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Algunos grupos religiosos (obstinados universos cerrados) sostienen todavía que la tierra
apenas tiene unos pocos miles de años de antigüedad, contra todo lo que la ciencia moderna ha
demostrado. Uno de los primeros métodos científicos para estimar la edad de la tierra consistió
en suponer que, en sus comienzos, ésta fue una bola de material fundido sometida al lento
enfriamiento del paso de los siglos. Isaac Newton calculó que una esfera de hierro fundido del
tamaño de la tierra se enfriaría hasta alcanzar la temperatura media actual de nuestro planeta
en un poco menos de 50.000 años; sin
embargo, dado que este valor no
concordaba con los cálculos bíblicos,
supuso cómodamente, más que todo
para no atormentar su delicada
conciencia, que había cometido un error
por exceso, y olvidó el asunto para
siempre.
Un siglo después, lord Kelvin, quien al igual que Newton trabajaba con modelos de
enfriamiento, supuso que la tierra debió ser en los inicios de su historia una esfera fundida; de lo
cual concluyó que su edad debería estar entre 100 y 500 millones de años; cifras que, cinco
años más tarde, dividió por diez. Mientras esto ocurría, algunos geólogos empezaron, con
menos pretensiones, a estudiar la antigüedad del mundo a partir del espesor de los sedimentos
encontrados en ciertos lugares. La altura de los estratos les permitió conjeturar que la tierra
debería contar, por lo menos, con algunos centenares de millones de años, cifra que pareció
bastante exagerada en su época, y en completa contradicción con los modelos de velocidad de
enfriamiento presentado por sus antecesores.
El calor generado en el proceso hizo que la temperatura exterior superase los mil grados
Kelvin, un infierno que debió hacer imposible toda forma de vida. Por fortuna, esta situación no
duró mucho tiempo: en unos pocos miles de años la temperatura de la tierra descendió hasta
volverla habitable, aunque al comienzo sólo lo fuese para las formas de vida muy elementales.
Los materiales básicos que participaron en la formación de nuestro planeta estuvieron
constituidos, principalmente, por óxidos de hierro, silicatos y óxidos de magnesio, compuestos
obtenidos por combinación de los elementos formados en la supuesta explosión de supernova
que nos antecedió. Los compuestos de hierro, más pesados, se desplazaron por gravedad al
centro de la tierra, en tanto que los silicatos, mucho más livianos, se vieron obligados a subir a
la superficie.
Se cree, también, que el material de esa segunda capa se mantiene en continuo flujo: el de la
parte interior, sometido a una mayor temperatura, se desplaza hacia el exterior y hace
descender el material, más frió, que encuentra a su paso. Estas corrientes de convección,
unidas a las que son generadas por el movimiento de rotación de la tierra, producen como
resultante un movimiento en espiral cuyo eje coincide con el de la rotación de la tierra. Las
corrientes espirales de hierro fundido se comportan en forma análoga a las espiras de una
magneto gigantesca: interactúan con el débil campo magnético residual, que induce en ellas
una corriente eléctrica de tal dirección que el campo magnético producido refuerza el inicial.
Por medio de este autoestímulo la dinamo terrestre llega a generar un campo magnético de
intensidad apreciable―teoría de Bullard y Elsasser, pulida y completada por Bloxham y Gubbins
(1990)―. El campo magnético eléctrico terrestre se mantiene activo, más no constante en su
polaridad. Existen pruebas seguras de que, en forma permanente, se están produciendo
reversiones o cambios de polaridad, con una frecuencia tal, que en los últimos cinco millones de
años se han contabilizado veintitrés sucesos de esos.
Encima del núcleo doble de hierro se encuentran dos grandes capas, formadas en su mayor
parte por silicatos. La interior, llamada manto denso o mesosfera, es sólida; la exterior, llamada
manto ligero o astenosfera, está semifundida y sobre ella flota la corteza terrestre o litosfera,
que constituye la parte sólida exterior, y que varia de espesor entre 5 km debajo de los océanos,
35 debajo de los continentes y 80 por debajo de las grandes cordilleras. La corteza se divide en
dos: la continental, granítica y rica en sílice y aluminio―de allí deriva el nombre de Sial―; y la
oceánica, basáltica y rica en sílice y magnesio ―Sima, por brevedad―. Entre el manto y la
corteza existe una delgada capa, conocida con el nombre de discontinuidad de Mohorovîc, en
honor a su descubridor. Cuando el material fundido del manto encuentra alguna fisura en la
corteza, escapa por ésta el exterior y da lugar a los volcanes.
Conjeturan los geólogos que la primera atmósfera de la tierra estuvo formada por los gases
que escapaban en las erupciones volcánicas. Debió entonces contener, fundamentalmente,
dióxido de carbono, compuestos de azufre, nitrógeno en forma de compuestos sencillos y vapor
de agua. Se sabe, con absoluta seguridad, que el oxígeno libre estuvo por completo ausente de
esa atmósfera primitiva, así como su derivado, la protectora capa de ozono. El vapor de agua
que se iba condensando en las capas superiores de la atmósfera caía enseguida en forma de
lluvia. Al principio, a causa de la alta temperatura de la corteza terrestre, tan pronto caía el agua,
se evaporaba y regresaba a la atmósfera. La tierra en ese momento se comportaba como una
plancha hirviente que impedía la presencia de agua en estado liquido. Después de transcurridos
varios milenios, el descenso sensible de la temperatura de la corteza terrestre permitió, al fin, la
formación de océanos permanentes.1
1
Velez, A. Del big bang al homo sapiens, Medellín, Universidad del Antioquia; 1998: Capítulo 5: p.141.