Вы находитесь на странице: 1из 153

Contenido

Arde Bogotá
Dedicatoria
Agradecimientos
Capítulo-1
Capítulo-2
Capítulo-3
Capítulo-4
Capítulo-5
Capítulo-6
Capítulo-7
Capítulo-8
Capítulo-9
Capítulo-10
Capítulo-11
Capítulo-12
ARDE BOGOTÁ

César García Muñoz


Copyright © 2019 César García Muñoz
Googleplay Edition
Facebook de César García:
http://www.facebook.com/cesarius32

Club de Lectura de César García en Facebook: Noticias,


adelantos, relatos, etc.
https://www.facebook.com/groups/281707302211833/
DEDICATORIA

Esta novelita está dedicada a todos los lectores y amigos de


Bogotá que nos recibieron y trataron con tantísimo cariño.
Fue una experiencia inolvidable, casi tanto como el viaje en
coche desde Bogotá a Villavicencio: de noche, entre barrancos
y precipicios, a más de cien por hora, y con un conductor que
había perdido el gusto por la vida, pero no por la cerveza.
Supongo que Poker.

Un abrazo a todos.
AGRADECIMIENTOS

A Sergio Andrés Serna Franco, por la impagable ayuda que me


brindaste con las localizaciones geográficas, con la adaptación
lingüística y con las correcciones de diversa índole. Gracias a
ti, este relato, ambientado en un lugar que no es el mío, es
mucho más coherente y verosímil.

A Elaine Mendoza Ortega, por todas tus correcciones


ortográficas y, especialmente, por tu gran ayuda en la
adaptación de los diálogos costeños. Espero que no
decepcionemos a tus paisanos.

A todos los lectores que me habéis mandado correcciones y


sugerencias para mejorar el texto. Sois muchos y no puedo
nombrar a todo el mundo, pero os lo agradezco de corazón.
Capítulo 1

Roto elevó un pie y coqueteó con la muerte. Un paso más y


todo habría terminado. A unos quince metros, el suelo
aguardaba para darle un abrazo mortal. Roto inspiró el aire
húmedo de la noche bogotana y una idea absurda cruzó su
mente. ¿Cuántas respiraciones le quedarían antes de morir?
Quizá una allí arriba y luego un par de jadeos durante la
caída.
—Si vas a hacerlo, ¿te importaría esperar un minuto? No
llevo mis pinturas —dijo una voz a sus espaldas con acento
español.
Roto plantó el pie con cuidado sobre la cornisa y giró la
cabeza. El hombre que se hacía llamar Nadie lo observaba
desde las sombras de la azotea, apoyado en un gastado bastón
de madera.
—Me sabría mal por ti, chico, pero me quedaría un buen
cuadro —siguió Nadie—. Yo elegiría un lugar más elevado. Es
probable que no te mates, salvo que saltes de cabeza y te la
revientes, aunque eso le daría fuerza a la escena.
Pese a la situación en la que se encontraba, Roto esbozó
una media sonrisa. Nadie solía hacerle reír con su acento y
sus ocurrencias. El pintor vagabundo, que ocupaba el sótano
del decrépito edificio, era la única persona con la que Roto
había cruzado más de tres frases durante los últimos años.
Nadie casi siempre estaba borracho, pero a Roto no le
quedaba duda de que era un gran artista y que podría ser
famoso si comercializara sus sombríos y extraordinarios
cuadros. Todas sus obras mostraban hechos luctuosos;
catástrofes naturales, violentos asesinatos o accidentes
sangrientos, pero estaban pintados con una técnica exquisita
y un nivel de realismo admirable. Arte oscuro en estado puro.

—Es por ella, ¿verdad? —insistió Nadie con tono acusador,


apoyado en su pierna sana y apuntando a Roto con el bastón
—. Demostrarías más valentía yendo a hablar con esa chica
que tirándote desde la azotea. Aunque yo perdería un buen
cuadro.
Roto sintió que la rabia crecía en su interior.
—No sabes nada —dijo el joven, y se llevó la mano al
pecho.
—Claro. La historia del pobre chico que lo perdió todo y
que acabó viviendo entre las ratas… como yo —. Nadie lanzó
un sonoro eructo—. Es más fácil no luchar.
—No me queda nada por lo que luchar. No puedo
ofrecerle lo que ella se merece. Soy… estoy… roto —dijo el
joven, haciendo alusión a su merecido apodo.
Una ráfaga de viento lo sorprendió y estuvo a punto de
hacerlo caer. Roto recuperó el equilibrio y sintió que su
corazón se aceleraba anormalmente. Nadie rio.
—¿Suicidio o asesinado por el viento? —dijo Nadie, que se
apartó del rostro la sucia y enmarañada mata de pelo gris—.
Anda, ven y bebe conmigo.
Roto contempló las letras, ahora apagadas, que le daban
nombre al edificio: Bogotá Futuro. Algo en su interior se
removió. Tenía claro que iba a suicidarse pero, de pronto, el
suelo frío no parecía tan buena opción y la invitación de
Nadie se había convertido en una alternativa inmejorable.
Roto sonrió con tristeza. La muerte podría esperar otro día.
Además sentía un dolor agudo en su pecho, probablemente
debido a la tensión del momento. Quizá no hiciera falta
tirarse del tejado, quizá el curso natural de su enfermedad le
ahorrase pronto su vida miserable. Roto suspiró y descendió
torpemente hacia el interior del tejado.
—¿Por qué no me cuentas la historia completa, chico? —
dijo Nadie, que sacó una botella de cerveza Poker de su
gabardina andrajosa—. Todavía faltan unas horas para que
amanezca.
Roto observó la silueta de los edificios que desgarraban el
cielo negro y cubierto de nubes de Bogotá y, de nuevo, creyó
que no sería mala idea hacer caso al vagabundo, aunque, en
su interior, percibió algo extraño. Roto jamás hablaba sobre

Valentina, ni tampoco sobre su apodo. Esa sensación


desapareció con la siguiente ráfaga de viento.
Nadie cojeó hasta él, apoyado en su bastón, le tendió la
cerveza y le pasó una mano por el hombro. Roto estuvo a
punto de llorar. Los dos hombres al margen de la sociedad se
sentaron contra el muro del arruinado edificio de cuatro
plantas y dejaron que el silencio los envolviera. El vagabundo
sacó una botella de licor turbio de sus sucios ropajes y le dio
un largo trago. Nadie se masajeó la pierna izquierda, que
tenía destrozada a la altura del gemelo, de ahí su cojera. El
vagabundo presentaba una terrible cicatriz con una forma
muy peculiar, una especie de asterisco de cinco puntas del
tamaño de un puño. Nadie lo miró con sus intensos ojos
azules y habló con voz profunda.
—Adelante, chico. Soy todo oídos.
Entonces Roto comenzó a hablar de su vida pasada como
si alguien hubiera retirado el tapón que ahogaba sus

sentimientos. El joven no supo cuanto duró su relato, pero el


tiempo se tornó irreal mientras que hablaba y Nadie se
limitaba a beber y a asentir de vez en cuando. Al concluir,
Roto sintió que se había liberado de una pesada carga que lo
lastraba como un ancla.
—No tienes pinta de futbolista —dijo Nadie con
sinceridad, tras escuchar el relato.
Roto le había contado que en su día había sido una gran
promesa del fútbol nacional. Había jugado en las categorías
inferiores del Millonarios y todo el mundo le auguraba un
futuro de fama y riqueza. Muchos ojeadores de clubes
extranjeros se habían fijado en él y estaba a punto de firmar
un gran contrato cuando ocurrió la tragedia. Durante un
entrenamiento sufrió un desvanecimiento. Lo llevaron al
hospital y le realizaron todo tipo de chequeos. La conclusión
fue unánime; tenía suerte de seguir vivo. Sufría una grave
cardiopatía congénita que había estado a punto de costarle la
vida. ¿Suerte? No. Suerte habría sido morir en aquel instante
y no pasar por lo que pasó. Caer de la cima al barro no era
fácil para nadie, y menos para un chico de dieciséis años. No
podía volver a jugar al fútbol y más pronto que tarde
requeriría un trasplante de corazón. Su dolencia no era
operable ni se podía hacer nada por mejorar su situación. De
la noche a la mañana había perdido lo más importante de su
vida, el deporte. Todos los que antes le abrían la puerta con
respeto o le tocaban el hombro con orgullo, o le pedían
autógrafos, lo ignoraban ahora al verlo pasar o, peor aún, le
dirigían miradas cargadas de lástima.
—Llevo cinco años sin jugar al fútbol… sin hacer nada —
dijo Roto—. Ni siquiera puedo subir una cuesta sin quedarme
sin aliento.
—Creo que ella te querría igual, aunque seas un simple
mortal.
—Ya… no puedo darle lo que ella se merece. La familia de
Valentina tiene mucho dinero, su padre es constructor y está
en la junta directiva del club. Y yo… he acabado siendo un
simple vendedor de libros viejos, con un sueldo miserable y
con el corazón… roto.
—Eres idiota —dijo Nadie—. Las cosas importantes de la
vida no se compran con dinero.
Roto suspiró. Antes de su enfermedad él pensaba lo
mismo, pero estar en el extremo estrecho del embudo
cambiaba la perspectiva de las cosas. Al principio Valentina y
Roto mantuvieron su noviazgo. Ella lo apoyó
incondicionalmente, sobre todo cuando supo que la dolencia
de su novio era irreversible, pero su familia le dejó muy claro

a Roto que aquella relación no tenía recorrido. Ella merecía


algo mejor y, aunque lo destrozara por dentro, Roto acabó
estando de acuerdo.
—¿No hay nada que se pueda hacer? —dijo Nadie—. ¿No
puedes operarte?
—Solo serviría un trasplante. Estoy en la lista de espera,
pero… siento que no llegará a tiempo. Y no quiero seguir así.
—Ya veo. Por eso ibas a hacer vuelo libre sin motor… y sin
alas.
Roto asintió. Cada día estaba peor, realizar cualquier
actividad le costaba un mundo. Sus labios estaban morados
casi todo el tiempo y la medicación, que se comía gran parte
de su sueldo miserable, apenas le hacía efecto. Pero lo peor

era la frustración y la desesperación que lo carcomían por


dentro. Tuvo el mundo a sus pies y de repente todo se esfumó
como en un mal sueño. El futbol había sido el pilar de su vida,
aunque no menos que Valentina. Y había perdido a ambos.
La conversación decayó lentamente mientras las estrellas
se fundían con la claridad del alba. Nadie se quedó dormido
abrazado a su viejo bastón, entre botellas del licor que él
mismo destilaba en su sótano. Roto había querido probar el
brebaje en varias ocasiones, pero Nadie siempre se negaba
tajantemente.
—No podrías resistirlo, chico. Tu mente explotaría —le
decía siempre.
Roto estuvo tentado de quitarle la botella y apurar su
contenido. Si Nadie tenía razón acabaría con su agonía de una
vez por todas. Pero era poco probable. Nadie era sólo un
tullido y talentoso pintor que vivía de la mendicidad y de la
ayuda de Roto. El joven ex-futbolista compartía lo poco que
tenía con Nadie y con Selene, la madre del vagabundo. La
anciana tenía cerca de noventa años y el cuerpo y la mente
consumidos. Era un pellejo andante cuya cordura había
emigrado a tierras lejanas hacía mucho tiempo. Selene poseía
unos ojos preñados de locura y no paraba de gruñir y farfullar
incoherencias. Una de las pocas frases comprensibles que
decía la mujer no hacía más que reflejar su demencia.
—¡Arde Bogotá! —repetía una y otra vez, especialmente
en las noches de luna llena—. ¡Arde Bogotá!
Pero Nadie la trataba con una dulzura y una paciencia
infinitas. El vagabundo hablaba a su madre como si ella fuera
una niña pequeña, su propia hijita, lo que lograba que la
locura de Selene se atenuase.
Roto suspiró, cansado. No había tenido el coraje
suficiente para tirarse desde la terraza y sabía que tardaría un
tiempo en intentarlo de nuevo, así que debía seguir con su
vida. Dentro de poco abriría la librería en la que trabajaba de
vendedor. Tenía que darse prisa si no quería llegar demasiado
tarde. Roto se quitó la chaqueta y se la echó por encima a
Nadie, que roncaba tirado en el frío suelo. Roto se acercó al
borde de la azotea y contempló la inmensa mole de ladrillos y
hormigón que era Bogotá. Entonces, en un callejón vecino,
percibió un movimiento rápido, furtivo. No lo había visto
bien, pero creyó reconocer a uno de aquellos tipos que
últimamente parecían seguirle por la ciudad. Se trataba de
unos hombres vestidos con gabardina y con las manos
enguantadas. La única vez que estuvo cerca de uno de ellos
percibió algo extraño en sus ojos. Eran de un color demasiado
negro, demasiado irreal, pero quizá fue producto de su
imaginación, o de la escasa luz que había en aquel instante.
Roto desechó la idea de que alguien le estuviera persiguiendo
o vigilando. No había ningún motivo, él no le importaba a
nadie en este mundo. Ni para bien, ni para mal.
El joven descendió lentamente hasta su piso, se cambió de
ropa y al salir a la calle se encontró de frente con la madre de
Nadie. Selene mordisqueaba una masa de aspecto repugnante
con sus desdentadas mandíbulas. La anciana escupió una
flema oscura a los pies de Roto y olfateó el aire como un
perro.
—Fuego, fuego en el cielo —dijo Selene—. ¡Arde Bogotá!
¡Arde!
—Claro… que tengas un buen día tú también, Selene —
contestó Roto, que dejó a la anciana farfullando
incoherencias.
El joven recorrió pensativo las calles del barrio Turbay
Ayala, al que se había trasladado poco después de su
accidente. Las primeras gotas comenzaron a caer y abrió el
paraguas. Roto amaba los libros, eran lo único que le
mantenía a flote, perderse en las vidas de otros personajes,
tan alejados de la suya propia. Muchas veces se sentía el
protagonista de una novela en la que un cruel escritor jugaba
con él una partida de póker con las cartas marcadas. Le
habían dado todo para arrebatárselo después. No existía
destino más cruel y ni siquiera podía cambiarlo ni vengarse
del culpable.
Al llegar al cruce de la avenida Jimenez con la carrera
Décima, un trueno restalló en el cielo. Roto tuvo una
sensación extraña, como si contemplara aquella escena por
segunda vez. Escuchó gritos a su espalda y al girarse
presenció con horror como una buseta perdía el control y se
echaba encima de los viandantes. El vehículo giró
bruscamente. Roto se fijó en una madre que empujaba un
carrito de bebé. Se hallaban lejos del pequeño autobús pero el
joven supo que estaban en grave peligro. La sensación de
deja-vu fue tan intensa que a Roto le dolió la cabeza. Había
contemplado antes a la mujer empujando ese mismo carrito.
Aún no podía ver al bebé, pero sabía que era un pequeño
rubio y sonrosado de ojos azules. Y sabía que ambos, madre e
hijo, morirían en cuestión de segundos. Debía salvarlos. Un
relámpago iluminó las calles sombrías de Bogotá. El joven
corrió hacia el lugar en el que se encontraban la mujer y su
pequeño. No había recorrido ni diez metros cuando sintió un
violento pinchazo en el pecho. Roto gimió, pero no detuvo su
carrera.
La buseta realizó un giro de noventa grados y se
encaminó sin control hacia la madre y su hijo. Roto gritó con
toda su alma pero no valió de nada. El vehículo embistió a la
mujer y a su bebé, que salieron despedidos hacia un lado,
entre los chillidos de horror de la gente. La buseta se empotró
contra un muro y levantó una nube de polvo y humo. Roto,
con los ojos llorosos, distinguió el cuerpo ensangrentado y sin
vida de la mujer. El bebé rubio yacía sobre la calzada, con los
ojos azules contemplando inmóviles la eternidad.
Roto estaba conmocionado. No había logrado evitar el
terrible suceso, lo que ya era de por sí horroroso. Pero había
algo más, algo que no tenía sentido, inexplicable. Él ya había
visto aquella escena antes, idéntica en absolutamente todos
los detalles. La misma buseta, aquel cielo tormentoso, la
mujer y su bebé de cabello dorado, muertos, también el
hombre trajeado que se acercaba inútilmente a socorrerlos. Y
aquel cuervo negro posado en una farola que estudiaba a Roto
con mirada inquisidora.
Todo formaba parte de un cuadro que Nadie, el artista
vagabundo, había pintado semanas antes. Un cuadro que
había cobrado vida… y muerte.
Capítulo 2

El sabor amargo del vómito se negaba a abandonar la boca de


Roto, que caminaba de vuelta a casa con el estómago revuelto.
Había decidido tomarse el día libre, aunque eso le supusiera
problemas en el trabajo. La muerte de la madre y de su bebé
lo habían alterado profundamente. El sentimiento se
multiplicaba por diez debido a que había contemplado aquella
misma escena semanas atrás, pintada en un cuadro de Nadie.
Era algo increíble, algo sacado de una novela de terror.
A medio camino creyó ver a uno de los misteriosos
hombres vestidos con gabardina, aquellos que últimamente
parecían seguirle desde la distancia. El tipo desapareció de su
vista y no volvió a verlo. Al menos el incidente apartó de su
mente la tragedia reciente. Roto recordó la primera vez que
se topó con aquellos hombres. Fue unos meses atrás, cuando
se dirigía a casa de Valentina. El joven iba a ver a su antigua

novia al menos tres veces por semana. Nunca se acercaba


demasiado ni permitía que ella lo viera a él. Se refugiaba en la
distancia, camuflado por el cambio físico que había
experimentado desde la última vez que se vieron. Roto se
había dejado crecer el pelo, que siempre llevó muy corto.
Ahora tenía una larga melena negra recogida en una coleta y
se había dejado crecer una poblada barba. Y sus ojos. En las

escasas ocasiones en que se miraba al espejo descubría que su


mirada había perdido la luz que tuviera antaño.
Ver a Valentina y no poder hablar con ella, acariciarla y
abrazarla, suponía una tortura para él, pero era peor alejarla
de su vida para siempre. Por eso seguía acudiendo a la zona

rica de la ciudad, gastando dinero y tiempo, para rebañar los


recuerdos de un amor que iluminaba su existencia miserable.
—Valentina —dijo Roto en voz baja. El recuerdo de la
joven lo acompañó como un fantasma en su trayecto a casa.

Roto encontró al pintor vagabundo en la parte trasera del


edificio abandonado que habían ocupado como vivienda. El
inmueble, que pronto sería derruido debido a su pésima
construcción y a su peor estado, se llamaba Bogotá Futuro,
como si algún bromista conocedor de su destino le hubiera
puesto nombre. Nadie se apoyaba en un bastón y arrastraba la
pierna destrozada mientras transportaba una bolsa enorme
de plástico que parecía muy pesada. Nadie alzó la bolsa con

facilidad y la lanzó sobre el maletero de su viejísima


camioneta. El pintor era mucho más fuerte de lo que
aparentaba por su delgadez y su aspecto enfermizo. Roto
observó gotas en el suelo de una sustancia roja, pero las
ignoró. Su mente estaba ocupada en un único asunto, la
pintura maldita de Nadie.
—Tu… tu cuadro. Ha… sucedido —dijo Roto.
Nadie se puso rígido y lo traspasó con la mirada.
—No te he dado permiso para ver mis obras. No me gusta
que me espíen.
—El accidente que pintaste en el cruce de la avenida
Jiménez con la carrera Décima —insistió Roto, desconcertado
—. Ha ocurrido hace unas horas.
—Estás delirando.
—¡No! Todo lo que he visto era idéntico a tu pintura.
Nadie negó con la cabeza y se dio la vuelta pero Roto lo
encaró de nuevo.
—Sé lo que vi. Tu cuadro se ha hecho realidad, ha
sucedido. Ese niño y su madre… están muertos.
Las manos del pintor vagabundo temblaron
perceptiblemente. Nadie abrió la boca y volvió a cerrarla.
Roto captó algo en su mirada, resignación y quizá cansancio.
—Es difícil de explicar y también de creer, pero, a veces,
tengo visiones del futuro. Tú mismo lo has comprobado —
admitió Nadie—. Yo no pedí cargar con esta maldición
—Si tus visiones se cumplen podrías…
—No son mis visiones —lo cortó Nadie con una nota de
rabia en su voz—. Son las visones de otras personas que, de
alguna forma, llegan a mí. Te aseguro que es lo último que
querría.
—Es… increíble.
—Es mucho peor, es horrible.
—¿Por qué pintas los cuadros?
Nadie dudó antes de contestar.
—Es la única forma de no volverme loco, sacar las
malditas visiones fuera de mí. Hasta que no las pinto no logro
alejarme de ellas, me acosan. Mi vida es una condena.
—Quizá no sea así, quizá sea una bendición. Piénsalo,
podrías hacer que las cosas cambiaran, evitar catástrofes y
salvar a mucha gente.
Nadie negó con la cabeza.
—Percibo muchas… tragedias todos los días. Casi nunca sé
en qué lugar sucederán las desgracias ni tampoco cuando.
—Hoy he visto morir a una mujer y a su bebé. Aunque
solo logres salvar a una persona merecerá la pena el esfuerzo.
—No lo entiendes. Ya lo hemos intentado. Logramos
cambiar algunas cosas, pero el resultado final fue peor —dijo
Nadie, que se llevó la mano a la cicatriz en forma de asterisco
de cinco puntas que desgarraba su pierna—. Y hemos pagado

un precio muy alto.


