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Horacio Bojorge
EL HOMBRE Y LA FELICIDAD
Sexo-Dinero-Poder
Paraguay 1365 - 2 Piso Of. 6 - 1057 Buenos Aires - Argentina - Telfax: 4813-
7915/4815-1597 - email: cies@aletheia.org.ar / Sitio en Internet: www.aletheia.org.ar
Exordio
Agradezco al Dr. Carmelo Palumbo y al Centro de Investigaciones de Ética Social
la invitación para exponer este tema en este Ciclo de Cultura y Ética Social. Agradezco
la presencia de todos ustedes, hermanos en la fe, en las consiguientes convicciones
culturales e intelectuales comunes, y en una misma pertenencia eclesial católica. Eso
hace que, aunque pudiera sentirme extraño o extranjero ante este auditorio, me sienta
sin embargo con la comodidad de quien habla Aen casa@ y entre hermanos.
Introducción
En este año jubilar del 2000 los organizadores de este ciclo, han querido tratar de
un tema tan capital, actual y eterno como es El Hombre y la Felicidad. Un asunto de
meditación muy apropiado para la pausa reflexiva y meditativa que pretende ser este
año jubilar para todos nosotros los católicos. Una reflexión que nos invita a avizorar y
nos ayuda a prepararnos, rectificando rumbos, para ingresar, como pueblo de Dios, en
comunión con Él y entre nosotros, al nuevo milenio cristiano.
El alcance de este título necesita ser explicado para despejar, de entrada, posibles
confusiones que el desarrollo mismo del tema - así lo espero - terminará de disipar.
Primera precisión
En primer lugar, tal como se lee, el título de esta exposición puede generar una
cierta intriga acerca de cuáles podrán ser esos tres pecados capitales de los que vale la
pena tratar, en relación - previsiblemente antitética- con la felicidad.
Quizás podría apresurarse alguno a entender que esos tres pecados fueran la
lujuria, la avaricia y la soberbia, ya que ésta es la terna de pecados capitales paralela a
la terna Sexo, Dinero y Poder, mencionada en el subtítulo de este ciclo de conferencias.
Y es verdad que esos tres pecados merecen ser tratados en relación con la
felicidad; ya que tienen mucho que ver con ella. Tanto porque la prometen
engañosamente, cuanto porque en ellas, como en otros tantos escollos o desvíos, suele
encallar, naufragar o extraviarse, la expedición en busca de la felicidad, de tantos
míseramente engañados.
No sería superfluo, en los tiempos que corren, -y espero que otros disertantes lo
harán- volver a recordar las razones por las cuales la antigua sabiduría de la humanidad
descartó ya esos desvíos, por los que se ha extraviado y se sigue extraviando sin visos
de escarmiento, el desmemoriado hombre moderno. Siempre es posible volver a leer
con provecho los iluminadores capítulos de las obras de Santo Tomás, en las que nos
han quedado, resumidas para siempre, las razones por las cuales Aristóteles, y otros,
pensaron que la felicidad, verdadera y última, no consiste esencialmente: ni en las
delectaciones de la carne, ni en los honores, ni en la gloria que viene de la opinión de
los hombres, ni en las riquezas, ni en el poder mundano, ni en los bienes corporales, ni
en el cultivo de las artes, ni siquiera en la sola posesión de las virtudes morales [1[1]].
1[1] Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, Lib 3., Caps. 27-36
Pero no voy a tratar de la lujuria, la avaricia y la soberbia cuyo tratamiento
calzaría, más bien, dentro del ámbito de las exposiciones décima a duodécima de este
ciclo.
Segunda precisión
En segundo lugar: ya que, como he dicho antes, es ésta la única conferencia de
este ciclo en cuyo título se menciona la relación de la felicidad con el pecado, pudiera
preguntarse alguno porqué poner en relación la felicidad sólo con tres pecados
capitales, fuesen ellos los que fueren, y no con todos los siete u ocho, o más
simplemente, con el pecado a secas.
