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Diagramación: M. E. Monsalve
Copyright © 2014
Inter-American Division Publishing Association®
Asociación Publicadora Interamericana
En esta obra las citas bíblicas han sido tomadas de la versión Reina-Valera,
revisión de 1995: RV95 © Sociedades Bíblicas Unidas.
ISBN: 978-1-61161-334-6
Impresión y encuadernación
3 Dimension
Doral, Florida, EE.UU.
Impreso en EE.UU.
Printed in USA
Introducción 5
1. Santiago, ¿«hermano» o «siervo» de Jesús? 7
2. El propósito de las pruebas 19
3. ¡Bienaventurados los que no se confunden! 31
4. Cuando oír significa hacer 43
5. Vivir como reyes 55
6. La evidencia de que estamos vivos 67
7. «En palabras de Jesús» 77
8. Un antídoto procedente del cielo 89
9. Ni hablar ni actuar como ellos 101
10. Lástima que haya tan pocos 111
11. Los pacientes no juran 123
12. Santiago, el pastor 135
1 3. El evangelio de Santiago, según Isaías 147
Introducción
A
ún es de madrugada, pero el sueño se me ha ido
pensando otra vez en mi «hermano». Y aunque lo
considero un privilegio, reconozco que llamarlo de
esa forma no expresa la plenitud de lo que él fue realmente
para mí. Por eso, prefiero llamarlo mi «glorioso Señor
Jesucristo» (San. 2: 1).
Aceptar esto, sin embargo, no me resultó nada fácil y, si lo
piensas detenidamente, quizás tampoco lo hubiera sido
para ti. Jesús era el hijo que José, mi padre, tuvo con María,
su segunda esposa. Por lo tanto, además de ser mi
hermanastro, también era menor que yo. Y aunque en la
historia de mis antepasados hubo algunas excepciones,
definitivamente, admitir la superioridad de un hermano
menor nunca fue algo común ni cómodo en mi cultura,
especialmente para personas como yo.
Tal vez esto sea la causa de que, al principio, fuera tan
áspero con él. Pero, si he de ser sincero, en realidad hubo
algo más. Aunque a simple vista era como cualquier otro
niño de Nazaret, los años que viví junto a Jesús me
permitieron darme cuenta de lo contrario. Él era siempre tan
servicial, tan noble y, en fin, tan diferente en muchos
sentidos a mí y a mis hermanos que, al ver como esto hacía
que se ganara los elogios de quienes nos rodeaban, nuestra
actitud hacia él fue volviéndose cada vez más hostil.1
Al principio intentamos “cambiarlo”; esperábamos que
dejara de actuar de aquella manera tan “rara” y que se
comportara como los demás niños de su edad. Pero he de
confesar que, al paso de los años, mi molestia y disgusto
hacia él no solo fue creciendo, sino que también llegó a
hacerse evidente en burlas y abiertos reproches. ¡Cuánto
lamento hoy haberme atrevido a tratarlo así!
Y aquí estoy ahora, reprochándome nuevamente todo
aquello, preguntándome qué habría pasado si, por ejemplo,
en lugar de sentir celos de él, hubiera aprovechado el
tiempo imitando su responsabilidad y esmero en la
carpintería de mi padre. ¡Qué diferente habría sido nuestra
relación! Y más importante aún, ¿mi apoyo y comprensión
podrían haberle hecho menos difícil su paso por este
mundo?
Cierto, el ‘hubiera’ no existe y sé que no puedo borrar el
pasado ni lo que hice, pero en momentos como este
también sé que hay algo de lo que puedo estar seguro:
¡Jesús me ha perdonado! Y aunque tal vez suene arrogante,
puedo asegurarte que también me transformó.
Por todo esto, su bondad, su amor a Dios, su fidelidad a las
Escrituras y, sobre todo, sus enseñanzas, son cosas de las
que hoy no puedo prescindir. De hecho, la influencia de sus
enseñanzas en mi vida fue tan grande que escribí un libro
en el cual intenté aplicarlas lo mejor que supe a la situación
por la que pasaban los creyentes judíos de mis días;2 un
libro que la mayoría de los cristianos hoy conoce como la
Epístola de Santiago.
Y aunque algunos han llegado a dudar de que yo fuera su
autor, argumentando que la calidad de mi libro no
corresponde a mis capacidades literarias, lo que esto
evidencia es que, quienes piensan así, en realidad necesitan
conocerme un poco más, así como comprender mejor las
circunstancias en las que lo escribí.3
Seguro de que lo que escribí puede ser útil, tanto para ti
como para el resto de los cristianos, al contarte más detalles
de mi relación con Cristo, también espero poder ayudarte a
entender mejor el contenido de mi libro. Te aseguro que el
tiempo que invirtamos juntos será provechoso y muy bien
recompensado.
¿Santiago o Jacobo?
Que el autor del libro que estudiaremos durante este
trimestre sea conocido por dos nombres distintos, Santiago
(San. 1: 1) y Jacobo (Mat. 13: 55; Hech. 15: 13), no parece
presentar mayor problema. De hecho, es muy probable que
en este momento vengan a su mente casos de otros
personajes bíblicos que también fueron conocidos por dos
nombres distintos. El problema, sin embargo, es que en el
idioma original del Nuevo Testamento nuestro autor siempre
es llamado de una sola forma, a saber, Jacobo (Iacobos). ¿De
dónde proviene entonces del nombre Santiago?
Aunque no todos los detalles sobre el origen de este
nombre son claros, podemos concluir que, Santiago, en
realidad no es un nombre diferente, sino una derivación de
Jacobo. La razón de esto es que, con el paso de los siglos, la
pronunciación del nombre Iacobos (o Iacobus, en latín), se
redujo por razones prácticas a Iaco, luego cambió a Iago (o
Iagú) y, finalmente, evolucionó a Tiago.4
Dado que en algún momento la iglesia católica le agregó
(como a muchos otros personajes bíblicos), el trato de
‘santo’, Jacobo empezó a conocerse en latín como Sanctus
Iacobus, título que al abreviarse resultó en San Iaco y, hacia
el año 1300 de nuestra era, quedó registrado en el español
antiguo de ese entonces como Sant Yague o como Santyago.
Pese a ser el resultado de este caprichoso cambio
lingüístico, Santiago es el nombre más popular de la que en
realidad debió llamarse «Epístola de Jacobo». Y es, de
hecho, el nombre que aparece como su título en todas las
versiones de la Biblia en español con las que la mayoría de
nosotros contamos. Siendo este el caso, Santiago es el
nombre que también usaré en este libro al referirme al autor
de tan singular libro del Nuevo Testamento.5
Le presento a Santiago
La mejor evidencia demuestra que nuestro autor fue
conocido en sus días como uno de los «hermanos» de Jesús
(Mar. 6: 3; Mat. 13: 55; Gál. 1: 19):
Parecería que los Evangelios sugieren que se trata de hijos de José tenidos
en un matrimonio anterior. El que Jesús confiara a su madre al cuidado de
Juan (Juan 19: 26-27) podría indicar que los hermanos (y las hermanas) de
Jesús no eran hijos de María. Por su proceder para con Jesús y por la forma
en que lo consideraban, parecería que eran mayores que él. […] Tanto
Elena G. de White, como la tradición cristiana, afirman que los hermanos
eran hijos de José pero no de María [ver El Deseado de todas las gentes,
cap. 9, págs. 68, 69; cap. 33, pág. 291].6
Razón por la que puede decirse con certeza que «no hay
mejor ejemplo en el Nuevo Testamento de un líder que toma
la enseñanza del Señor y la aplica a los problemas de la
iglesia. La carta de Santiago, por lo tanto, llega a ser un
modelo para la iglesia moderna sobre cómo aplicar la
enseñanza de Jesús».19
El tono de todo el libro, en consecuencia, es altamente
práctico porque el cristianismo es precisamente eso, algo
que es preciso practicar.20 De ahí el conocido y valioso
desarrollo que Santiago hace del concepto de la «fe que
obra» (San. 2: 14-26). Sí, una fe que lleva a quien la pone en
práctica a orar (San. 5: 13-18), pero también a mostrar un
interés genuino por los demás y sin hacer acepción de
personas (San. 2: 1-16); una fe que caracterizará a quien la
practique, pese a las injusticias que le rodeen, por la
perseverancia y la lealtad a los principios de la voluntad de
Dios (San. 1: 2-4, 23-25), y no por la codicia, ni mucho
menos por la violencia (San. 3–4); en efecto, una fe que se
mantendrá firme «hasta la venida del Señor» (San. 5: 7).
Puesto que Santiago seguramente practicó una fe como
esta después de que Cristo lo transformara, es evidente que
el contenido de su libro no se limita a reflejar las
enseñanzas del Salvador, sino que también representa para
todos sus lectores (judíos o no) un constante y vívido desafío
a experimentar una transformación como la de él:
«Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado de
la verdad y alguno lo hace volver, sepa que el que haga
volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte
un alma y cubrirá multitud de pecados» (San. 5: 19, 20). ¿Le
parecen estos válidos y suficientes motivos para disponerse
a estudiar con cuidado esta epístola?
Referencias
1. Mis hermanos fueron José, Simón y Judas (Mat. 13: 55 y Mar. 6: 3).
2. Primordialmente los que fueron esparcidos por toda Palestina (San. 1: 1).
3. Esto no es nada nuevo. De hecho, dudas como estas son las que hicieron que
mi libro, pese a ser divinamente inspirado, no fuera reconocido oficialmente como
parte del Canon del Nuevo Testamento hasta el año 397 d. C., en el concilio de
Cartago (sitio cercano a la ciudad de Túnez, en el norte de áfrica).
4. Al ser adoptado como grito de guerra por los españoles en sus batallas de
“reconquista” en contra de los musulmanes, abreviar este nombre les resultó una
práctica útil que, según la tradición, se dio a partir del siglo VIII d. C.
5. Salvo cuando cite textos bíblicos fuera de Santiago, ya que en la versión que
usaremos (Reina Valera, revisión 1995), siempre se usa el nombre Jacobo,
excepto en el caso de su epístola. Si gusta, puede revisar otras versiones en
español y notará que pasa lo mismo. No así en la Reina Valera antigua (1909), en
donde el título es «Santiago», pero su primer versículo dice «Jacobo».
6. Comentario bíblico adventista, tomo 5, pág. 389.
7. Otro dato implícito en la información que Pablo nos proporciona es que Santiago
estaba casado (1 Cor. 9: 5). Respecto a la aparición de Cristo, existe una posible
alusión a ella fuera de la Biblia, se encuentra en un documento conocido como
«Evangelio según los Hebreos».
8. Elena G. White, Hechos de los apóstoles, cap. 19, pág. 146. Resulta
interesante que cada vez que Elena G. de White cita algún versículo de Santiago
en sus escritos siempre se refiere a él como «apóstol». Por otro lado, comparar el
lenguaje de su epístola con el de esta decisión enviada a las iglesias gentiles (Hech.
15: 13-21) permite ver notables coincidencias entre ambas. Hecho que sería otra
evidencia de que la persona que se encuentra detrás de ambas es Santiago. Para
saber más sobre esto, véase Juan Carlos Cevallos, Comentario Bíblico Mundo
Hispano Tomo 23: Hebreos, Santiago, 1 Y 2 Pedro, Judas (El Paso, Texas: Mundo
Hispano, 2006), pág. 184.
9. La primera se dio al inicio del ministerio de Pablo (Gál. 1: 19) y la otra al final del
mismo (Hech. 21:18-25). Queda en medio, por supuesto, su encuentro durante el
concilio de Jerusalén (Hech. 15).
10. Antigüedades 20: 9.1.
11. Eusebio de Cesárea, Historia eclesiástica (Madrid: CLIE, 1988), págs. 84-86.
12. La esclavitud era en aquel entonces un «fenómeno que formaba parte de la
sociedad y que engendraba un esquema mental social basado en la dependencia
de un individuo. […] Este esquema social estructuraba toda la sociedad, y los
cristianos no se libraban de él. […] Otorgándose el título de «esclavo de Dios y del
Señor Jesucristo», el autor subraya su dependencia, pero también,
contradictoriamente, su prestigio y su autoridad. Es interesante observar que en
algunos santuarios griegos, como en Delfos, a los esclavos liberados se les daba a
veces el título de «esclavos de Dios» (Gilles Becquet y otros, La carta de Santiago:
Lectura socio-lingüística [Navarra, España: Verbo Divino, 1988], pág. 13).
13. Para un estudio detallado de cómo el contexto histórico y cultural contribuye a
establecer una fecha temprana para la epístola de Santiago, véase Pedrito Uriah
Maynard-Reid, «Poor and Rich in the Epistle of James: A Socio-Historical and
Exegetical Study» (Tesis doctoral presentada en la Universidad Andrews, Berrien
Springs, Michigan, 1981). Si desea tener más información de las condiciones
reinantes en Palestina durante esa época, la obra clásica de Joachim Jeremías,
Jerusalén en tiempos de Jesús: estudio económico y social del mundo del Nuevo
Testamento (Madrid: Cristiandad, 1980), le será de gran ayuda.
14. Resulta muy notorio, por ejemplo, que la carta de Santiago no incluya una
bendición, ni un saludo final.
15. Muchas de esas ilustraciones son tomadas de la naturaleza. Si le interesa una
lista detallada de tales ilustraciones, le recomiendo la que aparece en el Bible
Knowledge Commentary, en la sección correspondiente a la introducción de
Santiago.
16. Peter H. Davids, «Santiago», en Nuevo comentario bíblico siglo veintiuno (El
Paso, Texas: Mundo Hispano, 2003), pág. 1016.
17. Así como también a varios pasajes del Pentateuco, los Profetas y los libros
poéticos, especialmente los de sabiduría. De ahí que algunos la llamen «la más
judía de todas las epístolas».
18. Este cuadro es una adaptación del que aparece en la introducción al
comentario sobre Santiago de Donald W. Burdick, parte de la serie Expositor’s
Bible Commentary, versión electrónica.
19. Davids, pág. 1016.
20. Con razón el erudito Paul Cedar, en su comentario sobre esta epístola, la llama
«Manual de cómo hacerlo», citado en Pedrito U. Maynard-Reid, La Biblia
amplificada: Guía práctica para una vida cristiana abundante en el libro de
Santiago (Buenos Aires: ACES, 1999), pág. 20.
21. Este cuadro es una adaptación del que aparece en Nelson’s Complete Book of
Bible Maps and Charts: Old and New Testaments (Nashville: Thomas Nelson,
1996), pág. 454. No obstante, por razones prácticas, los capítulos de mi libro
cubrirán las mismas trece secciones del esquema de Santiago utilizado por el
autor de la Guía de estudio de este trimestre.
2
El propósito
de las pruebas
F
ueron tantas que, en honor a la verdad, no recuerdo
cuántas veces lo intenté. De lo que sí estoy seguro es
que nunca logré que Jesús se desesperara. De hecho,
nunca lo vi perder el control con nadie. Hubo muchas
circunstancias propicias para que lo hiciera: desde aquellas
en las que algunos vecinos maliciosos le echaban en cara o
murmuraban sobre las “sospechosas” condiciones de su
nacimiento, hasta aquellas en las que mis hermanos y yo
abiertamente pisoteamos sus derechos (aquí entre nosotros,
he llegado a pensar que lo que hicimos tiene mucha
relación con lo que los hermanos de José también hicieron
con él).
Sin embargo, pese a la amargura que después comprendí
que le causábamos, todo aquello no hizo más que afianzarlo
en la práctica y el desarrollo de una paciencia que lo
caracterizó hasta el final de su vida. Con toda razón, siglos
después, alguien diría acertadamente lo siguiente:
Entre las amarguras que caen en suerte a la humanidad, no hubo ninguna
que no le tocó a Cristo. Si hubiese respondido con una palabra o mirada
impaciente, si hubiese complacido a sus hermanos con un solo acto malo,
no habría sido un ejemplo perfecto. Así habría dejado de llevar a cabo el
plan de nuestra redención. […] Esta es la razón por la cual el tentador obró
para hacer su vida tan penosa como fuera posible, a fin de inducirle a
pecar.1
Sí, pasar tiempo con Dios, ¡de eso se trata! De hecho, eso
es lo que Dios siempre ha querido hacer: pasar más tiempo
con nosotros. Mis compatriotas y yo recordamos muy bien
que esto fue lo que el Señor le pidió a Abraham, nuestro
antepasado: «Anda delante de mí y sé perfecto» (Gén.
17:1). Con esta orden, Dios le dijo a Abraham, y también a
todos nosotros, que la clave de una vida espiritual de éxito
es caminar “hacia su rostro” (eso significa en realidad esta
frase en el idioma de mis antepasados), buscando
continuamente su presencia.
Es verdad, no hay que ser muy inteligente para entender
que ejercer una paciencia como la de Dios solo es posible
pasando mucho tiempo con él. Pero Jesús me enseñó que es
preciso ser sabio y perseverante para decidir hacerlo. ¿Te
resulta extraña mi declaración? Tal vez sea por las
diferencias entre tu forma de entender qué es sabiduría y la
mía.
La sabiduría bíblica no se mide por el coeficiente
intelectual, sino por la capacidad de tomar decisiones
correctas, decisiones que tienen en cuenta la voluntad de
Dios (algo de lo que te hablaré más en otro momento). Por
tanto, me queda claro que Dios es también la única fuente
para obtener dicha sabiduría (San. 1: 5).
¿Estás atravesando alguna prueba? ¿Crees que las
dificultades que enfrentas son demasiadas y no sabes si tu
fe te alcanzará para salir victorioso de ellas? Sé bienvenido
al grupo de aquellos que sabemos que las dificultades son
parte de la vida cristiana, pero también reconocemos que
estas tienen un propósito: ¡crecer en la fe hasta alcanzar
una madurez semejante a la de Jesús! (San. 1: 4). Una
madurez que, siendo fruto de la paciencia bíblica, contrasta
enormemente con las imágenes que utilicé en mi libro
hablando de una persona que es semejante a una «onda del
mar», o como alguien que es de «doble ánimo e
inconstante» (San. 1: 6, 8).4
Cristo me enseñó que mi forma de vivir tiene
repercusiones en el gran conflicto entre el bien y el mal. Por
eso anhelo que todo cuanto hice en mi vida cristiana haya
podido manifestar que, viniera lo que viniera, mis acciones y
mi disposición a seguirlo siempre fueron íntegras y sin
doblez alguna.
¿Te gustaría pedirle a Dios una paciencia semejante a la
de Jesús? La sabiduría y la ayuda divina para enfrentar las
pruebas están siempre a nuestro alcance. Lo único que
lamento es haber tardado tanto en darme cuenta.
¿Tiene fe o es fiel?
Si los dos mil doscientos millones de cristianos de este
planeta derramáramos una lágrima a la semana, al cabo de
un año habríamos llorado la exorbitante cantidad de
114,400 millones de lágrimas. Teniendo en cuenta que
muchísimas de esas lágrimas habrían sido causadas por
problemas, ¿le parece que, aun sabiéndolo, Santiago
seguiría pidiendo que los cristianos nos gocemos en las
tribulaciones?
Leamos nuevamente su respuesta en Santiago 1: 3:
«Sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia».
¿Notó que se prueba nuestra fe y no a nosotros? Aunque en
realidad la fe no es una entidad separada de la persona que
la ejerce, hacer hincapié en esta distinción nos permite
enfocar correctamente el propósito que nuestro autor tenía
en mente. Propósito que, a fin de captar mejor, puede
ilustrarse con la siguiente analogía:9
Si bien una persona que inicia los trámites de
matriculación en una universidad ya puede decir que es un
estudiante en potencia, solo será digna de ese título una vez
haya superado los exámenes. En otras palabras, la única
manera de determinar la eficacia de su “estatus académico”
es viendo cómo supera los exámenes. De hecho, evitar que
pasase por las pruebas impediría evaluar con precisión tan
siquiera su calidad como estudiante.
De manera similar, puesto que la fe no es solamente la
profesión de un conjunto de creencias ni el hábito de ejercer
“pensamiento positivo”, Santiago nos recuerda que la única
manera de evaluarla es poniéndola en acción o “forzándola”
a hacerlo.10 Por lo tanto, queda claro que para nuestro autor
uno de los propósitos de las pruebas es llevarnos a ejercitar
la fe. Sí, dada la singular y dinámica naturaleza de la fe,
para Santiago es preciso evaluarla y ejercitarla; algo que se
percibe mucho más claramente al percatarnos de qué
entiende él por fe.
Además de notar que esta es una palabra usada con
frecuencia en la epístola (16 veces), leer los versículos
donde se utiliza nos permite ver que la fe tiene que ser
productiva, precisamente, en las circunstancias adversas
(San. 1: 3, 6; 5:15), pero sobre todo tiene que manifestarse
en acciones concretas, en un estilo de vida caracterizado por
la justicia y la misericordia.
Definitivamente, esta descripción de la fe se asemeja
mucho la que plasmaron algunos profetas. Y es natural, ya
que, pese a que la lengua usada es el griego, la mayoría de
las veces los autores del Nuevo Testamento presentaron sus
enseñanzas en el marco del pensamiento hebreo del
Antiguo Testamento.
Por ello, aunque la palabra que Santiago utiliza para
referirse a la fe es de origen griego (pistis), es probable que
en su mente este concepto proviniera de la palabra hebrea
‘emunah’ que, al estar relacionada con la idea de “certeza” y
“firmeza”,11 comúnmente se ha asociado con el concepto de
fe. Paradójicamente, la mayoría de las veces esta palabra no
se traduce como “fe”, sino como “fidelidad” (Lam. 3: 23;
Ose. 2: 22; Sal. 100: 5, etc.) De ahí que este concepto, al ser
un atributo de Dios mismo (Deu. 32: 4; 1 Sam. 26: 23),
también sea la mejor manera de resaltar que, porque es fiel,
Dios es digno de toda nuestra confianza.
