima existente entre el santo Dios y los hombres
pecadores, impresionaron profundamente a los profetas (Hab. 1.13; Is. 6.3ss). Sin alguna acción especial de la
gracia divina, sabían que no era posible construir ningún puente a través de esa brecha (Jer. 13.23). La
renovación del hombre dependía de la actividad del Espíritu de Dios (Ez. 37.1ss), y de un nuevo tipo de ley que
Dios mismo escribiría en los corazones de su pueblo (Jer. 31.31ss).

III. El Nuevo Testamento

       (a) Los evangelios. Jesús evidenció gran respeto hacia la ley moral del AT; no vino a abolirla sino a
cumplirla (Mt. 5.17ss). Pero él mismo no enseñaba como un legislador. Aun cuando expresó muchas de sus
enseñanzas morales mediante imperativos (por ejemplo Mt. 5.39ss; Mr. 10.9), y enseñaba con la autoridad de
un legislador (Mt. 7.24ss; Mr. 1.22), no era su propósito formular un código completo de reglas para la vida
moral. La ley prescribe o prohíbe ciertas cosas específicas; a Jesús le interesaba dar a conocer e ilustrar el
carácter general de la voluntad de Dios. La ley se ocupa de las acciones; Jesús se ocupó mucho más del
carácter y los móviles que inspiran las acciones.

       El análisis que hacía Jesús de las exigencias de la ley está bien ilustrado en el Sermón del monte. La ley
prohibía el homicidio y el adulterio. Jesús (sin condonar, naturalmente, ni lo uno ni lo otro) ponía el dedo en los
pensamientos y las actitudes que estaban por detrás de las acciones. El hombre que abrigaba un odio particular
hacia su prójimo, o mentalmente desvestia a la esposa de este, movido por su concupiscencia, no podía,
enseñaba Jesús, eludir la culpa moral alegando que no había transgredido la letra de la ley (Mt. 5.21s, 27s).
Las Bienaventuranzas, con las que comienza el Sermón (versículo 3ss), subrayan este mismo punto. No
constituyen una lista de reglas, sino un conjunto de felicitaciones dirigidas a aquellos cuya vida ejemplifica
actitudes piadosas. A la inversa, los pecados que Jesús condena son principalmente los del espíritu, no los de la
carne. Sorprendentemente, tiene poco que decir por ejemplo sobre la inconducta sexual. En dos ocasiones
cuando se le plantearon casos de pecado sexual (Lc. 7.37ss; Jn. 8.3ss) deliberadamente desvió la atención
hacia la mala intención de los denunciantes. Reservaba sus más hirientes reproches para las actitudes
impropias de la mente y del corazón, como ser, la ceguera moral, la insensibilidad, y el orgullo (Mt. 7.3ss; Mr.
3.5; Lc. 18.9ss).

       El modo en que Jesús ve el amor provee otra ilustración sobre la manera en que reforzaba y elaboraba la
enseñanza moral del AT. Ambas partes de su conocida síntesis de la ley resumida en el amor (Mr. 12.28ss)
fueron tomadas directamente de las páginas del AT (Dt. 6.4; Lv. 19.18). Pero se manifestó en contra de las
convicciones raciales de muchos de sus contemporáneos, con su interpretación radical del segundo de estos
mandamientos. Con demasiada frecuencia la frase "amarás a tu prójimo" se tomaba con el sentido de "amarás
al prójimo comprendido en el pacto, y a nadie más". Por medio (especialmente) de la parábola del buen
samaritano (Lc. 10.29ss), Jesús enseñó que el amor al prójimo debe extenderse a cualquier persona que
necesite ayuda, con prescindencia de raza, credo, o cultura. Universalizó las demandas del amor.
       Al exponer su posición sobre el amor al prójimo, Jesús señaló la gracia como su característica distintiva.
Otras clases de amor—todas ellas tratadas positivamente en el NT—o son respuestas a algo atractivo en la
persona amada (como ocurre con el deseo físico y la amistad), o la clase de amor que se limita a los miembros
de un grupo (como la devoción familiar). El verdadero amor al prójimo, enseñó Jesús, funciona con
independencia de toda cualidad amable en la persona objeto de ese amor. Lo despierta la necesidad, no el
mérito, y no busca la reciprocidad (Lc. 6.32ss; 14.12ss). Tampoco se limita a ciertos grupos. Y en todas estas
formas refleja el amor de Dios (Jn. 3.16; 13.34; Lc. 15.11ss; Gá. 2.20; 1 Jn. 4.7ss).

       Cuando el escriba respondió entusiastamente al resumen que Jesús hizo de la ley, la réplica del Señor fue:
"No estás lejos del reino de Dios" (Mr. 12.34). De manera que además de ser el elemento fundamental de la ley
de Dios, el amor es la puerta de entrada a su reino, y las enseñanzas de Jesús respecto al reino están colmadas
de significación ética. Los que entran en el reino son aquellos que se someten al gobierno de Dios; cuando llega
su reino, se cumple su voluntad. Dios da a los que forman parte de su reino dirección y poder reales para poner
en práctica decisiones éticas acertadas.

       Es esta disponibilidad de un poder moral sobrenatural lo que justifica algunas de las demandas que hiciera
Jesús, y que de otra manera resultan de imposible cumplimiento (Mt. 5.48). Jesús no era ningún triunfalista (el
arrepentimiento se asocia también con el reino, Mr. 1.15), pero la mayoría de sus imperativos morales estaban
dirigidos a aquellos que ya formaban parte del reino, con la implícita seguridad de que todos los que se
someten al dominio de Dios pueden compartir su poder para convertir en acción sus convicciones éticas.

       Dado que el reino es una realidad presente en Cristo, la guía y el poder del Rey están disponibles aquí y
ahora. Pero debido al hecho de que también hay un sentido en que la plenitud de la venida del reino sigue
siendo inminente, hay también una sostenida nota de urgencia en la enseñanza moral de Jesús. Cuando el
gobierno de Dios sobre los hombres sea plenamente revelado habrá un juicio, y sólo un necio haría caso omiso
de la nota de advertencia que emite el reino (Lc. 12.20). De ahí el llamado del evangelio al arrepentimiento
(Mt. 4.17).

       (b) El resto del Nuevo Testamento. Como es de esperar, las epístolas ofrecen claros paralelos con la
enseñanza moral de los evangelios, aun cuando resulta sorprendente que en pocas ocasiones citan las palabras
de Jesús (1 Co. 7.10; 9.14). Pero porque fueron escritas como respuestas prácticas a preguntas urgentes
emanadas de iglesias vivientes, el tono de sus enseñanzas morales es ligeramente diferente. Al consultar los
evangelios parecería que la enseñanza de Jesús giraba principalmente en torno a amplios principios generales,
dejando que sus oyentes sacaran sus propias aplicaciones. Contrariamente, en las epístolas las aplicaciones a
menudo se hacen en términos muy específicos. El pecado sexual, por ejemplo, se analiza en forma bastante
detallada (1 Co. 6.9; 2 Co. 12.21), y los pecados de la lengua reciben un trato detallado similar (Ro. 1.29s; Ef.
4.29; 5.4; Col. 3.8; Stg. 3.5ss).

       Otro aspecto distintivo de la enseñanza ética de las epístolas es la reaparición de los así llamados códigos
domésticos (Ef. 5.22ss; Col. 3.18ss; 1 Ti. 2.8ss; Tit. 2.2ss; 1 P. 2.18ss). Estas son pequeñas porciones de
enseñanza sobre las relaciones correctas, especialmente en el matrimonio, en el hogar, y en el trabajo. Están
escritas en un tono notablemente conservador, lo mismo que ciertas secciones paralelas sobre las relaciones
entre creyentes y autoridades seculares (Ro. 13.1ss; Tit. 3.1; 1 P. 2.13s). Por muy entusiastas que fueran los
primitivos cristianos en su expectativa de la consumación del reino de Dios, es evidente que su entusiasmo no
los llevó a rechazar las estructuras básicas de autoridad sobre las que se funda la vida de la sociedad. Aun en el
libro de Apocalipsis, donde el velo del lenguaje apocalíptico que cubre la condenación por Juan del gobierno
secular de Roma es claramente transparente, los santos son llamados a ser mártires y no revolucionarios. No
obstante, el germen de los cambios sociales está presente en el NT, especialmente con respecto a las relaciones
que son invitados a fomentar los cristianos entre sí en la iglesia (Gá. 3.28).

       El tema del reino no se destaca tanto en las epístolas como en los evangelios, pero se evidencia el mismo
énfasis en cuanto a la necesidad que tiene el hombre de la guía y el poder de Dios en lo que respecta a la vida
moral. En las palabras de Pablo, la unión con Cristo (2 Co. 5.17), y la presencia interior del Espíritu (Fil. 2.13),
elevan la vida moral del cristiano a un plano distinto. Alimentado por la Palabra de Dios (He. 5.14), el creyente
redimido recibe una mayor medida de perspicacia para discernir entre el bien y el mal (Ro. 12.2); y siendo que
el Espíritu mora en él, dispone de un nuevo poder para hacer lo que sabe que debe hacer.

       Se dice, a veces, que debido a su rebelión en contra del legalismo judío, y alentado por su confianza en el
poder del Espíritu para informar y transformar al creyente cristiano, Pablo (especialmente) sostenía que la ley
moral del AT se había vuelto obsoleta en Cristo. Efectivamente, hay pasajes en las epístolas que, tomados
aisladamente, podrían sugerir este punto de vista (por ejemplo Gá. 3.23ss; Ro. 7.6; 10.4; 2 Co. 3.6), pero es
importante reconocer que Pablo usa la palabra "ley" de distintas maneras. Donde la utiliza telegráficamente
para referirse a la "justificación por la ley" (por ejemplo Ro. 10.4), es evidente que considera tanto obsoleto
como peligroso para el cristiano el procurar vivir por la ley. Pero donde usa la palabra simplemente para indicar
la expresión de la voluntad de Dios (por ejemplo Ro. 7.12) se vuelve mucho más positivo. Sin turbación alguna
cita el Decálogo (por ejemplo Ef. 6.2s), y escribe con libertad acerca de un principio legal que se hace efectivo
en la vida cristiana (Ro. 8.2; 1 Co. 9.21; Gá. 6.2; Stg. 1.25; 2.12). Aquí, como en otras partes, las enseñanzas
del NT encajan con las del AT. Hasta donde contiene las demandas morales básicas de Dios, la ley mantiene su
validez, porque sólo él expresa en su persona y voluntad todo lo que es bueno y justo.

Fe
       I. En el Antiguo Testamento

       En el AT la palabra "fe" aparece sólo tres veces en ciertas versiones (Nm. 35.30; Is. 57.11; Hab. 2.4).
Pero el hecho de que se use pocas veces el término no debe hacernos pensar que el AT asigna poca
importancia a la fe, ya que la idea, si no la palabra, es frecuente, y generalmente se expresa por medio de
verbos como "creer", "confiar" o "tener esperanza", términos que encontramos en gran cantidad.

       Podemos comenzar con un pasaje como el de Sal. 26.1: "Júzgame, oh Jehová, porque yo en mi integridad
he andado; he confiado asimismo en Jehová sin titubear." A menudo se dice que según el AT el hombre debe
salvarse mediante sus obras, pero este pasaje pone las cosas en su justa perspectiva. El Salmista, por cierto,
se refiere a su "integridad", pero esto no quiere decir que confía en sí mismo o en sus obras. Su confianza ha
sido depositada en Dios, y su "integridad" es la prueba de su confianza en él. El AT es un libro largo, y expresa
de diferentes maneras el concepto de la salvación. No siempre sus autores hacen las distinciones que nosotros,
que contamos con el NT, desearíamos que hicieran. Pero un examen cuidadoso revela que en el AT, al igual que
en el NT, la demanda básica es la de una correcta actitud hacia Dios, una demanda de fe. Sal. 37.3ss: "confía
en Jehová, y haz el bien … Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón.
Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará." Aquí no puede haber duda de que el Salmista está
señalando una vida recta. Pero tampoco hay duda de que básicamente está abogando por una actitud. Invita a
los hombres a poner su confianza en el Señor, que no es más que una forma diferente de decirles que deben
vivir por la fe. A veces se insta a los hombres a confiar en la Palabra de Dios (Sal. 119.42), pero más
frecuentemente es la fe en Dios mismo lo que se busca. "Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en
tu propia prudencia" (Pr. 3.5).

       La última parte de este versículo nos aconseja no confiar en nuestras propias fuerzas, pensamiento que
aparece frecuentemente: "El que confía en su propio corazón es necio" (Pr. 28.26). El hombre no debe confiar
en su propia justicia (Ez. 33.13). Se castiga a Efraín por confiar "en tu camino y en la multitud de tus valientes"
(Os. 10.13). A menudo se denuncia la confianza depositada en los ídolos (Is. 42.17; Hab. 2.18). Jeremías
advierte contra la confianza en lo humano. "Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su
brazo, y su corazón se aparta de Jehová (Jer. 17.5). Podríamos multiplicar la lista de las cosas en las que no
hay que confiar, y resulta más notable si se la compara con la lista más larga todavía de pasajes que nos instan
a confiar en el Señor. Está claro que los hombres del AT consideraban que el Señor era el único objeto digno de
fe. No ponían su fe en cosas que ellos mismos u otros hombres, o aun los dioses, pudieran hacer. Su fe
descansaba solamente en el Señor. A veces se lo expresó en forma pintoresca, como, por ejemplo: "Roca mía y
castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; mi escudo, y la fuerza de mi salvación, mi
alto refugio" (Sal. 18.2). En un Dios así se puede depositar plena confianza.

       Debemos mencionar especialmente a Abraham. Toda su vida manifiesta un espíritu de confianza, de una
profunda fe. Se dice de él que "creyó a Jehová, y le fue contado por justicia’ (Gn. 15.6). Los escritores del NT
recogieron este versículo, y el concepto fundamental que expresa adquirió mayor envergadura.

       II. En el Nuevo Testamento

       a. Uso general del término

       La fe ocupa un lugar sumamente prominente en el NT. El sustantivo griego pistis y el verbo pisteuoµ
aparecen más de 240 veces, mientras que el adjetivo pistos aparece 67 veces. Esta insistencia en el tema de la
fe debe verse contra el fondo de la obra salvadora de Dios en Cristo. Elemento central en el NT es la idea de
que Dios envió a su Hijo para que fuera el Salvador del mundo. Cristo obtuvo la salvación para los hombres
sufriendo una muerte expiatoria en la cruz del Calvario. Fe es la actitud por medio de la cual el hombre deja de
confiar en sus propios esfuerzos para obtener la salvación, ya se trate de obras piadosas, de bondad ética, o de
cualquier otra naturaleza. Es la actitud de completa confianza en Cristo, y solamente en él, para todo lo que
significa la salvación. Cuando el carcelero de Filipos preguntó, "señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?",
Pablo y Silas le respondieron sin vacilar, "cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa" (Hch. 16.30s).
Es "todo aquel que en el cree" el que no se pierde sino que tiene vida eterna (Jn. 3.16). La fe es la única
manera en que el hombre puede recibir la salvación.

