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El gran Otro (mexicano)

una reactualización del laberinto de Paz


Manuel A Jiménez-Castillo
El Colegio de la Frontera Norte

Este trabajo es una aproximación alconcepto de mexicanidad a la luz de la


inspiradora obra de Octavio Paz El laberinto de la soledad. En ella pretendemos
analizar ese espíritu del pueblo mexicano que como operador simbólico articula
el sentido y práctica de su devenir histórico. A lo largo de esta exposición
ilustraremos algunas de tales prácticas a partir de su correspondencia con ese
sentimiento de extrañamiento que lo somete. Aspectos sobre sus relaciones
personales, su concepción de la muerte, o asuntos tan universales como el amor
serán tratados a la luz de ese particular“hacerse mexicano”. Todo ello con el fin
de desvelar como la desigualdad social que atraviesa su propio espíritu se
configura como fenómeno indomable que en su definirse determina el destino de
su pueblo.

I.
No hay dos sin tres. Todo encuentro implica siempre un tercero en
discordia (de naturaleza virtual)que articula todo el conjunto de normas que
facilitan su el éxito de cada empresa. Conjugado desde el sentido que
provee las buenas formas, las costumbres, los hábitos, etcétera, la figura del
gran Otro opera simbólicamente como articulador evanescente de toda
realidad social.El encuentro con un prójimo exige de información a
priori“deidad ontológica” que posibilite la comunicación resultante entre
los actores. Su conceptualización heredera del subconsciente freudiano
alcanza su cénit con la escuela lacaniana de la segunda mitad del pasado
siglo. Gracias a los esfuerzos teóricos psicoanalíticos el estudio sobre la
entelequia “mexicanidad” como la de cualquier otra nación, gana un
humilde respeto científico al convenir como,frente al significante vacío del
positivismo, inaugura una era donde el entendimiento es heredero de la
complejidad.
Esta revelación analítica despeja todo un simbolismo conceptual que nos
libera del frío “dato empírico” pero que sin abandonarlo lo somete a las
profundas raíces del entendimiento. Una obscura nebulosa que conjuga con
los sueños, pasiones, ideologías toda una estructura dela que subyace todo
acontecimiento digno de ser examinado. Como primer pedestal toda una
revelación sintomática:cualquier determinación es siempre una meta-
determinación. El carácter meta-empírico de todo suceso respira aliviada
frente a la imposibilidad de la filosofía materialista de consumir toda
esencia en la mera existencia. Lo relevante de aquella no se infiere de un
simple deducirentre dos opciones “por qué esto y no aquello” sino
encontrar en ambas una relación dialéctica incorruptible “por qué esto, que
siendo esto, no es esto sino aquello”.
Transitar por el significantevacíoque instituye al gran Otro exige traspasar
toda esa inmediatez que implica ver en la causa un hecho físico definitivo
para, en cambio, bucear por los fantasmas que constantemente reactualizan
aquello hacia lo que el entendimiento se inclina. Este hecho común a toda
ciencia adquiere un matiz exacerbado cuando a lo que nos referimos
atiende a lo más social del método. La universalidad que atesora toda
transmisión de un objeto físico de un punto X a otro Y adquiere un sinfín
de connotaciones cuando el acontecimiento se desprende de lo que es igual
a sí mismo (proceso mecánico regular) para atender los distintos escenarios
de la voluntad. En segunda instancia, esa transmisión que había
experimentado su particular auto-determinarse, se enroca ahora a un “ir
definiéndose” con lo que funda asíun particular mundo de cultura. Un
espacio que todavía tendrá que profundizar en el fango que supone escindir
de la realidad su apariencia para encontrarse con la ley de lo ético; gran
Otro.
II.