—Pero no…
—No tengo nada más que decir —lo interrumpió Nadie—.
Olvídate de lo que has visto, será lo mejor para ti.
El pintor se montó en su maltrecha camioneta, arrancó y
se alejó de allí, sin darle a Roto más explicaciones. El joven

contempló la parte trasera del vehículo mientras trataba de


asimilar los sucesos recientes.
Una voz estridente sacó a Roto de su estupor. Era Selene,
la anciana madre de Nadie, que lo llamaba con signos
mientras farfullaba palabras sin sentido. Roto se disponía a
marcharse cuando algo en la expresión de Selene le hizo
pensárselo mejor. Hasta ahora sólo había visto locura en la
mirada de la anciana, en ese momento veía miedo. Algo la
asustaba.
—¿Qué ocurre, Selene?
La mujer no contestó, pero le hizo una señal para que la
siguiera y se perdió en el interior del edificio. Tras unos
segundos de duda, Roto fue tras ella. El sucio pasillo daba paso
a unas escaleras húmedas y oscuras que descendían hasta el
sótano en el que vivía y trabajaba Nadie. El lugar estaba mal
iluminado por unas pocas bombillas que colgaban del techo
como arañas enfermas. Cajas rotas, desperdicios de comida,
basura de todo tipo y escombros se mezclaban formando un
laberinto caótico de pasillos que alcanzaban la altura del
pecho. El olor a excrementos, pintura y orín de gato era tan
intenso que producía nauseas. Roto se tapó la nariz con la
camiseta y avanzó siguiendo los ruidos que hacía Selene.
Roto pasó junto a una puerta metálica que permanecía
cerrada con un gran candado. Parecía fuera de lugar allí ya
que era nueva y estaba bien cuidada, lo que contrastaba con el
ambiente decadente. Roto vio varias huellas rojas junto a la
puerta, como si a Nadie se le hubiera caído un bote de pintura
y lo hubiera pisado. Pero no parecía pintura. Roto se iba a
agachar junto a las manchas cuando un chillido desgarrador
de Selene le puso sobre alerta. La anciana pedía auxilio a

gritos, decía que se quemaba, que la quemaban.


Roto se apresuró y encontró a Selene en una zona aún
peor iluminada, el lugar en el que Nadie pintaba sus cuadros.
La anciana estaba ilesa y se cubría los ojos con las manos.
Roto suspiró aliviado y estudió el lugar. Nadie no usaba
caballete, pero sí pinturas y lienzos de calidad, lo que siempre
había intrigado a Roto, que no entendía de dónde sacaba un
vagabundo el dinero para sufragar aquel material tan costoso.
También se preguntaba cómo era posible que Nadie pudiera
pintar sus precisos cuadros en aquel ambiente tan oscuro.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la ausencia de luz, Roto
se fijó en un lienzo apoyado contra la pared. Estaba a medio

pintar y reflejaba una escena inquietante. Una mujer con una


melena tan pelirroja y brillante que casi parecía fuego
acababa de dar a luz a un bebé que lucía la misma melena
roja.
La expresión de la mujer no era de felicidad por el
alumbramiento, sino de horror. La parte del cuadro que ella
miraba aún no estaba terminada por lo que Roto no sabía lo
que la provocaba aquella sensación. La mujer estaba tendida
sobre una gran sombra gris que ocupaba la parte izquierda
del cuadro y su rostro y el del bebé estaban cubiertos de
sangre. Estaba claro que madre e hijo iban a morir. Era tan
impactante que Roto estuvo a punto de vomitar de nuevo.
Cuando se recuperó vio como Selene señalaba otro lienzo
que estaba dado la vuelta. La anciana lo llamó y Roto se
acercó lentamente. La cabeza le daba vueltas, quizá por los
últimos sucesos o quizá por el ambiente malsano del lugar.
Selene hizo una serie de aspavientos y emitió su letanía
de siempre.

—¡Arde! ¡Arde Bogotá! —dijo, mientras reía y señalaba el


cuadro que Roto no podía ver.
El joven venció su malestar y se acercó aún más ¿Se
trataba de eso? ¿Nadie había pintado un incendio en algún
edificio o lugar de Bogotá? Si era así sería muy útil saberlo
para advertir a alguien que pudiera prevenir el suceso, pero
¿Quién le creería? No podía presentarse ante la policía o los
bomberos y explicarles que sabía que un edificio iba a
quemarse porque lo había visto de antemano en los delirantes
cuadros de un pintor callejero.
Roto le dio la vuelta al lienzo y observó la pintura. La
imagen mostraba un edificio que Roto no reconoció, coronado
por un gran cartel rojo y amarillo en la azotea que anunciaba
la cerveza Poker. La lluvia caía en tromba sobre un cuerpo
tendido en el suelo. No se veía la cara de aquel hombre, pero
por la crispación de sus manos, una de ellas aferrada a su
pecho y la otra alzada al cielo, se apreciaba que estaba en las
últimas, moribundo. Al observar los zapatos del
desafortunado, dibujados con un gran realismo, el corazón de
Roto latió con fuerza. El joven se miró los pies y observó su
calzado verde, con una mancha marrón y la zona externa
desgastada. Los zapatos de Roto eran idénticos a los del
hombre del cuadro. La única diferencia consistía en que el
zapato del cuadro presentaba una mancha roja de sangre,
mientras que el suyo no la tenía. También sus pantalones
negros cien veces remendados eran los mismos.
Selene le tocó el hombro con suavidad y lo miró a los ojos.
Por primera vez Roto creyó vislumbrar a la persona que se
ocultaba tras la cortina de demencia.
—Tienes suerte —le dijo Selene con una sonrisa triste y
sin rastro de locura en su voz —. Morirás antes de ver cómo
arde Bogotá.
Capítulo 3

El pintor vagabundo regresó cerca de la medianoche. Roto,


desde la azotea del edificio, presenció cómo Nadie descendía
de su ruinosa furgoneta y cojeaba hasta su guarida del
sótano. Llovía, pero a Roto no le importaba que el agua
empapase su cuerpo. Así al menos se sentía vivo. El joven no
sabía qué hacer, había contemplado su propia muerte en uno
de los cuadros de Nadie. Tras el shock pensó en hablar con él,

averiguar todo lo que pudiera, pero ya no le parecía tan


buena idea. ¿Qué podría lograr con ello? Nadie ya le había
explicado que ni siquiera eran sus propias visiones, eran
imágenes que robaba involuntariamente de las mentes de los
demás y sólo las pintaba para expulsarlas de su cabeza. Por lo
que había visto en el lienzo, Roto tenía claro que su muerte no
se había producido por un suicidio, no había saltado desde el

edificio con el gran cartel en la azotea. Estaba situado en


algún lugar de Bogotá, reconocía sus aceras gastadas y las
maltrechas farolas, pero no el lugar exacto dónde acontecía la
escena. Roto se llevó una mano al pecho. Estaba casi seguro de
que su muerte sería por un fallo de su maltrecho corazón. Era
extraño. Hacía sólo unas horas había estado cerca de
suicidarse, pero saber que la muerte le soplaba en la nuca y
que él no sería quien decidiría cuando ni dónde sucedería, le
hacía ver las cosas de otra manera. Además, no podía quitarse
de la cabeza la imagen de una joven esbelta y morena.

Valentina.
Nadie salió del sótano cargando con otra de la grandes
bolsas de basura. Su caminar desigual, apoyado en su bastón,
contrastaba con la facilidad con la que transportaba su pesada
carga. Nadie introdujo la bolsa en la furgoneta y renqueó
hasta la cabina del vehículo. Se subió con dificultad al alto
asiento, cerró la puerta y arrancó. El vehículo se perdió en la
noche húmeda de Bogotá y Roto decidió que había llegado el
momento de dormir. No cerró la ventana de su cuarto, desde
la que se veía un pedazo quebrado del cielo. Segundos antes
de ceder ante el sueño pensó que, quizá, contemplaba por

última vez las estrellas.

Roto se despertó muy temprano. Al salir de la cama notó


como sus manos temblaban con inseguridad. Estaba muy
nervioso, pero estaba decidido a llevar acabo sus planes más
recientes, concebidos en la frontera entre el sueño y la vigilia.
El joven se puso su mejor ropa, unos vaqueros no demasiado
rotos y una camisa oscura comprada en un mercadillo que
planchó hasta dejarla tan lisa como una pared. Sacó sus
escasos ahorros del rincón dónde los ocultaba y salió del
edificio.
Tardó más de una hora en llegar a su destino, tras coger
varios autobuses públicos que avanzaban a cámara lenta por
las atestadas calles de Bogotá. Caminó las últimas manzanas
entre las casas bajas y lujosas del barrio San José de Bavaria,
protegidas muchas de ellas por altos muros y servicios de
seguridad privada. Roto hacía ese mismo trayecto varias
veces a la semana, pero esta vez era distinto. No acudía a
espiar desde la clandestinidad de una esquina sino que estaba
decidido a hablar con Valentina cara a cara, a decirle que la
seguía amando y que jamás dejaría de hacerlo. A pedirle que
lo perdonara por haber sido un cobarde. A recuperar lo que
nunca debió abandonar. A ganar el amor de su vida.
Roto se detuvo al alcanzar la esquina desde la que había
espiado a Valentina durante los años. El corazón le latía con
fuerza mientras recordaba la última conversación que
mantuvo con Valentina.
—Lo nuestro se tiene que acabar —le había dicho Roto,
con un gesto duro que enmascaraba un alma destrozada.
—¡Eso no tiene sentido! Nos amamos —replicó ella, con
lágrimas en los ojos.
—Lo que ha… pasado lo cambia todo. Tenemos que
separarnos.
—Todo lo contrario, es ahora cuando tenemos que estar
más unidos. Tienes que dejar que cuide de ti.
—No necesito la compasión de nadie.
Ella lo miró con ojos brillantes y llorosos.
—No es compasión… es amor. Te necesito.
Y él se mordió la lengua. No dijo nada. De haberlo hecho
la habría besado y abrazado. Y la habría arrastrado hacía un
futuro gris, la habría lastrado y robado sus sueños. Así que se
dio la vuelta sin decir una palabra y dejó a Valentina sola,
mientras ella le rogaba y suplicaba que volviera.
Las dudas lo asaltaron. Después de cómo la abandonó
¿Qué le diría ella? Además, nada había cambiado ¿Qué podía
ofrecerle él a una chica como Valentina, que lo poseía todo?
Roto era un hombre sin recursos y derrotado por la vida.
Entonces una frase de Nadie resonó en su cabeza, como si el
pintor vagabundo le susurrara al oído.
“Eres un idiota. Las cosas que realmente importan no se
compran con dinero”.
Roto se decidió. Dio un paso y cruzó la frontera invisible
de sus miedos. Se acercó a la casa de Valentina, protegida por

una alta verja, mucho más de lo que había hecho en los


últimos cinco años, pero en un lugar discreto desde el que la
seguridad privada de la casa no sospecharía nada de él.
Esperó casi media hora hasta que Valentina apareció por
el portón de la mansión, seguida de Clara y Marcos, sus
hermanos de diez años. Los pequeños gemelos jugaban
mientras Valentina los observaba con una sonrisa que
iluminó el mundo de Roto. De pronto le pareció que un futuro
junto a ella era posible. Él le pediría perdón y confesaría la
verdad, ella le perdonaría porque le seguía amando, se irían a
vivir juntos y vencerían todas las vicisitudes, incluso sus
problemas cardiacos. Colombia era uno de los países más
avanzados en trasplantes, puede que él tuviera una
oportunidad y recuperara su salud. Incluso podría volver a
jugar al futbol aunque no fuese profesional. Roto se vio en un
jardín rodeado de niños, jugando con ellos a la pelota. Sus
hijos. Los hijos de Valentina.
Roto abrió la boca para gritar su nombre y que ella se
fijara en él. En ese instante un joven apuesto salió de la casa,
rodeó con su brazo musculoso a Valentina y la besó en los
labios. Roto pudo ver como ella cerraba los ojos y se dejaba
llevar. Después Valentina sonrió, intercambió unas palabras
con el que a todas luces era su novio y le golpeó suavemente
en el hombro. El se tiró al suelo en broma y ella acabó tendida
sobre él, con los gemelos revoloteando en torno a ellos como
gorriones. Era una estampa familiar feliz en la que Roto no
tenía cabida.
Sus sueños se derrumbaron en un segundo, barridos por
la cruda realidad. Roto conocía a ese chico. Era Fernando
Rojas, un compañero de vestuario en su época en el
Millonarios. Un buen futbolista que jugaba en primera
división nacional y una buena persona.
Roto se quedó unos segundos observando la escena, se
sentía más vacío y hundido que cuando le comunicaron que
no podría volver a jugar al fútbol. Entonces sus ojos se
cruzaron con los de Valentina un solo segundo. Roto se dio la
vuelta y echó a correr tan rápido como le permitía su
maltrecho corazón. Pero había tenido tiempo de ver dos cosas
en los ojos de Valentina: reconocimiento y lástima.

La vuelta a casa le supuso un calvario. No veía a la gente


con la que se cruzaba, estuvo a punto de ser atropellado al
cruzar una calle sin mirar y ni siquiera respondió a los gritos
airados del taxista. La vida se había convertido en una
inmensa nube gris de la que no podía escapar. Sólo había una
salida. Lo único positivo es que sabía que no tendría que
esperar demasiado para que terminase su tormento. Lo había
visto en el cuadro de Nadie. Moriría muy pronto.
Una idea cruzó su mente. No quería esperar ni un minuto
más. Propiciaría su muerte y sabía cómo hacerlo.

Al llegar a casa celebró la ausencia de Nadie. No se veía al


pintor vagabundo por ninguna parte, lo que facilitaba sus
planes. Roto se coló en el sótano que hacía las veces de
estudio y buscó el cuadro que representaba su propia muerte.
Su intención era averiguar el lugar en el que se producía, la
calle concreta, y acudir allí. Si la muerte no iba a su encuentro
acudiría él a buscarla.
Su búsqueda precipitada se convirtió en frustración al no
encontrar el lienzo. Estaba seguro de dónde lo vio, pero Nadie
solía mover frecuentemente sus obras de arte. Roto comprobó
todos y cada uno de los lienzos, cada uno con un horror
diferente. Los que estaban montados sobre caballetes, los que
estaban amontonados sobre la pared, tendidos en desorden
por el suelo o apilados unos contra otros, pero no halló nada.
Uno de los cuadros representaba el hundimiento del buque
Lusitania. Roto había leído un libro sobre el buque inglés, que
fue torpedeado por un submarino alemán al inicio de la
primera guerra mundial. Murieron casi mil doscientas
personas. El cuadro tenía el inconfundible estilo de Nadie,
pero el hundimiento fue hacía demasiado tiempo como para
que ese cuadro tuviese su origen en una de las visiones del
pintor vagabundo.
Entonces se fijó en la puerta que daba a la habitación
privada de Nadie, que siempre estaba protegida con un
candado. Esta vez no era así. La puerta estaba cerrada, pero
no había ni rastro del candado. Roto nunca se habría atrevido
a violar la intimidad de Nadie, pero se hallaba en una
circunstancia excepcional. Además, él sólo quería estudiar el
cuadro de su muerte, sentía que tenía derecho a hacerlo.
Roto cruzó la puerta y se internó en la oscuridad. Palpó la
pared y encontró un pequeño interruptor que pulsó en el
acto.
La luz temblorosa de una bombilla le reveló una sorpresa
desagradable. No había ninguna cama o colchón, como había
esperado. Ni un pequeño escritorio con una silla, ni ningún
otro mueble. En el medio de la estancia se levantaba una
especie de altar de piedra blanca, un rectángulo de un metro
de altura, dos de longitud y uno de ancho. Varios ganchos y

cadenas pendían de las paredes, que estaban cubiertas de


manchas rojas y ocres.
En el suelo, junto al altar, había una serie de botellas de
cristal con un líquido oscuro en su interior. Parecía el brebaje
que consumía Nadie cada noche, el líquido que jamás le había
dejado probar a Roto porque aseguraba que lo mataría. Tirada
en una esquina había una gabardina de marca y muy nueva,
con lo que parecían manchas de sangre. El joven recordó las
gotas rojas que caían de las bolsas de basura que
habitualmente transportaba Nadie en su furgoneta y un
escalofrío recorrió su espalda. La gabardina tenía una franja
un poco más oscura en la solapa y Roto pensó que había visto
una prenda así antes. También descubrió dos pequeños
objetos cóncavos de un finísimo cristal, ambos de color muy
oscuro. Parecía lentillas oculares, pero eran demasiado duras
y opacas como para que alguien pudiera usarlas.
—¿Qué demonios es esto? —susurró Roto.
Como única respuesta recibió un ruido metálico y un
pequeño siseo. Se dio la vuelta pero no pudo ver nada. La luz
se apagó sumiéndolo en la oscuridad.

El extraño siseo se acercaba lentamente.


Capítulo 4

Rodeado de oscuridad, Roto percibió un destello luminoso


dónde debía de estar la puerta. Un instante después el
destello brilló detrás de él y alguien le agarró el brazo con
fuerza. Roto no tuvo tiempo de reaccionar antes de que le
sujetasen el otro brazo y lo inmovilizasen.
—Pronto. Pronto arderá Bogotá —susurró una voz
quebrada que Roto reconoció al instante como la de Selene.
La voz de la anciana había sonado tan cerca de su oído
que sólo podía ser ella quien le estaba sujetando con fuerza.
—Ni siquiera papá podrá evitarlo —siguió la anciana.
Después le dio un suave beso en la mejilla a Roto, que
sintió que la presión en sus brazos cedía hasta desaparecer.
—Pero tú no lo verás —añadió Selene con lástima.
Roto habituado a la oscuridad, distinguió la figura
pequeña y decrépita de la anciana junto a él. Tenía los
hombros caídos y había empezado a sollozar como una niña
pequeña. Roto sintió el impulso de abrazarla pero cuando sus
manos tocaron el pequeño cuerpo de la anciana ella se echó
hacia atrás y comenzó a gritar y a patalear.
El pintor vagabundo le había prevenido acerca de
aquellos ataques de su madre. Lo mejor era no hablar con ella
y alejarse lo máximo posible. Roto así lo hizo. Caminó hacia la
salida y al llegar junto a la puerta buscó a tientas el
interruptor de la luz. No tocaría a Selene ni hablaría con ella,
pero no podía dejarla en aquel sótano a oscuras.
Roto pulsó varias veces el interruptor pero la oscuridad
se mantuvo. El ruido de un coche renqueante le llegó a través
de la puerta abierta del sótano. Sin duda sería Nadie, que

regresaba con su maltrecha furgoneta. Roto recordó lo que


había encontrado en la habitación cerrada con llave de Nadie
y un escalofrío le recorrió la espalda. Había visto
instrumentos de tortura, unas cadenas oxidadas y un altar. Y
restos de alguien que había sido confinado allí recientemente;
una gabardina y manchas de sangre y aquellas extrañas
lentillas negras. Al pensar en Nadie y en todas las costumbres
extrañas del pintor vagabundo, que hasta ahora le habían
parecido simplemente excentricidades, Roto sintió un miedo
creciente. Apreciaba a Nadie, podía decirse que era lo más
parecido que tenía a un amigo, pero lo que había presenciado
lo cambiaba todo. Era probable que Nadie fuera un loco
asesino que se dedicaba a matar gente en su oscura guarida.
Roto salió del sótano y se ocultó entre los escombros y la
basura que atestaban el patio trasero. Llovía a cantaros y
pronto estuvo empapado. Desde su escondite observó como
Nadie aparcaba su furgoneta, que crujía y chirriaba como si
estuviera a punto de desmoronarse. El pintor salió del
vehículo y se dirigió hacia el sótano. Nadie avanzó con paso
desigual mientras se apoyaba en su viejo bastón de madera.
Roto se fijó en el rostro del pintor, que parecía cansado y
preocupado. Nadie se internó en el edificio. Roto no se lo
pensó dos veces y abandonó su escondite. Nadie se daría
cuenta de que habían entrado en su habitación, encontraría
allí a Selene y su madre le diría que Roto había estado allí, que
lo había visto todo.
Roto se acercó hasta la furgoneta, abrió la puerta y
rebuscó bajo el asiento del conductor. Encontró las llaves que
sabía que Nadie guardaba allí y se las metió en el bolsillo. Él
no sabía conducir, nunca había aprendido y ahora se
arrepentía de ello. Al menos, al hacerse con las llaves de
Nadie, este no podría perseguirle con un vehículo.
Roto cerró la puerta y echó a andar tan rápido como se lo
permitía su maltrecho corazón. Una sonrisa iluminó por un
instante su rostro. Si Nadie se decidía a seguirlo sería una
persecución antológica; un vagabundo tullido tratando de dar
alcance a un joven con problemas cardiacos severos bajo un
diluvio.
No se había alejado más de veinte metros cuando oyó
gritos en el sótano. Al girarse vio a Nadie entre la lluvia, que
lo observaba atentamente con el rostro muy serio desde la
puerta del edificio. Roto se giró y se perdió por un callejón
lateral. Había algo en la escena que acababa de presenciar que
lo desconcertaba. Había escuchado gritos en el sótano y un
instante después Nadie estaba en la puerta, observándolo con
frialdad. ¿Y Selene? Ella había aparecido junto a él como
salida de la nada y le había inmovilizado con una fuerza que
contrastaba con la aparente debilidad de la anciana. Madre e
hijo, Selene y Nadie, los dos oscuros personajes tenían
muchos secretos y él no quería ser parte de ellos.
Roto vagó sin rumbo, escoltado por pensamientos
funestos y empapado hasta los huesos. La lluvia no paraba de
caer, pero el joven no quería buscar refugio. Necesitaba
alejarse y pensar. Sabía lo que tenía que hacer, pero no le
resultaba fácil acudir a la policía y denunciar lo que había
presenciado en el sótano de Nadie. El pintor había sido su
único apoyo durante varios años, pero también podía ser un
criminal y un demente. La gabardina tirada, el altar, la
sangre… Nadie podía hacer daño a más gente, y Roto no
quería que eso recayera sobre su conciencia. Cuando se
decidió a acudir a la policía se hallaba en una calle solitaria y
oscura por la que no había transitado antes.
Entonces se fijó en dos hombres que caminaban hacia él
en la distancia. Ambos vestían gabardinas oscuras que se
pegaban a sus cuerpos por la lluvia. Roto percibió el peligro y
decidió darse la vuelta. Por el otro extremo de la calle otros
dos hombres, también vestidos con gabardinas se acercaban
cortándole el paso. Debían de haberle seguido, pero hasta ese
instante no se había dado cuenta. Estaba rodeado, no había
salida por ninguna calle lateral, sólo podía refugiarse en
algún portal, si es que estaba abierto.
Uno de los hombres sacó algo bajo su gabardina. Estaban
lejos, la lluvia distorsionaba la visión y las escasas farolas
apenas iluminaban el lugar, por lo que Roto no pudo ver de
qué se trataba.
Todo sucedió muy rápido.
Una sombra se descolgó de la pared unos metros por
encima de Roto y lo golpeó. El joven cayó al suelo un segundo
antes de que un objeto plateado se estrellase con fuerza
contra una farola, que estuvo a punto de partirse con un
ruido metálico. Roto, desde el suelo, observó con la boca
abierta una especie de flecha gruesa y plateada clavada en la
maltrecha farola. Roto miró hacia los hombres con gabardina
y distinguió sendas ballestas en sus brazos.
La sombra a su lado tomó forma y Roto vio que era Nadie,
envuelto en su vieja capa de lana negra.
—No te muevas hasta que yo lo diga —dijo Nadie con voz
serena. Se quitó la capa oscura y cubrió a Roto con ella.
Roto, desconcertado, escuchó ruidos y vio, a través de
una abertura en el mantón, como uno de los virotes plateados
se enterraba en la pared a un metro por encima de él. Un

detalle fuera de lugar le dio que pensar al joven. La vieja capa


de Nadie no se mojaba, pese a que la lluvia caía con fuerza

sobre ella.
Roto sintió un dolor agudo en el pecho y se olvidó de la
capa. Por un momento creyó que una de aquellas flechas le
había acertado a él mismo, pero el dolor se extendió por su
brazo izquierdo hasta alcanzar la mano. Roto echó la cabeza
hacia atrás y alzó la vista al cielo. A través del manto
desgarrado observó el tejado del edificio vecino. Un gran
cartel rojo y amarillo anunciaba la mejor cerveza de
Colombia, la Poker. Roto observó sus zapatillas verdes, con la
mancha marrón a la que se le unía una reciente y roja, sangre.
Era la misma escena que había contemplado en el cuadro de
Nadie.
El dolor se hizo más agudo. Sentía una opresión en el
pecho que se irradiaba hacia sus extremidades. Le costaba
respirar y se sentía débil, desvalido. Roto era consciente de
que le estaba dando un infarto. Escuchó gritos y ruidos de
pelea, pero apenas podía moverse, sabía que su maltrecho
corazón estaba dando sus últimos latidos.
Roto se moría, tal y como había visto en el cuadro de
Nadie.
Capítulo 5