Quien así piense, tiene razón. Y espero mostrar que, efectivamente, nuestro tema,
a pesar de lo que el título pueda sugerir, cobija la esencia del pecado bajo el nombre de
tres pecados capitales: Tristeza, Envidia y Acedia. En esta exposición se tratará, pues,
del pecado esencial, real y concreto, de aquél pecado radical del que el Espíritu Santo
convence en todo tiempo al mundo, pero tratando a la vez de mostrar cómo este mundo
actual organiza hoy, esa oculta y perenne oposición contra el amor a Dios, plasmado a
su modo, en nuestra civilización moderna.
Una vez hechas estas dos precisiones iniciales, exigidas para aclarar el alcance del
título, se hacen necesarias otras precisiones, exigidas, esta vez, por los conceptos
mismos de felicidad y pecado, implicados en nuestro tema.
Lamentablemente, cada vez con mayor frecuencia, los ruidos de la calle, nos
impiden entendernos en nuestro propio lenguaje, aún hablando en familia y de
entrecasa. Esta situación exige esclarecer la confusión existente, identificando y
comprendiendo sus causas.
Para lograr esto se imponen principalmente tres tareas que constituyen, al mismo
tiempo, el esquema según el cual articularé el desarrollo de mi exposición. Esas tres
tareas son:
1) Primero: Mostrar en qué consiste el corrimiento de sentido padecido por los términos
felicidad y pecado
3[3] AAcerca del placer o bienestar se han dado tres opiniones. Una fue la de los
epicúreos, que afirmaban que el bienestar en cuanto bienestar y por sí mismo era el
bien mejor, y que, por lo tanto, todo bienestar es bueno. Otra opinión fue la de los
estoicos y la de los platónicos, que afirmaban que todo placer o bienestar es malo.
La tercera posición fue la de Aristóteles y los peripatéticos, que afirmaron que
ciertos placeres o bienestares son buenos y otros malos y que nada impide que
algunos placeres o bienestares sean los bienes más elevados entre los bienes del
hombre. En efecto, el bienestar o el placer, son consecuencia de alguna acción o
actividad del hombre, por lo que, cuando el hombre ejercita alguna actividad que
sea la más elevada y excelente entre las buenas acciones humanas, en lo que
consiste propiamente la felicidad, entonces, la felicidad [que le deriva del ejercicio
de la virtud más excelente] es una complacencia, un bienestar o un placer bueno. Y
no hay que considerar que la felicidad como ejercicio de la virtud sea algo distinto
de la satisfacción que hay en ella, pues son como una sola cosa. Así como del
perfeccionamiento y de lo perfectible se hace una sola cosa perfecta; de la misma
manera, de la complacencia y del ejercicio de la virtud se hace una acción perfecta,
que es la felicidad; puesto que el placer es una perfección de la acción. El filósofo
no se pronuncia acerca de cuál ha de ser elegida por la otra: si la felicidad por el
placer, o el placer por la felicidad. Pero de acuerdo a la verdad objetiva, parece que
se debe afirmar que el placer debe subordinarse a la acción buena como a su fin. De
la misma manera que todos los bienes secundarios no son bienes por sí mismos, sino
en relación a los bienes que permiten alcanzar. El placer es, por lo tanto, un bien
que sobreviene a alguna actividad , como va unida la hermosura a la juventud; por
lo que el bienestar se ordena a otra cosa y no es un fin en sí. De modo que,
propiamente hablando, el placer no es el bien mejor, sino algo que proviene de algo
declararla verdadera: su permanencia, su exigencia de perdurabilidad y hasta de
eternidad [4[4]].
Para ser sinceros, hay que confesar que los católicos, inmersos en esa cultura y
civilización moderna, somos hijos de Dios pero, desgraciadamente, a la vez, en
porcentajes variables, también somos hijos del tiempo. También a nosotros se nos aleja
y desvanece a la distancia la perspectiva del amor al Padre aquí y en la vida eterna
como, nuestra meta feliz plena y definitiva. La felicidad de estar llamados a ser hijos de
Dios, y a recibir el ser de manos del Padre cada hora y cada día de esta vida y después
eternamente, como Jesús, nos es ajena.
4[4] ALa beatitud, por ser el fin al cual se refieren todos los deseos, es necesario que
sea algo cuya posesión no deje nada más que desear [...] Y por lo tanto concedemos
simplemente que la verdadera felicidad del hombre se encuentra después de esta
vida. Pero no negamos que ya en esta vida pueda alcanzarse una cierta
participación de la bienaventuranza@ Santo Tomás, In IV Sententiarum d. 49, q. 2
art. 1D, ad. 4m
Y también la visión del pecado se nos desdiviniza y se nos moraliza demasiado.