Lo que pretendemos con este escrito es analizar de manera sintomática y a
la luz de lo esbozado por Octavio Paz en El laberinto de la soledad ese
gran Otro mexicano que el autor pone con palabras a través de lo que
denomina mexicanidad. Pero ¿qué es eso llamado el ser mexicano? ¿Qué se
esconde detrás de toda esa forma viscosa y ajena para todo interés propio y
ajeno? Durante mi etapa de profesor en el Colegio de la Frontera Norte he
estudiado y afinado la mirada sobre el comportamiento del mexicano en
distintas esferas de su realidad social. Mis conclusiones cercanas a la de
Paz aunque reactualizadas, a la luz de la escuela psicoanalítica de la que el
autor mexicano resultó históricamente ajeno, se unen al hándicap de ser
extranjero. Con ello se facilita una visión científica por cuanto desarraigada
y objetiva pone sobre el plantel. La mexicanidad no se consume en su
aparición. De allí, para saber exactamente qué es ser mexicano, no basta
contemplarlo desde el punto de vista de su composición empírica. Hay que
aprehenderlo en Verdad, en la pureza de su fórmula. Desde el sentido que
hemos otorgado al texto, no se realizará un corolario de lo que la cultura
popular mexicana representa para sí misma ni tan siquiera un vulgar
recorrido histórico sobre las distintas etapas que conmocionaron al
mexicano sino más bien atenderemos a aquelloresta y que reposa
sosteniblemente bajo esa máscara llamada mexicanidad.
La hipótesis de perfil auto-aclaratorio que sostendré es aquella por la cual,
la mexicanidad o lo que en términos lacanianosgran Otro (mexicano) se
constituye como aquello que todavía no es igual a sí mismo; no es cierto de
sí,y por tanto, “autoconsciente” sino que su sostenerse implicauna
prolongada subjetividad sobre la cosa a la que se adhiere. La mexicanidad
se convierte en sí, en la razón con la que el mexicano se protege de su
realidad íntima; es en palabras de Paz “una manera de no ser nosotros
mismos, una reiterada manera de ser y vivir otra cosa”. Su realidaddeviene
como un ocultar, un posponer lo esencial del mexicano, de tal manera que
toda representación se convierte en una empresa que lo aleja de sí mismo.
Esta soledad con la que se repliega el sentido último de la mexicanidad y
que en Paz se hace laberíntica al suspender el protagonismo de la voluntad
frente a un enredo cosificado de categorías sociales superpuestas (gran
Otro) será concienzudamente analizada. Para ello atenderemos a sus
fundamentos donde en el fondo no se encuentra otra cosa que un miedo
visceral del mexicano a sí mismo.
Del gran Otro se derrama toda una categorización simbólica que somete las
relaciones sociales a una profunda e insensible superficialidad que en
última instancia permite gestionar ese “miedo a uno mismo” productode un
desconocimiento radical. Ese desconocer(se) no apunta a ninguna pereza
intelectual con el que colocar sobre lo particular lo sostenible de una teoría
sociológica general sino al resultado de un no saberse en el otro. La
ausencia de otro concreto y objetivable ajeno a cualquier prolongación de
uno mismo es el resultado específico de esa superficialidad de la que
subyace toda relación interpersonal. Sin embargo, todo este argumento
parece hacerse profundamente tautológico. Uno podría sostener que ese
desconocerse es razón de una superficialidad que, a fin de
cuentas,determina ese desconocerse. Aunque este defecto tautológico no
encontrara perfecta sutura existe un tercero en discordia que permite
momentáneamente liberarnos de este circunloquio: la desigualdad.
La realidad mexicana se actualiza a partir de unos niveles sociales,
económicos y culturales de asimetría que disuelven la estructura simbólica
del otro como ese aquello que soy; “soy en tanto que otro y el otro en tanto
que yo” diría Hegel. La realidad íntima es siempre prolongación de otro
que en forma de espejo retrata aquello que realmente soy. El profesor es en
tanto que estudiantes, la madre en tanto que a un hijo, etcétera, es decir, la
identidad se forja como relación de un otro algo. De este hecho, todo
perfeccionamiento moral se exprime desde la conciencia que alcanza ese
otro y de cómo con ello mi propia identidad se sustantiva. Siguiendo las
palabras de Paz “la otredad es una proyección de la unidad, la manera en
que esta se despliega”. Lo que soy es un momento desdoblado de lo que es
el otro, esto es, ser para otro.
Todo esto coloca a la desigualdad ante una realidad que trasciende la
acostumbrada visión aritmética para inmiscuirse en lo más íntimo del Ser.
La dilatada desigualdad que aflige al mexicano implica asumir una
distancia insalvable frente a su prójimoconstituyendo lo que en palabras de
Paz dibuja “la existencia de dos México: uno moderno y otro
subdesarrollado”. Más allá del destino histórico-económico que pone a
México frente a una asimetría social inaudita para países de renta-media
alta, la distancia entre grupos sociales exige que toda articulación
organizacional se encuentre restringida a un profundo desconocimiento de
los propios agentes protagonistas que en la desconfianza que rezuma ese
“ser con quién desconozco” se aboca a un marco de superficialidad(pre-
juicio) simbólica. Es en este gran Otro como depositario de tales
específicas relaciones lo que en un lenguaje común se ha dado en
denominar “mexicanidad”.
