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LA EPÍSTOLA DE S ANTIAGO.

UN HERMANO DE JESÚS NOS ENSEÑA A VIVIR LA FE


Es una producción de:

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parcial, de esta obra (texto, imágenes, diseño y diagramación); ya sea
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el permiso previo y por escrito de los editores.

En esta obra las citas bíblicas han sido tomadas de la versión Reina-Valera,
revisión de 1995: RV95 © Sociedades Bíblicas Unidas.

ISBN: 978-1-61161-334-6
Impresión y encuadernación
3 Dimension
Doral, Florida, EE.UU.

Impreso en EE.UU.
Printed in USA

1 a edición: mayo 2014


Contenido

Introducción 5
1. Santiago, ¿«hermano» o «siervo» de Jesús? 7
2. El propósito de las pruebas 19
3. ¡Bienaventurados los que no se confunden! 31
4. Cuando oír significa hacer 43
5. Vivir como reyes 55
6. La evidencia de que estamos vivos 67
7. «En palabras de Jesús» 77
8. Un antídoto procedente del cielo 89
9. Ni hablar ni actuar como ellos 101
10. Lástima que haya tan pocos 111
11. Los pacientes no juran 123
12. Santiago, el pastor 135
1 3. El evangelio de Santiago, según Isaías 147
Introducción

Hace poco compartí con uno de mis primeros profesores


de Teología el manuscrito del libro que usted tiene en sus
manos. Consciente de su profundo conocimiento bíblico y de
su vasta experiencia editorial, sabía que la opinión de mi
exprofesor me sería de gran utilidad en la revisión final del
manuscrito. Su reacción consistió en una pregunta: «¿Y si la
Epístola de Santiago no estuviera en la Biblia?».
Me quedó claro que, antes de darme su opinión sobre el
manuscrito, mi profesor esperaba que yo fuera capaz de
responder con claridad una pregunta tan significativa como
esa. Tras reflexionar en la pregunta comprendí que si esta
singular Epístola no hubiera estado en la Biblia, el mensaje
cristiano definitivamente habría sufrido una gran pérdida, y
nuestra comprensión del evangelio habría quedado
empobrecida. Me explico.
Dado que la intención de Santiago es aclarar cómo se vive
el cristianismo auténtico, así como destacar el carácter
práctico del evangelio, es evidente que su Epístola no está
en la Biblia por ser un tratado teológico rayano en lo
abstracto. Por el contrario, siendo que Santiago muestra
haber estado en contacto con la vida cotidiana de la iglesia
y que le preocupaba ver cómo algunos estaban tomando la
fe como un simple asentimiento intelectual (Sant. 2: 19),
dicha preocupación le hizo plantear a sus lectores
interrogantes como estas: «¿De qué sirve si alguno dice que
tiene fe, pero no tiene obras? ¿Acaso puede esa fe salvarlo?»
(2: 14, BLA). En otras palabras, ¿puede esa clase de fe, una
fe que carece de vitalidad y que no conduce a una vida
transformada, salvar a alguien?
O esta otra: «Si un hermano o una hermana están
desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada
día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y
saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el
cuerpo, ¿de qué aprovecha?» (2: 15-17). La respuesta obvia
es que no aprovecha de nada, ya que una «fe» que no nos
lleva a hacer buenas obras, tal como él mismo Santiago lo
afirma a continuación, es una fe que está «muerta en sí
misma» (2: 17).
Por cuanto en nuestros días todavía existe el peligro de ver
el evangelio como una teoría o como una simple propuesta
social, y por cuanto rehuir la responsabilidad nada
agradable de hacer cambios reales en nuestra vida y
conducta pareciera seguir siendo más atractivo, es evidente
que exhortaciones como las de Santiago no solo son
necesarias, sino que continúan siendo relevantes para
nuestros tiempos.
En efecto, siendo que Santiago anhelaba que en la vida de
todos sus lectores se viera el fruto de las buenas obras
producidas por la fe, y por cuanto no olvidó decirnos cómo
es que esto puede ser posible, no contar con su libro en la
Biblia indudablemente habría sido una gran pérdida. ¡Cuán
acertada resultó ser la pregunta de mi profesor!
Así que, ya que pasaremos todo un trimestre tratando de
entenderlo y aplicarlo mejor, agradezcamos a Dios por el
mensaje de Santiago y por la forma tan gráfica y práctica
con la que este fue capaz de plasmar y transmitir sus
enseñanzas.
Sí, en mi caso, agradezco a Dios por ello, pero también por
haberme invitado a través de IADPA a escribir este
comentario sobre Santiago. Hacerlo ciertamente me llevó a
reevaluar mi propia experiencia espiritual, pero sobre todo
la ha enriquecido.
Quiera el Cielo bendecir a cada lector mucho más que a
mí, y que al dedicarnos al estudio de esta singular Epístola
también permitamos que el Espíritu Santo siga produciendo
en nuestra vida una fe práctica y genuina, una fe como la
que transformó al propio Santiago.
ALEJO AGUILAR
1
Santiago, ¿«hermano»
o «siervo» de Jesús?

A
ún es de madrugada, pero el sueño se me ha ido
pensando otra vez en mi «hermano». Y aunque lo
considero un privilegio, reconozco que llamarlo de
esa forma no expresa la plenitud de lo que él fue realmente
para mí. Por eso, prefiero llamarlo mi «glorioso Señor
Jesucristo» (San. 2: 1).
Aceptar esto, sin embargo, no me resultó nada fácil y, si lo
piensas detenidamente, quizás tampoco lo hubiera sido
para ti. Jesús era el hijo que José, mi padre, tuvo con María,
su segunda esposa. Por lo tanto, además de ser mi
hermanastro, también era menor que yo. Y aunque en la
historia de mis antepasados hubo algunas excepciones,
definitivamente, admitir la superioridad de un hermano
menor nunca fue algo común ni cómodo en mi cultura,
especialmente para personas como yo.
Tal vez esto sea la causa de que, al principio, fuera tan
áspero con él. Pero, si he de ser sincero, en realidad hubo
algo más. Aunque a simple vista era como cualquier otro
niño de Nazaret, los años que viví junto a Jesús me
permitieron darme cuenta de lo contrario. Él era siempre tan
servicial, tan noble y, en fin, tan diferente en muchos
sentidos a mí y a mis hermanos que, al ver como esto hacía
que se ganara los elogios de quienes nos rodeaban, nuestra
actitud hacia él fue volviéndose cada vez más hostil.1
Al principio intentamos “cambiarlo”; esperábamos que
dejara de actuar de aquella manera tan “rara” y que se
comportara como los demás niños de su edad. Pero he de
confesar que, al paso de los años, mi molestia y disgusto
hacia él no solo fue creciendo, sino que también llegó a
hacerse evidente en burlas y abiertos reproches. ¡Cuánto
lamento hoy haberme atrevido a tratarlo así!
Y aquí estoy ahora, reprochándome nuevamente todo
aquello, preguntándome qué habría pasado si, por ejemplo,
en lugar de sentir celos de él, hubiera aprovechado el
tiempo imitando su responsabilidad y esmero en la
carpintería de mi padre. ¡Qué diferente habría sido nuestra
relación! Y más importante aún, ¿mi apoyo y comprensión
podrían haberle hecho menos difícil su paso por este
mundo?
Cierto, el ‘hubiera’ no existe y sé que no puedo borrar el
pasado ni lo que hice, pero en momentos como este
también sé que hay algo de lo que puedo estar seguro:
¡Jesús me ha perdonado! Y aunque tal vez suene arrogante,
puedo asegurarte que también me transformó.
Por todo esto, su bondad, su amor a Dios, su fidelidad a las
Escrituras y, sobre todo, sus enseñanzas, son cosas de las
que hoy no puedo prescindir. De hecho, la influencia de sus
enseñanzas en mi vida fue tan grande que escribí un libro
en el cual intenté aplicarlas lo mejor que supe a la situación
por la que pasaban los creyentes judíos de mis días;2 un
libro que la mayoría de los cristianos hoy conoce como la
Epístola de Santiago.
Y aunque algunos han llegado a dudar de que yo fuera su
autor, argumentando que la calidad de mi libro no
corresponde a mis capacidades literarias, lo que esto
evidencia es que, quienes piensan así, en realidad necesitan
conocerme un poco más, así como comprender mejor las
circunstancias en las que lo escribí.3
Seguro de que lo que escribí puede ser útil, tanto para ti
como para el resto de los cristianos, al contarte más detalles
de mi relación con Cristo, también espero poder ayudarte a
entender mejor el contenido de mi libro. Te aseguro que el
tiempo que invirtamos juntos será provechoso y muy bien
recompensado.

Si los huesos hablaran


¿Qué viene a su mente al escuchar la palabra ‘osario’?
Aunque no es una palabra que usemos cotidianamente, al
tratar de conocer mejor al autor de la epístola de Santiago,
hablar de ella puede resultarnos útil.
En una deslumbrante rueda de prensa celebrada en 2002,
la Sociedad de Arqueología Bíblica y Discovery Channel
dieron a conocer un antiguo recipiente de huesos (osario)
cuyo origen, aseguraron, se remontaba a la Jerusalén del
primer siglo de nuestra era. Y no es que este fuera el primer
objeto de este tipo encontrado en la historia de la
arqueología, sino que lo relevante del mismo era la
inscripción, en arameo, que podía verse en uno de sus
costados: «iacob bar yosef ajuyd yeshua» («Jacobo, hijo de
José, hermano de Jesús»).
Se anunció como una valiosísima prueba de la
autenticidad del relato de los Evangelios, y especialmente
de la historicidad de Cristo. No obstante, el revuelo que este
hallazgo ocasionó dividió a los eruditos. Siendo que varios
especialistas comenzaron a expresar serias dudas al
respecto de la autenticidad de esa inscripción, o al menos
de parte de ella, la situación llegó al punto de que el dueño
del osario, Oded Golan, fue acusado de falsificación de
objetos antiguos y llevado a juicio en 2005.
Tras siete años de litigio, y pese a que en 2012 Golan fue
declarado inocente del cargo de falsificación, el debate en
torno a la autenticidad de esta inscripción sigue abierto. ¿Es
este recipiente el lugar en donde fueron puestos los huesos
de Santiago, aquel a quien los Evangelios llaman Jacobo, «el
hermano de Jesús»? ¿Es esta una prueba arqueológica
irrefutable de que ambos personajes existieron realmente
en el lugar y en el tiempo que la Biblia dice?
Con gusto me gustaría afirmar que es así. Pero, mientras
los eruditos continúan analizando las pruebas, es preferible
que nos dediquemos a ampliar conocimientos sobre el autor
de la epístola de Santiago. Hacer esto, por el momento, nos
traerá mayor certeza que examinar los posibles restos de los
huesos de Jacobo. ¿O debiera decir Santiago?

¿Santiago o Jacobo?
Que el autor del libro que estudiaremos durante este
trimestre sea conocido por dos nombres distintos, Santiago
(San. 1: 1) y Jacobo (Mat. 13: 55; Hech. 15: 13), no parece
presentar mayor problema. De hecho, es muy probable que
en este momento vengan a su mente casos de otros
personajes bíblicos que también fueron conocidos por dos
nombres distintos. El problema, sin embargo, es que en el
idioma original del Nuevo Testamento nuestro autor siempre
es llamado de una sola forma, a saber, Jacobo (Iacobos). ¿De
dónde proviene entonces del nombre Santiago?
Aunque no todos los detalles sobre el origen de este
nombre son claros, podemos concluir que, Santiago, en
realidad no es un nombre diferente, sino una derivación de
Jacobo. La razón de esto es que, con el paso de los siglos, la
pronunciación del nombre Iacobos (o Iacobus, en latín), se
redujo por razones prácticas a Iaco, luego cambió a Iago (o
Iagú) y, finalmente, evolucionó a Tiago.4
Dado que en algún momento la iglesia católica le agregó
(como a muchos otros personajes bíblicos), el trato de
‘santo’, Jacobo empezó a conocerse en latín como Sanctus
Iacobus, título que al abreviarse resultó en San Iaco y, hacia
el año 1300 de nuestra era, quedó registrado en el español
antiguo de ese entonces como Sant Yague o como Santyago.
Pese a ser el resultado de este caprichoso cambio
lingüístico, Santiago es el nombre más popular de la que en
realidad debió llamarse «Epístola de Jacobo». Y es, de
hecho, el nombre que aparece como su título en todas las
versiones de la Biblia en español con las que la mayoría de
nosotros contamos. Siendo este el caso, Santiago es el
nombre que también usaré en este libro al referirme al autor
de tan singular libro del Nuevo Testamento.5

Le presento a Santiago
La mejor evidencia demuestra que nuestro autor fue
conocido en sus días como uno de los «hermanos» de Jesús
(Mar. 6: 3; Mat. 13: 55; Gál. 1: 19):
Parecería que los Evangelios sugieren que se trata de hijos de José tenidos
en un matrimonio anterior. El que Jesús confiara a su madre al cuidado de
Juan (Juan 19: 26-27) podría indicar que los hermanos (y las hermanas) de
Jesús no eran hijos de María. Por su proceder para con Jesús y por la forma
en que lo consideraban, parecería que eran mayores que él. […] Tanto
Elena G. de White, como la tradición cristiana, afirman que los hermanos
eran hijos de José pero no de María [ver El Deseado de todas las gentes,
cap. 9, págs. 68, 69; cap. 33, pág. 291].6

Tal parentesco, sin embargo, no se destaca por haber sido


un apoyo al ministerio de Cristo, sino todo lo contrario (Mat.
12: 46-50; Mar. 3: 21, 31-35; Juan 7: 3-9):
Los hermanos a los cuales se hace referencia aquí eran los hijos de José.
[…] Era muy doloroso para Cristo que sus parientes más cercanos
entendieran tan indistintamente su misión y albergaran las ideas sugeridas
por los enemigos de él.

Por lo tanto, ni los Evangelios ni el Espíritu de profecía


presentan a Santiago como un seguidor de Cristo durante su
ministerio, sino como una especie de opositor al mismo. No
obstante, este cuadro cambia drásticamente al llegar al libro
de Hechos, donde María, la madre de Jesús, y «sus
hermanos» aparecen reunidos con los discípulos y el resto
del primer grupo de cristianos, en el «aposento alto» (Hech.
1: 14).
Considerando la información proporcionada por el apóstol
Pablo en 1 Corintios 15: 7, es muy posible que la razón
principal de este giro en la vida de Santiago haya sido el
hecho de que el mismo Cristo se le apareciera tras su
resurrección.7 No cabe duda de que ese hecho afectó el
resto de su vida convirtiéndolo en tan fiel servidor de Cristo
que, como veremos más adelante, llegó al extremo de dar
su vida por él.
Recordado en el libro de los Hechos sobre todo por su
papel en el concilio de Jerusalén celebrado en el año 49 d. C.
(Hech. 15), parece evidente que su trabajo en y por la iglesia
en dicha ciudad fue destacado. De ahí que, además de
«haber sido escogido para anunciar la decisión a la cual
había llegado dicho concilio»,8 fuera él a quien el apóstol
Pedro avisó de su milagrosa liberación de la cárcel (Hech.
12: 17), y con quien Pablo, además de llamarlo «columna»
de la iglesia (Gál. 2: 9), se encontró al menos otras dos
veces en Jerusalén.9
Según el historiador judío Flavio Josefo, la muerte de
Santiago fue instigada por el sumo sacerdote de origen
saduceo llamado Anán (o Anano), quien lo acusó ante el
Sanedrín de violar la ley y lo sentenció a ser apedreado en el
año 62 d. C.10 Por su parte, Eusebio de Cesarea, cuya
Historia eclesiástica tengo ante mí en este momento, nos
informa de otra y más amplia versión del martirio de
Santiago atribuida al testimonio de Hegesipo. En ella se nos
informa que el hermano de Cristo era conocido con el
sobrenombre de “el justo” y que su predicación había
alcanzado incluso los corazones de algunos líderes judíos de
Jerusalén. También se nos dice que fue precisamente esto lo
que provocó gran alboroto, especialmente entre los escribas
y los fariseos, quienes deseaban impedir que el cristianismo
siguiera propagándose con éxito en ese lugar.
Motivados por esto, decidieron acudir a Santiago para
pedirle que convenciera al pueblo de que Jesús no era el
Mesías y que, a fin de que todos pudieran escucharlo, les
hablara desde el pináculo del templo. Puesto que Santiago
no habló en contra de Jesús sino que hizo todo lo contrario,
los escribas y fariseos subieron entonces hasta donde se
encontraba y lo empujaron para que cayera. Y tras ello,
viendo que pese a la caída no había muerto, procedieron a
apedrearlo.11 Tal fue el martirio que pudo haber
experimentado Santiago, una demostración más, e
innegable, de que no era ya solo el hermano, sino también
el «siervo de Jesús» (San. 1: 1).12

Fechas + circunstancias = motivos


Los especialistas en la epístola de Santiago no han llegado
a un acuerdo en lo que a la fecha de su redacción se refiere.
Sin embargo, la mayoría supone que fue escrita en la
década de los años 40 d. C., probablemente en los primeros
años de la misma. De ser cierto, Santiago habría sido
entonces el primer del libro del Nuevo Testamento en
escribirse. Conocer esta información no solo es útil para
aumentar nuestra cultura bíblica, sino porque,
estableciendo el momento y lo que ocurría cuando esta
epístola se escribió, también puede entenderse mejor su
propósito y su contenido.
Si tenemos en cuenta los temas desarrollados en
Santiago, así como las personas a quienes se dirige al
abordarlos, es evidente que nuestro autor escribe teniendo
en mente situaciones muy específicas, tales como el
sufrimiento de sus destinatarios, la injusticia social en la
cual estos se hallaban inmersos (algo característico de esa
época) y la forma en que parecían estar reaccionando ante
ambas cosas.13 Por ello, dotado de un gran sentido pastoral,
más que escribir una epístola en términos convencionales,14
puede notarse que lo que Santiago desarrolla en su libro es
una especie de sermón. Una gran exhortación pastoral cuyas
secciones principales, matizadas por útiles ilustraciones,15
tenían un propósito específico: mostrar a su auditorio,
cristianos de origen judío (1: 1), cómo enfrentar correcta y
sabiamente las circunstancias por las que estaban
atravesando. El reconocido especialista en Santiago, Peter
H. Davids, lo sintetiza de esta forma:
Hay dos formas en las cuales los miembros de la iglesia pueden responder
a la presión extrema. Pueden tirar juntos y ayudarse entre sí o pueden
entrar en compromiso con el mundo y dividirse en facciones de disputas
ociosas. Santiago quería que sus lectores hicieran lo primero, pero lo que
en realidad estaba pasando era lo segundo, pues la gente estaba luchando
por abrirse paso en el mundo. Estos problemas hacen que la carta tenga
mucha relevancia para la iglesia actual.16

Por eso, a fin de mostrarles cómo un cristiano puede


crecer e incluso llegar a ser «perfecto» en medio de las
pruebas (San. 1: 4), a lo largo de todo su libro, Santiago
alude a las enseñanzas de Cristo, especialmente las
registradas en el Sermón del Monte.17
El siguiente cuadro ilustra lo anterior en buena medida:18

Tema Santiago Evangelios


Gozo en la persecución 1: 2 Mat. 5: 11-12; Luc. 6: 22-
Perfección 1: 4 23
«Pedir y recibir» 1: 5 Mat. 5: 48
Pedir con fe 1: 6 Mat. 7: 7; Luc. 11: 19
Ensalzar / humillar 1: 9-10; 4: 6, Mat. 21: 21, 22; Mar. 11:
Bendición por perseverar 10 22-24
No basta «oír», hay que 1: 12 Mat. 23: 12; Luc. 14: 11;
«hacer» 1: 22; 2:14, 18: 14
Compasión por los 17 Mat. 5: 11, 12
necesitados 1: 27; 2:15 Mat. 7: 21-27; Luc. 6: 46-
2: 5 49
Los pobres y el reino de 2: 8 Mat. 25: 34-36
Dios 3: 2 Mat. 5: 3; Luc. 6: 20
«Ama a tu prójimo» 4: 4 Mat. 22: 39; Mar. 12: 31
Consecuencias de lo que 5: 1 Mat. 12: 37
decimos 5: 12 Juan 15: 18-21
No amistarse con el 5: 19-29 Luc. 6: 24
mundo Mat. 5: 33-37
«Ayes» sobre los ricos Mat. 18: 15
No jurar
Restauración del hermano

Razón por la que puede decirse con certeza que «no hay
mejor ejemplo en el Nuevo Testamento de un líder que toma
la enseñanza del Señor y la aplica a los problemas de la
iglesia. La carta de Santiago, por lo tanto, llega a ser un
modelo para la iglesia moderna sobre cómo aplicar la
enseñanza de Jesús».19
El tono de todo el libro, en consecuencia, es altamente
práctico porque el cristianismo es precisamente eso, algo
que es preciso practicar.20 De ahí el conocido y valioso
desarrollo que Santiago hace del concepto de la «fe que
obra» (San. 2: 14-26). Sí, una fe que lleva a quien la pone en
práctica a orar (San. 5: 13-18), pero también a mostrar un
interés genuino por los demás y sin hacer acepción de
personas (San. 2: 1-16); una fe que caracterizará a quien la
practique, pese a las injusticias que le rodeen, por la
perseverancia y la lealtad a los principios de la voluntad de
Dios (San. 1: 2-4, 23-25), y no por la codicia, ni mucho
menos por la violencia (San. 3–4); en efecto, una fe que se
mantendrá firme «hasta la venida del Señor» (San. 5: 7).
Puesto que Santiago seguramente practicó una fe como
esta después de que Cristo lo transformara, es evidente que
el contenido de su libro no se limita a reflejar las
enseñanzas del Salvador, sino que también representa para
todos sus lectores (judíos o no) un constante y vívido desafío
a experimentar una transformación como la de él:
«Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado de
la verdad y alguno lo hace volver, sepa que el que haga
volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte
un alma y cubrirá multitud de pecados» (San. 5: 19, 20). ¿Le
parecen estos válidos y suficientes motivos para disponerse
a estudiar con cuidado esta epístola?

Pongamos las cosas en orden


Poner en orden y de manera estructurada el contenido del
libro de Santiago ha sido, para varios especialistas, un
verdadero desafío. Dado que algunos no ven en esta epístola
un tema que unifique sus cinco capítulos, son muchas y
variadas las formas que se han propuesto para
esquematizarla.
De hecho, cuando intenté hacer mi propio esquema de
Santiago, la primera impresión que tuve fue que consistía
en una serie de temas muy importantes pero
aparentemente inconexos. Algo que, a decir verdad, me
causó cierta satisfacción, ya que pensé que había
descubierto una clara evidencia de que, en el Nuevo
Testamento, había un libro que no solo trataba el tema de la
“sabiduría”, sino que también lo hacía siguiendo el mismo
estilo de Proverbios. No obstante, bastó que profundizara
más en el estudio de este libro para darme cuenta de que, si
bien es cierto que existe una evidente relación entre ambos
libros, esto no niega, ni mucho menos impide, que Santiago
siga su propia estructura.
Dado que hay algunos comentarios cuyos análisis del libro
van desde tan solo subtitular y subdividir cada uno de sus
capítulos hasta aquellos que reflejan con sumo detalle los
temas contenidos en el libro, he decidido compartir con
usted un esquema que, personalmente, creo que es
sumamente útil y práctico. Sin embargo, antes de
presentárselo, démosle juntos un vistazo general al
contenido de este singular libro. ¿Tiene ya una Biblia a
mano? Acompáñeme, pues.
Después de un breve saludo (San. 1: 1), Santiago
comienza abordando un tema que será predominante en su
carta. Puesto que sus lectores están pasando por pruebas y
problemas, muchos de ellos económicos (San. 1: 9-11), los
exhorta a considerar estas pruebas como un motivo de gozo,
ya que pasar por ellas les permitirá desarrollar paciencia
(San. 1: 2-8) y recibir como recompensa final la «corona de
vida» (San. 1: 12).
Tras ello, aclara que en la vida cristiana las pruebas no son
solo de origen externo, sino también interno. Es decir,
aquellas propiciadas por los deseos pecaminosos del ser
humano (San. 1: 13, 14), aunque no provienen de Dios,
quien solo nos otorga dones «perfectos» (San. 1: 15-18). A
continuación Santiago aclara que escuchar es importante,
pero que hacerlo ha de ir seguido por una vida de acción,
por una obediencia activa (San. 1: 19-25), una obediencia
que, más que practicar ciertos rituales, tiene que expresarse
mediante el control de la «lengua» y la ira, así como con la
ayuda a los necesitados. Un estilo de vida así, afirma, es lo
que constituye la religión verdadera (San. 1: 27).
Pese a que Santiago está muy preocupado la situación por
la que están pasando los pobres (quienes parecen ser los
que más están sufriendo), lamentablemente, este no es el
sentir que comparten muchos de sus lectores quienes, más
bien, manifiestan favoritismo hacia los ricos (San. 2: 1-7).
Esto es algo que para nuestro autor equivale a una
transgresión de la ley semejante a asesinar y a cometer
adulterio (San. 2: 8-13) y que, además, se caracteriza por la
profesión de una fe nominal, pero sin fruto, sin «obras»
(San. 2: 14-26).
El tercer capítulo da paso al tema de la sabiduría (San. 3:
1-18), sección en la que se contrasta la sabiduría auténtica
con una falsa, una que se caracteriza por usar
inapropiadamente la lengua (San. 3: 5-9), a diferencia de la
verdadera, que se distingue por practicar buenas acciones
(San. 3: 13, 17).
Siendo que, en apariencia, muchos de los lectores de esta
epístola no mostraban una sabiduría verdadera, esto les
condujo a peleas y calumnias (San. 4: 1-12). Y aunque no es
seguro si este proceder se debió en parte al estrés
provocado por el mismo sufrimiento al que se enfrentaban,
sí es claro que la mayoría de las situaciones económicas
denunciadas por Santiago son causadas por la opresión y la
avaricia de los ricos (San. 4: 13-17), a quienes no les
importa enriquecerse a costa de los pobres (San. 5: 1-6).
Todo esto lleva a Santiago a denunciar esta injusticia de
manera muy similar a como lo hicieron los profetas Amós e
Isaías, subrayando que todo esto cambiará cuando se
ejecute el juicio divino, razón por la que anima a los que
sufren a ser pacientes (San. 5: 7-12) y perseverantes en la
oración (San. 5: 13-20).
¿Le resulta más claro ahora el contenido y la secuencia
que sigue la epístola de Santiago? Espero que sí. De
cualquier forma, recuerde que puede repasar los párrafos
anteriores todas las veces que lo necesite. Pero, tal como le
prometí, quisiera presentarle ahora un esquema que,
además de resaltar la importancia del concepto de la fe, le
permitirá notar de manera sencilla la naturaleza práctica y
la gran utilidad que el libro de Santiago tiene para la vida
cristiana.21

¿Puede verlo? Pruebas, paciencia y fe en acción, de eso


nos habla Santiago. Explicar y profundizar un poco más
nuestra comprensión de estos conceptos y notar la cohesión
que dan a todo el contenido de Santiago es la tarea que
tenemos por delante. Al hacerlo, recordemos que contamos
con la ayuda del «hermano» y «siervo» de Jesús, pero sobre
todo con la guía del Espíritu Santo, quien espera que, al
igual que Santiago, nosotros también pongamos en práctica
lo que aprendamos de Cristo.

Referencias
1. Mis hermanos fueron José, Simón y Judas (Mat. 13: 55 y Mar. 6: 3).
2. Primordialmente los que fueron esparcidos por toda Palestina (San. 1: 1).
3. Esto no es nada nuevo. De hecho, dudas como estas son las que hicieron que
mi libro, pese a ser divinamente inspirado, no fuera reconocido oficialmente como
parte del Canon del Nuevo Testamento hasta el año 397 d. C., en el concilio de
Cartago (sitio cercano a la ciudad de Túnez, en el norte de áfrica).
4. Al ser adoptado como grito de guerra por los españoles en sus batallas de
“reconquista” en contra de los musulmanes, abreviar este nombre les resultó una
práctica útil que, según la tradición, se dio a partir del siglo VIII d. C.
5. Salvo cuando cite textos bíblicos fuera de Santiago, ya que en la versión que
usaremos (Reina Valera, revisión 1995), siempre se usa el nombre Jacobo,
excepto en el caso de su epístola. Si gusta, puede revisar otras versiones en
español y notará que pasa lo mismo. No así en la Reina Valera antigua (1909), en
donde el título es «Santiago», pero su primer versículo dice «Jacobo».
6. Comentario bíblico adventista, tomo 5, pág. 389.
7. Otro dato implícito en la información que Pablo nos proporciona es que Santiago
estaba casado (1 Cor. 9: 5). Respecto a la aparición de Cristo, existe una posible
alusión a ella fuera de la Biblia, se encuentra en un documento conocido como
«Evangelio según los Hebreos».
8. Elena G. White, Hechos de los apóstoles, cap. 19, pág. 146. Resulta
interesante que cada vez que Elena G. de White cita algún versículo de Santiago
en sus escritos siempre se refiere a él como «apóstol». Por otro lado, comparar el
lenguaje de su epístola con el de esta decisión enviada a las iglesias gentiles (Hech.
15: 13-21) permite ver notables coincidencias entre ambas. Hecho que sería otra
evidencia de que la persona que se encuentra detrás de ambas es Santiago. Para
saber más sobre esto, véase Juan Carlos Cevallos, Comentario Bíblico Mundo
Hispano Tomo 23: Hebreos, Santiago, 1 Y 2 Pedro, Judas (El Paso, Texas: Mundo
Hispano, 2006), pág. 184.
9. La primera se dio al inicio del ministerio de Pablo (Gál. 1: 19) y la otra al final del
mismo (Hech. 21:18-25). Queda en medio, por supuesto, su encuentro durante el
concilio de Jerusalén (Hech. 15).
10. Antigüedades 20: 9.1.
11. Eusebio de Cesárea, Historia eclesiástica (Madrid: CLIE, 1988), págs. 84-86.
12. La esclavitud era en aquel entonces un «fenómeno que formaba parte de la
sociedad y que engendraba un esquema mental social basado en la dependencia
de un individuo. […] Este esquema social estructuraba toda la sociedad, y los
cristianos no se libraban de él. […] Otorgándose el título de «esclavo de Dios y del
Señor Jesucristo», el autor subraya su dependencia, pero también,
contradictoriamente, su prestigio y su autoridad. Es interesante observar que en
algunos santuarios griegos, como en Delfos, a los esclavos liberados se les daba a
veces el título de «esclavos de Dios» (Gilles Becquet y otros, La carta de Santiago:
Lectura socio-lingüística [Navarra, España: Verbo Divino, 1988], pág. 13).
13. Para un estudio detallado de cómo el contexto histórico y cultural contribuye a
establecer una fecha temprana para la epístola de Santiago, véase Pedrito Uriah
Maynard-Reid, «Poor and Rich in the Epistle of James: A Socio-Historical and
Exegetical Study» (Tesis doctoral presentada en la Universidad Andrews, Berrien
Springs, Michigan, 1981). Si desea tener más información de las condiciones
reinantes en Palestina durante esa época, la obra clásica de Joachim Jeremías,
Jerusalén en tiempos de Jesús: estudio económico y social del mundo del Nuevo
Testamento (Madrid: Cristiandad, 1980), le será de gran ayuda.
14. Resulta muy notorio, por ejemplo, que la carta de Santiago no incluya una
bendición, ni un saludo final.
15. Muchas de esas ilustraciones son tomadas de la naturaleza. Si le interesa una
lista detallada de tales ilustraciones, le recomiendo la que aparece en el Bible
Knowledge Commentary, en la sección correspondiente a la introducción de
Santiago.
16. Peter H. Davids, «Santiago», en Nuevo comentario bíblico siglo veintiuno (El
Paso, Texas: Mundo Hispano, 2003), pág. 1016.
17. Así como también a varios pasajes del Pentateuco, los Profetas y los libros
poéticos, especialmente los de sabiduría. De ahí que algunos la llamen «la más
judía de todas las epístolas».
18. Este cuadro es una adaptación del que aparece en la introducción al
comentario sobre Santiago de Donald W. Burdick, parte de la serie Expositor’s
Bible Commentary, versión electrónica.
19. Davids, pág. 1016.
20. Con razón el erudito Paul Cedar, en su comentario sobre esta epístola, la llama
«Manual de cómo hacerlo», citado en Pedrito U. Maynard-Reid, La Biblia
amplificada: Guía práctica para una vida cristiana abundante en el libro de
Santiago (Buenos Aires: ACES, 1999), pág. 20.
21. Este cuadro es una adaptación del que aparece en Nelson’s Complete Book of
Bible Maps and Charts: Old and New Testaments (Nashville: Thomas Nelson,
1996), pág. 454. No obstante, por razones prácticas, los capítulos de mi libro
cubrirán las mismas trece secciones del esquema de Santiago utilizado por el
autor de la Guía de estudio de este trimestre.
2
El propósito
de las pruebas

F
ueron tantas que, en honor a la verdad, no recuerdo
cuántas veces lo intenté. De lo que sí estoy seguro es
que nunca logré que Jesús se desesperara. De hecho,
nunca lo vi perder el control con nadie. Hubo muchas
circunstancias propicias para que lo hiciera: desde aquellas
en las que algunos vecinos maliciosos le echaban en cara o
murmuraban sobre las “sospechosas” condiciones de su
nacimiento, hasta aquellas en las que mis hermanos y yo
abiertamente pisoteamos sus derechos (aquí entre nosotros,
he llegado a pensar que lo que hicimos tiene mucha
relación con lo que los hermanos de José también hicieron
con él).
Sin embargo, pese a la amargura que después comprendí
que le causábamos, todo aquello no hizo más que afianzarlo
en la práctica y el desarrollo de una paciencia que lo
caracterizó hasta el final de su vida. Con toda razón, siglos
después, alguien diría acertadamente lo siguiente:
Entre las amarguras que caen en suerte a la humanidad, no hubo ninguna
que no le tocó a Cristo. Si hubiese respondido con una palabra o mirada
impaciente, si hubiese complacido a sus hermanos con un solo acto malo,
no habría sido un ejemplo perfecto. Así habría dejado de llevar a cabo el
plan de nuestra redención. […] Esta es la razón por la cual el tentador obró
para hacer su vida tan penosa como fuera posible, a fin de inducirle a
pecar.1

Pero eso no era todo. Dado que con frecuencia se ofrecía


voluntariamente para ayudar a otros, su trabajo en muchas
ocasiones era demasiado o muy pesado. No obstante, nunca
lo vi ni desanimarse, ni mucho menos quejarse. ¿Cómo
podía hacerlo? ¿Acaso su propósito en la vida era dedicarse
a resistir estoicamente todo cuanto le hiciera sufrir? ¿Era
eso lo que deseaba enseñarnos a quienes lo rodeábamos?
Con el transcurso del tiempo, comprendí tanto la fuente
como la razón de su comportamiento. Su cercanía con Dios
le permitió soportar pacientemente los insultos y las
acciones en su contra en vez de ejercer represalias cuando
le maltrataban. En efecto, «[Cristo] vivía por encima de
estas dificultades, como en la luz del rostro de Dios».2
¿Vivir como en la luz del rostro de Dios? Bueno, es una
forma poética de referirse a lo que en varias ocasiones,
aunque de lejos, tuve el privilegio de ver que Jesús hacía
diariamente:
La madrugada le encontraba con frecuencia en algún lugar aislado,
meditando, escudriñando las Escrituras, u orando. De estas horas de
quietud, volvía a su casa para reanudar sus deberes y para dar un ejemplo
de trabajo paciente.3

Sí, pasar tiempo con Dios, ¡de eso se trata! De hecho, eso
es lo que Dios siempre ha querido hacer: pasar más tiempo
con nosotros. Mis compatriotas y yo recordamos muy bien
que esto fue lo que el Señor le pidió a Abraham, nuestro
antepasado: «Anda delante de mí y sé perfecto» (Gén.
17:1). Con esta orden, Dios le dijo a Abraham, y también a
todos nosotros, que la clave de una vida espiritual de éxito
es caminar “hacia su rostro” (eso significa en realidad esta
frase en el idioma de mis antepasados), buscando
continuamente su presencia.
Es verdad, no hay que ser muy inteligente para entender
que ejercer una paciencia como la de Dios solo es posible
pasando mucho tiempo con él. Pero Jesús me enseñó que es
preciso ser sabio y perseverante para decidir hacerlo. ¿Te
resulta extraña mi declaración? Tal vez sea por las
diferencias entre tu forma de entender qué es sabiduría y la
mía.
La sabiduría bíblica no se mide por el coeficiente
intelectual, sino por la capacidad de tomar decisiones
correctas, decisiones que tienen en cuenta la voluntad de
Dios (algo de lo que te hablaré más en otro momento). Por
tanto, me queda claro que Dios es también la única fuente
para obtener dicha sabiduría (San. 1: 5).
¿Estás atravesando alguna prueba? ¿Crees que las
dificultades que enfrentas son demasiadas y no sabes si tu
fe te alcanzará para salir victorioso de ellas? Sé bienvenido
al grupo de aquellos que sabemos que las dificultades son
parte de la vida cristiana, pero también reconocemos que
estas tienen un propósito: ¡crecer en la fe hasta alcanzar
una madurez semejante a la de Jesús! (San. 1: 4). Una
madurez que, siendo fruto de la paciencia bíblica, contrasta
enormemente con las imágenes que utilicé en mi libro
hablando de una persona que es semejante a una «onda del
mar», o como alguien que es de «doble ánimo e
inconstante» (San. 1: 6, 8).4
Cristo me enseñó que mi forma de vivir tiene
repercusiones en el gran conflicto entre el bien y el mal. Por
eso anhelo que todo cuanto hice en mi vida cristiana haya
podido manifestar que, viniera lo que viniera, mis acciones y
mi disposición a seguirlo siempre fueron íntegras y sin
doblez alguna.
¿Te gustaría pedirle a Dios una paciencia semejante a la
de Jesús? La sabiduría y la ayuda divina para enfrentar las
pruebas están siempre a nuestro alcance. Lo único que
lamento es haber tardado tanto en darme cuenta.

No hay tiempo que perder


Tras un brevísimo saludo, Santiago entra de lleno en
materia. Puesto que se dirige a sus «hermanos», sabe que
puede hacerlo con toda confianza. Además, lo que tiene que
decir apremia; por tanto, los preámbulos son innecesarios:
«Hermanos míos, gozaos profundamente cuando os halléis
en diversas pruebas» (San. 1: 2).
No cabe duda de que lo que Santiago dice en este
versículo es importante, pero también resulta ser un poco
extraño, ¿no le parece? Pese a dirigirse a una comunidad de
cristianos judíos que, entre otras cosas, han perdido sus
hogares a causa de la persecución, las palabras de Santiago
parecen ignorar las dificultades y privaciones que, como era
evidente, sus compatriotas tenían que enfrentar a diario.
Alguno de sus primeros lectores quizá protestara:
«¿Considerar un gozo mi situación? ¡Cómo se ve que allá, en
la distancia, ni siquiera imaginas por lo que estoy pasando!»
Sobre todo si consideramos que esto no es nada que
Santiago sugiera, sino algo que ordena hacer. Y es que
nuestro autor se caracteriza por usar frecuentemente verbos
de modo imperativo;5 recurso que, en este caso específico,
hace que su demanda pueda entenderse de esta forma:
«Vamos, decídanse a experimentar gozo en las pruebas;
¡háganlo ya!». ¿Qué pretende Santiago con tan enfática y
aparentemente incomprensible petición?

Mucho más que una orden


Aunque lo más probable es que todos sepamos qué es un
imperativo, le propongo que dediquemos un poco de tiempo
a definirlo.6 Según el Diccionario de la Real Academia
Española, la palabra ‘imperativo’ significa «deber o
exigencia inexcusable». Sin embargo, tan categórica
definición parece mucho menos “restrictiva” al notar que
‘imperativo’ es el nombre que se da a la expresión de un
mandato, exhortación, ruego o disuasión.7
Así, puesto que un imperativo no se usa únicamente para
expresar una orden, sino también una exhortación o incluso
un ruego, asociarlo siempre con algo “negativo” sería tanto
incorrecto como injusto. Supongamos, por ejemplo, que
usted (o el conductor de su medio de transporte), al
acercarse a una intersección, ve una señal de tráfico que
dice: «Alto». ¿Qué hace al verlo? ¿Se detendrá o decidirá
seguir adelante solo porque le resulta desagradable que un
cartel le “ordene” hacer algo? ya que hacer caso a una orden
como esta o no podría significar la diferencia entre la vida y
la muerte, es claro que ciertos imperativos son de vital
importancia.
De manera similar, al estar relacionadas con obligaciones
que tendrían que caracterizar el proceder de los cristianos,
las órdenes utilizadas por los autores bíblicos nos hablan de
un Dios sabio y amoroso que nos exhorta constantemente a
hacer lo mejor, incluso cuando nos ordena algo que, en
primera instancia, parece ilógico o difícil de aceptar. Los
imperativos de la Biblia, por lo tanto, también son
importantes.
Por ello, regresando a nuestra epístola, la pregunta
correcta no es por qué Santiago pide a sus lectores que se
gocen en las pruebas, sino para qué lo hace. Algo que
afortunadamente él mismo inmediatamente nos responde:
«sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia»
(San. 1: 3).
Es cierto que Santiago no sufre ni pasa por lo mismo que
sus lectores, ni siquiera está con ellos para tratar de
ayudarlos personalmente. Sin embargo, habiendo conocido
de cerca a Jesús, comparte con sus «hermanos» lo que
aprendió de él.8 Teniendo en cuenta que las pruebas por las
que Jesús pasó lo hicieron desarrollar una paciencia y una
confianza total en Dios, Santiago les pide que decidan
enfrentar las pruebas como lo hacía Jesús, que pasen por
una experiencia como la de Jesús.
Pero, ¿por qué la obtención de paciencia habría de ser un
motivo suficiente para gozarse en las pruebas? ¿Hay en
realidad algo especial en desarrollar una resistencia estoica
ante los problemas que enfrenta el cristiano? Buena parte
de la respuesta se halla en cómo se usaban en tiempo
bíblico las palabras ‘fe’, ‘prueba’ y ‘paciencia.

¿Tiene fe o es fiel?
Si los dos mil doscientos millones de cristianos de este
planeta derramáramos una lágrima a la semana, al cabo de
un año habríamos llorado la exorbitante cantidad de
114,400 millones de lágrimas. Teniendo en cuenta que
muchísimas de esas lágrimas habrían sido causadas por
problemas, ¿le parece que, aun sabiéndolo, Santiago
seguiría pidiendo que los cristianos nos gocemos en las
tribulaciones?
Leamos nuevamente su respuesta en Santiago 1: 3:
«Sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia».
¿Notó que se prueba nuestra fe y no a nosotros? Aunque en
realidad la fe no es una entidad separada de la persona que
la ejerce, hacer hincapié en esta distinción nos permite
enfocar correctamente el propósito que nuestro autor tenía
en mente. Propósito que, a fin de captar mejor, puede
ilustrarse con la siguiente analogía:9
Si bien una persona que inicia los trámites de
matriculación en una universidad ya puede decir que es un
estudiante en potencia, solo será digna de ese título una vez
haya superado los exámenes. En otras palabras, la única
manera de determinar la eficacia de su “estatus académico”
es viendo cómo supera los exámenes. De hecho, evitar que
pasase por las pruebas impediría evaluar con precisión tan
siquiera su calidad como estudiante.
De manera similar, puesto que la fe no es solamente la
profesión de un conjunto de creencias ni el hábito de ejercer
“pensamiento positivo”, Santiago nos recuerda que la única
manera de evaluarla es poniéndola en acción o “forzándola”
a hacerlo.10 Por lo tanto, queda claro que para nuestro autor
uno de los propósitos de las pruebas es llevarnos a ejercitar
la fe. Sí, dada la singular y dinámica naturaleza de la fe,
para Santiago es preciso evaluarla y ejercitarla; algo que se
percibe mucho más claramente al percatarnos de qué
entiende él por fe.
Además de notar que esta es una palabra usada con
frecuencia en la epístola (16 veces), leer los versículos
donde se utiliza nos permite ver que la fe tiene que ser
productiva, precisamente, en las circunstancias adversas
(San. 1: 3, 6; 5:15), pero sobre todo tiene que manifestarse
en acciones concretas, en un estilo de vida caracterizado por
la justicia y la misericordia.
Definitivamente, esta descripción de la fe se asemeja
mucho la que plasmaron algunos profetas. Y es natural, ya
que, pese a que la lengua usada es el griego, la mayoría de
las veces los autores del Nuevo Testamento presentaron sus
enseñanzas en el marco del pensamiento hebreo del
Antiguo Testamento.
Por ello, aunque la palabra que Santiago utiliza para
referirse a la fe es de origen griego (pistis), es probable que
en su mente este concepto proviniera de la palabra hebrea
‘emunah’ que, al estar relacionada con la idea de “certeza” y
“firmeza”,11 comúnmente se ha asociado con el concepto de
fe. Paradójicamente, la mayoría de las veces esta palabra no
se traduce como “fe”, sino como “fidelidad” (Lam. 3: 23;
Ose. 2: 22; Sal. 100: 5, etc.) De ahí que este concepto, al ser
un atributo de Dios mismo (Deu. 32: 4; 1 Sam. 26: 23),
también sea la mejor manera de resaltar que, porque es fiel,
Dios es digno de toda nuestra confianza.
Pero el Antiguo Testamento va más allá al decirnos que la
fidelidad también es un atributo que el Señor anhela
transmitirnos y ver en nuestra conducta (Pro. 12: 22; Isa. 59:
4). Por esa razón, el profeta Habacuc la considera la
característica distintiva de los «justos», la marca de aquellos
que, pese a la adversidad y las injusticias que afrontan,
siguen confiando y siendo fieles a Dios (vea Hab. 3: 18).
Siendo que el proceder de los “impíos” atenta contra la
justicia y contra la ley misma (Hab. 1: 4), el profeta describe
a los justos sufriendo por dicho comportamiento, pero sobre
todo los distingue claramente del mismo: «Aquel cuya alma
no es recta se enorgullece; mas el justo por su fe vivirá»
(Hab. 2: 4). Así, puesto que es obvio que la fidelidad se
manifiesta en un estilo de vida fiel, tal como el de Dios,
tanto Habacuc como Santiago nos recuerdan que esta solo
puede obtenerse de él mismo, la fuente de «todo don
perfecto» (San. 1: 17).
Lo que Santiago enseña también concuerda con lo dicho
por Jesús en cuanto a que sus seguidores serían reconocidos
por sus «frutos», ya que una fe que se manifiesta solo de
palabra nunca sustituirá la fidelidad a la voluntad de Dios
(Mat. 7: 15-21). Asimismo, él también relacionó esa
fidelidad con el gozo y la paciencia: «Bienaventurados los
que padecen persecución por causa de la justicia. […]
Bienaventurados seréis cuando por mi causa os insulten, os
persigan y digan toda clase de mal contra vosotros,
mintiendo» (Mat. 5: 10, 11). El Señor sabe cuántas lágrimas
han derramado por esto tanto él como sus hijos.

