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Entre Venezuela y Nadalandia

Eduardo Galeano

Extraño dictador este Hugo Chávez. Masoquista y suicida: creó una Constitución que permite que el pueblo lo
eche, y se arriesgó a que eso ocurriera en un referéndum revocatorio que Venezuela ha realizado por primera
vez en la historia universal.

No hubo castigo. Y esta resultó ser la octava elección que Chávez ha ganado en cinco años, con una
transparencia que ya hubiera querido Bush para un día de fiesta.

Obediente a su propia Constitución, Chávez aceptó el referéndum, promovido por la oposición, y puso su cargo a
disposición de la gente: “Decidan ustedes”.

Hasta ahora, los presidentes interrumpían su gestión solamente por defunción, cuartelazo, pueblada o decisión
parlamentaria. El referéndum ha inaugurado una forma inédita de democracia directa. Un acontecimiento
extraordinario:

Cuántos presidentes, de cualquier país del mundo, se animarían a hacerlo?

Y cuántos seguirían siendo presidentes después de hacerlo?

Este tirano inventado por los grandes medios de comunicación, este temible demonio, acaba de dar una
tremenda inyección de vitaminas a la democracia, que en América Latina, y no sólo en América Latina, anda
enclenque y precisada de energía.

Un mes antes, Carlos Andrés Pérez, angelito de Dios, demócrata adorado por los grandes medios de
comunicación, anunció un golpe de Estado a los cuatro vientos. Lisa y llanamente afirmó que “la vía violenta”
era la única posible en Venezuela, y despreció el referéndum “porque no forma parte de la idiosincrasia
latinoamericana”. La idiosincrasia latinoamericana, o sea, nuestra preciosa herencia: el pueblo sordomudo.

Hasta hace pocos años, los venezolanos se iban a la playa cuando había elecciones. El voto no era, ni es,
obligatorio. Pero el país ha pasado de la apatía total al total entusiasmo. El torrente de electores, colas enormes
esperando al sol, a pie firme, durante horas y horas, desbordó todas las estructuras previstas para la votación.
El aluvión democrático hizo también dificultosa la aplicación de la prevista tecnología último modelo para evitar
los fraudes, en este país donde los muertos tienen la mala costumbre de votar y donde algunos vivos votan
varias veces en cada elección, quizá por culpa del mal de Parkinson.

“¡Aquí no hay libertad de expresión!”, claman con absoluta libertad de expresión las pantallas de televisión, las
ondas de las radios y las páginas de los diarios.

Chávez no ha cerrado ni una sola de las bocas que cotidianamente escupen insultos y mentiras. Impunemente
ocurre la guerra química destinada a envenenar a la opinión pública. El único canal de televisión clausurado en
Venezuela, el canal 8, no fue víctima de Chávez sino de quienes usurparon su presidencia, por un par de días,
en el fugaz golpe de Estado de abril del año 2002.

Y cuando Chávez volvió de la prisión, y recuperó la presidencia en andas de una inmensa multitud, los grandes
medios venezolanos no se enteraron de la novedad. La televisión privada estuvo todo el día pasando películas de
Tom y Jerry.
Esa televisión ejemplar mereció el premio que el rey de España otorga al mejor periodismo. El rey recompensó
una filmación de esos días turbulentos de abril. La filmación era una estafa. Mostraba a los salvajes chavistas
disparando contra una inocente manifestación de opositores desarmados. La manifestación no existía, según se
ha demostrado con pruebas irrefutables, pero se ve que este detalle no tenía importancia, porque el premio no
fue retirado.

Hasta ayercito nomás, en la Venezuela saudí, paraíso petrolero, el censo reconocía oficialmente un millón y
medio de analfabetos, y había cinco millones de venezolanos indocumentados y sin derechos cívicos.

Esos y otros muchos invisibles no están dispuestos a regresar a Nadalandia, que es el país donde habitan los
nadies. Ellos han conquistado su país, que tan ajeno era: este referéndum ha probado, una vez más, que allí se
quedan.

Tomado de: Página/12, Buenos Aires, miércoles 18 de agosto de 2004.

La maldición blanca

Eduardo Galeano

El primer día de este año, la libertad cumplió dos siglos de vida en el mundo. Nadie se enteró, o casi nadie.
Pocos días después, el país del cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de comunicación;
pero no por el aniversario de la libertad universal, sino porque se desató allí un baño de sangre que acabó
volteando al presidente Aristide.

Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin embargo, las enciclopedias más difundidas y casi todos
los textos de educación atribuyen a Inglaterra ese histórico honor. Es verdad que un buen día cambió de opinión
el imperio que había sido campeón mundial del tráfico negrero; pero la abolición británica ocurrió en 1807, tres
años después de la revolución haitiana, y resultó tan poco convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que volver a
prohibir la esclavitud.

Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos, sufre desprecio y castigo. Thomas Jefferson,
prócer de la libertad y propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que había
que “confinar la peste en esa isla”. Su país lo escuchó. Los Estados Unidos demoraron sesenta años en otorgar
reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones. Mientras tanto, en Brasil, se llamaba haitianismo al
desorden y a la violencia. Los dueños de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el
Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.

Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería. Mientras estuvo en las pantallas y en las
páginas, a principios de este año, los medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los haitianos
han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.

Desde la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias. Era una colonia próspera y feliz y
ahora es la nación más pobre del hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos especialistas,
conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron, que la tendencia haitiana al fratricidio proviene de la
salvaje herencia que viene del Africa. El mandato de los ancestros. La maldición negra, que empuja al crimen y
al caos.

De la maldición blanca, no se habló.


La Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la había resucitado:

—¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las colonias?

—El anterior.

—Pues, que se restablezca.

Y, para reimplantar la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves llenas de soldados.

Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la independencia nacional y la liberación de los esclavos.
En 1804, heredaron una tierra arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de azúcar y un país quemado
por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda francesa”. Francia cobró cara la humillación infligida a Napoleón
Bonaparte. A poco de nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización gigantesca, por el daño
que había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de la libertad le costó 150 millones de francos oro. El
nuevo país nació estrangulado por esa soga atada al pescuezo: una fortuna que actualmente equivaldría a
21,700 millones de dólares o a 44 presupuestos totales del Haití de nuestros días. Mucho más de un siglo llevó
el pago de la deuda, que los intereses de usura iban multiplicando. En 1938 se cumplió, por fin, la redención
final. Para entonces, ya Haití pertenecía a los bancos de los Estados Unidos.

A cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva nación. Ningún otro país la reconoció. Haití
había nacido condenada a la soledad.

Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití en
1816, cuando Bolívar llegó a la isla, derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola condición
de que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó
en su guerra de independencia y expresó su gratitud enviando a Port-au-Prince una espada de regalo. De
reconocimiento, ni hablar.

En realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países independientes seguían teniendo esclavos,
aunque algunas tuvieran, además, leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la realidad no se
dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.

En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años. Lo primero que hicieron fue ocupar
la aduana y la oficina de recaudación de impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente
haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la Nación, que se convirtió en sucursal del
Citibank de Nueva York. El presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los hoteles,
restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero. Los ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud,
pero impusieron el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho. No fue fácil apagar los fuegos de
la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido, para
escarmiento, en la plaza pública.