La relevancia de la desigualdad como fenómeno articulador de la
identidadmexicana no fue recogida por Paz suficientemente a lo largo de su
obra. Solo en su apéndice Postdatahace una breviario sobre el desarrollo
del subdesarrollo económico mexicano, ahora sí, necesario aunque
desarticulado de la estructura esencial de un texto heredero de teorías hoy
superadas. Ciertamente de la obra del literato no se extrae un estudio
sociológico científico. Las pretensiones fueron otras. No por ello, la
ausencia del conceptode desigualdad deja por ello de revelarse como un
“faltante” de su obra. Nuestro objetivo en estas páginas alcanza un conciso
esbozo de la obra del poeta desde lo que hoy sabemos acerca de aspectos
tan determinantes en la vida social mexicana. La desigualdad social
instalada como la sustancia objetivada del gran Otro ocupará un
protagonismo principal como eje vertebrador de estas palabras.
III.
¿Cuál es la naturaleza esencial de ese gran Otro mexicano?Procedamos en
términos lógicos. Si el conocimiento de uno mismo pasa inescrutablemente
por el otro “que no es mi contrario xxx” y la desigualdad radica en un
consumirse “poniendo tierra de por medio” entre ambos, esta distancia
generará una distorsión de las relaciones que en su devenir cristaliza en una
no-relación, es decir, un relacionarse cuyo trasfondo oculta un
desconocerse mutuo. Este no-reconocimiento toma como primera reacción
una desconfianza que se manifiesta a partir de una doble vertiente; por un
lado, recelo frente a uno mismo pues ausente de un otro su identidad se
revela inestable, incierta, y fundamentalmente incapacitada para sostenerse
sobre su propio criterio. Todo es un miedo incomprensible para él. Pone
frente a toda sustancia (estupefacientes, amor, etcétera) una distancia
subjetivada que hace convertir a lo que es neutral consigo mismo en una
injerencia ingobernable. Por otro lado, recela de todo lo que llega de fuera;
“cada vez que uno se abre, abdica”sostendrá Paz. Empero, esta no-relación
no es una (i)relación en el sentido de una ausencia definitiva de relaciones.
La no-relación apunta a unas relaciones superficiales y fetichizadas a
prejuicios sociales y cliques que consigan ocultar la deficienteconciencia
moral que acompaña al mexicano. Mi desconocimiento frente al Otro solo
puede acontecer desde la rígida y jerárquica distinción de las categorías
sociales “máscaras”. Esto explica por qué el mexicano siempre antecede
con una categoría social cualquier encuentro personal. Uno es doctor,
ingeniero, licenciado o cualquier otro adefesio administrativo que nos
permita enmarcarlo bajo un código de conductas a tratar. Uno podría
contradecir que frente a un nombre de pila “que no dice nada” tratarlo bajo
una categoría social implica decir algo del sujeto que ya es. No obstante,
este argumento no considera un matiz revelador. El éxito del nombre de
pila radica precisamente en que no dice nada, todo queda por revelar. Es un
formalismo vacío, una excusa que facilita una libre disposición relacional
entre los agentes. No existe una contaminación a priori, un juicio sobre el
juicio. Sin embargo, cuando ya digo algo de lo que el sujeto es previo a
todo encuentro (pre-juicio frente a experiencia) se está imponiendo un
designio que marcará el futuro del encuentro mismo. Mientras que el éxito
del nombre de pila radica en que no dice nada el fracaso del gran Otro
mexicano está en que ya lo dice todo; la relación ya se encuentra abocada a
la rígida disciplina de la forma social de la categoría.
Esta fascinación por la forma alcanza su consumación estéticaen la
cotidianidad. De acuerdo con Paz, existe en el mexicano un deseo funcional
por el lujo, adornos, etcétera que conjuga sin frenos con ese clasismo
encubierto en las clases sociales. Un cierto barroquismo filosófico que
procura una ansiedad por el estatus y que se resuelve en un decantarse
frente al otro como superior. Esta visibilidad social que se encuentra
presente en ámbitos tan diferenciados como el colorido de las vestimentas
tradicionales, la arquitectura civil, en un maquillaje pronunciado símbolo
de la feminidad mexicana, en una fascinación concreta por todo tipo de
ornamento decorativo nos lleva a pensar que el mexicano desdobla toda
personalización a una dura exteriorización de la intimidad vehiculada por
lo que pone en común a todos; prestigio y posición.