       A menudo al verbo pisteuoµ sigue el vocablo "que", lo que indica que la fe está relacionada con los hechos,
aunque esto no es todo. Santiago nos dice que los demonios creen "que Dios es uno", pero esa "fe" no les
aprovecha (Stg. 2.19). pisteuoµ puede aparecer seguido por el dativo simple cuando significa que se cree o se
acepta como verdadero lo que dice alguien. Así, Jesús les recuerda a los judíos que "vino a vosotros Juan en
camino de justicia, y no le creísteis" (Mt. 21.32). No se trata aquí de fe en el sentido de confianza. Se trata
sencillamente de que los judíos no creían lo que decía Juan. Lo mismo puede haber ocurrido con respecto a
Jesús, como vemos en Jn. 8.45, "no me creéis", o en el versículo siguiente, "pues si digo la verdad, ¿por qué
vosotros no me creéis?" No obstante, no debemos olvidar que en la fe hay un contenido intelectual. Por lo tanto
a veces se emplea esta construcción en relación con la fe salvadora, como en Jn. 5.24: "El que oye mi palabra,
y cree al que me envió, tiene vida eterna." Por cierto que el hombre que verdaderamente cree a Dios obrará de
acuerdo con esa creencia. En otras palabras, el resultado de una creencia genuina en lo que Dios ha revelado
será fe verdadera.
       La construcción característica cuando se trata de la fe salvadora es aquella en la que al verbo pisteuoµ
sigue la preposición eis. Literalmente esta palabra significa creer "en". Denota una fe que, por decirlo así, saca
al hombre fuera de sí y lo pone dentro de Cristo (la expresión neotestamentaria, que frecuentemente se aplica
a los cristianos, estar "en Cristo"). También puede indicarse esta experiencia mediante la frase "unión con
Cristo por la fe". No es simplemente un creer que envuelve un asentimiento intelectual, sino un creer en el que
el creyente se aferra a su Salvador con todo su corazón. El hombre que cree en este sentido mora en Cristo y
Cristo en él (Jn. 15.4). La fe no consiste en aceptar ciertas cosas como verdaderas, sino en confiar en una
Persona: la persona de Cristo.

       A veces pisteuoµ va seguido por epi, "sobre". La fe tiene una base firme. Vemos esta construcción en Hch.
9.42, episodio en el que una vez que se difundió la noticia de la resurrección de Tabita "muchos creyeron en el
Señor". La gente había visto lo que podía hacer Cristo, y en consecuencia depositó su fe "en" (= sobre) él. A
veces la fe descansa en el Padre, como cuando Pablo habla de creer "en el que levantó de los muertos a Jesús,
Señor nuestro" (Ro. 4.24).

       Muy característico del NT es el uso absoluto del verbo. Cuando Jesús se quedó con los samaritanos,
"creyeron muchos mas por la palabra de él" (Jn. 4.41). No hay necesidad de añadir lo que creyeron o en quién
creyeron. La fe es un elemento tan central para el cristianismo que se puede hablar de "creer" sin necesidad de
aclaración alguna. Los cristianos son simplemente "creyentes". Este uso abarca todo el NT y no es exclusivo de
ninguno de los escritores en particular. Podemos con toda confianza llegar a la conclusión de que la fe es
fundamental.

       También resultan instructivos los tiempos del verbo pisteuoµ. El tiempo aoristo indica un solo acto en el
pasado y el carácter deterrninativo de la fe. El hombre que cree se consagra decididamente a Cristo. El tiempo
presente encierra la idea de continuidad. La fe no es una fase pasajera, sino una actitud continua. El tiempo
perfecto combina ambas ideas y nos habla de una fe presente que mantiene continuidad con un acto de fe
pasado. El hombre que cree ingresa en un estado permanente. Quizás debamos notar aquí que a veces el
sustantivo "fe" lleva el artículo, "la fe", todo el cuerpo de enseñanzas cristianas, como cuando Pablo dice que
los colosenses fueron "confirmados en la fe", y añade "así como habéis sido enseñados" (Col. 2.7).

       b. Usos particulares del término

       (i) En los evangelios sinópticos a menudo se relaciona la fe con las curaciones, como cuando Jesús le dijo a
la mujer que había tocado su túnica en medio de la multitud, "ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado" (Mt. 9.22).
Pero estos evangelios también se ocupan de la fe en un sentido más amplio. Marcos, por ejemplo, nos hace
llegar las palabras del Señor Jesús: "Si puedes creer, al que cree todo le es posible" (Mr. 9.23). También el
Señor habla de los grandes resultados de tener "fe como un grano de mostaza" (Mt. 17.20; Lc. 17.6).
Evidentemente nuestro Señor pedía que tuviesen fe en él mismo, personalmente. La exigencia de depositar fe
en Cristo, característicamente cristiana, se basa finalmente en el propio requerimiento de él.

       (ii) En el cuarto evangelio la fe ocupa un lugar muy prominente; 98 veces encontramos el verbo pisteuoµ.
Es curioso que nunca se emplea el sustantivo pistis, "fe". Posiblemente se deba a que se usaba en círculos de
tipo gnóstico. Hay algunas indicaciones de que Juan tenía a esos grupos en mente al escribir, y posiblemente
quiso evitar el uso de un término tan popular entre ellos. quizás prefirió el uso más dinámico que trasmitía el
verbo. Cualquiera haya sido la razón, emplea el verbo pisteuoµ con mayor frecuencia que los otros escritores
neotestamentarios: tres veces más que los tres primeros evangelios sumados. Su construcción característica es
con la preposición eis, "creer en", "creer a". Lo importante es la relación entre el creyente y el Cristo. En
consecuencia, Juan habla una y otra vez sobre creer en él, o creer "en el nombre" de Cristo (por ejemplo Jn.
3.18). Para los hombres de la antigüedad, el "nombre" era una manera de resumir toda la personalidad;
representaba todo lo que era la persona. Por lo tanto, creer en el nombre de Cristo significa creer en todo lo
que él es, esencialmente, en sí mismo. Jn. 3.18 también dice: "El que en él cree, no es condenado; pero el que
no cree, ya ha sido condenado." Una de las características de la enseñanza de Juan es que las cuestiones
eternas se deciden aquí y ahora. La fe no ofrece a los hombres simplemente la seguridad de una vida eterna en
un futuro no especificado, sino que les da vida eterna aquí y ahora. El que cree en el Hijo "tiene" vida eterna
(3.36; 5.24).

       (iii) En Hechos, con su historia de pujante avance misionero, no nos sorprende que la expresión
característica sea el uso del tiempo aoristo para indicar el acto de decisión. Lucas registra muchas ocasiones en
las que los que oían ponían su fe en Cristo. Encontramos otras construcciones, también, y tanto la condición
continua como los resultados permanentes de la fe reciben mención. Pero lo característico es la decisión.

       (iv) Para Pablo la fe es la actitud típica de los cristianos. No comparte con Juan la antipatía por el
sustantivo, sino que lo usa más de dos veces más que el verbo, y lo hace en relación con algunos de sus
conceptos principales. En Ro. 1.16, por ejemplo, habla del evangelio como el "poder de Dios para salvación a
todo aquel que cree "tiene fe"". Significa mucho para Pablo el que el cristianismo sea algo más que un sistema
de buenos consejos. No solamente les dice a los hombres lo que deben hacer, sino que también les da el poder
para hacerlo. Una y otra vez Pablo hace resaltar el contraste entre las meras palabras y el poder, siempre con
el objeto de poner de manifiesto que el poder del Espíritu Santo de Dios se ve en la vida de los cristianos. El
hombre puede recibir este poder sólo cuando cree. No hay sustituto para la fe.

       Muchos de los escritos controvertibles de Pablo giran alrededor de su disputa con los judaizantes, que
insistían en que no era suficiente que los cristianos se bautizaran, sino que también tenían que circuncidarse; y
que al haber sido de esa manera admitidos al judaísmo, debían tratar de obedecer toda la ley de Moisés. Ponían
la obediencia a la ley como condición previa, necesaria para la salvación, por lo menos en el sentido más
completo del término. Pablo no aceptaba nada de esto. Insistía en que los hombres no podían hacer
absolutamente nada para conseguir la salvación. Todo había sido hecho por Cristo, y nadie podía añadir nada a
la perfección de la obra terminada llevada a cabo por Cristo. Por eso Pablo insistía en que los hombres son
justificados "por la fe" (Ro. 5.1). La doctrina de la justificación por la fe está en el centro mismo del mensaje de
Pablo. Ya sea con esta terminología o con otra cualquiera, el apóstol insistió constantemente en esta idea.
Combatió enérgicamente toda noción de la eficacia de las buenas obras. "Sabiendo que el hombre no es
justificado por las obras de la ley", escribe a los gálatas, "sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos
creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley", y añade
contundentemente, "por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado" (Gá. 2.16). Resulta claro que para
Pablo la fe significaba abandonar toda confianza en la propia capacidad para merecer la salvación. Se trata
simplemente de una aceptación confiada del don de Dios en Cristo, de confiar en Cristo, y solamente en él,
para todo aquello que significa la salvación.

       Otra característica notable de la teología paulina es el lugar prominente que el apóstol concede a la obra
del Espíritu Santo. Piensa en los cristianos como si en todos ellos morase el Espíritu (Ro. 8.9, 14), y esto,
también, lo relaciona con la fe. Es por eso que escribe así a los efesios, con respecto a Cristo: "Vosotros …
habiendo creído en él, fuísteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra
herencia" (Ef. 1.13s). El sello equivalía a la marca de propiedad, metáfora que fácilmente podía entenderse en
una época en la que pocos sabían leer. El Espíritu que mora en los creyentes es la marca de propiedad de Dios,
y esta marca sólo la tienen los que creen. El pasaje mencionado sigue hablándo del Espíritu como "las arras
(griego arraboµn) de nuestra herencia". Pablo emplea aquí un término que en el siglo I significaba pago inicial,
pago que era parte del precio establecido, y a la vez la garantia de que el resto sería saldado. Es así que
cuando alguien cree, recibe el Espíritu Santo como parte de la vida por venir, y como garantía de que lo demás
se dará infaliblemente (Arras).

       (v) El autor de la Epístola a los Hebreos considera que la fe es una característica invariable del pueblo de
Dios. En su gran galería de retratos de He. 11 pasa revista a los heroes del pasado, y muestra que, en cada
caso, estos héroes ilustran el gran tema de que "sin fe es imposible agradar a Dios" (He. 11.6). Especialmente
le interesa el contraste entre la fe y la vista. La fe es "la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no
se ve" (He. 11.1). Pone de manifiesto el hecho de que hombres que no tenían ninguna prueba externa en la
cual apoyarse aceptaron firmemente, sin embargo, las promesas de Dios. En otras palabras, caminaban por fe
y no por vista.

       (vi) De los otros escritores del NT debemos considerar a Santiago, desde el momento en que a menudo se
ha considerado que se oponía a Pablo en este sentido. Mientras Pablo insiste en que el hombre es justificado
por la fe y no por las obras, Santiago sostiene que "el hombre es justificado por las obras, y no solamente por
la fe" (Stg. 2.24). Sin embargo, aquí sólo tenemos una contradicción verbal. El tipo de "fe" al que se opone
Santiago no es la fe cálida y personal en un Salvador vivo de que habla Pablo, sino una fe que el mismo
Santiago describe así: "Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan" (Stg.
2.19). Lo que este apóstol tiene en mente es un asentimiento intelectual a ciertas verdades, asentimiento que
no se basa en una vida vivida de conformidad con esas verdades (Stg. 2.15s). Tan lejos está Santiago de
oponerse a la fe en el sentido pleno, que en todo momento la presupone. Al comienzo mismo de su epístola
habla naturalmente de "la prueba de vuestra fe" (Stg. 1.3), y exhorta a sus lectores a que "su fe en nuestro
glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas" (Stg. 2.1). Critica una fe equivocada, pero da por
entendido que todos reconocerán la necesidad de una fe correcta. Además, cuando habla de "obras" no se
refiere a lo que Pablo quiere significar con ese término. Pablo piensa en la obediencia a los mandatos de la ley
considerados como un sistema por el cual el hombre puede hacerse merecedor de la salvación. Para Santiago la
ley es "la ley de la libertad" (Stg. 2.12). Sus "obras" se parecen en realidad al "fruto del Espíritu" del que habla
Pablo. Se trata de cálidos actos de amor que surgen de una actitud correcta hacia Dios. Son los frutos de la fe.
A lo que se opone Santiago es a la afirmación de que hay fe aun cuando no haya obras que la avalen.

       La fe es, indudablemente, uno de los conceptos más importantes en todo el NT. En todas partes se la
exige y se insiste en su importancia. Tener fe significa abandonar toda confianza en los propios recursos y
entregarse sin reservas a la misericordia de Dios. Tener fe significa aferrarse a las promesas de Dios en Cristo,
y confiar enteramente en la obra perfecta de Cristo en pro de la salvación, y en el poder del Espíritu Santo de
Dios, que mora en nosotros, para la fortaleza diaria. La fe requiere confianza plena en Dios y obediencia total a
él.

Números significativos

       Los números también se utilizan con significado teológico o simbólico.

       Uno se utiliza para trasmitir el concepto de la unidad y unicidad de Dios, por ejemplo Dt. 6.4: "Jehová
nuestro Dios, Jehová uno es." La raza humana proviene de uno (Hch. 17.26). El pecado entró en el mundo por
medio de un hombre (Ro. 5.12). El don de la gracia se obtiene por medio de un hombre, Jesucristo (Ro. 5.15).
Su sacrificio cruento es una ofrenda que se hizo de una vez por todas (He. 7.27), y el es el primogénito de
entre los muertos (Col. 1.18), las primicias de los que durmieron (1 Co. 15.20). "Uno" expresa también la
unidad entre Cristo y el Padre (Jn. 10.30), la unión entre los creyentes y la deidad, y la unidad que existe entre
los cristianos (Jn. 17.21; Gá. 3.28). "Uno" expresa también la unidad de propósito (Lc. 10.42). El concepto de
unión se encuentra igualmente en el dicho de Jesús referente al matrimonio, "no son ya más dos, sino una sola
carne" (Mt. 19.6).
       Dos puede ser un número tanto de unidad como de división. El hombre y la mujer forman la unidad básica
de la familia (Gn. 1.27; 2.20, 24). Los animales se asocian por pares y entran al arca de dos en dos (Gn. 7.9).
Dos personas a menudo trabajan juntas en compañerismo, por ejemplo los espías de Josué (Jos. 2.1), y los
Doce y los Setenta discípulos fueron enviados de dos en dos (Mr. 6.7; Lc. 10.1). Además, en el Sinaí hubo dos
tablas de piedra, y a menudo se ofrecían los animales para el sacrificio en pares. Por contraste, el dos se usa
con fuerza de separación en 1 R. 18.21, como también se insinúa en los dos "caminos" de Mt. 7.13–14.