La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando en su lugar una Guardia Nacional,
fabricada por ellos, para exterminar cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en Nicaragua y
en la República Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier fue el equivalente haitiano de Somoza y de Trujillo.

Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron sumando las desventuras y los años.

Aristide, el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos meses. El gobierno de los Estados Unidos
ayudó a derribarlo, se lo llevó, lo sometió a tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en brazos de los
marines, a la presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo, en este año 2004, y otra vez hubo matanza. Y otra vez
volvieron los marines, que siempre regresan, como la gripe.
Pero los expertos internacionales son mucho más devastadores que las tropas invasoras. País sumiso a las
órdenes del Banco Mundial y del Fondo Monetario, Haití había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le
pagaron negándole el pan y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de que había desmantelado el Estado y
había liquidado todos los aranceles y subsidios que protegían la producción nacional. Los campesinos
cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en mendigos o balseros. Muchos han ido y siguen
yendo a parar a las profundidades del mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras veces aparecen
en los diarios.

Ahora Haití importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde los expertos internacionales, que son gente
bastante distraída, se han olvidado de prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción nacional.

En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay un gran cartel que advierte: El mal
paso.

Al otro lado, está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes.

En ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la costumbre de recoger latas y fierros
viejos y con antigua maestría, recortando y martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en los
mercados populares.

Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad. Allí yace, como si fuera chatarra. Espera
las manos de su gente.

Tomado de: Página/12, Buenos Aires, domingo 4 de abril de 2004.

Malas costumbres

Eduardo Galeano

Un pequeño gesto de dignidad nacional desató tremendo escándalo a principios de este año. En todo el mundo
la prensa le dedicó títulos de primera página, como informando de algo rarísimo, algo así como: “Hombre
muerde perro”.

¿Qué había ocurrido? Brasil estaba exigiendo a los visitantes estadounidenses lo mismo que Estados Unidos
exige a los visitantes brasileños: visa en el pasaporte y fichaje en la frontera, incluyendo foto y huella digital.

Muchos condenaron ese acto de normalidad como una expresión de peligrosa locura. Quizá, si el mundo no
estuviera tan mal acostumbrado, las cosas se hubieran visto de otro modo. Al fin y al cabo, lo anormal no era
que el presidente Lula actuara así, sino que fuera el único: lo anormal era que los demás aceptaran sin chistar
esas condiciones que Bush impuso a todos los países, con excepción de unos pocos privilegiados que están más
allá de cualquier sospecha de terrorismo y maldad.

Todo se explicaba, faltaba más, por el 11 de septiembre. Esta tragedia, que el presidente Bush sigue utilizando
como una póliza de perpetua impunidad, obliga a su país a defenderse sin bajar nunca la guardia.

Sin embargo, como cualquiera sabe, ningún brasileño ha tenido nada que ver con la caída de las Torres Gemelas
de Nueva York. En cambio, como pocos recuerdan, el más grave atentado terrorista de toda la historia del
Brasil, el golpe de estado de 1964, contó con la fundamental participación política, económica, militar y
periodística de los Estados Unidos.
Este asunto de los fichajes de viajeros, que tanto lío armó, no es más que un caso de justicia retributiva, y sería
ridículo confundirlo con una tardía venganza histórica. Pero las rutinas de la indignidad tienen mucho que ver, en
América latina, con la mala costumbre de la amnesia, de modo que no está demás recordar que la participación
oficial y oficiosa de los Estados Unidos en aquel golpe de Estado terrorista ha sido documentalmente probada y
confesada por sus principales actores. Y valdría la pena recordar también que ese cuartelazo no sólo abrió paso
a una larga dictadura militar, sino que además asesinó y sepultó las reformas sociales que el gobierno
democrático de Joao Goulart estaba llevando adelante para que fuera menos injusto el país más injusto del
mundo.

Aquel impulso justiciero demoró cuarenta años en resucitar. En esos cuarenta años, ¿cuántos niños brasileños
murieron de hambre? El terrorismo que mata por hambre no es menos abominable que el que mata por bomba.

Malas costumbres: indignidad, amnesia, resignación. Por miedo, nos cuesta cambiarlas; por pereza mental, nos
cuesta imaginarnos sin ellas.

Se nos hace inconcebible el revés de la trama, la contracara de cada cara. Preguntarnos, pongamos por caso,
¿qué hubiera pasado si Irak hubiera invadido Estados Unidos, con el pretexto de que Estados Unidos tiene armas
de destrucción masiva? ¿Y si la embajada de Venezuela en Washington hubiera impulsado y aplaudido un golpe
de Estado contra George W. Bush, como hizo la embajada de Estados Unidos en Caracas contra Hugo Chávez?
¿Y si el gobierno de Cuba hubiera organizado 637 tentativas de asesinato contra los presidentes de los Estados
Unidos, en respuesta a las 637 veces que intentaron matar a Fidel Castro?

¿Y qué pasaría si los países del sur del mundo se negaran a aceptar ni una sola de las condiciones impuestas por
el Fondo Monetario y el Banco Mundial, a menos que estos organismos empezaran por imponerlas a Estados
Unidos, que es el mayor deudor del planeta? ¿Y si el sur aplicara los subsidios y los aranceles que los países
ricos practican en casa y prohíben afuera? ¿Y si?

Malas costumbres: el fatalismo. Aceptamos lo inaceptable como si fuera parte del orden natural de las cosas y
como si no hubiera otro orden posible. El sol enfría, la libertad oprime, la integración desintegra: nos guste o no
nos guste, no hay manera de evitarlo. Elija usted entre eso o eso. Así se vende, por ejemplo, el ALCA.

Allá en el principio de los tiempos, el viejo Zeus, el mandón mayor, no se equivocó. Entre todos los moradores
del Olimpo griego, Hermes era el más mentiroso, el tramposo que a todos engañaba, el ladrón que todo robaba.
Zeus le regaló unas sandalias con alitas de oro y lo nombró dios del comercio. Fue Hermes, después llamado
Mercurio, quien engendró la Organización Mundial del Comercio, el Nafta, el ALCA y otras criaturas concebidas a
su imagen y semejanza.

El Nafta, el acuerdo comercial entre los Estados Unidos, Canadá y México, acaba de cumplir diez años. La mano
de Hermes ha guiado, paso a paso, toda su infancia. Vida y obra del Nafta, primera década: recordemos no más
que un par de episodios reveladores de lo que nos espera si se concreta el ALCA y esta llamada libertad de
comercio, humilladora de soberanías, se extiende a todo el espacio americano:

u En 1996, el gobierno de Canadá prohibió la venta de “una neurotoxina peligrosa para la salud humana”. Era
un aditivo para la gasolina, fabricado por la empresa estadounidense Ethyl. Ese aditivo tóxico, prohibido en los
Estados Unidos, sólo se vendía en Canadá. La empresa Ethyl, que lleva muchos años dedicada a la noble misión
de envenenar a los países extranjeros, reaccionó demandando al estado canadiense porque la prohibición de su
producto liquidaba sus ventas, dañaba su reputación e implicaba “una expropiación”. Los abogados canadienses
advirtieron a su gobierno que estaba perdido: no había nada qué hacer. En el Nafta, las empresas mandan. A
mediados de 1998, el gobierno de Canadá levantó la prohibición, pagó una indemnización de trece millones de
dólares a la empresa Ethyl y le pidió disculpas.
u En 1995, otra empresa estadounidense, Metalclad, no pudo reabrir un depósito de basura tóxica en el estado
mexicano de San Luis Potosí. Lo impidió la población, machetes en mano, para que la empresa basurera no
continuara envenenando la tierra y las napas subterráneas de agua. Metalclad demandó al gobierno de México
por ese “acto de expropiación”. Según lo establecido por el tratado de libre comercio, en el año 2001 la empresa
recibió una indemnización de diecisiete millones de dólares.