Nos tortura más la culpa que hiere nuestro narcisismo psíquico, que lo que nos
entristece nuestra incumplida o fallida responsabilidad de hijos ante el Padre. La tristeza
o la decepción del Padre por nosotros no suele ser un componente de nuestra conciencia
de pecado. Esta pérdida del sentido religioso del pecado en los mayores, padres y
catequistas, se refleja en las confesiones de los niños, quienes raramente tienen en
cuenta los tres primeros mandamientos.
Felicidad y pecado son, pues, antes que dos ideas o dos estados, dos modos de
vivir, - opuestos pero correlativos-, del hombre respecto de la caridad y la comunión. La
felicidad consiste en una actividad: en el ejercicio de las virtudes de la religión y de la
7[7] ALa felicidad se ve más afectada por lo que le sucede a los amigos que por la
propia fortuna con los bienes exteriores y contingentes@ Santo Tomás, Sententia Libri
Ethicorum, Lib. 1, Lect. 17, N. 5.
una norma ética impersonal y laica, inscrita en la conciencia solitaria de cada individuo.
En esta visión los conceptos de felicidad y pecado se desvinculan de todo contexto
religioso, de toda vinculación del hombre a Dios, de la caridad, la comunión, la
santidad, de las que son inseparables en la visión católica. Felicidad y pecado se hacen
irreligiosos, antirreligiosos. En realidad, dejan de ser lo que son, aunque se siga usando
su nombre. Puede decirse que la postmodernidad se sincera cuando los abandona como
inservibles a sus fines propios, más aún, cuando los descarta por nocivos, como
pertenecientes al lenguaje de un nosotros, que en la historia y en los hechos es el pueblo
católico, el cual, aunque por lo general no se diga en voz alta, se juzga que debe
desaparecer sin dejar rastros, ni aún lingüísticos, para que el mundo pueda ser, por fin,
feliz. En palabras de Marx: “La abolición de la religión, como felicidad ilusoria del
pueblo, es necesaria para su verdadera felicidad”. Léase que el exterminio de los
creyentes es necesario para lograr una humanidad feliz. Mírese la historia y se verá que
ése es el sentido de la frase.
Antiteísmo criptoreligioso
Los conceptos modernos de felicidad y pecado no pierden, como se ve, en sus
nuevos engastes modernos, un carácter religioso, pero ese carácter religioso no sólo es
ya no-cristiano sino que va siendo tan militantemente anticristiano.
8[8] ALa lucha contra la religión es, por lo tanto [...] lucha contra el otro mundo, del
cual la religión es el olor espiritual [...] La miseria religiosa es a la vez la expresión
de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la
creatura oprimida; es el corazón del mundo sin corazón, así como es el espíritu de
una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo. La abolición de la religión,
como felicidad ilusoria del pueblo, es necesaria para su verdadera felicidad. La
exigencia de quitar las ilusiones sobre su situación es la exigencia de quitar una
situación que necesita ilusiones. La crítica de la religión es, pues, en germen, la
crítica de este valle de lágrimas, del cual la religión es la aureola.@ Karl Marx,
Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1843), en: Karl Marx
frühe Schriften, Ed. Cotta, Stuttgart 1962, B. 1, p. 488. No es extraño que Marx no
hable de Dios, sino de la religión. El lugar de Dios es hábilmente suplantado por la
religión inmanentista. Hablar de religión en lugar de Dios, es ya invertir los términos
del problema, porque si hay religión es precisamente porque hay Dios; es ya el
inmanentismo postulado como punto de partida, ha notado J. A. Riestra, Karl Marx:
Escritos juveniles, Ed. Emesa, Madrid 1975, p. 31
9[9] APara Hegel, el objeto real del pensamiento religioso es el Hombre mismo: toda
teología es necesariamente una antropología@ Alexandre Kojeve, La Dialéctica del
Amo y del Esclavo en Hegel, Ed. La Pléyade, Buenos Aires 1971, p. 306. APara
Hegel, es el Hombre quien se transforma en Dios al final de la Historia, mediante la
Lucha y el Trabajo que crean la Historia: la >encarnación= es la Historia universal:
la =revelación= es la comprensión de esta Historia que tiene Hegel y expresa en la
Fenomenología@ o.c., p. 135.