Su visión se enturbió. La opresión en el pecho se hizo tan


intensa que le impedía respirar. Una figura cruzó su campo
visual. Creyó distinguir su pelo largo y una sonrisa en un
rostro borroso.
—Va… Valentina —susurró.
Pero su mente alcanzaba para saber que no podía ser ella.
Unos brazos fuertes sujetaron a Roto.
—Quizá aún tengas algo que hacer aquí —dijo una voz que
sonó muy cerca pero que parecía extrañamente lejana.
Roto sintió el contacto cálido de unos labios contra los
suyos. ¿Alucinaciones de un moribundo? Se preguntó,
mientras una sensación placentera sustituía lentamente el
dolor que le oprimía el corazón. Sintió, más que vio, una luz
intensa y reconfortante que partía de aquellos labios ajenos, y
recorría cada fibra de su cuerpo. En pocos segundos los
pinchazos desaparecieron y Roto se sintió ligero, como si su
alma se hubiera desprendido de su cuerpo y flotara en el
vacío. ¿Vería ahora el túnel iluminado por una luz al fondo?
¿Estarían allí esperándolo sus familiares muertos?
En vez de eso, Roto recibió una fuerte bofetada en la
mejilla. Abrió los ojos y se encontró con el ojeroso rostro de
Nadie a pocos centímetros del suyo. Había sido el vagabundo
quien le había besado y, de alguna forma que no acertaba a
imaginar, sentía que había evitado su muerte. El joven
percibía los latidos de su propio corazón, fuertes y regulares
como hacía mucho tiempo que no sentía.
—¿Qué me has… hecho?
—Salvar tu vida, por el momento. Tenemos que irnos de
aquí. Vendrán más —dijo Nadie, que le ayudó a levantarse.
Roto rozó el bastón de Nadie y sintió una descarga de un
frío mortal que lo dejó un instante sin respiración. Nadie se
dio cuenta de lo sucedido y apartó el bastón de Roto.
—Cuídate de tocarlo —le advirtió el pintor vagabundo.
Roto iba a replicar cuando se fijó en los hombres tirados
junto a ellos y gritó por la sorpresa. Había cuatro
desconocidos vestidos con gabardinas que yacían a pocos
metros de donde se encontraban. Las ballestas con las que les
habían atacado los desconocidos estaban esparcidas por el
suelo, así como varios cuchillos con extraños símbolos
labrados en ellos. Una de las armas estaba retorcida, alguien
había destrozado el metal como si fuera plástico. El hombre
más próximo a Roto tenía los ojos abiertos, mirando al
infinito. Sus iris eran de un desconcertante color negro
metálico y Roto recordó al instante las lentillas oscuras que
vio en el sótano de Nadie.
—¿Es… están muertos?
El pintor vagabundo tiró de él sin dar más explicaciones y
avanzó a toda velocidad por la calle, sin que su ostensible
cojera redujera su marcha.
—No… no puedo correr. Mi corazón no aguantará —dijo
Roto.
—Ahora sí puedes. Confía en mí.
Roto dio un paso, después otro. Comenzó a andar a buen
ritmo y después corrió unos metros por la calzada.
Increíblemente, en vez de sentir dolor o fatiga notó cómo su
corazón respondía a la exigencia física que se le planteaba.
Siguió corriendo lleno de una felicidad casi infantil. La sonrisa
de su rostro solo duró hasta que una flecha plateada se clavó

en la pared, a menos de un metro del joven.


—Agárrate fuerte a mí —dijo Nadie, que lo cogió con un
brazo y se lo cargó a la espalda como si Roto fuera un niño y
lo estuviera llevando a caballito.
Nadie se pegó a la pared y comenzó a escalar a un ritmo
vertiginoso por el edificio. Se agarraba a cañerías, a quicios de
puertas y ventanas, a salientes en el muro y se impulsaba con
una fuerza y una habilidad sobrehumanas. Roto se sentía
inmerso en una película de superhéroes, a lomos de una
especie de Spiderman que le había salvado la vida y que
disponía de poderes extraordinarios. Aunque el joven no
podía dejar atrás el recuerdo de las ropas y la sangre en el
sótano de Nadie, ni los cuatro tipos a los que el pintor
vagabundo acababa de matar.
Alcanzaron la azotea del edificio, a más de veinte metros
del suelo, en pocos segundos. Nadie no se paró a descansar.
Cojeó con velocidad por los tejados con Roto sujeto a su
espalda. Varias veces cruzó de un edificio a otro con saltos
imposibles, salvando los muchos metros que separaban las
casas como si fuera un juego de niños. Roto gritaba con cada
uno de los saltos, asustado mientras contemplaba el suelo
muy abajo. Si caían acabarían destrozados contra el
pavimento.
Tras un tiempo que a Roto se le hizo eterno Nadie
descendió de nuevo al suelo y permitió que Roto bajara de su
espalda. El joven reconoció el lugar. Se encontraban próximos
al edificio abandonado llamado Bogotá Futuro, que había sido
su hogar durante los últimos años.
—Les hemos despistado —dijo Nadie, que echó a andar a
toda prisa sin mirar a su compañero.
Roto le siguió a buen ritmo, aún sorprendido por su
estado de salud. No sólo no le dolía el pecho, sino que no se
cansaba al caminar con rapidez. El joven no sabía qué pensar,
se sentía abrumado por la situación que había vivido, que

parecía salida de un cómic fantástico. Tenía tantas dudas y


preguntas que no sabía por dónde empezar.
—¿Quiénes eran esos hombres? —dijo, dubitativo.
—Mis enemigos… y ahora también los tuyos —dijo Nadie.
—Mataste a cuatro en la calle y había otra gabardina y
sangre en el sótano.
—Estamos en guerra y ningún bando hace prisioneros.
Roto no supo qué responder. Estaba aturdido y superado
por los acontecimientos. ¿Una guerra encubierta en
Colombia? Habían sufrido durante mucho tiempo la violencia
de las guerrillas y también de los cárteles de la droga, pero

aquellos hombres vestidos con gabardinas y con los ojos


negros parecían salidos de… de no sabía dónde. ¿Y qué decir
de Nadie? El pintor vagabundo era capaz de entrever el futuro

en las mentes de los demás y poseía una fuerza y habilidades


que se escapaban al sentido común.
—Y tú… ¿Quién eres? —dijo Roto—. ¿Qué eres?
Nadie iba a contestar cuando la expresión de su rostro se
ensombreció.
—Fuego —dijo el vagabundo y echó a correr,
bamboleándose de forma extraña debido a su cojera, pero a
gran velocidad.
Roto se giró y observó una luz rojiza que se resplandecía
en el cielo nocturno, cerca de dónde se hallaban. Roto corrió
tras Nadie y esta vez notó como su corazón empezaba a sufrir
por el esfuerzo. Lo que fuera que le había hecho Nadie
comenzaba a perder efecto, pensó Roto, apenado. Al poco
descubrieron el origen de aquel fuego. Las llamas devoraban
el viejo edificio llamado Bogotá Futuro.
—¡Selene! —gritó Nadie.
Se produjo una explosión en el piso superior y las llamas
devoraron la segunda palabra del cartel que anunciaba el
nombre del edificio. Futuro. Roto cayó hacia atrás impulsado
por una vaharada de calor que le pasó por encima. El joven
resultó ileso pero temió por Nadie, que iba unos pasos por
delante. Al incorporarse no vio al pintor vagabundo por
ninguna parte.
Poco después Nadie salió del edificio en llamas cargando
con un bulto renegrido. Las llamas lo envolvían pero lo
respetaban como si el vagabundo tuviera un aura protectora
que lo aislara del fuego. La visión era estremecedora, como si
Dante hubiera logrado regresar del infierno. Al acercarse
Roto se dio cuenta de que Nadie estaba llorando y entendió
por qué. Aquel bulto era Selene, la madre de Nadie, cuyas
ropas chamuscadas se fundían con la piel de la mujer. La
anciana estrechaba en sus brazos un lienzo enrollado que
aparecía quemado y renegrido en algunas zonas. Al menos
dos astas de metal sobresalían del cuerpo decrépito de Selene
y Roto no tuvo dudas de que provenían de las temibles
ballestas de los hombres con gabardina.
Entonces la anciana abrió los ojos y miró a Nadie con una
mezcla de miedo y sufrimiento.
—Papá… no me dejes sola —dijo Selene, sin rastro de
locura en su voz.
—Tranquila, mi pequeña. Ya estás a salvo —contestó
Nadie.
—Papá… —dijo la anciana—. Llévame a casa con mamá.
Quiero… verla.
—Pronto la verás, mi niña.
—Papá…
Fueron las últimas palabras de Selene antes de cerrar los
ojos para siempre. El fuego se aupó desde el último piso y
atrapó entre sus fauces las letras que aún quedaban del cartel
del viejo edificio llamado Bogotá Futuro.
—Arde Bogotá —susurró Roto, como último tributo a
Selene.
Capítulo 6

El edificio Bogotá Futuro había quedado reducido a una masa


de escombros calcinados y Roto no pudo evitar relacionarlo

con la frase que Selene repetía sin parar; Arde Bogotá.


Quizá la anciana no estuviera tan loca sino que, al igual
que Nadie, tenía dotes premonitorias. Aunque su profecía
había sido particular, tal vez Selene no se había referido a que
la ciudad entera ardería, sino sólo a aquel edificio: Bogotá
Futuro.
A pesar del dolor por la muerte de la anciana, Roto
también sintió una oleada de alivio por sí mismo y por los
suyos. Especialmente por Valentina y por sus dos pequeños
hermanos, que no tendrían que ver cómo ardía su ciudad ni
morir abrasados en el fuego.
Nadie estrechaba el cuerpo maltrecho de Selene entre sus
brazos con los ojos cerrados. Una lágrima se derramó por la
mejilla del vagabundo. Roto la vio porque la lágrima relucía
en la noche como una minúscula luna plateada. La gota cayó
sobre la frente ennegrecida de Selene y, entonces, el rostro de
la anciana cobró un matiz plateado y comenzó a
transformarse. Sus rasgos avejentados y sucios se dulcificaron
y cambiaron de forma imposible. En pocos segundos, bañado
por un aura plateada, el rostro de la anciana se convirtió en el
de una niña de unos ocho años, tan hermosa que parecía una

estatua de la Grecia clásica. Sus pómulos firmes, la curva


elegante de su nariz, su barbilla exquisita. Era perfecta.
Roto no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Una
frase de Selene acudió a su mente y le sacudió como si
hubiera recibido un puñetazo.
“Papá… papá, no me dejes sola” había dicho Selene.
Además Nadie siempre trataba a la anciana como si ella fuera
su pequeña hija, pero él no podía ser el padre de Selene. El

pintor vagabundo debía rondar los cincuenta años mientras


que la anciana pasaba de los noventa.
La luz plateada se fue apagando y, lentamente, el rostro
de la mujer perdió la apariencia infantil hasta recuperar el

aspecto avejentado que Roto había conocido en vida. El joven


contemplaba la escena mudo de asombro.
Nadie besó a Selene en la frente. Después tomó el lienzo
de las manos sin vida de la mujer y se lo guardó en algún

lugar de su abrigo. Nadie echó a andar con Selene en brazos y


le hizo un gesto a Roto.
—Sígueme —dijo el hombre, con voz autoritaria—.
Tenemos que irnos.
El joven dio un paso, pero se detuvo antes de dar el
siguiente. El hechizo del momento se había quebrado. Roto ya
había tenido bastante de aquella pesadilla, necesitaba
anclarse a la realidad o se volvería loco.
—No me moveré de aquí si no consigo respuestas.
—Entonces morirás tú también.
—Me arriesgaré —dijo Roto con firmeza—. ¿Quién es esa
gente y por qué quieren matarnos?
Nadie lo traspasó con la mirada antes de contestar.
—Ya te lo dije, los miembros de la Hermandad son
enemigos. Míos, tuyos… enemigos de la vida. No necesitan
grandes motivos para matar, pero ahora también te temen a
ti.
—¿Por qué? Yo no les he hecho nada.
—Pero puedes llegar a hacérselo.
—Ni siquiera sabría cómo lograrlo —protestó Roto.
—Ellos no lo saben.
Entonces Roto contempló el rostro sin vida de la anciana
y no pudo contenerse.
—Siempre pensé que Selene era tu madre, pero la he
visto… cambiar ¿Era… tu hija?
Sus palabras sonaban absurdas para cualquiera, pero
después de todo lo que había vivido en las últimas horas sabía
que los límites de la realidad no estaban tan bien definidos
como la mayoría de la gente creía. Nadie asintió.
—No puede ser… ella es una anciana y tú no tienes más de
cincuenta años —insistió Roto.
Nadie suspiró y el dolor tiñó su mirada.
—Ella no era como tú... ni tampoco como yo.
—Eso no es una respuesta.
—¿Quieres respuestas? —lo interrumpió Nadie— ¿Quieres
la verdad?
—Sí.
—Entonces sígueme… o muere.
Nadie se dio la vuelta y comenzó a andar sin mirar atrás,
con una cojera mucho más marcada que antes. Roto dudó
pero decidió seguirlo. Los acontecimientos de las últimas
horas se habían precipitado de tal forma que se sentía
sobrepasado, aturdido. Los hombres de la hermandad,
vestidos con sus gabardinas y dotados de aquellos extraños
ojos negros, habían tratado de matarlo. Nadie le había salvado
la vida, había matado a aquellos tipos, y le había hecho algo
que había mejorado su corazón. El pintor vagabundo había
trepado por una pared vertical como si fuera una araña
mientras cargaba con Roto. Selene había muerto y se había
transformado durante unos segundos en una niña, y encima
Nadie había admitido que ella era su hija.
Roto estaba confundido. Mientras seguía al pintor
vagabundo, tuvo la tentación de huir y denunciar lo sucedido
a la policía, pero un presentimiento le llevó a mantenerse
junto Nadie.
Tras una caminata por las calles oscuras y desiertas de
Turbay Ayala salieron a una zona despejada de casas, en el
cruce de la calle 6 con la carrera 7 este. Subieron por una
callecita lateral alfombrada de césped y escoltada
irregularmente por árboles entre cuyas copas se recortaban
las sombras de los montes cercanos. Tras una curva, cruzaron
una pequeña arboleda y desembocaron en el aparcamiento de
la Iglesia de Nuestra Señora de la Peña. Roto contempló las
paredes blancas del santuario y la pequeña torre del
campanario, también blanca, y se sintió inmerso en un
remanso de paz tras sus agitadas vivencias.
Nadie se acercó al portón de la iglesia, posó su mano
sobre la madera y la puerta se abrió en silencio. El interior de
la iglesia estaba en penumbra, pero Roto pudo ver al fondo el
conjunto escultórico en el que destacaba la virgen de la peña,
con el niño Jesús en brazos. Roto no era creyente, pero algo
en la atmósfera del lugar le hizo sobrecogerse. Nadie se
internó en el templo y se situó bajo una cruz que decoraba
una pared lateral. El hombre dejó el cuerpo de Selene en el
suelo con delicadeza y tanteó el suelo hasta que se escuchó un
sonido metálico. Roto miró con asombro el piso, dónde había
surgido una abertura de la nada. Unas escaleras pegadas a la
pared descendían a lo desconocido. Nadie cogió a Selene, se la
echó sobre un hombro y comenzó a descender hacia la
oscuridad.
—Deprisa —lo apremió Nadie.
Roto inspiró profundamente y bajó tras el pintor
vagabundo. Al principio no se veía nada pero pronto una luz
tenue iluminó el descenso desde abajo. En cualquier otra
circunstancia Roto se habría quedado de piedra ante la
aparición de la abertura en el suelo, pero comenzaba a
acostumbrarse a aquellos fenómenos sobrenaturales. La
escalera terminaba en un pasillo subterráneo que avanzaba
en línea recta sin distinguirse el final. La humedad se filtraba
por las paredes y al mirar hacia arriba Roto vio que la salida a
la iglesia había desaparecido sustituida por un techo de
piedra. Unas lámparas de extraña factura colgaban de la
paredes a intervalos regulares e iluminaban el lugar.
—¿Dónde estamos? —dijo Roto.
—Es un antiguo refugio.
Avanzaron durante una media hora por un corredor que
se hundía suavemente en las entrañas de la tierra, hasta que
se toparon con una puerta de madera. Nadie la abrió y

accedieron a una estancia amplia y rectangular desprovista


de muebles. Las paredes estaban repletas de cuadros y de

fotografías antiguas, muchas de ellas cubiertas de polvo.


Nadie cojeó hacia un portón metálico que se encontraba
al final de la estancia. Roto estudió los cuadros y fotos, uno de

las cuales lo dejó sin habla. Era una fotografía antigua en


blanco y negro que mostraba a una mujer muy hermosa
vestida con ropa de época. La señora abrazaba a una niña
pequeña cuya mirada parecía salirse de la propia imagen.
Nadie reconoció el rostro de la pequeña Selene, tal y como la
había visto cuando la lágrima de Nadie cayó sobre su rostro.
No había duda de que era ella, pero lo más sorpréndete era la
imponente torre de metal que se veía al fondo de la fotografía
y que estaba en plena construcción. Se trataba de la torre
Eiffel, en París, sólo que aquello no tenía sentido. Roto sabía
que la torre Eiffel terminó de construirse en el año 1889,
hacía ciento treinta años.
Otra imagen, un poco más adelante, lo dejó aún más
perplejo. Un cuadro bordeado por un marco dorado mostraba
a un hombre apuesto que montaba sobre un caballo de
guerra. El caballero vestía la armadura completa de un
combatiente medieval, cubierta por una túnica blanca sobre
la que destacaba una cruz roja. Era un caballero templario, no
había duda, y su cara era idéntica a la de el hombre con el que
Roto había vivido los últimos años en un edificio abandonado.
Aquel caballero era Nadie, incluso el pequeño corte que
presentaba el pintor vagabundo en la mandíbula aparecía en
la pintura.
Roto se disponía a hablar cuando un quejido metálico
congeló sus palabras. Nadie había abierto la puerta al final de
la estancia y una luz azulada inundó la sala.
—Ven conmigo —ordenó Nadie y cruzó la puerta.
Roto lo siguió y cruzaron un corto y estrecho pasillo,
envuelto en una curiosa luz turquesa, como si se encontraran
buceando en el mar. El joven se sentía como si fuera un
espectador hipnotizado de un espectáculo de magia. El truco
final no desentonó. Los dos hombres desembocaron en un
lugar increíble, irreal.
Se hallaban bajo una cueva con forma de cúpula circular
tan grande como dos campos de fútbol, cuyo suelo de mármol
blanco resplandecía como una luna llena de invierno. El techo
se alzaba a unos veinte metros de altura sobre ellos y estaba

completamente cubierto por una gran pintura, un mural


colorido que evocaba a las magníficas pinturas que cubrían la
capilla Sixtina a la que supera ampliamente en tamaño. Los
colores fuertes, rojo y naranja, destacaban sobre el resto, pero
Roto no era capaz de asimilar lo que veían sus ojos. Era como
si su cerebro sólo pudiese interpretar pequeñas imágenes

fraccionadas e independientes del gran mural que cubría la


cúpula. Roto, hipnotizado, siguió los pasos de Nadie. El pintor
se adentró en la gran cúpula y depositó el cuerpo inerte de

Selene sobre un altar de mármol, que se levantaba en el


centro de la estancia. Junto al altar había un pozo en el suelo
que se perdía en la negrura y que traía el eco distante del
agua.
La misma luz turquesa, como si una finísima gasa de seda
azul tamizara los rayos del sol, envolvía el ambiente. El
tiempo pareció detenerse y Roto se sumió en un estado
profundo de paz que inundó cada fibra de su cuerpo. Nada
importaba más allá de hallarse allí, en equilibrio consigo
mismo y con el universo, flotando como si su alma se hubiera
desprendido de su cuerpo terrenal. No supo cuanto tiempo
transcurrió sumido en semejante trance, pero poco a poco,
Roto volvió a ser consciente de la realidad física que lo
rodeaba. La asombrosa luz desapareció de pronto y al mirar
hacia arriba Roto fue capaz de procesar y comprender las
imágenes que decoraban el techo de la capilla.
El joven se mareó por la impresión.
La gigantesca pintura mostraba con increíble detalle una
gran ciudad rodeada de altas y verdes montañas, una ciudad
que le era conocida y querida; Bogotá. El cielo bogotano
estaba cuajado de brillantes bolas ígneas que parecían tener
vida propia y que caían sobre la urbe arrasando todo a su
paso. Una tormenta de fuego asolaba la ciudad. Roto
distinguió el esqueleto envuelto en llamas de un altísimo
edificio, la torre Colpatria. Al fondo, sobre la montaña, La
iglesia de Monserrate también era pasto del fuego. La
destrucción se extendía a lo largo y ancho de la ciudad;
violentas explosiones, densas columnas de humo negro,
edificios derrumbados, barrios enteros arrasados por las
llamas, todo ello pintado con un realismo y una profusión de
detalles como Roto nunca había contemplado antes.
Era la perfecta visión del caos. El infierno se había
desatado sobre una Bogotá que ardía sin remedio.
—Mi hija decía la verdad —dijo Nadie con profunda
tristeza—. El fin de todo se acerca.
Capítulo 7

—Estamos condenados —dijo Nadie.