La Organización de las Naciones Unidas nació al fin de la Segunda Guerra Mundial. John Fitzgerald Kennedy y
Orson Welles estuvieron entre los dos mil quinientos periodistas que publicaron crónicas del gran
acontecimiento. La Carta fundacional de las Naciones Unidas estableció “la igualdad de derechos de las naciones
grandes y pequeñas”. Era la gran promesa: a partir de la igualdad soberana de todos sus miembros, el nuevo
organismo internacional iba a cambiar el rumbo de la historia de la humanidad.

Sesenta años después, a la vista está. Cambió para peor.

Pero las malas costumbres no son un destino, y son cada vez más los países que se están hartando de recitar el
papel del bobo en esta gran farsa universal.

Hace un año, comprobaba Thomas Dawson, vocero del Fondo Monetario Internacional: “Tenemos muchos
alumnos destacados en América latina”. Era el lenguaje de siempre. Ahora, advierte el presidente argentino
Néstor Kirchner: “Ya no somos alfombra”. Es el nuevo lenguaje.

Nuevo lenguaje, nueva actitud. Nuestros países se llevan muy mal con sus pueblos y se llevan todavía peor con
sus vecinos, y ésta es una larga y triste historia de divorcios. Pero las más recientes reuniones internacionales –
en Cancún, en Monterrey– han sido sacudidas por el soplo de vientos que el aire agradece. Después de tantos
años de soledad, los débiles estamos empezando a entender que por separado estamos fritos. Ya pocos creen,
como el presidente uruguayo Jorge Batlle, que todavía podemos aspirar a ser mendigos felices. Hasta los más
cabezaduras se están convenciendo de que en este vasto humilladero, donde los poderosos practican
impunemente el proteccionismo comercial, la extorsión financiera y la violencia militar, la dignidad es
compartida o no es.

Habría que apurarse, digo yo, antes de que quedemos igualitos a las fotos ésas que están llegando de Marte.

Tomado de: Página/12, Buenos Aires, domingo 25 de enero de 2004.

El país que quiere existir

Eduardo Galeano

Una inmensa explosión de gas: eso fue el alzamiento popular que sacudió a toda Bolivia y culminó con la
renuncia del presidente Sánchez de Lozada, que se fugó dejando tras sí un tendal de muertos.

El gas iba a ser enviado a California, a precio ruin y a cambio de mezquinas regalías, a través de tierras chilenas
que en otros tiempos habían sido bolivianas. La salida del gas por un puerto de Chile echó sal a la herida, en un
país que desde hace más de un siglo viene exigiendo, en vano, la recuperación del camino hacia el mar que
perdió en 1883, en la guerra que Chile ganó.
Pero la ruta del gas no fue el motivo más importante de la furia que ardió por todas partes. Otra fuente esencial
tuvo la indignación popular, que el gobierno respondió a balazos, como es costumbre, regando de muertos las
calles y los caminos. La gente se ha alzado porque se niega a aceptar que ocurra con el gas lo que antes ocurrió
con la plata, el salitre, el estaño y todo lo demás.

La memoria duele y enseña: los recursos naturales no renovables se van sin decir adiós, y jamás regresan.

Allá por 1870, un diplomático inglés sufrió en Bolivia un desagradable incidente. El dictador Mariano Melgarejo le
ofreció un vaso de chicha, la bebida nacional hecha de maíz fermentado, y el diplomático agradeció pero dijo
que prefería chocolate. Melgarejo, con su habitual delicadeza, lo obligó a beber una enorme tinaja llena de
chocolate y después lo paseó en un burro, montado al revés, por las calles de la ciudad de La Paz. Cuando la
reina Victoria, en Londres, se enteró del asunto, mandó traer un mapa, tachó el país con una cruz de tiza y
sentenció: “Bolivia no existe”.

Varias veces escuché esta historia. ¿Habrá ocurrido así? Puede que sí, puede que no.

Pero la frase ésa, atribuida a la arrogancia imperial, se puede leer también como una involuntaria síntesis de la
atormentada historia del pueblo boliviano. La tragedia se repite, girando como una calesita: desde hace cinco
siglos, la fabulosa riqueza de Bolivia maldice a los bolivianos, que son los pobres más pobres de América del
Sur. “Bolivia no existe”: no existe para sus hijos.

Allá en la época colonial, la plata de Potosí fue, durante más de dos siglos, el principal alimento del desarrollo
capitalista de Europa. “Vale un Potosí”, se decía, para elogiar lo que no tenía precio.

A mediados del siglo dieciséis, la ciudad más poblada, más cara y más derrochona del mundo brotó y creció al
pie de la montaña que manaba plata. Esa montaña, el llamado Cerro Rico, tragaba indios. “Estaban los caminos
cubiertos, que parecía que se mudaba el reino”, escribió un rico minero de Potosí: las comunidades se vaciaban
de hombres, que de todas partes marchaban, prisioneros, rumbo a la boca que conducía a los socavones.
Afuera, temperaturas de hielo. Adentro, el infierno. De cada diez que entraban, sólo tres salían vivos. Pero los
condenados a la mina, que poco duraban, generaban la fortuna de los banqueros flamencos, genoveses y
alemanes, acreedores de la corona española, y eran esos indios quienes hacían posible la acumulación de
capitales que convirtió a Europa en lo que Europa es.

¿Qué quedó en Bolivia, de todo eso? Una montaña hueca, una incontable cantidad de indios asesinados por
extenuación y unos cuantos palacios habitados por fantasmas.

En el siglo diecinueve, cuando Bolivia fue derrotada en la llamada Guerra del Pacífico, no sólo perdió su salida al
mar y quedó acorralada en el corazón de América del Sur. También perdió su salitre.

La historia oficial, que es historia militar, cuenta que Chile ganó esa guerra; pero la historia real comprueba que
el vencedor fue el empresario británico John Thomas North. Sin disparar un tiro ni gastar un penique, North
conquistó territorios que habían sido de Bolivia y de Perú y se convirtió en el rey del salitre, que era por
entonces el fertilizante imprescindible para alimentar las cansadas tierras de Europa.

En el siglo veinte, Bolivia fue el principal abastecedor de estaño en el mercado internacional.


Los envases de hojalata, que dieron fama a Andy Warlhol, provenían de las minas que producían estaño y
viudas. En la profundidad de los socavones, el implacable polvo de sílice mataba por asfixia. Los obreros pudrían
sus pulmones para que el mundo pudiera consumir estaño barato.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Bolivia contribuyó a la causa aliada vendiendo su mineral a un precio diez
veces más bajo que el bajo precio de siempre. Los salarios obreros se redujeron a la nada, hubo huelga, las
ametralladoras escupieron fuego. Simón Patiño, dueño del negocio y amo del país, no tuvo que pagar
indemnizaciones, porque la matanza por metralla no es accidente de trabajo.