Pero el Antiguo Testamento va más allá al decirnos que la
fidelidad también es un atributo que el Señor anhela
transmitirnos y ver en nuestra conducta (Pro. 12: 22; Isa. 59:
4). Por esa razón, el profeta Habacuc la considera la
característica distintiva de los «justos», la marca de aquellos
que, pese a la adversidad y las injusticias que afrontan,
siguen confiando y siendo fieles a Dios (vea Hab. 3: 18).
Siendo que el proceder de los “impíos” atenta contra la
justicia y contra la ley misma (Hab. 1: 4), el profeta describe
a los justos sufriendo por dicho comportamiento, pero sobre
todo los distingue claramente del mismo: «Aquel cuya alma
no es recta se enorgullece; mas el justo por su fe vivirá»
(Hab. 2: 4). Así, puesto que es obvio que la fidelidad se
manifiesta en un estilo de vida fiel, tal como el de Dios,
tanto Habacuc como Santiago nos recuerdan que esta solo
puede obtenerse de él mismo, la fuente de «todo don
perfecto» (San. 1: 17).
Lo que Santiago enseña también concuerda con lo dicho
por Jesús en cuanto a que sus seguidores serían reconocidos
por sus «frutos», ya que una fe que se manifiesta solo de
palabra nunca sustituirá la fidelidad a la voluntad de Dios
(Mat. 7: 15-21). Asimismo, él también relacionó esa
fidelidad con el gozo y la paciencia: «Bienaventurados los
que padecen persecución por causa de la justicia. […]
Bienaventurados seréis cuando por mi causa os insulten, os
persigan y digan toda clase de mal contra vosotros,
mintiendo» (Mat. 5: 10, 11). El Señor sabe cuántas lágrimas
han derramado por esto tanto él como sus hijos.
M
e quedó claro que las pretensiones de Jesús iban en
serio. Su visita a Jerusalén le había provocado una
situación muy arriesgada con el Sanedrín. Estaba
bien que pretendiera hacer las cosas de otra manera, pero
expulsar del templo de Jerusalén a los comerciantes… ¡Eso
fue demasiado! Pero, lejos de abandonar sus planes, lo único
que hizo fue regresar a la región de Galilea, cerca de
nuestra casa.
Nos enteramos que durante varios meses estuvo
anunciando que “el reino de los cielos se había acercado” y
que su fama como “nuevo rabino” se había extendido por
todo el país. Lo que más nos confundió es que algunos de
sus seguidores habían comenzado a creer que él liberaría a
nuestra nación del dominio del imperio romano.
Pero, según entiendo, estas personas no eran los únicos
que se habían confundido. Sus propios discípulos no
entendían por qué Jesús no fortalecía su causa procurando
obtener el apoyo de los sacerdotes y los rabinos. Se
preguntaban por qué tardaba tanto en establecer su
autoridad como rey. Si eso era lo que se proponía, ¿por qué
no lo hacía de una vez por todas? Para Jesús, sin embargo,
había llegado el momento apropiado para aclarar la
verdadera naturaleza de su reino y de su misión.
Solo, sobre un monte cerca del mar de Galilea, Jesús pasó
la noche orando y al amanecer, tras tener un encuentro
especial con sus discípulos, se dirigió hacia un sitio cercano
donde ya había mucha gente esperándolo. Sentados sobre
la hierba de una ladera cercana al mar, deseosos de que
Jesús estableciera pronto su reino en Jerusalén, sus oyentes
se dispusieron a escucharlo con suma atención. Entre ellos,
algunos escribas y fariseos esperaban oírle decir que había
llegado la hora de subyugar a los romanos arrebatándoles la
riqueza y el poder. Por su parte, los pobres campesinos y
pescadores esperaban que anunciara que había llegado el
momento de que su vida de penoso trabajo y escasez diera
paso a la abundancia y la comodidad.
No obstante, la intención de mi hermano era otra. Si bien
las enseñanzas que Jesús estaba por enunciar habrían de
beneficiarlos, no tenían que ver con sus aspiraciones
terrenales. Aquella mañana sus palabras tenían por objeto
señalar como «bienaventurado» a todo aquel que lograse
desarrollar un carácter como el que el cielo espera.
¿Bienaventurados los mansos y los que lloran? ¡Vaya
incongruencia! Sus palabras me confundían. Años después,
sin embargo, mi confusión se esfumó. Ahora soy muy
dichoso por haber entendido lo que Jesús enseñó en aquella
colina junto al mar de Galilea, y anhelo que tú también
puedas hacerlo.
Repasemos
En el capítulo anterior nos centramos en los primeros once
versículos de la epístola de Santiago. Hacerlo nos permitió
ver que el deseo primordial de nuestro autor es que sus
lectores tengan la actitud correcta al enfrentar las pruebas
por las que están pasando.
Puesto que una de las pruebas más evidentes que
afrontaban sus lectores era la pobreza ocasionada por la
explotación que sufrían por parte de los ricos, Santiago los
exhorta a vivir un cristianismo como el que se describe en
los versículos 2 al 5 y así evitar las características negativas
descritas en los versos 6 al 8.
Pero al llegar a los versículos 9 al 11, tras comenzar a
aplicar a la situación real de su audiencia lo que ha venido
exponiendo, Santiago hace una declaración que
posiblemente sea la más hermosa y esperanzadora de su
libro: «Bienaventurado el hombre que soporta la tentación,
porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona
de vida que Dios ha prometido a los que lo aman» (San.
1:12). En este punto iniciamos nuestro estudio de los
versículos 12 al 21. ¿Me acompaña?
«A toda acción…»
Mucho antes de que Isaac Newton propusiera que «a toda
acción corresponde una reacción de igual intensidad y en
sentido opuesto», la comunidad de creyentes a la que
escribe Santiago ya ejemplificaba, en cierta forma, lo cierto
de dicha premisa. Dado que es evidente que las pruebas por
las que atravesaban los llevaron a reaccionar de maneras
distintas, nuestro autor procede a dejar claro que, si bien es
lógico reaccionar, hay una forma de hacerlo correctamente y
otra que no lo es, que hay una forma positiva y otra
negativa.
De acuerdo con los versículos anteriores, una reacción
positiva sería adoptar una actitud gozosa ante las pruebas
(San. 1: 2), mientras que no perseverar y rendirse ante las
pruebas, obviamente, sería lo contrario. Sin embargo, para
Santiago, hay una forma aún peor de encarar los problemas,
aquella que decide culpar a Dios (San. 1: 13).
Mientras que a los que reaccionan de la primera forma se
les ofrece una bienaventuranza o bendición (San. 1: 12),
para quienes no reaccionen así hay una explicación. Dada la
importancia de estos dos puntos, dediquemos un tiempo a
entender las implicaciones de ambos.
No espere un “lacrimatorio”
¿Cuándo fue la última vez que usted usó un lacrimatorio?
¿Que no sabe qué es un lacrimatorio? No se preocupe, hasta
hace poco yo tampoco sabía que se le llama así a un tipo de
vasijas pequeñas que se han encontrado en tumbas
romanas y griegas, en las que se supone que los dolientes
derramaban sus lágrimas.
Aunque algunos suponen que guardar sus lágrimas de
dolor en estas vasijas se hacía como señal de amor por
alguien que moría, es más probable que los romanos
colocaran estas vasijas de cristal en las tumbas como
símbolos de respeto. De ahí que cuanta más angustia y
lágrimas derramadas, más importante se suponía que había
sido la persona fallecida.
Con el paso del tiempo, los lacrimatorios reaparecieron
cuando quienes lloraban la pérdida de un ser querido
guardaban sus lágrimas en botellas con tapones especiales
que permitían que estas se evaporasen. En el momento en
que todas las lágrimas se habían secado finalizaba el
periodo de luto.
Por otra parte, hay un texto bíblico que también parece
referirse de alguna forma a los lacrimatorios, pero cuyo
contexto es diferente: «Mis huidas tú has contado; pon mis
lágrimas en tu redoma [vasija]; ¿no están ellas en tu libro?»
(Sal. 56: 8).
No cabe duda de que Dios tiene conocimiento y guarda un
registro de cada una de las lágrimas derramadas por sus
hijos: «Los que aceptan a Cristo como su Salvador personal
no son dejados huérfanos, para sobrellevar solos las pruebas
de la vida. Él los recibe como miembros de la familia
celestial, los invita a llamar a su Padre, Padre de ellos
también. Son sus “pequeñitos”, caros al corazón de Dios,
vinculados con él por los vínculos más tiernos y
permanentes. Tiene para con ellos una ternura muy grande,
que supera la que nuestros padres o madres han sentido
hacia nosotros en nuestra incapacidad como lo divino
supera a lo humano».1
Pero todo esto no es un mero recurso literario para
simbolizar el amor o un afectuoso reconocimiento de Dios
hacia nuestro sufrimiento. Al contrario, si la Biblia nos habla
de lágrimas es para recordarnos que pronto, el día que Dios
«borre toda lágrima» de los ojos de sus hijos, también nos
dará «la corona de vida» (San. 1: 12).
Por ello, aunque desde hace tiempo hay quienes han
propagado que creer en Dios es una muestra de debilidad,
que la religión es una especie de paño de lágrimas
inventado por aquellos que no saben cómo reaccionar ante
el sufrimiento que enfrentan, para quienes estamos seguros
de la realidad de Dios en nuestra vida el cristianismo es una
carrera cuya victoria ya nos ha sido asegurada.2 Por eso
Santiago ofrece una bendición para aquellos que «soportan
[perseveran ante] la tentación [prueba]», para aquellos que
«resistan la prueba [de la fe]» (San. 1: 12), conceptos que,
como puede ver, nuestro autor ya había usado en los
versículos 2 y 3.3
Así, estando como está interesado en describir la reacción
correcta de sus lectores, aquella cuya práctica continua los
hace merecedores de su bienaventuranza,4 Santiago nos
recuerda nuevamente las palabras de Jesús:
«Bienaventurados los que padecen persecución por causa
de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. […]
Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en
los cielos» (Mat. 5: 10, 12). Dicha bendición, por extraña que
parezca a los incrédulos, es tan cierta que puede ilustrarse
con lo que sucedió a aquellos extranjeros que hace tiempo
decidieron invertir cultivando pita o maguey, planta con la
cual se fabrica el hilo sisal (cuerdas y tejidos) y cuyos más
grandes cultivos se hallan en la península mexicana de
Yucatán.
Siendo que el terreno de Yucatán es duro y aparentemente
pobre en nutrientes, este grupo de extranjeros, tras
informarse de su proceso de cultivo y producción, decidieron
establecer una gran plantación de pita en la península de
Florida, Estados Unidos. «Como el terreno es mejor allá esto
hará que la pita crezca mejor», concluyeron. De esa forma,
después de haber comprado una gran extensión de terreno
en Florida, procedieron a plantar las pitas, y pronto
adquirieron un tamaño enorme.
«Ahora sí», pensaron estos optimistas agricultores. «Ahora
vamos a tener el mejor sisal del mundo. ¡Les mostraremos a
los yucatecos cómo se cultiva la pita!» Sin embargo, cuando
llegó el momento, procedieron a levantar la cosecha para
ver, con gran chasco y asombro, que sus plantas no tenían
fibras; eran pura pulpa. Entonces comprendieron que un
terreno suave no servía para producir fibra fuerte y útil, en
tanto que la tierra dura era, sin duda, el mejor ambiente
para cultivarla.
¡Bienaventurado, pues, aquel que no se confunde ni
reacciona equivocadamente pese a que el terreno
ciertamente sea áspero y duro! Lamentablemente, como
veremos a continuación, no todos los lectores de Santiago
reaccionaron así.
Buscando culpables
Suponga que en el hogar de una pareja que se ama de
verdad comienza a tener problemas financieros. Él ha
perdido su empleo, mientras que ella ha visto reducido su
sueldo a causa de la crisis económica generalizada por la
que atraviesa el país. Al principio piensan que esta situación
será pasajera, pero pasan los días y más bien se acrecienta.
Aunque el amor del uno por el otro sigue siendo el mismo,
las tensiones a las que últimamente han estado expuestos
los han vuelto hipersensibles y han comenzado a
recriminarse mutuamente. Ya sabe: «Si no gastaras tanto en
cosas innecesarias…» «Si me hubieras hecho caso cuando
te dije que ahorráramos ese dinero…», etcétera, etcétera.
Reproches que, acompañados en ocasiones de insultos, lejos
de menguar se vuelven cada vez más constantes y agrios,
hasta el punto de desestabilizar la paz del hogar e incluso
su relación.
¿Imaginó ya la escena? Ayúdeme a resolver el siguiente
problema. ¿A qué o a quién se deben en realidad los
problemas de esta pareja? ¿Cuál es la causa por la que la
tranquilidad de su hogar parece estar en proceso de
extinción?
Dado que la situación por la que pasa esta pareja provino
inicialmente del exterior (la crisis económica), la respuesta
más obvia sería considerar dicha crisis como la culpable de
sus problemas. Sin embargo, si hemos de tomar en cuenta
lo que enseña el libro de Santiago, podemos deducir que el
punto al que ha llegado la relación de esta pareja no solo se
debe a causas externas, sino también a factores internos. Su
reacción ante las causas provenientes del exterior los ha
llevado a adoptar actitudes y manifestar una conducta
propia y común de la naturaleza humana (desesperación,
ofensas, etc.) Por lo tanto, en algún momento, su situación
también comenzó a propiciarse por lo que ellos mismos
hacen, ¿verdad?
Pero permítame que añada a este cuadro un detalle que
omití deliberadamente al principio. Esta pareja es cristiana,
por lo que, lamentablemente, en medio de su angustia y
movidos por el afán de encontrar respuestas, han llegado al
punto de responsabilizar a Dios de lo que les está
ocurriendo.
De manera similar, siendo que varios de sus primeros
lectores parecen haber respondido negativamente a las
presiones, y esto (como veremos en otro capítulo) los llevó a
tener conflictos y dividirse, Santiago les aclarara que,
aunque sea comprensible, pasarse la vida culpando a Dios
por lo que les sucede es incorrecto e irresponsable: «Que
nadie diga cuando es tentado [o puesto a prueba]: Soy
tentado [puesto a prueba] por Dios; porque Dios no puede
ser tentado [probado] por el mal y Él mismo no tienta [o
pone a prueba] a nadie» (San. 1: 13, BLA).5
Es incorrecto porque lo que proviene de Dios, el «Padre de
las luces» no son las pruebas ni las tentaciones, sino «toda
buena dádiva y todo don perfecto» (San. 1: 17). Y también
irresponsable porque, desde que Adán y Eva pecaron, el ser
humano ha mostrado una tendencia a buscar culpables en
lugar de aceptar responsablemente las consecuencias de su
proceder. Cierto, los problemas existen, son reales. Pero, en
buena medida, como en el caso de la pareja, lo que está en
nuestro interior nos ayudará o perjudicará al momento de
enfrentarlos: «Sino que cada uno es tentado [puesto a
prueba], cuando de su propia pasión es atraído y seducido.
Entonces la pasión, después que ha concebido, da a luz el
pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte»
(San. 1: 14, 15).
Visto así, estos versículos no son una descripción del
proceso de tentación en general, sino parte del argumento
que Santiago ha estado desarrollando.6 Parece que el autor
pregunta: «¿Cómo reaccionas ante la crisis?», para luego
añadir con claridad: «Pues, asegúrate de no caer en la
“tentación” de culpar a Dios por tus problemas». He aquí
una ilustración de las opciones que la comunidad cristiana a
la que se dirige Santiago tenía en el momento de enfrentar
sus pruebas, así como de los resultados que cada una de
ellas traería:7
De ahí que, dado lo que está en juego, Santiago enuncie
otra cariñosa apelación utilizando una vez más un
imperativo en presente: «Queridos hermanos míos, no se
engañen» (San. 1: 16, DHH). En su contexto, bien puede
entenderse como: «dejen de seguir engañándose».8 De este
modo, lejos de responsabilizar a Dios o a su enemigo por la
situación por la que pasan sus lectores, Santiago no solo
hace justicia al carácter de Dios, sino que también resalta la
importancia de la responsabilidad personal en la vida
cristiana (algo que desarrollará en el resto de su epístola).
Extrayendo imágenes de la pesca («atraído y seducido»
como por una «carnada»), Santiago ilustra que a la
naturaleza humana tiende a serle más atractivo reaccionar
siguiendo sus propios deseos e impulsos que siguiendo los
principios cristianos (San. 1: 14). Al hacerlo, sin embargo, no
está solo. Tras sus palabras parece encontrarse la idea judía
de que en el interior del ser humano existen dos tendencias
en conflicto o, como las denomina Barclay, «dos fuerzas que
tiran de la persona en sentidos opuestos».9
Este es el mismo problema del cual Pablo testifica: «Lo
que hago, no lo entiendo, pues no hago lo que quiero, sino
lo que detesto, eso hago […]. De manera que ya no soy yo
quien hace aquello, sino el pecado que está en mí. Y yo sé
que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien, porque el
querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. No hago el
bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago» (Rom.
7: 15, 17-19).
Por lo tanto, al estar relacionado con la impaciencia y la
ira, el impulso hacia el mal del cual venimos hablando
también parece describir gráficamente la reacción de la
comunidad de Santiago, que, al dejarse llevar precisamente
por la ira, parece haber dejado también de practicar la
justicia de origen divino: «Por esto, mis amados hermanos,
todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo
para airarse, porque la ira del hombre no obra la justicia de
Dios» (San. 1: 19, 20).
Tan noble ideal, sin embargo, suena demasiado difícil de
alcanzar, al menos en apariencia… ¿Es posible que Santiago
también tenga algo que decirnos al respecto?
Buenas noticias
Dado que nuestra naturaleza puesta a prueba engendra
pecado y muerte (San. 1: 15), la solución a esto solo puede
provenir de Dios. Siempre según Santiago, tal solución parte
de una importante decisión que él mismo tomó: «En el
ejercicio de su voluntad, Él nos hizo nacer por la palabra de
verdad». O como lo expresa otra versión: «Además, quiso
que fuéramos sus hijos. Por eso, por medio de la buena
noticia de salvación nos dio una vida nueva» (San. 1: 18,
TLA).
Así, mientras que en el versículo 15 se describe al pecado
«dando a luz la muerte», en el versículo 18 se afirma que
Dios ha decidido no solo mejorar nuestra vida espiritual, sino
“engendrar” en nosotros una nueva vida, y esto por medio
de la «palabra de verdad», expresión utilizada por Pablo
para referirse al evangelio (Efe. 1: 13; Col. 1: 5; 2 Tim. 2:
15).
Pero nacer de nuevo no es lo único que Santiago pretende
enfatizar en este versículo, ya que ante todo está interesado
en mencionar el propósito de tan extraordinario milagro:
«para que fuéramos como los primeros y mejores frutos de
su creación» (San. 1: 18, NVI). Así, desde la perspectiva de
Santiago, nacer de nuevo nos hace una especie de
«primicias», concepto que en la Biblia se asocia tanto con la
santidad como con la pertenencia a Dios (Éxo. 23: 16; 34:
22; Lev. 19: 23-25; Jer. 2: 3; Rom. 11: 16; Apo. 14: 4).
¡Qué gran honor nos concede el Señor al considerarnos
sus primicias! Gran privilegio, sin duda, pero también una
gran responsabilidad ya que, siendo que le pertenecemos,
también hemos de manifestar su santidad en nuestra vida.
Es un desafío que, de manera muy práctica, Santiago
describe en los siguientes términos: «Por esto, mis amados
hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para
hablar, tardo para airarse» (San. 1: 19).
No es que resultara fácil practicar un estilo de vida
semejante en las circunstancias por las que atravesaban sus
oyentes (de hecho, no resulta fácil en ninguna), pero
Santiago sabe que los que han de recibir la corona de la vida
son aquellos que, transformados por Dios, ejerzan el
dominio de sí mismos, incluido su «mal genio».10
Pedir esto vuelve a ser congruente con el pensamiento
judío de sus días: «Si te gusta escuchar, aprenderás, si
inclinas tu oído, serás sabio» (Eclesiástico 6: 33, NBJ),
recomendación que, de paso, también aparece en la
literatura griega, cuando se aconseja a un oficial de alto
rango sobre la mejor manera de ejercer autoridad: «no
pierdas los estribos, habla poco y escucha mucho».11 ¿Se
trata, pues, de vencer por nuestra gran fuerza de voluntad?
¿Acaso se habla aquí de “salvación por buen
temperamento”?
No, por puesto que no. Se trata más bien de iniciar
acciones que permitan que Dios haga en nosotros lo que
jamás podríamos hacer por nosotros mismos: «Por lo cual,
desechando toda inmundicia y abundancia de malicia,
recibid con mansedumbre la palabra implantada
[sembrada], la cual puede salvar vuestras almas» (San. 1:
21).12
Teniendo en cuenta que «desechar la inmundicia» en la
Biblia no es algo que haga el ser humano, sino algo que
necesita que le hagan, la Traducción en lenguaje actual de
la Biblia parece ser mucho más útil para que podamos
comprender esta expresión: «Hacer lo malo es como andar
vestido con ropa sucia». ¿Recuerda alguna parte de la Biblia
que hable de la necesidad que tenemos de ser despojados
de una ropa así? ¡Exacto! El caso del sumo sacerdote Josué
descrito en el libro de Zacarías:
Luego me mostró al sumo sacerdote Josué, el cual estaba delante del
ángel de Jehová, mientras el Satán estaba a su mano derecha para
acusarlo […] Josué, que estaba cubierto de vestiduras viles, permanecía en
pie delante del ángel. Habló el ángel y ordenó a los que estaban delante de
él: “Quitadle esas vestiduras viles”. Y a él dijo: “Mira que he quitado de ti tu
pecado y te he hecho vestir de ropas de gala” (Zac. 3: 1, 3, 4, la cursiva
13
es nuestra).
Referencias
1. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 33, pág. 297.
