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Por Andrés Fernández | Fotografía: Ana Lucía Rodríguez y cortesía del autor
El día 15 de julio de 1972, al ser las 3:32 de la tarde, eran dinamitados los bloques del complejo
habitacional Pruitt-Igoe, ubicado en Saint Louis, Missouri. Diseño del arquitecto japonés Minoru
Yamasaki, el proyecto se había construido de acuerdo con los progresistas ideales propugnados
por el CIAM (Congreso Internacional de Arquitectos Modernos) y su diseño había sido premiado
por el Instituto Norteamericano de Arquitectos, en 1951.
La modernidad tardía
La afirmación no carecía de sentido si se tiene en cuenta que desde 1960, las llamadas
“vanguardias” arquitectónicas, sobre todo europeas, mostraban inconformidad con el Movimiento
Moderno y los resultados obtenidos. Sin embargo, las discusiones se centraban no tanto en la
validez de sus premisas como en los límites de su vigencia.
Así fue, por lo menos, mientras la polémica no trascendió a los medios masivos de comunicación,
que una vez al tanto de ella, se encargaron de difundir por todo el mundo la crisis de identidad
que vivía la arquitectura internacional y los supuestos nuevos paradigmas que pretendían dirigirla
en adelante. Fue así como en los años setenta saltó a la palestra la denominada “pos-modernidad”
arquitectónica
Plural, la nueva tendencia, más que dictar cánones o dogmas formales, incorporaba múltiples
variantes al quehacer arquitectónico: desde las simplemente lúdicas, hasta las que pretendían que
los postulados modernos conservaban su vigencia, si bien había que revisarlos en función de la
evolución de la ciudad y de su gente, de nuevas maneras de pensar e inéditos estilos de vida. A esa
vertiente posmoderna, la denominó Jenks arquitectura “tardo-moderna”.
No obstante el nombre de conjunto, esta no poseía características formales comunes, pues dentro
de ella convivían diversas maneras de entender la arquitectura, más se le podían reconocer al
menos tres principios generalizados: un cierto sentido escultórico externo en los edificios, la
variedad de composiciones que lleva a la disgregación del espacio en unidades pequeñas y, por
último, la utilización de elementos relacionados con la tecnología y la industria.
De ahí que la modernidad tardía en arquitectura haya dado paso a diversas sub-tendencias,
algunas incluso marcadamente “nacionales”, tales como el ‘neo-brutalismo’ inglés, el
‘metabolismo’ japonés y la llamada ‘arquitectura espacial’ del arquitecto norteamericano
Buckminster Fuller, entre otras como el ‘high-tech’, quizá la más notoria de todas por su uso
espectacular de la alta tecnología constructiva.
En Costa Rica, donde el Movimiento Moderno tuvo una amplia repercusión y le había dado a la
ciudad muy buenos ejemplos tras su particular aplicación al medio local desde los años cincuenta,
la crisis descrita no dejó de sentirse. No en balde, el ‘Estilo Internacional’ había sido la arquitectura
de la Segunda República desde su fundación y había acompañado su desarrollo hasta 1970,
cuando el Estado Benefactor empezó a dar paso al Estado Empresario.
Según la arquitecta e investigadora Ileana Vives, en ese lapso se dio un “período de asimilación del
legado moderno a través del llamado Estilo Internacional”; mientras que de 1970 a 1990, lo vino
fue más bien una “búsqueda de la contextualización de valores histórico-culturales, de la memoria
colectiva, de las particularidades del sitio, a partir de los cuales se pudo interpretar, ajustar o
traducir el legado de la arquitectura internacional”.
Localmente, entonces, es a este segundo período al que podemos denominar aquí ‘tardo-
moderno’. Como era lógico, quienes estaban en posición de asumir dicha relectura, eran los
arquitectos modernos en el sentido estricto, de los que teníamos entonces dos generaciones: la de
los llegados al país entre 1950 y 1960, y los que lo habían hecho entre 1960 y 1970, todos
formados en el extranjero, pues precisamente entonces se fundaba apenas la Escuela de
Arquitectura de la UCR.
