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Racismo y marxismo

¿Eran racistas Marx y Engels? ¿Es el racismo consustancial a una ideología que superpone las
diferencias de clase sobre cualquier otro? ¿Explica eso, en parte, que Adolf H. afirmara que
“No soy únicamente el vencedor del marxismo… soy su realizador”?

Para Marx y Engels la subyugación de pueblos de diferente origen étnico no era nada extraño o
reprobable en la práctica del marxismo. Lo que es, sin embargo, poco conocido es que el
racismo ha sido consustancial con los principios marxistas, a partir de lo que el propio Marx
(conjuntamente con Engels) dijeron sobre el tema. La feminista Michele Barrett, en su
Women's Oppression Today, publicado en 1988, reconoce el fiasco de las feministas marxistas
para analizar adecuadamente el papel teórico y político de las razas en la perpetuación de las
divisiones sociales. Barrett enuncia que el modelo determinista del marxismo clásico falla en
teorizar la subjetividad, aferrándose a los simplistas términos clasistas.

Marx declaró en su folleto Zur Judenfrage, que "una revolución proletaria emancipará al
mundo del judío y de su usura". Hasta el propio Hitler hubiera podido hacer uso de esta
referencia. En cuanto al antisemitismo de ambos "clásicos del marxismo" se halla bien
documentado. Dice Marx: "No busquemos el secreto del judío en su religión, sino en el judío
real. ¿Cuál es el fundamento profano del judaísmo? La necesidad práctica, el interés personal.
¿Cuál es el culto profano del judío? El tráfico. ¿Cuál es su dios profano? El dinero (...) La
emancipación social del judío, es la emancipación de la sociedad respecto del judaísmo". Lo
que impacta es que, a partir de tales criterios, sería legítima la propuesta de Adolf Hitler de la
exterminación industrial de los judíos.

En ocasión del Manifiesto comunista, Marx se expresó sobre la cuestión de la raza de una
manera muy claramente definida y en un mismo artículo agrupó a minorías y razas juntas,
sobre todo la eslava, caracterizándolas como "deshechos étnicos". El pangermanismo residual
de Engels se manifestaba en su negación a retractarse de su opinión desfavorable de los
eslavos occidentales. A eso se suma la visión ingenua de Marx y Engels en el Manifiesto acerca
de que la interconexión entre las naciones a través del comercio propiciado por el capitalismo
pronto provocaría la superación de los conflictos nacionales.

Por su parte, Marx exaltó la conquista llevada a cabo por los pueblos "racialmente superiores"
y se mostró despectivo con los esfuerzos nacionalistas de los "pueblos inferiores". Por ello
elogió a los húngaros por su actitud de prolongada contención de los eslavos y atribuyó esto a
la “superioridad” de la raza húngara.

Pese a que en su época, la trata y esclavitud africana y el racismo eran puntos escandalosos
incluso en Europa, Marx y el marxismo se centraron en las relaciones de clase marginando
como derivativas las raciales. W. E .B. Du Bois se enfrentó a esta categorización marxista
argumentando que las relaciones raciales no eran una variable dependiente, un epifenómeno
de procesos sociales subyacentes, sino un principio estructurador irreductible de las relaciones
sociales, culturales y políticas en el mundo moderno.

La equivocación de Marx fue creer que el capitalismo de esa época creaba espacios donde las
relaciones de producción tomaban la forma de modos de producción precapitalistas (la
plantación esclavista). Todo para no aceptar que el esclavo en las plantaciones tropicales
rompía todos sus esquemas de clase y que su reivindicación en nada estaba vinculada a la del
proletariado. Cuando era todo lo contrario, pues esta supuesta producción precapitalista
determinaba la formación de un vasto espacio geoeconómico que iba desde la cacería del
africano hasta la venta del azúcar en la bolsa.