12[12] Desarrollo este tema en el capítulo quinto de Mujer ¿por qué lloras? Lumen,
Bs. As. 1999. Puede verse también: “La felicidad como asunto profético.
Pseudoprofecías de la modernidad y una profecía católica en Uruguay: Juan Zorrilla
de San Martín” en: Gladius No. 40, 1997, pp. 91-114
Subrayamos lo de explicación espiritual, para distinguir nuestro diagnóstico de
tantas otras explicaciones tomadas de las ciencias humanas: de la historia de las ideas,
de la filosofía, de las ciencias políticas, socioeconómicas, etc.. La nuestra pretende ser
una explicación no solamente religiosa, ni exclusivamente teológica, sino de alguna
manera profética, o sea un discernimiento de los espíritus co-actuantes con el hombre en
la historia humana. Porque lo que últimamente está en juego en esta dramática
oposición de la modernidad a la Iglesia, y en nuestra confrontación con el secularismo a
la que nos convoca Juan Pablo II en este paso de milenio, es el reconocimiento o la
negación de la obra histórica del Espíritu Santo. Y la negación de esa obra ha de ser
discernida, proféticamente, como demoníaca. Peor aún, como blasfema contra el
Espíritu Santo, pecado que no tiene perdón porque no quiere dejarse perdonar.
Los tres pecados capitales anunciados en el título de nuestra exposición son, uno
solo, porque Tristeza, Envidia y Acedia [14[14]] son lo mismo: son aquella tristeza o
envidia diabólica por el bien divino que la tradición católica conoció como Accidia.
La acedia es una absurda tristeza por Dios y los sumos bienes que constituyen la
felicidad del hombre. Tristeza por la comunión divino-humana. Envidia por la caridad
en su realidad histórica, que no es otra que la del único Nosotros tal como se da en la
comunión divino-eclesial.
La acedia, dice Santo Tomás: Acomporta una cierta tristeza que nace de la
afectividad del hombre por el bien espiritual divino. Tal repugnancia es
manifiestamente opuesta a la caridad, la cual adhiere al bien espiritual y se complace
en él” [15[15]].
Sin podernos detener en ellos enumero algunos ejemplos bíblicos donde se manifiesta
esa tristeza por el bien: pensemos en Judas que reprocha a la Magdalena su gesto de
amor a Jesús que va a morir, como si fuera un derroche del perfume y una crueldad con
los pobres; pensemos en la vergüenza de Mikal por la danza de David delante del Arca;
pensemos en los muchachos que se burlan del profeta Eliseo y serán de grandes los que
matan a los profetas; pensemos en los hijos de Jeconías que no se alegran con la
recuperación del arca, porque interrumpe la cosecha, pensemos en Caín, triste por la
alegría de Dios con la ofrenda de Abel; pensemos en Esaú que menosprecia su
primogenitura y la malvende por un guiso; pensemos en el pueblo rebelde que no quiere
entrar en la Tierra. Pensemos en la pasión de Cristo: por acedia de sus enemigos muere
Jesús y por acedia son perseguidos los apóstoles y todos los mártires de la historia. Sin
embargo, Pedro está tan acédico ante la cruz como los que crucificaban a su Maestro.
Hay una acedia de los creyentes. Acedia es, según Jeremías, ser ciego para el bien:
apercepción. Y para Isaías tomar el bien por mal, el mal por bien, lo dulce por amargo
y lo amargo por dulce: dispercepción.
Que la acedia deba ser considerada, no sólo como un pecado mortal más, sino
como el pecado de los pecados, como el pecado por antonomasia, deriva del hecho de
que es el pecado que se opone directamente al amor de Dios. Santo Tomás lo explica en
estos términos: Adado que la acedia es algo mortal, ya que se opone abiertamente a la
caridad, que es por la que tiene vida el alma, se sigue que la acedia es pecado mortal
por su propio género, pues como dice la 1 Juan 3,14: >el que no ama, permanece en la
muerte=. Y hay que considerar que así como la envidia, que es una tristeza por el bien
del prójimo, es pecado mortal por su género, ya que es opuesta a la caridad como amor
al prójimo, de la misma manera, la acedia, que es tristeza por el bien espiritual divino,
es también pecado mortal por su género, ya que se opone a la caridad en cuanto amor
a Dios” [16[16]].