Por entonces, don Simón pagaba cincuenta dólares anuales de impuesto a la renta, pero pagaba mucho más al
presidente de la nación y a todo su gabinete.

El había sido un muerto de hambre tocado por la varita mágica de la diosa Fortuna. Sus nietas y nietos
ingresaron a la nobleza europea. Se casaron con condes, marqueses y parientes de reyes.

Cuando la revolución de 1952 destronó a Patiño y nacionalizó el estaño, era poco el mineral que quedaba. No
más que los restos de medio siglo de desaforada explotación al servicio del mercado mundial.

Hace más de cien años, el historiador Gabriel René Moreno descubrió que el pueblo boliviano era “celularmente
incapaz”. El había puesto en la balanza el cerebro indígena y el cerebro mestizo, y había comprobado que
pesaban entre cinco, siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca.

Ha pasado el tiempo, y el país que no existe sigue enfermo de racismo.

Pero el país que quiere existir, donde la mayoría indígena no tiene vergüenza de ser lo que es, no escupe al
espejo.

Esa Bolivia, harta de vivir en función del progreso ajeno, es el país de verdad. Su historia, ignorada, abunda en
derrotas y traiciones, pero también en milagros de esos que son capaces de hacer los despreciados cuando
dejan de despreciarse a sí mismos y cuando dejan de pelearse entre ellos.

Hechos asombrosos, de mucho brío, están ocurriendo, sin ir más lejos, en estos tiempos que corren.

En el año 2000, un caso único en el mundo: una pueblada desprivatizó el agua. La llamada “guerra del agua”
ocurrió en Cochabamba. Los campesinos marcharon desde los valles y bloquearon la ciudad, y también la ciudad
se alzó. Les contestaron con balas y gases, el gobierno decretó el estado de sitio. Pero la rebelión colectiva
continuó, imparable, hasta que en la embestida final el agua fue arrancada de manos de la empresa Bechtel y la
gente recuperó el riego de sus cuerpos y de sus sembradíos. (La empresa Bechtel, con sede en California, recibe
ahora el consuelo del presidente Bush, que le regala contratos millonarios en Irak.)

Hace unos meses, otra explosión popular, en toda Bolivia, venció nada menos que al Fondo Monetario
Internacional. El Fondo vendió cara su derrota, cobró más de treinta vidas asesinadas por las llamadas fuerzas
del orden, pero el pueblo cumplió su hazaña. El gobierno no tuvo más remedio que anular el impuesto a los
salarios, que el Fondo había mandado aplicar.

Ahora, es la guerra del gas. Bolivia contiene enormes reservas de gas natural. Sánchez de Lozada había llamado
capitalización a su privatización mal disimulada, pero el país que quiere existir acaba de demostrar que no tiene
mala memoria. ¿Otra vez la vieja historia de la riqueza que se evapora en manos ajenas? “El gas es nuestro
derecho”, proclamaban las pancartas en las manifestaciones. La gente exigía y seguirá exigiendo que el gas se
ponga al servicio de Bolivia, en lugar de que Bolivia se someta, una vez más, a la dictadura de su subsuelo. El
derecho a la autodeterminación, que tanto se invoca y tan poco se respeta, empieza por ahí.
La desobediencia popular ha hecho perder un jugoso negocio a la corporación Pacific LNG, integrada por Repsol,
British Gas y Panamerican Gas, que supo ser socia de la empresa Enron, famosa por sus virtuosas costumbres.
Todo indica que la corporación se quedará con las ganas de ganar, como esperaba, diez dólares por cada dólar
de inversión.

Por su parte, el fugitivo Sánchez de Lozada ha perdido la presidencia. Seguramente no ha perdido el sueño.
Sobre su conciencia pesa el crimen de más de ochenta manifestantes, pero ésta no ha sido su primera carnicería
y este abanderado de la modernización no se atormenta por nada que no sea rentable. Al fin y al cabo, él piensa
y habla en inglés, pero no es el inglés de Shakespeare: es el de Bush.

Tomado de: Página/12, Buenos Aires, domingo 19 de octubre de 2003.

Cuba duele

Eduardo Galeano

Las prisiones y los fusilamientos en Cuba son muy buenas noticias para el superpoder universal, que está loco
de ganas de sacarse de la garganta esta porfiada espina. Son muy malas noticias, en cambio, noticias tristes
que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de
grandeza, pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan.

Tiempo de muy malas noticias: por si teníamos poco con la alevosa impunidad de la carnicería de Irak, el
gobierno cubano comete estos actos que, como diría don Carlos Quijano, “pecan contra la esperanza”.

Rosa Luxemburg, que dio la vida por la revolución socialista, discrepaba con Lenin en el proyecto de una nueva
sociedad. Ella escribió palabras proféticas sobre lo que no quería. Fue asesinada en Alemania, hace 85 años,
pero sigue teniendo razón: “La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un
partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa
diferente”. Y también: “Sin elecciones generales, sin una libertad de prensa y una libertad de reunión ilimitadas,
sin una lucha de opiniones libres, la vida vegeta y se marchita en todas las instituciones públicas, y la burocracia
llega a ser el único elemento activo”.

El siglo XX, y lo que va del XXI, han dado testimonio de una doble traición al socialismo: la claudicación de la
socialdemocracia, que en nuestros días ha llegado al colmo con el sargento Tony Blair, y el desastre de los
estados comunistas convertidos en estados policiales. Muchos de esos estados se han desmoronado ya, sin pena
ni gloria, y sus burócratas reciclados sirven al nuevo amo con patético entusiasmo.

La revolución cubana nació para ser diferente. Sometida a un acoso imperial incesante, sobrevivió como pudo y
no como quiso. Mucho se sacrificó ese pueblo, valiente y generoso, para seguir estando de pie en un mundo
lleno de agachados. Pero en el duro camino que recorrió en tantos años, la revolución ha ido perdiendo el viento
de espontaneidad y de frescura que desde el principio la empujó. Lo digo con dolor. Cuba duele.

La mala conciencia no me enreda la lengua para repetir lo que ya he dicho, dentro y fuera de la isla: no creo,
nunca creí, en la democracia del partido único (tampoco en Estados Unidos, donde hay un partido único
disfrazado de dos), ni creo que la omnipotencia del Estado sea la respuesta a la omnipotencia del mercado.
Las largas condenas a prisión son, creo, goles en contra. Convierten en mártires de la libertad de expresión a
unos grupos que abiertamente operaban desde la casa de James Cason, el representante de los intereses de
Bush en La Habana. Tan lejos había llegado la pasión libertadora de Cason que él mismo fundó la rama juvenil
del Partido Liberal Cubano, con la delicadeza y el pudor que caracterizan a su jefe.

Actuando como si esos grupos fueran una grave amenaza, las autoridades cubanas les han rendido homenaje, y
les han regalado el prestigio que las palabras adquieren cuando están prohibidas.

Esta “oposición democrática” no tiene nada que ver con las genuinas expectativas de los cubanos honestos. Si la
revolución no le hubiera hecho el favor de reprimirla, y si en Cuba hubiera plena libertad de prensa y de opinión,
esta presunta disidencia se descalificaría a sí misma. Y recibiría el castigo que merece, el castigo de la soledad,
por su notoria nostalgia de los tiempos co-loniales en un país que ha elegido el camino de la dignidad nacional.