       Tres. Es natural que asociemos el número tres con la trinidad de personas en la deidad, y entre otras
encontramos las siguientes referencias: Mt. 28.19; Jn. 14.26; 15.26; 2 Co. 13.14; 1 P. 1.2, en las que se
sugiere esta enseñanza. El número tres también va asociado con algunos de los actos portentosos de Dios. En
el monte Sinaí el Señor iba a descender para entregar su ley en el "tercer día" (Ex. 19.11). En la profecía de
Oseas el Señor se proponía dar vida a su pueblo al "tercer día", lo que probablemente quería significar poco
tiempo Os. 6.2). En Lc. 13.32 hay un uso similar de "tres", donde "tercer día" es la "forma poética de decir el
momento en que algo se ha terminado, completado, y perfeccionado. Jonás fue liberado (Jon. 1.17; Mt. 12.40),
y Dios resucitó a Cristo de los muertos, al tercer día (1 Co. 15.4). Tres de los discípulos disfrutama de
condiciones especiales de intimidad con Cristo (Mr. 9.2; Mt. 26.37), y en el Calvario hubo tres cruces. Pablo
pone el acento en tres virtudes cristianas (1 Co. 13.13). Otra instancia del uso de tres en relación con períodos
de tiempo es la elección que se le ofrecio a David de tres días de peste, tres meses de derrotas, o tres años de
hambre 1 Cr. 21.12). El despliegue del ejército de Gedeón nos da un ejemplo de división en tres (Jue. 7.16), y
la fracción, una tercera parte, se emplea en Ap. 8.7–12.

       Cuatro, el número de los lados de un cuadrado, es uno de los símbolos de lo completo en la Biblia. El
nombre divino Yahvéh tiene cuatro letras en hebreo (YHWH). Cuatro eran los ríos que salían del jardín de Edén
(Gn. 2.10), y cuatro ángulos tiene la tierra (Ap. 7.1; 20.8), de donde soplan los cuatro vientos (Jer. 49.36; Ez.
37.9; Dn. 7.2). En su visión de la gloria de Dios, Ezequiel vio cuatro seres vivientes (cap. 1), que podemos
comparar con los cuatro seres vivientes de Ap. 4.6.

       La historia del mundo desde la época del imperio babilónico está dividida en cuatro reinos (Dn. 2; 7).
Cuatro es un número prominente en el simbolismo profético y la literatura apocalíptica, como lo demuestran las
siguientes referencias: cuatro carpinteros y cuatro cuernos (Zac. 1.18–21), cuatro carros (Zac. 6.1–8), cuatro
cuernos del altar (Ap. 9.13), cuatro ángeles de destrucción (Ap. 9.14). Además, existen cuatro evangelios, y en
la época en que el evangelio se extendió a los gentiles, Pedro vio en visión un lienzo bajado por sus cuatro
puntas.

       Cinco y diez, y sus múltiplos, aparecen frecuentemente debido a que en Palestina se empleaba el sistema
decimal. En el AT se mencionan diez patriarcas antes del diluvio. Los egipcios sufrieron diez plagas, y hubo Diez
mandamientos. Un décimo formaba el diezmo (Gn. 14.20; 28.22; Lv. 27.30; 2 Cr. 31.5; Mal. 3.10). En la
parábola de Lc. 15.8 la mujer poseía diez dracmas, y en la parábola de las minas se hace mención de diez
minas, diez sirvientes, y diez ciudades (Lc. 19.11–27). De las diez vírgenes, cinco eran prudentes y cinco
insensatas (Mt. 25.2). Cinco pajarillos se vendían por dos cuartos (Lc. 12.6); el hombre rico tenía cinco
hermanos (Lc. 16.28); la mujer junto al pozo había tenido cinco maridos (Jn. 4.18), y en la alimentación de los
cinco mil el muchacho tenía cinco panes. Existen diez poderes que no pueden separar al creyente del amor de
Dios (Ro. 8.38s), y diez pecados que excluyen del reino de Dios (1 Co. 6.10). El número diez, por lo tanto,
también significaba lo completo; diez ancianos forman una compañía (Rt. 4.2).

       Seis. En el relato de la creación Dios creó al hombre y a la mujer en el sexto día (Gn. 1.27). Seis días se le
asignaron al hombre para trabajar (Ex. 20.9; 23.12; 31.15; cf. Lc. 13.14). El siervo hebreo tenía que servir
durante seis años antes de ser liberado. El número seis, en consecuencia, se halla íntimamente asociado con el
hombre.

       El siete ocupa un lugar eminente entre los números sagrados en las Escrituras, y está asociado con la idea
de consumación, cumplimiento, y perfección. En el relato de la creación Dios descansó de su obra en el séptimo
día, y lo santificó. Esto sirvió de modelo para el día de reposo judío, en el que el hombre debía abstenerse de
trabajar (Ex. 20.10), para el año sabático (Lv. 25.2–6), y también para el año de jubileo, que seguía a un
período de siete veces siete años (Lv. 25.8). La fiesta del pan sin levadura y la fiesta de los tabernáculos
duraban siete días (Ex. 12.15, 19; Nm. 29.12). El día de la expiación correspondía al séptimo mes (Lv. 16.29),
y el número siete aparece frecuentemente en relación con el ritual veterotestamentario, por ejemplo el
rociamiento de la sangre del becerro siete veces (Lv. 4.6) y el holocausto de siete corderos (Nm. 28.11); el
leproso purificado era rociado siete veces (Lv. 14.7), y Naarnán tuvo que lavarse siete veces en el Jordán (2 R.
5.10). En el tabernáculo, el candelero tenía siete brazos (Ex. 25.32).

       Otras referencias dignas de mención son: la madre de siete hijos (Jer. 15.9; 2 Mac. 7.1ss); siete mujeres
para un hombre (Is. 4.1); una nuera amante es preferible a siete hijos varones (Rt. 4.15). Los saduceos
propusieron un caso de matrimonio por levirato con siete hermanos (Mt. 22.25). Los sacerdotes dieron siete
vueltas a Jericó (Jos. 6.4). El sirviente de Elías miró al mar siete veces en busca de lluvia (1 R. 18.43). El
salmista alababa a Dios siete veces al día (Sal. 119.164), y Gn. 29.18; 41.29, 54 y Dn. 4.23 mencionan siete
años (tiempos). La iglesia primitiva tenía siete diáconos (Hch. 6.3), y Juan se dirige a siete iglesias en el libro
de Apocalipsis, en donde se mencionan siete candeleros de oro (1.12) y siete estrellas (1.16). En la
alimentación milagrosa de los 4.000 con siete panes y unos pocos panecillos (Mr. 8.1–9), las siete canastas que
se recolectaron posteriormente pueden indicar que Jesús es capaz de satisfacer completamente. Siete
demonios efectuaron la completa posesión de María Magdalena (Lc. 8.2); el dragón de Ap. 12.3 y la bestia de
Ap. 13.1; 17.7 tienen siete cabezas.
       Ocho, 1 P. 3.20 cuenta que ocho personas se salvaron en el arca de Noé. La circuncisión del varón judío
se llevaba a cabo al octavo día (Gn. 17.12; Fil. 3.5). En la visión que tuvo Ezequiel del templo nuevo los
sacerdotes sacrificaban en el octavo día (43.27).

       Diez. Véase Cinco.

       Doce. El año heb. estaba dividido en doce meses, el día en doce horas (Jn. 11.9). Israel tuvo doce hijos
(Gn. 35.22–27; 42.13, 32), y las tribus de Israel, el pueblo de Dios, eran doce (Gn. 49.28). Cristo eligió doce
apóstoles (Mt. 10.1ss). El doce, por lo tanto, está ligado a los propósitos electivos de Dios.

       Cuarenta tiene que ver con casi todas las manifestaciones nuevas en la historia de los portentosos actos
de Dios, especialmente los de salvación, por ejemplo el diluvio, la redención de Egipto, Elías y la era profética,
el advenimiento de Cristo y el nacimiento de la iglesia. Podemos mencionar los siguientes períodos de cuarenta
días: las cataratas de agua durante el diluvio (Gn. 7.17); el envío del cuervo (Gn. 8.6); los ayunos de Moises
en el monte (Ex. 24.18; 34.28; Dt. 9.9); la exploración de la tierra de Canaán por los espías (Nm. 13.25); la
oración de Moisés por Israel (Dt. 9.25); el desafío de Goliat (1 S. 17.16); el viaje de Elías a Horeb (1 R. 19.8);
el tiempo que Ezequiel estuvo acostado sobre su lado derecho (Ez. 4.6); la predicación de Jonás a Nínive (Jon.
3.4); el tiempo que pasó Cristo en el desierto antes de su tentación (Mt. 4.2), y sus apariciones después de la
resurreccion (Hch. 1.3).

       Con respecto al período de cuarenta años, la cifra general para una generación, podemos mencionar lo
siguiente: las divisiones principales de la vida de Moisés (Hch. 7.23, 30, 36; Dt. 31.2); la peregrinación del
pueblo de Israel en el desierto (Ex. 16.35; Nm. 14.33; Jos. 5.6; Sal. 95.10); el modelo de servidumbre y
liberación que se repite en la era de los jueces (por ejemplo Jue. 3.11; 13.1); los reinados de Saúl, David, y
Salomón (Hch. 13.21; 2 S. 5.4; 1 R. 11.42); la desolación de Egipto (Ez. 29.11).

       Setenta se relaciona a menudo con la administración del mundo por parte de Dios. Después del diluvio el
mundo fue repoblado por medio de setenta descendientes de Noé (Gn. 10); setenta personas bajaron a Egipto
(Gn. 46.27) ; se nombraron setenta ancianos para ayudar a Moisés a administrar a Israel en el desierto (Nm.
11.16); el pueblo de Judá pasó setenta años de exilio en Babilonia (Jer. 25.11; 29.10); setenta semanas,
"sietes", fueron decretadas por Dios como el período en el que debía cumplirse la redención mesiánica (Dn.
9.24); Jesús envió a los Setenta (Lc. 10.1); y dijo que se debía perdonar "hasta setenta veces siete" (Mt.
18.22).

       666 (ó 616) es el número de la bestia en Ap. 13.18. Se han propuesto muchas interpretaciones de este
número, y por gematría, recurso en el cual se da a los números el valor de las letras correspondientes, el
número 666 se ha identificado con los valores numéricos de los nombres de una variedad de personajes
célebres, desde Calígula hasta Nerón, y otros posteriormente, y con conceptos tales como el monstruo del caos.

       Ap. 7.4; 14.1 registra el número 144.000, "que fueron sellados". Es el número doce, el número de
elección, elevado al cuadrado y multiplicado por mil, número indefinidamente grande, y que simboliza el
número total de santos de ambos pactos que son preservados por Dios.

¿Puede un Cristiano estar Demonízado?

       La aparente posesión por espíritus es un fenómeno mundial. Se trata de algo que puede buscarse
deliberadamente, como han hecho siempre, por medio del chamán y el hechicero, los pueblos primitivos, y por
medio del médium tanto los pueblos primitivos como los civilizados. Puede sobrevenirle a ciertos individuos
repentinamente, como en el caso de los que presencian ritos vudú, o también en la forma que generalmente se
ronoce como posesión demoníaca. En cada caso, la persona poseída se comporta de una manera que no le es
normal, habla en un tono de voz totalmente diferente de lo normal, y a menudo exhibe poderes de telepatía y
clarividencia, al margen de actitudes y posesiones, pero es necesario hacer incapie que a pesar de todos estos
sintomas, no siempre se puede discernir humanamente estas posesiones.

       En la Biblia los profetas paganos probablemente buscaban este tipo de posesión. En esta categoría
figurarían los profetas de Baal de 1 R. 18. Los médium, que estaban proscritos en Israel, deben haber cultivado
deliberadamente la posesión, ya que la ley los considera personas culpables, y no enfermas (por ejemplo Lv.
20.6, 27). En el AT Saúl constituye un ejemplo sobresaliente de posesión no buscada. El espíritu lo abandona, y
"le atormentaba un espíritu malo de parte de Jehová" (1 S. 16.14; 19.9). Con toda justicia podríamos
interpretar esto diciendo que si una persona se ha abierto en forma poderosa al Espiritu Santo en sentido
carismático, la desobediencia puede ocasionar la entrada en su vida de un espíritu malo permitido por Dios. Por
otro lado, podríamos decir simplemente que "malo" no reviste aquí connotación moral, sino que significa
depresión. El espíritu "malo" es ahuyentado por la música de David: ya que normalmente, cuando se tocaba
algún instrumento, se acompañaba con canto, es probable que hayan sido los salmos cantados por David los
que ahuyentaban al espíritu, como se sugiere por algunos escritores.
       El NT registra muchos casos de posesión demoníaca. Daría la impresión de que Satanás reunió sus fuerzas
de una manera especial para desafiar a Cristo y a sus seguidores. Los relatos en los evangelios demuestran que
Cristo hacía una distinción entre las enfermedades comunes y aquellas que acompañaban a la posesión
demoníaca. Las primeras eran curadas colocando las manos sobre el enfermo, o por ungimiento, las otras
ordenando al demonio que saliera del poseído (por ejemplo Mt. 10.8; Mr. 6.13; Lc. 13.32; también Hch. 8.7;
19.12). Aparentemente la posesión no era siempre continua, pero cuando se producía sus efectos eran a
menudo violentos (Mr. 9.18). La ceguera y la mudez, cuando eran causadas por una posesión demoníaca,
presumiblemente eran persistentes (por ejemplo Mt. 9.32–33; 12.22).

       La mayoría de los psicólogos descarta la idea de la posesión demoníaca. Un buen escritor, cuyas obras en
alemán se ha publicado en inglés sostiene que los equivalentes de la posesión demoníaca en el día de hoy
constituyen "un complejo de fenómenos compulsivos particularmente extensos". Así también otro escritor
misionero, considera que la posesión demoníaca es un fenómeno genuino, y la mayoría de los misioneros
probablemente estaría de acuerdo.