En los textos de Marx abundan los criterios discriminatorios contra los mexicanos, los J., los
indios y los chinos. Al escribir sobre la anexión de California por parte de Estados Unidos luego
de la guerra con México, apuntó lo siguiente: "Sin violencia jamás se ha conseguido algo en la
historia". Y, seguidamente se preguntaba: "¿Es una desgracia que la espléndida California fuera
arrebatada a los vagos mexicanos, que no sabían qué hacer con ella?". Por su parte, Engels
añadía: "Hemos sido testigos de la conquista de México, y nos hemos alegrado. Es en interés
del propio México que quede bajo la tutela de Estados Unidos”. Los dos artículos importantes
sobre el pan-eslavismo, publicados en la Neue Rhenische Zeitung, en enero y febrero de 1849
se sabe que fueron escritos por Engels, y estos reportajes contienen la mayoría de las
caracterizaciones doctrinarias de las naciones eslavas más pequeñas que fueran abandonadas
de una manera explícita en la literatura marxista posterior. En un artículo publicado en 1852,
en la misma revista Neue Rheinische Zeitung, Marx se preguntaba cómo librarse de esos
"pueblos moribundos", es decir, los bohemios, los dálmatas, los carintios: "Con la excepción de
los polacos, de los rusos y de los eslavos de Turquía, ninguna nación eslava tiene futuro,
puesto que los eslavos no poseen las bases históricas, geográficas, políticas e industriales que
son necesarias a la independencia y a la capacidad de existir. Los pueblos que no han tenido
jamás su propia historia, que apenas han alcanzado el grado más bajo de la civilización, no son
capaces de vivir y no podrán jamás alcanzar la menor independencia".

En carta a Pavel Annenkov, del 28 de diciembre de 1846, Marx exponía lo siguiente: “La
esclavitud directa es un pivote de nuestro industrialismo actual, lo mismo que las máquinas, el
crédito, etcétera. Sin la esclavitud, no habría algodón y sin algodón no habría industria
moderna. Es la esclavitud lo que ha dado valor a las colonias, son las colonias lo que ha creado
el comercio mundial y el comercio mundial es la condición necesaria de la gran industria
mecanizada. La esclavitud es por tanto una categoría económica de la más alta importancia.
Sin la esclavitud, Norteamérica, el país más desarrollado, se transformaría en un país
patriarcal. Si se borrara a Norteamérica del mapa del mundo, tendremos la anarquía, la
decadencia absoluta del comercio y de la civilización moderna. Pero hacer desaparecer la
esclavitud equivaldría a borrar a Norteamérica del mapa del mundo. Le esclavitud es una
categoría económica y por eso se observa en cada nación desde que el mundo es mundo”.

El análisis de Marx sobre la formación nacional es injusto también en el caso brasilero, al


enfatizar que fue problemático el proceso pacífico de transición de colonia a república, puesto
que, a diferencia del caso en otras regiones de América Latina, la aparición de un mito de
democracia racial estuvo ligada a conflictos sangrientos entre patriotas y realistas. Por ende,
los marxistas ubicaron al movimiento antiesclavista como un conflicto primordialmente de
carácter social.

Por su parte, en 1849, Engels llamaba a la exterminación de los húngaros que se habían
rebelado contra el Imperio de los Habsburgo. Pero Engels no paró ahí, y aconsejaba la
eliminación de los serbios, de otros pueblos eslavos, de los vascos, los bretones y los
escoceses, por considerarlos también "inferiores". Para Marx y Engels, los supuestos
promotores de la sociedad igualitaria del futuro, guías incluso de la política del Estado cubano
y de otros, la raza por sí misma es un factor económico, y para ellos, la superioridad racial de
los pueblos "blancos" era algo "científico". Marx nunca debatió cómo sus ideas racistas
llegaron a entrar en conflicto con la supuesta emancipación socialista. Por eso no extraña que
en su juventud, tanto Adolf H. como Benito Mussolini no encontraran extraño al marxismo y se
declarasen socialistas.

En una carta que dirigió en julio de 1862 a Engels, Marx se refería a su rival político Ferdinand
Lassalle, como "negro judío" quien siempre “tapa su cabello lanoso con todo tipo de aceites y
maquillaje”, y que “es perfectamente obvio, por la forma de su cabeza y el tipo de cabello, que
es descendiente de negros”. Asimismo, agregaba: "Para mí está completamente claro ahora,
como lo prueban la forma de su cráneo y su pelo, que desciende de los negros de Egipto,
suponiendo que su madre o su abuela no se mezclaran con la negrada. Esta unión de judaísmo
y germanismo sobre una base negra tiene que producir un producto peculiar. La protuberancia
del colega es, asimismo, la propia de la negrada".