Estados Unidos, incansable fábrica de dictaduras en el mundo, no tiene autoridad moral para dar lecciones de
democracia a nadie. Sí podría dar lecciones de pena de muerte el presidente Bush, que siendo gobernador de
Texas se proclamó campeón del crimen de Estado firmando 152 ejecuciones.

Pero las revoluciones de verdad, las que se hacen desde abajo y desde adentro como se hizo la revolución
cubana, ¿necesitan aprender malas costumbres del enemigo que combaten? No tiene justificación la pena de
muerte, se aplique donde se aplique.

¿Será Cuba la próxima presa en la cacería de países emprendida por el presidente Bush? Lo anunció su hermano
Jeb, gobernador del estado de Florida, cuando dijo: “Ahora hay que mirar al vecindario”, mientras la exiliada
Zoe Valdés pedía a gritos, desde la televisión española, “que le metan un bombazo al dictador”. El ministro de
Defensa, o más bien de Ataques, Donald Rumsfeld, aclaró: “Por ahora, no”.

Parece que el peligrosímetro y el culpómetro, las maquinitas que eligen víctimas en el tiro al blanco universal,
apuntan, más bien, hacia Siria. Quién sabe. Como dice Rumsfeld: por ahora.

Creo en el sagrado derecho a la autodeterminación de los pueblos, en cualquier lugar y en cualquier tiempo.
Puedo decirlo, sin que ninguna mosca me atormente la conciencia, porque también lo dije públicamente cada
vez que ese derecho fue violado en nombre del socialismo, con aplausos de un vasto sector de la izquierda,
como ocurrió, por ejemplo, cuando los tanques soviéticos entraron en Praga, en 1968, o cuando las tropas
soviéticas invadieron Afganistán, a fines de 1979.

Son visibles, en Cuba, los signos de decadencia de un modelo de poder centralizado, que convierte en mérito
revolucionario la obediencia a las órdenes que bajan, “bajó la orientación”, desde las cumbres.

El bloqueo, y otras mil formas de agresión, bloquean el desarrollo de una democracia a la cubana, alimentan la
militarización del poder y brindan coartadas a la rigidez burocrática. Los hechos demuestran que hoy es más
difícil que nunca abrir una ciudadela que se ha ido cerrando a medida que ha sido obligada a defenderse. Pero
los hechos también demuestran que la apertura democrática es, más que nunca, imprescindible. La revolución,
que ha sido capaz de sobrevivir a las furias de 10 presidentes de Estados Unidos y de 20 directores de la CIA,
necesita esa energía, energía de participación y de diversidad, para hacer frente a los duros tiempos que vienen.
Han de ser los cubanos, y sólo los cubanos, sin que nadie venga a meter mano desde afuera, quienes abran
nuevos espacios democráticos, y conquisten las libertades que faltan, dentro de la revolución que ellos hicieron y
desde lo más hondo de su tierra, que es la más solidaria que conozco.

Tomado de: La Jornada, México, D.F., viernes 18 de abril de 2003.

La náusea

Eduardo Galeano

Las bombas inteligentes, que tan burras parecen, son las que más saben. Ellas han revelado la verdad de la
invasión. Mientras Rumsfeld decía: “Estos son bombardeos humanitarios”, las bombas destripaban niños y
arrasaban mercados callejeros.

El país que más armas y más mentiras fabrica en el mundo desprecia el dolor de los demás. “Nosotros no
contamos a los muertos”, contestó el general Franks, cuando alguien le preguntó sobre los daños colaterales,
como se llaman los civiles que vuelan en pedazos sin comerla ni beberla.

Babilonia, la ramera del Antiguo Testamento, merece este castigo. Por sus muchos pecados y por su mucho
petróleo.

Los invasores buscan las armas de destrucción masiva que ellos habían vendido, cuando el enemigo era amigo,
al dictador de Irak, y que han sido el principal pretexto de la invasión. Hasta ahora, que se sepa, no han
encontrado más que armas de museo, en muy desigual combate.

Pero, ¿son armas de construcción masiva los misiles gigantes que ellos disparan? Los invasores tienen a la vista
las armas tóxicas y las armas prohibidas: las están usando. El uranio empobrecido envenena la tierra y el aire y
los racimos de acero de las bombas de fragmentación matan o mutilan en un área que va mucho más allá de
sus blancos.

En 1983, cuando los marines se apoderaron de la isla de Granada, la asamblea de las Naciones Unidas condenó,
por abrumadora mayoría, la invasión. El presidente Reagan, respetuoso, comentó: “Esto no ha perturbado para
nada mi desayuno”.

Seis años después, fue el turno de Panamá. Los libertadores bombardearon los barrios más pobres, fulminaron a
miles de civiles, reducidos a 560 en la cifra oficial, y eligieron al nuevo presidente del país en la base militar de
Fort Clayton. El Consejo de Seguridad, casi por unanimidad, se pronunció en contra. Los Estados Unidos vetaron
la resolución, y se pusieron a trabajar en sus invasiones siguientes.

Las Naciones Unidas aplaudieron esas invasiones siguientes, o silbaron y miraron para otro lado. Y fueron las
Naciones Unidas las que decretaron el embargo internacional contra Irak, que asesinó mucha más gente que la
guerra de Bush Padre: más de medio millón de niños muertos, a confesión de parte, por falta de medicinas y de
alimentos.

Pero ahora, oh sorpresa, las Naciones Unidas se han negado a acompañar la nueva carnicería de Bush Hijo. Para
evitar que en las próximas guerras se repita este episodio de mala conducta, me temo, no habrá más remedio
que contar los votos del Consejo de Seguridad en el estado de Florida.
No habían aparecido los primeros misiles en los cielos de Irak, cuando ya se había cocinado el gobierno de
ocupación, democrático gobierno íntegramente formado por militares de Estados Unidos, y ya se estaba
haciendo el reparto de los despojos del vencido. Todavía se sigue disputando el botín, que no es moco de pavo:
los fabulosos yacimientos de oro negro, el gran negocio de la reconstrucción de lo que la invasión destruye...

Las empresas agraciadas celebran sus conquistas en las pizarras de la Bolsa de Nueva York. Allí está el mejor
noticiero de la guerra. Los índices bailan al son de la carnicería humana.

En 1935, el general Smedley Butler había resumido así sus tres décadas de trabajo como oficial de marines: “Yo
fui un pistolero del capitalismo”. Y había dicho que él podía dar algunos consejos a Al Capone, porque los
marines operaban en tres continentes y Capone actuaba nada más que en tres distritos de una sola ciudad.

Y a mí qué tajada me va a tocar, se preguntan algunos miembros de la coalición. Pero, ¿qué coalición? Los
cómplices de esta misión libertadora, que son cuarenta, como en el cuento de Alí Babá, integran un coro donde
abundan los violadores de los derechos humanos y las dictaduras lisas y llanas. ¿Y desde dónde se ha lanzado la
cruzada? ¿Dónde están ubicadas lasbases militares de Estados Unidos? Basta con echar una ojeada al mapa:
esas monarquías petroleras, inventadas por las potencias coloniales, se parecen tanto a la democracia como
Bush se parece a Gandhi.