       Es posible adoptar una posición intermedia y sostener que un demonio puede apropiarse de una faceta
reprimida de la personalidad, y desde este punto central ejercer influjo sobre las acciones del individuo. El
demonio puede producir ceguera o mudez histéricas, o síntomas de otras enfermedades, tales como la
epilepsia. En muchos pueblos los ataques epilépticos se han considerado como señal de que la persona está
poseída por un espíritu o un dios, y la verdad es que los epilépticos son con frecuencia psíquicamente sensibles.
La Biblia no vincula la epilepsia con la posesión demoníaca, y aun la descripción de los ataques del muchacho
poseído de Mt. 17.14s; Mr. 9.14s; Lc. 9.37s, parece indicar algo más que mera epilepsia. Se desconoce todavía
la naturaleza de la epilepsia, pero puede ser provocada artificialmente en personas aparentemente normales.
Quienes estudian las perturbaciones de la personalidad saben que muchas veces es imposible explicar cómo se
originan. No estamos afirmando que todas, ni aun la mayoría, de las perturbaciones psíquicas son consecuencia
de posesión demoníaca, pero algunas pueden serlo.

       La Biblia no dice cuáles son las condiciones que predisponen a la posesión demoníaca, aunque las palabras
de Cristo en Mt. 12.44–45 indican que una "casa desocupada" puede ser nuevamente ocupada. La iglesia
primitiva echaba fuera los demonios en el nombre de Jesucristo (Hch. 16.18), pero parece ser que también
había exorcistas no cristianos que lograban algún éxito (Lc. 11.19; pero nótese Hch. 19.13–16).

       El mandamiento de "probar los espíritus" en 1 Jn. 4.1–3 demuestra que había falsos profetas en la iglesia
que hablaban bajo posesión. Ya que los espiritistas dan mucha importancia a este versículo, debe tenerse en
cuenta que la Biblia nunca habla de ser poseído por un espíritu bueno que ha partido, o por un ángel. Las
alternativas son el Espíritu Santo o un espíritu maligno. Véase también 1 Co. 12.1–3.

Nota:
Toda las citas biblicas deben ser revisadas en su Biblia. 2 Co. 3:6b.

Nuestros sistema no contiene las letras hebreas y griegas.

Todo el material es de uso personal, y no puede ser reeditado ni publicado.


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¿Que es el Corazón? A la luz de Proverbios

       Proverbios ofrece enseñanzas teóricas y prácticas acerca de la vida de dos maneras principales. Caps. 1–9
son mayormente estímulos para una vida moral (ver., p. ej. 1:8–19). Estos sermones están en verso, pero la
forma poética es de menos importancia que el hacer entender el mensaje, y gran parte de los versos están en
un estilo libre. Los capítulos tienen dos énfasis principales: prestar oído a la enseñanza del sabio, y evitar
relaciones adulterinas con mujeres. Los dos temas están relacionados entre sí: la infidelidad sexual es la
suprema necedad.

       En el cap. 10 la atmósfera cambia. El formato mayormente se convierte en dichos de un versículo unidos
de un modo u otro, pero cada dicho completo en sí mismo. Los temas se expanden y son muy diversos. Entre
los temas repetidos, además de los de la sabiduría y las relaciones sexuales, están la naturaleza de la justicia,
el uso de las palabras, las relaciones en la comunidad y el trabajo, la riqueza y la dignidad real (17:1–5 es un
ejemplo).

       El último tercio del libro (22:17–31:31) comprende cinco colecciones más de material, mezclado en su
contenido y también en su forma. Estas reúnen muchos dichos más de un versículo, algunas unidades más
largas, y un poema final de 22 versículos. Tanto los sermones como los dichos muestran los rasgos poéticos
normales en los Profetas u otros libros, y ciertamente tienden a ser más regulares que la poesía en otros
lugares del AT. Por lo general cada versículo contiene una unidad de pensamiento si no una oración en sí, y
consiste de dos medias líneas que se complementan, completan o contrastan entre sí. A menudo su significado
está entrelazado y las líneas son dependientes una de otra. Así, 10:1 implica que un hijo sabio es un gozo para
el padre y la madre, un hijo necio es tristeza para ambos. Por lo general, las medias lí neas que se
complementan constan de sólo tres palabras, y así, tres énfasis; el heb. con frecuencia forma palabras
compuestas, pero el lector en castellano puede a menudo percibir cuáles son las palabras im portantes en cada
línea alrededor de las cuales las palabras pequeñas se agrupan, y así ver dónde están los énfasis. En 1:2–4 se
halla un ejemplo de todos estos rasgos.

       El material en Prov. puede reflejar tres trasfondos sociales: la vida de la familia, la sala de justicia y la
escuela teológica. Primero, los maestros hablan a menudo como padre y madre a los oyentes como si fueran
sus hijos. Mientras que este modo de hablar puede ser en parte metafórico, tras él está la implicación de que el
hogar es el lugar natural para enseñar y aprender acerca de la vida, la sabiduría y la senda de la justicia (cf.
2:6). El primer trasfondo probable del material en Prov. es la vida de la familia y del clan.

       Segundo, en otras culturas del Medio Oriente la enseñanza de la sabiduría era acopiada bajo patrocinio
real, como recursos de preparación para la nobleza para su tarea en la corte. El contenido de Prov. no señala
principalmente en esta dirección; se relaciona con la vida de la gente en general, pero las referencias a
Salomón y a otros reyes en los encabezamientos de las colecciones, tanto como las referencias a la realeza y a
los asuntos nacionales en algunos dichos, sugieren que los colegios de la corte donde la gente se preparaba
para el servicio del rey pueden haber sido un contexto en el que el material era usado y coleccionado.

       Tercero, a veces el material refleja un interés en cuestiones teológicas, tales como la creación y la
revelación (ver. 3:19, 20; 8:22–31; 30:2–6) como también en asuntos más prácticos de la vida. El trasfondo
de este material puede haber sido discusiones en la escuela donde se preparaban los teólogos, intérpretes de
las Escrituras o escribas, a las cuales Sirac invitaba a las personas que deseaban entender los caminos de Dios
(Ecl. 51:23).

       Sabemos poco respecto a la paternidad literaria o la fecha real del material en Prov. El más antiguo se
encuentra entre lo que podía naturalmente ser utilizado en la vida de familia, como vimos arriba. Este puede
haberse originado mucho antes de los días de Salomón, y antes de la existencia de Israel en Palestina, aunque
se iría incrementando y desa rrollando al continuar la vida familiar. Las enseñanzas que sugieren la vida en la
corte pertenecen presumiblemente a los siglos desde David hasta el exilio. (En cuanto a la relación de Salomón
con ello, véase más adelante el comentario sobre 1:1.) El material más teológicamente reflexivo puede
proceder del período del segundo templo; éste provee el trasfondo literario final (caps. 1–9 y 30, 31) pa ra
nuestra lectura del grueso del libro con sus asuntos mayormente más prácticos.

       Prov. toma una visión experimental, casi científica de la vida. Mira a la vida misma para discutir
directamente cómo ver a la vida (grandes preguntas acerca de su significado y otras prácticas res pecto a
nuestro entendimiento de temas tales como la amistad, el matrimonio y la familia), y cómo vivir la vida sobre la
base de ese entendimiento. Entiende la sabiduría como pensar y vivir de acuerdo a cómo son en realidad las
cosas. La necedad es una manera de pensar y vivir que ignora cómo son realmente las cosas.

       Intentar formular y coleccionar la enseñanza de la sabiduría asume que no estamos limitados a aprender
de nuestra propia experiencia; también aprendemos de las de otros. Los maestros sabios de Is rael, tomando
de su propia experiencia y de la de otras personas, nos ofrecen discernimientos que pueden ayudarnos a dar
sentido a experiencias que hemos tenido, y a hacer lo correcto en el futuro.

       Considerado teológicamente, Prov. comienza con la revelación general de Dios que está a disposición de
las personas porque ellas están hechas a su imagen y viven en su mundo. Precisamente porque sabe que Dios
es real, que las per sonas están hechas a su imagen, y que viven en su mundo, asume también que la
moralidad y la fe son parte de la vida misma tal como las personas la experimentan.

       Los cristianos están permitiendo continuamente ser influenciados por la sabiduría y la experiencia
humanas. Prov. anima eso. También nos ofrece alguna guía sobre cómo proceder y cómo no ha cerlo. Asume
que el mundo real incluye asuntos de fe y convicción moral, y coloca nuestra experiencia en un sentido estricto
opuesto a los trasfondos de éstos; coloca juntos el conocimiento, la religión y la moral. Insistirá en que los
principios de educación, consejería y negocios, p. ej. están formados en conjunción con consideraciones
religiosas y morales, y no independientemente de ellas. De este modo dice a la vez un “sí” y un “no”, o un “sí,
pero” a aquello que aprendemos del mundo.

       Luego tenemos el Pr. 4:20-27 Un llamado a guardar el corazón y la vida

       De nuevo un llamado a intensa atención lleva a la promesa de vida y salud (20–22). Eso introduce consejo
respecto a guardar la persona total: corazón, habla, mirada y el andar (23–27). La persona interior debe ser
recta, porque eso es la fuente de todo lo demás; pero la conducta exterior no queda librada sólo a surgir de
aquella. Tenemos que dar atención a hablar, mirar y caminar rectamente.

       Finalmente entendemos por Corazón, (heb. leµb_ o leµb_aµb_; gr. kardia). Este término se emplea con
referencia a la parte central de las cosas (Dt. 4.11, °vm mg; Jon. 2.3; Mt. 12.40); la raíz de la palabra heb.,
que es oscura, quizá signifique centro.
       Las referencias al órgano físico como tal son pocas y nada específicas. La más clara es 1 S. 25.37. En 2 S.
18.14 y 2 R. 9.24 el significado parece ser más amplio, indicando los órganos internos en general,
especialmente dado que, en el pasaje anterior, Absalón permaneció vivo después de que tres dardos le
atraversaran el “corazón”. Pero esta falta de definición fisiológica precisa es típica del pensamiento hebreo,
particularmente con respecto a los órganos internos. En Sal. 104.15, por ejemplo, lo que se come y bebe afecta
el “corazón”, y aun cuando esto puede no ser cierto en sentido fisiológico preciso, por cierto que lo es en la
experiencia, si se considera que la palabra “corazón” significa, como se sugiere abajo, el hombre interior, en
sentido amplio.

       Los hebreos consideraban la experiencia subjetiva más bien que la observación objetiva y científica, y de
este modo evitaban el error moderno de la hiperdepartamentalización. Se trataba esencialmente del hombre
completo, con todos sus atributos, físicos, intelectuales, y psicológicos, en el cual pensaba y del cual hablaba el
hebreo, y el corazón se concebía como el centro que lo gobernaba todo. Es el corazón el que hace que el
hombre, o la bestia, sea lo que es, y el que gobierna todas sus acciones (Pr. 4.23). El carácter, la personalidad,
la voluntad, la mente, son términos modernos que reflejan todos algo del significado del término “corazón” en
su uso bíblico. (Pero cf. * Cuerpo, donde se hace mención de la sinécdoque.)

       H. Wheeler Robinson ofrece la siguiente clasificación de los diversos sentidos en que se usan las palabras
leµb_ y leµb_aµb.

a. Físico o figurado (“medio”; 29 veces).

b. Personalidad, vida interior, o carácter en general (257 veces, p. ej. Ex. 9.14; 1 S. 16.7; Gn. 20.5).

c. Estados emocionales conscientes, que se encuentran en un amplísimo espectro (166 veces); embriaguez (1
S. 25.36); gozo o tristeza (Jue. 18.20; 1 S. 1.8); ansiedad (1 S. 4.13); valentía y temor (Gn. 42.28); amor (2
S. 14.1).

d. Actividades intelectuales (204 veces); atención (Ex. 7.23); reflexión (Dt. 7.17); memoria (Dt. 4.9);
entendimiento (1 R. 3.9; °vm inteligencia); habilidad técnica (Ex. 28.3; cf. °vp, °nbe).

e. Volición o propósito (195 veces; 1 S. 2.35); se trata de uno de los usos más característicos del término en el
AT.

       El uso en el NT es muy semejante, y C. Ryder Smith escribe acerca del mismo en los siguientes términos:
“(El corazón) no pierde enteramente su referencia física, porque es de ‘carne’ (2 Co. 3.3), pero es el asiento de
la voluntad (p. ej. Mr. 3.5), del intelecto (p. ej. Mr. 2.6, 8), y del sentimiento (p. ej. Lc. 24.32). Esto significa
que ‘corazón’ se acerca más que otros, entre los términos del NT, al significado de ‘persona’.”

       No hay indicios en la Biblia de que el cerebro sea el centro del estado consciente, del pensamiento, o de la
voluntad. Es el corazón el que ocupa este lugar, y si bien también se usa en relación con las emociones, más
frecuentemente son los órganos inferiores (Entrañas, etc.), en la medida en que se los distingue, los que se
relacionan con las emociones. Como afirmación amplia y general, es cierto que la Biblia coloca el asiento de lo
psicológico en un nivel anatómico inferior en comparación con la mayor parte del lenguaje popular moderno,
que usa la palabra “mente” para el estado consciente, el pensamiento, y la voluntad, y “corazón” para las
emociones.

       La palabra “mente” posiblemente sea el término moderno que más se acerca al uso bíblico de la palabra
“corazón”, y muchos pasajes en la °nbe, por ejemplo, se traducen así (p. ej. Ec. 1.17; Pr. 16.23). “Corazón” es,
empero, un término más amplio, y la Biblia no distingue los procesos racionales o mentales en la forma en que
lo hace la filosofía griega.

       C. Ryder Smith sugiere que “el principal mandamiento probablemente significa ‘Amarás (agapaµn) al
Señor tu Dios con todo tu corazón, e. d. con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas’ (p. ej.
Mr. 12.30, 33).”

       El corazón del hombre no siempre obra así, sin embargo. No es lo que debiera ser (Gn. 6.5; Jer. 17.9), y
el AT llega a su punto culminante cuando entiende que hace falta un cambio de corazón (Jer. 24.7; Ez. 11.19),
y esto, naturalmente, se cumple en el NT (Ef. 3.17).

       Están las personas excepcionales cuyo corazón está bien con Dios (1 R. 15.14; Sal. 37.31; Hch. 13.22), si
bien resulta obvio por lo que sabemos acerca de David, el ejemplo al que se hace referencia en el último
pasaje, que esto no es verdad en sentido absoluto, sino que todavía hacen falta el arrepentimiento y la
conversión (2 R. 23.25, de Josías).

       La actitud adecuada del corazón comienza cuando se quebranta (Sal. 51.17), lo cual es simbólico de
humildad y penitencia, y sinónimo de “espíritu quebrantado” (ruÆah). Este quebrantamiento es necesario
porque se trata de un corazón duro o de piedra, que no se somete a la voluntad de Dios (Ez. 11.19).
Alternativamente, es el corazón “engrosado” o “incircunciso” el que no responde a la voluntad de Yahvéh (Is.
6.10; Ez. 44.7)

       Yahvéh conoce el corazón de cada cual, y no se deja engañar por las apariencias externas (1 S. 16.7),
pero una oración digna es, no obstante, la que pide que él examine y conozca el corazón (Sal. 139.23), y lo
limpie (Sal. 51.10). Un “corazón nuevo” ha de ser el anhelo del malo (Ez. 18.31), y eso significará que la ley de
Dios ya no será simplemente algo externo sino algo “escrito en el corazón” (Jer. 31.33), y algo que lo purifica.