¿Qué es una prueba?


Desde esta perspectiva, resulta evidente que las pruebas a
las que se refiere Santiago no son cualquier clase de
problema, sino aquellas experiencias y situaciones que,
mediante el dolor y las desilusiones, el peligro, los sacrificios
y hasta la impopularidad que muchas veces un cristiano
arrostrará por su fidelidad a Dios, atentan contra la
estabilidad de su fe.12 Pero, tal como afirmara William
Barclay, nada de esto nos ocurre «para hundirnos. […] [Las
pruebas] no pretenden vencernos, sino que las venzamos; ni
debilitarnos, sino fortalecernos».13
Por ello, al referirse al proceso de “poner a prueba” la fe,
Santiago usa una palabra (dokímion) que también servía en
su tiempo para describir la manera en que ciertos metales
eran sometidos a altas temperaturas a fin de verificar la
genuinidad de su consistencia y así refinarlos (compare con
1 Ped. 1: 7). Visto así, que nuestra fe tenga que ser probada
no solo es algo real, sino también algo útil y necesario. En
otras palabras, siendo que la finalidad de las pruebas es
purificarnos de toda impureza, la fe no evita que pasemos
por penalidades, al contrario, necesita pasar por ellas.
Así, coherente con el resto de la Biblia, Santiago nos
muestra que quien decida ser fiel a Dios tarde o temprano
enfrentará adversidades. Pero también nos recuerda que
aun en esto hay razones para alegrarse ya que, en efecto, «a
los que aman a Dios, todas las cosas los ayudan a bien, esto
es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Rom.
8: 28).
Pero, ¿es esta la única razón por la que Santiago dice que
Dios permite que pasemos por las pruebas?

Cuando la paciencia no es paciencia


Santiago continúa su argumento diciéndonos que el
resultado de que nuestra fe sea probada será la «paciencia»
(jupomoné). Sin embargo, debido a que la versión Reina-
Valera (y muchas otras) traduce esta palabra como
“paciencia”, el sentido que en realidad esta tenía en los días
de Santiago se ha ido perdiendo y, por lo mismo, ha
confundido a muchos que intentan practicar dicha virtud.
Mientras que en nuestros días la palabra ‘paciencia’
denota una actitud más bien pasiva, la palabra usada por
nuestro autor no alude simplemente a la actitud de estar
dispuestos a soportar las pruebas, sino a la habilidad de
enfrentarlas con una fidelidad inquebrantable y una
confianza plena en Dios. Semejante característica es la que
ha acompañado durante siglos a los que, por amor a Cristo,
han padecido persecución y castigos, e incluso les ha
permitido cantar al enfrentar el martirio.
Por lo tanto, una mejor traducción de esta palabra sería
perseverancia, palabra que cuadra mejor no solo con la
capacidad de sufrir y soportar las pruebas, sino también con
la de conquistarlas y vencerlas. Este matiz de la palabra es
el que se ilustra vívidamente desde el inicio del relato épico
de IV Macabeos, parte de la literatura judía (extrabíblica)
que sin duda Santiago y su auditorio conocían bien:14
Me propongo, pues, elogiar por sus virtudes a los hombres que en este día
murieron con su madre en defensa de la nobleza de espíritu […]
Admirados, a causa de su fortaleza y perseverancia, no solo por los
hombres en general, sino por sus mismos verdugos, promovieron el
derrocamiento de la tiranía en nuestra nación al vencer al tirano con su
perseverancia (IV Macabeos 1: 10, 11; vea también 17: 4, 12, 17, 23; la
cursiva es nuestra).

Constancia y una firmeza a toda prueba es lo que


Santiago tenía en mente a fin de explicar que el resultado
de la prueba soportada con la debida actitud no es
estoicismo, sino la fuerza para soportar y conquistar
“batallas” espirituales, incluso más fuertes que las que hoy
enfrentamos. Con razón nuestro autor puede decir que
pasar las pruebas tendría que ser para nosotros causa de
gozo, ya que, además de forjarnos, también plasmará en
nosotros la actitud debida, una semejante a la de Cristo.
«Aquí está la perseverancia de los santos, los que guardan
los mandamientos de Dios y la fe de Jesús» (Apo. 14: 12).
En tal caso, si dejamos que la perseverancia obre
completamente, producirá en nosotros mucho más aún.
«Pero tenga la paciencia su obra completa, para que seáis
perfectos y cabales, sin que os falte cosa alguna» (San. 1:
4).
Puesto que en la Biblia la perfección (téleios, en griego),
no es sinónimo de impecabilidad, sino de madurez
espiritual, de haber alcanzado la plenitud de desarrollo, la
perseverancia de la que habla Santiago tendría que
contribuir a que el cristiano alcance la idoneidad necesaria
para realizar la misión por la que se halla en este mundo.15
Una perseverancia semejante también hará del cristiano
una persona cabal (jolókleros), es decir, íntegra o completa.
Ejercer una «paciencia» tal, siempre según Santiago,
contribuirá a desarraigar las imperfecciones de nuestro
carácter y nos capacitará para obtener las virtudes del
carácter de Jesús que aún no tenemos. Una vez alcanzado,
tal grado de desarrollo cristiano se describe atinadamente
con la expresión «sin que os falte cosa alguna» (San. 1: 4).
No, con estas palabras Santiago no pretende decirnos que
nunca enfrentaremos problemas financieros o escasez
material. Lo que nos asegura es que la gracia de Dios no
solo nos dará una actitud perseverante que nos mantenga
fieles y gozosos, sino que también nos capacitará para poder
ayudar a otros cristianos que estén pasando situaciones
similares, tal como nuestro autor lo explicará más adelante
(San. 2: 15).
¿Suena demasiado bueno para ser cierto? En tal caso le
aclaro que Santiago es lo suficientemente realista para decir
a sus lectores que en realidad hay algo muy importante que
aún puede estar haciéndoles falta. ¿Imagina ya qué puede
ser?

Por si a alguno le hace falta


Se atribuye a William Allen el siguiente aforismo: «Más
sabios ha hecho el fracaso que el éxito»,16 algo que, al
parecer, Santiago también creía en cierta forma. Consciente
de que encarar con éxito la prueba de nuestra fe no es algo
que nos resulte natural, Santiago afirma que sus lectores
tienen al alcance un recurso sumamente importante para
alcanzar el ideal del cual ha venido hablando: «Si alguno de
vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a
todos abundantemente y sin reproche, y le será dada» (San.
1: 5).
De esta forma, nuestro autor deja de hablar por un
momento de lo que debe ser ejercitado (la paciencia) para
hablar ahora de lo que debe ser solicitado. Lo anterior puede
verse en primer lugar por el hecho de que este versículo se
inicia con un “si” condicional que, en el idioma utilizado por
Santiago, tenía la intención de transmitir lo siguiente: «Si
les hace falta sabiduría, y yo sé que en verdad les hace falta,
¡pídansela a Dios!» Evidentemente, Santiago espera con
esto que sus lectores reconozcan que, para llegar a ser
maduros y completos, necesitan contar con la ayuda de la
sabiduría divina, recurso que, aclara, el Señor otorga
«abundantemente y sin reproche».
Que nuestro autor relacione el hecho de afrontar con gozo
las adversidades con la petición de sabiduría es algo que se
entiende al notar que esta última, en el pensamiento judío,
no es de naturaleza teórica, sino práctica. En la medida en
que el fin de la sabiduría bíblica no es capacitarnos para
dominar las matemáticas, sino influir en nuestro
comportamiento y experiencia espiritual, ser sabios es
asumir una actitud y una forma de pensar que siempre
tendrá en cuenta los principios de la Palabra de Dios.
Alguien sabio, por consiguiente, es aquel que, al considerar
y aplicar en su vida los principios divinos, se distinguirá por
decidir correctamente en todo aspecto de la vida,
especialmente en el momento de enfrentar las pruebas (no
es coincidencia que el libro de Job se clasifique como un
libro sapiencial o de sabiduría).
Pero a Santiago no le basta con decirnos qué pedir,
también nos recuerda cómo hay que hacerlo: «Pero pida con
fe, no dudando nada, porque el que duda es semejante a la
onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de
una parte a otra» (San. 1: 6). Siguiendo su estilo, Santiago
une un concepto nuevo (en este caso, la sabiduría) con uno
que ya había usado antes (la fe). Mediante este recurso
nuestro autor demuestra que la fe que es probada es la
misma que también debe servirnos para pedir.
Después de haber aclarado ya que la fe es más bien
fidelidad, es muy significativo que Santiago nos pida que
usemos este mismo recurso para pedir sabiduría. Así como
Dios es fiel en el cumplimiento de sus promesas, nuestra
confianza en él, y especialmente nuestras oraciones
pidiendo sabiduría, tendrían que caracterizarse siempre por
una constancia semejante a la de él. Santiago nos exhorta a
pedirle continuamente a Dios el don de la sabiduría, a hacer
de esto parte de nuestro estilo de vida, ya que la constante
característica de Dios es precisamente la de dar (San. 1:
5).17
Quien no practica un estilo de vida como este corre el
riesgo de adoptar una constante muy diferente: la de ser
semejante a una onda del mar que es arrastrada por el
viento y echada de una parte a otra (San. 1: 6); algo que,
según la lógica gramatical, posiblemente ya les estaba
ocurriendo a algunos de sus primeros lectores (San. 1: 7,
8).18

Pobres, pero ricos


De la generalización «alguno de vosotros» y del «que
duda» (San. 1: 5, 6), Santiago pasa ahora a ser muy
específico al identificar a dos grupos de los cuales no dejará
de hablar en el resto de su epístola:19 «El hermano que es
de humilde condición, gloríese en su exaltación; pero el que
es rico, en su humillación, porque él pasará como la flor de
la hierba» (San. 1: 9, 10).
Contrastando la condición social de ambos grupos (pobres
y ricos), pero sobre todo lo que se espera que hagan
(gloriarse en su exaltación los primeros y en su humillación
los segundos), Santiago comienza a aplicar a la situación
real de su audiencia lo que ha venido exponiendo en los
versículos previos. Puesto que una de las pruebas más
evidentes que afrontaban sus lectores era la pobreza
ocasionada principalmente por la explotación que sufrían
por parte de los ricos, Santiago apela a sus lectores para que
se identifiquen y luego vivan conforme a lo que ya mencionó
en los versículos 2 al 5 (con una fe perseverante y a toda
prueba), y así evitarán poseer las características descritas en
los versos 6 al 8 (la duda y una fe inconstante).
Así llegamos al final de la primera sección del libro (San.
1: 1-11), notando que Santiago exhorta a los de «humilde
condición» a gloriarse, aunque suene paradójico, en «su
exaltación», palabra que en otras partes se traduce como
«lo alto» y que, curiosamente, tanto Jesús como Pablo
utilizan para referirse al «cielo» (Luc. 24: 49; Efe. 4: 8). Este
razonamiento cobra sentido cuando percibimos su similitud
con la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los
pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»
(Mat. 5: 3). ¡He aquí una válida y gloriosa razón para
gloriarse!
¿Qué sucede con los «ricos»? Por el momento lo único que
Santiago nos dice es que, a menos que se humillen, su
destino no es prometedor ni mucho menos envidiable (San.
1: 10, 11).
Por lo tanto, conformémonos ahora con agradecer a
Santiago que nos haya recordado que «aquel cuya alma no
es recta se enorgullece; mas el justo por su fe vivirá» (Hab.
2: 4). Puesto que la perseverancia al enfrentar las pruebas
trae madurez y equilibrio al carácter cristiano, El propósito
de Santiago al escribir este capítulo fue enseñarnos a vivir
ejerciéndola.
Referencias
1. El Deseado de todas las gentes, cap. 9, págs. 70, 71.
2. Ídem, pág. 71.
3. Ídem, pág. 72.
4. Siendo que la expresión ‘doble ánimo’ intenta describir a una persona que lidia
en su interior con “dos mentes”, como podrás notar, en mi epístola prefiero hablar
de lo contrario, esto es, de la «perfección».
5. Esta es la primera de las 55 veces que lo hará en los 108 versículos de su libro.
6. Puesto que muchas veces el imperativo no es el concepto gramatical más claro
en la mente de mis alumnos, dedicar tiempo a definirlo puede resultar también útil
aquí.
7. «Modo imperativo», Diccionario de la lengua española de la Real Academia
Española, vigésima segunda edición, en línea, en http://lema.rae.es/drae/?
val=modo+imperativo, consultado el 30/10/2014 a las 11:54 UTM.
8. Muchos de los imperativos que Santiago utiliza van acompañados por el
vocativo ‘hermanos’, algo que además de ser un recurso habitual en las
exhortaciones de la época, parecido al uso repetitivo de ‘hijos’ en la literatura
sapiencial, también revela el tacto y el afecto requeridos al intentar que alguien
cambie de conducta; estrategia que seguramente Jesús, su propio «hermano»,
también usó al tratar con él y, al final, resultó tener éxito.
9. Debo la aplicación de esta analogía a mi lectura de Simon J. Kistemaker,
Comentario al Nuevo Testamento: Exposición de Santiago y de las epístolas de
Juan (Grand Rapids: Michigan: Desafío, 2001), pág. 50.
10. «Es en la crisis cuando se revela el carácter» (Elena G. White, Palabras de
vida del gran Maestro, cap, 29, pág. 339).
11. R. W. Moberly, «’aman» en New International Dictionary of Old Testament
Theology and Exegesis (Grand Rapids: Zondervan, 1997), tomo1, pág. 427. Por
cierto, nuestra palabra ‘amén’, deriva de esta misma raíz.
12. Tanto Santiago como Pedro engloban todas estas variantes con la expresión
«diversas pruebas» (literalmente «de muchos colores»; compare 1 Ped. 1: 6 con
San. 1: 2). Por otra parte, la expresión «os halléis en» significa literalmente «caer
en medio de» o «quedar entre» (vea Luc. 10: 30 y Hech. 27: 41), forma muy
gráfica de ilustrar cómo el cristiano puede llegar a «estar rodeado» por las
pruebas.
13. Wiliam Barclay, Comentario al Nuevo Testamento (Barcelona: CLIE, 2006),
pág. 945.
14. Dada la cantidad de paralelos entre la literatura judía extrabíblica y Santiago,
haré mención frecuente a varios de estos escritos. Aunque estos libros no se
consideren inspirados, tenerlos en cuenta nos será de gran utilidad para entender
mejor el trasfondo de ciertas porciones de la epístola.
15. Cristo también le dio ese sentido al concepto de perfección (Mat. 5: 48),
vinculándolo además con la forma en la que debemos tratar a quienes nos rodean,
asunto que abordaremos en otro capítulo.
16. La voluntad que triunfa, pág. 47, citado por Enrique Chaij en Triunfantes en
el dolor (Miami: APIA, 1994), pág. 42.
17. Que Dios da «sin reproche» lo diferencia definitivamente de lo que muchos
seres humanos hacen (vea, por ejemplo, Mat. 5: 11 y 27: 44; de hecho, lo único
que Cristo «reprocha» en el Nuevo Testamento [Mar. 16: 14] es la incredulidad).
De ahí que, según el libro extrabíblico judío Eclesiástico, se espera que dar «sin
reproche» sea también una característica evidenciada en nosotros: «Después de
dar no reproches» (Eclesiástico 41: 25, CI).
18. La mayoría de los verbos usados en San. 1: 5-8 están en tiempo presente. En
griego, el tiempo presente denota una acción continua, una acción capaz de
ilustrarse como una línea que se prolonga en el tiempo. Por lo tanto, al usar este
tiempo acompañando a 31 de los 55 imperativos que usa en su epístola, nuestro
autor muestra estar sumamente interesado en que sus lectores hagan de sus
instrucciones parte habitual de su estilo de vida.
19. Es común que nuestro autor inicie temas nuevos refiriéndose a ellos
brevemente, pero que luego desarrolle estos mismos en una sección o capítulo
posterior.
3
¡Bienaventurados
los que no se confunden!

M
e quedó claro que las pretensiones de Jesús iban en
serio. Su visita a Jerusalén le había provocado una
situación muy arriesgada con el Sanedrín. Estaba
bien que pretendiera hacer las cosas de otra manera, pero
expulsar del templo de Jerusalén a los comerciantes… ¡Eso
fue demasiado! Pero, lejos de abandonar sus planes, lo único
que hizo fue regresar a la región de Galilea, cerca de
nuestra casa.
Nos enteramos que durante varios meses estuvo
anunciando que “el reino de los cielos se había acercado” y
que su fama como “nuevo rabino” se había extendido por
todo el país. Lo que más nos confundió es que algunos de
sus seguidores habían comenzado a creer que él liberaría a
nuestra nación del dominio del imperio romano.
Pero, según entiendo, estas personas no eran los únicos
que se habían confundido. Sus propios discípulos no
entendían por qué Jesús no fortalecía su causa procurando
obtener el apoyo de los sacerdotes y los rabinos. Se
preguntaban por qué tardaba tanto en establecer su
autoridad como rey. Si eso era lo que se proponía, ¿por qué
no lo hacía de una vez por todas? Para Jesús, sin embargo,
había llegado el momento apropiado para aclarar la
verdadera naturaleza de su reino y de su misión.
Solo, sobre un monte cerca del mar de Galilea, Jesús pasó
la noche orando y al amanecer, tras tener un encuentro
especial con sus discípulos, se dirigió hacia un sitio cercano
donde ya había mucha gente esperándolo. Sentados sobre
la hierba de una ladera cercana al mar, deseosos de que
Jesús estableciera pronto su reino en Jerusalén, sus oyentes
se dispusieron a escucharlo con suma atención. Entre ellos,
algunos escribas y fariseos esperaban oírle decir que había
llegado la hora de subyugar a los romanos arrebatándoles la
riqueza y el poder. Por su parte, los pobres campesinos y
pescadores esperaban que anunciara que había llegado el
momento de que su vida de penoso trabajo y escasez diera
paso a la abundancia y la comodidad.
No obstante, la intención de mi hermano era otra. Si bien
las enseñanzas que Jesús estaba por enunciar habrían de
beneficiarlos, no tenían que ver con sus aspiraciones
terrenales. Aquella mañana sus palabras tenían por objeto
señalar como «bienaventurado» a todo aquel que lograse
desarrollar un carácter como el que el cielo espera.
¿Bienaventurados los mansos y los que lloran? ¡Vaya
incongruencia! Sus palabras me confundían. Años después,
sin embargo, mi confusión se esfumó. Ahora soy muy
dichoso por haber entendido lo que Jesús enseñó en aquella
colina junto al mar de Galilea, y anhelo que tú también
puedas hacerlo.

Repasemos
En el capítulo anterior nos centramos en los primeros once
versículos de la epístola de Santiago. Hacerlo nos permitió
ver que el deseo primordial de nuestro autor es que sus
lectores tengan la actitud correcta al enfrentar las pruebas
por las que están pasando.
Puesto que una de las pruebas más evidentes que
afrontaban sus lectores era la pobreza ocasionada por la
explotación que sufrían por parte de los ricos, Santiago los
exhorta a vivir un cristianismo como el que se describe en
los versículos 2 al 5 y así evitar las características negativas
descritas en los versos 6 al 8.
Pero al llegar a los versículos 9 al 11, tras comenzar a
aplicar a la situación real de su audiencia lo que ha venido
exponiendo, Santiago hace una declaración que
posiblemente sea la más hermosa y esperanzadora de su
libro: «Bienaventurado el hombre que soporta la tentación,
porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona
de vida que Dios ha prometido a los que lo aman» (San.
1:12). En este punto iniciamos nuestro estudio de los
versículos 12 al 21. ¿Me acompaña?

«A toda acción…»
Mucho antes de que Isaac Newton propusiera que «a toda
acción corresponde una reacción de igual intensidad y en
sentido opuesto», la comunidad de creyentes a la que
escribe Santiago ya ejemplificaba, en cierta forma, lo cierto
de dicha premisa. Dado que es evidente que las pruebas por
las que atravesaban los llevaron a reaccionar de maneras
distintas, nuestro autor procede a dejar claro que, si bien es
lógico reaccionar, hay una forma de hacerlo correctamente y
otra que no lo es, que hay una forma positiva y otra
negativa.
De acuerdo con los versículos anteriores, una reacción
positiva sería adoptar una actitud gozosa ante las pruebas
(San. 1: 2), mientras que no perseverar y rendirse ante las
pruebas, obviamente, sería lo contrario. Sin embargo, para
Santiago, hay una forma aún peor de encarar los problemas,
aquella que decide culpar a Dios (San. 1: 13).
Mientras que a los que reaccionan de la primera forma se
les ofrece una bienaventuranza o bendición (San. 1: 12),
para quienes no reaccionen así hay una explicación. Dada la
importancia de estos dos puntos, dediquemos un tiempo a
entender las implicaciones de ambos.

No espere un “lacrimatorio”
¿Cuándo fue la última vez que usted usó un lacrimatorio?
¿Que no sabe qué es un lacrimatorio? No se preocupe, hasta
hace poco yo tampoco sabía que se le llama así a un tipo de
vasijas pequeñas que se han encontrado en tumbas
romanas y griegas, en las que se supone que los dolientes
derramaban sus lágrimas.
Aunque algunos suponen que guardar sus lágrimas de
dolor en estas vasijas se hacía como señal de amor por
alguien que moría, es más probable que los romanos
colocaran estas vasijas de cristal en las tumbas como
símbolos de respeto. De ahí que cuanta más angustia y
lágrimas derramadas, más importante se suponía que había
sido la persona fallecida.
Con el paso del tiempo, los lacrimatorios reaparecieron
cuando quienes lloraban la pérdida de un ser querido
guardaban sus lágrimas en botellas con tapones especiales
que permitían que estas se evaporasen. En el momento en
que todas las lágrimas se habían secado finalizaba el
periodo de luto.
Por otra parte, hay un texto bíblico que también parece
referirse de alguna forma a los lacrimatorios, pero cuyo
contexto es diferente: «Mis huidas tú has contado; pon mis
lágrimas en tu redoma [vasija]; ¿no están ellas en tu libro?»
(Sal. 56: 8).
No cabe duda de que Dios tiene conocimiento y guarda un
registro de cada una de las lágrimas derramadas por sus
hijos: «Los que aceptan a Cristo como su Salvador personal
no son dejados huérfanos, para sobrellevar solos las pruebas
de la vida. Él los recibe como miembros de la familia
celestial, los invita a llamar a su Padre, Padre de ellos
también. Son sus “pequeñitos”, caros al corazón de Dios,
vinculados con él por los vínculos más tiernos y
permanentes. Tiene para con ellos una ternura muy grande,
que supera la que nuestros padres o madres han sentido
hacia nosotros en nuestra incapacidad como lo divino
supera a lo humano».1
Pero todo esto no es un mero recurso literario para
simbolizar el amor o un afectuoso reconocimiento de Dios
hacia nuestro sufrimiento. Al contrario, si la Biblia nos habla
de lágrimas es para recordarnos que pronto, el día que Dios
«borre toda lágrima» de los ojos de sus hijos, también nos
dará «la corona de vida» (San. 1: 12).
Por ello, aunque desde hace tiempo hay quienes han
propagado que creer en Dios es una muestra de debilidad,
que la religión es una especie de paño de lágrimas
inventado por aquellos que no saben cómo reaccionar ante
el sufrimiento que enfrentan, para quienes estamos seguros
de la realidad de Dios en nuestra vida el cristianismo es una
carrera cuya victoria ya nos ha sido asegurada.2 Por eso
Santiago ofrece una bendición para aquellos que «soportan
[perseveran ante] la tentación [prueba]», para aquellos que
«resistan la prueba [de la fe]» (San. 1: 12), conceptos que,
como puede ver, nuestro autor ya había usado en los
versículos 2 y 3.3
Así, estando como está interesado en describir la reacción
correcta de sus lectores, aquella cuya práctica continua los
hace merecedores de su bienaventuranza,4 Santiago nos
recuerda nuevamente las palabras de Jesús:
«Bienaventurados los que padecen persecución por causa
de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. […]
Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en
los cielos» (Mat. 5: 10, 12). Dicha bendición, por extraña que
parezca a los incrédulos, es tan cierta que puede ilustrarse
con lo que sucedió a aquellos extranjeros que hace tiempo
decidieron invertir cultivando pita o maguey, planta con la
cual se fabrica el hilo sisal (cuerdas y tejidos) y cuyos más
grandes cultivos se hallan en la península mexicana de
Yucatán.
Siendo que el terreno de Yucatán es duro y aparentemente
pobre en nutrientes, este grupo de extranjeros, tras
informarse de su proceso de cultivo y producción, decidieron
establecer una gran plantación de pita en la península de
Florida, Estados Unidos. «Como el terreno es mejor allá esto
hará que la pita crezca mejor», concluyeron. De esa forma,
después de haber comprado una gran extensión de terreno
en Florida, procedieron a plantar las pitas, y pronto
adquirieron un tamaño enorme.
«Ahora sí», pensaron estos optimistas agricultores. «Ahora
vamos a tener el mejor sisal del mundo. ¡Les mostraremos a
los yucatecos cómo se cultiva la pita!» Sin embargo, cuando
llegó el momento, procedieron a levantar la cosecha para
ver, con gran chasco y asombro, que sus plantas no tenían
fibras; eran pura pulpa. Entonces comprendieron que un
terreno suave no servía para producir fibra fuerte y útil, en
tanto que la tierra dura era, sin duda, el mejor ambiente
para cultivarla.
¡Bienaventurado, pues, aquel que no se confunde ni
reacciona equivocadamente pese a que el terreno
ciertamente sea áspero y duro! Lamentablemente, como
veremos a continuación, no todos los lectores de Santiago
reaccionaron así.

Buscando culpables
Suponga que en el hogar de una pareja que se ama de
verdad comienza a tener problemas financieros. Él ha
perdido su empleo, mientras que ella ha visto reducido su
sueldo a causa de la crisis económica generalizada por la
que atraviesa el país. Al principio piensan que esta situación
será pasajera, pero pasan los días y más bien se acrecienta.
Aunque el amor del uno por el otro sigue siendo el mismo,
las tensiones a las que últimamente han estado expuestos
los han vuelto hipersensibles y han comenzado a
recriminarse mutuamente. Ya sabe: «Si no gastaras tanto en
cosas innecesarias…» «Si me hubieras hecho caso cuando
te dije que ahorráramos ese dinero…», etcétera, etcétera.
Reproches que, acompañados en ocasiones de insultos, lejos
de menguar se vuelven cada vez más constantes y agrios,
hasta el punto de desestabilizar la paz del hogar e incluso
su relación.
¿Imaginó ya la escena? Ayúdeme a resolver el siguiente
problema. ¿A qué o a quién se deben en realidad los
problemas de esta pareja? ¿Cuál es la causa por la que la
tranquilidad de su hogar parece estar en proceso de
extinción?
Dado que la situación por la que pasa esta pareja provino
inicialmente del exterior (la crisis económica), la respuesta
más obvia sería considerar dicha crisis como la culpable de
sus problemas. Sin embargo, si hemos de tomar en cuenta
lo que enseña el libro de Santiago, podemos deducir que el
punto al que ha llegado la relación de esta pareja no solo se
debe a causas externas, sino también a factores internos. Su
reacción ante las causas provenientes del exterior los ha
llevado a adoptar actitudes y manifestar una conducta
propia y común de la naturaleza humana (desesperación,
ofensas, etc.) Por lo tanto, en algún momento, su situación
también comenzó a propiciarse por lo que ellos mismos
hacen, ¿verdad?
Pero permítame que añada a este cuadro un detalle que
omití deliberadamente al principio. Esta pareja es cristiana,
por lo que, lamentablemente, en medio de su angustia y
movidos por el afán de encontrar respuestas, han llegado al
punto de responsabilizar a Dios de lo que les está
ocurriendo.
De manera similar, siendo que varios de sus primeros
lectores parecen haber respondido negativamente a las
presiones, y esto (como veremos en otro capítulo) los llevó a
tener conflictos y dividirse, Santiago les aclarara que,
aunque sea comprensible, pasarse la vida culpando a Dios
por lo que les sucede es incorrecto e irresponsable: «Que
nadie diga cuando es tentado [o puesto a prueba]: Soy
tentado [puesto a prueba] por Dios; porque Dios no puede
ser tentado [probado] por el mal y Él mismo no tienta [o
pone a prueba] a nadie» (San. 1: 13, BLA).5
Es incorrecto porque lo que proviene de Dios, el «Padre de
las luces» no son las pruebas ni las tentaciones, sino «toda
buena dádiva y todo don perfecto» (San. 1: 17). Y también
irresponsable porque, desde que Adán y Eva pecaron, el ser
humano ha mostrado una tendencia a buscar culpables en
lugar de aceptar responsablemente las consecuencias de su
proceder. Cierto, los problemas existen, son reales. Pero, en
buena medida, como en el caso de la pareja, lo que está en
nuestro interior nos ayudará o perjudicará al momento de
enfrentarlos: «Sino que cada uno es tentado [puesto a
prueba], cuando de su propia pasión es atraído y seducido.
Entonces la pasión, después que ha concebido, da a luz el
pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte»
(San. 1: 14, 15).
Visto así, estos versículos no son una descripción del
proceso de tentación en general, sino parte del argumento
que Santiago ha estado desarrollando.6 Parece que el autor
pregunta: «¿Cómo reaccionas ante la crisis?», para luego
añadir con claridad: «Pues, asegúrate de no caer en la
“tentación” de culpar a Dios por tus problemas». He aquí
una ilustración de las opciones que la comunidad cristiana a
la que se dirige Santiago tenía en el momento de enfrentar
sus pruebas, así como de los resultados que cada una de
ellas traería:7
De ahí que, dado lo que está en juego, Santiago enuncie
otra cariñosa apelación utilizando una vez más un
imperativo en presente: «Queridos hermanos míos, no se
engañen» (San. 1: 16, DHH). En su contexto, bien puede
entenderse como: «dejen de seguir engañándose».8 De este
modo, lejos de responsabilizar a Dios o a su enemigo por la
situación por la que pasan sus lectores, Santiago no solo
hace justicia al carácter de Dios, sino que también resalta la
importancia de la responsabilidad personal en la vida
cristiana (algo que desarrollará en el resto de su epístola).
Extrayendo imágenes de la pesca («atraído y seducido»
como por una «carnada»), Santiago ilustra que a la
naturaleza humana tiende a serle más atractivo reaccionar
siguiendo sus propios deseos e impulsos que siguiendo los
principios cristianos (San. 1: 14). Al hacerlo, sin embargo, no
está solo. Tras sus palabras parece encontrarse la idea judía
de que en el interior del ser humano existen dos tendencias
en conflicto o, como las denomina Barclay, «dos fuerzas que
tiran de la persona en sentidos opuestos».9
Este es el mismo problema del cual Pablo testifica: «Lo
que hago, no lo entiendo, pues no hago lo que quiero, sino
lo que detesto, eso hago […]. De manera que ya no soy yo
quien hace aquello, sino el pecado que está en mí. Y yo sé
que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien, porque el
querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. No hago el
bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago» (Rom.
7: 15, 17-19).
Por lo tanto, al estar relacionado con la impaciencia y la
ira, el impulso hacia el mal del cual venimos hablando
también parece describir gráficamente la reacción de la
comunidad de Santiago, que, al dejarse llevar precisamente
por la ira, parece haber dejado también de practicar la
justicia de origen divino: «Por esto, mis amados hermanos,
todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo
para airarse, porque la ira del hombre no obra la justicia de
Dios» (San. 1: 19, 20).
Tan noble ideal, sin embargo, suena demasiado difícil de
alcanzar, al menos en apariencia… ¿Es posible que Santiago
también tenga algo que decirnos al respecto?

Buenas noticias
Dado que nuestra naturaleza puesta a prueba engendra
pecado y muerte (San. 1: 15), la solución a esto solo puede
provenir de Dios. Siempre según Santiago, tal solución parte
de una importante decisión que él mismo tomó: «En el
ejercicio de su voluntad, Él nos hizo nacer por la palabra de
verdad». O como lo expresa otra versión: «Además, quiso
que fuéramos sus hijos. Por eso, por medio de la buena
noticia de salvación nos dio una vida nueva» (San. 1: 18,
TLA).
Así, mientras que en el versículo 15 se describe al pecado
«dando a luz la muerte», en el versículo 18 se afirma que
Dios ha decidido no solo mejorar nuestra vida espiritual, sino
“engendrar” en nosotros una nueva vida, y esto por medio
de la «palabra de verdad», expresión utilizada por Pablo
para referirse al evangelio (Efe. 1: 13; Col. 1: 5; 2 Tim. 2:
15).
Pero nacer de nuevo no es lo único que Santiago pretende
enfatizar en este versículo, ya que ante todo está interesado
en mencionar el propósito de tan extraordinario milagro:
«para que fuéramos como los primeros y mejores frutos de
su creación» (San. 1: 18, NVI). Así, desde la perspectiva de
Santiago, nacer de nuevo nos hace una especie de
«primicias», concepto que en la Biblia se asocia tanto con la
santidad como con la pertenencia a Dios (Éxo. 23: 16; 34:
22; Lev. 19: 23-25; Jer. 2: 3; Rom. 11: 16; Apo. 14: 4).
¡Qué gran honor nos concede el Señor al considerarnos
sus primicias! Gran privilegio, sin duda, pero también una
gran responsabilidad ya que, siendo que le pertenecemos,
también hemos de manifestar su santidad en nuestra vida.
Es un desafío que, de manera muy práctica, Santiago
describe en los siguientes términos: «Por esto, mis amados
hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para
hablar, tardo para airarse» (San. 1: 19).
No es que resultara fácil practicar un estilo de vida
semejante en las circunstancias por las que atravesaban sus
oyentes (de hecho, no resulta fácil en ninguna), pero
Santiago sabe que los que han de recibir la corona de la vida
son aquellos que, transformados por Dios, ejerzan el
dominio de sí mismos, incluido su «mal genio».10
Pedir esto vuelve a ser congruente con el pensamiento
judío de sus días: «Si te gusta escuchar, aprenderás, si
inclinas tu oído, serás sabio» (Eclesiástico 6: 33, NBJ),
recomendación que, de paso, también aparece en la
literatura griega, cuando se aconseja a un oficial de alto
rango sobre la mejor manera de ejercer autoridad: «no
pierdas los estribos, habla poco y escucha mucho».11 ¿Se
trata, pues, de vencer por nuestra gran fuerza de voluntad?
¿Acaso se habla aquí de “salvación por buen
temperamento”?
No, por puesto que no. Se trata más bien de iniciar
acciones que permitan que Dios haga en nosotros lo que
jamás podríamos hacer por nosotros mismos: «Por lo cual,
desechando toda inmundicia y abundancia de malicia,
recibid con mansedumbre la palabra implantada
[sembrada], la cual puede salvar vuestras almas» (San. 1:
21).12
Teniendo en cuenta que «desechar la inmundicia» en la
Biblia no es algo que haga el ser humano, sino algo que
necesita que le hagan, la Traducción en lenguaje actual de
la Biblia parece ser mucho más útil para que podamos
comprender esta expresión: «Hacer lo malo es como andar
vestido con ropa sucia». ¿Recuerda alguna parte de la Biblia
que hable de la necesidad que tenemos de ser despojados
de una ropa así? ¡Exacto! El caso del sumo sacerdote Josué
descrito en el libro de Zacarías:
Luego me mostró al sumo sacerdote Josué, el cual estaba delante del
ángel de Jehová, mientras el Satán estaba a su mano derecha para
acusarlo […] Josué, que estaba cubierto de vestiduras viles, permanecía en
pie delante del ángel. Habló el ángel y ordenó a los que estaban delante de
él: “Quitadle esas vestiduras viles”. Y a él dijo: “Mira que he quitado de ti tu
pecado y te he hecho vestir de ropas de gala” (Zac. 3: 1, 3, 4, la cursiva
13
es nuestra).

Puesto que solo Dios puede lograr que en lugar de ser


impulsados por la ira actuemos con humildad (San. 1: 19-
21), el cristiano es alguien que ha nacido de nuevo a fin de
hacer el bien y no lo contrario; alguien que, al aceptar con
mansedumbre la Palabra de Dios, también puede tener total
certeza de su salvación: «Bienaventurados los mansos,
porque recibirán la tierra por heredad» (Mat. 5: 5).
Bienaventurado pues aquel que entiende que las pruebas
no son motivo para culpar a Dios. Pero bienaventurado
también aquel que, lejos de confundir sus circunstancias
con un pretexto para representar mal a Dios, permite que
sea Dios quien lo transforme:
Los tiempos de apuro y angustia que nos esperan requieren una fe capaz
de soportar el cansancio, la demora y el hambre, una fe que no desmaye a
pesar de las pruebas más duras […]. Cuando olas de indecible
desesperación envuelven al suplicante, ¡cuán raro es verle atenerse con fe
inquebrantable a las promesas de Dios!14

El reconocido escritor cristiano Philip Yancey cuenta que,


mientras visitaba un campamento de refugiados en
Somalia, tuvo la oportunidad de contemplar la Vía Láctea
como nunca antes lo había hecho. Nuestra galaxia, narra
Yancey, se extendía a través de la oscura bóveda celeste
igual que «una carretera pavimentada con polvo de
diamantes». Sin embargo, pese a tan formidable escena,
Yancey confiesa que el cielo nunca le había parecido tan
vacío como aquella noche.
Había pasado todo el día entrevistando al personal de
asistencia a los refugiados para obtener datos de los
grandes desastres del momento. Por eso, después de haber
estado escuchando numerosas historias de dramática
miseria humana, le parecía casi imposible apartar su mirada
de aquel lóbrego campamento de refugiados en donde se
encontraba.
«Sin embargo, abruptamente recordé», continúa Yancey,
«que ese momento no representaba toda la vida; razón por
la que decidí no limitar mi visión a las escenas de dolor que
me rodeaban, sino alzar mi vista, hacia arriba, hacia las
estrellas». Entonces también recordó una película que había
sido filmada desde una nave espacial, y que, tiempo atrás,
había visto en su hogar. Recordó especialmente cómo le
habían impresionado las escenas de los relámpagos de las
tormentas eléctricas. Vistos desde el espacio, esos destellos
de luces que se encendían y apagaban fueron para Yancey
un singular espectáculo de belleza. Admirado al ver cómo el
fulgor de cada relámpago se extendía por el espacio,
brillaba y luego palidecía, lo que más le intrigó, sin
embargo, era que no producían ningún sonido.
«Me impactó mucho la tremenda diferencia que hace la
perspectiva», confiesa Yancey. Mientras que sobre la tierra,
una tormenta eléctrica hace que las familias se apiñen en el
interior de sus casas y que los niños lloren, provoca que los
conductores busquen refugio para sus automóviles y que
más de uno corramos ante el temor que imponen las
chispas que despiden los cables eléctricos y los
transformadores, desde el espacio, una tormenta eléctrica
se ve muy diferente. Los relámpagos eran «solo un suave,
agradable destello que se alargaba y encogía, un océano de
olas de luz».15
¿De qué tamaño son las “tormentas” que enfrentamos?
¿Hacen que perdamos los estribos y actuemos de manera
arrebatada e impulsiva? En ese caso, tal vez nos haga falta
mirar más hacia el cielo. Hacerlo no evitará que pasemos
por pruebas, pero sí nos mantendrá asidos de la única y
verdadera fuente para vencerlas.
Bienaventurado, pues, aquel que no se confunde mirando
en la dirección equivocada, sino que mira hacia arriba, al
«Padre de las luces», de quien desciende «toda buena
dádiva y todo don perfecto». Que tiene los ojos puestos en
Aquel en cuyo carácter, a diferencia del nuestro, «no hay
mudanza ni sombra de variación» (San. 1: 17).

Referencias
1. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 33, pág. 297.
2. 1 Cor. 9: 25; 2 Tim. 4: 7, 8; Apo. 2: 10. La corona (en griego, estéfanos) a la
que se refieren estas citas se confeccionaba con ramas de laurel, y a veces con
flores, y se otorgaba como símbolo de victoria y honor al ganar una competición.
La idea de recibir una corona así aparece también en el libro de la Sabiduría, cita
que bien pudo conocer Santiago: «Los justos, en cambio, viven para siempre;
encuentran su recompensa en el Señor […]. Por eso recibirán un reino distinguido
y una hermosa diadema de manos del señor» (Sabiduría 5: 15, 16, NBJ).
3. Aunque se traduce como “tentación”, la palabra griega usada aquí (peirasmós)
es la misma que en el versículo 2 se traduce como “prueba”. Traducirla como
“tentación” cobrará sentido a partir del versículo 13, aunque esta palabra ya no
aparecerá ahí como sustantivo, sino como verbo.
4. Recuerde que el tiempo presente denota una acción continua.
5. Dado que la palabra griega peirasmós puede traducirse tanto por “prueba”
como por “tentación”, es probable que Santiago aproveche la ambigüedad del
término para ilustrar a sus lectores que la mayor “tentación”, dadas las “pruebas”
que afrontaban, es cuestionar la bondad de Dios y dudar de él. Por otra parte, es
interesante notar que la palabra ‘mal’ (aquello por lo que Dios no puede ser
«tentado») solo aparece en otra ocasión en la carta refiriéndose a la gravedad del
problema implícito en no poder controlar la «lengua» (San. 3: 8).
6. Esta descripción tampoco ha de limitarse a las tentaciones de carácter sexual
ya que, por ejemplo, la palabra ‘pasión’ (epithumía) también puede referirse a un
intenso deseo por algo bueno (vea Fil. 1: 23).
7. Adaptación del cuadro de George M. Stulac, IVP New Testament Commentary:
James, disponible en http://www.biblegateway.com/resources/commentaries/IVP-
NT/Jas/Temptations-Good-Gifts, consultado en 5/11/2013, 11:19 UTM.
8. Expresión idéntica a la de Gál. 6: 7, cuyo verbo le pido no olvidar, ya que nos
servirá para nuestro estudio de San. 5: 19, exhortación que, aunque con verbos
griegos distintos, nuestro autor repetirá en los vers. 22 y 26.
9. Los rabinos judíos las llaman yétser ha-tób y yétser ha-rá (la tendencia al bien
y la tendencia al mal, Barclay, pág. 946). Para más información, vea
http://www.judaismovirtual.com/preguntar/1939_fracaso_triunfo.php y el útil
artículo de Joel Marcus, «The Evil Inclination in the Epistle of James» en Catholic
Biblical Quarterly 44 (1982), págs. 606-621.
10. En la mitología, el “genio” estaba asociado con una deidad que protegía y
acompaña a cada persona y que, según las creencias romanas, era el espíritu de
un antepasado. En esta misma cultura los demonios también eran asociados con
los genios. Por su parte, en los textos neoplatónicos, los genios son concebidos
algunas veces también como divinidades inferiores y clasificados como “genios
buenos” o “malos”.
11. Cita de la obra de Luciano de Samosata en la que aparecen las enseñanzas de
su maestro y que, por lo tanto, tituló, Vida de Demonacte, citada en Maynard-
Reid, pág. 88.
12. «Al vivir la vida del Dador de toda existencia, mediante la fe en él, todos los
hombres pueden alcanzar la norma establecida en sus palabras» (Elena G. de
White, El Discurso maestro de Jesucristo, Prefacio, pág. 4).
13. Tanto en Zacarías como en Santiago 2: 2 se usa la misma raíz griega. Por su
parte, Ralph Martin sugiere que la palabra ‘inmundicia’ puede referirse a la cera
segregada en los oídos, cuya acumulación, obviamente, impediría escuchar bien a
alguien, imagen que le daría mayor sentido entonces a la orden de ser «prontos
para oír» (Word Biblical Commentary, vol. 48: James, [Dallas, Texas: Word Books,
Publisher], 1998), pág. 48.
14. Elena G. White, El conflicto de los siglos, cap. 40, pág. 606.
15. «Mirando la Vida desde Andrómeda», artículo publicado en Diálogo
Universitario y disponible en
http://dialogue.adventist.org/articles/06_1_yancey_s.htm.
4
Cuando oír
significa hacer

L
a situación se volvía incómoda por momentos. Al
principio, las noticias que nos llegaban de lo que
estaba haciendo Jesús nos preocuparon. Algunos
conocidos nos hicieron saber que llevaba días sin dormir
bien, que pasaba noches enteras orando a la intemperie y
que durante el día era tal la cantidad de gente que lo
buscaba que ni siquiera dedicaba tiempo para comer.
Algunos de hecho nos expresaron su conclusión de que,
debido al estrés al que había estado sometido los últimos
meses, era probable que estuviera perdiendo la cordura.
No era que nos interesara mucho lo que hacía, y menos
que simpatizáramos con su causa, pero mis hermanos y yo
decidimos ir a buscarlo a Capernaúm. Sentimos que era
nuestro deber hacerlo cuando supimos que los fariseos
llegaron a la conclusión de que, si expulsaba demonios, lo
hacía por el poder del mismo Satanás.1
Además, cuando todo esto se supo en Nazaret, donde
vivíamos, nuestra preocupación inicial se transformó en
vergüenza. ¡Apenas puedes imaginarte el oprobio que eso
representó para nuestra familia! Por ello, seguros de que
había que poner fin al alboroto creado por sus palabras y su
actitud en contra de los escribas y fariseos, convencimos a
María para que nos acompañase. Convencidos de que
debíamos obligarlo a dejar de actuar así, pensamos que su
amor por ella facilitaría nuestras intenciones y así
evitaríamos que sus acciones siguieran causándonos
problemas.
Nos dirigimos al pueblo de Capernaúm y, al enterarnos de
que estaba enseñando sus “extrañas ideas” en una casa a
orillas del lago de Galilea, al parecer la casa de Pedro, nos
dirigimos hacia allí. No obstante, era tal la multitud que se
había agolpado para escucharlo que lo más práctico fue
pedir que le avisaran que su madre y sus hermanos
estábamos fuera y queríamos verle. Pensábamos que eso
bastaría para que nos recibiera. Estábamos muy
equivocados. En lugar de una bienvenida, su respuesta a
nuestra petición fue un duro revés para nosotros; en muchos
sentidos.
Sus palabras textuales, como después nos enteramos,
fueron: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis
hermanos?». Y entonces, señalando a sus discípulos, añadió:
«Estos son mi madre y mis hermanos, pues todo aquel que
hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es
mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mat. 12: 48-50).
¿Mis familiares son aquellos que hacen la voluntad de
quién? «Bueno», pensé en ese momento, «al menos José, mi
padre, ya no vive como para sentirse ofendido por estas
palabras». Pero, ¿a qué se refería en realidad al decir esto?
Te confieso que, todavía años después de aquel incidente,
cada vez que recordaba estas palabras me estremecía no
solo porque revivían en mí la situación, sino por lo que
finalmente entendí que implicaban: Todos los que aceptaran
a Jesús como el Mesías tenían que estar unidos a él por un
vínculo mucho más íntimo que el del parentesco familiar;
ser parte de su familia implica creer en él y, sobre todo,
actuar como él.
Por eso, la reacción de Jesús ante nuestra visita me llevó a
entender que oír o mirar la voluntad de Dios revelada en su
ley no es suficiente, sino que hay que poner en práctica lo
que esta requiere. En efecto, en la vida cristiana no basta
con saber, hay que hacer. No actuar así sería tan necio como
mirarnos a un espejo y, pese a darnos cuenta de nuestra
mala apariencia, salir a la calle olvidando por completo lo
que acabamos de ver en él (San. 1: 22-25).
El problema, es que, tal como lo explico en mi libro, a
varios de mis primeros lectores les resultaba mucho más
fácil ver el “espejo” de los demás que controlar su propia
impaciencia y sus palabras. De modo que, pese a conocer su
importancia y valor, les era difícil practicar la religión a la
manera de Jesús, especialmente en lo que a reaccionar
correctamente ante las pruebas se refiere.
Por mi parte, no me avergüenzo de reconocer lo irónica
que resultó mi visita a Cristo aquel día en Capernaúm. ¿O
acaso debo hablar de una interrupción? Yo deseaba
aconsejarlo, pero en realidad necesitaba su consejo. Quería
que renunciara a sus ideas, pero al pedírselo no me daba
cuenta de que esto iba en contra de su misión y que, por lo
tanto, yo tenía que abandonar mis prejuicios respecto a la
religión que él vino a enseñar.
Pero Jesús no se dio por vencido. Gracias a que tuvo
mucha paciencia conmigo, finalmente logró que yo pusiera
en práctica “su religión”, aquella que se caracteriza por
hacer y no solo por oír.