Este aspecto facilita el entendimiento acerca del hecho por el cual los
caminos del prestigio social, común a toda sociedad, encuentra en México
un gusto especial por la ostentación frente al mérito primando el
favoritismo frente al profesionalismo.El mérito implica un exprimirse en lo
que de hábil atesora uno mismo con el fin de especializarse en la
satisfacción denecesidades ajenas. El profesionalismo es figura
determinada de un Otro que impone en el respeto, responsabilidad, y es
fuerza del mérito constante que augura progreso y verdad. Si bien, este
reconocimiento de lo particular se presenta de modo antagónico al gran
Otro mexicano pues su fundamento se destapa en un miedo visceral a uno
mismo donde la imitación (lo superficial) se premia frente al talento (lo
profundo). Bajo estas circunstancias, no es asombroso que México sea una
sociedad con aversión al cambio más acomodada a la imitación que al
arriesgado mundo de la innovación poniendo así, sobre la economía, un
valor inusitado de lo propio frente a lo ajeno (valor trabajo versus utilidad).
Este empecinamiento por encontrar prestigio en las formas fetichizadas de
la sociedad provoca en el mexicano una sobre-producción de figuras
representativas que con naturalidad devalúan el noble ejercicio de generar
prestigio. Este hecho se observa con frecuencia en como una muy buena
parte de los mexicanos atesoran algún tipo distintivo de representación.
Toda institución social por insignificante que sea ostenta un cuadro amplio
de cargos jurídico-administrativos ya sea para una parroquia comunal, una
asociación vecinal o un club de fans. Lo relevante no subyace del contenido
esencial de la agrupación sino precisamente de la capacidad para proveer
distinción en el reconocimiento. Esta ansiedad por distinguirse no es un
capricho del destino histórico sino que corresponde a esa imposibilidad del
mexicano para poder revelarse públicamente como aquello que realmente
es. Fruto de esta incapacidad se instaura toda una reproducción incesante
de figuras representativas como si en su exceso se compensara la carencia
originaria. Empero, las leyes de la economía son inexorables en este
aspecto. Esta sobre-producción de adefesios sociales a lo que atiende es
precisamente a una falta de eficacia a la hora de ejercer su verdadero
cometido. El gran Otro sustrae todo reconocimiento asociado a lo íntimo
para reciclarlo como categoría social (impersonal) lo que en sí supone el
ímpetu que condena a todo un proceso reproductivo que como la inflación
pierde su valor con su crecimiento.
Es en el amor donde el mexicano se despoja de toda condición íntima para
presentarse como definitivo fetiche social. No es él el que ama sino que
más bien es amado por el gran Otro. Esto le genera una profunda
frustración porque de lo que se apropia es de aquello que lo mantiene como
apéndice de toda la estructura simbólica. Toda relación amorosa se desliga
de la intimidad del ser para celebrarse bajo el reino de la conveniencia. La
persona amada suele coincidir con la persona adecuada. Es francamente
inaudito encontrar parejas sentimentales en las que se combina a un criollo
con un indígena. Huelga decir que esta realidad afecta de un modo u otro
todo lugar donde la segregación social es una realidad palmaria,
aconteciendo en México con particular furia. El hombre se presenta
aguerrido y feroz, pues toda sensibilidad es sinónimo de debilidad pues
apunta a lo expurgado. El coste simbólico del patriarcado corre por su
cuenta. Las mujeres, en cambo, sufren un machismo castigado por un rol
que se consume en la crianza y cuidado de la prole así como en la
innegociable atención del marido en los asuntos que competen con la
intimidad. La liberación de la mujer en México no la ha emancipado de su
rol clásico padeciendo en una doble composición la sombra del marido y la
de ella misma. Desde esta perspectiva “la mujer vive presa en la imagen
que la sociedad masculina le impone; por lo tanto solo puede elegir
rompiendo consigo misma”. Incluso los brotes feministas acaban
resolviéndose contra su beneficiaria pues la realidad material de la mujer
sigue siendo incapaz de resolver su independencia económica.
Todo este galimatías amoroso conlleva a una frustración total en la pareja.