Es una alianza de dos. Uno que crece, el imperio de hoy, y otro que encoge, el imperio de ayer. Los demás
sirven el café y esperan la propina.

Esta alianza de dos por la libertad del petróleo, que Irak nacionalizó, no tiene nada de nuevo.

En 1953, cuando Irán anunció la nacionalización del petróleo, Washington y Londres respondieron organizando,
juntos, un golpe de Estado. El mundo libre amenazado hizo correr la sangre y el sha Pahlevi, estrella de las
revistas del corazón, se convirtió en el carcelero de Irán durante un cuarto de siglo.

En 1965, cuando Indonesia anunció la nacionalización del petróleo, Washington y Londres también respondieron
organizando, juntos, un golpe de Estado. El mundo libre amenazado instaló la dictadura del general Suharto
sobre una montaña de muertos. Medio millón, según los cálculos que más cortos se quedan. De cada árbol
colgaba un ahorcado. Todos comunistas, aclaraba Suharto.

El siguió matando. Le quedó el tic. En 1975, pocas horas después de una visita del presidente Gerald Ford,
invadió Timor Oriental y asesinó a la tercera parte de la población. En 1991 mató, allí, a unos cuantos miles
más. Diez resoluciones de las Naciones Unidas obligaban a Suharto a retirarse de Timor Oriental “sin demora”.
El, siempre sordo. A nadie se le ocurrió bombardearlo por eso, ni las Naciones Unidas le decretaron ningún
embargo universal.

En 1994, John Pilger visitó Timor Oriental. Mirara donde mirara, campos, montañas, caminos, veía cruces. La
isla, toda llena de cruces, era un gran cementerio. De esas matanzas, nadie se había enterado.

El año pasado, Ana Luisa Valdés estuvo en Yenín, uno de los campos de refugiados palestinos bombardeados por
Israel. Ella vio un inmenso agujero, lleno de muertos bajo los escombros. El agujero de Yenín tenía el mismo
tamaño que el de las Torres Gemelas de Nueva York. Pero, ¿cuántos lo veían, además de los sobrevivientes que
revolvían los escombros buscando a los suyos?

Las tragedias conmueven al mundo en proporción directa a la publicidad que tienen.


Hay periodistas honestos, que cuentan la guerra de Irak tal como la ven. Algunos, lo han pagado con la vida.
Pero hay periodistas disfrazados de soldados, que más bien parecen soldados disfrazados de periodistas, que
ofrecen versiones adaptadas al paladar de las grandes cadenas de la desinformación globalizada.

¿Matanzas en los mercados llenos de gente? Fueron bombas iraquíes. ¿Civiles muertos? Escudos humanos que
usa el dictador. ¿Ciudades sitiadas, sin agua ni comida? La invasión es una misión humanitaria. ¿Resistieron
algunas ciudades mucho más de lo previsto? En la tele, se han rendido todos los días.

Los invasores son héroes. Los invadidos que les hacen frente son instrumentos de la tiranía: los acusan de
defenderse.

La mayoría de los estadounidenses está convencida de que Saddam Hussein derribó las torres de Nueva York.
También cree, esa mayoría, que su presidente hace lo que hace por el bien de la humanidad y por inspiración
divina. Los medios masivos venden certezas, y las certezas no necesitan pruebas. Pero el mundo está harto de
que una vez más lo obliguen a tragarse, cada día, los sapos de ese menú.

El país dedicado a bombardear a los demás países, que desde hace añares viene infligiendo al planeta una
incontable cantidad de once de setiembres, ha proclamado la tercera guerra mundial infinita.

El presidente, que no fue a Vietnam gracias a papá y que sólo conoce las guerras de Hollywood, manda matar y
manda morir.

No en nuestro nombre, claman los familiares de las víctimas de las torres.

No en nuestro nombre, clama la humanidad.

No en mi nombre, clama Dios.

Tomado de: Página/12, Buenos Aires, jueves 10 de abril de 2003.

La guerra

Eduardo Galeano

Seré curioso. A mediados del año pasado, mientras esta guerra se estaba incubando, George W. Bush declaró
que «debemos estar listos para atacar en cualquier oscuro rincón del mundo». Irak es, pues, un oscuro rincón
del mundo. ¿Creerá Bush que la civilización nació en Texas y que sus compatriotas inventaron la escritura?
¿Nunca escuchó hablar de la biblioteca de Nínive, ni de la torre de Babel, ni de los jardines colgantes de
Babilonia? ¿No escuchó ni uno solo de los cuentos de las mil y una noches de Bagdad?

¿Quién lo eligió presidente del planeta? A mí, nadie me llamó a votar en esas elecciones. ¿Y a ustedes?

¿Elegiríamos a un presidente sordo? ¿A un hombre incapaz de escuchar nada más que los ecos de su voz?
¿Sordo ante el trueno incesante de millones y millones de voces que en las calles del mundo están declarando la
paz a la guerra?
Ni siquiera ha sido capaz de escuchar el cariñoso consejo de Günter Grass. El escritor alemán, comprendiendo
que Bush tenía necesidad de demostrar algo muy importante ante su padre, le recomendó que consultara a un
sicoanalista en lugar de bombardear Irak.

En 1898, el presidente William McKinley declaró que Dios le había dado la orden de quedarse con las islas
Filipinas, para civilizar y cristianizar a sus habitantes. McKinley dijo que habló con Dios mientras caminaba, a
medianoche, por los corredores de la Casa Blanca. Más de un siglo después, el presidente Bush asegura que
Dios está de su lado en la conquista de Irak. ¿A qué hora y en qué lugar recibió la palabra divina?

¿Y por qué Dios habrá dado órdenes tan contradictorias a Bush y al Papa de Roma?

Se declara la guerra en nombre de la comunidad internacional, que está harta de guerras. Y, como de
costumbre, se declara la guerra en nombre de la paz.

No es por el petróleo, dicen. Pero si Irak produjera rabanitos en lugar de petróleo, ¿a quién se le ocurriría
invadir ese país?

Bush, Dick Cheney y la dulce Condoleezza Rice, ¿habrán renunciado realmente a sus altos empleos en la
industria petrolera? ¿Por qué esta manía de Tony Blair contra el dictador iraquí? ¿No será porque hace 30 años
Saddam Hussein nacionalizó la británica Irak Petroleum Company? ¿Cuántos pozos espera recibir José María
Aznar en el próximo reparto?

La sociedad de consumo, borracha de petróleo, tiene pánico al síndrome de abstinencia. En Irak, el elixir negro
es el menos costoso y, quizá, el más cuantioso.

En una manifestación pacifista, en Nueva York, un cartel pregunta: "¿Por qué el petróleo nuestro está bajo las
arenas de ellos?"

Estados Unidos ha anunciado una larga ocupación militar, después de la victoria. Sus generales se harán cargo
de establecer la democracia en Irak.

¿Será una democracia igual a la que regalaron a Haití, República Dominicana o Nicaragua? Ocuparon Haití
durante 19 años y fundaron un poder militar que desembocó en la dictadura de Francoise Duvalier. Ocuparon
Dominicana durante nueve años y fundaron la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo. Ocuparon Nicaragua durante
21 años y fundaron la dictadura de la familia Somoza.