—Lo has… pintado tú —dijo Roto, tan fascinado como
aterrado. El estilo del pintor vagabundo era inconfundible.
El increíble mural, del tamaño de dos estadios de futbol,
cubría por completo la abovedada capilla. Era una auténtica
obra de arte, pese a la tragedia inmensa que podía llegar a
representar si se cumplía la visión; la muerte de millones de
personas, la devastación de una ciudad entera.
—¿Has visto el futuro en la mente de alguien? —siguió
Roto.
Nadie asintió, con pesar.
—Sucederá… muy pronto —dijo el pintor vagabundo.
—Entonces hay que avisar a todo el mundo, hay que
evacuar la ciudad —dijo Roto, nervioso.
—No valdría de nada.
—Sé que nos tomarían por locos pero tenemos que
intentarlo.
Nadie suspiró.
—No lo comprendes, ni siquiera importa que nos crean o
no. No habrá un lugar seguro en el que refugiarse. No solo
pasará en Bogotá sino en todo el mundo. Ellos lo
desencadenarán.
—¿La hermandad?
—Así es. Provocarán la tormenta final, la muerte de la
vida —dijo Nadie, que parecía tremendamente cansado.
—Quizá podamos evitarlo. Tú los venciste, tú eres… Vi el
cuadro del caballero templario. Eres… inmortal.
Nadie tardó unos segundos en contestar, como si
estuviera valorando hasta dónde podía contar.
—Llevo milenios viviendo entre vosotros, pero no puedo
morir. Han estado cerca de… matarme en varias ocasiones.
—He visto lo que puedes hacer, tu fuerza, tu velocidad.
Estás muy por encima de cualquier humano. Estoy seguro de
que puedes hacer algo para evitar... eso —dijo Roto, que
señaló la pintura del techo.
Nadie negó con la cabeza.
—Mi vida y mis habilidades se rigen por leyes diferentes a
la de los hombres, pero lo que va a suceder me supera. Es
irremediable.
—No puedo creerlo. Yo soy la prueba de ello. Iba a morir y
tú… de alguna forma me salvaste. Las visiones se pueden
cambiar, no hay nada definitivamente escrito.
—Cambiar el destino de una persona es posible, aunque
peligroso —admitió Nadie—, pero desviar el curso de
acontecimientos a gran escala es sumamente complejo. Quizá
en otro tiempo mis hermanos y yo podríamos haberlo
evitado, pero nos separamos y perdimos nuestro auténtico
poder. Hace mucho que estoy solo y… me siento muy
cansado… he perdido la ilusión por la vida. Todos los que me
importaban ya no están aquí —dijo Nadie, acariciando con
ternura la frente apagada de Selene, que descansaba sobre el
altar de mármol.
Roto sintió un ligero temblor en el suelo pero Nadie,
sumido en sus pensamientos, pareció no advertirlo. El pintor
vagabundo apretaba contra su pecho el lienzo enrollado que
Selene había rescatado de las llamas.
—A veces, viendo lo que el ser humano ha hecho con su
mundo, creo que lo que va a suceder es lo mejor que puede
ocurrir, que debió pasar hace milenios —dijo Nadie.
—Si algo como… eso sucede será la perdición de la raza
humana. Un exterminio —dijo Roto, señalando la pintura del
techo—. No puedes hablar en serio.
—Piensa en todas las razas que vosotros habéis
exterminado durante los últimos siglos, en el mal que habéis
desatado sobre la Tierra y el resto de los habitantes. El mundo
se ahoga, se asfixia en vuestra propia inmundicia. Habéis

pervertido la naturaleza, la habéis convertido en una inmensa


fábrica en aras de una tecnología de la que sois esclavos.
—Podemos cambiar. El futuro puede ser diferente.
Nadie negó con la cabeza.
—No cambiaréis. No tenéis el deseo ni la fuerza para
hacerlo —dijo, con un asomo de desprecio—. Ya evitamos esta
catástrofe una vez y quizá no debimos hacerlo. Mis hermanos
y yo… nos dejamos convencer por ella, fue tan persuasiva, sus
palabras tenían tanto sentido —. Nadie estrujó el lienzo que
Selene había salvado de las llamas.
Roto se disponía a replicar cuando el pintor se llevó las
manos a la cabeza y sufrió una violenta convulsión. Sus ojos
se tornaron blancos y sus manos se crisparon, sus dedos

apuntando al techo como garfios retorcidos. Nadie movía los


labios en silencio, como si estuviera contemplando y
describiendo algo que sólo él podía ver. Roto tuvo la intuición
de que el pintor estaba sufriendo una de las visiones

proféticas que lo acosaban. La temperatura en la bóveda


descendió muchos grados hasta el punto que la respiración de
Roto se convertía en vaho en contacto con el aire.
Roto se acercó a Nadie con la intención de ayudarlo, pero
al tocar su cuerpo el joven sufrió algo parecido a una descarga

eléctrica y cayó hacia atrás. Al recuperarse, Roto se fijó en el


lienzo que había rescatado Selene de las llamas. Se había
desplegado ante él y mostraba a la mujer pelirroja con su
bebé recién nacido, también pelirrojo. Ambos estaban
amenazados por un peligro indeterminado en la mitad
derecha del cuadro que Nadie aún no había llegado a pintar.
Roto sintió que aquella mujer era muy importante por alguna
razón que desconocía.
Entonces la imagen de otra mujer cruzó su mente. El
rostro de Valentina. Quizá Nadie tuviese razón, quizá la
ciudad fuese a sucumbir ante aquella tormenta de fuego
desencadenada por unos misteriosos hombres, quizá no se
pudiese hacer nada, pero no podía quedarse de brazos
cruzados. Roto tenía que avisar a Valentina y a su familia y
alejarlos del peligro. Podrían huir a otro lugar, en el cuadro
pintado en la bóveda se veían los montes que circundaban
Bogotá y no estaban ardiendo. Roto tenía familia en los
Llanos, sus tíos vivían en un rancho remoto a las afueras de
Villavicencio, podrían refugiarse allí hasta ver lo que sucedía.
Desde luego era mejor alternativa que arriesgarse a que
Valentina y su familia murieran allí. Roto no se lo pensó dos
veces. Se dio la vuelta y abandonó la bóveda sin mirar atrás.
Pasó por la habitación cargada de fotos y cuadros y alcanzó el
largo corredor de piedra. La tierra temblaba ligeramente bajo
sus pies, como si la roca estuviese dotada de un corazón
propio. Avanzaba a toda prisa por el interminable pasillo que
ascendía suavemente. Estaba fatigado y percibía los latidos de
su corazón, fuertes y rítmicos. Era consciente de que

veinticuatro horas atrás no habría sido capaz de hacer algo


semejante. Nadie, de alguna forma que no llegaba a
comprender, le había hecho recuperar la salud. Aunque
percibía que se trataba de algo temporal, como si le hubieran
puesto un parche a su maltrecho corazón.
Al llegar a la escalera que accedía a la iglesia de Nuestra

Señora de la Peña le invadió la incertidumbre. No sabía como


franquear ese paso así que subió la escalera y posó la mano
sobre la roca sin demasiada convicción. Se llevo una sorpresa
cuando se escuchó un ruido metálico y la piedra se deslizó
hacia un lado dejando el acceso libre. Salió de la Iglesia vacía
y contempló desde el mirador de la peña la inmensidad de
una ciudad que comenzaba a desperezarse. No había
amanecido aún, y un tapiz de luces se extendía a sus pies
hasta donde alcanzaba la vista. La inmensidad de Bogotá lo
sobrecogió, una ciudad llena de vida que pronto sucumbiría
ante el fuego. Roto descendió monte abajo hasta las primeras
filas de casas.
En cuanto vio un taxi lo llamó y se subió al vehículo. No
tenía sentido reparar en gastos, el mundo estaba a punto de
irse al traste . Le indicó al conductor la donde residía
Valentina, en San José de Bavaria y partieron hacia su destino
en la oscuridad. Cruzaron la ciudad por la Avenida NQS y la
autopista norte. A esas horas de la madrugada el tráfico era
menos denso y no se toparon con ningún trancón. El taxi lo
dejó a unos cincuenta metros de la residencia de su antigua
novia.
Roto se acercó discretamente y esperó hasta que vio salir
de la casa a Valentina. Corrió hacía la verja de seguridad y

sintió un fuerte pinchazo en el costado, señal de que su


corazón se resentía. Lo que fuera que le había hecho Nadie
estaba perdiendo su efecto, pero Roto no se dejó vencer por el
dolor y continuó su carrera. Cuando estuvo a pocos metros
gritó el nombre de su amada con todas sus fuerzas.
—¡Valentina! ¡Valentina!
Ella no lo escuchó o, si lo hizo, lo ignoró. Valentina miró
hacia el interior de la vivienda y volvió a entrar en ella, para
desesperación de Roto. El joven se aferró a las rejas y siguió
gritando, desalentado.
Dos guardias de seguridad se le echaron encima y lo
redujeron con facilidad.
—¡Dejadme! —gritó Roto, mientras se debatía con todas
sus fuerzas—. Necesito hablar con ella.
Ante su resistencia, los guardias se aplicaron con más
fuerza. Uno de ellos sacó una porra y apretó la garganta de
Roto que apenas podía respirar. El corazón comenzó a latirle
desbocado y sintió un intenso dolor en el pecho que se
extendió por la espalda.
—¡Por… favor! Necesito…
No pudo decir nada más. Sus ojos comenzaron a
desenfocar los objetos. Entonces sintió que la presión de su
cuello desaparecía. El rostro feroz del guardia de seguridad
fue sustituido por una figura en sombras con el pelo largo a la
que no pudo reconocer. Segundos después perdió el
conocimiento.

Lo primero que vio Roto al abrir los ojos fue una roca
ardiente que caía desde el cielo y que amenazaba con
aplastarlo. Tardó varios segundos en darse cuenta de que
aquel meteorito, o lo que quiera que fuese, no era una
amenaza real, sino que estaba pintado en el techo de la
inmensa cúpula en la que se encontraba. Roto tenía el torso
desnudo y estaba tumbado sobre una superficie dura y fría.
Trató de levantarse pero sus manos estaban sujetas por unas
firmes ataduras que le impedían moverse, así como sus
tobillos. Roto estaba tumbado sobre el altar de mármol que
ocupaba el centro de la estancia abovedada.
Una sombra se cernió sobre él. Era Nadie, que lo miraba
con los ojos enrojecidos y respiraba agitadamente. El pintor
vagabundo portaba un cuchillo de un metal azulado que
emitía un ligero brillo. Iba desnudo, a excepción de un calzón
andrajoso que le cubría sus partes, y su piel estaba decorada
con unas extrañas runas pintadas de una sustancia espesa de
color rojo. Tenía una expresión en su rostro que a Roto le
recordó a Selene. Nadie rezumaba locura.
—¿Por qué me has… atado? —dijo Roto.
—Es la única salida.
—¿De qué estás hablando?
—De la salvación, de evitar que suceda la catástrofe —dijo
Nadie, quien se acercó al altar con el cuchillo en alto. Sus ojos
estaban perdidos en algún lugar lejano.
—Me estás asustando.
—No tengas miedo —. Nadie se agachó a su lado y le dio
un beso en la frente—. Sólo será un instante.
Nadie pasó el filo del cuchillo azulado por el pecho de
Roto, a la altura del corazón. El joven sintió el frío contacto
del metal y se estremeció.
—¿Qué… qué vas a hacer?
—Lo que debí haber hecho hace mucho tiempo.
Nadie hundió un centímetro el cuchillo en el pecho de
Roto, que chilló por el dolor y el miedo.
—Por favor. Quiero vivir… no he podido avisar a
Valentina —suplicó Roto.
—He tenido una visión —susurró Nadie—. Para salvar el
mundo hace falta un gran sacrificio, la muerte de un inocente.
Me gustaría que hubiera otra forma, pero… no la hay.
Perdóname.
Una lágrima cayó por la mejilla de Nadie en el mismo
instante en el que hundía el cuchillo en el corazón de Roto.
Capítulo 8

Roto gritó. El dolor era desgarrador, inhumano. Sólo quería


morir, que cesase aquella tortura, pero, por alguna extraña
razón, seguía vivo y plenamente consciente de todo lo que
sucedía a su alrededor. Y no debería ser así. El cuchillo
azulado de Nadie le había traspasado el corazón, pero no
estaba muerto.
A pesar del padecimiento, Roto percibió un temblor que
hizo que las paredes de la gran bóveda vibraran.
—Se acercan —dijo Nadie, mirando hacia la puerta.
El pintor vagabundo extrajo el cuchillo del pecho de Roto.
El joven sintió una oleada de dolor atroz. Nadie limpió la
sangre con un paño, orientó la punta de metal hacia su propio
corazón y se lo clavó con fuerza. El hombre agachó la cabeza y
su rostro se tiñó de sufrimiento. Nadie retiró el cuchillo y

respiró pesadamente. Después introdujo el puño en su propio


pecho y dio un fuerte tirón. Al salir, la manó sujetaba un
corazón de un tono azulado que brillaba y palpitaba con
latidos rítmicos. Nadie jadeaba y por su boca caía un hilillo de
sangre azulada. El pintor tenía los ojos muy abiertos y miraba
a su propio corazón como si no pudiera creer lo que acababa
de hacer.
Nadie se giró hacia Roto, pronunció unas palabras en un
lenguaje incomprensible e introdujo el corazón azulado en el
pecho del joven. Roto gritó cuando una explosión de dolor le
recorrió el cuerpo. Sintió que el corazón de Nadie se fundía
con el suyo propio y una energía ancestral y poderosa se abrió
paso a través de su cuerpo. No era una sensación placentera
sino desgarradora. Sentía que su cuerpo no podría albergar
semejante cantidad de energía, que sus tejidos y órganos no
lograrían aguantar y reventarían. Pero no fue así. El dolor
remitió lentamente y al final sólo quedó una potente
pulsación en su pecho. Eran los latidos de su nuevo corazón,
algo que sentía ajeno a él y que bombeaba su sangre con tanta
fuerza que le producía dolor de cabeza.
Nadie, jadeante, desató las ligaduras que sujetaban las
manos y los tobillos de Roto. El joven quedó liberado y se
incorporó en el altar. Otro temblor más fuerte hizo que una
capa de polvo cayera del techo.
Roto sintió que la sangre fluía por su nariz y se llevó la
mano a la cara. Al retirarla vio una sangre espesa y de color
azulado que cubría sus dedos. Era idéntica a la sangre que se
vertía por la herida abierta en el pecho de Nadie, que apenas
se mantenía en pie y tenía la cabeza gacha.

—¿Qué me has hecho? ¿Qué te has hecho? —dijo Roto,


asustado.
—No había otra… salida —jadeó Nadie—. Un hombre sin
pierna debe… sustituir a un cojo con el espíritu de… lobo. La
visión… me…
Un potente temblor hizo temblar la sala abovedada. Las
paredes se combaron y varios trozos de techo se
desprendieron y cayeron con violencia contra el suelo.
—Ya están… aquí —dijo Nadie, que se apoyaba sobre el
altar con brazos temblorosos.
Entonces Roto los percibió. Sintió al menos treinta
presencias cercanas, al otro lado de la pared. De alguna forma
su cerebro había adquirido una habilidad increíble con la que

podía detectar a distancia, incluso a través de la roca, a otros


seres vivos. No solo sabía que estaban ahí sino que percibía el
odio profundo de aquellos hombres, la determinación que
tenían por encontrarlos y acabar con Roto y Nadie. No tenía
duda de que eran los hombres de la hermandad.
—Ahora eres nuestra única esperanza, chico—jadeó
Nadie. Su piel había adquirido un tono blanquecino, casi
plateado, y la sangre azul manaba con fuerza por su boca.
Tienes que… huir.
—No podré. Bloquean el pasillo por el que llegamos y hay
otros muchos, tras ese muro —dijo Roto, señalando una de las
paredes de la gran sala.
—Tu percepción es… mejor que la mía. Entonces sólo hay
una salida, luchar —dijo Nadie.
—Espera ¿Qué tengo que hacer? No puedo enfrentarme a
ellos.
—Puedes enfrentarte a cosas peores —. Nadie esbozó una
sonrisa cansada—Aunque a su debido tiempo. Cumplirás mi
última visión.
—Pero…
Una detonación brutal interrumpió la réplica de Roto. La
pared se vino abajo y un grupo de hombres vestidos con
gabardina irrumpió en la estancia abovedada a través de la
abertura.
—Suerte, chico —dijo Nadie.
El pintor vagabundo le tendió su bastón al joven. Esta vez
el contacto con el bastón no le provocó una descarga de frío y
dolor a Roto, sino que sintió una fuerza inmensa en la madera
que no supo identificar. Nadie agarró a Roto y lo tiró sin
contemplaciones al pequeño pozo que había junto al altar.
Roto cayó boca arriba en el agua oscura pero no soltó el
bastón, le infundía seguridad. El joven contempló la escena
con asombro.
Los hombres de la hermandad se abalanzaron sobre Nadie
y le lanzaron una especie de red metálica. El pintor alzó las
manos al aire mostrando las palmas abiertas en un gesto de
rendición. Entonces Roto escuchó en su mente la voz de
Nadie, como si estuviera junto a él.
—Huye, sumérgete y sigue tu instinto. Este pozo
comunica con el río Fucha.
Roto quiso contestarle pero si hablaba delataría su
posición y no sabía comunicarse de aquella manera.
—Vamos… hazlo o morirás —insistió la voz de Nadie en su
cabeza.
Roto tomó aire y sumergió la cabeza en el pozo. Entonces
se giró y contempló bajo veinte centímetros de agua oscura lo

que sucedía. La visión no era nítida, pero Roto pudo ver como
un hombre con gabardina se adelantaba hasta quedar a
menos de un metro de Nadie. Entonces el pintor bajó los
brazos y unas sombras enormes surgieron a ambos lados de
Nadie. Roto percibió la duda y el miedo en los miembros de la
hermandad. Sintió los gritos, sintió una vibración en el aire y
supo que había sido provocada por veinte ballestas al
disparar. El cuerpo de Nadie recibió los impactos y se movió
como una marioneta descontrolada y cayó de rodillas. Las dos
sombras inmensas se mantenían a ambos lados de Nadie. Roto
estaba indeciso. Percibía, con sus asombrosas nuevas
habilidades, que la energía vital de Nadie estaba al mínimo.
Tenía que ayudarle. Roto agarró con fuerza el bastón de
Nadie, su instinto le decía que podía utilizarlo contra los
hombres de la hermandad. Se disponía a salir del agua cuando
un grito mudo le perforó el cerebro.
—¡Márchate! —. Era la voz de Nadie.
Roto se hundió un metro más en el agua y entonces fue
consciente de que llevaba más de un minuto sin respirar y
supo con toda certeza que ni siquiera necesitaba hacerlo.
También se dio cuenta de que podía ver bajo el agua turbia y
oscura. El corazón de Nadie había obrado un cambio
milagroso en él. Entonces la energía de Nadie aumentó de
manera abrupta. En pocos segundos el pintor vagabundo
recuperó su energía que siguió creciendo de forma
exponencial. Roto vio como Nadie se erguía y se iluminaba
con luz propia lo que provocó los gritos de los hombres de la
hermandad. Más virotes de ballesta impactaron en el cuerpo
de Nadie, pero esta vez ni se inmutó. El brillo se hizo tan

intenso que Roto, a un metro bajo el agua turbia, tuvo que


cerrar los ojos para no quedar cegado. La energía contenida
en nadie se hizo inmensa, a Roto le dolía la cabeza sólo de
percibirla.
Y entonces sucedió.
Nadie gritó y su cuerpo se incendió. Su figura flamígera
creció varios metros, hasta convertirse en un coloso en
llamas. Entonces Nadie, el pintor vagabundo, explotó de
forma violenta arrasando todo a su alrededor. Las paredes y el
techo se derrumbaron, y se produjo un pequeño maremoto
que azotó las aguas del pozo. Roto se vio impulsado hacia el
fondo y estuvo a punto de perder el bastón al golpearse la
espalda contra el suelo rocoso. La entrada al pozo quedó
cegada por toneladas de escombros y Roto se sumió en la
oscuridad. Pasaron unos segundos antes de comprender lo
que había sucedido. No detectaba la energía de los hombres
de la hermandad ni tampoco la de Nadie. Todos habían

muerto en la explosión. Estaba solo.