       Así es como el corazón, fuente de todos los deseos, tiene que ser guardado (Pr. 4.23), y el maestro
procura encaminar el corazón del alumno hacia el buen camino (Pr. 23.26).

       Son los puros de corazón los que verán a Dios (Mt. 5.8), y cuando Cristo mora en el corazón por la fe es
cuando los santos pueden comprender el amor de Dios (Ef. 3.17).

¿Que es la Blasfemia contra el Espíritu Santo?

       Para entender mejor lo que significa Blasfemar contra el Espíritu Santo, primero debemos entender que es
Blasfemia.  Para ello recorreremos los dos testamentos.

       I. En el Antiguo Testamento

       El significado básico de la palabra aquí es un acto de descaro en el cual el hombre agravia el honor de
Dios. El verdadero objeto del verbo es el nombre de Dios, el que se maldice y denigra en lugar de honrarlo. (la
frase común bíblica y rabínica, “Bendito tú, oh Jehová”). La pena por la afrenta de la blasfemia es la muerte por
apedreamiento (Lv. 24.10–23; 1 R. 21.9ss; Hch. 6.11 ; 7.58).

       En la primera referencia es un israelita mestizo quien comete este pecado; y, hablando en general, son los
paganos los que pronuncian blasfemias (2 R. 19.6, 22 = Is. 37.6, 23; Sal. 44.16; 74.10, 18; Is. 52.5), algunas
veces incitados por el mal ejemplo y los deslices morales del pueblo de Dios (2 S. 12.14). Se sigue de esto,
también, que cuando el pueblo de Dios cae en la idolatría se considera que ha cometido la misma blasfemia que
los paganos (Is. 65.7; Ez. 20.27). El nombre de Yahvéh, que Israel tiene el peculiar destino de honrar es
profanado por su pueblo infiel y desobediente.

       II. En el Nuevo Testamento

       Aquí hay una ampliación del significado. Se blasfema también a Dios en la persona de sus representantes.
Así, la palabra se utiliza con respecto a Moisés (Hch. 6.11); Pablo (Ro. 3.8; 1 Co. 4.12; 10.30) ; y
especialmente al Señor Jesús, en su ministerio de perdón (Mr. 2.7), en su juicio (Mr. 14.61–64), y en el
Calvario (Mt. 27.39; Lc. 23.39). Por el hecho de que estos representantes personifican la verdad de Dios mismo
(y en forma especialísima nuestro Señor) una palabra insultante dirigida a ellos y sus enseñanzas en realidad
está dirigida contra el Dios en cuyo nombre hablan (así Mt. 10.40; Lc. 10.16).
       
Saulo de Tarso arremetió violentamente contra los primeros seguidores de Jesús, y procuró obligarlos a
blasfemar, a maldecir el nombre del Salvador (Hch. 26.11), y de esa manera renunciar a su voto de bautismo
por el que confesaban que “Jesús es Señor” (1 Co. 12.3; Stg. 2.7). Sin embargo, este celo mal orientado no era
simplemente contra la iglesia, sino contra el Señor mismo (1 Ti. 1.13; Hch. 9.4).

       Este término se utiliza, también, en un sentido más suave, con respecto al lenguaje infamatorio dirigido a
los hombres (por ejemplo Mr. 3.28; 7.22; Ef. 4.31, Col. 3.8; Tit. 3.2). Aquí la mejor traducción es “difamación,
injuria”. Estos versículos condenan un vicio muy común, pero la advertencia puede estar fundada en un
contexto tanto teológico como ético si tenemos en cuenta el pasaje de Stg. 3.9. Los hombres no han de ser
objeto de maldiciones porque en ellos, como hombres, está grabada la imagen “formal” de Dios, y la persona
humana es, en algún sentido, representante de Dios en la tierra (Gn. 9.6).

       Hay dos textos difíciles. 2 P. 2.10–11 habla de blasfemia contra “las potestades superiores”, a las que los
ángeles no se atreven a vilipendiar. Estas son, probablemente, potestades angelicales malignas contra quienes
los falsos maestros pretendían dirigir sus insultos (Jud. 8).

       La blasfemia contra el Espíritu Santo (Mt. 12.32; Mr. 3.29) lleva consigo el espantoso pronunciamiento de
que el que comete este pecado es “reo de juicio eterno” (“culpable de un pecado eterno”), que no puede ser
perdonado. Este versículo es una advertencia solemne contra el rechazo persistente y deliberado del llamado
del Espíritu a la salvación en Cristo. La falta de respuesta del hombre conduce inevitablemente a un estado de
insensibilidad moral a la confusión de los valores morales, lo cual hace que se abrace el mal como si fuera el
bien (“Mal, sé tú mi bien”; Is. 5.18–20, Jn. 3.19). El ejemplo de esta actitud es el de los fariseos, que atribuían
a Satanás las obras misericordiosas de Jesús. En semejante estado de ánimo no es posible el arrepentimiento
del corazón endurecido, pues el reconocimiento del pecado ya no es posible, y la oferta divina de misericordia
es en efecto perentoriamente rechazada. El estar en esta peligrosa condición equivale a separarse de la fuente
del perdón. Cierto teologo agrega una nota pastoral provechosa: “A las personas que se sienten atormentadas
en su alma por el temor de haber cometido el pecado contra el Espíritu Santo, se les debería decir, en la
mayoría de los casos, que su misma preocupación es prueba de que no han cometido dicho pecado”.

       Aconsejamos de igual forma leer el especial sobre El Espíritu Santo

¿Quien fue Balaam?

       El nombre Bilaµm aparece 50 veces en Nm. 22–24; se menciona tamb. en Nm. 31.8, 16; Dt. 23.4–5; Jos.
13.22; 24.9–10; Neh. 13.2; Mi. 6.5. En el griego del NT este nombre se escribe Balaam (2 P. 2.15; Jud. 11; Ap.
2.14). En un intento de fechar los oráculos de Balaam en el ss. XII, se trata de explicar el nombre como
derivado del amorreo Yabilammu, ‘el tío (divino) trae’, la mayoría de los entendidos deriva el nombre del
hebreo baµla, ‘tragar’, comparando el ár. balam, ‘glotón’. Tomando las dos últimas consonantes como
representación de am, ‘nación’, Ap. 2.6, 15 tradujo el nombre como Nicolás, ‘el que inflige derrota a la nación.’

       El padre de Balaam se llama Beor, pero en contra de su equiparación con Bela hijo de Beor, rey de Edom
(Gn. 36.32), hay serias objeciones: uno es en Petor (ac. Pitru, sobre el río Éufrates, 20 km al S de Carquemis);
uno está relacionado con Edom, el otro con Moab y Madián.

       El relato en Nm. 22 es bastante intrincado. Balac, rey de Moab, llama a Balaam de la tierra de Amav o
Amae (BASOR 118, 1950, pp. 15). Los ancianos de Madián en vv. 4, 7 se mencionan tal vez como preludio en
Nm. 31.16; no representan ningún papel en el relato posterior. Dios primeramente prohíbe y luego permite a
Balaam obedecer el llamado; más tarde todavía el ángel de Dios se opone a su viaje, y después del
enfrentamiento entre hombre, bestia, y ángel, a Balaam se le permite reiniciar su viaje. Equivale a una total
incomprensión del arte de narrar en la antigüedad oriental desenredar la historia en busca de diferentes hilos.
El autor quiere aumentar el suspenso de sus oyentes, para quienes la llegada del adivino (Jos. 13.22), cuyas
maldiciones podrían tener un efecto desastroso sobre el futuro de Israel, representaba un peligro mortal. Esa
creencia en el obrar mágico de las maldiciones estaba muy extendida, pero los fieles adoradores del Señor
creían que Dios podía transformar una maldición humana en bendición; Sal. 109.28, cf. 2 S. 16.12; 1 Cr. 4.9–
10; Pr. 26.2. Según Dt. 23.5 y Neh. 13.2 esto es lo que ocurrió con las maldiciones de Balaam, y el relato en
Nm. 22–24 ilustra la creencia de Israel de que bajo la protección del Señor ninguna maldición humana u otra
forma de magia ha de temerse. Así es, por lo tanto, que tanto Balac como Balaam son ridiculizados, este último
especialmente en el episodio con el asno.

       Los oráculos de Balaam, insertos en un marco poético que nos recuerda 2 S. 23.1–7, predicen la grandeza
futura de Israel bajo David, a quien se hace referencia mediante la estrella que había de salir de Jacob (24.17).
Como existe una relación muy fuerte entre la historia en prosa y los oráculos en poesía, parece improbable que
los oráculos fueran más antiguos que los relatos en prosa. Todo el conjunto corresponde mejor a la época de
David, que subyugó Moab (2 S. 8.2). En ese caso Asur en Nm. 24.22, 24 ha de entenderse no como el imperio
asirio, sino como la tribu ár. de Gn. 25.3;  Sal. 83.8.

       Si bien Nm. 24.25 parece indicar que Balaam regresó a su ciudad, lo encontramos más tarde (Nm. 31.8,
16) entre los madianitas, a quienes aconsejó que indujesen a los israelitas a aceptar el culto de Baal de Peor
(Nm. 25). Por esta razón fue muerto, junto con los reyes de los madianitas, por Israel. En el NT su nombre es
símbolo de avaricia (2 P. 2.15; Jud. 11) y de participación en cultos e inmoralidad paganos (Ap. 2.14).

       Un texto arameo fragmentario escrito en el revestimiento de una pared en Tell Deir Alla en el valle del
Jordán alrededor del 700 a.C. relata otra historia sobre Balaam. Aquí aparece mezclado con varios dioses y
diosas cuya voluntad hace conocer a un auditorio desobediente. Este texto pone de manifiesto el hecho de que
la fama del vidente era más amplia.

¿Que es el Alma?

       1. La palabra heb. corriente nefesû (nƒsaµmaÆ, Is. 57.16, es una excepción) ocurre 755 veces en el AT.
Como resulta claro por Gn. 2.7, el significado primario es "que posee vida". Así, se usa frecuentemente para los
animales (Gn. 1.20, 24, 30; 9.12, 15–16; Ez. 47.9). Algunas veces se la equipara con la sangre, como algo que
es esencial para la existencia física (Gn. 9.4; Lv. 17.10–14; Dt. 12.22–24). En muchos casos representa el
principio vital. Este sentido de la palabra es frecuente en el libro de los Salmos, pero de ningún modo está
limitado al mismo.
       Las numerosas ocasiones en que aparece con alguna referencia psíquica abarcan diversos estados de
conciencia:

(a) en las que nefesû es el asiento del apetito físico (Nm. 21.5; Dt. 12.15, 20–21, 23–24; Job 33.20; Sal.
78.18; 107.18; Ec. 2.24; Mi. 7.1;

(b) en las que es la fuente de las emociones (Job 30.25; Sal. 86.4; 107.26; Cnt. 1.7; Is. 1.14);

(c) en las que está asociada con la voluntad y la acción moral (Gn. 49.6; Dt. 4.29; Job 7.15; Sal. 24.4; 25.1;
119.129, 167).

       Además hay pasajes en los que nefesû designa una persona o individuo (Lv. 7.21; 17.12; Ez. 18.4) o se
emplea con un sufijo pronominal para denotar la propia persona (Jue. 16.16; Sal. 120.6; Ez. 4.14). Una notable
extensión de este último uso es la aplicación de nefesû a un cuerpo sin vida (Lv. 19.28; Nm. 6.6; Hag. 2.13).
Generalmente se considera que la nefesû se aleja al producirse la muerte (Gn. 35.18), pero la palabra misma
nunca se usa para hacer referencia al espíritu de los muertos. Dado que la psicología heb. no contaba con una
terminología precisa, existe cierta superposición en el uso de nefesû, leµb_ (leµb_aµb_) y ruÆah\ (Corazón,
Espíritu).

       2. El gr. psyjeµ, término correspondiente a nefesû en el NT, aparece en los evangelios con significados
similares, pero en ciertos casos, en los que indica vida, incluye más que la vida física, que cesa con la muerte
(Mt. 10.39; Mr. 8.35; Lc. 17.33; 21.19; Jn. 12.25). En los cuatro evangelios pneuma, el equivalente de ruÆah\,
denota a veces el principio vital, si bien en otros casos significa el nivel más elevado de la vida psíquica.

       De doce ocasiones en que aparece en Pablo, seis se refieren a la vida (Ro. 11.3; 16.4; 1 Co. 15.45; 2 Co.
1.23; Fil. 2.30; 1 Ts. 2.8), dos son personales (Ro. 11.3; 13.1), y cuatro psíquicas, de las que tres representan
el deseo (Ef. 6.6; Fil. 1.27; Col. 3.23), mientras que la restante indica emoción (1 Ts. 5.23). Para los aspectos
superiores de la vida corriente, y especialmente la vida superior del cristiano, Pablo usa pneuma. En este
sentido hace uso de los adjetivos psyjikos y pneumatikos (1 Co. 2.14–15). Cuando se vale de psyjeµ
juntamente con pneuma (1 Ts. 5.23) está describiendo simplemente la misma parte inmaterial del hombre en
su aspecto inferior y superior.

       Otros escritores del NT proporcionan ejemplos de un uso más bien encumbrado de psyjeµ. La Palabra de
Dios puede salvarla y su recuperación del error la rescata de la muerte (Stg. 1.21; 5.20). El resultado de la fe
es la salvación de la psyjeµ (He. 10.29; 1 P. 1.10), mientras que los deseos carnales son contrarios a ella (1 P.
2.11). La esperanza de lo que habrá de ser la tiene firmemente anclada (He. 6.19). En la descripción de lo que
sigue a la apertura del quinto sello, psyjeµ se usa con referencia a los mártires que se ven debajo del altar (Ap.
6.9). 

Reino de Dios, Reino de Los Cielos

       El reino de los cielos o reino de Dios es el tema central de la predicación de Jesús, según los evangelios
sinópticos. Mientras que Mateo, que se dirige a los judíos, se refiere principalmente al "reino de los cielos",
Marcos y Lucas hablan del "reino de Dios"; esta última expresión tiene el mismo significado que "reino de los
cielos", pero era más fácil que la entendieran los no judíos. El uso de la expresión "reino de los cielos" en Mateo
se debe indudablemente a la tendencia en el judaísmo a evitar el uso directo del nombre de Dios. En todo caso
no debe suponerse ninguna distinción de sentido entre las dos expresiones (por ejemplo Mt. 5.3 con Lc. 6.20).