Engels, a su vez, no se quedaba atrás en su filosofía racial. En 1887, el yerno de Marx, el mulato
cubano Paul Lafargue, se postuló para concejal en un distrito parisino que contaba con un
zoológico. Engels sostenía que Lafargue tenía "un octavo o un doceavo de sangre de negrazo".
En una carta fechada en abril de 1887 y dirigida a la esposa de Lafargue, Engels escribió lo
siguiente: "Al estar, en su calidad de negro, un paso más cerca del reino animal que el resto de
nosotros, sin duda es el representante más adecuado para ese distrito".

En el Anti-Dühring, Engels da por sentada la superioridad racial de los blancos, como si fuese
una verdad científica: “Si, por ejemplo, los axiomas matemáticos son en nuestros países
perfectamente evidentes para un niño de 8 años, sin ninguna necesidad de recurrir a la
experimentación, es como consecuencia de la ‘herencia acumulada’. Por el contrario, sería
muy difícil enseñárselos a un bosquimano o a un negro de Australia”.

Los asuntos de género y raza no existen doctrinariamente en el marxismo al estar incluidos en


el análisis global de clase y por tal razón nunca han podido lidiar adecuadamente con las
experiencias hombre-mujer y blanco-negro.

Pero el racismo sobrepasa a las ideologías políticas. Así, eminentes marxistas mostrarían su
fobia racial. Asombra que a estas alturas se piense (al igual que el cubano Esteban Morales)
que con la sociedad gestada por el marxismo es posible resolver los conflictos raciales. Los
clásicos del marxismo (Karl Marx y Friedrich Engels) nunca ocultaron su apoyo a la raza blanca
y su desdén por los negros, y los portaestandartes de tal teoría en la práctica, Vladimir I. Lenin,
Josef Stalin, Mao Zedong, Joseph Broz Tito, etcétera, se mostraron implacables en sus políticas
estatales y sanguinarios ante las minorías étnicas dentro de sus territorios.

Ahora bien, dentro de las teorías marxistas tradicionales, el concepto de cultura no tenía ese
sentido. El concepto que más se acercaba a él era el concepto de ideología que Marx había
vinculado con el concepto de modo de producción capitalista. Esta famosa metáfora del
edificio nos muestra una sociedad conformada por dos partes: una estructura (fuerzas
productivas / relaciones de producción) sobre la cual se construye un edificio (super-
estructura): formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en suma, ideológicas,
dentro de las cuales los hombres toman conciencia.

A este fin, debemos recordar que Adolf H. le confesó al general Otto Wagener que sus
desacuerdos con los comunistas son “menos ideológicos que tácticos”, y que el problema de
los socialistas alemanes es “que no han leído a Marx”. No sólo fundó un partido al que llamó
nacional-socialista, sino que, como señaló el economista austríaco Ludwig von Mises, en su
obra Estado omnipotente, Hitler, una vez en el poder, implementó ocho de los diez puntos del
programa de emergencia propuesto por Marx en el Manifiesto Comunista, “con un radicalismo
que hubiese encantado a Marx”. Como resultado, Hitler estaba en lo correcto cuando le contó
a Hermann Rauschning (tal como lo relata Rauschning en su libro Hitler me dijo) que: “No soy
únicamente el vencedor del marxismo… soy su realizador”, para luego proseguir: “No voy a
ocultar que he aprendido mucho del marxismo… Lo que me ha interesado e instruido de los
marxistas son sus métodos. Siempre he tomado en serio lo que habían imaginado tímidamente
esas mentes de tenderos y mecanógrafas. Todo el nacional-socialismo está contenido en él.
Fíjese bien: las sociedades obreras de gimnasia, las células de empresa, los desfiles masivos,
los folletos de propaganda redactados especialmente para ser comprendidos por las masas.
Todos estos métodos nuevos de lucha política fueron prácticamente inventados por los
marxistas. No he necesitado más que apropiármelos y desarrollarlos para procurarme el
instrumento que necesitábamos”.