15[15] Santo Tomás de Aquino, Quaestiones Disputatae de Malo, q. 11, art.3, in corp.
16[16] Santo Tomás de Aquino, Quaestiones Disputatae de Malo, q. 11, art.3, in corp.
Hablar de felicidad del hombre y estos tres pecados capitales, es, pues, como hablar de
felicidad del hombre y su principal contrario: la acedia. Y quiero aquí hacer notar, de
paso, que la acedia, en cuanto que consiste o comporta una indiferencia ante el bien o el
mal, es equivalente a la indiferencia ética de la conducta cínica.
La civilización de la acedia
Me he ocupado extensamente de la acedia en dos libros recientes [17[17]], a los se
debe en gran parte mi presencia esta noche aquí. En esos libros aplico la tradicional
doctrina sobre el pecado de acedia a nuestra civilización moderna. La doctrina
tradicional, atiende a las manifestaciones individuales de la acedia y aún entre ellas,
pinta predominantemente sus formas monásticas. He advertido incidentalmente no sólo
su presencia en nuestra cultura moderna, sino que ella es su mal característico; y que sus
impregnaciones amenazan y, en muchos casos, afectan también, anónimamente, a los
católicos.
Es un hecho reconocido que el término acedia es poco usado, poco conocido por
muchos. Pertenece a los tesoros perdidos, saqueados o enterrados, del lenguaje de la fe,
que urgía recuperar o desenterrar. Espero que la definición de Santo Tomas y la
El pecado capital de acedia consiste, les decía, en una absurda tristeza por
aquellos bienes de los que se goza la caridad [18[18]].
El objeto en que convergen la acedia por el bien de Dios y la envidia por el bien
de los hombres, es la comunión del hombre y Dios. Por eso se concentra en el misterio
de la Encarnación que celebramos, y se exaspera con nuestras celebraciones: la del
quinto centenario y ahora la del milenio. Su exasperación se pone de manifiesto en
forma de burlas, de exposiciones y films blasfemos, de publicidades sacrílegas, de
iniciativas legales, socioeconómicas y políticas, que es difícil pensar no obedezcan a
intenciones secretas y planificaciones ocultas del Faraón y sus servidores.
2) Segunda: que la Gnosis, es acedia. Y que convierte a Dios en idea, para poder
cuestionarlo dudar de su existencia y manejar la idea de Dios, sin necesidad de tratar
con Él. También la gnosis procede del rechazo a la comunidad de Dios y los creyentes.
Vergüenza y miedo
De parte creyente, la acedia ante la persecución se manifiesta, como vergüenza y
como miedo a la persecución del mundo. Creo que entre nosotros, en la actualidad, se
expresa predominantemente en forma de negación por el silencio. Se sufre con temor y
con vergüenza la persecución cultural, la opresión social y económica, la represión
demográfica, la privación de libertad educativa, el desamparo legal ante la burla, los
sacrilegios, la violencia. Pero se teme ver y decir que se trata de persecución. Es acedia
–y, aunque duela usar la palabra para aplicarla a creyentes, hay que confesar que es una
20[20] Esta acedia la ha descrito muy bien, aunque no con ese nombre, Martín Buber,
en las conferencias que se publicaron con el nombre de El Eclipse de Dios. Ed. Galatea,
Bs. As. 1955
forma de cinismo-, desentenderse del carácter de persecución que tienen ciertos hechos
políticos. No llamar a las cosas por su nombre. Estar en Egipto, agobiados por la dura
servidumbre, perseguidos para el exterminio por el Faraón, y vivir como si
estuviésemos en la libertad de la Tierra de Dios. No querer ver la persecución, es una
forma de ocultar y de negar la cruz. Quizás sería hora de entablar una pastoral lúcida de
la persecución, para foguearnos todos y ayudarnos a resistirla y superarla
victoriosamente mediante la victoria que vence al mundo, nuestra fe.
historia y se organiza y desborda contra nosotros. A menudo, por ignorar esta
bienaventuranza, la existencia del católico ingresa en un cono de sombra de tristeza,
acedioso, del que se regocija la persecución.