I. En Juan el Bautista

       Juan el Bautista aparece primero con el anuncio de que el reino de los cielos está cerca (Mt. 3.2), y Jesús
retoma dicho mensaje (Mt. 4.17). La expresión "reino de los cielos" (en hebreo malƒk_uÆt_ sûaµmayim) se
origina con la expectativa judaica tardía acerca del futuro, en la que denotaba la decisiva intervención de Dios,
ardientemente esperada por Israel, para restablecer la fortuna de su pueblo y librarlos del poder de sus
enemigos. La venida del reino es la gran perspectiva del futuro, preparada por el Mesías venidero, que allana el
camino para el reino de Dios.

       En la época de Jesús la evolución de dicha esperanza escatológica había adoptado en el judaísmo una gran
variedad de formas, en las que ya el elemento nacional, ya el elemento cósmico y apocalíptico, resulta
prominente. Esta esperanza se origina en la proclamación de la profecía veterotestamentaria relativa tanto a la
restauración del trono como a la venida de Dios para renovar el mundo. Si bien el AT no tiene nada que decir
en cuanto al reino de los cielos escatológico en forma explícita, sin embargo en los Salmos y los profetas la
futura manifestación de la soberanía real de Dios pertenece a los conceptos centrales de la fe y la esperanza
veterotestamentarias. Aquí también diversos elementos adquieren prominencia, como puede verse claramente
por una comparación de los primeros profetas con las profecías relativas a la soberanía mundial general y la
aparición del Hijo del hombre en el libro de Daniel.

       Cuando Juan el Bautista y, después de él, Jesús mismo proclamaron que el reino estaba cerca, dicha
proclamación comprendía un llamado al despertamiento, de significación sensacional y universal. Ese punto
decisivo en la historia—de carácter divino, y largamente esperado—la gran restauración, como quiera que fuese
concebido en esa época, se proclama como inminente. Por consiguiente es de suma importancia analizar el
contenido de la predicación neotestamentaria con relación a la venida del reino.

       En la predicación de Juan el Bautista se le da prominencia al anuncio del juicio divino como realidad
inminente. El hacha ya está ubicada en la raíz de los árboles. La venida de Dios como Rey es, por sobre todo,
una venida para purificar, cernir, juzgar. Nadie puede evitarla. No hay privilegio que pueda exceptuar de su
cumplimiento, ni siquiera la capacidad de invocar a Abraham como padre. Al mismo tiempo, Juan el Bautista
señala a Aquel que ha de venir y que le seguirá, cuyo precursor es él mismo. Aquel que ha de venir se presenta
con el aventador en la mano. En vista de su venida el pueblo debe arrepentirse y someterse al bautismo, para
la limpieza de sus pecados, a fin de escapar a la ira venidera y participar de la salvación del reino, y del
bautismo del Espíritu Santo que ha de ser derramado cuando este se haga presente (Mt. 3.1–12).

II. En la enseñanza de Jesús

       a. Aspecto presente

       La proclamación del reino por boca de Jesús sigue literalmente a la de Juan, si bien tiene un carácter
mucho más envolvente. Cuando Juan el Bautista hubo tenido la oportunidad de observar a Jesús durante un
tiempo considerable, comenzó a dudar de que Jesús fuera, después de todo, Aquel que había de venir, según lo
había anunciado él (Mt. 11.2 y siguientes). La proclamación del reino por parte de Jesús difiere en dos sentidos
de la del Bautista. En primer lugar, mientras retiene sin limitaciones el anuncio del juicio y el llamado al
arrepentimiento, es la significación salvífica del reino lo que ocupa el primer plano. En segundo lugar—y aquí
está el meollo de la cuestión—, anunció el reino no solamente como una realidad que estaba cerca, algo que
habría de hacerse presente en el futuro inmediato, sino como una realidad que ya estaba presente, manifestada
en su propia persona y ministerio. Aun cuando los lugares donde Jesús habla explícitamente del reino como
algo presente no son numerosos (véase especialmente Mt. 12.28 y paralelos), toda su predicación y ministerio
están tenidos de esta realidad dominante. En él, el gran futuro ya se ha convertido en "tiempo presente".

       Este aspecto presente del reino se manifiesta de muy diversas maneras en la persona y hechos de Cristo.
Aparece en forma palpable y visible en la expulsión de los demonios (Lc. 11.20), y en general en el poder
milagroso de Jesús. En la curación de las personas poseídas por demonios resulta evidente que Jesús ha
invadido la casa del "hombre fuerte", lo ha atado firmemente, y por lo tanto está en condición de despojarlo de
sus bienes (Mt. 12.29). El reino de los cielos se introduce en los dominios del maligno. El poder de Satanás es
quebrado. Jesús lo ve caer como relámpago del cielo. Nuestro Señor tiene poder, y se lo transfiere a otros, para
aplastar el dominio del enemigo. Nada es imposible para los que salen por el mundo, investidos del poder de
Jesús, como testigos del reino (Lc. 10.18 y siguientes). Toda la actividad milagrosa de Jesús constituye prueba
de la venida del reino. Lo que muchos profetas y hombres justos en vano anhelaron ver—la iniciación de la gran
época de salvación—los discípulos pueden ahora ver y oír (Mt. 13.16; Lc. 10.23). Cuando Juan el Bautista
mandó a sus discípulos a preguntar, "¿eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?", les fueron
mostradas las obras maravillosas realizadas por Jesús, en las que, de conformidad con la promesa de la
profecía, el reino ya se estaba manifestando: los ciegos recuperaban la vista, los cojos caminaban, los sordos
oían; los leprosos eran purificados, los muertos volvían a la vida, y el evangelio se estaba predicando a los
pobres (Mt. 11.2 y siguientes; Lc. 7.18 y siguientes). Además, en este último aspecto—la proclamación del
evangelio—se ve la inauguración del reino. Por cuanto la salvación se anuncia y ofrece como un regalo ya
disponible a los pobres en espíritu, los hambrientos, y los que sufren, el reino es de ellos. Así, también, se
proclama el perdón de los pecados, no simplemente como posibilidad presente, sino como una dispensación
que se ofrece hoy, en la tierra, por medio de Jesús mismo; "hijo, hija, tus pecados te son perdonados … pues …
el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados" (Mr. 2.1–12).

       Como surge claramente de las precedentes palabras de potestad, todo esto se funda en el hecho de que
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. El reino se ha hecho presente en él y con él; él es la autobasileia. La
autorrevelación de Jesús como Mesías, Hijo del hombre, y Siervo del Señor, constituye tanto el misterio como
el desenvolvimiento de todo el evangelio.

       Es imposible explicar estos dichos de Jesús acerca de sí mismo en sentido futuro, como algunos han
querido hacer, como si él se estuviese refinendo a sí mismo solamente como el Mesías futuro, el Hijo del
Hombre que había de esperarse en un día futuro en las nubes del cielo. Por cuanto, por más que esta futura
revelación del reino siga siendo un elemento esencial en el contenido del evangelio, no podemos perder de vista
el hecho de que en los evangelios el mesianismo de Jesús es algo que está presente aquí y ahora. No sólo se lo
proclama como tal cuando es bautizado, y en el monte de la transfiguración—como Hijo amado y elegido por
Dios (designaciones mesiánicas clarísimas)—sino que también es investido del Espíritu Santo (Mt. 3.16), y se le
otorga plena autoridad divina (Mt. 21.27); el evangelio está lleno de sus declaraciones de autoridad absoluta,
se lo presenta como el que ha sido enviado por el Padre, el que ha venido a cumplir lo que anticiparon los
profetas. En su venida y su predicación la Escritura se cumple en oídos de los que lo escuchan (Lc. 4.21). No
vino a destruir sino a cumplir (Mt. 5.17ss), a anunciar el reino (Mr. 1.38), a buscar y salvar a los perdidos (Lc.
19.10), a servir a los demás, y a dar su vida en rescate por muchos (Mr. 10.45). El secreto de pertenecer al
reino radica en pertenecer a él (Mt. 7.23; 25.41). En síntesis, la persona de Jesús como Mesías es el centro de
todo lo que se anuncia en el evangelio relativo al reino. El reino está concentrado en él, tanto en lo que se
refiere a su aspecto presente como al aspecto futuro.

       b. Aspecto futuro

       Hay un aspecto futuro también. Por cuanto, a pesar de que se establece claramente en el evangelio que el
reino se manifiesta aquí y ahora, también se pone de relieve que, por el momento, se manifiesta en este
mundo únicamente de modo provisional. Es por ello que la proclamación de la presente actividad del mismo en
las palabras, "los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son
resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio", va seguida de una advertencia: "bienaventurado es el
que no halle tropiezo en mí" (Mt. 11.6; Lc. 7.23). El "tropiezo" radica en el carácter oculto del reino de esta
época. Los milagros son todavía señales de otro orden de realidad diferente del actual; no ha llegado aún el
momento en que los demonios han de ser entregados a las tinieblas eternas (Mt. 8.29). El evangelio del reino
se revela todavía únicamente como semilla que está siendo sembrada. En las parábolas del sembrador, la
semilla que crece secretamente, la cizaña entre el trigo, la semilla de mostaza, la levadura, Jesús instruye a sus
discípulos acerca de este aspecto oculto del reino. El Hijo del Hombre en persona, el que ha de venir en las
nubes del cielo, investido de todo el poder de Dios, es el Sembrador que siembra la Palabra de Dios. Se lo
representa como un hombre que depende de otros: las aves, los cardos, los seres humanos, pueden frustrar
parcialmente su obra. Tiene que esperar y ver qué va a acontecer con su semilla. Más aun, el carácter oculto
del reino tiene sentido más profundo todavía: el Rey mismo viene en forma de esclavo, de siervo. Las aves,
tienen nidos, pero el Hijo del Hombre (Dn. 7.13) no tiene dónde reclinar su cabeza. A fin de recibirlo todo,
primeramente tiene que entregarlo todo. Tiene que dar su vida en rescate; como el Siervo sufriente del Señor
en Is. 53, tiene que ser contado con los transgresores. El reino ha venido; el reino ha de venir. Pero viene por
vía de la cruz, y antes de que el Hijo del Hombre ejerza su autoridad sobre todos los reinos de la tierra (Mt.
4.8; 28.18) tiene que recorrer la senda de la obediencia a su Padre a fin de cumplir de este modo toda justicia
(Mt. 3.15). Por lo tanto, la manifestación del reino tiene una historia en este mundo. Tiene que ser proclamado
a toda criatura. Como esa semilla maravillosa, tiene que nacer y crecer, pero nadie sabe cómo (Mr. 4.27).
Tiene un poder interior por medio del cual se abre camino ante toda suerte de obstáculos, y avanza a pesar de
todo; porque el campo en el cual se la ha sembrado es el mundo (Mt. 13.38). El evangelio del reino se extiende
a todas las naciones (Mt. 28.19), por cuanto el Rey del reino es también Señor del Espíritu. Su resurrección
inicia una nueva era; la predicación del reino y el Rey alcanza lo último de la tierra. La decisión se ha hecho
realidad; pero el cumplimiento todavía se vuelve hacia el futuro. Lo que al principio pareciera ser una misma y
única venida del reino, lo que se anuncia como una realidad indivisible, al alcance de la mano y de la vista, se
extiende para abarcar nuevos períodos de tiempo y enormes distancias. Porque las fronteras de dicho reino no
se corresponden con los límites o la historia de Israel: el reino abarca todas las naciones y llena todas las
edades hasta que se produzca el fin del mundo.

III. Reino e iglesia

       Por consiguiente el reino se relaciona con la historia de la iglesia y del mundo por igual. Existe una
conexión entre el reino y la iglesia, pero no son idénticos, ni siquiera en la época actual. El reino comprende la
totalidad de la actividad redentora de Dios en Cristo en este mundo; la iglesia es la asamblea de los que
pertenecen a Cristo Jesús. Tal vez se podría hablar en función de dos círculos concéntricos, de los que la iglesia
es el más pequeño y el reino el más grande, mientras que Cristo es el centro de ambos. Esta relación de la
iglesia con el reino puede formularse de muchas maneras diferentes. La iglesia es la asamblea de los que han
aceptado el evangelio del reino por fe, que participan de la salvación del reino, lo cual incluye el perdón de
pecados, la adopción por Dios, la presencia interior del Espiritu Santo, la posesión de la vida eterna. Son
también aquellos en cuya vida el reino adopta forma visible, la luz del mundo, la sal de la tierra; los que han
aceptado el yugo del reino, que viven en obediencia a los mandamientos de su Rey y aprenden de él (Mt.
11.28–30). La iglesia, como órgano del reino, está llamada a confesar que Jesús es el Cristo, a cumplir la tarea
misionera de predicar el evangelio en el mundo; ella es, además, la comunidad de los que esperan la venida del
reino en gloria, los siervos que han recibido los talentos de su Señor con miras a su regreso. La iglesia recibe
toda su constitución del reino, por todos lados es acosada y dirigida por la revelación, el progreso, la futura
venida del reino de Dios, sin que en ningún momento sea ella el reino mismo, y sin que pueda nunca
identificársela con el mismo.

       Consecuentemente, el reino no está limitado a las fronteras de la iglesia. El reinado de Cristo lo abarca
todo soberanamente. Donde el mismo prevalece y es reconocido, no sólo adquiere libertad el ser humano, sino
que todo el esquema de su vida se transforma: la maldición de los demonios y el temor a los poderes hostiles
desaparecen. El cambio que produce el cristianismo entre los pueblos dominados por las religiones que rinden
culto a la naturaleza es prueba de la amplitud y la inclusividad del reino. Actúa no sólo exteriormente como la
semilla de mostaza, sino interiormente como la levadura. Se abre paso en el mundo con su poder redentor. El
último libro de la Biblia, que describe el reinado de Cristo en la historia del mundo, y su ímpetu arrollador hasta
el final mismo, ilumina en forma especial la antítesis entre el Cristo-Rey triunfante (por ejemplo Ap. 5.1 y
siguientes) y el poder de Satanás y el anticristo, que sobrevive todavía en la tierra y contiende contra Cristo y
su iglesia. Por más que el reino invada la historia mundial con su bendición y liberación, por más que se
presente como un poder salvador contra la tiranía de dioses y fuerzas contrarias a la humanidad, es sólo
mediante una crisis final y universal que el reino, como reino de paz y salvación visible y victorioso, dará
cumplimiento cabal a los nuevos cielos y la nueva tierra.

IV. En el resto del Nuevo Testamento

       La expresión "reino de los cielos" o "reino de Dios" no aparece tan frecuentemente en el NT fuera de los
evangelios sinópticos. Empero, se trata, sencillamente, de una cuestión terminológica. Como indicación de una
gran revolución en la historia de la salvación que ya se ha inaugurado con la venida de Cristo, y como la
esperada consumación de todos los actos de Dios, es el tema central de toda la revelación neotestamentaria
sobre Dios.