Roto lloró en silencio y sus lágrimas se mezclaron con las
aguas sucias del pozo.
Nadie había dado su corazón y su vida por él.
Capítulo 9

Roto vivió un momento angustioso bajo el agua, en la más


absoluta oscuridad. No necesitaba respirar como antes, pero
notaba una presión en la cabeza y en el pecho que se iba
incrementando con el tiempo. Sabía que no podía permanecer
bajo el agua de forma indefinida o acabaría ahogándose. A la
desorientación y la angustia se unían la pena por la muerte de
Nadie, pero por encima de todo estaba la perplejidad ante lo
que le había sucedido en las últimas horas. Roto tenía un
nuevo corazón latiendo con fuerza en su pecho, un corazón
azul que se había fundido con el suyo propio, un corazón que
había pertenecido a Nadie. También tenía el bastón del pintor
vagabundo, un objeto que parecía tener vida propia y que
Roto aferraba con fuerza, pues irradiaba un calor
reconfortante.
El joven era muy consciente del cambio radical que había
sufrido gracias a su nuevo órgano. No solo podía aguantar sin
respirar de forma prodigiosa, sino que era capaz de sentir la
presencia y la energía vital de otras personas. Además sus
músculos y huesos habían cambiado de alguna forma, se
sentía más fuerte, ágil y resistente. Lo comprobó en cuanto
dio unas cuantas brazadas bajo el agua. Se impulsaba con una
facilidad pasmosa, como si en vez de líquido estuviera
atravesando un aire muy ligero. Además no se sentía cansado,
una energía inagotable corría por sus venas y le aportaba un
vigor que jamás había experimentado, ni cuando era un joven
y sano futbolista. Mientras braceaba en las oscuras aguas Roto
pensó en las palabras de Nadie.
“He tenido una visión. Para salvar el mundo hace falta un
gran sacrificio, la muerte de un inocente” había dicho el
pintor vagabundo, instantes antes de asestarle una puñalada
en el corazón. Roto había supuesto que él era el inocente que
iba a ser sacrificado, pero en lugar de eso Nadie le había
entregado su propio corazón para después inmolarse y acabar
con los hombres de la hermandad. Nadie se había sacrificado
a sí mismo, pero Roto no creía que fuera un ser inocente. El
pintor vagabundo también había dicho algo acerca de un
hombre sin pierna que debía sustituir a un cojo con el espíritu
de lobo. Aquello no tenía ningún sentido, pero no lograba

apartar aquel pensamiento de su cabeza.


Una sensación que nunca había experimentado alertó a
Roto de un peligro. El joven paró su avance y estiró la mano
lentamente hasta que tocó una dura pared de roca. Algo le
había advertido de que no podía seguir avanzando en aquella
dirección, de haberlo hecho se hubiera golpeado con fuerza
en la cabeza. Su corazón latió con fuerza y, de pronto, su
mente se expandió y Roto fue capaz de representar en su
interior una especie de mapa tridimensional del acuífero
subterráneo en el que se encontraba. No lo veía al completo,
sólo aquellas zonas que se encontraban más próximas. Su
recién descubierta habilidad fue de mucha ayuda para evitar
golpes y facilitar su avance. Pero no sabía a dónde se dirigía ni
si encontraría una salida en su ruta.
En ese instante le llegó a la mente la imagen de una
pistola gastada y escuchó una frase en su cabeza sin sentido.
“Hijueputa. Al suelo o te reviento”. La voz le resultaba
familiar y tenía un fuerte acento costeño. Roto desechó esos
pensamientos y se concentró en salir del pozo subterráneo.
Tras varios minutos buceando llegó a un punto en el que
el acuífero se dividía en dos ramales. Iba a decidirse por el
camino de la derecha cuando distinguió una presencia por el
otro ramal que identificó como una energía vital leve. Roto
cambió de dirección y enfiló hacia aquella presencia, que se
iba haciendo cada vez más intensa y a la vez dispersa. En esta
ocasión, la energía que percibía no era como la de los
hombres de la hermandad ni tampoco como la de Nadie.
Algo se acercó a él rápidamente y pasó rozándole un
brazo. Entonces supo de dónde provenía aquella energía. Eran
peces que nadaban por las turbias aguas del lugar. Poco
después la oscuridad perdió intensidad y Roto percibió que la
salida estaba próxima. No se equivocó. Ascendió unos metros
y su cabeza surgió de entre las aguas. Era de noche pero Roto
reconoció el lugar. Estaba en el río Fucha, tal y como le había
advertido Nadie.
Roto nadó en dirección a la rivera aferrando el bastón de
Nadie. Una grieta se abrió en el cielo nublado y permitió que
la luna asomase su rostro. Al contemplarla Roto se quedó
impresionado. Era capaz de ver los cráteres y las formas de la
luna con una nitidez que no habría creído posible, como si
estuviera observándola a través de un potente telescopio. Al
mirar hacia los edificios vecinos le sucedió lo mismo, era
capaz de enfocarlo todo con un nivel de detalle extremo,
como si la realidad se hubiera multiplicado por mil. Su vista
se adaptaba rápidamente a la distancia a la que mirase,

permitiéndole distinguir el mundo con una calidad


inverosímil.
Alcanzó la orilla con potentes brazadas y salió del agua.
Estaba empapado y la temperatura del ambiente era fresca,
pero Roto no sentía frío sino una agradable sensación de
calidez, que emanaba del bastón de Nadie. Al pensar en calor
la piel de su cuerpo se caldeó y la ropa mojada comenzó a
secarse. Roto no sabía si lo había hecho conscientemente,
pero el calor cesó cuando pensó en el agua fría del río Fucha.
El joven se sujetó el bastón al cinturón y se dirigió hacia
la carretera próxima con una sonrisa en el rostro. Descubrió
que era la calle 8 Sur. Conocía el lugar. Para llegar a San José
de Bavaria, dónde residía Valentina, tenía que tomar el

alimentador 15-2, luego tomar la ruta L18 del transmilenio y


por último tomar el bus del SITP E60. Roto echó a correr con
la intención de tomar lo antes posible el transporte y se
quedó impresionado al ver de lo que era capaz. No había sido
su intención, simplemente movió las piernas y estas

comenzaron a moverse a una velocidad increíble. Iba más


rápido que un velocista de cien metros lisos y además no se
cansaba.
Roto recordó las capacidades inhumanas de Nadie, su
forma de escalar por los edificios, los increíbles saltos que
daba por las azoteas, su fuerza descomunal. Una alegría
infantil se apoderó de él unos instantes. Roto, un hombre
condenado por su corazón, prácticamente inválido a los
veinte años y con una sentencia de muerte pendiendo sobre
su cabeza, se había convertido en algo parecido a un

superhéroe. El corazón de Nadie había obrado el milagro, y la


funesta suerte de su amigo hizo que la alegría de Roto se
tornara en tristeza.
No podía dejarse vencer por las emociones. Nadie había
dado su vida por él por algún motivo relacionado con la
cercana destrucción de Bogotá. Tenía que averiguar su papel
en todo aquello y dejarse la vida por cumplirlo. Era la mejor
forma de homenajear la memoria del pintor difunto. Lo haría.
Salvaría Bogotá de la tragedia, salvaría a Valentina y se
convertiría en un auténtico héroe. Mientras corría a toda
velocidad se sintió tan feliz como no lo había hecho en años.
Por primera vez en toda su vida sabía que tenía un destino
que cumplir.
Alcanzó la parada del autobús mucho antes de que este
llegara. Era noche cerrada, las nubes cubrían el cielo y apenas
había luz en las calles. En vez de coger el vehículo decidió
seguir corriendo. A esa velocidad recorrería antes los más de
veinte kilómetros que lo separaban de casa de Valentina. Su
intención era advertirla, sacarla de la ciudad junto a su
familia y después enfrentarse a la situación. No sabía cómo
hacerlo ni a quién acudir. Desconocía los planes de la
hermandad o dónde se ocultaban, pero un increíble
optimismo se había adueñado de él y tenía una confianza
ciega en que lograría su objetivo.
Atravesó la ciudad como un rayo en medio de la noche,
cogiendo aquellas calles que estaban desiertas o poco
concurridas. La oscuridad y la hora tan tardía, debían ser las
cuatro de la mañana, facilitaron su cometido. Se cruzó con
varias personas y todas se lo quedaron mirando sorprendidas
por su velocidad. Algún joven sacó el móvil y grabó su alocada
carrera, pero a Roto no le importó. Dudaba que a esa
velocidad y en plena noche le pudieran reconocer. Además,
dentro de poco tiempo a nadie le importaría. Bogota iba a
arder.
Al llegar a casa de Valentina se paró junto al alto muro
que protegía la vivienda. Dio la vuelta a la casa y percibió las
presencias que la poblaban. Valentina dormía en su
habitación, sola. Sus hermanos pequeños estaban en la
habitación contigua y sus padres en otra, todos en la segunda
planta de la gran casa. Había varios miembros del servicio en
la planta inferior y dos guardias de seguridad en la puerta de
entrada.
Roto decidió esperar a que amaneciera. No quería asustar
más de lo debido a Valentina. Se dedicó a planear cómo le
diría lo que iba a suceder, cómo hacer que Valentina no lo
tomara por un loco y llamara a la policía. Al final llegó a la
conclusión de que si le mostraba sus habilidades ella le
creería. Trató de reprimir el orgullo y la felicidad que sentía.
Valentina lo vería como un súper hombre, todo lo contrario a
lo que se había convertido por su maltrecho corazón, y
volvería a amarlo.
Poco después del amanecer Roto percibió que Valentina
se despertaba y se levantaba de la cama. Había llegado el

momento. El muro de la propiedad medía unos tres metros de


altura y estaba coronado por una alambrada metálica
electrificada. Roto dio un salto que lo dejó a apenas unos
centímetros de la parte metálica. Sus manos se aferraban con
facilidad a la piedra, aunque apenas había asideros a los que
sujetarse. Roto tocó la valla electrificada y sintió que la
corriente lo atravesaba sin dañarlo, era un simple cosquilleo.
Sonrió, sujeto con las piernas a la parte superior del muro,
rompió la alambrada de metal con la fuerza bruta de sus
manos. Se dejó caer desde arriba al otro lado del muro y
avanzó con sigilo por el gran jardín.
Entonces percibió dos presencias humanas, cada una se
acercaba por una parte de la casa, rodeándolo. Debían de ser
los guardias de seguridad. Probablemente habría una alarma
insonora que le había delatado y alertado a los guardias.
Estaban tan cerca que si trataba de escalar la pared de la casa
lo verían, así que esperó a que llegaran.
Sus temores se vieron confirmados. Se trataba de los
guardias de seguridad que le habían dado una paliza hacía
poco tiempo, cuando trató de advertir a Valentina del peligro
que corría. Uno de los hombres llevaba una porra extensible y
el otro una pistola. Roto llevaba el bastón de Nadie prendido
al cinturón, pero no lo cogió sino que alzó los brazos

lentamente.
—Al suelo —gritó el de la pistola con fuerte acento
costeño.
—No les quiero hacer daño. Sólo he venido a hablar con
Valentina.
—Es el pelao loco que vino a joder el otro día.
—Hijueputa —dijo el de la pistola—. Al suelo o te reviento.
Roto tragó saliva. No por miedo, sino porque había oído
esa misma frase hacía unas horas. La pistola que llevaba el
guardia de seguridad era la que había visto en su cabeza.
—Ya vas a ver, maricón.
El guardia alzo la porra y trató de golpear a Roto, que se
hizo a un lado y esquivó el golpe con facilidad. Roto tuvo la
impresión de que el hombre se movía a cámara lenta. Sin
apenas esfuerzo sujeto la mano de su oponente y apretó. El
guardia gritó y dejó caer la porra.
—Te voy a llenar de plomo, careverga —dijo el costeño.
El hombre apuntó con el arma pero antes de que pudiese
disparar Roto lo embistió y lo lanzó contra el muro que
rodeaba la propiedad. De nuevo lo hizo sin esfuerzo como si
moverse a la velocidad del rayo y lanzar a un tipo de más de
cien kilos a tres metros de distancia fuera un juego de niños.
Ni siquiera tuvo que usar el bastón de Nadie. Se sentía
invencible, podría hacer frente a cualquier reto y evitar la
amenaza de los hombres de la hermandad. Acabaría con ellos,
salvaría la ciudad y vengaría a Nadie.
Roto sintió la presencia de Valentina muy cerca. Alzó la
vista y la vio en la ventana del segundo piso. La joven había
sido testigo del incidente de Roto con los guardias y lo miraba
asombrada. Los ojos de la chica reflejaban reconocimiento.
Roto sonrío y el corazón se le llenó de júbilo.
De pronto una luz intensa surcó el cielo y se produjo una
tremenda explosión en la distancia. Roto miró hacia arriba y
contempló con horror como una lluvia de bolas de fuego se
precipitaba sobre la ciudad.
—¡Hijueputa vida! —dijo un guardia y echó a correr por el
jardín.
A pesar de que Roto sabía que aquello iba a suceder no
pudo dejar de asombrarse. Los meteoritos se estrellaban
contra los edificios y los derribaban como si fueran castillos
de naipes. Las explosiones destellaban por todas partes.

Columnas de humo se alzaban sobre la urbe y teñían de negro


el cielo matinal. La visión de Nadie se había cumplido y lo
había hecho mucho antes de lo que Roto había temido.
Una bola de fuego cayó en el jardín sobre el guardia de
seguridad que había huido, aplastándolo. El estruendo fue tan
grande que los dejó momentáneamente sordos y el impacto
provocó un gran cráter ennegrecido sobre la tierra. Roto
sintió una energía vital muy potente proveniente de aquel
lugar. Una cabeza emergió del cráter recién formado. No era
el guardia de seguridad aplastado sino un hombre moreno y
de ojos azules cuyos rasgos recordaban vagamente a los de

Selene cuando era niña. El hombre iba completamente


desnudo. Sus proporciones y facciones eran perfectas, se
trataba del hombre más hermoso que había contemplado
nunca. Roto miró hacia la tormenta ígnea que asolaba la
ciudad con sus ojos mejorados y supo de antemano lo que iba
a contemplar.
Las bolas de fuego no eran meteoritos, sino aquellos
hombres de proporciones perfectas que caían envueltos en
llamas desde los cielos. Solo que no eran hombres.
El ser salió del agujero de un salto que alcanzó varios
metros de altura. Dos impresionantes alas de un blanco
plateado, como las de un gran águila, salieron de su espalda.
Una espada de fuego apareció de la nada en sus manos.
Roto supo que todo su poder recién adquirido no valdría
de nada. No contra un ángel. Contra un ángel exterminador.
Capítulo 10

El ángel se posó en el suelo y se acercó con caminar pausado y


rostro sereno. Blandía una espada de fuego en su mano
diestra que refulgía como un sol diminuto. Roto se tapó los
ojos con la mano para no quedar deslumbrado.
—¡Fher! —gritó Valentina, que había salido de la casa y se
dirigía hacia él, portando en sus manos un osito de peluche.
Roto lo reconoció al instante, él se lo había regalado cuando
ella cumplió trece años. Pese a la situación en la que se
hallaban, saber que Valentina conservaba su regalo emocionó
a Roto. El joven sintió que su antigua novia lo seguía amando,
que había mantenido su amor por él pese al tiempo y la
distancia. Y le había llamado Fher, su verdadero nombre, un
nombre que no había escuchado en años.
La joven se quedó quieta y con la boca abierta. No debía
de haber visto al ángel hasta aquel momento y lo

contemplaba extasiada. Quizá creía que aquel ser celestial


había venido a salvarlos de la amenaza de los meteoritos, pero
Roto sabía que no era así. Los ángeles eran el auténtico
peligro, aquellos que harían que Bogotá y el mundo ardieran.
La amenaza desencadenada por la hermandad.
Roto no sabía explicar su certeza, más allá de haber
contemplado el cuadro de Nadie, pero notaba una energía
destructora y disonante en el poderoso ser que se acercaba
hacia ellos con la espada en alto. Aquel no era un ángel
bondadoso y benefactor, sino un ángel destructor. La muerte
alada.
Roto corrió hasta donde se encontraba Valentina y le
agarró por el brazo, pero la joven no reaccionó.
—Tenemos que irnos huir —le dijo—. Estamos en peligro.
—Pero Fher, es un… ángel —dijo ella, fascinada.
El ser se acercaba con calma pero Roto no tenía duda de
sus intenciones. El joven se situó delante de Valentina, la
protegería a toda costa aunque fuese su última acción en este
mundo. El ser alado parecía indiferente ante la admiración de
Valentina y el miedo de Roto, avanzaba sin más como quien
diera un tranquilo paseo por el campo, abstraído en sus
pensamientos. Algo cambió de pronto dentro de Roto. Pensó
que había sido un estúpido que se había equivocado y que
aquel ser increíblemente hermoso, perfecto, no podría
hacerles daño, no estaba en su naturaleza.
El ángel se detuvo a un metro, alzó su espada de fuego y
lanzó un golpe lateral sobre ellos. Roto sintió un vibración en
la cintura e instantáneamente se llevó la mano al cinturón.
Cogió el bastón de Nadie, que estaba muy caliente, y lo
interpuso en el camino de la espada de fuego a una velocidad
increíble. El choque fue brutal, como si dos trenes hubieran
colisionado de frente. Valentina gritó y Roto sintió un dolor
terrible que se extendía por el brazo y le traspasaba el
cerebro, pero el bastón de Nadie había logrado parar el golpe.
El ángel exterminador estaba tan sorprendido como Roto.
El asombro de ambos aumentó cuando el bastón se convirtió
de repente en una espada de fuego idéntica a la que esgrimía

el ángel, aunque las llamas que brotaban del arma de Roto


eran azuladas como las de un horno de gas.
El ángel volvió a cargar con un ataque frontal y Roto
logró pararlo a duras penas. No sabía esgrima, actuaba por
instinto y era consciente de que seguía vivo gracias a la
increíble fuerza y velocidad que había adquirido tras recibir
el corazón de Nadie. Hacía unos minutos había neutralizado a
los guardias de seguridad con total facilidad, como si fueran
bebés recién nacidos. Al enfrentarse ahora al ángel era
consciente de su inferioridad, ahora era él el niño pequeño
luchando contra un gigante que además sabía manejar su
arma con destreza.
Roto apartó a Valentina a un lado y se preparó para
defenderse. Su oponente lanzó dos golpes rapidísimos que el
joven apenas intuyó, pero consiguió que la espada de fuego
sólo le rozara el pelo. La melena del joven comenzó a arder y
el olor a chamuscado se hizo patente. Roto se concentró y
logró que sus cabellos se apagasen, pero eso estuvo a punto de
costarle la vida. El ángel exterminador ejecutó una serie de
ataques encadenados que acorralaron a Roto contra el muro
exterior de la mansión, el mismo que había escalado hacía
poco tiempo.
El ángel combatía con una calma estremecedora, sin
pasión ni rabia. Roto aguantó dos embestidas más pero la
tercera sobrepasó sus defensas y la espada de fuego le mordió
la cara, provocándole un terrible dolor. Pero la herida apenas
sangró, el fuego del arma la había cauterizado casi al instante.
Roto se tocó la quemadura, venció el dolor e intentó un
ataque desesperado. El ángel lo esquivó con facilidad y lanzó
una patada que impactó contra el pecho de Roto y le quebró
varias costillas. El joven salió despedido contra el grueso
muro del jardín. La pared tembló y se derrumbó sobre Roto
cubriéndolo de escombros.
La espada de Nadie se le escapó de las manos. Antes de
perder el conocimiento Roto vio como el ángel se dirigía con
paso tranquilo hacia Valentina, que estaba hecha un ovillo en
el suelo, aterrada.