Repasemos
Hasta este punto de nuestro estudio hemos visto que los
primeros lectores de Santiago estaban pasando por una
serie de sufrimientos y problemas, especialmente
económicos (San. 1: 9-11). Ante esto, Santiago los exhorta a
considerar dichas pruebas como un motivo de gozo, ya que
pasar por ellas les permitirá desarrollar paciencia (San. 1: 2-
8) y recibir como recompensa final la «corona de vida» (San.
1: 12).
Tras ello, Santiago aclara que las pruebas en la vida
cristiana no son solo de origen externo, sino también interno
(es decir, aquellas propiciadas por los deseos pecaminosos
del ser humano; San. 1: 13, 14). Sin embargo, jamás
provienen de Dios, quien solo nos otorga dones «perfectos»
(San. 1: 15-18).
Hacia el final del capítulo 1 Santiago aclara que escuchar
es importante, pero que hacerlo debe ir seguido por una
vida de acción, por una obediencia activa (San. 1: 19-25),
una obediencia que, más que practicar ciertos rituales, tiene
que evidenciarse mediante el control de la «lengua» y la ira,
así como la ayuda a los necesitados. Un estilo de vida así,
afirma, constituye la religión verdadera (San. 1: 27).
En este capítulo pretendo hablar un poco sobre este tipo
de religión. Por eso, mientras lo hago, una pregunta estará
repitiéndose en mi mente: ¿Estoy practicando ya este tipo
de religión?

La importancia de oír
Mientras que en los versículos 22 al 27 Santiago sigue
mostrando la forma correcta de enfrentar las pruebas, su
énfasis específico ahora es enseñar cómo se espera que el
verdadero cristiano se relacione con los que sufren pruebas
económicas. Dada su intención, el énfasis en estos
versículos evidentemente está en el hacer: «Sed hacedores
de la palabra y no tan solamente oidores, engañándoos a
vosotros mismos» (San. 1: 22).
Así, tal como acabamos de ver, del «ser prontos para oír»
(San. 1: 19), Santiago pasa ahora al “no basta con oír”. Y no
es que la naturaleza de la acción de escuchar haya
cambiado en la mente del autor, sino que sus oyentes
parecen haber olvidado el significado práctico de esta
acción.
Para un judío, el verbo escuchar (shama) es muy
importante. En el Antiguo Testamento se usa más de mil
veces. El sentido de esta acción va más allá de la mera
descripción del proceso auditivo. Por consiguiente, su
significado se percibe mejor al ser traducido como
«obedecer» (1 Sam. 15:22; Jer. 35:13, compare con Hech.
4:19), tal como podemos ver al analizar la primera historia
biblica en donde este verbo aparece. Y es que, lejos de ser
casual, la primera ocasión que el verbo shama se usa en la
Biblia precisamente tiene que ver con oír a Dios: «Cuando
oyeron la voz de Jehovah Dios que se paseaba en el jardín en
el fresco del día» (Gén. 3:8).
Pero tristemente, según el mismo relato, oír la voz de su
Creador en ese momento no resultó agradable ni para Adán
ni para Eva: «El hombre y su mujer se escondieron de la
presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto […]. Y
él [Adán] respondió: “Oí tu voz en el huerto y tuve miedo,
porque estaba desnudo. Por eso me escondí”» (Gén. 3: 8,
10).
Desde la perspectiva divina, sin embargo, percibir la voz
de Dios no fue en realidad lo que provocó el miedo del
primer ser humano. De hecho, el inicio de todos los
problemas de Adán no fue descubrir que estaba desnudo,
sino haber “escuchado” la voz de su mujer en lugar de la de
su Creador: «Y al hombre dijo: “Porque obedeciste
[escuchaste] la voz de tu mujer y comiste del árbol del que
te mandé diciendo: ‘No comas de él’”» (Gén. 3: 17).
Así, la Biblia nos dice que la entrada del pecado y sus
trágicas consecuencias tuvieron su origen en el hecho de
que nuestros primeros padres hicieron caso (escucharon) a
la persona equivocada.2 No bastó con que hubieran
conocido y oído de Dios mismo lo que se esperaba que fuera
su comportamiento, porque en la Biblia escuchar no solo
implica prestar atención a lo que alguien dice, sino también
hacer caso, obedecer lo que dice.
Es un hecho que los niños pequeños no solo tienen
generalmente mejor audición que los adultos, sino también
una asombrosa aptitud y capacidad para distinguir ciertos
sonidos. Por ejemplo, son capaces de percibir sonidos que
van desde la nota más baja de un gran órgano, hasta el
agudísimo sonido de un silbato para perros, algo que la
mayoría de los adultos somos incapaces de hacer.3
De manera similar, puesto que, a menudo, llegar a la
“edad espiritual adulta” tampoco hace que oigamos mejor,
sino todo lo contrario, tener en cuenta la recomendación
que Cristo nos dejó de recibir el reino de Dios como un niño
(ver Mar. 10: 15), también parece relevante en este
contexto.4
No obstante, autosuficientes y confiados por lo que
creemos que nos ha enseñado la “experiencia”, muchos
tendemos a olvidar que escuchar a Dios debe seguir siendo
tan real e importante como lo fue aquel día en que lo
aceptamos como nuestro Salvador; tan lógico y significativo
como aquel día en que, sin que nos importaran nuestros
temores ni las consecuencias, entregamos nuestra vida a
Dios aferrándonos a su mano, tal como un niño pequeño lo
haría con su padre.
Lamentablemente, al crecer, llega un momento en que
pensamos que “caminar solos”, además de normal, también
es una especie de prerrogativa. Eso, lejos de ayudarnos, a
menudo se convierte en una barrera entre nuestros padres y
nosotros. ¿Consejos? ¿Quién los necesita? Creemos saber lo
que nos conviene, y con eso parece que nos basta.
Gracias a Dios, este no siempre ha sido el caso. Ejemplos
como el de Salomón, al inicio de su reinado, así lo
evidencian: «Concede, pues, a tu siervo un corazón que
entienda para juzgar a tu pueblo y discernir entre lo bueno y
lo malo» (1 Rey. 3: 9). ¡Cuánta falta nos hace entender hasta
qué punto esto es importante y cuán bueno sería pedir a
Dios lo mismo que Salomón! ¿Por qué? Porque al vincular la
acción de “escuchar” con el corazón, la Biblia nos dice que
obedecer a Dios también significa prestar atención sincera y
total a los planes que él tiene para nuestra vida (vea, por
ejemplo, Eze. 40: 4). Y si escuchar implica este tipo de
obediencia, resulta lógico entonces que este verbo aparezca
tan frecuentemente en el contexto del pacto de Dios con su
pueblo (Éxo. 19:5), y sea prácticamente un sinónimo de
observar sus mandamientos (Deu. 27: 10; 28: 45).5
Deducción que parece haber pasado también por la mente
de Santiago, como veremos a continuación.

Cuando oír no basta


Habiendo aprendido de Jesús que no basta con oír o
“mirar” la voluntad de Dios revelada en su ley, sino que hay
que poner en práctica lo que esta requiere, que en la vida
cristiana tan solo “saber” es quedarse corto, sino que hay
que “hacer”, Santiago explica que no entender esto sería
tan necio como mirarnos a un espejo y, pese a darnos
cuenta de nuestra mala apariencia, salir a la calle olvidando
por completo lo que acabamos de ver en él:
Si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, ese es semejante
al hombre que considera en un espejo su rostro natural; él se considera a
sí mismo y se va, y pronto olvida cómo era. Pero el que mira atentamente
en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor
olvidadizo sino hacedor de la obra, este será bienaventurado en lo que
hace (San. 1: 23-25).

Aunque ya no reflejaban mucho (a no ser el paso de los


siglos), hace tiempo tuve la oportunidad de ver en el museo
del Vaticano algunos espejos egipcios finamente labrados.
Eran lo que llamaríamos unos hermosos espejos de mano.
Sin embargo, el espejo que tenía en mente nuestro autor es
posible que, aunque del mismo material, fuera mayor.6 En
ese caso, a diferencia de nuestros días, no estaba sujeto a
una pared, sino recostado sobre una mesa, colocación que
obligaba a las personas a inclinarse, a fin de apreciar lo
mejor posible su reflejo en él.
Si este era el caso, el proceso necesario para mirarse en el
espejo no era complicado, pero sí requería cierto grado de
decisión. ¿Ve que tener en cuenta esto nos permite apreciar
mejor la paradoja a la que alude Santiago? «Si no actúas en
congruencia con lo que ves en el espejo, si no decides hacer
algo respecto a lo que viste hace un momento», razona
Santiago, «el esfuerzo y la decisión que tomaste para
mirarte en él no solo habrán sido infructuosos, sino incluso
ilógicos».
Una vez ha quedado establecido que tomar solamente la
decisión de “mirar la ley” no es sensato, es bueno
preguntarnos ahora a qué ley se refiere Santiago. Él mismo
nos da parte de la respuesta al llamarla «ley perfecta» y de
«libertad» (San. 1: 25). Estas características también se
mencionan en otras secciones de su carta que haremos bien
en repasar brevemente.7
Por ejemplo, al calificar la ley de perfecta, Santiago la
vincula claramente con Dios, de quien precisamente
proviene todo don «perfecto» (San. 1: 17). Junto a esto,
resulta interesante notar que Santiago también usa el
mismo calificativo para describir el grado de madurez que
tendrían que alcanzar la paciencia y aquel que la ejerce
(San. 1: 4; 3: 2). De esta forma, dado el concepto que
nuestro autor tiene de la perfección, asociar la ley con tan
importante característica no solo destaca su procedencia
divina, sino también las implicaciones y la naturaleza
práctica de la misma.
Asimismo, si bien la ley no perfecciona a nadie, como
tampoco puede hacerlo un espejo, esta nos dice la distancia
que nos separa de la perfección y la medida de la necesidad
que tenemos de acudir a Dios a fin de adquirir dicha virtud.
Por eso Santiago también la llama ley «de la libertad» ya
que, como buen judío, tiene un concepto positivo de la ley.
Al ser la expresión de la voluntad de Dios, la ley no es
coercitiva, sino instructiva y formativa. Observarla, por lo
tanto, no es sino ejercer la libertad que el Señor nos
concede para hacer precisamente su voluntad (Sal. 1);
voluntad que, al practicarla, nos liberará de nuestros
intereses egoístas y nos capacitará para amar al prójimo y
servirlo.
Puesto que prestar atención a la «perfecta ley», no
esporádicamente sino con perseverancia, y puesto que ser
capaz de llevar a la práctica sus lineamientos no es algo
fácil ni común, Santiago anticipa una “bienaventuranza”
para aquellos que logren hacerlo (San. 1: 25). Que ser un
constante «hacedor de la obra» merezca la misma
declaración de dicha atribuida, versículos atrás, a quien
«soporta las pruebas» (compare San. 1: 25 con 1: 12 y 5:
11)8 demuestra la importancia que Santiago concede a
ambas características, pero también reitera el hecho de que
Dios no solo está interesado en el hacer, sino también en el
ser de quienes profesamos conocerle.
En efecto, oír significa hacer, pero también ser. Algo
reflejado nuevamente en el pensamiento judío de aquellos
días: «El que odia la ley no llegará a ser sabio, será como
nave sacudida por la tempestad. El sabio entiende la
palabra del Señor y mira la ley como enseñanza divina»
(Eclesiástico 33: 2-3, DHH).9
Tan positivo cuadro de la ley me hace recordar que,
mientras escribo estas palabras, millones de judíos están
celebrando precisamente haber sido depositarios, hace tres
mil quinientos años, de la ley divina,10 una ley cuyo sentido
en plenitud, siglos después, vendría a revelar Aquel de
quien Moisés escribió: «Un profeta como yo te levantará
Jehová, tu Dios, de en medio de ti, de tus hermanos; a él
oiréis» (Deu. 18: 15). «Profeta» al que Santiago no solo
escuchó, sino que también siguió al practicar y enseñar lo
que este le contestó aquel día en Capernaúm: «Todo aquel
que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese
es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mat. 12: 50). En
efecto, oír significa hacer, pero también ser.

Cuando oír se convierte en hacer


Al llegar al último segmento del capítulo 1, podemos ver
que Santiago une los temas de controlar la lengua y llevar a
la acción la Palabra (la ley) de Dios con el tema de practicar
una religión auténtica que, además de lo anterior, también
se caracteriza por una vida altruista y sin mancha (San. 1:
19-27).11 Como ejemplo, notemos especialmente los últimos
dos versículos: «Si alguno se cree religioso entre vosotros,
pero no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la
religión del tal es vana. La religión pura y sin mancha
delante de Dios el Padre es esta: visitar a los huérfanos y a
las viudas en sus tribulaciones y guardarse sin mancha del
mundo» (San. 1:26, 27). Partiendo de que en la
congregación a la que se dirige hay quienes se consideran a
sí mismos “orgullosamente religiosos”, Santiago desafía tal
actitud al contrastarla con el estilo de vida del cual ha
estado hablando y denomina «la religión pura y sin
mancha».
¿Religión? ¿Quién está interesado en ella? ¿Acaso el
tiempo y los postulados de la sociedad posmoderna en la
que vivimos no se han encargado ya de evidenciar su
ineficacia?
Pese a que la palabra religión es, para muchos, sinónimo
de pertenecer a alguna denominación o adherirse a un
conjunto de creencias determinadas y, por lo tanto, algo en
lo que no desean involucrarse, esta conclusión es incorrecta.
Lejos de circunscribirse a un conjunto de dogmas o
doctrinas, la palabra religión (del latín re-ligare) significa
simplemente “volver a unir”.12 Pero el uso de esta palabra,
claro está, no resalta el hecho de unir algo, sino de unir a
alguien, a saber, al ser humano con Dios.
Vista así, la religión, la auténtica, tendría que ser un
medio para conducirnos de vuelta a Dios; un medio que, al
traducirse en una permanente convivencia con Cristo,
habría de propiciar que su estilo de vida llegue a reflejarse
también en el nuestro. Por eso, perder el control al hablar no
es incorrecto solamente porque la Biblia lo dice, sino porque
hacerlo no nos hace semejantes a Dios, ni tampoco a Cristo.
De ahí que este comportamiento se asocie directamente con
el pecado (Pro. 10: 19) e incluso con el primer engaño en el
que cayó el ser humano (compare San. 1:26 con 1 Tim. 2:
14 y Gén. 3: 13).
Una religión que no nos hace más semejantes a Dios, por
lo tanto, es «vana» o, en otras palabras, vacía, hueca. Pero,
si en vez de intentar llenar este vacío supliendo
egoístamente sus propias necesidades, el cristiano decide
«visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones»,
es evidente que la diferencia será diametralmente opuesta.
En palabras de Cristo: «En cuanto lo hicisteis
a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo
hicisteis» (Mat. 25:40).
Practicar un estilo de vida altruista y misericordioso no
hace religiosa a una persona (existen muchas
organizaciones que realizan obras filantrópicas sin promover
ningún credo religioso). En cambio, alguien que en realidad
está “religado” a Dios reflejará en sus acciones lo que Cristo
mismo hizo mientras estuvo aquí en la tierra.
Con toda razón, Santiago llama a esta religión «pura y sin
mancha», porque al provenir de Dios, quien sin duda ya es
así, sus practicantes también han de llegar a serlo (compare
San. 1: 27 con 2 Ped. 3: 14). Por cierto, Santiago, sus
hermanos e incluso María, siempre vieron esas
características reflejadas en los actos de Cristo:
«A veces [María] vacilaba entre Jesús y sus hermanos, que no creían que
era el enviado de Dios; pero abundaban las evidencias de la divinidad de su
carácter. Lo veía sacrificarse en beneficio de los demás […]. Inocente e
inmaculado, andaba entre los irreflexivos, los toscos y descorteses […].
Pronunciaba una palabra de simpatía aquí y otra allí, al ver a los hombres
cansados, y sin embargo obligados a llevar pesadas cargas».13

De esta forma, Santiago presenta un perfil claro de lo que


es un cristiano. Cristiano es aquel que entiende que su
religión es un llamamiento a vivir con altas expectativas
éticas: las expectativas celestiales. Cristiano es aquel en
cuya vida la Palabra y la Ley de Dios se encarnan en
acciones de amor para con sus semejantes, pero también
alguien que, al hacer de su convivencia con Dios un estilo de
vida, dicha convivencia lo llevará a mantenerse, como
Cristo, sin mancha en un mundo que dista mucho de ser así.
Ya que oír significa hacer, poner en práctica las
exhortaciones de Santiago a fin de alcanzar el alto ideal que
plantea al final de su primer capítulo, ciertamente es algo
prioritario; razón por la que, dadas nuestras circunstancias y
las de los primeros lectores de su carta, tendríamos que
concordar con lo expresado en la siguiente oración
tradicional judía:
Yo pedí fuerza y Dios me dio dificultades para hacerme fuerte.
Yo pedí sabiduría y Dios me dio problemas para solucionar.
Yo pedí amor y Dios me dio personas quebrantadas a quien ayudar.
Mis oraciones, en efecto, fueron contestadas por él.

Teniendo en cuenta que oír significa hacer, ni las


adversidades ni nuestra falta de semejanza con él tendrían
que estorbar el avance de la religión que Cristo enseñó y
practicó.

A manera de ilustración
Alexander Graham Bell, inventor de origen escocés, debe
su fama en buena medida al invento del teléfono. Pero
haber patentado tan formidable medio de comunicación en
1876,14 definitivamente no fue lo único importante que
realizó en su productiva vida. Entre otros de sus inventos
pueden mencionarse la balanza de inducción (utilizada para
localizar objetos metálicos en el cuerpo humano) y el primer
cilindro de cera (la primera versión de una grabadora de
sonidos).
En 1907, tras una incursión en el campo de la
aeronáutica, construyó algo parecido a una gran cometa
capaz de elevar y transportar a una persona. Además, junto
con un grupo de socios, también logró desarrollar el alerón
(sección del ala de un avión que controla su balanceo), así
como el dispositivo de aterrizaje de tres ruedas.
Desde mi perspectiva, sin embargo, hay algo todavía más
importante sobre su obra que, aunque no es muy conocido,
tal vez haya sido el más útil de todos sus logros. Graham
Bell mostró desde pequeño un gran interés por el estudio de
los fenómenos sonoros. Siendo que su abuelo era profesor
de retórica y su padre maestro de dicción, pero sobre todo
debido a que tanto su madre como su esposa eran sordas,
sus investigaciones en este campo se orientaron no solo
hacia los aspectos lingüísticos del sonido, sino también a
buscar formas efectivas de limitar los efectos de la sordera,
o al menos facilitar la comunicación a quienes la padecían.
Entre lo más útil que realizó en este campo destacan un
instrumento que transmitía sonidos mediante impulsos de
corriente eléctrica, así como el audiómetro (instrumento
para medir la agudeza auditiva). Bell también creó un
método de locución para sordomudos, basado en el llamado
“lenguaje visible” (su versión del lenguaje de signos), y
también fundó una escuela para sordomudos en Boston,
Massachusetts, que posteriormente se integró en la
Universidad de Boston, institución de la que fue nombrado
profesor de fisiología vocal y en la que continuó estudiando
las causas y la herencia de la sordera.
Consciente de la importancia del oído, pero entendiendo
que, a fin de suplir las necesidades y ayudar a quienes lo
rodeaban, no bastaba solamente con oírlos, la reacción de
Graham Bell lo llevó a hacer algo que, a la postre, resultó
ser sumamente útil, así como congruente con lo que él era.
Ya que escuchar a Dios, más que percibir lo que nos dice,
es estar dispuestos a hacer algo, es poner en práctica lo que
nos dice, mientras continúo cuestionándome si practico la
religión de la que habla Santiago, también agradezco a Dios
por seguir escuchando mi oración: ¡Señor, haz posible que
logre hacerlo!

Referencias
1. Mar. 3: 21 dice qué pasaba por nuestra mente cuando fuimos a buscarlo.
2. Aunque en la conversación entre Eva y la serpiente el verbo “escuchar” solo
está implícito, la siguiente cita es muy esclarecedora: «Satanás no los seguiría
continuamente con sus tentaciones; solamente podría acercarse a ellos junto al
árbol prohibido. Si ellos trataban de investigar la naturaleza de este árbol,
quedarían expuestos a sus engaños. Se les aconsejó que prestaran atención
cuidadosa a la amonestación que Dios les había enviado, y que se conformaran
con las instrucciones que él había tenido a bien darles» (Elena G. White, Patriarcas
y profetas, cap. 3, págs. 32, 33).
3. Este rango, técnicamente hablando, iría de los 20 Hz (la nota del órgano) a los
20.000 Hz (el sonido del silbato). La intensidad del sonido se mide en decibelios,
pero su tono (la cantidad de veces por segundo que se repite una onda sonora) se
mide hercios (Hz).
4. Recuerde que, en ocasiones, Dios decide comunicarse solo mediante un «silbo
apacible» (1 Rey. 19: 12).
5. La desobediencia a Dios es, por lo tanto, un acto de rebelión y arrogancia (Deu.
1: 43; Isa. 1: 19, 20; Jer. 3: 13), la lógica consecuencia de no escuchar a Dios (Jer.
7: 23-26).
6. En aquella época, los espejos solían ser de bronce bruñido. Para más detalles,
véase Craig S. Keener, Comentario del contexto cultural de la Biblia: Nuevo
Testamento (El Paso, Texas: Mundo Hispano, 2003), pág. 687.
7. Dado que el tema de la Ley se retomará y desarrollará en el capítulo 2 de la
epístola, aquí solo nos limitaremos a reflexionar sobre las características de la ley
mencionadas en el capítulo 1.
8. Santiago solo usa en estas tres ocasiones el término ‘bienaventurado’ o
‘dichoso’ (makários).
9. Dado que el pensamiento judío del tiempo de Santiago se considera que la
sabiduría es «un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su
bondad» (Sabiduría 7:26), y que quienes la obtienen son «amigos de Dios» (7:14),
ser sabio implica entonces a amistarnos con él a fin de asemejarnos a él.
10. Los judíos celebran el haber recibido la ley de Dios en el desierto de Sinaí con la
fiesta de shavuot («fiesta de las semanas»). Celebración que es más conocida
por nosotros con el nombre de «Pentecostés».
11. Santiago, como ya nos estamos acostumbrando a notar, retomará estos
temas en los capítulos siguientes. De hecho, varios eruditos ven en los tres
ejemplos de la religión pura mencionados aquí (refrenar la lengua, mostrar
misericordia y mantenerse incontaminado) una especie de bosquejo de los cuatro
capítulos restantes de la epístola.
12. Algunos especialistas piensan que el prefijo “re-” denota también la intensidad
de la relación implícita en la palabra religión.
13. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 70.
14. Cabe aclarar que en el año 2002 se reconoció oficialmente que el inventor del
teléfono fue Antonio Meucci y no Alexander Graham Bell.
5
Vivir
como reyes

S
é que no lo merecía. No obstante, Dios me permitió
participar en el desarrollo de su iglesia en Jerusalén.
Este gran privilegio me dio la oportunidad de tener
contacto con Pablo, quien siempre me tuvo en alta estima
(el sentimiento era recíproco).
Enterados de que vendría a Jerusalén, algunos estábamos
ansiosos por hablar con él sobre el avance de la predicación
del evangelio entre aquellos a los que llamábamos
“gentiles”. ¡Qué lejos estábamos de imaginar que esta sería
su última visita a Jerusalén!
Recuerdo claramente cuándo llegó y que, tras saludarnos,
procedió inmediatamente a darnos su informe. ¡La emoción
que su rostro y sus palabras reflejaban al relatar una a una
los prodigios que Dios había estado realizando mediante su
ministerio era realmente contagiosa! (Hech. 21: 18-20).
Pero el informe de Pablo no solo nos puso al corriente de lo
que había realizado desde su última visita a Jerusalén (Hech.
18: 22). Con la misma emoción, Pablo nos contó la manera
en que varios cristianos de origen gentil se habían
organizado a fin de enviar, a través de él, una ofrenda para
ayudar a nuestros hermanos (cristianos de origen judío) que
estaban necesitados. Ansioso por poner este dinero en
manos de quienes teníamos a cargo la obra en Judea, de
hacerlo llegar a quienes tanta falta hacía, en el fondo de su
corazón Pablo también anhelaba que este acto de
desprendimiento contribuyera a estrechar la relación entre
los cristianos de origen gentil y los de origen judío; razón
por la que, además de Lucas y Timoteo, Pablo vino a
Jerusalén acompañado precisamente por representantes de
algunas de las iglesias que habían dado la ofrenda.1
Mientras viajaba con ellos, Pablo tuvo su conocido
encuentro con los líderes de la iglesia de Éfeso, en Mileto. En
esa ocasión, entre otras cosas, aprovechó para recordarles
que, pese a que aquella iglesia contaba entre sus miembros
con gente adinerada, él nunca había tratado de obtener de
ellos beneficio personal alguno. Siendo que nunca había
sacado provecho de su posición, ni siquiera para suplir sus
propias necesidades, Pablo fue capaz de recordarles: «Para
lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo,
estas manos me han servido. En todo os he enseñado que,
trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar
las palabras del Señor Jesús, que dijo: “Más bienaventurado
es dar que recibir”» (Hech. 20: 34, 35).
Efectivamente, recolectar aquella ofrenda costó al apóstol
mucho trabajo y aun severas privaciones de parte de los
creyentes gentiles. Pero, siendo el resultado de llevar a la
práctica las enseñanzas de Cristo, la ofrenda traída por
Pablo nos mostró, sobre todo, lo que es capaz de hacer un
amor desinteresado y sin distinciones como el mostrado por
ellos.
Lamentablemente, entre los presentes en aquella reunión,
también hubo quienes fueron incapaces de apreciar en toda
su plenitud el espíritu de amor fraternal y el objetivo que
había inspirado aquel donativo. Pese a que las generosas
contribuciones que tenían frente a ellos eran un claro
testimonio de la realidad transformadora del evangelio,
debido a sus prejuicios, su atención se desvió.
Pidiéndole que fuera al templo y participara, junto con
otras cuatro personas, de un rito de purificación, y que
incluso pagara los gastos de esta ceremonia, su única
preocupación era mostrar que Pablo aún observaba las leyes
ceremoniales. Pensaron que, por no conformarnos a la ley
ceremonial, los cristianos pronto nos acarrearíamos el odio
de parte de los judíos. Por lo que la idea de “quedar bien”
con nuestros opresores, de intentar “cuidar las apariencias”,
definitivamente estaba equivocada. Desde su perspectiva,
sin embargo, este fue motivo suficiente para obligar a Pablo
a buscar así la “unidad” de la iglesia y, cuando lo creyeron
conveniente, también intentaron hacerlo entre los miembros
de iglesia.
En efecto, mi iglesia no era perfecta. Por eso, cuando supe
que actitudes similares comenzaron a traducirse en actos de
discriminación y favoritismo en varias congregaciones,
específicamente fuera de Jerusalén, decidí escribirles lo que
hoy conoces como el capítulo 2 de mi libro; sección cuyo
contenido, en caso de que tu iglesia atraviese por una
situación parecida, seguramente pueda serle de gran
utilidad. ¿Deseas saber por qué?

El pecado contra el prójimo


A fin de continuar con la lista de características e
implicaciones prácticas de la fe iniciada en el capítulo 1,
Santiago procede a plantear a sus lectores un caso
específico y por demás idóneo a sus propósitos: «Si en
vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y
ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido
andrajoso, y miráis con agrado al que trae la ropa
espléndida y le decís: “Siéntate tú aquí, en buen lugar”, y
decís al pobre: “Quédate tú allí de pie”, o “Siéntate aquí en
el suelo”, ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos y
venís a ser jueces con malos pensamientos?» (San. 2:2-4).2
Aunque no especifica que sus lectores estuvieran
haciéndolo, Santiago da por sentado este proceder entre
ellos y, por lo tanto, intenta contrarrestarlo de la manera
más clara que le es posible. Dado que un cristiano ha de
vivir de acuerdo con principios y no con prejuicios, la
manifestación de su fe es incompatible con el favoritismo,
esto es, con la práctica de hacer distinción de personas:
«Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor
Jesucristo sea sin acepción de personas» (Sant. 2: 1). O, si
seguimos más de cerca el sentido del lenguaje original de
este versículo: «no continúen mezclando la fe de nuestro
glorioso Señor Jesucristo con prácticas de favoritismo».3
Y aunque no es tan grave como el caso descrito por
Santiago, esto me hace recordar las ocasiones en que en el
transporte público he visto a ciertos “caballeros” que, a fin
de no ceder su asiento, fingen estar dormidos cuando ven
que se aproxima a ellos alguna dama de edad avanzada o
incluso una mujer embarazada. Sueño que, curiosamente,
desaparece como por acto de magia cuando la que
“necesita” el asiento es una joven atractiva. ¿Podría tal
conducta siquiera parecerse a lo que implica vivir de
acuerdo con unos principios?
Puesto que la meta a alcanzar es la semejanza a Dios,
quien no hace acepción de personas (Deu. 10: 17-19; Efe. 6:
9), puesto que el único que merece recibir gloria y honor es
Jesús (San. 2: 1), Santiago espera que sus lectores vivan
siguiendo el ejemplo y ejerciendo una fe como la de Jesús
también.4 Ejemplo que, en su momento, el mismo Santiago
puso en práctica al declarar que el propósito de Dios era
conceder a los gentiles los mismos privilegios y bendiciones
que se habían otorgado a los judíos (Hech. 15: 13-21).5
Ahora bien, aunque en primera instancia pueda parecer
que el lugar y el momento al que Santiago se refiere es la
sinagoga durante la hora del culto,6 existe otra posibilidad
que, además de útil, me parece mucho más congruente con
el marco de la epístola y con la misma terminología usada
por nuestro autor. Asumiendo que la persona de atuendo
lujoso no es un miembro de la comunidad de creyentes,7 la
situación referida en estos versículos cuadra mejor con la de
un proceso judicial. Una clase de proceso que los judíos en
general también acostumbraban realizar en las sinagogas
(Luc. 12: 11). Gracias a la evidencia del Nuevo Testamento y
otros escritos judíos de la época, hoy se sabe que, a
menudo, las sinagogas funcionaban también como
tribunales judiciales, tal como el siguiente texto rabínico lo
ilustra:
¿Cómo sabemos que si dos vienen al tribunal, uno vestido con andrajos y el
otro con lino fino, ellos [el tribunal] deberían decirle a él [el hombre bien
vestido]: «Vístete como él, o vístelo como tú»?8

De hecho, si tenemos en cuenta el contexto de todos los


pasajes del Nuevo Testamento donde se menciona que Dios
no hace acepción de personas, notaremos que esta
afirmación siempre aparece en el contexto de la aplicación
divina de la justicia, prácticamente a manera de una
resolución judicial (compare San. 2: 1 con Rom. 2: 11; Efe.
6: 9 y Col. 3: 25). Este mismo contexto también se detecta
en nuestro pasaje: «¿No os oprimen los ricos y no son ellos
los mismos que os arrastran a los tribunales?» (San. 2: 6).
Tampoco es casualidad, pues, que el mandamiento de
amar al prójimo (Lev. 19: 18) se haya dado originalmente en
un contexto similar. Note qué dice Levítico 19 tan solo tres
versículos antes de dicho mandato: «No cometerás injusticia
en los juicios, ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al
grande: con justicia juzgarás a tu prójimo» (Lev. 19: 15).
Considerar la escena de Santiago 2 en un marco
semejante, por lo tanto, no solo nos ayuda a entenderla
mejor, sino que amplía nuestro ámbito de aplicación de la
misma. Al fin y al cabo, hemos de reconocer que, aunque
existen cristianos que considerarían incorrecto tratar con
desprecio a alguien en el templo, en especial durante la
hora del culto, su actitud en otras circunstancias, digamos
en el lugar de trabajo o a la hora de hacer un negocio, no
solo podría, sino que sería diferente.
Por ello, dada la gravedad y la naturaleza de este
problema, Santiago reprueba abiertamente al menos tres
acciones producto de esta conducta. Cuando alguien actúa
con exclusivismo y parcialidad no representa correctamente
el carácter de Dios (Sant. 2: 1-5). En segundo lugar, ponerse
del lado de los ricos, procurar “quedar bien” con aquellos
que «blasfeman» el nombre de Cristo, es ponerse,
irónicamente, del lado de los mismos opresores (vers. 6-7).
Finalmente, quienes actúan así no son únicamente
culpables de un comportamiento equivocado que solo
intenta guardar las apariencias, sino también de cometer
pecado (vers. 8-13). ¿Pecado? Sí, eso es lo que dice
claramente el texto. Hacer acepción de personas no es una
debilidad o un defecto de carácter, ni mucho menos puede
excusarse por ser una práctica común en la sociedad en la
que vivimos. ¡Es pecado! (Sant. 2: 9).9
Puesto que «el que se mofa del pobre afrenta a su
Hacedor, y el que se alegra por su calamidad no quedará
impune» (Prov. 17: 5; RV89), un comportamiento así
también es un insulto a Dios mismo. Por lo mismo,
previendo que incluso el mandato de «amar al prójimo»
pudiera llegar a usarse como excusa para el favoritismo,
Santiago no se limita a reprobarlo, sino que también
subraya los resultados, así como el contexto correcto del
mandato de amar al prójimo: «Si de veras cumplís la ley real
conforme a las Escrituras: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo, hacéis bien» (Sant. 2: 8, RV89; la cursiva es
nuestra).10
Dado que Santiago la menciona de nuevo, hablemos un
poco más sobre la ley y sobre su función en esta parte de la
epístola.
La Ley y el prójimo
Puesto que se dirige a una comunidad judía, Santiago
insiste en hablar de la ley de manera positiva, llamándola
ahora «ley suprema» (Sant. 2: 8) o, mejor dicho, «ley real»,
(algo más cercano al sentido original en griego). Desde su
perspectiva, para los cristianos, la voluntad de Dios tendría
que representar precisamente eso. Pero, además de citar el
mandamiento del amor al prójimo (Lev. l9: 18), al referirse a
la «ley real», Santiago tiene en mente otra sección
específica de la voluntad divina: la que solemos llamar «los
Diez Mandamientos» (Sant. 2: 11).11
Insistiendo a sus lectores que ambas secciones tenían que
ser parte de su estilo de vida, que Santiago les diga esto es
mucho más comprensible al recordar que, para los judíos, la
palabra ley (torah) no tenía connotaciones legales ni
jurídicas tal como las tiene en la actualidad.12 Para ellos, la
ley representaba, más bien, la enseñanza proveniente de
Dios. Sí, era la instrucción de un Dios cuyo deseo es que sus
hijos, al ponerla en práctica, además de beneficiarse,
puedan reflejar su carácter (Lev. 19: 2-4; 18: 4, 5; Deu. 6: 1-
9; Mat. 22: 36-40; 1 Juan 4: 8). Ese anhelo divino se cumplió
en Cristo ya desde su misma niñez:
«Cuando le preguntaban por qué no participaba en las diversiones de la
juventud de Nazaret, decía: “Escrito está: ‘Me he gozado en el camino de
tus testimonios, más que toda riqueza. En tus mandamientos meditaré,
consideraré tus caminos. Me regocijaré en tus estatutos: no me olvidaré de
tus palabras’”».13

Así pues, además resaltar la vigencia de la ley de Dios,


que Santiago aluda al decálogo parecería tener otro
propósito. Mientras que el decálogo presenta en su mismo
orden la importancia de la correcta relación con Dios (los
primeros cuatro mandamientos), así como el de las
relaciones interpersonales ideales (mandamientos del
quinto al décimo), al citarlo, nuestro autor subraya la verdad
universal de que el amor a Dios no puede estar separado del
amor incondicional al prójimo.
Sin entrar luego a definir qué leyes siguen vigentes y por
qué,14 Santiago nos lleva a reflexionar sobre la actitud que
hemos de asumir frente a la voluntad expresa de Dios. Por
cuanto el plan de Dios no ha cambiado, la ley continúa en el
mismo corazón del Pacto que él desea establecer con
nosotros, sus hijos: «Ahora, pues, si dais oído a mi voz y
guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro […].
Vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente santa…»
(Éxo. 19: 5, 6). Por ello, cuando comprendamos que la ley de
Dios, la «ley real», no es un mero código de deberes, y
cuando su voluntad se convierta verdaderamente en parte
de nuestro estilo de vida, comprenderemos también que la
ley y el evangelio no están en contraposición, ya que la
gracia no excluye en ningún momento a la obediencia, más
bien nos capacita para ella.
En suma, ya que «esa ley presupone una nueva manera de
vivir; unos principios más elevados de conducta y una
manera de ser religiosos bajo el presupuesto del amor, para
quien ama, la acepción de personas a causa de su estatus
económico no es posible. Quien ama solo se fija en que la
otra persona es su prójimo».15 Algo que, considerando el
lenguaje usado por el mismo Santiago, puede decirse que
equivale entonces a «vivir como reyes».

El amor y el prójimo
Una vez que hemos entendido que favorecer a un grupo
por encima de otro no es en absoluto vivir de acuerdo con
los principios de la «ley real», me parece que estamos listos
para abundar un poco más sobre lo que en realidad implica
amar al prójimo.
Amar al prójimo es, sin duda, la norma ética por
excelencia del cristianismo. De ahí que Jesús mismo
sintetizara «toda la ley y los profetas» en esa declaración
(Mat. 22: 40). Entender esto llevó un día a Agustín de
Hipona a acuñar su famosa frase: «Ama y haz lo que
quieras». En efecto, puesto que Santiago también llama a la
ley de Dios «la ley de la libertad» (2: 12), observarla es
ejercer la libertad que el Señor mismo nos concede para
hacer su voluntad; voluntad cuyo propósito incluye
liberarnos de nuestros intereses egoístas y capacitarnos
para amar al prójimo y servirlo. Y es que, pese a estar
obviamente relacionado con las emociones, el amor bíblico
no es un sentimiento, sino un principio.16
Sí, «amar» tiene que ver mucho más con nuestra actitud
hacia Dios y los demás, y con las acciones motivadas por
dicha actitud, que con lo que sentimos. ¿Necesita más
evidencias bíblicas al respecto? Considere entonces que
Cristo pidió a sus seguidores que amaran a sus enemigos
(Luc. 6: 27). Si amar en la Biblia solo tuviera que ver con los
sentimientos, ¿significaría esto que un cristiano genuino es
aquel que siente “algo agradable” por los que lo maltratan u
ofenden? ¿Quieren decir estas palabras que, pese a que
alguien le haga daño a su familia, usted tendría el deber de
sentir aprecio por el agresor? ¿Y qué sucedería si llegaran a
quitarle la vida a su hijo? Aun así, por el hecho de ser
cristiano, ¿estaría usted obligado a sentir algo “bueno” por
el asesino?
Lejos de hablarnos de un ideal inalcanzable, este versículo
demuestra de manera práctica qué significa en realidad
amar a los enemigos. Sin pedir que experimentemos un
“sentimiento”, sino que llevemos a cabo una serie de
acciones concretas (bendecirlos, hacerles bien y orar por
ellos), es claro que el amor bíblico tampoco tiene que ver
aquí con sentir algo, sino con hacer algo; razonamiento que
seguramente entendieron los oyentes originales de Cristo y
es ejemplificado por la siguiente historia.17
En el año 2003, un pastor adventista, su esposa y su hijo
fueron asesinados en la isla de Palau (cerca de Filipinas),
donde servían como misioneros. Aunque la enorme tragedia
que esto representó para sus familiares puede resultarnos
difícil de imaginar, todavía más difícil es entender la actitud
que la madre de aquel pastor asumió durante el funeral de
sus familiares.
Fuera de programa, y con un aplomo que solo la paz
proveniente de Dios puede dar, esta dama pasó al frente y
contó que había visitado, en la cárcel, al asesino de su
familia a fin ofrecerle su perdón. Tras ello, siendo que la
madre del asesino estaba presente en el funeral, se dirigió a
ella diciéndole que la entendía, ya que, de alguna forma,
ambas sufrían en ese momento la pérdida de un hijo.
Acto seguido, aquella admirable mujer solicitó a la
comunidad de Palau presente que no tomara represalias en
contra de esa mujer o sus familiares (algo que se permite y
es relativamente común en aquel lugar); acción que, igual
que las anteriores, no deja de causarme admiración, pero
que también me intrigó durante varios años. Sobre todo
porque, aunque la conozco, nunca tuve la oportunidad de
preguntarle qué sintió cuando tuvo frente a ella al asesino.
Ni siquiera me resultaba fácil imaginarlo hasta que, meses
atrás, una dama me contó que ella sí había podido
preguntárselo. En su lugar, ¿cuál habría sido la reacción más
lógica que usted habría tenido al conocer al asesino de su
familia? ¿Realmente cree que en ese momento le habría
sido posible sentir algo agradable hacia quien le había
causado tanto daño?
¿No? Pues a ella tampoco. Sin embargo, pese a no sentir
nada agradable, al proceder de la forma como lo hizo, las
acciones y la actitud de esta cristiana sin duda son un
notable ejemplo de lo que es el amor bíblico. Amor que, al
provenir de Dios, no se limita a sentir algo, sino que capacita
al que lo posee para hacer algo, incluso por aquellos que, de
otra forma, solo nos provocarían emociones negativas.
En efecto, el amor no es un sentimiento, es un principio y,
por lo tanto, el amor no hace acepción de personas, ni
mucho menos procura dañar o destruir.18 Bien al contrario,
debido a que nos hace responsables de nuestro prójimo, el
amor que Dios ha puesto en nosotros por su Espíritu, aquel
que se demuestra poniendo en práctica la «ley real»,
debiera contribuir a la construcción de comunidades
cristianas más unidas y más fuertes. ¿No le parece?
Por ello, siendo que las expectativas que incluso muchos
incrédulos tienen de la vida cristiana están determinadas
por la sinceridad del amor que observan que brindamos a
quienes nos rodean, nunca hemos de olvidar que la única
forma de practicar dicho amor es permitir que se produzca
como fruto directo de la obra del Espíritu Santo en nosotros.
No lo olvide, 1 Corintios 13 nunca será posible sin Gálatas
5:22.
Con toda razón, Santiago nos llama a recordar entonces:
«Así hablad y así haced, como los que habéis de ser
juzgados por la ley de la libertad, porque juicio sin
misericordia se hará con aquel que no haga misericordia; y
la misericordia triunfa sobre el juicio» (Sant. 2: 12, 13).
¿Y quién mejor que Cristo para ejemplificarnos esto
nuevamente? El siguiente retrato de su niñez así lo
demuestra:
«Con frecuencia se le preguntaba: ¿Por qué insistes en ser tan singular, tan
diferente de nosotros todos? Escrito está, decía: “Bienaventurados los
íntegros de camino, los que andan en la ley de Jehová. Bienaventurados los
que guardan sus testimonios, y con todo el corazón lo buscan: pues no
hacen maldad los que andan en sus caminos”. […] Repetidas veces se le
preguntaba: “¿Por qué te sometes a tantos desprecios, aun de parte de
tus hermanos?” “Escrito está”, decía: ‘Hijo mío, no te olvides de mi ley; y
tu corazón guarde mis mandamientos: porque largura de días, y años de
vida y paz te aumentarán. Misericordia y verdad no te desamparen; átalas
a tu cuello, escríbelas en la tabla de tu corazón: y hallarás gracia y buena
opinión en los ojos de Dios y de los hombres’”».19

Puesto que al ser evaluada de acuerdo a la ley de Dios no


había nada en la vida de Cristo que lo acusara de practicar
favoritismos o de no haber amado a Dios y al prójimo, poco
antes de su muerte, pudo decir: «Viene el príncipe de este
mundo y él nada tiene en mí» (Juan 14: 30). ¡Tal fue el
veredicto en torno al caso de quien siempre vivió
practicando en la tierra los principios del reino celestial!