El dicho según el cual el matrimonio es una pesada carga que hay que
llevar entre tres cobra aquí una relevancia deliciosa. La figura del amante
no está tan mal visto como en otras sociedades. Su función en la realidad
mexicana es fundamental como inhibidor de esa indiferencia social del
amor; fantasear una vida que el matrimonio tradicional arranca. El amante
es un tercer momento de la ecuación, una suspensión de la estéril tarea
entre esposos en la que se puede colocar todo aquello que queda negado
bajo la estricta frontera de la institución matrimonial. Ahora bien, tampoco
el amante llega a ser por aquello que realmente es (persona), sino que en su
papel de mediador consigue materializar todo ese mundo que el gran Otro
mantiene oculto. La legitimidad del amante no se concibe por tanto como el
fracaso de una pareja sino como aquello que la hace sostenible. En este
sentido, su realidad nunca supera la dialéctica de la relación matrimonial.
El amante fracasa cuando la pareja se rompe. La sostenibilidad simbólica
de esta figura es asegurada en una especie de inconsciente inter-
subjetividad de la que cada matrimonio legitima.
Y ¿qué decir de las canciones de amor? Su popularidad es ampliamente
compartida y no hace distinción entre grupos sociales (cambia el estilo pero
nunca el contenido). A primera vista uno podría pensar que la particular
inclinación por este tipo de temática responde a la esencia latina de hombre
romántico y mujer caprichosa característica definitoria de todo prejuicio
intelectual. Sin embargo, el asunto podría adquirir una dimensión más
interesante. Probablemente las canciones de amor cumplen el mismo rol
que el del amante. Sin el coste que supone encontrar un otro, las canciones
permiten aliviar la presión que el mexicano siente ante un amor que
siempre se revela infructuoso. Cantando se suspende el estricto código de
conducta simbólico del gran Otro (suspensión del formalismo) pudiendo
expresar en forma de un llanto desconsolado (típico de este género
mexicano) aquello que está vedado declarar en la vida cotidiana; “es mejor
decirlo cantando”. Se presenta como un estado desasosegador e inevitable
“cantar para ahogar las penas” que en su esencia lo que indica es la
insoportable angustia de sostener bajo un rol pre-fabricado una autenticidad
que se mantiene fuertemente restringida.
Una vida sometida a una voraz constricción simbólica encuentra en la
muerte una liberación frente a la vida. La fascinación del mexicano por la
muerte supera la indiferencia con la que la trataba Paz “la indiferencia ante
la muerte se mutre de su indiferencia ante la vida” para convertirse en una
recreación permanente. La vida del mexicano siempre pende de un hilo, su
realidad adquiere autenticidad cuando negocia próxima a la muerte. Allí,
como con las canciones de amor la robustez del gran Otro se evapora. Fruto
de ello es la insinuación por el riesgo, la fiereza, las armas “el macho, el
Gran Chingón, una palabra que resume la agresividad, impasibilidad,
invulnerabilidad, uso descarnado de la violencia”. Una reacción desmedida
frente a la realidad que pretende compensar la opresión con la que desde el
sentido inverso el gran Otro ejerce cotidianamente sobre él. Desde ese ser
violento casi agresivo frente a lo circundante el mexicano se imprime como
antídoto.
La fascinación de la muerte llega a institucionalizarse de manera muy
particular en el llamado día de muertos. La relevancia de este día no tiene
tanto que ver el difunto al que se le rinde un personalizado tributo. En
realidad lo que se celebra es un estado particular de estar vivo que acontece
con la muerte del gran Otro. Lo que realmente muere el día de muertos es
el gran Otro simbólico con lo que no solo se renuevan las esperanzas para
seguir viviendo sino que con igual intensidad el fallecido gana un prestigio
ausente en vida. Ha muerto y ahora puede “morir tranquilo”. Esto hace que
la muerte no adquiera el perfil trágico de sociedades como la de la vieja
Europa donde la muerte es objetivada y desplazada de la comunidad “al
muerto no se le toca”.