Otro templo católico, en este caso el Votivo del Sagrado Corazón, en el barrio Francisco Peralta de
San José, continuaría esa línea también. Diseño del arquitecto Raúl Goddard, el edificio se terminó
en 1973 y a su condición de hito urbano contribuyó su emplazamiento, al extremo este de la
avenida 8, después de una cuesta que le hace de pedestal y de la cual parece levantarse el edificio.
Originalmente la distinguía también el concreto en bruto como material predominante, mientras
que si en Fátima los vitrales matizan apenas la luz con un efecto de recogimiento y penumbra, en
ella la gran vidriera frontal es protagonista hacia afuera y hacia adentro.
De la década del setenta, también, son dos proyectos que se quedarían en el papel: el de la Casa
Presidencial, de los arquitectos Rafael Ángel García y Jorge Bertheau (1973); y el planteamiento
original Plaza de la Cultura, de los arquitectos Edgar Vargas, Jorge Borbón y Jorge Bertheau (1976).
Ambas propuestas, sin duda, estaban en madura sintonía con algunas de las corrientes
internacionales ya mencionadas, pero si la primera empezó a construirse para luego ser
abandonada en un actop de estupidez política, la segunda era tan invasiva de su entorno urbano,
que fue desechada de antemano.
Los años ochenta
La década siguiente se inició con la crisis estructural del modelo de Estado costarricense,
precipitada por la coyuntura mundial. En ese escenario, particularmente en el primer lustro, van a
aparecer en la capital varias obras notables de arquitectura. Estética y conceptualmente hablando,
todas serían resultado de la asimilación práctica por parte de sus creadores, de los postulados del
Movimiento Moderno, pero sometido ya a la revisión apuntada atrás.
A fines de los setenta, y en gran medida por decisión política, la CCSS planteó construir un edificio
anexo al hito arquitectónico que era su sede, desde 15 años atrás. Inaugurado en 1980, para
desarrollarlo, el arquitecto Linner se valió de un lenguaje donde al brutalismo del material
expuesto se suma una simetría dinámica, y una cuidadosa modulación que permite los grandes
espacios requeridos por un edificio administrativo, aunque disgregados en una especie de gran
escultura urbana.
El primero, porque resolvió de acertada manera el secular problema del centro de manzana
josefino, con un edificio que se articula en una escuadra abierta entre calle y avenida, mientras
maneja con soltura y liviandad la solidez y peso de su propuesta formal y matérica. Además de sus
valores plásticos y funcionales, como propuesta urbana, cabe resaltar que el Omni colaboró a
trasladar el centro urbano hacia el sector noreste del Parque Central, señalado mérito de otra
obra.
Eso lo lograría la Plaza de la Cultura, de los arquitectos Edgar Vargas, Jorge Borbón y Jorge
Bertheau, que se inauguró en 1983; inmueble que, sin cerrar el período histórico-arquitectónico
reseñado, es definitivamente su marcada culminación. Otras obras tardo-modernas hay que
merecen señalarse, como las del ‘regionalismo crítico’ del arquitecto Bruno Stagno, aunque
afortunadamente han sido ya muy divulgadas.
Para finalizar, cabe señalar que en 1986 fallecía en Michigan el arquitecto Minuro Yamasaki, que
años después dePruitt-Igoe había diseñado las Torres Gemelas del World Trade Center… en
contraste, en el año 2012, la editorial inglesa Phaidon Press Limited publicada el “XX Century
World Architecture Phaidon”, especie de atlas con 800 edificios emblemáticos construidos entre
1900 y 1999: lo mejor de la arquitectura mundial.
En la publicación, importante por lo que tiene de reconocimiento mundial, se incluyen de San José
dos de las obras reseñadas: el edificio Anexo de la CCSS y la Plaza de la Cultura-Museos del Banco
Central, prueba, si hiciera falta, de que la arquitectura tardo-moderna también dejó en Costa Rica
significativos ejemplos.