Roto sintió una fuerza reconfortante junto a él, en la


oscuridad, y estiró su mano. Palpó un objeto cálido y suave y
se aferró a él con fuerza. Por su mente cruzaron cientos de
imágenes, miles de pensamientos desordenados que
comenzaron a formar un tapiz y a converger en una historia
coherente. Roto se concentró y contempló a través de su
mente una escena de la vida de otra persona, vivida hacia
miles de años. La vida de Nadie.
El pintor vagabundo parecía mucho más joven y también
más apuesto. Vestía una túnica plateada y dos grandes alas
blancas surgían de su espalda. Había otros veinte ángeles con
él y Roto reconoció una cara, la de una mujer pequeña y
pelirroja que hablaba con vehemencia.
—No hay tiempo para discusiones. Es ahora o nunca —dijo
la mujer alada.
—Lo que nos pides es demasiado —dijo un hombre de pelo
corto y barba hirsuta—. No tenemos pruebas de que el
Antiguo vaya a hacerlo.
—¿Eres un ingenuo o un cobarde, Aikans?—dijo la mujer.
Su pequeño tamaño contrastaba con la inmensa fuerza que
irradiaba. Era poder en estado puro—. El Antiguo nos dio la
orden a todos los comandantes, yo soy la encargada de llevar
a cabo sus planes ¿Dudas de mi palabra?
Aikans bajó la cabeza.
—Sé que dices la verdad —intervino Nadie. Roto sintió
que sus propios labios se movían y masticaban la grava y el
cemento de la pared derruida mientras vocalizaba las
palabras de su mente—. Pero eso no nos da ninguna
posibilidad de negarnos a cumplir las órdenes del Antiguo. No
podemos hacer nada por ellos. Están condenados.
—Te equivocas, Nadiel. Sí que podemos hacer algo.
Podemos luchar y podemos morir. Es muy probable que lo
hagamos, pero es preferible salir derrotado y perder la vida
que no hacer nada y arrepentirnos toda la eternidad —dijo la
mujer pelirroja.
—El Antiguo es todo poderoso, omnisciente. Si ha
decidido condenarlos a la extinción tendrá sus razones
¿Quiénes somos para dudar del Creador? —razonó Nadiel.
—Mirad en vuestros corazones ¿Creéis que ellos merecen
morir? ¿Crees que deben ser exterminados? ¿Por qué? Los
humanos no eligieron ser como son; rastreros, dañinos,
envidiosos y destructivos. Pero tú has vivido mucho tiempo
entre ellos, Nadiel, sabes que también pueden ser nobles,
amables, altruistas y generosos. Tienen ideales igual que
nosotros. Y fueron creados por el Antiguo. Si alguien se
equivocó fue él, no ellos. ¿Quién nos dice que los siguientes en
caer en desgracia no seremos nosotros? Démosle una
oportunidad a los humanos, hermanos míos. Que sean ellos
quienes sellen su perdición si ese es su destino —dijo la
pelirroja.
Roto podía leer la duda en el rostro de los presentes y
sentirla en su propio corazón. Nadiel había vivido siglos entre
los hombres primitivos, había visto crecer y morir imperios;
Asirios, Egipcios, Hititas, Fenicios, Griegos y muchos otros.
Había sufrido con sus guerras, con su crueldad y su capacidad
para la venganza y la muerte. Parte de él pensaba que no
merecían la vida, que el Antiguo tenía razón y que debían
desaparecer de la tierra por el bien de la propia vida. Pero
entonces recordó una escena sucedida durante el asedio y
destrucción de una ciudad Ibera, Sagunto. Nadiel estaba allí
como observador. Un oficial cartaginés llamado Adon, uno de
los asaltantes, entró en una casa en llamas y encontró a una
madre dando a luz a un bebé. Tras un momento de duda,
Adon no mató a la mujer y al bebé, sino que los protegió de
los soldados cartagineses. Un grupo de mercenarios ebrios y
descontrolados descubrieron a Adon y lo asesinaron tras
negarse a entregarles la mujer. Se disponían a violarla y a
matar el bebé cuando el propio Aníbal llegó al lugar. El líder
cartaginés paró la masacre y ordenó enterrar con honores
Adon. Nadiel había leído la mente de Adon durante todo el
suceso. El hombre tenía tres hijos y no quería morir, pero
sabía que si no trataba de salvar a aquella mujer y a su bebé se
arrepentiría toda la vida, y no podría volver a mirar a sus
propios hijos a la cara con orgullo. Adon sabía que iba a
morir, que no volvería a ver a sus hijos, y aún así luchó por lo
que era justo. Nadiel podía haber intervenido y salvar a Adon,
pero no lo hizo. El Antiguo prohibía a los ángeles inmiscuirse
en los asuntos humanos, sólo eran observadores.
Nadiel se arrepentía profundamente de no haber ayudado
a Adon, la vergüenza le pesaba como una coraza de piedra. No
volvería a suceder. Nadiel dio un paso al frente y alzó su
espada, que emitía un brillo azulado.
—Estoy contigo, Lucifer —dijo Nadiel, situándose junto a
la mujer pelirroja.
Roto sintió entonces el poder pleno del ángel corriendo
por sus venas, latiendo desde su corazón y acabando en la
punta de la espada que aún aferraba. La visión se esfumó de
su mente en el mismo instante en el que los ángeles se unían a

la líder de la revuelta contra el Antiguo. Contra Dios. Una


revuelta que salvó a los humanos de la destrucción.
Roto rugió y emergió bajo el montón de escombros con la
espada en alto, la ira inundando su ser. Toda la visión debía
haber transcurrido en menos de un segundo, pues el ángel
exterminador aún estaba a varios metros de Valentina.
El ángel se dio la vuelta y se encaró con Roto. Esta vez su
semblante impertérrito dejó transmitir una breve emoción.
Extrañeza. El ángel embistió pero esta vez Roto ejecutó una
parada perfecta seguido de un veloz contraataque, con el que
hirió al ángel en el hombro. De alguna forma la habilidad y los
conocimientos de Nadie con la espada habían pasado a Roto,
que sentía la pasión de la lucha. El ángel no se arredró pese a
la herida, realizó ataques muy rápidos y variados, pero todos
tuvieron su respuesta. Roto se sentía cómodo, quería alejar el
peligro de Valentina, que se había recuperado y contemplaba
la pelea con los ojos abiertos, apoyada en la pared de la casa.
El ángel realizó un ataque arriesgado, consciente de que
no le valdría cualquier cosa y Roto detectó el error. Desvió la
espada de su oponente y enterró la suya propia en el pecho de
su rival, del que salió un chorro de sangre azul. El ángel gimió

y lo miró con cara de asombro. Roto sintió el peso muerto del


ángel sobre su propia espada y la retiró para liberarla. El
ángel cayó de rodillas y alzó una mano al cielo. Después se
desplomó en medio de un charco azulado.
Roto se perdió entre una mezcla de alivió y de pena
infinita. No sabía si el sentimiento era suyo o si provenía de la
esencia de Nadie, pero no tenía tiempo para averiguarlo. El
joven se giró hacia Valentina, que le sonreía pese a la terrible
situación. Por toda la ciudad los falsos meteoritos seguían
cayendo con violencia. Cada uno de ellos llevaba en sus
entrañas a un ángel exterminador.
Tenían todas las de perder, y aún así Roto sintió que su
corazón se henchía de alegría. Dio un paso hacia ella y
entonces la pared de la casa estalló a pocos metros de
Valentina. Un ángel enorme, de más de dos metros de altura y
largo cabello blanco, apareció entre la nube de polvo.
El coloso alado alzó la espada de fuego y la descargó sobre
la indefensa Valentina, destrozándola. El osito de peluche
cayó al suelo, empapado de la sangre de su dueña.
Roto no pudo hacer nada más que contemplar como
moría el amor de su vida.
Capítulo 11

El enorme ángel contempló el cuerpo sin vida de su


compañero alado y miró a Roto con interés.
—¿Lo has matado tú, niñito? —preguntó con una voz
profunda y varonil.
—Y haré lo mismo contigo —contestó Roto, furioso.
Acababa de presenciar como aquel ángel bestial asesinaba
a Valentina, la mujer a la que amaba. Roto sentía el poder de
Nadiel, pues ese era el auténtico nombre angelical de Nadie,
corriendo por sus venas. Se creía invencible y haría que aquel
ser, por poderoso que fuera, pagara por el crimen que había
cometido.
El ángel rio con fuerza.
—No sé cómo lo has hecho, pero no te hagas ilusiones,
chico. Ese era un simple soldado sin rango —dijo con
desprecio—. Yo soy Anakias, adalid de las huestes del Antiguo,
señor del primer eslabón, azote de mis enemigos, y tú eres un
simple humano. Vas a morir y tu alma se perderá en la nada.
Anakias hundió su espada en la tierra, que prendió
alrededor del arma y se ennegreció. El ángel se enfrentó a
Roto con las manos desnudas y una sonrisa confiada en el
rostro. Roto no se lo pensó y atacó con furia. Pese a su
corpulencia, Anakias se movió tan rápido que a Roto le costó
seguirlo incluso con la visión mejorada. Roto, con mayor
alcance gracias a su espada, trataba de alcanzar a su rival,
pero este fintaba y esquivaba los golpes como un rayo. Parecía
que Anakias le leyera la mente para anticiparse a todos sus
movimientos.
—¿Eso es todo lo que sabes hacer, chico? —dijo el ángel
con desprecio—. Vas a morir y tu alma se perderá en la nada
—repitió.
Roto lanzó un tajo salvaje que no encontró su objetivo.
Anakias pasó rozando la espada de su rival y el puño del ángel
se estrelló contra el estómago de Roto, que salió despedido

por los aires y cayó al suelo varios metros más allá. Roto
apenas podía respirar, sentía como si se hubiera quebrado por
dentro. Antes de que pudiera levantarse una sombra alada
descendió sobre Roto, que rodó hacia un lado guiado por el
instinto. Un pie desnudo se hundió en la tierra medio metro,
justo en el lugar en el que, milésimas de segundo antes, se
hallaba la cabeza de Roto.
El joven aguantó el dolor y apeló a toda su energía. Se
levantó y lanzó un rapidísimo tajo lateral dirigido a la cintura
de su oponente. Anakias esquivó el ataque con elegancia y

contraatacó con un barrido que golpeó a Roto en los tobillos y


lo hizo caer de bruces. La espada de Nadiel se le escurrió a
Roto de las manos. El joven esperó el golpe definitivo pero
este no llegó. El ángel lo observaba con interés a unos dos
metros de su posición.
—Antes de matarte quiero saber de dónde has sacado esa
espada —dijo Anakias—. Eres un mestizo, ¿verdad? Uno de
mis congéneres tuvo el atrevimiento de yacer con una
humana y ella parió un engendro como tú.
“Deja tu mente en blanco, actúa” susurró una voz dentro
de la cabeza de Roto. El joven obedeció y se dejo llevar por su

instinto. Estiró la mano, agarró la espada y a la vez dio un


salto hacia delante con el arma al frente. El movimiento cogió
por sorpresa a Anakias, que se echó hacia un lado demasiado
tarde. La espada de Roto le alcanzó el hombro y le hizo una
herida superficial, pero fue suficiente para que el ángel
arrugara el gesto.
—Has logrado ocultar tus pensamientos y eres más rápido
de lo que suponía, pero no te servirá de nada, chico —.

Anakias cogió su espada y traspasó a Roto con la mirada—.


Vas a morir y tu alma se perderá en la nada —. Era la tercera
vez que pronunciaba aquella misma frase.
La pelea continuó de forma desigual. Roto había
aprendido a cerrar su mente, a seguir el instinto de lucha
heredado de Nadie, pero el ángel exterminador era un
consumado guerrero, y ahora que Anakias blandía su espada
la diferencia entre ambos era más que evidente. Roto se
defendía con bravura pero la situación era insostenible. Por
dos veces la espada de fuego de su rival le mordió la carne,
produciéndole una oleada de dolor. Pero en ambas ocasiones
las heridas cicatrizaron a los pocos segundos y dejaron de
sangrar.
—Vaya, vaya —dijo Anakias—. No llevas la sangre de
cualquiera, chico. Quizá tu madre fuera Lucifer, o tu padre
Epimeteus. No, no creo. Esa espada me recuerda a alguien.
Nadiel, ese estúpido traidor.
Roto aprovechó la pequeña tregua para arremeter con
violencia. Buscaba sorprender a su rival, pero Anakias paró
todos sus golpes y le exigió en cada contraataque.
—Así que estoy en lo cierto —siguió Anakias—. Portas la
espada de un perdedor, de un cobarde que se escudaba en una
supuesta moral superior.
La rabia se apoderó de Roto y su corazón latió con tanta
fuerza que le golpeó el interior de las costillas. El joven sintió
que su energía aumentaba, se hacía más rápido y más fuerte.
Lanzó una serie de ataques increíblemente ejecutados contra
su rival, que reculó y torció el gesto, sorprendido. Roto lanzó

una estocada certera y supo que Anakias no podría pararla ni


esquivarla. Y no lo hizo. Para frustración de Roto, el ángel se
impulsó con sus alas majestuosas, se elevó varios metros
sobre el suelo y quedó fuera del alcance de su oponente.
—Te felicito chico. Llevo milenios sin usar a mis pequeñas
en combate —dijo Anakias desde el aire.
El ángel exterminador comenzó a batir sus alas con
potencia. Un pequeño huracán se desató a su alrededor. Roto
sintió la tremenda energía y luchó por mantenerse erguido.
Entonces Anakias se lanzó en picado sobre su presa. Roto
logró esquivar los golpes con una velocidad incluso superior a
la de su rival pero el ángel usó una de sus grandes alas y lo
derribó con ella. Anakias se le echó encima y descargó un
golpe bajo con su imponente arma. Roto se echó a un lado,
pero fue demasiado tarde. La hoja de fuego impactó por
debajo de la rodilla de Roto y le cercenó la pierna.
—Ya no podrás esquivarme más —dijo el ángel.
El joven gritó cuando una oleada de dolor le recorrió el
cuerpo desde la pierna hasta el cerebro. Un chorro de sangre
azulada brotó de la herida, pero está quedó cerrada casi al
instante. El cuerpo de Roto tenía la capacidad de sanarse casi
al instante, pero había perdido una pierna y supo que la

energía de Nadiel no iba a hacer que la recuperara. El corazón


de Roto latía desbocado, sabía que su fin estaba cerca. Anakias

sonrió complacido y se acercó a él con paso tranquilo.


—Vas a morir y tu alma se perderá en la nada —repitió el
ángel.
Roto sintió una punzada en el pecho, un dolor que ya
conocía, el de un infarto. Su maltrecho corazón, incluso
después de fundirse con el de Nadiel, no aguantaba más. Trató
de resistir, se aferró a la espada de Nadiel como si le fuera la

vida en ello. Una chispa de lucidez le hizo sonreír. Si Anakias


no se daba prisa, moriría de un ataque al corazón. La visión se
le enturbio. La amenazadora sombra de Anakias se hizo más
grande. Un punzada de dolor helado en el pecho le hizo
gemir. Otra más fuerte aún, encogerse. Roto cerró los ojos. El
dolor se extendió por el tórax, un frío infinito se abrió paso
por la carne y los huesos, como si alguien le estuviese
acuchillando la espalda desde el interior de su cuerpo.
Entonces notó que se elevaba del suelo y el sonido del
viento colmó sus oídos. Ascendía a gran velocidad, pero no
sabía cómo eso era posible. El dolor del pecho y la espalda
cesó de pronto. Roto se sintió arropado por un poder infinito,
como si su cuerpo hubiera recuperado toda la energía de
golpe. Abrió los ojos y se encontró flotando a cientos de
metros del suelo. A sus pies la ciudad de Bogotá ardía en un
incendio infinito. Unas enormes alas de hielo que partían de
su propia espalda lo sostenían casi con autonomía. Pero no

era así, el las controlaba a voluntad, formaban parte de Roto


al igual que sus manos y sus brazos. Una chispa de

comprensión brilló en su mente. No había sufrido un infarto,


sino que el poder del corazón de Nadiel, que latía en su pecho,
se había liberado con toda su fuerza. Roto vio como Anakias
ascendía por el aire en su búsqueda. De pronto una visión
acudió a su mente. Vio a Anakias muerto, la espada de Roto le
atravesaba el pecho y supo con total certeza que así sería.
Roto orientó sus alas de hielo, se lanzó en picado contra el
asesino de Valentina y gritó con furia.
—¡Vas a morir y tu alma se perderá en la nada!
Capítulo 12

Veinte años después del Apocalipsis.

Lililu observaba la entrada de la oscura cueva con temor. La


niña tenía once años, no había vivido la gran tormenta de
fuego que había asolado el mundo, pero había escuchado
cientos de historias al respecto. Mejor aún. Había visto el
interior de la cueva que habitaba el ermitaño, cuyas paredes
estaban cubiertas de increíbles pinturas sobre los días
antiguos, cuando se podía vivir sin miedo a los ángeles y a las
sombras. Las pintaba el propio ermitaño con una autenticidad
tal que parecían imágenes reales.
La chica vivía en Risco Seguro, uno de los refugios
secretos a los que los humanos se habían visto obligados a
huir. El lugar estaba en una cueva profunda, cerca de la del
ermitaño, y era lo más parecido a un hogar que Lililu había
conocido. No era gran cosa, decenas de pasadizos oscuros,
unas cuantas salas húmedas y frías y una gran oquedad en la
roca dónde malvivían y morían los casi quinientos miembros
del refugio. Así era la vida después de la llegada de los ángeles
destructores; furtiva, peligrosa y muy frágil.
Quizá ya haya salido, pensó Lililu y se masajeó las piernas
cansadas. La niña era una corredora, una de las mensajeras
que atravesaban los bosques y montañas entre los distantes
refugios humanos, llevando noticias y mensajes entre
comunidades, equipada únicamente con unos prismáticos
para poder estudiar el terreno. Correr por el monte era su
pasión, se le aceleraba el corazón por la excitación, y también
por el miedo a toparse con ángeles o sombras cada vez que le
encomendaban una misión.
Por eso le encantaba espiar al ermitaño, porque sentía
una descarga de adrenalina parecida a la que experimentaba
en sus carreras. Pero seguir al ermitaño podía resultar
peligroso. El hombre había herido de gravedad a varios
miembros del refugio que quisieron robarle sus escasas
pertenencias, sobre todo una cajita de madera que el
ermitaño llevaba siempre consigo. Su mayor tesoro. Algunos
aseguraban que contenía medicinas como antibióticos,
antisépticos e incluso morfina. Todo el mundo codiciaba
aquella caja, pero no habían logrado arrebatársela al
ermitaño loco.
Ya nadie se atrevía a acercarse a la desastrada cueva en la
que vivía, salvo Lililu. El hombre destilaba su propio alcohol y
casi siempre estaba borracho. Entonces hablaba de su vida
pasada y farfullaba incoherencias sobre el amor verdadero.
Otras veces se quedaba profundamente dormido con los ojos
en blanco y muy abiertos, en una especie de trance. Entonces
sus labios se movían pero no pronunciaba ni una palabra.
Después de esos instantes pintaba con furia.

Lililu se agachó cuando el ermitaño apareció cojeando en


la boca de la cueva. Tenía la pierna izquierda cercenada por
debajo de la rodilla y se apoyaba en una vieja muleta de
metal. Su rostro estaba tan sucio que apenas se podían ver sus
rasgos ni adivinar su edad. Su pelo formaba una cascada
enmarañada que le llegaba a la cintura, repleta de hojas,
ramas, tierra e insectos. Hiciese frío o calor siempre llevaba la
misma ropa, una sucia túnica gris que se caía a trozos,
confeccionada con la piel de algún animal indeterminado. El
ermitaño llevaba la caja de madera, que se guardó en algún
bolsillo oculto de su vestimenta.
El hombre atravesó la maleza y se dirigió hacia la ladera
boscosa. Según Don Sergio Andrés Serna, líder de la
comunidad y uno de los primeros habitantes del
asentamiento, el ermitaño hacía el mismo trayecto cada
amanecer desde hacía diecinueve años. Salía de la cueva, se
internaba en la montaña hasta la laguna, descendía por un
valle alargado, cruzaba las ruinas de un antiguo pueblo
abandonado y regresaba a casa.
Cada vez que el ermitaño salía de su cueva, Lililu se
dedicaba a seguirlo entre la maleza. No era tarea fácil. Pese a
ser cojo el hombre se movía con una agilidad y velocidad
sorprendente. Para la chica era un reto emocionante que casi
nunca lograba completar. A veces el ermitaño desaparecía
tras un árbol y no volvían a verlo. O echaba a correr con su
muleta entre la maleza y ella perdía su pista. Lililu estaba
segura de que el hombre sabía que lo seguían, pero nunca la
había amenazado ni le había dicho nada. Aún así lo temía.
En esta ocasión lo perdió de vista poco antes de llegar a la
laguna. El ermitaño iba unos veinte metros por delante
cuando se ocultó tras unas rocas y desapareció. La chica buscó
su rastro en el suelo de tierra y en las rocas, pero las huellas

del ermitaño desaparecían de pronto como si se lo hubiera


tragado la tierra.
Entonces Lililu escuchó gritos y el sonido de una pelea
junto a la orilla de la laguna. Se dirigió con cautela al lugar y
contempló, oculta entre la maleza, como un grupo de ángeles
acosaba a una mujer pelirroja y a un corpulento hombre
moreno. La mujer estaba embarazada y apenas se podía
mover. Estaba tirada en el suelo, gritando de dolor. Lililu se
arriesgó y sacó la cabeza un poco más para mejorar su ángulo
de visión y apuntó a la escena con sus prismáticos. Lo que

contempló la dejó horrorizada. La mujer estaba dando a luz


en ese preciso momento, mientras el hombre trataba de
protegerla desesperadamente del acoso de los ángeles.
Increíblemente el defensor estaba aguantando bien.
Manejaba una especie de maza negra muy larga y coronada
por una bola de metal, e intimidaba con ella a los ángeles que
se le acercaban con sus espadas de fuego. El hombre cojeaba

pero se movía mucho más rápido de lo que Lililu había visto


hacerlo a ningún ser humano. Un ángel trató de sorprenderlo
por la espalda. El hombre se giró a gran velocidad y estrelló
su arma contra el cuerpo del ángel que salió despedido y se

golpeó contra una roca.


La mujer pelirroja gritó y Lililu la enfocó con los
prismáticos. La niña contuvo un grito. La mujer estaba
pariendo. Lililu pudo ver una cabecita pelirroja escurriéndose
entre las piernas abiertas de la mujer y después su cuerpecito
completo. Era una niña.
El hombre miró hacia la mujer pelirroja y sonrió un
instante. Un ángel aprovechó el despiste y atravesó el pecho
del hombre con su espada flamígera. Aún así el defensor
siguió luchando y con un potente golpe machacó la cabeza de
su agresor. Otros dos alados más lo cercaron y clavaron sus

armas en el cuerpo del hombre moreno, que cayó de rodillas.