La muerte en México cristaliza en una pena liberadora, un acercarse a lo
auténtico del Ser mexicano a ese misterio de “ser sin estar siendo”. El gusto
por los ornamentos que toman la forma de carabelas o esqueletos como el
de la Catrina es reconocido y popularmente admirado. Lejos de su habitual
connotación tétrica que acompaña ese miedo visceral occidental a la
putrefacción, los mexicanos lo atienden con alegría. El motivo de esta
reacción pudiera ser esa que remontándonos a Hegel y su sentencia “el
espíritu es un hueso” marca lo esencial del sujeto como lo sostenible frente
al desprendimiento de todo accidente (impregnación del gran Otro). Con la
Catrina se simboliza todo un mundo de libertad, de esencia, de
desprendimiento de la carne. La falta de un cuerpo que sustancialize a la
Catrina coloca al mexicano ante un estado simbólicamente virginal. Todo
está por definirse, por auto-esclarecerse es una oportunidad no viciada por
el gran Otro. De ahí que la foto del difunto que acompaña los coloridos
altares de muertos se convierte en la realidad más profundad. Allí se
reencuentran los anhelos más profundos del mexicano, en esa fija imagen
que vive despojada de todo atributo simbólico. El muerto es dado a la vida
de manera muy particular. Su vitalidad se le transmite desde los vivos y se
convierte para ellos en una imagen apetecible y memorable. Reconocen en
lo muerto su destino pero no como el camino infructuoso que conlleva
innegociablemente a la muerte sino como el de la redención. He aquí el
misterio de la mexicanidad. Su advenimiento materializa la propia
frustración ante la vida. Su liberación siempre queda pospuesta y
programada a un mañana no decible. El día de la muerte figurando el
martirio y muerte del Hijo de Dios alcanza su meta. Su verdadero anhelo
por la vida realmente no vivida es consumada y en su ida hacia “el Elíseo”
los familiares celebran su renacimiento. Ahí reside el sentido de comunidad
del mexicano. Solo puede experimentar aquello que realmente le constituye
a través de una transferencia hacia un otro, su deseo queda articulado al
otro lado de la pantalla, y en su unión con su prójimo dan vida a ese
proyecto irrealizable. En la muerte transcurre la verdad misma del
mexicano. Su mexicanidad negocia en la tentativa de birlar la muerte en
vida, convirtiendo la muerte en un no-ser, es decir, un siendo liberado de su
ser formal.
La formalidad se constituye como la fibra elemental que articula todo ese
sentimiento de la llamada mexicanidad. En los asuntos concernientes a las
transacciones económicas México soporta una informalidad que se le
presume tan extensa como la formal. Ello corrobora la hipótesis básica de
este trabajo por el cual lo formal se sostiene sobre unas bases simbólicas
radicales que para el caso de lo económico expulsa a una gran cantidad de
recursos de las relaciones formales de producción: lo formal es el alimento
que constituye toda informalidad. La paradoja de este asunto se sostiene
sobre la base de una esquelética clase burguesa altamente modernizada que
convive con grandes focos de población que perentoriamente subsisten del
lado de la informalidad. Si bien esta no es como pudiera pensarse una
negación de la formalidad. No es una ilegalidad en tanto y en cuanto
aquella no rivaliza bajo la cosmovisión de la formalidad negándola. Su
realidad ocurre de espalda a aquella como un escenario que de su
marginación genera las bases para un discurso propio. Prueba de tan
irreconciliable negocio muestra ser la ingente cantidad de recursos que
anualmente la economía privada y pública gasta en seguridad, es decir, en
asegurar que la distancia se hace sostenible entre ambos sectores. Por ende,
la informalidad no es una no-formalidad sino una no-no –formalidad en el
sentido de que no se sostiene como lo opuesto sino como lo contiguo a
aquella. No es un atropello a la ley sino el exceso simbólico que queda
fuera de su jurisdicción.
Si frente a lo uno y lo otro se establece una distancia insalvable lo público
como esa sustancia incorpórea donde se auto-regula el egoísmo propio
queda fuertemente mermado en su destino universalista obligándole a
resistir restringidamente en los espacios conservados por la formalidad. En
este sentido, lo público entroniza una mera prolongación del interés privado
pues ante la falta de comunión común aquello se radicaliza como fría
indiferencia frente al otro. Véase sino como una misma clase social ocupa
sosteniblemente los cargos públicos de responsabilidad común,
gestionando una hacienda pública que revierte sobre unos mismos intereses
identitarios frente a los de imparcialidad.Las bajas tasas impositivas a las
rentas del capital y de transmisión de bienes así como un inadecuado
diseño de políticas públicas con un bajísimo gasto público social cristaliza
la privatización desde y no de lo público. Es decir, lejos de lo que acontece
en países del norte de Europa la privatización de las funciones públicas no
deriva de una apropiación de estas desde el ámbito de lo privado sino que
en un grado máximo de obscenidad ocurre desde lo público. Es lo público
responsable en sí de su propio desmantelamiento. Las fuerzas enemigas se
reproducen sin ser ajenas a su propia naturaleza.