2. 1 Cor. 9: 25; 2 Tim. 4: 7, 8; Apo. 2: 10. La corona (en griego, estéfanos) a la
que se refieren estas citas se confeccionaba con ramas de laurel, y a veces con
flores, y se otorgaba como símbolo de victoria y honor al ganar una competición.
La idea de recibir una corona así aparece también en el libro de la Sabiduría, cita
que bien pudo conocer Santiago: «Los justos, en cambio, viven para siempre;
encuentran su recompensa en el Señor […]. Por eso recibirán un reino distinguido
y una hermosa diadema de manos del señor» (Sabiduría 5: 15, 16, NBJ).
3. Aunque se traduce como “tentación”, la palabra griega usada aquí (peirasmós)
es la misma que en el versículo 2 se traduce como “prueba”. Traducirla como
“tentación” cobrará sentido a partir del versículo 13, aunque esta palabra ya no
aparecerá ahí como sustantivo, sino como verbo.
4. Recuerde que el tiempo presente denota una acción continua.
5. Dado que la palabra griega peirasmós puede traducirse tanto por “prueba”
como por “tentación”, es probable que Santiago aproveche la ambigüedad del
término para ilustrar a sus lectores que la mayor “tentación”, dadas las “pruebas”
que afrontaban, es cuestionar la bondad de Dios y dudar de él. Por otra parte, es
interesante notar que la palabra ‘mal’ (aquello por lo que Dios no puede ser
«tentado») solo aparece en otra ocasión en la carta refiriéndose a la gravedad del
problema implícito en no poder controlar la «lengua» (San. 3: 8).
6. Esta descripción tampoco ha de limitarse a las tentaciones de carácter sexual
ya que, por ejemplo, la palabra ‘pasión’ (epithumía) también puede referirse a un
intenso deseo por algo bueno (vea Fil. 1: 23).
7. Adaptación del cuadro de George M. Stulac, IVP New Testament Commentary:
James, disponible en http://www.biblegateway.com/resources/commentaries/IVP-
NT/Jas/Temptations-Good-Gifts, consultado en 5/11/2013, 11:19 UTM.
8. Expresión idéntica a la de Gál. 6: 7, cuyo verbo le pido no olvidar, ya que nos
servirá para nuestro estudio de San. 5: 19, exhortación que, aunque con verbos
griegos distintos, nuestro autor repetirá en los vers. 22 y 26.
9. Los rabinos judíos las llaman yétser ha-tób y yétser ha-rá (la tendencia al bien
y la tendencia al mal, Barclay, pág. 946). Para más información, vea
http://www.judaismovirtual.com/preguntar/1939_fracaso_triunfo.php y el útil
artículo de Joel Marcus, «The Evil Inclination in the Epistle of James» en Catholic
Biblical Quarterly 44 (1982), págs. 606-621.
10. En la mitología, el “genio” estaba asociado con una deidad que protegía y
acompaña a cada persona y que, según las creencias romanas, era el espíritu de
un antepasado. En esta misma cultura los demonios también eran asociados con
los genios. Por su parte, en los textos neoplatónicos, los genios son concebidos
algunas veces también como divinidades inferiores y clasificados como “genios
buenos” o “malos”.
11. Cita de la obra de Luciano de Samosata en la que aparecen las enseñanzas de
su maestro y que, por lo tanto, tituló, Vida de Demonacte, citada en Maynard-
Reid, pág. 88.
12. «Al vivir la vida del Dador de toda existencia, mediante la fe en él, todos los
hombres pueden alcanzar la norma establecida en sus palabras» (Elena G. de
White, El Discurso maestro de Jesucristo, Prefacio, pág. 4).
13. Tanto en Zacarías como en Santiago 2: 2 se usa la misma raíz griega. Por su
parte, Ralph Martin sugiere que la palabra ‘inmundicia’ puede referirse a la cera
segregada en los oídos, cuya acumulación, obviamente, impediría escuchar bien a
alguien, imagen que le daría mayor sentido entonces a la orden de ser «prontos
para oír» (Word Biblical Commentary, vol. 48: James, [Dallas, Texas: Word Books,
Publisher], 1998), pág. 48.
14. Elena G. White, El conflicto de los siglos, cap. 40, pág. 606.
15. «Mirando la Vida desde Andrómeda», artículo publicado en Diálogo
Universitario y disponible en
http://dialogue.adventist.org/articles/06_1_yancey_s.htm.
4
Cuando oír
significa hacer
L
a situación se volvía incómoda por momentos. Al
principio, las noticias que nos llegaban de lo que
estaba haciendo Jesús nos preocuparon. Algunos
conocidos nos hicieron saber que llevaba días sin dormir
bien, que pasaba noches enteras orando a la intemperie y
que durante el día era tal la cantidad de gente que lo
buscaba que ni siquiera dedicaba tiempo para comer.
Algunos de hecho nos expresaron su conclusión de que,
debido al estrés al que había estado sometido los últimos
meses, era probable que estuviera perdiendo la cordura.
No era que nos interesara mucho lo que hacía, y menos
que simpatizáramos con su causa, pero mis hermanos y yo
decidimos ir a buscarlo a Capernaúm. Sentimos que era
nuestro deber hacerlo cuando supimos que los fariseos
llegaron a la conclusión de que, si expulsaba demonios, lo
hacía por el poder del mismo Satanás.1
Además, cuando todo esto se supo en Nazaret, donde
vivíamos, nuestra preocupación inicial se transformó en
vergüenza. ¡Apenas puedes imaginarte el oprobio que eso
representó para nuestra familia! Por ello, seguros de que
había que poner fin al alboroto creado por sus palabras y su
actitud en contra de los escribas y fariseos, convencimos a
María para que nos acompañase. Convencidos de que
debíamos obligarlo a dejar de actuar así, pensamos que su
amor por ella facilitaría nuestras intenciones y así
evitaríamos que sus acciones siguieran causándonos
problemas.
Nos dirigimos al pueblo de Capernaúm y, al enterarnos de
que estaba enseñando sus “extrañas ideas” en una casa a
orillas del lago de Galilea, al parecer la casa de Pedro, nos
dirigimos hacia allí. No obstante, era tal la multitud que se
había agolpado para escucharlo que lo más práctico fue
pedir que le avisaran que su madre y sus hermanos
estábamos fuera y queríamos verle. Pensábamos que eso
bastaría para que nos recibiera. Estábamos muy
equivocados. En lugar de una bienvenida, su respuesta a
nuestra petición fue un duro revés para nosotros; en muchos
sentidos.
Sus palabras textuales, como después nos enteramos,
fueron: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis
hermanos?». Y entonces, señalando a sus discípulos, añadió:
«Estos son mi madre y mis hermanos, pues todo aquel que
hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es
mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mat. 12: 48-50).
¿Mis familiares son aquellos que hacen la voluntad de
quién? «Bueno», pensé en ese momento, «al menos José, mi
padre, ya no vive como para sentirse ofendido por estas
palabras». Pero, ¿a qué se refería en realidad al decir esto?
Te confieso que, todavía años después de aquel incidente,
cada vez que recordaba estas palabras me estremecía no
solo porque revivían en mí la situación, sino por lo que
finalmente entendí que implicaban: Todos los que aceptaran
a Jesús como el Mesías tenían que estar unidos a él por un
vínculo mucho más íntimo que el del parentesco familiar;
ser parte de su familia implica creer en él y, sobre todo,
actuar como él.
Por eso, la reacción de Jesús ante nuestra visita me llevó a
entender que oír o mirar la voluntad de Dios revelada en su
ley no es suficiente, sino que hay que poner en práctica lo
que esta requiere. En efecto, en la vida cristiana no basta
con saber, hay que hacer. No actuar así sería tan necio como
mirarnos a un espejo y, pese a darnos cuenta de nuestra
mala apariencia, salir a la calle olvidando por completo lo
que acabamos de ver en él (San. 1: 22-25).
El problema, es que, tal como lo explico en mi libro, a
varios de mis primeros lectores les resultaba mucho más
fácil ver el “espejo” de los demás que controlar su propia
impaciencia y sus palabras. De modo que, pese a conocer su
importancia y valor, les era difícil practicar la religión a la
manera de Jesús, especialmente en lo que a reaccionar
correctamente ante las pruebas se refiere.
Por mi parte, no me avergüenzo de reconocer lo irónica
que resultó mi visita a Cristo aquel día en Capernaúm. ¿O
acaso debo hablar de una interrupción? Yo deseaba
aconsejarlo, pero en realidad necesitaba su consejo. Quería
que renunciara a sus ideas, pero al pedírselo no me daba
cuenta de que esto iba en contra de su misión y que, por lo
tanto, yo tenía que abandonar mis prejuicios respecto a la
religión que él vino a enseñar.
Pero Jesús no se dio por vencido. Gracias a que tuvo
mucha paciencia conmigo, finalmente logró que yo pusiera
en práctica “su religión”, aquella que se caracteriza por
hacer y no solo por oír.
Repasemos
Hasta este punto de nuestro estudio hemos visto que los
primeros lectores de Santiago estaban pasando por una
serie de sufrimientos y problemas, especialmente
económicos (San. 1: 9-11). Ante esto, Santiago los exhorta a
considerar dichas pruebas como un motivo de gozo, ya que
pasar por ellas les permitirá desarrollar paciencia (San. 1: 2-
8) y recibir como recompensa final la «corona de vida» (San.
1: 12).
Tras ello, Santiago aclara que las pruebas en la vida
cristiana no son solo de origen externo, sino también interno
(es decir, aquellas propiciadas por los deseos pecaminosos
del ser humano; San. 1: 13, 14). Sin embargo, jamás
provienen de Dios, quien solo nos otorga dones «perfectos»
(San. 1: 15-18).
Hacia el final del capítulo 1 Santiago aclara que escuchar
es importante, pero que hacerlo debe ir seguido por una
vida de acción, por una obediencia activa (San. 1: 19-25),
una obediencia que, más que practicar ciertos rituales, tiene
que evidenciarse mediante el control de la «lengua» y la ira,
así como la ayuda a los necesitados. Un estilo de vida así,
afirma, constituye la religión verdadera (San. 1: 27).
En este capítulo pretendo hablar un poco sobre este tipo
de religión. Por eso, mientras lo hago, una pregunta estará
repitiéndose en mi mente: ¿Estoy practicando ya este tipo
de religión?
La importancia de oír
Mientras que en los versículos 22 al 27 Santiago sigue
mostrando la forma correcta de enfrentar las pruebas, su
énfasis específico ahora es enseñar cómo se espera que el
verdadero cristiano se relacione con los que sufren pruebas
económicas. Dada su intención, el énfasis en estos
versículos evidentemente está en el hacer: «Sed hacedores
de la palabra y no tan solamente oidores, engañándoos a
vosotros mismos» (San. 1: 22).
Así, tal como acabamos de ver, del «ser prontos para oír»
(San. 1: 19), Santiago pasa ahora al “no basta con oír”. Y no
es que la naturaleza de la acción de escuchar haya
cambiado en la mente del autor, sino que sus oyentes
parecen haber olvidado el significado práctico de esta
acción.
Para un judío, el verbo escuchar (shama) es muy
importante. En el Antiguo Testamento se usa más de mil
veces. El sentido de esta acción va más allá de la mera
descripción del proceso auditivo. Por consiguiente, su
significado se percibe mejor al ser traducido como
«obedecer» (1 Sam. 15:22; Jer. 35:13, compare con Hech.
4:19), tal como podemos ver al analizar la primera historia
biblica en donde este verbo aparece. Y es que, lejos de ser
casual, la primera ocasión que el verbo shama se usa en la
Biblia precisamente tiene que ver con oír a Dios: «Cuando
oyeron la voz de Jehovah Dios que se paseaba en el jardín en
el fresco del día» (Gén. 3:8).
Pero tristemente, según el mismo relato, oír la voz de su
Creador en ese momento no resultó agradable ni para Adán
ni para Eva: «El hombre y su mujer se escondieron de la
presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto […]. Y
él [Adán] respondió: “Oí tu voz en el huerto y tuve miedo,
porque estaba desnudo. Por eso me escondí”» (Gén. 3: 8,
10).
Desde la perspectiva divina, sin embargo, percibir la voz
de Dios no fue en realidad lo que provocó el miedo del
primer ser humano. De hecho, el inicio de todos los
problemas de Adán no fue descubrir que estaba desnudo,
sino haber “escuchado” la voz de su mujer en lugar de la de
su Creador: «Y al hombre dijo: “Porque obedeciste
[escuchaste] la voz de tu mujer y comiste del árbol del que
te mandé diciendo: ‘No comas de él’”» (Gén. 3: 17).
Así, la Biblia nos dice que la entrada del pecado y sus
trágicas consecuencias tuvieron su origen en el hecho de
que nuestros primeros padres hicieron caso (escucharon) a
la persona equivocada.2 No bastó con que hubieran
conocido y oído de Dios mismo lo que se esperaba que fuera
su comportamiento, porque en la Biblia escuchar no solo
implica prestar atención a lo que alguien dice, sino también
hacer caso, obedecer lo que dice.
Es un hecho que los niños pequeños no solo tienen
generalmente mejor audición que los adultos, sino también
una asombrosa aptitud y capacidad para distinguir ciertos
sonidos. Por ejemplo, son capaces de percibir sonidos que
van desde la nota más baja de un gran órgano, hasta el
agudísimo sonido de un silbato para perros, algo que la
mayoría de los adultos somos incapaces de hacer.3
De manera similar, puesto que, a menudo, llegar a la
“edad espiritual adulta” tampoco hace que oigamos mejor,
sino todo lo contrario, tener en cuenta la recomendación
que Cristo nos dejó de recibir el reino de Dios como un niño
(ver Mar. 10: 15), también parece relevante en este
contexto.4
No obstante, autosuficientes y confiados por lo que
creemos que nos ha enseñado la “experiencia”, muchos
tendemos a olvidar que escuchar a Dios debe seguir siendo
tan real e importante como lo fue aquel día en que lo
aceptamos como nuestro Salvador; tan lógico y significativo
como aquel día en que, sin que nos importaran nuestros
temores ni las consecuencias, entregamos nuestra vida a
Dios aferrándonos a su mano, tal como un niño pequeño lo
haría con su padre.
Lamentablemente, al crecer, llega un momento en que
pensamos que “caminar solos”, además de normal, también
es una especie de prerrogativa. Eso, lejos de ayudarnos, a
menudo se convierte en una barrera entre nuestros padres y
nosotros. ¿Consejos? ¿Quién los necesita? Creemos saber lo
que nos conviene, y con eso parece que nos basta.
Gracias a Dios, este no siempre ha sido el caso. Ejemplos
como el de Salomón, al inicio de su reinado, así lo
evidencian: «Concede, pues, a tu siervo un corazón que
entienda para juzgar a tu pueblo y discernir entre lo bueno y
lo malo» (1 Rey. 3: 9). ¡Cuánta falta nos hace entender hasta
qué punto esto es importante y cuán bueno sería pedir a
Dios lo mismo que Salomón! ¿Por qué? Porque al vincular la
acción de “escuchar” con el corazón, la Biblia nos dice que
obedecer a Dios también significa prestar atención sincera y
total a los planes que él tiene para nuestra vida (vea, por
ejemplo, Eze. 40: 4). Y si escuchar implica este tipo de
obediencia, resulta lógico entonces que este verbo aparezca
tan frecuentemente en el contexto del pacto de Dios con su
pueblo (Éxo. 19:5), y sea prácticamente un sinónimo de
observar sus mandamientos (Deu. 27: 10; 28: 45).5
Deducción que parece haber pasado también por la mente
de Santiago, como veremos a continuación.
A manera de ilustración
Alexander Graham Bell, inventor de origen escocés, debe
su fama en buena medida al invento del teléfono. Pero
haber patentado tan formidable medio de comunicación en
1876,14 definitivamente no fue lo único importante que
realizó en su productiva vida. Entre otros de sus inventos
pueden mencionarse la balanza de inducción (utilizada para
localizar objetos metálicos en el cuerpo humano) y el primer
cilindro de cera (la primera versión de una grabadora de
sonidos).
En 1907, tras una incursión en el campo de la
aeronáutica, construyó algo parecido a una gran cometa
capaz de elevar y transportar a una persona. Además, junto
con un grupo de socios, también logró desarrollar el alerón
(sección del ala de un avión que controla su balanceo), así
como el dispositivo de aterrizaje de tres ruedas.
Desde mi perspectiva, sin embargo, hay algo todavía más
importante sobre su obra que, aunque no es muy conocido,
tal vez haya sido el más útil de todos sus logros. Graham
Bell mostró desde pequeño un gran interés por el estudio de
los fenómenos sonoros. Siendo que su abuelo era profesor
de retórica y su padre maestro de dicción, pero sobre todo
debido a que tanto su madre como su esposa eran sordas,
sus investigaciones en este campo se orientaron no solo
hacia los aspectos lingüísticos del sonido, sino también a
buscar formas efectivas de limitar los efectos de la sordera,
o al menos facilitar la comunicación a quienes la padecían.
Entre lo más útil que realizó en este campo destacan un
instrumento que transmitía sonidos mediante impulsos de
corriente eléctrica, así como el audiómetro (instrumento
para medir la agudeza auditiva). Bell también creó un
método de locución para sordomudos, basado en el llamado
“lenguaje visible” (su versión del lenguaje de signos), y
también fundó una escuela para sordomudos en Boston,
Massachusetts, que posteriormente se integró en la
Universidad de Boston, institución de la que fue nombrado
profesor de fisiología vocal y en la que continuó estudiando
las causas y la herencia de la sordera.
Consciente de la importancia del oído, pero entendiendo
que, a fin de suplir las necesidades y ayudar a quienes lo
rodeaban, no bastaba solamente con oírlos, la reacción de
Graham Bell lo llevó a hacer algo que, a la postre, resultó
ser sumamente útil, así como congruente con lo que él era.
Ya que escuchar a Dios, más que percibir lo que nos dice,
es estar dispuestos a hacer algo, es poner en práctica lo que
nos dice, mientras continúo cuestionándome si practico la
religión de la que habla Santiago, también agradezco a Dios
por seguir escuchando mi oración: ¡Señor, haz posible que
logre hacerlo!
Referencias
1. Mar. 3: 21 dice qué pasaba por nuestra mente cuando fuimos a buscarlo.
2. Aunque en la conversación entre Eva y la serpiente el verbo “escuchar” solo
está implícito, la siguiente cita es muy esclarecedora: «Satanás no los seguiría
continuamente con sus tentaciones; solamente podría acercarse a ellos junto al
árbol prohibido. Si ellos trataban de investigar la naturaleza de este árbol,
quedarían expuestos a sus engaños. Se les aconsejó que prestaran atención
cuidadosa a la amonestación que Dios les había enviado, y que se conformaran
con las instrucciones que él había tenido a bien darles» (Elena G. White, Patriarcas
y profetas, cap. 3, págs. 32, 33).
3. Este rango, técnicamente hablando, iría de los 20 Hz (la nota del órgano) a los
20.000 Hz (el sonido del silbato). La intensidad del sonido se mide en decibelios,
pero su tono (la cantidad de veces por segundo que se repite una onda sonora) se
mide hercios (Hz).
4. Recuerde que, en ocasiones, Dios decide comunicarse solo mediante un «silbo
apacible» (1 Rey. 19: 12).
5. La desobediencia a Dios es, por lo tanto, un acto de rebelión y arrogancia (Deu.
1: 43; Isa. 1: 19, 20; Jer. 3: 13), la lógica consecuencia de no escuchar a Dios (Jer.
7: 23-26).
6. En aquella época, los espejos solían ser de bronce bruñido. Para más detalles,
véase Craig S. Keener, Comentario del contexto cultural de la Biblia: Nuevo
Testamento (El Paso, Texas: Mundo Hispano, 2003), pág. 687.
7. Dado que el tema de la Ley se retomará y desarrollará en el capítulo 2 de la
epístola, aquí solo nos limitaremos a reflexionar sobre las características de la ley
mencionadas en el capítulo 1.
8. Santiago solo usa en estas tres ocasiones el término ‘bienaventurado’ o
‘dichoso’ (makários).
9. Dado que el pensamiento judío del tiempo de Santiago se considera que la
sabiduría es «un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su
bondad» (Sabiduría 7:26), y que quienes la obtienen son «amigos de Dios» (7:14),
ser sabio implica entonces a amistarnos con él a fin de asemejarnos a él.
10. Los judíos celebran el haber recibido la ley de Dios en el desierto de Sinaí con la
fiesta de shavuot («fiesta de las semanas»). Celebración que es más conocida
por nosotros con el nombre de «Pentecostés».
11. Santiago, como ya nos estamos acostumbrando a notar, retomará estos
temas en los capítulos siguientes. De hecho, varios eruditos ven en los tres
ejemplos de la religión pura mencionados aquí (refrenar la lengua, mostrar
misericordia y mantenerse incontaminado) una especie de bosquejo de los cuatro
capítulos restantes de la epístola.
12. Algunos especialistas piensan que el prefijo “re-” denota también la intensidad
de la relación implícita en la palabra religión.
13. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 70.
14. Cabe aclarar que en el año 2002 se reconoció oficialmente que el inventor del
teléfono fue Antonio Meucci y no Alexander Graham Bell.
5
Vivir
como reyes
S
é que no lo merecía. No obstante, Dios me permitió
participar en el desarrollo de su iglesia en Jerusalén.
Este gran privilegio me dio la oportunidad de tener
contacto con Pablo, quien siempre me tuvo en alta estima
(el sentimiento era recíproco).
Enterados de que vendría a Jerusalén, algunos estábamos
ansiosos por hablar con él sobre el avance de la predicación
del evangelio entre aquellos a los que llamábamos
“gentiles”. ¡Qué lejos estábamos de imaginar que esta sería
su última visita a Jerusalén!