La dinastía de los Somoza, que los marines habían puesto en el trono, duró medio siglo, hasta que en 1979 fue
barrida por la furia popular. Entonces, el presidente Ronald Reagan montó a caballo y se lanzó a salvar a su país
amenazado por la revolución sandinista. Nicaragua, pobre entre los pobres, tenía, en total, cinco ascensores y
una escalera mecánica, que no funcionaba. Pero Reagan denunciaba que Nicaragua era un peligro; y mientras él
hablaba, la televisión mostraba un mapa de Estados Unidos tiñéndose de rojo desde el sur, para ilustrar la
invasión inminente. El presidente Bush, ¿le copia los discursos que siembran el pánico? ¿Bush dice Irak donde
Reagan decía Nicaragua?
Títulos de los diarios, en los días previos a la guerra: "Estados Unidos está pronto a resistir el ataque".

Récord de ventas de cintas aislantes, máscaras antigás, píldoras antirradiaciones... ¿Por qué tiene más miedo el
verdugo que la víctima? ¿Sólo por este clima de histeria colectiva? ¿O tiembla porque presiente las
consecuencias de sus actos? ¿Y si el petróleo iraquí incendiara el mundo? ¿No será esta guerra la mejor vitamina
que el terrorismo internacional está necesitando?

Nos dicen que Saddam Hussein alimenta a los fanáticos de Al Qaeda. ¿Un criadero de cuervos para que le
arranquen los ojos? Los fundamentalistas islámicos lo odian. Es satánico un país donde se ven películas de
Hollywood, muchos colegios enseñan inglés, la mayoría musulmana no impide que los cristianos anden con la
cruz al pecho y no es muy raro ver mujeres con pantalones y blusas audaces.

No hubo ningún iraquí entre los terroristas que voltearon las torres de Nueva York. Casi todos eran de Arabia
Saudita, el mejor cliente de Estados Unidos en el mundo. También es saudita Bin Laden, ese villano que los
satélites persiguen mientras huye a caballo por el desierto, y que dice presente cada vez que Bush necesita sus
servicios de ogro profesional.

¿Sabía usted que el presidente Dwight D. Eisenhower dijo, en 1953, que la "guerra preventiva" era un invento
de Adolfo Hitler? Afirmó: "Francamente, yo no me tomaría en serio a nadie que me viniera a proponer una cosa
semejante".

Estados Unidos es el país que más armas fabrica y vende en el mundo. Es, también, la única nación que ha
arrojado bombas atómicas contra la población civil. Y siempre está, por tradición, en guerra contra alguien.

¿Quién amenaza la paz universal? ¿Irak?

¿Irak no respeta las resoluciones de la Organización de Naciones Unidas (ONU)? ¿Las respeta Bush, que acaba
de propinar la más espectacular patada a la legalidad internacional? ¿Las respeta Israel, país especializado en
ignorarlas?

Irak ha desconocido 17 resoluciones de la ONU. Israel, 64. ¿Bombardeará Bush a su más fiel aliado?

Irak fue arrasado, en 1991, por la guerra de Bush padre, y hambreado por el bloqueo posterior. ¿Qué armas de
destrucción masiva puede esconder este país masivamente destruido?

Israel, que desde 1967 usurpa tierras palestinas, cuenta con un arsenal de bombas atómicas que le garantizan
la impunidad. Y Pakistán, otro fiel aliado que además es un notorio nido de terroristas, exhibe sus propias ojivas
nucleares. Pero el enemigo es Irak, porque "podría tener" esas armas. Si las tuviera, como Corea del Norte
proclama que las tiene, ¿se anima-rían a atacarlo?

¿Y las armas químicas y biológicas? ¿Quién vendió a Saddam Hussein las cepas para fabricar los gases
venenosos que asfixiaron a los kurdos, y los helicópteros para arrojar esos gases? ¿Por qué Bush no muestra los
recibos?
En aquellos años, guerra contra Irán, guerra contra los kurdos, ¿era Saddam menos dictador de lo que es
ahora? Hasta Donald Rumsfeld lo visitaba en misión de amistad. ¿Por qué los kurdos son conmovedores ahora, y
antes no? ¿Y por qué sólo son conmovedores los kurdos de Irak, y no los kurdos mucho más numerosos que
sacrificó Turquía?

Rumsfeld, actual secretario de Defensa, anuncia que su país usará "gases no letales" contra Irak. ¿Serán gases
tan poco letales como esos que Vladimir Putin usó, el año pasado, en el teatro de Moscú, y que mataron a más
de cien rehenes?

Durante unos cuantos días, Naciones Unidas cubrió con una cortina el Guernica de Picasso, para que esa
desagradable escenografía no perturbara los toques de clarín de Colin Powell.

¿De qué tamaño será la cortina que esconderá la carnicería de Irak, según la censura total que el Pentágono ha
impuesto a los corresponsales de guerra?

¿Adónde irán las almas de las víctimas iraquíes? Según el reverendo Billy Graham, asesor religioso del
presidente Bush y agrimensor celestial, el paraíso es más bien chico: mide nada más que mil 500 millas
cuadradas. Pocos serán los elegidos. Adivinanza: ¿Cuál será el país que ha comprado casi todas las entradas?

Y una pregunta final, que pido prestada a John Le Carré:

—¿Van a matar a mucha gente, papá?

—Nadie que conozcas, querido. Sólo extranjeros.

Tomado de: La Jornada, México, D.F., miércoles 19 de marzo de 2003.

Este texto quiere acompañar la marcha contra la guerra. Será una gigantesca manifestación universal. También
los uruguayos diremos no. La organización de una gran marcha es un desafío urgente para las organizaciones
sociales y políticas que de veras expresan la voluntad popular en nuestro país.

Eduardo Galeano

Para decir no

El presidente del planeta anuncia su próximo crimen en nombre de Dios y de la democracia.

Así calumnia a Dios. Y calumnia, también, a la democracia, que a duras penas ha sobrevivido en el mundo a
pesar de las dictaduras que los Estados Unidos vienen sembrando en todas partes desde hace más de un siglo.

El gobierno de Bush, que más que gobierno parece un oleoducto, necesita apoderarse de la segunda reserva
mundial de petróleo, que yace bajo el suelo de Irak. Además, necesita justificar el dineral de sus gastos militares
y necesita exhibir en el campo de batalla los últimos modelos de su industria armamentista.
De eso se trata. Lo demás, son pretextos. Y los pretextos para esta próxima carnicería ofenden la inteligencia. El
único país que ha usado armas nucleares contra la población civil, el país que descargó las bombas atómicas que
aniquilaron Hiroshima y Nagasaki, pretende convencernos de que Irak es un peligro para la humanidad. Si el
presidente Bush ama tanto a la humanidad, y de veras quiere conjurar la más grave amenaza que la humanidad
padece, ¿por qué no se bombardea a sí mismo, en vez de planificar un nuevo exterminio de pueblos inocentes?

Inmensas manifestaciones invadirán las calles del mundo este 15 de febrero. La humanidad está harta de que
sus asesinos la usen de coartada. Y está harta de llorar a sus muertos al fin de cada guerra: esta vez quiere
impedir la guerra que los va a matar.

Tomado de:
Brecha, Montevideo, viernes 7 de febrero de 2003.