Un caso paradigmático de esto que estamos comentando se encuentra en la
cuestión de la llamada corrupción política. Si analizamos a fondo la
cuestión observaremos que la extracción de recursos públicos no adquiere
la categoría moral de corrupción pues esta exige que aquello
negligentemente tomado pertenezca a un otro “pueblo-comunidad”. La
ausencia misma de esta sustancia objetiva lo convierte en mera
apropiación, es decir, en tomar para mí aquello que no es de nadie, pero
que por no ser de nadie debería de ser de todos: tal y como apuntaría la
existencia de una conciencia cívica. Desde esta perspectiva luchar contra la
corrupción es caer en un pozo sin fondo pues se pretende un enemigo que
realmente no existe. La corrupción viene necesariamente precedida por una
conciencia ilícita de apropiación. Esa conciencia arraigada en el espíritu de
lo político es más que cuestionable en México. Y es que la desigualdad de
fondo que soporta el mexicano impide cualquier posibilidad de traspasar la
cortina estética con la que se recubre lo público. Una realidad que no
supera el estatus de apariencia y que en su devenir cotidiano viene
fuertemente corroborado por el modo en el que el Estado trata a buena
parte de la población. Un abandono que se antoja casi inevitable pues la
operatividad de aquel no puede traspasar la linde que marca lo posible y
que coincide a fin de cuentas con lo formal. Este hecho provoca una
fascinación en buena parte de la población con el mundo oscuro del
narcotráfico. La popularidad de grandes magantes del narcotráfico se
sostiene en la capacidad para administrar y proveer de “bienes públicos”
informales que el Estado no está en condiciones de ofrecer. La insuperable
distancia entre ambas estructuras genera aparatos públicos independientes y
formas de legitimidad cuya única respuesta cristaliza en la irrupción de la
violencia entre estructuras antagónicas. La dificultad para juzgar
moralmente a personas como Guzmán o el mítico Escobar radica en que el
juicio sobre lo bueno o lo malo de sus acciones no puede universalizarse ya
que no encuentra un patrón homogéneo que lo reciba. El sesgo que
demarca un país partido en dos (formal versus informal) condena toda
verdad a un restringido provincianismo incapacitado para proveer del
consenso que exige toda empresa humana.
IV.
El mexicano es el resultado del inesperado encuentro entre un conquistador
extrañado frente a un indio temeroso. De esta síntesis la desigualdad se
arroja como la variable focal de toda realidad mexicana. La idea cuasi
divina del conquistador aupada por la denigrante condición social del indio
no pudo más que generar una sociedad clasista, jerarquizada y fuertemente
autoritaria. Un miedo paralizador entre dos elementos irreconciliables que
se extrañaban uno frente al otro. El conquistador no reconocía “infieles”
que dominar en la virtud desafectuosa de unos “lo que eran para los españoles” y
el indígena obtenía de un “citar lo que eran para ellos los conquistadores” una
paralización completa de su sistema simbólico. El acuerdo civilizó tras 300
años de relaciones artificiales el miedo originario que nunca sanó. El
mexicano conserva para sí este acontecimiento radical. Su desconfianza
frente al prójimo recuerda esos primeros encuentros pre-hispánicos donde
cada uno ponía frente al otro el resultado de sus aspiraciones; trabajo
versus deidad. El acuerdo entre amo y esclavo derivó de un reconocimiento
tácito de las circunstancias. El mexicano sigue conmemorando aún hoy esa
mirada extrañada, esa ausencia de sí mismo que lo convirtió en categoría
social. Probablemente la mexicanidad no sea más que la síntesis de ese
traumático acontecimiento nunca resuelto. Dos mundos que se encontraron
para acordar su final. El mexicano fue la continuación depurada de ese
acuerdo. Un acuerdo que solo podía fructificar si las dos partes cedían todo
de sí. Un fantasma con reminiscencia de un pasado irreconciliable
constituye lo sustancial del mexicano. Su reacción frente a esta incómoda
presenta dibuja el sentido último de su mexicanidad.

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