Se produjo un silencio inmenso, como si toda la selva
contuviera el aliento ante el drama que estaba aconteciendo.
En aquella quietud se pudo escuchar las palabras del hombre
moribundo.
—Lucy… yo… os quiero —dijo, un segundo antes de que un
ángel lo decapitara de un tajo.
Al escuchar aquel nombre Lililu se estremeció. Sabía
quién era ella, al igual que cualquier humano que aún se
mantuviera con vida. Lucy. Lucifer. La renegada. El ángel
caído que se había opuesto dos veces a Dios cuando el creador
intentó acabar con los hombres. La primera vez lo consiguió,
hacía milenios. La segunda vez las cosas fueron diferentes,
pero al menos Lucy había logrado que unos cuantos humanos
sobrevivieran al exterminio.
Los ángeles se echaron sobre la indefensa madre y su hijo.
Entonces ella dejó a un lado al bebé cubierto de sangre y una
sola ala surgió de la espalda de la mujer. Lucy saltó y logró
arrebatarle el arma a uno de sus rivales. Mató a otro pero tres
alados más se la echaron encima y lograron desarmarla.
Lucy trató de pelear pero fue en vano, estaba exhausta
por el parto. Dos ángeles la tomaron por los brazos y la
inmovilizaron.
Un ángel rubio se acercó al bebé y alzó la espada de fuego.
Lucy gritó, desesperada. Entonces un rayo azulado cruzó el
cielo e impactó contra el ángel que amenazaba al bebé. El ser
alado cayó cortado por la mitad y el rayo azulado se detuvo
frente al bebé. Lililu estuvo a punto de dejar caer los
prismáticos por la sorpresa.
No era un rayo sino el sucio ermitaño. Dos grandes alas
de hielo de un color que fluctuaba entre el blanco y el azul

surgían de la espalda del ermitaño. En su mano portaba una


espada de fuego que emitía un brillo azulado. Lo que sucedió a
continuación fue tan rápido que Lililu apenas pudo
procesarlo. Al menos cinco ángeles se lanzaron contra el
ermitaño, pero este se defendió, contraatacó y apenas diez
segundos después sólo quedaba un ángel en pie. Los otros
cuatro habían muerto a manos del ermitaño, pero este había
perdido el arma en el combate.
Él último ángel se acercó confiado. Fue su último error. El
ermitaño hizo un giro increíblemente rápido y la punta del
ala helada se clavó en la garganta de su rival. El ermitaño alzó
el ala, la agitó y el cuerpo sin vida del ángel salió volando
hasta estrellarse contra unos árboles, a más de cincuenta
metros de distancia.
Lililu vivió la escena como en un sueño, pero el peligro ya
había pasado y la niña se atrevió a acercarse hasta sólo unos
metros de Lucy y del ermitaño. La mujer pelirroja se arrastró
hasta su hija, la tomó en brazos, y no pudo contener las
lágrimas.
—Mi niña —sollozó.
El ermitaño se acercó hasta ellas.
—Muchas gracias, seas quien seas —dijo Lucy,
estrechando a su hijita con fuerza.
—No lo he hecho por ti, Lucifer —replicó el hombre—,
sino por tu hija, Esperanza. Ella es el futuro de la humanidad.
Lucy miró al ermitaño de una forma extraña.
—Ni siquiera sé tu nombre pero tú conoces el mío y hasta
sabes cómo se llama mi pequeña —dijo la mujer.
—Sé demasiadas cosas que me gustaría ignorar u olvidar,
pero nadie controla su destino. En otros tiempos me llamaban
Roto.
—Tu energía. La sentí antes. Llevas aquí mucho tiempo,
Roto, pudiste ayudarnos antes. —dijo Lucy, con tono acusador
—. Pudiste evitar la muerte de mi marido.
—Nadie tenía razón. Un hombre sin pierna debe sustituir
a un cojo con el espíritu de lobo —dijo el ermitaño,
enigmático—. Hay cosas que no se pueden cambiar, que no se
deben cambiar. Ni aunque uno pueda o quiera.
—¿A qué has venido?
—A proteger a tu hija. Incluso de ti. Sobre todo de ti —dijo
Roto, con profunda tristeza—. Lo siento mucho, pero el
destino está escrito. Nos veremos… pronto.
Roto golpeó a Lucy en la frente con la punta de su ala de
hielo y la mujer quedó inconsciente. El ermitaño arrancó a la
bebé pelirroja de los brazos inertes de su madre y la acunó
entre sus alas heladas. Roto sacó una caja de madera de su
raída túnica y sonrió con tristeza.
—Esto es para ti, Esperanza. Tu primer regalo —. Roto
extrajo de la caja un viejo peluche con forma de oso que
estaba plagado de manchas ocres y se lo tendió a la pequeña.
Esperanza sólo llevaba unos minutos en este mundo, pero
atrapó el juguete y le estrujó el cuello con fuerza.
Roto sonrió. Después miró hacia dónde se escondía Lililu
y alzó la mano.
—Ya puedes salir de ahí, Corredora, es hora de irnos. Nos
queda un largo camino por recorrer… a los tres.
Lililu abandonó su escondrijo y dio un paso tímido. El
primero de una aventura que la llevó muy lejos. Demasiado.

FIN

NOTA: Esta es la segunda historia ambientada en un próximo


Apocalipsis. La anterior fue Lucy y la próxima tratará de la
vida y andanzas de Esperanza y de sus dos maestros, Roto y
Lililu. Según la mayoría de los sabios, el futuro de la especie
humana está en las manos de Esperanza… pero yo no lo tengo
tan claro. Veremos.

Os dejo los primeros capítulos de la novela “Niebla y el Señor


de los Cristales Rotos”, por si queréis echarle un ojo:

NIEBLA Y EL SEÑOR DE LOS CRISTALES ROTOS:


Capítulo 1

París, verano de 2014

Las dos hermanas contemplaban la tormenta veraniega desde


el ventanal, sin saber que en pocas horas una de las dos
dejaría este mundo para siempre. Aunque eso no era del todo
exacto. Angélica, la hermana mayor, no tenía ni idea de lo que
se avecinaba porque, de haberlo sabido, le habría dado un

infarto. Laura estaba hecha de otra pasta. La hermana


pequeña poseía un sexto sentido que le anticipaba que ciertos
sucesos extraños, casi siempre desgracias, iban a tener lugar.
Aquella tarde, Laura presentía que algo muy grave estaba
a punto de ocurrir, pero no estaba asustada sino expectante.
Le gustaban las emociones fuertes, todo lo contrario que a su
hermana mayor.
Angélica observó el banco del jardín, malhumorada.
Llevaba una hora sin despegarse de la ventana aguardando a
Alain, su príncipe azul. Anochecía y el joven aún no había
llegado y, con aquella fastidiosa tormenta, quizá no lo haría.
—Esto es un coñazo —dijo Laura, con voz chillona—. Es
más divertido acompañar a mamá al hospital que mirar por la
ventana durante horas como zombis sin cerebro.
Según Angélica, no había ningún sonido tan desagradable
como el graznido de su hermana pequeña.
—Habría dado mi paga de un mes para que mamá te
hubiese llevado con ella. Y no digas palabrotas o te lavaré la
boca con lejía —replicó Angélica.
—La abuela tirada en la cama es mil veces más divertida
que tú. Deberíamos haber ido a verla —insistió Laura,
mientras se ponía una gorra negra con las características
letras del grupo de rock duro Metallica.
Angélica suspiró. Era difícil explicarle a una niñata con
aspecto de gótica desnutrida, que una mujer tenía cosas
mucho más importantes que hacer que ir de visita al hospital,
como, por ejemplo, tener una cita con un chico. Aunque, en el
fondo, Angélica sentía remordimientos por no haber acudido
a ver a la abuela con más frecuencia. La yaya Catherine había
sido un gran apoyo para ellas, sobre todo desde que el padre
de las niñas falleciera hacía unos años.
—Tengo mucho que estudiar —se justificó Angélica—.
Además, fui a ver a la abuela el martes.
—¿Estudiar? No te lo crees ni tú, pedorra —masculló
Laura.
—¿Qué has dicho?
—Que me voy a poner otra gorra —. Laura sonrió con
candidez.
Angélica la miró con cara de pocos amigos pero prefirió
ignorarla, no merecía la pena discutir con ella. En vez de
cambiarse de gorra, su hermana se dedicó a recolocar las
chapas de metal que se esparcían caóticamente por su
camiseta negra, estampada con una calavera de colmillos
gigantes.
Angélica suspiró. Laura era guapa, pero así vestida
parecía una mezcla entre una grouppie de una banda de
heavy metal y una desnutrida aspirante a vampiro. No tenía
remedio.
—¡Eh! ¿Vemos una peli de miedo? Me apetece ver Destino
final diecisiete —dijo Laura, cuando se cansó de juguetear con
sus abalorios.
—No.
—¿Le damos a la consola? Tengo un juego nuevo de
zombis que es una pasada. Te puedes comer los sesos del cura
del pueblo y…
—Que no. Y haz el favor de no hablar como una macarra.
—¡Si no hacemos algo nos van a salir raíces en el culo!
—Ponte a ver la tele y deja de molestar.
Angélica abandonó su puesto de vigilancia y fue a la
cocina a por algo de comer. No es que tuviera hambre pero
quería librarse un rato de Laura.
—¡Hay alguien en el jardín! —chilló Laura.
El grito de su hermana casi le arrancó el corazón del
pecho. Angélica dejó la comida y regresó corriendo a la
habitación.
—Aparta, déjame ver —. Angélica barrió el exterior con la
mirada, pero no había nadie bajo la lluvia—. Eso no ha tenido
gracia, niñata.
—Haber venido antes, el tío ya se ha largado.
—Ha desaparecido de repente ¿no?
—Pues sí.
—No me lo creo.
—Tú misma.
—Ya. Y ¿Cómo era?
—Tocho y mazao. Vale, vale, no me mires así, hablo en
cristiano: era alto y fuerte.
Angélica suspiró emocionada. Alain encajaba
perfectamente en esa descripción.
—¿Y qué más?
—Pues llevaba un sombrero y tenía la cara tan arrugada
como tu culo.
—¡Serás idiota!
—Es verdad. Creo que era el hombre de rojo —dijo Laura,
muy seria.
—¿Ya estás otra vez con esa tontería?
—Era él. No he podido verle la cicatriz, pero estoy segura
de que era el hombre de rojo.

—¿Qué te ha dicho mamá mil veces? Tienes que dejar de


inventarte locuras. Te acabarán internando en un
psiquiátrico.
Angélica estaba de muy mal humor. Por un momento
había creído que Alain había venido a verla, pero se trataba
de otra de las absurdas invenciones de su hermana. Laura
aseguraba que un hombre misterioso las vigilaba por las
noches hasta que, al llegar el amanecer, se evaporaba con las
primeras luces del alba sin dejar rastro. Tonterías.
Angélica dejó a su hermana con sus locuras y se sentó
junto a la ventana sin demasiadas esperanzas. Llamó a su
amiga Claire y, durante diez minutos, las dos adolescentes
despellejaron a Alain en particular y al género masculino en
general.
—¡Ni que lloviera ácido sulfúrico! —se quejó Angélica—.
Ni siquiera ha llamado para avisar de que no vendría.
—¡Hombres! —Replicó Claire al otro lado del teléfono.
Angélica iba a contestar cuando una sombra se movió en
el jardín. Laura tenía razón, había alguien alto y de hombros
anchos fuera.
—¡Creo que Alain ha venido! —dijo ilusionada.
—Te dije que ese idiota estaba loco por ti.
Una luz roja parpadeó en la oscuridad e iluminó por un
instante la figura del jardín. Angélica se sobresaltó.
—¡No es él!
—Entonces ¿Quién es?
—No lo sé, no le he visto bien la cara pero no es Alain.
Lleva un sombrero y parece mayor. Creo que va vestido de
rojo —explicó Angélica.
—Pues estamos en junio, es un poquito pronto para que
sea papa Noel.
—No tiene gracia, Claire. Esto no me gusta, estoy sola en
casa con mi hermana pequeña.
—No te pongas histérica. Será un vecino.
La luz volvió a brillar un segundo. Angélica no pudo ver
bien al extraño pero había algo amenazador en su postura. Se
despidió precipitadamente de Claire, apagó la luz del cuarto y
observó al desconocido en la oscuridad. Pensó en avisar a su
hermana, pero no quería inquietarla y tampoco sería de
mucha ayuda. Angélica intentó tranquilizarse. Claire tenía
razón, probablemente se tratase de un vecino que buscaba a
su perro, o algo parecido.

A medida que transcurría el tiempo sus esperanzas se


desvanecían y su inquietud aumentaba. El intruso permanecía
impasible bajo la lluvia, con la cabeza erguida y la vista fija en
la ventana en la que se encontraba Angélica, que se sintió
desnudada por unos ojos que no podía ver.
Un relámpago iluminó la noche y Angélica vio el rostro
del desconocido por un instante. Una terrible cicatriz surcaba
su rostro arrugado. El extraño esbozó una sonrisa siniestra,

como si fuese consciente de que le observaban, y Angélica se


echó hacia atrás, asustada. La joven sintió un escalofrío al
recordar las palabras de su hermana sobre el hombre de rojo.
El desconocido desapareció de repente y su lugar lo ocupó
una nubecilla de niebla que flotaba en el aire. Angélica
parpadeó con incredulidad. La neblina fue arrastrada por el
viento y se perdió entre los árboles. Una luz roja comenzó a
parpadear en la oscuridad y sacó a Angélica de su asombro. El
hombre había dejado un objeto brillante en el jardín.
La puerta principal, en la planta baja, se abrió de par en
par y Laura salió al jardín. Angélica abrió la ventana y gritó,
asustada.
—¡Laura, entra en casa! ¡Laura!
Su hermana no la escuchó a causa de la tormenta o bien
la ignoró. Laura se agachó junto al objeto brillante en el
mismo instante en el que una nube de niebla gris se situaba
sobre ella. El resplandor de un relámpago iluminó la noche y
el hombre de rojo surgió de la nada detrás de la niña. La luz
de una farola arrancó un destello metálico de la mano del
extraño. Provenía de un cuchillo.
El hombre de rojo se abalanzó sobre Laura con el arma en
alto.

Capítulo 2

París, verano de 2014

Angélica corrió escaleras abajo y cogió el atizador de hierro


de la chimenea. Siempre había dicho que viviría mucho mejor

sin su hermana, pero verla en peligro de muerte le hizo darse


cuenta de lo equivocada que estaba. El corazón le latía a mil
por hora. Estaba terriblemente asustada pero salió al jardín
dispuesta a enfrentarse al hombre de rojo.
El hombre había desaparecido, no había rastro de él.
Angélica vio a Laura en el suelo, encogida sobre sí misma e
inmóvil.
—¡Laura!¡Laura! —gritó, y se echó sobre su hermana.
—¿Qué pasa, tía? —La niña se giró y la miró, molesta—.
Me vas a taladrar la oreja con tus ladridos. Y luego soy yo la
de la voz insufrible, no te jode ¿Por qué me miras con esa

cara? Parece que hayas mordido un limón.


—Laura… ¿Es… estás bien?
—Pues claro. Y deja de repetir mi nombre que me lo vas a
gastar —contestó la niña, que se levantó tan tranquila.
—¿Dónde ha ido? ¿Te ha hecho daño?
—¿Quién?
—Ese tipo… el hombre de… rojo. Estaba aquí, junto a ti.
—No te enteras, tía. Se fue hace un rato, ya te lo dije —
explicó Laura, como si su hermana estuviera loca —¿Y por qué
iba a hacerme daño? Es un poco raro pero parece un buen tío.
Angélica miró a su alrededor, en busca de alguna señal de
peligro.
—Eh, mira qué pasada. Nos ha dejado un regalo —dijo
Laura, y le tendió a su hermana una cajita de madera.
Angélica la cogió con mucha precaución, como si fuera
una colmena de abejas furiosas a punto de estallar. La madera
latió bajo sus manos y un resplandor rojizo se escapó por las
rendijas del pequeño cofre. Algo brillaba en su interior.
Angélica tuvo la certeza de que debían deshacerse de aquello
sin mirar su contenido. Pero no lo hizo. Sin saber porqué, se
dirigió hacia la casa llevando consigo la caja.
—¡Eh! Devuélvemela, quiero ver que hay dentro —exigió
Laura.
—Ni lo sueñes. Vamos, nos estamos empapando.
Las dos hermanas entraron en casa y se protegieron de la
tormenta. Angélica seguía asustada y Laura no paraba de
protestar. Un instante antes de cerrar la puerta, Angélica vio
al hombre de rojo entre los arbustos del jardín. Parecía

abatido, triste. La imagen del hombre se desdibujó ante sus


ojos hasta convertirse en una pequeña nube de niebla oscura
que se desvaneció en el aguacero, igual que había sucedido
antes. Angélica se preguntaba si aquello había sido real o
producto de su imaginación, cuando su hermana intentó
arrebatarle la caja. Reaccionó a tiempo y la esquivó por los
pelos.
—Venga, tía ¡Ábrela de una vez! —exigió Laura.
—No. No sabemos qué hay dentro, puede ser peligroso.
—¡Eres un coñazo!
—Me da igual lo que pienses. Esperaremos a que llegue
mamá y le contaremos lo que ha pasado. Ella sabrá qué hacer.
—Eso es una chorrada, ábrela ya o…
El teléfono de casa interrumpió la amenaza de Laura.
—Residencia de los Blanc ¿Dígame? —contestó Angélica.
Laura torció el gesto con desagrado al escuchar la
respuesta de su hermana mayor, pero Angélica la ignoró.
—Hola, mi vida ¿Qué tal estáis? —dijo su madre, al otro
lado de la línea.
—¡Mamá! Esto… bien… sin novedad —mintió— ¿Qué tal la
abuela?
—Ha empeorado en las últimas horas —dijo su madre con
la voz quebrada—. Voy a pasar la noche en el hospital, quiero
estar con ella por si… sucede algo, pero no se lo digas a tu
hermana, no quiero que se preocupe. Dile que tengo mucho
trabajo y que volveré tarde ¿Vosotras estaréis bien?
—Si mamá, no te preocupes, yo me encargo de todo.
Cenaremos algo y nos iremos a la cama pronto —contestó,
guardando como pudo la compostura.
Angélica deseaba con todas sus fuerzas contarle a su
madre el incidente con el hombre de rojo. Quería que volviese
a casa con ellas y sentirse protegida, pero su abuela estaba
muy enferma y no deseaba que su madre se preocupara aún
más.
Un estallido de luz roja cegó a Angélica, seguido del
estruendo de cristales rotos. El espejo del salón había
explotado en mil pedazos. Casi al mismo tiempo, Angélica
escuchó otra explosión al otro lado del teléfono. Su madre
gritó, asustada.
—¡Mamá! ¿Qué ocurre?
—No… no sé, hija. Estoy junto a los baños del hospital… de
repente la luz se ha vuelto roja y el espejo del baño ha
estallado.
Angélica contempló su propia imagen, boquiabierta,
reflejada en miniatura en decenas de pequeños cristales
esparcidos por el suelo. Su hermana miraba alternativamente
el marco del espejo, que colgaba desnudo de la pared, y la caja
de madera que sostenía en sus manos.
Mientras hablaba por teléfono Laura se la había quitado
sin que Angélica se diese cuenta. La caja estaba abierta y una
luz tenue y rojiza brillaba en su interior.
—¡Joder! ¡Qué pasada! ¡Qué pasada! —chilló Laura.

Capítulo 3

París, verano de 2014

—Tenemos en nuestro poder el rayo de la muerte —dijo


Laura.
Angélica se despidió de su madre y colgó sin contarle lo
que había sucedido en casa, no quería preocuparla aún más.
Tampoco le diría a Laura lo que había ocurrido en el hospital,
ni siquiera ella se lo creía. La luz roja había brillado
simultáneamente en ambos lugares y, acto seguido, los
espejos del salón y del hospital se habían roto en pedazos.
—¿Por qué has abierto la caja? —gritó Angélica.
—Fácil, quería saber lo que había dentro.
Laura mostró un libro con las tapas de piel oscuras y
gastadas. Las páginas estaban amarillentas, como si hubieran
sido escritas hacía mucho tiempo y leídas miles de veces. La
cubierta estaba desierta de título o escritor. No se asemejaba
a los libros que se vendían en las librerías ni a los que se
tomaban prestados en la biblioteca. Parecía que había sido
confeccionado a mano.
—¡Qué pasada! Está forrado con piel humana y escrito con
sangre —dijo Laura—. Seguro que contiene un montón de
hechizos y conjuros.
—No digas estupideces.
—Venga, vamos a leerlo.
—Ni hablar. Deja eso dónde estaba.
Un destello rojo brilló dentro de la caja. En el interior del
cofre reposaba un objeto de metal alargado con una pequeña
base de madera. Lo más probable es que aquel artilugio
metálico fuese lo que Angélica había confundido con un
cuchillo.
—La luz viene de este trasto —dijo Laura, que agitó el
objeto como si fuera una batuta—. Será algún tipo de linterna.
—¡No toques nada, niñata! No sabemos lo que es.
—¡Ojalá sea una varita mágica! Te convertiré en una
cerda, tu auténtica esencia —dijo Laura, apuntando a su
hermana con el objeto.
—¡Te he dicho que lo dejes!
—Tienes suerte de que no sea una varita. Parece un
marcador de páginas con luz incorporada para leer libros por
las noches ¡Ah! Perdona, que no sabes lo que es un libro.
—Dame eso—. Angélica le quitó el objeto de las manos y se
sorprendió de lo mucho que pesaba para su escaso tamaño.
Su hermana se quejó, pero Angélica se mostró inflexible y
se hizo también con el libro. Su intención era guardar ambos

objetos en algún lugar seguro hasta que regresara su madre,


pero al tocar el libro tuvo una sensación muy extraña, una
inexplicable urgencia por abrirlo y descubrir las palabras que
se ocultaban en su interior. No le hizo falta mirar a su
hermana para saber que sentía lo mismo. Su mente racional le
decía que aquello era una locura, debía arrojar el libro a la
chimenea encendida y quemarlo hasta que ni una sola palabra
escapara de las llamas. Se acercó al fuego, alargó la mano… y
la retiró.