Recuerdo claramente cuándo llegó y que, tras saludarnos,
procedió inmediatamente a darnos su informe. ¡La emoción
que su rostro y sus palabras reflejaban al relatar una a una
los prodigios que Dios había estado realizando mediante su
ministerio era realmente contagiosa! (Hech. 21: 18-20).
Pero el informe de Pablo no solo nos puso al corriente de lo
que había realizado desde su última visita a Jerusalén (Hech.
18: 22). Con la misma emoción, Pablo nos contó la manera
en que varios cristianos de origen gentil se habían
organizado a fin de enviar, a través de él, una ofrenda para
ayudar a nuestros hermanos (cristianos de origen judío) que
estaban necesitados. Ansioso por poner este dinero en
manos de quienes teníamos a cargo la obra en Judea, de
hacerlo llegar a quienes tanta falta hacía, en el fondo de su
corazón Pablo también anhelaba que este acto de
desprendimiento contribuyera a estrechar la relación entre
los cristianos de origen gentil y los de origen judío; razón
por la que, además de Lucas y Timoteo, Pablo vino a
Jerusalén acompañado precisamente por representantes de
algunas de las iglesias que habían dado la ofrenda.1
Mientras viajaba con ellos, Pablo tuvo su conocido
encuentro con los líderes de la iglesia de Éfeso, en Mileto. En
esa ocasión, entre otras cosas, aprovechó para recordarles
que, pese a que aquella iglesia contaba entre sus miembros
con gente adinerada, él nunca había tratado de obtener de
ellos beneficio personal alguno. Siendo que nunca había
sacado provecho de su posición, ni siquiera para suplir sus
propias necesidades, Pablo fue capaz de recordarles: «Para
lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo,
estas manos me han servido. En todo os he enseñado que,
trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar
las palabras del Señor Jesús, que dijo: “Más bienaventurado
es dar que recibir”» (Hech. 20: 34, 35).
Efectivamente, recolectar aquella ofrenda costó al apóstol
mucho trabajo y aun severas privaciones de parte de los
creyentes gentiles. Pero, siendo el resultado de llevar a la
práctica las enseñanzas de Cristo, la ofrenda traída por
Pablo nos mostró, sobre todo, lo que es capaz de hacer un
amor desinteresado y sin distinciones como el mostrado por
ellos.
Lamentablemente, entre los presentes en aquella reunión,
también hubo quienes fueron incapaces de apreciar en toda
su plenitud el espíritu de amor fraternal y el objetivo que
había inspirado aquel donativo. Pese a que las generosas
contribuciones que tenían frente a ellos eran un claro
testimonio de la realidad transformadora del evangelio,
debido a sus prejuicios, su atención se desvió.
Pidiéndole que fuera al templo y participara, junto con
otras cuatro personas, de un rito de purificación, y que
incluso pagara los gastos de esta ceremonia, su única
preocupación era mostrar que Pablo aún observaba las leyes
ceremoniales. Pensaron que, por no conformarnos a la ley
ceremonial, los cristianos pronto nos acarrearíamos el odio
de parte de los judíos. Por lo que la idea de “quedar bien”
con nuestros opresores, de intentar “cuidar las apariencias”,
definitivamente estaba equivocada. Desde su perspectiva,
sin embargo, este fue motivo suficiente para obligar a Pablo
a buscar así la “unidad” de la iglesia y, cuando lo creyeron
conveniente, también intentaron hacerlo entre los miembros
de iglesia.
En efecto, mi iglesia no era perfecta. Por eso, cuando supe
que actitudes similares comenzaron a traducirse en actos de
discriminación y favoritismo en varias congregaciones,
específicamente fuera de Jerusalén, decidí escribirles lo que
hoy conoces como el capítulo 2 de mi libro; sección cuyo
contenido, en caso de que tu iglesia atraviese por una
situación parecida, seguramente pueda serle de gran
utilidad. ¿Deseas saber por qué?
El amor y el prójimo
Una vez que hemos entendido que favorecer a un grupo
por encima de otro no es en absoluto vivir de acuerdo con
los principios de la «ley real», me parece que estamos listos
para abundar un poco más sobre lo que en realidad implica
amar al prójimo.
Amar al prójimo es, sin duda, la norma ética por
excelencia del cristianismo. De ahí que Jesús mismo
sintetizara «toda la ley y los profetas» en esa declaración
(Mat. 22: 40). Entender esto llevó un día a Agustín de
Hipona a acuñar su famosa frase: «Ama y haz lo que
quieras». En efecto, puesto que Santiago también llama a la
ley de Dios «la ley de la libertad» (2: 12), observarla es
ejercer la libertad que el Señor mismo nos concede para
hacer su voluntad; voluntad cuyo propósito incluye
liberarnos de nuestros intereses egoístas y capacitarnos
para amar al prójimo y servirlo. Y es que, pese a estar
obviamente relacionado con las emociones, el amor bíblico
no es un sentimiento, sino un principio.16
Sí, «amar» tiene que ver mucho más con nuestra actitud
hacia Dios y los demás, y con las acciones motivadas por
dicha actitud, que con lo que sentimos. ¿Necesita más
evidencias bíblicas al respecto? Considere entonces que
Cristo pidió a sus seguidores que amaran a sus enemigos
(Luc. 6: 27). Si amar en la Biblia solo tuviera que ver con los
sentimientos, ¿significaría esto que un cristiano genuino es
aquel que siente “algo agradable” por los que lo maltratan u
ofenden? ¿Quieren decir estas palabras que, pese a que
alguien le haga daño a su familia, usted tendría el deber de
sentir aprecio por el agresor? ¿Y qué sucedería si llegaran a
quitarle la vida a su hijo? Aun así, por el hecho de ser
cristiano, ¿estaría usted obligado a sentir algo “bueno” por
el asesino?
Lejos de hablarnos de un ideal inalcanzable, este versículo
demuestra de manera práctica qué significa en realidad
amar a los enemigos. Sin pedir que experimentemos un
“sentimiento”, sino que llevemos a cabo una serie de
acciones concretas (bendecirlos, hacerles bien y orar por
ellos), es claro que el amor bíblico tampoco tiene que ver
aquí con sentir algo, sino con hacer algo; razonamiento que
seguramente entendieron los oyentes originales de Cristo y
es ejemplificado por la siguiente historia.17
En el año 2003, un pastor adventista, su esposa y su hijo
fueron asesinados en la isla de Palau (cerca de Filipinas),
donde servían como misioneros. Aunque la enorme tragedia
que esto representó para sus familiares puede resultarnos
difícil de imaginar, todavía más difícil es entender la actitud
que la madre de aquel pastor asumió durante el funeral de
sus familiares.
Fuera de programa, y con un aplomo que solo la paz
proveniente de Dios puede dar, esta dama pasó al frente y
contó que había visitado, en la cárcel, al asesino de su
familia a fin ofrecerle su perdón. Tras ello, siendo que la
madre del asesino estaba presente en el funeral, se dirigió a
ella diciéndole que la entendía, ya que, de alguna forma,
ambas sufrían en ese momento la pérdida de un hijo.
Acto seguido, aquella admirable mujer solicitó a la
comunidad de Palau presente que no tomara represalias en
contra de esa mujer o sus familiares (algo que se permite y
es relativamente común en aquel lugar); acción que, igual
que las anteriores, no deja de causarme admiración, pero
que también me intrigó durante varios años. Sobre todo
porque, aunque la conozco, nunca tuve la oportunidad de
preguntarle qué sintió cuando tuvo frente a ella al asesino.
Ni siquiera me resultaba fácil imaginarlo hasta que, meses
atrás, una dama me contó que ella sí había podido
preguntárselo. En su lugar, ¿cuál habría sido la reacción más
lógica que usted habría tenido al conocer al asesino de su
familia? ¿Realmente cree que en ese momento le habría
sido posible sentir algo agradable hacia quien le había
causado tanto daño?
¿No? Pues a ella tampoco. Sin embargo, pese a no sentir
nada agradable, al proceder de la forma como lo hizo, las
acciones y la actitud de esta cristiana sin duda son un
notable ejemplo de lo que es el amor bíblico. Amor que, al
provenir de Dios, no se limita a sentir algo, sino que capacita
al que lo posee para hacer algo, incluso por aquellos que, de
otra forma, solo nos provocarían emociones negativas.
En efecto, el amor no es un sentimiento, es un principio y,
por lo tanto, el amor no hace acepción de personas, ni
mucho menos procura dañar o destruir.18 Bien al contrario,
debido a que nos hace responsables de nuestro prójimo, el
amor que Dios ha puesto en nosotros por su Espíritu, aquel
que se demuestra poniendo en práctica la «ley real»,
debiera contribuir a la construcción de comunidades
cristianas más unidas y más fuertes. ¿No le parece?
Por ello, siendo que las expectativas que incluso muchos
incrédulos tienen de la vida cristiana están determinadas
por la sinceridad del amor que observan que brindamos a
quienes nos rodean, nunca hemos de olvidar que la única
forma de practicar dicho amor es permitir que se produzca
como fruto directo de la obra del Espíritu Santo en nosotros.
No lo olvide, 1 Corintios 13 nunca será posible sin Gálatas
5:22.
Con toda razón, Santiago nos llama a recordar entonces:
«Así hablad y así haced, como los que habéis de ser
juzgados por la ley de la libertad, porque juicio sin
misericordia se hará con aquel que no haga misericordia; y
la misericordia triunfa sobre el juicio» (Sant. 2: 12, 13).
¿Y quién mejor que Cristo para ejemplificarnos esto
nuevamente? El siguiente retrato de su niñez así lo
demuestra:
«Con frecuencia se le preguntaba: ¿Por qué insistes en ser tan singular, tan
diferente de nosotros todos? Escrito está, decía: “Bienaventurados los
íntegros de camino, los que andan en la ley de Jehová. Bienaventurados los
que guardan sus testimonios, y con todo el corazón lo buscan: pues no
hacen maldad los que andan en sus caminos”. […] Repetidas veces se le
preguntaba: “¿Por qué te sometes a tantos desprecios, aun de parte de
tus hermanos?” “Escrito está”, decía: ‘Hijo mío, no te olvides de mi ley; y
tu corazón guarde mis mandamientos: porque largura de días, y años de
vida y paz te aumentarán. Misericordia y verdad no te desamparen; átalas
a tu cuello, escríbelas en la tabla de tu corazón: y hallarás gracia y buena
opinión en los ojos de Dios y de los hombres’”».19
Conclusión
Hace algunos años, el Creador me dio el privilegio y la
responsabilidad de convertirme en padre. ¡Jamás olvidaré
aquella hermosa mañana en la que, tras conocer a mi
primogénita, todas las nubes parecían dibujar su rostro!
Tiempo después, el Señor tuvo a bien concederme otra
bendición: la oportunidad de ser profesor de Teología. Y
aunque no tengo la menor duda de que ambas funciones
son valiosas, es un hecho que, debido a sus implicaciones,
mi labor como padre ciertamente es de mucha mayor
importancia que mi actividad docente. Lo es, porque mi
labor como padre tiene que ver con lo que soy, mientras que
la docencia tiene que ver más con lo que hago.
Pues bien, si semejante razonamiento es correcto,
permítame entonces aplicarlo a la naturaleza de la ley y al
estilo de vida del cual nos ha estado hablando Santiago.
Siendo que la ley de Dios también tiene la función de
instruirnos y darnos a conocer el carácter del Padre celestial,
al referirse a la ley como el antídoto en contra del
favoritismo, Santiago tiene un propósito definido. Su
objetivo es que entendamos que la eficacia de la ley no
depende de un mero conocimiento de sus enseñanzas o de
nuestra admiración por su naturaleza didáctica. Lo que él
espera es que recordemos que, así como el privilegio de ser
padre es mayor que el de ser maestro, la función que la ley
tiene de revelar el carácter del Padre celestial también es
mucho más importante, ya que dicha revelación tendría que
repercutir ciertamente en lo que hacemos, pero sobre todo
en lo que somos.
Que aplicar siempre imparcialmente los principios de la
ley en nuestro trato con el resto de sus hijos venga a ser lo
que Dios espera: otro medio eficaz por el cual, usted y yo,
miembros de su «corte real», podamos revelar el carácter de
Aquel que nunca hace acepción de personas. ¡Es tiempo de
vivir como reyes!
Referencias
1. Sópater, de Berea; los Tesalonicenses, Aristarco y Segundo; Gayo de Derbe; y
de Asia, Tíquico y Trófimo (Hech. 20: 4).
2. La discriminación a causa de la vestimenta puede entenderse mejor al saber
que los romanos acostumbraban dar a sus esclavos solo un vestido nuevo al año.
De hecho, siendo que su vestimenta ordinaria era una especie de taparrabo, a los
esclavos se les solía llamar “los que están desnudos”. Para más detalles véase
Guillles Becquet y otros, La carta de Santiago: Lectura socio-lingüística (Navarra
España: Verbo Divino, 1988), pág. 34. Asimismo, la expresión «ropa lujosa» alude
a la vestimenta de un dignatario público que, en el mundo greco-romano, incluía
las togas usadas por sus altos funcionarios.
3. En el original griego, la expresión “distinción de personas” aparece en plural.
Esto implica que Santiago conocía varias manifestaciones de parcialidad
practicadas por sus lectores, siendo el ejemplo usado en estos versículos solo una
de las manifestaciones de dicha tendencia. Esta expresión, gráfica como pocas,
literalmente, significa “levantar el rostro” de alguien, tal como se hacía cuando una
persona levantaba la cabeza de quien se postraba ante ella en señal de un saludo
respetuoso.
4. Aunque en la mayoría de las versiones dice «fe en nuestro en nuestro glorioso
Señor» y, según algunos especialistas, dicha traducción posiblemente sea
correcta, el texto griego literalmente dice «fe de nuestro glorioso Señor» (San. 2:
1).
5. «Si aquellos que se declaran ser los sucesores de Pedro hubieran seguido su
ejemplo, habrían estado siempre contentos con mantenerse iguales a sus
hermanos» (Elena G. de White, Los hechos de los apóstoles, cap. 19, pág. 145).
6. La palabra ‘congregación’, en griego bíblico, es “sinagoga” (synagogé).
7. En la literatura especializada el debate sobre la identidad de los ricos
mencionados en Santiago es muy intenso. Aquí asumo la postura de que no son
cristianos. Una buena defensa de esta postura se halla en George M. Stulac, «Who
are “The Rich” in James?» en Presbyterion 16/2 (1990), págs. 89-102.
8. Talmud babilónico Shebu’ot 31a. Según esta misma fuente, cuando dos
personas como estas se presentaban ante el tribunal, ambas eran invitadas a
tomar asiento (Shebu’ot 30b). Sin embargo, yendo en contra de esta costumbre
rabínica, Santiago denuncia que sus lectores han llegado al punto de ordenar al
pobre que se quede de pie o, lo que es peor, decirle: «Siéntate bajo el estrado de
mis pies» (traducción mía). Orden que delata que al pobre se lo tenía en tan poca
estima que podía estar, figuradamente hablando, bajo el escalón sobre el cual un
gobernante descansaba sus pies, algo equivalente a ocupar la posición de un
enemigo derrotado (vea Sal. 110: 1).
9. Dicha conclusión también es respaldada por el hecho de que, en los versículos 9
y 11, Santiago llama «transgresor», tanto al que desobedece la ley, como al que
hace acepción de personas.
10. Las razones de esta denuncia son más claras al notar cómo usa Santiago los
verbos en esta sección. Reprobando que al rico se le permita continuamente
sentarse en el lugar de honor, mientras que al pobre habitualmente se lo mantiene
sentado en el suelo (2: 3), Santiago espera que el comportamiento de sus lectores
no se caracterice por mantener una actitud discriminatoria como esa (2: 1), sino
por la práctica de mostrar siempre amor al prójimo (2: 8). Este versículo, al usar la
misma palabra para calificar esta práctica, así como el tipo de «lugar» ofrecido al
rico (kalós, en ambos casos), también contrasta lo que Santiago esperaba que sus
lectores hicieran con lo que en realidad estaban haciendo.
11. «El apóstol Santiago, que escribió después de la muerte de Cristo, habla del
Decálogo como de la “ley real”, y de la “ley perfecta, la ley de libertad”» (Elena G.
de White, El conflicto de los siglos, cap. 28, pág. 460). (Éxo. 34:28; Deut. 4:13).
Es «real» o «suprema» porque el resto de los principios que han de gobernar
nuestras relaciones están subordinados y englobados en ella.
12. Para más detalles, véase Alejo Aguilar, Búsquenme y vivirán (México, D. F.:
Gema editores, 2011), págs. 41-53.
13. El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 71.
14. La mentalidad hebrea no clasifica las leyes en morales, ceremoniales, civiles o
de salud, ya que todas por igual son mandatos del mismo Dios.
15. Giacomo Cassese, Epístolas universales (Minneapolis: Augsburg Fortress,
2007), pág. 20.
16. «El amor es un precioso don que recibimos de Jesús. El afecto puro y santo no
es un sentimiento, sino un principio. Los que son movidos por el amor verdadero
no carecen de juicio ni son ciegos. Enseñados por el Espíritu Santo, aman
supremamente a Dios y a su prójimo como a sí mismos» (Elena G. de White, El
ministerio de curación, pág. 277).
17. Tal como aparece en: «The de Paiva Forgiveness Story: Forgiving the
Unthinkable», Adventist Affirm 18/2 (verano, 2004), disponible en
http://www.adventistsaffirm.org/article.php?id=129.
18. Esto puede verse extraordinariamente en las siguientes palabras de Jesús: «Y
Jesús decía: -Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen...» (Luc. 23:34).
Efectivamente, la Biblia no dice que Cristo haya sentido algo bondadoso por
quienes lo estaban torturando, pero sí nos aclara que tuvo una actitud que, pese a
experimentar los más agudos dolores, le llevó a orar pidiendo por su perdón.
19. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, págs. 71, 72.
6
La evidencia de que
estamos vivos
A
quel momento en compañía de los niños
seguramente fue una especie de oasis para él. Sin
embargo, tras haber declarado que el reino de los
cielos es de los niños, Jesús supo que era momento de
emprender nuevamente su camino. Sin embargo, apenas
había avanzado un poco, un joven lo alcanzó corriendo. Acto
que habría sido impropio de una persona adulta, pero no
para aquel joven, a quien parecía urgirle un encuentro con
Cristo. Una vez que lo alcanza, pregunta a Jesús de manera
respetuosa: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida
eterna?».
Desconozco su nombre, pero sé que el joven que hizo esta
pregunta era alguien que gozaba de una buena posición
social y poseía muchas riquezas. Habiendo seguido de cerca
las acciones de Cristo, en cierto momento había llegado a
pasar por su mente la idea de ser discípulo suyo. Por eso, al
saber que ese día pasaría cerca, decidió que por ningún
motivo perdería la oportunidad de encontrarse con él.
Jesús supo de inmediato que una pregunta tan directa y
sincera merecía una respuesta similar; así que procedió a
hablarle de la obediencia a los mandamientos de Dios,
especialmente aquellos que muestran el deber del hombre
para con sus semejantes: «No adulteres», «no mates»,
etcétera.
«¿Eso es todo?», replicó aquel joven con un aire de
autosuficiencia. «La verdad es que todo eso lo he practicado
desde que tengo uso de razón». Pero, aunque no lo expresa
verbalmente, en su mente la respuesta de Jesús no lo ha
dejado satisfecho: «¿Habrá algo que aún me esté haciendo
falta? Esperaba que tú, que eres un gran maestro, me lo
dijeras».
Pese a saber lo que estaba pensando, Cristo lo miró con
amor y le dijo que, en realidad, sí había una cosa que aún le
faltaba: «Ve, vende todo lo que tienes, y dáselo a los
pobres».
A primera vista, esta petición suena muy exigente. No
obstante, si lo meditas, también fue muy lógica. Cristo
quería decirle: «Si lo que tienes (tus posesiones) y lo que
dices hacer (tus creencias) no te hacen feliz, déjalas y
cámbialas por algo mejor». Paradójicamente, a fin de llenar
su vacío, lo que aquel joven necesitaba en realidad era
“vaciarse”.
Puesto que la influencia de este príncipe habría
contribuido notablemente a representarlo ante los hombres,
Cristo no solo anhelaba hacerle comprender que la
verdadera devoción a Dios ha de manifestarse en actos de
bondad concretos, sino que, al actuar así, un día su carácter
llegaría a ser semejante al suyo. Sí, le faltaba una sola cosa,
pero era un principio vital. Necesitaba el amor de Dios en el
alma y, de no suplir esta carencia, su egoísmo se fortalecería
y podría llevarlo a perderse. Las palabras de Cristo, por lo
tanto, también fueron una especie de prueba. Una prueba
que le planteaba si había de elegir el tesoro celestial o la
grandeza mundana.
El príncipe comprendió lo que implicaban las palabras de
Cristo y, por eso mismo, se entristeció. Quería alcanzar la
vida eterna, el tesoro celestial, pero también quería las
ventajas temporales que le proporcionaban sus riquezas. ¡Le
costaba tanto aceptar que los bienes que poseía le habían
sido confiados para mostrarse como un fiel mayordomo y
para administrarlos en beneficio de los necesitados!
En efecto, que Dios nos conceda abundancia de recursos
materiales, así como talentos y oportunidades, tiene el
propósito de que seamos sus instrumentos para ayudar a los
pobres y dolientes. Por eso, quien emplea los bienes que le
han sido confiados como Dios espera también viene a ser un
colaborador en la ganancia de almas porque con sus actos
representa el carácter del mismo Salvador.
Esa fue la razón por la que Jesús se refirió en primera
instancia a la observancia de la ley divina. Este joven tenía
que entender que aún no amaba a su prójimo como a sí
mismo y que no se es creyente en la medida en que se es
fiel a un credo, sino en la medida en que se ama a Dios y al
prójimo. De haberlo entendido, la orden de Jesús de vender
lo que tenía y dárselo a los pobres no lo habría desanimado,
ni mucho menos habría sido un impedimento para seguirlo.