Un diagnóstico coincidente
Quiero completar mi exposición de esta noche presentando el diagnóstico
espiritual, coincidente con el mío, de un prominente norteamericano, que después de
pasar revista a los males de la sociedad de los EE.UU., afirma que la raíz de ellos es un
mal de naturaleza espiritual y su nombre es: acedia.
22[22] William J. Bennett, “Redeeming Our Time” en: Imprimis Nov. 1995, Vol. 24,
nr. 11 (Hillsdale College, Hillsdale, Michigan 49242, USA). Una version anterior de
esta presentación, apareció como “Getting Used to Decadence; The Spirit of
Democracy in America” en: The Heritage Lectures, publicado por The Heritage
Foundation, 1993
llegan a medir el mal en su real dimensión, en su profundidad y su verdadera
naturaleza@.
Bennett ilustra esta afirmación con testimonios de extranjeros que opinan sobre la
situación americana y señalan la violencia y el pánico ciudadano en que allí se vive.
Una estudiante polaca le decía: “Cuando recién llegué a Estados Unidos fue como
entrar en un mundo loco, pero ahora me estoy acostumbrando. Y debo decir que no es
bueno acostumbrarse a esto”.
Las áreas en las que hemos hecho mayores progresos son las del confort, la
prosperidad económica y la difusión de la democracia en el mundo libre. Los
americanos han alcanzado un nivel de vida que era inimaginable 50 años atrás. Hemos
visto extraordinarios avances en la medicina, la ciencia y la tecnología. La expectativa
de vida se ha incrementado en más de veinte años durante los últimos sesenta años. La
igualdad de oportunidades se ha extendido a todos aquellos a los que les era negada. Y
por supuesto EE.UU. sobresalió en una dura lucha contra el comunismo”.
Pero nuestro autor comprueba que todo esto no basta para hacer feliz al
norteamericano: “¿Por qué los norteamericanos se sienten tan mal cuando las cosas
están económica y militarmente tan bien? ¿Por qué en medio de esta prosperidad y
seguridad hay mucha gente – casi el setenta por ciento de la población – que dice que
estamos desorientados?” Y trata de explicar: “Si tenemos empleo suficiente y más
crecimiento económico – si tenemos ciudades de alabastro – pero nuestros hijos no han
aprendido a andar en el bien, la justicia y la misericordia, entonces el experimento
americano, a pesar de su brillo habrá fracasado”
¿Cuáles serían los signos de ese fracaso social en el terreno de la vida virtuosa?
Dice Bennett que en los treinta años que van de 1960 a 1990: “hubo un aumento del
560% en el número de crímenes violentos; más del 400% de aumento en el número de
nacimientos ilegítimos; se multiplicó por cuatro el número de divorcios; por tres el
porcentaje de niños que viven con uno solo de sus padres; aumentó un 200% el número
de suicidios de adolescentes; cayó en un 75% el promedio de rendimiento de los
estudiantes secundarios. [...] Actualmente el 30% de los nacimientos y un 68% de los
niños de color, son ilegítimos. Hacia el final de la década, según los pronósticos más
confiables, el 40% de todos los nacimientos y el 80% de los de madres menores de
edad, se producirán fuera del matrimonio”.
Entre los países industrializados, los EE.UU. están a la cabeza del número de
abortos, divorcios e hijos ilegítimos. Están en la vanguardia de los asesinatos,
violaciones y crímenes violentos. En educación básica y secundaria, van a la zaga con
los más bajos logros de aprendizaje.
Del deterioro escolar ocurrido en el último medio siglo dan idea los sondeos entre
los maestros. En 1940, los docentes luchaban con los niños porque hablaban sin
permiso, mascaban chicle, corrían en los patios, no hacían bien la fila, o por problemas
con el ruido, el vestido, la desprolijidad y el desorden. En 1990, los docentes se
enfrentaban con: uso de drogas, abuso de alcohol, embarazos, suicidio, violaciones,
robos y asalto, armas en la escuela.
“Estos hechos –continúa Bennett- por sí solos son evidencia de una sustancial
regresión social. Pero hay otros signos de decadencia que no se prestan tan fácilmente
a un análisis cuantitativo. Estoy hablando de las características y hábitos morales,
espirituales y estéticos de una sociedad – lo que los griegos llamaban su ethos. [...]