Diez minutos más tarde se encontraban en el desván,


sentadas en un viejo sillón situado bajo una claraboya. Se
habían preparado dos tazas de chocolate y se cubrían con una
manta de lana. Era el rincón preferido de Laura, dónde leía
historias de fantasía y terror. Angélica se había dejado
convencer para subir allí, pero se empezaba a arrepentir. Una
lámpara de pie iluminaba parcialmente la estancia y permitía
la lectura, pero todo lo demás era un mar de sombras nada
tranquilizadoras. El caos de cajas, bultos y trastos inservibles
parecían cobrar vida y se retorcían en la penumbra. El ruido
de los truenos y el crepitar de la lluvia sobre el tejado

componían una banda sonora siniestra.


Laura se sentía como pez en el agua, mejor dicho, como
zombi en el cementerio. Angélica suspiró, tomó el libro y pasó
las primeras páginas. Estaban vacías, ni autor, ni título, ni
fecha de publicación, ni ninguno de los datos habituales de los
libros. En la séptima página había lo que bien podía ser un
título y las iniciales del autor, escritas en letras rojas.
—Niebla y el Señor de los Cristales Rotos —leyó Angélica.
—¡Qué pasada! ¡Acojona!
—Escrito por H.M. —siguió Angélica, sin hacer caso a su
hermana.
—¿HyM? ¿Esa no es la tienda en la que te pasas media
vida con las pedorras de tus amigas?
—Deja de decir estupideces o guardaré el libro.
—Vale, vale. Cómo te pones.
Angélica comenzó a leer en voz alta mientras su hermana
roía una galleta.
—Capítulo 1. Praga, Checoslovaquia. Verano de mil
novecientos treinta y nueve… ¡Por dios! Deja de hacer esos
ruidos con la boca. Es asqueroso.
—¡Qué fina! Ni que tú fueras la amiga de Heidi. Te he oído
en el baño ¡Menudos conciertos de trombón!
—¡Qué asco! O te callas o no leo.
Laura bufó pero guardó silencio y dejó la galleta a un
lado. Angélica prosiguió.
—Niebla aseguraba que existía un mundo que se rozaba
con el nuestro, un lugar increíble, oscuro y oculto. El Reino de
los Cristales Rotos. Niebla decía que si conocías la forma de
cruzar sus puertas, podrías sumergirte en sus misterios y
mezclarte con sus habitantes. Gente diferente, gente
peligrosa con un poder extraordinario que nosotros, los
tristes, no podíamos ni imaginar.
Angélica tomó aire, sin ser consciente de los dos ojos
enrojecidos que las observaban desde arriba, tras el cristal de
la claraboya
—Yo no le creí ¿Cómo iba a tomarme en serio semejante
locura? —Siguió leyendo—. Una noche de verano, suave y
cálida, poco antes de que la tormenta de la segunda guerra
mundial se desatase sobre Europa, Niebla nos llevó al Reino
de los Cristales Rotos. Es extraño, pese a los terribles sucesos

que vivimos, pese a tanta muerte y dolor, aquellos fueron los


mejores días de mi vida. Daría todo lo que poseo por regresar
al Reino de los Cristales Rotos y cambiar lo que sucedió. Esta

es la historia.

Capítulo 4

Praga, verano de 1939

Hans lucía una sonrisa de oreja a oreja mientras hacía una de


las cosas que más le gustaba en este mundo: espiar las cenas
de gala que se organizaban frecuentemente en la mansión de

los Mayer, situada en la calle más rica del Stare Mesto, el


barrio antiguo de Praga.
—La emoción compensa el riesgo. Esa frase es tuya, Niebla
—dijo en voz baja, aunque sabía que no obtendría respuesta.
No le importaba. Estaba entusiasmado y con todos los
sentidos alerta. Era la primera vez que su padre recibía una
visita tan importante y a la vez peligrosa. Los invitados
habían llegado escoltados por un contingente de soldados
equipados con subfusiles de asalto de nueva factura. Esa
noche Hans no estaba solo. Le acompañaba Niebla, su mejor
amigo, un chico gitano que trabajaba al servicio de su padre
como mozo de cuadras. También estaba Nina, su novia y,
según muchos, la joven más hermosa de Praga. No se
equivocaban, pensó Hans, cualquiera con dos ojos y un
cerebro estaría de acuerdo. La madre de Hans no paraba de
decir que hacían una pareja perfecta, los dos rubios y
elegantes, guapos y de ojos azules. A veces les confundían con
gemelos, y ellos, divertidos, seguían el juego hasta que
destapaban la broma con un beso poco fraternal.
Los tres jóvenes se encontraban en una habitación
adyacente al salón del reloj, en la que se guardaba la vajilla de
Limoges, la cristalería de Bohemia y la cubertería de plata. Se
ocultaban en un armario enorme que su padre había hecho
traer de París hacía muchos años y cuya pared interior estaba
rota. El hueco del mueble daba a un respiradero enrejado
desde el que podían escuchar las conversaciones del salón.
—Esto es peor que un horno —susurró Nina.
Hans olió el perfume de la chica y deseó que estuvieran
los dos a solas.
—¿No tienes calor con esos guantes, Niebla? —insistió
Nina.
El joven gitano se apartó los rizos de un manotazo y negó
con la cabeza, sin mirar a la chica. Hans notó la irritación de
su novia y sonrió. Nina creía que no le caía bien a Niebla, pero

solo era porque aún no le conocía lo suficiente. A entender de


Hans, había tres cosas seguras con respecto a Niebla. Una: no
encontrarías un amigo más fiel que él en toda Praga. Dos:
Nunca juntaba más de diez palabras en la misma frase, si es
que se decidía a hablar. Tres: Jamás se quitaba los andrajosos
guantes que le cubrían las manos, ni en el día más caluroso
del verano. Hans sospechaba que su amigo se había quemado
en algún accidente, pero nunca logró arrancarle una palabra
al respecto ni pudo verle las manos.

—No deberíamos estar aquí. Si nos descubren vamos a


tener problemas —susurró Nina.
—Tú eres quién no debería estar aquí —dijo Niebla.
Nina se puso roja. Hans se anticipó a la discusión y les
pidió que guardaran silencio. Le había pedido a Niebla
muchas veces que fuese más amable con Nina, pero su amigo
era así, poco hablador y cortante. Hans tomó la mano de Nina
para tranquilizarla. Su novia estaba nerviosa, ella había
intentado a toda costa evitar que fuesen allí y si había
accedido a acompañarles era solo para que Hans no se
metiera en líos. Nina nunca se lo había dicho, pero Hans sabía
que ella no aprobaba su relación con Niebla. La joven creía
que el gitano acabaría metiéndole en problemas, pero Hans
no estaba de acuerdo. Le debía mucho a Niebla, se lo debía
todo.
Tal vez no debería haber traído a Nina, pensó Hans, pero
le gustaba tenerla cerca en todo momento. Además, ella había
escuchado cómo Niebla le retaba a espiar a los soldados y no
podía quedar como un cobarde delante de su novia.
—No te preocupes, es imposible que nos descubran —dijo
Hans, seguro de sí mismo.

*****

Rudolf Mayer lucía una mueca de desagrado de oreja a


oreja mientras hacía una de las cosas que más detestaba en
este mundo: ser el anfitrión de varios altos mandos del
ejército Nazi desplegado en Praga. Se trataba de una situación
sumamente desagradable, y eso que no sabía que su querido
hijo Hans, su novia y un mozo de cuadras de mirada oscura,
les espiaban desde el cuarto contiguo. Rudolf había demorado
aquella reunión todo lo posible, pero no había logrado
evitarla. El padre de Hans era uno de los hombres de negocios
más importantes de la ciudad, un ingeniero industrial alemán
que había hecho fortuna en Checoslovaquia, país que le había
acogido con los brazos abiertos. Por eso aquella cena le
repugnaba aún más, detestaba acoger en su casa a los
militares invasores del ejército Nazi. El tercer Reich, el nuevo
imperio alemán, gobernado con mano de hierro por Adolf
Hitler, se había anexionado Austria y poco después había
tomado bajo su control Checoslovaquia y otros territorios
vecinos. La próxima en caer sería Polonia. Sólo era cuestión
de tiempo.

El verano olía a guerra, pensó Rudolf, mientras


mordisqueaba su puro con una violencia que le hubiera
gustado aplicar al cuello de alguno de sus invitados. Su mujer,
que le conocía muy bien, le había rogado que se mostrase
conciliador con los oficiales nazis. Nada de líos, le había
prometido Rudolf, y de momento había cumplido su palabra.
—Caballeros, prueben estos excelentes cigarros recién
traídos de La Habana —dijo Rudolf Mayer con una cordialidad
que estaba muy lejos de sentir.
Él no era un traidor, amaba a su patria, pero había
conocido una guerra y no estaba interesado en pasar por otra,
ni tampoco la quería para sus amados hijos. Conociendo el
carácter de Hans, el chico no tardaría en querer alistarse en el
ejército.
El oficial de menor graduación, el teniente Wolf, tomó un
cigarro con una sonrisa sincera. El joven militar no estaba
entre la lista de asistentes y su graduación, un simple
teniente, parecía insuficiente para acompañar al resto, pero
era un buen conversador y Rudolf se alegraba de que hubiera
venido.
—Díganme ¿Es cierto ese rumor que he escuchado? ¿Han
desaparecido los gatos de Praga? —preguntó el teniente Wolf,
con un rastro de humor en sus ojos azules.
—Así es. Es muy extraño, desde hace unos meses los
felinos se han esfumado de las calles —contestó Rudolf.
El comandante Keiler bufó con desprecio.
—Y aún hay más —añadió Adam Novak, el mejor amigo de
Rudolf—. En los pueblos cercanos ha sucedido lo mismo.
—Será una epidemia, las condiciones de salubridad de la
ciudad dejan mucho que desear —dijo el capitán Ratter—. O
quizá se los han comido los judíos.
El comandante Keiler rio con estruendo. La grasa de su
papada se alzaba en olas que rompían contra el malecón de su
grueso cuello.
—No lo creo, habrían aparecido los cadáveres o restos de
animales, pero los gatos se han esfumado literalmente —
explicó Rudolf con frialdad.
—¿Y qué opina la gente al respecto? —se interesó el
teniente Wolf.
—Muchos lo ven como una señal de lo que está por venir,
un mal augurio. Desgraciadamente el futuro es incierto y
tienen cosas más importantes de las que preocuparse —dijo
Rudolf.
—Les estaría muy agradecido si me informasen de alguna
novedad sobre este asunto —dijo el teniente Wolf.
—¿Sobre la desaparición de los gatos? —preguntó Rudolf,
extrañado.
—Así es, señor Mayer. Considérelo como una pequeña
excentricidad personal. Tengo vocación de zoólogo, pero los
vaivenes de la vida me han llevado por unos derroteros
insospechados —contestó Wolf, con una sonrisa amable.
El interés por los gatos pronto decayó y, pese a los
esfuerzos de Rudolf por mantener una charla agradable e
intrascendente, la conversación derivó hacía la convulsa
situación política y militar en Europa.
—Gracias a los planes de nuestro gran Führer, pronto
todo el continente se rendirá a nuestros pies —dijo el obeso
comandante Keiler.
—Francia e Inglaterra no permanecerán impasibles —
opinó Rudolf—. Pronto habrá otra gran guerra.
—¿Eso le asusta, señor Mayer? —Preguntó el capitán
Ratter en voz baja—. No tiene mucha confianza en nuestro
glorioso ejército.
—Viví una guerra, Capitán. La perdimos y nos costó muy
caro.
—Ese es un punto de vista derrotista y poco patriótico,
señor Mayer. Cuídese de a qué oídos puedan llegar sus
opiniones —contestó el capitán.
Rudolf pensó en lo que le había prometido a su esposa.
Respiró y dejó pasar de largo la amenaza del militar.
—No sea tan puntilloso, Ratter —suavizó el teniente Wolf
—. El compromiso del señor Mayer es incuestionable, así lo
demuestran su colaboración y el esfuerzo que hace en su
fábrica. Su preocupación es comprensible.
A Rudolf le pareció curioso que un teniente se dirigiera a
su superior sin hacer referencia a su grado, pero a nadie más

pareció extrañarle.
—¡Bah! Francia no será un problema. Les aplastaremos
igual que hemos hecho con los checos —dijo el comandante
Keiler—. París está a tiro de piedra de nuestros tanques.
—Puede, pero ¿qué me dice de Inglaterra? —dijo Rudolf—.
Los tanques no pueden cruzar el mar hasta Londres. Los
ingleses tienen la mejor fuerza aérea del mundo y sus aviones
arrasarán nuestras ciudades de nuevo.
—Tonterías. La Luftwaffe dispone de los mejores aviones
del mundo. Les haremos papilla antes de que asomen sus
ridículas hélices por nuestro territorio —replicó Keiler con
desprecio.
—El señor Mayer ha señalado un punto importante, su
aviación pueden hacernos mucho daño, pero si uno controla
el cerebro no tiene que preocuparse por las manos —dijo el
teniente Wolf—. Créame, Rudolf, existen otras formas de
tomar Londres que a base de cañonazos.
—¿Está hablando del batallón Fantasma? —preguntó
Reynar Vogts, un próspero terrateniente. Reynar tenía
familiares bien posicionados en el ejército alemán y le
gustaba exhibir sus conocimientos, aunque casi siempre
fueran erróneos— ¿Es cierto que existe un contingente de
doscientos mil hombres ocultos en algún lugar de Europa,
esperando para cruzar el canal de la Mancha y asediar
Londres? Hay gente que jura haberlos visto en los hayedos de
los Cárpatos, al norte de Praga.
—Si semejante batallón existe debe de estar formado por
hombrecillos verdes de diez centímetros de alto —bromeó el
teniente Wolf—. Ocultar una fuerza así a los servicios de
inteligencia de medio mundo es una tarea solo al alcance del
mago Merlín. Pero no creo que el rey Arturo nos lo preste,
¿no creen? Es británico.
La gente rio a su alrededor. En toda Europa circulaba la
misma leyenda sobre el batallón fantasma, pero no había
ningún dato creíble al respecto. Era uno más de los rumores
que surgían en tiempos prebélicos. La conversación derivó
hacia temas más prosaicos, batallones, escuadrones, logística
e intendencia, asuntos que no despertaban ningún interés en
Rudolf, que fumaba en silencio.
Un estruendo se escuchó al otro lado de la pared del
salón.
—¿Qué demonios ha sido eso? —dijo el comandante
Keiler.
—Aquí, señor —informó uno de los soldados de la escolta,
que señaló unas rendijas de ventilación.
El ruido se repitió, seguido de un murmullo de voces.
—¿Qué hay ahí detrás? —preguntó el comandante Keiler.
Rudolf tardó unos segundos en contestar. Tenía un mal
presentimiento.
—La sala de la vajilla.
—¿Cómo se accede a ella?
Las malas sensaciones fueron en aumento. Su hijo era un
joven osado e irresponsable. No era descabellado pensar que
estaba detrás del incidente, pero no podía permanecer en
silencio ni tampoco mentir, solo empeoraría las cosas.
—Desde esa puerta —dijo, con aparente normalidad.
—¡Inspeccionen la sala! —rugió el comandante.

Capítulo 5

Praga, verano de 1939

Los tres jóvenes espiaban la conversación que se desarrollaba


en el salón, cuando la madera del viejo mueble se resquebrajó
bajo sus pies con gran estruendo.
—¡Maldición! —dijo Hans.
—Nos van a descubrir —susurró Nina, muy asustada.
Hans entendía el motivo de su temor. La familia de Nina
era de ascendencia sefardí, una rama del pueblo judío que
había vivido muchos siglos en España. Sus padres llevaban
meses en América, en un viaje de negocios, y habían dejado a
Nina a cargo del padre de Hans, del que eran amigos desde
hacía muchos años. Hans intentó tranquilizarla, pero por la
conversación que les llegaba desde el salón de té, se hizo
evidente que iban a por ellos.
—Tenemos que salir de aquí. Por favor, Hans —rogó Nina.
—No podemos, la única salida da al salón. No te
preocupes, diré que todo ha sido cosa mía —dijo Hans, con un
nudo en el estómago.
No había sido buena idea traer a Nina, la joven podía
estar en peligro. Además el padre de Hans se enfurecería. Era
un buen hombre pero también era severo y estricto,
especialmente en lo que se refería a desobedecerle, y había
sido muy claro: Nina y Hans tenían que permanecer en sus
cuartos hasta que los invitados se hubieran ido. A Hans le
impondría un castigo muy duro, pero esperaba que dejase a
Nina al margen de las represalias.
—Puedo sacaros de aquí —anunció Niebla, muy serio.
—¿No has escuchado lo que acabo de decir? No hay más
salidas.
—¿Cómo lo harías? —se interesó Nina, esperanzada.
—Puedo libraros de los soldados, pero no quiero
preguntas.
Hans no entendía por qué Niebla le daba a Nina falsas
esperanzas, si no tenían ninguna posibilidad de escapar, pero
algo en la mirada de su amigo le hizo guardar silencio. Niebla
les ordenó que salieran del armario y Nina se enganchó el
pelo con la puerta. Por su expresión se había hecho daño,
pero no profirió ni una queja. Niebla sacó dos objetos
brillantes del tamaño de una canica de uno de sus muchos
bolsillos, junto con una especie de martillo tallado en forma
de cruz. El martillo estaba hecho de madera, con la cabeza de

metal oscuro. Niebla le tendió a Nina uno de los objetos


brillantes y le ordenó que se lo pusiera. Hans no sabía qué era
ni a qué se refería su amigo con ponérselo, pero no tuvo
tiempo de preguntar. Niebla se abalanzó sobre él y levantó el
martillo dispuesto a abrirle la cabeza.
—¿Te has vuelto loco? —dijo Hans.
Niebla lo golpeó violentamente. Hans sintió oleada de
dolor que comenzó en el oído y le recorrió todo el cuerpo. El
joven gritó e instantes después escuchó el sonido de cristales
rotos. Un fogonazo de luz roja inundo la sala un segundo
antes de que el mundo desapareciese a su alrededor.

*****

Los soldados escucharon un grito seguido del ruido de


cristales rotos. Un resplandor rojizo se filtró por la rendija de
la puerta.
—Rápido, rápido —ordenó el comandante Keiler.
—Vosotros dos, conmigo —. El capitán Ratter señaló a un
par de soldados.
El capitán Ratter sacó su arma y entró en la sala seguido
de sus hombres. La habitación de la vajilla estaba vacía, a

excepción de unos estantes repletos de tazas y de un armario


antiguo. Un espejo roto colgaba en la pared y el suelo estaba
sembrado de fragmentos de cristal.
—Registrad el armario —ordenó el capitán Ratter.
—Está vacío, señor —informó un soldado segundos
después.
El capitán lo examinó por sí mismo. El suelo estaba roto y
la madera, perforada en el lateral, mostraba una rendija
desde la que se veía el salón de té.
—Alguien nos estaba espiando. Buscad bien, tiene que
haber una salida oculta —dijo el militar.
El comandante Keiler y el teniente Wolf entraron en la
sala, seguidos de Rudolf Mayer.
—No hay nadie, comandante. Estamos buscando puertas
ocultas —anunció el capitán Ratter.
—No las encontrará —replicó Rudolf Mayer, molesto.
—¿Y cómo explica lo sucedido?
—No sé qué decirle, pero aquí no hay nada oculto, puede
usted buscar tantas veces como quiera. Con gusto le haré
llegar los planos de la casa.
—En estas mansiones antiguas los sonidos pueden llegar a
engañar —intervino el teniente Wolf.
El joven oficial se agachó junto al armario y observó unas
gotas en el suelo. Había un mechón de pelos rubios
enganchados en el quicio de la puerta. El teniente Wolf
escondió los cabellos en su chaqueta y limpió discretamente
la mancha del suelo con el guante sin que nadie le viera.
Después estudió el espejo roto que colgaba de la pared y
recorrió el marco de madera con las manos enguantadas.
—¿Creen en la existencia de fantasmas, señores? —
preguntó el teniente.
—No más que en la existencia de políticos checos
honrados —contestó Adam Novak, con una sonrisa forzada.
Hubo risas nerviosas y alguna mala cara por parte de los
oficiales nazis. Rudolf Mayer guardó silencio. Estaba
desconcertado por lo sucedido, pero comprobar que su hijo
no había tenido nada que ver en aquel asunto le había
tranquilizado. No era consciente de lo que había sucedido ni
del hallazgo del militar.
—Se ha hecho tarde señores. Ya le hemos robado mucho
de su tiempo y de su excelente coñac a nuestro anfitrión, ¿no

creen? —dijo el teniente Wolf.


—Sí, será mejor que nos vayamos —secundó el
comandante Keiler—. Se me está indigestando la cena.
Los hombres abandonaron la sala mientras comentaban
el extraño incidente. Adam Novak expuso una teoría muy
peculiar. Una corriente de aire había provocado los ruidos y
crujidos, en su casa pasaba a menudo. El espejo estaría
defectuoso, se habría roto a causa de los cambios de
temperatura tan bruscos que había en esa época del año.
Adam Novak estaba muy equivocado.

Si os ha gustado, el libro completo está gratis en todos los


portales.
¡Nos vemos Dentro!

Facebook de César García:


http://www.facebook.com/cesarius32

Club de Lectura de César García en Facebook: Noticias,


adelantos, relatos, etc.
https://www.facebook.com/groups/281707302211833/

Вам также может понравиться