Bastaría con que hubiera decidido aprovechar la
oportunidad que sus riquezas le daban de suplir las
necesidades de los pobres, además de ser mucho más feliz,
también habría demostrado realmente que su fe en Cristo
era una “fe viva”.
Así es la vida
Siempre me ha llamado la atención la sección titulada
«Así es la vida» de una conocida revista que ilustra de
manera singular y muy jocosa muchas de las situaciones
que a veces se nos presentan. Debido a que son verídicas y
sumamente gráficas, más de una vez, reflexionar sobre las
singulares situaciones narradas en dicha sección me ha
hecho asentir mentalmente: «En efecto, “así es la vida”».
Pues bien, ya que una imagen habla más que mil palabras,
Santiago también echa mano del recurso de ilustrar de
manera gráfica cómo tendría que ser la vida cristiana.
Por lo tanto, teniendo en cuenta lo que Santiago nos ha
dicho hasta este punto de su carta, resulta evidente que la
imagen que él tiene de la religión, sin lugar a dudas, tiene
que ver con la práctica de las buenas obras, ya que estas
son la mejor prueba de la existencia de una fe viva y
genuina: «Así también la fe, si no tiene obras, está
completamente muerta» (Sant. 2: 17).
Que la intención de Santiago es aclarar que, tal como no
podemos vivir sin que en nuestro cuerpo haya aliento de
vida, tampoco lo puede hacer una fe sin obras, es evidente
por la enérgica forma en que se dirige a su interlocutor
imaginario: «No seas tonto, y reconoce que si la fe que uno
tiene no va acompañada de hechos, es una fe inútil» (Sant.
2: 20, DHH; vea también 2: 26).
«¿No te das cuenta», pregunta Santiago a su contrincante,
«que la fe actúa en conjunción con las obras y que la fe se
perfecciona por ellas?» (ver Sant. 2: 22). Y aunque en varias
traducciones de la Biblia el verbo ‘actuar’ aparece en
pasado, Santiago se refiere a la participación de las obras
como una acción presente y continua, que corre en paralelo
con el ejercicio de la fe.
En palabras de William Booth, fundador del Ejército de la
Salvación, «la fe y las obras Tendrían que andar lado a lado,
como un paso sigue a otro, como las piernas de un hombre
al andar. Primero la fe y después las obras, luego la fe y de
nuevo las obras… hasta que es casi imposible distinguir la
una de las otras».
Por eso, al ser la expresión externa de nuestra fe, la mayor
evidencia de que espiritualmente estamos vivos, las obras a
las que se refiere Santiago son aquellas que cumplen
específicamente la «ley perfecta, la de la libertad» (Sant. 1:
25), es decir, la «ley real», la cual incluye, por supuesto,
amar al prójimo (Sant. 2: 8). En consecuencia, a fin de
entender con mayor claridad este texto, bien podríamos
añadir la expresión ‘de amor’ a la palabra ‘obras’, resultando
entonces lo siguiente: «La fe sin obras de amor está
muerta». Estas son las obras a las que se refiere Santiago de
forma particular, las obras motivadas por el amor, y no por
el apego a algún ceremonial o a «las obras de la ley» en
general; obras que, una vez más, caracterizaron la vida de
nuestro Salvador:
«Cristo no era exclusivista, y había ofendido especialmente a los fariseos al
apartarse, en este respecto, de sus rígidas reglas. Halló al dominio de la
religión rodeado por altas murallas de separación, como si fuera demasiado
sagrado para la vida diaria, y derribó esos muros de separación. En su
trato con los hombres, no preguntaba: “¿Cuál es vuestro credo? ¿A qué
iglesia pertenecéis?” Ejercía su facultad de ayudar en favor de todos los
que necesitaban ayuda. […] Enseñaba que la religión pura y sin mácula no
está destinada solamente a horas fijas y ocasiones especiales. En todo
momento y lugar, manifestaba amante interés por los hombres, y difundía
en derredor suyo la luz de una piedad alegre».11
Referencias
1. Es en este marco que se acostumbra citar especialmente la actitud negativa
que Martín Lutero tuvo hacia esta epístola.
2. Tal es la conclusión de Joachim Jeremías, citada por Richard N. Longenecker en
su artículo «The “Faith of Abraham” Theme in Paul, James and Hebrews: A Study
in the Circumstantial Nature of New Testament Teaching» (“El tema de la ‘Fe de
Abraham’ en Pablo, Santiago y Hebreos: Estudio sobre la naturaleza circunstancial
de las enseñanzas del Nuevo Testamento”) en Journal of the Evangelical
Theological Society 20/3 (1977), pág. 206.
3. Luke Timothy Johnson, Brother of Jesus, Friend of God: Studies in the Letter of
James (Grand Rapids: Eerdmans, 2004), pág. 203.
4. Algunos ven en la expresión «justificado por la fe» (ek p ísteos) de Santiago 2:
24 una ineludible alusión a los escritos de Pablo, ya que él es el único otro autor del
Nuevo Testamento que la utiliza.
5. En palabras de Pedrito U. Maynard-Reid, la intención de Santiago es de
naturaleza ética, mientras que la de Pablo es teológica (Gu ía práctica para una
vida cristiana abundante en el libro de Santiago, pág. 121).
6. Solo en estos trece versículos (Sant. 2: 14-26), la palabra fe aparece once
veces.
7. La frase «Tú crees que Dios es uno» (Sant. 2: 19) es una clara alusión al
monoteísmo, cuya expresión más conocida se halla en Deuteronomio 6: 4 (el
shemá): «Oye, Israel: Jehová, nuestro Dios, Jehová uno es» (Walter C. Kaiser,
Duane Garrett, eds., NIV Archaeological Study Bible (Grand Rapids, Michigan:
Zondervan, 2005), pág. 2003. Véase también el comentario a Santiago 2:19 en la
obra de Donald W. Burdick.
8. El verbo «temblar» se usa en antiguos textos mágicos para referirse a los
efectos del exorcismo. Véase la discusión sobre esto en la obra de Sophie Laws,
«The Epistle of James» en Black’s New Testament Commentary (Hendrickson,
1993), págs. 126-128.
9. Ser pobre era común en aquellos días, lo triste e inaceptable es que esta
condición imperara (o al menos no fuera mitigada) en la iglesia de aquellos días,
debido a las acciones de sus propios miembros.
10. Cassese, pág. 21.
11. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 69.
12. Aunque es correcto traducir que la fe de Abraham «fue perfeccionada», el
verbo en voz pasiva usado aquí (teleióo) resulta más claro al traducirlo en su
forma más básica como: «fue completada». Condición que la fe de Abraham
alcanzó debido a que actuaba «juntamente con sus obras» (Sant. 2: 22).
13. Aunque más de uno considera que la mentira de Rahab ejemplifica y sustenta
la así llamada ética situacional (que “el fin justifica los medios”), tal
comportamiento no es avalado en ninguna parte de las Escrituras.
14. Aunque obviamente no reconocen como su mayor virtud ser un ancestro de
Cristo, las tradiciones rabínicas afirman que Rahab se casó con Josué. Y de esa
relación, según dichas tradiciones, provinieron destacados personajes como los
profetas Jeremías y Ezequiel.
15. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 69.
16. Existen ciertas parábolas rabínicas, más o menos contemporáneas de Jesús,
que cuentan historias muy semejantes a ésta. Según los expertos, el trasfondo de
la parábola en cuestión es, específicamente, el de «La historia de Sacme Camúas
en el más allá». Quienes han comparado los detalles entre este relato y el narrado
por Cristo dan fe de la gran similitud que existe entre ellos. Esto evidencia que
Jesucristo conocía bien la historia en cuestión y que la usó como lo que era: como
un elemento del folklore judío, sin duda muy popular en sus días. Su propósito al
hacerlo, sin embargo, no es avalar ninguna superstición, sino descalificar la
enseñanza de que es posible enmendar nuestras acciones en el “más allá,
puesto que el único tiempo para hacerlo es ahora, cuando hay vida. Para saber
más al respecto, vea Alejo Aguilar, pág. 159.
7
«En palabras de Jesús»
P
oco antes del comienzo de la Fiesta de las Cabañas,
en Jerusalén, mis hermanos y yo estábamos con Jesús,
listos para asistir a los festejos. Sin embargo, nos
extrañó que él no se estuviera preparando para viajar a la
capital, pues ningún judío acostumbraba a perderse esta
fiesta.
—¿Qué pasa? ¿No vienes con nosotros? —preguntó uno.
—Sí, tendrías que acompañarnos —insistió otros de mis
hermanos—. Conviene que tus seguidores de allá también
vean los “milagros” que haces.
Pero Jesús negó con la cabeza. Desde que hubo sanado al
paralítico de Betesda había decidido limitar su campo de
acción a Galilea y no asistir a las fiestas nacionales, a fin de
evitar un conflicto inútil con los dirigentes de Jerusalén.
Nosotros, sin embargo, concluimos que era un error de su
parte aislarse de los grandes y sabios de la nación. Creíamos
que aquellos hombres probablemente tenían razón y que
Jesús hacía mal oponiéndose a ellos. Pero éramos testigos de
su vida intachable y, aunque preferíamos no ser contados
entre sus discípulos, realmente estábamos profundamente
impresionados por sus obras.
De hecho, su popularidad en Galilea llegó a despertar
nuestra ambición, ya que llegamos a creer que Jesús daría
una prueba de su poder que induciría a los fariseos a
reconocerlo como lo que él pretendía ser. ¿Y si en realidad
fuese el Mesías, el Príncipe de Israel? Ser su hermano podría
traernos ciertas satisfacciones y beneficios.
Tan ansiosos estábamos al respecto, que continuamos
rogándole a Jesús que fuese a Jerusalén con nosotros.
—¡No te entendemos! —exploté finalmente—. ¡No tiene
ningún sentido que mantengas en secreto tu poder!
—¡Exacto! —asintieron todos—. ¡Si en realidad quieres ser
popular tendrás que demostrar a todo el mundo quién eres y
lo que eres capaz de hacer!
No miento si te digo que llegamos a insinuarle que su
negativa nos parecía una señal de cobardía y debilidad. Si
sabía que era el Mesías, ¿por qué guardaba esta actitud tan
extraña y pasiva? Si realmente poseía tanto poder, si era tan
bueno para hablar, ¿por qué no iba a Jerusalén y reclamaba
sus derechos de una vez por todas? ¿Por qué no hacía, al
menos en Jerusalén, obras tan maravillosas como las que se
relataban de él en Galilea?
—No te ocultes en provincias alejadas —seguimos dando
rienda suelta a nuestras recriminaciones—. ¿Por qué te
limitas a realizar tus obras en beneficio de tan “selectos
grupos”, como los campesinos y los pescadores?
Pero Jesús no respondió a nuestro cruel sarcasmo con
palabras del mismo carácter. Y mientras, en su interior, se
compadecía de nuestra ignorancia espiritual, de nuestra
incapacidad de comprender su verdadera misión, al fin
respondió:
—Vayan ustedes a la fiesta —y agregó—. Yo no iré, porque
todavía no ha llegado el momento de que todos sepan quién
soy yo.
Su respuesta fue firme pero, como siempre, la expresó sin
aspereza.
Sin embargo, cuando hubimos partido, él también se
dirigió a Jerusalén, aunque por otra ruta. A la mitad de la
semana que duraba la fiesta, cuando Jesús se presentó en el
atrio del templo, todos se sorprendieron al verlo y de
repente se hizo un profundo silencio. Y así, habiendo
captado su atención, comenzó a hablarles como nadie lo
había hecho. Demostrándoles, entre otras cosas, lo que mis
hermanos y yo sabíamos bien: su forma de hablar, sin
importar las circunstancias, no era igual a la de los
sacerdotes y maestros del templo, mucho menos se parecía
a la nuestra. Créeme, ¡la forma de usar las palabras que
tenía era definitivamente diferente! Por cierto, de eso
también hablé en mi libro.
Aprendamos de Jesús
Sin embargo, lamentarnos de nuestra falta de control o
simplemente poner el dedo en la llaga, no es productivo. El
contacto y su decisión de entregarse diariamente a Cristo
fue lo que hizo que Santiago pasara de las palabras duras y
a veces sarcásticas a su familiar y pastoral «hermanos
míos». En efecto, «Cuando conozcamos a Dios como es
nuestro privilegio conocerle, nuestra vida será una vida de
continua obediencia. Si apreciamos el carácter de Cristo y
tenemos comunión con Dios, el pecado llegará a sernos
odioso», 12 incluido por supuesto el pecado del mal uso de la
lengua.
«¿Conocer a Dios?», preguntará. «¿Acaso el hecho de
estudiar la Biblia no es prueba suficiente de que ya lo
conocemos? Si no fuera así, no tendríamos ninguna». Pero
conocer a Dios, usted lo sabe, implica mucho más que eso.
Recuerde que Santiago lo «conoció» desde su infancia, y
aun así con sus palabras insultó y lastimó más de una vez a
Jesús. Lo que pasa es que él (y en ocasiones nosotros
también) no había entendido que solo es posible conocer a
Dios a través de Cristo (Juan 14: 6-9; 17: 3). Por eso sugiero
que, con más frecuencia de la que lo hacemos, tendríamos
que poner en práctica la conocida cita de Elena G. de White:
«Sería bueno que cada día dedicásemos una hora de reflexión a la
contemplación de la vida de Cristo. Debiéramos tomarla punto por punto, y
dejar que la imaginación se posesione de cada escena, especialmente de
las finales. Y mientras nos espaciemos así en su gran sacrificio por
nosotros, nuestra confianza en él será más constante, se reavivará
nuestro amor, y quedaremos más imbuidos de su Espíritu. […] Mientras
nos asociamos unos con otros, podemos ser una bendición mutua. Si
pertenecemos a Cristo, nuestros pensamientos más dulces se referirán a
él. Nos deleitaremos en hablar de él; y mientras hablemos unos a otros de
su amor, nuestros corazones serán enternecidos por las influencias divinas.
Contemplando la belleza de su carácter, seremos “transformados de gloria
en gloria en la misma semejanza”».13
Referencias
1. Cassese, pág. 23.
2. Si tenemos en cuenta su raíz hebrea, la palabra ‘rabí se traduciría literalmente
como: “mi gran” o “mi mucho”. De ahí que también tenga el sentido de “jefe”
(vea Dan. 1: 3).
3. «Se decía incluso que, en caso de que el enemigo apresara a los padres y al
maestro de una persona, esta tenía obligación de rescatar en primer lugar a su
maestro» (W. Barclay, pág. 952).
4. El verbo traducido aquí como “ofender” (ptaío) en realidad implica la idea de una
caída consecuencia de tropezar o resbalar (vea Rom. 11: 11 y 2 Ped. 1: 10).
Dándole así un sentido equivalente a “equivocarse”, esta palabra nos recuerda
hasta qué punto somos vulnerables y propensos a equivocarnos en cualquier
momento (vea también Sant. 2: 10). Valga pues la analogía del gran marino Lord
Fisher, quien acostumbra decir: «La vida está sembrada de cáscaras de plátano»
(citado en Barclay, pág. 953).
5. El concepto de perfección es muy importante para nuestro autor (es quien,
desde un punto de vista proporcional, más lo menciona en todo el Nuevo
Testamento). Al usarlo aquí, «Santiago concreta dos ideas que estaban
entretejidas en la literatura y el pensamiento judíos. (i) No hay persona en el
mundo que no cometa ningún pecado. […] (ii) No hay pecado en el que sea más
fácil caer ni de peores consecuencias que los pecados de la lengua» (Ibíd .)
6. De hecho, todos los capítulos de Santiago tienen al menos una referencia al uso
del habla o de la lengua.
7. Asociar a la lengua con el timón de un barco es algo que sucede también en la
literatura antigua egipcia. Asimismo, como en este caso, Séneca y Plutarco la
compararon con el fuego (Kaiser, pág. 2005).
8. Sobre todo porque la fuente de su poder destructor es el «infierno» (geena, en
griego; San. 3: 6). Se trata de una alusión al Valle de Hinom, un barranco a las
afueras del sur de Jerusalén, donde se incineraba la basura y en días de Santiago
se asociaba con la morada de “Azazel” (Satanás).
9. Bendecir el nombre de Dios para un judío es una costumbre sumamente
importante y arraigada. Hasta la fecha, los judíos acostumbran a hacerlo
prácticamente en todas sus oraciones, especialmente al repetir tres veces al día
(mañana, tarde y noche) la Amid á (“de pie”) o, como también la llaman, las
Shemon á esré, por ser originalmente un conjunto de dieciocho oraciones cuyo
contenido les hace repetir, una y otra vez, «Baruj atá Adonai» («Bendito seas,
Señor»).
10. Douglas J. Moo, The Letter of James: An Introduction and Commentary
(Grand Rapids, Michigan: Intervarsity, 1985), pág. 129.
11. A fin de cuentas, se espera que vivamos una «religión sin mancha» (San. 1:
27), no una que esté «contaminada» por nuestra lengua (San. 3: 6).
12. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap 73, pág. 637.
13. Ídem, cap. 8, pág. 66.
14. Ídem, cap. 9, pág. 67.
15. Ni que decir cabe que el esfuerzo hecho por Philip G. Samaan, en su libro El
método de Cristo para el crecimiento espiritual (Buenos Aires: ACES), es un
intento útil y digno de ser tenido en cuenta.
16. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 68.
17. Ib ídem.
18. Ib ídem.
19. Elena G. de White, Ídem, cap. 9, pág. 73.
20. Ib ídem.
21. Elena G. de White, El camino a Cristo, cap. 1, págs. 17, 18.
22. El Deseado de todas las gentes, cap. 33, pág. 296.
23. Cassese, pág. 22.
8
Un antídoto
procedente del cielo
P
ermíteme que te hable de María. Como ya te dije en
otro momento, mi padre se casó con ella en segundas
nupcias; fue la esposa de mi padre, pero no mi mamá.
Debido a esto, mi simpatía por a ella, en realidad no fue
mucha. De hecho, si buscas en los Evangelios las veces que
mis hermanos y yo aparecemos acompañándola son pocas y
no se distinguen por ser propiamente lo que se llamarían
“momentos familiares”.
Por supuesto, en el caso de Jesús esto era totalmente
diferente. Desde su niñez su vida se caracterizó por el
respeto y el amor hacia ella. Sin embargo, tener el privilegio
de ser madre del Mesías no fue algo fácil para María. Aunque
siempre creyó de todo corazón que en su hijo se daba el
cumplimiento del Salvador prometido, a menudo le resultó
difícil expresar dicha convicción.
Toda su vida compartió con él sus sufrimientos y fue
testigo pesaroso de las pruebas que tuvo que enfrentar
desde la niñez. Al mismo tiempo, al justificar la conducta de
Jesús ella también se vio sometida a situaciones ingratas.
Dado que ella consideraba que el tierno cuidado de la
madre sobre sus hijos es de vital importancia en la
formación del carácter, mis hermanos y yo, con malicia,
intentamos aprovecharnos de esto para que, apelando a su
ansiedad, nos hiciera caso y corrigiera las prácticas de Jesús
según nuestra opinión.
Sus decisiones, sin embargo, nos mostraron su gran
sabiduría y, pese a ser blanco de nuestros juicios y
reproches, hizo un excelente trabajo como madre: «Y Jesús
crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y
los hombres» (Luc. 2: 52).
María le transmitió tan bien su sabiduría que, aunque a
menudo propiciara que Jesús estuviera solo, poco a poco lo
llevó a entender la enorme responsabilidad por la que había
venido a este mundo. Y así, convencido de que su misión era
salvar a la humanidad, vivió y enseñó sobre la sabiduría de
una forma que llevó a más de uno a asombrarse: «Vino a su
tierra y les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera
que se maravillaban y decían: “¿De dónde saca este esta
sabiduría y estos milagros?”» (Mat. 13: 54).
Hasta mis propios hermanos y yo nos asombrábamos por
el conocimiento y la sabiduría que manifestaba al hablar
con los rabinos. Sabíamos que él no había recibido
instrucción de ellos, pero a menudo pudimos ver que, en
cambio, era capaz de instruirlos a ellos.
Tal comportamiento le acarreó, sin embargo, reacciones
encontradas. Mientras que algunos procuraban su compañía
y encontraban paz en su presencia, muchos lo evitaban
porque su vida sin mancha era una especie de reprensión
para sus propias acciones. En varias ocasiones fui testigo de
cómo algunos muchachos lo animaron a comportarse como
ellos. Les agradaba mucho su carácter alegre, pero el hecho
de que fuera tan celoso de los principios les hacía perder la
paciencia y lo criticaban con severidad. Ante esto, Jesús les
contestaba con las Escrituras: «¿Con qué limpiará el joven
su camino? Con guardar tu palabra» (Sal. 119: 9).
La verdad es que para cada tentación tenía una respuesta
basada en las Escrituras. Y aunque rara vez me reprendió
específicamente por alguno de mis actos, siempre tuvo algo
que decirme de parte de Dios sobre mi comportamiento,
especialmente al usar porciones de la Biblia como esta: «El
temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal la
inteligencia» (Job 28: 28).
Sí, él sabía que ser sabio significaba eso efectivamente. Y
gracias a que él hizo de esta convicción una práctica
constante en su vida, un día entendí que no puede haber
pleitos y contiendas entre aquellos que han aprendido que
vivir con sabiduría es actuar basándose en principios y no
dejándose llevar por los impulsos.
¡Gracias, María, por haber hecho tan buen trabajo! Pero,
sobre todo, ¡gracias a ti, Jesús, por haber vivido lo que
aprendiste!
Poniéndonos en contexto
Desde el primer capítulo de su carta, Santiago ha venido
argumentando que la religión tiene que ver ineludiblemente
con la práctica de buenas obras. Estas, como lo desarrolló en
su capítulo 2, evidencian la autenticidad de la fe. Ahora, al
llegar a este punto de su libro, nos dirá que este tipo de
obras también son la evidencia de una sabiduría genuina,
que se distingue por buscar, como fruto ideal, la paz.