Hay rudeza, insensibilidad, cinismo, superficialidad y vulgaridad en nuestros tiempos.
Hay demasiados signos de pérdida de civilización, o sea de civilización corrompida. Y
lo peor tiene que ver con nuestros hijos. Aparte de las cifras y los hechos específicos,
está el creciente crimen crónico contra la niñez, de hacerlos envejecer
prematuramente. Vivimos en una cultura que parece a veces dedicada a la corrupción
de los menores, a garantizar la pérdida de su inocencia antes de tiempo”.
“Esto puede sonar a demasiado pesimista o alarmista. Pero pienso que es tal
cual es. Y lo que me preocupa es ver que la gente no parece suficientemente alarmada.
Pienso que no nos indignamos como corresponde. Nos hemos habituado a la
descomposición cultural de la que somos testigos. [...] La gente se está acostumbrando,
como la joven polaca, a cosas a las que no es bueno acostumbrarse. Se está padeciendo
una sobredosis de atrocidades y se está perdiendo la capacidad de asombrarse,
disgustarse e indignarse. Hace unos años once personas fueron asesinadas en Nueva
York en diez horas; hasta donde sé, nadie se estremeció. Poco después un criminal
violento, atracó y casi mató a un anciano de 72 años, fue baleado por un oficial de
policía mientras huía de la escena del crimen, pero fue recompensado con más de
cuatro millones de dólares. Silencio virtual”.
Bennett recuerda que durante los disturbios en los Ángeles, dos individuos fueron
filmados mientras sacaban por la fuerza a un hombre de un camión, le golpeaban el
cráneo con un ladrillo y bailaban victoriosos sobre su cuerpo caído. Sus abogados los
defendieron alegando que eso era lo normal en un tumulto. Y cuando salieron absueltos
del juicio lo que se pudo percibir en la mayoría de los condados, fue un suspiro de
alivio. “Estamos perdiendo el sentido cívico y moral ante la violencia y la crueldad”
concluye Bennett.
Se hace eco de las críticas a la televisión que divulga una crueldad y una
promiscuidad desenfrenadas. Pero Bennett estima que hay en la televisión cosas aún
peores que la apología de la violencia y la corrupción sexual. “Lo peor de la televisión
es lo que se dice en los shows durante el día, en los cuales la exhibición de la
indecencia se celebra como virtud.[...] Hubo un tiempo en que los fracasos personales,
los deseos subliminales y el gusto perverso, iban acompañados de culpa o vergüenza, o
al menos por el silencio. Actualmente son contraseña para aparecer en el show de Sally
Jessy Raphael o en algún otro de las docenas de shows parecidos. He aquí una lista de
temas agitados en estos shows en el lapso de quince días: parejas cruzadas; triángulos
amorosos; un hombre cuyo ideal en la vida es engañar a sus parejas ocasionales
haciéndoles creer que usa preservativo durante la relación; conductas sexuales
femeninas compulsivas; prostitutas vocacionales que aman su profesión; un
extraficante de droga; una joven prisionera en una verdadera lucha por mantener su
integridad. Estos programas son un problema social de doble filo. El primer filo
consiste en los tantos que apetecen aparecer en ellos para exhibirse. El segundo filo es
que muchos sintonizan para verlos exhibirse”.
“¿Por qué ocurre todo esto? -se pregunta entonces Bennett- “¿Qué es lo que hay
detrás de todo esto? Se han propuesto argumentos muy ingeniosos para explicar este
estado de cosas. La gente que piensa ha señalado como causas: el materialismo, el
consumismo, la sociedad permisiva, los escritos de Rousseau, Marx, Freud, Nietzsche,
el legado de la década de los 60, etc., etc. Permítanme exponerles mi opinión”.
“El mal que nos aflige es la corrupción del corazón, la deserción del alma.
Nuestras aspiraciones y nuestros deseos se orientan hacia los objetos que no
corresponden. Y solamente cuando nos orientemos hacia los fines correctos – hacia la
fortaleza, lo noble, lo espiritual – mejorarán las cosas”.
Y Bennett completa esta descripción social del mal de acedia con nuevas
observaciones: “Al diagnosticar que nuestro principal problema es del orden espiritual
y consiste en una debilidad espiritual, sé que voy contra la sensibilidad de muchos.