Un marxista como Gramsci tomó otra vía diferente a la de Marx para explicar los mecanismos
sociales, como la jerarquía entre las ideologías orgánicas o esenciales (claro está, el marxismo
es la “orgánica” del proletariado) e ideologías “inorgánicas” o parias. El hecho de reducir
supone en sí la existencia de una razón y de ciertos valores para juzga lo que es accesorio y lo
que no lo es, lo que la realidad es (razón) o lo que debe ser (ética). El fracaso del Poder se
encuentra en el corazón mismo del reduccionismo. Su simplificación arbitraria de la realidad
no llega a someter a la realidad; lo que obtiene el reduccionista es un fetiche.

Sería Gramsci precisamente quien más se acercó al papel que en las sociedades desempeñan
las razas y los grupos étnicos, al llevar a cabo su análisis sobre la separación entre dos modos
de dominación: la coercitiva y la hegemónica. Para Gramsci, ambos son modos de dominación,
pero basados en formas distintas de control. En la dominación propiamente dicha, el control es
político y directo, y se ejerce a través de la coerción y, en última instancia, a través del recurso
a la violencia física. Pero ni este poder coercitivo, ni el poder propiamente económico que
deriva de la relación de explotación, son suficientes para mantener y reproducir el sistema
social. Es necesaria la dirección político-ideológico-cultural, en el cual una clase o sector logra
una apropiación del poder, admitiendo “espacios” donde los grupos subalternos (no
hegemónicos) desarrollan sus prácticas.

El problema de la legitimidad de la reducción se plantea, pues, cuando nos interrogamos en


nombre de qué, de quién, a partir de qué base puede una razón concreta afirmarse como
universal. Para los reduccionistas, este problema está resuelto por el poder: como Gramsci
indica, la imposición es el fundamento de toda legitimidad pues tiene la razón quien vence y
consigue aplastar al otro.

Frente a esta montaña de evidencia, los izquierdistas modernos han elegido defenderse
argumentando la pureza de sus intenciones: la construcción de un mundo justo y perfecto de
armonía social. Y han dicho, y continúan diciendo, que los crímenes cometidos por los
gobiernos comunistas del siglo XX no son propios a la esencia del comunismo, sino una
“desviación” de estas intenciones y, por tanto, son una “degeneración” o una “perversión” de
las ideas socialistas originales. Sin embargo, esta defensa queda desmontada tras un análisis
imparcial y completo de la literatura socialista. En efecto, el análisis de dichos textos indica que
el racismo, el genocidio y el totalitarismo son características consustanciales al pensamiento
socialista original.

Como lo señaló Jean-Françoise Revel en su libro La gran mascarada: “Es en los orígenes más
auténticos del pensamiento socialista, en sus más antiguos doctrinarios, donde se encuentran
las justificaciones del genocidio, de la depuración étnica y del estado totalitario que se blanden
como armas legítimas indispensables para el éxito de la revolución y la preservación de sus
resultados. Cuando Stalin o Mao llevaron a cabo sus genocidios no violaron los auténticos
principios del socialismo: aplicaron, por el contrario, esos principios con un escrúpulo ejemplar
y con una total fidelidad tanto a la letra como al espíritu de la doctrina”.

La teoría de clases es una aplicación del darwinismo social a la historia y se halla, por su noción
de clase escogida, emparentada con la de nación y raza elegida. Si el comunismo de Marx sólo
es aplicable a las sociedades desarrolladas (las dirigidas por élites blanco-europeas), se halla
implícita una teoría racial del devenir histórico. No por gusto George Watson escribía que el
genocidio era una teoría propia del socialismo. De ahí que tanto Marx como Engels,
darwinistas y mendelianos además, considerasen que el colonialismo implicaba un progreso
histórico y que existían razas, grupos étnicos y naciones superiores e inferiores.