Acompáñeme y consideremos juntos algunos detalles al
respecto.
Referencias
1. Siendo que la meta a alcanzar es la práctica de la religión auténtica, «el camino
hacia la perfección», para Santiago, pasa por la fe (San. 1: 3-6; 2: 22-24), la
obediencia (2: 8-12) y las obras de amor (2: 14-18), pero también por la sabiduría
(3: 13-18), virtud que, a la práctica, engloba todo lo anterior y cuya manifestación
natural y evidente, en la iglesia, es la paz.
2. Cassese, pág. 23.
3. Una de las siete características que Santiago menciona de la sabiduría, en
efecto, es que proviene de anothen , la misma palabra usada por Cristo al decirle a
Nicodemo: «De cierto, de cierto te digo que el que no nace de nuevo no puede
ver el reino de Dios» (Juan 3: 3; la cursiva es nuestra).
4. Por ejemplo, la palabra ‘rivalidad‘ originalmente se refería a cualquier trabajo
remunerado, pero al introducirse su uso en la política, esta llegó a describir la
ambición egoísta que no busca más que el propio encumbramiento, que está
dispuesta a utilizar cualquier medio para conseguir sus propósitos.
5. La palabra traducida como «pasiones» tiene el mismo origen que la palabra
‘hedonismo’, doctrina filosófica de origen griego que se basa en la búsqueda del
placer y la supresión del sufrimiento, cuyo objetivo es satisfacer los deseos
personales, sin importar los intereses de los demás.
6. «Luciano escribe: “Todos los males que le vienen al hombre (revoluciones y
guerras, asechanzas y matanzas) surgen del deseo. Todas estas cosas proceden
del manantial del deseo de más”. Platón escribe: “La sola causa de las guerras y
revoluciones y batallas no es otra que el cuerpo y sus deseos”. Y Cicerón: “Son los
deseos insaciables los que trastornan, no solo a las personas, sino a familias
enteras, y que hasta demuelen el estado. De los deseos surgen los odios,
divisiones, discordias, sediciones y guerras» (Barclay, pág. 957).
7. Las amenazas de homicidio no eran ajenas al vocabulario usado por personas
altamente religiosas. Tal era el caso de Pablo, antes de su conversión (Hech. 9: 1).
8. No es raro que la reacción natural haya sido el crimen o encauzar este coraje
hacia la violencia involucrándose así en las revueltas promovidas por movimientos
activistas revolucionarios como los «zelotes» y los «sicarios» (cualquier parecido
con la realidad no es mera coincidencia), movimientos que no solo estaban contra
Roma, sino específicamente contra los plutócratas (un sistema de gobierno en el
que el poder está en quienes poseen las fuentes de riqueza), a quienes veían
como enemigos políticos sociales económicos y nacionales y de quienes Santiago
hablará en el capítulo 5. En efecto, dado que en el siglo I d. C. muchos campesinos
fueron despojados de sus tierras, «en Palestina, algunos de esos campesinos
dieron origen a un movimiento que, en nombre de la ley Judía, se opuso
violentamente al ocupante romano y a sus colaboradores. Los partidarios de ese
movimiento eran llamados “zelotes» (Flavio Josefo, La guerra de los Jud íos, 4, 4,
3, citado en Becquet, pág. 53).
9. Aunque en nuestra Biblia Santiago 4: 2 dice: «Codiciáis y no tenéis; matáis y
ardéis de envidia», una traducción literal de la última parte de este pasaje sería:
«Codiciáis y no tenéis; matáis y sois zelotes» o «actu áis como zelotes». Para más
al respecto, véase Maynard-Reid, pág. 178.
10. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 70.
11. Siendo que el pueblo de Dios es considerado en varios pasajes bíblicos como
su «esposa», no resulta extraño saber que la palabra que Santiago usa aquí en
realidad es: «adúlteras». Figura de lenguaje que, aunque chocante, señala
abiertamente la infidelidad espiritual de sus lectores, pero cuyo objetivo es instarlos
a ser conscientes de su condición espiritual y rectificarla. Por su parte, John J.
Schmitt en su artículo «You Adulteresses! The Image in James 4:4» (Novum
Testamentum 28 [1986], págs. 327-337), considera que Santiago tomó esta
imagen de la literatura sapiencial, específicamente de Proverbios 30: 20. Cita en
donde se describe a una mujer cuyo comportamiento es semejante precisamente
al que nuestro autor reprueba.
12. Cabe resaltar también que las órdenes de «limpiar» y «purificar» las manos (la
conducta) y el corazón (pensamientos y actitudes, San. 4: 8) son muy parecidas a
las registradas en Isa. 1: 16, pero especialmente tienen relación con Núm. 31: 23;
2 Cró. 29:15 e Isa. 66: 17, en donde también aparecen juntas, a fin de resaltar la
pureza requerida de los sacerdotes en sus funciones ministeriales. Al dirigir estas
órdenes específicamente a los «pecadores» y a los de «doble ánimo», Santiago
resalta una vez más que la condición de sus lectores no es la idónea, aquella que
él define con el término «perfección» (San. 3: 2).
9
Ni hablar
ni actuar como ellos
A
estas alturas, no creo que tus dudas respecto a lo
mal que traté a Jesús sean muchas. Aceptarlo me
lleva de nuevo a reprobar mi conducta y sentir pesar
por ella. ¿Cómo pudo ocurrírseme siquiera juzgar las
acciones del Dador de la ley? ¿Por qué tardé tanto en
reconocer que él es el único que puede juzgar a los seres
humanos? ¡Qué error haber tratado así a quien vino y vivió
en este mundo con el propósito de salvarme!
Hoy, sin embargo, no solo estoy seguro de su perdón, sino
que también he logrado entender por qué actué así en el
pasado. Y dado que considero que puede serte útil, quisiera
comentarte algunas de las cosas que Cristo me hizo
comprender al respecto.
Comenzaré por decirte que, aunque hacía tempo que
conocía sus palabras: «No juzguéis, para que no seáis
juzgados», no fue hasta que acepté a Jesús como mi Señor y
Salvador que el Espíritu Santo me capacitó para captar su
verdadero significado. Con ellas, Jesús intentó decirnos que
ninguno de nosotros puede considerarse como norma de los
demás y que, por lo tanto, no hemos de esperar que
nuestras opiniones y conceptos del deber se conviertan en
un criterio para otros. Suponer erróneamente que esto debe
ser así es precisamente lo que nos lleva a condenar a los
demás al considerar que no alcanzan nuestros estándares;
nos lleva a censurarlos y, lo que es peor, a hacer
suposiciones sobre sus motivos.
No sé cómo será en tu caso, pero, por desgracia, en mi
tiempo muchos (también en la iglesia) nos llegamos a
caracterizar por eso. Usurpando el derecho que solo Dios
tiene de juzgar lo que hay en la conciencia de alguien,
llegamos a olvidar que, por ser nosotros mismos
imperfectos, no estamos en la posición de juzgar a otros;
olvidamos que, a causa de nuestras propias limitaciones, el
ser humano solo puede juzgar por las apariencias. Por eso,
siendo que solo Cristo es el único modelo de carácter
perfecto, quienquiera que se atreva a juzgar los motivos
ajenos usurpa el derecho que solo él, el Hijo de Dios, tiene
de hacerlo.
Pero no me malinterpretes. Con esto no intento decir que
el cristiano puede hacer cuanto le venga en gana y luego
esperar que sus acciones no sean reprobadas por nadie. ¡No!
Jesús no enseñó eso en ningún momento.1 No fue esa su
intención al hablar sobre este asunto en el Sermón del
monte, ni tampoco cuando dijo que el que estuviera libre de
pecado arrojara la primera piedra. Al contrario, entendido
correctamente, evitar convertirnos en norma para los demás
no significa simular que no vemos cuando alguien en la
iglesia transgrede los principios bíblicos hallando
justificación en el hecho de que todos fallamos. No, nuestra
actitud para quienes se equivocan no consiste en rebajar o
en poner a un lado las normas divinas, sino precisamente
intentar cumplirlas;2 especialmente aquella que tiene que
ver con amar al prójimo como a nosotros mismos. He ahí el
punto de equilibrio en cuanto a no juzgar y, sin embargo,
poder ayudar a crecer a nuestro hermano.3
El problema es, o al menos lo fue en mi caso, que cuando
desviamos nuestra mente de Cristo y la dirigimos hacia
nosotros, no solo se debilita nuestro amor por él, sino
también el que debiéramos sentir por nuestro prójimo. Y
dado que centrarnos en el ego ahoga nuestra nobleza y
generosidad, frecuentemente terminamos olvidando que el
método de Cristo para encauzar a alguien hacia el bien no
funciona obligándolo a ser semejante a él, sino atrayéndolo
mediante el poder de su amor.
Una vez que hube entendido esto, mi trabajo por la iglesia
también tomó otra perspectiva. Me di cuenta de que, si lo
que se quiere es erradicar el espíritu de crítica de la iglesia,
es preciso que se produzca un cambio en los miembros,
pero a nivel individual. Ahí es donde es necesario que
nuestro corazón sea sustituido por uno nuevo, uno
semejante al de Cristo. El nuevo corazón ha de entender
que, al aconsejar o amonestar a otros, nuestras palabras
únicamente tendrán el peso de la influencia que nos hayan
ganado nuestro propio y evidente intento de seguir el
ejemplo de Cristo. Tiene que ser un corazón como el que lo
llevó a ver a aquel hombre nacido ciego, no como una
oportunidad para debatir, sino para demostrar el poder de
Dios en su vida (Juan 9: 3).
¡Qué perspectiva tan diferente a la de sus discípulos! El
hombre no era víctima del destino, era un milagro a punto
de ocurrir. Siendo que lo preocupaba más el futuro de este
hombre que su pasado, Jesús no le puso una “etiqueta”, ni
mucho menos criticó su condición. Sencillamente, lo ayudó.
Si tuvieras que hacerlo, ¿con qué personaje de esta
historia te identificarías? ¿Te identificas con lo que hicieron
los discípulos? ¿Tiendes a etiquetar y a declarar culpables
con el mazo de juez en mano antes de conocer los hechos?
Si ese es tu caso, lee Juan 9: 4 y trata de entender que «la
obra de Dios» de la que se habla ahí tiene que ver con
cuidar a las personas antes que condenarlas y con
aceptarlas y amarlas antes que juzgarlas.
¿Te identificas en este momento con la situación del
ciego? ¿Pasas hoy por alguna situación en la que te has
convertido en el blanco de las críticas? ¿Te han puesto una
etiqueta y echado a un lado? Si es así, piensa de inmediato
en lo que este hombre aprendió: «Aunque mi padre y mi
madre me dejen, con todo, Jehová me recogerá» (Sal. 27:
10). «¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de
compadecerse del hijo de su vientre? ¡Aunque ella lo olvide,
yo nunca me olvidaré de ti!» (Isa. 49: 15).
Por todo ello, finalmente quisiera comentarte algo que, en
la práctica, me ha servido mucho. Cuando noto que el
espíritu inquisidor intenta apoderarse de mí, lo que hago es
recordar que mis propios pecados llevaron a Jesús a sufrir y
a morir en aquella horrible cruz del Calvario. Hacerlo me ha
resultado sumamente efectivo ya que, tal como Elena G. de
White escribiría muchos años después, «no puede haber
espíritu de crítica ni de exaltación en los que andan a la
sombra de la cruz del Calvario».4
Decide pasar más tiempo contemplando a Cristo en la
cruz y deja así que su amor llegue a manifestarse a través
de tu vida. Hacerlo permitirá que seas una influencia
positiva a la vez que el propósito de tus palabras y acciones
será ayudar, beneficiar y procurar la salvación de aquellos
con quienes te relaciones. Jesús se comportó así conmigo y,
lo digo sin presunción, los resultados fueron grandiosos.
Referencias
1. Ver Mat. 18: 15-17 y comparar con Eze. 33: 7-9; Gál. 6:1, 2 y Apo. 3: 19. Algo
que, además, concuerda perfectamente con la instrucción que doy al final de mi
libro (San. 5: 20).
2. Para saber más al respecto, repasar lo que dice la Gu ía de estudio, en la
sección correspondiente al domingo de la Lección 9.
3. Equilibrio que, incluso al aplicar la disciplina eclesiástica, es posible alcanzar si se
tiene en cuenta “la regla de oro”, la cual curiosamente aparece registrada unos
versículos después de la orden de no juzgar (Mat. 7: 12 y 7: 1, respectivamente).
4. Elena G. de White, El discurso maestro de Jesucristo, cap. 6, pág. 109.
5. Max Lucado, El trueno apacible (Miami: Caribe, 1996), pág. 94.
6. El talit es un accesorio religioso con forma de chal utilizado en los servicios y
prácticas religiosas del judaísmo.
7. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, págs. 69, 70; la
cursiva es nuestra.
8. Ídem, cap. 33, pág. 296.
9. Ídem, cap. 9, pág. 70
10. Esta división se clarifica al notar que la exclamación «¡vamos ahora!» se repite
tanto en San. 4: 13 como en San. 5: 1.
11. Aunque algunos especialistas creen que los ricos a los que Santiago se refiere
aquí eran creyentes, mi evaluación de la evidencia me lleva a concluir que aunque
este adinerado grupo de comerciantes creían en Dios, no era por ser cristianos,
sino judíos (posiblemente la aristocracia de los Saduceos). Para saber más al
respecto, consulte Martin, págs. 161, 162 y Maynard-Reid, «Poor and Rich», págs.
209-236.
12. La palabra ‘soberbias’ originalmente se aplicaba a la jactancia que mostraban
los curanderos itinerantes que pretendían tener la capacidad de sanar cuando, en
realidad, ni él ni sus medicamentos la tenían (Maynard-Reid, Gu ía práctica para
una vida cristiana abundante en el libro de Santiago, pág. 194).
13. La expresión «si el Señor quiere» (San. 4: 15) no tiene un paralelo exacto en
el Antiguo Testamento, pero se asemeja a expresiones usadas en los escritos de
Platón, Sócrates y Séneca. Fueron los rabinos quienes parecen haberla adoptado y
algunos creían que debía enunciarse antes de realizar cualquier actividad. La
importancia de esta expresión radica, obviamente, en el hecho de reconocer que
Dios es quien tiene el control de nuestra vida.
14. Aunque es traducida «vanidad de vanidades», esta expresión frecuentemente
repetida en el libro de Eclesiastés en realidad es un superlativo que, en su idioma
original, diría «la más grande de todas las neblinas o vapores».
15. En la traducción griega del Antiguo Testamento (Septuaginta, LXX) se añade la
frase: «pues tú no sabes qué sucederá el siguiente día». Así, su conexión con lo
dicho en Santiago 2: 15, 16, es inequívoca.
16. Debo la idea de usar este relato a Max Lucado, pág. 104.
10
Lástima
que haya tan pocos
A
unque me avergüenza, debo admitir que no estuve
ahí aquella mañana. A diferencia de María y de Juan,
su discípulo, yo no tuve el valor de acompañar a
Jesús en sus últimos momentos. Sin embargo, lo más
importante para ellos en esa situación naturalmente no era
eso. ¿Qué sucedería con el cuerpo de Jesús una vez que
muriera? ¡No podían abandonarlo en manos de aquellos
soldados insensibles que seguramente lo sepultarían en una
fosa común como se acostumbraba hacer con los
criminales!
Pero, ¿cómo lo impedirían? Era obvio que las autoridades
judías jamás los apoyarían, y esperar que el gobernador
romano lo hiciera, definitivamente, también sonaba
imposible.
No obstante, mientras sus preocupaciones los
embargaban, un hombre llamado José de Arimatea intervino
para evitar que dieran tan deshonrosa sepultura a mi
hermano. Acudiendo ante Poncio Pilato, el gobernador
romano, José pidió que le dejara bajar el cuerpo de Cristo de
la cruz.
Todos se asombraron ante su comportamiento. Hasta ese
momento nadie sabía de su simpatía por Jesús. Después me
enteré de que, pese a formar parte del Sanedrín, él nunca
estuvo de acuerdo con los demás miembros de aquel
tribunal judío en cuanto a sentenciar a Jesús. Pero, aunque
se contaba como uno de sus seguidores y creía en Jesús
como el Mesías, José de Arimatea había mantenido su fe en
secreto; tenía miedo de los dirigentes judíos. No obstante,
en estos momentos, lo único que lo preocupaba era
sepultarlo dignamente.
—Si me autorizas, yo me ocupo de todo —le dijo a Pilato.
Tras hacer las verificaciones oportunas y tener la certeza
de que, en efecto, Jesús ya había muerto, Pilato estuvo de
acuerdo y le concedió lo que pedía. Acto seguido, José volvió
al Calvario con la orden de Pilato de que le entregasen el
cuerpo de Cristo. Pero al dirigirse al Calvario no lo hizo solo.
A su lado iba también Nicodemo quien años atrás, protegido
por la oscuridad de la noche, había acudido a conversar con
Jesús. Al igual que José de Arimatea, Nicodemo decidió que
ya era tiempo de confesar sin temor su fe en el Salvador.
Como a muchos otros, desde el principio las enseñanzas de
Jesús lo habían conmovido. Al presenciar sus maravillosas
obras, se había apoderado de él la convicción de que Cristo
era el enviado de Dios. Pero era demasiado orgulloso para
reconocer abiertamente su simpatía por este nuevo Maestro
galileo y procuró entrevistarse con él de manera secreta. En
aquella entrevista Jesús le expuso con claridad el plan de la
salvación pero durante tres años no hubo fruto aparente.
Sin embargo, aunque Nicodemo no había reconocido
públicamente a Cristo, él fue quien en repetidas ocasiones
desbarató los planes que el Sanedrín tenía contra mi
hermano. Cuando finalmente Cristo fue crucificado, no pudo
sino recordar y aceptar como verdad las palabras que,
tiempo atrás, le había mencionado: «Como Moisés levantó la
serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del
hombre sea levantado» (Juan 3: 14).
Al igual que José, Nicodemo deseaba que mi hermano
fuera sepultado honrosamente, lo que según la costumbre
de mi país implicaba usar una tumba labrada en la roca.
Lujo al que la gente pobre no podía acceder. Pero, visto que
José ya había hecho provisión para ello, Nicodemo se dio
entonces a la tarea de conseguir una costosa mezcla de
mirra y áloe (unos cuarenta kilos), para embalsamar el
cuerpo de Cristo. Deseaba tributarle el mayor honor y
respeto, como si se tratara del hombre más distinguido de
toda Jerusalén.
Años después, yo mismo tuve el privilegio de dar
testimonio del amor de Nicodemo por Cristo y su causa.
Cuando los judíos trataron de destruir la naciente iglesia, él
salió en su defensa. Libre de toda duda anterior, estimuló la
fe de los discípulos y empleó su riqueza para ayudar a
sostener la iglesia de Jerusalem y llevar adelante la obra del
Evangelio. Pese a que los que antes le habían rendido
homenaje ahora lo despreciaban y perseguían, y pese a que
perdió sus bienes materiales, Nicodemo nunca más vaciló
en defender su fe.
Cierto, José y Nicodemo no pudieron evitar que
crucificaran a Jesús. Fue en una ocasión en la que no
estuvieron presentes que sus compañeros del Sanedrín
aprovecharon para condenarlo a ser crucificado. Pero ahora
que Jesús había muerto, decidieron no ocultar más su
adhesión a él.
¡Qué ironía! Mientras los discípulos y yo temíamos
manifestarnos abiertamente como adeptos suyos, José y
Nicodemo acudieron osadamente en su auxilio. La ayuda de
estos hombres ricos fue muy útil en aquel momento.
Pudieron hacer por su Maestro lo que hubiera sido imposible
para nosotros y sus discípulos.
Una vez que llegaron al pie de la cruz, con sus propias
manos procedieron a bajar con suavidad y reverencia el
cuerpo de mi hermano. Sus lágrimas de compasión y afecto
caían en abundancia mientras miraban su cuerpo herido y
en extremo lastimado. Tras preparar su cuerpo con las
especias y envolverlo en paños especialmente destinados
para ello, lo llevaron a una tumba ubicada en un jardín.
La tumba dispuesta por José estaba cerca del Calvario. Y
puesto que la estaba reservando para él mismo, no solo
había sido hermosamente tallada en la roca, sino que nunca
había sido ocupada. Al poner el cuerpo de Cristo en ella, sin
embrago, dejó de ser suya; junto con su vida, pertenecía al
Salvador.
Sí, tanto José de Arimatea como Nicodemo fueron
hombres con muchos recursos e influencia, pero también
personas cuyas prioridades y vida cambiaron debido a su
amor por Cristo. Por eso, al considerar todo lo que Jesús
había hecho, incluso que diera su vida por ellos, no solo
decidieron unirse a la iglesia, sino comportarse dentro y
fuera de ella, siguiendo siempre el ejemplo de su Maestro.
¡Cuán grandioso sería que hubiera más personas como
ellos en la iglesia! Lamentablemente, al menos según mi
experiencia, no recuerdo muchos como ellos. Y de eso
precisamente es que quisiera hablarte a continuación.
Poniéndonos en contexto
Como vimos en el capítulo anterior, la sección en la que
nos encontramos (San. 4: 13 – 5: 6) destaca por ser la
denuncia más fuerte en contra de los ricos registrada en la
epístola. Una vez que se ha centrado en las actividades
mercantiles de este grupo, de su amplio comercio y
transacciones relacionadas con navíos y puertos (San. 4: 13-
17), Santiago se centra ahora en las actividades agrícolas de
los ricos (San. 5: 1-6), aquellos que aparentemente hacen lo
que quieren, van adonde quieren y lo hacen cuando quieren.
Veamos qué más tiene que decirnos Santiago al respecto.