Conclusión
Hace algunos años, el Creador me dio el privilegio y la
responsabilidad de convertirme en padre. ¡Jamás olvidaré
aquella hermosa mañana en la que, tras conocer a mi
primogénita, todas las nubes parecían dibujar su rostro!
Tiempo después, el Señor tuvo a bien concederme otra
bendición: la oportunidad de ser profesor de Teología. Y
aunque no tengo la menor duda de que ambas funciones
son valiosas, es un hecho que, debido a sus implicaciones,
mi labor como padre ciertamente es de mucha mayor
importancia que mi actividad docente. Lo es, porque mi
labor como padre tiene que ver con lo que soy, mientras que
la docencia tiene que ver más con lo que hago.
Pues bien, si semejante razonamiento es correcto,
permítame entonces aplicarlo a la naturaleza de la ley y al
estilo de vida del cual nos ha estado hablando Santiago.
Siendo que la ley de Dios también tiene la función de
instruirnos y darnos a conocer el carácter del Padre celestial,
al referirse a la ley como el antídoto en contra del
favoritismo, Santiago tiene un propósito definido. Su
objetivo es que entendamos que la eficacia de la ley no
depende de un mero conocimiento de sus enseñanzas o de
nuestra admiración por su naturaleza didáctica. Lo que él
espera es que recordemos que, así como el privilegio de ser
padre es mayor que el de ser maestro, la función que la ley
tiene de revelar el carácter del Padre celestial también es
mucho más importante, ya que dicha revelación tendría que
repercutir ciertamente en lo que hacemos, pero sobre todo
en lo que somos.
Que aplicar siempre imparcialmente los principios de la
ley en nuestro trato con el resto de sus hijos venga a ser lo
que Dios espera: otro medio eficaz por el cual, usted y yo,
miembros de su «corte real», podamos revelar el carácter de
Aquel que nunca hace acepción de personas. ¡Es tiempo de
vivir como reyes!

Referencias
1. Sópater, de Berea; los Tesalonicenses, Aristarco y Segundo; Gayo de Derbe; y
de Asia, Tíquico y Trófimo (Hech. 20: 4).
2. La discriminación a causa de la vestimenta puede entenderse mejor al saber
que los romanos acostumbraban dar a sus esclavos solo un vestido nuevo al año.
De hecho, siendo que su vestimenta ordinaria era una especie de taparrabo, a los
esclavos se les solía llamar “los que están desnudos”. Para más detalles véase
Guillles Becquet y otros, La carta de Santiago: Lectura socio-lingüística (Navarra
España: Verbo Divino, 1988), pág. 34. Asimismo, la expresión «ropa lujosa» alude
a la vestimenta de un dignatario público que, en el mundo greco-romano, incluía
las togas usadas por sus altos funcionarios.
3. En el original griego, la expresión “distinción de personas” aparece en plural.
Esto implica que Santiago conocía varias manifestaciones de parcialidad
practicadas por sus lectores, siendo el ejemplo usado en estos versículos solo una
de las manifestaciones de dicha tendencia. Esta expresión, gráfica como pocas,
literalmente, significa “levantar el rostro” de alguien, tal como se hacía cuando una
persona levantaba la cabeza de quien se postraba ante ella en señal de un saludo
respetuoso.
4. Aunque en la mayoría de las versiones dice «fe en nuestro en nuestro glorioso
Señor» y, según algunos especialistas, dicha traducción posiblemente sea
correcta, el texto griego literalmente dice «fe de nuestro glorioso Señor» (San. 2:
1).
5. «Si aquellos que se declaran ser los sucesores de Pedro hubieran seguido su
ejemplo, habrían estado siempre contentos con mantenerse iguales a sus
hermanos» (Elena G. de White, Los hechos de los apóstoles, cap. 19, pág. 145).
6. La palabra ‘congregación’, en griego bíblico, es “sinagoga” (synagogé).
7. En la literatura especializada el debate sobre la identidad de los ricos
mencionados en Santiago es muy intenso. Aquí asumo la postura de que no son
cristianos. Una buena defensa de esta postura se halla en George M. Stulac, «Who
are “The Rich” in James?» en Presbyterion 16/2 (1990), págs. 89-102.
8. Talmud babilónico Shebu’ot 31a. Según esta misma fuente, cuando dos
personas como estas se presentaban ante el tribunal, ambas eran invitadas a
tomar asiento (Shebu’ot 30b). Sin embargo, yendo en contra de esta costumbre
rabínica, Santiago denuncia que sus lectores han llegado al punto de ordenar al
pobre que se quede de pie o, lo que es peor, decirle: «Siéntate bajo el estrado de
mis pies» (traducción mía). Orden que delata que al pobre se lo tenía en tan poca
estima que podía estar, figuradamente hablando, bajo el escalón sobre el cual un
gobernante descansaba sus pies, algo equivalente a ocupar la posición de un
enemigo derrotado (vea Sal. 110: 1).
9. Dicha conclusión también es respaldada por el hecho de que, en los versículos 9
y 11, Santiago llama «transgresor», tanto al que desobedece la ley, como al que
hace acepción de personas.
10. Las razones de esta denuncia son más claras al notar cómo usa Santiago los
verbos en esta sección. Reprobando que al rico se le permita continuamente
sentarse en el lugar de honor, mientras que al pobre habitualmente se lo mantiene
sentado en el suelo (2: 3), Santiago espera que el comportamiento de sus lectores
no se caracterice por mantener una actitud discriminatoria como esa (2: 1), sino
por la práctica de mostrar siempre amor al prójimo (2: 8). Este versículo, al usar la
misma palabra para calificar esta práctica, así como el tipo de «lugar» ofrecido al
rico (kalós, en ambos casos), también contrasta lo que Santiago esperaba que sus
lectores hicieran con lo que en realidad estaban haciendo.
11. «El apóstol Santiago, que escribió después de la muerte de Cristo, habla del
Decálogo como de la “ley real”, y de la “ley perfecta, la ley de libertad”» (Elena G.
de White, El conflicto de los siglos, cap. 28, pág. 460). (Éxo. 34:28; Deut. 4:13).
Es «real» o «suprema» porque el resto de los principios que han de gobernar
nuestras relaciones están subordinados y englobados en ella.
12. Para más detalles, véase Alejo Aguilar, Búsquenme y vivirán (México, D. F.:
Gema editores, 2011), págs. 41-53.
13. El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 71.
14. La mentalidad hebrea no clasifica las leyes en morales, ceremoniales, civiles o
de salud, ya que todas por igual son mandatos del mismo Dios.
15. Giacomo Cassese, Epístolas universales (Minneapolis: Augsburg Fortress,
2007), pág. 20.
16. «El amor es un precioso don que recibimos de Jesús. El afecto puro y santo no
es un sentimiento, sino un principio. Los que son movidos por el amor verdadero
no carecen de juicio ni son ciegos. Enseñados por el Espíritu Santo, aman
supremamente a Dios y a su prójimo como a sí mismos» (Elena G. de White, El
ministerio de curación, pág. 277).
17. Tal como aparece en: «The de Paiva Forgiveness Story: Forgiving the
Unthinkable», Adventist Affirm 18/2 (verano, 2004), disponible en
http://www.adventistsaffirm.org/article.php?id=129.
18. Esto puede verse extraordinariamente en las siguientes palabras de Jesús: «Y
Jesús decía: -Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen...» (Luc. 23:34).
Efectivamente, la Biblia no dice que Cristo haya sentido algo bondadoso por
quienes lo estaban torturando, pero sí nos aclara que tuvo una actitud que, pese a
experimentar los más agudos dolores, le llevó a orar pidiendo por su perdón.
19. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, págs. 71, 72.
6
La evidencia de que
estamos vivos

A
quel momento en compañía de los niños
seguramente fue una especie de oasis para él. Sin
embargo, tras haber declarado que el reino de los
cielos es de los niños, Jesús supo que era momento de
emprender nuevamente su camino. Sin embargo, apenas
había avanzado un poco, un joven lo alcanzó corriendo. Acto
que habría sido impropio de una persona adulta, pero no
para aquel joven, a quien parecía urgirle un encuentro con
Cristo. Una vez que lo alcanza, pregunta a Jesús de manera
respetuosa: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida
eterna?».
Desconozco su nombre, pero sé que el joven que hizo esta
pregunta era alguien que gozaba de una buena posición
social y poseía muchas riquezas. Habiendo seguido de cerca
las acciones de Cristo, en cierto momento había llegado a
pasar por su mente la idea de ser discípulo suyo. Por eso, al
saber que ese día pasaría cerca, decidió que por ningún
motivo perdería la oportunidad de encontrarse con él.
Jesús supo de inmediato que una pregunta tan directa y
sincera merecía una respuesta similar; así que procedió a
hablarle de la obediencia a los mandamientos de Dios,
especialmente aquellos que muestran el deber del hombre
para con sus semejantes: «No adulteres», «no mates»,
etcétera.
«¿Eso es todo?», replicó aquel joven con un aire de
autosuficiencia. «La verdad es que todo eso lo he practicado
desde que tengo uso de razón». Pero, aunque no lo expresa
verbalmente, en su mente la respuesta de Jesús no lo ha
dejado satisfecho: «¿Habrá algo que aún me esté haciendo
falta? Esperaba que tú, que eres un gran maestro, me lo
dijeras».
Pese a saber lo que estaba pensando, Cristo lo miró con
amor y le dijo que, en realidad, sí había una cosa que aún le
faltaba: «Ve, vende todo lo que tienes, y dáselo a los
pobres».
A primera vista, esta petición suena muy exigente. No
obstante, si lo meditas, también fue muy lógica. Cristo
quería decirle: «Si lo que tienes (tus posesiones) y lo que
dices hacer (tus creencias) no te hacen feliz, déjalas y
cámbialas por algo mejor». Paradójicamente, a fin de llenar
su vacío, lo que aquel joven necesitaba en realidad era
“vaciarse”.
Puesto que la influencia de este príncipe habría
contribuido notablemente a representarlo ante los hombres,
Cristo no solo anhelaba hacerle comprender que la
verdadera devoción a Dios ha de manifestarse en actos de
bondad concretos, sino que, al actuar así, un día su carácter
llegaría a ser semejante al suyo. Sí, le faltaba una sola cosa,
pero era un principio vital. Necesitaba el amor de Dios en el
alma y, de no suplir esta carencia, su egoísmo se fortalecería
y podría llevarlo a perderse. Las palabras de Cristo, por lo
tanto, también fueron una especie de prueba. Una prueba
que le planteaba si había de elegir el tesoro celestial o la
grandeza mundana.
El príncipe comprendió lo que implicaban las palabras de
Cristo y, por eso mismo, se entristeció. Quería alcanzar la
vida eterna, el tesoro celestial, pero también quería las
ventajas temporales que le proporcionaban sus riquezas. ¡Le
costaba tanto aceptar que los bienes que poseía le habían
sido confiados para mostrarse como un fiel mayordomo y
para administrarlos en beneficio de los necesitados!
En efecto, que Dios nos conceda abundancia de recursos
materiales, así como talentos y oportunidades, tiene el
propósito de que seamos sus instrumentos para ayudar a los
pobres y dolientes. Por eso, quien emplea los bienes que le
han sido confiados como Dios espera también viene a ser un
colaborador en la ganancia de almas porque con sus actos
representa el carácter del mismo Salvador.
Esa fue la razón por la que Jesús se refirió en primera
instancia a la observancia de la ley divina. Este joven tenía
que entender que aún no amaba a su prójimo como a sí
mismo y que no se es creyente en la medida en que se es
fiel a un credo, sino en la medida en que se ama a Dios y al
prójimo. De haberlo entendido, la orden de Jesús de vender
lo que tenía y dárselo a los pobres no lo habría desanimado,
ni mucho menos habría sido un impedimento para seguirlo.
Bastaría con que hubiera decidido aprovechar la
oportunidad que sus riquezas le daban de suplir las
necesidades de los pobres, además de ser mucho más feliz,
también habría demostrado realmente que su fe en Cristo
era una “fe viva”.

Santiago 2: una mirada global


Una forma de sintetizar el contenido del capítulo 2 de
Santiago sería verlo simplemente como el desarrollo de
Santiago 1: 27: «La religión pura y sin mancha delante de
Dios el Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en
sus tribulaciones y guardarse sin mancha del mundo».
Pero, aunque al inicio del capítulo 2 Santiago resalta
nuevamente su interés por los pobres (vers. 1-9), en esta
ocasión no lo hace denunciando al rico, sino reprobando las
acciones de los miembros de iglesia que, careciendo de este
mismo interés, manifestaban más bien su favoritismo por
los ricos. Dado que estos dejaron que sus prejuicios los
llevaran a estar del lado de quienes oprimen a sus
hermanos, Santiago protesta enérgicamente contra dicho
comportamiento. No cabe duda de que esa conducta
distaba mucho de la «religión pura y sin mancha», la
religión que es sensible a las necesidades de los huérfanos y
a las viudas, y no de los que producen sus tribulaciones.
Tal razonamiento es, por tanto, magistralmente ampliado
en la segunda parte del capítulo 2, mediante una singular
exposición de la relación que hay en la vida cristiana entre
la fe y las obras (vers. 14-26). Y esta es, precisamente, la
sección que nos dedicaremos a estudiar a continuación.

¿Santiago contra Pablo?


Dado que tal vez esta sea la sección más conocida del
libro, sobre todo porque muchos han visto en ella un
aparente debate entre Santiago y Pablo sobre el papel de las
“obras”, obviar esa cuestión en nuestro estudio no sería
sensato.1 Considerando el propósito con que se escribió y el
año en que se redactó, personalmente, creo que la carta de
Santiago jamás tuvo la intención de oponerse a la postura
teológica del apóstol Pablo. Dado que su “campo de batalla”
es diferente y el conflicto que enfrenta es otro, cuando
Santiago habla de las obras, como veremos más adelante,
definitivamente está pensando en algo diferente a lo
expuesto por Pablo.2
Por lo tanto, a fin de tratar con justicia a Santiago, es
evidente que no hemos de ver su comprensión de la fe y las
obras como una repetición de los argumentos de Pablo. Pero
tampoco como una crítica o refutación de los mismos, sino
como un testimonio distinto sobre cómo ha de ser el
cristianismo de manera práctica.3
De ahí que, aunque tuviéramos que aceptar la existencia
de una aparente contradicción entre ambas posturas,4 sería
posible encontrar que Santiago tiene en mente otra
intención.5 Veamos pues, con mayor detenimiento, qué dice
realmente nuestro autor al respecto en esta sección.

¿Tiene fe o practica la fe?


Para llamar la atención de sus lectores y desafiarlos a vivir
una religión que evidencie que su fe realmente está viva,
Santiago comienza a debatir con un oponente imaginario:
«Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras. Muéstrame
tu fe sin tus obras y yo te mostraré mi fe por mis obras”»
(Sant. 2: 18). De esta forma, mediante este recurso literario
llamado diatriba, nuestro autor pretende que la acalorada
discusión entre él y su contrincante, además de percibir el
contraste entre ambas posturas, permita que su auditorio
responda dos preguntas fundamentales: «Hermanos míos,
¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe y no tiene
obras? ¿Podrá la fe salvarlo?» (vers. 14).
Siendo que en el capítulo 2 dedicamos tiempo para hablar
sobre la fe, repasemos un poco lo que aprendimos ahí, a fin
de construir sobre esa base nuestra comprensión de esta
importante sección sobre la fe.6 Entre las cosas que
aprendimos al respecto de la fe en aquel momento destaca
el hecho de esta no consiste en la mera profesión de un
conjunto de creencias, ni es el hábito de ejercer un
“pensamiento positivo”. Dada su singular y dinámica
naturaleza, para Santiago la fe ha de ejercitarse y también
evaluarse. Y es precisamente debido a las circunstancias
adversas que enfrentaban sus lectores que Santiago les ha
dicho que la fe tiene que ser productiva (Sant. 1: 3, 6; 5: 15)
y que ha de manifestarse en las acciones concretas de un
estilo de vida fiel a la voluntad de Dios (compare con Mat. 7:
15-21).
Lo que Santiago añade ahora a nuestra comprensión de la
fe es que, ciertamente, tiene que partir de la aceptación de
la existencia de Dios (2: 19),7 pero no puede quedarse ahí,
ya que hacerlo nos asemejaría a los demonios.8 Para
Santiago, por lo tanto, la fe se define como una respuesta a
la existencia de Dios, sí, pero sus efectos han de llevar al
cristiano a manifestar en su vida actos concretos de servicio
y amabilidad al prójimo: «Y si un hermano o una hermana
están desnudos y tienen necesidad del mantenimiento de
cada día, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos
y saciaos”, pero no les dais las cosas que son necesarias
para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?» (Sant. 2: 15, 16;
compare con 1 Juan 4: 20).9
Si es un acto que proviene del corazón y no tiene el objeto
de ganar méritos ante Dios, el interés por colaborar en
satisfacer las necesidades materiales de otros ha de
traducirse en un estilo de vida caracterizado también por la
justicia y la misericordia (Sant. 2: 1-13). Resulta obvio una
vez que comprendamos que la fe, además de con que el
cristiano acepte la salvación, tiene que ver con entender que
toda la vida ha de consistir en el ejercicio de la fe. Por ello,
siendo que «la fe es un movimiento hacia Dios impulsado
por él mismo»,10 y puesto que, gracias a la obra del Espíritu
Santo, se traduce en fidelidad y amor en nuestra relación
con Dios y nuestros semejantes, pensar que las obras no
tienen nada que ver con ella resultaría ilógico.
Tan ilógico, ciertamente, como tener ante nosotros a un
hermano agobiado por graves problemas económicos e
incluso pasando frío, y limitarnos a decirle: «Bueno, espero
que las cosas mejoren pronto para ti. Ah, ¡y no olvides
arroparte! Sería una pena que también enfermaras» (mi
paráfrasis de Santiago 2: 15, 16).
Este es un cuadro diametralmente opuesto a la práctica
de la fe expuesta por Santiago. Una fe que, semejante a lo
que sucede cuando los rayos del sol pasan a través de un
vidrio de aumento, no solo debería ser capaz de producir
calor en el lugar hacia donde se apunte con él, sino incluso
fuego. ¡Cuánto bien haríamos si nuestra fe irradiara de
manera parecida el “calor” que Dios desea brindar a los
necesitados!

Así es la vida
Siempre me ha llamado la atención la sección titulada
«Así es la vida» de una conocida revista que ilustra de
manera singular y muy jocosa muchas de las situaciones
que a veces se nos presentan. Debido a que son verídicas y
sumamente gráficas, más de una vez, reflexionar sobre las
singulares situaciones narradas en dicha sección me ha
hecho asentir mentalmente: «En efecto, “así es la vida”».
Pues bien, ya que una imagen habla más que mil palabras,
Santiago también echa mano del recurso de ilustrar de
manera gráfica cómo tendría que ser la vida cristiana.
Por lo tanto, teniendo en cuenta lo que Santiago nos ha
dicho hasta este punto de su carta, resulta evidente que la
imagen que él tiene de la religión, sin lugar a dudas, tiene
que ver con la práctica de las buenas obras, ya que estas
son la mejor prueba de la existencia de una fe viva y
genuina: «Así también la fe, si no tiene obras, está
completamente muerta» (Sant. 2: 17).
Que la intención de Santiago es aclarar que, tal como no
podemos vivir sin que en nuestro cuerpo haya aliento de
vida, tampoco lo puede hacer una fe sin obras, es evidente
por la enérgica forma en que se dirige a su interlocutor
imaginario: «No seas tonto, y reconoce que si la fe que uno
tiene no va acompañada de hechos, es una fe inútil» (Sant.
2: 20, DHH; vea también 2: 26).
«¿No te das cuenta», pregunta Santiago a su contrincante,
«que la fe actúa en conjunción con las obras y que la fe se
perfecciona por ellas?» (ver Sant. 2: 22). Y aunque en varias
traducciones de la Biblia el verbo ‘actuar’ aparece en
pasado, Santiago se refiere a la participación de las obras
como una acción presente y continua, que corre en paralelo
con el ejercicio de la fe.
En palabras de William Booth, fundador del Ejército de la
Salvación, «la fe y las obras Tendrían que andar lado a lado,
como un paso sigue a otro, como las piernas de un hombre
al andar. Primero la fe y después las obras, luego la fe y de
nuevo las obras… hasta que es casi imposible distinguir la
una de las otras».
Por eso, al ser la expresión externa de nuestra fe, la mayor
evidencia de que espiritualmente estamos vivos, las obras a
las que se refiere Santiago son aquellas que cumplen
específicamente la «ley perfecta, la de la libertad» (Sant. 1:
25), es decir, la «ley real», la cual incluye, por supuesto,
amar al prójimo (Sant. 2: 8). En consecuencia, a fin de
entender con mayor claridad este texto, bien podríamos
añadir la expresión ‘de amor’ a la palabra ‘obras’, resultando
entonces lo siguiente: «La fe sin obras de amor está
muerta». Estas son las obras a las que se refiere Santiago de
forma particular, las obras motivadas por el amor, y no por
el apego a algún ceremonial o a «las obras de la ley» en
general; obras que, una vez más, caracterizaron la vida de
nuestro Salvador:
«Cristo no era exclusivista, y había ofendido especialmente a los fariseos al
apartarse, en este respecto, de sus rígidas reglas. Halló al dominio de la
religión rodeado por altas murallas de separación, como si fuera demasiado
sagrado para la vida diaria, y derribó esos muros de separación. En su
trato con los hombres, no preguntaba: “¿Cuál es vuestro credo? ¿A qué
iglesia pertenecéis?” Ejercía su facultad de ayudar en favor de todos los
que necesitaban ayuda. […] Enseñaba que la religión pura y sin mácula no
está destinada solamente a horas fijas y ocasiones especiales. En todo
momento y lugar, manifestaba amante interés por los hombres, y difundía
en derredor suyo la luz de una piedad alegre».11

En suma, la fe de la que nos ha venido hablando Santiago


no tiene espacio para la acepción de personas (Sant. 2: 1),
pero tendría que disponer de abundante espacio para las
obras desinteresadas en favor de nuestro prójimo,
especialmente aquellos más necesitados: «¿No ves que la fe
actuó juntamente con sus obras y que la fe se perfeccionó
por las obras?» (Sant. 2: 22, la cursiva es nuestra). En
efecto, solo cuando la fe va acompañada de un interés por el
bienestar de todos Santiago puede decir que aquella ha
alcanzado su plenitud, que al fin está completa.12 Esa es,
definitivamente la plenitud que tendría que verse en la vida
de quienes profesamos conocer a Cristo (Mat. 5: 14-16). No
sea que propiciemos que los que están a nuestro alrededor
piensen como aquel niño cuya madre, una mujer muy
piadosa y extremadamente cuidadosa con la higiene, lo
advertía contra los gérmenes. «¡Gérmenes y Jesús!
¡Gérmenes y Jesús!», rezongó un día el niño. «¡Eso es lo
único que oigo en esta casa. ¡Pero la verdad es que nunca
he visto a ninguno de ellos!
Efectivamente, en lo que a la práctica del cristianismo se
refiere, así es la vida en ocasiones. Pero, que en su caso y el
mío, el Señor nos ayude a que esto sea diferente.

¿Ha sido justificado o vive justificado?


En consecuencia, al compararlo con otras partes del
Nuevo Testamento, el sentido del adjetivo ‘justificado’
también es diferente para nuestro autor: «Vosotros veis,
pues, que el hombre es justificado por las obras y no
solamente por la fe» (San. 2: 24). Desde esta perspectiva,
ser «justificado» es la confirmación de la existencia de actos
de amor y compasión en la vida del cristiano. Por ello, el uso
de esta palabra en Santiago no tiene que ver con el contexto
forense o judicial que le da Pablo, sino con el
reconocimiento divino de que alguien es obediente, servicial
y bondadoso. De ahí el uso de los ejemplos de Rahab y
Abraham: «¿No fue justificado por las obras Abraham
nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar?
¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras y que la fe
se perfeccionó por las obras?». «Asimismo, Rahab, la
ramera, ¿no fue acaso justificada por obras, cuando recibió a
los mensajeros y los envió por otro camino?» (San. 2: 21, 22.
25).
Que nuestro autor use como ejemplo la obediencia de
Abraham, aquel cuya fe fue validada espectacularmente por
sus obras, parece algo de lo más normal. Pero ¿qué diremos
en el caso de Rahab? ¿Puede ser su vida, en este caso, un
buen ejemplo respecto de la ética cristiana?13 Dado que el
relato de lo que hizo Rahab en favor de los exploradores
israelitas destaca su hospitalidad, su mención aquí es muy
útil para ilustrar una conducta totalmente contraria al
favoritismo denunciado al inicio de este mismo capítulo.14
En consecuencia, es un buen ejemplo de que sin obras la fe
sería una contradicción.
Sí, dado que en la Biblia escuchar implica obedecer,
hacerlo de todo corazón y por amor a nuestro Salvador (Juan
14: 15), guardar el mandamiento de amar al prójimo
también es sumamente importante para Dios. Siendo un
medio para demostrar que su amor no solo es real, sino que
también tiene el poder de transformar vidas, Dios espera,
pues, que los actos de quienes afirman ser sus hijos
vindiquen su carácter; algo en lo que nuevamente Jesús nos
lleva la delantera:
«Jesús obraba para aliviar todo caso de sufrimiento que viese. Tenía poco
dinero que dar, pero con frecuencia se privaba de alimento a fin de aliviar a
aquellos que parecían más necesitados que él. Sus hermanos sentían que
la influencia de él contrarrestaba fuertemente la suya. Poseía un tacto que
ninguno de ellos tenía ni deseaba tener. Cuando ellos hablaban duramente
a los pobres seres degradados, Jesús buscaba a estas mismas personas y
les dirigía palabras de aliento. Daba un vaso de agua fría a los
menesterosos y ponía quedamente su propia comida en sus manos. Y
mientras aliviaba sus sufrimientos, asociaba con sus actos de misericordia
las verdades que enseñaba, y así quedaban grabadas en la memoria».15

Un cuadro que ilustra bien que Cristo esperaba este fuera


también el comportamiento de sus seguidores es el que se
presenta en la parábola de “Lázaro y el hombre rico” (Luc.
16: 19-31). Según este relato, había un hombre adinerado
que todos los días ofrecía espléndidos banquetes, sin
importarle que Lázaro, un pobre que se sentaba a su puerta,
ansiara saciar su hambre aunque fuera comiendo las
migajas que caían de su mesa.
Un día el pobre murió y los ángeles lo llevaron a sentarse
al lado de Abraham, cosa que no sucedió con aquel rico
insensible quien, al morir, fue llevado al «Hades».16 Y fue
ahí, mientras el rico era atormentado en ese lugar, que
decidió pedir a Abraham que permitiera a Lázaro mitigar su
sufrimiento, petición a la que Abraham contestó diciendo:
«Hijo, acuérdate que en vida tú recibiste tu parte de bienes,
y Lázaro su parte de males. Ahora él recibe consuelo aquí, y
tú sufres». «Bueno, entonces envía a Lázaro para que
advierta a mis familiares y no corran así la misma suerte que
yo», replicó entonces el rico. Pero Abraham le respondió:
«Ellos ya tienen lo escrito por Moisés y los profetas: ¡que les
hagan caso! Si no quieren hacerles caso a ellos, tampoco
creerán aunque algún muerto resucite».
¿Fue creyente ese hombre? Sí. ¿Vivió una vida justa? Su
estancia en el Hades demuestra que no. Puesto que su fe
era superficial y no tuvo efecto sobre la totalidad de su vida,
lo que le pasó nos enseña que si nuestra fe no va
acompañada de acciones, tarde o temprano eso también
tendrá repercusiones en nuestro futuro.
Por lo tanto, así como las obras son la evidencia de una fe
viva y completa, al tiempo que en el juicio las obras
demostrarán la autenticidad de nuestra fe, además de
mostrar al universo el carácter justo de Dios, la vida de
quienes profesamos y practicamos esta fe también ha de ser
la prueba de la eficacia de su poder transformador. Ojalá
que ni a usted ni a mí nos pase como a aquellos habitantes
de una isla alejada de la civilización quienes, tras recibir
como regalo un hermoso reloj de sol, decidieron edificar una
choza especial, a fin de guardarlo y protegerlo dentro de
ella, decisión que, pese a sus buenas intenciones,
obviamente, hizo que ese valioso reloj no representara
beneficio alguno para ellos, ni para nadie más.
¿Es nuestra fe algo que en realidad puede verse en
nuestra conducta cotidiana? ¿Reflejan nuestras acciones en
favor de los demás la clase de fe que poseemos? Que por la
gracia de Dios nuestra fe se caracterice siempre por obras
de amor y bondad para con todos. ¡Practicar una fe así será
la mejor evidencia de que estamos vivos!

Referencias
1. Es en este marco que se acostumbra citar especialmente la actitud negativa
que Martín Lutero tuvo hacia esta epístola.
2. Tal es la conclusión de Joachim Jeremías, citada por Richard N. Longenecker en
su artículo «The “Faith of Abraham” Theme in Paul, James and Hebrews: A Study
in the Circumstantial Nature of New Testament Teaching» (“El tema de la ‘Fe de
Abraham’ en Pablo, Santiago y Hebreos: Estudio sobre la naturaleza circunstancial
de las enseñanzas del Nuevo Testamento”) en Journal of the Evangelical
Theological Society 20/3 (1977), pág. 206.
3. Luke Timothy Johnson, Brother of Jesus, Friend of God: Studies in the Letter of
James (Grand Rapids: Eerdmans, 2004), pág. 203.
4. Algunos ven en la expresión «justificado por la fe» (ek p ísteos) de Santiago 2:
24 una ineludible alusión a los escritos de Pablo, ya que él es el único otro autor del
Nuevo Testamento que la utiliza.
5. En palabras de Pedrito U. Maynard-Reid, la intención de Santiago es de
naturaleza ética, mientras que la de Pablo es teológica (Gu ía práctica para una
vida cristiana abundante en el libro de Santiago, pág. 121).
6. Solo en estos trece versículos (Sant. 2: 14-26), la palabra fe aparece once
veces.
7. La frase «Tú crees que Dios es uno» (Sant. 2: 19) es una clara alusión al
monoteísmo, cuya expresión más conocida se halla en Deuteronomio 6: 4 (el
shemá): «Oye, Israel: Jehová, nuestro Dios, Jehová uno es» (Walter C. Kaiser,
Duane Garrett, eds., NIV Archaeological Study Bible (Grand Rapids, Michigan:
Zondervan, 2005), pág. 2003. Véase también el comentario a Santiago 2:19 en la
obra de Donald W. Burdick.
8. El verbo «temblar» se usa en antiguos textos mágicos para referirse a los
efectos del exorcismo. Véase la discusión sobre esto en la obra de Sophie Laws,
«The Epistle of James» en Black’s New Testament Commentary (Hendrickson,
1993), págs. 126-128.
9. Ser pobre era común en aquellos días, lo triste e inaceptable es que esta
condición imperara (o al menos no fuera mitigada) en la iglesia de aquellos días,
debido a las acciones de sus propios miembros.
10. Cassese, pág. 21.
11. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 69.
12. Aunque es correcto traducir que la fe de Abraham «fue perfeccionada», el
verbo en voz pasiva usado aquí (teleióo) resulta más claro al traducirlo en su
forma más básica como: «fue completada». Condición que la fe de Abraham
alcanzó debido a que actuaba «juntamente con sus obras» (Sant. 2: 22).
13. Aunque más de uno considera que la mentira de Rahab ejemplifica y sustenta
la así llamada ética situacional (que “el fin justifica los medios”), tal
comportamiento no es avalado en ninguna parte de las Escrituras.
14. Aunque obviamente no reconocen como su mayor virtud ser un ancestro de
Cristo, las tradiciones rabínicas afirman que Rahab se casó con Josué. Y de esa
relación, según dichas tradiciones, provinieron destacados personajes como los
profetas Jeremías y Ezequiel.
15. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 69.
16. Existen ciertas parábolas rabínicas, más o menos contemporáneas de Jesús,
que cuentan historias muy semejantes a ésta. Según los expertos, el trasfondo de
la parábola en cuestión es, específicamente, el de «La historia de Sacme Camúas
en el más allá». Quienes han comparado los detalles entre este relato y el narrado
por Cristo dan fe de la gran similitud que existe entre ellos. Esto evidencia que
Jesucristo conocía bien la historia en cuestión y que la usó como lo que era: como
un elemento del folklore judío, sin duda muy popular en sus días. Su propósito al
hacerlo, sin embargo, no es avalar ninguna superstición, sino descalificar la
enseñanza de que es posible enmendar nuestras acciones en el “más allá฀,
puesto que el único tiempo para hacerlo es ahora, cuando hay vida. Para saber
más al respecto, vea Alejo Aguilar, pág. 159.
7
«En palabras de Jesús»

P
oco antes del comienzo de la Fiesta de las Cabañas,
en Jerusalén, mis hermanos y yo estábamos con Jesús,
listos para asistir a los festejos. Sin embargo, nos
extrañó que él no se estuviera preparando para viajar a la
capital, pues ningún judío acostumbraba a perderse esta
fiesta.
—¿Qué pasa? ¿No vienes con nosotros? —preguntó uno.
—Sí, tendrías que acompañarnos —insistió otros de mis
hermanos—. Conviene que tus seguidores de allá también
vean los “milagros” que haces.
Pero Jesús negó con la cabeza. Desde que hubo sanado al
paralítico de Betesda había decidido limitar su campo de
acción a Galilea y no asistir a las fiestas nacionales, a fin de
evitar un conflicto inútil con los dirigentes de Jerusalén.
Nosotros, sin embargo, concluimos que era un error de su
parte aislarse de los grandes y sabios de la nación. Creíamos
que aquellos hombres probablemente tenían razón y que
Jesús hacía mal oponiéndose a ellos. Pero éramos testigos de
su vida intachable y, aunque preferíamos no ser contados
entre sus discípulos, realmente estábamos profundamente
impresionados por sus obras.
De hecho, su popularidad en Galilea llegó a despertar
nuestra ambición, ya que llegamos a creer que Jesús daría
una prueba de su poder que induciría a los fariseos a
reconocerlo como lo que él pretendía ser. ¿Y si en realidad
fuese el Mesías, el Príncipe de Israel? Ser su hermano podría
traernos ciertas satisfacciones y beneficios.
Tan ansiosos estábamos al respecto, que continuamos
rogándole a Jesús que fuese a Jerusalén con nosotros.
—¡No te entendemos! —exploté finalmente—. ¡No tiene
ningún sentido que mantengas en secreto tu poder!
—¡Exacto! —asintieron todos—. ¡Si en realidad quieres ser
popular tendrás que demostrar a todo el mundo quién eres y
lo que eres capaz de hacer!
No miento si te digo que llegamos a insinuarle que su
negativa nos parecía una señal de cobardía y debilidad. Si
sabía que era el Mesías, ¿por qué guardaba esta actitud tan
extraña y pasiva? Si realmente poseía tanto poder, si era tan
bueno para hablar, ¿por qué no iba a Jerusalén y reclamaba
sus derechos de una vez por todas? ¿Por qué no hacía, al
menos en Jerusalén, obras tan maravillosas como las que se
relataban de él en Galilea?
—No te ocultes en provincias alejadas —seguimos dando
rienda suelta a nuestras recriminaciones—. ¿Por qué te
limitas a realizar tus obras en beneficio de tan “selectos
grupos”, como los campesinos y los pescadores?
Pero Jesús no respondió a nuestro cruel sarcasmo con
palabras del mismo carácter. Y mientras, en su interior, se
compadecía de nuestra ignorancia espiritual, de nuestra
incapacidad de comprender su verdadera misión, al fin
respondió:
—Vayan ustedes a la fiesta —y agregó—. Yo no iré, porque
todavía no ha llegado el momento de que todos sepan quién
soy yo.
Su respuesta fue firme pero, como siempre, la expresó sin
aspereza.
Sin embargo, cuando hubimos partido, él también se
dirigió a Jerusalén, aunque por otra ruta. A la mitad de la
semana que duraba la fiesta, cuando Jesús se presentó en el
atrio del templo, todos se sorprendieron al verlo y de
repente se hizo un profundo silencio. Y así, habiendo
captado su atención, comenzó a hablarles como nadie lo
había hecho. Demostrándoles, entre otras cosas, lo que mis
hermanos y yo sabíamos bien: su forma de hablar, sin
importar las circunstancias, no era igual a la de los
sacerdotes y maestros del templo, mucho menos se parecía
a la nuestra. Créeme, ¡la forma de usar las palabras que
tenía era definitivamente diferente! Por cierto, de eso
también hablé en mi libro.

«Todo lo que diga puede ser usado


contra usted»
Al llegar al capítulo 3, Santiago retoma el tema del control
de la lengua (véase San. 1: 19, 26). Su intención al hacerlo
es prevenirnos de caer en prácticas que contradigan el
mensaje central de la fe. El uso no controlado de la lengua,
la forma en que emitimos nuestras opiniones, y junto con
ellas nuestras emociones, siempre es un elemento delicado
en las relaciones interpersonales. Por eso, en este capítulo
Santiago no solo nos instruye sobre cómo relacionarnos, sino
también sobre cómo comunicarnos: «Dado que el
cristianismo es en sí mismo una nueva manera de
relacionarnos, vivirlo en plenitud no sería posible sin una
nueva manera de comunicarnos».1
Y si de comunicar se trata, Santiago sabe que empezar
hablando de los maestros, dada la naturaleza de esa
profesión, será de gran ayuda: «Hermanos en Cristo, no
debemos tratar de ser todos maestros, pues bien sabemos
que Dios juzgará a los maestros más estrictamente que a los
demás» (San. 3: 1, TLA). Aunque no sabemos a ciencia
cierta si en este pasaje se alude específicamente a un tipo o
grupo de maestros, sí es un hecho que en aquel tiempo esta
profesión tenía una importancia de primer orden. En la
iglesia de Antioquía, por ejemplo, se los equipara a los
profetas (Hech. 13: 1), mientras que en las listas que Pablo
hace de los dones espirituales son mencionados a
continuación de los apóstoles y los profetas (compare 1 Cor.
12: 28 con Efe. 4: 11). Por ello, es posible que Santiago
tenga en mente a aquellos cuya función dentro de las
iglesias era instruir y edificar a los miembros, velando
porque estos fueran afianzados en las verdades del
evangelio.
Dada esta gran responsabilidad, Santiago está convencido
de que la enseñanza es una ocupación, digamos, un tanto
“peligrosa”. Al remplazar de alguna forma la función que
desempeñaban los rabinos, es posible que algunos maestros
cristianos se hubieran sentido tentados a esperar un trato
privilegiado como el que precisamente recibían sus
antecesores judíos.2
Además de dispensarles en todo momento un trato
sumamente respetuoso, se consideraba que las obligaciones
para con un rabino eran incluso mayores que las que se
tenían con un padre, ya que se pensaba que a los padres se
debe la existencia en este mundo, pero a los rabinos la del
mundo venidero.3 Siendo este el caso, era sumamente fácil
que alguien que aspirara a convertirse en maestro cayera en
el peligro contra el que Santiago advierte. Dado que su
instrumento es la palabra y su agente es la lengua, el
maestro no solo se encuentra en una posición en la que es
mucho más fácil fallar, sino que, en caso de hacerlo, se le
pedirán cuentas en mucho mayor grado.
Por lo tanto, con su ya familiar y amable apelativo
«hermanos míos», Santiago advierte a sus lectores que no
continúen aspirando a ser maestros, a menos que estén
plenamente calificados y sean conscientes de qué
representa serlo. El consejo, de hecho, se lo aplica a sí
mismo en la parte final del versículo, cuando dice:
«Sabiendo que recibiremos mayor condenación» (San. 3: 1).
Es decir, sabiendo que los que enseñamos seremos juzgados
más severamente.
Podemos ver que Santiago ha aprendido del gran Maestro
y, como pastor cuidadoso que también es, habla
benévolamente a sus oyentes. Lejos de exaltarse por su
posición de maestro, se identifica con sus lectores al
reconocer: «Todos ofendemos muchas veces» (San. 3: 2). Es
decir, todos cometemos errores, nos equivocamos y
fallamos.4 En efecto, todos estamos expuestos a caer en
pecado y jamás podremos remediarlo confiando en nuestras
propias fuerzas. «¿Necesita evidencia al respecto?»,
preguntaría Santiago. «Basta con tomar como ejemplo la
forma en la que usamos el habla, capacidad que, al usarla
de manera incorrecta o descuidada, probablemente sea con
la que más frecuencia pecamos».
En cambio, añade nuestro autor, «si alguno no ofende de
palabra, es una persona perfecta, capaz también de refrenar
todo el cuerpo» (San. 3: 2).5 ¿Quiere decir esto que el
hombre puede llegar a la perfección controlando la lengua?
Si fuera así tal como plantea Simon Kistemaker, los
sordomudos serían los únicos que lograría alcanzar la
perfección, ¿cierto?
Sin embargo, como ya hemos notado en otro capítulo, la
perfección en la epístola de Santiago no significa vivir sin
cometer pecado, sino alcanzar la madurez espiritual la cual,
mediante la sabiduría y el poder vivificador de la Palabra de
Dios, también es capaz de controlar las palabras y acciones:
«El que ahorra palabras tiene sabiduría; prudente de
espíritu es el hombre inteligente. Aun el necio, cuando calla,
es tenido por sabio; el que cierra sus labios es inteligente»
(Pro. 17: 27, 28).
Por desgracia, pese a estar a nuestro alcance, esa
madurez no siempre nos caracteriza, tal como sucedió en
aquella ocasión en que dos jóvenes amigos se reunieron en
casa de uno de ellos. Como ambos eran unos apasionados
de la música sinfónica, no tardaron en enzarzarse en una
larga conversación sobre algunas obras clásicas, así como
sobre sus compositores predilectos.
Ansioso por demostrar a su amigo que cierta sinfonía era
capaz de transportar a quien la escucha a un ambiente de
paz inigualable, el anfitrión procedió a reproducir en su
aparato de sonido dicha pieza. Pero, mientras ambos
disfrutaban arrobados del mensaje transmitido por la
música, precisamente en un punto medular de la sinfonía, la
madre de aquel joven entró para preguntarles algo referente
a la cena que con gusto les estaba preparando, estropeando
así tan especial momento. Acto seguido, esa interrupción
fue sancionada con un duro reproche: «¡No es posible,
mamá! ¿Cómo se te ocurre entrar de esa forma en mi
habitación y echar a perder un momento como este con algo
tan irrelevante?».
Sorprendida y apenada, la mujer se retiró del cuarto. Sin
embargo, el drástico cambio en el ambiente y el estado de
ánimo que esta áspera reacción había provocado
permanecieron.
¿Ve en esta historia una especie de parábola? Al igual que
estos jóvenes, es probable que nosotros, más de una vez,
también hayamos experimentado momentos en los que,
pese a parecer que estamos imbuidos en un ambiente de
paz y buenas intenciones, ha bastado un simple detonador
para demostrar que no siempre somos capaces de controlar
nuestras palabras, ni de hablar cortésmente a los demás. De
ahí que, si la espiritualidad que vivimos no es capaz de
purificar nuestra conducta, ni el contenido y la manera en
que hablamos, tal vez se deba a que, como en la historia, no
es mucho más firme que la emoción producida por una
pieza musical; algo que, irónicamente, podría experimentar
incluso mientras escribo esto y, por lo tanto, también
«puede ser usado contra mí».
Cuando a las palabras no se las lleva
el viento
Convencido de esta indiscutible realidad, Santiago
advierte con claridad, más que ningún otro escritor de la
Biblia, contra los peligros de la lengua. A ello dedicará la
mayor parte de su capítulo 3 (vers. 1-12), pero también lo
hará (aunque con diferentes énfasis) en los siguientes dos
capítulos de su carta (San. 4: 11-12; 5: 12).6
Partiendo seguramente de la enseñanza de Cristo de que
todos tendremos que dar cuenta en el juicio de cada palabra
descuidada que hayamos pronunciado (Mat. 12: 36),
Santiago 3 nos lleva a reflexionar seriamente cómo es que
nuestra lengua, usada incorrectamente, influye sobre
quienes nos escuchan. Acudiendo nuevamente a imágenes
de la naturaleza, nuestro autor compara aquí el uso de la
lengua con la importancia que tiene el freno puesto a un
caballo o el timón de un barco. Aunque relativamente
pequeños, ambos son elementos que tienen la capacidad de
controlar un todo mucho más grande que ellos. De manera
similar, esta analogía nos dice que, si podemos dominar la
lengua, también gobernaremos el resto del cuerpo; pero, si
no podemos hacerlo, difícilmente controlaremos el “rumbo”
de nuestras acciones y acabaremos desviándonos del
“destino” al cual esperamos llegar.
Sin embargo, Santiago no es el único que resalta tan
importante papel de la lengua. Son muchas las evidencias,
pero por el momento creo que bastará con mencionar las
siguientes: «La suave respuesta quita la ira, pero la palabra
áspera hace subir el furor. La lengua de los sabios adorna la
sabiduría, pero la boca de los necios dice sandeces. […] La
lengua apacible es árbol de vida, pero la perversidad de ella
es quebrantamiento de espíritu» (Pro. 15: 1, 2, 4). «En las
muchas palabras no falta pecado; el que refrena sus labios
es prudente» (Pro. 10: 19). «Manantial de vida es la boca del
justo, pero la boca de los malvados oculta violencia» (Pro.
10: 11). Y en el caso de la sabiduría judía no bíblica, Jesús,
hijo de Sirac, es quien más se destaca por describir los
peligros de usar incorrectamente la lengua: «El hablar
puede servir para la honra y la deshonra. ¡La lengua es la
ruina del hombre! No seas falso, ni calumnies con tu
lengua» (Eclesiástico 5: 13, 14). «A veces uno se equivoca,
pero sin querer; ¿quién no ha pecado con la lengua?»
(Eclesiástico 19: 16). Y añade, con un marcado parecido a
Santiago: «Las heridas causadas por azotes se quedan en la
piel; las heridas causadas por la lengua rompen los huesos.
Muchos han muerto a filo de espada, pero más aún por
culpa de las malas lenguas. ¡Dichoso el que está a salvo de
la lengua, el que no ha sido víctima de su furia, ni ha caído
bajo su yugo, ni ha quedado preso en sus cadenas! La
lengua no tiene poder sobre los buenos; sus llamas no
podrán quemarlos. Pero en ellas caerán los que abandonan
al Señor…» (Eclesiástico 28:17-26).7
La imagen del fuego, dada su importancia en las
Escrituras, merece especial atención. La figura del fuego,
específicamente en un bosque, es frecuente en la Biblia
(Sal. 83: 13; Isa. 9: 18; Zac. 12: 6), por lo que, aplicada a la
lengua, también es común encontrarla en la literatura
hebrea: «El hombre perverso cava en busca del mal; en sus
labios hay como una llama de fuego» (Pro. 16: 27).
Por eso, sabiendo que puede causar mucho daño, incluso
a distancia, Santiago también compara con un incendio el
daño causado por la lengua. Y es que, así como en un clima
seco como el de Palestina un fuego en el bosque acababa
escapando a todo control casi inmediatamente, así de
incontrolable puede ser también el daño que se causa con la
lengua. Sí, ese es el peligro de la lengua: que, igual que
sucede con el fuego, sus efectos pueden ser incontrolables.8
De ahí que el salmista pida lo siguiente: «Pon guarda a mi
boca, Jehová; guarda la puerta de mis labios» (Sal. 141: 3).
El problema más grave de la lengua, sin embargo, no es
este, sino la irónica y ambigua conducta que produce, el
doble discurso que su mal empleo expone por conducto de
quienes decimos ser cristianos: «Con ella bendecimos al
Dios y Padre y con ella maldecimos a los hombres, que están
hechos a la semejanza de Dios. De una misma boca
proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no
debe ser así. ¿Acaso alguna fuente echa por una misma
abertura agua dulce y amarga?» (San. 3: 9-11).9
A diferencia de una fuente de agua real que solo puede
producir un tipo de agua, la tragedia de la lengua es que
esta es capaz de alternar el “líquido” que produce, es decir,
fluctúa entre lo bueno y lo malo.10 Así, ilustrando cómo es
que la mezcla de agua sucia hará que el resto de agua pura
de una fuente se contamine, que pese a nuestras buenas
intenciones, a menudo basta decir algo para que quienes
nos oyen concluyan que nuestro cristianismo es una mera
apariencia, la claridad de Santiago respecto a nuestra
verdadera situación pareciera no ser muy alentadora.11