V. En el pensamiento teológico

       Por lo que hace a la concepción del reino de los cielos en la teología, ha sido poderosamente sometida a
toda clase de influencias y perspectivas a lo largo de los diversos períodos y tendencias del pensamiento
teológico. Rasgo distintivo en la teología católicoromana es la identificación del reino de Dios y la iglesia en la
dispensación terrena, identificación debida principalmente a la influencia de Agustín. A través de la jerarquía
eclesiástica Cristo se actualiza como Rey del reino de Dios. La extensión del reino coincide con las fronteras del
poder y la autoridad de la iglesia. El reino de los cielos se amplía mediante la misión y el progreso de la iglesia
en el mundo.

       En su resistencia a la jerarquía católica romana, los Reformadores pusieron el mayor acento en la
significación espiritual e invisible del reino, y acto seguido (aunque erróneamente) apelaron a Lc. 17.20 y
siguientes en defensa de su posición. El reino de los cielos, en otras palabras, es la soberanía espiritual que
Cristo ejerce por medio de la predicación de su palabra y la operación del Espiritu Santo. Si bien en los
primeros tiempos la Reforma no perdió de vista la gran dimensión de la historia salvífica del reino, el reino de
Dios, bajo la influencia de la Ilustración y el pietismo, llegó a concebirse crecientemente en sentido
individualista; es la soberanía de la gracia y la paz en el corazón de los hombres. En la teología liberal posterior
este concepto adquirió un sentido moralista (especialmente bajo la influencia de Kant): el reino de Dios es el
reino de la paz, el amor, y la justicia. Al principio, incluso en el pietismo y los círculos sectarios, se mantuvo la
expectativa del venidero reino de Dios, sin hacer lugar, empero, a una significación positiva del reino para la
vida en este mundo. En contraposición con esta perspectiva más o menos dualista del reino debemos distinguir
la concepción social del reino que pone todo el acento en su significación visible y comunitaria. Esta concepción
se distingue en algunos escritores por un radicalismo social (el cristianismo del "Sermón del monte" de Tolstói y
otros, o la interpretación "social-religiosa" de, por ejemplo Kutter y Ragaz en Suiza), en otros por la creencia
evolucionista en el progreso (el "evangelio social" de los Estados Unidos). La venida del reino consiste en la
marcha progresista de la justicia social y el desarrollo comunal.

       Por contraste con estas interpretaciones espiritualizantes, moralistas, y evolucionistas del reino, la
erudición neotestamentaria recalca nuevamente, y con justicia, la significación original del reino en la
predicación de Jesús, significación que está entrelazada con la historia de la salvación y la escatología. Mientras
que los fundadores de esta dirección escatológica más reciente le dieron una interpretación extrema a la idea
del reino de los cielos, de modo que no quedaba lugar para que el reino pudiese penetrar el orden mundial
actual (J. Weiss, A. Schweitzer), últimamente se le ha prestado más atención a la significación
incuestionablemente actual del reino, a la vez que dicha significación ha sido circunscrita a la perspectiva de la
historia de la salvación, la perspectiva del progreso de la actividad dinámica de Dios en la historia, que tiene
como fin último la consumación final.

La Salvación y Términos Afines

       Salvación (hebreo yeµsûa>, griego soµteµria).

       I. En el Antiguo Testamento

       El principal término hebreo traducido "salvación" es yeµsûa> y los derivados correspondientes. Su
significado básico es "introducir en un ambiente espacioso" (Sal. 18.36; 66.12), pero tiene desde el comienzo el
sentido metafórico de "liberación de toda limitación" y los medios para llegar a ella; liberación de los factores
que constriñen y limitan. Puede referirse a liberación de una enfermedad (Is. 38.20; 9), de los problemas (Jer.
30.7), o de los enemigos (2 S. 3.18; Sal. 44.7). En la gran mayoría de las referencias Dios es el autor de la
salvación. Así, Dios salva a su rebaño (Ez. 34.22); rescata a su pueblo (Os. 1.7) y sólo el puede salvarlos (Os.
13.10–14); no hay otro salvador aparte de él (Is. 43.11). Salvó a los padres de Egipto (Sal. 106.7–10), y a sus
hijos de Babilonia (Jer. 30.10). Él es el refugio y el salvador de su pueblo (2 S. 22.3). Salva al pobre y al
necesitado cuando no tienen otro que los ayude (Sal. 34.6; Job 5.15). En las palabras de Moisés, "estad firmes,
y ved la salvación que Jehová hará hoy" (Ex. 14.13), tenemos la esencia misma del concepto
veterotestamentario de la salvación. Así, conocer a Dios en alguna medida es conocerlo como Dios salvador
(Os. 13.4), de modo que las palabras "Dios" y "Salvador" son virtualmente idénticas en el AT. El gran ejemplo
normativo de la liberación salvífica divina es el éxodo (Ex. 12.40–14.31). La redención de la esclavitud egipcia
mediante la intervención de Dios en el mar Rojo fue determinante de toda la subsiguiente reflexión de Israel
acerca de la naturaleza y la actividad de Dios. El éxodo fue el molde al cual se incorporó toda la subsiguiente
interpretación del drama de la historia de Israel. Se lo expresaba con el canto en el culto (Sal. 66.1–7), se lo
relataba (Dt. 6.20–24), se lo representaba en el ritual (Ex. 13.3–16). De manera que la noción de la salvación
surgió del éxodo, estampada ideleblemente con la dimensión de los poderosos actos de liberación divina en la
historia.

       Este elemento profundamente significativo sirvió de base, a su vez, para una contribución
veterotestamentaria aun mayor a la idea de la salvación cual es la escatología. La experiencia que tuvo Israel
en cuanto a Dios como salvador en el pasado le permitió proyectar su fe hacia adelante, hacia la expectativa de
su salvación plena y definitiva en el futuro. Precisamente porque Yahvéh se ha hecho conocer como Señor de
todos, creador y sustentador de toda la tierra, y porque es un Dios justo y fiel, un día hará efectiva su total
victoria sobre sus enemigos y salvará a su pueblo de todos sus males (Is. 43.11–21; Dt. 9.4–6; Ez. 36.22–23).
En el período primitivo esta esperanza de salvación se centra más en la intervención histórica inmediata para la
reivindicación de Israel (Gn. 49; Dt. 33; Nm. 23s). En el período profético encuentra expresión en función de un
"día de Yahvéh" en el cual el juicio habrá de combinarse con la liberación (Is. 24.19s; 25.6–8; Jl. 2.1s, 28–32;
Am. 5.18s; 9.11s). La experiencia del exilio proporcionó tanto una imagen concreta como un marco concreto
para la expresión de esta esperanza como un nuevo éxodo (Is. 43.14–16; 48.20s; 51.9s; Jer. 31.31–34; Ez.
37.21–28; Zac. 8.7–13); pero los desalentadores y limitados resultados de la restauración proyectaron la
esperanza hacia adelante nuevamente, y la transmutaron en lo que se ha denominado la escatológica-
trascendental (Is. 64.1s; 65.17s; 66.22), la esperanza del >olaµm habba<, el nuevo mundo al final de la era
presente, en el que el gobierno soberano y el carácter justo de Dios se manifestarán en todas las naciones.

       Correspondería hacer referencia también a otros términos relacionados que la LXX vierte como soµteµria;
en particular la raíz g<l, ‘redimir’, recuperar propiedad que ha ido a parar a manos ajenas, "volver a adquirir",
a menudo mediante compra. La persona que efectuaba dicha redención, o salvación, es el goµ<eµl, el
‘pariente-redentor’ (cf. Lv. 25.26, 32; Rt. 4.4, 6). Dios es el gran goµ<eµl de Israel (Ex. 6.6; Sal. 77.14s). Este
uso es sinónimo de yeµsûa> en la última parte de Isaías (Is. 41.14; 44.6; 47.4). Aparecen como términos
paralelos en Is. 43.1–2; 60.16; 63.9.

       Finalmente notamos que la actividad salvífica de Dios en el AT se amplía y se profundiza en función de un
instrumento particular de esa salvación, el Mesías-Siervo. La salvación envuelve un agente, o salvador, aunque
no necesariamente distinto de Yahvéh mismo. En general aunque Yahvéh puede emplear agentes humanos
particulares, o salvadores, en momentos históricos determinados (Gn. 45.7; Jue. 3.9, 15; 2 R. 13.5; Neh.
9.27), sólo él es el salvador de su pueblo (Is. 43.11; 45.21; Os. 13.4). Esta afirmación general, empero,
requiere aclaración en el contexto del desarrollo de la esperanza de la salvación en el AT, donde en los cánticos
del Siervo encontramos una encarnación personal de la salvación moral de Yahvéh, aun cuando nunca se hace
referencia al Siervo como salvador en forma directa. La configuración corporativa está claramente presente
aquí, pero la personificación del ministerio del Siervo está clara en el texto, y a la luz del cumplimiento
neotestamentario no requiere defensas adicionales. En el cántico, Is. 49.1–6, aparece como instrumento de la
salvación universal preparada por Dios (v. 6; también 8). El cántico final, 52.13–53.12, no contiene el término,
pero el concepto de la salvación está presente en todas partes en función de una liberación del pecado y sus
consecuencias. Así, el AT nos ayuda a comprender, finalmente, que Dios salva a su pueblo mediante su Mesías-
Salvador.

       II. En el Nuevo Testamento

       En el NT comenzamos con la observación general de que, en buena medida, el uso "religioso" de una
liberación moral/espiritual se vuelve totalmente dominante en lo que respecta al concepto de la salvación. En el
uso no religioso se limita virtualmente a salvar ante graves peligros de muerte (Hch. 27.20, 31; Mr. 15.30; He.
5.7).

       a. Los evangelios sinópticos


       Jesús menciona la palabra salvación una sola vez (Lc. 19.9), donde puede referirse ya sea a sí mismo
como personificación de la salvación, impartiendo perdón a Zaqueo, o a aquello que se evidencia por la
conducta transformada del publicano. Nuestro Señor, empero, usó la palabra "salvar" y otras afines para indicar
primero lo que vino a hacer (por inferencia, Mr. 3.4; y por afirmación directa, Lc. 4.18; Mt. 18.11; Lc. 9.56; Mt.
20.28), y segundo, lo que se le exige al hombre (Mr. 8.35; Lc. 7.50; 8.12; 13.24; Mt. 10.22). Lc. 18.26, y el
contexto, muestra que la salvación exige un corazón contrito, impotencia como del niño, dispuesta a recibir, y
la renuncia a todas las cosas por amor a Cristo, condiciones todas que el hombre no puede cumplir por sí solo.

       El testimonio de otros acerca de la actividad salvífica de nuestro Señor es tanto indirecta (Mr. 15.31) como
directa (Mt. 8.17). Está también el testimonio de su propio nombre (Mt. 1.21, 23). Estos variados usos sugieren
en conjunto que la salvación estaba presente en la persona y el ministerio de Cristo, y especialmente en su
muerte.

       b. El cuarto evangelio


       Esta doble verdad la subraya el cuarto evangelio, en el que cada capítulo sugiere diferentes aspectos de la
salvación. Así, en 1.12s los hombres se convierten en hijos de Dios al confiar en Cristo; en 2.5 la situación se
soluciona al hacer "todo lo que os dijere"; en 3.5 el nuevo nacimiento por el Espíritu es esencial para entrar en
el reino, pero 3.14, 17 deja en claro que esa nueva vida no es posible aparte de la fe en la muerte de Cristo,
sin la cual los hombres ya están sujetos a condenación (3.17); en 4.22 la salvación es de los judíos—por
revelación históricamente canalizada por medio del pueblo de Dios—y es un regalo que interiormente
transforma y capacita a los hombres para la adoración.

       En 5.14 el que ha sido sanado no debe volver a pecar, no sea que le ocurra algo peor; en 5.39 las
Escrituras dan testimonio de que hay vida (= salvación) en el Hijo, a quien le han sido encomendados la vida y
el juicio; en 5.24 los creyentes ya han pasado de muerte a vida; en 6.35 Jesús declara que él es el pan de vida,
a quien únicamente deben acudir los hombres (6.68) en busca de las vivificantes palabras de vida eterna; en
7.39 el agua es símbolo de la vida salvífica del Espíritu que había de venir después que Jesús fuese glorificado.

       En 8.12 el evangelista indica la seguridad que ofrece la guía de la luz y en los vv. 32, 36 la libertad que se
adquiere por medio de la verdad que reside en el Hijo; en 9.25, 37, 39 la salvación es visión espiritual; en
10.10 el ingreso en el disfrute de la seguridad y la vida abundante del redil y del Padre es por medio de Cristo;
en 11.25s la vida de resurrección pertenece al creyente; en 11.50 (18.14) el propósito salvador de su muerte
se describe inconscientemente; en 12.32 Cristo, levantado en su muerte, atrae a los hombres hacia sí; en
13.10 el lavado inicial del Señor significa salvación ("está todo limpio"); en 14.6 Cristo es el camino vivo y
verdadero a las moradas del Padre; en 15.5 el permanecer en él, la Vid, es el secreto de los recursos vitales;
en 16.7–15 por amor a Cristo el Espíritu se hará cargo de los obstáculos a la salvación y hará los preparativos
para su realización; en 17.2–3, 12 el Señor guarda y cuida a los que tienen conocimiento del Dios verdadero y
de su Hijo; en 19.30 se lleva a cabo la salvación; en 20.21–23 las palabras de paz y perdón acompañan la
entrega del don del Espíritu; en 21.15–18 su amor reconciliador vuelve a inyectar amor en su seguidor y lo
rehabilita para el servicio.

       c. Los Hechos


       Hechos traza la proclamación (16.17) de la salvación en el impacto que produce, primero en las multitudes
que escuchan la exhortación a que sean "salvos de esta perversa generación" (2.40) mediante el
arrepentimiento (que es también don de Dios y parte constitutiva de la salvación, 11.18), la remisión de
pecados, y la recepción del Espíritu Santo; luego en un individuo enfermo, ignorante de su verdadera
necesidad, que es sanado por el nombre de Jesús, el único nombre en el que podemos ser salvos; y tercero, en
la familia de aquel que preguntó "¿qué debo hacer para ser salvo?" (16.30ss).

       d. Las epístolas pualinas


       Pablo sostiene que las Escrituras "pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús" (2
Ti. 3.15ss) y que proporcionan los ingredientes esenciales para el disfrute de una salvación plena. Ampliando y
aplicando el concepto veterotestamentario de la justicia divina, que ya anticipaba la justicia salvífica del NT,
Pablo demuestra que no hay salvación alguna por medio de la ley, ya que ella sólo podía indicar la presencia, y
suscitar la actividad reaccionaria, del pecado y cerrarle la boca a los hombres dada su culpabilidad ante Dios
(Ro. 3.19; Gá. 2.16). La salvación se proporciona como libre don del justo Dios obrando en gracia para con el
indigno pecador que, por el don de la fe, confía en la justicia de Cristo, que lo ha redimido por medio de su
muerte y lo ha justificado con su resurrección. Dios, por amor a Cristo, justicia, (justificación) al pecador (le
acredita la perfecta justicia de Cristo y lo acepta como si no hubiese pecado), perdona su pecado, lo reconcilia
(reconciliación) consigo mismo en y mediante Cristo, "haciendo la paz mediante la sangre de su cruz" (2 Co.
5.18; Ro. 5.11; Col. 1.20), lo adopta como miembro de su familia (Gá. 4.5s; Ef. 1.13; 2 Co. 1.22), poniendo el
sello, las arras, las primicias de su Espíritu en su corazón, y de este modo haciendo de él una nueva creación.
Por el mismo Espíritu los subsiguientes recursos de la salvación lo capacitan para andar en novedad de vida,
mortificando crecientemente los hechos de la carne (Ro. 8.13), hasta que en última instancia es conformado a
Cristo (Ro. 8.29) y su salvación es consumada en la gloria (Fil. 3.21).