Imagine que es mediodía y, mientras la crema y nata de la
esfera empresarial come en un prestigioso restaurante
ubicado en el centro financiero de Wall Street, un individuo
entra al mismo y exclama: «¡Vamos ahora, ricos! Llorad y
aullad por las miserias que os vendrán» (San. 5: 1). «Cierto»,
dirían algunos de ellos, «la situación financiera mundial ha
visto días mejores, las crisis vienen y van, pero, ¿llorar por
mi miseria? ¿Qué le pasa a este hombre? Debe ser otro de
tantos activistas desequilibrados que piensan que con sus
protestas cambiarán al mundo».
Tan extravagante como hoy podría parecernos esta
escena, es probable que el mensaje registrado en esta
sección de Santiago también lo fuera para los ricos de sus
días. Sin embargo, aunque para ellos este mensaje parecía
no tener mucho sentido, el lenguaje usado en esta sección
en realidad sí era común para quienes leían las Escrituras.
La naturaleza y retórica del mismo no solo sigue el estilo de
los profetas del Antiguo Testamento,1 sino también el de
Jesús. La postura de Santiago hacia los ricos, por tanto, no es
nueva ni caprichosa, más bien refleja lo aprendido de Jesús
sobre este tema: «Pero ¡ay de vosotros, ricos!, porque ya
tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora
estáis saciados!, porque tendréis hambre» (Luc. 6: 24-25).
Tan clara enseñanza, como era de esperar, también se ve
reflejada en varios libros de la apocalíptica judía,2
especialmente en pasajes como este:
¡Desgracia para quienes edifican la injusticia y la opresión y las cimientan
en el engaño, porque serán repentinamente derribados y no habrá paz
para ellos! […] ¡Desgracia para vosotros, ricos, porque habéis confiado en
vuestras riquezas, de vuestras riquezas seréis despojados a causa de que
vosotros no os habéis acordado del Más Alto en la época de vuestra
riqueza! (1 Enoc 94: 6, 8).
Como agua se derramarán vuestras quimeras, porque vuestra riqueza no
permanecerá, sino que súbitamente volara de vosotros, porque la habéis
adquirido con injusticia y seréis entregados a una gran maldición (1 Enoc
97: 10).
Referencias
1. Según los profetas, por ejemplo, el llanto y el lamento son reacciones
características de los impíos ante el juicio (Isa. 13: 6; 15: 3; Amós 8: 3).
2. Libros no inspirados en su mayoría escritos en el periodo intertestamentario, es
decir, durante el tiempo que medió entre el año 400 a. C. y el inicio de la escritura
del Nuevo Testamento.
3. Los mejores manuscritos griegos disponibles de este pasaje usan el verbo
«defraudar». De hecho, según el Talmud (Talmud babilónico Baba Metzia 111ª),
retener el sueldo de un trabajador contratado equivalía a transgredir todo un
conjunto de prohibiciones: «No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás. No oprimirás a
un siervo contratado que es pobre. El jornal de un trabajador no ha de permanecer
en la noche contigo, en su día le darás su paga, que no caiga el sol sobre la
misma».
4. Dios había hecho provisión para que las deudas se perdonaran los años
sabáticos. A pesar de ello, el prosbul o procedimiento legal propuesto por Hillel,
rabino que murió a inicios de la era cristiana, permitía que un acreedor pudiera
cobrar incluso durante un año sabático.
5. Al unir tres doctrinas sumamente importantes (la doctrina de Dios, la del
pecado y la de los acontecimientos finales), el uso de la expresión «Señor de los
ejércitos» (Adonai tsabaot), recalca que el que ha de intervenir ante las injusticias
sufridas por sus hijos es el mismo líder de ejercito celestial. Algo que se refleja
también en el juicio contra los ricos que se registra en Isa. 5: 9 y está implícito en
Sal. 17; 18: 6, etc.
6. Max Lucado, Más allá de tu vida: Fuiste creado para marcar la diferencia
(Nashville, Tennessee: Grupo Nelson, 2010), pág. 33.
7. Barclay, pág. 962. Por su parte, el libro judío 1 Enoc lo presenta de esta forma:
«Los que poseéis el oro y la plata pereceréis repentinamente en el juicio. […]
Habéis blasfemado y cometido injusticia y estáis maduros para el día de la
matanza y la oscuridad, para el día del gran juicio» (94: 7, 9).
8. Algunos comentaristas creen que la expresión «dado muerte al justo» se refiere
al martirio de Cristo, el cual ejemplificaría el grado al que llegó el abuso del poder
que Santiago denuncia en esta sección. Sea que Santiago se refiera a alguien en
particular o no, resulta interesante que, años después de escribir esto, su propio
martirio fue instigado por un sumo sacerdote de origen saduceo (Anán). Algo que
nos recuerda la posible relación entre esta importante secta judía y los ricos que
Santiago tiene en mente (vea la nota núm. 11 del capítulo anterior).
9. Además de que un poco más adelante será un gran ejemplo de la actitud
correcta ante el sufrimiento, Job también tiene algo importante que decirnos a este
respecto.
10. Tal es el marco descrito y que debe asumirse al leer la historia del rico y Lázaro
(Luc. 16). Si lo requiere, repase lo que aprendimos respecto a esta historia en el
capítulo 6.
11. Si le interesa una serie de ejemplos actuales, bien documentados y en el
marco de la escatología adventista, vea las «Red alerts» publicadas por Herbert E.
Douglass en http://www.eredalert.com/?offset=10
12. Esto se detecta especialmente en Lucas y es el contexto en el que hay que
entender a Santiago (Maynard-Reid, pág. 264).
13. Lucado, El trueno apacible, pág. 6.
14. Las recomendaciones contenidas en el Nuevo Testamento no se circunscriben
a nuestro comportamiento en la iglesia. Limitarlas de esa forma no solo sería un
error de interpretación, sino que también nos dejaría sin instrucción en cuanto a
cómo actuar correctamente ante las diversas circunstancias presentes en nuestro
entorno. De ahí que el cristianismo temprano, en ciertas ocasiones, incluso haya
asumido una posición crítica respecto a lo que sucedía en la sociedad de sus días.
Puesto que en la Biblia Dios y sus hijos se preocupan por la justicia social,
seguramente hoy también nuestras iglesias tienen mucho que hacer al respecto
en países como los nuestros. Si le interesa leer al respecto, le recomiendo John
Graz, El adventista y… (Miami: APIA, 2008); Josh McDowell y Bob Hostetler, La
nueva tolerancia (Unilit, Miami 1999); y mi artículo «El mensaje de Romanos 13»,
en la revista Ministerio adventista, Noviembre-diciembre 2013, págs. 18-21.
15. Tal fue el énfasis también del mensaje que predicaba Juan el Bautista (Luc. 3:
7-14), y la razón por la que la devolución del dinero defraudado y la donación de la
mitad de sus bienes a los pobres, en el caso de Zaqueo, pueda verse como una
especie de “liberación” de la tiranía que pueden llegar a representar las riquezas
(Luc. 19: 1-10).
11
Los pacientes
no juran
P
rometió volver. No dijo la fecha, pero lo aseguró a
todos aquellos que tuvimos el privilegio de verlo
resucitado. ¿Lo juró? No, no necesitaba hacerlo. Para
nosotros, su palabra era suficiente.
Y no es que él tuviera algo en contra el juramento de
índole judicial o legal. De hecho, aunque condenó las
prácticas de mis contemporáneos que habían hecho del
juramento una práctica deshonesta, durante su juicio ante
el Sanedrín Jesús no se negó a dar testimonio bajo
juramento. Quienes presenciaron dicho juicio me dicen que
Jesús guardó silencio la mayor parte del tiempo, tal como lo
había predicho el profeta Isaías (53: 7). Lo hizo así, hasta
que Caifás, el sumo sacerdote, pronunciara aquellas
solemnes palabras: «Te conjuro por el Dios viviente que nos
digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios» (Mat. 26: 63).
Mi hermano no podía guardar silencio ante este
cuestionamiento. Sabía que hay momentos en los que es
preciso callar y otros en que hay que hablar. Aunque
presagiaba que contestar aquella pregunta le acarrearía la
muerte, su relación con el Padre había sido puesta en tela
de juicio y era su deber presentar claramente su identidad y
carácter. Así, mientras todos estaban atentos a lo que diría,
una luz pareció iluminar su rostro cuando respondió: «Tú lo
has dicho. Y además os digo que desde ahora veréis al Hijo
del hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo
en las nubes del cielo» (Mat. 26: 64).
¡Qué diferente fue el caso de uno de sus discípulos! Sí, me
refiero a Pedro, quien aquella misma noche, al ser
interrogado por una de las siervas de Caifás por su relación
con Cristo, no solo negó tres veces ser su discípulo, sino que
incluso juró no conocerlo. ¡Ojalá hubiera velado y orado
cuando Jesús se lo pidió! ¡Si hubiera entendido que
depender de sus propias fuerzas no era suficiente, no habría
negado al Señor!
Pero, a pesar del dolor que le causó, la mirada que Cristo
le dirigió a Pedro tras su negación no mostró ira, sino
compasión y perdón. Y es que quienes han de temer el
rostro de Cristo no son sus discípulos, sino los que lo
rechazan, especialmente aquellos que, debido a lo que le
hicieron, serán testigos del cumplimiento de sus palabras:
«Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de
Dios y viniendo en las nubes del cielo».
Sí, no me canso de decirlo: ¡Jesús prometió regresar! Solo
que, cuando lo haga, no vendrá como un ser indefenso, sino
como el juez de toda la tierra, ante quien sus homicidas
comparecerán una vez que hayan resucitado (Apo. 1: 7);
algo que, pese a ir en contra de sus creencias como
saduceo, Caifás nunca olvidó y se estremecía solo de
recordarlo.
Pero, Cristo no regresará solamente para cumplir lo que le
prometió a Caifás. De ahí que, en lugar de ascender al cielo
inmediatamente tras su resurrección, decidiera permanecer
cuarenta días más entre nosotros (periodo en el que
también se encontró personalmente conmigo), a fin de que
pudiésemos familiarizarnos con aquel Salvador, vivo y
glorificado, que necesitaba capacitarnos antes de partir.
Tras ese periodo, Jesús condujo a sus discípulos al mismo
lugar que fue testigo de sus oraciones y lágrimas, al monte
de los Olivos. Y allí, recordándoles que durante treinta y tres
años había vivido en carne propia lo que es ser insultado y
rechazado, su promesa para quienes también sufrirían por
su causa fue: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el
fin del mundo» (Mat. 28: 20). Luego, extendiendo sus manos
como si quisiera asegurarles su cuidado protector, Cristo
ascendió lentamente hacia el cielo. Y mientras los discípulos
estaban todavía mirando hacia arriba, dos ángeles
aparecieron para asegurarles que Jesús regresaría por ellos,
y de esa forma restablecería para siempre la justicia que
tanta falta hace en esta tierra.
A su regreso a Jerusalén, quienes los veían pasar pensaban
que los notarían abatidos y avergonzados. Pero, en vez de
eso, sus rostros denotaban alegría y triunfo. Y eso fue
precisamente lo que el resto de nosotros también pudo
notar cuando llegaron al aposento alto (Hech. 1: 14). Verlos
y oírlos nos llenó de confianza en el futuro, pero también
nos hizo reflexionar detenidamente en la gran misión que
teníamos por delante. Saber que nuestras palabras y hechos
habían de atraer la atención al poder transformador de
Cristo no era cosa liviana. ¿Lograríamos cumplir sus
expectativas? Una cosa era segura: El mismo que había
prometido estar con nosotros hasta el fin, también nos
capacitaría para hacerlo.
Quejas y sugerencias
Concluidas sus observaciones respecto a lo relacionado
con los ricos y puesto el marco de la segunda venida de
Cristo, Santiago retoma el tema de la conducta de sus
lectores, especialmente el del control de la lengua:
«Hermanos, no os quejéis unos contra otros, para que no
seáis condenados; el Juez ya está delante de la puerta»
(San. 5: 9).
Aunque se suele traducir como “gemir” (Rom. 8: 23; 2 Cor.
5: 2, 4), es claro que la acción de quejarse contra sus
hermanos que se esconde detrás de esta imagen, por más
que las circunstancias adversas los impulsen a hacerlo,
tendría que dejar de ser la práctica de quienes esperan el
regreso de Cristo y conocen la certeza del juicio divino:
«Pues Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda
cosa oculta, sea buena o sea mala» (Ecl. 12: 14).7
Santiago está preocupado por demostrar a sus lectores
que no vivir de acuerdo con lo que dicen creer es la causa de
muchas de las dificultades que enfrentan. Por eso anhela
que este consejo contribuya a contrarrestar los problemas
internos de la iglesia, así como a enfrentar correctamente
los que vienen del exterior. Esta intención lo lleva a retomar
el tema con el que inició su epístola, a saber, la actitud
correcta del cristiano ante el sufrimiento: «Hermanos míos,
tomad como ejemplo de aflicción y de paciencia8 a los
profetas que hablaron en nombre del Señor. Nosotros
tenemos por bienaventurados a los que sufren» (5: 10, 11).
¿Consideramos felices a los que sufren? ¿Qué quiere decir
Santiago con esto? ¿Es esta declaración una especie de
elogio al masoquismo? En tal caso, si Santiago se estuviera
refiriendo aquí a que dicho sufrimiento es resultado de
hacer lo correcto, esta afirmación parecería tener cierto
sentido; pero, ¿nuestro autor se refiere a eso?
Comparar esta declaración (en el idioma en que se
escribió) con aquellas relacionadas a este mismo tema, al
inicio de la epístola, hace que su sentido sea más fácil de
captar. Al igual que en el capítulo 1, Santiago usa (retoma)
en este versículo su palabra favorita para ‘paciencia’
(jupomoné). Por lo tanto, una mejor traducción de este
pasaje diría: «Consideramos bienaventurados a los que
perseveran» (compare San. 5: 11 con 1: 3, 4, 12; la cursiva
es nuestra).9
A continuación esta palabra se usa de nuevo (y ahora sí es
evidente en la traducción), al referirse al caso de Job:
«Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin que
le dio el Señor, porque el Señor es muy misericordioso y
compasivo» (San. 5: 11, compare con Éxo. 4: 6).10 ¡Y qué
mejor ejemplo que el libro de Job para mostrar la estrecha
relación que existe entre la sabiduría, el sufrimiento y la
perseverancia!11
Sin embargo, por más que siempre fuera sabio e íntegro,
tan loables características de Job no evitaron que en cierto
momento se cuestionara si realmente valía la pena seguir
«esperando»: «¿Cuál es mi fuerza para seguir esperando?
¿Cuál es mi fin para seguir teniendo paciencia?» (Job 6: 11).
Al igual que Job, Santiago también sabe que perseverar no
arreglará todos nuestros problemas ni las situaciones
adversas que nos agobian. Sin embargo, a ambos les consta
que vivir así es la mejor evidencia de ejercitar una fe sabia
que, ciertamente, produce frutos (San. 1: 3):12
La desconfianza hacia Dios es producto natural del corazón irregenerado,
que está en enemistad con él. Pero la fe es inspirada por el Espíritu Santo y
no florecerá más que a medida que se la fomente. Nadie puede robustecer
su fe sin un esfuerzo determinado. […] Pero los que dudan de las
promesas de Dios y desconfían de las seguridades de su gracia, le
deshonran; y su influencia, en lugar de atraer a otros hacia Cristo, tiende a
apartarlos de él; son como los árboles estériles que extienden a lo lejos sus
tupidas ramas, las cuales privan de la luz del sol a otras plantas y hacen
que estas languidezcan y mueran bajo la fría sombra.13
Hechos, no palabras
Dado que la fe ha de ser práctica y útil en todos los
ámbitos de la vida, que Santiago intercale magistralmente
en esta sección los temas de la paciencia y el control de
nuestras palabras demuestra un orden deliberado, el cual
puede apreciarse mejor con la ayuda del siguiente cuadro:
Referencias
1. El ideal planteado aquí por Santiago es que aprendamos a actuar de acuerdo
con «la ley de la libertad» (2: 12), no que intentemos obtener la libertad
transgrediendo las leyes o mediante el uso de la fuerza.
2. El vocabulario que utiliza es una evidencia de que San. 5: 7-20 es una
recapitulación y ampliación de los mismos temas abordados en el primer capítulo
del libro (San. 1: 1-18), que giran alrededor de la forma correcta de responder a
las pruebas y al sufrimiento, lo cual incluye: la paciencia, el control de la lengua y,
en esencia, la práctica de la religión auténtica basada en el desarrollo de la
sabiduría y la fe. Repasar el esquema de la epístola que vimos en el capítulo 1
puede ser de gran ayuda para visualizarlo mejor.
3. Aunque el agricultor y el cristiano no tienen control sobre la fecha exacta en que
caerá la lluvia o regresará Cristo, la certeza de estos acontecimientos radica en
que Dios ha prometido el cumplimiento de ambos.
4 Cassese, pág. 28.
5. Walter C. Kaiser, Peter H. Davis, F. F. Bruce, Manfred T. Brauch, Hard sayings
of the Bible (Downers Grove, Illinois: Intervarsity Press, 1996), pág. 703.
6. Recuerde que las exhortaciones del Nuevo Testamento no se circunscriben a lo
que pasa en el interior de la iglesia. Ponerlas en práctica también habría de tener
implicaciones en nuestro comportamiento ante la sociedad.
7. Sobre porque esta expresión se usa para describir las quejas del pueblo
israelita, pero en contra del maltrato de los egipcios (Éxo. 2:23), ¡no de sus
hermanos!
8. Al usar nuevamente el término makrothumeo, este versículo tambiénnos
remite a San. 5: 8.
9. Las palabras griegas makrotumia (paciencia) y jupomoné (perseverancia)
también aparecen juntas en Col. 1: 11, pero su uso en el Antiguo Testamento (en
la LXX) nos resulta más útil. Como características de los fieles en tiempo de
persecución y sufrimiento, ambas están asociadas en esta sección de las
Escrituras con la certeza de que Dios vindicará a sus hijos, al final del tiempo.
10. El concepto que subyace a la palabra ‘misericordioso’ es más parecido a
nuestro concepto de ‘amable’, adjetivo que describe a Dios de una manera que
encaja perfectamente en el contexto de Santiago.
11. Usar este tipo de ejemplos como un recurso para la motivación es algo
tradicional en la literatura judía. Heb. 11 puede ser considerado como un ejemplo
bíblico.
12. Recuerde que un interés central de la epístola de Santiago es describir cómo
tendría que ser nuestra respuesta ante el sufrimiento.
13. Elena G. de White, El conflicto de los siglos, cap. 33, pág. 518.
14. Aunque no es totalmente seguro que haya sido escrito antes que Santiago, es
interesante que el énfasis del libro El Testamento de Job no está en su
«perfección», sino en su paciencia (1: 5; 27: 7). Una investigación muy útil sobre la
relación entre el sufrimiento de Job y las palabras griegas makrotumia y
jupomoné es la de Maarten Wisse, «Scripture between Identity and Creativity: A
Hermeneutical Theory Building on Four Interpretations of Job» (Tesis doctoral,
Universidad de Utrecht, 2003), págs. 35-49.
15. Es común que quienes afrontan mucho dolor se planteen estas y otras
preguntas similares. Si desea ver lo útil e interesante que Philip Yancey tiene que
decir al respecto, le recomiendo su libro Cuando la vida duele:¿dónde está Dios
cuando sufrimos? (Miami: Unilit, 2002).
16. El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 70.
17. La actitud de quien espera a Cristo, por lo tanto, no puede caracterizarse por
ser pasiva ni por el fanatismo.
18. Aunque usa otra expresión, esto es parecido a lo que hace Pablo en varias de
sus cartas (vea 2 Cor. 13: 11 y Fil. 3: 1). Para profundizar en el tema, vea Fred O.
Francis, «The Form and Function of the Opening and Closing Paragraphs of James
and 1 John», ZNW 61 (1970), págs. 110-126. Era común que, al final de una
carta griega, apareciera un juramento certificando que el contenido de la misma
era verdad (Davids, pág. 1045).
19. A menos, claro, que un cristiano siguiera las costumbres romanas de invocar
el nombre de sus divinidades y del emperador en sus juramentos, o que jurar fuera
parte de su militancia como Zelote (compare con Hech. 23: 12-15).
20. Elena G. de White, El discurso maestro de Jesucristo, cap. 3, pág. 59.
21. Barclay, pág. 60.
22. S. Kistemaker, pág. 134.
23. Elena G. de White, El discurso maestro de Jesucristo, cap. 3, pág. 61.
12
Santiago,
el pastor
P
asar tres años y medio con Jesús fue algo que cambió
el resto de sus vidas. Bajo la instrucción del mayor
Maestro que el mundo haya conocido, sus discípulos
aprendieron de él cómo alentar a los agobiados y cómo
ejercer la manifestación del poder divino en favor de los
enfermos. De verdad, envidio no haber disfrutado tanto
como ellos la compañía de Cristo. Aunque procedentes de
distintos entornos y de caracteres muy variados, Cristo se
propuso cumplir en ellos sus palabras: «El que en mí cree,
las obras que yo hago también él las hará; y mayores que
éstas hará» (Juan 14: 12). No quiso decir que harían cosas
más importantes que las que él había hecho, sino que la
obra que ellos llevarían a cabo sería más amplia. Tal objetivo
se alcanzó de manera prodigiosa al descender el Espíritu
Santo sobre todos los que estuvimos aquella mañana de
Pentecostés en el aposento alto.
Ese poder nos capacitó para hacer milagros, pero también
nos llenó de amor hacia aquellos por quienes él murió,
permitiéndonos conmover así los corazones de quienes nos
oían hablar de él. Lo que enseñábamos, las palabras con las
que infundíamos valor y confianza, y hasta nuestra forma de
orar y cantar, transmitían que nuestras acciones eran
producto del poder de Cristo en nuestra vida, especialmente
cuando empezamos a encontrar oposición. Pero en esos
momentos otra promesa de Cristo venía a nuestra mente:
«En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido
al mundo» (Juan 16: 33). Así como Cristo no fracasó, ni se
desalentó, sus seguidores entendimos que habíamos de
manifestar una fe semejante y trabajar como él lo había
hecho.