Aprendamos de Jesús
Sin embargo, lamentarnos de nuestra falta de control o
simplemente poner el dedo en la llaga, no es productivo. El
contacto y su decisión de entregarse diariamente a Cristo
fue lo que hizo que Santiago pasara de las palabras duras y
a veces sarcásticas a su familiar y pastoral «hermanos
míos». En efecto, «Cuando conozcamos a Dios como es
nuestro privilegio conocerle, nuestra vida será una vida de
continua obediencia. Si apreciamos el carácter de Cristo y
tenemos comunión con Dios, el pecado llegará a sernos
odioso», 12 incluido por supuesto el pecado del mal uso de la
lengua.
«¿Conocer a Dios?», preguntará. «¿Acaso el hecho de
estudiar la Biblia no es prueba suficiente de que ya lo
conocemos? Si no fuera así, no tendríamos ninguna». Pero
conocer a Dios, usted lo sabe, implica mucho más que eso.
Recuerde que Santiago lo «conoció» desde su infancia, y
aun así con sus palabras insultó y lastimó más de una vez a
Jesús. Lo que pasa es que él (y en ocasiones nosotros
también) no había entendido que solo es posible conocer a
Dios a través de Cristo (Juan 14: 6-9; 17: 3). Por eso sugiero
que, con más frecuencia de la que lo hacemos, tendríamos
que poner en práctica la conocida cita de Elena G. de White:
«Sería bueno que cada día dedicásemos una hora de reflexión a la
contemplación de la vida de Cristo. Debiéramos tomarla punto por punto, y
dejar que la imaginación se posesione de cada escena, especialmente de
las finales. Y mientras nos espaciemos así en su gran sacrificio por
nosotros, nuestra confianza en él será más constante, se reavivará
nuestro amor, y quedaremos más imbuidos de su Espíritu. […] Mientras
nos asociamos unos con otros, podemos ser una bendición mutua. Si
pertenecemos a Cristo, nuestros pensamientos más dulces se referirán a
él. Nos deleitaremos en hablar de él; y mientras hablemos unos a otros de
su amor, nuestros corazones serán enternecidos por las influencias divinas.
Contemplando la belleza de su carácter, seremos “transformados de gloria
en gloria en la misma semejanza”».13

Puesto que desde su niñez Cristo fue y es el único ser


humano en esta tierra capaz de controlar siempre sus
palabras, no es extraño que también sea el único que, en
todo momento, haya ejercido el magisterio correctamente y
sin dejarse arrastrar por las enseñanzas que imperaban en
sus días:
«Desde sus más tiernos años, el niño judío estaba rodeado por los
requerimientos de los rabinos. Había reglas rígidas para cada acto, aun
para los más pequeños detalles de la vida. Los maestros de la sinagoga
instruían a la juventud en los incontables reglamentos que los israelitas
ortodoxos debían observar. Pero Jesús no se interesaba en esos asuntos.
Desde la niñez, actuó independientemente de las leyes rabínicas. Las
Escrituras del Antiguo Testamento eran su constante estudio, y estaban
siempre sobre sus labios las palabras: “Así dice Jehová”. […] Porque era tan
amable y discreto, los escribas y ancianos suponían que recibiría fácilmente
la influencia de su enseñanza. Le instaban a recibir las máximas y
tradiciones que habían sido transmitidas desde los antiguos rabinos, pero él
pedía verlas autorizadas en la Santa Escritura. Estaba dispuesto a escuchar
toda palabra que procede de la boca de Dios; pero no podía obedecer a lo
inventado por los hombres. Jesús parecía conocer las Escrituras desde el
principio al fin, y las presentaba con su verdadero significado. Los rabinos
se avergonzaban de ser instruidos por un niño. Sostenían que incumbía a
ellos explicar las Escrituras, y que a él le tocaba aceptar su interpretación.
Se indignaban porque él se oponía a su palabra».14

Pero, ¿cómo lo hizo? ¿Bastaba con que leyera la Biblia


todos los días? La verdad es que eso es indispensable, pero
apenas es el inicio. Por eso, consciente de que hablar de un
método para controlar y usar correctamente las palabras
podría llegar a sonar arrogante, a continuación me limitaré a
mencionar tan solo algunas de las “estrategias” que
considero que Cristo usó para lograrlo.15
Cuando era atacado, no respondía, presentaba la Palabra
de Dios: «Él no atacaba los preceptos ni las prácticas de los
sabios maestros; pero cuando se le reprendía por sus
propias costumbres sencillas presentaba la Palabra de Dios
en justificación de su conducta».16
Siempre trató de ser amable con todos: «De toda manera
amable y sumisa, Jesús procuraba agradar a aquellos con
quienes trataba».17
Supo cuándo guardar silencio: «En edad muy temprana,
Jesús había empezado a obrar por su cuenta en la formación
de su carácter, y ni siquiera el respeto y el amor por sus
padres podían apartarlo de la obediencia a la Palabra de
Dios. […] Pero la influencia de los rabinos le amargaba la
vida. Aun en su juventud tuvo que aprender la dura lección
del silencio y la paciente tolerancia».18
Hablaba para fomentar el desarrollo de los demás:
«Enseñaba a todos a considerarse dotados de talentos
preciosos, que, si los empleaban debidamente, les
granjearían riquezas eternas. Arrancaba toda vanidad de la
vida, y por su propio ejemplo enseñaba que todo momento
del tiempo está cargado de resultados eternos; que ha de
apreciarse como un tesoro, y emplearse con propósitos
santos. […] En cualquier compañía donde se encontrase,
presentaba una lección apropiada al momento y las
circunstancias. Procuraba inspirar esperanza a los más
toscos y menos promisorios, presentándoles la seguridad de
que podrían llegar a ser sin culpa e inocentes, y adquirir un
carácter que los revelase como hijos de Dios. Con frecuencia
se encontraba con aquellos que habían caído bajo el
dominio de Satanás y no tenían fuerza para escapar de su
lazo. A una persona tal, desalentada, enferma, tentada y
caída, Jesús dirigía palabras de la más tierna compasión,
palabras que eran necesarias y podían ser comprendidas».19
Siempre fue discreto: «A otros encontraba que estaban
luchando mano a mano con el adversario de las almas. Los
estimulaba a perseverar, asegurándoles que vencerían;
porque los ángeles de Dios estaban de su parte y les darían
la victoria. Los que eran así ayudados se convencían de que
era un ser en quien podían confiar plenamente. El no
traicionaría los secretos que volcaban en su oído lleno de
simpatía».20
Fue capaz de ejercer un singular equilibrio: «Jesús no
suprimía una palabra de la verdad, pero siempre la
expresaba con amor. En su trato con la gente hablaba con el
mayor tacto, cuidado y misericordiosa atención. Nunca fue
áspero ni pronunció innecesariamente una palabra severa,
ni ocasionó a un alma sensible una pena inútil. No
censuraba la debilidad humana. Decía la verdad, pero
siempre con amor. Denunciaba la hipocresía, la incredulidad
y la iniquidad; pero las lágrimas velaban su voz cuando
profería sus penetrantes reprensiones».21
Y, por encima de todo, actuó siempre así, pese a las
condiciones desfavorables: Hablando de la actitud de sus
hermanos para con él, esta cita así lo demuestra: «Con su
medida corta, no podían sondear la misión que había venido
a cumplir, y por lo tanto no podían simpatizar con él en sus
pruebas. Sus palabras groseras y carentes de aprecio
demostraban que no tenían verdadera percepción de su
carácter […]. Le veían con frecuencia lleno de pesar; pero en
vez de consolarle, el espíritu que manifestaban y las
palabras que pronunciaban no hacían sino herir su corazón.
Su naturaleza sensible era torturada, sus motivos mal
comprendidos, su obra mal entendida».22
Ante tal ejemplo, no podemos sino reconocer que el
mensaje de Santiago 3: 1-12 es claro. Nadie puede ser ni
buen maestro ni buen cristiano si sus emociones controlan
lo que dice. En efecto, las personas sabias son aquellas que
viven según convicciones de fe y no según impulsos
viscerales.23
Puesto que todavía nos falta mucho para hablar de
manera semejante a Cristo, anhelo que nuestra mayor
convicción tras haber leído esto sea la de pasar más tiempo
no solo leyendo la Biblia, sino contemplando y meditando el
carácter de nuestro Salvador. Decisión que, en palabras de
Jesús, sería poner en práctica su objetivo: «porque ejemplo
os he dado para que, como yo os he hecho, vosotros
también hagáis» (Juan 13: 15).

Referencias
1. Cassese, pág. 23.
2. Si tenemos en cuenta su raíz hebrea, la palabra ‘rabí฀ se traduciría literalmente
como: “mi gran” o “mi mucho”. De ahí que también tenga el sentido de “jefe”
(vea Dan. 1: 3).
3. «Se decía incluso que, en caso de que el enemigo apresara a los padres y al
maestro de una persona, esta tenía obligación de rescatar en primer lugar a su
maestro» (W. Barclay, pág. 952).
4. El verbo traducido aquí como “ofender” (ptaío) en realidad implica la idea de una
caída consecuencia de tropezar o resbalar (vea Rom. 11: 11 y 2 Ped. 1: 10).
Dándole así un sentido equivalente a “equivocarse”, esta palabra nos recuerda
hasta qué punto somos vulnerables y propensos a equivocarnos en cualquier
momento (vea también Sant. 2: 10). Valga pues la analogía del gran marino Lord
Fisher, quien acostumbra decir: «La vida está sembrada de cáscaras de plátano»
(citado en Barclay, pág. 953).
5. El concepto de perfección es muy importante para nuestro autor (es quien,
desde un punto de vista proporcional, más lo menciona en todo el Nuevo
Testamento). Al usarlo aquí, «Santiago concreta dos ideas que estaban
entretejidas en la literatura y el pensamiento judíos. (i) No hay persona en el
mundo que no cometa ningún pecado. […] (ii) No hay pecado en el que sea más
fácil caer ni de peores consecuencias que los pecados de la lengua» (Ibíd .)
6. De hecho, todos los capítulos de Santiago tienen al menos una referencia al uso
del habla o de la lengua.
7. Asociar a la lengua con el timón de un barco es algo que sucede también en la
literatura antigua egipcia. Asimismo, como en este caso, Séneca y Plutarco la
compararon con el fuego (Kaiser, pág. 2005).
8. Sobre todo porque la fuente de su poder destructor es el «infierno» (geena, en
griego; San. 3: 6). Se trata de una alusión al Valle de Hinom, un barranco a las
afueras del sur de Jerusalén, donde se incineraba la basura y en días de Santiago
se asociaba con la morada de “Azazel” (Satanás).
9. Bendecir el nombre de Dios para un judío es una costumbre sumamente
importante y arraigada. Hasta la fecha, los judíos acostumbran a hacerlo
prácticamente en todas sus oraciones, especialmente al repetir tres veces al día
(mañana, tarde y noche) la Amid á (“de pie”) o, como también la llaman, las
Shemon á esré, por ser originalmente un conjunto de dieciocho oraciones cuyo
contenido les hace repetir, una y otra vez, «Baruj atá Adonai» («Bendito seas,
Señor»).
10. Douglas J. Moo, The Letter of James: An Introduction and Commentary
(Grand Rapids, Michigan: Intervarsity, 1985), pág. 129.
11. A fin de cuentas, se espera que vivamos una «religión sin mancha» (San. 1:
27), no una que esté «contaminada» por nuestra lengua (San. 3: 6).
12. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap 73, pág. 637.
13. Ídem, cap. 8, pág. 66.
14. Ídem, cap. 9, pág. 67.
15. Ni que decir cabe que el esfuerzo hecho por Philip G. Samaan, en su libro El
método de Cristo para el crecimiento espiritual (Buenos Aires: ACES), es un
intento útil y digno de ser tenido en cuenta.
16. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 68.
17. Ib ídem.
18. Ib ídem.
19. Elena G. de White, Ídem, cap. 9, pág. 73.
20. Ib ídem.
21. Elena G. de White, El camino a Cristo, cap. 1, págs. 17, 18.
22. El Deseado de todas las gentes, cap. 33, pág. 296.
23. Cassese, pág. 22.
8
Un antídoto
procedente del cielo

P
ermíteme que te hable de María. Como ya te dije en
otro momento, mi padre se casó con ella en segundas
nupcias; fue la esposa de mi padre, pero no mi mamá.
Debido a esto, mi simpatía por a ella, en realidad no fue
mucha. De hecho, si buscas en los Evangelios las veces que
mis hermanos y yo aparecemos acompañándola son pocas y
no se distinguen por ser propiamente lo que se llamarían
“momentos familiares”.
Por supuesto, en el caso de Jesús esto era totalmente
diferente. Desde su niñez su vida se caracterizó por el
respeto y el amor hacia ella. Sin embargo, tener el privilegio
de ser madre del Mesías no fue algo fácil para María. Aunque
siempre creyó de todo corazón que en su hijo se daba el
cumplimiento del Salvador prometido, a menudo le resultó
difícil expresar dicha convicción.
Toda su vida compartió con él sus sufrimientos y fue
testigo pesaroso de las pruebas que tuvo que enfrentar
desde la niñez. Al mismo tiempo, al justificar la conducta de
Jesús ella también se vio sometida a situaciones ingratas.
Dado que ella consideraba que el tierno cuidado de la
madre sobre sus hijos es de vital importancia en la
formación del carácter, mis hermanos y yo, con malicia,
intentamos aprovecharnos de esto para que, apelando a su
ansiedad, nos hiciera caso y corrigiera las prácticas de Jesús
según nuestra opinión.
Sus decisiones, sin embargo, nos mostraron su gran
sabiduría y, pese a ser blanco de nuestros juicios y
reproches, hizo un excelente trabajo como madre: «Y Jesús
crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y
los hombres» (Luc. 2: 52).
María le transmitió tan bien su sabiduría que, aunque a
menudo propiciara que Jesús estuviera solo, poco a poco lo
llevó a entender la enorme responsabilidad por la que había
venido a este mundo. Y así, convencido de que su misión era
salvar a la humanidad, vivió y enseñó sobre la sabiduría de
una forma que llevó a más de uno a asombrarse: «Vino a su
tierra y les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera
que se maravillaban y decían: “¿De dónde saca este esta
sabiduría y estos milagros?”» (Mat. 13: 54).
Hasta mis propios hermanos y yo nos asombrábamos por
el conocimiento y la sabiduría que manifestaba al hablar
con los rabinos. Sabíamos que él no había recibido
instrucción de ellos, pero a menudo pudimos ver que, en
cambio, era capaz de instruirlos a ellos.
Tal comportamiento le acarreó, sin embargo, reacciones
encontradas. Mientras que algunos procuraban su compañía
y encontraban paz en su presencia, muchos lo evitaban
porque su vida sin mancha era una especie de reprensión
para sus propias acciones. En varias ocasiones fui testigo de
cómo algunos muchachos lo animaron a comportarse como
ellos. Les agradaba mucho su carácter alegre, pero el hecho
de que fuera tan celoso de los principios les hacía perder la
paciencia y lo criticaban con severidad. Ante esto, Jesús les
contestaba con las Escrituras: «¿Con qué limpiará el joven
su camino? Con guardar tu palabra» (Sal. 119: 9).
La verdad es que para cada tentación tenía una respuesta
basada en las Escrituras. Y aunque rara vez me reprendió
específicamente por alguno de mis actos, siempre tuvo algo
que decirme de parte de Dios sobre mi comportamiento,
especialmente al usar porciones de la Biblia como esta: «El
temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal la
inteligencia» (Job 28: 28).
Sí, él sabía que ser sabio significaba eso efectivamente. Y
gracias a que él hizo de esta convicción una práctica
constante en su vida, un día entendí que no puede haber
pleitos y contiendas entre aquellos que han aprendido que
vivir con sabiduría es actuar basándose en principios y no
dejándose llevar por los impulsos.
¡Gracias, María, por haber hecho tan buen trabajo! Pero,
sobre todo, ¡gracias a ti, Jesús, por haber vivido lo que
aprendiste!

Poniéndonos en contexto
Desde el primer capítulo de su carta, Santiago ha venido
argumentando que la religión tiene que ver ineludiblemente
con la práctica de buenas obras. Estas, como lo desarrolló en
su capítulo 2, evidencian la autenticidad de la fe. Ahora, al
llegar a este punto de su libro, nos dirá que este tipo de
obras también son la evidencia de una sabiduría genuina,
que se distingue por buscar, como fruto ideal, la paz.
Acompáñeme y consideremos juntos algunos detalles al
respecto.

¿Qué es ser sabio?


«¿Quién es sabio y entendido entre vosotros?» (San. 3:
13). Santiago ya nos ha dado parte de la respuesta cuando
nos dijo que si alguien necesita sabiduría, ha de pedirla a
Dios (San. 1: 5). Por lo tanto, en un sentido muy elemental,
podemos decir que sabio es aquel que pide y recibe dicha
virtud de Dios. No obstante, dado que la pregunta de este
versículo aparece en el contexto de los problemas que los
seres humanos provocamos al no controlar nuestras
palabras, nuestro autor añade entonces una segunda parte
a su respuesta: sabio es aquel que, mediante «su buena
conducta» es capaz de demostrar la humildad que la
«sabiduría le da» (San. 3: 13, DHH).
Que nuestro autor relacione la buena conducta con la
sabiduría es algo que se entiende al recordar que, en el
pensamiento judío, la sabiduría no es algo teórico, sino algo
sumamente práctico. Teniendo en cuenta que el propósito
principal de la sabiduría bíblica no es capacitarnos para
dominar las ciencias, sino influir en nuestro comportamiento
y experiencia espiritual, alguien sabio es aquel que, al
considerar y aplicar en su vida los principios divinos, se
distinguirá por decidir correctamente en todo aspecto de la
vida, independientemente de las circunstancias a las que se
que enfrente. Por eso, a fin de entender mejor este
concepto, repasar un poco lo que el hombre más sabio
escribió sobre él será de gran utilidad.
Según Salomón, la sabiduría ha de contar con un
ingrediente indispensable: «El principio de la sabiduría es el
temor de Jehová (Pro. 1: 7; la cursiva es nuestra). Al decirnos
dos veces en su libro la estrecha relación que existe entre
«el temor de Jehová» y la sabiduría (Pro. 1: 7; 9: 10),
Salomón usó dos términos hebreos distintos para referirse a
lo que en nuestras Biblias se tradujo como “principio”.
Mientras que en el segundo caso la palabra utilizada pone el
énfasis en el orden o la secuencia (ser el primero de una
serie), la primera tiene que ver, más bien, con la
importancia. Tan significativo detalle nos sugiere que «el
temor de Jehová» no solo es el punto de partida o el primer
paso en busca de la sabiduría, sino también un requisito
importantísimo e indispensable para obtenerla.
Pero, ¿qué significa entonces la expresión «el temor de
Jehová»? ¿Qué es lo que de verdad tenían en mente los
autores bíblicos al utilizarla? No sé si ha sido su caso, pero
siendo un niño, a menudo pensé que dicha frase significaba
algo más que tenerle miedo a un Ser que, dado su poder y
grandeza, podría intimidar a cualquiera. Sin embargo,
aunque me negaba a pensar en un Dios que infundiera
miedo, no recuerdo haber resuelto plenamente aquella
incógnita en mi mente.
Hoy en día, esto ha cambiado, ya que leer la Biblia con
mayor detenimiento me ha ayudado a comprender que «el
temor de», no significa necesariamente «temor a». Los
siguientes versículos lo ilustran bien:

«El temor de Jehová es limpio, que permanece para


siempre; los juicios de Jehová son verdad, todos justos» (Sal.
19: 9).
«En el temor de Jehová está la fuerte confianza; y esperanza
tendrán sus hijos» (Pro. 14: 26).
«El temor de Jehová es aborrecer el mal» (Pro. 8: 13).

Por ello, lejos de amedrentar a nadie, este temor prolonga


la existencia (Pro. 14: 27) y nos aleja del mal (Pro. 16: 6). De
ahí que se nos recomiende «perseverar en él» (Pro. 23: 17).
Tan significativa evidencia deja claro que este concepto no
es en absoluto negativo. ¿Cómo podría serlo considerando
su utilidad y todos sus beneficios? Sin embargo, tan positivo
como parece, es bueno aclarar que llevar a la práctica dicho
concepto no siempre ha resultado fácil.
Por ejemplo, cuando el faraón ordenó a las parteras que
mataran a todo bebé varón que naciera a los israelitas, ellas
se negaron a participar de algo que iba en contra de sus
principios: «Pero las parteras temieron a Dios, y no hicieron
como les mandó el rey de Egipto, sino que preservaron la
vida a los niños. […] Y por haber las parteras temido a Dios,
él prosperó sus familias» (Éxo. 1: 17, 21; la cursiva es
nuestra).
El riesgo que afrontaron aquellas valientes mujeres nos
enseña que temer a Jehová implica lealtad. Sí, lealtad a los
principios, así como el correspondiente valor para no
practicar algo que, aunque pudiera ser popular o hasta
obligatorio, vaya en contra de lo que la Palabra de Dios dice
(Hech. 5: 29).
Reiterando el hecho de que «temer a Jehová» no siempre
será lo más fácil, pero que definitivamente tiene que ver con
nuestra lealtad a Él, que Abraham obedeciera el mandato de
sacrificar a su hijo es otro gran ejemplo de lo que venimos
diciendo. Pudiendo haberse negado a obedecer, Abraham
decidió seguir al pie de la letra las instrucciones que Dios le
había dado. Y aunque no entendía por qué se le había hecho
semejante petición, conocía tan bien a Dios y lo amaba
hasta tal punto que su confianza en él manifestó ser
absoluta; decisión que el Señor reconoció al decirle: «No
extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada;
porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me
rehusaste tu hijo, tu único» (Gén 22: 12; la cursiva es
nuestra).
Por lo tanto, además de producir una lealtad a toda
prueba, el «temor de Jehová» se distingue también por
llevarnos a desarrollar una confianza plena en Dios. Por
difíciles de alcanzar que parezcan, ambas características
están a nuestro alcance si mantenemos una estrecha
relación con la fuente de «toda buena dádiva» (Sant. 1: 17),
con Aquel que es la fuente de la auténtica sabiduría: «Yo, la
Sabiduría, habito con la cordura y tengo la ciencia de los
consejos. […] Yo amo a los que me aman, y me hallan los
que temprano me buscan» (Pro. 8: 12, 17; note que el
«temor de Jehová» también se menciona en el vers. 13).
Esto me lleva a recordar la ocasión en que un padre se me
acercó para preguntar mi opinión sobre una decisión que
había tomado recientemente. Uno de sus hijos estaba
apunto de acceder a la universidad y el examen que tenía
que realizar para ser admitido en ella estaba fijado en
sábado. Después de razonarlo un tiempo, la decisión que
tomó fue que su hijo se presentara el sábado programado a
dicho examen. Al fin y al cabo, solo sería una vez y,
seguramente (al parecer lo más importante para él), Dios lo
entendería; decisión que siguió justificando, según puede
imaginar, con expresiones tales como: «El Señor conoce mi
corazón, sabe que mis motivos fueron buenos», etcétera.
Según usted, ¿esta decisión encaja con los parámetros
bíblicos de la sabiduría que acabamos de ver? ¿No? A mí,
tampoco. Sin embargo, aunque intenté explicarle lo mejor
que pude qué enseña Proverbios sobre tomar decisiones
sabias, temo que aquel sincero padre no haya quedado
convencido de la importancia de decidir teniendo en cuenta
la sabiduría bíblica.
En efecto, puesto que la sabiduría bíblica tiene al temor
de Jehová como su elemento inicial y más importante, esta
ha de evidenciarse tanto en nuestra forma de tomar
decisiones como también en nuestra conducta. Por lo tanto,
desde la perspectiva de Santiago, vivir sabiamente, incluye
algo más: «¿Quién es sabio y entendido entre vosotros?
Muestre por la buena conducta sus obras en sabia
mansedumbre» (San. 3: 13; la cursiva es nuestra).
Además de la obediencia a los principios bíblicos, nuestro
autor destaca que la mansedumbre o humildad (como
también puede traducirse esta palabra) es otro rasgo
importante de la sabiduría. Siendo que una persona humilde
es aquella que tiene una percepción correcta de sí misma,
esta característica ciertamente la hace consciente de sus
defectos y limitaciones, pero también le permite identificar
cuál es la verdadera fuente de la perfección.1 Una persona
«humilde», entonces, no es alguien con baja estima, sino
«alguien que se conoce a sí mismo en relación con el
conocimiento que tiene de Dios».2 El sabio, por lo tanto, es
humilde porque es consciente de sus desaciertos y porque
sabe que, sin la sabiduría que proviene de Dios, la mayoría
de las veces decidiría erróneamente.
Por eso Santiago dice que la mansedumbre o humildad
también es un ingrediente necesario para escuchar y
atender las amonestaciones divinas: «Por lo cual,
desechando toda inmundicia y abundancia de malicia,
recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual
puede salvar vuestras almas» (San. 1: 21; la cursiva es
nuestra).
Así, debido a que ha aceptado con mansedumbre la
Palabra de Dios, cuyo poder es capaz de transformar su vida
entera, el cristiano es alguien que controla su lengua y no
alguien a quien impulsa la ira o provoca contiendas (San. 1:
19-21). Y es que al saber perfectamente que, pese a ser
apenas un punto en el universo, Cristo dio su vida por
nosotros, ser sabio implica también tomar con humildad la
decisión de tratarnos unos a otros como Jesús nos trató a
nosotros.
Esto es así porque, cuanto más se aprende del universo,
tanto más disminuye el falso y egoísta concepto que se
tiene de uno mismo. Tomemos, por ejemplo, el hecho de
que una moneda pequeña sostenida entre los dedos y con el
brazo extendido podría ocultar de nuestra vista unos quince
millones de estrellas, siempre que nuestros ojos pudiesen
ver con ese poder. Nada más la galaxia, Andrómeda está lo
bastante cerca de nosotros (¡solo dos millones de años luz!)
como para que podamos verla a simple vista. Y aunque ya
aparecía en los mapas estelares mucho antes de la
invención del telescopio, hasta hace muy poco nadie sabía
que aquella pequeña burbuja de luz marcaba la presencia
de otra galaxia que es dos veces más grande que la nuestra,
ni que fuese el hogar de un trillón de estrellas.
Por otro lado, una de las razones por las cuales el cielo
nocturno permanece oscuro a pesar de la presencia de
tantos cuerpos luminosos, es que todas las galaxias se
alejan unas de otras a una velocidad impresionante. Según
los expertos, para el día de mañana, algunas galaxias se
habrán alejado a cuarenta y ocho millones de kilómetros
más de nosotros, ya que en el tiempo que me lleva escribir
esta frase ya se han separado unos ocho mil kilómetros.
Comparado con la grandeza del poder de nuestro de Dios
que todo esto refleja, el tamaño de nuestro ego ciertamente
no debería ser mucho. Y como tampoco lo es nuestra
capacidad para practicar la sabiduría bíblica, Santiago no
solo nos da más detalles de sus características, sino que
también reitera la fuente donde podemos obtenerla: «Pero
la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura,
después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y
de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía» (San. 3:
17).
Tan importante como saber que el antídoto contra los
peligros de la lengua es la sabiduría, aquella que al ser un
concepto sumamente práctico manifiesta todas estas
características. Santiago, asimismo, espera que nunca
olvidemos que ella, al igual que el nuevo nacimiento,
procede «de lo alto».3
Atendiendo a que se hace visible al ser practicada con
humildad y por los buenos frutos que produce, quienes se
guíen por la sabiduría vindicarán las palabras de Cristo:
«Pero la sabiduría queda demostrada por los que la siguen»
(Luc. 7: 35, NVI).

Cuidado con las imitaciones


Tratando de expresarlo de la manera más simple posible,
Santiago nos dirá a continuación que un comportamiento
opuesto al que ha estado describiendo no puede provenir
del cielo: «Pero si tenéis celos amargos y rivalidad en
vuestro corazón, no os jactéis ni mintáis contra la verdad. No
es esta la sabiduría que desciende de lo alto, sino que es
terrenal, animal, diabólica, pues donde hay celos y rivalidad,
allí hay perturbación y toda obra perversa» (San. 3: 14-16).4
En abierto contraste con la bíblica, la sabiduría humana es
la práctica de tomar decisiones basadas en el uso de los
sentidos, la lógica y la capacidad intelectual de la persona.
Pero, siendo que este tipo de sabiduría no logra entender las
realidades y principios espirituales y los requerimientos
divinos, es lógico que este tipo de sabiduría esté lleno de
desaciertos y se caracterice por una conducta amenazada
permanentemente por las emociones, las circunstancias y
las tentaciones.
Asumiendo nuestra naturaleza caída, por sabiduría
diabólica Santiago se refiere, pues, a aquel orden de ideas
que tienen su origen en el enemigo y son instigadas por él.
Dado que sus propósitos están orientados hacia el mal, este
tipo de sabiduría alienta conductas malvadas y
abiertamente contrarias a la voluntad divina, conductas que,
en el caso de la iglesia a la que se dirige nuestro autor, se
manifestaron específicamente en conflictos y rivalidad entre
sus miembros. Ello era común en las relaciones
interpersonales y que, al suceder lamentablemente también
en otras iglesias, los autores del Nuevo Testamento
amonestaron con frecuencia: «Nada hagáis por rivalidad o
por vanidad; antes bien, con humildad, estimando cada uno
a los demás como superiores a él mismo» (Fil. 2: 3, vea
también Rom. 2: 8; 2 Cor. 12: 20; Gál. 5: 20; Fil. 1: 17).
En el caso de los primeros de lectores de nuestra epístola,
esa amonestación fue mucho más severa debido a que,
aparentemente, llevaron sus rivalidades a un grado extremo
y peligroso: «¿De dónde vienen las guerras y los pleitos
entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales
combaten en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis;
matáis y ardéis de envidia y nada podéis alcanzar; combatís
y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís»
(San. 4: 1, 2).5
Este producto es nocivo para su salud
Dejándose llevar por el apasionamiento, la conducta de los
cristianos a los que Santiago se dirige vino a ser lo opuesto
al espíritu pacificador que se esperaba que tuvieran (San. 3:
18). Únicamente estaban interesados en satisfacer sus
deseos y su codicia los llevó al conflicto. Y es que,
históricamente, las consecuencias que origina el impulso
por satisfacer los deseos del ser humano han sido negativas.
Tal es la razón por la que Filón de Alejandría, además de
creer que el culmen de los Diez Mandamientos es la
prohibición de codiciar porque esa es la peor de todas las
pasiones del alma, también declaró:
«¿No es por esta pasión por lo que se rompen las
relaciones y se cambia la buena voluntad natural en
enemistad desesperada; y los países grandes y populosos
quedan desolados por cuestiones domésticas; y tierra y mar
se llenan de nuevos desastres de batallas navales y campos
de batalla? Porque las famosas y trágicas guerras... todas
surgieron de la misma fuente: el deseo de dinero, o de
gloria, o de placer. Estas son las cosas que enloquecen a la
humanidad».6
Puesto que sus deseos egoístas eran la raíz de las
divisiones entre ellos, al parecer, varios miembros de la
iglesia para la que se escribió esto habían llegado a levantar
su mano, si no contra sus hermanos, sí contra quienes se
interponían en sus designios para alcanzar lo que
deseaban.7 Uniéndose al grupo conocido como los
“zelotes”,8 al menos algunos de estos cristianos parecen
haber llegado a la conclusión de que Dios no les respondía y,
por ello, decidieron optar por la espada.9
Fuera este el caso o no, la enseñanza de no actuar
impulsados por los celos es aplicable para todos los que en
algún momento nos hemos dejado llevar por ellos, incluidos
Santiago y sus hermanos:
Jesús amaba a sus hermanos y los trataba con bondad inagotable; pero
ellos sentían celos de él y manifestaban la incredulidad y el desprecio más
decididos. […] Poseía una dignidad e individualidad completamente distintas
del orgullo y arrogancia terrenales; no contendía por la grandeza mundanal;
y estaba contento aun en la posición más humilde. Esto airaba a sus
hermanos. No podían explicar su constante serenidad bajo las pruebas y
las privaciones.10

Era obvio que al fomentar un ambiente así, caracterizado


por la envidia e incluso la violencia, los lectores de Santiago
no podían esperar que Dios respondiera sus peticiones:
«Pedís, pero no recibís, porque pedís mal, para gastar en
vuestros deleites» (San. 4: 3). El contexto era propicio para
las que, tal vez, sean las palabras más fuertes que Santiago
les dirige: «¡Adúlteros!, ¿no sabéis que la amistad del
mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que
quiera ser amigo del mundo se constituye en enemigo de
Dios» (vers. 4).11
Recurriendo a la metáfora de una mujer adúltera,
frecuentemente usada por los profetas para denunciar el
comportamiento impío del pueblo israelita, Santiago espera
mover al arrepentimiento a sus lectores. Pero, ¿de qué
debían arrepentirse? De que, en lugar de ver a Dios como su
amigo y comportarse como tal (vea San. 2:23), sus
equivocados intereses los han llevado a amistarse con el
mundo y, lo peor de todo, con Satanás (San. 4: 4-6).
Anhelando que sus lectores reaccionen y dejen tan
equivocada actitud, Santiago los exhorta urgentemente con
una ráfaga de diez imperativos (vers. 7-10), siendo el
primero de ellos, sin duda, el más conocido y el único que
hará posible cumplir con el resto de ellos: «Someteos, pues,
a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros».12
Ya que el único antídoto para cambiar esta situación sigue
siendo la gracia de Dios, someterse, acercarse, afligirse y
humillarse ante Dios era la única forma de manifestar que
estaban dispuestos de verdad a recibirla: «Pero él da mayor
gracia. Por esto dice: “Dios resiste a los soberbios y da gracia
a los humildes”. […] Humillaos delante del Señor y él os
exaltará» (San. 4: 10).
En cierta ocasión, estando de visita en una ciudad de los
Estados Unidos, me sorprendió la gran cantidad de anuncios
de terrenos en venta que jalonaban las calles. Mi anfitrión
me dijo que esto se debía a la crisis financiera por la que
pasaba aquel lugar. Algunos comenzaron a sacar provecho
de aquella situación, al menos bromeando sobre ella.
Mientras que los letreros colocados en las cercas que
protegían aquellos terrenos decían en inglés: «For sale, no
lease» (“En venta, no se alquila”), ingeniosamente algunos
preferían «traducirlos» en su mente como: «¡fór-sale, no le
ase!» (Entiéndase: «¡fuérzale, no hay problema!»),
“provechosa” orden que, de no haber sido por las grandes
cadenas que aseguraban aquellas cercas, ciertamente
muchos habrían acatado felices.
Si tenemos en cuenta que dejarnos llevar por nuestros
deseos egoístas puede hacer que tomemos a la ligera e
incluso pisoteemos los derechos de los demás, es imperativo
hacer caso a lo que Santiago y otros autores bíblicos nos
dicen. Sometamos nuestra voluntad a Dios, no al mundo, y
elijamos deleitarnos solo en él: «Deléitate asimismo en
Jehová y él te concederá las peticiones de tu corazón» (Sal.
37: 4). Hacerlo será, sin duda, actuar con la sabiduría
procedente del cielo.

Referencias
1. Siendo que la meta a alcanzar es la práctica de la religión auténtica, «el camino
hacia la perfección», para Santiago, pasa por la fe (San. 1: 3-6; 2: 22-24), la
obediencia (2: 8-12) y las obras de amor (2: 14-18), pero también por la sabiduría
(3: 13-18), virtud que, a la práctica, engloba todo lo anterior y cuya manifestación
natural y evidente, en la iglesia, es la paz.
2. Cassese, pág. 23.
3. Una de las siete características que Santiago menciona de la sabiduría, en
efecto, es que proviene de anothen , la misma palabra usada por Cristo al decirle a
Nicodemo: «De cierto, de cierto te digo que el que no nace de nuevo no puede
ver el reino de Dios» (Juan 3: 3; la cursiva es nuestra).
4. Por ejemplo, la palabra ‘rivalidad‘ originalmente se refería a cualquier trabajo
remunerado, pero al introducirse su uso en la política, esta llegó a describir la
ambición egoísta que no busca más que el propio encumbramiento, que está
dispuesta a utilizar cualquier medio para conseguir sus propósitos.
5. La palabra traducida como «pasiones» tiene el mismo origen que la palabra
‘hedonismo’, doctrina filosófica de origen griego que se basa en la búsqueda del
placer y la supresión del sufrimiento, cuyo objetivo es satisfacer los deseos
personales, sin importar los intereses de los demás.
6. «Luciano escribe: “Todos los males que le vienen al hombre (revoluciones y
guerras, asechanzas y matanzas) surgen del deseo. Todas estas cosas proceden
del manantial del deseo de más”. Platón escribe: “La sola causa de las guerras y
revoluciones y batallas no es otra que el cuerpo y sus deseos”. Y Cicerón: “Son los
deseos insaciables los que trastornan, no solo a las personas, sino a familias
enteras, y que hasta demuelen el estado. De los deseos surgen los odios,
divisiones, discordias, sediciones y guerras» (Barclay, pág. 957).
7. Las amenazas de homicidio no eran ajenas al vocabulario usado por personas
altamente religiosas. Tal era el caso de Pablo, antes de su conversión (Hech. 9: 1).
8. No es raro que la reacción natural haya sido el crimen o encauzar este coraje
hacia la violencia involucrándose así en las revueltas promovidas por movimientos
activistas revolucionarios como los «zelotes» y los «sicarios» (cualquier parecido
con la realidad no es mera coincidencia), movimientos que no solo estaban contra
Roma, sino específicamente contra los plutócratas (un sistema de gobierno en el
que el poder está en quienes poseen las fuentes de riqueza), a quienes veían
como enemigos políticos sociales económicos y nacionales y de quienes Santiago
hablará en el capítulo 5. En efecto, dado que en el siglo I d. C. muchos campesinos
fueron despojados de sus tierras, «en Palestina, algunos de esos campesinos
dieron origen a un movimiento que, en nombre de la ley Judía, se opuso
violentamente al ocupante romano y a sus colaboradores. Los partidarios de ese
movimiento eran llamados “zelotes฀» (Flavio Josefo, La guerra de los Jud íos, 4, 4,
3, citado en Becquet, pág. 53).
9. Aunque en nuestra Biblia Santiago 4: 2 dice: «Codiciáis y no tenéis; matáis y
ardéis de envidia», una traducción literal de la última parte de este pasaje sería:
«Codiciáis y no tenéis; matáis y sois zelotes» o «actu áis como zelotes». Para más
al respecto, véase Maynard-Reid, pág. 178.
10. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 70.
11. Siendo que el pueblo de Dios es considerado en varios pasajes bíblicos como
su «esposa», no resulta extraño saber que la palabra que Santiago usa aquí en
realidad es: «adúlteras». Figura de lenguaje que, aunque chocante, señala
abiertamente la infidelidad espiritual de sus lectores, pero cuyo objetivo es instarlos
a ser conscientes de su condición espiritual y rectificarla. Por su parte, John J.
Schmitt en su artículo «You Adulteresses! The Image in James 4:4» (Novum
Testamentum 28 [1986], págs. 327-337), considera que Santiago tomó esta
imagen de la literatura sapiencial, específicamente de Proverbios 30: 20. Cita en
donde se describe a una mujer cuyo comportamiento es semejante precisamente
al que nuestro autor reprueba.
12. Cabe resaltar también que las órdenes de «limpiar» y «purificar» las manos (la
conducta) y el corazón (pensamientos y actitudes, San. 4: 8) son muy parecidas a
las registradas en Isa. 1: 16, pero especialmente tienen relación con Núm. 31: 23;
2 Cró. 29:15 e Isa. 66: 17, en donde también aparecen juntas, a fin de resaltar la
pureza requerida de los sacerdotes en sus funciones ministeriales. Al dirigir estas
órdenes específicamente a los «pecadores» y a los de «doble ánimo», Santiago
resalta una vez más que la condición de sus lectores no es la idónea, aquella que
él define con el término «perfección» (San. 3: 2).
9
Ni hablar
ni actuar como ellos

A
estas alturas, no creo que tus dudas respecto a lo
mal que traté a Jesús sean muchas. Aceptarlo me
lleva de nuevo a reprobar mi conducta y sentir pesar
por ella. ¿Cómo pudo ocurrírseme siquiera juzgar las
acciones del Dador de la ley? ¿Por qué tardé tanto en
reconocer que él es el único que puede juzgar a los seres
humanos? ¡Qué error haber tratado así a quien vino y vivió
en este mundo con el propósito de salvarme!
Hoy, sin embargo, no solo estoy seguro de su perdón, sino
que también he logrado entender por qué actué así en el
pasado. Y dado que considero que puede serte útil, quisiera
comentarte algunas de las cosas que Cristo me hizo
comprender al respecto.
Comenzaré por decirte que, aunque hacía tempo que
conocía sus palabras: «No juzguéis, para que no seáis
juzgados», no fue hasta que acepté a Jesús como mi Señor y
Salvador que el Espíritu Santo me capacitó para captar su
verdadero significado. Con ellas, Jesús intentó decirnos que
ninguno de nosotros puede considerarse como norma de los
demás y que, por lo tanto, no hemos de esperar que
nuestras opiniones y conceptos del deber se conviertan en
un criterio para otros. Suponer erróneamente que esto debe
ser así es precisamente lo que nos lleva a condenar a los
demás al considerar que no alcanzan nuestros estándares;
nos lleva a censurarlos y, lo que es peor, a hacer
suposiciones sobre sus motivos.
No sé cómo será en tu caso, pero, por desgracia, en mi
tiempo muchos (también en la iglesia) nos llegamos a
caracterizar por eso. Usurpando el derecho que solo Dios
tiene de juzgar lo que hay en la conciencia de alguien,
llegamos a olvidar que, por ser nosotros mismos
imperfectos, no estamos en la posición de juzgar a otros;
olvidamos que, a causa de nuestras propias limitaciones, el
ser humano solo puede juzgar por las apariencias. Por eso,
siendo que solo Cristo es el único modelo de carácter
perfecto, quienquiera que se atreva a juzgar los motivos
ajenos usurpa el derecho que solo él, el Hijo de Dios, tiene
de hacerlo.
Pero no me malinterpretes. Con esto no intento decir que
el cristiano puede hacer cuanto le venga en gana y luego
esperar que sus acciones no sean reprobadas por nadie. ¡No!
Jesús no enseñó eso en ningún momento.1 No fue esa su
intención al hablar sobre este asunto en el Sermón del
monte, ni tampoco cuando dijo que el que estuviera libre de
pecado arrojara la primera piedra. Al contrario, entendido
correctamente, evitar convertirnos en norma para los demás
no significa simular que no vemos cuando alguien en la
iglesia transgrede los principios bíblicos hallando
justificación en el hecho de que todos fallamos. No, nuestra
actitud para quienes se equivocan no consiste en rebajar o
en poner a un lado las normas divinas, sino precisamente
intentar cumplirlas;2 especialmente aquella que tiene que
ver con amar al prójimo como a nosotros mismos. He ahí el
punto de equilibrio en cuanto a no juzgar y, sin embargo,
poder ayudar a crecer a nuestro hermano.3
El problema es, o al menos lo fue en mi caso, que cuando
desviamos nuestra mente de Cristo y la dirigimos hacia
nosotros, no solo se debilita nuestro amor por él, sino
también el que debiéramos sentir por nuestro prójimo. Y
dado que centrarnos en el ego ahoga nuestra nobleza y
generosidad, frecuentemente terminamos olvidando que el
método de Cristo para encauzar a alguien hacia el bien no
funciona obligándolo a ser semejante a él, sino atrayéndolo
mediante el poder de su amor.
Una vez que hube entendido esto, mi trabajo por la iglesia
también tomó otra perspectiva. Me di cuenta de que, si lo
que se quiere es erradicar el espíritu de crítica de la iglesia,
es preciso que se produzca un cambio en los miembros,
pero a nivel individual. Ahí es donde es necesario que
nuestro corazón sea sustituido por uno nuevo, uno
semejante al de Cristo. El nuevo corazón ha de entender
que, al aconsejar o amonestar a otros, nuestras palabras
únicamente tendrán el peso de la influencia que nos hayan
ganado nuestro propio y evidente intento de seguir el
ejemplo de Cristo. Tiene que ser un corazón como el que lo
llevó a ver a aquel hombre nacido ciego, no como una
oportunidad para debatir, sino para demostrar el poder de
Dios en su vida (Juan 9: 3).
¡Qué perspectiva tan diferente a la de sus discípulos! El
hombre no era víctima del destino, era un milagro a punto
de ocurrir. Siendo que lo preocupaba más el futuro de este
hombre que su pasado, Jesús no le puso una “etiqueta”, ni
mucho menos criticó su condición. Sencillamente, lo ayudó.
Si tuvieras que hacerlo, ¿con qué personaje de esta
historia te identificarías? ¿Te identificas con lo que hicieron
los discípulos? ¿Tiendes a etiquetar y a declarar culpables
con el mazo de juez en mano antes de conocer los hechos?
Si ese es tu caso, lee Juan 9: 4 y trata de entender que «la
obra de Dios» de la que se habla ahí tiene que ver con
cuidar a las personas antes que condenarlas y con
aceptarlas y amarlas antes que juzgarlas.
¿Te identificas en este momento con la situación del
ciego? ¿Pasas hoy por alguna situación en la que te has
convertido en el blanco de las críticas? ¿Te han puesto una
etiqueta y echado a un lado? Si es así, piensa de inmediato
en lo que este hombre aprendió: «Aunque mi padre y mi
madre me dejen, con todo, Jehová me recogerá» (Sal. 27:
10). «¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de
compadecerse del hijo de su vientre? ¡Aunque ella lo olvide,
yo nunca me olvidaré de ti!» (Isa. 49: 15).
Por todo ello, finalmente quisiera comentarte algo que, en
la práctica, me ha servido mucho. Cuando noto que el
espíritu inquisidor intenta apoderarse de mí, lo que hago es
recordar que mis propios pecados llevaron a Jesús a sufrir y
a morir en aquella horrible cruz del Calvario. Hacerlo me ha
resultado sumamente efectivo ya que, tal como Elena G. de
White escribiría muchos años después, «no puede haber
espíritu de crítica ni de exaltación en los que andan a la
sombra de la cruz del Calvario».4
Decide pasar más tiempo contemplando a Cristo en la
cruz y deja así que su amor llegue a manifestarse a través
de tu vida. Hacerlo permitirá que seas una influencia
positiva a la vez que el propósito de tus palabras y acciones
será ayudar, beneficiar y procurar la salvación de aquellos
con quienes te relaciones. Jesús se comportó así conmigo y,
lo digo sin presunción, los resultados fueron grandiosos.