       e. La Epístola a los Hebreos


       La "gran" salvación de la Epístola a los Hebreos trasciende los anuncios veterotestamentarios sobre la
salvación. En el NT la salvación se describe con el lenguaje de los sacrificios; las tantas veces repetidas
ofrendas del ritual veterotestamentario que se ocupaban principalmente de los pecados no premeditados y sólo
proporcionaban una salvación superficial son remplazadas por el sacrificio único de Cristo, siendo él mismo
tanto el Sacerdote de nuestra salvación como la ofrenda salvífica (He. 9.26; 10.12). El derramamiento de su
sangre vital en la muerte efectúa la expiación, de modo que en lo sucesivo el hombre, con la conciencia
purificada, puede entrar en la presencia de Dios en las condiciones del nuevo pacto, ratificado por Dios
mediante su Mediador (He. 9.15; 12.24). Hebreos, que tanto recalca la forma en que Cristo encara la cuestión
del pecado mediante su sufrimiento y su muerte a fin de proporcionar la salvación eterna, anticipa su segunda
venida, no ya para ocuparse del pecado, sino para consumar la salvación de su pueblo y, presumiblemente, la
gloria consiguiente que les corresponde (9.28).

       f. La Epístola de Santiago


       Santiago enseña que la salvación no es por "fe" solamente sino también por "obras" (2.24). Su intención
es desilusionar a todo el que se apoya para su salvación en el mero reconocimiento intelectual de la existencia
de Dios, sin un cambio de corazón que de por resultado obras de justicia. No descuenta la verdadera fe, sino
que pide que su presencia la evidencie una conducta que a su vez ponga de manifiesto las energías salvíficas de
la verdadera religión obrando por medio de la Palabra de Dios implantada en la persona. Le preocupa tanto
como el que más el hacer volver al pecador del error de su camino y salvar su alma de la muerte (5.20).

       g. 1 y 2 Pedro
       1 Pedro destaca, en forma semejante a Hebreos, lo costoso de la salvación (1.19), que fue buscada y
predicha por los profetas pero es ahora realidad presente para los que, como ovejas extraviadas, han vuelto al
Pastor de sus almas (2.24s). Su aspecto futuro es conocido por los que "sois guardados por el poder de Dios
mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada" (1 P. 1.5).

       En 2 Pedro la salvación comprende el escapar de la corrupción que existe en el mundo por la lascivia
haciéndonos partícipes de la naturaleza divina (1.4). En el contexto del pecado el creyente ansía los nuevos
cielos y la nueva tierra en los que mora la justicia, pero reconoce que la postergación de la parusía se debe a la
paciencia de su Señor, paciencia que forma parte, ella misma, de la salvación (3.13, 15).

       h. 1, 2 y 3 Juan
       Para 1 Juan el lenguaje de los sacrificios en Hebreos es adecuado. Cristo es nuestra salvación al ser él la
propiciación por nuestros pecados, como exteriorización del amor de Dios. Es Dios en su amor, manifestado
en la sangre derramada de Cristo, el que cubre nuestros pecados y nos purifica. Como en el cuarto evangelio,
la salvación se concibe en función del hecho de nacer de Dios, de conocer a Dios, de poseer vida eterna en
Cristo, de vivir en la luz y la verdad de Dios, de morar en Dios y saber que él mora en nosotros mediante el
amor por su Espíritu (3.9; 4.6, 13; 5.11). 3 Juan tiene una significativa oración en la que pide prosperidad y
salud corporal (bienestar natural) generales para acompañar la prosperidad del alma (v. 2).

       i. La Epístola de Judas


       Judas 3, al referirse a la "común salvación", está pensando en algo semejante a la "común fe" de Tit. 1.4,
y la vincula con la "fe" (cf. Ef. 4.5) por la que tienen que contender los creyentes. Esta salvación comprende los
privilegios, verdades, demandas y experiencias salvíficos comunes a sus muy diversos lectores. En los vv. 22s
insta a hacer conocer urgentemente esta salvación a diversos grupos de personas que tienen dudas, que se
encuentran en grave peligro, y que están sumergidas en la degradación.

       j. El Apocalipsis
       Apocalipsis reitera el tema (de 1 Jn.) de la salvación como liberación o limpieza del pecado en virtud de la
sangre de Cristo, y la constitución de los creyentes en sacerdoctes reales (1.5s). De un modo que recuerda al
Salmista, el vidente, en actitud de adoración, atribuye la salvación en toda su amplitud a Dios (7.10). Los
últimos capítulos del libro pintan la salvación en función de las hojas del árbol de la vida que son para la
sanidad de las naciones, árbol al cual, como en el caso de la ciudad de la salvación, se concede admisión
únicamente a aquellos cuyos nombres están escritos en el libro de la vida.

       III. La salvación bíblica: síntesis

       1. La salvación es un hecho histórico. La perspectiva veterotestamentaria de la salvación como producto


de la intervención divina en la historia recibe pleno apoyo en el NT. A diferencia del gnosticismo, el hombre no
se salva mediante la sabiduría; a diferencia del judaísmo, el hombre no se salva haciendo mérito en lo moral y
lo religioso; a diferencia de los cultos helenísticos de misterio, el hombre no se salva mediante la adquisición de
técnicas para la realización de prácticas religiosas; a diferencia de Roma, la salvación no ha de ser equiparada
con el orden político o la libertad política. El hombre se salva mediante la acción de Dios en la historia en la
persona de Jesucristo (Ro. 4.25; 5.10; 2 Co. 4.10s; Fil. 2.6s; 1 Ti. 1.15; 1 Jn. 4.9–10, 14). Si bien el
nacimiento, la vida, y el ministerio de Jesús no dejan de tener su importancia, lo que se destaca es su muerte y
resurrección (1 Co. 15.5s); somos salvos por la sangre de su cruz (Hch. 20.28; Ro. 3.25; 5.9; Ef. 1.7; Col.
1.20; He. 9.12; 12.24; 13.12; 1 Jn. 1.7; Ap. 1.5; 5.9). En la medida en que se proclama dicho mensaje y los
hombres lo oyen y responden con fe, la salvación de Dios les es anunciada (Ro. 10.8, 14s; 1 Co. 1.18–25;
15.11; 1 Ts. 1.4s).

       2. La salvación tiene carácter moral y espiritual. La salvación tiene relación con la liberación del pecado y
sus consecuencias y, por consiguiente, de la conciencia de culpa (Ro. 5.1; He. 10.22), de la ley y su maldición
(Gá. 3.13; Col. 2.14), de la muerte (1 P. 1.3–5; 1 Co. 15.51–56), del juicio (Ro. 5.9; He. 9.28); también del
temor (He. 2.15; 2 Ti. 1.7, 9s), y la esclavitud (Tit. 2.11–3.6; Gá. 5.1s). Es importante indicar las
consecuencias negativas de esto, lo que la salvación cristiana no incluye. La salvación no incluye
necesariamente la prosperidad material ni el éxito mundano (Hch. 3.6; 2 Co. 6.10), como tampoco promete
salud física ni bienestar. Es preciso tener cuidado de no exagerar justamente este aspecto negativo, ya que ha
habido y hay actualmente curaciones realmente notables, y la capacidad para realizar curaciones es un don que
el Espíritu ha dado a la Iglesia (Hch. 3.9; 9.34; 20.9s; 1 Co. 12.28). Pero no en todos los casos se producen las
curaciones, y por lo tanto no constituye en ningún sentido un "derecho" de la persona que es salva (1 Ti. 5.23;
2 Ti. 4.20; Fil. 2.25s; 2 Co. 12.7–9). Más aun, la salvación no inmuniza contra penurias y peligros físicos (1 Co.
4.9–13; 2 Co. 11.23–28), ni tampoco, quizá, contra hechos aparentemente trágicos (Mt. 5.45 [?]). No significa
que el creyente se verá libre de injusticias sociales y malos tratos (1 Co. 7.20–24; 1 P. 2.18–25).
       3. La salvación es escatológica. Existe el peligro de definir el sentido de la salvación en forma demasiado
negativa. Aquí recordamos la admisión hecha más arriba en cuanto a la escasez de referencias a la salvación en
labios de Jesús. La categoría central de Jesús era el reino de Dios, la manifestación del gobierno soberano de
Dios. En Ap. 12.10, sin embargo, la salvación y el reino virtualmente se equiparan. Para el autor de Apocalipsis,
como también para Jesús, la salvación es equivalente a la vida sujeta al reinado de Dios, o, como aparece en el
testimonio del cuarto evangelio, la vida eterna. Por lo tanto, la salvación reúne en sí todo el contenido del
evangelio. Ella incluye la liberación del pecado y todas sus consecuencias y, en lo positivo, el otorgamiento de
toda bendición espiritual en Cristo (Ef. 1.3), el don del Espíritu Santo, y la vida de bendición en la era futura.
Esta perspectiva futura es crucial (Ro. 8.24; 13.11; 1 Co. 3.5; Fil. 3.20; He. 1.14; 9.28; 1 P. 1.5, 9). Todo lo
que se sabe acerca de la salvación ahora no es más que preliminar, anticipo de la plenitud de la salvación que
está a la espera de la plenitud del reino en el momento de la parusía del Señor.

       Ver además Eleccíon; Santificación; Llamado; Predestinación; Relación con otras perspectivas de
la Salvación.

Marcas

       La variedad de "señales" o "marcas" que menciona la Biblia se ve reflejada por el número de diferentes
términos hebreos y griegos empleados para describirlas.

       1. Las distintas formas verbales empleadas corresponden a nuestras voces castellanas "considerar" (Sal.
48.13; 37.37), "escudriñar con mirada fija" (1 S. 1.12 "observar"), "observar (atentamente)" (Lc. 14.7), etc.
Con el significado de "hacer una marca", Isaías se refiere al carpintero que traza una línea con lápiz y compás
(44.13), mientras que Jeremías habla de los pecados de Judá como indeleblemente marcados, como una
mancha sobre una tela, que ni la lejía ni el jabón pueden sacar (2.22).

       2. En Gn. 4.15 encontramos el primer uso fuera de lo común de "señal" o "marca" como sustantivo
("marcó"). Se trata aquí de una traducción del hebreo <oÆt_, que describe la marca en la frente de Caín. En el
AT <oÆt_ generalmente significa "señal"; pero también quiere decir "augurios" (1 S. 10.7, 9), "símbolos" (Is.
8.18), "milagros" (Ex. 7.3). No obstante, en el fondo de muchos de estos diferentes usos se encuentra la idea
común de "promesa", como, por ejemplo, del bien (Sal. 86.17), de la presencia de Dios (Ex. 4.8s), y del pacto
(Gn. 9.12–13, 17). En consecuencia, <oÆt_, cuando se lo emplea con referencia a la marca en la frente de
Caín, debe entenderse en función de señal, promesa, o muestra de la protección del Señor para protegerlo
contra la retribución. Si esto es así, <oÆt_ podría entonces significar prenda en relación con algún tipo de
pacto por el que Dios se compromete a proteger a Caín (Gn. 4.15).

       3. En Ez. 9.4, 6 la voz hebrea taµw se traduce "señal". Esta es la marca que se coloca sobre la frente de
los justos, a modo de certificación de que los que llevaban la señal constituían el pueblo del Señor (Job 31.35,
donde taµw se traduce. "firma"), y se distinguían de los idólatras, y, por lo tanto, estaban exentos del juicio a
causa de la protección del Señor (Ex. 12.22s). Aquí puede significar "sello" (Ap. 7.3; 14.1; 22.4).

       4. Otra palabra que se traduce "señal" sólo aparece una vez en la Biblia: qa>‡qa>. Su etimología es
oscura, pero en Lv. 19.28 probablemente se refiere a las marcas de tatuaje (así "dibujo") que, junto con "los
rasguños en vuestro cuerpo" (es decir "incisiones" o "laceraciones") estaban prohibidas a los israelitas. La
prohibición probablemente tiene que ver con sus asociaciones paganas y mágicas.

       Leviticos 19:28 trata de excluir ritos y prácticas que estuvieran asociados con la religión pagana de los
cananeos, particularmente aquellos que deformaban física y moralmente. El abuso del cuerpo en nombre de la
religión es una aberración humana bastante extendida.

       El AT, con su alta perspectiva en cuanto a lo bueno del cuerpo como creación de Dios, no lo permitía. El NT
refuerza el principio con la afirmación de que el cuerpo del cristiano es templo del Espíritu Santo. 1 Cor.
6:19,20 dice "¿No saben ustedes que su cuerpo es templo del Espíritu Santo que Dios les ha dado, y que el
Espíritu Santo vive en ustedes? Ustedes no son sus propios dueños, porque Dios los ha comprado. Por eso
deben honrar a Dios en el cuerpo.

       5. En la conocida metáfora paulina de "(proseguir) a la meta" (skopos) a fin de ganar el premio (Fil. 3.14)
"meta ("señal") significa "llegada". El apóstol emplea aquí el lenguaje de las carreras de carros para describir la
intensidad con que se concentra para ganar la corona, o sea el honor de ser llamado por Dios en Cristo.

       6. Otra voz griega que se traduce "marca" fue incorporada al castellano con poca alteración: stigma,
‘estigma’. Al igual que skopos, sólo aparece una vez (Gá. 6.17). La raíz significa "punzar", pero probablemente
Pablo la emplea en el sentido de los tatuajes o marcas de propiedad con que los amos estampaban a sus
esclavos a fin de identificarlos. Pablo estaba orgulloso de ser siervo de Cristo (Ro. 1.1); para él no había
estigma asociado con las marcas de esclavitud a Cristo que había recibido (Gá. 6.17) en el curso de su
ministerio (2 Co. 11.23–27).
       7. El último término, jaragma (Ap. 13.16), nos recuerda al hebreo taµw en Ez. 9.4, 6, pero las
circunstancias se invierten. En Ap. 13.16 es "la marca de la bestia"; y la llevan los seguidores del anticristo,
que es la materialización de la apostasía. Ya sea con sentido literal o moral, esta marca puede significar una
adulteración del "sello" de Dios en los cristianos.

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