Manicomio

Eduardo Galeano

Tiempos del miedo. Vive el mundo en estado de terror, y el terror se disfraza: dice ser obra de Saddam Hussein,
un actor ya cansado de tanto trabajar de enemigo, o de Osama bin Laden, asustador profesional.

Pero el verdadero autor del pánico planetario se llama Mercado. Este señor no tiene nada que ver con el
entrañable lugar del barrio donde uno acude en busca de frutas y verduras. Es un todopoderoso terrorista sin
rostro, que está en todas partes, como Dios, y cree ser, como Dios, eterno. Sus numerosos intérpretes
anuncian: "El Mercado está nervioso", y advierten: "No hay que irritar al Mercado".

Su frondoso prontuario criminal lo hace temible. Se ha pasado la vida robando comida, asesinando empleos,
secuestrando países y fabricando guerras.

Para vender sus guerras, el Mercado siembra miedo. Y el miedo crea clima. La televisión se ocupa de que las
torres de Nueva York vuelvan a derrumbarse todos los días. ¿Qué quedó del pánico al ántrax? No sólo una
investigación oficial, que poco o nada averiguó sobre aquellas cartas mortales: también quedó un espectacular
aumento del presupuesto militar de Estados Unidos. Y la millonada que ese país destina a la industria de la
muerte no es moco de pavo. Apenas un mes y medio de esos gastos bastaría para acabar con la miseria en el
mundo, si no mienten los numeritos de las Naciones Unidas.

Cada vez que el Mercado da la orden, la luz roja de la alarma parpadea en el peligrosímetro, la máquina que
convierte toda sospecha en evidencia. Las guerras preventivas matan por las dudas, no por las pruebas. Ahora
le toca a Irak. Otra vez ese castigado país ha sido condenado. Los muertos sabrán comprender: Irak contiene la
segunda reserva mundial de petróleo, que es justo lo que el Mercado anda precisando para asegurar
combustible al despilfarro de la sociedad de consumo.

Espejo, espejito: ¿quién es el más temido? Las potencias imperiales monopolizan, por derecho natural, las
armas de destrucción masiva.

En tiempos de la conquista de América, mientras nacía eso que ahora llaman Mercado global, la viruela y la
gripe mataron muchos más indígenas que la espada y el arcabuz. La exitosa invasión europea tuvo mucho que
agradecer a las bacterias y los virus. Siglos después, esos aliados providenciales se convirtieron en armas de
guerra, en manos de las grandes potencias. Un puñado de países monopoliza los arsenales biológicos. Hace un
par de décadas, Estados Unidos permitió que Saddam Hussein lanzara bombas de epidemias contra los kurdos,
cuando él era un mimado de Occidente y los kurdos tenían mala prensa, pero esas armas bacteriológicas habían
sido hechas con cepas compradas a una empresa de Rockville, en Maryland.

En materia militar, como en todo lo demás, el Mercado predica la libertad, pero la competencia no le gusta ni un
poquito. La oferta se concentra en manos de pocos, en nombre de la seguridad universal. Saddam Hussein mete
mucho miedo. Tiembla el mundo. Tremenda amenaza: Irak podría volver a usar armas bacteriológicas y, mucho
más grave todavía, alguna vez podría llegar a tener armas nucleares. La humanidad no puede permitir ese
peligro, proclama el peligroso presidente del único país que ha usado armas nucleares para asesinar población
civil. ¿Habrá sido Irak quien exterminó a los viejos, mujeres y niños de Hiroshima y Nagasaki?

Paisaje del nuevo milenio:

gente que no sabe si mañana encontrará qué comer, o si se quedará sin techo, o cómo hará para sobrevivir si se
enferma o sufre un accidente;

gente que no sabe si mañana perderá el empleo, o si será obligada a trabajar el doble a cambio de la mitad, o si
su jubilación será devorada por los lobos de la bolsa o por los ratones de la inflación;

ciudadanos que no saben si mañana serán asaltados a la vuelta de la esquina, o si les desvalijarán la casa, o si
algún desesperado les meterá un cuchillo en la barriga;

campesinos que no saben si mañana tendrán tierra que trabajar y pescadores que no saben si encontrarán ríos
o mares no envenenados todavía;

personas y países que no saben cómo harán mañana para pagar sus deudas multiplicadas por la usura.

¿Serán obras de Al Qaeda estos terrores cotidianos?

La economía comete atentados que no salen en los diarios: cada minuto mata de hambre a 12 niños. En la
organización terrorista del mundo, que el poder militar custodia, hay mil millones de hambrientos crónicos y
seiscientos millones de gordos.

Moneda fuerte, vida frágil: Ecuador y El Salvador han adoptado el dólar como moneda nacional, pero la
población huye. Nunca esos países habían producido tanta pobreza y tantos emigrantes. La venta de carne
humana al extranjero genera desarraigo, tristeza y divisas. Los ecuatorianos obligados a buscar trabajo en otra
parte han enviado a su país, en el año 2001, una cantidad de dinero que supera la suma de las exportaciones de
banano, camarón, atún, café y cacao.

También Uruguay y Argentina expulsan a sus hijos jóvenes. Los emigrantes, nietos de inmigrantes, dejan a sus
espaldas familias destrozadas y memorias que duelen. "Doctor, me rompieron el alma": ¿en qué hospital se cura
eso? En Argentina, un concurso de televisión ofrece, cada día, el premio más codiciado: un empleo. Las colas
son larguísimas. El programa elige los candidatos, y el público vota. Consigue trabajo el que más lágrimas
derrama y más lágrimas arranca. Sony Pictures está vendiendo la exitosa fórmula en todo el mundo.

¿Qué empleo? El que venga. ¿Por cuánto? Por lo que sea y como sea. La desesperación de los que buscan
trabajo, y la angustia de los que temen perderlo, obligan a aceptar lo inaceptable. En todo el mundo se impone
"el modelo Wal-Mart". La empresa número uno de Estados Unidos prohíbe los sindicatos y estira los horarios sin
pagar horas extra. El Mercado exporta su lucrativo ejemplo. Cuanto más dolidos están los países, más fácil
resulta convertir el derecho laboral en papel mojado.
Y más fácil resulta, también, sacrificar otros derechos. Los papás del caos venden el orden. La pobreza y la
desocupación multiplican la delincuencia, que difunde el pánico, y en ese caldo de cultivo florece lo peor. Los
militares argentinos, que mucho saben de crímenes, están siendo invitados a combatir el crimen: que vengan a
salvarnos de la delincuencia, clama a gritos Carlos Menem, un funcionario del Mercado que de delincuencia sabe
mucho porque la ejerció como nadie cuando fue presidente.

Costos bajísimos, ganancias mil, controles cero: un barco petrolero se parte por la mitad y la mortífera marea
negra ataca las costas de Galicia y más allá.

El negocio más rentable del mundo genera fortunas y desastres "naturales". Los gases venenosos que el
petróleo echa al aire son la causa principal del agujero del ozono, que ya tiene el tamaño de Estados Unidos, y
de la locura del clima. En Etiopía y en otros países africanos, la sequía está condenando a millones de personas
a la peor hambruna de los últimos veinte años, mientras Alemania y otros países europeos vienen de sufrir
inundaciones que han sido la peor catástrofe del último medio siglo.

Además, el petróleo genera guerras. Pobre Irak.

Tomado de:
Brecha, Montevideo, viernes 13 de diciembre de 2002.

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