Llegando a un punto “crítico”


Los versículos anteriores a los que ahora nos dedicamos
han dejado claro dos cosas: (1) No ejercer la sabiduría
procedente de lo alto, con el fin de controlar nuestra lengua,
estropeará tarde o temprano la paz en la iglesia, causando
divisiones y conflictos en ella. (2) Pese a que algunas de las
situaciones generadas por dichos conflictos pudieran ser un
buen pretexto para intentarlo, hacer justicia por propia
mano no es una opción que el cielo, a través de Santiago,
apruebe.
Como cierre a estas conclusiones, ahora nuestro autor
procede a añadir lo siguiente: «Hermanos, no murmuréis los
unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su
hermano, murmura de la Ley y juzga a la Ley; pero si tú
juzgas a la Ley, no eres hacedor de la Ley, sino juez. Uno
solo es el dador de la Ley, que puede salvar y condenar; pero
tú, ¿quién eres para que juzgues a otro? (San. 4: 11, 12).
Por murmurar, otra de las cualidades negativas de la
lengua, este pasaje se refiere literalmente a hablar en
contra de alguien. El uso de esta palabra en otros pasajes
amplía nuestra comprensión de lo que esta implica:

«Ya me habéis insultado diez veces, ¿no os avergonzáis de


injuriarme?» (Job 19: 3).
«Al que solapadamente difama a su prójimo, yo lo destruiré;
no sufriré al de ojos altaneros y de corazón vanidoso» (Sal.
101:5).
Negativa como es, la acción de murmurar no solo es
reprobable, sino también algo cuya gravedad el Señor
considera muy en serio. Saberlo, sin embargo, no evita que
nuestra naturaleza nos domine y nos lleve a caer en la
tentación de hacerlo. Y es que, en total acuerdo con el
reconocido autor cristiano Max Lucado, ciertamente es más
fácil hablar de una persona que ayudarla. Él mismo lo ilustra
al resaltar que es más fácil discutir sobre la homosexualidad
que ser amigo de un homosexual, que es más fácil discutir
sobre el divorcio que ayudar a un divorciado, que es más
fácil lamentarse sobre el sistema de ayuda social del
gobierno que ayudar a los pobres y que, por supuesto, es
mucho más fácil hablar de teología que vivirla.5
En suma, es más fácil poner una etiqueta que amar, algo
que hacemos especialmente cuando juzgamos a alguien
antes de conocerlo y que, a menudo, nos lleva a decir cosas
como estas: «Así que estás sin trabajo, ¿eh?», cuando en
realidad pensamos que debe ser un flojo. «Ah, perdone. No
sabía que era divorciado», cuando en nuestra mente ya
hemos dictaminado la inmoralidad de dicha decisión. O
incluso otras como estas: «Entonces usted asiste a aquella
iglesia», cuando lo que en realidad pensamos es que
probablemente sea “liberal” o “conservador”.
Recuerdo bien que, años atrás, al llegar a una de las
primeras iglesias en las que trabajé como pastor, varios me
informaron del “peligro” que cierto miembro representaba
para la paz de aquella iglesia. Y aunque había evidencias de
que sus últimas acciones parecían no hablar muy bien de él,
en vez de dejarme llevar por el prejuicio, me propuse
conocerlo personalmente en su hogar. Aunque debo
confesar que en la primera visita pastoral que le hice estaba
algo nervioso, mediante esta y otras visitas posteriores, Dios
me hizo comprender que esta persona tendía a reaccionar
de forma áspera y a la defensiva debido a ciertas situaciones
ocurridas en su niñez, las cuales le habían “enseñado” a
reaccionar de esa forma. Aunque esto no justificaba los
graves errores que había cometido (hubo que tomar
decisiones al respecto), sí me ayudó a entender que lo que
necesitábamos hacer en la iglesia era pasar del “punto
crítico” (dejar de verlo como un “enemigo”) a tratar de
brindarle lo que en realidad necesitaba: nuestra ayuda y
comprensión. Y, créame, ¡funcionó!

Además de crítico, peligroso


Por todo esto, podemos decir que condenar a las personas
por el hecho de que su comportamiento nos recuerde el de
otros o nos desagrade, además de no ser justo también es
peligroso. ¿Imagina qué pasaría si Dios hiciera esto con
nosotros? ¿Qué sería de nosotros si Dios nos juzgara solo por
las apariencias o teniendo en cuenta el lugar donde
crecimos? ¿Y qué sucedería si solo se guiara por los errores
que cometimos cuando éramos jóvenes? Ya que él no actúa
así, su propio Hijo vino a decirnos que no hemos de
condenar a nadie para que Dios tampoco nos condene a
nosotros, «pues Dios los juzgará a ustedes de la misma
manera que ustedes juzguen a otros; y con la misma
medida con que ustedes den a otros, Dios les dará a
ustedes» (Mat. 7: 1, 2, DHH).
Teniendo en cuenta que seremos juzgados según nosotros
juzguemos, teniendo en cuenta que nuestra actitud hacia la
Ley afecta a nuestra forma de relacionarnos con los demás y
con Dios (San. 4:11, 12), criticar no solo nos lleva a usurpar
el papel de Cristo como Juez, sino que también nos pone en
riesgo de que un día finalmente tampoco alcancemos su
misericordia. ¡Ojalá pudiéramos concentrarnos más en lo
positivo!
Hace poco leí el relato de un antiguo y sabio rabino que,
en vez de criticar con severidad las equivocaciones que veía
en otros, hacía hincapié más bien en lo bueno y positivo de
las personas. En una ocasión, mientras pasaba por la calle,
vio a un cochero judío envuelto en su talit6 que, mientras
elevaba sus plegarias, también revisaba las llantas de su
carruaje a fin de iniciar lo más pronto posible su recorrido.
Aunque otro judío habría condenado de inmediato su falta
de reverencia, este no fue el caso del rabino que, alzando su
vista al cielo, lo que hizo fue exclamar: «Señor, mira cuánta
devoción muestra hacia ti este hombre. ¡Incluso mientras se
ocupa de su vehículo no para de orar!».
Cierto, hay quienes ven faltas incluso donde no las hay y
otros que nunca ven nada malo en nadie. Pero, lejos de que
no debemos discernir entre lo bueno y lo malo, esta historia
resalta lo cuidadosos y equilibrados que hemos de ser al
emitir nuestra opinión respecto de otros. Puesto que nuestra
función no es la de dictar sentencia ni etiquetar a nadie por
sus acciones, centrémonos mejor en lo positivo de quienes
nos rodean como lo hacía aquel rabino; pero hagámoslo,
sobre todo, siguiendo el ejemplo del más grande Rabino que
este mundo haya conocido:
Siendo mayores que Jesús, [a sus hermanos] les parecía que él debía estar
sometido a sus dictados. Le acusaban de creerse superior a ellos, y le
reprendían por situarse más arriba que los maestros, sacerdotes y
gobernantes del pueblo. Con frecuencia le amenazaban y trataban de
intimidarle; pero él seguía adelante, haciendo de las Escrituras su guía.7

Sí, la crítica por sí misma es mala, pero es mucho más


dolorosa cuando proviene de gente cercana a nosotros. Si
aún lo duda, pregúnteselo a Moisés, quien tuvo que soportar
las murmuraciones de sus propios hermanos (Núm. 12: 8), o
a Dios mismo quien, más de una vez, sufrió al oír las
murmuraciones de su pueblo (Núm. 21: 5, 7; Sal. 78: 19). Al
respecto, notar lo registrado en las siguientes citas también
resulta sumamente útil:
Los que están llamados a sufrir por causa de Cristo, que tienen que
soportar incomprensión y desconfianza aun en su propia casa, pueden
hallar consuelo en el pensamiento de que Jesús soportó lo mismo. Se
compadece de ellos. Los invita a hallar compañerismo en él, y alivio donde
él lo halló: en la comunión con el Padre.8
Jesús no era comprendido por sus hermanos, porque no era como ellos.
Sus normas no eran las de ellos. Al mirar a los hombres, se habían
apartado de Dios, y no tenían su poder en su vida. Las formas religiosas
que ellos observaban, no podían transformar el carácter. Pagaban el
diezmo de “la menta y el eneldo y el comino,” pero omitían “lo más grave
de la ley, es a saber, el juicio y la misericordia y la fe”. El ejemplo de Jesús
era para ellos una continua irritación. El no odiaba sino una cosa en el
mundo, a saber, el pecado. No podía presenciar un acto malo sin sentir un
dolor que le era imposible ocultar. […] Por cuanto la vida de Jesús
condenaba lo malo, encontraba oposición tanto en su casa como fuera de
ella. Su abnegación e integridad eran comentadas con escarnio. Su
tolerancia y bondad eran llamadas cobardía.9

Que el Señor haga posible que, en caso de ser nosotros los


criticados, sea por estas mismas razones, y seamos capaces
también de reaccionar tal como Cristo lo hizo.
Cuando Santiago nos habla de «los
ricos»
La sección que empieza en San. 4: 13 y culmina en 5: 6
destaca por ser la denuncia más fuerte contra los ricos que
se registra en la epístola. Al abordar este tema, Santiago lo
hará en dos pasos. Primero se centrará en las actividades
mercantiles de este grupo, centrándose principalmente en
algunas imágenes del comercio marítimo (San 4: 13-17)
para luego concentrarse en el escenario contrario, es decir,
en sus actividades relacionadas con el trabajo agrícola (San.
5: 1-6).10 Dos funciones distintas de la esfera económica,
pero hechas por las mismas personas, a saber, los ricos.11
En concordancia con lo que ya ha dicho en su libro sobre
ellos, Santiago procede a denunciar y ejemplificar la
jactancia que caracteriza la forma de actuar de los ricos.
Puesto que están interesados en negociar e incrementar sus
ganancias que en Dios, y en lo que en realidad le da sentido
a la vida, el cuadro y el destino que se presenta de ellos es
muy parecido al que se describe también en un singular
libro judío de corte apocalíptico. Note la siguiente
comparación: «¡Vamos ahora!, los que decís: “Hoy y mañana
iremos a tal ciudad, estaremos allá un año, negociaremos y
ganaremos”, cuando no sabéis lo que será mañana. […] Pero
ahora os jactáis en vuestras soberbias. Toda jactancia
semejante es mala» (San. 4: 13-16).12 «¡Desgracia para
vosotros que adquirís el oro y la plata con la injusticia!
Decís: “Hemos llegado a ser ricos, a tener fortuna y
propiedades y hemos conseguido lo que hemos deseado;
realicemos ahora nuestros proyectos, porque hemos
acumulado plata, llenan nuestros depósitos hasta el borde,
como agua, y numerosos son nuestros trabajadores» (1 Enoc
97: 8, 9).
Considerar el lenguaje utilizado en estos pasajes nos
permite conocer parte de las circunstancias
socioeconómicas de aquellos días. Debido a que el comercio
progresó especialmente por las mejoras en la navegación
que permitían que los acaudalados negociantes desplazaran
sus productos con mayor facilidad, la frase: «Hoy y mañana
iremos a tal ciudad» es una ilustración gráfica de la actitud
errada y carente de sabiduría bíblica que llegaron a creer
aquellos cuyo principal interés era seguir acumulando
riquezas.13
A pesar de los avances en la navegación, en aquellos días
no eran raros los naufragios en viajes comerciales (véase por
ejemplo el caso relatado en Hech. 27). Que alguien
alardeara con tanta seguridad de lo que haría en el futuro
evidencia que, en sus planes, tener en cuenta la voluntad de
Dios no era algo prioritario, ala par que tampoco
comprendía lo fugaz y frágil que puede ser la vida:
«¡Vamos ahora!, los que decís: “Hoy y mañana iremos a tal ciudad,
estaremos allá un año, negociaremos y ganaremos”, cuando no sabéis lo
que será mañana. Pues ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que
se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. En lugar de lo
cual deberíais decir: “Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o
aquello”» (San. 4: 13-16).

¿Neblina? Sí, a eso se compara nuestra vida cuando solo


se centra en lo que Salomón llama lo que está «debajo del
sol» (Ecl. 1: 3; 2: 17, etc.)14 Algo que en un instante se
evapora y deja de existir. Razón por la que Santiago termina
esta sección diciendo lo siguiente: «El que sabe hacer lo
bueno y no lo hace, comete pecado. (San. 4: 17).
Y aunque en primera instancia este versículo parece no
tener mucha relación con lo anterior, sobre todo debido al
uso que normalmente le damos, su inserción aquí tiene
mucho sentido. Considerando que, unos versículos más
arriba, Santiago cita palabras de Proverbios 3 (San. 4: 6), es
muy posible que, al referirse al comúnmente llamado
“pecado de omisión”, nuestro autor esté haciendo referencia
de nuevo a dicho capítulo: «Si tienes poder para hacer el
bien, no te rehúses a hacérselo a quien lo necesite; no digas
a tu prójimo: “Vete, vuelve de nuevo, mañana te daré”,
cuando tengas contigo qué darle» (Pro. 3: 27, 28, la cursiva
es nuestra).15
¿Es más claro ahora por qué Santiago introduce una
definición de pecado aquí? Puesto que no podían asegurar
con certeza ni siquiera lo que sucedería al día siguiente,
aquellos que habían hecho de sus riquezas y negocios su
mayor prioridad tenían que entender que planear sin Dios y
desperdiciar la vida llenándose de bienes materiales,
dejando para “mañana” hacer bien a los demás, aparte de
no ser sabio, ¡también es pecado!
Si en 1845 hubiéramos estado en la costa británica, quizá
habríamos visto dos barcos tripulados por ciento treinta y
ocho de los mejores marineros ingleses listos para zarpar
rumbo al Ártico.16 El capitán, Sir John Franklin, esperaba que
aquel largo viaje fuera decisivo en la exploración de dicha
zona, pero la historia nos dice que no fue así. Los barcos
nunca regresaron y todos sus tripulantes perecieron. ¿La
razón? No se prepararon debidamente.
Aunque Franklin proyectó que la duración de la travesía
les llevaría dos o tres años, llevó provisión de carbón para los
motores auxiliares solo para doce días. Pero este no fue el
caso en lo que a comodidad y diversión se refiere. Según los
registros, cada nave llevaba una biblioteca con mil
doscientos volúmenes, un órgano portátil, vajilla de
porcelana para todos, así como copas de vidrio tallado y
finos cubiertos de plata.
¿Cómo? ¿Planeaban una expedición al océano Ártico o
pensaban tomar un crucero por el Caribe? Sencillamente,
viendo sus provisiones, todo indica que no pasaron mucho
tiempo pensando en lo primero. De hecho, los marineros ni
siquiera llevaban ropa especial para protegerse del frío. En
su lugar, llevaban los uniformes de la armada de su
Majestad, hermosos y dignos sí, pero livianos e inadecuados
para lo que habrían de enfrentar.
Cuán lejos estaban de pensar que aquellos finos cubiertos
de plata y tan elegantes uniformes, tan elaborados como los
que se usaban en los comedores de los clubes de oficiales
de la Armada Real, meses más tarde, serían encontrados
junto a sus cuerpos congelados. Ambos barcos navegaron
por las congeladas aguas sin estar preparados y pronto el
hielo, además de enseñorearse de la cubierta y los aparejos,
acabó inutilizando el timón, dejándolos atrapados en medio
del hielo marino. Ante esto, los marineros abandonaron el
barco en busca de ayuda, sin olvidar, por supuesto, sus
hermosos uniformes y sus finas pertenencias.
Gracias a la intervención de algunos esquimales, tiempo
después fue posible encontrar rastros (y restos) de la
expedición en aquella gélida zona. La búsqueda, pese a no
encontrar con vida al capitán Franklin ni a nadie de su
tripulación, sí pudo “rescatar” las piezas de un juego de
mesa que su esposa le había regalado en el momento de
despedirse.
¿Qué hizo que un viaje tan importante terminara con sus
protagonistas finamente vestidos, pero congelados? La
respuesta es obvia. Se embarcaron con mucho ánimo, pero
sin la preparación adecuada.
¿Es posible que en algún momento nosotros lleguemos a
actuar como aquellos marineros? Si esto llegara a suceder,
recordemos que la vida cristiana es, en efecto, una especie
de viaje, pero de implicaciones eternas, no un “crucero de
placer”. Por lo tanto, puesto que el “combustible celestial”, y
no los entretenimientos o la elegancia en el vestido, es lo
que nos permitirá estar bien preparados para el mismo, no
dejemos que los “cubiertos de este mundo”, por muy de
plata que sean, ocupen el lugar de los planes de Dios para
nuestra vida. Zarpar sin la debida preparación no será culpa
de Dios, que en su Palabra ya nos ha dejado instrucciones
detalladas sobre este viaje. Él es quien ha señalado la ruta y
ha descrito en su Palabra, incluso, lo que debemos y no
debemos llevar en el equipaje. Ojalá que al continuar
transitando por el “mar” de esta vida ninguno de nosotros
llegue a actuar y ni siquiera hablar, como los ricos de los
días de Santiago.

Referencias
1. Ver Mat. 18: 15-17 y comparar con Eze. 33: 7-9; Gál. 6:1, 2 y Apo. 3: 19. Algo
que, además, concuerda perfectamente con la instrucción que doy al final de mi
libro (San. 5: 20).
2. Para saber más al respecto, repasar lo que dice la Gu ía de estudio, en la
sección correspondiente al domingo de la Lección 9.
3. Equilibrio que, incluso al aplicar la disciplina eclesiástica, es posible alcanzar si se
tiene en cuenta “la regla de oro”, la cual curiosamente aparece registrada unos
versículos después de la orden de no juzgar (Mat. 7: 12 y 7: 1, respectivamente).
4. Elena G. de White, El discurso maestro de Jesucristo, cap. 6, pág. 109.
5. Max Lucado, El trueno apacible (Miami: Caribe, 1996), pág. 94.
6. El talit es un accesorio religioso con forma de chal utilizado en los servicios y
prácticas religiosas del judaísmo.
7. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, págs. 69, 70; la
cursiva es nuestra.
8. Ídem, cap. 33, pág. 296.
9. Ídem, cap. 9, pág. 70
10. Esta división se clarifica al notar que la exclamación «¡vamos ahora!» se repite
tanto en San. 4: 13 como en San. 5: 1.
11. Aunque algunos especialistas creen que los ricos a los que Santiago se refiere
aquí eran creyentes, mi evaluación de la evidencia me lleva a concluir que aunque
este adinerado grupo de comerciantes creían en Dios, no era por ser cristianos,
sino judíos (posiblemente la aristocracia de los Saduceos). Para saber más al
respecto, consulte Martin, págs. 161, 162 y Maynard-Reid, «Poor and Rich», págs.
209-236.
12. La palabra ‘soberbias’ originalmente se aplicaba a la jactancia que mostraban
los curanderos itinerantes que pretendían tener la capacidad de sanar cuando, en
realidad, ni él ni sus medicamentos la tenían (Maynard-Reid, Gu ía práctica para
una vida cristiana abundante en el libro de Santiago, pág. 194).
13. La expresión «si el Señor quiere» (San. 4: 15) no tiene un paralelo exacto en
el Antiguo Testamento, pero se asemeja a expresiones usadas en los escritos de
Platón, Sócrates y Séneca. Fueron los rabinos quienes parecen haberla adoptado y
algunos creían que debía enunciarse antes de realizar cualquier actividad. La
importancia de esta expresión radica, obviamente, en el hecho de reconocer que
Dios es quien tiene el control de nuestra vida.
14. Aunque es traducida «vanidad de vanidades», esta expresión frecuentemente
repetida en el libro de Eclesiastés en realidad es un superlativo que, en su idioma
original, diría «la más grande de todas las neblinas o vapores».
15. En la traducción griega del Antiguo Testamento (Septuaginta, LXX) se añade la
frase: «pues tú no sabes qué sucederá el siguiente día». Así, su conexión con lo
dicho en Santiago 2: 15, 16, es inequívoca.
16. Debo la idea de usar este relato a Max Lucado, pág. 104.
10
Lástima
que haya tan pocos

A
unque me avergüenza, debo admitir que no estuve
ahí aquella mañana. A diferencia de María y de Juan,
su discípulo, yo no tuve el valor de acompañar a
Jesús en sus últimos momentos. Sin embargo, lo más
importante para ellos en esa situación naturalmente no era
eso. ¿Qué sucedería con el cuerpo de Jesús una vez que
muriera? ¡No podían abandonarlo en manos de aquellos
soldados insensibles que seguramente lo sepultarían en una
fosa común como se acostumbraba hacer con los
criminales!
Pero, ¿cómo lo impedirían? Era obvio que las autoridades
judías jamás los apoyarían, y esperar que el gobernador
romano lo hiciera, definitivamente, también sonaba
imposible.
No obstante, mientras sus preocupaciones los
embargaban, un hombre llamado José de Arimatea intervino
para evitar que dieran tan deshonrosa sepultura a mi
hermano. Acudiendo ante Poncio Pilato, el gobernador
romano, José pidió que le dejara bajar el cuerpo de Cristo de
la cruz.
Todos se asombraron ante su comportamiento. Hasta ese
momento nadie sabía de su simpatía por Jesús. Después me
enteré de que, pese a formar parte del Sanedrín, él nunca
estuvo de acuerdo con los demás miembros de aquel
tribunal judío en cuanto a sentenciar a Jesús. Pero, aunque
se contaba como uno de sus seguidores y creía en Jesús
como el Mesías, José de Arimatea había mantenido su fe en
secreto; tenía miedo de los dirigentes judíos. No obstante,
en estos momentos, lo único que lo preocupaba era
sepultarlo dignamente.
—Si me autorizas, yo me ocupo de todo —le dijo a Pilato.
Tras hacer las verificaciones oportunas y tener la certeza
de que, en efecto, Jesús ya había muerto, Pilato estuvo de
acuerdo y le concedió lo que pedía. Acto seguido, José volvió
al Calvario con la orden de Pilato de que le entregasen el
cuerpo de Cristo. Pero al dirigirse al Calvario no lo hizo solo.
A su lado iba también Nicodemo quien años atrás, protegido
por la oscuridad de la noche, había acudido a conversar con
Jesús. Al igual que José de Arimatea, Nicodemo decidió que
ya era tiempo de confesar sin temor su fe en el Salvador.
Como a muchos otros, desde el principio las enseñanzas de
Jesús lo habían conmovido. Al presenciar sus maravillosas
obras, se había apoderado de él la convicción de que Cristo
era el enviado de Dios. Pero era demasiado orgulloso para
reconocer abiertamente su simpatía por este nuevo Maestro
galileo y procuró entrevistarse con él de manera secreta. En
aquella entrevista Jesús le expuso con claridad el plan de la
salvación pero durante tres años no hubo fruto aparente.
Sin embargo, aunque Nicodemo no había reconocido
públicamente a Cristo, él fue quien en repetidas ocasiones
desbarató los planes que el Sanedrín tenía contra mi
hermano. Cuando finalmente Cristo fue crucificado, no pudo
sino recordar y aceptar como verdad las palabras que,
tiempo atrás, le había mencionado: «Como Moisés levantó la
serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del
hombre sea levantado» (Juan 3: 14).
Al igual que José, Nicodemo deseaba que mi hermano
fuera sepultado honrosamente, lo que según la costumbre
de mi país implicaba usar una tumba labrada en la roca.
Lujo al que la gente pobre no podía acceder. Pero, visto que
José ya había hecho provisión para ello, Nicodemo se dio
entonces a la tarea de conseguir una costosa mezcla de
mirra y áloe (unos cuarenta kilos), para embalsamar el
cuerpo de Cristo. Deseaba tributarle el mayor honor y
respeto, como si se tratara del hombre más distinguido de
toda Jerusalén.
Años después, yo mismo tuve el privilegio de dar
testimonio del amor de Nicodemo por Cristo y su causa.
Cuando los judíos trataron de destruir la naciente iglesia, él
salió en su defensa. Libre de toda duda anterior, estimuló la
fe de los discípulos y empleó su riqueza para ayudar a
sostener la iglesia de Jerusalem y llevar adelante la obra del
Evangelio. Pese a que los que antes le habían rendido
homenaje ahora lo despreciaban y perseguían, y pese a que
perdió sus bienes materiales, Nicodemo nunca más vaciló
en defender su fe.
Cierto, José y Nicodemo no pudieron evitar que
crucificaran a Jesús. Fue en una ocasión en la que no
estuvieron presentes que sus compañeros del Sanedrín
aprovecharon para condenarlo a ser crucificado. Pero ahora
que Jesús había muerto, decidieron no ocultar más su
adhesión a él.
¡Qué ironía! Mientras los discípulos y yo temíamos
manifestarnos abiertamente como adeptos suyos, José y
Nicodemo acudieron osadamente en su auxilio. La ayuda de
estos hombres ricos fue muy útil en aquel momento.
Pudieron hacer por su Maestro lo que hubiera sido imposible
para nosotros y sus discípulos.
Una vez que llegaron al pie de la cruz, con sus propias
manos procedieron a bajar con suavidad y reverencia el
cuerpo de mi hermano. Sus lágrimas de compasión y afecto
caían en abundancia mientras miraban su cuerpo herido y
en extremo lastimado. Tras preparar su cuerpo con las
especias y envolverlo en paños especialmente destinados
para ello, lo llevaron a una tumba ubicada en un jardín.
La tumba dispuesta por José estaba cerca del Calvario. Y
puesto que la estaba reservando para él mismo, no solo
había sido hermosamente tallada en la roca, sino que nunca
había sido ocupada. Al poner el cuerpo de Cristo en ella, sin
embrago, dejó de ser suya; junto con su vida, pertenecía al
Salvador.
Sí, tanto José de Arimatea como Nicodemo fueron
hombres con muchos recursos e influencia, pero también
personas cuyas prioridades y vida cambiaron debido a su
amor por Cristo. Por eso, al considerar todo lo que Jesús
había hecho, incluso que diera su vida por ellos, no solo
decidieron unirse a la iglesia, sino comportarse dentro y
fuera de ella, siguiendo siempre el ejemplo de su Maestro.
¡Cuán grandioso sería que hubiera más personas como
ellos en la iglesia! Lamentablemente, al menos según mi
experiencia, no recuerdo muchos como ellos. Y de eso
precisamente es que quisiera hablarte a continuación.

Poniéndonos en contexto
Como vimos en el capítulo anterior, la sección en la que
nos encontramos (San. 4: 13 – 5: 6) destaca por ser la
denuncia más fuerte en contra de los ricos registrada en la
epístola. Una vez que se ha centrado en las actividades
mercantiles de este grupo, de su amplio comercio y
transacciones relacionadas con navíos y puertos (San. 4: 13-
17), Santiago se centra ahora en las actividades agrícolas de
los ricos (San. 5: 1-6), aquellos que aparentemente hacen lo
que quieren, van adonde quieren y lo hacen cuando quieren.
Veamos qué más tiene que decirnos Santiago al respecto.
Imagine que es mediodía y, mientras la crema y nata de la
esfera empresarial come en un prestigioso restaurante
ubicado en el centro financiero de Wall Street, un individuo
entra al mismo y exclama: «¡Vamos ahora, ricos! Llorad y
aullad por las miserias que os vendrán» (San. 5: 1). «Cierto»,
dirían algunos de ellos, «la situación financiera mundial ha
visto días mejores, las crisis vienen y van, pero, ¿llorar por
mi miseria? ¿Qué le pasa a este hombre? Debe ser otro de
tantos activistas desequilibrados que piensan que con sus
protestas cambiarán al mundo».
Tan extravagante como hoy podría parecernos esta
escena, es probable que el mensaje registrado en esta
sección de Santiago también lo fuera para los ricos de sus
días. Sin embargo, aunque para ellos este mensaje parecía
no tener mucho sentido, el lenguaje usado en esta sección
en realidad sí era común para quienes leían las Escrituras.
La naturaleza y retórica del mismo no solo sigue el estilo de
los profetas del Antiguo Testamento,1 sino también el de
Jesús. La postura de Santiago hacia los ricos, por tanto, no es
nueva ni caprichosa, más bien refleja lo aprendido de Jesús
sobre este tema: «Pero ¡ay de vosotros, ricos!, porque ya
tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora
estáis saciados!, porque tendréis hambre» (Luc. 6: 24-25).
Tan clara enseñanza, como era de esperar, también se ve
reflejada en varios libros de la apocalíptica judía,2
especialmente en pasajes como este:
¡Desgracia para quienes edifican la injusticia y la opresión y las cimientan
en el engaño, porque serán repentinamente derribados y no habrá paz
para ellos! […] ¡Desgracia para vosotros, ricos, porque habéis confiado en
vuestras riquezas, de vuestras riquezas seréis despojados a causa de que
vosotros no os habéis acordado del Más Alto en la época de vuestra
riqueza! (1 Enoc 94: 6, 8).
Como agua se derramarán vuestras quimeras, porque vuestra riqueza no
permanecerá, sino que súbitamente volara de vosotros, porque la habéis
adquirido con injusticia y seréis entregados a una gran maldición (1 Enoc
97: 10).

Aunado a este lóbrego y fatídico destino de los ricos,


Santiago también describe el futuro de sus posesiones,
resaltando su transitoriedad y vulnerabilidad:
Vuestras riquezas están podridas y vuestras ropas, comidas de polilla.
Vuestro oro y plata están enmohecidos y su moho testificará contra
vosotros y devorará del todo vuestros cuerpos como fuego. Habéis
acumulado tesoros para los días finales (San. 5: 2, 3).

Sí, según este pasaje, acumular riquezas es malo, porque


ellas serán la más grande evidencia en el día del juicio
contra los ricos opresores y sin temor de Dios. Algo de lo que
los antepasados de Santiago ya habían hablado con suma
claridad:
Oíd esto, los que explotáis a los menesterosos y arruináis a los pobres de
la tierra. […] No olvidaré jamás ninguna de sus obras. ¿No se estremecerá
la tierra por esto? ¿No llorarán todos sus habitantes? (Amós 8: 4-8).
¡Ay de las naciones que amenazan a mi pueblo: el Señor todopoderoso las
castigará en el día del juicio; las entregará al fuego y los gusanos, y llorarán
de dolor eternamente! (Judit 16: 17, DHH).

Al abordar este tema, Santiago lo hace definitivamente en


un tono muy peculiar, pero también claro. Nada menos que
eso merecía la transmisión de un mensaje tan solemne
como este.

He aquí el mayor problema


El problema de acumular riquezas, sin embargo, no tiene
que ver solamente con la cantidad, sino también con el
tiempo en el que los ricos las acumulan: «Habéis acumulado
tesoros para los días finales» (San. 5: 3). Según el Nuevo
Testamento, los «días finales» (o «últimos días»), es el
nombre de un periodo que se inició con la primera venida de
Cristo y alcanzará su clímax en el momento de su segunda
venida (Hech. 2: 17; 2 Tim. 3: 1; Heb. 1: 2). Por lo tanto,
abarcando todo el periodo de la iglesia, la acumulación de
riquezas durante el mismo es una agravante contra quienes
las poseen, porque denota una actitud equivocada por su
parte. Sí, una actitud que no es consciente de lo que implica
vivir de cara al juicio que se aproxima y de lo que implica
vivir durante los últimos días de este mundo y que, por lo
tanto, está en contra de las prioridades del evangelio: «No
os hagáis tesoros en la tierra […] sino haceos tesoros en el
cielo» (Mat. 6: 19, 20).
¿Cree que el mensaje de Santiago a los ricos suena
demasiado fuerte? Pues espere a ver lo que aún tiene que
decirles: «El jornal de los obreros que han cosechado
vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado
por vosotros, clama y los clamores de los que habían segado
han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (San. 5:
4).

Los salarios también claman


Dadas las condiciones de aquella época, lo más probable
es que la mayoría de las personas oprimidas a las que
Santiago se dirige trabajara para los ricos. Competir en
desventaja con los acaudalados terratenientes y no poder
producir a la par de ellos, los había llevado a venderles sus
tierras y convertirse en sus jornaleros, situación en la que
sus nuevos patrones se aprovechaban de ellos,
especialmente en lo relacionado con el pago de su salario.
(Cualquier parecido con la realidad, no es mera
coincidencia).
De hecho, es posible que la acción denunciada aquí por
Santiago no fuera la mera retención del salario, sino que
incluyera también el fraude a los obreros.3 Sea cual fuere el
caso, lo que los ricos hacían no era correcto y, como era de
esperar, estaba en contra de lo que Dios había pronunciado
al respecto en el Antiguo Testamento: «No oprimirás a tu
prójimo ni le robarás. No retendrás el salario del jornalero en
tu casa hasta la mañana siguiente» (Lev. 19: 13, vea
también Deu. 24: 14).4
De ahí que, ante tal injusticia, nuestro autor diga que los
salarios «claman». En la medida en que tiene que ver
también con el trabajo de la tierra y con otra acción de lo
más injusta, dicho «clamor» nos recuerda el de la sangre de
Abel, que también llegó a oídos de Dios (vea Gén. 4: 10).
En efecto, el Señor siempre ha escuchado el clamor de sus
hijos, especialmente cuando piden ser liberados de sus
opresores (Éxo. 2: 23; 1 Sam. 9: 16; Apo. 6: 9, 10). Por esa
razón, llegado el momento, actuará en consecuencia:
«“Vendré a vosotros para juicio, y testificaré sin vacilar […]
contra los que defraudan en su salario al jornalero, a la
viuda y al huérfano, contra los que hacen injusticia al
extranjero, sin tener temor de mí”, dice Jehová de los
ejércitos» (Mal. 3: 5).5
La gravedad de esta conducta tal vez pueda ilustrarse y
entenderse mejor al considerar las siguientes preguntas: Si
hubiéramos sido cristianos alemanes durante la Segunda
Guerra Mundial, ¿nos habríamos pronunciado contra Hitler?
Si hubiéramos vivido en el Sur de Estados Unidos durante el
conflicto por los derechos civiles, ¿nos habríamos declarado
contrarios al racismo? Cuando nuestros nietos descubran
que vivimos durante una época en la que 1,750 millones de
personas eran pobres y 1,000 millones pasaban hambre
(muchos de los cuales estaban muy cerca de nosotros),
¿cómo juzgarán lo que hacemos ante esto?6
En el caso de los ricos en cuestión, Santiago y el libro de la
Sabiduría ya tienen la respuesta: «Habéis vivido en deleites
sobre la tierra y sido libertinos. Habéis engordado vuestros
corazones como en día de matanza» (San. 5: 5). «¡Por eso,
disfrutemos de los bienes presentes y gocemos de este
mundo […]! ¡Embriaguémonos del vino más costoso y de
perfumes! […] ¡Aplastemos al hombre honrado que no tiene
dinero; no tengamos compasión de la viuda, ni respetemos
las canas del anciano!» (Sabiduría 2: 6, 7, 10).
Ligar dicho comportamiento con el «día de matanza»
tampoco es algo positivo y mucho menos agradable. En el
lenguaje del Antiguo Testamento, esta frase nos remite a los
animales quienes, una vez «engordados», eran sacrificados
para su consumo en un día llamado precisamente así (Isa.
30: 25; Jer. 12: 3; 25: 34): «El destino del ganado engordado
es la matanza; y los que no han buscado más que el lujo
desbordado y los excesos egoístas se han engordado a sí
mismos para el Día del Juicio».7
Tal es su destino, porque ellos mismos han provocado la
muerte de los pobres: «Habéis condenado y dado muerte al
justo, sin que él os haga resistencia» (San. 5: 6).8 Siendo
que al no darles su dinero, los trabajadores tampoco podían
comer, hacerles esto era prácticamente condenarlos a morir,
tal como lo ilustra el siguiente pasaje del libro de
Eclesiástico:
Robar algo a los pobres y ofrecérselo a Dios es como matar un hijo ante los
ojos de su padre. La vida del pobre depende del poco pan que tiene; quien
se lo quita, es un asesino. Quitarle el sustento al prójimo es como matarlo;
no dar al obrero su salario es quitarle la vida (34: 21, 22, DHH).

Otra forma de propiciar la muerte de sus trabajadores, al


menos indirectamente, probablemente era acusarlos ante
los tribunales, a fin de provocarles aún más daño. Por eso
Santiago, como seguramente recuerda, denuncia el ilógico
favoritismo que algunos de sus lectores llegaron a mostrar
para con estos criminales (2: 1-13), asesinos potenciales,
cuyo proceder es semejante al denunciado por Job (7: 1, 2;
24: 2-10).9 De manera que, a fin de conocer más detalles del
mismo, el libro de la Sabiduría nuevamente nos es de
ayuda:
Pongamos trampas al bueno, pues nos es molesto; se opone a nuestras
acciones, nos reprocha que no cumplamos la ley y nos echa en cara que
no vivamos según la educación que recibimos […]. Su vida es distinta a la
de los demás, y su proceder es diferente. […] Dice que los buenos, al
morir, son dichosos, y se siente orgulloso de tener a Dios por padre.
Veamos si es cierto lo que dice y comprobemos en qué va a parar su vida.
Si el bueno es realmente hijo de Dios, Dios lo ayudará y lo librará de las
manos de sus enemigos. Sometámoslo a insultos y torturas, para conocer
su paciencia y comprobar su resistencia. Condenémoslo a una muerte
deshonrosa, pues, según dice, tendrá quien lo defienda (2:12, 15-20,
DHH).10

De esta forma, la progresión tan gráficamente descrita en


Santiago 5: 1-6 no solo denuncia la inutilidad de las
riquezas, sino también cómo, quienes las poseen, se
deleitan en un estilo de vida caracterizado por tratar
injustamente a los pobres, hasta el punto de atentar incluso
contra su vida.
Sin duda, semejante comportamiento es reprobable. Pero,
¿no le parece que el mensaje que el Señor dirige a los ricos
todavía suena demasiado fuerte? ¿Hay algo que nos
explique por qué Santiago eligió registrar de esta forma
dicho mensaje?

¿Ama Dios a los ricos?


En efecto, Santiago no tiene nada bueno que decir de los
ricos. En su epístola, más bien este término aparece en
marcado contraste y en oposición al del cristianismo
genuino. Sin embargo, esto no significa que él, o el resto de
los autores bíblicos sientan aversión hacia ellos. Al fin y al
cabo, como vimos al inicio de este capítulo, los recursos de
algunos de ellos hicieron posible el avance de la iglesia en
sus inicios.
Por lo tanto, como en el caso de la lengua, la Biblia no
enseña que las riquezas en sí mismas sean malas o que ser
adinerado sea pecado. En cambio, denuncia el mal uso que
se puede dar a las riquezas y advierte a quienes las usen de
esa forma de los eminentes riesgos y resultados de hacerlo.
En consecuencia, Dios reprueba el comportamiento de los
ricos debido a que oprimen violenta y físicamente al pobre,
explotan a sus trabajadores y los arrastran a los tribunales
porque no pueden hacer frente a sus deudas. Para Santiago,
una conducta semejante equivale a blasfemar el nombre de
Dios, aquel que «ha elegido a los pobres de este mundo,
para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha
prometido» (San. 2: 5).
¿Ha elegido Dios a los pobres? ¿Acaso no es esto
favoritismo? ¿Es este un ejemplo de que Dios practica lo que
él mismo condena?
¡No! Ganar el favor de Dios en la Biblia no tiene que ver
con eso. Existen numerosos relatos que así lo demuestran.
Los pobres agradan a Dios simplemente a causa su natural
dependencia de él. Siendo una característica vital en la
relación con Dios, la dependencia mostrada por aquellos
que carecen de bienes materiales ciertamente viene a ser
una especie de “ventaja” en relación con aquellos que no
carecen de nada.
En efecto, independientemente de nuestra condición
social, todos nos enfrentamos a pruebas y desafíos en la
vida espiritual. Pero, siendo que la extensa mayoría de la
población hoy también es pobre, es un hecho que los
acaudalados se enfrentan a pruebas específicas. Por ello,
puesto que, desde el diluvio, cada generación ha visto cómo
la acumulación de bienes materiales ha producido cada vez
mayores tensiones entre los habitantes de este planeta,11 la
forma incorrecta con la que muchos ricos se han enfrentado
a esta situación tampoco puede pasar desapercibida para
Dios.
Dado que no depender de Dios, sino de las riquezas, hará
que se cumplan las palabras de Cristo: «Porque donde está
vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Luc.
12: 34), la Biblia anuncia que pronto habrá una gran
inversión de las circunstancias y las relaciones entre pobres
y ricos.12 El anuncio no se caracteriza por su «delicadeza», o
por ser un llamado al arrepentimiento, sino por describir el
terrible fin que sobrevendrá a los impíos, que dará paso a la
vindicación de los oprimidos, y cuya certeza ha de
confortarlos; pero que también tiene algo que decirnos
respecto del carácter de Dios, tal como el siguiente relato
ejemplifica.13
Convencido de que un buen piloto hace cualquier cosa
con tal de llevar a sus pasajeros sanos y salvos a casa, el
conocido autor cristiano Max Lucado cuenta haber sido
testigo de un buen ejemplo de esto durante uno de sus
viajes en avión. Pese a que la sobrecargo había pedido que
todos los pasajeros volvieran a sus asientos porque se
aproximaban a una zona de turbulencias, la mayoría de ellos
tardaron bastante en reaccionar. Ante esto, el tono de la
dama subió al advertirles de nuevo: «Vamos a pasar por una
zona de turbulencia, habrá cierto movimiento en el avión,
así que, por su seguridad, es mejor que se sienten y ajusten
sus cinturones». Esta vez, muchos obedecieron, pero no
todos, y la obligaron a subir definitivamente el volumen de
su anuncio: «Damas y caballeros, por su bien, ¡vuelvan a sus
asientos!».
«Para ese momento», confiesa Lucado, «yo creía que todos
estaban en sus lugares. Pero evidentemente me equivoqué,
puesto que a continuación escuchamos la voz del piloto que
anunciaba enérgicamente: “Les habla el capitán Brown. En
ocasiones anteriores, algunos pasajeros han resultado
heridos por estar en el baño, en lugar de permanecer en sus
asientos. Por lo tanto, seré muy claro en cuanto a nuestra
responsabilidad. Mi trabajo es pasar con ustedes a través de
la turbulencia. Su trabajo es hacer lo que les digo. Así es
que, ¡tomen asiento y abróchense los cinturones!”».
Entonces se abrió la puerta del baño. De él salió un
hombre con el rostro rojo de vergüenza quien, aparentando
una tímida sonrisa, finalmente no tuvo más remedio que
regresar a su asiento.
«¿Se equivocó el piloto en lo que hizo? ¿Fue demasiado
insensible o poco cortés?», cuestiona Lucado. «No, todo lo
contrario», responde él mismo. Para el piloto era más
importante que el hombre estuviera a salvo aunque
avergonzado, que no advertirlo y verlo herido.
Efectivamente, los buenos pilotos hacen lo que sea
necesario con tal de llevar a sus pasajeros a casa. ¡Y así
también es nuestro Dios! «Por lo tanto», concluye Lucado,
«si Dios tuviera que escoger entre tu seguridad eterna y tu
bienestar terrenal, ¿qué crees que escogería?».�
Solo aquellos que escuchen las apelaciones de Dios y
pongan su confianza en su poder, no en sus pertenencias,
son quienes tendrán el privilegio de pertenecer a su reino:
Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Cuán difícilmente
entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas». Los discípulos se
asombraron de sus palabras; pero Jesús, respondiendo, volvió a decirles:
Hijos, ¡cuán difícil les es entrar en el reino de Dios a los que confían en las
riquezas! Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar
un rico en el reino de Dios. Ellos se asombraban aún más, diciendo entre sí:
«¿Quién, pues, podrá ser salvo?». Entonces Jesús, mirándolos, dijo: «Para
los hombres es imposible, pero no para Dios, porque todas las cosas son
posibles para Dios» (Mar. 10: 23-27).15

Teniendo en cuenta que nos es imposible «servir a dos


señores», es decir, que no tenemos la capacidad de brindar
nuestra lealtad total a varias personas o cosas, (Luc. 16:13),
la decisión de los ricos no puede esperar.
¿Y José de Arimatea y Nicodemo? ¿Acaso no eran ricos? Sí,
lo eran, pero también estuvieron dispuestos a usar sabia y
correctamente esos bienes para la causa de Dios. ¡Lástima
que haya tan pocos como ellos!
En efecto, sin su amor e interés total por Jesús, tal vez
habrían pasado a la historia por ser dueños de la mejor
tumba de la región o por ser miembros de la organización
más prestigiosa de sus días, pero no habrían sido salvos.
¿Valdrá la pena que alguien se arriesgue a eso? Santiago
nos ha dado ya su respuesta.