Si bien el marxismo se insertó en el lenguaje de muchos movimientos anticoloniales, como


ideología no estableció raíces significativas, y sólo un puñado de obras de relieve se
produjeron, como Ensayos de interpretación de la realidad peruana, de José Carlos Mariátegui,
y Los Condenados de la Tierra, de Franz Fanon.
La trampa de los “espacios” que se consiente a los grupos no hegemónicos (minorías étnicas y
raciales), es que tal consenso legitima de manera permanente al poder hegemónico que no se
ve desafiado por fuerzas contrahegemónicas o hegemonías alternativas. A la diferenciación
económica y política que separa a los hegemónicos (dominantes) de los no hegemónicos
(dominados), hay que sumar una tercera diferenciación, la simbólica o cultural que determina
dos tipos de humanos: hegemónicos y subalternos.

Sólo si existe una lucha por la hegemonía —en base a la búsqueda de la diferenciación dentro
de la homogeneidad, del abandono de la creación de consenso por la creación de nuevas
formas de distinción— pueden los “espacios” admitidos a los grupos subalternos desarrollar
prácticas autónomas no funcionales para el sistema.

Sólo por la importancia que tuvo el proceso de descolonización, se produjeron cambios en la


mirada de Occidente sobre el “otro” y, específicamente, la mirada que tenía la antropología
sobre las “otras” culturas. Fue a partir de la descolonización afroasiática y de la revolución por
los derechos civiles en Estados Unidos, en los 60, que algunos teóricos marxistas europeos,
aguijoneados por Jean Paul Sartre, buscaron acomodar el tema de la liberación de las minorías
negras dentro del marco de la ideología.

Pero el fenómeno del multiculturalismo conlleva el peligro de que sea sólo un cínico
reconocimiento del dominador para con los que domina, como lo ejemplifica Edward Said en
su interesante texto Cultura e imperialismo. Según él, es el excolonizador, ahora "civilizador",
quien otorga sentido a la historia y la existencia del excolonizado, al ser el único en capacidad
de conferir reconocimiento a los pueblos que no habían logrado superar la descolonización.

En el caso de las sociedades sin clases (Cuba, por ejemplo), supuestamente las relaciones de
producción sólo pueden apelar a una superestructura ideológica, es decir a un sistema de
representación que refleje las relaciones de sus condiciones reales de existencia.

La construcción del “otro” por la desigualdad social, la desigualdad cultural dentro de


sociedades occidentales, no occidentales u occidentalizadas, o las desigualdades entre culturas
fueron temas abordados en los 60 y 70 del siglo pasado por George Balandier, Maurice
Godelier y García Canclini.

Para preguntarse sobre las razones de dominio en una supuesta sociedad sin clases, Maurice
Godelier no tenía que recurrir a las sociedades precapitalistas; tenía los ejemplos de los
estados-naciones del bloque soviético —de composición multiétnica, pero de dirección
monoétnica—, y si no quería sondear en los “impuros” socialismos tribales africanos y árabes,
pudo asomarse a Cuba, en la cual existían “razas” diferentes. Tanto el análisis clásico como el
de Godelier tienen un punto flaco: que “las condiciones reales de existencia”, por las cuales se
asume legitimidad para controlar, es el imaginado por los individuos que precisamente ejercen
ese poder. Esto implica una participación desigual del negro y del blanco en las altas instancias
del poder político y económico, que se refleja en la distribución, el consumo, los niveles de
vida.

Al estar basada la sociedad socialista cubana en un sistema racial desigual, reproducirá ese
sistema desigual a través de maneras y formas desiguales. La diversidad como la diferencia en
la población cubana son hechos empíricos verificables; en este caso, la desigualdad del negro
vis a vis el blanco es una realidad más allá del tiempo o del espacio pero no está dada de
manera “natural”, sino como producto de un constructo histórico que viene de la esclavitud.
Fuente de la cita de Marx: Página 372 de la edición Hamburgo 1894 de "El Capital" Capítulo: "El
Proceso Global de la Producción Capitalista"
Marx, Karl: Das Kapital. Buch III: Der Gesammtprocess der kapitalistischen Produktion. Kapitel I
bis XXVIII. Hamburg, 1894.

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