Ya fuera trabajando por los incrédulos o por nuestros
propios hermanos, teníamos que hacerlo con oración y
entrega; algo que a menudo nos daba satisfacciones muy
reconfortantes, sobre todo cuando orábamos por los
enfermos. De ahí que, cuando escribí que la oración de fe
salvará [sanará] al enfermo (San. 5: 15), lo hice convencido
por haber visto que sucedía en numerosas ocasiones.
Conscientes de que ningún poder humano puede sanar al
enfermo, pero seguros de que es posible por medio de la
oración de fe, muchos de nosotros fuimos privilegiados al
ver el cumplimiento de esta promesa en favor de los
enfermos por los que orábamos. Créeme, he visto cómo el
poder de Cristo es capaz de detener la enfermedad de una
manera notable, pero incluso cuando la voluntad del Señor
era que el enfermo “durmiera”, nunca olvidé que el Señor
esperaba que no nos cansáramos de orar. De orar, ni de
trabajar por aquellos que aún no han aceptado a Jesús como
Salvador, e incluso por los que, habiéndolo aceptado, hoy no
están en la iglesia. Orar por ellos e ir por ellos. Ciertamente,
creo que tendríamos que hacer esto mucho más frecuente y
fervientemente de lo que lo hacemos. ¿No te parece?
Oración y acción
Tal como sucede en otras cartas del Nuevo Testamento, el
final de la epístola de Santiago también aborda el tema de
la oración. A diferencia de las cartas que en el mundo griego
solían concluir con los deseos del autor de que los dioses
velaran por la salud de su destinatario, Santiago hace algo
mejor. Recuerda a sus lectores que Dios no solo ha hecho
provisión para su sanidad, sino que también es el único que
tiene el poder de hacer realidad esos deseos en respuesta a
sus oraciones.
No es que esta fuera una enseñanza nueva para ellos, pero
parece que el acto de orar y la decisión de no dejar de
hacerlo era una necesidad especial en la comunidad a la
que nuestro autor se dirige. De ahí que, convencido de su
utilidad, Santiago recomiende orar, especialmente en
momentos de aflicción y enfermedad, recomendación que
viene a ser la segunda respuesta al sufrimiento que, en este
capítulo, propone a su audiencia:1
¿Está alguno entre vosotros afligido? Haga oración. ¿Está alguno alegre?
Cante alabanzas.2 ¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los
ancianos de la iglesia para que oren por él, ungiéndolo con aceite en el
nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo
levantará; y si ha cometido pecados, le serán perdonados (San. 5: 13-15).
Santiago, el pastor
Consciente de que nuestra falta de amor por nuestros
hermanos puede fragmentar la unidad de la iglesia y diluir
nuestro testimonio de Cristo al mundo, Santiago no pudo
concluir su libro de mejor manera: «Hermanos, si alguno de
entre vosotros se ha extraviado de la verdad y alguno lo
hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error
de su camino, salvará de muerte un alma y cubrirá multitud
de pecados» (San. 5: 19, 20).
Aunque el texto no llama apóstatas a quienes se han
«extraviado», es lógico suponer que las circunstancias
fueron tan adversas en aquel tiempo que más de un
cristiano buscó proteger su vida separándose de la iglesia.
Sin embargo, Santiago parece referirse aquí a un grupo
diferente de personas. Se refiere a aquellos que, sin
abandonar la iglesia, practican el cristianismo, pero sin
alcanzar el ideal de la religión auténtica descrito por
Santiago a lo largo de toda su epístola.18
Dado que sabe que, entre sus lectores, hay quienes
practican la discriminación, la ira, la codicia, y también se
hallan envueltos en contiendas y mundanalidad, a la vez
que son incapaces de controlar su lengua y preocuparse por
los pobres, Santiago espera que estas personas sean
restauradas por aquellos cuya conducta sí se destaca por la
fe y la sabiduría que provienen del cielo:
No hemos de condenar a los demás; tal no es nuestra obra, sino que
debemos amamos unos a otros, y orar unos por otros. Cuando vemos a
uno apartarse de la verdad, podemos llorar por él como Cristo lloró sobre
Jerusalén. Veamos lo que dice nuestro Padre celestial en su Palabra acerca
de los que yerran: «Hermanos, si alguno es sorprendido en alguna falta,
vosotros que sois espirituales, restauradlo con espíritu de mansedumbre,
considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado» (Gál. 6:
1). […] ¡Cuán grande es esta obra misionera!19
Referencias
1. Note que, con excepción de los últimos dos, todos los versículos de la sección
final de Santiago mencionan algo sobre la oración (San. 5: 13-20). La primera
“respuesta” ante el sufrimiento mencionada en este capítulo es la paciencia (San.
5: 7-12), la segunda es la oración (San. 5: 13-18), pero ambas requieren fe.
2. Aunque el énfasis de esta sección está en la oración, no podemos pasar por alto
la referencia que Santiago hace a la importancia de la alabanza. Que esta sea la
respuesta a «estar alegre» no significa que dependa de las emociones. La alegría a
la que Santiago se refiere es más que una felicidad manifestada por emociones. Es
una condición del corazón que, independiente de las condiciones adversas, lleva a
cantar a quienes la poseen (Hech. 16: 25; 27: 22, 25), incluso al morir en una
hoguera (como sucedió con Jan Huss). Alabar a Dios con el fin de expresar nuestro
gozo es tan importante como volverse a él en tiempo de necesidad.
3. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 72.
4. Elena G. de White, El ministerio de curación , pág. 171.
5. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 73.
6. Un buen punto de partida sería el libro de Juan José Andrade, Esperanza en la
aflicción: El tema del ungimiento desde una perspectiva pastoral (México, D. F.:
Gema, 2005).
7. Elena G. de White, El ministerio de curación , pág. 172.
8. Talmud babilónico Shabbat 12b.
9. Clinton E. Arnold, ed. Zondervan Illustrated Bible Backgrounds Commentary,
tomo 4 (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 2002), pág. 116. Por su parte, el
historiador judío, Flavio Josefo, relata que, cuando agonizaba, sus médicos
sometieron a Herodes el Grande a un baño de aceite.
10. Elena G. de White, El ministerio de curación , pág. 171.
11. Considerándolo como un sacramento, en el año 852 d. C., la iglesia romana
decidió que este ritual solo podía ser oficiado por los sacerdotes. Aunque sigue
siendo conocido desde entonces con el nombre de “extremaunción”, después del
Concilio Vaticano II (1965), la misma dirigencia eclesiástica lo llamó oficialmente
“unción de los enfermos”. Si desea profundizar en las implicaciones de que este
rito sea considerado un sacramento vea
http://www.formacioncatolica.org/doctrina/culto-y-oracion/extremauncion/ 1790-
uncion-de-los-enfermos.html. Para un recuento histórico de su uso, vea James
Adamson, The Epistle of James, New International Commentary on the New
Testament (Grand Rapids: Eerdmans, 1976), págs. 204-205.
12. Elena G. de White, El ministerio de curación , pág. 174.
13. Ídem, pág. 173.
14. Ídem, pág. 176.
15. Ib ídem.
16. Juan José Andrade, «El ungimiento de los enfermos» (Tesis doctoral,
Universidad de Montemorelos, 2002), pág. 110.
17. En este punto sigo varias ideas del erudito adventista, Roy Gane, Who’s Afraid
of the Judgment? (Idaho: Pacific Press, 2006), págs. 126-129.
18. Este es el momento propicio para repasar lo que aprendimos sobre Santiago
1: 16 en el capítulo 3 de este comentario.
19. Elena G. de White, Testimonios para la iglesia, tomo 5, cap. 39, pág. 324.
20. La expresión «cubrir multitud de pecados» también se usa en 1 Ped. 4: 8 y
parece ser una forma común en aquellos días para referirse a la certeza del
perdón divino.
13
El evangelio de Santiago,
según Isaías
A
estas alturas de nuestra conversación, seguro que
habrás notado la frecuencia con que usé el Antiguo
Testamento al escribir mi libro. Que lo hiciera no es
nada fuera de lo común, ya que esta era la “única Biblia”
que existía en mis días. Proverbios, Amós y Job, solo por
mencionar algunos de los libros que utilicé, me enseñaron
algo importante. Sin embargo, el impacto que el libro del
profeta Isaías tuvo en mi comprensión del evangelio merece
una mención especial.
Isaías me ayudó a entender qué es en realidad la religión
verdadera y que esta solo puede practicarse en respuesta a
la invitación de buscar a Dios (Isa. 55:6). Por eso me gustaría
hablarte un poco más sobre dicha invitación. Estoy seguro
de que hacerlo nos ayudará a entender todavía mejor qué
implica, en la práctica, hacer de la religión «pura y sin
mancha» parte de nuestro estilo de vida. Anhelo de todo
corazón que captarlo te sea tan útil y provechoso como lo
fue para mí.
Buscando correctamente
Que sea necesario buscar a Dios no se debe, por supuesto,
al hecho de que esté escondido. No obstante, pese a que la
Biblia nos presenta a un Dios siempre accesible, también
testifica que no siempre hemos aprovechado tan favorable
disposición de nuestro Creador.
Por lo tanto, puesto que nuestro destino eterno podría
estar en peligro al descuidar algo tan trascendental,2 creo
que cuando hablamos de buscar a Dios (o invitamos a
alguien a hacerlo), tendríamos que asegurarnos de entender
mejor lo que esto implica.
Por ejemplo, si buscar a Dios equivale también a
consultarlo, quien lo hace tendría que estar dispuesto a
escucharlo con atención, así como a considerar muy en serio
las instrucciones que dicha consulta arroje.3 ¿Acaso no es
eso lo que haríamos si, tras escuchar el diagnóstico de
nuestro médico, realmente quisiéramos sanar puesto que
valoramos nuestra salud? ¿No sería esta la forma correcta y
más lógica de aprovechar el tiempo y los recursos invertidos
en dicha consulta?
No obstante, en la práctica, algunas veces intentamos
buscar a Dios de manera equivocada, como si hacerlo fuera
semejante a seguir las instrucciones del manual de algún
aparato electrónico. Y es que así como podríamos pasar
saltando de un párrafo a otro, movidos tal vez por la simple
curiosidad, pero al final no entendiéramos lo que el
fabricante de dicho aparato esperaba, nuestra búsqueda de
Dios también podría limitarse a la curiosidad o a la mera
conveniencia.
Según el capítulo 58 del libro de Isaías, es algo que,
lamentablemente, también se dio en la práctica religiosa del
pueblo de Dios de aquellos días:
¡Clama a voz en cuello, no te detengas, alza tu voz como una trompeta!
¡Anuncia a mi pueblo su rebelión y a la casa de Jacob su pecado! Ellos me
buscan cada día y quieren saber mis caminos, como gente que hubiera
hecho justicia y que no hubiera dejado el derecho de su Dios. Me piden
justos juicios y quieren acercarse a Dios. […] He aquí que en el día de
vuestro ayuno buscáis vuestro propio interés y oprimís a todos vuestros
trabajadores (Isa. 58: 1-3).
Buscando oportunamente
Pero, además que de manera acertada, a Dios también es
preciso buscarlo de manera oportuna. De ahí que la Biblia
insista en la importancia de buscar a Dios frecuentemente,
pero reproche no hacerlo o intentarlo cuando, desde la
perspectiva divina, ya es demasiado tarde: «¡Buscad a
Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que
está cercano!» (Isa. 55:6).
Sin embargo, ¿a qué se refiere exactamente el profeta
Isaías con las expresiones «mientras puede ser hallado» y
«en tanto que está cercano»? ¿Acaso la disposición de
nuestro Dios se limita a los “días hábiles” o a un “horario de
oficina”? ¿O es que tal vez está pensando en mudarse
pronto?
Considerar aquí brevemente un conocido pasaje bíblico
nos ayudará a entender mejor a qué se refiere el profeta
Isaías. Concentrémonos específicamente entonces en la
que, “curiosamente”, es la primera ocasión en la que el
verbo ‘hallar’ aparece en la Biblia: «Y puso Adán nombre a
toda bestia, a toda ave de los cielos y a todo ganado del
campo; pero no se halló ayuda idónea para él» (Gén. 2: 20).
Que no se hallara pareja para Adán, según este versículo,
no se debía a la falta de opciones o candidatos, sino al
hecho de que, entre todos ellos, ninguno resultó ser su
«ayuda idónea». Por lo tanto, desde el mismo inicio de las
relaciones humanas, la Biblia enfatiza que hallar a alguien
no tiene tanto que ver con las distintas opciones de
búsqueda, sino con lo oportuno e idóneo que resulte dicha
búsqueda. De ahí que, lejos de insinuarnos que el Creador
hubiese olvidado algo tan importante, que esperara hasta
este momento para crear a Eva se debió a su intención de
despertar primero en Adán una necesidad que, tras ser
suplida, haría que este apreciara a Eva todavía más:
Después de la creación de Adán, toda criatura viviente fue traída ante su
presencia para recibir un nombre; vio que a cada uno se le había dado una
compañera, pero entre todos ellos no había “ayuda idónea para él”. […] El
hombre no fue creado para que viviese en la soledad; había de tener una
naturaleza sociable. Sin compañía, las bellas escenas y las encantadoras
ocupaciones del Edén no hubiesen podido proporcionarle perfecta felicidad.
[…] Dios mismo dio a Adán una compañera. Le proveyó de una “ayuda
idónea para él”, alguien que realmente le correspondía, una persona digna
y apropiada para ser su compañera y que podría ser una sola cosa con él
en amor y simpatía.12
Es tiempo de buscar
Por esa razón, en otro libro, el de Crónicas, buscar a Dios
es una característica especialmente positiva de los
dirigentes y del pueblo de Dios antes del cautiverio
babilónico, pero también la actitud lógica que se esperaba
que asumieran todos aquellos que, tras finalizar el exilio,
tuvieron la oportunidad de regresar a Judea:14
Aplicad, pues, ahora vuestros corazones y vuestras almas a buscar a
Jehová, vuestro Dios. Levantaos y edificad el santuario de Jehová Dios, para
traer el Arca del pacto de Jehová, y los utensilios consagrados a Dios, a la
casa edificada al nombre de Jehová (1 Cró. 22: 19).
Ahora, pues, delante de todo Israel, congregación de Jehová, y de nuestro
Dios que nos escucha, guardad y observad todos los preceptos de Jehová,
vuestro Dios, para que poseáis la buena tierra, y la dejéis en herencia a
vuestros hijos después de vosotros perpetuamente (1 Cró. 28: 8).
En todo cuanto emprendió en el servicio de la casa de Dios, de acuerdo con
la Ley y los mandamientos, buscó a su Dios, lo hizo de todo corazón, y fue
prosperado (2 Cró. 31: 21).
Aceptar la invitación
Hace varios años, una dolorosa y peculiar molestia en mis
rodillas hizo que mis padres se dieran a la búsqueda del
mejor especialista. Recuero que mis padres, deseosos de
aliviar mi sufrimiento y hallar la solución a este problema,
me llevaron a consultar casi con toda la gama de médicos a
nuestro alcance (alópatas, homeópatas, naturistas,
etcétera), pero ninguno parecía tener la solución a mi
dolencia.
Fueron muchos, pues, los hospitales y consultorios que
visitamos. Pero nunca olvidaré a aquel médico que, tras
mirarme fijamente, me hizo una de las preguntas que mayor
impacto han tenido en mi vida: «¿Crees que puedo
curarte?»
Si bien el único que podía sanarme (y lo hizo) era Dios,
definitivamente yo deseaba que ese hombre, hasta ese
momento desconocido, me ayudara a sanar. «¿Crees que
puedo curarte?» Esa era la causa por la que habíamos ido a
consultarlo, e incluso esa era la razón por la que mis padres,
aunque costosos, pagarían sus honorarios. ¿Por qué deseaba
el médico entonces que le respondiera eso? ¿Acaso pensaba
que nuestra visita obedecía simplemente a un gesto de
cortesía?
Hoy entiendo que detrás de dicha pregunta había muchas
e importantes implicaciones. No bastaba con haber ido a
consultar al médico, yo tenía que estar dispuesto a seguir al
pie de la letra sus instrucciones. Sin ello, el tratamiento no
tendría el efecto deseado. ¿Ve a qué me refiero?
¿Cuánto tiempo hace que buscamos y consultamos a
Dios? ¿Cuánto ha cambiado nuestra vida desde entonces?
¿Será que ya hemos entendido qué significa realmente
encontrarlo tal como lo entendió y ejemplificó Santiago con
tanta claridad en su epístola? Cualquiera que sea nuestra
respuesta, recordemos que la exhortación divina sigue
siendo la misma: «»¡Buscad a Jehová mientras puede ser
hallado, llamadle en tanto que está cercano!» (Isa. 55: 6).
«Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros» (San. 4: 8).
Que, mientras esperamos fiel y pacientemente «la corona
de vida que Dios ha prometido a los que lo aman» (San. 1:
12), nuestra fe continúe haciéndose evidente por los
resultados de atender todos los días a tan importante
invitación. ¡Gracias Santiago (y también Isaías) por todo lo
que nos has enseñado del evangelio!
Referencias
1. En el hebreo bíblico existen dos verbos para referirse a la acción de «buscar»:
baqash y darash . Entre ambos, estos verbos aparecen casi 400 veces (225 y
165 veces, respectivamente) en el Antiguo Testamento y, aunque en ocasiones
llegan a utilizarse en un mismo versículo como si fueran sinónimos (Jue. 6: 29; Sal.
38: 12; Eze. 34: 6; Jer. 29: 13, etc.), el verbo que se usa en Isa. 55: 6 (darash ),
dado su particular significado, es al que dedicaremos nuestra atención en este
capítulo.
2. El profeta Amós enfatiza la trascendencia de esta acción al relacionarla
directamente con la obtención de la vida: «Pero así dice Jehová a la casa de Israel:
“¡Buscadme y viviréis!”» (Amós 5: 4); note asimismo los versículos 5, 6 y 14 del
mismo capítulo).
3. Un buen ejemplo al respecto es el de Rebeca quien, aunque finalmente actuó de
manera incorrecta (aconsejando a Jacob que mintiera a su padre), no solo dio
importancia al hecho de «consultar a Dios» (Gén. 25: 22), sino que también tomó
muy en serio la información que Dios tuvo a bien revelarle a través de dicha
consulta.
4. Según los datos de la encuesta realizada a 188 personas titulada «¿Cuantos
días a la semana estudias la Biblia y cuantos capítulos?», tal como aparecen en
http://foroadventista.org/forum/showthread.php?14815-%BFCuantas-veces-a-la-
semana-lees-la-Biblia-(no-incluye-estudio-de-Lecci%F3n-de-E.S)/page2. Y si bien
dicha estadística probablemente no sea la más representativa de nuestra iglesia,
bien podría ser una realidad generalizada.
5. No obstante, alrededor de 1,500 millones de musulmanes también practican el
ayuno de manera regular, e incluso lo hacen durante todo el mes del ramadán.
6. Elena G. de White, El conflicto de los siglos, cap. 29, pág. 478.
7. “Procurar” también es otra forma de traducir el verbo darash (Jer. 29: 7 y Sal.
109: 10).
8. Es el mismo sentido que se halla tras la invitación de Jesús, nuestro mayor y
mejor ejemplo: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os
haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended [imperativo] de mí,
que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas»
(Mat. 11: 28, 29).
9. De hecho, el mismo profeta Isaías dice que nuestra justicia es como «trapo de
inmundicia» (Isa. 64: 6).
10. Tan prioritario que el uso del imperativo no solo es gramaticalmente necesario,
sino que también es la manera más lógica de enfatizar la necesidad que tenemos
de responder a las invitaciones divinas dadas desde el inicio del capítulo 55 de
Isaías: «¡Venid, todos los sedientos, venid a las aguas! Aunque no tengáis dinero,
¡venid, comprad y comed! ¡Venid, comprad sin dinero y sin pagar, vino y leche!
¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan y vuestro trabajo en lo que no sacia?
¡Oídme atentamente: comed de lo mejor y se deleitará vuestra alma con
manjares! Inclinad vuestro oído y venid a mí; escuchad y vivirá vuestra alma» (Isa.
55:1-3). Recuerde que en un cruce peligroso, hacer caso de un imperativo
(“ALTO”) puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
11. En la mentalidad de los autores bíblicos, el corazón es mucho más que un
órgano vital y no siempre está asociado con los sentimientos, tal como es común
en nuestros días. En la Biblia, el corazón se refiere, más bien, a la parte racional
del ser humano, a su mente e inteligencia.
12. Elena G. de White, Patriarcas y profetas, cap. 2, pág. 27.
13. Recuerde que la palabra ‘religión’ proviene del latín religare, que significa
“volver a unir”. Por lo tanto, ese tendría que ser el propósito principal de nuestras
prácticas religiosas, el de unirnos de nuevo a Dios.
14. El propósito del libro de Crónicas, escrito tras el exilio babilónico, viene a ser la
contraparte ideal al contenido del libro de Reyes. Mientras que en Reyes se
exponen las razones del exilio, en Crónicas se evidencia un gran intento por
extraer lecciones positivas incluso de la extinta monarquía israelita, especialmente
de algunos de los reyes del sur (2 Cró. 8: 11; 2 Cró. 13; 2 Cró. 33). Así, lejos de
encubrir los errores narrados en el libro de Reyes, la dimensión y el propósito que
tienen en Crónicas ciertos aspectos de su historia habrían de recordar al pueblo
judío que Dios lo había hecho regresar de Babilonia a fin de restaurarlo y
prosperarlo, siempre y cuando pusiera en práctica los aciertos y no los errores de
su pasado.