Referencias
1. Según los profetas, por ejemplo, el llanto y el lamento son reacciones
características de los impíos ante el juicio (Isa. 13: 6; 15: 3; Amós 8: 3).
2. Libros no inspirados en su mayoría escritos en el periodo intertestamentario, es
decir, durante el tiempo que medió entre el año 400 a. C. y el inicio de la escritura
del Nuevo Testamento.
3. Los mejores manuscritos griegos disponibles de este pasaje usan el verbo
«defraudar». De hecho, según el Talmud (Talmud babilónico Baba Metzia 111ª),
retener el sueldo de un trabajador contratado equivalía a transgredir todo un
conjunto de prohibiciones: «No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás. No oprimirás a
un siervo contratado que es pobre. El jornal de un trabajador no ha de permanecer
en la noche contigo, en su día le darás su paga, que no caiga el sol sobre la
misma».
4. Dios había hecho provisión para que las deudas se perdonaran los años
sabáticos. A pesar de ello, el prosbul o procedimiento legal propuesto por Hillel,
rabino que murió a inicios de la era cristiana, permitía que un acreedor pudiera
cobrar incluso durante un año sabático.
5. Al unir tres doctrinas sumamente importantes (la doctrina de Dios, la del
pecado y la de los acontecimientos finales), el uso de la expresión «Señor de los
ejércitos» (Adonai tsabaot), recalca que el que ha de intervenir ante las injusticias
sufridas por sus hijos es el mismo líder de ejercito celestial. Algo que se refleja
también en el juicio contra los ricos que se registra en Isa. 5: 9 y está implícito en
Sal. 17; 18: 6, etc.
6. Max Lucado, Más allá de tu vida: Fuiste creado para marcar la diferencia
(Nashville, Tennessee: Grupo Nelson, 2010), pág. 33.
7. Barclay, pág. 962. Por su parte, el libro judío 1 Enoc lo presenta de esta forma:
«Los que poseéis el oro y la plata pereceréis repentinamente en el juicio. […]
Habéis blasfemado y cometido injusticia y estáis maduros para el día de la
matanza y la oscuridad, para el día del gran juicio» (94: 7, 9).
8. Algunos comentaristas creen que la expresión «dado muerte al justo» se refiere
al martirio de Cristo, el cual ejemplificaría el grado al que llegó el abuso del poder
que Santiago denuncia en esta sección. Sea que Santiago se refiera a alguien en
particular o no, resulta interesante que, años después de escribir esto, su propio
martirio fue instigado por un sumo sacerdote de origen saduceo (Anán). Algo que
nos recuerda la posible relación entre esta importante secta judía y los ricos que
Santiago tiene en mente (vea la nota núm. 11 del capítulo anterior).
9. Además de que un poco más adelante será un gran ejemplo de la actitud
correcta ante el sufrimiento, Job también tiene algo importante que decirnos a este
respecto.
10. Tal es el marco descrito y que debe asumirse al leer la historia del rico y Lázaro
(Luc. 16). Si lo requiere, repase lo que aprendimos respecto a esta historia en el
capítulo 6.
11. Si le interesa una serie de ejemplos actuales, bien documentados y en el
marco de la escatología adventista, vea las «Red alerts» publicadas por Herbert E.
Douglass en http://www.eredalert.com/?offset=10
12. Esto se detecta especialmente en Lucas y es el contexto en el que hay que
entender a Santiago (Maynard-Reid, pág. 264).
13. Lucado, El trueno apacible, pág. 6.
14. Las recomendaciones contenidas en el Nuevo Testamento no se circunscriben
a nuestro comportamiento en la iglesia. Limitarlas de esa forma no solo sería un
error de interpretación, sino que también nos dejaría sin instrucción en cuanto a
cómo actuar correctamente ante las diversas circunstancias presentes en nuestro
entorno. De ahí que el cristianismo temprano, en ciertas ocasiones, incluso haya
asumido una posición crítica respecto a lo que sucedía en la sociedad de sus días.
Puesto que en la Biblia Dios y sus hijos se preocupan por la justicia social,
seguramente hoy también nuestras iglesias tienen mucho que hacer al respecto
en países como los nuestros. Si le interesa leer al respecto, le recomiendo John
Graz, El adventista y… (Miami: APIA, 2008); Josh McDowell y Bob Hostetler, La
nueva tolerancia (Unilit, Miami 1999); y mi artículo «El mensaje de Romanos 13»,
en la revista Ministerio adventista, Noviembre-diciembre 2013, págs. 18-21.
15. Tal fue el énfasis también del mensaje que predicaba Juan el Bautista (Luc. 3:
7-14), y la razón por la que la devolución del dinero defraudado y la donación de la
mitad de sus bienes a los pobres, en el caso de Zaqueo, pueda verse como una
especie de “liberación” de la tiranía que pueden llegar a representar las riquezas
(Luc. 19: 1-10).
11
Los pacientes
no juran

P
rometió volver. No dijo la fecha, pero lo aseguró a
todos aquellos que tuvimos el privilegio de verlo
resucitado. ¿Lo juró? No, no necesitaba hacerlo. Para
nosotros, su palabra era suficiente.
Y no es que él tuviera algo en contra el juramento de
índole judicial o legal. De hecho, aunque condenó las
prácticas de mis contemporáneos que habían hecho del
juramento una práctica deshonesta, durante su juicio ante
el Sanedrín Jesús no se negó a dar testimonio bajo
juramento. Quienes presenciaron dicho juicio me dicen que
Jesús guardó silencio la mayor parte del tiempo, tal como lo
había predicho el profeta Isaías (53: 7). Lo hizo así, hasta
que Caifás, el sumo sacerdote, pronunciara aquellas
solemnes palabras: «Te conjuro por el Dios viviente que nos
digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios» (Mat. 26: 63).
Mi hermano no podía guardar silencio ante este
cuestionamiento. Sabía que hay momentos en los que es
preciso callar y otros en que hay que hablar. Aunque
presagiaba que contestar aquella pregunta le acarrearía la
muerte, su relación con el Padre había sido puesta en tela
de juicio y era su deber presentar claramente su identidad y
carácter. Así, mientras todos estaban atentos a lo que diría,
una luz pareció iluminar su rostro cuando respondió: «Tú lo
has dicho. Y además os digo que desde ahora veréis al Hijo
del hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo
en las nubes del cielo» (Mat. 26: 64).
¡Qué diferente fue el caso de uno de sus discípulos! Sí, me
refiero a Pedro, quien aquella misma noche, al ser
interrogado por una de las siervas de Caifás por su relación
con Cristo, no solo negó tres veces ser su discípulo, sino que
incluso juró no conocerlo. ¡Ojalá hubiera velado y orado
cuando Jesús se lo pidió! ¡Si hubiera entendido que
depender de sus propias fuerzas no era suficiente, no habría
negado al Señor!
Pero, a pesar del dolor que le causó, la mirada que Cristo
le dirigió a Pedro tras su negación no mostró ira, sino
compasión y perdón. Y es que quienes han de temer el
rostro de Cristo no son sus discípulos, sino los que lo
rechazan, especialmente aquellos que, debido a lo que le
hicieron, serán testigos del cumplimiento de sus palabras:
«Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de
Dios y viniendo en las nubes del cielo».
Sí, no me canso de decirlo: ¡Jesús prometió regresar! Solo
que, cuando lo haga, no vendrá como un ser indefenso, sino
como el juez de toda la tierra, ante quien sus homicidas
comparecerán una vez que hayan resucitado (Apo. 1: 7);
algo que, pese a ir en contra de sus creencias como
saduceo, Caifás nunca olvidó y se estremecía solo de
recordarlo.
Pero, Cristo no regresará solamente para cumplir lo que le
prometió a Caifás. De ahí que, en lugar de ascender al cielo
inmediatamente tras su resurrección, decidiera permanecer
cuarenta días más entre nosotros (periodo en el que
también se encontró personalmente conmigo), a fin de que
pudiésemos familiarizarnos con aquel Salvador, vivo y
glorificado, que necesitaba capacitarnos antes de partir.
Tras ese periodo, Jesús condujo a sus discípulos al mismo
lugar que fue testigo de sus oraciones y lágrimas, al monte
de los Olivos. Y allí, recordándoles que durante treinta y tres
años había vivido en carne propia lo que es ser insultado y
rechazado, su promesa para quienes también sufrirían por
su causa fue: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el
fin del mundo» (Mat. 28: 20). Luego, extendiendo sus manos
como si quisiera asegurarles su cuidado protector, Cristo
ascendió lentamente hacia el cielo. Y mientras los discípulos
estaban todavía mirando hacia arriba, dos ángeles
aparecieron para asegurarles que Jesús regresaría por ellos,
y de esa forma restablecería para siempre la justicia que
tanta falta hace en esta tierra.
A su regreso a Jerusalén, quienes los veían pasar pensaban
que los notarían abatidos y avergonzados. Pero, en vez de
eso, sus rostros denotaban alegría y triunfo. Y eso fue
precisamente lo que el resto de nosotros también pudo
notar cuando llegaron al aposento alto (Hech. 1: 14). Verlos
y oírlos nos llenó de confianza en el futuro, pero también
nos hizo reflexionar detenidamente en la gran misión que
teníamos por delante. Saber que nuestras palabras y hechos
habían de atraer la atención al poder transformador de
Cristo no era cosa liviana. ¿Lograríamos cumplir sus
expectativas? Una cosa era segura: El mismo que había
prometido estar con nosotros hasta el fin, también nos
capacitaría para hacerlo.

¿Qué hemos de hacer?


Una vez que hemos confirmado que Santiago no tiene
nada bueno que decir de los ricos, que Dios reprueba que
opriman y exploten a sus hijos, hay una pregunta que queda
en el aire: ¿Qué actitud habían de adoptar los cristianos
ante esto? ¿Qué se esperaba que hicieran?
Aunque, como vimos en el capítulo 8, la reacción natural
de algunos fue encauzar su rabia involucrándose en
movimientos como el de los zelotes, esto no era lo que
Santiago, ni mucho menos Dios, esperaban que hicieran.1
No puede serlo porque, en primer lugar, tanto en aquellos
días como en la actualidad, nuestro sentido de la justicia
está sumamente deteriorado. Por ejemplo, hace poco
escuché que alguien contaba con orgullo la forma en que
cree estar contrarrestando la “injusticia” que lo rodea. Su
método es simple y consiste en llevar siempre en su
automóvil monedas para dar a las personas que, pese a su
edad avanzada, se sostienen de las propinas recibidas al
trabajar en el estacionamiento del supermercado.
Empleó ese método sin problema hasta que, en cierta
ocasión, el comportamiento de una de estas personas le
hizo dudar de la pertinencia del mismo. Sin hacer el menor
esfuerzo por señalarle el momento en que podía poner la
marcha atrás o cuál era la mejor forma de maniobrar para
salir del estacionamiento tal como siempre, aquel hombre
se limitó a acercarse a la ventanilla para pedir las monedas
acostumbradas. «Ya que este hombre no recibe un sueldo
por lo que hace», razonó el conductor, «si no le doy este
dinero, probablemente tampoco tendrá suficiente para
comer hoy». Acto seguido, a fin de contrarrestar la
“injusticia” que representan las carencias de este hombre, le
dio el dinero.
Cierto, el hecho de que alguien no tenga recursos para
comer puede ser un síntoma de las condiciones de injusticia
social que nos rodean. Sin embargo, la cuestión aquí es si la
acción de esta persona, aparte de caritativa, en realidad
también puede calificarse de justa, tal como él creía. ¿Qué
sucede con aquello de que «el que no trabaja que tampoco
coma»? (2 Tes. 3: 10). ¿Qué es justo?
¿Y qué decir de aquella peculiar declaración con la que el
abogado de una poderosa empresa “justificó” su actuación
ante los medios de comunicación que tuvo que emitir tras
saberse que la empresa a la que representaba, a fin de
evitar pérdidas millonarias, realizó operaciones bancarias
que perjudicaron a todo un país?: «Sí», reconoció aquel
abogado, «lo que hizo la empresa era inmoral, pero no
ilegal». ¡Qué consuelo!
Definir y aplicar la justicia, como se ve, no es lo que mejor
sabemos hacer. Por tanto, sería paradójico que las Escrituras
promovieran la violencia como una solución para resolver la
injusticia social.
En segundo lugar, y lo más importante, la Biblia no
promueve una reacción violenta contra la injusticia por
parte de los que la sufren, simplemente porque Dios ya les
ha mostrado cuál es la forma correcta de enfrentarse a ella:
Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad
cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con
paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía. Tened también
vosotros paciencia y afirmad vuestros corazones, porque la venida del
Señor se acerca (San. 5: 7, 8).

Estas palabras, por supuesto, no pretenden minimizar en


modo alguno la situación por la que atraviesan los lectores
de la epístola. Al contrario, las circunstancias que enfrentan
son tan claras y de tal magnitud para Santiago que la
solución que les presenta no solo es viable y necesaria, sino
también definitiva. Dado que la injusticia no terminará
mientras haya seres humanos que la practiquen, esto es,
mientras exista el pecado, Santiago les da un motivo más
para esperar con ansia la segunda venida de Cristo.
No es casualidad, pues, que la palabra que se refiere al
regreso de Jesús aquí (parousía), como en muchas otras
partes del Nuevo Testamento, se usara normalmente para
describir la llegada (y el gozo que producía) de alguien
importante, por ejemplo, cuando un rey o algún alto
dignatario visitaba alguna provincia del imperio. En
consecuencia, que Santiago haga uso de esta palabra
implica que, esperar a Jesús, equivale a esperar la llegada
del Rey del universo, Aquel que restituirá la justicia en este
mundo, a fin de que sus hijos jamás vuelvan a ser
defraudados o explotados.
¿Esperar a Jesús? Sí, es algo que los cristianos no solo
sabemos, sino que también tenemos que hacer.

Cuando el que espera no desespera


La espera de dicha aparición requiere, por lo tanto, una
actitud que nuevamente nos lleva al tema de la paciencia.2
Habiendo aprendido, capítulos atrás, que una mejor
traducción de esta palabra es “perseverancia”, Santiago
estaría diciendo aquí que, pese a las adversidades, sus
lectores tenían que perseverar y mantenerse firmes en la fe
hasta el regreso de Cristo. Puesto que Dios se toma muy en
serio lo que se hace en contra de sus hijos (Zac. 2: 8), saber
que el día en que sus opresores serían juzgados llegaría
pronto había de animarlos a mantener una actitud
semejante (San. 5: 9).
Sin embargo, en Santiago 5: 7-9 nuestro autor utiliza una
palabra griega distinta para hablarnos de la paciencia
(makrothuméo) que en esta ocasión sí tiene mayor relación
con nuestro concepto de tal virtud, pero que, sobre todo,
describe una expectativa capaz de prevalecer vibrante pese
a la demora o incluso la actitud negativa de la persona a la
que se espera. He aquí dos versículos que me parecen los
más claros y llamativos al respecto:
El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino
que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca,
sino que todos procedan al arrepentimiento (2 Ped. 3: 9; la cursiva es
nuestra).
El amor tiene paciencia y es bondadoso. El amor no es celoso (1 Cor. 13:
4; la cursiva es nuestra).

De ahí que Santiago ilustre este tipo de paciencia con la


espera de un agricultor que depende de la lluvia para que la
tierra dé su fruto, especialmente del efecto crucial que
tienen sobre sus sembrados las lluvias de mediados de
octubre («la temprana») y las de principios de primavera
(«la tardía»). Espera que, sin embargo, no está a expensas
del capricho de la naturaleza, sino que se basa en la
confianza de la intervención de un Dios que, fiel al pacto con
su pueblo, prometió cuidar siempre de él: «Yo daré la lluvia a
vuestra tierra a su tiempo, la temprana y la tardía, y tú
recogerás tu grano, tu vino y tu aceite» (Deu. 11: 14).3
Teniendo en cuenta esto, ¿a qué se refiere Santiago
cuando nos anima a tener paciencia ante las injusticias? La
siguiente cita viene en nuestra ayuda:
Esperar con paciencia el reino de Dios es siempre constancia en anticipar
su llegada, pero a la luz de principios que se viven en el aquí y ahora. El
reino de Dios es el criterio sobre el cual el cristiano forma pautas para
reorganizar su vida en todos los ámbitos, incluyendo lo tocante a sus
relaciones laborales.4

En otras palabras, esperar con paciencia es nuevamente


intentar vivir como lo hizo Cristo, y aprender a responder tal
como él lo hizo, diferenciándonos así de las actitudes y
acciones de un mundo que exalta y practica los males que él
mismo dice condenar.5 Una actitud que, dadas las
condiciones de la sociedad y el tiempo en el que vivimos,
tiene que cobrar sentido especial para aquellos que creen a
Dios cuando dice: «No os venguéis vosotros mismos,
amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios, porque
escrito está: “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor”.
[…] No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el
mal» (Rom. 12: 19, 21, vea también Deu. 32: 35).6

Quejas y sugerencias
Concluidas sus observaciones respecto a lo relacionado
con los ricos y puesto el marco de la segunda venida de
Cristo, Santiago retoma el tema de la conducta de sus
lectores, especialmente el del control de la lengua:
«Hermanos, no os quejéis unos contra otros, para que no
seáis condenados; el Juez ya está delante de la puerta»
(San. 5: 9).
Aunque se suele traducir como “gemir” (Rom. 8: 23; 2 Cor.
5: 2, 4), es claro que la acción de quejarse contra sus
hermanos que se esconde detrás de esta imagen, por más
que las circunstancias adversas los impulsen a hacerlo,
tendría que dejar de ser la práctica de quienes esperan el
regreso de Cristo y conocen la certeza del juicio divino:
«Pues Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda
cosa oculta, sea buena o sea mala» (Ecl. 12: 14).7
Santiago está preocupado por demostrar a sus lectores
que no vivir de acuerdo con lo que dicen creer es la causa de
muchas de las dificultades que enfrentan. Por eso anhela
que este consejo contribuya a contrarrestar los problemas
internos de la iglesia, así como a enfrentar correctamente
los que vienen del exterior. Esta intención lo lleva a retomar
el tema con el que inició su epístola, a saber, la actitud
correcta del cristiano ante el sufrimiento: «Hermanos míos,
tomad como ejemplo de aflicción y de paciencia8 a los
profetas que hablaron en nombre del Señor. Nosotros
tenemos por bienaventurados a los que sufren» (5: 10, 11).
¿Consideramos felices a los que sufren? ¿Qué quiere decir
Santiago con esto? ¿Es esta declaración una especie de
elogio al masoquismo? En tal caso, si Santiago se estuviera
refiriendo aquí a que dicho sufrimiento es resultado de
hacer lo correcto, esta afirmación parecería tener cierto
sentido; pero, ¿nuestro autor se refiere a eso?
Comparar esta declaración (en el idioma en que se
escribió) con aquellas relacionadas a este mismo tema, al
inicio de la epístola, hace que su sentido sea más fácil de
captar. Al igual que en el capítulo 1, Santiago usa (retoma)
en este versículo su palabra favorita para ‘paciencia’
(jupomoné). Por lo tanto, una mejor traducción de este
pasaje diría: «Consideramos bienaventurados a los que
perseveran» (compare San. 5: 11 con 1: 3, 4, 12; la cursiva
es nuestra).9
A continuación esta palabra se usa de nuevo (y ahora sí es
evidente en la traducción), al referirse al caso de Job:
«Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin que
le dio el Señor, porque el Señor es muy misericordioso y
compasivo» (San. 5: 11, compare con Éxo. 4: 6).10 ¡Y qué
mejor ejemplo que el libro de Job para mostrar la estrecha
relación que existe entre la sabiduría, el sufrimiento y la
perseverancia!11
Sin embargo, por más que siempre fuera sabio e íntegro,
tan loables características de Job no evitaron que en cierto
momento se cuestionara si realmente valía la pena seguir
«esperando»: «¿Cuál es mi fuerza para seguir esperando?
¿Cuál es mi fin para seguir teniendo paciencia?» (Job 6: 11).
Al igual que Job, Santiago también sabe que perseverar no
arreglará todos nuestros problemas ni las situaciones
adversas que nos agobian. Sin embargo, a ambos les consta
que vivir así es la mejor evidencia de ejercitar una fe sabia
que, ciertamente, produce frutos (San. 1: 3):12
La desconfianza hacia Dios es producto natural del corazón irregenerado,
que está en enemistad con él. Pero la fe es inspirada por el Espíritu Santo y
no florecerá más que a medida que se la fomente. Nadie puede robustecer
su fe sin un esfuerzo determinado. […] Pero los que dudan de las
promesas de Dios y desconfían de las seguridades de su gracia, le
deshonran; y su influencia, en lugar de atraer a otros hacia Cristo, tiende a
apartarlos de él; son como los árboles estériles que extienden a lo lejos sus
tupidas ramas, las cuales privan de la luz del sol a otras plantas y hacen
que estas languidezcan y mueran bajo la fría sombra.13

Así como para Job fue útil no dejar de confiar en Dios en


medio de sus sufrimientos, seguro de que el regreso de
Cristo acabaría por poner todo en el lugar correcto (Job 19:
25, 26), quienes vivimos en la última etapa del gran
conflicto entre el bien y el mal haríamos bien en notar cómo
intervino Dios en su caso.14 Lejos de brindarle detalles
respecto del porqué estaba sufriendo o las causas exactas
de su dolor, el Señor lo bombardeó con una serie de
preguntas semejantes a estas:
¿Podrás tú anudar los lazos de las Pléyades? ¿Desatarás las ligaduras de
Orión? ¿Haces salir a su tiempo las constelaciones de los cielos? ¿Guías a la
Osa Mayor con sus hijos? ¿Conoces las leyes de los cielos? ¿Dispones tú su
dominio en la tierra? (Job 38:31-33)

Y aunque en primera instancia pueda parecer que la


manera como Dios se dirige a Job es más severa que
amable, es un hecho que la intención del Señor no era
decirle hasta qué punto estaba apurado atendiendo a los
muchos asuntos que un universo con millones de galaxias
debe tener. Al contrario, sabiendo que el dolor a menudo
limita nuestra visión espiritual provocando que no veamos
más allá de lo que nos aflige, que el Señor actuara de esta
forma fue de mucha ayuda para Job. Dado que Dios es el
único que tiene las respuestas a todas estas preguntas y, de
hecho, el único capaz de hacerlo todo, su intención con Job
era llevarlo a preguntarse: ¿Crees que puedo ocuparme de
tu caso? ¿Puedes confiar en que tengo la forma y el poder
para resolverlo?
Pese a que en medio del sufrimiento nos resulta mucho
más fácil preguntarnos: «Si de verdad Dios existe y es justo,
¿por qué parece que en ocasiones no le importa mi dolor?
¿Por qué parece esconderse cuando más lo necesito?»,15 las
preguntas que Dios planteó a Job son las mismas que
nosotros también tendríamos que respondernos. Sobre todo
cuando hay tantos a nuestro alrededor que, al no entender
ni el carácter ni la obra de Dios, se atreven a maltratar a
quienes sí confían plenamente en él:
Jesús amaba a sus hermanos y los trataba con bondad inagotable; pero
ellos sentían celos de él y manifestaban la incredulidad y el desprecio más
decididos. No podían comprender su conducta. […] Poseía una dignidad e
individualidad completamente distintas del orgullo y arrogancia terrenales;
no contendía por la grandeza mundanal; y estaba contento aun en la
posición más humilde. Esto airaba a sus hermanos. No podían explicar su
constante serenidad bajo las pruebas y las privaciones. No sabían que por
nuestra causa se había hecho pobre, a fin de que «con su pobreza»
fuésemos «enriquecidos». No podían comprender el misterio de su misión
mejor de lo que los amigos de Job podían comprender su humillación y
sufrimiento.16

No, Santiago no intenta darnos todas las razones por las


que Dios permite que sus hijos sufran, pero sí nos recuerda
que la gracia y las promesas de Dios siempre están a
nuestro alcance, a fin de fortalecer nuestra fe y
mantenernos firmes hasta el fin.17 En efecto, la fe del
cristiano no se basa solamente en el reconocimiento de la
existencia de Dios, sino también en la certeza de su
intervención al final del tiempo, la cual traerá vindicación y
recompensa a sus hijos fieles (San. 1: 12).

Hechos, no palabras
Dado que la fe ha de ser práctica y útil en todos los
ámbitos de la vida, que Santiago intercale magistralmente
en esta sección los temas de la paciencia y el control de
nuestras palabras demuestra un orden deliberado, el cual
puede apreciarse mejor con la ayuda del siguiente cuadro:

Así, deseoso de que sus lectores hayan captado y, sobre


todo, lleven a la práctica lo que ha expuesto a lo largo de su
libro, Santiago concluye esta sección esperando que puedan
hacer evidente lo aprendido nuevamente mediante el uso
correcto de sus palabras: «Sobre todo, hermanos míos, no
juréis, ni por el cielo ni por la tierra ni por ningún otro
juramento; sino que vuestro “sí” sea sí, y vuestro “no” sea
no, para que no caigáis en condenación» (San. 5: 12).
Que este versículo empiece con la expresión ‘sobre todo’
inquieta a varios comentaristas pues no pueden explicarse
por qué la importancia de esta instrucción tendría que ser
mayor. La mejor solución parece ser que dicha expresión no
se utiliza aquí para destacar lo que Santiago dirá a
continuación, sino para enmarcarlo como una declaración
sumaria del contenido de la epístola, algo equivalente a
decir: «Finalmente, antes de que se me olvide…». Esa es
una aclaración que se acostumbraba hacer precisamente
hacia el final de documentos como este.18
Ahora bien, puesto que el uso de juramentos denunciado
aquí probablemente fuera una más de las formas que tenían
sus lectores de mostrar su impaciencia, la exhortación de
Santiago nuevamente se presenta mediante un categórico
imperativo, cuyo objetivo es que abandonen esta práctica.
Se trata de una orden prácticamente idéntica a la
mencionada en Levítico 19, capítulo que, como notamos en
otro momento, también está íntimamente relacionado con
otras partes de la epístola: «No juraréis en falso por mi
nombre, profanando así el nombre de tu Dios. Yo, Jehová»
(Lev. 19: 12).
No es que los juramentos en aquellos días fueran malos en
sí mismos o que la Biblia prohíba el uso del verbo ‘jurar’.19
No cabe duda de que, si en un tribunal el acusado, los
abogados y el juez pudiesen estar seguros de que cada
palabra que se dice es absolutamente cierta, el uso del
juramento sería innecesario. Pero, dado que muchos
acostumbran matizar la verdad y falsificar los hechos en
consideración, en tales casos, el uso del juramento pretende
ser útil.
En los días de Santiago, pese a su empleo en asuntos
oficiales y civiles, el uso excesivo e incorrecto que algunos
estaban haciendo de los juramentos no solo contribuyó a
restarles importancia, sino también utilidad. Sin embargo, el
marco en el que hemos de entender lo que Santiago dice
sobre los juramentos es, sin duda, el de las palabras que
Jesús pronunciara al respecto en el Sermón del Monte:
Pero yo os digo: No juréis de ninguna manera: ni por el cielo, porque es el
trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies. […] Pero
sea vuestro hablar: «Sí, sí» o «No, no», porque lo que es más de esto, de
mal procede (Mat. 5: 34-38).

Así, basándose en la autoridad de Jesús, en su carta


Santiago condena vigorosamente la costumbre judía de
reforzar sus afirmaciones con juramentos. Y es que, a fin de
sacar provecho, los judíos habían establecido una distinción
entre “juramentos obligatorios” y “no obligatorios”,
Distinción que esencialmente consistía en que, en vez de
mencionar el nombre divino (lo cual haría “obligatorio” su
juramento), quien juraba lo hiciera «por la tierra», «el cielo»,
o por cualquier otra cosa. Pese a que no pronunciaban el
nombre de Dios, pero su intención seguía siendo aludir a él
con el fin de dar credibilidad a sus promesas, tanto Jesús
como Santiago denunciaron esta costumbre:
Los judíos entendían que el tercer mandamiento prohibía el uso profano del
nombre de Dios; pero se creían libres para pronunciar otros juramentos.
Prestar juramento era común entre ellos. Por medio de Moisés se les
prohibió jurar en falso; pero tenían muchos artificios para librarse de la
obligación que entraña un juramento. No temían incurrir en lo que era
realmente blasfemia ni les atemorizaba el perjurio, siempre que estuviera
disfrazado por algún subterfugio técnico que les permitiera eludir la ley.20 .

Así, habiendo hecho del asunto de los juramentos una


especie de juego de palabras, algo ya suficientemente malo,
el frecuente uso que se hacía de ellos también delata otro
grave problema. Dado que un juramento pretende confirmar
una declaración o una promesa poniendo a Dios como
testigo, es obvio que la credibilidad de un juramento
depende en gran medida del hecho de que este sea
raramente utilizado. Por lo tanto, que Santiago denuncie la
práctica frecuente de jurar lamentablemente también
demostraba hasta qué punto habían llegado a ser común la
mentira y el fraude entre algunos cristianos.
De ahí que los rabinos judíos recomendaran: «No te
acostumbres a los votos, porque más tarde o más temprano
harás falsos juramentos».21. Mientras que los esenios
prohibían toda clase de juramentos al considerar que, si una
persona necesitaba jurar para decir la verdad, es que no era
digno de confianza. En efecto:
Las casas y edificios edificados sobre fundamentos firmes no requieren
puntales que los sostengan. Del mismo modo, la persona cuyo fundamento
es Jesucristo, con quien la misma mantiene una comunicación constante en
oración, no necesita fortalecer sus palabras. Dice la verdad porque está
fundamentada en Cristo, quien dijo: «Yo soy la verdad» (Juan. 14: 6).22 .

O, en palabras de Elena G. de White:


Quienes hayan aprendido de Cristo no tendrán participación «en las obras
infructuosas de las tinieblas». En su manera de hablar, tanto como en su
vida, serán sencillos, sinceros y veraces porque se preparan para la
comunión con los santos en cuyas «bocas no fue hallada mentira».23 .

No, ni Santiago ni el Nuevo Testamento condenan el uso


del verbo ‘jurar’, pero sí la tendencia humana a la falsedad
que en ciertos ámbitos aún los hace necesarios. Pero, ya que
a un cristiano se lo ha de conocer como persona de honor y
puesto que es consciente de que todo lo que dice lo hace
ante la presencia de Dios, jurar para él tendría que ser
totalmente innecesario. La enseñanza es simple, el cristiano
ha de ser honrado y decir la verdad en todo momento. Esta
conducta se espera en todos aquellos que, a través de una
evidente paciencia y perseverancia, manifiestan que el
propósito y punto culminante de sus vidas es hallarse listos
para «la venida del Señor» (San. 5: 7). En efecto, los
pacientes no juran.

Referencias
1. El ideal planteado aquí por Santiago es que aprendamos a actuar de acuerdo
con «la ley de la libertad» (2: 12), no que intentemos obtener la libertad
transgrediendo las leyes o mediante el uso de la fuerza.
2. El vocabulario que utiliza es una evidencia de que San. 5: 7-20 es una
recapitulación y ampliación de los mismos temas abordados en el primer capítulo
del libro (San. 1: 1-18), que giran alrededor de la forma correcta de responder a
las pruebas y al sufrimiento, lo cual incluye: la paciencia, el control de la lengua y,
en esencia, la práctica de la religión auténtica basada en el desarrollo de la
sabiduría y la fe. Repasar el esquema de la epístola que vimos en el capítulo 1
puede ser de gran ayuda para visualizarlo mejor.
3. Aunque el agricultor y el cristiano no tienen control sobre la fecha exacta en que
caerá la lluvia o regresará Cristo, la certeza de estos acontecimientos radica en
que Dios ha prometido el cumplimiento de ambos.
4 Cassese, pág. 28.
5. Walter C. Kaiser, Peter H. Davis, F. F. Bruce, Manfred T. Brauch, Hard sayings
of the Bible (Downers Grove, Illinois: Intervarsity Press, 1996), pág. 703.
6. Recuerde que las exhortaciones del Nuevo Testamento no se circunscriben a lo
que pasa en el interior de la iglesia. Ponerlas en práctica también habría de tener
implicaciones en nuestro comportamiento ante la sociedad.
7. Sobre porque esta expresión se usa para describir las quejas del pueblo
israelita, pero en contra del maltrato de los egipcios (Éxo. 2:23), ¡no de sus
hermanos!
8. Al usar nuevamente el término makrothumeo, este versículo tambiénnos
remite a San. 5: 8.
9. Las palabras griegas makrotumia (paciencia) y jupomoné (perseverancia)
también aparecen juntas en Col. 1: 11, pero su uso en el Antiguo Testamento (en
la LXX) nos resulta más útil. Como características de los fieles en tiempo de
persecución y sufrimiento, ambas están asociadas en esta sección de las
Escrituras con la certeza de que Dios vindicará a sus hijos, al final del tiempo.
10. El concepto que subyace a la palabra ‘misericordioso’ es más parecido a
nuestro concepto de ‘amable’, adjetivo que describe a Dios de una manera que
encaja perfectamente en el contexto de Santiago.
11. Usar este tipo de ejemplos como un recurso para la motivación es algo
tradicional en la literatura judía. Heb. 11 puede ser considerado como un ejemplo
bíblico.
12. Recuerde que un interés central de la epístola de Santiago es describir cómo
tendría que ser nuestra respuesta ante el sufrimiento.
13. Elena G. de White, El conflicto de los siglos, cap. 33, pág. 518.
14. Aunque no es totalmente seguro que haya sido escrito antes que Santiago, es
interesante que el énfasis del libro El Testamento de Job no está en su
«perfección», sino en su paciencia (1: 5; 27: 7). Una investigación muy útil sobre la
relación entre el sufrimiento de Job y las palabras griegas makrotumia y
jupomoné es la de Maarten Wisse, «Scripture between Identity and Creativity: A
Hermeneutical Theory Building on Four Interpretations of Job» (Tesis doctoral,
Universidad de Utrecht, 2003), págs. 35-49.
15. Es común que quienes afrontan mucho dolor se planteen estas y otras
preguntas similares. Si desea ver lo útil e interesante que Philip Yancey tiene que
decir al respecto, le recomiendo su libro Cuando la vida duele:¿dónde está Dios
cuando sufrimos? (Miami: Unilit, 2002).
16. El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 70.
17. La actitud de quien espera a Cristo, por lo tanto, no puede caracterizarse por
ser pasiva ni por el fanatismo.
18. Aunque usa otra expresión, esto es parecido a lo que hace Pablo en varias de
sus cartas (vea 2 Cor. 13: 11 y Fil. 3: 1). Para profundizar en el tema, vea Fred O.
Francis, «The Form and Function of the Opening and Closing Paragraphs of James
and 1 John», ZNW 61 (1970), págs. 110-126. Era común que, al final de una
carta griega, apareciera un juramento certificando que el contenido de la misma
era verdad (Davids, pág. 1045).
19. A menos, claro, que un cristiano siguiera las costumbres romanas de invocar
el nombre de sus divinidades y del emperador en sus juramentos, o que jurar fuera
parte de su militancia como Zelote (compare con Hech. 23: 12-15).
20. Elena G. de White, El discurso maestro de Jesucristo, cap. 3, pág. 59.
21. Barclay, pág. 60.
22. S. Kistemaker, pág. 134.
23. Elena G. de White, El discurso maestro de Jesucristo, cap. 3, pág. 61.
12
Santiago,
el pastor

P
asar tres años y medio con Jesús fue algo que cambió
el resto de sus vidas. Bajo la instrucción del mayor
Maestro que el mundo haya conocido, sus discípulos
aprendieron de él cómo alentar a los agobiados y cómo
ejercer la manifestación del poder divino en favor de los
enfermos. De verdad, envidio no haber disfrutado tanto
como ellos la compañía de Cristo. Aunque procedentes de
distintos entornos y de caracteres muy variados, Cristo se
propuso cumplir en ellos sus palabras: «El que en mí cree,
las obras que yo hago también él las hará; y mayores que
éstas hará» (Juan 14: 12). No quiso decir que harían cosas
más importantes que las que él había hecho, sino que la
obra que ellos llevarían a cabo sería más amplia. Tal objetivo
se alcanzó de manera prodigiosa al descender el Espíritu
Santo sobre todos los que estuvimos aquella mañana de
Pentecostés en el aposento alto.
Ese poder nos capacitó para hacer milagros, pero también
nos llenó de amor hacia aquellos por quienes él murió,
permitiéndonos conmover así los corazones de quienes nos
oían hablar de él. Lo que enseñábamos, las palabras con las
que infundíamos valor y confianza, y hasta nuestra forma de
orar y cantar, transmitían que nuestras acciones eran
producto del poder de Cristo en nuestra vida, especialmente
cuando empezamos a encontrar oposición. Pero en esos
momentos otra promesa de Cristo venía a nuestra mente:
«En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido
al mundo» (Juan 16: 33). Así como Cristo no fracasó, ni se
desalentó, sus seguidores entendimos que habíamos de
manifestar una fe semejante y trabajar como él lo había
hecho.
Ya fuera trabajando por los incrédulos o por nuestros
propios hermanos, teníamos que hacerlo con oración y
entrega; algo que a menudo nos daba satisfacciones muy
reconfortantes, sobre todo cuando orábamos por los
enfermos. De ahí que, cuando escribí que la oración de fe
salvará [sanará] al enfermo (San. 5: 15), lo hice convencido
por haber visto que sucedía en numerosas ocasiones.
Conscientes de que ningún poder humano puede sanar al
enfermo, pero seguros de que es posible por medio de la
oración de fe, muchos de nosotros fuimos privilegiados al
ver el cumplimiento de esta promesa en favor de los
enfermos por los que orábamos. Créeme, he visto cómo el
poder de Cristo es capaz de detener la enfermedad de una
manera notable, pero incluso cuando la voluntad del Señor
era que el enfermo “durmiera”, nunca olvidé que el Señor
esperaba que no nos cansáramos de orar. De orar, ni de
trabajar por aquellos que aún no han aceptado a Jesús como
Salvador, e incluso por los que, habiéndolo aceptado, hoy no
están en la iglesia. Orar por ellos e ir por ellos. Ciertamente,
creo que tendríamos que hacer esto mucho más frecuente y
fervientemente de lo que lo hacemos. ¿No te parece?

Oración y acción
Tal como sucede en otras cartas del Nuevo Testamento, el
final de la epístola de Santiago también aborda el tema de
la oración. A diferencia de las cartas que en el mundo griego
solían concluir con los deseos del autor de que los dioses
velaran por la salud de su destinatario, Santiago hace algo
mejor. Recuerda a sus lectores que Dios no solo ha hecho
provisión para su sanidad, sino que también es el único que
tiene el poder de hacer realidad esos deseos en respuesta a
sus oraciones.
No es que esta fuera una enseñanza nueva para ellos, pero
parece que el acto de orar y la decisión de no dejar de
hacerlo era una necesidad especial en la comunidad a la
que nuestro autor se dirige. De ahí que, convencido de su
utilidad, Santiago recomiende orar, especialmente en
momentos de aflicción y enfermedad, recomendación que
viene a ser la segunda respuesta al sufrimiento que, en este
capítulo, propone a su audiencia:1
¿Está alguno entre vosotros afligido? Haga oración. ¿Está alguno alegre?
Cante alabanzas.2 ¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los
ancianos de la iglesia para que oren por él, ungiéndolo con aceite en el
nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo
levantará; y si ha cometido pecados, le serán perdonados (San. 5: 13-15).

Orar y confiar en las promesas de Dios ha de ser algo tan


constante en la vida cristiana como lo fue para Cristo:
La madrugada le encontraba con frecuencia en algún lugar aislado,
meditando, escudriñando las Escrituras, u orando. De estas horas de
quietud, volvía a su casa para reanudar sus deberes y para dar un ejemplo
de trabajo paciente.3

Y es que el cristiano ha de aprender que en muchas


ocasiones la respuesta a su oración no será que Dios lo libre
de las pruebas, sino que lo fortalezca para enfrentarlas
fielmente y vencerlas: «Y si hay momento alguno en que los
hombres sientan necesidad de orar, es cuando la fuerza
decae y la vida parece escapárseles».4
Siendo este el caso, no es extraño que Santiago también
aborde aquí el tema del ungimiento de los enfermos.
Hacerlo refleja que de nuevo sigue lo aprendido de Cristo, ya
que los discípulos practicaron el ungimiento en atención a
las instrucciones recibidas por él mismo: «Y echaban fuera
muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y
los sanaban» (Mar. 6: 13). Y aunque probablemente él
mismo nunca ungió a ningún enfermo, la obra de Cristo
siempre tuvo entre sus prioridades aliviar el sufrimiento de
quienes lo rodeaban:
Jesús sanaba el cuerpo tanto como el alma. Se interesaba en toda forma
de sufrimiento que llegase a su conocimiento, y para todo doliente a quien
aliviaba, sus palabras bondadosas eran como un bálsamo suavizador.
Nadie podía decir que había realizado un milagro; pero una virtud—la fuerza
sanadora del amor—emanaba de él hacia los enfermos y angustiados. Así,
en una forma discreta, obraba por la gente desde su misma niñez.5

Sí, ¡acción y oración como la de Jesús! De eso habla esta


sección de Santiago.

«Llame a los ancianos»


Puesto que Santiago esperaba que la oración y el
ungimiento de los enfermos contribuyeran a traer alivio a la
sufriente comunidad a la que escribía, lo que él tiene que
decir respecto a este tema es tan importante que intentar
abarcarlo aquí sería imposible.6 No obstante, veamos
brevemente algunos de sus aspectos más sobresalientes.
Una vez que ha determinado quien necesitaba o era
candidato a recibir ese rito (el “enfermo”), nuestro autor
procede a mencionar quién habrá de administrarlo: «Llame
a los ancianos de la iglesia» (San. 5: 14). Aunque no es
posible saber con exactitud el grado de organización de la
iglesia en aquel tiempo, es evidente que Santiago tiene en
mente un grupo de líderes locales que tenían el privilegio de
llevar a cabo este rito; privilegio sagrado al que, a diferencia
del deseo de convertirse en «maestros», sí era bueno aspirar
(vea San. 3: 1):
Si la vida de los que asisten al enfermo es tal que Cristo pueda
acompañarlos junto a la cama del paciente, este llegará a la convicción de
que el compasivo Salvador está presente, y de por sí esta convicción
contribuirá mucho a la curación del alma y del cuerpo.7

Que el papel de quien visita a un enfermo es importante


puede verse incluso en el Talmud, donde se especifica que
cuando alguien hacía este tipo de visita no era para sentarse
cómodamente en alguna silla de la habitación del enfermo y
conversar con él, sino para que, una vez envuelto en su
«manto de oración» (talit) y postrado en el suelo, invocara
fervientemente la presencia divina sobre el enfermo.8 El
papel de los ancianos, sin embargo, abarcaba mucho más
que eso.