Hay en nuestros tiempos una repugnancia y resistencia a hablar seriamente de asuntos
espirituales y religiosos. ¿Por qué? Quizás esto tenga algo que ver con la
hipersensibilidad y profunda incomodidad moderna ante los mandamientos de Dios.
Entre otras malas costumbres, nos hemos habituado también a no hablar de las cosas
que importan más, y por eso no lo hacemos”.
“Se oye decir a menudo que las creencias religiosas son un asunto privado que
no corresponde tratar públicamente. Este es un criterio insostenible, por lo menos en
algunos aspectos. Sea cual fuere la fe que uno tenga – e incluso en el caso de que no se
tenga ninguna – lo cierto es que cuando millones de personas dejan de creer en Dios, o
cuando su fe es tan débil que sólo se cree de palabra, se siguen de ese hecho enormes
consecuencias públicas. Y cuando a esto se le agrega una extendida aversión al lenguaje
espiritual en la clase política e intelectual, las consecuencias públicas son aún mayores.
¿Cómo podría ser de otra manera? En la modernidad, nada ha tenido tan vastas
consecuencias o consecuencias tan manifiestas, como el hecho de que grandes sectores
de la sociedad norteamericana se hayan apartado de Dios o lo hayan empezado a
considerar irrelevante, o piensen que ha muerto. Dostoiewsky recuerda, en Los
Hermanos Karamazov que ‘si Dios no existe, entonces todo está permitido’. Nosotros
estamos ahora presenciando ese ‘todo’. Y no es bueno acostumbrarse a la mayor parte
de todo esto”.
Conclusión
¿Qué hacer?
¿Qué hacer?
En segundo lugar: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas
las fuerzas. Allí está al mismo tiempo la felicidad y la derrota del pecado.
Bien dice San Juan: No hay miedo en la caridad, la caridad perfecta exorciza el
miedo (1 Juan, 4,18). El gozo de la caridad, exorciza la acedia.
¿Qué hacer?
En este mundo frío: los tibios se congelan. Hemos de ser nosotros, los hijos de
Dios los que lo encendamos y calentemos en el fuego del Espíritu Santo. Para eso
fuimos engendrados en ese Espíritu, para eso fuimos llamados, para eso fuimos
preservados.
No hay otra dicha que la caridad, no hay otra desdicha que el pecado. Y ningún
pecado más grave y más difícil de sanar que la tristeza opuesta al gozo de la caridad.
Tristeza que anima a la Babilonia moderna y la incita contra el pueblo de Dios. El
Príncipe de este mundo no lo juzga con mirada humana por las debilidades de la carne,
sino que teme de él lo que puede ser por el poder divino.
Si queremos instaurar el Reino de Cristo, o construir la civilización de la
caridad, que no es la de la filantropía, hemos de saber que el terreno no está vacío y que
los que lo ocupan organizan la resistencia contra Jerusalén. Pero se nos manda no temer
y se nos manda amar con todo nuestro ser. Si Dios está con nosotros ¿quién contra
nosotros?
Los que van por el camino de la Caridad, que es la única que permanece después
que pasa todo, prevalecerán: todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo y lo que ha
conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe.
Oración
Padre, engéndranos, en esta hora, y en cada hora; en este día, y en cada día.
Queremos recibir el ser de Ti siempre y en cada momento aquí sobre la tierra; y en el
cielo eternamente, para que podamos glorificarte como Tú lo mereces. Danos el ser, el
ver, el oír, el pensar, el entender, el querer tu voluntad, el recordar tu caridad, el quererte
sobre todas las cosas. Oh Tú Padre, fuente de caridad, de donde venimos y hacia donde
vamos. Gozo nuestro y paz nuestra. Felicidad nuestra. Te adoramos, te alabamos, te
bendecimos. No tenemos felicidad fuera de Ti. Darte gloria es la felicidad de tus hijos.
No nos dejes caer en la tentación en esta civilización de la acedia en la que nos has
colocado, que se entristece por nuestras alegrías. Líbranos del Malo. Que nada pueda su
tristeza contra el gozo de tus hijos. Para que nada empañe tu gloria y la que le diste a tu
Hijo Jesucristo. Amén.