Que siga fluyendo el aceite


Aplicado como parte de una especie de «oración actuada»
con el propósito de mostrar el poder sanador de Dios en
respuesta a la oración, es evidente que el aceite que tenían
que aplicar los ancianos cumple una función notoria en la
ceremonia. Extraído del fruto del olivo, el aceite en aquellos
días era ampliamente usado como medicamento (Luc. 10:
34; Isa. 1: 6, etc.) Galeno, el más famoso médico antiguo,
por ejemplo, consideraba que el aceite era el mejor remedio
contra la parálisis.9 Sin embargo, aunque se lo consideraba
muy benéfico, esto no significa que el aceite fuera tenido
por una especie de panacea, mucho menos en el
ungimiento del que habla Santiago.
Su valor es, más bien, de naturaleza simbólica y alude,
entre otras cosas, al acto de poner al enfermo bajo la
atención divina, esto es, bajo la intervención especial del
Médico de médicos:
Cristo es el mismo médico compasivo que cuando desempeñaba su
ministerio terrenal. En él hay bálsamo curativo para toda enfermedad,
poder restaurador para toda dolencia. Sus discípulos de hoy deben rogar
por los enfermos con tanto empeño como los discípulos de antaño. Y se
realizarán curaciones, pues «la oración de fe salvará al enfermo». […] Los
siervos de Cristo son canales de su virtud, y por medio de ellos quiere
ejercitar su poder sanador. Tarea nuestra es llevar a Dios en brazos de la fe
a los enfermos y dolientes. Debemos enseñarles a creer en el gran
Médico.10

En consecuencia, pese a que muchos lo crean hoy, el


aceite no tiene «poder sacramental», ni poder en sí mismo
para sanar a alguien.11 Muy al contrario, el énfasis de un rito
como este se halla en el compromiso de confianza total en
Dios que deciden hacer sus participantes. Y es en este punto
que es preciso destacar qué dice Santiago sobre la fe de los
ancianos: «Llame a los ancianos de la iglesia para que oren
por él, ungiéndolo con aceite en el nombre del Señor. Y la
oración de fe salvará al enfermo» (San. 5: 14, 15, la cursiva
es nuestra). Notarlo es útil, sobre todo debido a nuestra
tendencia a creer que, si alguien no sana, es porque le falta
fe. Algo que, pese a que no se enseña en la Biblia, da pie a
suposiciones que, como en el caso de los amigos de Job, no
ayudan sino que perjudican aún más al enfermo. Pero si la
enfermedad siempre fuera causada por el pecado, esto
estaría en contradicción con la siguiente parte del versículo
que alude al pecado del que va a ser ungido solo como una
posibilidad: «y si ha cometido pecados, le serán
perdonados» (San. 5: 15).
En todo caso, sin embargo, a fin de que el poder de Dios
pueda manifestarse libremente en la vida del que va a ser
ungido, que este confiese sus pecados es un paso primordial
tras atender con fe el consejo de llamar a los ancianos:
A quienes solicitan que se ore para que les sea devuelta la salud, hay que
hacerles ver que la violación de la ley de Dios, natural o espiritual, es
pecado, y que para recibir la bendición de Dios deben confesar y aborrecer
sus pecados [se cita San. 5: 16]. Al que solicita que se ore por él, dígasele
más o menos lo siguiente: «No podemos leer en el corazón, ni conocer los
secretos de tu vida. Dios solo y tú los conocéis. Si te arrepientes de tus
pecados, deber tuyo es confesarlos». El pecado de carácter privado debe
confesarse a Cristo, único mediador entre Dios y el hombre. […] Todo
pecado cometido abiertamente debe confesarse abiertamente. El mal
hecho al prójimo debe subsanarse ofreciendo reparación al perjudicado. Si
el que pide la salud es culpable de alguna calumnia, si ha sembrado la
discordia en la familia, en el vecindario, o en la iglesia, si ha suscitado
enemistades y disensiones, si mediante siniestras prácticas ha inducido a
otros al pecado, ha de confesar todas estas cosas ante Dios y ante los que
fueron perjudicados por ellas.12

Trabajando como pastor, siempre procuré que las personas


a las que iba a ungir hicieran dos cosas previas al día que se
efectuaría la ceremonia. Les pedía que leyeran el capítulo
«La oración por los enfermos», del libro El ministerio de
curación, de Elena G. de White, y que hicieran todos los
arreglos necesarios para que, al momento de ungirlos,
tuvieran la certeza de estar en paz con Dios y sus prójimos.
Saber que habían podido hacerlo siempre fue reconfortante,
ya que difícilmente uno puede ver mayores ejemplos de
alguien que está ante la presencia de Dios, seguro de su
perdón y de su paz, momento más que propicio para
proceder entonces a representar el toque sanador de Cristo
sobre el enfermo mediante el símbolo del aceite. Sí,
¡dejemos que siga fluyendo!

No basta con orar


Ungir y orar por un enfermo es importante, pero no es
suficiente. Dada la responsabilidad implícita en pedir la
intervención de Dios en la recuperación de la salud de una
persona, hay un trabajo más que es preciso realizar:
Trabajo perdido es enseñar a la gente a considerar a Dios como sanador de
sus enfermedades, si no se le enseña también a desechar las prácticas
malsanas. Para recibir las bendiciones de Dios en respuesta a la oración, se
debe dejar de hacer el mal y aprender a hacer el bien. Las condiciones en
que se vive deben ser saludables, y los hábitos de vida correctos.13

Puesto que el concepto bíblico del ser humano es que


somos una unidad indivisible, orar por un enfermo no se
refiere solo a pedir por su salud física. Los milagros de
sanidad realizados por Jesús siempre tuvieron también el
propósito de restaurar espiritualmente a quienes curaba
(«Tu fe te ha salvado», Mat. 9:22; Luc. 17:19, etc.), razón por
la que el verbo «salvar» (sódzo, en griego) en ocasiones es
traducido también como «sanar».
Teniendo en cuenta esto, que Santiago diga que la oración
de fe «salvará/sanará al enfermo» nos permite entender
que, si la restauración física no se da en algún caso, esto no
significa que la oración no haya sido contestada:
Hay casos en que Dios obra con toda decisión con su poder divino en la
restauración de la salud. Pero no todos los enfermos curan. A muchos se
les deja dormir en Jesús. De esto se desprende que aunque haya quienes
no recobren la salud no hay que considerarlos faltos de fe.14

Pero, ¿acaso no fue Cristo quien dijo: «Y todo lo que pidáis


en oración, creyendo, lo recibiréis» (Mat. 21: 22)? Sí, lo dijo,
pero sin contradecir su propia enseñanza respecto a orar de
esta forma: «Hágase tu voluntad, como en el cielo, así
también en la tierra» (Mat. 6: 10) que, pese a lo difícil que le
resultó, él mismo practicó tiempo después en el Getsemaní:
«Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea
como yo quiero, sino como tú» (Mat. 26: 39).
Consciente de esto, Santiago esperaba que sus lectores
entendiéramos que la oración no funciona como una especie
de talismán, ni mucho menos como una “lámpara
maravillosa”. Puesto que orar pidiendo que se cumpla la
voluntad de Dios nos enseña a depender de él, recordando
que sabe lo que más conviene en cada situación, hoy como
ayer, hacer caso a otra declaración de Santiago sigue
teniendo sentido: «Pedís, pero no recibís, porque pedís mal,
para gastar en vuestros deleites» (San. 4: 3). He aquí algo
más al respecto:
Todos deseamos respuestas inmediatas y directas a nuestras oraciones, y
estamos dispuestos a desalentarnos cuando la contestación tarda, o
cuando llega en forma que no esperábamos. Pero Dios es demasiado sabio
y bueno para contestar siempre a nuestras oraciones en el plazo exacto y
en la forma precisa que deseamos. Él quiere hacer en nuestro favor algo
más y mejor que el cumplimiento de todos nuestros deseos. Y por el hecho
de que podemos confiar en su sabiduría y amor, no debemos pedirle que
ceda a nuestra voluntad, sino procurar comprender su propósito y
realizarlo. […] La fe se fortalece por el ejercicio. Debemos dejar que la
paciencia perfeccione su obra, recordando que hay preciosas promesas en
las Escrituras para los que esperan en el Señor.15

En efecto, el énfasis bíblico del ungimiento de los


enfermos está en la oración, pero sobre todo en el encuentro
confiado que ellos pueden tener con Dios en el momento de
suplicar por su recuperación física y espiritual. Es así, ya que
«por este medio se propicia la confirmación de su fe en Dios
y la reafirmación de aceptar su voluntad».16 Sí, demostrar
plena confianza en Dios y no solo sentirnos cerca de él, sino
tener la certeza de estar ante su misma presencia, ¡de eso
está hablando Santiago!
Esto me hace recordar aquellas madrugadas en las que a
menudo perdí el sueño preocupado por no tener el dinero
suficiente para continuar mis estudios universitarios. Las
recuerdo especialmente porque esos han sido algunos de
los momentos que más cerca me he sentido de Dios. Tan
grande era mi necesidad, que buscar a Dios fue algo lógico,
pero inicialmente también algo un tanto egoísta de mi
parte: «Si tú me trajiste aquí», oré varias veces,
«demuéstrame tu poder dándome los recursos para seguir
estudiando».
Sin embargo, con el paso del tiempo, me percaté de que
tal razonamiento, aunque comprensible, no era correcto.
Entendí que el Creador de aquellas estrellas que muchas
veces contemplaron mis lágrimas de desesperación,
también podía, en el momento que así creyera conveniente,
abrir las “puertas” necesarias para cumplir su voluntad para
mi vida.
Cierto, pedir que se haga la voluntad divina no es algo tan
simple, ya que frecuentemente quisiéramos que se
manifestara de manera portentosa y rápidamente; en fin, a
nuestra manera. Pero confiar en que Dios quiere y sabe qué
es lo mejor para cada uno, pese a no resultarnos lo más
fácil, es lo único que nos permitirá experimentar en plenitud
que, aunque andemos en «valle de sombra», no temeremos
mal alguno, porque Dios estará con nosotros. Recuerde, por
lo tanto, que Dios siempre ha sido y será capaz de devolver
la salud física a sus hijos, pero si su plan es otro, que esto no
nos lleve a soltarnos, sino a sujetarnos aún con más fuerza
de él.
Puesto que incluso Cristo oró sujetándose a la voluntad del
Padre celestial, la oración de la que nos habla Santiago,
además de persistente, ha de estar siempre sometida a la
sabiduría divina. Sabiduría que, puesta en acción,
ciertamente remplazará el «quejarse unos contra otros»
(San. 5: 9) y el «murmurar los unos de los otros» (San. 4:
11), por el necesario y bendecido ideal: «confesaos vuestras
ofensas unos a otros y orad unos por otros» (San. 5: 16).

Santiago conocía bien a Elías


Elías es el cuarto personaje del Antiguo Testamento que
Santiago utiliza en su carta (los otros son Abrahan, Rahab y
Job). Su mención aquí no solo funciona como un excelente
ejemplo de oración ferviente y perseverante, sino también
como incentivo para orar en tiempos de crisis, tal como lo
hizo él.
Cierto, orar en esas condiciones no es fácil, pero tampoco
lo fue para Elías, un ser humano que, pese a tener
emociones y altibajos espirituales como nosotros, pudo
experimentar que el poder y la respuesta a la oración se
halla en pedir de acuerdo con la voluntad divina: «Elías era
hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, y oró
fervientemente para que no lloviera, y no llovió sobre la
tierra durante tres años y seis meses» (San. 5: 17, compare
con Elena G. de White, Profetas y reyes, cap. 10, págs. 87-
88).
Pero, en la mente de Santiago, la figura de Elías
seguramente implicaba mucho más que eso. Conocedor de
las Escrituras, sabía que presentan a Elías como aquel que
ha de reconciliar a las familias antes del regreso de Cristo:
«Yo os envío al profeta Elías antes que venga el día de
Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los
padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los
padres» (Mal. 4: 5, 6).
Era símbolo de una obra transcendental que debe suceder
antes del regreso de Cristo, de mucha mayor importancia
incluso que hacer descender fuego del cielo (1 Rey. 18). La
mención de Elías aquí, por lo tanto, tiene más implicaciones
de lo que a simple vista parece.17
Puesto que la ruptura de las relaciones entre padres e
hijos equivalía, en el Antiguo Testamento, a que las
enseñanzas divinas no fueran transmitidas a las siguientes
generaciones (Sal. 78: 5; Jue. 2: 10-12, etc.), la obra de Elías
habría de remediar dicha situación, a fin de sanar también
la relación entre Dios y su pueblo (Mal. 1: 6), cuya máxima
evidencia, en ese mismo contexto, está representada por la
obediencia a los mandamientos, los cuales, por cierto,
también tienen muchísimo que ver con las relaciones.
Teniendo en cuenta que Dios espera que nuestra forma de
actuar y nuestra obediencia a sus mandamientos estén
motivadas por el amor a él y al prójimo, la mención de Elías
tiene sentido en la epístola de Santiago, pero también en el
momento de comparar su obra con el mensaje del tercer
ángel (Apo. 14: 9-12), dirigido a quienes vivimos durante el
juicio previo al regreso de Jesús y cuyo contenido, además
de advertirnos contra la adoración de «la bestia», también
nos llama a tener la «paciencia [jupomoné] de los santos» y
a guardar «los mandamientos de Dios y la fe de Jesús» (vers.
12).
«Paciencia», «ley» y «fe», ¿recuerda haber visto estos
temas en Santiago? Seguro que sí, ya que esta carta, el
mensaje del tercer ángel y el mensaje de Elías no solo
tienen el mismo origen, sino que también van en la misma
dirección: que restauremos nuestras relaciones con los
demás y especialmente con Dios. Que lo intentemos, pero
que también lo manifestemos a través de una fe
perseverante que no es un mero asentimiento intelectual,
sino el motor de un estilo de vida caracterizado por el amor
y la obediencia a Dios, así como por el amor y el servicio a
los demás.
Por lo tanto, siendo que «el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos fue dado» (Rom. 5: 5), y siendo que se espera que
crezcamos en esta clase de amor, haríamos bien en
reclamar la promesa incluida en las siguientes palabras del
apóstol Pablo: «Y el Señor os haga crecer y abundar en amor
unos para con otros y para con todos, como también lo
hacemos nosotros para con vosotros» (1 Tes. 3: 12). Él
puede y quiere hacerlo. ¿Permitiremos que lo haga? De eso
trata la obra de Elías.

Santiago, el pastor
Consciente de que nuestra falta de amor por nuestros
hermanos puede fragmentar la unidad de la iglesia y diluir
nuestro testimonio de Cristo al mundo, Santiago no pudo
concluir su libro de mejor manera: «Hermanos, si alguno de
entre vosotros se ha extraviado de la verdad y alguno lo
hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error
de su camino, salvará de muerte un alma y cubrirá multitud
de pecados» (San. 5: 19, 20).
Aunque el texto no llama apóstatas a quienes se han
«extraviado», es lógico suponer que las circunstancias
fueron tan adversas en aquel tiempo que más de un
cristiano buscó proteger su vida separándose de la iglesia.
Sin embargo, Santiago parece referirse aquí a un grupo
diferente de personas. Se refiere a aquellos que, sin
abandonar la iglesia, practican el cristianismo, pero sin
alcanzar el ideal de la religión auténtica descrito por
Santiago a lo largo de toda su epístola.18
Dado que sabe que, entre sus lectores, hay quienes
practican la discriminación, la ira, la codicia, y también se
hallan envueltos en contiendas y mundanalidad, a la vez
que son incapaces de controlar su lengua y preocuparse por
los pobres, Santiago espera que estas personas sean
restauradas por aquellos cuya conducta sí se destaca por la
fe y la sabiduría que provienen del cielo:
No hemos de condenar a los demás; tal no es nuestra obra, sino que
debemos amamos unos a otros, y orar unos por otros. Cuando vemos a
uno apartarse de la verdad, podemos llorar por él como Cristo lloró sobre
Jerusalén. Veamos lo que dice nuestro Padre celestial en su Palabra acerca
de los que yerran: «Hermanos, si alguno es sorprendido en alguna falta,
vosotros que sois espirituales, restauradlo con espíritu de mansedumbre,
considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado» (Gál. 6:
1). […] ¡Cuán grande es esta obra misionera!19

Dado que también es preciso demostrar amor atrayendo al


extraviado tan gentilmente como sea posible a fin de que se
arrepienta, semejante resultado no solo ha de asegurar a la
persona restaurada el perdón de sus pecados,20 sino que
también ha de ser una de las mayores evidencias de que
estamos interesados en el bienestar espiritual de nuestros
hermanos, ¡la evidencia de que los amamos como a
nosotros mismos!
Esto me lleva a confesarle mi admiración por los patos. Al
menos por los que, en varias ocasiones, he visto cruzar la
carretera en una ordenada fila, cerca del lugar en donde
vivo. Compacta y comandada por la que creo es la “mamá
pato”, aquella fila más de una vez ha ocasionado que los
automóviles detengan su marcha en plena carretera y se
conviertan así en una especie de escolta de tan cadencioso
cruce.
Sí, admiro a esos patos porque, pese a que atraviesan un
camino que a todas luces es peligroso para ellos, su
preocupación no está en los riesgos que enfrentan, ni en las
condiciones de la carretera o los vehículos que circulan por
ella, sino en poder llegar, todos juntos, lo más pronto posible
a su destino. ¿Puede ver la enseñanza?
Pese a lo difícil que parezca restaurar al que se ha
extraviado, los esfuerzos que hagamos por lograrlo pronto
nos permitan llegar sanos y salvos, con él, “al otro lado del
camino”. ¡Es tiempo de poner en práctica todo lo que
Santiago, el pastor, nos dice en el capítulo 5 de su libro!

Referencias
1. Note que, con excepción de los últimos dos, todos los versículos de la sección
final de Santiago mencionan algo sobre la oración (San. 5: 13-20). La primera
“respuesta” ante el sufrimiento mencionada en este capítulo es la paciencia (San.
5: 7-12), la segunda es la oración (San. 5: 13-18), pero ambas requieren fe.
2. Aunque el énfasis de esta sección está en la oración, no podemos pasar por alto
la referencia que Santiago hace a la importancia de la alabanza. Que esta sea la
respuesta a «estar alegre» no significa que dependa de las emociones. La alegría a
la que Santiago se refiere es más que una felicidad manifestada por emociones. Es
una condición del corazón que, independiente de las condiciones adversas, lleva a
cantar a quienes la poseen (Hech. 16: 25; 27: 22, 25), incluso al morir en una
hoguera (como sucedió con Jan Huss). Alabar a Dios con el fin de expresar nuestro
gozo es tan importante como volverse a él en tiempo de necesidad.
3. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 72.
4. Elena G. de White, El ministerio de curación , pág. 171.
5. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 73.
6. Un buen punto de partida sería el libro de Juan José Andrade, Esperanza en la
aflicción: El tema del ungimiento desde una perspectiva pastoral (México, D. F.:
Gema, 2005).
7. Elena G. de White, El ministerio de curación , pág. 172.
8. Talmud babilónico Shabbat 12b.
9. Clinton E. Arnold, ed. Zondervan Illustrated Bible Backgrounds Commentary,
tomo 4 (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 2002), pág. 116. Por su parte, el
historiador judío, Flavio Josefo, relata que, cuando agonizaba, sus médicos
sometieron a Herodes el Grande a un baño de aceite.
10. Elena G. de White, El ministerio de curación , pág. 171.
11. Considerándolo como un sacramento, en el año 852 d. C., la iglesia romana
decidió que este ritual solo podía ser oficiado por los sacerdotes. Aunque sigue
siendo conocido desde entonces con el nombre de “extremaunción”, después del
Concilio Vaticano II (1965), la misma dirigencia eclesiástica lo llamó oficialmente
“unción de los enfermos”. Si desea profundizar en las implicaciones de que este
rito sea considerado un sacramento vea
http://www.formacioncatolica.org/doctrina/culto-y-oracion/extremauncion/ 1790-
uncion-de-los-enfermos.html. Para un recuento histórico de su uso, vea James
Adamson, The Epistle of James, New International Commentary on the New
Testament (Grand Rapids: Eerdmans, 1976), págs. 204-205.
12. Elena G. de White, El ministerio de curación , pág. 174.
13. Ídem, pág. 173.
14. Ídem, pág. 176.
15. Ib ídem.
16. Juan José Andrade, «El ungimiento de los enfermos» (Tesis doctoral,
Universidad de Montemorelos, 2002), pág. 110.
17. En este punto sigo varias ideas del erudito adventista, Roy Gane, Who’s Afraid
of the Judgment? (Idaho: Pacific Press, 2006), págs. 126-129.
18. Este es el momento propicio para repasar lo que aprendimos sobre Santiago
1: 16 en el capítulo 3 de este comentario.
19. Elena G. de White, Testimonios para la iglesia, tomo 5, cap. 39, pág. 324.
20. La expresión «cubrir multitud de pecados» también se usa en 1 Ped. 4: 8 y
parece ser una forma común en aquellos días para referirse a la certeza del
perdón divino.
13
El evangelio de Santiago,
según Isaías

A
estas alturas de nuestra conversación, seguro que
habrás notado la frecuencia con que usé el Antiguo
Testamento al escribir mi libro. Que lo hiciera no es
nada fuera de lo común, ya que esta era la “única Biblia”
que existía en mis días. Proverbios, Amós y Job, solo por
mencionar algunos de los libros que utilicé, me enseñaron
algo importante. Sin embargo, el impacto que el libro del
profeta Isaías tuvo en mi comprensión del evangelio merece
una mención especial.
Isaías me ayudó a entender qué es en realidad la religión
verdadera y que esta solo puede practicarse en respuesta a
la invitación de buscar a Dios (Isa. 55:6). Por eso me gustaría
hablarte un poco más sobre dicha invitación. Estoy seguro
de que hacerlo nos ayudará a entender todavía mejor qué
implica, en la práctica, hacer de la religión «pura y sin
mancha» parte de nuestro estilo de vida. Anhelo de todo
corazón que captarlo te sea tan útil y provechoso como lo
fue para mí.

Cuando buscar es algo más


¿Recuerda aquella ocasión en que, desesperado, buscaba
sus llaves por toda la casa hasta que por fin notó que las
llevaba en el bolsillo? Para quienes la paciencia aún no es un
atributo, buscar suele ponernos a prueba, e incluso puede
resultar desagradable. Sobre todo si tenemos prisa, o no hay
a quien preguntarle (o culpar) por aquello que buscamos.
Pero agradable o no, los seres humanos constantemente
estamos buscando algo, ya sea un objeto, una persona o
incluso un sentido a la vida. Por ello, como muchas otras
acciones importantes, buscar puede convertirse en algo muy
productivo, siempre y cuando lo hagamos acertada y
oportunamente. De ahí que la Biblia también resalte esta
acción para enfatizar específicamente la importancia de
establecer una relación con Dios: «¡Buscad a Jehová
mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está
cercano!» (Isa. 55:6).
El imperativo usado en este versículo proviene del verbo
hebreo darash, muy común en el Antiguo Testamento, y
cuyo significado básico es el de «buscar cuidadosamente».1
Sin embargo, la particularidad de esta búsqueda es que el
propósito principal de ella no es el de encontrar algo, sino el
de conocer o entender algo sobre lo que se está buscando.
Por ello, al referirse al conocimiento o aprendizaje que se
espera obtener gracias a esta búsqueda, este verbo también
puede traducirse como “preguntar”, “consultar” o
“escudriñar” (Lev. 10: 16; 1 Sam. 28: 7; Esd. 7: 10).
Sin embargo, como era de esperar, en la Biblia buscar a
Dios es mucho más que un mero ejercicio intelectual. Por
ello, a fin de comprender mejor la riqueza y la utilidad del
significado que se haya detrás de esta importante
invitación, le invito a notar cómo la utiliza especialmente el
profeta Isaías para instarnos a buscar a Dios de la manera y
en el momento correctos.

Buscando correctamente
Que sea necesario buscar a Dios no se debe, por supuesto,
al hecho de que esté escondido. No obstante, pese a que la
Biblia nos presenta a un Dios siempre accesible, también
testifica que no siempre hemos aprovechado tan favorable
disposición de nuestro Creador.
Por lo tanto, puesto que nuestro destino eterno podría
estar en peligro al descuidar algo tan trascendental,2 creo
que cuando hablamos de buscar a Dios (o invitamos a
alguien a hacerlo), tendríamos que asegurarnos de entender
mejor lo que esto implica.
Por ejemplo, si buscar a Dios equivale también a
consultarlo, quien lo hace tendría que estar dispuesto a
escucharlo con atención, así como a considerar muy en serio
las instrucciones que dicha consulta arroje.3 ¿Acaso no es
eso lo que haríamos si, tras escuchar el diagnóstico de
nuestro médico, realmente quisiéramos sanar puesto que
valoramos nuestra salud? ¿No sería esta la forma correcta y
más lógica de aprovechar el tiempo y los recursos invertidos
en dicha consulta?
No obstante, en la práctica, algunas veces intentamos
buscar a Dios de manera equivocada, como si hacerlo fuera
semejante a seguir las instrucciones del manual de algún
aparato electrónico. Y es que así como podríamos pasar
saltando de un párrafo a otro, movidos tal vez por la simple
curiosidad, pero al final no entendiéramos lo que el
fabricante de dicho aparato esperaba, nuestra búsqueda de
Dios también podría limitarse a la curiosidad o a la mera
conveniencia.
Según el capítulo 58 del libro de Isaías, es algo que,
lamentablemente, también se dio en la práctica religiosa del
pueblo de Dios de aquellos días:
¡Clama a voz en cuello, no te detengas, alza tu voz como una trompeta!
¡Anuncia a mi pueblo su rebelión y a la casa de Jacob su pecado! Ellos me
buscan cada día y quieren saber mis caminos, como gente que hubiera
hecho justicia y que no hubiera dejado el derecho de su Dios. Me piden
justos juicios y quieren acercarse a Dios. […] He aquí que en el día de
vuestro ayuno buscáis vuestro propio interés y oprimís a todos vuestros
trabajadores (Isa. 58: 1-3).

Pero si el pueblo, tal como dice este pasaje, buscaba


«cada día» a Dios, ¿por qué entonces el Señor parece
reprochárselo? ¿Acaso no es eso lo que Dios esperaba que
hicieran? Lejos de contradecir o desalentar nuestra
búsqueda continua de Dios, la intención de este pasaje es
otra, a saber, aclararnos que nuestra búsqueda de Dios ha
de hacerse por los motivos correctos y que, además,
también tiene que ir acompañada de un cambio en nuestro
estilo de vida; algo que tanto los israelitas como nosotros
debiéramos haber entendido ya con claridad.
Piénselo un momento, ¿acostumbra usted a
“encomendarse a Dios” antes de empezar sus actividades
diarias y pedir su bendición antes de salir a la escuela o al
trabajo? Si suele hacerlo, ¡felicidades! Seguro que muchos
de sus vecinos y compañeros de trabajo no lo hacen. Sin
embargo, buscar a Dios es más que eso.
¿Lee alguna meditación junto con su familia al iniciar el
día, o leyó hoy la parte correspondiente a su lectura del “año
bíblico”? ¡Enhorabuena! Eso es más que el 6% que nunca lo
hace, el 7% que solo lo hace cuando tiene tiempo y el 26%
que solo lo hace ocasionalmente.4 Sin embargo, buscar a
Dios es mucho más que eso.
¿Aprovecha y participa regularmente en los programas de
vigilia y ayuno organizados en su iglesia? ¡Excelente!5 Pero
recuerde, buscar a Dios es mucho más que eso. No más
complejo o más difícil, sino algo más profundo y, por
supuesto, algo mucho más significativo que cumplir con una
lista de “actividades (¿rutinas?) piadosas”. De hecho, eso es
a lo que se refiere el resto del capítulo 58 del libro de Isaías:
«¿Es este el ayuno que yo escogí: que de día aflija el hombre
su alma, que incline su cabeza como un junco y haga cama
de telas ásperas y de ceniza? ¿Llamaréis a esto ayuno y día
agradable a Jehová?» (Isa. 58: 5).
Resulta evidente, pues, que Dios no reprocha a su pueblo
que lo busque, sino porque hacerlo, para ellos, se había
convertido simplemente en una costumbre religiosa, cuyo
efecto no se evidenciaba en sus acciones cotidianas:
El ayuno que yo escogí, ¿no es más bien desatar las ligaduras de impiedad,
soltar las cargas de opresión, dejar ir libres a los quebrantados y romper
todo yugo? ¿No es que compartas tu pan con el hambriento, que a los
pobres errantes albergues en casa, que cuando veas al desnudo lo cubras
y que no te escondas de tu hermano? (Isa. 58: 6, 7).

Por lo tanto, en esencia, el profeta Isaías parece decirnos


aquí que, si buscar a Dios no trae como resultado hacernos
más sensibles a las necesidades de los demás (Isa. 58: 5-8),
si no va acompañado de un trato más equitativo y justo a
nuestros semejantes (58: 3, 4, 9), ni se caracteriza por la
fidelidad que el Señor espera (58: 13, 14), quienes nos
rodean probablemente percibirán que somos “religiosos”,
pero difícilmente nos identificarán como aquellos cuyo estilo
de vida está en armonía y en coherencia con el carácter del
Dios a quien decimos haber “encontrado”:
En el juicio se examinará el empleo que se haya hecho de cada talento.
¿Cómo hemos empleado el capital que el cielo nos concediera? […]
¿Hemos perfeccionado las facultades que fueran confiadas a nuestras
manos, a nuestros corazones y a nuestros cerebros para la gloria de Dios y
provecho del mundo? ¿Cómo hemos empleado nuestro tiempo, nuestra
pluma, nuestra, voz, nuestro dinero, nuestra influencia? ¿Qué hemos
hecho por Cristo en la persona de los pobres, de los afligidos, de los
huérfanos o de las viudas? Dios nos hizo depositarios de su santa Palabra;
¿qué hemos hecho con la luz y la verdad que se nos confió para hacer a los
hombres sabios para la salvación? No se da ningún valor a una mera
profesión de fe en Cristo, solo se tiene por genuino el amor que se muestra
en las obras. Con todo, el amor es lo único que ante los ojos del cielo da
valor a un acto cualquiera. Todo lo que se hace por amor, por insignificante
que aparezca en opinión de los hombres, es aceptado y recompensado por
Dios.6
De ahí que el notable imperativo de buscar a Dios, en
Isaías 55, vaya acompañado de otras exhortaciones no
menos importantes:
¡Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está
cercano! Deje el impío su camino y el hombre inicuo sus pensamientos, y
vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, al Dios nuestro, el cual
será amplio en perdonar (Isa. 55: 6, 7).

Sí, buscar a Dios significa procurar decididamente su


presencia en nuestra vida;7 significa consultarlo, conocerlo
y, por lo tanto, estar dispuestos a aprender de él. Pero,
según el profeta Isaías, buscar a Dios de la manera y por los
motivos correctos también ha de ir acompañado por la
experiencia y los resultados de un cambio de vida, un
cambio que evidencie que nuestra religión, además de estar
en nuestra mente, también es parte de nuestras acciones
cotidianas. Por ello, buscar a Dios no es, ni puede ser, un fin
en sí mismo, sino un medio para acercarnos al único que en
realidad quiere y puede transformar nuestros pensamientos
y nuestra vida entera.8
¿Está en nosotros el mérito de lograr dicho cambio? No, en
lo absoluto. Se halla, más bien, en la siempre constante y
misericordiosa disposición que Dios tiene de transformarnos,
la cual siempre ha estado a nuestro alcance.9 Al respecto,
notemos nuevamente que el capítulo 55 de Isaías nos dice:
«Inclinad vuestro oído y venid a mí; escuchad y vivirá
vuestra alma. Haré con vosotros un pacto eterno, las
misericordias firmes a David» (Isa. 55: 3).
Hacer caso omiso a tan favorable exhortación, además de
poco inteligente, también sería un abierto y peligroso
menosprecio por lo que Dios está dispuesto a hacer por
nosotros. Por lo tanto, en vez de dejarlo con los brazos
extendidos, haríamos bien en hacer caso a lo que el Señor
nos dice nuevamente mediante el profeta: «Yo me dejé
buscar por aquellos que no preguntaban por mí y fui hallado
por aquellos que no me buscaban. Dije a gente que no
invocaba mi nombre: “¡Aquí estoy, aquí estoy!” Extendí mis
manos todo el día a un pueblo rebelde, que anda por mal
camino, en pos de sus propios pensamientos» (Isa. 65: 1, 2).
Puesto que la implementación de semejante búsqueda no
debe ser algo esporádico, ni opcional en nuestra vida, sino
algo prioritario,10 y puesto que sus resultados son de
carácter eterno, asegurémonos de buscar a Dios realmente
de la manera correcta: «Me buscaréis y me hallaréis, porque
me buscaréis de todo vuestro corazón» (Jer. 29: 13).11 Tan
fructífera búsqueda bien vale el esfuerzo, ¿no le parece?

Buscando oportunamente
Pero, además que de manera acertada, a Dios también es
preciso buscarlo de manera oportuna. De ahí que la Biblia
insista en la importancia de buscar a Dios frecuentemente,
pero reproche no hacerlo o intentarlo cuando, desde la
perspectiva divina, ya es demasiado tarde: «¡Buscad a
Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que
está cercano!» (Isa. 55:6).
Sin embargo, ¿a qué se refiere exactamente el profeta
Isaías con las expresiones «mientras puede ser hallado» y
«en tanto que está cercano»? ¿Acaso la disposición de
nuestro Dios se limita a los “días hábiles” o a un “horario de
oficina”? ¿O es que tal vez está pensando en mudarse
pronto?
Considerar aquí brevemente un conocido pasaje bíblico
nos ayudará a entender mejor a qué se refiere el profeta
Isaías. Concentrémonos específicamente entonces en la
que, “curiosamente”, es la primera ocasión en la que el
verbo ‘hallar’ aparece en la Biblia: «Y puso Adán nombre a
toda bestia, a toda ave de los cielos y a todo ganado del
campo; pero no se halló ayuda idónea para él» (Gén. 2: 20).
Que no se hallara pareja para Adán, según este versículo,
no se debía a la falta de opciones o candidatos, sino al
hecho de que, entre todos ellos, ninguno resultó ser su
«ayuda idónea». Por lo tanto, desde el mismo inicio de las
relaciones humanas, la Biblia enfatiza que hallar a alguien
no tiene tanto que ver con las distintas opciones de
búsqueda, sino con lo oportuno e idóneo que resulte dicha
búsqueda. De ahí que, lejos de insinuarnos que el Creador
hubiese olvidado algo tan importante, que esperara hasta
este momento para crear a Eva se debió a su intención de
despertar primero en Adán una necesidad que, tras ser
suplida, haría que este apreciara a Eva todavía más:
Después de la creación de Adán, toda criatura viviente fue traída ante su
presencia para recibir un nombre; vio que a cada uno se le había dado una
compañera, pero entre todos ellos no había “ayuda idónea para él”. […] El
hombre no fue creado para que viviese en la soledad; había de tener una
naturaleza sociable. Sin compañía, las bellas escenas y las encantadoras
ocupaciones del Edén no hubiesen podido proporcionarle perfecta felicidad.
[…] Dios mismo dio a Adán una compañera. Le proveyó de una “ayuda
idónea para él”, alguien que realmente le correspondía, una persona digna
y apropiada para ser su compañera y que podría ser una sola cosa con él
en amor y simpatía.12

Pero saber esto, en el contexto de buscar oportunamente a


Dios, es todavía algo mucho más útil e instructivo. Al
aclararnos que entre todos los seres creados solo Eva había
de suplir la necesidad que el hombre tenía de relacionarse
con alguien semejante a él, la Biblia ciertamente resalta la
importancia que Dios siempre ha concedido a las relaciones.
Por ello, siendo que, en esencia, buscar a Dios también
consiste en relacionarnos con alguien,13 en este caso, con el
único capaz de suplir todas nuestras necesidades, “hallarlo”,
tal como se expresa en el relato de Génesis, tiene que ver
definitivamente también con la idoneidad de dicha relación
que, gracias a la iniciativa divina, el Creador estableció
desde el principio con el ser humano y siempre tendría que
haberse mantenido en estado óptimo.
No obstante, con el paso del tiempo, semejante privilegio
fue sustituido por un sinfín de costumbres politeístas de las
cuales, lamentablemente, también participaron aquellos
que, tras liberarlos, Dios eligió como su pueblo. Así, la
nación israelita desaprovechó durante años (unos 700 en el
reino del norte, y 800 en el del sur) tan grandiosa bendición.
De ahí que Isaías también resalte las consecuencias que el
pueblo acarreó por no haber buscado a Dios mientras pudo
hacerlo, mientras estuvo «cercano» a él: «Pero el pueblo no
se convirtió al que lo castigaba ni buscó a Jehová de los
ejércitos» (Isa. 9: 13). «¡Ay de los que descienden a Egipto
en busca de ayuda, confían en los caballos y ponen su
esperanza en los carros, porque son muchos, y en los
jinetes, porque son valientes; pero no miran al Santo de
Israel ni buscan a Jehová!» (Isa. 31: 1).
Por esta razón no tendría que extrañarnos que los profetas
también usen el verbo ‘buscar’, aunque para referirse a las
causas de la ruptura de la relación entre Dios y su pueblo,
así como a sus terribles consecuencias: «Los esparcirán al
sol y a la luna y a todo el ejército del cielo, a los cuales
amaron y sirvieron, en pos de los cuales anduvieron, a los
cuales consultaron y ante los cuales se postraron» (Jer. 8: 2).
«Porque los pastores se han vuelto necios y no han buscado
a Jehová; por eso, no prosperaron y se dispersó todo su
rebaño» (Jer. 10: 21; ver también 2 Cró. 25: 15).
¡Tal fue el triste resultado de no haber buscado a Dios de
manera oportuna! Dios esperaba que, de hecho, aquella
búsqueda caracterizaría el estilo de vida de aquellos a
quienes había dado tan grandes privilegios: «Hombre, él te
ha declarado lo que es bueno, lo que pide [busca] Jehová de
ti: solamente hacer justicia, amar misericordia y humillarte
ante tu Dios» (Miq. 6: 8).

Es tiempo de buscar
Por esa razón, en otro libro, el de Crónicas, buscar a Dios
es una característica especialmente positiva de los
dirigentes y del pueblo de Dios antes del cautiverio
babilónico, pero también la actitud lógica que se esperaba
que asumieran todos aquellos que, tras finalizar el exilio,
tuvieron la oportunidad de regresar a Judea:14
Aplicad, pues, ahora vuestros corazones y vuestras almas a buscar a
Jehová, vuestro Dios. Levantaos y edificad el santuario de Jehová Dios, para
traer el Arca del pacto de Jehová, y los utensilios consagrados a Dios, a la
casa edificada al nombre de Jehová (1 Cró. 22: 19).
Ahora, pues, delante de todo Israel, congregación de Jehová, y de nuestro
Dios que nos escucha, guardad y observad todos los preceptos de Jehová,
vuestro Dios, para que poseáis la buena tierra, y la dejéis en herencia a
vuestros hijos después de vosotros perpetuamente (1 Cró. 28: 8).
En todo cuanto emprendió en el servicio de la casa de Dios, de acuerdo con
la Ley y los mandamientos, buscó a su Dios, lo hizo de todo corazón, y fue
prosperado (2 Cró. 31: 21).

¿Comprende ahora mejor por qué es necesario buscar a


Dios y por qué hay que hacerlo de manera oportuna? Puesto
que buscamos a Dios, no porque se esconda de nosotros,
sino porque estando «cercano» y haciendo todo lo posible
para que lo hallemos, sería bueno atender con prontitud el
consejo de otro profeta: «Sembrad para vosotros en justicia,
segad para vosotros en misericordia; haced para vosotros
barbecho, porque es el tiempo de buscar a Jehová, hasta
que venga y os enseñe justicia» (Ose. 10:12).
Finalmente, el imperativo de buscar a Dios oportuna y
constantemente también tiene otro propósito. Dado que
buscar a Dios, como ya se ha mencionado, también es un
medio para ser perdonados y transformados por él (Isa. 55:
7), hacerlo nos asegura que pronto hemos de disfrutar no
solo de nuestra propia transformación, sino también de la
plena restauración que el Creador hará en este planeta:
«Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual
estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por
las gentes; y su habitación será gloriosa» (Isa. 11:10;
compare con Apo. 21). «Será el Sarón redil de ovejas y el
valle de Acor majada de vacas, para mi pueblo que me
buscó» (Isa. 65: 10).
Acudamos pues diariamente a Dios y vayamos a él
dispuestos a practicar una vida en la que él sea
verdaderamente lo primero y lo más importante.
¡Busquémoslo de todo corazón y, al hacerlo, recordemos
que dicha búsqueda no solo nos conducirá a disfrutar del
nuevo Edén, sino también a conocer y experimentar en
plenitud aquella relación que jamás debió haberse roto con
nuestro Creador.

Aceptar la invitación
Hace varios años, una dolorosa y peculiar molestia en mis
rodillas hizo que mis padres se dieran a la búsqueda del
mejor especialista. Recuero que mis padres, deseosos de
aliviar mi sufrimiento y hallar la solución a este problema,
me llevaron a consultar casi con toda la gama de médicos a
nuestro alcance (alópatas, homeópatas, naturistas,
etcétera), pero ninguno parecía tener la solución a mi
dolencia.
Fueron muchos, pues, los hospitales y consultorios que
visitamos. Pero nunca olvidaré a aquel médico que, tras
mirarme fijamente, me hizo una de las preguntas que mayor
impacto han tenido en mi vida: «¿Crees que puedo
curarte?»
Si bien el único que podía sanarme (y lo hizo) era Dios,
definitivamente yo deseaba que ese hombre, hasta ese
momento desconocido, me ayudara a sanar. «¿Crees que
puedo curarte?» Esa era la causa por la que habíamos ido a
consultarlo, e incluso esa era la razón por la que mis padres,
aunque costosos, pagarían sus honorarios. ¿Por qué deseaba
el médico entonces que le respondiera eso? ¿Acaso pensaba
que nuestra visita obedecía simplemente a un gesto de
cortesía?
Hoy entiendo que detrás de dicha pregunta había muchas
e importantes implicaciones. No bastaba con haber ido a
consultar al médico, yo tenía que estar dispuesto a seguir al
pie de la letra sus instrucciones. Sin ello, el tratamiento no
tendría el efecto deseado. ¿Ve a qué me refiero?
¿Cuánto tiempo hace que buscamos y consultamos a
Dios? ¿Cuánto ha cambiado nuestra vida desde entonces?
¿Será que ya hemos entendido qué significa realmente
encontrarlo tal como lo entendió y ejemplificó Santiago con
tanta claridad en su epístola? Cualquiera que sea nuestra
respuesta, recordemos que la exhortación divina sigue
siendo la misma: «»¡Buscad a Jehová mientras puede ser
hallado, llamadle en tanto que está cercano!» (Isa. 55: 6).
«Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros» (San. 4: 8).
Que, mientras esperamos fiel y pacientemente «la corona
de vida que Dios ha prometido a los que lo aman» (San. 1:
12), nuestra fe continúe haciéndose evidente por los
resultados de atender todos los días a tan importante
invitación. ¡Gracias Santiago (y también Isaías) por todo lo
que nos has enseñado del evangelio!

Referencias
1. En el hebreo bíblico existen dos verbos para referirse a la acción de «buscar»:
baqash y darash . Entre ambos, estos verbos aparecen casi 400 veces (225 y
165 veces, respectivamente) en el Antiguo Testamento y, aunque en ocasiones
llegan a utilizarse en un mismo versículo como si fueran sinónimos (Jue. 6: 29; Sal.
38: 12; Eze. 34: 6; Jer. 29: 13, etc.), el verbo que se usa en Isa. 55: 6 (darash ),
dado su particular significado, es al que dedicaremos nuestra atención en este
capítulo.
2. El profeta Amós enfatiza la trascendencia de esta acción al relacionarla
directamente con la obtención de la vida: «Pero así dice Jehová a la casa de Israel:
“¡Buscadme y viviréis!”» (Amós 5: 4); note asimismo los versículos 5, 6 y 14 del
mismo capítulo).
3. Un buen ejemplo al respecto es el de Rebeca quien, aunque finalmente actuó de
manera incorrecta (aconsejando a Jacob que mintiera a su padre), no solo dio
importancia al hecho de «consultar a Dios» (Gén. 25: 22), sino que también tomó
muy en serio la información que Dios tuvo a bien revelarle a través de dicha
consulta.
4. Según los datos de la encuesta realizada a 188 personas titulada «¿Cuantos
días a la semana estudias la Biblia y cuantos capítulos?», tal como aparecen en
http://foroadventista.org/forum/showthread.php?14815-%BFCuantas-veces-a-la-
semana-lees-la-Biblia-(no-incluye-estudio-de-Lecci%F3n-de-E.S)/page2. Y si bien
dicha estadística probablemente no sea la más representativa de nuestra iglesia,
bien podría ser una realidad generalizada.
5. No obstante, alrededor de 1,500 millones de musulmanes también practican el
ayuno de manera regular, e incluso lo hacen durante todo el mes del ramadán.
6. Elena G. de White, El conflicto de los siglos, cap. 29, pág. 478.
7. “Procurar” también es otra forma de traducir el verbo darash (Jer. 29: 7 y Sal.
109: 10).
8. Es el mismo sentido que se halla tras la invitación de Jesús, nuestro mayor y
mejor ejemplo: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os
haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended [imperativo] de mí,
que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas»
(Mat. 11: 28, 29).
9. De hecho, el mismo profeta Isaías dice que nuestra justicia es como «trapo de
inmundicia» (Isa. 64: 6).
10. Tan prioritario que el uso del imperativo no solo es gramaticalmente necesario,
sino que también es la manera más lógica de enfatizar la necesidad que tenemos
de responder a las invitaciones divinas dadas desde el inicio del capítulo 55 de
Isaías: «¡Venid, todos los sedientos, venid a las aguas! Aunque no tengáis dinero,
¡venid, comprad y comed! ¡Venid, comprad sin dinero y sin pagar, vino y leche!
¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan y vuestro trabajo en lo que no sacia?
¡Oídme atentamente: comed de lo mejor y se deleitará vuestra alma con
manjares! Inclinad vuestro oído y venid a mí; escuchad y vivirá vuestra alma» (Isa.
55:1-3). Recuerde que en un cruce peligroso, hacer caso de un imperativo
(“ALTO”) puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
11. En la mentalidad de los autores bíblicos, el corazón es mucho más que un
órgano vital y no siempre está asociado con los sentimientos, tal como es común
en nuestros días. En la Biblia, el corazón se refiere, más bien, a la parte racional
del ser humano, a su mente e inteligencia.
12. Elena G. de White, Patriarcas y profetas, cap. 2, pág. 27.
13. Recuerde que la palabra ‘religión’ proviene del latín religare, que significa
“volver a unir”. Por lo tanto, ese tendría que ser el propósito principal de nuestras
prácticas religiosas, el de unirnos de nuevo a Dios.
14. El propósito del libro de Crónicas, escrito tras el exilio babilónico, viene a ser la
contraparte ideal al contenido del libro de Reyes. Mientras que en Reyes se
exponen las razones del exilio, en Crónicas se evidencia un gran intento por
extraer lecciones positivas incluso de la extinta monarquía israelita, especialmente
de algunos de los reyes del sur (2 Cró. 8: 11; 2 Cró. 13; 2 Cró. 33). Así, lejos de
encubrir los errores narrados en el libro de Reyes, la dimensión y el propósito que
tienen en Crónicas ciertos aspectos de su historia habrían de recordar al pueblo
judío que Dios lo había hecho regresar de Babilonia a fin de restaurarlo y
prosperarlo, siempre y cuando pusiera en práctica los aciertos y no los errores de
su pasado.

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